quel de suso y de yuso. el señorío en la edad moderna

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El caserío medieval estaba pegado a la peña y
circunvalado por una muralla, de la que aún se conservan restos.
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QUEL DE SUSO Y DE YUSO.
EL SEÑORÍO EN LA EDAD MODERNA
José Luis Gómez Urdáñez
Diego Téllez Alarcia
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La señorialización de Quel
Aunque como hemos visto, el proceso de sometimiento a señorío de la villa de Quel
arranca de tiempos medievales, es en 1455 cuando conocemos el origen de la dinastía de
señores que heredarán el señorío queleño durante generaciones hasta el fin del Antiguo
Régimen y la definitiva desaparición del régimen señorial, entrado el siglo XIX. Es en ese
año cuando doña Leonor Téllez de Meneses, con consentimiento expreso de su marido
mosén Martín de Peralta, vende la jurisdicción de Quel a García Sánchez de Alfaro y a su
mujer María Rodríguez, vecinos de la villa soriana de San Pedro Manrique. En la escritura
se especifica, como hemos visto, que la villa se vende “universalmente, con toda su jurisdicción criminal, mero y mixto imperio, palacios, casas, solares, piezas, viñas, huertas,
herrañales, prados, pastos, términos, montes, molinos, e inciensos, rentas, e todas e otras
cualesquier rentas e cualesquier cosas que a mi pertenecientes sean en la dicha villa e sus
términos”. La escritura, cuyo original está en la Chancillería de Valladolid, fue copiada en
los libros del catastro en 1752: tal es el valor que señores y vasallos daban a este instrumento, en el que constaba el precio pagado -7.500 florines de oro “del cuño de Aragón”-,
aunque no había justificación alguna del origen más antiguo del señorío. La escritura se
otorgó ante el notario de San Pedro Manrique, Jimeno González, y diversos testigos en un
acto que tuvo lugar en “el aldea de Igea, aldea de Cornago”, el 30 de abril de 1455. Los
testigos, “llamados, especialmente rogados, fueron Pierres de Peralta, hijo de mosén Martín
de Peralta, Juan de Gamboa, alcalde de la fortaleza de Turujen, Genónimo Sáenz, vecino
de San Pedro, Fernal Sánchez, de Igea y Juan Martínez, de Cabanillas.
Al parecer, Leonor Téllez había obrado con mano blanda en cuanto a exigir derechos
señoriales a los queleños, pero el nuevo señor, García Sánchez, así como sus herederos,
aumentaron la presión exigiendo todos los
derechos. El nuevo señor reconstruyó el
castillo a los pocos años de comprar el
señorío, con lo que dio aún más apariencia
“feudal” a su poder y llegó a exigir “castillería” a los pastores, lo que motivó un pleito con la Mesta en 1484.
Medio siglo después, tras fallecer García
Sánchez de Alfaro, el señorío pasó a sus
herederos que, en un principio, lo mantuvieron “en comunidad”. En 1499 consiguieron una ejecutoria por la que los pastos y
montes de Quel quedaban “proindiviso” y,
dos años después, partieron rentas y derePalacio de los Mota, con el escudo de armas, desaparecichos a razón de un tercio para la familia de
do. Durante muchos años mantuvo el recuerdo del pasado
los nietos de García Sánchez de Alfaro –los
señorial de la villa.
Gante- y dos tercios para los bisnietos, que
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resultaban ser los Díez de la Mota, con los que emparentó más tarde Isabel de Zúñiga. La
presión señorial y las discordias entre los herederos motivó ya un pleito del “concejo y los
hombres buenos de Quel” contra los señores, en 1518, en el que intervino el corregidor
de Calahorra, sin lograr evitar la división de percepciones y lo que ya se consideró como
abusos, sobre todo la negativa a reconocer la autoridad del ayuntamiento elegido por los
vecinos, pues los señores imponían un alcalde mayor y sus propios regidores.
Desde entonces, el señorío de Quel fue detentado por las dos ramas familiares hasta el
final del régimen señorial, lo que, como veremos, acabó originando el reparto del pueblo,
del caserío, de las rentas de las tierras y hasta de los vasallos, dando lugar a dos pueblos,
Quel de Yuso y Quel de Suso, sólo separados por una línea imaginaria que recorría calles
y tierras, incluso dividiendo hasta los lugares preeminentes que ocupaba cada familia en
la iglesia parroquial del Salvador.
En 1547, cuando empieza el largo pleito que condujo a la división de las dos villas, los
dos señores de Quel eran, por una parte, Pedro Díez de la Mota e Isabel Zúñiga –señores
de los dos tercios-, y por otra, Francisco de Gante y su hermano Juan, propietarios del tercio restante. La anómala situación en un señorío en el que los señores impartían justicia,
ponían alcalde, poseían el horno y el molino, y mantenían varios derechos señoriales
sobre los vasallos, venía produciendo discordias entre las dos ramas, ya distantes del tronco común, por lo que en esa fecha Pedro Díez de la Mota acudió a la Chancillería de
Valladolid solicitando la partición real del señorío. El largo pleito seguía en 1556 cuando
habían muerto ya Pedro Díez de la Mota y Francisco de Gante, pero las viudas, Isabel de
Zúñiga y Petronila de Alfaro, y los cinco hijos de ésta última –los Gante- continuaron el
litigio ante la Chancillería.
La primera sentencia, en diciembre de 1574, imponía una solución salomónica que no
satisfizo a las partes, especialmente a Isabel de Zúñiga. Decía la curiosa sentencia: “debemos mandar e mandamos que la jurisdicción de la villa de Quel se parta e divida entre
dichas partes en esta manera; que los 8 meses del año use y ejerza la dicha jurisdicción
in solidum la dicha doña Isabel de Zúñiga e su alcalde mayor en su nombre, y en los otros
4 meses del año use y ejerza la dicha jurisdicción in solidum la dicha doña Petronila de
Alfaro e sus hijos e el alcalde mayor por ellos puesto”.
Isabel Zúñiga presentó una “instancia de suplicación” pues no aceptaba la división en
que “solamente habían dividido la dicha jurisdicción en el tiempo” y volvía a pedir la división real de la jurisdicción y los vasallos. En las declaraciones de las dos viudas aparecieron entonces con crudeza las desavenencias y los rencores. Se acusaban de viejos problemas de herencia, incluso de deber más de “diez mil ducados de once años e más en
que ella e sus antecesores, sin título ni razón alguna, habían gozado la villa de Fontellas
que había sido de la abuela de los dichos mis partes (Petronila) e valiera de renta cada un
año más de 800 ducados e se tenía e habían tenido todas las joyas de oro y perlas, vestidos e otras cosas de valor de más de 8000 ducados de valor que habían quedado de la
bisabuela de los dichos sus partes a los cuales pertenecía e perteneció todo lo susodicho
como a herederos más propincuos de la dicha su abuela y bisabuela”.
El 20 de enero de 1565, varios vecinos de Quel, entre ellos Juan Andrés y Diego Lázaro,
Pedro Bretón, Juan de las Heras, Justo Rilarte, Pedro Marzo, Diego de la Huerta, Juan
Abad, Juan de Herce y Pedro de Muro manifestaron su oposición a que se partiera el señorío “por no ser a nosotros útil e provechosa la dicha partición”. Además se oponían a que
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se tomara residencia al alcalde mayor Juan de Colmenares y pedían “que no haya ni pueda
haber alcalde mayor (nombrado por el señor) en esta dicha villa ahora ni en tiempo alguno”. Los vecinos, una minoría, aprovechaban las desavenencias entre los señores para evitar, al menos, la señorialización de la justicia y la desaparición del viejo concejo medieval
de hombres libres, anterior al señorío. Eran tiempos en que muchos vecinos de villas de
señorío –los de Nájera o los de las Viniegras, por ejemplo- pedían “ser del rey” y someterse a su justicia en vez de estar en manos de los señores, pero en los pueblos pequeños
como Quel era difícil substraerse a un derecho por el que el detentador del señorío había
pagado una crecida suma a la monarquía. Habitualmente, los pueblos ricos conseguían sus
propósitos acudiendo a los tribunales, pleiteando constantemente, para lo que hacía falta
un dinero que en Quel no tenían.
