Georgina Sabat de Rivers Clarinda, María de Estrada y Sor Juana; imágenes poéticas de lo femenino A los doctos poetas sublimaste, a los que fueron más inferiores en el olvido eterno sepultaste. Discurso en loor de la poesía Cuando los conquistadores llegaron a las Indias trajeron consigo, no sólo su lengua elevada por Antonio de Nebrija al rango imperial, sino la tradición adquirida en sus ya largos años de trabajo literario: los modos poéticos del mundo mozárabe reflejados en las intrigantes o ingenuas estrofas de las canciones populares y los villancicos de la Edad Media, la lírica trovadoresca de la vida cortés que recogía el «dolce stil nuovo» con el espíritu de Dante y de Petrarca, así como la apertura que significaron Virgilio y Horacio al inaugurar una visión diferente del intimismo. El Renacimiento español aglutinó todas estas corrientes y las acomodó a las formas de versificación que, a través de Italia, le había ofrecido la herencia más antigua de Grecia y Roma. España, al conformar a América a este su modo renacentista, le dio un carácter cosmopolita. De ahí que Octavio Paz (1976, 12) pueda decir que la literatura hispanomericana hace un recorrido en todo inverso al de la literatura mundial: va de lo internacional a lo nacional y regional; recoge su tradición indígena, y así enriquecida, vuelve a presentarse en la palestra universal. También Henríquez Ureña (7-8) y Raimundo Lida —158→ (190-91) han hablado de esta vocación volcada al exterior de la literatura que nos ocupa. Es fácil comprender esta tendencia si tenemos en cuenta que, casi destruida la antigua y pujante cultura con su literatura aborigen, el instrumento lingüísticopoético que se le puso en las manos al hombre de América -y ese hombre incluye al peninsular radicado en países que le eran ajenos- le resultaba aún más extraño de lo que ya lo había sido para aquéllos que se lo habían entregado, puesto que en España se debatía aún la conveniencia de aceptar métodos literarios que se consideraban foráneos. Por fuerza, pues, en el Nuevo Mundo los temas tratados debían referirse a preocupaciones de tipo general, y a que era difícil expresar cosas cercanas a la propia tierra en un lenguaje que recién se manejaba. Una vez llegado el asentamiento dentro de una relativa paz, fueron muchos los que se dieron a la tarea de la escritura: «era casi un impulso colectivo» (Anderson Imbert y Florit, 43). Con el tiempo, el enraizamiento en un mundo nuevo y desconocido donde las razas, los colores y las lenguas se confundían, le dio al escritor americano esa madurez que lo capacitaba para experimentar en una sociedad en la que cada cual tenía que adaptarse e inventar su propio destino. Y esa madurez y capacidad de adaptación al medio ambiente la aplicó muy pronto a la literatura abandonando la poética «más española» que se cultivó inicialmente en América, para adoptar los modos llegados de Italia y ensayar metros renacentistas. Porque más que a otros géneros, el escritor colonial se dedicó a la poesía, que va a marcar todo el período con sello inconfundible puesto que ya traía su bien ganado prestigio de la metrópolis y porque los grandes poderes, al Estado y la Iglesia, la vigilaban con menos celo que a otros géneros considerados más peligrosos. Señalemos la muy citada frase de Hernán González de Eslava de que había «más poetas que estiércol», lo que dice más bellamente Clarinda, la anónima peruana de quien nos vamos a ocupar, que escribió el Discurso en loor de la poesía publicado como prólogo del Parnaso Antártico en Sevilla en 1608 por Diego Mejía y Fernangil: —159→ Pues nombrarlos a todos es en vano, por ser de los del Pirú tantos, que exceden a las flores que Tempe da en verano147. ¿Cuál era la situación de la mujer escritora colonial en América? Según las noticias que nos han llegado, excepto por casos excepcionales y aparte de las primeras letras, la mujer que se interesaba por el estudio era autodidacta. En algunos casos, las madres afortunadas que sabían leer y escribir enseñaban a sus hijas lo que sabían, y ellas continuaban luego su aprendizaje. Así sucedió, por ejemplo, con la colombiana Francisca de la Concepción Castillo, la llamada Madre Castillo (Achury Valenzuela I, XL). Otro fue el caso de Sor Juana Inés de la Cruz cuya madre era