la escritura de jorge edwards: hacia una mímesis solidaria

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R OBERTO H OZVEN
LA ESCRITURA DE J ORGE E DWARDS : H ACIA UNA MŒMESISSOLIDARIA
LA ESCRITURA DE JORGE EDWARDS:
HACIA UNA MÍMESIS SOLIDARIA
ROBERTO HOZVEN
P. Universidad Católica de Chile
Estudio textual de la escritura de Jorge Edwards. La perspectiva crítica es inclusiva:
no se hacen diferencias entre sus narraciones ficticias (novelas y cuentos) e históricas
(ensayos, crónicas y memorias). Los aspectos estudiados incluyen fenómenos textuales así
como paratextuales, enumero: carácter disyuntivo del apellido, poéticas narrativas, ecología de sus personajes ficticios e históricos más usuales, y sentido del melodrama sádico
que explica sus políticas deseantes.
Textual study of Jorge Edwards’ work. The critical approach is inclusive: no
difference is made between his fictional narrations (stories and novels) and his historical
narrations (essays, chronicles and memoirs). The studied aspects include textual and
paratextual phenomena which are the following: the last name’s blessings and curses,
narrative poetics, the ecology of his most usual fictional and historical characters, and the
sense of sadic melodrama that explains his policies of desire.
RECONOCIMIENTO
Comienzo con un reconocimiento sin ambages: ¡qué gran escritor es
Jorge Edwards y en qué desconocimiento lo tenemos! Creo que lo hemos
“ninguneado”—como dicen los mexicanos—con su Nacional y Cervantes a
cuestas.1 Está presente en los medios, en su columna semanal de La Segunda,
y en las entrevistas de ocasión que se le efectúan con motivo de un premio
o de una publicación reciente suya. Y el interés con que leemos sus crónicas
periodísticas y memorias históricas o literarias,2 oblitera la constancia de su
fecunda y memoriosa productividad narrativa y ensayística.3 Ocurre con él lo
1
2
3
Me refiero al Premio Nacional de Literatura, que le fue otorgado el año 1994, y al Premio Cervantes
de Literatura, otorgado en 1999. Premios que reconocen la calidad de su obra literaria (en narrativa,
ensayo y memorialismo) así como la lucidez y coraje de su crítica intelectual, independiente de
cualquier sectarismo.
Aludo a su temprana denuncia de la dictadura castrista, Persona non grata y a la memoria biográfica
de su amistad con Pablo Neruda, Adiós, poeta….
Cinco libros de cuentos: desde El patio a Fantasmas de carne y hueso. Ocho novelas: desde El peso
de la noche a El inútil de la familia y dos libros de ensayos: Desde la cola del dragón. Chile y España
1973-1977 y El whisky de los poetas.
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que también observé con respecto a Octavio Paz: “¡es tan inteligente que
también escribe poesía!” Y de esta manera nos privamos, con un elogio de
doble filo, de la mejor poesía reflexiva escrita en lengua española después de
Quevedo. Con Edwards repetimos el homenaje ambiguo: reconociendo sus
crónicas olvidamos la imaginación con que sus ensayos y relatos exploran,
critican y reinventan, sin fronteras, las formas de nuestra memoria cotidiana.
Las razones son varias: no le perdonamos su temprana crítica secularizadora del totalitarismo de Fidel Castro, con el que en un día todos comulgamos fervorosamente. Tan temprano como en 1973, en América Latina, su
Persona non grata nos puso en la situación incómoda de tener que empezar
a “asumir nuestra historia con nuestras propias cabezas,”4 más acá de los
moldes y clichés utópico-salvacionistas de la izquierda sectaria y dogmática
de turno. Dieciséis años antes del derrumbamiento del muro por los exasperados berlineses en 1989, Persona non grata socavó en América Latina nuestra
confianza en las meta-ideologías internacionalmente prestigiosas, desde las
que los intelectuales latinoamericanos legitimaban imitativamente su visión
sobre nuestra realidad y el mundo. Como diría Girard,5 Edwards se hizo
acreedor de “signos preferenciales de selección victimaria” (80), los que lo
convirtieron paradójicamente en el “chivo expiatorio” del mismo orden social
que él desenmascaró en sus usos y prácticas totalitarias.
PARADOJAS DEL APELLIDO
“Ser escritor en Chile y llamarse Edwards es una cosa muy difícil”.6
Difícil dos veces: en el plano literario, por la tendencia de la sociedad chilena
a privilegiar la lectura documental y estamental por sobre la imaginativa, la
propiamente ficticia. El linaje, con su peso biográfico hors texte, reduce la
ficción impugnadora del narrador a la sombra domesticada de los prejuicios
que tenemos sobre el autor. Por otro lado, “llamarse Edwards,” en Chile,
produce una audición escindida en sus interlocutores o auditores: “un punto
4
5
6
“Por lo demás, carecemos hoy día de esos ‘grandes relatos’, cuyo fin vivimos como tragedia con el
embalsamamiento de Marx… Empiezan a no existir ‘relatos’ que nos interpreten nuestra historia; pero
ésta sigue adelante y nos vemos abocados, por fin, a asumirla con nuestras propias cabezas.” Escribe
José Joaquín Brunner, en “La ciudad de los signos” (38).
Me refiero a la elaboración culturalista de René Girard, fundada sobre la teoría del mecanismo
mimético, el cual produce víctimas al fundar la cultura sobre el exorcismo de la violencia especular.
Para una visión sinóptica de su teoría mimética y del debate que ha generado en la actualidad, Ver
su Les origines de la culture.
Interpelación con que Pablo Neruda saluda a Jorge Edwards, en 1952, cuando lo invita, para conocerlo, a su casa de Los Guindos en Santiago de Chile. (Adiós poeta… 25).
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de satisfacción secreta” así como una incomodidad resentida ante “ese carácter
de símbolo de poder económico que tiene el apellido entre nosotros”—nos dice
Edwards (25).7 Entre nosotros, los apellidos ilustres ponen en una situación
de umbral a quienes no los llevan cuando los escuchan, no los cubre la sombra
del árbol genealógico proveedor de existencia social. Sin árbol genealógico
sus apellidos corrientes caen bajo la amnesia.8
La amnesia que produce en Chile la escucha de un apellido corriente
—creo— deriva del origen mestizo de nuestra síntesis social y de su consecuente ocultamiento histórico.9 Olvidar un apellido corriente es olvidar la
filiación con el indio así como disimular el mimetismo buscado con “lo
blanco:” con su fenotipo, con sus hábitos o sus creencias. Hoy como ayer,
además, esta blancura hay que buscarla más allá de nuestras fronteras. El
“blanqueamiento” eleva socialmente a los de abajo así como les permite, a
los de arriba, poner entre paréntesis el origen bastardo de su propio árbol
genealógico, cuyas raíces fueron corrientes.10 Olvidar es blanquear los orígenes y alejarse del ancestro indio; de quien, hoy día, el hablante chileno y
mestizo se siente absolutamente ajeno. “No somos un país de indios”—le llamó
la atención el embajador de Chile en México a Pablo Neruda, cónsul general,
cuando este tituló “Araucanía” una revista creada y financiada por el poeta
7
8
9
10
Comenta la antropóloga María Rosario Stabili: “el apellido, como elemento central dentro del proceso
de diferenciación de los grupos sociales, al menos en Chile, constituye un código comunicacional de
extraordinaria importancia, pues sintetiza y transmite, en una sola palabra, muchísimas cosas: el tipo
de familia, su estructura, la parentela y los valores que la familia manifiesta a través del comportamiento político, económico y social de sus miembros. … es fundamental para comprender la historia
del país. … en una sociedad tan restringida como la chilena, todos se conocen y todo se sabe de todos”
(Stabili 106).
“Y mi madre, que se sentía muy aristócrata, cuando le preguntaban por un apellido cualquiera decía:
‘No lo conozco. ¿Quién será?’” o “¡Ah, el apellido no te lo podría decir, porque es uno de esos
apellidos corrientes que nunca logro recordar!”—le testimonia una informante linajuda a la antropóloga
M.R. Stabili (106).
Sobre los modos de constitución mestizos de la familia chilena, cf. el libro esencial de la antropóloga
y escritora Sonia Montecino Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno. Para su discusión
teórica, implicaciones modernas y vinculación del mestizaje con la génesis barroca de la cultura
latinoamericana, cf. la investigación igualmente decisiva del sociólogo Pedro Morandé Cultura y
modernización en América Latina, y “La formación del ethos barroco como núcleo de la identidad
cultural iberoamericana.” Discuto estos conceptos en mi “Emergencias culturales latinoamericanas,
según Pedro Morandé,” Anales de Literatura Chilena 4 (diciembre 2003: 177-200).
M.R. Stabili observa tres aspectos en la configuración histórica del sentimiento aristocrático en las
elites chilenas. Primero: los ancestros de estas elites fueron, mayoritariamente, humildes. Segundo:
llegaron a Chile en tres oleadas: la castellana de los conquistadores (siglo 16); la castellano-vasca de
los comerciantes (siglos 17 y 18) y la de los extranjeros ilustres (siglo 19). Tercero: la oligarquía ya
establecida va cooptando o excluyendo a los recién venidos de acuerdo a sus intereses. Esta relación
antagónica entre los españoles ya establecidos en Chile (criollos) y los recién venidos se origina en
la carencia de un orden estable que regule “la continua y recíproca ocupación del terreno” (MartínBarbero). El efecto social nocivo es el “miedo ancestral al invasor, al otro, al de arriba o de abajo.”
(Barbero 20).
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para dar a conocer Chile en ese país.11 Y esto lo dijo un embajador cuyo
fenotipo—observa Neruda irónicamente—“parecía el de un Caupolicán redivivo.”
La enunciación mestiza implica un modo de estar disyuntivo en su
propia manera de hablar y de ser. Por una parte, vergüenza de los orígenes
espurios contaminados de indio así como, en un segundo grado, vergüenza de
sentir esa vergüenza, vergüenza de descubrirse racista. Por otra parte, satisfacción por el blanqueo y la distancia social conquistada con respecto a esos
orígenes; aunque, paradójicamente, la vinculación arcaica con el nativo dé
origen a un soterrado sentimiento de aristocracia indiana basado en la ocupación anterior. La amnesia es el síntoma de esta traición compleja, avergonzada y satisfecha de sí misma. Esta manera antagonista de estar en su propia
habla —sintiéndose sucesivamente orgulloso, avergonzado y traidor con respecto a quien se es— pone al sujeto en el filo de dos culturas impidiéndole
comulgar plenamente con una de ellas. Esta enunciación antagonista, típica
de la interlocución mestiza, Bhabha la llamó la “afueridad del adentro.”12 La
fórmula expresa una apropiación resistida, resentida del otro, la que se produce
de modo sutil y recíproco cuando interlocutores portadores de apellidos ilustres
conversan con los de apellidos corrientes. Estos últimos, los “parvenu” de
apellido olvidable, incluso estando dentro de la esfera de intereses, de hábitos
y de cultura de la gente ilustre, no reciben la acolada que les reconozca su
igualdad existencial e histórica con estos. Están entre ilustres, pero no con
ellos. La fraternidad del intelecto o de la cultura entre los interlocutores, en
el interior de una misma situación histórica, no impide que el interlocutor
desarbolado quede al mismo tiempo fuera de la situación enunciativa, fuera
11
12
“Las absurdas pretensiones ‘racistas’ de algunas naciones sudamericanas, productos ellas mismas de
múltiples cruzamientos y mestizajes, son una tara de tipo colonial.” “Se empeñan en blanquearnos a
toda costa, en borrar las escrituras que nos dieron nacimiento… ¡Terminemos con tanta cursilería!”