Las declaraciones de las partes fueron subiendo de tono, llegando a denunciar “notables
daños e perjuicios e sería dar ocasión a los vecinos de la dicha villa e su tierra se pereciesen e se desavecindasen de la dicha villa, dejaren sus casas y haciendas, siéndoles forzoso ir a vivir e morar a otra parte por los grandes daños que en ello se le seguían si se
partiese la dicha jurisdicción por los ruidos y diferencias que de lo susodichos se resultaría entre los señores e vasallos como cada día sucederían sin se poder remediar en ninguna manera por estar la dicha villa muga muy cerca de los reinos de Navarra y Aragón,
a donde los delincuentes se pasarían en acabando de gozar e cometer los delitos en la
dicha villa sin ser de ellos castigados ni poderse remediar”.
Pero Isabel de Zúñiga seguía adelante, solicitando todos los derechos. Además de nombrar alcalde mayor, pretendía confirmar las varas de alcalde y regidores del concejo el día
de año nuevo y, además, hacer juicio de residencia a los alcaldes salientes, es decir, fiscalizar la actuación durante el mandato, una manera de controlar el concejo sometiendo
al alcalde. A la vez, denunciaba que Petronila de Alfaro y sus hijos “habían procurado e
intentado de no dejar poner las dichas varas ni confirmarlas a la dicha mi parte trayendo
e metiendo en dicha villa cada un día de año nuevo de los dichos años cincuenta hombres armados de armas ofensivas e defensivas a pie e a caballo como eran espadas, dagas,
lanzas, arcabuces, arneses, cotas, coletos e otras armas, los cuales eran de los reinos de
Aragón e Navarra, bandoleros e no conoscidos e que por otros delitos estuvieran de sus
tierras alejados e desterrados”. La última entrada de estos cincuenta hombres armados,
encabezados por los Gante, se había producido el día de año nuevo de 1565 y se volvió
a repetir al año siguiente.
Isabel declaraba que tuvo que perder de su derecho para evitar muertes y, a la vez,
denunciaba que Petronila de Alfaro y sus hijos metían mil cabezas de ganado en la villa y
ella, ninguna. Los Gante querían repartir el dinero que daban los “herbajantes” por el uso
de los pastos y llevarse su tercera parte sin descontar sus ovejas. Además, con sus mil ovejas metían otras mil de forasteros. También denunciaba Isabel que Petronila y sus hijos
daban licencia a forasteros “para hacer viñas y panes” en los términos de la villa (a los que
cobraban la pecha).
Los Gante no negaban los hechos; sólo los justificaban. Según declaraba Petronila, los hombres armados que entraban en Quel eran amigos y parientes de sus hijos, los más de estos
hombres de la villa de Fontellas, en Navarra, de la que también eran señores, y de la ciudad
de Tarazona, donde había casado uno de los hijos. Otro era canónigo en la catedral de
Calahorra.
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La situación se enrareció en 1566 con estas violencias. Los vecinos que el año anterior
habían dado poder para personarse en el pleito pidiendo que no se partiera el señorío y que
no hubiera alcalde puesto por los señores ahora lo revocaban. Declaraban que eran una
minoría y que el pueblo no les seguía. Quel tenía entonces unos 120 vecinos y ellos sólo eran
en torno a una decena. Además sabían que los vecinos del estado noble, que recibían privilegios de los señores, no les iban a secundar nunca. Los señores sabían buscarse “parciales”
en sus villas, vecinos a los que arrendaban tierras, o nombraban mayordomos y otros cargos,
o les permitían el pasto de sus ganados, la corta de leñas, etc., de manera que dividían las
“fuerzas” del pueblo. Sin duda, éste es el origen de la consolidación del estado noble en Quel.
La partición de Quel
En esas circunstancias se producía la sentencia de revista del 22 de agosto de 1567 en
la Chancillería de Valladolid. Era muy diferente a la anterior y marcaría al pueblo de Quel
durante casi trescientos años; el pueblo iba a ser dividido en dos. Uno de los jueces que
había entendido en el largo pleito fue comisionado para personarse en Quel y deslindar
las dos jurisdicciones señoriales, una labor que concluyó el 16 de diciembre de 1568.
El juez dividió tierras, montes, casas y vecinos. Con toda exactitud, fue anotando los términos y los mojones que dividían Quel de Suso y Quel de Yuso, así como el lugar de
Ordoyo –también de Suso y de Yuso-, con lo que dejó un precioso documento en que se
contienen los términos, los accidentes geográficos que servían de lindes, los nombres de
las calles y los de los vecinos que quedaban en una u otra jurisdicción (el documento está
copiado en los libros del catastro de 1752). El pueblo se dividió “por la calle abajo que
baja de la dicha Peña e va a dar a la esquina de la casa de Dª Petronila”. Dentro de la
parte de Petronila quedaron cinco vecinos que correspondían a Isabel, a los cuales el juez
les señaló “una calle nueva que yo mande abrir para que los cinco vasallos quedasen en
territorio de doña Isabel y pudiesen entrar e salir de su jurisdicción sin atravesar por la
jurisdicción de la dicha doña Petronila”. Seguía la “frontera” señalando la parte de esta
señora, por “la calle de arriba hasta dar en la peña de las escaleras y hacia la parte de
Arnedo, excepto los cinco vasallos con sus casas e territorio sobredichos que en la dicha
calle quedan por de la dicha doña Isabel”. Luego, el juez fue anotando los nombres de los
vasallos que quedaban en uno y otro lado, Suso (arriba) y Yuso (abajo), desde ahora.
El auto señalaba que las alcabalas, ya enajenadas con anterioridad, quedaban sólo para
Isabel; pero el molino y el horno, que se arrendaban a particulares, quedarían “en comunidad, pues no reciben cómoda división”, repartiendo las rentas en la conocida proporción de dos tercios y un tercio. Algunos términos se dejaban también “en comunidad”,
sobre todo los pastos de la carnicería del común de la villa, que estaban en un pequeño
soto donde pastaba el ganado que luego se mataba para el consumo del pueblo. La carne
se vendía en la carnicería del concejo, uno de los monopolios municipales que se arrendaba anualmente a particulares (los arrendamientos de carnicería, pesas y medidas, leñas
del común, etc. siguieron en uso hasta la Segunda República).
También se regulaban en la sentencia las elecciones de oficios, el alcalde mayor, el de
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la Hermandad y el alguacil, que debían hacerse “en las casas de los señores y no en la
iglesia, y de allí vayan los nuevamente elegidos a jurar a la iglesia o a casa del concejo”.
Pero no se reconocía ningún derecho sobre los concejos –lo que hoy llamaríamos ayuntamientos-, que fueron también dos, uno en cada parte, con el fin de dividir más al pueblo.
Quedaba también estipulado el lugar que ocuparían las dos familias en la iglesia y en
las procesiones. Tanto en la iglesia vieja como en la nueva “después de acabada” –en este
momento se estaba construyendo la iglesia nueva-, Isabel y sus familiares se sentarían en
el lado del evangelio durante dos años, lo mismo que en las procesiones desfilarían en el
lado derecho. Durante esos dos años, Petronila y sus familiares se sentarían en el lado de
la epístola y en las procesiones irían a la mano izquierda. Pasados los dos años, al siguiente la preeminencia correspondería a Petronila y los Gante (hasta en esto se observaba la
partición de un tercio y dos tercios). Igual ocurriría con los alcaldes mayores y alguacil de
cada parte, que ocuparían un escaño detrás de los señores. Mientras el culto seguía en la
iglesia vieja, Petronila entraría por la puerta “que se ha abierto por el huerto y cementerio de la dicha Iglesia”; Isabel debía entrar por la puerta principal. Cuando la iglesia nueva
fuera acabada, Petronila entrará por “su territorio e su jurisdicción”, igual que Isabel, pues
“las calles se han partido para que entre por las de su parte”.
Con todo, la partición en dos no podía impedir las relaciones entre vecinos, los matrimonios, las compraventas de casas, etc., así que, años después de la sentencia, los queleños habían logrado un sistema para poder cambiar de residencia de uno a otro “pueblo”.
Lo encontramos reflejado en 1652, en un pleito que interpone una parte de la villa contra
la otra a causa de que, al hacer frente al impuesto de la sal, salían menos vecinos en Quel
de Suso, por lo que a éstos les tocaba pagar menos. El método para cambiarse de señor
y de villa era así: “conforme a la costumbre de ambas villas, la noche de navidad se pueden pasar de una jurisdicción a otra, hacer suyo de que adquieren domicilio y morada para
todo el año y así la han adquirido los que se han pasado de la dicha villa a la nuestra de
Quel de Yuso”. Pero los señores debían autorizar cualquier cambio, siempre intentando
mantener las proporciones de un tercio Yuso (Abajo) y dos tercios Suso (Arriba). Hasta la
configuración espacial del pueblo se fue adaptando a la partición, tanto en el tamaño de
cada parte como en la duplicación, por ejemplo, de la plaza, que serán dos: la de Arriba
y la de Abajo.