analfabeta. Veamos la dedicatoria suya a Juan de Orbe y Arbieto que aparece en los preliminares del tomo II de sus obras antiguas publicado en Sevilla e en 1692, donde encontramos lo que había dicho probablemente unos meses antes en la Respuesta148 al contradecir a su «padre» San Jerónimo cuando éste dijo en latín: «Ninguna arte se aprende sin maestro: incluso los mudos animales y los rebaños de fieras siguen a sus conductores» al hablarnos de quien, como ella: «Nunca ha sabido cómo suena la viva voz de los maestros ni ha debido a los oídos sino a los ojos las especies de la doctrina en el mudo magisterio de los libros». Es de admirar, por tanto, que la mujer escritora reclamara el derecho que tenía a hacer oír su voz ya que, como lo explica María Rosa Lida: «Hasta el genio se sentirá frustrado, en su conjunto, bajo las presiones de tales condiciones sociales y, en un sentido mucho más profundo, bajo las limitaciones y prejuicios intelectuales». Y es de lamentar que tan pocos nombres nos hayan llegado, hecho debido a la reticencia con que, a pesar de lo que comentaremos en seguida, se aceptaba a la mujer al considerársela traspasadora de límites culturales a ella —160→ vedados (Showalter, Introduction 6), lo que trajo por resultado la poca importancia que se les dio a sus escritos. Las condiciones un tanto más propicias que tuvo la mujer en el Nuevo Mundo quizá se expliquen dentro de la tradición pastoril que hallamos en las Dianas de Jorge de Montemayor y de Gil Polo en las cuales las pastoras, principalmente las llamadas Selvagia y Belisa, se quejan libremente de la injusticia e ingratitud de que son objeto, donde ponen a las mujeres en guardia contra los abusos que sufren y donde exaltan a la mujer ofreciendo catálogos de las hazañas realizadas y distinciones que han conseguido en muchos campos. Este personaje de mujer que defiende sus derechos a mantenerse libre, aparece en la Camila que Garcilaso de la Vega nos presenta en su Égloga II cuando huye de su amigo al romper éste una amistad desinteresada para convertirla en asunto amoroso de amenaza sexual, y le dice: Aqueste es de los hombres el oficio: tentar el mal, y si es malo el suceso, pedir con humildad perdón del vicio. Este personaje lo hallamos también en la Marcela del Quijote y como mujer fuerte, quizás mezclado con las clásicas Amazonas, en el de Laurencia de Fuenteovejuna de Lope y en el Mencía de La Araucana de Ercilla. Puesto que esa tradición pastoril femenina se encuentra inscrita en el mundo utópico y perfecto de la Edad de Oro donde, idealmente, se abogaba por un orden social justo, he propuesto que esa utopía se trasladara, junto con el grueso de las teorías de Tomás Moro, al campo virgen del Nuevo Mundo donde parecía factible su desarrollo. Así nos explicamos la existencia de la mujer blanca ilustrada, generalmente de clase alta, que el peninsular a causa de su rareza relativa, distinguiría de la india y de la negra, y que disfrutaba, al parecer, de una situación un poco más ventajosa que sus congéneres del otro lado del Atlántico. Si Clarinda, por su obvia maestría poética originada en un mundo doble de herencia italiana y peninsular, fue requerida por un poeta conocido de su tiempo a prologar con una loa a la poesía su Parnaso Antártico, también se la condenó a mantener su nombre en secreto. Es más, la cohibición ante la sociedad del tiempo por declararse poeta erudita hizo que ella misma pidiera a Mejía hacerlo así. Este nos dice que Clarinda es señora —161→ principal conocedora de las lenguas toscana y portuguesa «por cuyo mandamiento y por justos respetos no se escribe su nombre». Lo mismo sucedió con la otra anónima peruana, Amarilis, que le escribió una muy original carta a Lope de Vega149. La crítica que hoy se ocupa de estudiar la visión de la mujer según aparece en sus obras, explica los recursos de que se ha valido la escritora femenina para combatir la posición de desventaja que ha sufrido a través de las épocas centrándola en la palabra o el silencio. La mujer literata, al asumir las tradiciones que heredó de sus maestros, creó estrategias que tienen como base aceptar el lugar que el poderoso le ha asignado ofreciendo un juego que incluye los catálogos de mujeres como muestra de solidaridad y orgullo de su sexo, y el