[1969]. Pablo Neruda, “Nosotros, los indios” y “Araucanía” (Obras Completas V. 231-2, 576).
“Aila como mujer mestiza define el límite que está a la vez adentro y afuera, la externidad del
interior”—escribe Homi Bhabha en El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial, 2002, 31. César
Aira, el traductor del libro de Bhabha, traduce “insider’s outsideness” por “externidad del interior.”
Traducción conceptualmente impecable, pero que no traduce la fuerza insidiosa del repudio ni la
sutileza de la “satisfacción secreta” con que cualquier “siútico,” “cursi,” “meteco,” “arribista” o
meritócrata chileno siente la inclusión resistida de que es objeto y sujeto. Creo que esta sensación de
estar adentro (¡lo conseguí!), aunque al mismo tiempo se le haga sentir al “parvenu” el afuera de su
adentro (¡no te creas que lo conseguiste!), queda mejor expresada por la familiaridad ponzoñosa de
la “afueridad del adentro:” “Dentro, sí, pero aún afuera.” Expresión que incluye la situación morganática
inversa: cuando los apellidos ilustres deben codearse, a contrapelo, con los apellidos corrientes,
adoptan el vandalismo. En estos casos, nuestras elites dejan de lado su finura aristocrática y adoptan
una conducta muy próxima a su secreta filiación repudiada: ¡la del malón! (Stabili 239-40). La
historiadora italiana manifiesta sorpresa ante esta conducta impropia de las elites (ibid.); no percibe
su vínculo con el “retorno del indio,” que ha sido reprimido y silenciado en ellas mismas.
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del lugar central cubierto por la sombra del árbol genealógico.13 Aunque
disfrute vicariamente del “punto de satisfacción secreto” de haber cruzado el
umbral, de haberse aproximado al lugar central de quienes representan la
identidad histórica de la tradición, el “parvenu” del apellido olvidadizo sabe
de la ilegitimidad de su pertenencia en el seno del reconocimiento de que es
objeto. No sólo lo sabe, se le hace sentir. Lo siente como sensación vergonzante
de estar al desamparo de cualquier árbol protector. Está “al filo de dos culturas”: mientras una lo aproxima y lo mima; la otra lo aleja, lo extraña, con
un papirotazo interior insidioso e indescifrable, repudio que no se deja nombrar. De aquí la incomodidad resentida.
La conciencia doblemente escindida del mestizaje (a la vez dentro/ y
fuera de dos culturas) y su enunciación disyuntiva (culposamente satisfecha),
que vuelve en los olvidos sistémicos de los apellidos corrientes (“me lo
presentaron, pero lo olvidé”; mientras que los prestigiosos “se pegan”), determinan un modo de estar ambiguo en la cultura. Esta ambigüedad interiormente escindida se asemeja a la actitud que manifestamos ante las supersticiones: creemos y no creemos en ellas, de modo pleno y parcial a la vez
(“¿crees en brujos Garay?, no; pero que los hay, los hay”). Estar en dos culturas
de modo supersticioso es igual a recelarlas, a tratarlas a ambas como creencias
resistidas. Bhabha considera esta actitud como propia de la enunciación colonial, y la acuña bajo la fórmula de siendo dos, no alcanza ni para uno (125).
Este dictum le viene como anillo al dedo a los “inútiles” fracasados (no a los
exitosos, más escasos), uno de los cinco personajes típicos de la ecología social
chilena, como los clasifica Edwards (cf. infra “Bestiario chilensis”).
Todos estos factores enunciativos (la afueridad del adentro, el ser dos
pero menos de uno, la apropiación resistente y culposa del otro) saturan de
desconfianza la comunicación entre los interlocutores chilenos. Hacen resbalosa y huidiza la pantalla de fondo sobre la cual los interlocutores construyen
su reconocimiento recíproco. El resultado será un conocimiento precario del
otro, así como de sí mismo en la imagen que el otro les ofrece de vuelta. La
inestabilidad enunciativa hace muy difícil el surgimiento de una palabra plena:
una palabra que nos comprometa con lo que decimos y con aquellos ante
13
Sombra rubricada por el dicho “Quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija.” En su
interpretación del poema “Árbol muerto,” de Gabriela Mistral, P. Marchant sugiere la filiación cultural y psicoanalítica de la imagen del árbol con la madre, con el inconsciente y con Cristo. De
acuerdo a su análisis, alejarse del árbol es abandonar el reino de las madres y un modo sagrado de
habitar el mundo. Si tomáramos en serio su reflexión jeroglífica, podría afirmarse que la “satisfacción” e “incomodidad resentida” que suscitan los apellidos arbóreos no son más que pálidas reacciones censuradas, “blanqueadas,” de sentimientos mucho más hondos y trascendentes. O sea: ¡quien no
tiene árbol no tiene origen, ni menos identidad! (Marchant 157).
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quienes lo decimos, por la cual hagamos converger la imagen que cada uno
tiene de sí y del otro con la realidad en que interactuamos. Esta dificultad
define la comunicación de los personajes “inútiles” y “sombras” (cf. infra).
En sus espacios preñados de sospechas no hay lugar para la transparencia de
las relaciones. Estos personajes nunca “están en casa.” Hay que construir otro
espacio. A ello nos invita Edwards con sus narraciones y ensayos.
POÉTICA NARRATIVA
En distintos lugares de su obra,14 Edwards entrega escorzos de lo que
podría ser una poética sucinta de su modo de proceder narrativo. Exploremos
esta poética para ver qué perspectivas nos abre hacia la comprensión de su
narrativa y ensayos; los que han dialogado con nuestra realidad cultural por
más de medio siglo.
(A) “Comienzo desde la literatura”—escribe Edwards en su preámbulo— porque solo la imaginación literaria puede “ampliar la memoria privada
a la memoria colectiva e histórica, conservando de todas formas la memoria
privada, en la historia paralela del narrador contemporáneo.” (“Un hombre fiel
a sí mismo,” El Sábado 20)
Vamos por parte. La imaginación literaria amplía la memoria privada
cuando ilumina en ella los espacios oscuros de memoria colectiva que la
habitan. Cuando descubre en los subsuelos de la memoria privada los callejones de la “vieja ciudad de traiciones” (Machado de Assis) de la memoria
colectiva. Esta memoria de subsuelo ocupa las páginas del “no libro” que
muchos escritores chilenos comenzaron a escribir (Hernán Díaz Arrieta, Luis
Oyarzún o José Donoso) pero que, cediendo a la censura del orden de sus
familias respectivas, dejaron como “libro colectivo mutilado.” Se vieron
obligados a “recoger cañuela.”15 “No libro” porque su escritura hacía un
cortocircuito entre dos registros que la sociabilidad chilena ha mantenido
rigurosamente apartes: el privado del público, lo que se confiesa en la familiaridad del hogar o de la calle pero que se repudia en el estrado o en el púlpito.
Este es el primer rol del narrador literario en la historia que nos cuenta:
desplegar los intríngulis públicos que alimentan su memoria privada y asu-
14
15
En preámbulos (a su cuento “La sombra de Huelquiñur,” en Fantasmas de carne y hueso 9), discursos
de agradecimiento y respuestas a entrevistas periodísticas diversas.
Son las páginas que tratan “cuestiones escabrosas” ante las cuales “la familia en pleno, la familia en
armas, en pie de guerra, erigida en tribunal del crimen,” interviene y castra la literatura. “Cómo me
gustaría leer la antología de nuestras páginas censuradas: ese cementerio, ese limbo, o, si se quiere,
ese gozoso y escandaloso infierno”—exclama Edwards (El inútil de la familia 309).
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mirlos como suyos, transparentar objetivamente los saberes tácitos (de la
memoria colectiva) que estructuran las prácticas subjetivas de su memoria
privada. Sin embargo, Edwards especifica un segundo rol: “conservar la memoria
privada, en la historia paralela del narrador contemporáneo.” Esta conservación de lo privado “en la historia paralela” equivale a defender el valor
particular de lo subjetivo en el seno mismo de lo objetivo. Si el primer rol
revelaba las estructuras objetivas que habitan lo subjetivo, este segundo rol
recupera el dramatismo subjetivo con que lo objetivo arraiga y se disemina
en el territorio mental conquistado. Este rol nos muestra los gestos de la idea,
reivindica el valor del tiempo y del espacio como instante cualitativo, como
punzón de deseo o de emoción que se marca a fuego en la memoria (infra
n. 25). Así ocurre con un gesto de contacto intensamente chileno: el “elogio
ponzoñoso,” síntoma de nuestra proveniencia colonial. Se reconoce el mérito
ajeno, pero debidamente neutralizado, con una pesadez que el chileno prodiga
“para quedar en paz con su conciencia inquisidora,” “no vaya a ser que se lo
crea” (El whisky de los poetas 9).16
En el plano narrativo, estas dos fases de la memoria encarnan en la
elección sistémica del estilo indirecto libre, el flaubertiano. A través de este
estilo el narrador Edwards “hace hablar en su propio discurso, sin comprometerlo del todo ni absorberlo del todo, ese idioma a la vez repugnante y
fascinante que es el lenguaje del otro” (Genette 229). El “lenguaje del otro”
es ese espacio imaginario en el cual nos descubrimos protagonistas y cómplices
en los mismos deseos e imágenes colectivas. Es el sociolecto degradado que
descubre a los miembros de una comunidad como otros tantos eslabones de
una imagen que, al extenderse en el tiempo, funda un espacio simbólico de
pertenencia. El lenguaje del otro está en la base de la identidad como discurso
anquilosado. Discurso a la vez seductor y repulsivo: nos atrae por la proximidad con que nos vincula con el mundo, por la facilidad con que nos reconoce
y nos reconocemos en él; aunque también dé náuseas cuando insista en las
mismas ideas manidas y prejuiciosas. Este lenguaje corresponde a la “cháchara:” “Hablar no cuesta nada si se lo hace al favor de la corriente, al dictado
de la corriente. Hablar no cuesta nada si no se dice nada al repetir lo que otros
dicen por decir.”17
Por medio del discurso indirecto libre, el narrador se introduce en la
gelatina de componendas, turbia y elástica, de sentimientos encontrados por
los que tanto comparte el lenguaje del otro como discrepa de él. Esta coexistencia de discursos, el turbio que habla inmediatamente en él como el dubi-
16
17
Este “elogio ponzoñoso” trasunta la “afueridad del adentro.”
Definición acuñada por Enrique Lihn, en El arte de la palabra (347).