1568. REPARTO DE LOS VASALLOS DEL SEÑORÍO DE QUEL
Vecinos que quedan en Quel de Suso (2/3, de la Peña Escalera hacia Autol, señorío de
Isabel de Zúñiga y los Mota)
Juan González
Fco. Astudiano
Antonia Pilarte
Pedro Marín
Gil Sáenz
Juan Jiménez
Magdalena, pobre
Pedro de Muro
Catalina de Soria
La de Juan Jiménez, viuda
Juan Marco Mayor
Juan de Oñate Mayor
Pedro Marco hijo de Juan Marco
Diego Rubio
Diego Pascual
Baltasar Martínez
Bartolo de Colmenares Menor
Alonso Martínez
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Martín de Alfaro
Pedro Marín
Alonso Bretón
Miguel de Ozeta
Juan López Mayor
Pedro de Rueda
Catalina López, viuda
Hijos de Diego Navarro
Martín López
Juan Guerrero
Juan de Oñate Menor
Fabían Fco. Sáenz Menor
Fco. Sáenz Mayor
Martín de Milagro
Juan Marzo Menor
Bartolo de Colmenares Mayor
Germán de Fernández
Juan Bretón Llorente
Martín Marco
Antón Martínez
Diego López
Fco de Toledo
Miguel del Rey
El menor de Hernán González
La menor de Bastida Miguel de Herce
Miguel de Herce Menor
Los menores de Hernán
Juan Pilarte Menor
Miguel Marco
La de Antón Vicente
Pedro Gil
Diego Ruiz
Los menores de Hernán García
Diego de la Puerta
Catalina de Rey Vieja
La de Diego de Manzanares
El menor de Diego Sáenz
Diego de Soria
Fco. Muro
El Alcalde Mayor Juan Gascón de la Plaza
La de Perriato, viuda
Juan de Herce el menor de Pedro de la Fuente
Diego Hernández
Pedro Vicente
Domingo de Alfaro
Diego Pilarte
Fco. Gabriel
Juan Gabriel
El menor de Miguel Pérez
Mari Guer que está viuda
Juan Sáez
Bernal de Alfaro
Juan Lázaro
Martín Vicente menor
El Alcaide de Fontellas
Juan Vicente
Ana de Rueda
Juan de Muro
Pedro de la Fuente
Antón de Oñate
Juan Ruiz Menor
Justo Pilarte
El licenciado Juan de Colmenares
Juan Ruiz Mayor
Catalina de Rey viuda
Diego Guerrero
La de Gil Sáez, viuda
Domingo de Oñate
Diego Lázaro
Pedro Lázaro
Pedro Bretón Menor
Pedro Tomás
Antón Marín
Martín Vicente Mayor
Pedro Marco Mayor
Elvira Pérez, viuda
Martín Marín
Sebastián Marzo
La de Juan de Herce
Juan de Herce Menor
Juan Pascual
Andrés Pérez, clérigo
Pedro Jiménez, clérigo
Bartolo López, clérigo
Diego López Menor
Esteban Gastón
Pedro Marzo Menor
Juan Pérez Menor
Antonia Bretona
Sebastián Pérez
Vecinos de Ordoyo, de Isabel de Zúñiga
Fco. Bretón
Diego Zapata
Diego Tomás
Juan Pérez
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Vecinos que quedan en Quel de Yuso (1/3, de Peña de la Escalera hacia Arnedo, señorío de Petronila y los Gante)
María de Ávila
Martín López Desposado Santa Cruz
Bartolo de Muro Menor
Hernando de Muro
Rodrigo Marco Mayor
Rodrigo Marco Menor
Bartolo de Muro Mayor
Martín Garrido
Martín García
María de Oñate
Juan de Beite
Francisco Rubio
Fco. Sáenz
Antón Sáenz
Miguel Bretón
Pedro Beite
Juan Rubio
Juan Alas
Juan Albas
Juan de Vidijaluo
La de Juan Llorente
Bartolomé López
Juan Pilarte Mayor
Miguel Pérez Mayor
Pero Garrido
Juan Garrido
Antón de Herce
Justo de la Plaza
Diego Zapata
Diego Martínez
Martín López
Pedro de Herce
Juan Martínez
Juan Pérez Pastor
Miguel de Muro
La de Antón Fernández
Pedro Martínez
Antón García
Juan Pérez Mayor
Pedro Bretón Mayor
Martín de Muro
Juan de las Heras
La de Fco. Blas
Juan Gil
Juan de Leza
La de Antón de Herce
La menor de Juan de Rey
Pedro de la Torre, clérigo
Pedro Garrido, hijo de Juan Garrido
La sobrina de la del herrero
Esteban Hernández
Los hijos de Juan Andrés
Juan Marín
Catalina de Vados
María de Alfaro
Diego Minués
Diego Cogedor
Juan López Menor
Domingo Marzo
Los hijos de Pero López
Total vecinos:
Quel de Suso: 112
Quel de Yuso: 60
Las viudas y los curas
cuentan por medio vecino; también que algunos
menores viven con sus
padres y no cuentan
como vecinos.
La misma calle, con el palacio que luego alberCalle por la que se dividió el pueblo
en dos en 1568, dando lugar a Quel de gó al ayuntamiento hasta que se construyó el
nuevo.
Suso y Quel de Yuso.
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La consolidación del señorío
Dos siglos después, Quel seguía dividido tal y como obligó la sentencia de 1568. Quel
de Yuso era las dos terceras partes “así de pueblo como de territorio” y pertenecía a doña
María Jerónima Alonso Encio y Mota, viuda de D. Bonifacio Galdeano, que vivía en la vecina ciudad de Calahorra. La otra tercera parte del pueblo, es decir, Quel de Suso pertenecía a D. Francisco de Gante Ovando y Castejón, que a la vez era señor de la villa de
Fontellas (Navarra), donde residía. Los dos señores tenían casa en Quel, donde pasaban
algunas temporadas. Al parecer, la división no había vuelto a producir problemas.
Y es que las dos ramas señoriales eran “no titulados”. No eran condes ni marqueses,
sino privilegiados que habían heredado rentas y vasallos por antigua compra. Se sabían
débiles, pues el siglo de las luces dio lugar a duras críticas contra situaciones feudales como
la de Quel (aunque eso ocurría más en el Madrid ilustrado que en los pueblos). Por eso,
pasadas las antiguas discordias, ahora se trataba de mantener su situación, sobre todo sus
rentas, que no eran pocas. El viejo señorío era ya una explotación.
Por el catastro de Ensenada, elaborado en Quel en 1752, sabemos que cada uno de los
señores cobraba a los vecinos del estado general o de “hombres buenos” las cantidades
correspondientes a su posesión, siempre en razón de los dos tercios y un tercio. Así, mientras la primera, la heredera de los Mota y Zúñiga, percibía 9 fanegas de trigo y 9 de cebada (a 18 reales la fanega de trigo y 7 reales la fanega de cebada, 162 reales por trigo, 63
por cebada), el segundo, el heredero de los Gante, cobraba 4,5 de trigo y 4,5 de cebada
(81 reales por trigo y 31,5 por cebada). Los señores cobraban también derechos como el
del “cuarto” que era una parte de cada 17 de cualquier producto, pagado incluso por los
miembros del estado noble (825 reales Quel de Yuso y 300 reales Quel de Suso). También
percibían el derecho de 12 gallinas y 2 cabritos, que en el caso de Quel de Suso eran 6
gallinas y 1 cabrito, un pago que el Ayuntamiento satisfacía “al tiempo de presentarle las
propuestas para elecciones de oficios” (equivalían a 56 reales Yuso, 28 reales Suso).
Los señores seguían arrendando los pastos desde Todos los Santos hasta la Cruz de
Mayo (542 reales Yuso, 270 Suso), que eran utilizados tanto por los vecinos de Quel –que
mantuvo siempre bastantes rebaños de lanar y cabrío-, así como por los pastores yangüeses y de los pueblos serranos, como Enciso y Munilla –todavía grandes centros productores de paños-, que bajaban al valle durante unos meses con sus rebaños.