motivo de la falsa modestia. Este, en ocasiones, le sirve para el despliegue de rasgos de sumisión y agresión así como de concesión y rebeldía que muestran su gran resistencia y flexibilidad. La mujer erudita temprana de la Colonia aspira ya a que se reconozca la igualdad existente entre el entendimiento femenino y el masculino, y a su derecho a la intelectualidad. Todo esto lo hallamos, en forma más o menos explícita, en mujeres escritoras anteriores a Sor Juana Inés de la Cruz que fue quien llevó estos recursos a su más alto grado150. También hallamos en — 162→ ellas ese esfuerzo de que se ha hablado de asimilar el Nuevo Mundo a Europa, singularmente los virreinatos de México y Perú, herederos de los imperios azteca e inca, suplantándola, a Europa, como el lugar que asume y donde se destilan las pretensiones grandiosas de la Península, y que Bernardo de Balbuena fue uno de los primeros en abordar151. Este aspecto americanista temprano que anuncia la escisión del centro monolítico que proponía el Renacimiento, va hacia la bipolaridad e inestabilidad propias del Barroco que tan larga fortuna consiguió en América. Vamos a ver si de identidad se trata, la búsqueda de sí misma de la mujer en dos aspectos: como escritora en un ambiente que le era hostil, y como esa mujer escritora que se identifica con el Nuevo Mundo. El Discurso en loor de la poesía de Clarinda sigue la enraizada tradición peninsular (Porqueras Mayo) de defensa y teorización de la poesía que ya hallamos en América a partir de Bernardo de Balbuena en el Compendio apologético en alabanza de la poesía, publicado en México en 1604 junto con su Grandeza Mexicana. El Discurso está escrito en tercetos encadenados y consta de 808 versos. Desde las primeras invocaciones, y a pesar de habérsele negado su condición de poeta femenina, un análisis interno nos descubrirá su solidaridad —163→ hacia la mujer al utilizar personajes femeninos ligados a la poesía destacando sus papeles preponderantes. Clarinda está consciente, además, de ser la primera poeta que escribe en lo que hoy llamamos el Cono Sur: La mano y el favor de la Cirene, a quien Apolo amó con amor tierno, y el agua consagrada de Hipocrene, y aquella lira con que del Averno Orfeo libertó su dulce esposa [...] quisiera que alcanzaras, musa mía, [...] Aquí, Ninfas del Sur, venid ligeras; pues que soy la primera que os imploro, dadme vuestro socorro las primeras. Y vosotras, Pimpleïdes, cuyo coro habita en Helicón, dad largo el paso, y abrid en mi favor vuestro tesoro; de la água medusea dadme un vaso, [...] Al lado de nombres masculinos tradicionales importantes para la poesía, hace constar en igual número los femeninos añadiendo el de Juno al lado del de Júpiter, y el de Adán, como primer poeta, ayudado por Eva en ese arte literario sin que, sin embargo, la haga a ella partícipe de la culpa por el pecado original que generalmente se le imputa. Más tarde también menciona, del mismo modo, a personajes del mundo bíblico y de la historia clásica; así aparece Débora cantando al lado de Barac, las matronas hebreas celebrando la muerte de Goliat «con versos de alegría», Judit quien, después de cortar la cabeza a Holofernes, «al cielo empíreo aquel la voz levanta / y heroicos y sagrados versos canta», para terminar con el ejemplo máximo mariano de «la madre del Señor» componiendo el Magnificat. Entre los clásicos, menciona a Venus poniéndose luto a la muerte de Julio César; a Calíope, dama del «Docto Mantuano»; a Camena alabada por Cicerón; a Dido al lado de Virgilio substituyendo a su protagonista Eneas quien fue el que la «rindió al amor con falso disimulo / el tálamo afeó de su marido», versos que nos dan una visión femenina. Tampoco se refiere Clarinda para nada a la creación de la mujer saliendo de la costilla del hombre. En el pasaje que estamos comentando, el término «hombre» sirve para designar al ser humano total, enfatizando las cualidades morales e —164→ intelectuales comunes al hombre y la mujer así como el don de la poesía estableciendo, de hecho, la igualdad intelectual entre los sexos: De frágil tierra y barro quebradizo fue hecha aquesta imagen milagrosa, que tanto al autor suyo satisfizo, y en ella, con su mano poderosa, epilogó de todo lo crïado la suma y lo mejor de cada cosa. [...] Dotole