13 ■
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tativo que lo transparenta de modo mediato, define el núcleo de la “historia
paralela.” Asumir la historia paralela es igual a deconstruir, a ensayar otras
relaciones entre lo verdadero y lo falso, a hacerse consciente de lo que nos
impedía darnos cuenta de lo que ya sabíamos. Navegar en la historia paralela
es tanto consumir el repertorio de ideas recibidas socialmente vigentes (el
“estupidario” flaubertiano) como hacerlas hablar, transparentarlas, en sus
“significantes desprendidos de los hábitos culturales y contraculturales de
significación” (Lihn 345). El estupidario —nos muestra Edwards— es fuente
de creencias por la que percibimos lo que nos rodea y a nosotros mismos, así
como objeto de análisis —por parte del narrador— de las actitudes que nuestra
conciencia asume con respecto a ambos. El ejercicio narrativo de la historia
paralela recuerda la descripción que Gracián hace de Argos, el perro del
infierno: “con ojos en el ojo para ver como mira.” Agreguemos que el narrador
de Edwards explora el estupidario personal y colectivo con ironía indulgente,
y no implacable, como sí ocurre —creo— en su narrativa inicial.18 Este enfoque
narrativo estimula una confusión irónica entre el discurso del personaje y el
del narrador, y entre el discurso interior y el efectivamente pronunciado. Esta
flotación de la voz narrativa (¿quién habla, realmente?) incita al lector tanto
a explorar los “espacios oscuros de la memoria” como estimula su actitud
crítica con respecto a los tupidos velos con que la memoria privada se defiende
de la mirada oblicua del narrador, quien devela en ella la memoria colectiva.
Así entiendo su afirmación “la imaginación no es más que la fermentación de
la memoria colectiva en la memoria individual” (“He sido un novelista de la
memoria.” Artes y Letras, 7/ 5/ 2000). “Fermentar” es aquí sinónimo de resucitar,
en el presente de la narración, la atmósfera y la multiplicidad de voces que
constituyen “los subsuelos anteriores de nuestra historia” (cf. Schopf).
(B) “Tengo toda mi memoria en el país e incluso he dicho que soy un
escritor de la memoria.” (“He sido un novelista de la memoria.” Artes y Letras,
7/ 5/ 2000) “Tener la memoria en el país” no es lo mismo que “tener el país
en la memoria,” lo cual sería más inmediatamente coloquial. Con su afirmación, Edwards afirma que el yo no es continente del país, sino este del primero.
“Tener la memoria en el país” evoca al país como un territorio hecho de
rincones diversos que invitan a la exploración de su “loca geografía.” Esta loca
geografía gatilla recuerdos colectivos que despiertan al individuo del olvido
mayor en que tenía a sus recuerdos privados. Memoria privada tan diversa
como la “loca historia” de Chile, país que, en un lapso de diez años (19641973), ensaya con fervor tres fórmulas políticas divergentes: la “revolución
18
Me refiero a los ocho relatos de El patio (1952), a los otros ocho que componen Gente de la ciudad
y a su novela El peso de la noche (1965). Los ocho relatos de Las máscaras inician la transición hacia
una narrativa que enfatiza la historia paralela.
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en libertad,” el “socialismo de empanada y vino tinto” y la “revolución neoliberal.” El país surge del recorrido que hace la memoria a través de su historia
e intrahistoria de sus usos, costumbres y creencias profundas. El país no está
inmediatamente dado en la memoria; el país es efecto del itinerario por el que
la memoria lo configura al recruzarlo a diestro y siniestro, por sus espacios
oscuros y liminales. La memoria de Chile surge preñada de los placeres y
tristezas, felicidades y angustias que nos depara la memoria privada a través
de la historia paralela del narrador. La memoria de Chile resulta de todas las
historias, enrevesamientos y tortuosidades de los cuerpos doloridos y gozosos
de los personajes que la experimentan.
El memorialismo, en Edwards, lo entiendo como rastreo y desarrollo
de estas catástrofes colectivas silenciadas en la memoria individual. El memorialismo reencuentra los procesos y efectos de estas catástrofes en la memoria
de los cuerpos individuales. Las marcas, los rastros de las catástrofes se
inscriben vindicativamente como fantasmas castigadores o como criptas
mortíferas en el cuerpo social del individuo. La memoria narrativa de Edwards
rememora los objetos, sucesos y personajes a la manera del aura —tal como
la entiende Benjamin: aparición única de los objetos a través de la experiencia
sedimentada por su trato histórico; puesto que “en los objetos queda algo de
las miradas que los rozaron.” Dos ejemplos: la crueldad colegial ejercida sobre
un niño (José Casas, en el relato “La desgracia”—El patio 1952) por sus
condiscípulos de escuela engendrará al uxoricida José Casas, el personaje
imbunche19 de “Adiós Luisa” (Las máscaras, 1967). O cuando Edwards rastrea el libertinaje sufriente y gozoso de Toesca a la ceremonia imbunche del
Sibillone,20 que él sufriera cuando niño en Italia y quedara “marcada a fuego
en su memoria.” Por esta razón —creo— Adriana Valdés caracterizó su
escritura como “lenguaje del cuerpo hecho de interrupción, lapsus y catástrofe”
(cf. Valdés).
(C) Dos procedimientos narrativos intervienen la historia paralela del
narrador cuando hila la memoria colectiva en la privada, ampliando la con-
19
20
Voz mapuche: “ser maléfico, deforme y contrahecho al que se le descoyuntan los huesos de los
hombros, caderas y rodillas” (Diccionario de la lengua española, RAE). Por extensión: “cualquier
cosa enredada, inextricable, pleito enredado.” “José Donoso ha resignificado la imagen del Imbunche
y lo ha propuesto como un modo de comprender ciertas características nacionales del encierro, lo
contrahecho, lo monstruoso y la manipulación del poder.” (Mitos de Chile. Diccionario de seres,
magias y encantos de Sonia Montecino.
“La ceremonia del Sibillone no es demasiado diferente, guardando las distancias, de la del imbunchismo
araucano. El imbunche es el niño más dotado de la tribu, convertido en monstruo a fin de que adquiera
poderes de adivinación. Al Sibillone lo transformaban en monstruo durante el espacio de una tarde,
pero el episodio quedaba en su memoria marcado a fuego” (El sueño de la historia 131).
15 ■
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ciencia de sus personajes. Estos son la capacidad retroactiva y abjuradora de
la memoria junto con su carácter actual.
La memoria es retroactiva cuando un acontecimiento súbito, que ocurre
en el presente, cambia toda nuestra valoración del pasado. Este evento produce
horror porque repentinamente nos torna autoconscientes de haber vivido nuestra
vida pasada en un desajuste histórico mayor: vivíamos el hoy día con criterios
de un ayer que no le correspondían. Evaluábamos las experiencias de nuestro
aquí y ahora con criterios correspondientes a otras latitudes, viviendo acá
procedíamos como si hubiéramos estado en otra parte. Desconocíamos nuestra
historia más inmediata en nombre de referentes privilegiados ajenos. En suma,
la retroacción nos descubrió como unos extraños para con nosotros mismos.
En el relato “Cumpleaños feliz,”21 al celebrar sus sesenta años con la compra
de un par de zapatos, el narrador atenúa la perspectiva condenatoria con que
evaluaba a su padre —y a través de él a todo el orden señorial chileno.
Comprando unos zapatos idénticos a los que su padre solía usar medio siglo
antes, el narrador declara enfáticamente su “derecho a recuperar determinadas
aficiones estéticas e indumentarias de su familia sin necesidad de adoptar la
ideología” (99). Los maniqueísmos ideológicos no deben perdurar, y menos
proyectarse sobre la genealogía o imperar sobre nuestra voluntad estética
actual. El aura de los zapatos madrileños no es la misma que la de los zapatos
paternales, aunque fuesen los mismos que los que su padre usaba en la lejana
adolescencia del narrador en el Santiago del medio siglo. La “calle almirante
Barroso” (con “las hojas de los plátanos asomadas a los balcones,” con sus
“penumbras y partículas suspendidas en el aire de ese caserón desaparecido”—
ídem 103) no debe seguir siendo un paradigma evaluador actual. Sus asociaciones maniqueas pasadas (u orden tradicional de las familias o ideología
progresista) pueden substituirse por un criterio tolerante en el presente (zapatos
paternos e ideología progresista). Cuando el narrador Edwards advierte, de
modo fulgurante, que las acciones anteriores pueden cambiarse es tiempo de
abjurar.
21
Cuarto relato de Fantasmas de carne y hueso (1992). Cito un fragmento significativo de retroactividad:
“y pensé en el tiempo, en las décadas que había necesitado para superar la aversión a esos zapatos,
cuyo brillo de color burdeo oscuro, cuyos agujeros dispuestos en formas circulares, cuya punta gruesa
y redondeada no me cansaba ahora de contemplar con deleite. Pensé en esa cantidad de tiempo con
horror, puesto que el veto no solo se había extendido a un estilo de calzado, sino que había abarcado,
sin duda, toda una porción del universo, ¿una porción que usted había optado por ignorar? Me habían
colocado frente a un gran espacio, un territorio variado lleno de sorpresas, de promesas, de rincones
delicados, y yo me había inventado unos límites, me había encerrado en una cárcel imaginaria. Me
solté el cinturón de seguridad y me puse a dar grandes zancadas por el pasillo, no sé si hablando
solo… Había un caballero mayor, unas facciones conocidas, me imaginé que un amigo de mi padre
de la hípica, que me miraba de reojo, con una mezcla abrumadoramente chilena de hipocresía y de
sorna.” (108-109)
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Abjurar es igual a decirle “no más” al pasado como un destino que se
repite contra quien habla. Quien narra abjura cuando vislumbra que, hoy día,
él ya no ve los eventos del pasado como los veía ayer. Este hecho otorga el
derecho a recusar las propias posiciones anteriores frente a lo vivido. Se las
recusa en nombre de un Yo que ya no reconoce actitudes inalterables. Alguien,
un otro o ideologías cualesquiera pueden ampararse del Yo y hablar por él.
Estas personas non grata deben ser examinadas. Quien abjura reivindica el
derecho a una identidad libre, libre de esta o de aquella membresía cultural
polarizadora, libre de identificaciones obligadas. La abjuración de Edwards
compatibiliza el Yo con los otros, un grupo con los otros grupos o —como él
lo escribe— un “aire de humanidad, sonrisa amable y compenetración con un
sentimiento de compasión” (“La respuesta a Gabriela Mistral,” Artes y Letras,
21/5/2000). La abjuración es una tarea de tiempo presente, evidencia la actualidad de la memoria, el segundo procedimiento transversal del narrador.
Edwards nos descubre que el pasado es actual, ya que la materia de la
memoria no es tanto el pasado mismo como “nuestra versión actual de esa
zona inaccesible del tiempo. Instalación hecha de palabras.”22 La memoria
reinventa el pasado para hacerlo tolerable; la palabra poética opera con sedimentos de experiencias que no controla. Sin embargo, estos sedimentos son
convocados dinámicamente por y desde el presente. En Chile, la memoria
colectiva se actualiza a través de dos itinerarios históricamente preferenciales
y correlacionados: el evento político asumido de modo religioso y viceversa.
