Semillero Escribas: Cuerpo, experiencia y ciudad La ciudad va con

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Semillero Escribas: Cuerpo, experiencia y ciudad
La ciudad va con uno, va adonde uno esté, va en nuestro pensamiento con sus
condiciones físicas -tanto naturales o construidas-; va con sus imaginarios, con sus
modos de expresión; va con lo que conforma su mentalidad, su forma de ser; va con
las marcas, las huellas de sus escenarios, de sus encuentros; va con el tipo especial
de hombre que la habita, con sus tragicomedias. “La ciudad es una escritura”, afirma
el semiólogo Roland Barthes y quien se desplaza por ella, quien la usa, quien la vive
es una especie de lector que asimila ese texto desde su experiencia, su memoria,
desde su cuerpo, en sus sentidos, en su piel.
En el Semillero Escribas, adscrito a la línea de investigación Cuerpo-ExperienciaCiudad del grupo de investigación Estudios de Periodismo, la pregunta es por esa
ciudad, hacer un zoom en la piel, los pies, las manos, la boca, los ojos y los oídos
de quienes la habitan para intentar a partir de allí, construir una totalidad, un
universo de experiencias sensibles en el que el cuerpo es protagonista, es el
hacedor de la urbe y del mundo. Es una apuesta que quiere salir del lugar común
del periodismo tan concentrado en los grandes acontecimientos, en los hechos
noticiosos, en encuadres panorámicos, generales o medios de las problemáticas
urbanas y sus imaginarios.
Coordinador: profesor Ramón Pineda, e-mail: [email protected]
Planteamientos generales de la línea de investigación
“¿Por qué tanto interés en el cuerpo humano?
La respuesta a esta pregunta me parece bastante clara:
el cuerpo es la única cosa que llevamos con nosotros desde el momento en que nacemos
hasta nuestro último aliento.”
Dr. Roy Glover.
“La aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia:
prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos”.
Giorgio Agamben
“Una ciudad está compuesta de diferentes clases de hombres; personas similares no
pueden crear una ciudad”.
Aristóteles
Un escritor norteamericano, Jack Kerouac, conduciría en 1957 los destinos de una
generación cuando salió de la imprenta su novela En el camino, un diario que da
cuenta de un recorrido de norte a sur, de occidente a oriente, a pie, a dedo y en
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autos desvencijados por la Norteamérica profunda. Él y sus amigos, los beat,
gritaron que los tiempos estaban cambiando, que en la época del individualismo,
ver, escuchar, tocar, participar, sentir el entorno era lo importante, que bastaba
con volver a mirar el mundo con ojos de niño, para ver todo lo que de encantador y
terrible tiene.
En esos mismos años, un joven periodista, hijo de inmigrantes italianos, Gay
Talese recorría las calles de Nueva York como un flaneur, contemplando sus
rostros, sus calles, sus contradicciones con “una mezcla de maravilla y de
asombro”. “Mi primera colaboración en Esquire fue en 1960, con un artículo sobre
los desconocidos en Nueva York, Una jornada de hallazgos casuales, una serie de
viñetas sobre las personas que pasan desapercibidas, los hechos extraños y los
sucesos fantásticos que habían impresionado mi imaginación en mis andanzas por
la ciudad como periodista”.
El resultado de esas andanzas sigue siendo uno de los trabajos más bien logrados
y asombrosos del periodismo mundial. La Nueva York de las cosas inadvertidas,
de las profesiones extrañas, de los seres anónimos, de los excéntricos, de los
olvidados, son historias que sumadas dan cuenta de esa urbe de miradas, de
movimiento, de transformación, de metáforas y trashumancias.
También andando, años antes del camino propuesto por los beat y de las
andanzas de Talese, otro periodista norteamericano mostró cómo el caminante es
un encontrador de tesoros. Joseph Mitchell solía escribir para The New Yorker
sobre domadores de pulgas, gitanos, predicadores callejeros. Cuenta el escritor y
periodista argentino Rodrigo Fresan, en un artículo de Página 12, que “Mitchell
pasaba buena parte del día caminando y buscando y encontrando. Mirando a
través de prismáticos las fachadas de sus edificios más amados, mudándose de
departamento cada mes –durante su primera década en N.Y.– para así poder vivir
en toda la ciudad y comprenderla mejor”.