de virtudes y excelencias, adornole con artes liberales y diole infusas por su amor las ciencias. Y todos estos dones naturales los encerró en un don tan eminente que habita allá en los coros celestiales... Para Clarinda, la poesía es cifra de todo el saber del universo presentándola como madre creadora en su apelativo de «fuente». Como nos lo dirá Sor Juana más tarde en su Sueño, Clarinda, al mismo tiempo que alaba el entendimiento y el estudio, sabe que la mente humana es incapaz de comprenderlo todo: Y por no poder ser que esté cifrado todo el saber en uno sumamente, no puede haber poeta consumado. Pero serálo aquél más excelente que tuviere más alto entendimiento y fuere en más estudios eminente. Los muchísimos versos que dedica la poeta en alabanza de la poesía son ensalzamiento propio al mismo tiempo que escribe la suya. Demuestra de esa manera su conciencia de valía; y estaba en lo cierto, ya que si hoy se recuerda al Parnaso Antártico es, sobre todo, por este prólogo. Dice de los poetas, alta clase en la que ella se incluye: Porque este ilustre nombre se interpreta hacedor, por hacer con artificio nuestra imperfecta vida más perfeta. —165→ Veamos los catálogos de mujeres, poetas en este caso, que Clarinda introduce con los siguientes versos: Mas será bien, pues soy mujer, que de ellas diga mi Musa si el benigno cielo quiso con tanto bien engrandecellas, soy parte, y como parte me recelo no me ciegue afición, mas diré sólo que a muchas dio su lumbre el dios de Delo. A los que sigue la mención de un sinnúmero de poetas mujeres de todos los tiempos terminando con sus contemporáneas peruanas de las que, por pruritos de la época, no nos dice sus nombres: También Apolo se infundió en las nuestras, y aun yo conozco en el Pirú tres damas que han dado en la poesía heroicas muestras. Las cuales... mas callemos, que sus famas no las fundan en verso [...] Versos con los que nos muestra la conciencia que tenía de lo mal miradas que eran las mujeres que escribían en aquella sociedad; según las reglas imperantes, la «fama» de las mujeres debía basarse en las virtudes cristianas. Pasa luego a la mención explícita de los «leones», varones poetas españoles, pero sólo después de haber dejado bien sentada la alta participación femenina152. Estos leones españoles han dejado su tierra para volar «del eje antiguo a nuestro nuevo polo». De ahí pasa a los de las «antárticas regiones» entre los que menciona a Pedro de Oña a quien pide que dome la saña «de Arauco (pues con hierro no es posible) / con la dulzura de tu verso extraña», lo cual nos comunica su orgullo de criolla quien, a pesar de la ambigüedad de su adhesión a la madre patria lejana, admira la valentía de Arauco ante los españoles. Aquí aparecen «la comedia del Cuzco y Vasquirana», la poesía nacida en la región del Potosí, la «Indiana América». —166→ A esta poeta que se llama mariposa y dice temer el fuego, a esta poeta que se titula «mujer indocta», «que teme en ver la orilla / de un arroyuelo de cristales bellos», la vemos sentando cátedra en cuanto a lo que la poesía puede hacer por el género humano y en la variedad de artes y ciencias en que consiste. Sobre todo, la vemos en una función ginecomorfista153 que, así como antes mencionamos, le había dado a la poesía el carácter maternal de «fuente», principio de todas las cosas, se la da ahora a todo el globo: La tierra es de importancia porque anida al hombre, y así a él como a los brutos les da, cual justa madre, la comida, estableciendo así un mundo donde la mujer es gestora y reina. Si nos trasladamos ahora al virreinato que queda más al norte, a la Nueva España, encontraremos a María de Estrada Medinilla, «de nombre notable desde la Conquista» (Muriel, 124) y mujer principal e ilustrada que «se vio laureada en algún Certamen, allanando la senda a nuestra Décima Musa y a sus hermanas menores», según nos dice Méndez Plancarte (II XXXIX-XL). Su «Relación a una religiosa prima su ya»154 es un poema de 400 versos en pareados con combinaciones de 7 y 11 sílabas donde da muestras de solidaridad al complacer a esta prima monja quien, al estar enclaustrada, no podía asistir a las muchas celebraciones que México ofrecía el 28 de agosto de 1640 con motivo de la entrada de un nuevo virrey, el duque de Escalona