Los asuntos políticos y públicos se viven de modo confesional, con la
pasión finalista y sectaria que embargan los asuntos de la salvación personal.
Correspondientemente, los asuntos religiosos y cotidianos se viven bajo el
signo de la coerción militante, concediéndole así amplio margen a la apariencia
y a la mentira. En El sueño de la historia, Edwards detecta esta conducta de
la sociabilidad chilena en dos sucesos históricos que el narrador conecta
significativamente: la resistencia al régimen de Pinochet, mediante la protesta
del golpeteo de las cacerolas en la noche del 11 de mayo de 1983, y el vuelo
milagroso de la estampita de Nuestra Señora del Carmen, ocurrido el afortunado día 13 de octubre de 1786. Ambos sucesos se unen en la memoria del
Narrador por su
carácter aéreo, colectivo, frágil… y al hecho, quizás,
de que la estampita de Nuestra Señora del Carmen
de la Cañadilla, como el sonido de las cacerolas
22
Enrique Lihn citado por Carlos Ossa, “El jardín de las máscaras” en Nelly Richard (edit.) Políticas
y estéticas de la memoria (75).
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contestatarias, recogía en su movimiento, en su
oscilación peregrina, y resumía, todo un conjunto de
ilusiones, una esperanza, una pasión profunda, aunque quizás imprecisa, un indefinido deseo. ¡Cosas
del pasado, pero también del día, de la hora, del
presente y hasta del futuro! ¡Paradojas del tiempo! (269)
El caceroleo político-contestatario (“ubicuo, multiforme, coral, débil y
a la vez incisivo, firme dentro de su debilidad” por “el vasto espacio aéreo,
más allá de las masas arbóreas del cerro”—267) es vivido con la esperanza,
el deseo y el fervor propios de la convicción de asistir a una experiencia
religiosa sobrenatural. Por otra parte, el vuelo milagroso de la estampita de
Nuestra Señora del Carmen23 es cooptado por el obispo; quien “concedió
cuarenta días de indulgencia a las personas que rezaran el Credo delante de
la ‘venerada imagen’” (280). Igualmente, por “más de algún funcionario, sobre
todo dentro del estrato inferior de los contratados criollos, casta que tenía una
necesidad mayor de creer en milagros, ansiedades mayores” (281).
En su vuelo desde el centro político y religioso del reino hacia sus
barriadas, la estampa de la virgen reitera la unidad del reino al demostrar que
sus bordes forman parte del mismo radio que engloba a ricos y pobres, a
poderosos y débiles, moros y cristianos, bajo una misma fe abarcadora de sus
contradicciones y polarizaciones. Dos siglos más tarde, ante una coyuntura
adversa, Cristina y sus amigos participan de la misma fe mágica en su caceroleo contestatario. Este episodio demuestra que si la “oposición militante
había vuelto a las calles de Chile” —como escriben los historiadores Collier
y Sater (321)— es porque el imaginario chileno nunca ha cesado de creer en
la efectividad de los principios mágicos: de que lo semejante produce lo
semejante y de que las cosas que una vez estuvieron en contacto continúan
interactuando a distancia. Si los personajes no ven esta actualidad del pasado,
nosotros, en cambio, la vemos a través de su ceguera. A través de la historia
paralela, advertimos lo obvio: los personajes de sus narraciones y crónicas
están inmersos en cuentos de hadas de distinta especie. “Cristina y sus amigos,
desde luego, no habrían creído ni una sola palabra [sobre la estampita milagrosa], a pesar de que eran tan proclives a creer en cuentos de hadas de otra
especie.” Petronila, la marginal: “la empleada de Cristina que se quedó encerrada en su dormitorio y no tocó las cacerolas… habría creído, sin la menor
23
“[A]rrebatada por un golpe de viento de la mano del mercachifle que la vendía en la Plaza del Rey,”
revolotea doce cuadras hacia el norte hasta posarse “en un paraje medio abandonado de la Cañadilla
de la Chimba” (El sueño de la historia 278).
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LA ESCRITURA DE J ORGE E DWARDS : H ACIA UNA MŒMESISSOLIDARIA
duda, en la estampita milagrosa.” Irónicamente, Cristina y sus amigos así como
Petronila actualizan el pasado desde un presente regido por una credibilidad
colonial.
La memoria, actualizada por el indirecto flaubertiano, nos retrotrae a
la pedacería de la vida cotidiana. Edwards el narrador está al acecho y a la
escucha de sus armónicos y disrupciones; se esfuerza en evocar los sucesos
humanos en su coyuntura laberíntica y panorámica. Como en el sueño, sus
personajes no ven, de vuelta, la conciencia que los describió así como el lector
no termina de comprender el sentido de ciertas acciones. La montaña no es
la misma de subida que de bajada. ¿Qué atisba Laurita, la huérfana, en las
correrías de los ratones por el piso de su casa (en “Noticias de Europa” —el
séptimo cuento de Las máscaras)? ¿Por qué los espía? ¿Qué alegorizan sus
carreras roedoras? ¿Acaso el avance invisible de la enfermedad que carcome
a su padre? ¿El deterioro de los hábitos anquilosados del orden de las familias?
Por cierto, la conservación de “la memoria privada en la historia paralela del
narrador” surge aquí, críticamente, en la visión laberíntica, inconclusa aunque
incluyente de los ojos espiones de Laurita, la “guacha,” abusada y repudiada
por su madrastra Isabel. Cuando procuramos comprender el mundo adulto
desde Laurita, este se revela, panorámicamente, en toda la alienación de sus
visiones polarizadas, excluyentes y sectarias. Desde el subsuelo de sus laberintos híbridos, la visión de la huacha muestra la vida cotidiana de los adultos
en toda su pedacería de historias inconclusas y absurdas. Veamos qué personajes ocupan su escena narrativa.
BESTIARIO CHILENO
En el preámbulo a su cuento “La sombra de Huelquiñur,” Edwards
identifica cinco personajes típicos de la ecología social chilena:
(1) La “abuela bigotuda.”24 Son las señoras poderosas, encarnan el orden
social establecido y rigen los acontecimientos y destinos de la narración. Son
24
Y no “la vieja barbuda,” como Edwards caracteriza a la Celestina, el personaje arrollador de La
comedia de Calixto y Melibea, de Fernando de Rojas. El parentesco con la “abuela bigotuda” chilena
es evidente. Veamos los atributos de la Celestina “barbuda” para ver cuáles de ellos heredó su
descendiente “bigotuda” chilena. A saber: la cuchillada de sombras y luces (en Chile, diríamos
“sablazo”), la voluntad férrea y la sensualidad, la ironía más que la malignidad, la socarronería incluso
amable más que la perversidad, la codicia unida a la simpatía curiosa hecha de pasión y de humor.
De inmediato, reconozco la socarronería y la voluntad férrea como gestos prevalecientes del femenino
bigotudo chileno. La malignidad, la perversidad y la sensualidad serán atributos de los personajessombra, como veremos. (“La Celestina: un Fausto con faldas,” El whisky de los poetas 180).
19 ■
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“los personajes acusadores, anatemizadores, …de bíblica burguesa, que usan
la Biblia para sus fines mezquinos” (Fantasmas… 24). ¿Por qué los bigotes?
Jaime Concha da una pista al observar la galería de retratos de los presidentes
del período parlamentario: “Miran desde arriba de sus mostachos. Ahí están
su grandeza, su poder; allí reside su magnanimidad. Esos mostachos de nuestra
más excelsa oligarquía constituyen su cerebro, su alma, su dignidad.”25 El
bigote femenino es antonomásico de autoridad y respeto, desde su altura estas
señoronas nos anatemizan poniéndonos contra la pared. De inmediato, reconocemos la figura de la abuela Cristina, cuya agonía y muerte enmarcan El
peso de la noche; así como a su nuera Inés, cuando esta ocupa su lugar en
la mesa matriarcal. Otras abuelas bigotudas, aunque sin bigotes y nietos
visibles, serán misiá Eduvigis y la Rubia en Los convidados de piedra. La
segunda, realzando su tipo, afirma:
¡A ella [habla la Rubia] que no le vinieran con cuentos
de reforma agraria! A los funcionarios del gobierno,
vociferaba la Rubia, echando chispas por los hermosos ojos, cerrando los puños, en una actitud que no
permitía abrigar la menor duda sobre la seriedad de
sus advertencias, los recibiremos a balazos. ¡A balazo limpio! ¡Que me manden un cuerpo de ejército,
si son capaces! (228-9)
(2) Los “inútiles de la familia,” “las desviaciones, las ramas torcidas
…prontas a dejarse envolver por las lianas y tentáculos del demonio” (El peso
de la noche 71-2). Estos inútiles, en su gran mayoría, caen bajo la maldición
familiar haciendo de sus vidas un rotundo fracaso. Son los “ratés,” los “inteligentes tontos:” los dilapidadores de su tiempo y del patrimonio ético y
monetario familiar. No cumplen los deberes e ideales hereditarios. “Son personas
de las que no se habla, que pasan a quedar relegadas en la antesala de la nada”
(“el inútil de la familia” 8).26 Junto con los personajes-sombra —que ya
veremos— cumplen los oficios inútiles, repetitivos y nunca gratificadores de
servicios en la administración pública o en la empresa privada familiar. En
estas canonjías menguadas estos inútiles de alcurnia, junto con los infelices
25
26
Concha agrega: “Por eso quizás el dicho, tan chileno, de ‘arreglarse los bigotes’” (Concha 26).
Prólogo de Jorge Edwards a la selección de artículos escritos por su tío Joaquín Edwards Bello,
editados bajo el título de Antología de familia. Por supuesto que la obra de Edwards Bello, el
“escritor-tábano de la sociedad chilena” (según Gabriela Mistral), nos muestra que en la sociedad
chilena pueden darse “inútiles” que revierten la censura familiar, que arriban a deconstruir en su
propia experiencia vital los fundamentos del orden familiar, sostén de sus prejuicios.
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de todo pelaje, cumplen el oficio despreciable del “chingaquedito” o “chingoncito:” “silencioso, disimulado, urdiendo tramas en la sombra, avanzando
cauto para dar el mazazo.”27 Condenado a repetir un movimiento inútil, que
recalca su condición de ser destinado a no acabar nada, el inútil reproduce el
castigo de Sísifo: ¡nada más atroz que el trabajo inútil, inutiliza la vida!: “Un
día como cualquier otro, un día entre los días, inútil a la vez que irremplazable.” (“A la deriva,” Gente de la ciudad 69). Estos inútiles inspiran recelo
y desconfianza: Miguel, el adolescente, con su primera borrachera en el seno
de la fiesta familiar, inaugura este tipo de personajes en las narraciones de
Edwards.28 Le siguen Francisco, el pariente y funcionario frustrado en “El
funcionario” (Gente de la ciudad), o Federico, el escritor fracasado de “El
último día” del mismo libro; Joaquín, el dipsómano de El peso de la noche
así como, quizás, en el futuro de la misma novela, su sobrino Francisco; o
Humberto, el endeudado hacendado moribundo de “Noticias de Europa” (Las
máscaras) o Silverio Molina, el crítico de su propia clase social y luego
comunista desilusionado o el Pachurro del Medio, empantanado en su perversión conyugal, ambos de Los convidados de piedra.