Fue en esas andanzas que se tropezó con Joe Gould, ese habitante de la calle,
bohemio, buen conversador, vago, que parecía irreal y que logró convencer al
periodista de que estaba escribiendo una obra monumental, una historia oral del
mundo. Ese encuentro de dos flaneur se convirtió en El secreto de Joe Gould, una
pieza periodística sin lugares comunes, plena de espacios vividos, llena de urbe.
Mitchell se retiró del periodismo pero no abandonó sus andanzas, los años antes
de su muerte en 1996 se dedicó a armar, como dice Fresan, una “suerte de
biografía-rompecabezas de Nueva York a partir de fragmentos y objetos que
recogía en edificios en demolición o en baldíos y que luego procedía a catalogar
con letra sinuosa y síntesis clínica. Picaportes, clavos, tornillos, contadores de luz,
cerraduras, carteles, botellas, canillas, instrumental quirúrgico, postales,
fotografías: todo era útil y digno de ser preservado”.
Tanto Talese, como Mitchell y muchos otros narradores de historias han hecho
que la calle, la ciudad sea más que un escenario, para ser la materia prima, el
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sujeto y el objeto del periodista. Y es la Universidad un espacio adecuado para
que el estudiante se sumerja, haga una inmersión en la historia (la vida) de la
ciudad, en la vida (la historia) urbana, dos conceptos aparentemente iguales, pero
si nos atenemos a Manuel Delgado, se podría decir que la primera remite a la
historia de una materialidad, la piedra, la segunda a la de sus usuarios, la carne.
Lo primero atiende a lo estable, lo que permanece, lo segundo se refiere a las
transformaciones, a las mutaciones de las sociedades. La principal característica
de la urbanidad es el exceso, la errancia, el merodeo de los cuerpos.
La ciudad va con uno, va adonde uno esté, va en nuestro pensamiento con sus
condiciones físicas -tanto naturales o construidas-; va con sus imaginarios, con
sus modos de expresión; va con lo que conforma su mentalidad, su forma de ser;
va con las marcas, las huellas de sus escenarios, de sus encuentros; va con el
tipo especial de hombre que la habita, con sus tragicomedias. “La ciudad es una
escritura”, afirma el semiólogo Roland Barthes y quien se desplaza por ella, quien
la usa, quien la vive es una especie de lector que asimila ese texto en su memoria,
en sus sentidos, en su piel.
Sí, la ciudad está escrita en el cuerpo y lo que hace a la nuestra diferente de otras
no es solo su geografía, sus edificios sino la red de símbolos que vamos
construyendo quienes la habitamos. Medellín no es un valle, ni un montón de
comunas y habitantes pujantes; ni un edificio Coltejer, ni un parque con las gordas
esculturas de Fernando Botero; no es un río, ni un viaducto por donde se desliza
la serpiente del Metro, tampoco es una feria adornada con cargadores de flores.
Dentro de esa imagen plana, lisa que registra una panorámica, una postal, hay
miles de pliegues, miles de historias, de relaciones, de prácticas personales,
íntimas, sentidas por quienes la habitan y que son lo que configura nuestro
imaginario de la ciudad, nuestra Medellín aprehendida, vivida.
Hay ciudades invisibles y visibles, hay ciudades históricas y míticas, hay ciudades
emblemáticas y simbólicas. A veces basta con pocas palabras para definirlas. Y
así la vieja Atenas se vuelve cultura y democracia; Roma es la única cuyo nombre
contiene todo un imperio; París es la luz de la ilustración, de la revolución contra
los reyes; Londres es la industria, el progreso; Nueva York es la capital del mundo,
la múltiple, la diversa; Calcuta es el caos, la pobreza; Jerusalén es lo sagrado, lo
intocable… y la lista podría hacerla cada uno con Barranquilla, Pereira, Cali,
Cartagena, Bogotá, Medellín.
Pero las ciudades son más que un momento histórico, más que un monumento,
más que una generalidad, las ciudades son quienes la habitan, quienes fluyen
como un elemento líquido por entre la solidez de sus edificios. Aunque la piedra
permanece y multiplica sus formas para volverse puente, viaducto, centro
comercial, urbanización, rascacielos, avenida, columnas de Metro Cable, no es
nada, está muerta si no hay quién le cree una historia, la interprete, la use, le deje
marcas, la haga suya. Es el transeúnte, el usuario, el ciudadano y claro, entre ellos
el periodista, quien tiene ese poder, quien hace que lo urbano sea dinámico y
abierto, que sea un escenario en constante cambio.