y marqués de Villena. La poeta se encarga de explicarle el bullicio del pueblo y lo que va viendo en su camino, así como lo que contempla desde un balcón: Quise salir, amiga, más que por dar alivio a mi fatiga, temprano ayer de casa —167→ por darte relación de lo que pasa [...] Era cada ventana jardín de Venus, templo de Dïana... La más pobre azotea, desprecio de la copia de Amaltea... En fin, todo es riqueza, todo hermosura, todo gentileza... A opulencia tan rara, ¿qué babilonio muro no temblara? El dominio poético y la vivacidad, así como el ya digerido gongorismo, se hacen patentes en su poema moldeando su fantasía desenfadada. Así creo que explica el ruido de los cañonazos que celebran la llegada del duque: Fundaciones tonantes en hombros de hipogrifos elefantes dejaron ilustrado el primer inventor de lo bordado. Y la inteligencia y el color del caballo en que cabalga el que viene de virrey: Y a ser tan hábil viene que ya de bruto sólo el nombre tiene. Color bayo rodado [...] o si fue oro engrifado o grifo de oro a la vista primera oro esmaltado de azabaches era, bien que la fantasía ya tigre de tramoyas parecía, y ya pavón de Juno aunque en lo cierto no tocó ninguno. María es una mujer segura de sí misma quien, bajo fórmulas de falsa modestia, critica la ley que no le permitió salir ese día en coche según había previsto, puesto que: aunque tan poco valgo, menos que a entrada de un virrey no salgo. —168→ Es interesante notar que la poeta, fiel a los rasgos detallistas que se adjudican a la mujer escritora, nos comunica su propia reacción como también la de las otras mujeres asistentes a la celebración callejera cuando aparece el duque vestido de brocado de plata: Y cuando cerca llega, flamígero furor mi vista ciega [...] Y aun bosquejarle puedo si al rayo y a la espuma pierdo el miedo [...] Las mozas le dijeron: «Dios te guarde, ¡qué lindo y qué galano!» Las viejas: «Dios te tenga de su mano, ¡qué bien que resplandece...!» Pero lo más interesante es su orgullo mexicano, patente en muchos versos. Como lo dirá Sor Juana luego en su Neptuno, la dignidad del virrey es sólo competente a la de la propia ciudad y sus pintores han sobrepasado, en la fachada del arco de ésta, a los pintores de la antigüedad clásica Arístides, Protógenes y Apeles: porque aquéllos con éstos son pintados, y aunque en la fama eternos, aténgome al primor de los modernos pues se han aventajado cuanto va de lo vivo a lo pintado. También avanza la Estrada Medinilla sugerencias de esa suplantación de América por Europa que hemos mencionado antes: Gloriosamente ufana iba la gran nobleza mexicana... mostrando en su grandeza que es muy hijo el valor de la nobleza. Minerva, «la doctísima madre de las ciencias», se «cifraba» en el grupo de profesores que mostraban: lo raro y lo diverso de la universidad y el universo, —169→ compendio mexicano, emulación famosa del romano, en quien se ve cifrada la nobleza y lealtad más celebrada. Y en el de los magistrados: Mostraban su eminencia Pompilios y Licurgos de la Audiencia, de quien hoy fuera amago la docta rectitud del Areopago que Atenas tanto aprecia, de Roma ejemplo y atención de Grecia. Termina la poeta su relación con un rasgo del motivo de la falsa modestia: Esto es en suma, prima, lo que pasó. Si poco te lo intima mi pluma o mi cuidado, mal erudito pero bien guïado, perdona que a mi musa el temor justo del errar la excusa. En la misma tierra de la poeta que acabamos de ver, nació Sor Juana Inés de la Cruz. Al dedicarse como monja a la actividad estudiosa que sólo como tal le podía ser permitida quiso, al mismo tiempo, establecer su libertad primaria según podemos ver, entre otros, en los siguientes versos: Yo no entiendo de estas cosas; sólo sé que aquí me vine porque, si es que soy mujer, ninguno lo verifique [...] pues no soy mujer que alguno de mujer pueda servirle; y sólo sé que mi cuerpo, sin que a uno u otro se incline, es neutro o abstracto, cuanto sólo el alma deposite (Sabat y Rivers, 490) —170→ Lo cual nos lleva a lo que había dicho Calderón, justo con las mujeres en este caso, y había antes utilizado María de Zayas: «Pues lidien y estudien, que / ser valientes y ser sabias / es acción del alma, y no es / hombre ni mujer el alma»155 concepto que Juana utilizó en El Sueño al