El molino harinero, el horno y el trujal seguían siendo monopolios de los señores, cuyas
rentas al año ascendían a 195 fanegas de trigo (3.510 reales) y 31 ducados (341 reales).
Los arrendaban a un particular en contratos anuales y éstos cobraban a los vecinos un
tanto por molienda o por hornada, según lo estipulado en el contrato con los señores.
No eran grandes cantidades para un pueblo en expansión demográfica, que ya no tenía
120 vecinos, sino casi el triple, pero eran todavía un símbolo de sumisión. Los derechos
señoriales tenían nombres que ya carecían de sentido para los queleños. No sabían por
qué pagaban “pechos” o “cuartos de sembradura”, pero era lo mismo que en Arnedo,
señorío del duque de Frías, donde se pagaba “martiniega”, o en Autol, señorío del viz74
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conde de Azpe, donde pagaban “portazgo” por las caballerías que entraran cargadas a la
villa. Los pueblos cercanos a Quel eran todos señoríos, algunos de casas tan poderosas
como la de los duques de Medinaceli, señores de Enciso y sus aldeas, del obispo de
Calahorra, señor de Arnedillo, o de las monjas bernardas de Herce, que además de ser
señoras de este pueblo y de Bergasa, tenían derechos reconocidos en otras villas a lo largo
de toda La Rioja. El régimen señorial dominaba en toda la región, donde sólo algunas grandes ciudades como Santo Domingo de La Calzada, Logroño, Calahorra o Alfaro, eran realengos. Era precisamente en estas ciudades donde residían los señores de menor entidad,
los no titulados –por ejemplo, los Gante, en Calahorra-, mientras los más residían en la
corte o en otras ciudades castellanas, siempre viviendo de las rentas, pues el modo de vida
noble no les permitía el trabajo, pero tampoco dedicarse a oficios mecánicos o a otras actividades. Los señoríos, por eso, no recibieron ningún impulso de modernización, ni inversiones por parte de quienes tenían dinero para hacerlo; antes al contrario, los señores pretendieron siempre mantener a sus pueblos en la quietud, es decir, en el mismo régimen
agrario arcaico que tan buen resultado les venía dando durante más de cuatro siglos.
Más cargas: la Corona y la Iglesia
Además de los derechos señoriales, los queleños pagaban diferentes impuestos a la
Corona. El más importante eran las alcabalas, un porcentaje que llegó a representar el 10%
de todo lo que se vendía. Habitualmente, las alcabalas se encabezaban, es decir, se pactaba un “cabezón” con Hacienda, de manera que el pueblo quedaba obligado a entregar
una cantidad anual fija. En 1735, esta cantidad era 6.000 reales al año. Como tantas otras
rentas y oficios, la Corona vendió a particulares el cobro de las alcabalas. Las de Quel fueron vendidas en el siglo XVI; en 1735 las compró Juan de Vasarán y las “encabezó” en
6.000 reales al año.
Los queleños pagaban también por “los cuatro unos por ciento”, 43.620 maravedís (1.283
reales); por el “servicio ordinario y extraordinario”, 20.635 maravedís (607 reales); por “los
24 millones, 8.000 soldados y derechos de velas de sebo”, 69.231 maravedís (2.036 reales),
por los “impuestos nuevos de carne y tres millones”, 23.520 maravedís (692 reales), y por
los “derechos del cuarto de fiel medidor y por la renta del aguardiente, nieve y naipes”,
7.706 maravedís (227 reales). Además pagaban por “tercias reales” 1.782 reales.
Pero esto no era todo. Con los señores y la Corona, hay un tercer pilar sosteniendo todo
el sistema del Antiguo Régimen: la Iglesia. Y como tal, hay que pagarlo. Hasta el siglo XIX,
en que la Iglesia fue sostenida por el Estado mediante una aportación al “Culto y Clero”,
eran los pueblos los que pagaban a sus curas. La principal fuente de financiación de la
Iglesia en la Edad Moderna eran los diezmos y las primicias. El diezmo constituía el 10%
de las cosechas de los frutos –salvo estipulaciones particulares en algunos productos-,
mientras la primicia consistía en el pago de una cantidad menor, muchas veces en dinero, por los primeros frutos, que suele llegar a un 3% de las cosechas. El diezmo se aplicaba a los frutos mayores –cereales, alubias, cáñamo, vino, aceite, ganados-, mientras la
primicia era más universal y afectaba también a las pequeñas producciones, a los tetones,
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los pollos, las hortalizas, etc. Por
todo había que pagar a la Iglesia
local, que se constituía como redistribuidora, desde abajo, de la masa
decimal y de las demás percepciones.
Los eclesiásticos de Quel distinguían entre las rentas del cabildo
parroquial, compuesto por cinco
beneficiados y tres tonsurados a
mediados del XVIII, y la Fábrica de
la Iglesia. El cabildo cobraba los
diezmos y las primicias y luego
dividía el producto en tres partes,
de la que una iba directamente al
Los eclesiásticos de Quel anotaban los diezmos que entregaba cada
obispado. El resto lo repartían entre
vecino en el libro de tazmías.
los “beneficiados” en función de la
proporción estipulada entre los
curas: media ración, ración entera, etc. Lo correspondiente a la fábrica, que era sobre todo
el producto de las propiedades eclesiásticas dadas en arriendo, se destinaba al mantenimiento del culto –cera, salario del sacristán y del organista, etc.- y a los arreglos del edificio, compra de objetos litúrgicos, etc. Además, tanto la fábrica como el cabildo obtenían
ingresos por misas y entierros, lo que constituía una gran aportación a las economías particulares de los curas sobre todo por la costumbre de dejar dinero para misas en los testamentos. No es extraño encontrar 1.000 ó 2.000 misas en las mandas testamentarias de
los ricos, así como aniversarios, novenas y, desde luego, donaciones de tierras u otros bienes que iban engrosando el patrimonio eclesiástico, mediante fundaciones pías, memorias
y capellanías. De estas últimas había en Quel, en 1724, las siguientes (se da el nombre del
fundador):
Francisco Ramírez de Arellano
Juan Hernández
Gaspar Pérez y Magdalena Herce
Antonio Colmenares
Pedro Sigüenza y su mujer
María de Gante
Fernando de Oceta
Así como el hospital de San Antonio Aba, el arca de misericordia y las siguientes Obras
Pías:
María Marín
Francisco Colmenares
Juan de Oceta
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La iglesia de Quel no era de las ricas de La Rioja. La media de los diezmos que establecieron los peritos del catastro en 1752 daba un valor en dinero de unos 5.000 reales el
diezmo y poco más de 500 la primicia, al año. A repartir entre los cinco beneficiados, previo descuento del tercio de la catedral y de casi otro tercio para la “fábrica”, no era mucho.
A ello hay que sumar misas y entierros, pero sobre todo, los curas tenían rentas de sus
propiedades, que en Quel tampoco eran muchas, salvo excepciones. Veamos la situación
de los curas de Quel en 1752.
El cura D. Ventura de Muro tenía “un ama que le sirve”, poco más de dos hectáreas de
tierra, un corral y 50 ovejas y 25 novillos. Otro cura del cabildo, D. Celedonio Bretón, que
pertenecía a una de las familias ricas del pueblo, además era del “estado noble”, tenía un
criado “para su asistencia y cuidado de su caballo” además de un ama y una criada. No
tenía tierra, sólo 35 ovejas y dos cerdos. Otro miembro de su familia, también cura, D.
Diego Bretón tenía un criado y una criada, y vivían con él una hermana, dos sobrinos
menores y una sobrina. Tenía poco menos de dos hectáreas de tierra y algo más de una
de viña, así como un corral y una bodega, cuyo cubaje era de 234 cántaras. D. Pedro
Antonio Ramírez de Arellano era, además de presbítero, capellán de la capellanía fundada por D. Juan Francisco Ramírez; tenía un criado de labranza además de un ama y una
criada. Era más rico pues su bodega tenía un cubaje de 847 cántaras, unas dos hectáreas
de viñas y varias piezas de sembradura que alcanzaban las tres hectáreas, además de dos
casas, corral, etc.
Después de estos beneficiados ricos venían los capellanes, algunos casi pobres. D. José
Manuel de Calatayud, presbítero, gozaba las cortas rentas de la capellanía que fundó D.