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Por eso dice el antropólogo español Manuel Delgado que de un lado tenemos la
ciudad geométrica, geográfica, hecha de construcciones visuales, planificada,
legible, y del otro lado tenemos la ciudad de la otredad, la poética, la ciega, la
opaca, la trashumante, la metafórica, que mantiene con sus usuarios -por quienes
la viven- una relación parecida a la del cuerpo a cuerpo amoroso. “Allí se registran
prácticas microbianas, singulares y al tiempo plurales, que pululan lejos del control
panóptico, que proliferan muchas veces ilegítimamente, que escapan a toda
disciplina, de toda clasificación, de toda jerarquización”.
Las calles son un escenario. Sobre las aceras, en el pavimento vienen y van,
avanzan y retroceden cientos, miles de transeúntes que interpretan una
coreografía que aumenta y disminuye los ritmos, que cambia de movimiento y de
dirección dependiendo del trayecto: por momentos se ven lentos, con pausa, en
otros rápido y en zigzag, a veces exhiben sus mejores pasos deteniéndose en
saludos, en vitrinas, en miradas. La noche, el día, la velocidad de los carros, las
ventas ambulantes, los devenires urbanos, le ponen la música y el drama a esta
sociedad de cuerpos que permanecen siempre en danza.
Sociedad de cuerpos, que como dice Manuel Delgado, ni son ni están, sino que
suceden. Cuerpos que no pertenecen al orden de la estructura y de la función,
sino del acontecimiento. Cuerpos reversibles y mensurables, cuerpos nómades
que “caminan, que se arrastran, que saltan, que se revuelcan, que sólo saben de
intensidades, que no son ni siquiera propiamente una anatomía, sino una
amalgama indiferenciada de pensamiento, de carne y de deseo”.
Cuerpos en trance, en el umbral, en el limen. Cuerpos que al entrar en la calle se
salen de casillas y entran en un rito de pasaje en el que no son hombres ni
bestias, son monstruos que al igual que aquel hombre lobo del laberinto medieval
saltaba las murallas para adentrarse en un bosque en el que lo único certero era
su transformación, su pérdida de sí mismo, su pérdida de conciencia para entrar
en un trance en el que su cuerpo y su mente no eran ni la del hombre, ni la del
lobo, sino las dos cosas, un ser desconocido, sin una identidad pero lleno de ellas,
un ser de la multiplicidad.
Manuel Delgado muy bien lo dice cuando expresa que los protagonistas de las
sociedades de la urbe son “personajes sin nombre, seres desconocidos o apenas
conocidos, que protegen su intimidad de un mundo que pueden percibir como
potencialmente hostil… De la inmensa mayoría de esos urbanitas no sabemos
casi nada, puesto que gran parte de su actividad en los espacios por los que se
desplazan consiste en ocultar o apenas insinuar quiénes son, de dónde vienen,
adónde se dirigen, a qué se dedican, cuál es su ocupación o sus orígenes o qué
pretenden”.
Este ocultamiento de una identidad, este ser parte de un rito de pasaje, este llevar
una máscara que esconde al mismo tiempo que define a quien la porta, puebla,
llena a la urbe de eventos, de acontecimientos. Al fin y al cabo en la calle lo que
hay son monstruos, híbridos, usuarios que se mueven sin desplazarse por un
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espacio que de tan público ya es abstracto: en la ciudad, dice Delgado, se ven
estructuras, familias, instituciones, iglesias, palacios, mercados, familias,
monumentos, pero en la urbe vemos lo que no es sólido, lo que fluctúa, lo efímero,
lo que puede concretarse, lo que está en constante metamorfosis.
El usuario de la urbe, el que va de paso por el espacio público está en lo suyo,
desde lo efímero, desde el trance, desde el colectivo de danza que integra, crea y
se libera. Por eso Manuel Delgado, en su búsqueda de una antropología de los
espacios urbanos, se permite afirmar que actualmente se vive un momento en que
la calle está siendo reivindicada como espacio para la creatividad y la
emancipación, cuerpos en busca de experiencias. Uno de esos cuerpos en busca
de experiencias es el flaneur, ese habitante de la urbe que se pasa caminando la
ciudad para experimentarla, para vivirla.
Su comportamiento ha inspirado estudios sociológicos, filosóficos y literarios.