hacer a esta, el Alma, protagonista de la aventura en la búsqueda del conocimiento, según veremos en seguida. En la obra de la monja mexicana, así como en su vida, es fundamental su preocupación por el reconocimiento de la igualdad en la capacidad intelectual entre los sexos. Su caso poco frecuente pero no único y la lucha que llevó adelante por lograr ese reconocimiento, le da a toda su obra un fuerte carácter solidario con las mujeres. Esta defensa de su sexo puede ser explícita o implícita. En el primer caso tendríamos los catálogos de mujeres famosas en todos los campos que nos sorprenden en cualquier momento, los ejemplos que nos presenta en sus sonetos, donde resalta la cualidad de la fidelidad en mujeres del mundo clásico literario o histórico, las conocidas redondillas «Hombres necios, ...» que arrancan de la tradición pastoril que hemos señalado, los villancicos a Santa Catarina donde incluso justifica el suicidio si se trata de preservar el honor de una mujer, Cleopatra en este caso y, por supuesto, la Respuesta. De modo menos abierto lo hace en otras composiciones cuando nos presenta en el Neptuno, por ejemplo a los personales de Isis encarnando lo masculino y femenino conjuntamente y como madre universal, y a Minerva156 como vencedora de Neptuno en la encuesta promovida para proponer el mejor regalo a la humanidad: la sabia diosa presentó la oliva, signo del progreso en la paz que venció sobre el caballo presentado por Neptuno y que simbolizaba la fuerza bruta. En los villancicos, género marginal que se prestaba para esta clase de «confidencias», Sor Juana utiliza la tradición mariana de Occidente en nueva dimensión al presentarnos a la Virgen María como doctora y sabia que instruye a los ángeles, los seres más sabios del mundo de los cielos, y al colocarla casi al nivel divino según nos dice, entre otros textos, en un villancico a la Natividad: —171→ Que hoy bajó Dios a la tierra es cierto; pero más cierto es que, bajando a María, bajó Dios a mejor cielo... (Sabat de Rivers, 293) versos que escandalizaron un poco a Méndez Plancarte (I, 1951, 449). María es el Ave que reivindicó a Eva157 al mismo tiempo que no hereda la culpa de su primer padre. Veamos estos otros versos en los cuales para nada se menciona a Eva y donde se atribuye la culpa sólo a Adán: Sin la mancha de la culpa se concibe, de Adán hija, porque en un lunar no fuese a su padre parecida (Méndez Plancarte,1952, I, 25) Es María, también en Sor Juana, la mujer poeta del Magnificat y «la que vale más que el cielo». Es ella ejemplo máximo de mujer, como nos lo dice en sus letras al convento de monjas de San Bernardo: María no es Dios pero es quien más a Dios se parece (ibidem, 211) María, según el misterio, mantiene incólume su pureza al mismo tiempo que realiza el empleo caracterizante de la mujer: el ser madre, virgen-madre. En otro plano, son interesantes y significativos su alabanza y devoción por santos que presentan —172→ características de «debilidad», que no son dogmáticos, como sucede con San Pedro quien negó a Jesús tres veces, y con San José, al que se ha llamado el santo anti-machista por excelencia158. Y a propósito de San Pedro, también en unos villancicos, Sor Juana lo «regaña» al defender a una mujer sencilla, la sirvienta de la casa de Caifás, cuando el santo le niega que conocía a Jesús según ella correctamente le había dicho159. La figura de Castaño, el criado mulato que aparece en su comedia Los empeños de una casa, le sirve asimismo para ejemplificar una fuerte crítica a las costumbres hispánicas160. En esa comedia Sor Juana se burla de la tendencia masculina de enamorar a cualquier palo con faldas buscando las apariencias y no la realidad interna de la mujer; en una loa critica dicotomías sin sentido como lo es dividir a la sociedad femenina en mujeres tontas y hermosas, o discretas y feas. En fin, en otras ocasiones, utiliza el manido recurso de la falsa modestia mezclado en zig-zag con fórmulas de orgullo, muestra de concesión y rebeldía, como encontramos en la Carta Atenagórica y en la Respuesta. Un ejemplo más sutil y poco utilizado de su pensamiento de mujer y de la preocupación constante en favor de su sexo para conseguir esa equiparación de que hemos hablado, la hallamos en El Sueño, a pesar de que puede