Francisco de Calatayud y vivía en compañía de un hermano secular. D. José Fernández,
presbitero y capellán de la capellanía fundada por María de Gante, vivía con su madre y
hermanos seglares. Otro capellán, José María Sáenz de Tejada, tonsurado, gozaba las rentas de la capellanía fundada en Calahorra por el licenciado Butrago y vivía en compañía
de su padrastro, madres y hermanos seculares. Había además dos tonsurados, Bernardo
Sáez de Tejada, hermano del anterior, y Eugenio Arnedo, que vivían con su familia.
La situación de los clérigos de Quel no era, pues, ni mucho menos boyante. Era lo que
ocurría en general en los pueblos riojanos, donde había muchos más curas que en otras
diócesis (hasta el padre Feijoo lo criticó), y eso que la de Calahorra no era tampoco una
diócesis rica. Paradójicamente, la Iglesia, que era criticada por sus extraordinarias riquezas, mantenía una legión de curas que rozaban la pobreza.
Sin embargo, la crítica no estaba desprovista de sentido, pues en la Iglesia se incluía una
serie de instituciones –obras pías, fundaciones, hospitales, cofradías, etc.-, cuyo mantenimiento dependía de las rentas de propiedades donadas en su origen y que estaban amortizadas –es decir, que no podían ser vendidas-, por lo que la propiedad eclesiástica fue
constantemente engrosando y, ya en los siglos XVII y XVIII, constituía un gran patrimonio, sobre todo de tierras y casas, pero también de censos sobre muchas propiedades, otra
de sus fuentes de riqueza. El propio cabildo catedral de Calahorra tenía en Quel tierras,
huertas, viñas y desde luego una gran bodega, con 1.800 cántaras de cubaje, un hórreo y
la tercera parte de una “casa de cilla para recolección de uvas”, donde recogían el diezmo perteneciente al obispo.
En Quel tenían tierras, en 1752, las siguientes instituciones eclesiásticas, además de la
Parroquial:
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Cabildo de Calahorra
Cabildo de Munilla
Cabildo de Yanguas
Cabildo de San Pedro Manrique
Convento de Santa Clara de Arnedo
Convento de Carmelitas Descalzas de Calahorra
Convento de Carmelitos Descalzos de Calahorra
Convento de Vico
Cabildo de Autol
Cofradía de Ntra. Sra. de la Soledad
Cofradía de Ntra. Sra. del Rosario
Cofradía de San Salvador.
Cofradía de San Sebastián.
Cofradía de San Antonio Abad
Cofradía de la Transfiguración
Hospital de Arnedo
Hospital de Quel
Ermita de San Juan de Quel
Monasterio de las Monjas Bernardas de Herce
Además, cuatro obras pías y varias capellanías del propio pueblo eran también propietarias de tierras. Como todas las de estas instituciones, se daban en arriendo, a precios muy
módicos, a veces muy difíciles de cobrar. Por el contrario, los conventos no tenían casi tierras, sino censos, viejos “censos al quitar”, a un interés del 3% anual, que ya a mediados
del XVIII constituían el patrimonio más importante del clero regular. Se habían convertido
en prestamistas. El convento de Santa Clara de Arnedo tenía 9 censos sobre diferentes
vecinos de Quel; el de las carmelitas de Calahorra 6; el de carmelitos también de Calahorra
nada menos que 16. El propio cabildo parroquial de Quel tenía 74 censos contra otras tantas familias queleñas.
Las demás instituciones, obras pías, cofradías, capellanías, tenían muy poca tierra; a
veces sólo una pieza o un censo sobre los que se había instituido tiempo atrás la fundación. Por ejemplo, el hospital de Quel sólo tenía una casa en la calle del Charquillo, además de la que servía para hospital, y siete censos contra diversos vecinos. Con sus réditos
y el alquiler de la casa mantenía “la ropa necesaria de una cama y los alimentos de los
enfermos que el discurso del año hubiere”. Las cofradías tenían aún menos bienes, pero
sí algunas cargas, normalmente un aniversario. Eso es lo que ocurría con la de la
Transfiguración, la cofradía viva más antigua de La Rioja, que sólo tenía la carga del aniversario, valorada en cinco reales y medio. Los propios cofrades –con ayuda del ayuntamiento para la fiesta profana- han venido celebrando la fiesta y la caridad del pan y el
queso hasta nuestros días, como veremos.
En suma, la propiedad eclesiástica no era muy extensa en Quel, pero la apariencia era
diferente: casi todos los vecinos trabajaban algunas tierras de las instituciones eclesiásticas
y casi todos estaban endeudados con ellas por medio de los censos. Era normal que se
pensara que la Iglesia era rica, que se criticara a las “manos muertas”, y que fuera apareciendo ese extraño anticlericalismo español que un día amenazaba al cura y otro iba a
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rogarle que le dejara de cobrar la renta de la huerta pues ese año había habido una mala
cosecha. En definitiva, la Iglesia no era tan rica, pero estaba presente en todos los aspectos de la vida, incluso de la vida económica; así los curas eran más próximos, dependían
también de la cosecha, vivían la azarosa vida de sus campesinos y compartían con ellos
las penas de las malos años. El año que un pedrisco azotaba al cereal o una helada les
dejaba sin uva, los curas sufrían igualmente la escasez.
En cualquier caso, un pueblo que pagaba derechos señoriales, multitud de impuestos,
diezmos y primicias, renta de la tierra, etc. era normal que expresara su descontento; y sin
embargo, no hubo muchas protestas populares, la mayoría de ellas además fueron encauzadas por vías legales. El Antiguo Régimen parecía un sistema intemporal, llamado a durar
siglos, y sin embargo, la guerra de la Independencia y las revoluciones posteriores lo cambiaron todo. Desapareció el señorío, y por ello la división de Quel de Yuso y de Suso; se
vendió la propiedad eclesiástica mediante el proceso desamortizador puesto en marcha
por Mendizábal; se rozó más tierra, ya libre de las imposiciones de los señores, y se impuso el régimen liberal, es decir, la libertad de comercio y el fin de los monopolios y los privilegios. A partir de 1835, Quel sufrió una profunda transformación, como todos los pueblos en España.
La permanente lucha antiseñorial
Los señores de Quel lograron dividir el pueblo, reducir al concejo para imponer su autoridad, mantener los derechos señoriales, pero los vasallos no lo aceptaron nunca de buen
grado y aprovecharon cualquier oportunidad para demostrar el descontento y evadirse de
las cargas feudales. Sin embargo, raramente recurrieron a la violencia. Aunque en algunos
periodos los motines antiseñoriales se extendieron por toda Castilla, lo más frecuente fue
lo contrario: la sumisión y, sólo esporádicamente, lo que Pedro L. Lorenzo Cadalso llamó
“respuesta alienada” o judicializada, es decir, recurrir a la justicia del rey, confiando en que
el padre y protector de los súbditos debía mediar para evitar lo que ellos consideraban
excesos de los señores.
El obstáculo que se oponía a los intereses de los vecinos era, sin embargo, doble: por
una parte, las leyes no permitían modificar la situación jurídica de los señoríos por más
que las condiciones vinieran del siglo XV y fueran tan anacrónicas como en Quel; por otra,
la justicia, por regia que fuera, era cara y, además, venal, pues los señores tenían contactos con las más altas magistraturas del Reino, con las que tejían una verdadera red clientelar, extendida por lazos familiares: los señores, aún los no titulados como los de Quel,
enviaban a los hijos a la universidad, los hacían seguir la carrera eclesiástica o la militar;
siempre tenían un abogado pariente en los Consejos o en la Chancillería. Con la ayuda de
esta red de “auxilios mutuos” que fue la burocracia de los Austrias –y la de los Borbones-,
los señores enredaban el pleito, lo prolongaban y así esperaban años y años a que los
vasallos más activos envejecieran, mientras en la villa utilizaban a sus justicias y sus parciales para demostrar su poder. Los líderes antiseñoriales solían ser represaliados con la
negativa a arrendar tierras, utilizar el molino señorial, doblegarles si eran cargos del con79
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cejo, sometiéndolos a juicios de residencia parciales e injustos. Así, después de las protestas podían pasar décadas de aparente quietud, pero a lo largo de los años, la oposición
rebrotaba de nuevo, al calor de cualquier coyuntura negativa, muchas veces el hambre y
la carestía, el aumento de población y por ello la necesidad de poner más tierra en cultivo, etc., pero también, con frecuencia, a causa de los ánimos más exaltados de los jóvenes, que volvían a recordar la injusticia originaria. Sin embargo, la violencia era el último
recurso.