Hagan lo que hagan, algo distingue de inmediato a estos inútiles de todos
los demás personajes: su impunidad. El árbol genealógico, sus abuelas (madres, hermanas bigotudas o tíos hipócritas) velan sobre ellos, preservándolos
del paso final que los haría caer de las ramas del árbol genealógico familiar.
Sin embargo, esta protección tiene un precio: la hipoteca de la propia imaginación, el castigo del deseo íntimo bajo la disciplina social impuesta por el
“orden de las familias,” incluso su renuncia. Bajo el peso de la impunidad
familiar que los protege y que les impone su orden, estos inútiles terminan
por ignorarlo, confundirnos con respecto a lo que ellos son. A fuerza de
reprimir sus deseos, habitarán el limbo trágico de los seres “a contrapelo.”
Harán lo que el orden les estipula, pero a contrapelo de ese orden, interiormente
frenados por el imperio oscuro de un deseo renunciado. Rebeldes sin convicción pero con causas que no conocen bien, no podrán cumplir a cabalidad lo
que el orden les exige. U otras veces, cuando cristalicen su rebeldía, seguirán
sus propios deseos pero “a media máquina,” acobardados por el orden de las
familias que les impondrá un recato “derivado,” forma supina de negarse la
satisfacción de la ejecución y el reconocimiento de su protagonismo.
27
28
En realidad, al “chingoncito” chileno ni siquiera le da para el mazazo; a lo más para el insulto
disimulado o la agresión solapada bajo la sombra ubicua del hacendado o “jefazo,” ya que no del
caudillo o gran Chingón, casi ausente de nuestra tradición (Paz 213-14).
En “Una nueva experiencia,” el segundo cuento de El patio, 1952.
21 ■
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Su marca mayor será una sorda rabia autodestructiva. Se restarán a sí
mismos, anularán las expectativas de acción allí donde existan las posibilidades de cambio. Los logros de sus deseos más genuinos se desvanecen alrededor
de ellos. ¿Qué es lo que realmente quiere Joaquín, el deuteragonista de El peso
de la noche? ¿Una vida de pareja con María Inés? Cuando se lo propone, lo
hace con tal desencanto que María Inés ni siquiera le responde. ¿Convertirse
en un buen funcionario de la administración pública? Ni por pienso, como
tampoco en una “rama derecha y no torcida” del árbol familiar. En realidad,
Joaquín, al igual que la mayoría de los inútiles de Edwards, son personajes
que “no se creen su propio cuento.” Esto los torna tragicómicos, esperpénticos
porque no arriban nunca a asumir, ni menos a expresar, la magnitud de su
tragedia interior. Como Casandra, la pitonisa troyana, quien predecía los
desastres ya cumplidos y cuyas visiones todos desdeñaban, los inútiles se
desesperan protagonizando catástrofes que no pueden evitar. Incapaces de
sustraerse al mal aunque lo prevean, encarnan la neurosis compulsiva definida
por Freud: ven el error, fantasean sobre las maneras de evitarlo y, finalmente,
incurren vergonzosa y quejosamente en él. Sus comportamientos tienen un
trasfondo de espanto, un humor de patíbulo. Cuando actúan dentro del orden
familiar, lo hacen sin convicción, interiormente derrotados por un deseo más
íntimo que los resta anímicamente. Y cuando osan lo que realmente quieren,
se atreven solo a medias, frenados por una rivalidad recatada que no los deja
despegar, como el avión de juguete de Ramiro aplastado por el pie desdeñado
de Irene, la doméstica mapuche que lo inicia sexualmente (“El pie de Irene,”
en Fantasmas de carne y hueso).
Otro común denominador de estos inútiles familiares, a quienes les falta
todo en su abundancia, es su vergüenza irredenta de seres dedicados a no
acabar nada: ninguno cumple con los ideales y severos requisitos que les exige
el orden familiar. Ninguno puede ser un padre que inspire a sus hijos o un
jefe capaz de conducir a sus empleados. Todos están privados de autoridad
(ninguno funda algo o garantiza la existencia de nada) o de capacidad sublimadora (ninguno convierte sus satisfacciones libidinales en beneficio social).
Ninguno conoce la dicha que procura un trabajo bien hecho (de aquí su
parecido con Sísifo). Sus rebeldías y goces están marcados por el autodenigramiento: se complacen socavando en sí mismos dignidades o sentimientos
que, “de rebote,” ofenderán a su auditorio por vergüenza ajena o de clase
compartidas. Así se explica la noche de juerga de Joaquín, mientras su familia
vela el cadáver de su madre al final de El peso de la noche. Actúan por desquite
autodestructivo: “con tal que el otro liquide, no importa morir.” El suicidio
es un desagravio: gratificación de sus vidas perdidas, de las inclinaciones
profundas que tuvieron que sacrificar para continuar disfrutando de las prebendas y daños del árbol familiar.
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De acuerdo a la “hipótesis fantástica” de Freud (el origen de la sociedad
resulta de un asesinato perpetrado en común),29 la muerte del padre terrible
por los hijos reunidos en horda culmina con la conversión del padre muerto
en el símbolo del contrato social y de la redención de la culpa paternal.
Mediante un rito sacrificial, los hijos exorcisan la culpa del parricidio cometido
en común: el padre asesinado es transmutado en el fundamento de la religión,
de la moral, de las leyes, creencias y usos sociales. Tal como lo observo en
el mundo narrativo de Edwards, esta conversión del padre asesinado en soporte
de la síntesis social habría quedado irresuelta entre nosotros. La rivalidad entre
los inútiles no se ha resuelto en un pacto de no agresión, como el de los
hermanos bajo la estructura de la horda paterna. Por ejemplo, la pandilla de
Los convidados de piedra continúa sus rencillas bajo distintas formas. La gran
oposición política que los radicaliza —creo— es aparente. En realidad, es el
síntoma derivado de una rivalidad mimética que no ha convertido su hostilidad
en solidaridad (Girard 138, 268). Estos inútiles no han ritualizado su rivalidad
substituyéndola por la confianza recíproca, fundamento del clan fraterno, de
la hermandad de gentes aunadas en la prosecución de un proyecto civilizador
común. Lo impide un gran nudo emocional: la abuela bigotuda, disolvente de
cualquier confraternidad masculina. En el mundo narrativo de Edwards, hasta
la novela La mujer imaginaria, no hay otra confianza que la que provenga
de la relación subalterna hacia ellas30 (sea servil como la de los “tíos hipócritas” o morbosa como la de los maridos complacientes, etc.). Los personajes
imbunchados —tan frecuentes en su narrativa— son una consecuencia de esta
desconfianza en sí mismo y en los otros creada por las abuelas bigotudas.
Sin embargo, a partir de 1985 en adelante, aparece en la narrativa de
Edwards una variante de los personajes inútiles. Serán los inútiles logrados,
aquellos a quienes les va bien en su transgresión social. La primera de estos
inútiles exitosos es la “señora Inés, o misiá Inés, como la conocía mucha
gente”, la protagonista de La mujer imaginaria. Misiá Inés constituye una
29
30
Según esta “hipótesis fantástica,” situada al alba de la humanidad, el origen de la sociedad humana
se funda en una falta: el crimen del padre cometido en común. En un principio era la horda paterna:
incesto, promiscuidad, rivalidad de los hermanos, patricidio muchas veces intentado y al final logrado.
Después del crimen, adviene el clan fraterno: la fratría garantizada por los lazos de sangre, la conciencia de la culpabilidad y de la responsabilidad compartida, hacen posible el establecimiento de una
comunidad de leyes y de creencias (Freud, Tótem y tabú 587-599; Psicología de las masas 11541165).
Y no con ellas porque ningún personaje puede igualárseles lo suficiente como para establecer una
relación de “concurrencia o compañía” con ellas. Por el contrario, la relación con ellas obedece, más
bien, a la lógica de un “sobre poco más o menos” hacia a donde habría que dirigirse; que es lo
máximo a lo que uno podría aspirar con estos personajes dominantes y omnipresentes. Cf. Real
Academia Española. Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, 3.11.5. e) y k).
23 ■
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desviación feliz del árbol familiar. Se libera de las amarras prejuiciosas de su
clase y logra retomar, medio siglo después, la senda de una vocación traicionada en la infancia. Su logro reside en la conquista dolorosa, progresiva, de
una autoconciencia adulta con respecto a “la inclinación profunda” que “había
reprimido, había cauterizado en el interior de ella misma, con voluntad férrea
y a la vez inconsciente, instintiva” durante “casi toda su vida.” (7) Su autoconciencia resulta del análisis profundo de las circunstancias psíquicas y
sociales por medio de las cuales el orden de su familia reprimió su temprana
vocación artística: la pintura, considerada como propia de “degenerados,
borrachos y maricones.” La novela estudia y desenvuelve con morosidad los
costos sociales y existenciales que una sesentona debe experimentar para
conquistar la “visión sin prejuicios y sin velos” que la llevaron a obtener “una
forma de independencia creativa que no cambiaba por nada” (270-271). Los
60 años parecen ser el límite cronológico para tomar conciencia, a concho,
del medio siglo de servidumbre moral, y resolverla independizándose. Otro
es el narrador de “Cumpleaños feliz.” (cf. Fantasmas de carne y hueso).
El párrafo inicial de La mujer imaginaria identifica las pruebas del héroe
(proppiano) que debe resolver todo “inútil logrado” en su camino hacia la
autoconciencia liberadora. Estas son: (a) descubrimiento de una pérdida vital,
(b) recuerdo vívido de las circunstancias espaciales y temporales en que se
cumplió el sacrificio familiar de la pasión secreta, y (c) superación del “medio
siglo de miedo” que aplasta a los inútiles fracasados, sometiéndolos a “una
vida básicamente mediocre, tristona, donde las alegrías se [darán] en forma
secundaria, sucedánea, como los premios de consuelo” (7-8). Otros inútiles
insignes son los narradores autorreflexivos de sus novelas de 2000 y 2004;
quienes revierten la censura escribiendo de modo crítico e incisivo el “nolibro” que sostiene la ideología elitista.
(3) Los “tíos hipócritas” de brazos y abrazos solapados: “¡Hasta descubrí
que el tío Ildefonso era un tipo universal, muy difundido en nuestra tierra, y
todavía más peligroso de lo que yo sospechaba en ese momento.” (Fantasmas… 28). Estos personajes son tan indignos como los inútiles fracasados. Sin
embargo, estos hipócritas (tíos, abuelos, amigos de la familia, etc.) son personajes encráticos, rondan el poder o sus aledaños; a diferencia de los inútiles
fracasados que son permanentemente acráticos, fuera del poder.
Al lado de la corpulencia de su abuela, su abuelo se
veía todavía más chico, más insignificante… y no
dejó de leer y de fumar mientras su abuela hablaba
con Juan José, como si no quisiera verse envuelto en
esa conversación por ningún motivo… ‘De ahora en
■ 24
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adelante’ —tronaba su abuela— ‘no vas nunca más
al pueblo sin nosotros. ¡Se acabó! …Los ojos de su
abuelo, asomados apenas por encima del libro, parecían decirle: ¿qué quieres que haga, Juanito? ¡No
la conoceré yo! (“La sombra de Huelquiñur,” Fantasmas… 18-19)
A diferencia de la función positiva que cumple el avunculado en las
sociedades “frías” o primitivas, estos hipócritas cumplen una función avuncular negativa en relación a sus sobrinos o nietos en nuestras sociedades
“calientes,” chilenas y modernas. En la ficción: “ ‘Tu tío Ildefonso’, le dijo
su abuela, ‘te vio cruzar por la plaza de Chillán Viejo del brazo de una mujer
de mala vida’” (18), “Es que el tío Ildefonso… le habló. Le dijo que no te
viera por ningún motivo, en ninguna parte, si quería seguir trabajando tranquila. ‘¡Maricón de mierda!’” (21). En la cotidianidad, Jorge Edwards sufrió
esta actitud mezquina de los tíos hacia los sobrinos en carne propia. En una
oportunidad, él mismo, acompañado del escritor Jaime Laso Jarpa (admirador
de la obra de Edwards Bello), visitaron en su hogar a Joaquín Edwards Bello.
El tío escritor se negó a recibirlos (Antología de familia, 20).
Habría que agregar que algunos de estos tíos hipócritas pueden llegar
a ser banqueros exitosos, aunque no menos inescrupulosos cuando les toque
administrar las herencias de sus sobrinos o hermanos inútiles. Es el perenne
tío Ricardo de El peso de la noche y de “El último día” (último relato de Gente
de la ciudad), quien aplicará la interdicción civil a Joaquín, su hermano
dipsómano, embargándole sus bienes y también, quizás, en un futuro próximo,
a su sobrino Francisco, quien, tempranamente, manifiesta síntomas intelectuales inútiles. Otro es el sobrino Federico, en “El último día.”
(4) Los personajes encargados de “hacer la dulzura de los instantes”,
aunque también, a veces, la tenebrosidad de ellos. La dulzura invita a abrir
puertas censuradas y, por un momento, dejar de autocastigarse entregándose
al deseo. Apertura a experiencias placenteras prohibidas por el orden de las
familias. Irene, la prostituta púdica de El peso de la noche, inicia eróticamente
a Francisco, el deuteragonista, cambiándole una tarde de amor por un reloj,
regalo de su abuela Cristina. O, en “El pie de Irene” (en Fantasmas de carne
y hueso), la “nana” mapuche del mismo nombre inicia eróticamente a su
patroncito adolescente dejándose rozar los senos con sus pies. Aunque después, cuando Ramiro la postergue a un avión mecánico, regalo de su madre,
el pie de Irene se desquitará pisoteándoselo. Las “dulces” pueden ponerse
“amargas” cuando son desdeñadas. Un pie patronal que descuida sus goces
eróticos puede ser victimizado por la mala pata criolla.
25 ■
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Estas protagonistas de la vida dulce cumplen el rol avuncular positivo
que no cumplen los tíos hipócritas. Ellas abren los candados del cuerpo, y con
ello de la mente, en los retoños del árbol genealógico. Son las que esbozan
alguna posibilidad de cambio en las vidas rutinarias de los inútiles de la familia.
María Inés, en un principio, entra a la vida de Joaquín como una eventual
peripecia, un cambio en suerte contrario de su destino “raté.” Sin embargo,
el destino de estas “dulces” ancilares será el resentimiento. Serán las humilladas por los humillados del régimen hacendal; receptáculos del resentimiento
de los vástagos del orden de las familias; salvadoras fallidas de los inútiles.
Tenebrosidad, por otra parte, cuando las dulces se compenetren con fuerzas
morbosamente autodestructivas, soterradas en los personajes inútiles o sombríos de Edwards. Una de estas figuras destructivas está formada por la pareja
“femme fatale” (Olga María en Los convidados de piedra, Silvia en El origen
del mundo, o Manuela en El sueño de la historia,) con el hombre obsedido
por ellas (respectivamente el Pachurro del Medio, Patricio Illanes y Toesca,
el arquitecto). Son los momentos en que el lenguaje del cuerpo, con sus lapsus
y catástrofes, irrumpe el lenguaje de la inteligencia.
(5) Finalmente, los “personajes-sombra.” Son sombras por su carácter
crepuscular, por habitar las zonas indecisas donde el orden de las familias linda
con la amenaza del desorden. Estos personajes exploran los antivalores ocultos
y repudiados por las familias. Encarnan los desfiladeros no recorridos, las
callejas oscuras y alternativas temidas por las abuelas bigotudas y los tíos
hipócritas. Serían inductores de pluralismo, si no fuera por el aura cloacal (en
un sentido etimológico31) que los embarga. Son el negativo del orden de las
familias, lo que estas niegan a priori. Son los personajes ominosos, los tentados
por “lo que Dios no manda.” Habitan el desajuste, le abren la puerta al
desasosiego, cuestionan el sentido de las normas dictadas por las abuelas
bigotudas. Anuncian el cambio, el desvío sutil de lo ya establecido, incluyendo
goces inéditos no cartografiados. En El sueño de la historia es Toesca, cuando
en sus inicios encuentra a Manuela, su dulce Némesis. O, en la misma novela,
la relación irónica y compasiva del Narrador hacia los demás personajes,
incluyendo la conyugal con Cristina y la autocrítica consigo mismo. O, en El
origen del mundo, los celos con que Patricio Illanes exorciza los temores y
deseos que le ocasiona su amigo Felipe Díaz: ¿fue o no amante de su esposa
Silvia? Preguntas que lo atormentan en lo que lo complacen. Todos estos
personajes sintomatizan ambigüedades, encrucijadas y dilemas que los desbordan. La narración no arriba a cooptar el enorme peso simbólico de las
problemáticas existenciales y sociales que plantean estos personajes sombríos.
31
“Cloaca: colaga: desfiladero, calleja oscura, camino estrecho” —define el Diccionario etimológico
español e hispánico de Vicente García de Diego (584).
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Sobrecoge el desajuste entre la insignificancia de sus personas y la tragedia
que soportan, encarnan a contrapelo lo indecible, las intenciones solapadas y
las razones ocultas soterradas en el “libro no escrito” de la sociedad chilena.
Habría que añadir que en la narrativa de la primera época de Edwards
(desde El patio, 1952, hasta Los convidados de piedra, 1978 —como lo he
venido observando), estos personajes son mayoritariamente mortíferos. Sin
embargo, a partir de El museo de cera (1981) en adelante, substituirán su
caudal autodestructivo por el humor, la ironía compasiva y a veces el grotesco.
Agreguemos que estos personajes esperpénticos surgen en los momentos de
peripecias emocionales o de cambios sociales, cuando los niveles jerárquicos
se modifican por medio de desplazamientos lentos, semejantes a los “movimientos geológicos que anuncian cataclismos futuros.”32
Estos personajes invertebrados evocan la lógica barroca identificada por
Maravall: se arman a sí mismos “a través de crisis y conflictos, bajo la presión
de fuerzas de contención que dominan pero que no anulan… las fuerzas
liberadoras de la existencia individual” (91). O el otro barroco circunscrito por
Alejo Carpentier: exorcismo del horror vacui, del intersticio por el que pueda
colarse un monstruo, un prodigio inclasificable todavía peor que el mal presente que los subyuga. Estos personajes invertebrados sobreviven en esa zona
de desajuste entre la insignificancia de sus personas y la tragedia que no arriban
a cooptar. Sus descoyuntamientos y contorsiones evocan la práctica criolla del
imbunchismo (ver notas 19 y 20) ¿Síntomas, acaso, del esfuerzo de adaptación
al heterogéneo mundo chileno? ¿Adaptación que han sufrido ayer y hoy día
sus habitantes mestizos, transterrados o exiliados? ¿De aquí su adopción del
deterioro como actitud vital y de la sordera como sistema, condición misma
de lo colonial?33
32
33
“esa especie viscosa, invertebrada, frecuente en algunos substratos de la sociedad chilena, sobre todo
en aquellos años[1968-1973] en que los niveles jerárquicos empezaban a modificarse, a desplazarse
con lentitud, como esos movimientos geológicos que anuncian futuros cataclismos… El joven borracho era un síntoma de aquellos desplazamientos sutiles, uno de esos seres que presentan una cara y
en seguida otra, y más tarde otra, pero permanecen siempre en el mismo sitio, con los pies adoloridos,
ya que todo el mundo les pisa los callos, … tratan de ocupar todos los resquicios que se presentan,
de aprovechar cada hueco, haciendo la vista gorda, chupando y mamando a dos carrillos y a la vez
sufriendo de pudor atropellado, de dignidad herida, acumulando reservas de resentimiento, riquísimos
filones de odio” (Los convidados… 68).
“Los funcionarios [españoles] lo habían tramitado sin piedad… ¿Usted, quién es usted? En eso
consistía en aquellos años, quizás, y en eso consiste todavía, por lo que se ha podido colegir, la
condición colonial: en la sordera como sistema.” “Ser americano, para don José Antonio, era un
motivo de insatisfacción permanente, de melancolía profunda. ¡Qué desgracia más terrible!” Se conduele don José Antonio de Rojas, criollo chileno de fines del siglo XVIII, a propósito de sus experiencias en Europa (El sueño de la historia 70).
27 ■
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EL MELODRAMA NEGATIVO
Los personajes-sombra, invertebrados de intersticios difusos y complementarios en sus odios, no son melodramáticos en el sentido habitual. No
transfiguran ameliorativamente las contradicciones reales que alienan sus vidas
conflictivas; más bien residen en sus negatividades. No se esfuerzan por arribar
imaginariamente al “punto intermedio entre la realización social y el pesimismo absoluto” (Monsiváis 38-9 citado en Brunner 68-9).34 No practican la
gratificación imaginaria de sus carencias reales creando espacios cotidianos
de mediación microscópica. Por el contrario, en la narrativa de Edwards, estos
personajes invertebrados se resignan a su condición de rivales “perdedores,”
debatiéndose envidiosamente contra los personajes logrados que obtuvieron
lo que ellos no (el “joven borracho de especie invertebrada” de Los convidados
68). Se concentran en ahondar su propio desmedro bajo el impulso autodestructivo de una rabia desquiciadora.
¿O será que el espacio de mediación buscado por estos personajes
invertebrados es más complejo? Quiero decir, a veces el lector tiene la impresión de que la mediación buscada por estos personajes sombras consiste
en la obtención de un reconocimiento negativo de parte de aquellos mismos
contra quienes se arremete. Como si quisieran identificarse con la provocación
que suscitan. El borrachín busca un reconocimiento situado a mitad de camino
de su odio obsesivo hacia el superior así como de su sumisión incondicional
a él. Estos personajes crepusculares recuerdan al Pachuco descrito por Octavio
Paz: el hijo de inmigrantes mexicanos pobres (los “wetbacks”), nacido en el
sur-oeste de los EE.UU. y que, hacia los años 1940, constituyó un tipo social
identificable. Paz los describe a través de varios atributos, enumero los más
próximos a los viscosos sombríos descritos por Edwards:
su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan,
de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cuero,” “este obstinado querer ser
distinto… huérfano de valedores y valores —afirma
sus diferencias frente al mundo,” “ha perdido su
herencia… cuerpo y alma a la intemperie,” “el hibridismo de su lenguaje y de su porte me parecen indudable reflejo de una oscilación psíquica entre dos
mundos irreductibles y que vanamente quiere conciliar y superar. (Paz 148-153)
34
“el melodrama es el punto intermedio entre la realización social y el pesimismo absoluto; no se puede
entender a México si no se comprende por qué llora en silencio la actriz Sara García, si no se acepta
que la vida social es un martirio que atraviesa cada familia antes de llegar a su final feliz.”
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Paz resalta la dialéctica negativa por la cual el Pachuco se incorpora
a la sociedad americana: al provocarla y hacerse perseguir por ella, el Pachuco
se integra bajo la forma de su víctima. “La persecución lo redime y rompe
su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta
negar.” (Paz 152).
¿Qué formas corresponden a la mediación chilena? ¿De qué manera los
personajes-sombra se integran a la sociedad que repudian? Edwards nos responde que la “manera [muy] chilena de acercarse al poder” es “sinuosa y
ambivalente” (Los convidados de piedra 279). Entre otras formas, esta se
expresa a través del elogio ponzoñoso, de la solicitud agresiva o del pedigüeñeo a contrapelo. Formas mediacionales de “medio filo,” con un pie en el
reconocimiento y con el otro en una agresión que se sirve del elogio para mejor
arribar. (Recuerdan la enunciación mestiza: al filo de dos tradiciones, pero sin
comulgar con ninguna). Estas formas ponen a su destinatario en la situación
incómoda de agradecer una consideración que le acarreará más problemas que
beneficios. Edwards explica estos oximorones y quiasmos interpersonales
como un epifenómeno colonial: son los elogios pesados, compensados y
debidamente neutralizados que el chileno practica “como para quedar en paz
con su conciencia inquisidora” (ver nota 16). ¿Qué mecanismo interior puede
explicar estas mediaciones melodramáticas destructivas, a “la chillaneja,”35 en
los personajes invertebrados de Edwards? ¿Cómo se puede explicar que estas
sinuosidades ambivalentes operen como mediaciones imaginarias gratificantes? ¿Qué elemento, ausente de la definición de Monsiváis, podría explicar este
melodrama chileno, sinuoso y chillanejo, fundado en reconocimientos agresivos y homenajes resentidos?
LAS MEDIACIONES DEL SADISMO
Existe una reflexión de Marcel Proust sobre el resorte íntimo del
melodrama que —creo— contribuye a la comprensión del proceso interno de
estas mediaciones negativas, tan recurrentes en la sociabilidad chilena. En el
primer volumen de su monumental A la búsqueda del tiempo perdido, a
propósito del lesbianismo de la señorita de Vinteuil y de su modo de asumirlo,
Proust escribe: “casi únicamente el sadismo puede servir de fundamento en
la vida a la estética del melodrama.” (Proust 197)
35
Raúl Ruiz, el gran cineasta chileno residente en París, afirma que, cuando viene a Chile, no acepta
invitaciones sociales para que no le “hagan la chillaneja.” Esto es: “primero ser amable y después un
botellazo. Luego alguno se disculpa y cuando lo tienen tranquilo le pegan otro botellazo.” Ver
entrevista citada en The Clinic.
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T ALLER DE L ETRAS N° 36
Resumo el contexto de la cita anterior: la Srta. de Vinteuil asume su
lesbianismo contrariando la voluntad de su padre y los escrúpulos de la
sociedad de Combray. Sus relaciones lesbianas con su instructora de música,
dentro de la misma mansión paterna, afectaron de tal manera a su padre que
este somatiza una enfermedad que termina por matarlo. Ahora bien, ¿cómo
“adapta la Srta. de Vinteuil su corazón escrupuloso y sensible a la situación
[gozosamente lésbica] que sus sentidos le estaban pidiendo”? ¿Cómo resuelve
el asesinato simbólico del padre? (195) La Srta. de Vinteuil asume su lesbianismo y su crimen adoptando la máscara de la maldad y de la perversión. Esta
máscara la ayuda, primero, a resistir la culpa del daño ocasionado al padre
así como, enseguida, la pone en sintonía con su creencia soterrada de que, “si
el placer es cosa mala,” la única manera de gozarlo, de acceder a él, es
asumiéndolo a través de la máscara de “una perversidad capaz de darle la idea
misma del placer” negativo por ella buscado (199). Para asumir el placer
sensual lésbico, “privilegio solo de los malos” (198), ella debe tornarse mala.
Luego, el sadismo —concluyo con Proust— opera como un recurso estético
por el que se doblegan resistencias éticas, una “mise en scène” que traduce
las exigencias éticas de una razón en conflicto. En suma, el sadismo vendría
a ser el último recurso del despecho para recuperar el goce condenado por el
padre y ansiado por la sujeto. Escupir ritualmente sobre la imagen paterna36
es condición del goce prohibido. Escupirlo consagra la prohibición como goce.
Ahora bien, si el sadismo “fundamenta la estética del melodrama en la
vida,” ¿fundamenta, igualmente, los elogios ponzoñosos, las sinuosidades
rabiosas, los sometimientos resentidos, la comicidad espantosa, las enunciaciones culposas y resistentes, las interlocuciones afuera/dentro, entre otras?
El sadismo activa una violencia psíquica crítica, colindante con el
sacrificio,37 y que produce efectos sublimatorios: ayuda al sujeto a reconocer
su verdad negativa apropiándose catárticamente de ella mediante protocolos
sociales repetibles. Es el caso del “joven borracho,” cuando reclama solapadamente su “pudor atropellado,” su “dignidad herida,” sosteniéndose sobre sus
36
37
“Pero como esta [la amante] estaba de espaldas a la mesita donde se hallaba el retrato del viejo
profesor de piano, la señorita de Vinteuil comprendió que no le iba a ver si no le llamaba la atención,
y le dijo, como si acabara de fijarse en el retrato: —Y ese retrato de mi padre, siempre mirándonos;
yo no sé quién le ha puesto ahí: ya he dicho veinte veces que no es su sitio. Me acordé de que esas
mismas eran las palabras que Vinteuil dijo a mi padre, refiriéndose a la obra musical. Sin duda se
servían de aquel retrato para profanaciones rituales, porque su amiga le contestó con esta frase que
debía formar parte de las respuestas litúrgicas: … —¿Sabes lo que me dan ganas de hacerle a ese
mamarracho? —dijo cogiendo el retrato. … —No, no te atreves. —¿Qué no me atrevo yo a escupir
en esto, en esto? –dijo la amiga con brutalidad voluntaria” (196-7).
Con el imbunchismo araucano: “El imbunche es el niño más dotado de la tribu, convertido en
monstruo a fin de que adquiera poderes de adivinación” (El sueño de la historia 131).
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“riquísimos filones de odio.” O del Narrador, en El sueño de la historia, cuando
expresa que su participación en el “caceroleo ubicuo, multiforme, coral, débil
y a la vez incisivo, firme dentro de su debilidad” lo “ayudaba a superar la
contradicción, la división de fondo, la esquizofrenia virtual” tanto la suya personal como la colectiva de todos los partidarios del “No” antipinochetista (267).
Segundo, estos protocolos liberan a sus protagonistas de escrúpulos
sociales, les permiten resistirse al orden familiar, así como revertirlo en provecho propio sirviéndose de la “proclividad [humana] a creer en cuentos de
hadas de otra especie” (280). La violencia pulsional sádica, a contrapelo del
orden, permite resistir el “martirio que atraviesa cada familia antes de llegar
a su final feliz” (Monsiváis). En El sueño de la historia, la oposición a la
dictadura pinochetista mediante el caceroleo débil e incisivo supera la “división de fondo” del Narrador y transforma el “símbolo de fuerza de una cuca
de carabineros en su contrario, en símbolo de impotencia.”
Tercero, grávida de violencia sádica, la Srta. de Vinteuil conquista su
goce lésbico parodiando estéticamente el orden ético de la sociedad de Combray. Gracias al espectáculo de una maldad y de una perversidad teatralizadas,
la pareja de Vinteuil arriba a gozar y a contemplar su goce intersubjetivo como
legítimamente posible. La actuación profanadora crea un telón original donde
ambas mujeres actúan y se contemplan en el nuevo goce que crean: a la vez
protagonistas y espectadoras adánicas de una fantasía que cubre de tupidos
velos la realidad prosaica y represiva de Combray.
En la narrativa de Edwards, un telón recurrente es la profanación del voto
de fidelidad matrimonial:38 maridos consentidores gozan de modo vicario, sufriente
y angustioso, la contemplación del fornicio de sus esposas con terceros. En Los
convidados de piedra (218-222), hay una clave: el Pachurro del Medio, tratado
como un niño sufriente por la esposa-madre, es ubicado al medio de la pareja
formada por su propia esposa y el “Patas negras.” Este, el tercero, le impone
penetrar a su cónyuge al mismo tiempo que espolea su deseo insultando a la
mujer.39 La esposa es deseada, penetrada, así como profanada y repudiada; a
38
39
A vuelo de pájaro, recuerdo las siguientes parejas conyugales gozoso-sufrientes, conformadas por un
marido consentidor y su respectiva “femme fatale:” El Pachurro del Medio y María Olga (en Los
convidados de piedra), Toesca y Manuela, El Narrador y Cristina (en El sueño de la historia). Y, a
nivel deseante: el marqués de Villa Rica con Gertrudis (en El museo de cera) y Patricio Illanes con
Silvia (en El origen del mundo).
“le habló con una voz mimosa, como si se dirigiera a un niño, ¡pobrecito!, ¿por qué le pegan? Si no
nos ha hecho nada… El Pachurro se vería después en la cama, entre María Olga y el hombre, cuya
pesada mano, en vez de pegarle, ¡qué extraño!, le tocaba el sexo y le decía, en voz baja, cálida, ronca:
¡Méteselo!, y en seguida, incorporándose, mirando a María Olga de cerca [la esposa], con los ojos
inyectados en sangre y una voz deformada, tiránica y a la vez abyecta: ¡Goza, yegua, que te están
metiendo un pico bien gordo! ¡Goza, puta! ¡Yegua degenerada!” (Los convidados de piedra 221).
31 ■
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la vez que el esposo es sodomizado simbólicamente. ¿A qué figura psicosocial
remite esta escena originaria, de deseo, de repudio y de autocastigo?
Creo que esta escena originaria corresponde alegóricamente al núcleo
disfuncional de la familia chilena —tal como lo configuró Montecino: una
madre sobreprotectora, el hombre inestable que la fecunda y la abandona (el
“lacho”) y el niño o niña abandonados resultante de esa relación (el “guacho”
o “guacha”) (Madres y huachos 37-59). La figura psicosocial resultante es un
huérfano o huérfana resentidos por la sobreprotección de la madre y nostálgicos del padre que los abandonó. Este huérfano/a compensará su doble
carencia (la ausencia del modelo paterno y la castración materna sobreprotectora) identificándose con ilusiones omnipotentes de dominio; las cuales pondrá
en escena, hacia fuera, bajo formas despóticas o, hacia adentro, bajo formas
imbunchadas de autocastigo. Sea hacia fuera o hacia adentro, el sadismo
aparece como actitud vital constitutiva. Montecino lee en este melodrama
negativo la alegoría nacional de la identidad mestiza chilena, el niño o niña
en que crecimos.
Este desvío por Montecino permite realizar otra lectura del ménage à
trois de los maridos, esposas y amantes consentidores. La posesión sádica,
hecha de deseo y de repudio, cumple varias funciones familiares: primero, el
deseo sobrevalorado reactualiza la simbiosis primitiva del huérfano con la
madre sobreprotectora. Enseguida, el repudio satisface un doble despecho: el
ocasionado por el abandono paterno y la consiguiente sobreprotección castradora materna. Finalmente, la sodomización simbólica de un hombre por otro,
así como la identificación fálica del poseído con el poseedor, equivale al
reconocimiento final que logra el huacho del padre promiscuo que lo abandonó. El padre promiscuo, asimilado al “Patas Negras,” reconoce simbólicamente al hijo poseyendo a su madre-esposa-sombra.40 El hijo se torna padre,
en el acto generatriz, borrando el estigma de su abandono; sin embargo, esta
borradura crea un nuevo conflicto: el de un hijo rival del padre, lo que
transforma al hijo en el concurrente de su padre.
Cuarto, el ceremonial sádico implica que, alguna vez, sus protagonistas
hicieron un culto de lo que hoy día profanan. No hay sadismo, ni por ende
melodrama, sin vinculación profunda del sujeto social con el orden tradicional.
40
“Antes del hombre, la mujer, la madre,/ durante el hombre, la mujer, la esposa,/ después del hombre,
la mujer, la sombra”—primera estrofa del poema “Mujer.” Estos versos nerudianos expresan el reverso positivo de lo que la experiencia sádica, degradante, no tuvo con la mujer. El sadismo castiga en
ella la carencia de su presencia permanente, de su compañía sapiencial desde antes del nacimiento
hasta después de la muerte, desde el vientre sombrío hasta la claridad del nacimiento a la igualdad
social y a la alegría. Pablo Neruda, Otra vida comienza (1956-1961), (Obras completas IV 1041).
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El mismo orden que hoy se parodia y se profana estéticamente, arrancando
de él un goce ético negativo, arraiga como goce legítimo en la medida que
también constituya un homenaje póstumo soterrado. “Ya que no se puede sacar
un gusto sacrílego de la profanación de la virtud, del respeto a los muertos
o del cariño filial, si nunca se hubiera sabido cómo guardarles culto.” (Proust
198) La profanación que socava es también homenaje que consagra la negatividad, única forma por la cual las de Vinteuil pueden acceder a la libertad
negativa de su pasión.
De acuerdo a esta digresión proustiana, el sadismo viene a ser el mediador
de experiencias sociales y vínculos personales negativos que se dan entre
individuos puestos en situaciones existenciales o éticas límites. Esta mediación
no suscribe la fórmula del “burlador burlado,” tan habitual en mitos, leyendas
y cuentos populares (por ejemplo, “El sueño del Pongo” de José María Arguedas). No, la mediación sádica deducida del relato proustiano, y tal como
la encontramos en la escritura de Edwards, no es de carácter exitosa, gananciosa o abiertamente compensatoria como la vemos en el melodrama definido
por Monsiváis. No, la fórmula de mediación sádica que se desprende de
Edwards o de Montecino es el de una sobrevivencia-apenas. Hacer tolerable,
a duras penas, lo que es abiertamente intolerable. Esta “sobrevivencia-apenas,” en el umbral de lo intolerable, era lo que expresaba la enunciación
mestiza ante la audición de los apellidos: sentimiento intenso de ser doble allí
donde se creía ser uno, vergüenza de sentir vergüenza del propio origen,
traición satisfecha y avergonzada de sí misma. Escisión interior que se evidenciaba en el deleite con que nos servíamos del elogio ponzoñoso, revelador
de una conciencia inquisidora, colonial, que resta cuando suma, que nos reduce
a menos de uno justo cuando nos presentábamos como siendo dos.
HACIA LA SABIDURÍA: SUFRIMIENTO Y HUMOR
No hay triunfos rotundos en la escritura de Edwards, pero sí un esfuerzo
permanente por forjar un discurso riguroso en pos de la obtención de una
palabra plena: una palabra que nos comprometa con lo que decimos y con
aquellos ante quienes lo decimos. Una palabra que nos permita hacer converger
la imagen que cada uno tiene de sí y del otro con la realidad en que interactuamos. Este esfuerzo por el acceso a la palabra plena, siempre más allá de
los personajes, evidencia por contraste la atmósfera más acá que los embarga:
el predominio de la “mala mirada” entre sus cinco tipos de personajes, exceptuando a los inútiles logrados (de data más reciente). La mediación negativa
más frecuente es la autodenigración, la “mezcla abrumadoramente chilena de
hipocresía y sorna” (cf. Fantasmas de carne y hueso), así como el alto coeficiente de tolerancia con que sufren. Esta sobrevivencia en el padecimiento
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aísla a los personajes en una congoja escéptica, en un recatamiento del ánimo.
La actitud preponderante es restarse. Con ella se acumula y perpetúa la rivalidad entre los miembros de la horda paterna; se torna imposible la unión de
los hermanos en el sacrificio del padre terrible y su posterior hipóstasis en
símbolo del contrato social, previniendo el despotismo de cualquiera de ellos
sobre el resto de la horda. La rivalidad mimética converge en un callejón sin
salida tornando irreconciliables las relaciones sociales entre el hombre y el
ciudadano, entre la sociedad civil y el Estado. Otra cara de la sobrevivencia,
apenas es la perpetuación de una actitud desgraciada que opera a contrapelo
de lo que se desea. Tan intenso es el deseo, tan fuerte el miedo al desengaño
de no lograrlo, que observamos dos vías concurrentes: una, la persecución a
distancia de lo deseado, a la espera de que caiga mágicamente entre nuestras
poruñas (conducta de Don Alejandro, el viejo “trotacalles” del cuento “A la
deriva,” en Gente de la ciudad). Otra es el repudio del objeto del deseo para
que esta negación intelectual opere como un presagio que lo realice mágicamente (conducta del muchacho viscoso de Los convidados de piedra).
Esta manera compleja y ambigua de actuar de los personajes de Edwards, sobre todo de los “inútiles fracasados” y “sombras,” traduce la atmósfera abrumadora que pesa sobre ellos. El sadismo de que se sirven constituye
la última tabla ardiente de la que se agarran antes de ahogarse en el orden
simbólico familiar que los descoyunta. El narrador, al ampliar la memoria
privada a la colectiva mediante el estilo indirecto libre,41 se esfuerza por
convertir el embotamiento ciego de sus sufrimientos privados, inconfesos, en
una distancia amable por la cual compartirlos y catartizarlos. Lo hace acudiendo al humor lúcido, capaz de producir reconciliaciones más acá del sarcasmo
y del exabrupto, tan chilenos.
Su preferencia por el humor compasivo, antes que por la socarronería
o sorna hipócritas, singulariza la escritura de Jorge Edwards en la literatura
chilena. La aproxima a lo que Hayden White llamó el mythos cómico: “simpatía, tolerancia y objetividad con respecto a los principios críticos que fundamentan todos los aspectos de los conflictos históricos” (White 165). Actitud
narrativa que, necesariamente, redundará en la creación de una “atmósfera
propicia” para que la “serie de conflictos históricos culminen en resoluciones
armónicas.” Los ensayos y narraciones de Edwards tienden a establecer puentes que reconcilien la sociedad civil con el Estado, la complejidad del hombre
con la opacidad del ciudadano, a la espera de que un día, quizás, su arte de
la palabra contribuya a producir “una capacidad profunda de comunicación,”
41
Especialmente en sus dos últimas novelas, El sueño de la historia y El inútil de la familia.
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un “aire de humanidad, sonrisa amable y compenetración con un sentimiento
de compasión” (“La respuesta a Gabriela Mistral” Artes y Letras 21/ 5/ 2000).
Esta experiencia Edwards la aproxima a la sabiduría, ¿por qué a la sabiduría?
Como Edwards hoy día, Barthes también concebía a la sabiduría como
un producto de la memoria y la definió como lo que se recuerda después de
haberlo olvidado (Barthes 46). La sabiduría equivaldría a un trayecto de vuelta
por la sedimentación de los saberes que nos quedan, después de haber pasado
por muchas experiencias. El viaje de regreso por el alambique decantador del
tiempo aquieta las pasiones, “lima las asperezas salvajes del inestabilizado
mundo hispanoamericano” (Pedro Henríquez Ureña) permitiendo rescatar lo
que subsiste después del olvido. El viaje a través de las sedimentaciones de
la memoria liberaría del “deseo mimético rival”—como lo entiende Girard—42
creando, en cambio, una mímesis solidaria. Girard llama a este fenómeno
“conversión mimética” o substitución de una rivalidad mimética por un deseo
de imitación solidario capaz de poner entre paréntesis la rivalidad imitativa.
Esta solidaridad, disidente de sectarismos y polarizaciones, hace posible la
emergencia de un saber libre “que se atreve a decir las verdades molestas y
necesarias” (Desde la cola del dragón 11). Un saber “autónomo frente al
pensar anquilosado puesto al servicio de la razón de Estado o de Iglesia” (13).
Un saber impugnador de la “justicia unilateral: la que es ciega de un ojo y
‘aguaita’ con el otro” (99). Un saber que prescinde del interés que pueda
reportarle lo que sabe. El saber sedimentado por el olvido substituye los
intereses del conocimiento “bizco,” egoísta y rival, por un saber con sabor,
generoso y liberador en la medida que libera a la víctima de su falta al develarle
los imaginarios de poder que la subyugaban. Este saber suelta al sujeto, lo torna
alígero al poner a distancia el discurso del poder, el discurso arrogante que
crea la falta en el interlocutor para mejor manipularlo por su culpa ante esa
falta imaginaria. Edwards escribe contra este discurso, desde la niña manipulada por el hermano para que se baje los calzones, en uno de sus primeros
cuentos (“La virgen de cera”—El patio), hasta El sueño de la historia, la
novela donde pone en escena, con desenfado e ironía, las arrogancias patéticas
de los discursos políticos de izquierda o de derecha que han patrocinado, desde
la Colonia, el sectarismo y la polarización que, de tiempo en tiempo (1891,
1973), revientan sádicamente en la sociabilidad y sociedad chilenas.
42
El mecanismo mimético, establecido sobre la imitación del deseo del vecino, produce víctimas al crear
una cultura histórica fundada sobre la reciprocidad violenta. Imitado e imitador terminan odiándose
por efecto de la competencia que entre ellos se establece. La escalada geométrica de esta violencia
produce una crisis social, la que se resuelve con la polarización de la hostilidad colectiva sobre una
sola víctima: el chivo expiatorio. Su sacrificio hace posible el pasaje de la mímesis rivalizadora a otra
conciliadora, aunque solo transitoriamente (Girard 75-8, 252).
35 ■
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