considerarse el poema más neutro de la poeta mexicana. Sor Juana no se resignó a ser una escritora sin derechos ni opiniones en el sistema paternalista que le tocó vivir, sino que, como vemos, buscó diferentes alternativas al canon aceptado de preponderancia masculina de su época (Kolodny, 106), firmemente basada en la gran seguridad que tenía en sus propias capacidades. En El Sueño, ese «papelillo» preferido de la monja mexicana, el Alma, convertida en intelecto puro, se lanza a una aventura que ha dejado de ser religiosa para ser protagonista de la aspiración más alta del ser humano durante su vida terrenal: la búsqueda del saber total. Y aunque nos presenta esta aspiración como perteneciente al ser humano en general y la aplica por igual al hombre y a la mujer, —173→ no hay duda de que podemos encontrar161, aparte del contundente verso final, que volveremos a ver: quedando a luz más cierta el mundo iluminado, y yo despierta (Sabat y Rivers)162 otras intervenciones que descubren a la mujer que mueve la pluma. Entre otros rasgos interesantes que ahí nos presenta, lo más significativo es el tratamiento que da a sus personajes femeninos en cuanto a la relevancia que les atribuye en pasajes clave. Esto ocurre desde el principio cuando, después de la: Piramidal, funesta, de la tierra nacida sombra... introduce el «superior convexo»: del orbe de la dïosa que tres veces hermosa con tres hermosos rostros ser ostenta... es decir, a la luna en su personalidad mitológica de Hécate en el cielo, Diana en la tierra y Proserpina en los infiernos. Establece así Sor Juana desde el comienzo, un universo cósmico dominado por la mujer. Son muchos los personajes femeninos que Sor Juana trata de modo original en El Sueño: a Nictimene, a las «tres oficiosas atrevidas hermanas» es decir, a las hijas de Minias, a Almone, a Aretusa y a Proserpina así como a su madre Ceres. En todos estos personajes femeninos, Sor Juana da énfasis a las características positivas que poseen y trata de disimular o interpretar positivamente las negativas; sobre todo, son ejemplos significativos de cómo nos presenta, conjuntamente, sus preocupaciones de mujer y de erudita163. La —174→ monja, indirectamente, propone como una ventaja el hecho de ser mujer ya que considera que el Mundo de la reflexión femenina tiene cabida en un campo más vasto que el del hombre, ya que éste generalmente no tenía, por ejemplo, acceso al arte culinario ni al cuidado de los niños. Así nos lo dice en la Respuesta para resumir esta cuestión: «Si Aristóteles hubiera guisado; mucho más hubiera escrito». No hay qué olvidar, con todo que e objetivo último de Sor Juana en El Sueño, es darnos ejemplos para ilustrar cuestiones epistemológicas que preocupan a todo ser humano como es el demostrar la imposibilidad de llegar a la comprensión total del universo. Para ello escoge dos ejemplos que encuentra más a mano, a saber: el curso de una fuente, personalizado en Aretusa, y la belleza y perfume de una flor, dramatizando así cosas familiares a la mujer y haciéndolas partícipes del vasto campo de la ciencia humana que era prerrogativa del hombre de la época. Fijémonos en la última parte de El Sueño, cuando nos presenta esa dramática lucha entre el día que llega y las sombras de la noche. Esta lucha está representada principalmente por dos personajes femeninos en su calidad de amazonas guerreras: la Aurora y la Noche. Al sol, que nunca es personalizado bajo los advocativos de Apolo o Febo, máximo representante de atributos masculinos, le adjudica, comparativamente, un papel pasivo y secundario. Veamos algunos de los versos dedicados a la Aurora: y del viejo Titón la bella esposa -amazona de luces mil vestida, contra la Noche armada...