Aunque los concejos se endeudaran durante decenios, utilizaron habitualmente la vía
judicial para protestar contra los señores. Éste es el caso de Quel. En el mismo momento
de la partición del pueblo, antes de la sentencia de 1568, ya hubo manifestaciones de descontento, pero nada se logró. Algunos vecinos otorgaron un poder notarial para presentarse en el juicio que mantenían las dos ramas herederas del señorío, pidiendo justicia “realenga” y que el pueblo no se partiera, pero no lograron nada, ni siquiera el reconocimiento
de los alcaldes del concejo por los señores. Como hemos visto, ellos mismos acabaron por
reconocer que eran una minoría.
Un siglo después, el descontento se manifestaba en varios concejos abiertos, en los que
prácticamente todo el pueblo protestaba contra las atribuciones de los señores, especialmente por sus derechos sobre los pastos, cuyo uso habían impedido a los vecinos, vendiéndolos a los serranos. En 1655 se reprodujo el clima de protesta. Eran señores de las
dos villas de Quel don Félix de la Mota y Sarmiento y don Diego José de Gante. El pueblo había crecido –nacían ya una treintena de niños al año-, pero la crisis económica y las
malas cosechas crispaban la situación. Eran los malos tiempos de la decadencia, cuando
llegaba al trono un rey enfermo, Carlos II, que parecía ser un signo más del agotamiento
de España, como ponían de relieve los arbitristas. En ese año, los queleños convocaron
durante varios meses concejos abiertos, en el cementerio de la iglesia (imaginamos que en
la puerta, contigua a la de la iglesia), “estando en concejo público general la justicia y regimiento destas villas de Quel de Yuso y Quel de Suso, a campana tañida como lo tienen
de uso y costumbre de se juntar”.
Al frente de la asamblea de vecinos, todos hombres, se situaban los alcaldes ordinarios
Lucas Martínez de Ayensa y Pascual de Oñate; los regidores Diego Remírez y Pedro
Sigüenza; los diputados Juan de Escalona, Domingo Bretón del Río, Juan Martínez de
Alamo y Pedro de Muro; y los procuradores generales Martín de Aldana y Bartolomé Sanz.
Tras ellos, el escribano Pedro Martínez iba levantando acta: anotó hasta 77 vecinos asistentes, “la mayor parte de los vecinos destas villas de Quel de Suso y Quel de Yuso”, prácticamente los mismos que en las actas de concejos anteriores. Todo el mundo podía tomar
la palabra, pero el escribano sólo anotaba los acuerdos, el más importante, la petición que
llevarían al pleito contra los señores, bien explícita:
“a estos dichos concejos (Quel de Yuso y Quel de Suso) y sus vecinos se les deje privativamente las yerbas, pastos y abrevaderos de los términos de sequero de campo y
monte para sus ganados mayores y menores y se prohíba a los dichos señores el tener
ningún derecho a ellos”.
A la vez, los queleños aprovechaban la justicia real para reiterar su negativa a aceptar
las viejas imposiciones señoriales:
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“que en elecciones de oficios que hacen en cada un año por la justicia y regimiento de
estas villas, estando los dichos señores fuera de ellas, cumplan con enviar persona particular o propio que las lleve para que las confirmen”.
Es decir, querían que los señores reconocieran a los alcaldes ordinarios nombrados por
el Concejo y Regimiento de Quel, que eran hostigados permanentemente por los alcaldes
mayores nombrados por los señores. Los queleños habían conseguido que se admitiera el
pleito y que incluso un “receptor” letrado, don Juan de Quirán, se trasladara a Quel a
tomarles declaración tras haber alegado que no podían ir a la Chancillería a causa de achaques de salud, abandono de haciendas, etc. Para que declararan ante Quirán nombraron
a varios vecinos, Pedro de Oñate, Pascual Martínez, Manuel Martínez, etc., “personas de
nuestro concejo y las más noticiosas y ancianas de él”. Era un recurso empleado hasta hace
bien poco: los hombres buenos, justos, “noticiosos” –es decir, que tenían memoria de los
hechos pasados- y sobre todo, ancianos, es decir, prudentes.
Durante los meses anteriores a la decisión de pleitear contra los señores declarada abiertamente en septiembre de 1655, los queleños se habían reunido en varias ocasiones, desde
al menos el mes de febrero de ese año en que el concejo otorgó poder para declarar ante
la sala del crimen de la Chancillería, donde don Félix de la Mota y Sarmiento había iniciado un pleito contra varios vecinos, por uso ilegal de las hierbas. Al parecer había algunos encarcelados, lo que aumentó la protesta. Como hacía un siglo, los vecinos aprovecharon para recordar su vieja aspiración y volvieron a pedir que “se sometan sus confesiones ante el juez realengo más cercano”. De nuevo piden la justicia del rey.
A partir de ahí, la tensión fue creciendo hasta el acuerdo de septiembre. Pero antes, el
concejo recordó a los vecinos que no tenían dinero para pagar el largo pleito al que se
iban a enfrentar, por lo que tomó una decisión importante: repartir tierras del común y
cobrar una cantidad a cada vecino por la “suerte” que le correspondiera. El 17 de mayo
de 1655, con todos los vecinos reunidos, el pueblo acordó el reparto de las tierras que hay
en “el río y glera que cae hacia el río mayor do dicen los términos de Vagal”, y “que dicha
heredad concejil sea sorteada y dada a los vecinos, a cada uno lo que legítimamente les
tocase en ella”. Lo que se pagara por cada suerte se destinará a “la defensa de los pleitos
que hoy tienen pendientes las villas con los señores de ellas en razón de que no puedan
herbajar sino es hierbas sobradas y otras cosas en la Real Chancillería de Valladolid”.
Todavía era posible reconocer, antes de la urbanización del término, las suertes repartidas
en el Vagal: 46 piezas de tierra de regadío, que obviamente engrosaron las haciendas de
los más pudientes.
Para acopiar más dinero, el concejo aún tomó otra decisión: el 28 de mayo, se decidía
ante todos los vecinos vender el “pasto” de los viñedos a un particular que adelantaría lo
correspondiente a diez años. La costumbre era vieja: tras la vendimia, la hoja todavía verde
y la hierba servía para las ovejas, que no dañaban las plantas, cuyos sarmientos había que
podar después. Generalmente, se pactaba el uso entre particulares, pero en esta ocasión,
los vecinos vendieron el aprovechamiento de todas sus viñas a uno de ellos a cambio de
un dinero que iría al común: un sacrificio más que refleja las viejas solidaridades que
encontramos en nuestros pueblos aún siglos después. También hay otra lección: no había
prisa, ni nadie se dejaba llevar por arrebatos; el pleito se fue preparando a lo largo del
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año, y no hay noticias de actos violentos.
Todavía el 27 de septiembre se volvió a reunir el concejo en el cementerio para reiterar
sus peticiones y dar cuenta de que se había enviado el dinero a los abogados de
Valladolid. No sabemos cómo acabó el pleito (todavía), pero justo cien años después, en
1752, todavía encontramos a los dos señores, los Gante y los Mota –éstos ahora con el primer apellido Alonso, una hija- percibiendo los derechos de los pastos. Seguramente, les
fueron reconocidos pues constaban en la escritura original: recordemos que sus antepasados habían comprado Quel “universalmente, con toda su jurisdicción criminal, mero y
mixto imperio, palacios, casas, solares, piezas, viñas, huertas, herrañales, prados, pastos,
términos, montes, molinos, e inciensos, rentas, e todas e otras cualesquier rentas e cualesquier cosas que a mi pertenecientes sean en la dicha villa e sus términos”. Como
mucho, quizás lo que habían conseguido los queleños era que también sus ovejas pastaran en los pastos de los señores, pero, eso sí, …pagando.
El concejo, instrumento antifeudal
Tras el pleito antiseñorial de 1665, los señores siguieron nombrando alcaldes mayores,
mientras el concejo o ayuntamiento nombraba alcaldes ordinarios, regidores, diputados y
“procuradores síndicos generales del concejo”, en todos los casos uno por Quel de Suso
y otro por Quel de Yuso. La presión señorial mantenía latente la vieja pretensión de no
reconocer a las autoridades concejiles, mientras los villanos de Quel pretendían lo mismo:
impedir que los señores
nombraran alcaldes mayores. En cuanto había ocasión propicia, volvían a
plantearlo
en
la
Chancillería de Valladolid,
como hicieron de nuevo
en 1710. Aprovechando el
concurso de acreedores
abierto en 1706, los queleños se personaron en el
pleito para negar el derecho a los señores, que una
vez más salieron ganando.
Pero los señores también
respondían haciendo notar
su poder represivo en
cuanto podían. A veces era
Blasón de dos familias hidalgas emparentadas, los Herce y los Escalona. Exhibir sus
contra un vecino, por
armas
a la manera de la gran nobleza fue un recurso generalizado entre el “estado
ejemplo, en fecha tan
noble” de los pueblos.
moderna como 1796. Ese
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año, Antonio Jacinto de Brieba, alguacil mayor de la residencia del señor D. Francisco
Manuel de la Mota y Sarmiento, señor de la villa de Quel de Yuso, “libró mandamiento
contra Pedro Martínez de Almarza, vecino de dicha villa, sobre cierta queja que las guardas del año pasado de 92 dieron a dicho señor”. El vecino “fue condenado por el dicho
señor y juez de residencia en 150 reales”, que cobró el alguacil mayor. Todavía en el reinado de Carlos IV, con el ilustrado Godoy a la cabeza del gobierno, se consentía el poder
de los señores en materia judicial y de imposición de penas.
Las dos villas elegían a sus autoridades cada año, siempre entre miembros de unas pocas
familias. Se trata, en efecto, de una oligarquía como las que son habituales en toda Castilla.
Con todo, en Quel, permaneció el sistema electivo y anual mientras en otros pueblos y
ciudades los cargos concejiles se compraron y se “perpetuaron”, es decir, se hicieron hereditarios. En Logroño, por ejemplo, las regidurías del ayuntamiento estuvieron siglo y medio
perpetuadas, transmitidas por herencia de padres a hijos, hasta los primeros años del siglo
XIX, en que los burgueses logroñeses acopiaron el dinero suficiente como para comprar
al rey el derecho a elegir a sus munícipes. En Quel no se perpetuaron seguramente por la
presión señorial y por la pequeñez de rentas que hubiera obtenido la Corona, pero la
rueda oligárquica era notable. También hay que tener en cuenta que, como en la mayoría de los pueblos con concejos electivos, en Quel habría distinción de estados, es decir,
reparto de cargos entre estado general y estado noble. No ha quedado documentación,
pero sabemos que algunas familias como los Escalona, Oñate, Bretón eran hidalgos, del
estado noble, siempre un grupo de privilegiados muy minoritario. Uno de los elementos
de cohesión de esta oligarquía será, precisamente, la cofradía de la Transfiguración, como
veremos.
La distinción entre estado noble y estado general continuó hasta el fin de los privilegios,
pero los pueblos fueron cada vez más celosos al exigir pruebas de nobleza a los pretendientes. No en vano, ser del estado noble equivalía a no pagar derramas y algunos impuestos, pero también exigía algunos deberes. Veamos un caso, el de Pedro Escalona, que tuvo
que pleitear, en 1710, para que se le reconociera su privilegio. Él dice que es “hijodalgo
notorio de sangre y posesión y haberlo gozado mis ascendientes como son bisabuelos,
abuelos, padres y yo en la villa de Tudelilla, Carbonera y otras partes, y haber estado en
quieta y pacífica posesión en unas y otras partes”. El mismo Escalona declaraba la causa
de su exclusión del padrón de hidalgos: “sólo por haberme casado con Ana Bretón del
Río” (que no era noble). Al “haber tomado vecindad en esta dicha villa ha pasado dicho
estado de hombres llanos a matricularme y ponerme en los repartimientos de milicias, servicio real, pecho y censos de dicho estado llano”.
En definitiva, la oligarquía continuó en uso de cargos y privilegios desde su origen.
Todavía a fines del XVIII es evidente la “rueda oligárquica” en el ayuntamiento. Veamos
un ejemplo:
En 1795, el ayuntamiento se compone así: Diego de Escalona y Jerónimo Bretón del Río,
alcaldes ordinarios; Pedro Martínez Ribas y Cosme Merino, regidores; José Ruiz, Ignacio
de Escalona, Francisco de Puellas, Pedro Sáenz de Escudero, diputados del ayuntamiento;
Juan Bautista Serrano y Miguel Martínez de Ayensa, procuradores síndicos generales del
concejo.
Al año siguiente, conocemos también el nombre de los alcaldes mayores, Domingo
Bretón del Río y Pedro de Calatayud Arellano, mientras los dos ordinarios son Diego
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Antonio de Calatayud Arellano, un hermano del alcalde mayor, y Juan Serrano, hermano
del procurador del año anterior.
Al año siguiente, 1797, son alcaldes mayores Bautista Serrano, hermano del alcalde ordinario del año anterior y procurador dos años antes, y Miguel Martínez Ayensa, que había
sido también procurador; los ordinarios son Diego Sáenz de Tejada y José Escalona, hermano del alcalde mayor del año anterior. Entre los procuradores y diputados seguimos encontrando a los Bretón, los Escalona, los Sáenz de Tejada, los mismos que décadas después.
Pero al menos los cargos siguieron siendo electivos anualmente y además continuó la
tradición del concejo abierto, es decir la reunión de todos los vecinos, “a campana tañida”
y previa convocatoria por el pregonero “para tratar cosas del servicio de Dios y del bien
destas villas”. El concejo abierto era el mejor instrumento para concitar la unidad de los
queleños frente al poder señorial, pero era convocado también para otros asuntos, entre
ellos, contratar o “conducir” al boticario, al médico, al herrador o al cirujano sangrador;
arrendar las carnicerías y demás “monopolios” como el de pesas y medidas o leñas.
Frecuentemente, el concejo aprobaba también medidas extraordinarias para hacer frente
al pago de los impuestos.
Durante la segunda mitad del XVII el medio más socorrido para obtener dinero fue
arrendar los pastos en las viñas, lo que ya hicieron en 1665. En 1797 se vuelve a poner en
práctica a causa de los dos soldados con que habían de contribuir las villas. Para evitar
mandar mozos se podía entregar dinero “a razón de 30 escudos de plata viejos”. Tras acordar que pague igual el estado noble que el estado general, como en Autol y en Arnedo,
vuelven al viejo método: “han dispuesto que se avíen de la yerba de las viñas por espacio de dos años y habían de ser sacadas al pregón y postura en ella. Pedro Pérez Marzo,
vecino de dicha villa, dio por los dos años 850 reales, los cuales han mandado se lleven
a la ciudad de Logroño a poder del depositario general”.
El mismo sistema emplean en 1711. Son entonces alcaldes Francisco Escalona y Alonso
Bretón, del estado noble, y la situación es muy grave. España está sufriendo la guerra de
Sucesión, lo que provocó un aumento de los impuestos –por medio de donativos exigidos a los pueblos- y un empobrecimiento general. Además, fueron años calamitosos: en
1705 y 1709, apenas se cogió una cuarta parte de la cosecha normal. La guerra venía mermando la economía local, incluso hubo momentos en que se temió por la proximidad del
conflicto. En el verano de 1706, los queleños, fieles a Felipe V como la práctica totalidad
de los castellanos, habían temido por el avance de los rebeldes aragoneses, que tras sublevar Zaragoza a favor del archiduque, se dirigían contra Tarazona. El obispo de Calahorra,
acérrimo proborbónico, llegó a reunir un pequeño ejército de clérigos de la diócesis, mientras desde Alfaro y Logroño llegaban solicitudes de envío de soldados y dinero para pagarlos. Los rebeldes no pasaron el Alhama y al año siguiente, Felipe V triunfó en Almansa;
pero, desde 1710, la situación era de nuevo muy alarmante para el primer Borbón. Su
abuelo le había retirado la ayuda militar y las cosechas habían sido desastrosas. El invierno de 1710 fue uno de los más fríos que se recuerdan –en Quel, sin embargo, no se notó
en las cosechas, a juzgar por la cuantía de los diezmos-, así que los pueblos no podían
contribuir más.
“Estas villas –decían los alcaldes de Quel, Bretón y Escalona- se hallan imposibilitadas
para poder pagar 22 reales de ocho que han causado los jueces de audiencia que han venido a la testificación de arrendación de yerbas y 175 reales de principal y tercer reparto que
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Su Majestad se ha servido cargar”. Como en otras ocasiones, acudieron al viejo remedio:
“habiendo determinado y dispuesto el ayuntamiento que se arrienden las viñas y sus hierbas por el año que viene de 1713 desde mayo”. Se las dan a Diego tejada, por 22 escudos de plata (330 reales de vellón), que adelanta la cantidad para que al menos puedan
enviar los 175 reales de principal.
En general, todos los impuestos estaban arrendados a ricos intermediarios que ni siquiera vivían en Quel. Los arrendadores adelantaban una cantidad fijada de antemano, “encabezada”, y se ocupaban de cobrar luego a los vecinos. Era un medio de que la hacienda
asegurara el cobro, pero los arrendadores luego extorsionaban a los vecinos, sobre todo
cuando no podían pagar. Entonces, el arrendador o sus criados tomaban los bienes, un
cerdo, un asno, aperos, etc. En Quel, estuvieron arrendados casi todos los impuestos. Por
ejemplo, en 1695, las autoridades municipales ajustaron el encabezo del “derecho del cuarto de fiel medidor”, cuyo destinatario resultó ser don Juan Antonio Garrido y Bustamante,
un vecino ¡del valle de Carriedo! Los queleños del Estado General debían pagarle “2.790
reales por dos años en que este señor ha administrado el derecho”.
Dos años después, Francisco Manuel de la Mota Sarmiento pedía que “el encabezamiento (de las alcabalas) que estaba hecho sea cumplido”. El pueblo se reúne en concejo abierto y, a pesar de la oposición al pago, el resultado es: “con dicho señor se acordó
en que se le han de dar los mil reales y 20 cargas de leña en cada un año” “en razón de
dichas alcabalas” y dan poder para que se haga “escritura de encabezamiento”. Años después, las alcabalas se encabezaron en 6.000 reales y se vendieron a Vasarán, como ya sabemos.
El Antiguo Régimen, en cuyo seno se debatían en su ocaso los viejos problemas del
señorío, la amortización, los impuestos, los privilegios, acabó de forma abrupta en 1808
con la crisis de la monarquía y el comienzo de la revolución burguesa. Los intentos de
reponer todo “en el estado que tuvo antes de 1808”, el lema de Fernando VII, apenas pudo
prolongar un mundo ya fenecido, entre violencias y golpes revolucionarios, que terminaría con el triunfo de la burguesía liberal revolucionaria y con la promulgación de la
Constitución más progresista de Europa: la de 1837. De Quel poco podemos saber a causa
de la ausencia de documentación, pero al menos se conserva en el Archivo Histórico
Provincial algún protocolo notarial que nos presta unos mínimos datos para probar algunos extremos: uno, y muy importante, es que la disolución del señorío permitió la unidad
del pueblo, las “villas unidas”, como decían los munícipes de 1824; otro, que en Quel,
como en casi todos los pueblos, los enfrentamientos entre liberales y absolutistas provocaron numerosos hechos violentos. También sabemos algo de un logro importante, que
quizás la presión señorial impidió durante muchos años: el regadío de Moreta “que se coge
en jurisdicción de Arnedo y rige hasta la hoz del río”.
La obra de prolongar el regadío se le encomendó a Pedro de Aspiazu, arquitecto, que
se obligaba a hacer las obras “desde el molino de la ciudad de Arnedo hasta el término
de la Hoz”, en Autol. El río será de ocho pies de anchura y cuatro pies de hondura. El
arquitecto deberá hacer puentes, alcantarillas, etc., y el total deberá ser costeado por los
dos pueblos. El 12 de junio de 1825 la comisión del riego decía ante el escribano que
“estando ya por concluirse por el referido Aspiazu el cauce que fina en el término de La
Hoz”, pero todavía en 1829 continuaban las obras, esta vez encomendadas a un vecino de
Elgóibar, Bartolomé Arana.
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Pero eran tiempos difíciles. Incluso el clero tomaba partido en la convulsión política reinante. El 6 de mayo 1825 don Joaquín Pedro Cabriada, presbítero capellán de la villa de
Aguilar del río Alhama, se presentaba ante el escribano de Quel, Manuel Cano, para decir
“que en el tribunal eclesiástico de este obispado se ha promovido pleito entre el compareciente y el cura propio de la misma villa sobre opiniones políticas”. Al parecer, el presbítero no ha podido declarar, por lo que alega indefensión y quiere que un abogado le
represente en la Real Chancillería de Valladolid.
Eran por entonces, 1825, alcaldes de las “villas unidas” de Quel un realista, José Vicente
Garcés, y Juan Aldama. Como regidores estaban José Antoñanzas y Manuel Muro, mientras Miguel Calatayud actuaba como procurador síndico. El alcalde era el prototipo de
absolutista, partidario de Fernando VII, que en 1824 había encarcelado a un vecino al que
acusó de no haber entregado las armas. Estaba todavía en la cárcel, pues el alcalde no
admitía las fianzas. Pero lo verdaderamente trascendente es que este vecino, seguramente liberal, es apoyado por el presbítero D. Manuel Bretón y Escalona, dos apellidos del
estado noble, que pertenecen a las más ricas e influyentes familias del pueblo. Y es que
también a él le había tocado padecer las iras del alcalde.
El cura Bretón, que era nada menos que el mayordomo del cabildo eclesiástico, se hallaba el día 30 de julio por la tarde en la calle que llaman de “las casas diezmeras”, un recuerdo de los almacenes u hórreos –cillas- donde se guardaban los productos diezmados.
Estaba sentado en compañía de María Oñate, mujer de don José Bretón, en la puerta de
la casa de éste, junto a otras personas. Entonces se presentó el alcalde Garcés “con una
carta que venía leyendo y prorrumpió en voces desentonadas y tono colérico: verá usted,
luego dicen que uno se contenga, mi pobre hijo por esos caminos pasando trabajos, (…)
y sacó un estoque o guifero que llevaba en un bastón y se lo encaró” al cura. El cura le
dijo que se tranquilizara, pero el alcalde siguió encolerizándose y “dijo en medio de la callle y en altas voces mal haya quien diezme para este tunante, mal haya quien se confiese
con él”. El problema de los diezmos, que los liberales querían abolir definitivamente, salía
a relucir frente al cura, pero es que durante ese tiempo se producían constantes altercados. Por ejemplo, el 11 de agosto de 1825, varios vecinos se presentaron ante el escribano porque “Antonio y Ángel Martínez, sus convecinos, se hallaban presos por imputárseles partidarios de los alborotos ocurridos acerca de dar riego al campo de esta jurisdicción
sobre lo cual y fijación de dos pasquines dirigidos contra el honor de varias personas…”
Los vecinos pagaron la fianza para excarcelar a los dos. (Los alborotos parece que habían tenido lugar el 25 de junio de 1825).
El 16 de agosto se presentaba otro recurso para pedir la excarcelación de Santiago
Pascual, preso por el mismo motivo. El 19, por lo mismo, don Pedro Bretón va a sacar de
la cárcel a su hijo, don Juan. La conflictiva situación la relata el propio alcalde. El 18 de
agosto, Garcés hace su propio retrato al dar poder a un abogado para que le represente
en la Chancillería. Dice el alcalde “que desde que tomó posesión de su empleo de alcalde ha castigado los delitos, ha procurado por la tranquilidad del pueblo y formado causas
contra Juan Sáenz Merino (al que metió en la cárcel) de esta vecindad sobre materia de
armas prohibidas, y dado parte de los que son marcados de liberales, por no llevar pasaportes y otros excesos de que unos y otros y sus parciales de la misma nota han intentado recusarlo, y aún se teme que hayan dado alguna queja contra él, suponiéndole defectos que puedan perjudicarle, cuando hará ver se ha conducido con justificación y el mayor
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afecto a S.M. (que dios guarde), de que podría informar el cabildo eclesiástico y el ayuntamiento de Quel presente y próximo pasado, todo el pueblo y los circunvecinos que sean
realistas”. Como conclusión, el alcalde pedía “acreditar su buen celo, desinterés, imparcialidad y recta administración de la justicia”.
Años después, triunfarían los liberales, pero no hay más documentación.
En conclusión, a lo largo de varios siglos Quel intentó frenar el poder de los señores,
se valió del concejo ayuntamiento, mantuvo la elección de cargos y los concejos abiertos,
con amplia participación de los vecinos en los asuntos “municipales” y aprovechó el final
del Antiguo Régimen para lograr la “unión de las villas” y librarse del yugo señorial.
Mientras, hubo algunas notas de modernidad, sobre todo el próspero negocio del vino
(con más de doscientas bodegas familiares), la temprana industria de los destilados y la
artesanía que propiciaba el cultivo del cáñamo y el lino, la ampliación del regadío: un prometedor conjunto que fue definiendo la singularidad de la villa hasta nuestros días.
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