Charles Baudelaire y Walter Benjamin le dedicaron poemas y ensayos. El poeta
francés se refería a él como el enamorado de la vida universal, que entra en la
multitud, la de las ciudades, como si lo hiciera a un inmenso depósito de
electricidad. El filósofo alemán catalogaba a este personaje como un héroe que se
resiste a la alineación, a perder su individualidad en medio de la multitud.
La línea de investigación Cuerpo, experiencia y ciudad aboga por la formación y
consolidación de un periodista flaneur, un profesional que es ciudadano,
caminante, observador, lector y traductor de los cuerpos, los paisajes, las
experiencias y procesos de la ciudad, del entorno en que habita. Un periodista que
no sacia su curiosidad hasta que no ha mirado, aprendido y entendido lo suficiente
sobre lo que lo rodea, sobre los lugares públicos y secretos que lo conforman
como parte de una historia colectiva.
Afirma Miguel Garrido Muñoz, en Erotología de los sentidos: el flaneur y la
embriaguez de la calle, que el flaneur entiende las formas de recorrido de la urbe
como un texto a interpretar, como un espacio de lectura toponímica convertido en
objeto de investigación y una interpretación simbólica. El caminante abandona,
renuncia, reniega de la mirada de Gran Hermano, de la mirada panóptica -la que
es posible desde los miradores urbanos, la de los CAI (Centros de Atención
Inmediata) periféricos construidos por los organismos de control, la de cámaras de
seguridad en espacios públicos, la de la terraza del Alcalde y del Gerente, la de la
garita del vigilante- para imbuirse en un lectura fractal, la de las prácticas
microbianas, la del detalle, la de la multiplicidad de pliegues que conforman lo liso.
Un beso, una mirada furtiva, un apretón de manos, una decisión, una lágrima, un
olor, una voz, una canción, un sabor, un dolor, una textura, una declaración de
amor -o de odio- una despedida, una sorpresa, una primera vez, un miedo, una
confesión, un roce, una sonrisa, un imprevisto, un evento, un tropezón, un afán, un
suspiro… a cada movimiento, en cada calle, en cada puerta, en cada escalón, en
cada balcón, en cada mirador, en cada tránsito se produce la revelación y la
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ciudad trasciende sus fronteras físicas, deja de ser un logotipo que homogeniza –
una “raza” pujante”, un seseo en la voz, una feria de flores, dos equipos de fútbol,
una tacita de plata- y se hace real, única, la de cada cuerpo que la conforma, que
la transforma y la imagina.
Todo lo que pasa en el mundo, lo que vivimos en él, pasa por el cuerpo. Nos
acercamos a la comprensión de ese mundo por medio de los sentidos. A cada
segundo, consciente o inconscientemente lo miramos, lo escuchamos, lo tocamos,
lo degustamos, lo olemos. Los cinco sentidos y tal vez más, permiten que el mundo
exista, y que sea particular para cada uno. Y dependiendo del contexto social,
cultural, emocional en que cada uno está sumergido, lo percibimos, lo hacemos
propio o extraño, lo convertimos en materia simbólica, le construimos imaginarios.
Linda Mc Dowell en su libro Género, identidad y lugar afirma que el cuerpo es un
lugar, es el espacio en que se localiza el individuo, y que sus límites resultan más
o menos impermeables respecto a los restantes cuerpos. “Aunque no cabe duda
que los cuerpos son materiales y poseen ciertas características como la forma y el
tamaño, de modo que, inevitablemente, ocupan un espacio físico, lo cierto es que
su forma de presentarse ante los demás y de ser percibido por ellos varían según
el lugar que ocupan en cada momento. Por ejemplo, los ademanes, los adornos
corporales y la libertad con que ocuparíamos el espacio en un club no se parece
en nada a los que tendríamos, un domingo por la mañana, asistiendo a una
conferencia”.
Y como de ese ejercicio de comprensión del mundo por medio de los sentidos y
del cuerpo de donde emanan, la línea de investigación enfatiza una mirada de la
ciudad desde el fragmento, para comprender el todo. Hacer un zoom en la piel, los
pies, las manos, la boca, los ojos y los oídos de quienes la habitan para intentar a
partir de allí, construir una totalidad, un universo de experiencias sensibles en el
que cuerpo es protagonista, es el hacedor de la urbe y del mundo. Es una apuesta
que quiere salir del lugar común del periodismo tan concentrado en los grandes
acontecimientos, en los hechos noticiosos, en encuadres panorámicos, general o
medios de las problemáticas urbanas y sus imaginarios.
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