-, su frente mostró hermosa de matutinas luces coronada... Ante cuya acometida, la Noche: ronca tocó bocina a recoger los negros escuadrones para poder en orden retirarse... y llegar al ocaso pretendía... Pero la Noche no va a quedar vencida sino temporalmente ya que: —175→ Consiguió, al fin, la vista del ocaso el fugitivo paso, y -en su mismo despeño recobrada esforzando el aliento en la ruïnala mitad del globo que ha dejado el sol desamparada, segunda vez rebelde determina mirarse coronada... Me parece importante hacer notar en el papel primordial de la Noche (lo que creo no se ha hecho), lo que antes había Sor Juana con Faetón, pero esta vez haciéndolo con un personaje femenino y como remate al final del poema. La Noche va a insistir, tenaz e incansablemente, como un nuevo Sísifo, en la lucha que la da sentido aceptando de antemano la derrota. Si el sol es personaje masculino, la Noche, aprovechando este descuido de la vigilancia paternalista y las sombras, lo ha hecho «en la mitad del globo que ha dejado / el sol desamparada». El personaje de la Noche repetirá interminablemente esta lucha, en un acecho y rotación constantes, lo mismo que Sor Juana repetirá su sueño como una proyección de lo que hace todos los días bajo vigilancias de obispos y prioras, determinando, día tras día y noche tras noche, «segunda vez rebelde / [...] mirarse coronada». Como antes con Faetón, figuras ambas que representan la rebeldía en el afán por cumplir el propio destino, la monja ejemplifica su aspiración constante, aunque fútil, por alcanzar el saber total del universo dándole validez al esfuerzo por sí mismo. Y esto lo hace tres siglos antes de que las teorías existencialistas con Camus y Sartre aparecieran en Europa. Como hemos dicho164, el sueño de la monja no es un sueño moralista como el de Segismundo de La vida es sueño y mucho menos lo es amoroso como era costumbre durante el Siglo de Oro evocar este tema; es un sueño filosóficocientífico que trata sobre la imposibilidad de la mente humana de captar el saber universal y, al mismo tiempo, nos da soluciones para compensar esa imposibilidad. Aunque Sor Juana conocía perfectamente la complicada tradición del sueño que se había ido desarrollando durante el Renacimiento y se llegó a proponer en —176→ el Barroco como otro aspecto real de nuestra vida, no lo presenta así en su poema. La aventura del Alma, que aunque presentada como personaje intelectual y neutro nos recuerda en aquello «de sus intelectuales bellos ojos» la inteligencia y belleza de la misma Juana, se encuadra dentro de un verdadero sueño de reposo nocturno del cuerpo humano. Este sueño es dramatización de las aspiraciones de esta Alma que, a su vez, representa el deseo de todo ser pensante, según lo que ya había apuntado Aristóteles en su Metafísica cuando habló del deseo natural del ser humano por conseguir el saber165. Específicamente, es la aspiración máxima de está monja sabia que dedicó su vida al mundo intelectual y que no se dio por vencida ni en cuanto a considerar fútiles las horas dedicadas al estudio para llegar al saber, ni en cuanto al derecho innato de la mujer a la erudición y al reconocimiento. Así lo atestigua con la palabra final de El Sueño, poema éste que salva a la literatura hispánica de su aportación casi nula en el tema de la ciencia, al hacer la única intervención explícita de su persona cuando utiliza como palabra final, un rotundo participio pasivo en femenino: quedando a luz más cierta el mundo iluminado, y yo despierta. Hecho que remacha años más tarde, poco después de toda la tremenda cuestión de las cartas, al escribir una de sus obras más «feministas»166 como lo es los villancicos de Santa Catarina de —177→ Alejandría, santa sabia, virgen y hermosa como ella, donde proclama, resumiendo la escritura heroica (Showalter, Introduction, 9) de sus antecesoras y adelántandose a la de sus sucesoras, en versos llenos de valentía y pasión, lo que sigue: ¡Víctor, víctor Catarina, que con su ciencia divina los sabios ha convencido, y victoriosa ha salido -con su ciencia soberana de la arrogancia profana que a convencerla ha venido! ¡Víctor, víctor! De una mujer se convencen todos los sabios de Egipto, para prueba de que el sexo no es esencia en lo entendido. ¡Víctor, víctor! Prodigio fue, y aun milagro, pero no estuvo el prodigio en vencerlos sino en que ellos se den por vencidos. ¡Víctor, víctor! [...] Las luces de la verdad no se obscurecen con gritos, que su eco sabe valiente sobresalir del ruido. ¡Víctor, víctor! [...] Nunca de varón ilustre triunfo igual habemos visto, y es que quiso Dios en ella honrar al sexo femíneo. ¡Víctor, víctor! (Méndez Plancarte, II, 163-81) 2010 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales ____________________________________ Facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario