estudios

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Profesor del
departamento de Historia de la
University College London.
* Este artículo es una traducción del capítulo: Protestant
Missions in a Catholic State: Colombia in the 1940´s &
1950´s, publicado originalmente en el libro: Holger Bernt
Hansen & Michael Twaddle (Eds), Christian Missionaries
and the State in the Third World, James Currey
Publishers, Oxford & Ohio University Press, Athens, 2002.
estudios
análısıs polítıco nº 50, Bogotá, senero-abril
análısıs2004:
polítıcopágs.
nº 5003-19
Christopher Abel
el estudio de la religión en américa
Latina entre los años 1920 y 1960 aún está en sus
albores. Es de calidad muy inferior en rangos y
profundidad que el de la historia económica y política de las mismas décadas o, aún más, que los escritos sobre la política social y las relaciones
internacionales.
El debate alrededor y posterior al Concilio Vaticano Segundo no ha sentado bases para una historiografía poderosa, sea tradicional o revisionista.
Al contrario, han surgido ortodoxias contrapuestas
que corresponden ampliamente a la posición
adoptada por la facción mayoritaria dentro de la
Iglesia Católica Apostólica Romana. La izquierda
de la Iglesia católica ha ensayado hasta la saciedad
(quizá de una forma monótona) el argumento de
que la Iglesia católica en Latinoamérica antes de
los años sesenta era la campeona y la apóloga de
intereses intrínsecos y estructuras monolíticas
anquilosadas, una perspectiva que fue eco de las
caricaturas del catolicismo sacadas por viajeros
protestantes anticuados del norte europeo y
Norteamérica durante la segunda mitad del siglo
xix. De acuerdo con este punto de vista, una exagerada identificación de la Iglesia con las elites de
terratenientes y con un autoritarismo rígido debilitó su misión, hasta cuando se reconoció en sus decisiones e hizo recomendaciones a través del
Concilio Vaticano Segundo y la segunda Conferencia de Obispos Americanos de 1968 en Medellín.
Del gran debate de los años sesenta surgió una lectura de la Iglesia católica como “Pueblo Peregrino
de Dios”. Mujeres y laicos gozarían de una posición enaltecida dentro de una institución más
suelta, más colegiada, comprometida con conocimientos de la democracia, el deber y la justicia social. Un mensaje de renovación sería transmitido
por “populistas” eclesiásticos que se salían de las
ciudades y de los seminarios para convivir con los
pobres y compartir sus privaciones. La misión
proselitista de la Iglesia fue reanimada por la reforma litúrgica; fue fortalecida por una afirmación
de su compromiso con los pobres, los oprimidos y
[3]
ISSN 0121-4705
Misiones protestantes
en un Estado católico:
Colombia en los años
cuarenta y cincuenta*
análısıs polítıco nº 50
los desposeídos (en el inequívoco lenguaje de las
burocracias Católicas: la opción preferencial de
los pobres); fue fortalecida también por la elaboración de un concepto de “violencia institucionalizada” que era evidente en el hambre, los
servicios de salud insuficientes, las previsiones
de educación y vivienda; por último, fue fortalecida por una ampliación del concepto del pecado para abarcar el comportamiento colectivo,
en particular las injusticias asociadas a la inequidad de la riqueza y el poder, y la violencia utilizada para perpetrarlos. Estaba subrayada por la
“teología de la liberación”, que fue un factor determinante de un período creativo de receptividad para discusiones ecuménicas y para el
diálogo marxista-católico.
El clero de la izquierda católica llevó a cabo
experimentos osados a través de formas
innovadoras de culto, con el objetivo de revivir el
espíritu primitivo de las comunidades cristianas.
Académicos que se identificaban con esta línea
de pensamiento podrían debatir aspectos
específicos de los procesos observados en los
años sesenta; por ejemplo, qué tanto instigó el
Concilio Vaticano Segundo cambios en
Latinoamérica, y cuánto sirvió tan sólo para legitimar, catalizar y agilizar tendencias
preexistentes. Pero el marco general del análisis
no ha sido cuestionado por la izquierda católica.
Sin duda, ha sido casi un artículo de fe el hecho
de que una era de oscurantismo fue seguida, en
los años sesenta, por una de liberación; muchos
[4]
1
de aquellos conscientes de pertenecer a la vanguardia de una revolución social liderada por el
catolicismo que coincidían en que no contaban
con el tiempo suficiente ni el tiempo libre para
reflexionar siquiera sobre el pasado reciente1.
La derecha católica desarrolló una ortodoxia
en la cual la luz era remplazada por la penumbra
y la oscuridad en los años sesenta. Los arreglos
jerárquicos estables que salvaguardaban la preparación espiritual, tanto de los ricos como de los
pobres para una vida después de la vida, habían
sobrevivido a los retos de un regalismo articulado y cerrado a mediados del siglo xviii, anticlericalismo a mediados del siglo xix, y de un
positivismo dogmático y una indiferencia religiosa ampliamente difundida durante las últimas
décadas del siglo xix y las primeras décadas del
siglo xx. Realmente, la Iglesia católica, en principio, tuvo éxito evitando los nuevos peligros del
siglo xx: la urbanización, la secularización, el
comunismo y las versiones ateas del socialismo,
junto con una crisis de la ordenación. Sin embargo, no contaba con una nueva subversión, que se
había adentrado hasta en el Vaticano, del cual
recibió un malintencionado aliento y una aprobación mal conducida. El enemigo se había
infiltrado. El logro desmedido de cuatro siglos y
medio de sacrificio y dedicación laboriosa de la
difusión de la verdad se encontraban amenazados por un “socialismo” grotesco que desviaba la
atención de la decadencia moral evidente en el
crimen, el tráfico de drogas, la prostitución y el
No existe un libro de introducción adecuado que trate sobre la religión en América Latina desde 1930. Los
ensayos en D. H. Levine (ed.), Religion and Political Conflict in Latin America, Chapel Hill, NC, 1986 y Levine (ed.),
Churches and Politics in Latin America, Londres 1990, proporcionan un punto de partida conveniente desde una
perspectiva ampliamente simpatizante hacia los elementos reformistas en la Iglesia católica de los años 1960 y
siguientes. Éstos pueden ser explorados fructíferamente en Scott Mainwaring y Alexander Wilde (eds.), The
Progressive Church in Latin America, Notre Dame, IN, 1989; Thomas Bruneau, M. Mooney y C. Gabriel (eds.), The
Catholic Church and Religion in Latin America, New York, 1990; Edward L. Cleary y Hannah Stewart-Gambino (eds.),
Conflict and Competition - The Latin American Church in a Changing Environment, Boulder, CO, 1992; Daniel H.
Levine, Popular Voices in Latin American Catholicism, Princeton, NJ, 1992; Edward Cleary (ed.), Born of the Poor: The
Latin American Church Since Medellín, Notre Dame, IN, 1990; un ensayo de Levine y Mainwaring titulado “Religion
and Popular Protest in Latin America: Contrasting Experiences”, en: Susan Eckstein (ed.), Power and Popular
Protest: Latin American Social Movements, Berkeley, CA, 1989 y Brian Smith, “Religion and Social Change: Classical
Theories and New Formulations in the Context of Recent Developments in Latin America”, Latin American
Research Review, 10, 2, verano 1975, pp. 33-34. Sobre textos estándares de la izquierda católica, ver Enrique Dussel,
A History of Church in Latin America - Colonialism to Liberation, Grand Rapids, MI, 1981 e Hipótesis para una historia de
la Iglesia en América Latina, Barcelona, 1967. Sobre la Iglesia colombiana entre los años 1960 y 1990, ver Daniel H.
Levine, Religion and Politics in Latin America; The Catholic Church in Colombia and Venezuela, Londres, 1981; Kenneth
Medhurst, The Church and Labour in Colombia, Manchester, 1984; y, para factores institucionales, David Mutchler,
The Church as a Political factor in Latin America with particular reference to Colombia and Chile, New York, 1971. El
bibliográfico de más fácil acceso sobre el protestantismo en Latinoamérica es José Miguez Bonino, “The
Protestant Churches”, en: Leslie Bethell (ed.), Cambridge History of Latin America, Vol. IX, Bibliographical Essays,
Cambridge, 1995, pp. 667-671, que puede ser complementado por Christopher Abel, “The Catholic Church” en:
Ídem., pp. 659-667.
2
“Doctrine of National Security”. En: Journal of Inter-American Studies and World Affairs, 1, 1, Feb. 1979, pp. 669-688; y
sobre las iglesias y los derechos humanos, Brian Smith, “Churches and Human Rights in Latin America: Recent Trends
in the Sub-Continent”, en: Journal of Inter-American Studies and World Affairs, 1, 1, Feb. 1979, pp. 89-128. Perspectivas
sobre la derecha católica se encuentran útilmente contenidas en Alfonso López Trujillo, Secretario General del Celam,
Medellín. Reflexiones en el Celam, Madrid, 1971 y en Opciones e interpretaciones en la luz de Puebla (n.d.).
estudios
dio aliento a la investigación original en períodos más recientes. Un aspecto sobredimensionado de cinco siglos de historia que no
toleraba las críticas y no dejaba espacio para el
escepticismo, más la obligación de la obediencia
indiscutible a las autoridades eclesiásticas y civiles, caracterizaba esta poderosa banda2.
La tendencia del catolicismo moderado, gran
parte del cual estaba comprometido con una
ideología del “comunitarismo” se encaminó a incorporarse a un término medio entre un capitalismo egoísta y un comunismo materialista y ateo
que se había propagado en Latinoamérica desde
los tiempos en que el papa León XIII proclamó
la Encíclica Rerum Novarum. El catolicismo de
centro fue examinado, y a los ojos de muchos le
fue encontrada una falta de intelectualismo y
practicalismo debido al fracaso de su filial política, la democracia cristiana, al efectuar la muy
alardeada “revolución en la libertad” vigorosamente proclamada por Chile, su abanderado latinoamericano. El gobierno del presidente
Eduardo Frei, que obtuvo una victoria electoral
aplastante en las elecciones de 1964, aspiraba a
ser lo que llamaba “una libertad revolucionaria”.
Ésta tenía cuatro objetivos conectados entre sí:
una tasa alta de crecimiento coherente con los
negocios privados, tanto nacionales como
transnacionales, con el gobierno; una redistribución con objetivos ambiciosos que llenaba las
necesidades de los desposeídos tanto de la ciudad como del campo; unas medidas generosas
de bienestar que no solamente mitigasen los aspectos más duros del crecimiento capitalista sino
que aseguran propuestas más amplias de justicia
social, y una cabal modernización de la maquinaria estatal que pudiera garantizar la consumación de un programa audaz. Una transformación
social y económica inspirada por la Iglesia católica –y en la formulación y ejecución de la inteligencia, especialmente por los incompetentes
graduados de la Universidad católica, que desempeñaban un rol mayor– y que sería efectuada
por métodos no violentos dentro de un marco
democrático pluralista.
Las reformas socioeconómicas no se llevaron
a cabo con un ritmo y a una escala acorde con la
retórica de 1963-1964 y del fracaso del experi-
análısıs polítıco nº 50
alcoholismo y de la crisis inducida por un debilitado patrón de la autoridad del Estado, la familia, las escuelas y la Iglesia. Un énfasis exagerado
en el igualitarismo, encaminado a un análisis
económico y social que correspondía y convergía
con aquel de elementos de la izquierda atea y
que, por demás, debilitaba las defensas de la civilización católica occidental.
El argumento de la derecha católica proporcionaba algunas de las ideologías lógicas para las
doctrinas de Seguridad Nacional elaboradas en
Argentina y en Brasil en los años setenta. En la
cruzada para perpetuar la desigualdad social,
para defender la santidad absoluta de la propiedad privada y proteger a la civilización católica
de la subversión y el comunismo de las prácticas
autoritarias –del despiadado pisoteo de la disidencia, del encarcelamiento arbitrario, de la tortura, de los asesinatos y de las “desapariciones”–
que pudiesen ser justificadas. Éstas eran usadas
en contra de una oposición tenaz e insidiosa que
ya había declarado una tercera guerra mundial
en Latinoamérica. Como la subversión organizada había decidido que este nuevo encuentro sería dirigido por tendencias de una guerrilla
irregular y por el terrorismo, la única respuesta
efectiva era la de adoptar medidas contrarias no
convencionales. Dado que la diferencia entre la
paz y la guerra era irreal ahora en el continente,
se convirtió en un imperativo moral y político
para acrecentar el tren de seguridad y para reducir las libertades civiles e institucionales y representativas que se encontraban en el camino de la
arremetida comunista. La derecha católica, que
se hallaba en una ofensiva conservadora –y algunas veces, contrarrevolucionaria–, asumió una
postura en el culto: un énfasis en la liturgia latina, y una resistencia hacia un mayor sometimiento y participación femenina en las decisiones de
la Iglesia, combinadas con una sabiduría que
veía con desdén las tradiciones del libre pensamiento. Endosando y, a veces, acogiendo la clausura y ocupación de universidades e institutos de
investigación por parte de las fuerzas armadas o
de la policía y la supresión de los derechos a enseñar, publicar y estudiar, la derecha católica dio
su bendición a los estudios de la Iglesia católica
durante el “heroico” período colonial, pero no
[5]
análısıs polítıco nº 50
mento de la democracia cristiana chilena para alcanzar la mayoría de sus objetivos dentro del período presidencial de seis años del presidente
Frei y que se hizo manifiesto en los años 19691970. Debido a esto, el catolicismo moderado
quedó en una condición de confusión, de duda y
de vacilación. Y donde antes había desplegado
puntual actividad intelectual y curiosidad, hacia
principios de los años 1970, ahora la Iglesia parecía infundada. Lo que retuvo fue una ideología de compromiso social que resaltaba la
necesidad de una actividad pastoral, acompañada por el uso de la misa vernácula y una reorganización de los horarios de las misas, junto con
un compromiso de una actividad caritativa para
con el prójimo, esquemas de aprendizaje, la organización de cooperativas vecinales y la coordinación de programas de liderazgo civil. Cuando
se estableció un autoritarismo brutal de extrema
derecha en Chile (como en Brasil) que impuso
políticas opresivas, activistas del catolicismo moderado tuvieron un papel importante organizando comités de derechos humanos locales que
presionaban por un mecanismo para frenar las
violaciones a los derechos humanos nacionales,
mientras reunían y transmitían información sobre los abusos de derechos humanos a los medios católicos europeos, norteamericanos y de
otras partes de Latinoamérica, con miras a movilizar el apoyo de la opinión mundial por medio
de los Derechos Humanos Internacionales y de
otras organizaciones no gubernamentales, tanto
cristianas como seglares. Nuevamente, la preocupación por lo que era urgente e inmediato, fue
rara vez propicia para la investigación erudita3.
Mientras que prevalecía un lenguaje abierto
en varios círculos católicos romanos, no se acompañaba por la práctica de abrir los archivos eclesiásticos a los historiadores. En consecuencia, sea
por la costumbre de mantener el secreto, o por
el temor a los usos polémicos que los anticlericales (o incluso por facciones de la misma Igle-
[6]
sia) pudieran tener de los materiales de archivo
–demostrar desorganización, una confusión
financiera o incluso irregularidades presentes en
los archivos eclesiásticos– éstos se han mantenido absolutamente cerrados (tal como lo han hecho los archivos militares en Latinoamérica). En
el caso particular de Colombia, la investigación
histórica también está obstaculizada por la destrucción del archivo arzobispal de Bogotá, que al
igual que numerosos conventos e iglesias, fue
uno de los objetivos de las multitudes en el llamado “Bogotazo”, el 9 de abril de 1948 (probablemente la ciudad latinoamericana que mayor
daño ha sufrido después de la gran depresión)4.
Al mismo tiempo, ha existido poco análisis histórico en la historia reciente teniendo en cuenta
que Latinoamérica está constituida como la mayor comunidad de practicantes y miembros del
catolicismo. Mientras que la historiografía de la
Iglesia colonial –la cual ya había adquirido un
impulso impresionante antes del Concilio Vaticano Segundo–, seguía floreciendo, el trabajo de
los historiadores sobre al período posterior a
1870 aún está hecho de retazos5. El impacto del
Concilio Vaticano Primero no ha recibido el análisis erudito que merece, ni tampoco el cambiante carácter de la relación entre el Vaticano y las
iglesias nacionales en una época en que las comunicaciones se han ido acelerando por medio
de los barcos de vapor, el cable submarino, el telégrafo, la aviación y el teléfono, siendo brevemente interrumpidas por la Segunda Guerra
Mundial. Temas tales como el de la historia de la
falta de religiosidad de la beneficencia católica,
de los sindicatos de comercio católicos, y del impacto de la guerra civil española y del
franquismo han recibido menos atención de la
que deberían tener6.
Entre tanto, el impacto de las ciencias sociales
sobre el análisis histórico del siglo xx ha sido
restringido en lo que se refiere a la religión. Los
sociólogos de la religión dan una muy pequeña
3
Chile es un buen ejemplo en sus escritos sobre y desde la perspectiva del centro católico. Ver Brian Smith, The
Church and Politics in Chile, Princeton, NJ, 1982 y “The Impact of Foreign Church Aid: The Case of Chile”, en:
Gregory Baum y Andrew Greeley (eds.), Communication in the Church, New York, 1978; Manuel E. Larraín,
Redención proletaria, Santiago, 1945 y Escritos sociales, Santiago, 1963; Humberto Muñoz Ramírez, Sociología religiosa
de Chile, Santiago, 1957; Óscar Domínguez, El campesino chileno y la acción católica rural, Fribourg, 1961.
4
Ver especialmente Herbert Braun, The Assassination of Gaitán: Public Life and Urban Violence in Colombia, Madison,
WI, 1985.
5
Para una introducción valiosa, ver John Lynch, “The Catholic Church in Latin America, 1830-1930”, en: Leslie
Bethell (ed.), Cambridge History of Latin America, Vol. IV, c. 1870-1930, Cambridge, 1986, pp. 527-596.
6
Una excepción es Mark Falcoff y Fredrick Pike (eds.), The Spanish Civil War: American Hemisferic Perspectives,
Lincoln, NE 1982, que contiene un ensayo valioso sobre Colombia escrito por David Bushnell, pp. 159-202.
A LG U N A S R E F L E X I O N E S S O B R E
E L E S TA D O C O LO M B I A N O
Aunque es debatible, el Estado colombiano
ha sido constantemente débil comparado con el
mexicano, el brasileño o el chileno8. El gobierno
ha promovido activamente políticas de crecimiento y diversificación en el sector de las exportaciones, y ha tomado medidas para mejorar la
infraestructura (por ejemplo, la generación de
energía hidroeléctrica) que ha reforzado la expansión liderada por las exportaciones. Antes de
1990, los diferentes gobiernos, independientemente de su tendencia política, recurrieron a
7
Ejemplos incluyen Isidoro Alonso, La Iglesia en América Latina, Fribourg, 1964, y Alonso et al., La Iglesia en
Venezuela y Ecuador, Bogotá, 1962.
8
Para una introducción a la historia de Colombia, ver David Bushnell, The Making of Modern Colombia. A Nation in
Spite of Itself, Berkely, CA, 1993. Otras introducciones incluyen Malcolm Deas, “Colombia, Ecuador and Venezuela,
1880-1930”, en Leslie Bethell (ed.), Cambridge History of Latin America, Vol. V, c. 1870-1930, Cambridge, 1986, pp.
41-64, y Christopher Abel y Marco Palacios, “Colombia, 1930-1958” y “Colombia Since 1958”, en: Ídem., Vol. VIII,
Spanish South America 1930 to the Present, Cambridge, 1991, pp. 587-628 y pp. 629-687, respectivamente. La
fragilidad del Estado con respecto a la violencia está convenientemente reexaminada en Charles Bergquist,
Gonzalo Sánchez y Roberto Peñaranda (eds.), Violence in Colombia. The Contemporary Crisis in Historical Perspective,
Wilmington, DE, 1992.
estudios
medidas proteccionistas pragmáticas y selectivas
que estimularon la industria naciente; y todos hicieron uso de un lenguaje pragmático y prácticas
de nacionalismo económico con el objeto de asegurarse una ventaja en la incorporación al sistema económico internacional.
El Estado interactuó con intereses privados
hasta el punto de que no sería una exageración
hablar de interpenetración. La poderosa Federación Nacional de Cafeteros es el principal ejemplo de una agencia semiprivada en la cual se
delegaron funciones públicas, incluida la conducción de la diplomacia cafetera en el exterior.
Los ministerios, los gobiernos regionales y las
agencias públicas fueron percibidas a lo largo
del siglo xx como recursos por conquistar por
parte de productores privados y grupos profesionales, redes familiares y clanes. Durante los primeros sesenta años del siglo, la amargura de la
competencia política se intensificó debido a un
sistema de desperdicios. El remplazo de una presidencia liberal por una conservadora o viceversa
significaba no solamente un cambio en la conformación del gabinete y de los gobiernos regionales, sino que también promovía el cambio de toda
la burocracia sustituyéndola por la del partido
opositor, aun con los porteros y aseadoras más
humildes. El Partido Liberal (el cual gobernó de
1930 hasta 1946) y el Partido Conservador (que
gobernó desde 1946 hasta 1953) compartían
un énfasis teórico sobre un poder ejecutivo fuerte, un compromiso con un liderazgo económico
por parte del sector privado y una tradición de
impuestos bajos para estimular la iniciativa comercial. El gobierno central asumió la responsabilidad
de dar forma a las condiciones que promovían el
crecimiento, mientras que desarrollaba muchas
responsabilidades que las autoridades regionales
debían imponer. El Partido Liberal hizo énfasis
en muchas reglamentaciones civiles dentro de
una democracia semirrepresentativa y una franquicia masculina masiva. Ellos buscaron oportunidades limitadas para un avance político por
parte de una clase media urbana que crecía len-
análısıs polítıco nº 50
luz del pasado reciente, algunos evolucionando
modelos estáticos que permiten poco espacio
para hacer un diagnóstico histórico; otros presentan un análisis de una sola tendencia de la
historia contemporánea que presenta la secularización con el concomitante de la urbanización y
algunas veces como un proceso irreversible y
final. Los sociólogos de la religión de las universidades católicas tienden a ver sus materias como
una herramienta para promover el cambio. Su
preocupación con frecuencia ha sido la de analizar las tendencias presentes (por ejemplo, en la
ordenación de sacerdotes o la distribución de los
mismos en las regiones urbanas y rurales) con
miras a desarrollar fórmulas políticas para el futuro, y no a desarrollar un aspecto revisionista
del pasado7. Al igual que su dependencia de los
teóricos y, específicamente de los popularizantes
y vulgarizantes angloparlantes de los Estados
Unidos, varios sociólogos religiosos emprendieron la interpretación del proceso latinoamericano hacia una audiencia no latinoamericana, que
desató una visión homogénea del continente
que adquirió su propio ímpetu durante los años
setenta y principios de los ochenta. Frecuentemente apartándose de la investigación empírica
a nivel tanto nacional como local, esta propuesta
también perdió su ímpetu hacia mediados de los
años ochenta y se estancó intelectualmente a
principios de los años noventa.
[7]
análısıs polítıco nº 50
[8]
tamente y también una participación política restringida multiclasista como un requisito para
una estabilidad política. Empezando por un Estado que se presume obediente de la ley y una
oposición leal, el Partido Liberal se dividía entre
intervencionistas colectivistas e individuos no
intervencionistas. Muy fraccionado y profundamente indisciplinado, el Partido Liberal se convirtió en un virtuoso de negociaciones y
compromisos. Percibía al sector público de la
educación como esencial para el cambio social,
el desarrollo económico y la evolución de las virtudes cívicas.
Por el contrario, los conservadores pusieron
mucho énfasis en el orden, la disciplina y la autoridad. Si los liberales percibían la ley como
un instrumento por medio del cual se generaría
un consenso de que se podía asegurar el orden,
los conservadores veían la ley como un instrumento para asegurar el cumplimiento y la imposición del orden. Aunque que era en su mayoría
anticolectivista, existía sin embargo una corriente fuerte de paternalismo dentro del Partido
Conservador influenciado por el pensamiento
social-demócrata, especialmente las encíclicas sociales de los papas León XIII y Pío XI. Considerándose a sí mismo como protector del
catolicismo romano y viendo el catolicismo como
el ingrediente central de una identidad nacional,
el Partido Conservador generalmente resaltaba
la devolución de responsabilidades para la
provisión de educación al sector privado, especialmente la Iglesia católica, y a la iniciativa regional y municipal. Los conservadores discutían
sobre cuánto debían guiarse por formulas
semidemocráticas y autoritarias. Una facción se
refería a Burke y a las encíclicas sociales, y acogía lazos más estrechos con los Estados Unidos
por medio del sector cafetero y del establecimiento de empresas comunes con firmas internacionales de los sectores manufactureros y
mineros. La otra se refería al catolicismo autoritario que dominaba en España y doctrinas de
hispanidad y panhispanidad, y argumentaba,
por lo menos desde la oposición, que una pobreza autónoma era preferible a la degradación
asociada a la infiltración “anglosajona”. Durante
la Segunda Guerra Mundial, los conservadores
autoritarios, algunos de los cuales se autodenominaban falangistas asociados a la legación española, civiles y militares con liderazgo clerical,
habían sido vinculados con el tráfico de armas
ilegal para desestabilizar y derrocar el régimen
liberal.
La fragmentación y el debilitamiento del Estado colombiano eran totalmente visibles en prácticamente todas las actividades. Las iniciativas del
gobierno central podían ser anuladas a nivel local y regional, porque las autoridades locales y
regionales gozaban de amplios medios de decisión en lo referente al orden público y a las
obras públicas. El impacto estatal variaba considerablemente según la empresa, la región o el
punto divisorio entre la zona urbana y la rural;
su competencia y eficacia para mantener el orden fueron realmente reducidos debido al sectarismo dentro de la Policía Nacional, e incluso, se
detectó un Cuerpo de Policía Nacional exclusivamente conservador en municipios de tendencia
política liberal a principios de los años 1950
como una fuerza de ocupación. Por otra parte, la
intención del régimen conservador de politizar
la policía y usarla como un instrumento partidario debilitó aún más la credibilidad del Estado,
confirmándole a los liberales radicales su percepción de que el Estado era una fuerza foránea, un
instrumento de una oligarquía “desordenada”
contra un pueblo virtuoso. Mientras que el régimen conservador abandonaba la perspectiva liberal de que el Estado es el que debe actuar
como conciliador y árbitro entre los empleados y
empleadores tanto urbanos como rurales, los liberales respondían al descontento rural con algo
de intervencionismo paliativo, y al descontento
urbano estimulando la formación de agremiaciones comerciales; los conservadores interpretaban los dos como simples asuntos de orden
público y algunos respondían brutalmente.
Mientras Colombia se debatía entre la no
gobernabilidad y la descomposición política (la
violencia) entre los años 1948 y 1953, el tema religioso se fortalecía.
E N F R E N TA M I E N TO S C AT Ó L I C O S E
I N C U R S I O N E S P R O T E S TA N T E S
La Iglesia católica colombiana de mediados
del siglo xx debe ser entendida principalmente
en términos nacionales. Aún en la década de
1890, el mito católico-conservador del último
medio siglo de gobierno español colonial como
una era dorada del orden, la jerarquía y la prosperidad permaneció muy fuerte; y en intervalos
hasta los años cincuenta, los propagandistas católicos se referían a la Conquista como un período
en el cual el valor de los misioneros abnegados
aún prevalecía, y cuyo espíritu debía ser acogido
y retomado por las nuevas generaciones. Entre
tanto, un sistema estatal independiente se en-
estudios
dad política, el orden moral, una formación selecta y una instrucción pública. La Iglesia sería, ciertamente, un modelo para el resto de la sociedad.
La Iglesia católica colombiana sufrió en los
años 1940 una profunda división interna agravada por la rivalidad entre los obispos de carrera y
una competencia mal encarada debido a la influencia de las diferentes órdenes religiosas. El
punto principal de la disputa era la posición que
la Iglesia católica debía adoptar frente al gobierno reformista liberal que asumió el poder en
1930. Una facción católica, liderada por el entonces arzobispo primado de Bogotá, monseñor
Ismael Perdomo, se guiaba por la posición adoptada por el papa Pío XI y el Vaticano, que decía
que en un mundo en el cual el comunismo y el
nazismo eran graves retos para la Iglesia católica,
debían hacerse intentos continuos de reconciliación entre los liberales, en especial los liberales
católicos practicantes, el desarrollo de la educación laica no debería ser desalentado siempre y
cuando los inspectores escolares, los maestros y
los currículos no estuvieran influidos por el ateísmo y la masonería. La facción rival, liderada por
el arzobispo adjunto, monseñor Juan Manuel
González Arbeláez, que seguía la tradición del
papa Pío IX y del Concilio Vaticano Primero,
acusó al liberalismo de ser un pecador inherente, y acogió embelesado la victoria del franquismo en la guerra civil española. Fastidiado por la
provocación anticlerical y confrontado por las reformas de la educación laica y la intención de los
liberales de suprimir el nombre de Dios del
preámbulo de la Constitución Colombiana, la
derecha radical amenazó a la república liberal
con una insurrección cuasi nacional en 1935.
Debido a que los obispos radicales y sus aliados
de las diferentes órdenes religiosas eran poderosos en los compromisos religiosos de la mayoría
de los católicos, una insurrección del clero colombiano constituía la amenaza más seria para la
estabilidad del régimen liberal. Una guerra entre
el clero y los anticlericales, más perjudicial que
la revuelta Cristero en México, fue impedida únicamente por una determinación de los grupos
moderados del gobierno, la Iglesia, el Partido
Conservador e intereses de la clase acaudalada
para contrarrestar a las facciones beligerantes de
ambos lados.
La temperatura política había bajado, pero la
tensión entre las diferentes facciones católicas
aún permanecía. Un pequeño escándalo proporcionó una oportunidad para trasladar a González
Arbeláez a la arquidiócesis lejana de Popayán en
análısıs polítıco nº 50
contraba en continua formación a partir de los
años 1820, y hacia principios de los años 1940
emergieron dos percepciones fuertemente contradictorias del papel de la religión dentro del
Estado. Mientras que el conservatismo acogía
una gama de opiniones que variaba entre aspectos como el catolicismo como religión oficial establecida por el Estado, el cual era autónomo
excepto en asuntos que se referían a la fe y la
moral, y una defensa beligerante de un Estado
teocrático en el cual la Iglesia sería Todopoderosa, los conservadores compartían una percepción de la religión como parte indispensable
para gobernar. Por el contrario, los liberales
veían la religión como un ente separado del Estado, y las fracciones más moderadas y pragmáticas pedían una Iglesia autónoma no establecida
que trabajase armoniosamente con un Estado autónomo, mientras que los grupos radicales presionaban por un Estado vigoroso y anticlerical, y
más aún, por la constitución de un Estado ateo.
Estos debates han sido vistos por algunos historiadores como el hecho más importante para poder explicar la cantidad y frecuencia de las
guerras civiles y de los disturbios durante el siglo
xix en Colombia y en México, Ecuador y Perú.
La derrota de los liberales durante la última de las
guerras civiles en 1902, combinada con la relativa tardanza, según los estándares latinoamericanos, de la adhesión de Colombia a la economía
internacional, le permitió el fortalecimiento a
elementos autoritarios en las zonas andinas más
pobladas. Proclamando a voz en cuello el establecimiento de un reducto de un catolicismo verdadero basado en la teología de la Contrarreforma
y del Concilio Vaticano Primero, los católicos autoritarios argumentaban que la pureza de la religión, combinada con la pureza de la lengua
castellana, daba forma a un nacionalismo colombiano, no contaminada por el imperialismo protestante de los Estados Unidos como en Cuba,
Puerto Rico y Panamá, ni por el socialismo, ni
por la anarquía y el comunismo que ganaban terreno en Argentina, Chile y Brasil. Colombia se
destacó como una espléndida fortaleza beligerante de una devoción inquebrantable hacia la
versión tradicional del catolicismo. Estas actitudes fueron reforzadas por el toque de clérigos
europeos importantes, por refugiados de la lucha cultural alemana y de las guerras carlistas españolas con aspiraciones de un Estado teocrático
no satisfechas. Ellos sostenían que el estado tenía
necesidad de una iglesia (y no al contrario)
como agente principal para asumir una autori-
[9]
análısıs polítıco nº 50
el sur-occidente. Pero un debate sobre la reforma
del Concordato en los años 1942 y 1943 reabrió
las heridas. El líder de la oposición conservadora,
Laureano Gómez, manipuló la hostilidad del ala
derecha católica hacia la reforma del Concordato
negociada por el gobierno liberal, y que estaba representada en el Vaticano por un destacado masón y ex ministro de Educación, Darío Echandía.
La derecha radical, argumentando que mientras
el papa Pío XII se encontraba atrapado en el Vaticano por la Segunda Guerra Mundial y se le negaba información crucial por parte de los liberales
conspiradores, atizaba la oposición que amenazaba nuevamente con desestabilizar el gobierno. El
debate entre el clero se volvía más álgido, prolongado y repetitivo. El papa Pío XII ordenó el
silencio de todos los católicos, pero no se hizo
efectivo sino en la segunda vez que lo ordenó.
Después del debate sobre el Concordato,
monseñor Perdomo buscó desesperadamente
razones para mantener unido al episcopado.
Los temas sobre el protestantismo y el comunismo resultaron muy convenientes. Ambos eran
tangibles y podían discutirse como irrelevantes9.
Desde el período posterior a la Independencia, las iglesias anglicana y episcopal que servían
a los diplomáticos, comerciantes extranjeros –y
más tarde a los empleados extranjeros de firmas
internacionales–, gozaban de un amplio grado
de tolerancia, siempre y cuando no hicieran proselitismo entre los latinoamericanos. El régimen
liberal después de 1930 demostró ser más condescendiente con el protestantismo que sus predecesores conservadores. No acogía a las
misiones protestantes con entusiasmo, pero tampoco las obstaculizaba. En consecuencia, el número de misioneros protestantes en Colombia
casi se triplicó entre los años 1929 y 1938; había
tres periódicos protestantes en 1938; 810 niños
iban a colegios protestantes y judíos en 1940.
Auto-proclamándose como los principales
enemigos del comunismo en Latinoamérica, algunos misioneros protestantes acusaron al clero
católico de mantener a los religiosos en un estado de pobreza, ignorancia y fanatismo dentro
del cual podría florecer el comunismo. A principio de los años 1940 las denominaciones protestantes tuvieron un éxito creciente porque
algunos de sus predicadores establecieron la
[10]
creencia local de que eran curanderos eficaces.
La literatura protestante tenía el atractivo de la
fruta prohibida y, sobre todo, el protestantismo
proporcionaba un medio para expresar la protesta social y daba un sentimiento de comunidad
para los marginados y desterrados sin forzarlos a
renunciar al simbolismo cristiano.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la prioridad principal de los ministros estadounidenses
era impedir una penetración de Axis y promover
las buenas relaciones en el hemisferio. Los gobiernos liberales de los presidentes Eduardo Santos (1938-1942) y Alfonso López Pumarejo
(1934-1938 y 1942-1945) eran señalados por los
diplomáticos británicos y estadounidenses como
unos de los más confiables y no beligerantes en
Latinoamérica. Su cooperación era escogida y
asegurada en áreas tan diversas como la producción y exportación de petróleo y minerales estratégicos, la expropiación de propiedades
nacionales clave y la modernización del Ejército
y la Policía Nacional; igualmente, un arreglo
amistoso de las diferencias sobre las cuotas cafeteras fue incorporado en el Acuerdo Internacional Cafetero de 194010. Por eso los ministros
estadounidenses tenían pocas razones para quejarse de la posición oficial colombiana, y estaban
ansiosos de que los misioneros protestantes estadounidenses no incitaran a la oposición católica
y a la vez avergonzaran a los gobiernos colombianos. El Departamento de Estado urgió a su embajada para que tomara medidas discretas para
desestimular la promoción del anticatolicismo,
pero rechazaban la sugerencia de que se les negara la obtención de un pasaporte a los misioneros o que sus peticiones fuesen cuidadosamente
examinadas, aun cuando el número de aquellos
comprometidos con actividades de trabajo socioeducativo aumentó de cuatro o cinco a 25 entre
el mes de septiembre a octubre de 1942 y se continuó incrementando. Un comité informal de
protestantes de diferentes denominaciones establecido en 1937 como un cuerpo de ministros
protestantes para el intercambio de información,
de actividad coordinada y planes que eran considerados para la cooperación activa, había
colapsado en 1940, de manera que no existía un
comité al cual la embajada estadounidense le pudiera expresar sus puntos de vista cuando surgie-
9
Christopher Abel, Iglesia, partidos y política en Colombia 1886-1953, Bogotá, 1987. Ana María Bidegaín de Urán,
Iglesia, pueblo y política. Un estudio de conflictos de intereses, 1930-1955, Bogotá, 1993.
10
David Bushnell, Eduardo Santos and The Good Neighbor, Gainsville, FL, 1967; Marco Palacios, Coffee In Colombia.
1850-1970. An Economic, Social and Political History, Cambridge, 1980, esp. pp. 223-224.
Como la Virgen María, de acuerdo con la eucaristía augusta, es el más sagrado y preciado tesoro
de la religión católica, el protestantismo la ataca
con furia –el protestantismo, una secta falta de
madre, concebida por apóstatas y corruptos e
La referencia a Panamá fue parte de un esfuerzo para revivir memorias lejanas del papel de
los Estados Unidos al eliminar a Panamá de Colombia y crear impuestos en el año de 1903 para
así establecer un Estado cliente. Estos sentimientos se encontraban latentes desde que Washington había indemnizado a Colombia en 1923.
Pan-hispanistas, como Jordán, influidos por las
tradiciones clericales nacionales de la España
franquista y por el recuerdo de que un régimen
conservador, y no liberal, había sido humillado
por el expansionismo agresivo del presidente
Teodoro Roosevelt, llamado “Palo Grande”, relacionó a los protestantes con el imperialismo con
el objeto de desacreditar el panamericanismo.
Argumentando que una continúa penetración
de los Estados Unidos podía ser identificada desde los puros comienzos del siglo xx, los propagandistas de derecha promovieron el punto de
vista de que la actividad protestante formaba parte de una porción más amplia de una conducta
estadounidense de la Segunda Guerra Mundial,
la cual incluía una interrupción de la economía
colombiana, el desplazamiento de socios de importación y exportación europeos y la imposición de una herencia cultural extranjera,
especialmente por medio de las películas. De hecho, para las facciones católicas conservadoras la
libertad de culto era un disfraz velado para la expansión protestante estadounidense. Sintiéndose
triunfantes y belicosos luego del triunfo de Franco sobre la Segunda República española, los católicos de derecha veían al protestantismo no
solamente como una herramienta del imperialismo, sino también, mientras que los Estados Unidos y la Unión Soviética eran coagresores
durante la Segunda Guerra Mundial, como factor de disolución social que favorecía la entrada
del comunismo12.
Un anuncio oficial de Madrid en 1942 sobre
el envío de varios misioneros católicos (“trabajadores religiosos”) que serían enviados por España hacia Hispanoamérica, y especialmente a
Cuba, Centroamérica y Colombia, causó pre-
11
USA National Archives, Record Group 59 (en adelante RG. 59) 321.1163/10. Carta Nº 736, Lane, Bogotá, agosto
1 de 1942, al Secretario de Estado.
12
RG. 59 321.1163/8, Carta Nº 117, Lane, Bogotá, 10 de mayo de 1942, al Secretario de Estado y adjuntos.
estudios
introducida en nuestro país para traicionar a
nuestra patria y prepararla para ser conquistada,
minando una de sus bases maléficas y obedeciendo órdenes de aquel que se apoderó de Panamá,
la porción más valiosa de nuestro territorio.
análısıs polítıco nº 50
ron problemas en 1942. La embajada se lamentó
de la ausencia de una voz colectiva para los protestantes estadounidenses en Colombia, pero estaba ansiosa de no involucrarse en recrear el
comité para no ser identificado públicamente
con el mismo11.
Sucesos en Cali y Bogotá en 1942-1943 indicaban que una restringida relación entre la embajada estadounidense y algunos misioneros
protestantes de esa nacionalidad podría surgir en
áreas donde, en palabras del ministro estadounidense Arthur Bliss Lane: “...posteriores incursiones
de misioneros protestantes bien intencionados
puede la ser causa del resentimiento por parte de
la población local hacia los Estados Unidos”.
Como se pensaba que el culto a la Virgen María
era la divergencia entre el protestantismo y el catolicismo, un misionero de la Misión Protestante
de Cumberland aprovechó en abril de 1942 la
presencia del Congreso Mariano Nacional, antecesor de la Conferencia Episcopal, para poner
en circulación durante la misa celebrada por el
nuncio apostólico, un panfleto impreso en Bogotá titulado “Gratificación”. Éste ofrecía pagos en
dinero efectivo a los lectores que pudiesen citar
textos bíblicos que pudieran contener oraciones
a la Virgen María, e invitaba a los lectores a acudir a la Iglesia evangélica en Cali. El cónsul estadounidense en Cali, expresando su temor de que
propagandistas a favor de Axis utilizaran el panfleto para atacar el panamericanismo, ordenó
que no se imprimiesen más panfletos hasta que
el congreso no hubiese terminado.
Estos hechos tuvieron una secuela en el mismo mes en Bogotá, donde mujeres católicas fueron movilizadas para protestar contra la
propaganda protestante y los insultos a la imagen de Nuestra Señora de los Remedios. Hablando en una de las principales iglesias, un
sacerdote católico inconforme y un predicador
eclesiástico de moda, el padre Daniel Jordán, se
pronunciaron ferozmente contra las denuncias
protestantes hacia el culto a la Virgen María:
[11]
análısıs polítıco nº 50
[12]
ocupación por la penetración de la “quinta columna” tanto en la prensa liberal como en el
Departamento de Estado. Ya se había informado al respecto en 1941-1942 que tanto la Iglesia
presbiteriana de Cumberland, con sede en
Richmond, Kentucky, como las iglesias
estándares de “Biblia abierta” con sede en Des
Moines en Iowa, estaban enviando misioneros
nuevos a Colombia. Basado en las sugerencias
del doctor Edward G. Seel de la Iglesia protestante Union Church de Bogotá, cuya actitud objetiva no dejaba nada que desear y quien
lamentó la impresión adversa causada por algunas facciones entre los protestantes, el ministro
estadounidense para Colombia, Arthur Bliss
Lane, convocó una reunión con los misioneros
protestantes. Lane y Bliss compartían una misma preocupación de que los mejores representantes debían ser enviados a Colombia por
parte de sus organizaciones. En su reunión con
los misioneros, Lane hizo énfasis sobre la necesidad de tener tacto para evitar fricciones, en
que la religión católica era constitucionalmente
la religión oficial, y que la unión era necesaria
frente a las actividades de Axis. Al preguntarle
sobre un brote de violencia en la ciudad cafetera de Manizales, en la cual los misioneros fueron apedreados y su casa prácticamente
destruida, Lane se dispuso a mitigar el temor de
que la medida de protección dada a los ciudadanos norteamericanos variaba según su cargo.
Él insistía en que todos los ciudadanos norteamericanos que informaran con prontitud a la
Embajada de que eran víctimas de maltrato tenían derecho a recibir protección. Sin embargo, condenaba la actitud poco inteligente e
incluso escandalosa asumida por un ministro
protestante en Cali que había ofendido a los católicos en 1942. Treinta y un misioneros protestantes asistieron a la reunión. La lista de las
misiones pone en evidencia la diversidad y fragmentación de la actividad protestante: la Misión
Presbiteriana de Cumberland, la Unión de Misioneros del Evangelio, la Misión Estándar de la
Biblia Abierta, la Misión de la Alianza Escandinava, la Cruzada Evangelista Mundial, la Misión
Pentecostés, la Misión Indígena Suramericana,
la Misión Luterana Evangélica Colombiana de
Sudamérica, la Misión Metodista de Wesleyana,
la Alianza Cristiana y Misionera, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, la Misión de Pentecostés de Sogamoso y una hermandad
misionera de Plymouth. Las misiones eran de
organización variada; algunas estaban controladas por organizaciones establecidas en los Estados Unidos; otras tenían solamente una
organización nominal en ese país y actuaban independientemente en el terreno, y algunas veces había grupos itinerantes con un respaldo
económico, que actuaban en nombre del Espíritu Santo13.
Un tipo diferente de presión de la Iglesia católica colombiana provino de un comité, el cual,
en una carta dirigida al señor Frank (¡ataque!)
D. Roosevelt, destacaba la necesidad de una política de vecinos, y manifestaba su preocupación
por el posible deterioro de las relaciones cordiales interamericanas, debido a la propaganda protestante y los ataques a los pontífices romanos, el
clero católico, las ideas e imágenes venerados
por los fieles. “Nuestra gente...” continuaba la
carta, “…ama su religión y está preparada para
lanzar una defensa ilimitada de sus ideas religiosas”. La carta hacía alusión a un libro escrito por
John D. White titulado La barrera de nuestra política del buen vecino, que prevenía sobre el daño que
la propaganda protestante podía hacerle a la seguridad del hemisferio en contra de los poderes
de Axis14.
Incidentes de agitación y demostraciones
anti-protestantes eran aislados pero preocupantes, porque se llevaban a cabo en, por lo menos, siete departamentos de Colombia: Caldas,
Antioquia, Valle, Cundinamarca, Santander,
Cauca y Boyacá. Y cuando el significado de estos
sucesos era aumentado por los medios capitalinos, algunos de los cuales proclamaban la detección de un patrón nacional, esta exageración
podría tener resonancia en gran parte del altiplano. El patrón general resultante de 19421943 era sacado de contexto por propagandistas
de ambos bandos, los cuales aumentaban su importancia y utilizaban cada incidente para alimentar la polémica.
13
El Espectador, marzo 6 de 1942, RG. 59 321.1163/3. Carta, Mamie Wilson, Junta de Misiones Extranjeras, Iglesia
Presbiteriana de Cumberland, Richmond, Kentuky, enero 13 de 1941, al Comité de Relaciones Exteriores,
Washington, 321.1163/4. Carta G. S. Crookes, Open Bible Standard Churches, Inc., Des Moines, Iowa, noviembre
16 de 1942, al Departamento de Estado, RG. 54 321.1163/6. Carta Nº 1459, Arthur Bliss Lane (confidencial)
Bogotá, enero 21 de 1943 al Secretario de Estado, Washington.
14
RG. 59. 321.1163/8. Carta del Comité Pro-fé, sin fecha, 1943.
“Tierra de libertad, tierra de cristianos, no podemos
tolerar aquello que nos confunde y debilita nuestra
moral, que nos prostituya en el campo religioso,
que nos ve más o menos como infieles, y que nos
confunde con las tribus del África Central”.
Pocas cosas podían ofender más a aquellos
que decían ser herederos de una aristocracia racista hispano-católica tradicional que el ser confundidos con los negros africanos “paganos”.
Durante una conversación privada con Lane, el
presidente López y su ministro de Relaciones
Exteriores atribuyeron estos problemas, especialmente el incidente de Fontibón, directamente a Gómez, y también a elementos de la
derecha del clero que querían avergonzar al arzobispo Perdomo y al ala moderada de la Iglesia
católica15.
Ninguno de los dos, ni la embajada ni los líderes católicos tuvieron éxito en su llamado a la
moderación Por un lado, la Cruzada de Evangeli15
RG. 59 321.1163/10. Carta Nº 2192, Lane, Bogotá, mayo 29 de 1943, al Secretario de Estado.
16
RG. 59 321.1163/10. Carta Nº 1026, Lane, Bogotá, octubre 22 de 1942, al Secretario de Estado.
17
RG. 59 321.1163/7. Carta Nº 1741, Lane, Bogotá, abril 27 de 1943, al Secretario de Estado y adjuntos.
estudios
zación Mundial, una organización inglesa con
sede en Pittsburg siguió adelante con el plan de
enviar más misioneros a Colombia. Además, un
grupo de misioneros protestantes (siete
presbiterianos, dos metodistas, dos presbiterianos de Cumberland y dos misioneros independientes) decidió establecer en Medellín una
escuela para el estudio de la lengua castellana de
misioneros protestantes bajo el pretexto de su
clima moderado y su localización conveniente,
sin tener en cuenta que la ciudad era una fortaleza conservadora católica. Por otro lado, el nuncio apostólico se sintió obligado a expresar su
pesar por una demostración entusiasta de apoyo
a una oración de un jesuita alabando virtudes católicas y condenando vigorosamente al protestantismo, lo cual sucedió en un programa de
discursos patrocinado por el nuncio, al cual habían sido invitados el cuerpo diplomático y el ministro de Relaciones Exteriores16.
Disturbios en Duitama, Boyacá, dirigidos en
contra de la misión luterana mantuvieron vivo el
debate. Según Lane, los sacerdotes católicos incitaron a los disturbios; este suceso era más alarmante que sus predecesores porque los
luteranos no violaban las leyes colombianas y no
podían ser acusados de provocar, ya que celebraban sus servicios religiosos en recintos cerrados.
Las Biblias fueron rasgadas en pedazos y los
muebles destruidos, y no se pudo restablecer el
orden hasta que la policía fue enviada de Tunja,
la capital del departamento, y el pueblo vecino
de Paipa. El Siglo presentó una imagen distinta:
la policía liberal atacando a los católicos. Los disturbios ocasionaron quejas de Perdomo contra la
práctica protestante de contratar amerindios
analfabetas o casi analfabetas para ejercer el proselitismo entre sus seguidores. Lane sostuvo que
la selección sin tacto y mala de algunos misioneros por parte de sus superiores estadounidenses
era en parte responsable de los continuos problemas, pero también culpaba la falta de tolerancia de algunos obispos17. Entre tanto, hacia
finales del año 1943, algunos protestantes creyeron que los obispos católicos hacían uso de la
prioridad de política exterior estadounidense de
la seguridad hemisférica para conducir una campaña para convencer a Washington que quitara
las misiones protestantes, y que los obispos estaban animando a los laicos católicos para que pre-
análısıs polítıco nº 50
Este patrón fue ilustrado por el carácter y la
respuesta a un incidente en Fontibón, un pueblo
en las afueras de la capital, en el cual la propiedad de la Iglesia de la Unión del Tabernáculo de
Cristo de Beaumont, Texas, fue apedreada y destruida. La policía no intervino en la violencia
que siguió a la decisión del ministro de convocar
a reuniones religiosas los sábados por la noche
en un lote baldío que quedaba entre dos bares.
Lane le aconsejó al ministro que adaptara su
proselitismo a las costumbres del país y no se colocara en situaciones de las cuales surgirían inevitablemente problemas debido a un exceso de
entusiasmo. La revista mensual jesuita de escasa
circulación, Revista Javeriana, comentó el incidente, solamente para obtener una respuesta encendida en un artículo en el periódico liberal de
mayor circulación, El Tiempo, de Bogotá, escrito
por el hermano del dueño, el ex presidente Santos, “Calibán”, un prestigioso columnista anti-clerical que había sido excomulgado frecuente y
ruidosamente. El artículo de “Calibán” impulsó
un debate con el periódico conservador El Siglo
de Bogotá, del cual era copropietario Laureano
Gómez, y con El Pueblo de Medellín. Ahora algunos sectores de la prensa conservadora acusaron a
las misiones de formar parte de un ataque por
parte del capitalismo y del imperialismo.
[13]
análısıs polítıco nº 50
[14]
guntaran por qué los misioneros protestantes en
edad de prestar servicio militar, algunos de los
cuales habían sido reubicados de los países que
estaban en guerra, no estaban prestando servicio
militar activo.
Algunos obispos católicos fueron directos en
sus críticas al protestantismo. El arzobispo Crespo de Popayán tildó a los misioneros protestantes como “Ministros... sin Dios ni conciencia...”.
Otros notables eclesiásticos, como el arzobispo
primado de Bogotá, Ismael Perdomo, fueron menos severos. Él no dudó de la sinceridad de los
misioneros, pero condenó sus “biblias falsas” y
sus “panfletos especiosos”, y advirtió que el protestantismo, invadiendo una comunidad puramente católica, era una amenaza para las
relaciones pacíficas entre Latinoamérica y los Estados Unidos. Los católicos de derecha resentían
la transmisión radial de propaganda de emisoras
protestantes del Ecuador. La inteligencia católica, principalmente los jesuitas, poderosos en la
educación secundaria y superior, ya habían reforzado su armamento teológico con ideas corporativas sacadas de la dictadura Salazar de Portugal
y del régimen Dollfuss de Austria. Ellos argumentaban que la democracia liberal era poco
más que una farsa que servía de máscara para el
privilegio arcaico, y que el sistema político se debería reorganizar de forma que los paterfamilias
y grupos de interés tuvieran la representación en
lugar de particulares. También respondieron al
reto protestante emitiendo panfletos diseñados
tanto para mostrar los errores litúrgicos y
doctrinales del protestantismo, como para explotar casos de propaganda protestante tosca18.
Un denuncio colectivo del protestantismo fue
oportuno para unir al episcopado católico en su
conferencia nacional en 1943. Pero la censura
episcopal fue entendida en algunos sitios como
equivalente a la aprobación de acciones represivas
contra los protestantes. Diplomáticos, civiles y
eclesiásticos trataron de tomar acciones preventivas en aquellos sitios donde, sin agentes
moderadores, existía un peligro eminente de un
choque entre el protestantismo simple, cuyos misioneros no veían las bases éticas de las costumbres católicas, e igualmente del catolicismo
intransigente. Después de que el presidente encargado Alberto Lleras Camargo (1945-1946)
tuvo conversaciones confidenciales con el ministro estadounidense donde le informó que los sentimientos anti-protestantes provenían del
departamento de Santander con el fin de avergonzar al gobierno liberal ante los ojos de los Estados Unidos, la embajada americana luchó para
desalentar la actividad misionera. El ministro estadounidense, Spruille Braden, importó un obispo
católico de los Estados Unidos para recordar a los
colombianos que los Estados Unidos no eran exclusivamente protestantes y para proyectar una
imagen favorable. El sucesor de Braden, bajo el
pretexto de que los vuelos debían ser limitados
durante la guerra, trató de reducir el número de
permisos de salida de los misioneros estadounidenses; de 2.000 ciudadanos estadounidenses residentes en Colombia en 1944, 200 eran
misioneros. Estas gestiones tenían poco efecto.
Una protesta formal del nuncio apostólico solicitaba que en las zonas periféricas de las misiones –
las áreas selváticas poco pobladas– el gobierno, la
educación, la beneficencia y la catequización de
los amerindios fuera confiada a concordatos sucesivos de las órdenes religiosas católicas, tales como
los capuchinos españoles, confirmando los temores de persecución de los protestantes19.
El problema no tuvo solución mientras una
versión franquista intransigente del catolicismo
adquiría impulso. Sus representantes no querían
tener trato con el liberalismo y rechazaban cualquier oferta y compromiso como si fuera evidencia de retroceso; proclamaron modernismo en
todas sus formas, consideraron incluso a un gre-
18
Ver Kenneth G. Grubb, The Northern Republics of South America. Review of Ten Years Evangelical Progress, Londres,
1938, p. 6; Anuario General de Estadística 1940, Bogotá, 1940, p. 235; Norman P. Grubb, Mountain-movers -A Work of
Faith in Colombia, Londres, 1943, esp. pp. 12-13; Kenneth G., Colombia por un sacerdote católico convertido del
protestantismo, Bogotá, 1958, p. 14; Epístola pastoral “Sobre el protestantismo´, noviembre 4 de 1930, reeditado en
Los cien pastorales del Excmo. y Rvdmo. Sr. DD. Maximiliano Crespo promulgados durante el tiempo que ocupó la Sede
Arquiepiscopal de Popayán, Bogotá, 1942, pp. ii, 173-174; Ismael Perdomo, Estudio sobre la campaña y penetración
protestante en Colombia, Bogotá, n.d.; Mora Díaz, El clarín de la victoria, Tunja, 1942, pp. 25, 146, 192; El Cruzado,
Tunja, abril 19 de 1940; Eduardo Ospina, El protestantismo: su estado real a la luz de la historia y su doctrina a la luz de
la Biblia, Bogotá, 1942, pp. 18-20; Conflicto social creado en San Martín de Loba por el párroco Luis E. García, panfleto,
Magangué, 1940; El Siglo, mayo 26, diciembre 5 de 1940.
19
Foreign Relations of the United States. Diplomatic Paper 1945. The American Republics, Washington D.C., 1945, pp. vi. 8091; Oficina del Registro Público, London, FO 371/AS 4815/1301/1, septiembre 14 de 1944/Snow a Eden; D.S.
821.00/3440/8, marzo de 1944; 4176/ agosto 4 de 1944, Lane al Secretario de Estado.
“Estimado Presidente. Algo debe hacerse con
respecto a este asunto. Yo sé que usted fue criado
por una santa madre bautista y conoce el valor de
la oración. Así que, asegúrese que el reverendo
Holden (el misionero de Garagoa) reciba protección... Que Dios lo bendiga y lo guíe”.
Los diplomáticos, avergonzados, destacaron
que la violencia de Garagoa era parte de un patrón más amplio de violencia en los departamentos orientales de Boyacá y los santanderes, y que
la misión luterana había desatendido el consejo
de la embajada de mudarse a otro sitio porque
pensaba que gozaba de la protección de oficiales
liberales (exponiéndola a una identificación partidaria clara en un área de violencia) y porque
tenía un centro de actividad fuerte en el densa-
20
Abel, Iglesia, partidos y política, Chs. 4, 5.
21
RG59 321.1163/3 - 1748 CS. Carta, Sr. y Sra. Herbert F. Putney, Loos, CA, marzo 17 de 1948, al Secretario de
Estado. RG. 59. 321.1163/5 - 2548. Carta, señora Arthur Yeaton, Foster Lumber Co. Retail Yard Division, Rexford,
Texas, mayo 25 de 1948, al Secretario de Estado y adjuntos.
22
RG. 59 321.1163/5 - 2248. Carta, L. Garvie Moore, Rentford, Illinois, mayo 22 de 1948, al presidente Harry S.
Truman. RG. 59 321.1163/5 - 1149. Carta LeRoy M. Kopp, Calvary Temple, Los Ángeles, abril 11 de 1949, al
Secretario de Estado y adjuntos.
estudios
sión local de la Comuna parisina que requería
un reto contrario. Un corresponsal tejano envió
un artículo de un misionero de Garagoa que aseguraba que la embajada estadounidense no les
proporcionaba protección adecuada y describió
al gobierno de Estados Unidos casi como un
cómplice que doblegaba sus armas cuando pandillas de ebrios eran enviadas por los sacerdotes
católicos en contra de los protestantes. “Son los
católicos romanos y no los comunistas, como dicen nuestros periódicos, quienes están agrediendo...” a los misioneros21. “Los católicos mataron
al gran líder liberal (Jorge Eliécer Gaitán) y el
pueblo se alzó en armas... La gente de
Latinoamérica está tratando de liberarse del
cruel yugo del romanismo... La ciudad apaga sus
luces y las pandillas de ebrios son enviadas y animadas por los sacerdotes a atacar las misiones”.
Esto era claramente una perspectiva selectiva
partisana, y aunque no había certeza de quién
había matado a Gaitán, parecía que su asesino
era un fanático clerical. Pero no existía evidencia
que concluyera que existía una conspiración derechista o católica, y grandes porciones de
Latinoamérica, por ejemplo el litoral caribe de
Colombia habían sido apenas rozadas por el catolicismo. En una línea similar, un corresponsal
de Illinois le escribió al presidente Harry
Truman pidiéndole ayuda:
análısıs polítıco nº 50
mio católico como un subversivo en potencia y
sensibilizaron los lazos jerárquicos de una sociedad rural. El advenimiento al poder de una coalición gubernamental liderada por los
conservadores animó las pretensiones teocráticas
de los obispos derechistas para restablecer el estado privilegiado de la Iglesia católica que existió
antes del año 1930. El prospecto de transición de
una coalición a un régimen exclusivamente conservador en 1950 fortaleció estas esperanzas. A
medida que se acercaban las elecciones presidenciales de 1949, los obispos derechistas atizaban las
llamas de la violencia, dando instrucciones a los
clérigos de parroquia para amenazar a los votantes liberales con maldiciones. Interpretando la
guerra fría desde su propia perspectiva, estos obispos derechistas argumentaban ferozmente que el
mundo estaba dividido entre Roma y Moscú; y, observando la historia, argüían que la batalla que
ellos luchaban era parte de la eterna batalla contra los moros y jacobinos en la cual Dios había
sido confrontado con el mal. Ser protestante era
ser liberal, y por consiguiente pecaba doblemente
ante Dios y ante la patria20.
Entre tanto, durante los primeros meses del
año 1948, los protestantes se enredaron nuevamente en la violencia, cuando la misión de los
Andes en Garagoa, Boyacá, fue destruida. La embajada norteamericana anteriormente se encontraba bajo presión directa de los misioneros, y
ahora los aliados y superiores de las organizaciones misioneras en los Estados Unidos se unían
en una campaña orquestada de presión dirigida
al gobierno federal de Washington. Incluso había peticiones de los protestantes para que se les
permitiera tener una audiencia en la Novena
Conferencia Internacional de los Estados Americanos que tendría lugar en Bogotá en abril de
1948. Corresponsales californianos con el general George C. Marshall, ministro de Asuntos Exteriores, reclamaban que la policía estaba
obstruyendo la entrega a los misioneros de permisos de residencia y documentos de
identificación. Después del “Bogotazo” los misioneros protestantes se quejaron de persecución
cruel y despiadada por parte del clero conservador, el cual veía la insurrección como una ver-
[15]
análısıs polítıco nº 50
[16]
mente poblado Valle de Tenza22. Una nueva ola
de misioneros protestantes que entraba a Colombia tras la expulsión de extranjeros de China por
los victoriosos insurgentes comunistas, era más
moderada que la generación anterior.
Las nuevas oleadas de violencia anti-protestante estaban dirigidas a grupos misioneros recién
llegados que tenían poco conocimiento de las
condiciones colombianas, como los bautistas del
sur y los adventistas del Séptimo Día. La embajada
estadounidense, alegando que la violencia preelectoral constituía una carga inaguantable sobre
las agencias encargadas de hacer cumplir las leyes,
recomendaron la evacuación temporal de las misiones, a pesar de que el gobierno les aseguró que
el culto protestante podía continuar siempre y
cuando se llevara a cabo en recintos cerrados.
Mientras se sostuvo el punto de vista que ignoraba
la participación en la violencia de agencias encargadas de hacer cumplir la ley, la embajada mantuvo la cooperación del Ministerio de Relaciones
Exteriores, el cual, sin embargo, no ejercía una influencia directa sobre los eventos domésticos. Hacia julio de 1949 se registraron incidentes
anti-protestantes en los Llanos Orientales, Boyacá
y Santander: la Iglesia presbiteriana de Dabeiba
en Antioquia fue dinamitada; varias capillas de la
misión presbiteriana de Cumberland fueron destruidas en el Valle del Cauca, y la policía inspeccionó los predios de la Misión Adventista del
Séptimo Día en Medellín y confiscó la propiedad
privada de un misionero, deteniéndolo por corto
tiempo en forma ilegal.
Los problemas causados a la embajada estadounidense por los misioneros que decidían operar
en áreas fuera de un radio de impacto efectivo
del gobierno central fueron ilustradas por el
caso “El Secreto”: la estación misionera evangélica del Casanare, que quedaba tan lejos que no se
podía llegar a ella desde Bogotá sino por vía aérea, fue asediada por (presumiblemente) varios
cientos de asaltantes que obligaron a los trabajadores de la misión a adoptar una defensa de “vaquero”23. Mientras la cobertura del protestantismo se
ampliaba y el número de adherentes protestantes
aumentaba de casi 8.000 en 1948 a cerca de
12.000 en 1953, el volumen de las quejas de los
católicos de que los protestantes estaban comprometidos en una campaña anti-católica bien
orquestada aumentaron sustancialmente. Los
protestantes hablaban de la lapidación de sus
iglesias y casas, de que los magistrados rehusaban
realizar matrimonios civiles para confirmar su estado marital ante los ojos del Estado, de la
confiscación de sus biblias y otra literatura, y de
la interrupción en sus servicios religiosos por
parte de sacerdotes que arengaban a los fieles y
la policía para que los intimidaran. Algunos protestantes alegaban que se les negaba el tratamiento hospitalario en los pueblos pequeños
porque las enfermeras de las hermanas de la caridad los obligaban a confesarse a su llegada. Católicos de derecha contraatacaron y protestaron
contra una supuesta colaboración protestante
con las guerrillas liberales durante “La Violencia”, y una incursión protestante en una revuelta
de los amerindios en Tierradentro24.
En 1951, los líderes protestantes mostraron a
los diplomáticos británicos un optimismo cauteloso
acerca de la reducción de la “persecución” luego
de la toma de posesión del presidente Laureano
Gómez, y que representaciones informales ante el
Ejecutivo colombiano y el Departamento de Estado
norteamericano habían tenido algunos efectos
beneficiosos. El doctor Stanley Rycroft de la junta
presbiteriana de misiones extranjeras aseguró que
había llegado a la conclusión, en las reuniones con
más de cuarenta misioneros presbiterianos, de que
la persecución había disminuido y que los ataques
no tenían un patrón consistente y no eran puramente religiosos. Él era optimista sobre el aumento
de la asistencia en las iglesias y colegios protestantes. El reverendo Everett Gill, Jr., de la Convención
de los bautistas del sur también expresó optimismo
de que más misioneros estaban siendo enviados
como profesores, doctores y enfermeros a las ciudades (contrariamente a las actividades de la mayoría de las misiones protestantes anteriores) donde
23
RG. 59 321.1163/7 – 849. Carta Nº 440 (confidencial), Robert Newbegin, Chargé d’Affaires, Bogotá, julio 9 de
1949, al Secretario de Estado.
24
Boletín católico, Sibundoy año x no. 110, abril de 1947, p. 5; junio de 1947, p. 9; Benjamin Haddox, Sociedad y
religión en Colombia (Bogotá, 1965), pp. 42-44. Ver los escritos de un misionero protestante y secretario de la
Oficina de Información y Relaciones Públicas de la Confederación Evangélica de Colombia, James Goff, The
Persecution of Protestant Christians in Colombia 1948-1958. With an Investigation of its Backgoround and Causes, CIDCC
Sondeos Nº 23, Cuernavaca, México, 1968, (reedición de ThD Disertación, Seminario de San Francisco, 1965);
Pat Symes, Action Stations Colombia, Londres, 1955, p. 52; William C. Easton, Colombian Conflict, Londres, 1954;
Easton, Knights of the Colombian Way, Londres, 1959; Eduardo Ospina, Las sectas protestantes en Colombia. Breve reseña
histórica con un estudio especial de la llamada persecución religiosa, Bogotá, 1955; Semana, febrero 2 de 1952.
25
Oficina de Registro Público Londres/FO. 371/908/8. Memo, “The Present Situation in Colombia”, noviembre 29
de 1951, Richard M. Fagley a Kenneth G. Grubb.
26
New York Times, marzo 4 y 23, abril 2 y 20, mayo 28, junio 7, julio 6 de 1952, enero 23, 27 y 30, febrero 4 y 18,
mayo 23 de 1953; Christian Science Monitor, febrero 9 de 1953; República de Colombia, Conferencia del señor
doctor Alfredo Vásquez Carrizosa, ministro encargado de Relaciones Exteriores... El 20 de agosto de 1952, Bogotá,
1952, p. 18; Hermana Suzanne Dailey, “United States Reactions to the Persecution of Protestants in Colombia
During the 1950s”, Saint Louis University, Tesis para optar por el titulo de PhD, 1971, pp. 105, 198-201.
Schweizerische Evangelische Pressedienst, Zurich, enero 14 y 21, febrero 18, mayo 6 y 13 de 1953; Manchester
Guardian, mayo 5 y 12 de 1953; Michael Derrick, Spain and Colombia -The Position of Protestants, Londres, 1955, p. 8;
L”Osservatore Romano, julio 17 de 1952; Cornelia Buller Flora, “Mobilizing the Masses: The Sacred and the Secular
in Colombia”, Columbia University, Tesis para optar por el título de PhD, 1970, p. 31.
estudios
Estado tenía la responsabilidad de representar
los intereses de sus compatriotas. En efecto, los
ministros estadounidenses en Bogotá hicieron
repetidas insinuaciones a favor de los misioneros, y obtuvieron la respuesta respetuosa de que,
en contexto de “La Violencia”, el gobierno no
podía garantizar la seguridad de intrusos. A pesar de la intervención diplomática, se le ordenó
al último programa radial protestante salir del
aire en 1953. El debate se propagó momentáneamente a Europa. Después de que hubo preguntas en la Casa de los Comunes acerca de
ataques contra misioneros británicos, la Sociedad Católica de la Verdad intercedió en contra
de la “indignación selectiva”. El Consistorio de
Ginebra protestó por el trato dado a los protestantes. El vocero del Vaticano L”Osservatore Romano rechazó repentinamente las protestas de los
protestantes aduciendo que eran propaganda
falsa y tendenciosa26.
Si los diplomáticos estadounidenses eran a veces cortantes en sus críticas a los misioneros protestantes en 1940, sus colegas británicos también
fueron muy severos en 1950. En 1960, los británicos reportaron que un boletín con amplia circulación en los Estados Unidos, el Reino Unido y
Canadá, escrito por J. Goff, rector del Colegio
Americano de Barranquilla y el secretario de
prensa de la Confederación Evangélica de Colombia, era responsable por la prensa violenta y
la crítica pública del gobierno colombiano, por
preguntas formuladas en el Congreso de los Estados Unidos y el Parlamento británico, y también por el resentimiento de los colombianos
sobre lo que se consideraba una campaña maliciosa y difamatoria. Las fuentes de los diplomáticos británicos insistían en que los reportes de
Goff demostraban en algunas ocasiones ser
garrafalmente erróneos. Informes de persecución circularon ampliamente después de la formación de la Confederación Evangélica
Colombiana militante en 1950, a las cuales las
iglesias anglicanas y episcopales (que no hacían
análısıs polítıco nº 50
no hubo violencia en el último tiempo, se continuaba predicando en lugar de transmisiones radiales y Gill no había sabido de “violencia sistemática”
desde el ataque en el Valle del Cauca dos años
atrás25.
El conflicto religioso tuvo dimensiones internacionales durante un tiempo breve. La Confederación Evangélica de Colombia, a la cual
pertenecían todos los grupos activos de misioneros protestantes, intentó crear un frente unido
contra el gobierno y la Iglesia católica. La Confederación mantuvo el conflicto sofocante en
1952-1953 redactando una lista mensual del número de mártires que fue entregada a la prensa
norteamericana y estaba diseñada para avergonzar el gobierno conservador autoritario de
Gómez y del designado presidencial Roberto
Urdaneta Arbeláez (1950-1953). Éstos eran ya
sujetos a críticas por parte de los Estados Unidos
como resultado de una propaganda liberal. Algunos católicos de los Estados Unidos, dudando de
la validez y autenticidad de la propaganda protestante, reclamaban que los reportes de la Confederación Evangélica habían sido publicados
precipitadamente sin dar tiempo a que ni el Estado colombiano ni la Iglesia católica pudiesen dar
respuesta a las acusaciones. Algunos católicos estadounidenses estaban enfadados por la estridencia de las críticas de los protestantes, y lo
vieron como un vocabulario de una campaña
difamadora que se usaba en los Estados Unidos;
esto avergonzó y confundió a los diplomáticos estadounidenses. Por un lado, se rehusaban a
antagonizar al gobierno de Gómez, el cual ofrecía los términos más generosos a las inversiones
extranjeras en Latinoamérica y como un gesto
propio envió tropas para unirse a las fuerzas de
las Naciones Unidas en Corea. Más aún, la facción de Gómez estaba de acuerdo con las prioridades de los burócratas liberales del
Departamento de Estado, rompiendo con las ataduras franquistas que tuvieron en la oposición.
Sin embargo, el personal del Departamento de
[17]
análısıs polítıco nº 50
[18]
más que servir a las congregaciones extranjeras)
y la Iglesia luterana no quisieron unirse, y se contrató a Goff para que presentara su caso ante la
opinión pública estadounidense y británica. Muchos protestantes fueron maltratados durante
“La Violencia” y algunos (Goff hablaba de un
total de 1.216) fueron asesinados. Sin embargo,
había razón, de acuerdo con diplomáticos británicos, que creían que fueron víctimas porque
estaban alineados con los liberales (como opositores de una alianza católica-conservadora) y
no porque fueran protestantes. Las causas principales de incidentes anti-protestantes eran ahora: la envidia de los católicos al comparar la
riqueza de los pastores protestantes y su uso de
bienes materiales para atraer conversos y protestantes27.
El fanatismo no caritativo desplegado por ambas partes era notorio. Sobrepasado por un celo
proselitista, los misioneros protestantes eran inconscientes de “La Violencia”, y actuaban como
si estuvieran trabajando en un entorno normal
misionero. Ningún gobierno central poseía los
recursos para garantizarles que estuvieran libres
de sufrir actos de violencia. Los catálogos de incidentes violentos y declaraciones anti-protestantes
airadas provenientes de católicos destacados no
incrementaron las denuncias de “persecución
sistemática” hechas por publicistas protestantes.
La confusión caleidoscópica de “La Violencia”
sugería completamente lo contrario: que una actividad represiva no coordinada no podía ser frenada como consecuencia de la fragilidad de la
maquinaria estatal y su fraccionamiento en gran
parte del país. Si bien el gobierno tenía la voluntad de sofocar la violencia en contra de los protestantes, tampoco contaba con los medios para
hacerlo.
Los católicos manifestaron igualmente su insensibilidad. El reto protestante nunca mostró
ser una verdadera amenaza para la supremacía
católica. El Episcopado jamás lanzó una campaña que no fuera ambigua para fortalecer la intolerancia religiosa. Tal acción era políticamente
imposible porque los obispos no ejercían control
sobre las órdenes religiosas, y porque hubieran
antagonizado a los obispos falangistas para los
cuales la tolerancia religiosa era en sí misma un
anatema. En consecuencia, los obispos católicos
fueron objeto de acusaciones de proteger en exceso a los sacerdotes de las parroquias y a los lai27
cos católicos involucrados en actos violentos.
Una campaña anti-protestante que empezó
como un expediente para sanear la división entre los obispos, se salió del control de sus
instigadores.
La decisión de los principales partidos de formar una coalición gubernamental luego de un
régimen militar (1953-1958) no pudo poner fin
a “La Violencia”, pero precipitó un cambio
definitivo en su carácter. Mientras en 1948 las
principales características de actos violentos eran
intra-clase y de tipo guerrillero, para principios
de los años 1960 los actos violentos entre clases
sociales aumentaron y los actos violentos entre
partidos políticos tradicionales casi desaparecieron. Para entonces las circunstancias eran en
cuatro aspectos propicias para dar fin a la violencia contra los protestantes. Primero, la Iglesia católica era partidaria del acuerdo bipartidista de
1958 y hasta sus obispos derechistas moderaron
su lenguaje, aceptando el hecho de que durante
la guerra fría los católicos y los liberales tenían
un adversario común. Ciertamente el lenguaje
franquista fue desplazado mayormente por un
catolicismo social que acomodaba la mayoría de
los aspectos de una versión más colectiva del liberalismo y se adaptaba a la incipiente urbanización; argumentaban que, si se daba una respuesta
efectiva a la izquierda secular, los patrones tradicionales de la caridad tenían que ser racionalizados y complementados por políticas sociales
efectivas. Segundo, muchos ex gaitanistas fueron
reabsorbidos por los ideales políticos, y su hostilidad hacia los católicos conservadores enmudeció.
Tercero, el presidente de la coalición Alberto
Lleras Camargo (1958-1962), un cercano aliado
de la facción gobernante de Kennedy en Washington, fue inequívoca al condenar todas las persecuciones religiosas. Finalmente, la revolución
cubana de 1959 unió a la mayoría de los católicos
y protestantes en Colombia en contra de la izquierda revolucionaria. A mediados y finales de
los años sesenta las hostilidades católico-protestantes fueron olvidadas en medio de nuevos y reñidos debates que lanzó a las instituciones
religiosas al desorden: el levantamiento que precipitó el Concilio Vaticano Segundo (19621965); el surgimiento de los radicales y,
brevemente, de la izquierda católica revolucionaria liderada, hasta su muerte en una acción armada, por el padre Camilo Torres, y el debate de
FO 371/148372/194236. Memorando confidencial, “The Position of the Catholic Church in
Colombia”, E. B. Howard, junio de 1960.
FECHA DE RECEPCIÓN: 13/05/2003
FECHA DE APROBACIÓN: 18/06/2003
estudios
(Estados Unidos, CEE, Japón, etc.). Pero en
asuntos religiosos estos hechos casi nunca se presentaron, no solamente porque muchos grupos
protestantes eran autosuficientes financiera y
organizacionalmente, sino porque ninguno –a
diferencia de algunas sectas guatemaltecas a
finales de los años setenta y ochenta– estaba influido significativamente por enlaces de religión
politizada en los Estados Unidos ejemplarizada
por la mayoría moral. La división católico-protestante, que nunca fue un asunto de mayor importancia en la política colombiana, fue eliminada
de la política nacional. Un asunto interesante,
aunque secundario: esta división ilustraba el aislamiento de Colombia de la corriente dominante
de la política internacional y latinoamericana y
el cuidado con el que los diplomáticos evitaban
confundir el asunto religioso con otro, y para
ellos existían asuntos más importantes tales
como la seguridad hemisférica, el libre comercio
y un clima favorable para la inversión económica
extranjera.
análısıs polítıco nº 50
planificación familiar a finales de los años sesenta y los años setenta. A medida que progresaba el
diálogo ecuménico, las relaciones entre católicos
y protestantes se volvieron más cordiales.
No cabía duda de que existía una división de
una cultura occidental no europea en Colombia,
donde prevalecía un derivado de la cultura europea. Lo que sí era un hecho en Colombia era
que existía una percepción que reñía con lo que
era una cultura occidental y lo que era de vanguardia. Para los misioneros protestantes, los pobres de Colombia tenían derecho a compartir los
beneficios de la cultura occidental: alfabetización, educación y salud moderna.El nacionalismo
radicaba en el rechazo simultáneo y en la burla
de la cultura norteamericana, afro-colombiana e
indígena-colombiana y en una exaltación racista
de las tradiciones aristocráticas hispánicas. Para
los exponentes de los acuerdos de la coalición
después de 1958 el nacionalismo cultural consistía en mantener las tradiciones nacionales mientras se elegía entre las influencias externas
[19]
análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril
2004:
págs.
análısıs
polítıco
nº 20-34
50
Las guerras civiles en la
era de la globalización:
nuevos conflictos y
nuevos paradigmas
al terminar la guerra fría, y dada la
nueva configuración de las relaciones internacionales, ciertos analistas tuvieron por un tiempo la
esperanza un tanto mesiánica del logro de la paz
universal y de la constitución de un “nuevo orden
internacional”. Sin embargo, a mediados de los
años noventa, esta esperanza se encontraba fuera
de lugar, y varios teóricos se esforzaban por dar
cuenta de la naturaleza perenne de ciertos conflictos, o del surgimiento de nuevas guerras. Tres corrientes tuvieron un impacto significativo en el
debate intelectual y universitario. La primera se
encuentra bien ilustrada por las tesis del periodista
Kaplan1 , o las de Enzensberger2 : la civilización es
atacada por todas partes, por males múltiples, entre los cuales, los más nocivos son, además de las
nuevas pandemias, el fundamentalismo y la violencia comunitaria. La segunda corriente se dio a conocer a través de los trabajos de Collier, y propone
un análisis económico de los conflictos civiles, en
el que la depredación por parte de los rebeldes
desempeña el papel explicativo principal3 . La tercera, y sin duda la más influyente antes del 11 de
septiembre de 20014 , estableció una diferencia
cualitativa entre las guerras antiguas y las moder-
ISSN 0121-4705
[20]
Roland Marchal
Investigador del CNRS (CERI).
Christine Messiant
Investigadora del Centro de
Estudios Africanos de la Escuela de
Altos Estudios de Ciencias Sociales.
1
Kaplan R. R., “The Coming Anarchy: How scarcity,
crime, overpopulation, tribalism and disease are
rapidly destroying the fabric of our planet”. En: The
Atlantic Monthly, febrero, 1994.
2
Enzensberger H. M. Civil Wars: from L.A. to Bosnia, New
York, Free Press, 1994.
3
Collier P. “Greed and grievance”. En Berdal M. et
Malone D. (eds.), Greed and Grievance: Economic
Agendas of Civil Wars, Boulder, Lynne Rienner, 2000.
Esta teoría ha sido criticada aquí mismo en Marchal R.
et Messiant C. “De l’avidité des rebelles. L’analyse
économique de la guerre civile selon Paul Collier”, en:
Critique internationale, N° 16, julio 2002, pp. 58-69.
4
Este artículo ha sido extraído, y parcialmente
modificado, del texto “Une lecture symptomale de
quelques théorisations récentes des guerres civiles”,
Paris, CERI, 46 páginas multigr., 6 de marzo, 2001.
5
Kaldor M., New and Old Wars. Organized Violence in a Global Era, Cambridge, Polity Press, 1999.
6
Kalyvas S. “ ‘New’ and ‘Old’ civil wars: Is the distinction valid?”, Paris, Colloque La guerre entre le local et le global.
Sociétés, États, systèmes, CERI, 29 y 30 de mayo 2000. Disponible en el sitio www.ceri-sciences-po.org y retomado en
P. Hassner y R. Marchal, La guerre entre le local et le global, Paris, Karthala, 2003, por aparecer.
7
En el resto del texto, las comillas se utilizarán para referirse a estas dos corrientes precisas.
8
Kaldor M., 1999, Ob. cit., pp. 77-78.
9
Ídem., p. 98: “Todos los demás deben eliminarse [...] Es por esto que el principal modo de control del territorio
no es el apoyo del pueblo, como en el caso de las guerras revolucionarias, sino el desplazamiento del pueblo: se
trata de deshacerse de todos aquellos que podrían convertirse en opositores”.
estudios
cuestión [...] Las políticas de identidad, por el
contrario, son más bien fragmentadas, enfocadas
hacia el pasado, y exclusivas”8 . La misma oposición se encuentra en los “analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”: mientras que
las antiguas guerras civiles se producían por causas bien definidas, impulsadas por una ideología
progresista de transformación política, basada en
la búsqueda del bien común, las nuevas son, en
el mejor de los casos (es decir, cuando no están
simplemente desprovistas de toda ideología y de
todo proyecto), movilizaciones etno-nacionalistas. Estos autores les otorgan incluso las mismas
características que Mary Kaldor: fragmentadas,
retrógradas y exclusivas. Para decirlo en sus propios términos, mientras que las antiguas guerras
tenían lugar en el espíritu del cosmopolitismo,
las nuevas lo hacen en nombre del particularismo y del exclusivismo; la oposición entre universalismo y fundamentalismo apunta entonces
hacia esta división entre los conflictos civiles antiguos y nuevos.
Guerras con y para la población versus violencia
contra la población. Mientras que las antiguas guerras se beneficiaban de un fuerte apoyo popular,
las nuevas estarían desprovistas de éste, y no se
preocuparían en lo más mínimo, además, por la
población; se distinguirían, por el contrario, por
su violencia, a menudo extrema, en contra de los
civiles. Los métodos de las nuevas guerras se
constituirían, en efecto, en uno de sus signos distintivos más flagrantes: por medio de una mezcla
de técnicas de guerrilla y de contra-guerrilla, dan
lugar a crímenes en masa, a desplazamientos forzados, etc. Mary Kaldor pone en oposición la
construcción de una nueva sociedad modelo en
las zonas liberadas por los revolucionarios de
otra, y la forma en que los nuevos actores de las
guerras establecen el control político por medio
del desplazamiento forzado de las poblaciones y
la eliminación de todos los obstáculos potenciales para su proyecto9 . De la misma forma, para
los “analistas de los conflictos posteriores a la
Guerra Fría”, si la mayoría de los antiguos con-
análısıs polítıco nº 50
nas. Ésta se encuentra particularmente bien representada por una respetable universitaria,
Mary Kaldor, a quien se dedica este artículo, así
como por la posterior aparición –debida a convergencias de hecho entre estas corrientes tan diferentes– de una nueva y legítima problemática
sobre los conflictos, la cual nos parece intelectualmente discutible, así como peligrosa por sus
implicaciones.
Mary Kaldor se inspira mayormente en el caso
de Nagorny-Karabakh y de Bosnia en su obra
New and Old Wars5 . Las características que le atribuye a las nuevas guerras –según ella, las que surgieron después del principio de los ochenta con
la mundialización– se encuentran también en
otros autores que se han concentrado en el estudio de las rebeliones armadas surgidas en la periferia del mundo (América Latina y Central, sur
de Asia, África) pero que sitúan el corte histórico
en el fin de la Guerra Fría. En nuestra lectura,
seguiremos en forma global el razonamiento de
Mary Kaldor, ya que ella es casi la única en construir una argumentación para basar este paradigma, mientras que la mayoría de los demás
“teóricos de las nuevas guerras” no lo hacen y se
contentan a menudo con hacer vagas referencias
a estos nuevos conflictos, o a los antiguos6 .
Las guerras de la era de la mundialización, según Mary Kaldor, así como aquellas posteriores a
1989 para los “analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”7 , pueden oponerse a las
antiguas guerras en tres planos diferentes.
Ideología versus identidad o vacío político. Las
nuevas guerras reposan fundamentalmente sobre movilizaciones de identidad, en oposición a
los fines ideológicos o geográficos de las antiguas. Mary Kaldor no niega, como lo hacen otros
autores, el carácter político de dichas guerras
(de hecho, ella habla de identity politics –pero
opone dichas políticas a aquellas que se basan en
lo que ella llama las “ideas”: “Las políticas de las
ideas se basan en proyectos enfocados en el futuro. Tienden a ser incluyentes, es decir, a incorporar a todos aquellos que sostienen las ideas en
[21]
análısıs polítıco nº 50
[22]
flictos civiles eran centralizados y disciplinados, y
si la violencia de las rebeliones se hallaba controlada, los nuevos se caracterizarían por una violencia que es a la vez anómica y extrema,
ejercida menos contra los ejércitos enemigos y
más contra las poblaciones.
La economía de las guerras: movilización de la producción versus ilegalidad y saqueo. Según Mary
Kaldor, el tipo de economía sería otro factor que
pondría en oposición a las nuevas guerras y las antiguas. La economía de las antiguas habría sido
más autártica y centralizada, mientras que la de
las nuevas es mundial, dispersa, transnacional, y
moviliza a la vez el mercado negro, el saqueo, la
ayuda externa, la diáspora y la ayuda humanitaria. Con frecuencia, y de manera menos precisa,
se encuentra la misma distinción entre los
“analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”: mientras que las antiguas rebeliones
podían sobrevivir con “sus propias fuerzas” y sin
recurrir a la extorsión, las nuevas se alimentan
siempre del desvío de los bienes públicos, del saqueo y de la depredación. Y esta depredación se
encuentra fuertemente internacionalizada, trasplantada principalmente a los circuitos del tráfico internacional.
Esta corriente manifiesta una agudeza en el
análisis de las guerras que se encuentra sin duda
muy lejos del economicismo, y del rechazo al
análisis de los estados de Collier, con una mayor
conciencia de las dinámicas políticas y sociales, y
una visión más construida de las relaciones entre
las rebeliones y los estados, cuyo funcionamiento
también se somete a interrogatorio. Muchos de
los elementos que toma en cuenta son efectivamente importantes para analizar los conflictos.
No por ello, sin embargo, deja de presentar incoherencias, confusiones y generalizaciones
abusivas. Por esas dos razones nos detendremos
a analizarla.
La institución de un corte radical entre las
guerras antiguas y las modernas no soporta, efectivamente, un examen cuidadoso. Las características que se atribuyen a unas y otras no se
encuentran claramente establecidas, y no pueden además atribuirse en forma rigurosa a los
cambios ocurridos en el período en que éstas se
circunscriben. Luego de un análisis, parece que
las guerras antiguas y nuevas constituyen más
bien dos síndromes, es decir, se puede mencio10
nar aquí la definición del diccionario Petit Robert:
“Dos conjuntos de síntomas, que si bien claramente definidos, pueden observarse en diversos
estados (patológicos) diferentes, y que por sí solos no permiten determinar la causa y la naturaleza [de la enfermedad]”.
¿ S O N L A S N U E VA S G U E R R A S C I V I L E S TA N
D I F E R E N T E S D E L A S A N T I G UA S ?
Notemos en primer lugar que este paradigma
se ha establecido considerando las guerras que
se benefician del interés de la comunidad internacional; corriendo el riesgo de dejar por fuera
del análisis (como ya lo han hecho ciertos trabajos teóricos de la época de la Guerra Fría, que
también habían olvidado algunos conflictos)
ciertas guerras que sobrevivieron al cambio de
período u otras recientes, pero que parecen
inclasificables. Es cierto que dicho procedimiento no resulta ilegítimo en la construcción de un
modelo, pero aun así, es necesario justificarlo.
Sin llegar a reproducir la crítica expresada
por S. Kalyvas a partir de varios ejemplos de conflictos10 , señalemos en primer lugar cómo la
oposición entre las guerras antiguas y modernas
se basa en una visión simplificadora o mitificada,
a veces errónea, de unas u otras. Esto permitirá
aclarar ciertas transformaciones reales del último
período, que no nos parecen ni bien descritas ni
bien explicadas por parte de nuestros autores.
De la ideología universalista en las guerras
antiguas, y de su ausencia en las nuevas
La gran brecha introducida por la Guerra
Fría, y los dos discursos de legitimación que la
sostuvieron han desempeñado sin duda un papel importante en el posicionamiento internacional de muchos movimientos insurrectos, así
como de algunos gobiernos. Un gran número
de rebeliones armadas realizadas por la independencia nacional, o contra las dictaduras, lo
han sido en nombre de un ideal universalista:
socialista o socializante, cuando los poderes
eran pro-occidentales, y de libertad y de democracia cuando dichos regímenes se decían progresistas o socialistas. Eran conducidas por
directivas a menudo convencidas de que dichas
ideologías podrían asegurar la libertad y la felicidad de su pueblo, y con frecuencia intentaron
poner en práctica durante la lucha, e incluso
Kalyvas S., Ob. cit., construye un modelo con cuatro modalidades, separando las dos cuestiones del “apoyo
popular” y de la violencia, que nosotros hemos reunido para seguir a Mary Kaldor. Sin embargo, vemos que las
dos construcciones coinciden.
11
Sobre esta pregunta, referirse especialmente a los trabajos de Scott J., The Moral Economy of the Peasant: Resistance
and Subsistence in South East Asia, New Haven, Yale University Press, 1976; así como Berman B. y Lonsdale J.,
Unhappy Valley, Londres, James Currey, 1992.
12
El papel de los spirit mediums en la movilización campesina contra el régimen de Ian Smith no es sino un ejemplo
de ello: Lan D., Guns and Rain. Guerrillas and Spirit Mediums in Zimbabwe, Londres, James Currey, 1985. Ver
también Young J., Peasant Revolution in Ethiopia, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.
13
Kaldor M, 1999, Ob. cit., p. 98.
estudios
que se le unen a escala nacional o local. Son también las elites rivales que se enfrentan, y las comunidades cuya razón para entrar en la rebelión
revelan poco de un acuerdo sobre las reivindicaciones de tal o cual movimiento, y más la convergencia de sus reivindicaciones y esperanzas
propias con éstas. Aparte de que, localmente, las
opciones que se ofrecen concretamente a las poblaciones son a menudo limitadas, los modos de
movilización siempre han sido locales, y los conflictos por las grandes causes siempre se han unido con otros que nos llevan a historias de
territorio, más que a movilizaciones
universalistas, y según, en forma particular, la tradición de las relaciones de dicha comunidad con
el Estado y con otros grupos, en especial con las
comunidades vecinas. La adhesión voluntaria
nos lleva a la vez a esos otros intereses concretos,
y a la adecuación real o supuesta de la ideología
universalista de la rebelión –o simplemente de la
lucha en sí, o de la disidencia que ésta permite–
a los valores de la economía moral11 propia de
las poblaciones12 .
No parece posible establecer una diferencia
en cuanto a la naturaleza de las ideas
universalistas de las antiguas guerras y los “marcadores” (labels13 ) de identidad de las nuevas, ni
en su base, al nivel de los guerrilleros y de las poblaciones, ni aun totalmente al nivel de las directivas. O, además, hace falta trazar la línea de
separación, y ¿a qué grado de universalismo o de
particularismo? Afirmar una oposición tan marcada lleva, por un simple juego semántico, a poner en último lugar a la calidad de las ideas de
estas ideologías, y a enviar a los defensores de las
reivindicaciones localistas a las mismas tinieblas
que las de las bandas de depredadores puros, o
de liquidadores étnicos, y a privar en forma arbitraria a estos marcadores de toda posible legitimidad como expresión de una exigencia de
dignidad o de una protesta en contra de las discriminaciones. ¿Qué sería, entonces, de la situación de los Kosovares bajo el dominio de
Milosevic, por ejemplo? Una descalificación tan
perentoria es tan discutible cuando por el contrario se les reconoce una legitimidad a las antiguas rebeliones que precisamente luchaban, en
análısıs polítıco nº 50
después de su ascenso al poder de Estado, sus
ideales proclamados. Sin embargo, la posterior
sinceridad de esta convicción no autoriza de
ninguna manera a pasar por alto varios órdenes
de realidad durante el análisis.
La necesidad de los movimientos armados de
alinearse en uno u otro campo de la Guerra Fría,
a fin de recibir apoyos indispensables para su reconocimiento, su supervivencia y su eventual victoria, se traduce en un discurso ligeramente
estereotipado, siempre universalista, aun cuando
por lo menos grandes fracciones de las directivas
de dichos movimientos pudieran ser primera y
esencialmente nacionalistas, e incluso tan “etnonacionalistas” como otros que así se catalogan
hoy. Aun si la adopción de dicho discurso no fuera solo el efecto de las presiones externas, sino
que tradujera también una apropiación debida a
las necesidades de legitimación propias, y aun a
menudo, a una verdadera adhesión, resulta claro
que varios de los movimientos del tercer mundo
hayan utilizado el lenguaje necesario entonces
(como lo es hoy en día el del Estado de derecho
y del buen gobierno) sin sentirse obligados a llevarlo a cabo.
Siempre han coexistido varios lenguajes diferentes de las organizaciones armadas o de los gobiernos, que van del discurso universalista de las
relaciones internacionales, de uso externo, al
que se maneja ante las poblaciones o los guerrilleros, a pesar de que se haga un esfuerzo por
“politizar” este último. Las grandes ideologías de
liberación siempre han sido objeto de una traducción a los idiomas políticos más autóctonos y,
al ignorar este importante trabajo de
reformulación, se pierde uno de los recursos de
la movilización en una guerra civil.
La adhesión por parte de la población a la
“causa justa” del conflicto es en efecto mucho
más compleja. Revela múltiples racionalidades
que a menudo tienen poco que ver con las oposiciones globales que se supone debería expresar.
Aun cuando el propósito social y nacional de la
rebelión resulte innegable, no son solo ni “naturalmente” los miembros de las categorías sociales
que tengan interés en ella (intelectuales, jóvenes, los oprimidos, los socialmente menores) los
[23]
análısıs polítıco nº 50
[24]
nombre del derecho a la auto-determinación,
por objetivos del mismo orden en contra de los
poderes coloniales que negaban la identidad y
los derechos a las poblaciones dominadas.
Mas aún, hoy en día se acusa de exclusivismo
a ciertos movimientos en función de consideraciones no intelectuales, sino estratégicas. Y se ve
bien claro cómo la etiqueta del oscurantismo y
del fundamentalismo resulta adecuada para descalificar al enemigo: mostrando la ventaja de lograr la unidad de todos los nuevos demócratas
que somos, ésta ya se había utilizado en numerosos movimientos de liberación por facciones
que se llamaban modernistas, y rivaliza con todos los gobiernos que, frente a su rebelión, dicen ser representantes del orden democrático.
Sin detenernos mucho sobre Argelia, mencionaremos la despiadada guerra de limpieza llevada a
cabo en Chechenia contra el “terrorismo fundamentalista” por Moscú.
Del apoyo popular a los antiguos conflictos y de la
barbarie de los nuevos
Las imágenes de amputaciones y de cadáveres
aparecen de manera recurrente en las pantallas
de televisión, resumiendo genocidios, limpiezas
étnicas, masacres y asesinatos salvajes. Este horror no puede impedir a los investigadores el dar
muestra de rigor analítico y de prudencia
metodológica. Primero, porque la obra En el corazón de las tinieblas de Joseph Conrad sirve de inspiración sumaria a bastantes descripciones
brutales de la violencia, acompañadas a su vez de
consideraciones también sumarias sobre los
“nuevos bárbaros”14 . Además, porque este discurso sobre la barbarie es, como el del
fundamentalismo, uno de los medios más sencillos de criminalizar de buena cuenta a los actores
armados. Fue utilizado durante y después de la
Guerra Fría, por toda la propaganda, incluso la
democrática y universalista.
Dicha descalificación de los nuevos actores
del conflicto por el furor de su violencia se ve
acompañada de una extrema eufemización de
las guerras antiguas. La inconcebible carnicería
de la Primera Guerra Mundial15 , el genocidio de
los judíos y de los gitanos16 , las muertes de
Hiroshima y de Nagasaki, las prácticas de las guerras coloniales o casi-coloniales en Argelia o en
Indochina, y aun los millares de muertos
iraquíes en la guerra del Golfo deberían incitarnos a tomar un poco más de distancia. Basta con
retomar los grandes ejemplos de los años 19451989, ya sea de las guerras entre Estados (IránIrak), las guerras civiles (Grecia, Sudán) o
“regionales” (Vietnam, Afganistán), para comprobar que las masacres perpetradas por los movimientos insurgentes, y también por los
ejércitos de gobiernos democráticos incluso,
constituyen una práctica bien establecida.
Más allá de esta “barbarie” hasta hace poco
todavía muy compartida, parece que existe, tanto
para Mary Kaldor como para los demás “teóricos
de las nuevas guerras”, una cierta mitificación
del apoyo popular del que se beneficiaron las antiguas rebeliones, omitiendo o minimizando los
medios de coerción y de enmarcación de los
combatientes, y de las poblaciones objeto de
ellas. Numerosos movimientos (por no hablar de
Estados) “revolucionarios” han eliminado en forma violenta a sus opositores, incluyendo a los civiles anónimos susceptibles de apoyarlos. La
represión interior, a menudo despiadada, es más
bien la regla que la excepción17 . Los levantamientos en masa organizados tanto por los gobiernos como por los grupos rebeldes,
corresponden pocas veces a la imagen clásica de
las multitudes entusiastas que agitan banderas.
Tanto las rebeliones como los Estados en guerra
han recurrido a la conscripción forzada, que es
una realidad mayor en gran parte de los conflictos durante y posterior a la Guerra Fría, así como
lo son las deserciones y su represión mortífera.
Esta movilización coercitiva era y sigue siendo
una de las grandes causantes de los desplazamientos, y de los refugiados que tratan de
escapársele. La lucha por el acceso a las poblaciones refugiadas fuera de las fronteras, y que es-
14
Ver la introducción de Richards P., Fighting for the Rain Forest, Londres, James Currey, 1996.
15
De nueve a diez millones de muertos. En promedio, para no mencionar sino las dos potencias más afectadas,
cerca de novecientos franceses y mil trescientos alemanes por día murieron entre 1914 y 1918. Ver por ejemplo
Audoin-Rouzeau S. y Becker A., 14-18, Retrouver la guerre, Paris, Gallimard, 2001, primer capítulo.
16
Según el politólogo norteamericano Rudolf Rummel, las guerras de 1900 a 1985 (incluyendo las dos guerras
mundiales) dejaron 35 millones de muertos, mientras que el número de víctimas de los genocidios, del gulag y de
los campos de concentración se eleva a 150 millones.
17
Wickham-Crowley T., “Terror and guerrilla warfare in Latin America, 1956-1970”, en: Comparative Studies in Society
and History, 32 (2), 1990.
De la movilización de recursos en las antiguas
guerras, y la depredación de las nuevas
Los “analistas de las nuevas guerras” comparten una visión de la economía de los antiguos
conflictos como caracterizada por la centralización, incluso la autosuficiencia de una produc-
18
Si en Zimbabwe los campesinos aceptaron por años el maltrato y la depredación de los “combatientes de la
libertad”, fue con la esperanza estratégica de que el cambio de poder conllevaría una reforma agraria de
contornos imprecisos, pero que les daría los medios para subsistir. Ver Kriger N., Zimbabwe’s Guerrilla War. Peasant
Voices, Cambridge, Cambridge University Press, 1992. Para otro estudio minucioso, ver Le Bot Y., La guerre en pays
maya, Paris, Karthala, 1992.
19
De ahí la Renamo, cuya fortaleza provenía también del hecho de que se le atribuía un dominio de los espíritus
“más fuertes”, los de los Ndau, vio surgir en su contra milicias que supuestamente se encontraban ligadas al
mundo de lo invisible, los Naparamas. Wilson K., “Cults of violence and counter-violence in Mozambique”, en:
Journal of Southern African Studies, 18 (3), septiembre, 1992.
20
Es lo que explica Malkki L., Purity and Exile: Violence, Memory, and National Cosmology among Hutu Refugees in
Tanzania, Chicago, University of Chicago Press, 1998: “Cómo conocer la identidad de una persona con la certeza
suficiente como para matarla”.
21
Como lo sugiere Simmel G., Le conflit, Strasbourg, Circé, 1992; Appadurai, “Dead certainty: Ethnic violence in the
era of globalization”, en: Public Culture, 10 (2), 1998.
estudios
También debemos interrogarnos sobre los aspectos culturales de la violencia y sus usos, así
como sobre los juicios con respecto a su barbarie. Las muertes a machetazos, ¿son claramente
más bárbaras que los bombardeos con napalm?
Más allá, la visión tan racional y uniforme de la
violencia que se expresa en los análisis de las
nuevas guerras no toma en cuenta el que –como
lo han mostrado diversos estudios– ésta se ejerce
a menudo y sobre todo para controlar el mundo
de lo invisible, y sirve en ocasiones para demostrar el dominio de los espíritus, y por tanto, la
invencibilidad de los que la utilizan19; y que ésta
nos refiere, en los diferentes casos, a configuraciones culturales particulares. Algunos trabajos
relacionan a la violencia étnica con una forma
de conocimiento, pues los cuerpos de personas
individuales se hallan ahora metamorfoseados y
convertidos en ejemplares de la categoría étnica
a la que se supone que pertenecen20 . Otros hacen énfasis en la duda, la indeterminación en
cuanto a la identidad del enemigo que merece la
muerte21 . Sin estar obligado a adherir a esas tesis, hay que anotar que la violencia “irracional” o
“arbitraria” es en primer término la que no se
comprende, es la violencia del otro.
Sobre este tema de la violencia, de sus modos
y sus fines, así como sobre el de las “ideas”, resulta claramente necesario establecer diferencias
entre las rebeliones, pero dichas diferencias no
pueden ser cualitativas con respecto a un antes y
un después.
análısıs polítıco nº 50
tán al cuidado de organizaciones humanitarias,
su transformación en terrenos de extorsión y de
reclutamiento más o menos forzado, la existencia, en el seno de los movimientos de liberación,
de organizaciones policivas encargadas –a menudo con la ayuda de la policía de los países aliados– del reclutamiento para la guerra, son
prácticas antiguas, aun si dicho movimiento humanitario o tal organización humanitaria las han
descubierto hasta ahora solamente. Mientras que
la guerra pone en cuestión en forma radical la
seguridad y el derecho a la vida de las poblaciones, el apoyo por parte de una comunidad al gobierno o a la rebelión conlleva, ayer como hoy,
no sólo razones “ideológicas” sino una búsqueda
de mayor seguridad; y las relaciones entre la guerrilla –revolucionaria o no– y los campesinos aliados en contra de un enemigo común están lejos
de haber sido alguna vez idílicas18 .
Además, no nos parece que la violencia extrema pueda definirse como característica de las
nuevas guerras en oposición a las antiguas, a menos que se ignore el empleo del terror como política deliberada antes de la globalización y al
término de la Guerra Fría, y, desde entonces, no
solamente por parte de los “salvajes de los machetes” de Ruanda, los “Rambos drogados con
cocaína y con películas de Kung-fu” de Sierra
Leona o de Brazzaville, o de los siniestros
milicianos serbios. Dichas prácticas también han
sido ejecutadas desde hace mucho tiempo por
las fuerzas elite, con el consentimiento –e incluso la iniciativa– tanto de los Estados mayores (incluyendo los de los grandes países democráticos)
que han considerado necesario el “aterrorizar a
los terroristas”, como de las guerrillas revolucionarias preocupadas por castigar a los “enemigos
del pueblo”, o de llevar a las poblaciones a escoger el “campo correcto”.
[25]
análısıs polítıco nº 50
[26]
ción intensificada y orientada hacia la guerra. Se
presenta ya de manera muy esquemática en el
caso de los países involucrados en las dos guerras
mundiales: aun allí, existía una renovación de lo
informal y de lo ilegal, de lo disperso y de lo que
cruzaba las fronteras en forma de contrabando y
de mercado negro; existía también la depredación: la extorsión y la confiscación de los bienes
del enemigo son una de las características de las
guerras de conquista, y aun de las guerras estratégicas centrales22 . En cuanto al saqueo y al pillaje contra las poblaciones del campo enemigo,
éstas han marcado a todas las guerras civiles.
Además, sólo una aceptación ingenua del eslogan “Contar con sus propias fuerzas”, adoptado por numerosos movimientos armados
revolucionarios de la época de las guerras de independencia, o de la Guerra Fría, puede hacernos olvidar la tremenda implicación trans-fronteriza e
internacional en la economía de estos conflictos, y, una vez más, de su informalidad y su ilegalidad. En lo que respecta en forma más
particular a los conflictos que se integraban en la
Guerra Fría (y mientras que otras rebeliones “olvidadas” se las “arreglaron” por todos los medios
posibles: producción colectiva, robos y comercio,
rehenes, etc.), los movimientos armados (y en
forma recíproca los Estados) recibían de los
grandes padrinos o de sus redes locales y de los
países vecinos armas, fondos, consejeros, mercenarios, medicamentos y diversas facilidades. Esta
ayuda trans-fronteriza escondida y no legal podía
de hecho permitir que esas rebeliones de entonces no vivieran tan encima de las poblaciones
que rodeaban. Pero no impedía ni la explotación de los recursos de los territorios controlados a beneficio de los movimientos armados, ni
la existencia de un impuesto revolucionario: dicho de otro modo, lo que hoy se denomina simplemente depredación y pillaje.
Invocar simplemente la trans-nacionalidad, la
informalidad y la ilegalidad para calificar como
“nueva” a la economía de los conflictos actuales
resulta entonces inapropiado. Existen, es cierto,
diferencias que se pueden establecer entre los
medios económicos de las rebeliones armadas.
Pero éstas deben especificarse en función de las
condiciones generales de la aparición de las mismas, es decir, de los procesos de informalización
y de privatización de la economía internacional,
desde la época de paz; y del mismo modo, en relación con el funcionamiento económico de los
Estados mismos. En este caso también, no se podría distinguir un antes de un después en forma
homogénea. En cuanto a hacer de esta informalidad un factor de beligerancia por esencia, hay
un paso que no se puede dar.
Además, para los antiguos “conflictos regionales” o para las “pequeñas guerras” actuales, el recurrir a ayudas diferentes al auxilio “ideológico”
exterior, y particularmente a la explotación intensiva de materias primas intercambiables a
cambio de armas, ya sea que se trate de bosques,
diamantes, o coca, no convierte necesariamente
a esos recursos en objetivos de guerra. Pues bien,
varios de los “analistas de los nuevos conflictos”
pasan directamente, como lo hace Collier, del
medio al fin: no solamente oponen las antiguas
rebeliones (nutridas de buena gana por las poblaciones conquistadas para la causa) a las nuevas (sostenidas por el trabajo forzado de los
civiles, lo que además enriquece a los dirigentes
rebeldes), sino que transforman a estos últimos
en “señores de la guerra”. En efecto, todos estos
autores hacen referencia a los estudios clásicos
sobre los señores chinos de la guerra23 . Pues los
warlords chinos ciertamente manejaron más la
guerra que la razón, pero también administraron
territorios, y aun los desarrollaron mucho más
allá del estado en que los habían heredado justo después del colapso de la dinastía imperial.
Bajo el mismo término, los “analistas de las nuevas guerras” sostienen una tesis completamente
diferente: la de los nuevos empresarios militares, de los grandes depredadores (modelo inspirado del personal rule) que no luchan ni siquiera
por el poder, y éste no les interesa, pues ya se
encuentran a la cabeza de cuasi-Estados, y sacan
gran ventaja de esta situación. Hacen la guerra
por la guerra, o, lo que resulta equivalente, por
la depredación.
¿ A N Á L I S I S D E C O N F L I C TO S O
CONSTRUCCIÓN DE UN SÍNDROME?
Posterior a la Guerra Fría y en la era de la
globalización, aprehender una modificación de
los conflictos, y de la naturaleza de los conflictos,
en especial, de los conflictos civiles, está clara-
22
Delarue J., Trafics et crimes sous l’Occupation, Paris, Fayard, 1993.
23
Sheridan J., China in Disintegration: The Republican Era in Chinese History 1912-1949, New York, Free Press, 1975.
Sheridan J., Chinese Warlord: The Career of Feng Yü-hsiang, Stanford, California University Press, 1966. Ch’en J.,
“Defining Chinese warlords and their factions”, en: Bulletin of SOAS, XXXI (3), 1968.
Diferentes objetos y análisis para una misma teoría
En primer lugar, cabe anotar que Mary
Kaldor y la mayoría de los defensores de la idea
de la novedad de los conflictos posteriores a la
Guerra Fría se refieren en los mismos términos a
la oposición entre lo nuevo y lo antiguo, y sin
embargo no hablan ni de las mismas guerras antiguas, ni de las mismas guerras modernas. Resulta claro, en primer lugar, que esta corriente se
constituye a partir de dos fuentes disciplinarias, y
también de dos tipos de campos de estudio: el de
las investigaciones internacionales y estratégicas
enfocadas en la competencia Este/Oeste, y el del
análisis histórico, sociológico y antropológico de
las “guerras revolucionarias”, y de los Estados del
tercer mundo. Estas dos zonas se encuentran hoy
en lugares diferentes, es verdad, en la periferia
del Occidente, motor del nuevo orden internacional, del cual ellos no habían, por diversas razones, formado parte: un tercer mundo
ex-colonizado y sumergido bajo la Guerra Fría, o
ex-bloque comunista en descomposiciónglobalización. Mary Kaldor hace un paralelo entre estas dos situaciones, y apoya en éste la
validez general de su modelo, aunque sin realizar un examen preciso.
Pues bien, más allá de estos orígenes y procedimientos diferentes, se ve claramente que la
base de la comparación de los conflictos actuales no está constituida para diferentes autores
por las mismas guerras antiguas. Cuando Mary
Kaldor opone su centralización económica y su
autosuficiencia a la informalidad y la transnacionalidad de las nuevas, se refiere a los Estados europeos que, envueltos en guerras
internacionales, ajustan su control sobre la
economía, mientras que los intercambios se
debilitan por efecto de la guerra y del bloqueo. Aunque menciona a las antiguas guerrillas
revolucionarias en su comparación, su tesis no se
basa en ellas. Los “analistas de las nuevas guerras
depredadoras” de hoy las comparan con otros
conflictos del tercer mundo, y en particular, con
estudios
las guerrillas que se inscriben en el cuadro de la
Guerra Fría, y que adoptaron sus metas o su discurso. Más precisamente, oponen a las antiguas
guerrillas revolucionarias, las nuevas rebeliones.
El objeto “guerra antigua” no es, por tanto, el
mismo para unos u otros. Y los calificativos idénticos empleados para caracterizarla recobran realidades demasiado heterogéneas para poder
basar una comparación rigurosa.
Pero todos esos autores no hablan tampoco
de las mismas nuevas guerras, o, cuando lo hacen, no las analizan realmente de la misma forma, aun limitándose únicamente a las guerras
civiles. Esta visión reagrupa en efecto dos variaciones de conflictos civiles que convendría, a menos a título de hipótesis, distinguir. Por un lado,
está la de la identity politics, del fundamentalismo,
del etno-nacionalismo, es decir, de las guerras
políticas –una política ciertamente retrógrada y
exclusiva–; por otro lado, la del fin de la política
que expresa la guerra sin otro fin que la guerra
misma y la depredación que ocasiona. Para la
primera, los ejemplos serían el conflicto de los
Balcanes y el genocidio de los ruandeses Tutsis, y
para la segunda, las guerras en Liberia y Sierra
Leona, en donde el conflicto armado no pone
en oposición a campos étnicos o raciales. Del
mismo modo, sería conveniente distinguir
a priori entre dos tipos de esta violencia extrema
que se supone caracteriza a las nuevas guerras: la
violencia de la eliminación deliberada (versión
de Mary Kaldor), que brotaría intrínsecamente
de la ideología retrógrada y exclusivista, y la violencia anómica, gratuita y generalizada, la cual
manifiesta (por el contrario) la ausencia de política. Sin embargo, estas distinciones son tan ausentes como las que se basan en modelos
económicos precisos de sustentación de los rebeldes. La existencia de dos contenidos diferentes para la afirmación de una misma tesis da
muestra de un análisis insuficiente.
Además, el punto de quiebre entre los conflictos antiguos y nuevos –y por tanto, el significado de este corte, sus dimensiones y
consecuencias precisas– rara vez se ve especificado y mucho menos analizado. Pues, según se escoja la globalización o el final de la Guerra Fría,
ya no se tiene la misma muestra: todos los conflictos de los años ochenta, que serían “antiguos”
para el segundo caso, son “nuevos” en el primero, sin que nadie parezca molestarse, lo que nos
deja al menos un poco perplejos. Pero sobre
todo, no se trata de fenómenos del mismo orden, aun si el final de la Guerra Fría haya dado
análısıs polítıco nº 50
mente a la orden del día, tanto para los analistas
como para la comunidad internacional. Y varios
elementos e ideas propuestos por Mary Kaldor
despiertan sin duda interés. Sin embargo, la confrontación de la tesis (la oposición término a término de los conflictos antiguos y los modernos)
con la realidad de los casos, no resulta conclusiva.
He aquí en forma breve un recuento de lo que
nos aparece como las principales fallas de estos
análisis y razonamientos.
[27]
análısıs polítıco nº 50
[28]
un curso más libre a la globalización, y éstos no
llevan por consiguiente –a menos que se hable
en forma vaga–, a las mismas transformaciones.
Así que las condiciones internacionales que se
supone contribuyeron a explicar la aparición de
nuevas formas de conflicto no son en absoluto
las mismas para diferentes autores de esta corriente. Mary Kaldor insiste más bien sobre ciertos rasgos de la globalización como la
desreglamentación o la decadencia de los Estados. Otros autores lo hacen sobre diversos aspectos del final de la Guerra Fría: la desaparición
del campo socialista y de las ideologías revolucionarias, el despertar de las oposiciones étnicas
que la Guerra Fría había adormecido, o aun, en
el plano económico, la desaparición de la renta
estratégica para ciertos Estados o movimientos
armados. Esta falta de análisis profundo sobre la
recomposición del mundo pesa gravemente, a
nuestro parecer, sobre el análisis de los conflictos
mismos.
De las amalgamas invalidantes
Hemos dicho que la mayoría de los autores
de esta corriente no se toman el trabajo de construir una argumentación, y se contentan con
evocar antiguos conflictos a los cuales oponen
los nuevos. No es el caso de Mary Kaldor. Su razonamiento general no sufre sino dos amalgamas que, unidas a un tropiezo relacionado con
los conceptos de la reflexión clásica sobre la guerra, parecen poner en duda la validez misma de
la construcción del paradigma antiguo/nuevo, y
llevarnos a confundir guerras que no pudieran
serlo. El problema se encuentra en la distinción
(que es sin embargo, una de las más solidamente
establecidas en la sociología y la filosofía políticas, e incluso en la disciplina de las relaciones internacionales) entre las guerras que enfrentan a
los Estados y las guerras civiles de la época moderna, así como en la caracterización de estas últimas como fundamentalmente incivilizadas y sin
ley24 . Las guerras entre Estados han dado lugar
en forma progresiva, con el pasar de los siglos, al
establecimiento de un derecho de la guerra25 , a
convenciones y normas, límites que se han podi-
do establecer gracias al reconocimiento de la
igualdad en cuanto a la soberanía de los Estados.
Las guerras civiles, que rompen el orden fundador del Estado (el monopolio efectivo de la violencia legítima) son guerras sin convenciones de
Ginebra que protejan a los civiles26 , salven a los
prisioneros, distingan a los ejércitos de las milicias y reconozcan los uniformes y los rangos. Se
trata por definición de guerras incivilizadas. Sin
duda, sería conveniente volver a estudiar esta distinción cualitativa en la época de la globalización, pero uno no puede simplemente dejar de
tenerla en cuenta. Es posible que tal confusión
sea el resultado en parte de la llegada súbita, en
el campo de estudio de los conflictos civiles, de
especialistas en relaciones internacionales que
les transfieren a éstos su visión de la guerra27 .
Pero vemos ya cuán necesaria y fructífera hubiera sido una referencia crítica a los análisis clásicos: para evitar decretar como nueva una
barbarie civil que es fundamental; para agudizar
más el análisis sobre lo verdaderamente nuevo
en las guerras de hoy, y también para examinar
más seriamente lo que podría eventualmente determinar la especificidad de las guerras revolucionarias (¿quizás menos bárbaras?) –o más
probablemente, hoy como ayer, ciertos tipos
de rebelión, entre todas las guerras civiles–, ya
que la cuestión de una tipología se presenta de
un lado y otro de la brecha instaurada por esta
corriente.
Este callejón sin salida en la teoría autoriza a
Mary Kaldor a hacer una primera amalgama. Ella
compara, en efecto, las nuevas guerras que sirven para construir su modelo (Bosnia y NagornyKarabakh), en forma indiferente, con lo que
denomina las “antiguas guerras ideológicas o
geoestratégicas”, es decir, a la vez guerras civiles,
entre las que están las guerras de independencia
y los conflictos interestatales de antes de la
globalización, entre los que están las dos guerras
mundiales y el enfrentamiento de la Guerra Fría.
Tal comparación en el tiempo, de dos conjuntos
no homogéneos (guerras mundiales, conflictos
geoestratégicos, rebeliones de identidad locales,
guerras de poder) nos parece francamente
24
Entre numerosos trabajos clásicos, citemos por ejemplo a Bouthoul G., Tratado de polemología : Sociología de las
guerras, Paris, Payot, 1991; o, para una visión más antropológica, a Adam M., “La guerre”, en: M. Abélès et H.P. Jeudy (dir.), Anthropologie du politique, Paris, Arman Colin, 1997.
25
Ver la reflexión muy estimulante de Nabulsi K, Traditions of War: Occupation, Resistance and the Law, Oxford,
Oxford University Press, 1999.
26
A pesar de la preocupación recientemente manifiesta a este respecto en las Naciones Unidas.
27
David S., “Internal war: Causes and cures”, en: World Politics, 49 (4), 1997.
Una construcción de síndromes
Como acabamos de ver, nuestros autores no
quisieron, o no lograron construir verdaderamente dos tipos de guerra sobre la base de un
examen profundo de factores de cambio y del establecimiento analítico de una serie de características de unas y otras. Los factores de cambio,
28
Ver la introducción de su obra y su duda en la utilización del calificativo “post-moderno”.
29
También puede estar bajo la influencia de la disciplina de las relaciones internacionales: en éstas, son siempre los
Estados los que están en guerra, es decir, se trata de entidades del mismo tipo.
estudios
poderes de Estado, y de las cuales el emblema es
Milosevic, sean dignas del mismo análisis que la
mayoría de las rebeliones actuales: ¿Qué hay de
la guerrilla zapatista, de la violencia gratuita imputada por los actores de las nuevas guerras a los
“asesinos drogados del RUF” de Sierra Leona, los
movimientos armados de la actualidad que siguen reclamando diversas variantes de las ideologías comunistas, incluso de aquellos cuya base
social o aspiraciones son en verdad “de identidad” o de secesión, pero que son la expresión de
una reivindicación no satisfecha de derechos o
de reconocimiento en Estados en que la confrontación pacífica resulta imposible? Las únicas
rebeliones armadas con las que se podría comparar en ciertos aspectos las empresas guerreras
tipo Milosevic son aquellas que, como la suya, se
lanzan en una guerra de terror alentadas por
una ideología fundamentalista (como la del GIA
en Argelia). Cabe anotar, sin embargo, que dichos gobiernos y dichas rebeliones, tanto
exclusivistas como “retrógrados” y que toman,
tanto los unos como las otras, a los civiles como
blanco, no tienen los mismos medios ni recursos;
y que el recurso a la guerra no conlleva en los
dos casos el utilizar los mismos mecanismos.
¿Puede uno, sin más análisis, declarar como
equivalentes las razones que impulsan a un poder de Estado a construir por medio de la limpieza una “gran” patria purgada de sus
indeseables, y las motivaciones de una rebelión
fundamentalista? ¿No se parecerían mucho más
las primeras a las de las empresas genocidas de
los “Estados totales” que no hubieran encontrado oposición armada (necesariamente armada)?
Aquí también la confusión impide que se lleve a cabo un análisis riguroso tanto de las rebeliones anti-gubernamentales como de los Estados
(los que se involucran en guerras de limpieza y
aquellos contra los que se forman las rebeliones,
eventualmente fundamentalistas) y de su evolución en la era de la globalización.
análısıs polítıco nº 50
inapropiada, y sólo puede resultar bastante infortunado para llevar a cabo el análisis (no nos sorprenderá entonces que Mary Kaldor haya
decidido finalmente, luego de un examen confuso y rápido de las demás teorías sobre las nuevas
guerras, calificarlas simplemente como nuevas28 ). Esta mezcla prohíbe, por ejemplo, establecer una verdadera comparación entre las
guerras civiles antiguas y nuevas, aunque pretenda tenerlas en cuenta por medio de su modelo
globalizante, y que los “analistas de los conflictos
de la pos-Guerra Fría” puedan adherirse a ella.
La segunda amalgama, que resulta en parte
sólo por la existencia de la primera29 , consiste en
incluir bajo el título “nuevas guerras civiles” dos
tipos de conflictos en los que queda por demostrar que se pueden analizar juntos. No se trata
tanto de saber si se puede calificar una guerra
como “civil” desde que se ejerza sobre todo en
contra de los civiles, aunque sí se trata, evidentemente, de una dimensión que hay que tener en
consideración; ni tampoco se trata de observar
que éstas puedan desbordarse o exportarse más
allá de las fronteras del Estado, ya que éste es un
problema de análisis concreto y requiere un esfuerzo de conceptualización en términos de sistemas de conflictos (interiores y trans-estatales).
El verdadero problema de método es la amalgama entre dos tipos de conflictos armados civiles
que nos parecen, por un lado, obedecer a razones y motivaciones muy diferentes, y por otro
lado, a no tener en absoluto los mismos efectos
sobre las sociedades.
Nosotros nos referiremos al primer tipo como
“guerras de limpieza”, llevadas a cabo por iniciativa de los poderes del Estado, en el territorio
nacional o en el de (o hasta el de) los vecinos.
De hecho, es a partir de esas guerras en los
Balcanes que Mary Kaldor aísla sus tres características de las nuevas guerras. Es para dar cuenta
de ellas que se sigue por los cambios introducidos por la globalización, sobre todo en términos
de desregulación y de ilegalidades, de la
delicuescencia de los Estados y del descrédito de
las clases políticas, y es con respecto a ellos que
ella habla de identity politics. Sin embargo, la generalización de este análisis hacia todas las nuevas guerras, civiles e internacionales, no nos
parece legítima ni en teoría, ni de hecho. No parece, en efecto, que dichas guerras, iniciadas por
[29]
análısıs polítıco nº 50
[30]
cuando se evocan seriamente, no son iguales
para los diferentes autores, y algunos no sobreviven al examen. Lo mismo sucede con las supuestas diferencias cualitativas entre los nuevos y
antiguos conflictos, puesto que muchas de las características atribuidas a los conflictos antiguos
no se han comprobado, y que aquellas que se
atribuyen a los nuevos agrupan, a menudo, bajo
palabras comunes, contenidos incomparables.
Además, las tres grandes variables definidas
como características no se encuentran necesariamente a la par. Estamos aquí en presencia de la
constitución de dos síndromes. Cada uno, en
efecto, se encuentra bien definido por los autores, por una serie de síntomas. Sin embargo, este
conjunto carece de un enlace necesario: así, lo
hemos visto, no existe un enlace entre la existencia de una ideología inclusiva, y la del apoyo popular, entre esta ideología o este apoyo y la
ausencia de coerción, entre unas y otras y el acaparamiento de los recursos existentes para la
guerra. Tampoco existe la posibilidad, a pesar de
la referencia a tal o cual aspecto de la pos-Guerra
Fría o de la mundialización, de establecer un
lazo entre este conjunto y los factores que explicarían su surgimiento. Y por consiguiente, una
vez más, a pesar de las conclusiones y recomendaciones brindadas, aquí no encontramos realmente los medios de encontrar la “cura” para
estas nuevas guerras.
De hecho, nos hallamos ante un modo paradójico de construcción teórica, puesto que el objeto de estudio de todos estos autores no es la
comparación entre el antes y el después de un
momento crucial, ni tampoco el estudio de las
guerras llamadas antiguas; se trata claramente de
las guerras actuales –y es precisamente para analizarlas que las instituciones internacionales o los
diversos think tanks han recurrido a ellos. Pero lo
que los lleva a construir el mismo paradigma no
se encuentra en un análisis común de las nuevas
guerras–no estudian las mismas guerras, no construyen su modelo general a partir de objetos del
mismo tipo (todas las guerras, las guerras civiles,
las guerras “genocidas” o las rebeliones, etc.) y
no les atribuyen las mismas características principales (fundamentalismo y etno-nacionalismo, o
violencia sin sentido o depredadora, etc.).
Lo que finalmente constituye una unidad entre estos autores aparece claramente como la elaboración de un mismo síndrome de las antiguas
guerras, el cual no se construye sobre un estudio
empírico de las características de éstas, ni tampoco sobre el examen de las condiciones, interna-
cionales u otras, que les hayan dado origen, sino
alrededor de una característica inicial, de la cual
se originarían todas las demás: antes, lo que se
encontraba en el origen de las guerras y las rebeliones, y que colocaba tanto a los soldados como
a los guerrilleros y a sus jefes a ambos lados de la
Guerra Fría, y de las trincheras de los “conflictos
regionales”; eran las ideologías universalistas,
inclusivas y cosmopolitas. Ello daba como resultado –aun si como lo hemos visto, un examen
histórico lo desmiente en muchos casos– que la
violencia era controlada, el apoyo popular estaba
asegurado y los recursos se movilizaban sin robo
ni restricción. Y casi que podríamos resumir este
síndrome en términos de juicio moral: la legitimidad de los fines simbolizados en las ideologías
universalistas habría tenido entonces por consecuencia la corrección (sin violencia, sin pillaje)
de los revolucionarios –o, si se prefiere, y en forma contradictoria, de los “combatientes de la libertad”– y la adhesión masiva y entusiasta de las
poblaciones en la construcción de un hombre
nuevo en todas las zonas liberadas primeramente, incluso posteriormente, por los movimientos
así llegados al poder, en los Estados del pueblo
entero.
Estamos caricaturizando, claro, pero se trata
sobre todo de esto, esta visión un poco idílica,
ciudadana y rústica a la vez, bastante nostálgica,
que reúne en la misma corriente a este conjunto
de investigadores provenientes de diversos horizontes y disciplinas, y que reflexionan en formas
muy diferentes sobre tipos de conflictos que son
también muy distintos. No resulta entonces improbable que esta comunidad de visiones nos lleve no sólo a una convergencia de análisis sino a
sensibilidades comunes, que son tal vez el resultado de trayectorias intelectuales similares y que
expresan antiguos compromisos en común:
concerned scholars, progresistas, y para los analistas
de los conflictos del tercer mundo, simpatizantes, e incluso compañeros de ruta de antiguas rebeliones socializantes.
Sin embargo, a fin de cuentas, la coherencia
del paradigma “guerras viejas /guerras nuevas”
se basa en un descuido: puesto que las “antiguas” no son jamás el objeto de un análisis
apropiado, y aparecen como un contrapunto
que se da por hecho para las guerras de hoy. No
se les somete a un nuevo examen a la luz de la
mirada lúcida que los investigadores lanzan sobre las últimas. Incluso, dicho examen se excluye precisamente debido a la construcción de
una oposición entre guerras antiguas y guerras
30
En su vertiente oficial fácilmente manipulable, y cada vez más manipulada por los poderes del Estado.
estudios
formas los errores que en el pasado afectaron
gravemente el estudio de las guerras civiles. Por
disparatado que parezca, este conjunto de teorías no deja en efecto de presentar una nueva
problemática legítima, a la que se puede oponer
todo analista. Detenernos en el contexto de la
formación de estas corrientes –y del surgimiento
de la nebulosa que las mismas conforman– puede, desde luego, ayudarnos a comprender la comunidad de sus visiones a pesar de que haya
desacuerdos significativos. Ello puede de igual
forma ayudar a explicar las actitudes que de allí
surgen casi en forma natural por parte de una
comunidad internacional que también es, a través del sesgo de diversos organismos, la que solicita dichos análisis. Resulta sorprendente, en
efecto, que más allá de las divergencias en el análisis, y las diferencias en cuanto a la sensibilidad,
todas estas corrientes vean sólo dos tipos “nuevos” de acción como eficaces y legítimas para ponerle término a la guerra (sin siquiera hablar de
políticas de prevención, generalmente
inexistentes): la judicialización de las responsabilidades, y la “erradicación” de la guerra que tiende a ser, a menudo, la de la erradicación del
movimiento rebelde.
“La Guerra Fría ha terminado”. Para algunos,
se ganó a las fuerzas del mal. A los ojos de los liberales, la democracia de mercado ha triunfado,
aun si su reino tarde en llegar a ciertas periferias, o si (como se inclina a creerlo) el mundo
democrático civilizado deba prepararse para el
asalto de nuevas “fuerzas del mal”. Otros han seguido una trayectoria diferente. A menudo, luego de haber sostenido a los movimientos de
liberación del tercer mundo, tardaron en darse
cuenta de que una vez en el poder, muchos se
transformaban en dictaduras. Hoy no dudan de
que la dictadura, así fuera popular, que reinaba
en el bloque comunista, resultaba nociva e inaceptable: son los “nuevos demócratas”. Contrariamente a los primeros, lamentan sin embargo
el eclipse de las grandes ideologías de transformación social e interpretan este vacío como una
falta de sentido. Mientras que no pueden ver a
los movimientos rebeldes hoy como los veían
ayer, como libertadores cuyos ideales podían
compartir, se muestran más altivos en cuanto a
los derechos humanos y señalan cada vez más, al
observar a los rebeldes, la violencia y la depredación. Todos ellos, los antiguos o los nuevos demócratas, que por lo demás están física y
análısıs polítıco nº 50
nuevas. Al hacerlo, a pesar de todas sus ventajas
con relación a tesis extremistas como las de
Collier, o catastrofistas como las de Kaplan, y a
pesar de todas las divergencias explícitas o no
con éstas, el análisis kaldoriano de los conflictos
no las invalida. De hecho, no las confronta. E
incluso llega a fin de cuentas a nutrirlas, puesto
que pone por delante al fundamentalismo, la
barbarie y la depredación, y se inclina lógicamente hacia una solución de dichos conflictos
en términos de justicia y de policía, y aun de
guerra. En verdad, el capítulo que Mary Kaldor
dedica a una solución “cosmopolita” no escatima ni a los Estados, ni a una cierta diplomacia
de bombero pirómano. La acción que ella propone, llevada por las sociedades civiles locales
(a su vez apoyadas en una sociedad civil internacional) y transformada por valores cosmopolitas, es en espíritu muy diferente de la que surge
de las posiciones de las otras dos corrientes. Sin
embargo, la existencia de las sociedades civiles30 en la acepción homologada del discurso
internacional se postula para ella en todos los
casos (allí se vuelve a encontrar la idea del pueblo bueno, siempre presente en las ideologías
de izquierda), pero elimina completamente las
profundas divisiones que se expresan en el conflicto, y que éste excava o provoca en una sociedad “civil” en verdad, pero no por ello dotada
de fuerza y autonomía, ni incluso del deseo de
paz que se le atribuye (y que no ha podido entre otras cosas impedir la militarización de la
confrontación). Es así que, sin siquiera evocar
la aversión bastante común entre los diplomáticos de llevar a cabo sus acciones en tal cuadro
civil, la tesis de Mary Kaldor puede, por no
adecuarse a la realidad, no ofrecer otra solución que la de retomar las prácticas más “realistas” de cara a la “barbarie”, como lo es el uso de
la fuerza.
Al leer las teorizaciones de los conflictos propuestas por Mary Kaldor, Paul Collier y, de un
modo más impresionista, Robert Kaplan, se percibe en forma paralela cómo el contexto intelectual y moral en el cual éstas han surgido
constituye un factor de distorsión. Sí, las guerras
civiles han sufrido importantes transformaciones. Pero, al finalizar nuestra lectura crítica de
estos paradigmas diferentes de los conflictos, nos
parece esencial, corriendo el riesgo de desesperar (al menos en forma provisional) a los
generalistas o teóricos, el no repetir bajo otras
[31]
análısıs polítıco nº 50
[32]
mentalmente “en el corazón del centro del orden mundial”31 , están convencidos de que el empleo de la violencia lleva necesariamente a la
perversión de los objetivos, por nobles que sean.
Consideran entre otras cosas que siempre existen mejores medios que la guerra en un nuevo
orden internacional, cada vez más civilizado, en
el que cada vez más países han acogido el modelo democrático, multipartista, de gobierno, han
reconocido los derechos fundamentales y se encuentran además bajo la mirada de la comunidad internacional. “Las democracias no hacen la
guerra”, afirmaba el presidente Clinton, y, de hecho, el ideal de una paz universal democrática
hace parte hoy de nuestro horizonte ideológico32 . Esta convicción se ve reforzada por la idea
internacionalmente adquirida sobre la importancia de la sociedad civil en la democracia y el progreso, y por el hecho de que las sociedad civiles
locales pueden apoyarse hoy en una sociedad civil internacional para obtener la satisfacción de
sus esperanzas más justificadas. Gracias a la configuración actual del sistema internacional en todas sus formas (la ONU, TPI, y también la OMC,
el FMI, las ONG, etc.), se puede pesar sobre los
Estados, a los que (al contrario de las rebeliones)
se les pueden imponer condiciones que les obliguen finalmente a ceder a las reivindicaciones
democráticas, e incluso a sostener ellos mismos
las famosas sociedades civiles celebradas en los
documentos internacionales.
En cuanto a la cuestión de los medios combinados (interiores e internacionales) para este progreso de la democracia, existen opiniones diversas,
que incluso se enfrentan unas a otras, y son en parte el reflejo de las diversas trayectorias de los demócratas que somos. Ciertos otorgan una prioridad
irreductible a los derechos humanos, a la libertad
de prensa, o a los derechos sociales. Otros estiman
que obran en pro de la construcción de una justicia internacional. Otros más estiman que el mercado es “la madre de todas las democracias” y las
empresas las principales fuerzas vivas de la sociedad civil, y creen más bien en una colaboración
entre Estados y multinacionales en el sentido de
un mejor “gobierno”. Finalmente, otros preconizan y preparan la “guerra justa” ante las nuevas
amenazas, en especial los Estados truhanes. Son
más bien diferencias de sensibilidad.
Aun si las sociedades occidentales conocen en
esta materia diferencias todavía apreciables, la
cultura de la guerra ha conocido en Occidente, a
partir de la construcción del arma nuclear y de
la evolución fordista de estas sociedades el día
después de la Segunda Guerra Mundial, una debilitación relativa y una deslegitimación de la violencia excesiva en la guerra33 . Así pues, esta
transformación se sitúa en contradicción exacta
con la que se muestra inmediatamente en los
nuevos conflictos. Los excluidos del nuevo orden
planetario pertenecen en verdad a otro mundo,
incomprensible y bárbaro. De allí su cierta
receptividad a las soluciones en verdad tan quirúrgicas como sea posible pero a veces radicales
con respecto a ellas, ya que se trata del bien de la
democracia y de la humanidad, y que las bajas
humanas no son sino daños colaterales.
Tanto los investigadores como los diplomáticos, o los simples ciudadanos de Occidente vivimos hoy en esta ideología ambiente. Una vez
más, lo vemos aquí, se trata más de una nebulosa
que de una dominación ideológica, y ciertamente no de un pensamiento único. De hecho, su
fuerza proviene de no serlo. Les deja entre otras
cosas a los que hoy adhieren a este rechazo por
la barbarie, la posibilidad de no volverse hacia su
pasado, de no remover los hierros en las cicatrices de las viejas masacres de cada uno, y aun, de
cultivar sus propias nostalgias. A este respecto, y
en lo que concierne a la comunidad intelectual
en particular, uno no puede sin embargo sino
sentirse consternado por la existencia pacífica de
dos tesis radicalmente diferentes, en lo relacionado con los conflictos recientes de la Guerra
Fría, entre autores que no son investigadores aislados, sino que trabajan unos y otros para tal o
cual institución de la comunidad internacional:
algunos, como Mary Kaldor, siguen viendo a los
protagonistas de cada uno de estos conflictos
como movidos por causas progresistas, aspirando
al bien común y utilizando métodos legítimos y
nobles por y para los pueblos. Otros, a la manera
de Collier, no quieren considerarlos como menos criminales que a todos los rebeldes. Pero
todo ello no es aparentemente tan grave entre
las instituciones y los investigadores civilizados.
Por el contrario, esta ideología posee evidentemente una eficacia temible para todo el que (o
31
Shaw M., “Guerre et globalité: le rôle et le caractère de la guerre à l’intérieur de la transition globale”, en: Hassner
P. et Marchal R. (dir.), La guerre entre le local et le global, Paris, Karthala, 2003.
32
Blin A., Géopolitique de la paix démocratique, Paris, Éditions Descartes & Cie, 2001.
33
Ver el análisis que proponen Boëne B. y Dandeker C., Les armées en Europe, Paris, La Découverte, 1998.
estudios
quietantes, sin duda, pero poseedores de varios
pasaportes diplomáticos y de fuertes relaciones
gubernamentales y, a niveles menores pero sin
embargo envidiables, de personas influyentes del
Norte (por ejemplo, francesas) que ocuparon
puestos en el gobierno o internacionalmente.
El segundo punto ciego se encuentra ligado
con el primero: se trata del Estado, los Estados,
esas entidades cuya soberanía es reconocida por
el sistema de Naciones Unidas, que lo conforman. Desde luego, Mary Kaldor no guarda silencio sobre este punto, puesto que ella construye
su modelo partiendo del caso de los poderes de
Estado que llevan a cabo guerras de eliminación
contra una parte de sus poblaciones. Tenemos
aquí un afortunado repudio a las tesis de Collier
sobre el carácter siempre relativamente benigno
de la depredación por parte del Estado. Sin embargo, mientras ella generaliza, a partir de este
terreno, sobre las “nuevas guerras”, no lo hace
en relación con los Estados. Aunque, por un
lado, esta manera de ver puede descalificar sin
remedio, como lo hacen Kaplan o Collier, a las
“nuevas rebeliones” en la medida en que
refuerza la figura de los “señores de la guerra”
sin causa ni fe, ni ley, por otro lado, también
tiende a consolidar la tesis, más política que intelectual, de los rogue states, puesto que se detiene
en esos Estados, sin prestar atención a los efectos
mucho mayores de la globalización, no solamente en términos del debilitamiento de los estados,
sino en forma más general, de su privatización e
informalización, e incluso de su implicación en
la criminalidad política y económica, cuando no
en la criminalidad común. Sin embargo, un examen así, profundo y general, es indispensable si
se desea comprender por qué, en el nuevo orden
global y en vía de democratización, se arman
oposiciones frente a ciertos tipos de poder, aún
formalmente democráticos; si se desea comprender también las características de estas rebeliones y, eventualmente, su fundamentalismo. En
efecto, parece tan ilegítimo confundir a los Estados y a las rebeliones para llevar a cabo un análisis de los “nuevos conflictos”, como llevar a cabo
un análisis que no los confunda. Éste hace aparecer que el fundamentalismo puede en ocasiones
“responder” a la confiscación real del poder por
parte de ciertos grupos, que la depredación y la
criminalización de ciertas rebeliones son en gran
medida el espejo de las del Estado al que se oponen, de la misma forma que el tipo de tráficos
transnacionales e internacionales en los cuales se
involucran son en parte homólogos a, y se cru-
análısıs polítıco nº 50
los que) se constituye(n) en el de afuera, el otro,
el enemigo común: las ideologías retrógradas,
fundamentalistas, los “señores de la guerra”, lo
irracional, el robo y el crimen.
Pero la problemática legítima que ésta informa en materia de conflictos se basa en inconsistencias. En particular, ya sea que se decida
ignorarla (Kaplan, Collier) o que no se la tome
muy especialmente en cuenta (Kaldor), esta
ideología se prohíbe –debido a los procedimientos y olvidos evocados anteriormente– pensar en
lo que es interno al nuevo “lado de los buenos”
(el de la democracia y de la ley) que se opone a
los diferentes bárbaros. Tal es el caso (con consecuencias particularmente graves para la prevención o resolución de conflictos) del aspecto
sombrío, ilícito, e incluso criminal del nuevo orden internacional. Sin embargo aparece bien,
por un lado, que este último exista bajo el manto
de la legalidad (e incluso a veces con los mismos
protagonistas: empresas o gobiernos), y, por el
otro, que toque al mundo estigmatizado y perseguido de los tráficos y del crimen internacional.
A este respecto, el caso angolés resulta extremadamente interesante. Contrariamente a la visión
habitual, no se trataba de una guerra manejada,
por parte del gobierno, con y para el petróleo, y
por otro lado, con y por los “diamantes de sangre”. Se trataba de una guerra que, a partir de
ahora con otros recursos que los de la época de
la Guerra Fría, siempre había sido una guerra
por el poder. Hubo diamantes ilegales tanto del
lado de Unita como del lado del gobierno y su
nomenklatura. Y estas piedras, incluyendo las de
Unita, circulaban por los circuitos legales del comercio mundial del diamante; eran lavadas e
intercambiadas por armas por intermedio de oscuros traficantes, pero también por jefes de Estado (principalmente africanos y amigos de
Francia) por la rebelión, para el beneficio personal de otros. En cuanto al petróleo, tal vez admitiremos más fácilmente de ahora en adelante
que las grandes multinacionales (y no solamente
Shell), que por demás se compromenten en forma ostentosa en esfuerzos de “gobierno de empresa”, otorgaron a la presidencia angoleña
fabulosas sumas (comparadas con los presupuestos de varios países africanos) sin preocuparse
por tenerlas en cuenta, ni preocuparse de que
fueran vertidas en el presupuesto angolés. Y hoy
sabemos que esas sumas sirvieron para la compra de armas a la vez que al enriquecimiento
ampliamente ilegal, según las leyes nacionales e
internacionales, de hombres de negocios in-
[33]
análısıs polítıco nº 50
[34]
zan con los de los Estados, incluso de los de sus
Estados.
En fin, esta visión de los conflictos guarda silencio sobre los riesgos de los procesos de democratización, así como sobre los fracasos, éxitos o
semi-éxitos de las operaciones de mantenimiento
de la paz y de las injerencias humanitarias como
dispositivos de salida de la crisis, especialmente en
África y en los Balcanes. El modo de intervención
que preconiza Mary Kaldor, fundado en valores
cosmopolitas y las sociedades civiles locales, contrasta en realidad con los que se derivan de las posiciones de las otras dos corrientes. Pero no integra
el balance de las experiencias pasadas, sino la constatación del fracaso de las intervenciones internacionales tradicionales. Más aún, Mary Kaldor
postula el carácter universal de esos valores, y la
existencia de sociedades civiles unidas en su oposición al poder de los “señores de la guerra”.
¿Qué hacer entonces? En los casos en los que
el conflicto se expresa en términos de identidad,
la diplomacia duda entre las soluciones “realis-
tas” (sustancialmente: detener las masacres mediante la separación, lo que también podríamos
denominar la legalización de la depuración
étnica) y las soluciones “de derecho” (imponer
el derecho de las minorías y de otros procedimientos democráticos), y a menudo encuentra
que la solución intermedia es la de hacer coincidir la nacionalidad y la ciudadanía. A fortiori en
el caso en que el conflicto no sea ni étnico/racial/nacional ni territorial, la única respuesta
que queda es la del derecho, de los derechos humanos. Pero esta solución implica, en la mayoría
de los casos, una evacuación de lo político, de lo
social y de la historia, y una definición de lo legal
y de lo ilegal que no se da por hecha. Y mientras
que estos derechos no pueden imponerse, no
queda más (además de la justicia penal internacional) que la criminalización del enemigo (rebelión o Estado truhán). En resumen, no resta
sino la “guerra justa”.
FECHA DE RECEPCIÓN: 15/08/2003
FECHA DE APROBACIÓN: 11/09/2003
estudios
Hugo Fazio Vengoa
Profesor titular del
Instituto de Relaciones
Internacionales de la Universidad
Nacional de Colombia y del
Departamento de Historia de la
Universidad de los Andes.
1
Held, David y Mc Grew, Anthony. The Global
Transformations Reader. An introduction to the globalization
debate. Polity Press, Cambridge, 2000.
análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril
análısıs 2004:
polítıcopágs.
nº 5035-51
desde finales del siglo pasado ha ido
ganando fuerza la idea de que la globalización
constituye un proceso que abarca indistintamente
y, al mismo tiempo, todas las manifestaciones de
existencia de lo social1. Por extraño que pueda parecer a primera vista, uno de los campos donde de
manera más tardía se tomó conciencia real de los
cambios radicales que este fenómeno estaba ocasionando fue en los estudios internacionales. La
centralidad que habitualmente estos análisis le
han acordado al Estado, a lo político, a la soberanía, a la negociación, etc., así como el predominio
de una visión un tanto mecanicista y simplista de
la globalización explica el que se tardara en avanzar en la comprensión de la globalización como
un fenómeno polivalente, causado y causante, que
exhibe una gran capacidad transformadora, que
trasciende con creces sus manifestaciones económicas o mundiales, pues altera al mismo tiempo lo
global y lo local, lo general y lo particular, y los cimientos así como las manifestaciones más
superestructurales de las sociedades modernas,
sean éstas desarrolladas o en desarrollo o, para decirlo en otros términos, globalizadas o en vías de
globalización.
Pero luego de los trágicos sucesos de 11 de septiembre del 2001 se desvanecieron las viejas certezas al demostrarse que la seguridad, el riesgo y las
amenazas trascienden todas las fronteras espaciales
y temporales, incluso las de los estados más poderosos del planeta. Evidentemente, uno de los mayores
desafíos que enfrentan los análisis internacionales
radica en incorporar la dinámica de la globalización en el campo de las relaciones internacionales, pues hoy por hoy se han modificado muchos de
sus procedimientos, se asiste a inéditas compenetraciones, las cuales han terminado sobreponiendo
lo global por encima de lo internacional.
[35]
ISSN 0121-4705
Estados Unidos:
¿Primera potencia
global?
análısıs polítıco nº 50
A partir de esta premisa, el presente ensayo
acomete la tarea de desarrollar dos ideas centrales. Pretende explicar la manera como la
globalización se ha convertido en un factor que
ha entrado a redefinir la condición de potencia
del país más poderoso del planeta: los Estados
Unidos. A partir de ello, infiere una explicación
de la manera como la globalización está alterando el campo de las relaciones internacionales.
Muchos adjetivos se han utilizado para intentar dar cuenta de los atributos particulares que
detenta la potencia del Norte al despuntar el
nuevo siglo. El ex canciller francés Hubert
Védrine popularizó el concepto de “hiperpotencia”; Mario Vargas Llosa ha preferido la denominación “megapotencia”; Joseph Colomber se
refiere a un “imperio sin imperialistas”; Michael
Ignatieff ha preferido utilizar el concepto de “imperio light” y otros hablan de “imperio liberal”.
Estos disímiles esfuerzos por caracterizar el
inédito poder que detenta la potencia del Norte
constituyen una demostración de que nos encontramos frente a un fenómeno particular: el
estatus y el poder alcanzado por Estados Unidos
no tiene parangón en la historia, y por ello cualquier intención de recurrir a viejos conceptos se
queda a medio camino y no da cuenta de su
compleja naturaleza. A su manera, todos estos intentos de definición reconocen que Estados Unidos constituye una modalidad nueva en cuanto a
la magnitud de su poderío, pero también por la
sofisticación de los hilos que ha tejido para realizar y reproducir su poder. Estas caracterizaciones
tienen, sin embargo, el defecto de procurar
construir imágenes en lugar de conceptos, tratando de evocar una sensación porque no logran
arrojar luces sobre su persistentemente incierto
significado.
A nuestro modo de ver, el concepto que mejor ilustra la transformación que está experimentado el país del Norte en la actualidad en su
relación frente al resto del mundo consiste en
definirlo como la primera potencia global. Empleamos el término “global” porque su hegemonía se encuentra asociada y se efectúa a través de
los circuitos globalizantes y también porque realiza su poder en un momento histórico que se caracteriza por la intensificación de la
globalización. Como tuvimos ocasión de demostrar en una investigación previa, si se pretende
[36]
personalizar en algún país el estado actual de la
globalización, obviamente hay que reconocer la
preeminencia que en este punto le corresponde
a Estados Unidos. Tras la desaparición de la
Unión Soviética, e incluso en la época en que
ésta todavía se mantenía vigente, difícil era encontrar otro país diferente a la potencia norteamericana que hubiera ocupado una posición
análoga en el desarrollo y en la consolidación de
estas tendencias2.
La simbolización de Estados Unidos con la
globalización se realiza en varios niveles. La
potencia del Norte ha desempeñado un papel
fundamental en la constitución y consolidación de las nuevas redes de interpenetración
económica a nivel mundial a través de la expansión de la cobertura de acción de las corporaciones transnacionales, empresas cuyo
origen, desarrollo y actual fortalecimiento se
identifican con la lógica de funcionamiento
del capitalismo norteamericano. Estas corporaciones se han convertido igualmente en los actores internacionales que de modo más
concreto cuestionan la supremacía que han
detentado los estados en la vida internacional.
Como señala Giovanni Arrighi,
la emergencia de este sistema de libre empresa,
es decir, libre de las constricciones impuestas
sobre el proceso de acumulación de capital a
escala mundial por la exclusividad territorial de
los estados, ha sido el resultado más específico de
la hegemonía norteamericana. Señala un nuevo
punto de inflexión decisivo en el proceso de expansión y sustitución del sistema de Westfalia, y
puede haber iniciado realmente el proceso de
extinción del moderno sistema interestatal como
sede primaria de poder mundial3.
No es fortuito que la liberalización de la economía mundial, tal como se ha venido registrando desde la segunda mitad de la década de
los años cuarenta del siglo XX, haya sido una
empresa defendida con mucho celo por las autoridades norteamericanas. Esta liberalización
comercial tuvo un acusado impacto en el crecimiento del comercio mundial, intensificó la interdependencia económica y contribuyó al
desencadenamiento de las guerras comerciales,
las cuales, de suyo, han terminado moldeando
2
Véase, Fazio Vengoa, Hugo. El mundo frente a la globalización. Diferentes maneras de asumirla. Bogotá, IEPRI, CESOUniandes y Alfaomega, 2002, pp. 50-61.
3
Arrighi, Giovanni. El largo siglo XX. Madrid, Akal, 2000, p. 94.
4
Luttwak, Edward. El turbocapitalismo. Barcelona, Crítica, 2000.
estudios
no fue uno de los actores más influyentes en la
creación de la Organización de las Naciones Unidas. Con el decidido apoyo que le brindaron estas instituciones, Estados Unidos, en su calidad
de potencia hegemónica, pudo crear condiciones nuevas para incrementar la interdependencia económica y política entre los pueblos,
proceso durante el cual se valió de estas instituciones que se ajustaban a su propia racionalidad.
Si el ejercicio de su poder y de su supremacía
han transcurrido por los cauces de la globalización, lo que de hecho lo eleva a la condición
de potencia global, en la actualidad han aparecido otros elementos que reafirman este carácter.
Puede sostenerse que para que una potencia alcance plenamente este estatus debe disponer de
dos condiciones. La primera consiste en que ha
de realizar buena parte de su hegemonía a través
de los circuitos globalizantes. Estados Unidos ha
cumplido esta condición en el transcurso de los
últimos cincuenta años. La segunda condición
radica en que, en razón del carácter multifacético de la globalización, la supremacía debe
desplegarse en todos los ámbitos sociales. Ha
sido sólo a partir de la década de los noventa
cuando Estados Unidos comenzó a cumplir a
cabalidad este segundo requisito, lo que ha enaltecido su carácter de potencia global.
De acuerdo con el analista internacional
Joseph Nye, el poder en las relaciones internacionales se realiza básicamente en tres dimensiones.
La primera está conformada por el poder “duro”,
es decir, el militar, campo en el cual Estados Unidos tiene, hoy por hoy, una supremacía abrumadora. Su poder en este campo es sin duda
descomunal, y resulta muy difícil encontrar similitudes en la historia. No sólo por los modernos
equipos militares de que ha hecho gala y por su
supremacía a nivel nuclear, sino también de
acuerdo con criterios más convencionales: por su
volumen. El presupuesto militar de Estados Unidos para el año 2003 se incrementó en US$45 mil
millones, es decir, en un 13% con respecto al año
anterior. El presupuesto del Pentágono para el
año fiscal de 2004 aumentará en US$15.300 millones adicionales, lo que eleva el gasto anual del
Pentágono a US$395 mil millones. Para comprender la magnitud del gasto en defensa norteamericano cabe recordar que en 2002, los 15 países
miembros de la Unión Europea juntos, entre los
que se encuentran países militarmente tan impor-
análısıs polítıco nº 50
la economía mundial en torno a unos patrones
similares en términos de competitividad4.
La imbricación de Estados Unidos con la
globalización también se realiza en la contribución de esta nación a las grandes innovaciones
tecnológicas, las cuales han hecho posible que se
intensificara la globalización financiera (modernos medios de comunicación, desregulación
financiera), se impusiera a escala planetaria un
modo más flexible de producción (automatización, robotización, etc.), surgieran nuevas ramas productivas inmateriales (software), se
consolidara el desarrollo informático (internet),
se universalizara la industria del ocio y de la cultura, las autopistas de la información, etc., actividades todas ellas que portan el soberbio sello
norteamericano.
En el plano político e institucional, ninguna
otra potencia anterior se propuso, como sí lo ha
hecho Estados Unidos, limitar el poder de los Estados soberanos para reorganizar la vida internacional. El proclamado “nuevo orden mundial”
de George Bush en vísperas de la Guerra del
Golfo, en 1990, que preveía el establecimiento
de la supremacía del derecho internacional en la
resolución de los conflictos internacionales y la
convergencia de todas las naciones en torno a una
pretendida democracia de mercado, no fue otra
cosa que la reedición de una consigna similar pregonada por jefes de Estado norteamericanos al
finalizar los dos conflictos mundiales que sacudieron el siglo XX. Ya el presidente W. Wilson propuso, cuando finalizó la Primera Guerra Mundial, la
creación de un nuevo orden mundial basado en
el reconocimiento de la autodeterminación de las
naciones y en la seguridad colectiva. Cuando la segunda conflagración bélica mundial llegó a su fin,
los sucesivos gobiernos norteamericanos desempeñaron un importante papel en la constitución
de los nuevos organismos multilaterales.
Con el Acuerdo de Bretton Woods de 1944 se
dio vida a dos instituciones que desempeñaron
un papel vital en la segunda mitad del siglo XX:
el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial de Reconstrucción y Fomento (Banco
Mundial). Posteriormente, bajo iniciativa norteamericana, en 19477, se institucionalizó un mecanismo para la liberalización comercial: el
Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio
(GATT). En el ámbito político, en la Conferencia de San Francisco, el gobierno norteamerica-
[37]
análısıs polítıco nº 50
[38]
tantes como Gran Bretaña y Francia, y una no menos importante potencia mercader (Alemania),
invirtieron en defensa US$1770 mil millones, lo
que en conjunto los ubica en el segundo lugar entre los actores con mayor presupuesto militar,
muy lejos del primero, pero también del tercero –
Rusia–, con US$40 mil millones.
Lo más impresionante es que ese colosal presupuesto del Pentágono representa sólo el 3,4%
del producto interno bruto norteamericano, lo
que sugiere que éste podría seguir incrementándose por varios años por encima del aumento
que registren las demás naciones, y sin que llegue a representar una carga fiscal desmedida
para su poderosa economía.
Del lado de los modernos sistemas militares,
el poderío norteamericano se acerca a la ciencia
ficción. Actualmente el Pentágono trabaja en la
planificación de una nueva generación de armas,
incluidos bombarderos hipersónicos y bombas
capaces de ser lanzadas desde el espacio. El Pentágono se ha propuesto comenzar el estudio de
nuevas bombas nucleares de poca potencia –mini
nukes– con el fin de diversificar su arsenal nuclear. Estas armas son susceptibles de penetrar
en búnkeres que se encuentren en profundidad.
El empleo de estas modernas armas, sin duda, introducirá un cambio en el concepto de disuasión, ya que son capaces de producir daños
limitados o circunscritos a la zona en que son
empleados, a diferencia de las armas existentes,
que acumulan daños vinculados al calor y a la radiactividad5. También cabe recordar el avión de
bombardeo no tripulado que alcanza una velocidad de diez veces la del sonido, con lo cual la
fuerza aérea de Estados Unidos podrá alcanzar el
punto más distante del planeta en tan sólo dos
horas6. El objetivo político de esta nueva generación de armamentos es muy evidente: no sólo sirve para dejar definitivamente atrás a todos los
demás posibles competidores en la carrera
armamentista, sino que también representa una
gran utilidad porque permite no tener que depender de ningún aliado cuando el gobierno
norteamericano decida incursionar en regiones
distantes del planeta.
Como escribía el polémico columnista
William Pfaff, pocos meses después del 11 de
septiembre:
El mundo se encuentra en una situación sin precedentes en la historia de la humanidad. Una
sola nación, Estados Unidos, goza de un poder
militar y económico sin rival y puede imponerse
prácticamente en cualquier sitio. Incluso sin recurrir a las armas nucleares Estados Unidos podría destruir las fuerzas militares de cualquier
otra nación del planeta. Si quisiera, Estados Unidos podría imponer un quiebre social y económico completo a cualquier otro país. sNinguna
nación ha tenido nunca un poder semejante, ni
una invulnerabilidad comparable7.
Otro indicador de este globalizado y duro poder militar se observa en el campo de la seguridad. Estados Unidos es el único país que dispone
de un aparato militar con el cual ejerce un dominio global sobre todos los espacios comunes: el
mar, el cielo y el espacio. “El dominio de estos espacios comunes otorga a Estados Unidos un potencial militar que puede ser movilizado al
servicio de una política extranjera hegemónica
muy superior a la de cualquier potencia marítima conocida en el pasado”. Como es bien sabido, estos espacios comunes no hacen parte de la
soberanía de ningún país y conforman las principales vías de circulación y acceso del mundo
globalizado. “El predominio que ejerce en estos
espacios constituye un factor militar clave en el
predominio global de Estados Unidos”8. Como
quedó demostrado durante el conflicto de
Kosovo, la potencia del Norte puede bombardear blancos específicos e infligir gran daño al
enemigo desde una altura de 50 mil pies, lejos
del alcance de las baterías antiaéreas, sin arriesgar la vida de sus soldados.
De acuerdo con la tipología de Nye, la segunda dimensión del poder internacional es económica. También en este campo Estados Unidos
dispone de una sensible supremacía. Según datos de la revista británica The Economist9, Estados
Unidos con el 4,7% de la población mundial
5
Le Monde, 24 de mayo de 2003.
6
Clarín, 2 de julio de 2003.
7
International Herald Tribune, 77 de enero de 2002.
8
Barry, Posen. “La maîtrisse des espaces, fondement de l’hégémonie militaire des Etats-Unis”. En Politique
étrangère, primavera de 2003.
9
The Economist, 23 de noviembre de 2002.
10
Patterson, James. “Estados Unidos desde 1945”. En: Howard, Michael y Louis, W. Roger (Editores). Historia
Oxford del siglo XX. Barcelona, Planeta, 1999, p. 2770.
11
Hirsh, Michael. “El mundo de Bush”. En: Foreign Affairs en español, otoño-invierno de 2002, p. 39.
12
Brzezinski, Zbigniew. El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona,
Paidós, 1998, pp. 19-38.
13
Kepel, Gilles. Crónica de una guerra de Oriente. Barcelona, Península, 2002, p. 15.
estudios
de primer orden. Hace algunos años el analista
norteamericano de origen polaco, Zigmunt
Brzezinski12 definía a Estados Unidos como la
potencia global porque es el país que realiza más
del 65% de las comunicaciones mundiales y ha
logrado además universalizar su modo de vida,
sus técnicas, sus productos culturales, sus modas
y tipos de organización. No es casualidad, por
tanto, que en los diferentes confines del mundo,
el acceso a la modernidad se identifique con la
imitación del estilo de vida norteamericano.
Como advierte Gilles Kepel, en el Medio Oriente
“se ha construido una curiosa relación con Estados Unidos en nuestro universo globalizado: la
desconfianza que proclaman se mezcla con una
fuerte atracción, el rechazo del modelo con la
admiración por la democracia de la que la mayor
parte de las sociedades del mundo musulmán siguen estando privadas, la reivindicación de la
especificidad cultural con un deseo irreprimible
de reconocimiento y de participar, en pie de
igualdad, en la cultura universal”13.
A ello podemos agregar que el inglés se ha
convertido en la lengua franca del mundo, y del
inglés provienen los términos especializados que
se utilizan cada vez en campos más amplios y en
las distintas lenguas. Las universidades estadounidenses se han convertido en escuela de formación
para las elites políticas de buena parte del mundo.
Estados Unidos ha desempeñado igualmente un
papel de primer orden en la creación de las modernas industrias culturales, en la transformación
de la cultura en un bien comercial y, a través de
ella, en la creación de una conciencia cultural
planetaria que ha tenido en los jóvenes, los adolescentes y los niños sus principales objetivos.
Estados Unidos también ha desempeñado un
papel fundamental en la consolidación de un
ambiente globalizado en la cultura y en las comunicaciones. Estados Unidos no sólo produce
bienes culturales mundiales (videos, películas,
música, etc.), sino que también ha asumido el
liderazgo en la creación de medios de comunicación con perspectiva mundial. Es en Estados Unidos donde se han creado numerosos canales
privados de televisión que piensan el mundo
análısıs polítıco nº 50
genera el 32,5% del producto mundial, y en los
años del boom económico (1995 y 2001), el crecimiento de su economía representó el 64% del
incremento registrado por la economía mundial.
Evidentemente el poderío económico constituye
una premisa muy importante, pero por sí solo no
es una condición suficiente como para que pueda empinarse al rango de potencia global. Más
aún cuando tendencialmente se asiste a un declive del poderío económico de Estados Unidos. A
finales de la década de los cuarenta, con sólo el
7% de la población mundial, Estados Unidos poseía el 42% de los ingresos del mundo, representaba la mitad de la producción manufacturera
mundial y disponía de las tres cuartas partes de
las reservas de oro del globo10.
Ciertamente, el poder económico que
detenta Estados Unidos en la actualidad es bastante menor al de hace cincuenta años. Ello indica un serio punto de debilidad de la gran
potencia del siglo XXI, más aún cuando en este
nivel ha visto aparecer serios competidores,
como son la Unión Europea y, en menor grado,
Japón. Conviene recordar que la ampliación que
ha experimentado la Unión Europea en los últimos años la ha convertido en la primera zona
económica del mundo, y de proseguirse la tendencia a la profundización de este experimento
integrador, al cabo de pocos años el mundo dispondrá de un coloso económico superior a Estados Unidos. La esfera económica plantea
también otro desafío que tiene importantes repercusiones en el campo militar y en los dispositivos de seguridad. A nivel de la alta tecnología
militar, Estados Unidos no es completamente
autosuficiente y se encuentra en una compleja
interdependencia con los demás países altamente industrializados11.
La tercera dimensión del poder en las relaciones internacionales consiste en el poder soft, es
decir, en las variadas actividades no estatales que
intervienen en la configuración del mundo,
como los acuerdos internacionales, las instituciones internacionales, los intercambios
comunicacionales, culturales, etc. En este plano,
Estados Unidos desempeña igualmente un papel
[39]
como un solo mercado y se presentan ante él
como emisiones “no nacionales”, sino globales.
Estados Unidos es una potencia global en la medida en que extiende su dominio precisamente a
lo largo y ancho de estos tres niveles.
De acuerdo con los condicionantes
geoespaciales, sean éstos de naturaleza política,
económica, financiera o cultural, Estados Unidos
cumple la función de una inédita potencia global en tanto que sus actividades y su radio de influencia gravitan en las distintas regiones del
planeta (Asia, América, Europa, Medio Oriente y
Asia Central), zonas donde se “territorializan”
numerosos circuitos globalizados, lo cual, por las
interpenetraciones que ellos generan, dota a la
potencia del Norte de un poderío global.
análısıs polítıco nº 50
¿Qué otra palabra, sino “imperio” –escribe
Michael Ignatieff– sirve para describir una cosa
asombrosa en la que se está convirtiendo Estados
Unidos? Es la única nación que vigila el mundo
por medio de cinco mandatos militares mundiales, mantiene más de un millón de hombres y
mujeres en armas en cuatro continentes; despliega grupos de combate sobre portaviones que
vigilan todos los océanos; garantiza la supervivencia de países, desde Israel hasta Corea del Sur;
dirige el comercio mundial y llena los corazones
y las mentes de todo un planeta con sus sueños y
deseos (...) El imperio de Estados Unidos no es
como los imperios de antaño, levantados con
base en colonias, conquistas y la carga del hombre
blanco. El imperio del siglo XXI es una nueva
invención en los anales de la ciencia política, un
imperio light, una hegemonía mundial cuyos
marchamos de calidad son los mercados libres,
los derechos humanos y la democracia, vigilados
por el poder militar más imponente que el mundo ha conocido nunca14.
[40]
Si desde finales de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era una indiscutida potencia en el continente americano, el principal
garante de la seguridad europea (OTAN), el más
importante factor de equilibro en el AsiaPacífico y una probada potencia en el Medio
Oriente, a todo ello se suma finalmente el hecho
que, con posterioridad al 11 de septiembre de
2001, a raíz de la guerra contra Afganistán, pasó
a asumir un papel protagónico en Asia Central.
“Sus fuerzas militares cubren hoy un arco que va
desde Turquía a Pakistán, pasando por Arabia
Saudí, todos los emiratos y sultanatos del Golfo,
Afganistán, Tayikistán, Kirguistán y Uzbekistán,
además de la estratégica isla de Diego García en
el Índico”15. Sus fuerzas militares tienen presencia de modo permanente en un total de 41 países (15 europeos, 13 asiáticos, 7 del Golfo y 6
latinoamericanos). África, por el momento no
entra del todo dentro de sus cálculos, aun cuando cada vez adquiere mayor visibilidad por el interés energético que representan algunos países.
Es muy tentadora la identificación que realiza
Ignatieff de Estados Unidos con un imperio light,
porque en realidad este país representa una modalidad nueva de ejercicio del poder que para
nada es colonialista en el sentido usual del término, porque su poder no tiene un sustrato territorial, no tiene limes. Uno de los principales
cambios que introdujo el advenimiento de Estados Unidos como potencia mundial y posteriormente global ha consistido precisamente en su
capacidad para ejercer su dominio espacial a través del control de las nuevas redes de interconexión y, en ese sentido, adaptarse a formas de
dominación más sutiles. Comparando la Unión
Soviética con los Estados Unidos, el analista francés Bertrand Badie precisaba hace algunos años
que mientras la primera “defendía una concepción clásica, territorial y político militar del poderío, Estados Unidos desplegaba una capacidad
desterritorializada, sistémica, alimentada de relaciones informales que daban origen a un juego de redes”16. No fue casualidad que la guerra
fría culminara con el triunfo apabullante del
segundo.
En el proceso de reconversión de Estados
Unidos en una potencia global más o menos integral han intervenido dos tipos de factores. De
una parte, un papel muy importante le ha correspondido a la ideología. Conviene recordar
las palabras del historiador británico Eric
Hobsbawm, quien, en una entrevista, precisaba
que Estados Unidos constituye un “poder revolucionario basado en una ideología revolucionaria
(...) que se impuso el objetivo de transformar el
14
Ignatieff, Michael. “La carga de Estados Unidos”. El País, 8 de febrero de 2003.
15
El País, 22 de abril de 2003.
16
Badie, Bertrand. “De la souveranité à la capacité de l’Etat”. En : Smouth, Marie-Claude. Les nouvelles relations
internationales. Pratiques et théories. París, Presses de Science Po, 1998, pp. 48-49.
Es un hecho objetivo que los estadounidenses
han ido extendiendo su poder e influencia incluso desde antes de fundar su propia nación independiente. La hegemonía que Estados Unidos
estableció dentro del hemisferio occidental en el
siglo XIX ha sido una característica permanente
de la política internacional desde entonces. La
expansión de la estrategia de Estados Unidos,
que llegó a Europa y al Extremo Oriente en la
Segunda Guerra Mundial nunca ha dado marcha
atrás (...) El fin de la Guerra Fría se consideró
por parte de los estadounidenses como una oportunidad de no replegarse, sino de ampliar su
influencia; de extender hacia el este, hasta Rusia,
la alianza que lideraban; de fortalecer sus relaciones con aquellas naciones del Extremo Oriente
que estaban en vías de democratizarse; de fomentar sus intereses en partes del mundo como Asia
Central, cuya existencia ni siquiera conocían
muchos estadounidenses. El mito de la tradición
aislacionista de Estados Unidos es notablemente
persistente, pero no deja de ser un mito. Por el
contrario, la expansión, tanto de su territorio
como de su influencia, ha constituido la incuestionable realidad de la historia estadounidense, y
no ha sido una expansión inconsciente20.
De estos dos pasajes que hemos citado de
Kagan podemos extraer dos tesis adicionales
igualmente sugestivas que ayudan a entender el
actual papel de Estados Unidos en el mundo, sobre las cuales volveremos más adelante. La primera es la idea de que su acendrado
17
Hobsbawm, Eric. Entrevista sobre el siglo XXI. Barcelona, Crítica, 1999, p. 66-677. Véase también Hobsbawm, Eric.
“Où va l’Empire américain”. En: Le Monde Diplomatique, París, junio de 2003.
18
Gray, John. Falso amanecer. Barcelona, Paidós, 2000, p. 14.
19
Kagan, Robert. “Desafío a la potencia hegemónica”. El País, 30 de marzo de 2003.
20
Ídem.
estudios
pios principios. Ello explica que siempre haya
sido tan fácil para tantos estadounidenses creer,
como muchos de ellos lo hacen todavía, que el
avance de sus propios intereses implica el avance
de los intereses de la humanidad. Como dijo
Benjamín Franklin: “La causa de Estados Unidos
es la causa de todo el género humano”19.
El otro factor que explica las razones de por
qué Estados Unidos mantiene el propósito de
ubicarse por encima de las demás naciones hunde sus raíces en las profundidades mismas de su
historia nacional. El mismo Robert Kagan lo explica claramente cuando escribe:
análısıs polítıco nº 50
mundo en una determinada dirección”17. Éste ha
sido un rasgo común de todos los estados que se
constituyeron a partir de grandes revoluciones,
como la norteamericana, la francesa y la rusa, los
cuales desarrollaron actitudes mesiánicas de salvación del mundo.
Estados Unidos asume esta función porque es
una potencia “ilustrada”, que aboga por la creación de una única civilización mundial en la que
las variadas tradiciones y culturas del pasado quedaran superadas por una comunidad nueva y
universal basada en la razón, porque promueve
la idea de que el libre mercado conducirá a la
modernización económica y porque reconoce
una “interpretación de la globalización económica –la expansión de la producción industrial en
economías de mercado interconectadas en todo
el mundo- como el avance inexorable de un único tipo de capitalismo occidental: el del libre
mercado estadounidense”18.
Desde una posición ideológica distinta, el
analista norteamericano Robert Kagan, participa
de la misma convicción.
Desde la Independencia, e incluso antes, los
estadounidenses siempre compartieron una
creencia común relativa al gran destino de su nación (...) Para aquellas primeras generaciones de
estadounidenses, la promesa de la grandeza nacional no era una mera esperanza reconfortante,
sino una parte integral de la identidad del país,
indisolublemente unida a la ideología nacional.
Tanto ellos como las generaciones que les sucedieron creían que Estados Unidos estaba llamado a convertirse en una gran potencia, quizá la
más grande de todas, porque los principios e ideales sobre los que se habían fundado eran
incuestionablemente superiores no sólo a las
corruptas monarquías europeas de los siglos
XVIII y XIX, sino también a las ideas que habían
conformado naciones y gobiernos a través de toda
la historia de la humanidad. Así pues, los estadounidenses han sido siempre internacionalistas,
pero con un internacionalismo que, a su vez, no
es sino un subproducto de su nacionalismo. Cuando los estadounidenses buscaban legitimación a
sus acciones en el exterior, no la buscaban en las
instituciones supranacionales, sino en sus pro-
[41]
nacionalismo nutre el internacionalismo, y la otra
es el cuestionamiento del mito del aislacionismo,
de hecho, muy pocas veces practicado. Ambas tesis explican el compromiso de Estados Unidos
con el mundo, el cual debe evolucionar a su imagen y semejanza.
Este cúmulo de factores histórico-ideológicos
constituye un conjunto de principios que comparte la mayor parte de la elite dirigente y la sociedad
estadounidenses, con total independencia de los
colores políticos o las posturas ideológicas o religiosas. Se presentan diferencias, sin embargo, en
los procedimientos y en los mecanismos de realización de esta anhelada universalidad.
CLINTON Y BUSH: ¿GLOBALIDAD VERSUS
análısıs polítıco nº 50
DOMINACIÓN?
[42]
Los retos, desafíos y oportunidades que enfrenta Estados Unidos en su calidad de potencia
global ayudan a entender la aguda tensión que
recientemente ha tenido lugar en el interior mismo de la clase política norteamericana. Ésta se
encuentra frente a una enorme disyuntiva en
cuanto a la posición por adoptar de cara a la
globalización y también al sistema mundial:
mientras un sector –generalmente demócrata–
identifica el futuro de la posición líder de su país
más comprometido con el progreso interdependiente que suscita la globalización, lo que le
implica mayores compromisos con todo los países del mundo, otro sector, predominante entre
los tomadores de decisión de la actual administración, sin pretender desglobalizarse ni
automarginarse de los actuales circuitos de compenetración, se propone reconstruir el orden
mundial de una manera tal que Estados Unidos
pueda seguir preservando su completa independencia, conserve su amplia supremacía y evite los
efectos disruptivos externos y globalizantes que
perturban a su sociedad.
Esta variabilidad de posiciones y de actitudes
es quizás el último movimiento –un allegro, por
supuesto, briosso– de lo que ha significado para
Estados Unidos y para el resto del mundo la gran
pieza musical de Westfalia. La tensión entre estas
dos posturas es muy sutil, pero profunda. No representa una vuelta a la histórica contradicción
entre el aislacionismo y el internacionalismo.
Constituye más bien una discordancia entre dos
propuestas orientadas a realizar el compromiso
de los Estados Unidos con el mundo, pero con
énfasis diferenciados: o la gran potencia evoluciona en un sentido que le permita conducir y
reapropiarse de una globalización que se le está
saliendo de las manos y sigue siendo en el futuro
cercano una potencia global, aun cuando diste
de alcanzar el ejercicio de un dominio global, o
intenta tomar distancia de estos circuitos para reconstruir desde su país todo el inmenso andamiaje globalizante. Esto último se alcanzaría
mediante el fortalecimiento de sólo aquellos ámbitos que son considerados como indispensables
por parte de las autoridades de la misma potencia norteamericana, pero levantando grandes
muros de contención contra aquellos segmentos
y circuitos que sean evaluados en términos negativos. El carácter tenue de esta tensión radica en
que ambas propuestas no son antagónicas o
excluyentes; se diferencian en términos de sus
enunciados.
De triunfar esta segunda postura, la
globalización no se revertirá, pero Estados Unidos perderá muchos de los atributos que lo han
convertido en una potencia global y se aproximará a lo que se entiende de modo tradicional
por una potencia clásica, más asociada al pasado que al futuro, al nacionalismo que al
internacionalismo, al aislacionismo que a un
mayor compromiso con el mundo. Es en este
punto donde las dos tesis que antes destacábamos del planteamiento de Robert Kagan adquieren toda su importancia y significación. Y es
que no sólo Estados Unidos se está jugando su
destino con el mundo; éste también se encuentra frente a la misma disyuntiva. La tensión, por
tanto, no es solamente estadounidense, es
planetaria, razón por la cual se hace más urgente
encontrarle una salida que mancomune las distintas voluntades.
Esta tensión sobre cómo debe Estados Unidos
asumir la redefinición de su política internacional transcurre paralela al salto que se ha presentado en dos de los más recientes ciclos de la
globalización, es decir, la fase sincronizada
(1989-2000) y la colisión de globalizaciones, que
debutó tras los eventos del 11 de septiembre. Si
el anterior ciclo de la globalización coincidió
con el mandato del demócrata Bill Clinton, la actual fase debutó en los primeros meses del gobierno republicano de George W. Bush. Esta
coincidencia, que no es del todo fortuita, resulta
ser un asunto importante puesto que se presentan mutuas retroalimentaciones entre la voluntad que expresan estas autoridades con la lógica
implícita del correspondiente ciclo globalizante.
La anterior administración entendía la importancia que para Estados Unidos y el mundo tenía
el fortalecimiento de la globalización y, a su vez,
21
“Desafío a la potencia hegemónica”. El País, 30 de marzo de 2003.
22
Moïsi, Dique. “La verdadera crisis del Atlántico”. En: Foreign Affairs en español, otoño-invierno de 2001.
23
Portelli, Alessandro. “La cultura de Bush”. La Rivista del Manifesto, Nº. 33, noviembre de 2002.
estudios
dos Unidos: sólo lo hizo más estadounidense”21.
A diferencia del compromiso del antecesor en
los asuntos mundiales (organización e
institucionalización de una economía mundial
abierta, apoyo a procesos de paz en Irlanda del
Norte y el Medio Oriente, intermediación en los
conflictos yugoslavos, etc.), el nuevo equipo en el
poder ha sustituido la anterior política interior
mundial por una política exterior localizada, que
sin ser aislacionista, ha derivado en una variante:
el intervencionismo unilateral. Dominique Moïsi
resume el dilema en los siguientes términos: “Durante la presidencia de Bill Clinton, los estadounidenses deseaban salvar al mundo, aunque de
mala gana. Con Bush, pretenden protegerse del
mundo o incluso retirarse de él”22.
Entre los factores que ayudan a entender este
cambio de orientación de la política internacional de Estados Unidos, un papel central le corresponde nuevamente a la historia y a la misma
globalización. Como adecuadamente argumenta
Alessandro Portelli23, el escaso conocimiento del
resto del mundo por parte de la opinión pública
y de los grupos dirigentes de Estados Unidos es
el producto de una visión históricamente radicada en su propia colocación geopolítica: la combinación de aislamiento geográfico original y de
superpotencia actual hace que Estados Unidos
sea objeto de la tentación de convencerse que no
tiene necesidad del resto del mundo. En el presente, la vieja distinción entre asuntos internos y
externos prácticamente ha desaparecido. En un
mundo globalizado, los acontecimientos y las situaciones que tienen lugar por fuera de los
confines de América tienen un impacto mayor
en el plano interno. Estados Unidos está convencido de que sus intereses son los intereses del
mundo entero y se prepara a traslapar sus propios intereses al resto de naciones pues considera que tiene que asumir esta responsabilidad
para con los demás. En cualquier caso esto no es
una cuestión de hipocresía: es muy fuerte en Estados Unidos la convicción de que los intereses
propios coinciden con los intereses generales,
porque es fuerte la sensación que entre sí y el
mundo no existen fronteras. Si Estados Unidos
no tiene confines que lo contengan, entonces corre el riesgo de no tener confines que lo protejan. Por eso, el gobierno de Estados Unidos está
análısıs polítıco nº 50
la intensificación y sincronización de este fenómeno, razón por la cual favorecía la enunciación
de este tipo de posiciones. La actual administración, por su parte, más estadounidense que global en sus definiciones e intereses, se
desenvuelve en un contexto en el cual prolifera
el desencanto y se multiplican los temores a un
mundo más interdependiente e interconectado.
En cuanto a su posición frente al mundo, el
gobierno de Clinton se caracterizó por conjugar
elementos realistas y liberales en la actuación internacional de su país. Bill Clinton expresó
elocuentemente su manera de entender el papel
de Estados Unidos cuando aseveraba que su política exterior era una forma de política interior
mundial. No fue casualidad que luego del arribo
del candidato demócrata a la Casa Blanca se
creara una subsecretaría de asuntos globales en
la Secretaría del Departamento de Estado. El
sentido intrínseco de su estrategia se caracterizaba por un interés en intentar armonizar la conservación del predominio norteamericano en el
mundo con un énfasis en la expansión de los
mercados y la propagación de la democracia,
principios que debían conducir a un mundo más
integrado y seguro. No fue una mera casualidad
que la prestigiosa revista Foreign Policy lo definiera
como “el presidente de la globalización”, entre
otras, porque hizo que la OTAN incorporara nuevos países, orientó la APEC hacia una zona de libre comercio y le dio alta prioridad en su política
internacional a los asuntos medioambientales.
Si retomamos la tipología planteada por
Joseph Nye de las tres dimensiones en las que se
realiza el poder en las relaciones internacionales
(militar, económico y soft), se puede observar
que la anterior administración demócrata se inclinaba por fomentar la segunda y tercera dimensión del poder y optaba por reducir
deliberadamente el peso del duro poder militar.
No fue un accidente que durante esos gobiernos
el presupuesto militar disminuyera como porcentaje del PIB.
Esa orientación política sufrió un giro radical
con el advenimiento del gobierno republicano
en enero de 2001, y particularmente luego del
ataque terrorista a las Torres Gemelas y al
edificio del Pentágono. Como asegura Robert
Kagan, “El 11 de septiembre no cambió a Esta-
[43]
análısıs polítıco nº 50
[44]
interesado en dotarse de nuevos límites. El cambio semántico de un peligro inminente por un
peligro en potencia significa que no es más necesario que el enemigo haga o intente hacer alguna cosa para convertirse en objeto de la acción
preventiva. Basta con que se encuentre en grado
de hacerlo, que sólo tenga la intención, que pueda tenerla en el futuro, para que se convierta en
una amenaza potencial.
La propuesta básica del equipo republicano
que actualmente ocupa la Casa Blanca consiste,
por tanto, en levantar nuevos limes entre su país y
el resto del mundo. Como esta tarea es imposible de realizar desde un punto de vista
geográfico o espacial, tanto por las condiciones
naturales de Estados Unidos como por la intensidad que ha alcanzado la misma globalización, de
la que la potencia del Norte constituye el nervio
central, la única alternativa consiste en recurrir a
aquellos procedimientos políticos y militares que
producen nuevos mecanismos de contención. La
guerra preventiva ha sido el principal procedimiento sugerido para producir ese divorcio (limes), ejercer un necesario control y asegurar la
conservación de su dominio.
Es a partir de este tipo de observaciones de
índole más general que se puede entender el carácter revolucionario que anhela asumir el gobierno republicano. Esta propuesta preventiva
de la administración Bush no representa un proyecto reactivo, conservador o apegado a un anhelado y, hoy por hoy, irrealizable pasado. Por el
contrario, es un proyecto que, con sus radicales
propuestas, asume un formato radical dentro del
espíritu de una nueva revolución conservadora.
El gobierno Bush constituye una reedición de la
revolución conservadora, que en una versión anterior fue impulsada por Ronald Reagan en la
década de los ochenta, en tanto que no sólo
plantea una política exterior más beligerante,
sino también porque con sus políticas está
desafiando el capitalismo “moderado”, elemento
característico de esta nación durante todo el siglo XX. Para alcanzar este objetivo está empleando dos medios: la política de reducción de
impuestos en condiciones en que incrementa el
déficit. Como señala un historiador norteamericano, para los conservadores generar déficit es
un asunto tolerable cuando se trata de realizar
gastos militares, pero es una cuestión inadmisi-
ble si el objetivo consiste en mantener los servicios de la seguridad social. El otro medio empleado “para hacer volver a Estados Unidos al
capitalismo no regulado anterior al siglo XX es
cultivar una psicología de guerra, de manera que
cualquier crítica a la política republicana conservadora se condena por considerarse una deslealtad en época bélica”24.
Si la administración Clinton fusionó de modo
particular las opciones liberales con las realistas
dentro de un marco de mayor interdependencia,
el gobierno de Bush, que no ha renegado del liberalismo, ha pretendido potenciarlo dentro de
los marcos de una mayor independencia para su
país. De ahí que haya aparecido como una contradictoria postura que conjuga
intervencionismo (nacional) con liberalismo (internacional).
El nuevo enfoque que se ha desarrollado sobre todo en estos últimos dos años conlleva, en
cambio, una mezcla de idealismo y realismo. Por
un lado, hay idealismo en la distinción entre estados “buenos” y “malos”, así como en la creencia en que las reformas económicas y políticas de
los estados a favor de una liberalización interna y
una mayor apertura exterior producirán una disminución de su agresividad. Sin embargo, no se
trata del clásico idealismo que la literatura académica sobre relaciones internacionales suele
calificar como “liberal”. Según éste, la paz debería ser sobre todo el resultado del derecho internacional y las organizaciones
intergubernamentales, incluida en lugar preferente, en el mundo de hoy, la Organización de
Naciones Unidas. En el nuevo enfoque dominante en la política exterior norteamericana, en
cambio, y ante la ausencia de una autoridad
mundial vinculante y efectiva, la paz debe ser impuesta por un árbitro que sea capaz de proteger
a cada uno de los estados de las agresiones de los
demás. En conjunto, la inspiración de la actual
política americana podría ser calificada de “realismo moral”25.
Si retomamos nuevamente la tipología propuesta por el politólogo Joseph Nye, la administración republicana ha introducido un cambio
radical en la articulación de las dimensiones en
que se sustenta el poder internacional: su estrategia se centra prioritariamente en la primera dimensión –el duro poder militar– y ha relegado
24
Jackson, Gabriel. “¿Hacia dónde va Estados Unidos?”. El País, 13 de junio de 2003.
25
Colomber, Joseph. “11-S”. 11 de septiembre de 2003.
Los acuerdos con instituciones multilaterales no
deben ser fines en sí mismos. Los intereses estadounidenses se promueven a través de alianzas
fuertes y pueden alentarse en las Naciones Unidas y otras organizaciones multilaterales, así
como con acuerdos internacionales bien concebidos. Sin embargo, muchas veces al gobierno de
Clinton le ha preocupado tanto encontrar soluciones multilaterales a los problemas que ha
firmado acuerdos que no tienen en sus miras los
intereses estadounidenses27.
De esta tesis de Rice, pensamiento comparti26
Innerarity, Daniel. “Los límites del poder”. El País, 8 de febrero de 2003.
27
Rice, Condoleeza. “La promoción del interés nacional”. En: Foreign Affairs en español, enero-febrero de 2001.
28
Ortega, Andrés. “Imperio contra globalización”. El País, 2 de marzo de 2003.
estudios
do por los otros influyentes miembros del actual gobierno norteamericano, se desprende la
idea de que se debe recelar de los organismos
internacionales, porque éstos no siempre son
agentes facilitadores para la realización de los
intereses nacionales de Estados Unidos. La importancia asignada a este predominio de los intereses norteamericanos es uno de los factores
que explica por qué la administración Bush no
estuvo dispuesta a suscribir el Tribunal Penal
Internacional, desconoció acuerdos en que se
había comprometido la administración anterior, como el de Kyoto sobre el calentamiento
del planeta, rehusó rubricar el Tratado de prohibición de minas antipersonas e incluso se
opuso a los acuerdos de la OCDE sobre los paraísos fiscales.
En el fondo, la divergencia más profunda entre estas dos administraciones –la demócrata y la
republicana– se presenta en relación con la
globalización. Como señala Pierre Hassner, “la
prioridad de Clinton era doméstica y global y la
de Bush, nacional e imperial” (“El diseño del
nuevo imperio”, El País, archivo, diciembre de
2002). Ambos gobiernos difieren en la medida
en que el de Clinton se identificaba con el
globalismo, es decir, constituía un intento de
promover y profundizar la globalización, mientras que el de Bush se propone ejercer un control sobre la misma. Andrés Ortega hace unos
meses recordaba que en una comparecencia a
mediados de febrero de 2003 ante una comisión
del Senado estadounidense, los jefes de tres servicios de inteligencia, George Tenet (de la CIA),
el vicealmirante Lowell Jacoby (de la agencia de
inteligencia de defensa –DIA– del Pentágono) y
Robert Mueller III (del FBI) coincidieron en su
apreciación de los peligros que entraña la
globalización.
Si ésta ha impulsado la economía, también se
ha convertido en una grave amenaza para Estados Unidos, al facilitar el crecimiento de las redes terroristas, la proliferación de los
conocimientos tecnológicos para fabricar armas
de destrucción masiva, la multiplicación de estados fracasados que tienen que hacer frente a crecientes problemas de insurgencia y el aumento
del anti-americanismo y de los rencores contra
un Estados Unidos dominante28.
Este intento por establecer mecanismos de
análısıs polítıco nº 50
tras bambalinas a las otras dos. Esta escogencia
obedece a que en el plano económico Estados Unidos enfrenta serios competidores, y su capacidad
para imponer su voluntad se ha visto seriamente
aminorada en condiciones en que la tercera dimensión, compuesta por los flujos migratorios, los
intercambios culturales, comunicacionales,
internet, terrorismo, etc., constituye un ámbito en
el cual actúan actores no estatales se comunican y
actúan sin ser obstaculizados por la interferencia
de ningún gobierno. En este nivel, “el poder de
los Estados es, en buena medida, neutralizado”26. Esta transmutación de los ejes definidores
de la política exterior norteamericana, que ha
marginado su dimensión mundial por otra
nueva de estirpe nacional, obedece a que este
equipo en el poder maneja un proyecto de
Estados Unidos y del mundo, que garantice la
plena supremacía del primero por sobre el
segundo.
Quien mejor ha explicado estas nuevas coordenadas de la política exterior norteamericana
durante la actual administración Bush ha sido
Condoleeza Rice, consejera de Seguridad Nacional, quien, en un artículo escrito antes del arribo
de los republicanos al poder y que fue publicado
por la revista Foreign Affairs en el invierno de
2001, argumentaba sobre la necesidad del gobierno de actuar a partir del interés nacional de
Estados Unidos y no de los intereses de una ilusoria comunidad internacional. Su tesis central
se articula en torno a la idea de que Estados Unidos debe ocuparse de sus intereses nacionales,
pero como éstos se encuentran diseminados por
todo el globo, tiene que realizarlos en cualquier
parte.
[45]
análısıs polítıco nº 50
[46]
control sobre la globalización por parte del actual gobierno se observa claramente cuando se
tiene en mente que últimamente ha emprendido
acciones tales como la instauración de mayores
controles a la inmigración legal, ha establecido
un creciente proteccionismo comercial, ha estimulado el aumento de los subsidios agrícolas, ha
promovido la iniciativa de defensa de los contenedores, la cual establece que algunos puertos
sean vigilados de modo estricto para controlar
los cargamentos que salen con destino a Estados
Unidos, o cuando se ha propuesto vigilar la información científica y técnica en internet, sobre
todo aquella que puede ser utilizada para fines
militares o terroristas. Según Nairn, la guerra en
Irak no es por el petróleo, sino contra la
globalización, un “intento de militarizar el dominio económico que Estados Unidos disfrutó en
los años noventa”29.
Las diferencias entre estos dos enfoques de la
globalización no se deben únicamente a que ambas administraciones se hayan localizado en ciclos distintos de la globalización. El problema
central constituye un asunto de enunciación y de
voluntad política, así como de concepción de
cuál es el papel anhelado que se le asigna a Estados Unidos en el mundo.
¿Qué elementos justifican y explican este radical cambio de posición de las autoridades norteamericanas frente al mundo y la globalización? A
nuestro modo de ver, dos elementos han incidido en esta reorientación. El primero tiene que
ver con las secuelas que dejó el ataque terrorista
del 11 de septiembre en la clase dirigente y en la
sociedad norteamericana y, el segundo, con la
naturaleza del núcleo duro de la administración
Bush.
En un trabajo anterior establecíamos una distinción entre las consecuencias inmediatas y de
largo plazo a que dio lugar el atentado del 11 de
septiembre30. Algunas de las inmediatas sobre las
que conviene volver brevemente son las siguientes: luego del ataque terrorista, el Estado norteamericano asumió posiciones más policíacas. Las
leyes antiterroristas abrieron la posibilidad de
practicar detenciones excepcionales por tiempo
indefinido y que se crearan los tribunales militares especiales para juzgar a los extranjeros, como
por ejemplo en la base de Guantánamo.
Pero ese no es el único rasgo que asume este
Estado policíaco. También se vislumbra su fantasmal figura en las denuncias de innumerables
exacciones cometidas contra la población extranjera en Estados Unidos. Human Right Watch
constataba que a finales de 2002 las agresiones
sufridas contra la población musulmana de Estados Unidos se habían incrementado desde el 11
de septiembre en un 1.7700%31. Si bien los ciudadanos musulmanes han sido los principales
damnificados, son los que de modo más directo
han sufrido en carne propia la violenta reacción
institucional a que dio lugar el 11 de septiembre
de 2001, las otras minorías no han corrido mejor
suerte. La comunidad latina en Estados Unidos
también ha visto pesar sobre sí el fantasma de la
discriminación, y en ocasiones ha visto algunos
de sus derechos conculcados32.
Un ejemplo que ilustra muy bien el peso desmedido que se les asigna a las funciones policíacas y que al mismo tiempo confirma la tesis de
que la política que promueve la actual administración que ocupa la Casa Blanca no es contraria
a la globalización, sino que pretende ejercer un
mayor control sobre ella, lo encontramos en el
hecho de que este Estado policíaco no pretende
confinarse a las fronteras nacionales. En su declarado combate contra la amenaza del terrorismo, el Pentágono ha comenzado a desarrollar
una vasta red de espionaje global. El plan Total
Information Awareness se propone rastrear diariamente miles de millones de transacciones bancarias, comunicaciones, compras, viajes,
documentos de identidad o historiales médicos y
laborales de ciudadanos de todo el mundo, a los
que tendrán “acceso instantáneo” los servicios secretos de Estados Unidos (El País, 1 de diciembre de 2002). El 12 de mayo de 2003, el
periódico El Tiempo denunció la adquisición de
este tipo de información sobre más de 30 millones de colombianos por una empresa norteamericana. En Argentina y México la adquisición de
información de sus connacionales por parte de
instituciones norteamericanas ha agitado un
gran debate, porque se teme que desencadene
consecuencias completamente impredecibles. Información de prensa señala también que el Pen-
29
Nairn, Tom. “America: enemy of globalisation”. En: opendemocracy.net, 2003.
30
Fazio Vengoa, Hugo. El mundo después del 11 de septiembre. IEPRI y Alfaomega, 2002, pp. 45-59.
31
El País, 20 de noviembre de 2002.
32
Roas Marcos, Luis. “Hispanos en Estados Unidos: una convivencia en peligro”. El País, 177 de febrero de 2003.
33
Clarín, 3 de julio de 2003.
34
El País, 6 de mayo de 2003.
35
“Lo único que hemos llevado a Irak es violencia y muerte”, Clarín, 23 de junio de 2003.
36
Golub, Philip S. “Retour à una presidence impériale aux Etats-Unis”. En: Le Monde diplomatique, París, enero de
2002.
37
Woodward, Bob. Bush en guerra. Bogotá, Península/Atalaya, 2002.
estudios
multilaterales. El propósito era impedir que se
consolidaran nuevos contextos de interdependencia política y asumir más bien como propósito tratar de conducir el proceso de manera tal
que Estados Unidos gozara de una gran capacidad de dirección, estableciendo de paso una
frontera entre su país y el resto del mundo.
Pero también luego del ataque del 11 de septiembre se hizo más fuerte la concepción realista
de las relaciones internacionales que se propone
fortalecer la concentración del poder en el Ejecutivo y la conservación de un elevado grado de consenso ciudadano en torno al gobierno, situación
que vigoriza el Estado maximal de Bush, tan contrario a las tradiciones políticas norteamericanas.
Este no podrá institucionalizarse a menos que la
guerra se eternice. Éste es sin duda el sentido escondido del discurso ante la fecha invariable de la
nueva presidencia imperial. Al argumentar que el
11 de septiembre marcó el inicio de una nueva
guerra mundial, que era el Pearl Harbor del siglo
XXI, anunciaba una lucha global contra el terrorismo, sin límites espaciales ni temporales36.
Ha sido en este contexto donde ha entrado a
actuar el segundo elemento: la naturaleza radical
del equipo que se encuentra con Bush en el poder. En el ejercicio de la política exterior y de seguridad es posible observar que se ha
consolidado un grupo inusitadamente homogéneo que provee a la enorme capacidad militar y
recursiva de Estados Unidos una inmensa voluntad de acción. Diversos analistas han afirmado
que el núcleo conservador norteamericano está
compuesto por varios grupos. De acuerdo con
Woodward37, éstos se dividen en: personas que
participaron en la Administración Reagan y que
interiorizaron el rígido y maniqueísta esquema
de la guerra fría, representantes del complejo
militar e industrial, fundamentalistas cristianos
de derecha y defensores a ultranza de Israel.
Estos nuevos líderes de Washington mantienen una visión que es radical y utópica, por un
lado, y complaciente, por el otro. Su utopismo
consiste en su creencia en que la dominación estadounidense de la sociedad internacional es la
conclusión natural de la historia, ya que, como el
análısıs polítıco nº 50
tágono está desarrollando un sistema de vigilancia basado en computadoras y miles de cámaras
para rastrear, grabar y analizar, por ejemplo, el
movimiento de cada vehículo (y sus pasajeros)
de una ciudad extranjera33.
Claro que para hacer plena justicia debemos
recordar que este endurecimiento de posiciones
no ha sido una práctica exclusiva de las autoridades estadounidenses. En Europa Occidental se
ha presentado una situación análoga. Los derechos humanos fundamentales en los países de la
Unión Europea sufrieron en 2002 un grave retroceso en favor de la seguridad. Ésta ha sido
también una de las consecuencias originadas por
los ataques terroristas del 11 de septiembre, según concluye un estudio elaborado por expertos
independientes de los quince países miembros.
Las condiciones de detención, la
confidencialidad sobre datos privados, la libertad
de expresión y las leyes restrictivas con los
inmigrantes son algunos de los aspectos más
preocupantes en el informe34. El tema es inquietante porque lo que está en juego es ni más ni
menos que la libertad y la democracia. Conviene
recordar las palabras del escritor Norman Mailer,
quien hace poco recordaba que “la libertad es
frágil y, si no trabajamos por ella, la vamos a perder, porque la democracia no es el estado natural del ser humano en sociedad, más bien lo
contrario, hay que esforzarse mucho simplemente para mantenerla”35.
Otra secuela inmediata del acto terrorista se
observa en la manera como el gobierno de Estados Unidos asumió la respuesta al ataque terrorista. Después de haber recibido el aval de la
OTAN y la ONU para que mancomunadamente
se organizara la retaliación contra aquellos que
habían perpetrado y patrocinado el bárbaro ataque, la administración Bush prefirió actuar en
solitario para poder así disponer de un amplio
campo de maniobra en la organización de la represalia. La Casa Blanca desechó la opción
multilateral y optó por la acción unilateral. Ésta
fue una evidente operación encaminada a intentar prevenir que el gobierno norteamericano
quedara amarrado por los compromisos
[47]
análısıs polítıco nº 50
[48]
propio presidente Bush dijo recientemente en
West Point, es el único modelo de progreso humano que sobrevive. Su complacencia radica en
que piensan que el poder estadounidense puede
cambiar este nuevo mundo. Creen en el uso sin
escrúpulos del poder estadounidense. Se muestras hostiles a las coacciones internacionales y
contemplan el derecho internacional como algo
pasado de moda en importantes aspectos38.
Difícil es conocer en detalle los entretelones de
las altas esferas del poder de la Casa Blanca y del
Pentágono como para poder establecer a ciencia
cierta el número y el grado de influencia de estos
distintos grupos. Una cosa, sin embargo, queda
completamente clara. Como demuestra el famoso
periodista Bob Woodward, quien ha tenido acceso
directo a información incluso confidencial del salón Oval, el gabinete de guerra es quizá más fuerte
ahora que en 1991, porque son básicamente las
mismas personas, con más experiencia. Hay que
hacer una salvedad con el presidente. El de entonces, George Bush padre, llevaba como ahora su
hijo, un par de años en la Casa Blanca. Pero aquel
Bush había sido director de la CIA y vicepresidente, y conocía bien la administración estadounidense, los servicios secretos y la diplomacia mundial.
Era mucho más experto que George W. Bush39.
La idea central que convoca a este núcleo está
conformada por los destellos de la guerra fría
que todavía perduran en la mente de los altos
funcionarios de la Casa Blanca y del Pentágono.
En parte, esto obedece a que muchos de ellos se
educaron y actuaron con anterioridad dentro de
los cánones de ese rígido guión. La supervivencia de esta concepción no es, sin embargo, un
hecho fortuito. Como señala Mary Kaldor: “La
Unión Soviética tuvo su Perestroika; Estados Unidos, no. Y la cultura política norteamericana de
hoy sigue marcada por esos cincuenta años de
enfrentamiento bipolar”40.
Además de esta cosmovisión que se desprende de un orden político y geopolítico anterior y
que se ha plasmado en una reorganización de las
fuerzas militares y en la determinación de las
nuevas amenazas, otro referente que ha entrado
a desempeñar un papel no menos significativo es
el de la religión.
Si, a diferencia de Estados Unidos, Europa tuvo
tras el fin de la guerra fría su Perestroika, similar a la
gorbachoviana, que condujo a la Unión Europea a
proseguir en la senda de la integración al tiempo
que construía las bases para constituir una Gran
Europa, por medio de una inusual ampliación en
dirección a países que se encontraban previamente
al otro lado de la cortina de hierro, lo que indujo a
que en los noventa apareciera una fisura en la concepción que del mundo tienen los europeos y los
norteamericanos, el problema religioso se ha convertido en otro factor que ha ensanchado la brecha
entre las dos orillas del Atlántico. Javier Solana resume brevemente esta disimilitud cuando anota
que “la certeza moral de un Estados Unidos relativamente religioso encuentra difícil paralelo en una
Europa principalmente secular. Una sociedad religiosa explica el mal en términos de elección moral
y libre voluntad, mientras que una sociedad civil
busca las causas del mal en factores psicológicos o
políticos”41.
El énfasis en esta dimensión religiosa no constituye una demostración de que el mundo habría
entrado en la senda del choque de civilizaciones
o de religiones. Más bien, se debe considerar el
papel de la religión como un acto de fe que le da
consistencia y eleva al rango de “cruzada” la concepción política prevaleciente, cuyos orígenes y
referentes se construyen de acuerdo con el paradigma de la guerra fría. Ésta es la razón que explica que Bush afirmara que tomó la decisión de
ir la guerra “porque la Historia nos ha encomendado esa misión”42.
¿ P OT E N C I A G LO B A L V E R S U S D O M I N A C I Ó N
G LO B A L ?
A primera vista, podría considerarse afortunado y aventajado aquel país que alcance el
estatus de potencia global. Su existencia y su
resplandor, sin embargo, pueden ser mucho
más efímeros y aleatorios que la imagen que
evoca el concepto. Esto obedece al hecho de
que una potencia global encuentra ventajas y
desventajas en su ejercicio del poder. Entre las
primeras se pueden encontrar las formas más
sutiles de dominación, su control de las redes
de poder, su predominio sobre las nuevas espe-
38
Pfaff, William. “Unilateralismo y alianzas”. El País, 2 de septiembre de 2002.
39
Woodward, Bob. “El gabinete de guerra es más fuerte que 1991”. El País, 2 de febrero de 2003.
40
El País, 6 de abril de 2003.
41
Solana, Javier. “Las semillas de una posible ruptura entre Estados Unidos y Europa”. El País, 13 de enero de
2003.
42
El País, 18 de julio de 2003.
las objeciones empíricas a las que se expone la
visión estadounidense tienen que ver con su viabilidad: la sociedad mundial se ha vuelto demasiado compleja como para poder seguir siendo
piloteada, desde un centro, mediante una política que se base en la fuerza militar. Frente a las
redes horizontales, a la comunicación cultural y
social, una política que retorna a la forma
hobessiana original del sistema de seguridad
policial jerarquizado es inevitablemente
obsoleta44.
Tanto en el plano económico como en el político podemos encontrar ejemplos adecuados.
La guerra del Golfo de 1991, la intervención en
Afganistán en octubre de 2001 y la reciente invasión de Irak constituyen evidentes demostraciones de que el gobierno de Estados Unidos
requiere la colaboración, la asistencia y el apoyo
de otros actores para alcanzar sus objetivos. Por
su parte, emprender acciones en contra vía de la
voluntad de los más importantes o de la mayoría
de los actores no sólo le resta legitimidad a las
actividades de la potencia global, sino que seguramente terminará comprometiendo sus resultados, como ha quedado palmariamente
demostrado luego de la invasión de Irak.
También desde otro ángulo la globalidad de
su poder puede convertirse en una camisa de
fuerza. Una potencia global debe disponer de
una amplia gama de recursos para hacer valer los
distintos ámbitos en los que se realiza el poder internacional. Debe propender por un adecuado
equilibrio entre todos ellos para mantener nivelada la balanza. El desnivel simplemente no basta.
El caso de Rusia lo ejemplifica magistralmente.
Gran potencia militar nuclear, con capacidad para
destruir la vida sobre el planeta, pero con un producto interno bruto del tamaño del de los Países
43
Fazio Vengoa, Hugo. El mundo frente a la globalización. Diferentes maneras de asumirla. Ob. cit.
44
“La revolución según Washington”. Clarín, 12 de mayo de 2003.
estudios
tución de alianzas, sean éstas económicas, políticas o militares. Es cierto que las coaliciones
crean facilidades, reducen costos y permite desarrollar actividades a gran escala. Pero las alianzas
establecen también límites al ejercicio del poder
porque precisan del apoyo y de la buena disposición de otros actores para la realización de sus
objetivos, los cuales no siempre son globales,
pues en ocasiones son estrictamente nacionales.
Como señala Jürgen Habermas:
análısıs polítıco nº 50
cialidades temporalizadas globalizantes y su capacidad para ejercer atractividad, es decir, convertirse en referente de acción y emulación por
parte de los demás países y actores.
En efecto, fue a partir de su posición de primera potencia económica, financiera, militar y
política mundial, que sobre todo desde inicios
de la década de los años noventa se comenzó a
asistir a un proceso de rehegemonización norteamericana del mundo, lo que denotaba una vez
más su inmenso poderío. Como señalábamos en
una investigación anterior43, esta
rehegemonización se ha observado en el interés
creciente de las elites políticas y económicas de
prácticamente todo el mundo por acercarse a los
Estados Unidos para reproducir en sus propios
países el tipo de capitalismo norteamericano (reducción del Estado, flexibilización laboral y liberalización de los circuitos económicos y
financieros), buscar integrarse con la potencia
del Norte por los beneficios políticos además de
económicos que una alianza tal depara, facilitar
la transferencia de los grandes logros norteamericanos (tecnológicos, formas de gestión, capitales) y, para el caso de países pequeños, garantizar
un manto de estabilidad que sólo la potencia del
Norte puede asegurar. Es decir, se advierte que
más allá de las acciones mundiales que despliegan los Estados Unidos en los diferentes confines
del globo, este país se ha convertido en un polo
que ejerce un magnetismo centrípeto y que tiende a atraer a buena parte de los estados hacia su
órbita. En la medida en que Estados Unidos es el
país que más ha contribuido a desplegar las tendencias globalizadoras en los distintos campos,
esta atracción que ejerce facilita la irradiación de
la globalización hacia nuevas regiones y muestra
la perseverancia de muchos estados por adaptarse a la globalización tal como se pregona desde
Washington.
Las ventajas que le depara su condición de
potencia global tienen, sin embargo, un reverso
de la medalla. Una potencia global tiene también que asumir una serie de costos, muchos de
los cuales se escapan a su control. Dados los altos
niveles de compenetración y la magnitud de los
problemas que aquejan al mundo en su conjunto, Estados Unidos sólo puede realizar su supremacía y encontrar mecanismos para la
resolución de los problemas a través de la consti-
[49]
análısıs polítıco nº 50
[50]
Bajos. Rusia simplemente puede aspirar a convertirse en una ligera potencia regional. Pero
mantener este equilibrio no es una tarea fácil.
Ocurre que recurrentemente se están
modificando los factores en los que se realiza la
globalización. En la guerra fría eran políticos y
militares, en los noventa fueron básicamente
económicos, y hoy por hoy adquieren mayor relevancia los culturales, siendo imposible saber a
ciencia cierta cuáles serán en el futuro, incluido
el más cercano. Una potencia global debe propender por un equilibrio necesario para
reacondicionarse, actuar en cada uno de ellos y
sustentar su hegemonía en estos disímiles ambientes. Éste es un importante
condicionamiento que le impone un mundo
globalizado porque en cada uno de estos ambientes se realiza de distinta manera la fuerza y
el ejercicio de la hegemonía.
Otra complicación que enfrenta una potencia
global consiste en que para mantener su hegemonía debe propender por establecer mínimos
consensos sobre sus decisiones; debe preocuparse porque todo el mundo se considere como parte integrante de sus determinaciones, lo que
implica que debe abrir espacios que den cabida
a las demandas de los demás agentes y actores
que gravitan en la vida internacional.
Pero también una potencia global tiene que
asumir otro costo adicional. A medida que se
intensifican las tendencias globalizantes y alcanzan un mayor grosor los nuevos circuitos espacios temporales globalizantes, se entrecruza el
destino de todas las naciones, situación que conduce a que en la medida en que se torna más intensa la globalización, se diluye el propósito
universalista de la potencia del Norte dentro de
una nueva combinación que amalgama la voluntad de distintos actores. El asunto en el fondo
consiste en que nada es más ajeno a una
globalización intensificada que la persistencia de
las potencias, sean éstas tradicionales, mundiales
o globales.
Por último, una potencia global encuentra
otro obstáculo en el ejercicio de su poder. En los
inicios del nuevo siglo, las condiciones en que se
atomizó el antiguo movimiento envolvente de la
globalización que encontraba en su dimensión
económica el nervio central, demuestran que la
globalización carece de causalidades últimas y
que sus impactos son más bien el producto de
determinadas resonancias que producen ciertos
45
El País, archivo, 2002.
acontecimientos, coyunturas y procesos. Esto
significa que una potencia global encuentra su
accionar encadenado a múltiples situaciones,
muchas de ellas provenientes de temporalidades
distintas, que alteran su capacidad de acción y
crean una disfuncionalidad entre los objetivos y
los resultados.
Estos costos que acabamos de comentar demuestran que el estatus de potencia global puede ser en realidad bastante efímero en razón de
la aceleración de las transformaciones en los distintos niveles en los cuales se realiza el poder internacional, y porque el unilateralismo
encuentra límites naturales que ni siquiera el poderoso gobierno de Estados Unidos puede a futuro forzar.
Esta situación la reconocía el mismo ex presidente Bill Clinton, quien, en un artículo publicado bajo el título “Estados Unidos debería liderar,
no gobernar”45, señalaba que Estados Unidos se
encuentra en un momento único de la historia
humana con un dominio político, económico y
militar. Pero dentro de 30 años, la economía china podría ser tan grande o más que la estadounidense. La economía india también, si dejan de
luchar con Pakistán y malgastar el dinero en armamento. Dentro de 30 años, si la Unión Europea sigue uniéndose política y económicamente,
aumentará de igual manera su influencia política
y económica. Por tanto, en un mundo
interdependiente, podemos liderar pero no dominar (…) Debemos reconocer que nuestra interdependencia planetaria, a pesar de ser algo
maravilloso para aquellos de nosotros que estamos bien situados para aprovecharla, sigue teniendo sus pros y sus contras. Nuestra apertura
en un mundo lleno de divisiones políticas, religiosas, económicas y sociales aumenta también
nuestra vulnerabilidad e intensifica el dolor y la
alienación de aquellos que se sienten apartados
de las ventajas de la interdependencia. Al fin y al
cabo, el 11 de septiembre, Al Qaeda utilizó las
mismas fronteras abiertas, la facilidad para viajar
y el acceso a la información y a la tecnología que
todos damos por hecho para matar 3.100 personas de 770 países, incluidos más de 200 musulmanes (…) ¿Cuál es la responsabilidad de
Estados Unidos en este momento de nuestro dominio? Creo que es la de construir un mundo
que avance más allá de la interdependencia, hacia una comunidad planetaria integrada, con responsabilidades, beneficios y valores compartidos.
estudios
dos haya llegado a convertirse en una potencia
global, pero dista enormemente de la capacidad
para realizar una dominación global, razón por la
cual se plantea para Washington y el mundo el
imperativo de fortalecer los hilos de la interdependencia.
análısıs polítıco nº 50
De esta reflexión a que nos invita el ex presidente norteamericano, así como del breve análisis
que hemos realizado sobre las oportunidades, los
desafíos y costos que representa detentar el
estatus de potencia global, podemos extraer una
importante conclusión. Puede que Estados Uni-
[51]
análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril
2004:
págs.
análısıs
polítıco
nº 40-54
50
Procesos públicos de
esclarecimiento y
justicia de crímenes
contra la humanidad *
ISSN 0121-4705
[52]
Iván Cepeda Castro
Claudia Girón Ortiz
Investigadores y defensores de
derechos humanos.
* El presente artículo es resultado de la experiencia de los autores en
el trabajo con víctimas de la violencia en Colombia. La reflexión
acerca de esta labor ha sido efectuada en la investigación “La
memoria de las víctimas de la violencia y la guerra” (2000-2003),
realizada con el apoyo del Instituto Colombiano para el Desarrollo
de la Ciencia y la Tecnología “Francisco José de Caldas”
(Colciencias) y del Instituto de Derechos Humanos de la
Universidad Católica de Lyon.
e n l a s e g u n da m i ta d d e l s i g l o x x , e l
desarrollo vertiginoso del derecho internacional,
de los derechos humanos y del derecho humanitario conoció, como una de sus consecuencias más
destacadas, la creación de un nuevo marco para
el debate público sobre las atrocidades del pasado.
A partir del Tribunal Militar de Nuremberg, en
1945, este debate ganó como escenarios los
estrados judiciales, los procesos por crímenes de
guerra y de lesa humanidad, y, más recientemente,
las denominadas “comisiones de verdad” creadas
después de los conflictos armados o los regímenes
dictatoriales. La instauración de la Corte Penal Internacional es un aspecto notable de este nuevo
marco universal para la sanción de las formas de
violencia extrema.
Los múltiples procesos de rememoración, esclarecimiento y justicia son un aporte considerable a
la democratización de las sociedades, pues contribuyen a la formación de la opinión y el espacio públicos. La experiencia de la difusión social de los
testimonios de las víctimas, la controversia en los
medios de comunicación y la divulgación de los informes sobre los crímenes del pasado ayudan a
consolidar los espacios democráticos nacientes. En
dicho contexto, memorias colectivas –que durante
períodos de violencia y dominación han sido desconocidas– encuentran, poco a poco, espacios de
reconocimiento.
No obstante, el reconocimiento público de las
víctimas de los crímenes atroces cometidos en una
guerra o bajo un régimen dictatorial requiere un
conjunto de transformaciones que conduzcan al
establecimiento del vínculo colectivo lesionado o
destruido por la violencia generalizada. Esas transformaciones se operan en situaciones conflictivas y
controversiales. Por eso los problemas propios de
los procesos sociales de superación de los crímenes del pasado exigen una reflexión particular.
En el presente texto se desarrolla una serie de
conceptos y tesis pertenecientes a la teoría de la
1
En la investigación, el tratamiento de la problemática se realiza a través de un recorrido por las múltiples facetas
que tiene el trabajo de rememoración en el espacio público en situaciones simultáneas o posteriores a conflictos
armados o regímenes dictatoriales. A lo largo de la primera sección se descompone el contenido del concepto
de la memoria de las víctimas en tres preguntas que corresponden a los primeros tres capítulos del estudio:
¿Cuál es el contenido de esta memoria? ¿Quiénes son sus sujetos y en qué espacio se construye? ¿A través de qué
modalidades y prácticas se ejerce? En la segunda parte se abordan los vínculos contradictorios que ligan la
memoria y la historia, así como sus afinidades, diferencias y oposiciones. Con este objetivo se analizan dichos
vínculos desde la perspectiva del estudio de la historiografía, para luego enfocar el trabajo de memoria en el
espacio público y los procesos inherentes a la controversia social sobre los acontecimientos de violencia
generalizada. En el último capítulo de esta sección se hace un acercamiento a la teoría de los vestigios materiales
del pasado. La tercera parte está dedicada a la configuración de las categorías de víctimas y victimarios, a la
institucionalización de las prácticas sociales alrededor de la victimización y a las formas de resistencia que son
inherentes al trabajo de rememoración. En los tres capítulos finales del estudio se aborda la memoria de las
víctimas desde el campo del derecho internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario. Este
recorrido incluye tres momentos: la presentación del principio sustancialidad del pasado en la teoría general del
contrato social, el problema del derecho de las víctimas a la verdad y la justicia, y la cuestión del reconocimiento
social de la inocencia de las víctimas y la responsabilidad de los victimarios en el espacio público. El fragmento
que se entrega a la revista Análisis político corresponde a esta parte final y se concentra además en la cuestión del
trabajo de las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento y reparación (“comisiones de verdad”) por medio de
la labor de rememoración en el espacio público destinado a la superación de la violencia y a la construcción de
la democracia.
2
A excepción del sistema interamericano de protección de derechos humanos, no se hará alusión detallada en
esta presentación a la doctrina que han elaborado otros mecanismos de protección regional o convencional
sobre el deber de memoria, el derecho a la verdad y el derecho a la justicia.
3
La definición de estos crímenes encuentra una amplia gama de denominaciones en el campo del derecho y de
las ciencias sociales: formas de violencia extrema, crímenes en masa, crímenes internacionales, delitos atroces,
etc. En este texto se utilizan indiscriminadamente para designar siempre el mismo tipo de prácticas criminales.
democracia
mado, etc. En la segunda parte, los temas de la
reflexión son la realización del derecho a la verdad y la justicia, así como el carácter de las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento. Allí se
examinan las diversas formulaciones que el derecho internacional ha elaborado con relación a
los principios, procedimientos e instrumentos
que deben ser puestos en práctica para garantizar la dignidad de las personas y la de los grupos
que han sido afectados por situaciones de violencia extrema.
El énfasis de los dos análisis mencionados se
centra en las fuentes de la teoría política que
fundamenta determinados aspectos del derecho
público internacional, y en las fuentes normativas de los derechos humanos y del derecho humanitario: los instrumentos internacionales
–convenciones, pactos, cartas o declaraciones–;
los informes producidos por los sistemas de
protección y promoción internacional de los derechos humanos, y algunos aspectos de la jurisprudencia emitida por los tribunales ad hoc
creados para el juzgamiento de los crímenes internacionales2.
Las nociones de crímenes de guerra y de lesa
humanidad3 son aspectos primordiales de ambas
secciones, pues la definición de su naturaleza,
sus modalidades específicas de perpetración y
análısıs polítıco nº 50
memoria, la verdad y la justicia en situaciones anteriores, simultáneas o posteriores a transiciones
a la democracia o negociaciones de conflictos armados. A través de este análisis se pretende demostrar que todo camino de superación real de
la violencia y la guerra debe tener un carácter
público (transparencia) y procesal (esclarecimiento). O en otros términos, que el trabajo de
rememoración, el establecimiento de la justicia y
la elaboración de la verdad contribuyen efectivamente a la democratización, siempre y cuando
comprometan a todos los estamentos sociales en
diversas modalidades de transparencia, esclarecimiento y sanción de las acciones criminales que
han desestructurado el cuerpo social.
Para argumentar estas ideas se realiza un estudio en dos partes1. En la primera, se aborda la
cuestión del vínculo entre el trabajo de rememoración y los principios de la teoría de los derechos humanos y el derecho humanitario. Así son
tomados en consideración asuntos como la deducción del principio de sustancialidad del pasado
en el marco de la teoría contractual; el papel de
la memoria en relación a la legitimación del poder estatal; el contenido de la memoria en situaciones en que la potestad de uso de la fuerza se
emplea para fines arbitrarios o en que la sociedad se encuentra en medio de un conflicto ar-
[53]
análısıs polítıco nº 50
[54]
sus consecuencias a la luz de la desarticulación
del cuerpo social, permite la comprensión del
carácter de los procesos sociales tendientes a su
superación. Otro concepto primordial de análisis
es el de “espacio público”, pues da cuenta de las
situaciones e instancias en las que opera la acción social que garantiza la posibilidad de vivir
en comunidad y de construir las relaciones
intersubjetivas.
Una última acotación preliminar. El objeto
del presente estudio no se circunscribe a la crítica de las condiciones de impunidad, o a la consideración de la superación de las atrocidades en
una situación de violencia específica o en un
conflicto armado particular. No obstante, salta a
la vista que el tratamiento conceptual de la problemática planteada se ajusta bien a las exigencias del actual contexto colombiano. Entre las
situaciones de conflicto armado o de transición
en las sociedades latinoamericanas, la colombiana muestra un nivel de singular complejidad que
se desprende de la pluralidad de expresiones de
violencia, y también, por qué no decirlo, de las
manifestaciones civilistas que reclaman la salida
de la violencia. La ausencia de experiencias públicas de memoria, verdad y justicia sobre las modalidades de violencia, y la proliferación de
expresiones crónicas de impunidad y corrupción, agregan niveles de dificultad adicionales a
la tarea de superación de los aspectos más
destructivos de los períodos históricos marcados
por la confrontación armada. A la complejidad
de un tal panorama debe corresponder entonces
un trabajo de rememoración, verdad y justicia
proporcionalmente diverso y complejo. El lector
percibirá, por tanto, que muchas de las tesis expuestas están dirigidas a pensar los caminos de la
salida de la violencia en Colombia.
MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS
Y PA C TO S O C I A L
¿En qué consiste la relación que guardan los
conceptos de memoria, verdad y justicia
enmarcados en una situación de violencia generalizada? Como se verá a continuación, la respuesta a ese interrogante parte del análisis de la
conducta que establecen el poder estatal o las
partes de un conflicto armado hacia determinados aspectos de sus propias actuaciones, concretamente aquellas en las que está comprometido
el uso de la fuerza y su justificación. Asimismo,
ese análisis concierne a la posición que asume la
sociedad (los individuos, grupos e instituciones)
con relación a esas situaciones particulares, y en
especial, a la manera en que las víctimas y los autores de los actos de violencia enfrentan la tensión que gira en torno a la elaboración real o el
acomodamiento y negación de las atrocidades
del pasado.
Una perspectiva adecuada para la comprensión de estos fenómenos es el estudio de los orígenes y de la teoría contemporánea de los
derechos humanos y del derecho humanitario,
así como el estudio de las categorías políticas
que los fundamentan. La historia de la emergencia de los derechos humanos está orgánicamente
ligada a la cuestión de la resistencia y la oposición ante los desafueros u omisiones del poder
estatal. Por su parte, la formación del derecho
humanitario atañe a la necesidad de limitar al
máximo la acción bélica y la destrucción producidas dentro de un conflicto armado.
Como es bien sabido, los derechos humanos
se inscriben en la tradición liberal de la filosofía
contractual de la soberanía política, desarrollada
especialmente en la Europa del siglo XVIII. Expuestos sumariamente, los elementos básicos de
esta concepción se concentran en el estado de
naturaleza, que da cuenta de una situación originaria ideal en la cual los seres humanos se enfrentan entre sí para realizar su derecho natural
a satisfacer sus deseos. En este modelo inaugural,
la lucha por la supervivencia se degrada irremediablemente en una situación de guerra en la
que el miedo a no poder garantizar la seguridad
y el bienestar propios conduce a la violencia, y
en la que esta última genera un nuevo sentimiento de miedo en un círculo vicioso sin fin.
Como se advierte, en esta representación inicial de la filosofía contractual son atribuidos a
los individuos una serie de derechos “naturales”
que emanan de su propia esencia y que son, a diferencia de los derechos positivos promulgados
por el legislador, de carácter inalienable e
inderogable, o en otras palabras, que están por
encima de cualquier limitación que sea dispuesta
o impuesta exteriormente a esa condición inmanente.
El requisito para la salida del estado de naturaleza, y el paso al estado político, es la celebración de un pacto que permita garantizar de
manera permanente los derechos naturales puestos en peligro en la lucha encarnizada de todos
contra todos. Existen diferentes modelos de este
pacto, pero todos coinciden en la constitución
de una instancia artificial garante de la palabra
dada por quienes se someten conscientemente al
compromiso (T. Hobbes) o en la integración de
4
Así lo enuncian tanto J. Locke (Traité du gouvernement civil, 1689) como H. D. Thoreau (El deber de la desobediencia
civil, 1849).
5
Esta es la concepción que Montesquieu expone en De l´esprit des lois, 1748.
democracia
sus derechos e igualmente, por así decirlo, debe
“auto-controlarse” para que su acción u omisión
no lesione esos mismos derechos. Del cumplimiento fiel de esta “regla de oro” –entendida en
términos del ejercicio ecuánime de esas dos funciones– depende que exista la legitimidad del
poder, que los individuos permanezcan ligados al
contrato y, por tanto, que no apelen a la desobediencia civil y al derecho, legítimo en este caso,
de resistencia a la opresión que corresponde a la
aspiración de todo ser humano a la libertad y la
dignidad4.
La incompatibilidad de las facultades de control social y de autocontrol, que practica simultáneamente el poder político, plantea el problema
de si ese ejercicio puede llevarse a cabo de manera legítima y equilibrada. Esta situación problemática ha tratado de ser resuelta a través de la teoría
de la independencia de los tres poderes públicos,
por medio de la cual la especificidad de tareas y el
control recíproco que ejercen entre sí el poder
ejecutivo, el poder legislativo y el sistema judicial
resolvería, al menos parcialmente, el carácter
antinómico de la doble función del Estado5. Se
dice “al menos parcialmente”, pues el problema
del control social y del autocontrol contiene varias facetas. La primera de ellas atañe directamente al modo en que el Estado administra su
potestad de punición de los delitos e ilegalidades
cometidos en el seno de la sociedad, y por tanto
del uso justificado de la fuerza. Si el aparato estatal no está en capacidad de garantizar la vida y
seguridad de sus asociados, si no ejerce el monopolio de la fuerza y si la impunidad es “moneda
corriente” en la sociedad, la legitimidad del poder
político queda cuestionada. Lo anterior es válido
también para la situación opuesta, o sea ante cualquier acto en el que la potestad estatal de punición o el uso de la fuerza hayan sido desviados
hacia fines diferentes a los de la protección del individuo y, por ende, en el que se contradigan o
violen sus derechos. Si a esta última circunstancia
se agrega la impunidad de este acto ilegal cometido por los agentes estatales, estamos ante la anulación plena de la función de autocontrol del poder
político y ante la ruptura de la frontera que separa un Estado de derecho de un régimen autoritario o totalitario.
Otra circunstancia de este tipo concierne a la
posibilidad de que el poder político incurra en
análısıs polítıco nº 50
una “voluntad general” del cuerpo social (J. J.
Rousseau) o de un consenso político que haga
efectivo el respeto de los derechos naturales a la
igualdad y la libertad (J. Locke). El contrato se
efectúa entre los individuos, pero igualmente entre éstos y el Estado, la nueva entidad social que
surge en las condiciones políticas del pacto.
Para la teoría general de los derechos humanos es fundamental la pregunta acerca de las
obligaciones que genera el pacto colectivo o su
negación. Dicho en otros términos, la definición
de los derechos humanos –su sentido y orientación generales– se materializa con relación al
tipo de soberanía que emana del contrato, o de
un acto de imposición, y de las implicaciones
que ello tiene para quienes se someten, o son sometidos, a las formas de soberanía. En las condiciones de las sociedades democráticas, cualquier
debilitamiento, relajación o anulación del control que debieran ejercer quienes se acogen al
poder estatal sobre este último abre el espacio
para que proliferen formas de arbitrariedad o de
autoritarismo. En estos casos, la protección de
los derechos fundamentales, por medio de la justicia institucional y la actuación pública de la sociedad, es una mediación indispensable. Cuando
se trata de regímenes impuestos de facto, la resistencia a la dominación asume la forma del trabajo por el establecimiento del primado del
derecho sobre la fuerza.
Para detallar el sistema de relaciones políticas
que se entabla en los regímenes de soberanía
contractual cabe preguntar entonces en qué consiste el contrato social en sí mismo. Del lado de
los individuos, el contrato representa el compromiso de respetar mutuamente sus derechos y de
acatar la autoridad del Estado. A su turno, este
último adquiere también una doble obligación
que consiste, de una parte, en velar por el respeto de los intereses de los asociados, y de otra, en
mantener el orden público, es decir, el respeto
de los individuos hacia la autoridad que él representa. La complejidad del carácter dual de este
compromiso radica en que el poder político ejerce al mismo tiempo dos funciones que, a primera vista, parecerían contradictorias e incluso
excluyentes: garantizar los derechos de los individuos y garantizar el respeto de su propia autoridad. El poder debe controlar que en sus
relaciones los individuos respeten mutuamente
[55]
análısıs polítıco nº 50
[56]
la arbitrariedad, esto es, en la sustitución arbitraria de las normas vigentes, llevada a cabo de manera continua o en las situaciones calificadas de
excepcionales. El peligro latente de la arbitrariedad hace que el principio de la división de los
poderes públicos deba ser complementado y
acompañado en todo momento por el principio
de la seguridad jurídica, es decir, por la garantía
de que un cierto conjunto de leyes –dentro de
las cuales ocupan un lugar central aquellas que
contienen los llamados derechos fundamentales– será mantenido y puesto en práctica en todo
momento6. Por último, también existe la posibilidad del exceso o defecto en el ejercicio de las
funciones de control social y de autocontrol del
Estado, que se expresa bajo la forma de intervención abusiva o no intervención negligente. Los
excesos de la intervención estatal transgreden
aquellos derechos cuya especificidad exige que
el Estado respete la esfera privada del individuo
y las libertades fundamentales que son correlativas a esa esfera. Por el contrario, la no intervención del Estado lesiona los derechos económicos
y sociales, cuya vigencia depende en buena parte
de la prestación de los servicios públicos que hacen realidad el disfrute de esos derechos.
En consecuencia, y como se dijo anteriormente,
la oposición contra cualquiera de estas desviaciones en las funciones de control y de autocontrol
del Estado está en el núcleo conceptual y práctico
de los derechos humanos, cuya razón de ser es la
crítica social y la acción civil contra cualquier expresión de arbitrariedad del poder.
¿Cuál es la relación entre la recapitulación
(memoria) de las violaciones a los derechos humanos y los conceptos que conforman el marco
de referencia de la teoría política hasta aquí expuesta? Para resolver este interrogante se tiene
que aludir a un principio que compete, en este
caso, a la condición temporal que subyace al reconocimiento del pacto social y de la autoridad
pública. Tal principio es el de la sustancialidad
del pasado como trasfondo referencial y criterio
para determinar la legitimidad o ilegitimidad
del poder.
Algo que parece evidente –pero que no lo es
de ningún modo para todo régimen político– es
que dentro de las condiciones de la legitimidad
del ejercicio de la soberanía debe estar contenida la posibilidad de que el pasado exista y sea
6
aceptado, esto es, reconocido por el propio poder.
Hablamos del reconocimiento del pasado como
fruto de la elaboración social en el espacio público de la historia colectiva y no como la “fabricación” del pasado por el poder a su imagen y
semejanza por medio de una especie de “Ministerio de la Verdad” para “oficializar” la historia
(utilizando la figura literaria que George Orwell
acuñó, en su obra, 1984).
Quizá la más nítida afirmación del principio
de sustancialidad temporal la hallamos en las
enunciaciones solemnes con las que comienzan
los instrumentos fundadores del derecho internacional de los derechos humanos que rememoran
los sufrimientos y las lecciones que han dejado los
crímenes del pasado. La Carta de Naciones Unidas
(1945) comienza con la siguiente consideración:
Nosotros, pueblos de Naciones Unidas, resueltos
a preservar las generaciones futuras de la calamidad de la guerra que dos veces en el espacio de
una vida humana ha infligido a la humanidad
indecibles sufrimientos....
La Declaración Universal de Derechos humanos
(1948) en su preámbulo señala:
Considerando que el desconocimiento y el
menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad....
En fin, el preámbulo de la Convención para
la prevención y la represión del crimen de genocidio (1948) contiene la siguiente constatación:
Reconociendo que en todos los períodos de la
historia el genocidio ha infligido grandes pérdidas a la humanidad....
El principio de la sustancialidad del pasado
significa dos cosas: que el Estado desempeña el
papel de “memoria del contrato”, es decir, que
las instituciones estatales “recuerdan” permanentemente a los asociados las obligaciones que han
contraído en la sociedad política, pero que, al
mismo tiempo, su legitimidad se fundamenta en
el hecho de que los sujetos sociales puedan, en
todo momento y en toda circunstancia, recordarle al poder –y especialmente a los órganos encar-
La noción de los derechos humanos como lucha contra la arbitrariedad del poder político es desarrollada por G.
Haarscher en Philosophie des droits de l´homme, 1993, pp. 25-34. Como otros principios complementarios
encaminados a evitar la arbitrariedad, el autor menciona el derecho al debido proceso, la imparcialidad de la
justicia y el recurso al Habeas corpus.
7
Consagrado en la convención relativa al derecho público de los tratados, conocida como Convención de
Viena (1969).
democracia
desde la destrucción de la biografía individual –
pasando por la revisión de los acontecimientos y
la destrucción total de la historia– hasta la elaboración de un relato ficticio del mundo histórico.
Por el contrario, en el ejercicio
auténticamente democrático, la sociedad debe recordar continuamente al poder político –y aquí la
expresión “recordar” adquiere toda la fuerza del
trabajo de rememoración– el principio de pacta
sunt servanda7 según el cual, las partes que
ratifican un pacto quedan ligadas a él y, por ello,
les incumbe comprometerse a cumplirlo. Recordar sus compromisos a quienes representan la autoridad es un principio directamente relacionado
a su pretensión de legitimidad pública.
Este principio de recordación será válido, con
mayor razón, cuando se trate de episodios de violaciones graves a los derechos de la población o de
actos criminales generalizados de especial crueldad
en los que hayan incurrido agentes o instituciones
del Estado en el desempeño de sus funciones, o
por fuera de ellas. Como puede advertirse, la rememoración de esta clase de violaciones ocupa un lugar central, y a la vez delicado, dado el grado en
que ellas afectan la integridad, la dignidad e incluso la misma posibilidad de existencia de las personas o los grupos sociales. De ahí la importancia que
tiene la consideración de la manera en que se legitiman o “anulan” las acciones en las que se produce el uso ilimitado de la violencia; acciones en que
las condiciones esenciales de existencia del ser humano son lesionadas por excelencia. Las prácticas
de olvido o de memoria en estos casos –que van
desde la supresión de las huellas de las víctimas
hasta la sacralización del pasado– conciernen los
motivos, modalidades y consecuencias que ha tenido la utilización de la fuerza.
Como se verá a continuación, entre los niveles
variables de utilización de la violencia, requieren
una atención especial aquellos en los que se produce la manifestación de expresiones de violencia
indiscriminada e ilimitada. Los estados de guerra
o las condiciones socio-políticas en que se perpetran crímenes en masa de manera sistemática encarnan ese tipo de situaciones, y su legitimación
implica el desconocimiento del principio de
sustancialidad del pasado. Si se acepta entonces
este razonamiento, cabe indagar sobre cuál es el
aspecto esencial del contenido del pasado –léase
de la violencia– cuya resonancia y significado se
quiere reprimir a toda costa, y que por ello mis-
análısıs polítıco nº 50
gados del autocontrol estatal– todos aquellos aspectos que atañen a los compromisos que éste ha
hecho en el pasado próximo o remoto. Es más,
podría aseverarse que el ejercicio de memoria
permanente en el que la sociedad recuerda al
poder político quién es él (cuáles son sus funciones, cómo las ha ejercido, cuáles son sus compromisos, etc.) es una función normal de toda
verdadera democracia y una práctica preventiva
contra todos los desmanes autoritarios.
La negación de aspectos –o de épocas enteras– del pasado adquiere características variadas
en función de los diferentes regímenes políticos
y de sus modos de legitimación social.
La idea de que existen “pueblos sin historia”
es, por ejemplo, un aspecto notable de la antropología evolucionista que animó la división entre
“barbarie y civilización” como base ideológica
del poder colonial. La escritura de la historia del
pueblo colonizado y su anexión como capítulo
de la historiografía de las metrópolis occidentales fue el camino que estas últimas adoptaron
para construir el modelo más perfeccionado de
oficialización del pasado, la “Historia universal”.
A su turno, en las llamadas democracias representativas la relación que guardan los elegidos y los
electores tiende a diluirse en la medida en que se
distancia el momento de las elecciones de las promesas y los compromisos adquiridos. No ha de perderse de vista en esta dirección, que un síntoma de
que la dinámica de la arbitrariedad comienza a
instaurarse en una democracia representativa es
que los representantes “tienden a olvidar” sus obligaciones con los representados y a buscar que la sociedad misma también los olvide. Por ello, en este
modelo político puede suceder que en un clima de
elecciones regulares, la distancia entre gobernados
y gobernantes se supla con sistemas a doble nivel
en los que la institucionalidad estatal legal encubre
estructuras paraestatales que practican todo tipo de
métodos violentos. En tales casos puede llegarse a
la situación de que en nombre de los valores democráticos, y de los propios derechos humanos proclamados, se obstruya la elaboración pública de la
memoria de las víctimas y se hagan desaparecer los
indicios que sirven de referencia para el trabajo de
rememoración.
En los modelos de autoritarismo y de dominación totalitaria, las prácticas de negación o
instrumentalización del pasado toman una forma más cruda y radical en un proceso que va
[57]
mo, debe ser puesto a la luz como base de la exigencia al poder político, o a las partes de un conflicto armado, del respeto de los derechos
fundamentales y de las normas humanitarias. O
enunciado en otros términos, se impone
explicitar qué tipo de acontecimientos son los
que el poder político y las partes involucradas en
un conflicto armado tienden a querer olvidar
con mayor urgencia.
LOS CRÍMENES DE LESA HUMANIDAD
análısıs polítıco nº 50
Los delitos que se cometen en situaciones de
guerra o de violencia generalizada portan
significaciones diferentes en cuanto a la magnitud de los efectos que tienen para la sociedad.
Siendo así, la práctica criminal que se repite metódicamente y que, por sus objetivos, muestra
cierto grado de coherencia destructora se diferencia de una violación individual y episódica.
Las violaciones de carácter más pernicioso, y de
alcances más globales para la sociedad, están
tipificadas en los instrumentos del derecho internacional y conciernen, en primer lugar, a los crímenes de lesa humanidad, las graves violaciones
a los derechos humanos y los crímenes de guerra8. Se mencionarán a continuación, sin ánimo
exhaustivo, algunos de los rasgos más relevantes
de la definición de estos crímenes en el derecho
internacional.
En términos generales, se entiende por crimen de lesa humanidad toda práctica violatoria
de los derechos fundamentales –como el genocidio, la ejecución extrajudicial, la tortura, las penas o los tratamientos crueles, inhumanos o
degradantes, la deportación, la reducción a la esclavitud, la detención ilegal seguida de la desapa-
[58]
rición forzada, etc.– llevada a cabo en forma generalizada y sistemática, y organizada y ejecutada
de acuerdo con un plan centralizado o con estrategias independientes coordinadas.
Los adjetivos “generalizado” y “sistemático”
han expresado en la historia del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho
humanitario la especificidad de estos crímenes
tendientes a “destruir la humanidad”9. Caracterizar de “generalizados” o “masivos” estos actos de
violencia significa que ellos privan a la humanidad de su pluralidad intrínseca a través de la exclusión de una cantidad significativa de sus
miembros, sea por efecto de su eliminación o de
la anulación de su identidad. Por su parte, el carácter “sistemático” alude a que la perpetración a
gran escala de estas atrocidades requiere un aparato administrativo. En efecto, a diferencia de los
delitos comunes cometidos por particulares, los
delitos de lesa humanidad no pueden ser
planificados y ejecutados sino como resultado de
una política concertada, cuyos fines está en capacidad de ejecutar un aparato complejo como el
Estado librado al uso indiscriminado de la fuerza. Es por eso que cuando se investigan a fondo
los numerosos casos que integran el vasto espectro de estos crímenes se llega a la comprobación
de que tras la aparente singularidad inconexa de
cada hecho individual se encuentra en realidad
un “servicio público criminal”, una “criminalidad
de sistema”, como se dijo en el proceso de
Nuremberg10.
El desequilibrio que entraña esta situación
consiste en que mientras, de un lado, el victimario
actúa como componente de una maquinaria –y
por tanto, su acción goza de la potencia destruc-
8
La llamada violencia estructural, socioeconómica, también tiene una connotación general para la sociedad. No es
menos cierto entonces que el principio de sustancialidad del pasado sea válido para este tipo de violaciones a los
derechos fundamentales y que podamos hablar de la memoria de las víctimas de la violencia estructural. No
obstante, los límites del objeto de esta reflexión nos impiden dedicar mayor atención a este tema crucial.
9
Algunas de las formulaciones más destacadas que tipifican los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de
guerra están enunciadas en los siguientes instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos y del
derecho internacional humanitario: las cartas de los tribunales militares internacionales de Nuremberg (1945) y
Tokio (1946); la Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio (1948), la Convención sobre la
imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad (1968), el Protocolo
adicional a las convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los
conflictos armados internacionales (Protocolo I, 1977). Recientemente se han producido nuevos desarrollos de
estas definiciones, especialmente contenidos en los estatutos de los tribunales ad hoc creados para la antigua
Yugoslavia (1993) y para Ruanda (1994) así como en los artículos 7 y 8 del estatuto que reglamenta la Corte Penal
Internacional (1998).
10
Como indica Antoine Garapon en Des crimes qu´on ne peut ni punir ni pardonner (2002, pp. 145-147), en este
proceso al lado de los altos responsables del régimen nazi fueron acusadas instituciones del tercer Reich entre las
que se cuentan el Estado Mayor y el Alto Mando, la SS, la Gestapo y el cuerpo de jefes del partido nacionalsocialista (SD). Tres de ellas fueron condenadas por el tribunal: la Gestapo, la SS y el SD.
11
CRÍMENES DE GUERRA
Entre los ciento ochenta millones de víctimas
de la guerra y la violencia que dejó el siglo XX,
la mayoría eran civiles que fueron blanco de los
ataques de ejércitos y grupos armados de sus propios países. La definición de los crímenes de
guerra concierne a los actos cometidos contra las
personas y grupos protegidos por su condición
de no combatientes (población civil) o que están
“fuera de combate”. Estos actos son calificados
como infracciones graves a las disposiciones de
las convenciones de Ginebra (1949) y sus dos
protocolos adicionales (1977)11.
El derecho humanitario ha establecido que
los crímenes de guerra pueden presentarse en
conjunto con los crímenes de lesa humanidad y
que acontecen en el marco de un conflicto armado internacional o interno, por medio de un ataque general o de ataques acumulativos de las
violaciones. Tal reconocimiento de las infracciones graves al derecho humanitario ha sido progresivo. La aceptación por parte de los Estados
de que los crímenes de guerra se cometen también en el marco de los conflictos armados no internacionales es un hecho reciente en el campo
del derecho internacional. A pesar de la prohibición de tales actos, en algunos de los textos del
derecho humanitario (artículo 3 común a las
convenciones de Ginebra y Protocolo II adicional) la noción prevaleciente en las relaciones entre Estados (opinio juris) era circunscribir la
interpretación del campo de aplicación de los
crímenes de guerra a conflictos armados
interestatales. La jurisprudencia del Tribunal ad
hoc para la antiguaYugoslavia, especialmente en
el ya celebre caso Tadic, y luego el Estatuto de la
Corte Penal Internacional han ampliado la inter-
El artículo 85 del Protocolo I, adicional a las convenciones de Ginebra, enuncia que son considerados como
crímenes de guerra los actos cometidos contra las personas y colectividades protegidas por los instrumentos del
derecho humanitario, tales como: la mutilación física y experimentación médica o científica; el sometimiento a la
población civil a un ataque; el lanzamiento de un ataque indiscriminado contra personas o bienes civiles a
sabiendas que ese ataque causará pérdida de vidas humanas; el lanzamiento de un ataque contra las instalaciones
que contengan fuerzas peligrosas para la vida (tales como represas, centrales nucleares, etc.); la transferencia de
población con fines de ocupación de un territorio o la deportación de la población originaria de ese territorio; las
prácticas de apartheid y las prácticas crueles, inhumanas y degradantes, fundadas sobre la discriminación racial o
de otra índole que den lugar a ultrajes de la dignidad personal; los ataques contra bienes culturales y consagrados
al culto religioso; la privación del derecho a un debido proceso con las garantías necesarias concernientes a la
imparcialidad del tribunal, y en el caso de la justicia penal, al principio de no-retroactividad de la ley. El Protocolo
II y el artículo 3 común a las convenciones contienen la mención de la mayor parte de estos actos como
infracciones graves al derecho humanitario en las condiciones de un conflicto armado interno, a las que se suma
la prohibición del secuestro. En los estatutos de los tribunales ad hoc y en el de la Corte Penal Internacional ha
aparecido la mención de los “crímenes de agresión”, cuya definición, sin embargo, no ha sido aún debidamente
desarrollada.
democracia
L O S C O N F L I C TO S A R M A D O S Y LO S
análısıs polítıco nº 50
tora que esa maquinaria pone en marcha– del
otro lado, la víctima se encuentra reducida a su
condición individual, y frecuentemente enfrentada, por añadidura, a la dificultad de demostrar el
carácter concertado de la acción del victimario
para que exista un reconocimiento público.
Sin embargo, la puesta en obra de la política
criminal va más allá de esta maquinaria. Su carácter totalitario invade la sociedad entera,
fragilizando las resistencias hasta comprometer
todos sus niveles e instituciones y activar los recursos –o forjar el consenso–, de las instancias
políticas, culturales, académicas y, por supuesto,
de los medios de comunicación para la máxima
eficiencia de sus objetivos. Como lo señaló en su
momento H. Arendt, la expresión más acabada
de esta hegemonía totalitaria, de la política criminal es su infiltración del propio sistema de justicia que pierde toda independencia y que
termina, él también, por ceder a la arbitrariedad.
Ningún crimen de lesa humanidad ilustra mejor estas afirmaciones que el crimen de genocidio.
La especificidad de la intención destructiva que
representa el genocidio es la negación a la existencia de un grupo por su origen, por su nacimiento –como lo indica la etimología de la
palabra - o por sus convicciones compartidas. A
este respecto, la Convención para la prevención y
represión del crimen de genocidio estipula que
los actos encaminados a la destrucción de grupos
humanos enteros que caben bajo esta definición
son: el asesinato contra los miembros del grupo
en cuestión, los atentados graves a la integridad física o mental de sus miembros, la sumisión intencional a condiciones de existencia que entrañen
la destrucción física total o parcial, las medidas
tendientes a entrabar los nacimientos en el seno
del grupo o la transferencia forzada de sus niños.
[59]
análısıs polítıco nº 50
pretación de las infracciones a la normatividad
humanitaria12.
Esta clase de restricciones en la interpretación de las normas humanitarias refleja la práctica de justificación de la criminalidad de guerra
como elemento de la estrategia dentro de los
conflictos armados.
La guerra de memorias es una dimensión de
la guerra en general, y como bien dice el aforismo, “en la guerra la primera víctima es la verdad”. Así, es frecuente la utilización del
principio del derecho penal alusivo a la legítima
defensa de las personas y los bienes para respaldar todos los desmanes que se cometen en el desarrollo de un plan de confrontación. Es común
también que se acuda a la idea de que la dinámica de la guerra es inexorable e involucra a sus actores, independientemente de su voluntad.
Proclamar el derecho a la guerra (jus ad bellum)
requiere una interpretación de determinados
acontecimientos del pasado que justifiquen el
llamado a las armas, y que susciten el entusiasmo
colectivo por el empleo ilimitado de la fuerza. La
relectura de las relaciones comunitarias a través
del descubrimiento de diferencias irreconciliables o de la “legítima defensa” se opera no pocas
veces a partir de la elaboración de una versión
histórica. Igualmente, durante el desarrollo de
un conflicto armado, las partes tienden a considerar que el reconocimiento de los actos pasados
de violencia indiscriminada significa una desventaja estratégica y por ello crean sus propias versiones de los hechos. Al final de las hostilidades,
si se presenta el triunfo de una de las partes del
conflicto, los vencedores juzgan las atrocidades
de los vencidos, pero no hacen lo mismo con
aquellas atrocidades perpetradas por ellos mismos. Si el conflicto se resuelve por medio de una
negociación existe siempre el peligro de que
uno de los primeros acuerdos de los combatientes sea acordarse recíprocamente la amnistía de
los crímenes cometidos. Por tanto, la exigencia
del respeto efectivo de las normas del derecho
humanitario concierne también al hecho de que
los Estados, los grupos paramilitares y los grupos
disidentes reconozcan que las infracciones que
tienen lugar en desarrollo de las hostilidades no
son actos de guerra legítimos y necesarios13.
[60]
12
Los estatutos de la Corte Penal Internacional y de los dos tribunales internacionales ad hoc pueden ser
considerados como puntos de convergencia entre el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho
humanitario. En el caso de Dusko Tadic, guardián de un campo de concentración en Bosnia, la defensa sostuvo
que el derecho aplicable por un tribunal internacional ad hoc era el de los conflictos armados no internacionales y,
que por tanto, la instancia judicial carecía de competencia para juzgar la acusación de crímenes de guerra propios
de los conflictos internacionales. En su sentencia, el tribunal se pronunció reconociendo que el derecho
internacional ha evolucionado en la caracterización del derecho aplicable en los conflictos armados no
internacionales y que existe determinado tipo de prácticas que son consideradas indistintamente en los conflictos
armados internos e internacionales.
13
Como se sabe, el derecho humanitario es el derecho que toma por objeto la guerra para limitarla (jus in bello) y no
para justificarla (jus ad bellum). A diferencia del derecho internacional de los derechos humanos –cuya vigencia es
permanente–, el derecho humanitario se restringe en términos temporales y espaciales a las situaciones de
conflicto armado. La evolución que ha tenido esta última noción puede ser examinada desde el punto de vista del
despliegue de tres etapas diferentes, que sirven a la vez para estudiar los diversos períodos de la historia del
derecho humanitario. En una primera etapa –aquella que va hasta el final de la Primera Guerra Mundial y que
corresponde a una concepción de la guerra en términos clásicos–, la preocupación principal era aminorar los
males causados a los combatientes, fijando límites a las hostilidades y los armamentos. Después, al final de la
Segunda Guerra Mundial, con el empleo de las llamadas armas de destrucción masiva y la utilización de métodos
de combate indiscriminados, el derecho humanitario reconoció que la guerra no es una confrontación que afecta
únicamente a los militares, y que los civiles son regularmente sus víctimas principales y más cuantiosas.
Finalmente, en la década de los años sesenta del siglo XX, con la irrupción de las llamadas guerras de liberación
nacional y la proliferación de los conflictos armados internos, el derecho humanitario extendió sus normas a un
plano doméstico. Cada una de estas etapas corresponde en su orden a la formulación del derecho humanitario.
La primera corresponde al denominado derecho de La Haya; la segunda se expresa en las cuatro convenciones
suscritas en 1949 en Ginebra, y la tercera halló su codificación en 1977 en los dos protocolos adicionales a esas
convenciones. De estos dos últimos instrumentos, el segundo está consagrado a los conflictos de carácter no
internacional, o conflictos internos, y se añade a los preceptos ya contenidos en el artículo 3 común a las cuatro
convenciones. En la actualidad se discute si el derecho humanitario ha entrado ya en una cuarta etapa de su
historia que requeriría un tercer protocolo adicional. Como aspecto destacado de esta controversia se cuestiona el
sentido de la diferencia radical de la normatividad vigente para los conflictos de carácter internacional y los de
carácter no internacional, y el tema de la ampliación de la normatividad humanitaria, obedeciendo a las nuevas
circunstancias de los conflictos armados no internacionales.
EL DERECHO DE LAS VÍCTIMAS A LA
VERDAD Y LA JUSTICIA
En las últimas décadas, los intentos de
refundación del pacto social, que han representado
las llamadas transiciones democráticas y los procesos de paz, se han enfrentado a múltiples desafíos e impedimentos. Tres de ellos merecen ser
destacados.
En primer lugar, las tentativas de transformación
posteriores a los conflictos armados o a regímenes
dictatoriales se dan en “sociedades periféricas”
–como las ha denominado la sociología contemporánea– que mantienen relaciones (económicas, políticas, culturales) esencialmente asimétricas con
las sociedades centrales e industrializadas. De ahí
que los esfuerzos de renovación nacional emprendidos para la superación de regímenes dictatoriales
o conflictos armados internos se hagan a menudo
incompatibles con las condiciones generales que
dictan esas relaciones. En el contexto de expansión
de las interacciones globales, sin que paralelamente se produzcan cambios que democraticen la
sociedad internacional, los intentos de transformación nacional, y los problemas de índole global que
14
Varios ejemplos en América Latina ilustran bien la situación en que “transiciones a la democracia” terminan
desembocando en un estado de crisis económica y social crónica. En El Salvador, la tasa de criminalidad actual,
producto de la violencia social, supera a la del momento más álgido del conflicto armado que vivió ese país
centroamericano. En Argentina, la crisis financiera ha creado las condiciones para una nueva desestabilización
política.
15
Como lo han indicado T. Negri y M. Hardt, a esta nueva concepción de soberanía le son correlativos un derecho de
policía y un derecho de intervención o de injerencia. Mientras que el primero actúa sobre la base de la instauración de
un “Estado de excepción global” que niega los derechos fundamentales, el segundo es una forma de actualización
del derecho a la guerra justa (jus ad bellum,) que niega la normatividad del derecho humanitario, esta vez bajo la
modalidad del derecho a la “guerra preventiva”. (Cf. Empire, 2000, pp. 25-69).
16
Cf. Monique Chemillier-Gendreau en Droit international et démocratie mondiale (2002) y Antonio Cassese y Mireille
Delmas-Marty, Crimes internationaux et juridictions internationales (2002).
democracia
conciernen a tales intentos, se ven limitados por lo
regular a tímidas modificaciones de los regímenes
políticos anteriores, o de las situaciones que generaron los conflictos armados. Esto, sumado al carácter formal de los acuerdos y las frágiles bases de
la transición, ha provocado que los pactos de
refundación social desemboquen en situaciones altamente conflictivas y de permanente inestabilidad
social14.
En segunda instancia, los intentos de transición se han presentado en el marco de una crisis
acentuada del modelo de Estado propio de la teoría contractual clásica y del derecho público internacional que le es intrínseco, es decir, del
derecho basado en los tratados interestatales (bilaterales o multilaterales). Si bien los Estados se
mantienen como mediaciones necesarias de las
relaciones internacionales, entre los efectos de
esta crisis cabe destacar el surgimiento de un nuevo tipo de hegemonía: la consolidación progresiva
de una especie de poder imperial al que le es consustancial una nueva noción de derecho y soberanía supranacional. Este fenómeno, que viene
acentuándose especialmente después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, implica la extrapolación de un derecho nacional
particular (el derecho interno de los Estados Unidos y su concepción de seguridad nacional) como
derecho objetivo internacional15. Al intervenir y
diseñar a su voluntad la manera en que terminan
los conflictos armados internos o los sistemas políticos transicionales, el sistema y el jus gentium imperiales acaban con el contenido democrático de
tales procesos. No obstante, la crisis y la ineficacia
del derecho internacional tradicional para erigir
un orden mundial democrático no es una razón
válida ni suficiente para renunciar a las conquistas
más valiosas a las que ha dado lugar su construcción. Tal es el caso del papel que desempeñan los
mecanismos y jurisdicciones internacionales en
materia de protección de los derechos humanos y
del derecho humanitario16.
análısıs polítıco nº 50
En las condiciones en las que se imponen la negación e impunidad de estos episodios de violencia
extrema, la memoria de quienes han sido
victimizados es un espacio de resistencia a la “represión” (en sentido político y psíquico) del pasado. La memoria de las víctimas se convierte en una
de las fuentes que nutren la protección de la dignidad humana y en una forma de control social al
poder político, de oposición a la arbitrariedad y de
limitación de la guerra. Por eso, una vez expuesto
el principio de sustancialidad del pasado en el contexto del derecho internacional de los derechos
humanos y el derecho humanitario, cabe ahora
abordar los postulados e instancias que han sido
concebidos en estos ámbitos para garantizar los
procedimientos públicos de esclarecimiento y justicia de los crímenes atroces del pasado.
[61]
análısıs polítıco nº 50
[62]
Una tercera dificultad, que atañe directamente al tema tratado aquí, es que los contextos de
transición o de acuerdos de paz requieren soluciones que transformen estructuralmente la sociedad con relación a la situación de guerra o de
dominación precedentes. En este campo, el problema de dejar pendiente la erradicación –o de
cimentar la impunidad– de los crímenes de guerra y de lesa humanidad se convierte en una
cuestión que condiciona el futuro de la sociedad17. En este orden de ideas, evitar toda negación del pasado e impedir el intento por borrar
el recuerdo de la ruptura del pacto colectivo inicial, con todo lo que ello implicó, son exigencias
para colocar bases reales a la refundación del
contrato social.
Las dificultades para la realización de vigorosos procesos de rememoración, verdad y justicia
en estas condiciones no se desprenden únicamente de la voluntad negacionista de los
victimarios y de los sectores de la sociedad que
colaboraron o aceptaron resignadamente la perpetración de sus crímenes. A esto se agregan las
secuelas de los actos criminales que han tenido
lugar en el despliegue de la violencia y la guerra.
Entre las muchas consecuencias negativas que
traen las formas de violencia extrema es que ellas
no solamente desvirtúan la naturaleza y los fines
del ordenamiento jurídico, sino que además se
constituyen en un desafío a todas las categorías
esenciales con las que éste opera regularmente18.
Así ocurre cuando en situaciones de violencia
el sistema judicial pasa a integrar el aparato criminal, sea como dependencia que ejecuta leyes
draconianas contra los opositores al sistema, o
sea como órgano legitimador de la acción de los
autores de los delitos en masa mediante la práctica sistemática de la impunidad. Pero incluso
cuando el sistema judicial ha preservado cierto
grado de autonomía, se presenta la dificultad de
que las instancias judiciales son incapaces de es-
tablecer la responsabilidad en los casos de la criminalidad en masa sobre las bases jurídicas y los
recursos empleados para los tiempos de paz y las
situaciones de “normalidad jurídica”.
Esa circunstancia la ilustra bien la justicia penal ordinaria. Destinada a tratar transgresiones
privadas, ella se muestra insuficiente para reprimir las atrocidades masivas cometidas por agentes del propio poder estatal, quienes actúan en
ejecución de una política dirigida a suprimir los
derechos fundamentales de la población, a menudo apoyados por estructuras para-estatales y
respaldados por influyentes estamentos de la sociedad. Si se trata de un conflicto armado interno, a este panorama ya de por sí complejo se
suman las infracciones al derecho humanitario
cometidas por el Estado, las estructuras para-estatales y los grupos disidentes. Ante la dimensión
colosal de este conjunto de delitos, los medios
con los que opera de ordinario la justicia se
muestran insuficientes. El trabajo probatorio y la
determinación de la responsabilidad penal –
imputabilidad– adquieren también dimensiones
colosales19.
Los medios de la justicia represiva (penal) y
de la justicia retributiva (contencioso-administrativa) requieren, por ende, ser complementados
con vastos procesos en los que se exprese, democráticamente, la repulsión a los crímenes de guerra y de lesa humanidad, y se contribuya a
involucrar los niveles e instituciones de la sociedad que otrora han sido movilizados para forjar
el consenso en torno a la violencia.
De tales procesos complementarios hace parte el trabajo de rememoración colectiva y de esclarecimiento de la verdad, cuyos fundamentos
podemos resumir en tres condiciones básicas:
primero, que exista una opinión pública que sea el
motor de la controversia social sobre la naturaleza de las atrocidades perpetradas y que acompañe a la justicia institucional en su trabajo de
17
Baste nombrar aquí nuevamente la situación de algunos países latinoamericanos que se han debatido en una
constante oscilación y controversia social acerca de la justicia de las atrocidades del pasado luego de leyes de
impunidad, o medidas indiscriminadas de indulto y amnistía. En Guatemala, el incumplimiento de los acuerdos
relativos a los derechos de las mayorías de los pueblos indígenas y la situación de impunidad han conducido a
que los militares indultados continúen ejerciendo su poder sobre la vida política. La sociedad chilena ha tenido
que volver, una y otra vez, sobre el caso Pinochet y sobre los crímenes cometidos bajo su dictadura. En Argentina,
las leyes de “punto final” han sido impuestas y derogadas sucesivamente.
18
Antoine Garapon presenta un cuadro completo de estas dificultades de la justicia penal en su texto citado
anteriormente, p. 152.
19
Teniendo en cuenta el tiempo que toma actualmente un proceso en el marco del Tribunal Penal Internacional
creado para el juzgamiento de los delitos concernientes al genocidio cometido en Ruanda, se han hecho cálculos
que estiman que el lapso necesario para juzgar la totalidad de inculpados (135.000) es de más de un siglo.
20
De tal evolución ha hecho parte la configuración de la justicia penal internacional, en cuya trayectoria de
articulación, además de los tribunales de Nuremberg y Tokio (1945), se encuentran los procesos judiciales contra
autores o colaboradores de crímenes de guerra y de lesa humanidad, que durante los años sesenta y setenta
tuvieron lugar en Alemania, en Francia (casos Barbie y Papon) y en Israel (enjuiciamiento de Eichmann, 1961).
21
La primera es la sentencia en el caso Castillo Páez del 3 de noviembre de 1997 y la segunda es la del caso Bámaca
Velásquez del 25 de noviembre de 2000.
22
Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso Barrios Altos (Fondo), sentencia del 14 de marzo de 2001. En
esta decisión la Corte declaró sin efectos jurídicos dos leyes de amnistía del Perú por su incompatibilidad con la
Convención Americana sobre los Derechos Humanos.
democracia
Interamericana de Derechos Humanos sostuvo
que: “Toda sociedad tiene el irrenunciable derecho de conocer la verdad de lo ocurrido, así
como las razones y circunstancias en las que
aberrantes delitos llegaron a cometerse, a fin
de evitar que esos hechos vuelvan a ocurrir en
el futuro”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha estimado en dos de sus sentencias21 que el derecho a saber es violado
cuando el Estado o sus agentes niegan a las víctimas y sus familiares el acceso a una investigación exhaustiva con el fin de establecer qué
fue lo que a ciencia cierta ocurrió en los casos
de crímenes de lesa humanidad y, en particular, en los casos de “desaparición forzada”. Según la Corte, este derecho es por esencia de
carácter colectivo/general e individual/personal, pues permite al conjunto de la sociedad, y
no solamente a los individuos cercanos a quienes padecieron directamente estas prácticas, el
conocimiento de la historia del pasado inmediato. Esa tendencia progresiva en su jurisprudencia fue ratificada por el tribunal regional
en su histórica sentencia en el caso Barrios Altos contra Perú, en la que afirma, por primera
vez, que las leyes de amnistía y punto final
para crímenes atroces carecen de valor jurídico y deben ser anuladas, pues violan derechos
inderogables y son una aberración inadmisible
para la conciencia de la humanidad22. En la
misma dirección doctrinal del sistema interamericano de protección, la Comisión para el
Esclarecimiento Histórico, fruto de los acuerdos de paz en Guatemala, sostiene en su informe final, “Guatemala memoria del silencio”
(1999) que: “La memoria de las víctimas es un
aspecto fundamental de la memoria histórica y
permite rescatar los valores y las luchas por la
dignidad humana”.
En el plano universal, la enunciación más
completa de las condiciones para la erradicación
de las atrocidades del pasado en el ámbito del
derecho internacional se halla en el “Conjunto
de principios para la protección y la promoción
análısıs polítıco nº 50
establecimiento de las responsabilidades, de
erradicación de las estructuras que las posibilitaron y de las modalidades para superar las secuelas que han dejado. Segundo, que exista el
espacio público en el que se produzca la controversia, que no se le niegue el acceso a este espacio a
ninguna de las víctimas, y que para ello existan
las instancias (oficiales y no oficiales) apropiadas
para el trabajo de esclarecimiento. Tercero, que
se elabore públicamente el relato de lo que sucedió, que
el esclarecimiento de la verdad no sea un acto de
enunciación formal y tenga el carácter de un
proceso. O en otros términos, que las víctimas
puedan hablar en detalle (pues es la laboriosa reconstrucción del detalle de las cuantiosas atrocidades lo que permite vislumbrar, en toda su
magnitud, los devastadores alcances de lo acontecido) y que los victimarios hablen de sus responsabilidades, no como formalidad para
obtener la amnistía o como un nuevo intento de
justificación de sus acciones, sino como un auténtico acto de reconocimiento del daño causado a la sociedad.
La evolución de la conciencia jurídica sobre
la necesidad de erradicar las atrocidades en masa
y su impunidad se ha ido plasmando en instrumentos y mecanismos que han enriquecido el
sistema internacional de protección de los derechos humanos y del derecho humanitario20.
Esa evolución se ha nutrido de las especificidades regionales de la protección de los derechos fundamentales. En América Latina, por
ejemplo, la creación de la doctrina y la práctica de erradicación de los delitos atroces y su
impunidad ha tenido que ver con el tratamiento de esta clase de violaciones en contextos de
conflictos armados o de regímenes dictatoriales en la región. Uno de los resultados palpables de esos desarrollos es la doctrina del
sistema interamericano de protección de los
derechos humanos sobre la perpetración metódica de la desaparición forzada como modalidad de represión y exterminio en algunos
países del continente. En 1985, la Comisión
[63]
análısıs polítıco nº 50
[64]
de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad”23. Este instrumento sienta los
principios de la complementariedad de la verdad, la justicia y la reparación como fundamento
indispensable para la superación integral de la
violencia extrema y sus secuelas.
La primera formulación de este texto que
debe ser mencionada es aquella que afirma que
frente a todo proyecto de negación de los crímenes del pasado se hace necesario poner de presente que: “El conocimiento por un pueblo de la
historia de su opresión forma parte de su patrimonio y debe por ello conservarse”.
El derecho internacional consagra, por tanto
que, como aspecto insoslayable del proceso de
erradicación y reconocimiento de los crímenes
del pasado, toda persona tiene el derecho a saber (o derecho a la verdad) y el derecho a la
justicia.
DERECHO A SABER Y
DEBER DE MEMORIA
El derecho a saber hunde sus raíces en la historia de lo acontecido y equivale a que toda persona tenga acceso a la verdad y a su difusión
pública “para evitar que puedan reproducirse en
el futuro las violaciones”. El “Conjunto de principios” enuncia que “cada pueblo tiene el derecho
inalienable de conocer la verdad acerca de los
acontecimientos sucedidos y las circunstancias y
los motivos que llevaron, mediante la violación
masiva y sistemática de los derechos humanos, a
la perpetración de crímenes aberrantes”.
Desde esta perspectiva, al Estado le corresponde, como parte del derecho a saber, el “deber de
recordar”, es decir, la obligación de garantizar las
condiciones para el debate social acerca de los crímenes del pasado que evite en el futuro su revisión o su negación parcial o total. Mediante la
formulación de este deber no se atribuye al poder
la facultad de crear una “política de la memoria” a
través de la cual pueda “corregir” cualquier tergi-
versación de la historia –lo que sería equivalente a
acordarle la función de redactor o “guardián
oficial” de la historiografía– sino, más bien, de velar porque se den las condiciones indispensables
para el proceso público de esclarecimiento y para
la difusión de los resultados de ese proceso, tanto
en el presente como en el futuro.
¿Qué significa entonces que el límite estricto
de tal obligación sea el de garantizar las condiciones para la controversia pública sobre el pasado? Esta obligación se sitúa en el vértice que
conjuga un doble compromiso estatal. En primera instancia, como lo consagra el derecho a la
libertad de opinión y de expresión24, todo individuo tiene derecho a no ser perseguido por sus
opiniones –en este caso por sus opiniones sobre
la historia de su sociedad– y a investigar, recibir y
difundir informaciones e ideas de toda especie
sin consideración de fronteras, bajo la forma
oral, escrita, impresa o artística, o por cualquier
otro medio de su elección. Este primer nexo de
la obligación del Estado de garantizar la libre
controversia en el espacio público está estipulado en términos negativos e incumbe a la no interferencia, incluida la no censura, de las
diversas interpretaciones que puedan hacerse,
en particular, de las responsabilidades de los crímenes del pasado y las circunstancias en que éstos fueron perpetrados.
Pero al mismo tiempo –y ésta es la segunda
línea del vértice en la que se ubica el “deber
de recordar”– es imprescindible advertir que
garantizar las condiciones para el debate público entraña también la obligación, positiva
en este caso, de garantizar el acceso de todos
los sujetos sociales al espacio público que,
como se dijo, es la esfera en la que se confrontan e integran las memorias colectivas. En esa
medida, es menester indicar el nexo de esta
formulación con el derecho que toda persona
tiene a participar en la vida pública, lo que
significa participar también en la elucidación
23
Informe del Relator Especial sobre la impunidad, L. Joinet (Doc. E/CN.4/Sub.2/1997/20/Rev.1). Este informe
final acerca de la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos (derechos
civiles y políticos) fue preparado de conformidad con la resolución 1996/119 de la Subcomisión de la lucha
contra las medidas discriminatorias y de la protección de las minorías. El contenido de este informe se enmarca en
el espíritu del Programa de Acción de Viena –resultado de la Tercera Conferencia Mundial de Derechos Humanos
(Viena, 1993)– que subrayó el significado que tiene la lucha contra la impunidad en el contexto internacional. El
informe propone a la Asamblea General de Naciones Unidas la adopción de un conjunto de principios para la
protección de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad. Lamentablemente, este texto tiene
hasta ahora el carácter de recomendación no vinculante en términos jurídicos para los Estados.
24
Formulado, entre otros instrumentos, en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948, artículo 19) y en el
Pacto Internacional relativo a los Derechos Civiles y Políticos, 1966, artículo 19.
E S C L A R E C I M I E N TO
Entre los mecanismos para garantizar el derecho a la verdad se destaca la creación de múltiples instancias públicas que recojan esta
memoria viviente y que la preserven para la posteridad, entre las cuales se destacan las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento de los
crímenes de lesa humanidad y de las infracciones al derecho humanitario. Con esta finalidad,
la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó
en 1985 la Declaración de los principios fundamentales de justicia relativos a las víctimas de la criminalidad y de los abusos del poder en la que se estipula
que cuando en un Estado no es posible investigar por parte de las autoridades judiciales regulares se deben constituir estas comisiones.
Sobre este particular, el “Conjunto de principios” agrega que como parte del proceso de esclarecimiento de la verdad, las víctimas, y toda
persona concernida, tienen derecho a testimoniar ante las autoridades judiciales y ante una comisión extrajudicial de investigación que,
rodeada de amplias garantías, se encargue de investigar, documentar, compilar y evitar la desaparición de las pruebas de los actos violentos.
Además, se dice expresamente que esta clase de
instancias no pretenden suplantar a la justicia,
sino contribuir a salvaguardar la memoria, guiándose por el afán de hacer reconocer la “parte de
verdad” que hasta entonces se negó constantemente.
El carácter específico de la elaboración de la
verdad de las atrocidades del pasado radica en que
debe satisfacer una doble condición: ser pública
(transparente) y ser procesal (esclarecedora).
Ya se enunciaron anteriormente las razones
por las cuales la elaboración de la verdad de los
crímenes masivos y sistemáticos requiere cumplir
el requisito del esclarecimiento: los rasgos esenciales que tienen los actos de violencia extrema,
su dimensión fuera de toda norma ordinaria, la
constelación de sucesos y elementos fácticos que
25
Estipulado por el artículo 15 del Pacto Internacional relativo a los Derechos Económicos Sociales y Culturales,
1966. De ese mismo derecho hace parte la interpretación del principio de garantía de acceso a las
manifestaciones de la vida cultural en el espacio público. El Programa de Naciones Unidas para la Educación la
Ciencia y la Cultura (Unesco) ha subrayado que este principio democrático incumbe a toda la sociedad y,
especialmente, a quienes no han tenido acceso históricamente a la cultura, sus manifestaciones y beneficios. Tal es
el caso del testimonio de las víctimas que en los períodos de violencia extrema y de impunidad ha sido sometido al
impedimento o la instrumentalización. (Informe final de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales,
México, 1982, Unesco, CLT/MD/1, pp. 39-44).
democracia
LAS COMISIONES EXTR AJUDICIALES DE
encarna su ejecución, la necesidad de una laboriosa reconstrucción de los detalles que muestran todas las consecuencias que tiene su
perpetración, etc. Es entonces coherente deducir que el proceso cognitivo de esta clase de acontecimientos adquiere la complejidad propia de
este objeto desmesurado.
El carácter transparente de la elaboración de
la verdad en estos casos corresponde al hecho
de que ellos excluyen, por una parte, a las víctimas de la comunidad humana, y por otra, en
que afectan al conjunto de la sociedad. Así, los
acontecimientos de violencia generalizada
desestructuran el espacio público como espacio
de coexistencia, al mantener a las víctimas fuera
del marco social, o al margen de éste. La
desestructuración del espacio público significa
la imposición de determinada distribución política del espacio social, asignando a algunos sujetos la facultad de transformar sus proyectos en
hechos compartidos socialmente, y negando a
otros esa misma posibilidad a través de la exclusión o de la privatización de sus posiciones. La
cuestión de la conformidad con esta exclusión
o de la construcción de los procesos de memoria y verdad en el marco social más extenso posible representa para las víctimas el corazón
problemático del sentido de su acción. Pero al
mismo tiempo concierne a la oportunidad de
que la sociedad misma se convierta en sujeto colectivo de la memoria y la historia. La cuestión
del carácter transparente del proceso de verdad
de los actos atroces del pasado implica entonces
el establecimiento y la ampliación progresiva
del espacio público como el poder propio de la
comunidad humana, que se revela como la conjunción del poder singular de los distintos sujetos que la componen. El grado de exclusión de
un grupo particular, o de todo un sector social,
habla de la debilidad del vínculo colectivo de
una sociedad.
En consecuencia, las labores de las “comisiones de verdad” se centran en el esclarecimiento público de la identidad de las personas acusadas de
ser autoras o cómplices de violaciones a los derechos humanos y de infracciones al derecho hu-
análısıs polítıco nº 50
de todos los acontecimientos significativos de
la historia de la sociedad25.
[65]
análısıs polítıco nº 50
[66]
manitario, así como de la forma en que éstas participaron presuntamente en la planificación y
ejecución de tales actos. En el desarrollo de su
trabajo, las comisiones deben ser un espacio
para analizar y describir los mecanismos que fueron utilizados para cometer estos crímenes. Su
informe final ha de ser difundido lo más ampliamente posible y en él han de estar contenidas,
además, las recomendaciones para la
institucionalización de medidas que garanticen
la no repetición de las violaciones.
El rasgo predominante en el desarrollo de
estas instancias ha sido la creciente diversificación de sus competencias. A medida que se
han venido extendiendo a contextos disímiles,
las comisiones han enriquecido sus alcances.
Inicialmente el carácter de su trabajo era primordialmente confidencial e investigativo,
como fue el caso de las primeras integradas por
expertos para los llamados procesos de transición en América Latina26. En experiencias recientes, ellas han adquirido facultades más
variadas, y parte significativa de su actividad se
ha concentrado en las sesiones públicas dedicadas a escuchar el testimonio de las víctimas. El
resultado de esta ampliación de mandato y
competencias es que las sesiones “a puertas
abiertas” de las comisiones se transforman en el
escenario de la puesta en común de las memorias colectivas. Sus resultados, por tanto, han ganado mayor difusión e incidencia social y han
contribuido a respaldar la acción de las instancias judiciales. Los mejores resultados en este
terreno se han presentado cuando los testigos y
sobrevivientes de los hechos de violencia han podido tomar la palabra ante los victimarios y confrontarlos con sus responsabilidades de cara a la
sociedad. Cuando esto ha ocurrido, la difusión social del testimonio ha aportado significativamente
a la formación y el afianzamiento de la opinión
pública, y ha servido, en un plano general, para
que diversos sectores participen en la democratización social.
De esta manera, el derecho a saber ha venido
26
experimentando dos evoluciones significativas.
De un lado, de ser un proceso investigativo especializado ha pasado a ser un proceso cada vez
más socializado en el que el trabajo de los expertos se combina con el testimonio público de las
víctimas. Del otro, frente a la disyuntiva que
planteaba optar por un proceso de esclarecimiento a cambio de un proceso de justicia, la experiencia acumulada y las nuevas posibilidades
que brinda la justicia penal internacional han
demostrado que lo ideal son múltiples procesos
de esclarecimiento que complementen la acción
de diversas instancias de justicia (doméstica e internacional).
Acerca del debate público que implica el proceso de esclarecimiento que pone en marcha la
creación y el funcionamiento de las comisiones
extrajudiciales es pertinente puntualizar cuáles
son los rasgos distintivos de dicho debate e indicar su separación tajante de la incitación de la
opinión pública al odio y la venganza. Es conveniente establecer esta diferenciación, puesto que
un argumento de los partidarios de las leyes de
“perdón y olvido”, que promulgan la amnistía incondicional, es que la invocación de los acontecimientos del pasado es un factor de riesgo que
desemboca en el retroceso a un nuevo período
autoritario o de guerra. Según esta posición, al
profundizar en la investigación de la verdad y,
con mayor razón, al hacer avanzar la investigación judicial se rompe el frágil equilibrio de fuerzas logrado en la incipiente apertura
democrática.
Felizmente el derecho internacional ha consagrado ya los parámetros para establecer tal diferencia. En este orden de ideas, el Pacto
Internacional relativo a los Derechos Civiles y Políticos, en su artículo 20, estipula que toda propaganda en favor de la guerra y toda incitación
pública al odio nacional, racial o religioso que
constituya una incitación a la discriminación, a la
hostilidad o a la violencia es contraria a la libertad de opinión. La Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio
En América Latina las primeras comisiones fueron creadas en vista de la ineficacia probada de las vías de recurso a
la justicia como efecto de la no independencia del poder judicial. Las comisiones surgieron además como
respuesta a los procesos de amnistía y “punto final”, que consagraban la impunidad de los crímenes de lesa
humanidad y de los crímenes de guerra. Su trabajo se concentró en la recolección, a puerta cerrada, de
testimonios y en la investigación de los archivos de carácter oficial o privado. Esta circunstancia dio lugar a que su
trabajo fuera limitado y en ocasiones parcializado. Ese fue el caso de la Comisión de Verdad y Reconciliación de
Chile, puesto que dos de sus ocho integrantes eran miembros del gobierno de Pinochet y algunos otros
pertenecían a partidos políticos que durante la dictadura militar guardaron silencio ante las atrocidades. Cf. E.
Cuya, Las comisiones de la verdad en América Latina (1996).
democracia
conocimiento de la verdad histórica de sus interpretaciones destinadas a la incitación al odio y la
violencia.
Por otra parte, la labor de las comisiones no
debe ser desnaturalizada por los intentos de legitimación por parte de quienes han cometido los
crímenes lesa humanidad y de guerra, cuya naturaleza no admite justificación posible. El carácter
monstruoso de estos delitos hace irrelevante
cualquier intento de explicación que, en las circunstancias de un proceso de esclarecimiento,
adquiere el carácter de mecanismo de impunidad y de encubrimiento28.
EL DERECHO A LA JUSTICIA
La creación de instancias de justicia penal internacional y la paulatina legitimación de la
competencia universal de la justicia de crímenes
de lesa humanidad vienen a complementar el panorama que ofrece la riqueza de la experiencia
de las comisiones de verdad. Como se mencionó
anteriormente, la experiencia acumulada en esta
materia indica que en el marco de un mismo
proceso nacional de transición o de paz pueden
concurrir múltiples procesos de esclarecimiento
y justicia complementarios y convergentes29.
La sanción de la justicia es en este caso un acto
que consagra el reconocimiento social. O expresado de otro modo, el proceso de elucidación de la
verdad que opera en el seno de las comisiones
extrajudiciales se conjuga con la palabra y la actuación pública de la justicia, que actúan a su turno como corolarios del reconocimiento colectivo
de los crímenes masivos y sistemáticos.
Según el “Conjunto de principios”, el derecho
a la justicia implica que toda víctima tenga la posi-
27
En esta dirección ha sentado jurisprudencia la sentencia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, del 1 de
junio de 2000, en la que se condena a Georges Henry Joseph Ruggiu, experiodista y locutor de Radio Televisión
Libre des Mille Collines (RTLM), tras haber sido hallado culpable de los cargos de incitación pública y directa a la
comisión de genocidio y de crímenes contra la humanidad. Ruggiu fue condenado a 12 años de prisión por el primero de
los cargos y a otros 12 años por el segundo.
28
Es el caso de ciertos aspectos que tuvo el desenvolvimiento de la Comisión de Verdad y Reconciliación en
Sudáfrica. Allí la forma original que asumió el proceso de elaboración de la verdad mostró el papel catártico y
liberador del testimonio pronunciado ante la comunidad como modalidad del trabajo de rememoración. Sin
embargo, el balance de esta experiencia es contradictorio. De una parte, en las audiencias públicas las víctimas
pudieron testimoniar su historia y nombrar e identificar a los victimarios. De otra, la confesión que estos últimos
hicieron tuvo frecuentemente el carácter de un acto en el que el relato de las atrocidades no estuvo acompañado
del reconocimiento auténtico de la injusticia cometida. Como señala Sophie Pons, en Apartheid. L´aveu et le pardon
(2000), los victimarios hicieron la economía de las reglas de juego de la confesión –como simple uso
convencional del lenguaje– y convirtieron el acto de la confesión en arrepentimiento artificial que perseguía,
como único fin, la amnistía de sus delitos.
29
A pesar de las limitaciones que ha presentado, el proceso de verdad y justicia en Ruanda ha mostrado una gran
variedad de formas. Además del Tribunal Internacional ad hoc, se han puesto en marcha los procesos de justicia
comunitaria (gacaca) y una comisión de verdad y reconciliación.
análısıs polítıco nº 50
considera como crimen de derecho de gentes la
incitación directa y pública a cometer genocidio27. La Convención sobre la eliminación de todas las
formas de discriminación racial y la represión de las
ideologías racistas (1966) señala, en su artículo 1,
que los Estados partes condenan “toda propaganda y toda organización que inspire ideas o
teorías fundadas en la superioridad de una raza
o de un grupo de personas [...] o que pretenda
justificar o alentar toda forma de odio o de discriminación racial”.
El trabajo de rememoración y esclarecimiento
de los actos atroces cometidos durante la guerra
o bajo un régimen autoritario no debe ser confundido con prácticas de instrumentalización
ideológica, que buscan despertar pulsiones
destructivas o promover los llamados abusos
ideológicos de la memoria. Por el contrario, la
rememoración –como trabajo de elaboración y
no como práctica de repetición abusiva– implica
precisamente la superación de tales pulsiones
mediante la elucidación minuciosa de los episodios de violencia extrema del pasado, encaminada al reconocimiento social. Su único propósito
es servir como referente tutelar para recordarle
al nuevo poder político y a todos los miembros
de la sociedad las consecuencias que ha traído
en el pasado el desconocimiento de los derechos
fundamentales. Su función preventiva radica precisamente en que el esclarecimiento del pasado
genere el reconocimiento público del significado
que la guerra, los crímenes cometidos y sus efectos han tenido sobre el conjunto de la sociedad.
La línea divisoria entre el trabajo de rememoración y la instrumentalización de la memoria es,
entonces, aquella que separa el proceso social de
[67]
análısıs polítıco nº 50
[68]
bilidad de hacer valer sus derechos beneficiándose de un recurso equitativo “para lograr que su
opresor sea juzgado”. La enunciación de este derecho se hace tomando en cuenta que no existe
reconciliación justa y duradera si no se satisface la
necesidad de justicia y si el resultado del proceso
de transición es el mantenimiento de la situación
de impunidad que ha imperado en la sociedad30.
Este derecho supone además el principio de
imprescriptibilidad y el hecho de que los autores
de las violaciones no podrán beneficiarse de ninguna clase de amnistía mientras las víctimas no
hayan obtenido justicia31.
Existen al menos tres aspectos que han sido
objeto de intensa discusión pública con relación
al derecho de las víctimas a la justicia. En primer
lugar, se ha puesto en tela de juicio la validez de
los procesos judiciales de los crímenes de lesa
humanidad y los crímenes de guerra. Asimismo,
se ha criticado el fenómeno del llamado
“activismo judicial”, entendido como la omnipresencia de los jueces en la resolución de asuntos
que podrían ser objeto de otro tipo de tratamientos, y prioritariamente, de una solución política. Por último, se ha puesto en duda el
“modelo de Nuremberg”, esto es, la imparcialidad de los tribunales internacionales, y en general, el recurso a la justicia penal internacional
como vía de superación de la impunidad en un
contexto doméstico.
El cuestionamiento de la pertinencia de efectuar, en el marco de la transición democrática,
grandes procesos en los que los presuntos autores de graves violaciones e infracciones al derecho internacional sean enjuiciados, proviene de
argumentos de diversa índole. Una primera
dificultad, de carácter pragmático, es que los
“costos políticos” de este tipo de justicia son muy
altos. Generalmente, los autores de los crímenes
en estos casos no han sido vencidos y ejercen
aún poder en la sociedad. Según esta posición, la
vulnerabilidad política de la sociedad podría
significar el impedimento de la transición hacia
la democracia o la amenaza de los acuerdos de
paz. Desde esta perspectiva, los juicios además di-
viden y polarizan a la opinión pública, que es altamente sensible a cualquier referencia al pasado una vez superado el período de violencia y
arbitrariedad anterior. Por otra parte, se presenta el problema de orden jurídico de la “frugalidad adjudicativa”, que significa que, dada la
reducida capacidad institucional de las sociedades en transición, la atribución de las responsabilidades penales recae sobre unos pocos
individuos que representan sólo “piezas sueltas”
de la estructura del poder en un régimen autoritario, y en el caso de un conflicto armado, de un
ejército o de los grupos disidentes32.
El segundo grupo de cuestionamientos se dirige a impugnar el fenómeno de la decadencia
de lo político con relación al fortalecimiento creciente de lo judicial. Desde este punto de vista,
se trata de la infiltración jurídica en todas las esferas de la sociedad que desnaturaliza el espacio
protegido y distante que debe guardar el juez
frente al debate público, y que banaliza la deliberación política al delegar en los tribunales las decisiones sobre los temas cruciales de la sociedad.
Esta discusión se hace pertinente en las condiciones de transición y de paz al plantearse el problema sobre cuál es el espacio respectivo que deben
ocupar la política y la justicia en la solución de
los desafíos que se desprenden de las transformaciones sociales urgentes.
En tercera instancia, se debate acerca del
“modelo de Nuremberg”: los tribunales internacionales, en tanto que expresión de una correlación de fuerzas en la que el vencedor impone las
reglas del juego, niegan el principio de independencia e imparcialidad de la justicia, y con ello
socavan el fundamento mismo de la legitimidad
del derecho internacional. La sumisión de la justicia a la voluntad del vencedor es la negación de
facto del derecho al debido proceso para una parte de la humanidad –aquella que ha resultado
derrotada en la guerra– que no posee el poder
necesario para lograr el acceso a un tribunal internacional independiente. Esta última categoría
de argumentos críticos tiende a ser invocada
para la descalificación de la Corte Penal Interna-
30
El Conjunto de principios afirma que el acto del perdón supone “como condición de toda reconciliación que la
víctima conozca el autor de las violaciones y que éste haya tenido la posibilidad de manifestar su arrepentimiento
[...] Para que pueda ser concedido el perdón, es menester que haya sido previamente solicitado”.
31
Así lo afirmó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia Barrios Altos contra Perú, citada
anteriormente. La Corte agrega que la amnistía de los autores de graves violaciones es incompatible con el
derecho que toda persona tiene a ser escuchada por un tribunal imparcial e independiente.
32
Esta línea de argumentación es seguida por P. De Greiff en Tribunales internacionales y transiciones a la democracia,
1997.
33
Principio estipulado en la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de
lesa humanidad, 1968.
34
La justicia en estos casos es un objeto inexistente, pues su carácter formal no corresponde a una experiencia
histórica real de la sociedad. Acerca del contenido de esta última noción puede consultarse Cepeda, Iván y Girón,
Claudia, Procesos de inculturación, 1999, p. 175.
35
Así lo demuestran ampliamente Santos, Boaventura de Sousa y García Villegas, Mauricio en El caleidoscopio de las
justicias en Colombia, 2001.
democracia
dico de la prescripción, de la extinción en el
tiempo de toda acción pública, no puede ser invocado con relación a este tipo de crímenes. La
imprescriptibilidad es el correlato jurídico del
trabajo de larga duración que debe realizar la sociedad para lograr superar las secuelas de la violencia extrema33.
Por esta vía se llega al asunto de cuáles son los
límites de la función que cumple la justicia en
un proceso de democratización de la sociedad.
No es éste el caso de los excesos propios de un
“activismo judicial”. Por el contrario, las sociedades en proceso de transición generalmente han
conocido altos índices de impunidad frente a
todo tipo de delitos y no han conocido a lo largo
de su historia la actuación de la justicia penal de
los delitos de lesa humanidad ni los crímenes de
guerra. En las condiciones de una dictadura, de
un régimen de apartheid o de una guerra civil, el
poder judicial, cuando éste existe como tal, tiende a convertirse en una mera prolongación del
poder ejecutivo34. En estos casos, la parcialidad
de la justicia se expresa en que al lado de una
abrumadora impunidad coexiste el hecho de
que los tribunales –y en los casos más extremos
los tribunales militares– están reservados exclusivamente a los opositores del régimen. La ausencia histórica de la justicia penal frente a las
atrocidades en masa tiene implicaciones de todo
orden para una sociedad. La inexistencia o la
parcialidad de la justicia institucional abren el espacio para proliferación caótica de “justicias particulares”, cuando no para el imperio del “ajuste
de cuentas” por mano propia35. En el proceso de
refundación del pacto social, la continuidad de
esta situación seguirá siendo un vacío histórico
que terminará, tarde o temprano, en un nuevo
estallido violento de los conflictos sociales.
Por último, conviene decir algunas palabras sobre el tema de los efectos de la controversia social
acerca de la justicia penal en el espacio público
en tiempos de transición democrática. En contraposición a la creencia de que la polémica abierta,
fruto de la acción judicial, representa un “factor
de riesgo” para la democratización, es útil poner
de relieve el punto de vista antitético. Está demos-
análısıs polítıco nº 50
cional o de la competencia universal, para el
juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad
y los crímenes de guerra bajo el pretexto de la
ruptura del principio de soberanía política y judicial. En el caso de la llamada competencia universal se trata del problema suscitado por el
inicio en diversos puntos del planeta de procesos
judiciales contra antiguos dictadores y reconocidos autores de delitos atroces. Sin embargo, es
pertinente llamar la atención acerca de que las
limitaciones de los procedimientos de conformación y funcionamiento de estos tribunales no
pueden ser utilizadas, en una misma línea de argumentación, para negar la esencia del principio
de competencia del derecho penal internacional
para erradicar las atrocidades en masa, esencia
que proviene del derecho público y del derecho
de gentes.
La respuesta a las críticas a la justicia penal
(doméstica e internacional) hasta ahora enunciadas viene dada desde la propia definición del
carácter de los crímenes de lesa humanidad y los
crímenes de guerra, formulada en este mismo
texto.
Nada más diciente sobre el particular que la
experiencia histórica acumulada por la humanidad tras siglos de guerra y violencia. Dadas la envergadura y complejidad de los crímenes en
masa, su naturaleza catastrófica y la propagación
de sus secuelas sólo son percibidas integralmente
por la sociedad con el paso del tiempo. A veces
se requiere la sucesión de varias generaciones
para efectuar el balance definitivo de sus profundas repercusiones sobre el conjunto de la vida
colectiva, pues sólo en la perspectiva de la distancia temporal se muestra, en toda su crudeza, el
impacto de sus consecuencias originales y secundarias.
Estas repercusiones son aún más significativas
si no se logra constituir el consenso general acerca de la injusticia que encarna este tipo de delitos, si se legitima la impunidad y si los daños
causados no son reparados de manera adecuada.
La ausencia de la sanción de la sociedad equivale
a prolongar indefinidamente estos efectos en el
tiempo. Por todas estas razones, el principio jurí-
[69]
análısıs polítıco nº 50
[70]
trado que el debate público producido por los
grandes procesos penales en los que se juzgan los
crímenes del pasado vigoriza el ejercicio normal
de toda sociedad democrática, esto es, incentiva la
controversia abierta sobre las cuestiones que afectan a todos los miembros de una comunidad determinada. La sesión pública de los grandes
procesos de justicia da lugar al disenso social que
estimula la formación de la opinión pública y que
desarrolla la capacidad de expresión colectiva de
muchos sectores de la sociedad hasta ahora excluidos36. Este ejercicio, en vez de romper los frágiles equilibrios pactados, se convierte, por el
contrario, en la experiencia participativa por medio de la cual la sociedad recupera el hábito del
debate social y emprende la instauración del principio de la no exclusión del espacio público de las
opiniones disidentes. En este sentido, levantar el
tabú sobre los crímenes del pasado (por medio de
las comisiones de verdad, de la acción de la justicia penal y del trabajo público de rememoración)
es parte indispensable de la práctica del disenso
no violento, y en esta medida, de la democratización de la sociedad.
Poco a poco la concepción determinista de la
impunidad –aquella que sostiene su carácter
inexorable para el advenimiento de la paz y la
democracia– viene siendo desafiada por procesos
públicos de esclarecimiento y justicia cada vez
más extensos, variados y ambiciosos. La humanidad admitió durante un largo trayecto de su
historia que los actos de violencia extrema cayeran en el olvido y la negación, concediendo amnistías incondicionales a los perpetradores de
crímenes de toda especie contra poblaciones
inermes. El reconocimiento de un principio de
sustancialidad del pasado, marcado por los acontecimientos atroces, como base de la legitimidad
de la soberanía, sólo ha conseguido afianzarse con
la democratización de la sociedad y con la
configuración de su espacio público. Esa evolución
se ha materializado en la elaboración de sistemas,
procedimientos e instrumentos universales; en la
creación del derecho internacional de los derechos
humanos y del derecho humanitario, y en la articulación contemporánea de variados mecanismos de
justicia penal internacional.
En el contexto internacional, estas conquistas
se plasman en múltiples mecanismos y procedimientos novedosos: instauración de un tribunal
permanente o de tribunales ad hoc para el
juzgamiento de los crímenes masivos y sistemáti36
cos; desarrollo del principio de competencia universal de la justicia; fortalecimiento de las jurisdicciones regionales de derechos humanos
(especialmente en Europa, América y África), en
fin, ampliación de las competencias de las comisiones de elucidación de los delitos atroces y publicidad de sus procedimientos y conclusiones.
Las jurisdicciones nacionales encuentran de este
modo un extenso y variado campo de referentes
que complementan y estimulan su propia acción.
Ciertamente, el camino de construcción de
los nuevos procedimientos presenta limitaciones y problemas inéditos. La Corte Penal Internacional restringe su acción temporal y
encuentra obstáculos para que su acción territorial se haga válida para la totalidad de los Estados. El principio de competencia universal está
abierto a las interpretaciones del juez nacional,
y por tanto no encuentra todavía estándares internacionales para su aplicación uniforme. Las
jurisdicciones regionales hallan obstáculos para
el cumplimiento de sus sentencias, y en ciertos
casos, como el de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, no disponen de acceso
para los recursos presentados por individuos.
Pese a sus avances, el trabajo y los resultados de
las comisiones de esclarecimiento son todavía
claramente insuficientes con relación a las proporciones de las formas de violencia de las que
deben dar cuenta.
No obstante, todas estas limitaciones se ven
atenuadas por el rol que en los procesos de esclarecimiento y sanción ocupan la opinión y el espacio públicos, así como la controversia abierta
de la sociedad acerca de las responsabilidades y
las repercusiones de los actos atroces. El fortalecimiento del espacio público aparece como condición fundamental para que la sociedad elabore
las memorias de la violencia. Pero al mismo tiempo, la controversia pública y plural sobre los crímenes del pasado es un ejercicio que contribuye
a dicho fortalecimiento y, por ende, que coloca
las bases para la participación democrática.
Los procesos públicos de erradicación de los
delitos de lesa humanidad y los crímenes de guerra son indispensables en sociedades que han sufrido la debilidad crónica del espacio público a
causa de conflictos armados de larga duración.
Tal es el caso de la sociedad colombiana, caracterizada tanto por su diversidad intrínseca como
por el formalismo de su modelo de democracia
representativa que impide o restringe la participa-
Ver Osiel, M. Mass Atrocity, Collective Memory and the Law, 1997.
FECHA DE RECEPCIÓN: 11/05/2003
FECHA DE APROBACIÓN: 19/08/2003
democracia
ración y reconocimiento de los actos atroces que
han sido perpetrados.
La experiencia internacional ha probado reiteradamente las consecuencias que tiene aplazar o impedir tales procedimientos públicos de
superación de la violencia. En América Latina,
la situación de impunidad que ha acompañado
los procesos de transición y de paz ha demostrado, hasta la saciedad, que sin un trabajo rico en
diversas manifestaciones de rememoración, esclarecimiento y justicia todo intento de
democratización es escasamente transformador.
De tales lecciones del pasado y del presente de
sociedades cercanas, pero igualmente de las
consecuencias fatales que ha traído la denegación de la justicia en la historia nacional, tendrá
que nutrirse todo intento auténticamente instaurador de la convivencia no violenta en Colombia.
análısıs polítıco nº 50
ción. La duración y brutalidad de su conflicto armado, así como la multiplicidad de expresiones
de violencia que tienen lugar en su seno se han
constituido en el marco de toda clase de acciones
criminales, actos de corrupción y dinámicas de
destrucción. Las secuelas de esa violencia, sistemática y anómica a la vez, sólo podrán ser reparadas
por acciones sociales de verdad y justicia en el espacio público. En el marco de las transformaciones hacia la democratización de la sociedad
colombiana, el trabajo de superación de la violencia generalizada en el espacio público tiene que
ser amplio y variado. Amplio, en términos de que
en el esclarecimiento de los acontecimientos que
han marcado la historia contemporánea del país
deben tener cabida todos los estamentos sociales
y deben testimoniar su experiencia todas las víctimas afectadas. Variado, en la medida en que
combine múltiples modalidades de sanción, repa-
[71]
Democracia,
economía y
conflicto en
el Ecuador
análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril
2004:
págs.
análısıs
polítıco
nº 40-54
50
el presente artículo pretende presentar
ISSN 0121-4705
[72]
Francisco Gutiérrez S.
Profesor del Instituto de
Estudios Políticos y Relaciones
Internacionales (IEPRI).
al lector colombiano algunas de las tensiones
fundamentales de la transición democrática
ecuatoriana, con la esperanza de que ofrezca elementos para comprender las fuerzas que condujeron tanto a la formación como a la disolución
de la alianza que aupó al coronel Lucio
Gutiérrez a la presidencia. Aparte de su notable
interés intrínseco, la experiencia ecuatoriana tiene una triple importancia.
En primer lugar, muestra las dificultades que
pueden surgir cuando un país adelanta simultáneamente dos transiciones, de la dictadura a la
democracia y de un modelo de desarrollo “cerrado” a otro “abierto”. Una perspectiva estrechamente optimista –pero aceptada con entusiasmo
por varios académicos y formadores de opinión,
cuando la tercera ola de democratización parecía irreversible– suponía que una y otra se
retroalimentarían a través de la transparencia, la
competitividad, etc. Una noción simétricamente
inversa ha planteado que neoliberalismo y democracia siempre están contrapuestos. La experiencia ecuatoriana revela que la relación es más
complicada, y exhibe algunos mecanismos que
pueden estar detrás de la “supervivencia con
inestabilidad” que ha caracterizado a la democracia de ese país.
En segundo lugar, da pistas sobre las condiciones que permiten que un ex militar golpista
sea elegido democráticamente. Es un fenómeno
que se ha repetido una y otra vez en el área
andina y en otras partes de América Latina (el
general Bánzer en Bolivia; el coronel Chávez en
Venezuela; el general Ríos Montt en Guatemala),
y al que se le debe prestar atención. Es verdad
que hay golpistas y golpistas, y que en el knock
down de la democracia ecuatoriana en el año
2000 Gutiérrez minimizó los derramamientos de
sangre y actuó más como mediador entre un mo-
1
Hirschman, Albert. Salida, voz y lealtad. México, Fondo de Cultura Económica, 1977.
2
León, Jorge. “...y el Estado se volatilizó”. En: Breton, Víctor (ed.). Ecuador en crisis. Estado, etnicidad y movimientos
sociales en la era de la globalización. Barcelona, Icaria, 2003. León, Jorge. “El contexto y el sistema político en el
movimiento indígena ecuatoriano”. Quito, Cedime, mimeo, 2000.
3
Przeworski, Adam. Democracy and the market. Cambridge University Press, 1991.
4
Véase por ejemplo: Freidenberg, Flavia y Alcántara, Manuel. “Cuestión regional y política en Ecuador, partidos
de vocación nacional y apoyo regional”. En: América Latina Hoy, Nº 27 abril de 2001, pp. 123-152. León, Jorge.
Un sistema político regionalizado y su crisis, policopiado, 2002.
democracia
bierno militar cuyos resultados en términos de
desarrollo debieron quedar impresos en la memoria ciudadana, por el otro. En la segunda, narro la forma en que se ha desarrollado la doble
transición –política y económica– en el Ecuador,
y sus impactos sobre la política electoral. Éste es
un punto crucial, pues revela tanto las causas
como las formas de expresión del descontento
crónico de una parte significativa del electorado
y su relación con los desenlaces producidos por
la democracia. En la tercera, discuto las bases estratégicas de la “alianza indígena-militar”2, invirtiendo el célebre y poderoso modelo de
Przeworski sobre las transiciones democráticas3.
Argumento que, contrariamente a la pregunta
central de Przeworski en su modelo –¿por qué
habrían de conformarse los capitalistas y los militares con la democracia?– en Ecuador, dada su
trayectoria específica, habría que preguntarse
¿por qué tendrían que contentarse los trabajadores manuales y los movimientos sociales con la
democracia? Esto produce una extraña –pero a
mi juicio defendible– explicación tanto de la supervivencia de la democracia ecuatoriana como
de su continua inestabilidad. En la cuarta, me
concentro en el gobierno de Lucio Gutiérrez, y
en las dinámicas que produjeron la ruptura de la
coalición de gobierno.
Tanto por la riqueza del caso como por las limitaciones de espacio, conocimiento y tiempo,
el texto es bastante esquemático en varios de sus
apartes. Omito prácticamente en su totalidad el
impacto de dos variables fundamentales. Por un
lado, la regional, clave en el Ecuador y a la cual
se han dedicado varios estudios concienzudos4.
En particular, en la sección tercera la argumentación altamente estilizada que presento sobre dinámicas estratégicas no se debe confundir con
una afirmación sobre la unidad básica de las
elites socioeconómicas, lo que resultaría insostenible. Por otro lado, la internacional –actores
supranacionales no sólo establecen los
parámetros de evaluación de algunas políticas
públicas claves, sino también participan activamente en procesos políticos–, incluyendo la con-
análısıs polítıco nº 50
vimiento social y las instituciones que como líder
o instigador. En ese sentido, nada tiene que ver
con un Bánzer o con un Ríos Montt, e incluso se
encuentra bastante alejado de Chávez. Con todo,
durante la campaña de 2002 que lo ungió como
ganador utilizó generosamente el capital simbólico al que habitualmente acuden los militares
cuando quieren desafiar a los políticos profesionales. ¿Por qué ganó? ¿Qué condiciones permiten el triunfo de estos personajes?
En tercer lugar, pone de presente las tensiones y dificultades que enfrenta un movimiento
social cuando llega al poder, con sus dilemas
traumáticos, sus tentaciones y sus cálculos de largo plazo que escapan al militante común.
En el artículo de hecho sugeriré que las tres
dimensiones planteadas en el párrafo anterior –
coexistencia de dos transiciones, alianza indígena-militar, fracaso de la coalición de gobierno–
están estrechamente ligadas. Esa será mi hipótesis central: la tensión entre las “aperturas” política y económica ha producido desde 1978 hasta
hoy continuas turbulencias, cuyas particularidades se deben atribuir a aspectos específicos de la
trayectoria ecuatoriana (sobre los altos niveles de
inestabilidad institucional en el Ecuador, véanse
tablas 1 y 2). En particular, ha generado un doble movimiento: por una parte, protección del
régimen democrático a través de un conjunto de
incentivos (el menor de los cuales no son las garantías internacionales), coaliciones y diseños
institucionales, y por otra desestabilización ofreciendo razones y posibilidades para que algunos
sectores de la población apuesten a opciones de
“salida”1. Dicho de otra manera, la democracia
ecuatoriana ha institucionalizado eficazmente la
política competitiva –característicamente, una función de la “voz”–, pero a la vez ha creado las condiciones para que diversos actores consideren que
esa misma voz tiene un efecto real cercano a cero.
Desarrollaré mi exposición en cuatro partes.
En la primera, analizo las grandes fuentes de debilidad institucional que heredó el Ecuador en
su transición de 1978: tradiciones golpistas, populistas y antipartidistas, por un lado, y un go-
[73]
formación y consolidación de los movimientos
sociales más exitosos5. He tratado de mantener
mi “visión periférica” atenta a las dos variables,
pero una y otra sobrepasan ampliamente tanto
mis destrezas como mis objetivos.
EL CONTEXTO
Tradiciones que debilitan a las instituciones
democráticas
análısıs polítıco nº 50
En Ecuador hay al menos tres tradiciones políticas que atentan contra la estabilidad democrática.
La primera es la existencia de poderosas ideas y posiciones antipartidistas6. La segunda es la experiencia golpista del país; los golpes militares han
representado más la norma que la excepción durante largos períodos. La tercera es el importante
papel del populismo en el sistema político. El ciclo
populista del Ecuador comenzó aproximadamente
en la década de los treinta, y aún no termina. Esta
separación es puramente analítica; los tres factores
están íntimamente relacionados entre sí.
José María Velasco Ibarra, la figura dominante de la política ecuatoriana desde la década de
1940 hasta la de 1960, condenaba la existencia
de partidos políticos.
[74]
Hay, pues, que formar no partidos porque el
mundo no está hecho para partidos. Hay que
formar movimientos. Los partidos son instituciones anquilosadas en la etapa burguesa que ya
pasó. La hora actual de este siglo, es la vehemente explosión de las muchedumbres, de los reclamos populares, de los reclamos nacionales. Hay
que formar grupos, movimientos...7.
La impronta que dejó Velasco Ibarra en el sistema político no se limitó, empero, a las ideas y
las expectativas (aunque eso ya sería de por sí suficientemente importante). También implicó
modalidades de institucionalización que limitan
el margen de maniobra de los partidos, y su sentido como “máquina de agregar intereses diversos”. Ya en 1929 –en el mismo origen de la
política de masas moderna– se inició en el Ecuador una fuerte tradición-institucionalización corporativa, refrendada después en la Revolución
“Gloriosa” de 19448. En La Gloriosa, alrededor
de una cuarta parte del senado se otorgó con criterios de representación funcional, práctica que
siguió vigente después durante un largo período.
El corporativismo ciertamente estuvo presente
en las dos experiencias militares modernas
(1962-1968 y 1972-1979).
Entre 1925 y 1948 se sucedieron 27 gobiernos9, la abrumadora mayoría de los cuales no terminó su período constitucional; en los 20 años
previos a 1979 hubo apenas dos elecciones presidenciales (en 1960 y 1968). Después de esa fecha, la idea de una alternativa militar sigue
estando vigente, y en el Ecuador democrático se
han producido varios amagos de golpe. Todos
ellos han contado con el respaldo de sectores
amplios de la opinión, y a veces de los sectores
populares organizados.
El populismo ecuatoriano es un fenómeno
complejo, sobre el que se han producido numerosos debates10. Analizar los efectos del
populismo implica al menos tres problemas de
partida. Primero, se trata de una categoría difícil
de precisar11; segundo, está sometida a constante
cambio; tercero, el populismo ecuatoriano es, de
manera obvia, un fenómeno bastante sui generis y
no casa bien con las categorías construidas para
estudiar los populismos latinoamericanos clásicos12. Sin embargo, sus impactos sobre la rela-
5
Véase por ejemplo: Lucero, José Antonio. “Crisis and contention in Ecuador”. En: Journal of Democracy, 2001, pp.
59-73.
6
Sánchez López, Francisco. “El mundo no está hecho para partidos. Elementos para el análisis de los partidos
políticos en el Ecuador temprano”. En: Ecuador Debate, Nº 46, abril de 1999, pp. 257-272.
7
Véase: Velasco Ibarra, José María. Una antología de sus textos –estudio introductorio de Enrique Ayala Mora. México,
Fondo de Cultura Económica, 2000. Sánchez López, ídem., p. 264.
8
Sánchez López. Ídem.
9
Pachano, Fernando (ed.). La ruta de la gobernabilidad. Quito, Cordes-Cooperación Española, 1997, p. 30.
10
Cueva, Agustín. El proceso de dominación política en el Ecuador. Quito, Planeta, 1998. Quintero, Rafael. El mito del
populismo. Quito, Universidad Andina Simón Bolívar-Abya Ayala, 1997. Burbano, Felipe (comp.). El fantasma del
populismo. Aproximación a un tema (siempre) actual. Caracas, Ildis-Flacso-Nueva Sociedad, 1998. De la Torre, Carlos.
“Política y economía en los nuevos y viejos populismos”. En: Ecuador Debate, Nº 53, agosto de 2001, pp. 73-86.
11
Vilas, Carlos (comp.). La democratización fundamental. El populismo en América Latina. México, Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes, 1994.
12
Burbano. 1998. Ob. cit.; De la Torre. 2001. Ob. cit.
El régimen que precedió a la democracia
Quizá la experiencia democrática iniciada en
1978 en el Ecuador no tuviera grandes raíces
históricas, pero en esto el país se encontraba en
inmejorable compañía. En muchos de los casos
calificados como de indudablemente exitosos en
la literatura de las transiciones gravitaban fuerzas
y tradiciones autoritarias mucho más amenazantes que las del vecino país. España, Portugal y
Polonia, para nombrar sólo algunos, carecían
casi completamente de tradiciones democráticas
previas; algo similar se puede decir de ejemplos
emblemáticos de la “segunda oleada” de democratización (Alemania).
En lo que Ecuador sí parece ocupar una posición sui géneris es en la naturaleza del régimen
militar que precedió a la democracia. Son los
antecedentes inmediatos, y no las tendencias de
larga duración, los que parecen darle su especificidad al país. Desde 1960 hasta hoy, Ecuador
contó con dos regímenes militares: 1962-1968 y
1972-1978 que comenzó con el gabinete nacionalista del general Rodríguez Lara. En contraste
con las dictaduras altamente represivas –y frecuentemente desastrosas en lo económico– de
otras partes de América Latina, y del sur y el este
de Europa, las ecuatorianas fueron moderadas,
reformistas y modernizantes. La primera se inspiró en la Alianza para el Progreso, y comenzó una
limitada reforma agraria, así como otros cambios
13
Pachano, F. 1997. Ob. cit., p. 377.
Antes del gobierno de las Fuerzas Armadas, el
país tenía un presupuesto nacional que bordeaba
apenas los 5 mil millones de sucres. Actualmente
llega a los 27.000 millones. Su reserva monetaria
alcanzaba los 600 millones de sucres. En la actualidad ella sobrepasa los 15.000 millones. El PIB
era de apenas 47.000 millones. En 1978 superó
los 190.000 millones. Las exportaciones eran de
300 millones de dólares. En 1978 llegan a los
1.500 millones... El ingreso per cápita oscilaba
cerca de los 200 dólares. Actualmente llega a
cerca de los 1000 dólares (citado en Cueva,
1998: 86).
El progreso en todos los sentidos había sido
–o parecido ser– impresionante. Ciertamente, la
evaluación de las fuerzas democráticas iba precisamente en la dirección contraria. El aforismo
del que sería primer presidente elegido después
de la dictadura, Roldós –“tenemos que echar a
andar a un paralítico”–, resumía una triple insatisfacción. En primer lugar, el crecimiento ecuatoriano era insostenible, porque se había construido
sobre el endeudamiento externo y la ineficiencia.
Entre 1970 y 1980 la deuda externa ecuatoriana
creció 19 veces13. En segundo lugar, sí que había
habido represión y exclusión políticas –una vez
más, viene a cuento una frase de campaña de
Roldós: “no olvidaremos”– que, aunque acotadas, no dejaban de ser indignantes. Tercero, las
reformas no habían llenado las expectativas de
las organizaciones de los trabajadores manuales,
democracia
requeridos por distintos sectores de la sociedad,
que no habían podido ser desarrollados por el
presidente Carlos Arosemena (1961-1962) dado
el alto grado de confrontación de la vida pública.
La segunda se apoyó en una amplia visión nacionalista y reformista, evidentemente inspirada
en la junta peruana de Velasco Alvarado, aunque bastante más moderada. En todo caso, bajo
Rodríguez Lara se introdujeron nuevos y profundos cambios, incluyida una reforma agraria
que no puede ser calificada como cosmética, en
medio de un espectacular promedio de crecimiento del producto interno bruto (PIB) del
9% anual.
Cuando los militares entregaron la presidencia al primer presidente democrático, Roldós,
estuvieron en posición de mostrar un notable
palmarés de éxitos. Declaró el general Poveda
Burbano en la transmisión de mando:
análısıs polítıco nº 50
ción entre la vida política y la función de gobierno parecen relativamente claros. Una de las características del populismo es su irresponsabilidad,
en dos sentidos: se otorga poco valor a las consecuencias futuras de las acciones presentes, y hay
desinterés por la estabilidad, que resulta directamente de una ideología anti-burocrática y antirutinaria. De hecho, para los populistas
ecuatorianos terminar un período de gobierno
es una hazaña extraordinaria. El desempeño del
populismo en el poder ha sido casi siempre
peor que dudoso, pese a lo cual ha mantenido –
en ocasiones incluso aumentado– su base electoral, un fenómeno que, como señala
adecuadamente Burbano (1998), no se ha explicado de manera plenamente satisfactoria.
Así, en el Ecuador existe una corriente con un
importante arraigo de masas pero poco apta
para desempeñar las funciones de gobierno.
Esto naturalmente se convierte en un factor
crónico de inestabilidad.
[75]
y el espectacular acto de inclusión con el que comenzó la democracia –dándole el derecho al
voto a los analfabetas, lo que en la práctica equivalía a meter dentro del sistema político a los indígenas y a amplios sectores campesinos– mostró
que existía la posibilidad de avanzar más lejos, y
más rápido. A la vez, subrayó que el nuevo régimen tendría que mostrar sus bondades en terrenos críticos (crecimiento, inclusión) en donde
los militares reclamaban éxitos sin precedentes.
LAS DOS TRANSICIONES
análısıs polítıco nº 50
¿Compitiendo con el pasado?
[76]
Una particularidad importante de la transición ecuatoriana es, pues, que el régimen inmediatamente precedente no estaba
irreparablemente comprometido: no había navegado por una crisis económica de grandes
proporciones, ni encabezado una aventura militar fallida, ni exhibido un comportamiento
espectacularmente represivo. Hay que subrayar
que muchos de sus aparentes éxitos pueden
deberse a simple suerte –a los militares les
tocó el boom petrolero–, y a su propia falta de
margen de maniobra, que los obligó a negociar con todos los sectores sociales (y podían
hacerlo, gracias a los petrodólares14. Como
fuere, desde el punto de vista “fenomenológico”, del ciudadano raso, el régimen militar
debió de constituir un período bastante aceptable, donde se combinaron prosperidad, estabilidad y reformas sociales. Varios sondeos de
opinión proveen evidencias indirectas de que
efectivamente fue así.
La situación se tornó aún más difícil cuando
las promesas fundacionales de la democracia quedaron a mitad de camino, en el mejor de los casos. El régimen militar había exhibido tanto
derroche como corrupción, pero la democracia
tampoco fue invulnerable a escándalos de todo
tipo. La percepción pública sobre el tema no deja
lugar a dudas. En un sondeo de Cedatos de 1997,
44% de los encuestados señaló que creía que los
gobiernos democráticos eran más corruptos que
las dictaduras, 30% manifestó la opinión contraria y 26% dijo que eran igual de corruptos15. Aunque hay todavía una mayoría de ecuatorianos que
prefieren la democracia a la dictadura, los que tie-
nen la opinión contraria son bastantes. Entre tanto, el PIB apenas creció en el período democrático; de hecho, la agenda del desarrollo
ecuatoriano estuvo puntuada por catástrofes
(1983, 1988 y especialmente la brusca caída de
1999). Se podría alegar que el crecimiento de la
década de 1970 fue artificial y estuvo apoyado en
ritmos de endeudamiento malsanos. Pero el Ecuador democrático ha sido un prestador tan compulsivo o más que el régimen precedente. El
porcentaje de la deuda externa con respecto del
PIB ha evolucionado de la siguiente manera: en
1974, 11%; en 1978, 30,2%; en 1979, 39%; 1984,
66%; 1988, 116,9%.
Así, pues, no parece haber habido la esperada confluencia entre agenda de desarrollo y
democracia. Los otros dos aspectos –fin de la
represión e inclusión social cada vez más amplia— requieren una evaluación cuidadosa.
Hay avances obvios en muchos sentidos. Aunque efectivamente ha habido violación de los
derechos humanos –sobre todo en algunos gobiernos específicos–, Ecuador muestra aquí un
desempeño bastante aceptable, en medio de
una intensa conflictividad social. El contraste –
en especial con Colombia, Perú y Bolivia, en
ese orden– es notable. Por otra parte, los indígenas han entrado masivamente al sistema político, transformándolo, lo que constituye una
inclusión espectacular. Pero los ecuatorianos
cada vez creen menos en la política, considerándola un sistema hermético y autorreferido.
La confianza en las instituciones, particularmente en las elegidas, es mínima16. Los niveles
de abstención, en un país en el que el voto es
obligatorio, son bastante altos, y han venido
creciendo.
La segunda transición
Si entendemos por neoliberalismo apertura
de la economía, reordenamiento de las prioridades del gasto público, liberalización financiera,
privatización, desregulación y priorizar la creación de un ambiente favorable para el sector privado, ¿qué tanto de ello ha habido en el Ecuador
democrático? La respuesta es doble. Por un lado,
las políticas de ajuste han pasado transversalmente
por gobiernos de los más diversos signos ideológicos, como lo han demostrado con detalle Hey y
14
Isaacs, Anita. Military rule and transition in Ecuador: 1972-1992. London, McMillan Press, 1993.
15
Polibio Córdova, Ángel. “Opinión pública y realidad nacional. Los últimos 25 años”. En: Ecuador Debate, Nº 46,
abril de 1999, pp. 95-122.
16
Polibio Córdoba, Ángel. 1999, ídem; Freidenberg, Flavio. “Percepciones ciudadanas hacia la democracia y las
instituciones políticas en los países andinos”. En: Ecuador Debate, Nº 50, 2000, pp. 205-218.
democracia
Ecuador en medio de grandes protestas, pueden
crear problemas muy serios y reales para los
exportadores, a la vez que defienden el poder adquisitivo de los asalariados.
Hechas estas salvedades, el balance de la doble transición en términos sociales no es alentador, para decirlo suavemente (véase por ejemplo
tabla 3). En 1990, el salario mínimo real estaba
en el nivel de 1974, en el año 2000 estaba por
debajo del de 1988, y se había producido una
sustancial transferencia del trabajo al capital19.
La enorme inclusión política propiciada por el
voto de los analfabetas se vio pues neutralizada
por una creciente exclusión económica y social,
en un contexto de crecimiento cercano a cero.
La oposición al liberalismo económico y sus
expresiones políticas
Mientras que en Colombia la política económica no es un problema central de la agenda pública, en otros varios países andinos sí lo es.
Ecuador es quizás donde las medidas
neoliberales han desatado una oposición más
fuerte y sostenida. Precisamente como hay un
bloque que puede expresar su descontento de
manera tangible (votos, movilizaciones, bloqueos), apenas los gobiernos se quedan sin combustible ceden –o caen. Dado que la política
ecuatoriana es altamente confrontacional –no
existe la tradición colombiana de pactismo, ni
guerra civil, y el lenguaje y estilo de los políticos
no se caracteriza por su circunspección–, la oposición aprovecha de manera implacable cualquier debilidad del gobierno. Ninguno de los
últimos cuatro presidentes ecuatorianos gobernó
un período completo, fuera porque cayó o porque estaba en la interinidad; y desde 1978 los
únicos que no vieron seriamente amenazado su
mandato fueron la dupla Roldós-Hurtado y
Rodrigo Borja, aunque en ambos casos enfrentaron grandes turbulencias sociales. Así, mientras
que en algunos países se apostó a la fórmula
“ajuste y después crecimiento”20, en Ecuador el
ajuste ha avanzado, pero de manera traumática,
y el crecimiento ciertamente no se ha visto.
Mientras que en el núcleo duro de la apuesta
17
Hey, Jeanne y Klak, Thomas. “From protectionism towards neoliberalism: Ecuador across four administrations
(1981-1996)”. En: Studies in International Comparative Development, vol. 34, Nº 3, 1999, pp. 66-98.
18
Acosta, Alberto. “Ecuador: del ajuste tortuoso al ajuste dolarizado... (qué he hecho yo para merecer esto)”. En:
Ecuador Debate, Nº 50, agosto de 2000, pp. 67-104.
19
Pachano, F. 1997. Ob. cit., p. 508.
20
Sachs, Jeffrey; Wing Thye, Woo y Xiaokai, Yang. “Economic reforms and constitutional transition”. En: Working
Paper, Nº 43, Center for International Development, Harvard University, 2000.
análısıs polítıco nº 50
Klak17. La tesis de Hey y Klak se ve corroborada de
manera eminente por el gobierno de Gutiérrez:
elegido por una coalición en la que el socio principal era el movimiento social que con más fuerza
había impugnado las políticas de ajuste, se apresuró a poner en el Ministerio de Hacienda al ortodoxo Mauricio Pozos y a llegar a acuerdos con el
Fondo Monetario Internacional. Así pues, pese a
una feroz oposición de los movimientos sociales,
Ecuador realizó su ajuste; a finales de la década
de 1990 había completado su liberación comercial. En todas las dimensiones de la reforma estructural estaba rondando los niveles
latinoamericanos18. En realidad, como lo sugieren Hey y Klak, la única excepción a la compresión salarial que tuvo lugar en todo el período
podría haber sido el gobierno de Febres Cordero, es decir, el de orientación menos reformista y
más proclive a los ajustes radicales. Por otro
lado, el ajuste ecuatoriano ha tenido la característica de “avanzar a empujones” (fits and starts
dicen Hey y Klak).
Sin embargo, en cada “empujón” se han producido liberalizaciones reales, con efectos sociales
tangibles. Las reformas económicas neoliberales
que introdujo la democracia ecuatoriana significaron un brusco timonazo que redefinió el mapa de
ganadores y perdedores. No me estoy refiriendo
sólo al paso de un modelo Estado-céntrico a otro
mercado-céntrico –la explicación de Cavarozzi–,
aunque haya mucho de verdad en ello, porque varios capitalistas fueron barridos del mapa; es decir, no todos los agentes del mercado ganaron y,
ciertamente, muchos que vivían de rentas estatales engordaron. El ajuste liberal no favoreció a todos los capitalistas en su conjunto, y tampoco
produjo consensos entre ellos. De hecho, una parte del modelo –supresión de las protecciones que
generaban ineficiencia y perjudicaban al consumidor– parecía alentar explícitamente las “destrucciones creativas” que a la larga conducirían a un
equilibrio de más alto nivel. En la otra dirección,
tampoco afectó uniformemente a los sectores populares. Esto se puede ver bastante bien en el seguimiento de políticas públicas específicas.
Medidas como la dolarización, adoptada por
[77]
análısıs polítıco nº 50
[78]
neoliberal está la noción de “atravesar 5-10 años
duros” y después comenzar a crecer, la constelación de fuerzas del Ecuador hizo que la primera
etapa fuera irrealizable. Esto generó un ciclo con
retroalimentación positiva, pues los efectos de
las medidas económicas eran cada vez más
traumáticos y desataban una oposición cada vez
más enconada.
En la otra dirección, los conflictos y dinámicas alrededor de las políticas de ajuste han tenido consecuencias de gran importancia.
Desde 1978, se han configurado en Ecuador
cuatro grandes bloques electorales: derecha +
centro derecha, populistas, izquierda + movimientos sociales, centro izquierda. Sólo los primeros han prometido en sus campañas lo que
realizaron –es decir, proyectos de ajuste económico–, pero enfrentaron una feroz resistencia
y terminaron desacreditados. Los demás incluyeron en lugares prominentes de sus programas la oposición a uno u otro aspecto
fundamental de las políticas neoliberales, pero
una vez llegaron al gobierno se apegaron a la
disciplina neoliberal.
Esto muestra que los políticos tienen incentivos fuertes para ignorar, o criticar, el ajuste
durante sus campañas, y para aplicarlo una vez
son elegidos. Una vez más, Lucio Gutiérrez es
sólo un caso particular de una práctica generalizada. En su campaña se mostró (moderadamente) antineoliberal, porque para ganar la
elección tenía que cortejar las preferencias políticas de los ecuatorianos, y en particular a sus
apoyos sociales, pero para gobernar las adoptó
sin mayores reatos. Los políticos prometen una
cosa y hacen otra: una canción conocida en
todo el mundo, sólo que en Ecuador se ha llevado a extremos. Junto con problemas de corrupción, etc., esto ha generado un descrédito
de la función de gobierno. En el período de
1978 hasta hoy, ningún partido o personalidad
en el poder ha ganado la elección presidencial
siguiente. Ecuador vive la maldición del gobernante: terminan completamente quemados.
Nótese que en Colombia el presidente también
lo ha pasado muy mal el último año de su mandato, pero su tendencia o partido tiene una
probabilidad de cerca del 50% de triunfar. La
distribución de preferencias diferente en cada
país, enraizada en un caso en la experiencia de
pactos consociacionales, crecimiento con relativa solidez fiscal y en el otro de dictablandas y
crecimiento con reformas sociales, parece
aproximar bien esos desenlaces diferenciales.
El “transfuguismo programático”21 (en donde le da un tratamiento brillante al tema)
pone a la democracia frente a un dilema que
se puede plantear en un terreno más bien abstracto (y por tanto fácilmente aprehensible).
Los electores votan racionalmente, escogiendo
a candidatos cuyas plataformas se acerquen a
sus políticas predilectas. Una vez en el poder,
los gobernantes pueden o seguir las orientaciones que les permitieron llegar a la presidencia, o cambiarlas. El cambio puede obedecer a
muchas razones; desde falta de margen de maniobra hasta presiones abiertas por parte de
agentes nacionales o transnacionales. Si uno o
dos gobernantes actúan en contra de su plataforma original, no hay en realidad problema:
si los electores tienen memoria, castigan al político falso (o a su partido) y no votan por él.
El problema aparece cuando todos, o prácticamente todos, actúan como tránsfugas programáticos. Entonces, el votante castigará
sistemáticamente al político al que apoyó en la
elección anterior, pero a la vez adoptará una
posición cada vez más cínica y distante con respecto de las instituciones democráticas: la democracia se expondrá a un rápido proceso de
“fatiga de material”. Dicho de otra manera, se
producirá una “crisis de racionalidad”22, pues
los ciudadanos ya no contarán con información fiable para orientarse en el espacio electoral y medir la distancia entre sus preferencias y
las de los candidatos.
L O S M I L I TA R E S Y E L P U E B LO
Invirtiendo la pregunta de Przeworski
Los indicadores de débil apoyo a la democracia, y la proliferación del transfuguismo
programático, sugieren que en Ecuador se está
produciendo precisamente algo muy parecido a
esa “crisis de racionalidad”. En particular, la democracia depende de que haya un mínimo de
credibilidad en la deliberación, en la “voz”.
Cuando falla la voz, la estabilidad de la democra-
21
Stokes, Susan. “What do policy switches tell us about democracy?”. En: Przeworki, Adam; Stokes Susan y Manin,
Bernard (eds.). Democracy, accountability and representation. Cambridge University Press, 1999, pp. 98-130.
22
Downs ya preveía esa posibilidad: Downs, Anthony. An economic theory of democracy. Harper Collins, 1957.
23
Según el modelo de Hirschman. 1977. Ob. cit.
24
Przeworski. 1991. Ob. cit.
25
Ídem., p. 31.
democracia
atribuye en su modelo tanto al pueblo como a las
elites socioeconómicas cambia, pues la opción
golpista está abierta a todos los sectores de la población. El primero (el pueblo) tendrá el siguiente orden de preferencias: democracia con
reformas>dictadura reformista>democracia sin
reformas>dictadura convencional (obviamente,
sin reformas). Apenas se convenza de la relativa
ineficiencia de la voz –por ejemplo, porque todos los políticos actúan como tránsfugas
programáticos–, entonces apostarán a la dictadura reformista si ven signos suficientemente claros
de que esa será precisamente la orientación de
los militares una vez tomen el poder. Para las
elites socioeconómicas, las recompensas por apoyar un golpe equivalen a los beneficios que pueden obtener por la multiplicación de las
probabilidades de tener éxito y de que los militares realmente favorezcan sus intereses. Si la probabilidad conjunta (resultado de la
multiplicación de las dos probabilidades) es suficientemente baja, incluso si no están contentos
con los políticos, los capitalistas serán “democráticos por defecto”. Pero los sectores sociales en
pugna tendrán que competir “por el alma del
ejército”, por lo que tienen incentivos para dejar
abierta la posibilidad de golpe. Esto fortalece la
posición del ejército, dejándolo como árbitro en
situaciones de confrontación.
Elaboremos algo más este modelo “ecuatorianizado”. Hay dos variables que entran en la determinación de las preferencias de las elites. La
primera es la probabilidad de ser derrotadas, sea
en la democracia, sea en la dictadura. En la democracia son derrotadas si vence un izquierdista.
En la dictadura, si la junta se decide por un curso de acción reformista. En la medida en que los
militares son una relativa incógnita, aquí los niveles de incertidumbre resultan altos. El segundo parámetro es el grado de reversibilidad del
resultado: ¿Cuánto durará el adversario en el
poder, y cuánto daño podrá causar a los propios
intereses? En la medida en que, de acuerdo con
el segundo parámetro, la dictadura es mucho
peor que la democracia (menos reversible), solamente una diferencia grande a favor de la dictadura en la probabilidad de ser derrotado,
puede ofrecerle una opción real a las elites. Esa
diferencia no es muy grande en el Ecuador (eso
no quiere decir que no haya ninguna posibili-
análısıs polítıco nº 50
cia dependerá de la existencia de alternativas viables de “salida”23.
El tema tiene una ligazón natural con la literatura de las transiciones democráticas y, en particular, con las reflexiones de Przeworski24 acerca de
la relación entre democracia y mercado.
Przeworski sugería que la pregunta fundamental
de las transiciones era qué incentivos podrían tener los capitalistas y los militares para mantenerse
dentro de la democracia. En Ecuador, esa pregunta se podría plantear con los términos invertidos.
Siempre manteniéndonos en el terreno con el
que se terminó la sección anterior –el de las relaciones abstractas– la cuestión se presenta de la siguiente manera. El modelo de Przeworski
presenta una dicotomía: por un lado, la dictadura, en donde los capitalistas y los militares tienen
acceso directo a recursos clave, y la democracia,
en donde predomina la mayoría y por consiguiente la incertidumbre (los desenlaces dependen de
preferencias cambiantes). En puntos críticos de la
trayectoria, y dado un entorno internacional favorable a la democracia, los capitalistas y los militares cambiarán sus ventajas estratégicas si los
demócratas acceden a acotar la incertidumbre y a
sustraer algunos aspectos críticos (piénsese en el
derecho a la propiedad) de la política competitiva. Przeworski25 planteaba explícitamente que los
sectores populares no tenían razón alguna para
pasar de la democracia a la dictadura, incluso
cuando la democratización coincidía con la apertura económica, pues “los sindicatos y otras organizaciones de asalariados pueden hacerlo
bastante bien en la competencia democrática,
mientras que son brutalmente reprimidos si la democracia cae; podrían constituir un grupo para
quienes perder [en democracia] siempre será mejor que salir” de ella, y por ello siempre preferirán
atenerse a las reglas de juego democráticas.
En el Ecuador, nos encontramos con una situación distinta. Las organizaciones de los sectores populares no solamente perciben que su
probabilidad de ganar en la competencia democrática (un parámetro clave, Przeworski) es baja,
sino que tienen a la mano opciones razonables
de salida. Hay pues una alternativa de tres términos. Aparte de la dictadura convencional que
“reprime brutalmente” y la democracia, existe la
opción de la dictadura reformista.
Dado esto, el razonamiento que Przeworski
[79]
análısıs polítıco nº 50
[80]
dad de un ensayo autoritario a favor de las
elites, sino que éste sería riesgoso). Este “equilibrio de amenazas creíbles mutuas” tiene varias
consecuencias simples, pero importantes, para
la configuración de la política ecuatoriana. En
primer lugar, y de acuerdo a cómo se podría
prever a partir del modelo hirschmaniano, se
producen complejas retroalimentaciones entre
las opciones de voz y de salida. Los agentes presentarán cíclicamente sus demandas dentro y
fuera del sistema, y usarán la amenaza de salida
para lograr que la voz obtenga resultados reales. En segundo lugar, y de manera bastante obvia, le da un gran poder como árbitro social al
ejército. El ejército es un actor directo del escenario político, con contactos más o menos frecuentes con los más directos protagonistas de
los diversos conflictos. Y cada uno de ellos –desde la derecha de Febres Cordero hasta el movimiento indígena– trata de ganarse el corazón
de los soldados. ¿Por qué no da el ejército de
una vez un golpe, en línea con una vieja tradición? Aparte de las fundamentales restricciones
internacionales, por varias razones, todas ellas
buenas. El ser árbitro podría ser una situación
aún mejor que encargarse directamente del gobierno. Los militares, al apostarle al reformismo, esperan estar sobre los capitalistas, no contra
ellos. Y el arbitraje militar está restringido a la
sociedad ecuatoriana, mientras que varios de
los aspectos fundamentales de la vida pública –
comenzando por la política económica– están
muy transnacionalizados. Una vez más, nos encontramos con un mecanismo de retroalimentación positiva: entre más fuerte es la posición de
las fuerzas armadas, menos les conviene una relación demasiado estrecha con algún otro actor.
Para usar una frase diciente, aunque inexacta (y
efectista), es una fuerza integrada a la sociedad,
pero no al Estado; es árbitro social, lo que le
cierra el camino tanto a una deriva autista
como a la plena subordinación a los civiles.
En síntesis, los espectros de una y otra dictadura –la convencional y la reformista— se limitan simétricamente. La democracia se mantiene
en pie precisamente porque no es “el único juego
en el pueblo”.
¿Alianza militar-indígena?
El lector atento habrá notado las simplificaciones en que incurre el modelo que acabo de
presentar. Como todo modelo, sólo capta aspectos muy gruesos del conflicto analizado. En particular, trata a las elites socioeconómicas y al
pueblo como actores unitarios. Evidentemente,
no lo son en general, y menos aún en Ecuador
(por las fracturas regionales entre costa y sierra,
etc.). Me acojo aquí a la frase Przeworski, quien
a su vez cita a Theil: “Los modelos son para utilizarlos, no para creerlos”. ¿Cómo utilizar éste?
Una posibilidad es preguntarse por las dificultades que la democracia ecuatoriana ha tenido de
capitalizar sus propios éxitos, esto es, de captar la
adhesión plena del sector social que incorporó a
través de reformas institucionales, la principal de
las cuales fue el otorgamiento del voto a los analfabetas.
Como se ha visto, antes del advenimiento de
la democracia, los militares habían protagonizado dos dictablandas, lo que los habilitaba para
jugar en el futuro la “carta social”. En realidad,
la tradición de interacción política entre los militares ecuatorianos y sectores populares viene de
más atrás, y podría remontarse a la década de
192026. Según Bustamante27, la guerra con el
Perú de 1941, y su resultado desastroso desde el
punto de vista ecuatoriano, fue una experiencia
que marcó con fuego la mentalidad de los soldados, conduciéndolos a buscar por encima de
todo la unidad del frente interno para enfrentar
el enemigo externo. Eso los puede haber hecho
refractarios a teorías como las de la seguridad
nacional, aunque Isaacs (1993) presenta evidencias de que esa teoría fue usada por Rodríguez
Lara con un giro que le permitía cómodamente
implementar su plan de desarrollo e impulsar la
noción de la amistad entre los militares y los
campesinos.
El movimiento indígena se conformó, consolidó y creció en las décadas de 1970 y 1980. Como
sucede a menudo, carecía de una expresión electoral directa y vigorosa. Pese a una creciente
radicalización, hay buenas evidencias de que a finales de la década de 1980 el grueso del voto indígena iba a los socialdemócratas (la Izquierda
Unida de Rodrigo Borja28). Sin embargo, las
26
Pachano, F. 1999. Ob. cit.
27
Bustamante, Fernando. “Fuerzas Armadas en el Ecuador: ¿Puede institucionalizarse la subordinación al poder
civil?”. En: Síntesis, Nº 16, enero-abril de 1992, pp. 179-202.
28
Almeida Vinueza, José. “Los indios del Ecuador y la democracia”. En: Cuadernos de la Realidad Ecuatoriana, Nº 5,
1992, pp. 51-70.
29
EL GOBIERNO DEL CORONEL Y EL
FR AC ASO DE L A ALIANZA
La campaña
Estos tres motivos se revelaron de manera
dramática en la campaña presidencial de 2002.
En ella participaron prácticamente todos los pesos pesados de lo que en Ecuador se llama política tradicional (es decir, básicamente las fuerzas
que se conformaron con la transición democrática): dos ex presidentes, Hurtado y Borja (socialdemócrata), y dos fichas de sendos ex
presidentes, Jacobo Bucarám (populista) y
Xavier Neira (socialcristiano, derecha). El padrino de Neira, León Febres, se lanzó como diputado, con la esperanza de reforzar la posición de
aquél. Pero, como en Colombia, los partidos
ecuatorianos tuvieron un desempeño aceptable
en las congresionales, y salieron miserablemente
derrotados en las presidenciales; no valieron los
grandes nombres. Con todo y su notoriedad, y
pese a encabezar las encuestas al principio, los
candidatos partidistas recibieron un buen rapapolvo a manos de dos “nuevos”, el empresario
Álvaro Noboa y el ex coronel golpista Lucio
Gutiérrez, quienes encabezaron la primera vuelta.
En realidad, la campaña estuvo llena de ruido, y para el votante ecuatoriano fue difícil
orientarse. Hasta el último momento prevalecieron la indiferencia o la confusión. Hurtado
abandonó su agrupación original, la Democracia
Popular y formó otra, totalmente artificial; las
Para otros precedentes, véase: Santana, Roberto. Ciudadanos en la etnicidad. Los indios en la política o la política de los
indios. Quito, Abya Ayala, 1995. Moncayo Gallegos, Paco. Fuerzas armadas y sociedad. Quito, Universidad Andina
Simón Bolívar-Corporación Editora Nacional, 1995.
democracia
dígenas como los militares llegaron al golpe del
año 2000 divididos, y después de él procedieron
a reorganizarse y a depurar sus filas. Diversos
movimientos sociales han manifestado oposición
o perplejidad frente a este sistema de alianzas. Es
decir, el modelo en su versión menos tosca debe
referirse a actores específicos (algunos sectores
populares organizados, algunas fuerzas cercanas
a las elites socioeconómicas, etc.). Con este ajuste, lo que sí puede captar bien es: a) los problemas que enfrenta un sistema democrático que
activa y simultáneamente esteriliza la voz; b) en
particular, las crisis de racionalidad a los que
puede verse enfrentado ese sistema; c) las características diferenciales de una situación en donde varios actores, y no sólo las elites
socioeconómicas, tienen opciones de salida.
análısıs polítıco nº 50
turbulencias de la década de 1980, y sobre todo
la oposición de un sector de los militares a
Febres Cordero, produjeron una oleada de simpatía entre éstos y los movimientos sociales29. El
enfrentamiento entre los indios y el gobierno de
Borja rompió el último vínculo de los primeros
de los partidos tradicionales. Diversas alianzas
electorales –entre otras cosas con el general
Frank Vargas, el paracaídista que secuestró a
Febres– sellaron esta simpatía. El derrocamiento
del populista Abdalá Bucarám en 1997 subrayó
de manera ostensible la confluencia. El comportamiento errático de Bucarám activó las viejas antipatías entre populistas y militares. A la vez,
Bucarám había enfurecido al movimiento indígena, al poner en marcha un crudo plan de ajuste
y simultáneamente tratar de minar la base social
de la organización indígena creando organismos
paralelos en el gobierno. Por otra parte, un nuevo enfrentamiento con el Perú había reforzado
los lazos entre el ejército y el “Ecuador profundo”, y permitió construir un discurso que presentaba a campesinos e indígenas como bases del
nacionalismo estatal, cosa que sin esa experiencia decisiva hubiera sido difícil. Todo esto confluyó en el derrocamiento de Mahuad en el año
2000, en el que la dirección del movimiento indígena y sectores del ejército se opusieron a los
tres poderes, se tomaron el congreso y formaron
una junta que gobernó al país durante un lapso
de tres horas.
En síntesis, el encuentro de indígenas y militares en múltiples momentos –explícito y electoral en 2002, explícito y golpista en 2000,
implícito y golpista en el apoyo al retiro de
Bucaram en 1997, implícito y electoral en los
bloques de apoyo a militares con tradiciones
golpistas– no es una casualidad, ni corresponde
a la voluntad de un pequeño grupo de conspiradores. Ha sido, por el contrario, un factor crucial
de la política ecuatoriana, en donde se expresan
fatiga por los límites de la voz y –ocasionales–
usos de la opción de salida, ya sea como una
amenaza creíble para activar la voz y como la
búsqueda de una vía real de escape.
Una vez más, se podría alegar que también
este modelo constituye una simplificación, puesto que ni los militares ni el movimiento indígena
constituyen un bloque unitario. Y ésta es, en
efecto, una observación inobjetable. Tanto los in-
[81]
análısıs polítıco nº 50
[82]
propuestas y campañas de los partidos eran difícilmente diferenciables, e incluso las barreras regionales intentaron ser borradas. En medio de
esta confusión, Noboa y Gutiérrez fueron capaces de enviar señales –no mediadas a través de los
partidos, aunque cada uno creó su propia agrupación— de que efectivamente eran distintos. Por
ejemplo, mientras que Borja y Febres se sometieron a operaciones en plena campaña, Gutiérrez
era un destacado deportista (ganador de la
pentatlón militar), que pese a los múltiples reparos que había recibido después del golpe, podía
exhibir la capacidad de salir de un delicado problema sin derramamientos de sangre. Noboa se
concentró en su aureola de empresario exitoso
que gerenciaría el país, un capital que ha demostrado ser rentable en otros países que han enfrentado la doble transición. El enfrentamiento
entre un Ecuador “viejo” y otro “nuevo” se volvió
tópico, y alrededor de ese eje electoral Gutiérrez
y Noboa tenían todos los ases bajo la manga.
Con todo, sus resultados en la primera vuelta –
algo más del 20 y del 17%, respectivamente– demostraron que no habían logrado ir mucho más
allá de sus apoyos originales: los movimientos sociales y el voto de izquierda en el caso del coronel, una fracción del voto costeño tradicional en
el del empresario.
En efecto, en la primera vuelta Gutiérrez se
concentró en su activo como ex golpista, y en la
unión de los votos de la izquierda alrededor de
su nombre, pero en la segunda comenzó a enviar
mensajes tranquilizadores. Para conseguir mayorías en la segunda vuelta necesitaba una base social mucho más amplia de la que había
conseguido en la primera, así que el coronel se
fue corriendo ostensiblemente al centro. Esto
alarmó a los movimientos sociales, que al final de
la campaña condicionaron su apoyo a Gutiérrez.
El 24 de noviembre de 2002 éste fue declarado
presidente de la república, aunque por un margen menor del previsto por las encuestas. Pese a
las dudas, pues, el voto de los indígenas, de otros
movimientos sociales y de la izquierda, también
en la segunda vuelta resultó decisivo.
La coalición y su ruptura
Así, Gutiérrez llegó a la presidencia encabezando una coalición en donde los mismos sectores que en el año 2000 le habían apostado a él
como símbolo de la salida, ahora apostaban a la
voz. Tales sectores –Pachakutik, el Movimiento
Popular y Democrático, el Frente Unitario de los
Trabajadores, la Federación Nacional de indíge-
nas, campesinos y negros, la Coordinadora de
Movimientos Sociales, entre otros– obtuvieron
algo más de diez diputados y, calculando
gruesamente, entre 10 y 20% del voto en las presidenciales, es decir, tenían razones fundadas
para reclamar la victoria para sí. Habían puesto
la base de la victoria en la primera ronda, y habían significado la diferencia decisiva en la segunda.
Sin embargo, Gutiérrez no las tenía todas
consigo. En primer lugar, de su propio movimiento –que consiguió tres diputados– no sabía
si era una fuerza o una debilidad. Aunque la Sociedad Patriótica había agitado temas de “unidad
nacional” caros a los militares, el cemento que la
aglutinaba era básicamente la esperanza de puestos, como quedó subrayado por una serie de
eventos bochornosos apenas el ex coronel se posesionó (reyertas y asonadas por cargos, etc.). En
segundo lugar, estaba en minoría en el congreso,
una peligrosa constante de casi todos los gobiernos ecuatorianos después de 1978, y augurio casi
seguro de inestabilidad crónica. La fuerza mayoritaria –en este caso, el partido social cristiano–
tenía una larga experiencia en todas las modalidades de oposición desestabilizadora. Tercero,
aunque Gutiérrez ya en la segunda vuelta había
procurado tranquilizar a los Estados Unidos y a
los empresarios, sabía que todavía quedaba mucho por hacer en este terreno. En realidad, el
presidente estaba decidido a continuar con el
programa económico de su antecesor, y a profundizarlo. Cuarto, y último, por sus antecedentes, podía esperar oposición de los militares
mismos, de suerte que no podía darse el lujo de
un período crítico de inestabilidad sin poner en
peligro su permanencia en el poder.
En síntesis, el nuevo presidente tenía frente a
sí la siguiente alternativa: o quedar en las manos
de los sectores sociales que lo habían elegido, e
ir hacia un enfrentamiento con un sector del
empresariado y con los Estados Unidos, o buscar
aliados a la derecha. Escogió lo segundo después
de ensayar sin éxito diversas formas de equilibrismo. En su gabinete inicial le dio tres carteras –
turismo, agricultura y chancillería– y otras
posiciones al movimiento indígena, pero a la vez
le entregó el ministerio de hacienda, como había
prometido ya en las postrimerías de la segunda
vuelta, a un ortodoxo. Por tales razones, los primeros seis meses del gobierno de Gutiérrez se
desarrollaron en medio de constantes
malentendidos, sosteniendo una delicada relación que ya en la campaña había mostrado sig-
30
C O N C LU S I O N E S
En este texto he combinado dos perspectivas
para entender un problema. El problema es la
naturaleza de la democracia ecuatoriana, es
decir, su combinación de persistencia e inestabilidad. Las perspectivas son los modelos explicativos de Hirschman y Przeworski, que parecen
encontrar aquí un área de intersección “natural”. Hirschman arguye que los actores utilizarán
distintas combinaciones de voz y salida dependiendo de sus opciones estratégicas, de su grado
de lealtad, y del grado de deterioro de la estructura institucional en la que se encuentran insertos. Przeworski propone que en general la
estabilidad, y la trayectoria, de las democracias
depende del sistema de incentivos que tengan
actores sociales clave para permanecer dentro de
ella; y en particular sugiere que en las transiciones democráticas solamente los militares y los capitalistas cuentan con opciones reales de salida,
es decir, con amenazas creíbles, porque para los
trabajadores permanecer dentro de la democracia es una estrategia dominante: allí tienen probabilidades aceptables de recibir respuestas a sus
demandas, mientras que en la dictadura sólo les
espera la represión. Por consiguiente, las democracias, para estabilizarse, necesitan ofrecer garantías básicamente a los capitalistas y a los
militares, que son quienes pueden salir.
Aquí he mostrado que en Ecuador la situación podría haber sido distinta, lo que obliga a
invertir los términos de la ecuación de
Przeworski. Ha habido incentivos y posibilidades
de salir también para algunos sectores populares
organizados. Los primeros son ofrecidos por la
confluencia de las dos transiciones30, los segundos por historias y constelaciones de fuerzas específicos. La combinación de ambos –junto con
garantías internacionales, etc.– ha permitido la
supervivencia democrática con inestabilidad crónica tan característica del Ecuador.
Conaghan, Catherine y Malloy, James. Unsettling statecraft. Democracy and neoliberalism in the Central Andes.
Pittsburg-London, University of Pittsburg Press, 1994
democracia
voz fracasó, pero al mismo tiempo las opciones
de salida de los sectores subordinados también
se debilitaron.
análısıs polítıco nº 50
nos de deterioro. El foco de atención fue la política económica pro-FMI. La situación del movimiento indígena se hizo insostenible frente a sus
propias bases radicalizadas y frente a sus aliados,
que no esperaron mucho tiempo para reprocharle su participación en el gobierno, y a mediados de 2003 ya estaban criticando
abiertamente al presidente. Pero otros temas –reyertas entre Sociedad Patriótica y Pachakutik en
las provincias tanto por orientación política
como por puestos– también ayudaron a enconar
las relaciones.
En el mismo momento en que las esperanzas
del movimiento indígena en la gestión gubernamental decaían, algunos fenómenos que reforzaban su desconfianza hacia la política
convencional se hacían visibles. Algunos dirigentes indígenas muy destacados se vieron enredados en escándalos dolorosos. Por ejemplo,
Miguel Lluco –quien coordinaba las estructuras
electorales y había sido severo crítico de la aventura golpista– aceptó administrar un fondo financiero de un banquero de la costa. Por
razones que escapan a este artículo, los banqueros habían sido el némesis de los movimientos
sociales ecuatorianos, y este banquero particular
tenía una trayectoria no muy clara. Más aún,
hubo roces entre Conaie, la expresión orgánica
del movimiento social, y Pachakutik, su entidad
política y electoral, que quería convertirse en
partido político (aquí también participó Lluco).
Por eso, el retiro formal de los indígenas del
gobierno –emblemáticamente causado por la negativa de la bancada de Pachakutik de votar la reforma laboral flexibizante presentada por el
gobierno al congreso– no fue una sorpresa. Aunque algunos funcionarios indígenas –comenzando por la canciller Nina Pacari– lo habían hecho
bastante bien, el gobierno tampoco lamentó su
salida; la coalición se había vuelto insostenible.
Gutiérrez reconfiguró totalmente su sistema de
alianzas, orientándose hacia un entendimiento
con el partido social cristiano, la derecha de la
costa (en lugar de los indígenas serranos). La situación social permanece tensa. Una vez más, la
[83]
TABLA 1
R U P T U R A S D E M O C R Á T I C A S E N E L E C U A D O R 31
presidente
león febres
cordero
1984-1988
rupturas
No reconocimiento de la Corte Suprema hecha por el Congreso (1985); ministro
de Gobierno, Luis Robles Plaza, censurado y destituido por el Congreso por
violación a los derechos humanos; Febres lo mantuvo (Montúfar, 2000: 117).
No aceptación de las resoluciones del TGC declarando la inconstitucionalidad de
sus actos. Varios juicios al gobierno y censura a los ministros. Revuelta de
oficiales en 1985. Amnistía a revuelta de oficiales de 1986 (Montúfar, 2000:
117, 118). Presidente apresado por Frank Vargas Passos. Tiene que negociar con
él y le da una amnnistía (1987).
rodrigo
borja
análısıs polítıco nº 50
1988-1992
[84]
sixto durán
ballén
1992-1996
Escándalo financiero, finalmente tumba al vicepresidente y hombre fuerte
de la reforma económica, Alberto Dahik.
abdalá
bucaram
Múltiples escándalos, que culminan con la destitución del presidente por
incapacidad mental. La discusión sobre quién lo remplazará crea un
vacío institucional de varias semanas, y finalmente es nombrado un
gobierno interino presidido por Fabián Alarcón (1997-1998), en medio
de la división del Congreso.
1996-1997
jamil
m a h ua d
1998-2000
31
Cae el presidente como consecuencia de haber decretado la dolarización, el
aumento del precio de los hidrocarburos y el congelamiento de las cuentas
bancarias. Breve golpe militar (3 días) en el que participa activamente el
movimiento indígena.
No se incluyen los presidentes interinos.
democracia
TABLA 2
CRISIS POLÍTICAS Y PERÍODOS DE GOBIERNO EN EL ECUADOR
Tipos de crisis
1979-1984
1984-1988
1988-1992
1992-1995
Destitución presidente
Dimisión presidente
Disolución Congreso
Plebiscito
Rumores de golpe
3
2
2
4
12
7
8
3
11
15
1
2
1
1
5
4
1
3
3
t o ta l e s
23
44
5
16
Tomado de Sánchez Parga (1998: 113).
TABLA 3
Año
1988
1989
1990
1991
1992
1993
1994
1995
1996
1997
1998
1999
2000
Incidencia
de la pobreza
Índice de salario
mínimo real (1988=100)
Inflación
anualizada (%)
38.9
43.1
49.1
44.8
44.1
38.4
38.3
29.2
30.6
28.0
43.0
46.0
43.2
100
74.7
66.7
60.6
62
71.3
89.9
100
108.2
102.5
99.4
84.1
90.4
79
61.6
49.1
48.2
64.9
31.9
24.2
22.6
25.8
30.4
44.5
50.3
104.9
análısıs polítıco nº 50
POBREZA DE INGRESOS, SALARIO MÍNIMO Y DESEMPLEO EN LAS CIUDADES, 1988-2000
[85]
TABLA 4
C R E C I M I E N T O D E L P N B P E R C Á P I TA E N L O S PA Í S E S A N D I N O S
País
Bolivia
Colombia
Ecuador
Perú
Venezuela
Latinoamérica
1980-1985 1985-1990 1980-1990
-3.8
0.5
-0.9
-2.8
-6.4
-1.5
0.1
2.8
-0.8
-3.8
0.0
-0.2
-1.9
1.6
-0.9
-3.3
-3.2
-0.9
1990
1997
1998
1999
2000
2001
2.1
1.2
-0.9
-7.3
2.9
-2.5
2.4
1.4
1.8
4.9
5.2
3.5
2.6
-1.1
-0.9
-2.2
-1.3
0.6
-2.0
-5.6
-9.7
-0.8
-7.7
-1.0
0.1
0.4
0.4
1.4
1.8
2.2
-0.9
-0.4
4.1
-1.4
1.0
-1.1
análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril
2004:
págs.
análısıs
polítıco
nº 40-54
50
La seguridad
durante el primer
año del gobierno de
Álvaro Uribe Vélez *
ISSN 0121-4705
[86]
Francisco Leal Buitrago
Sociólogo, profesor titular de la
Universidad de los Andes y profesor
honorario de la Universidad
Nacional de Colombia.
*
Ponencia presentada en el foro de celebración de los
25 años de Fescol, Bogotá, 5 de septiembre de 2003.
el tema de la seguridad se integró de
manera progresiva en la conciencia ciudadana,
hasta convertirse en el problema más sentido de
la opinión pública durante el último año del gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). Esta situación le sirvió al candidato disidente del Partido
Liberal, Álvaro Uribe Vélez, para ascender en
forma vertiginosa y sorpresiva en las encuestas
electorales, sobre la base de la persistencia de la
violencia guerrillera y su competencia armada
con los grupos paramilitares. Además de la seguridad con autoridad, su campaña política se basó
en la crítica a la corrupción y la politiquería,
complemento moralista de gran impacto en un
país en el que el sistema político se sustenta en
prácticas clientelistas. Éstos y otros temas fueron
planteados en los 100 puntos de su “Manifiesto
Democrático”. Influyó también en el ascenso del
nuevo presidente la fragmentación de los partidos y el consecuente efecto de adquirir mayor
importancia en la intención de voto la imagen
de los candidatos. De esta forma, Uribe triunfó
en forma amplia en la primera vuelta electoral,
frente a su contrincante Horacio Serpa, candidato oficial del Partido Liberal.
En el cuatrienio anterior, la incompetencia
política del gobierno –en particular frente al manejo de la zona desmilitarizada asignada a la guerrilla de las Farc para adelantar negociaciones y
al denominado proceso de paz– contrastó con la
recuperación operativa militar del Estado luego
de numerosos descalabros frente a las guerrillas
en los años finales del gobierno de Ernesto
Samper (1994-1998). Esta recuperación contó
con la ayuda de Estados Unidos –en especial el
Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina– y
logró disminuir la tendencia de expansión de la
subversión. Sin embargo, los grupos subversivos
habían alcanzado una cobertura significativa,
amparados por la autonomía financiera lograda
mediante su participación en el narcotráfico y
prácticas bandoleriles, como el secuestro y la ex-
1
Presidencia de la República, “Resolución Nº 32”, 20 de febrero de 2002; “La pelea es peleando”. En: Cambio, Nº
454, marzo 4 al 11 de 2002; “Mando militar en seis zonas”. En: El Tiempo, 1 de marzo de 2002.
2
Corte Constitucional, “Sentencia C-251”, Bogotá, 11 de abril de 2002. La Corte plantea, en las Consideraciones
Finales, que “El examen precedente ha mostrado que el sistema de seguridad y defensa previsto por la Ley 684
de 2001 vulnera la Carta, no sólo porque su pilar –la figura del poder nacional– es incompatible con los
principios constitucionales más básicos, que defienden la naturaleza democrática del Estado colombiano, sino
además, porque muchos de los instrumentos específicos que desarrolla –como la concesión de facultades de
policía judicial a las Fuerzas Militares o la regulación del teatro de operaciones– también desconocen numerosos
preceptos constitucionales. La única decisión posible, desde el punto de vista constitucional, era entonces
declarar la inexequibilidad total de la ley”.
3
“Alcaldes en la mira”. En: Cambio, Nº 468, junio 10 al 17 de 2002; “Se busca”. En: Cambio, Nº 471, julio 1 a julio 8
de 2002; “Despeje a la brava”. En: Semana, Nº 1.049, junio 10 a 17 de 2002; “Posesión bajo fuego”. En Semana, Nº
1.058, agosto 12 a 19 de 2002; “Colombia acepta el reto de la guerra”. En: El Tiempo, 18 de agosto de 2002.
coyuntura
ra del teatro de operaciones y en general toda la
norma2 . Este hecho explica el propósito expresado por el candidato Uribe en su campaña electoral, de presentar un proyecto de reforma
constitucional que le permitiera a las Fuerzas Militares recuperar prerrogativas jurídicas de un
pasado nada democrático –como fue el período
de vigencia del estado de sitio durante la Constitución anterior a la de 1991–, para supuestamente combatir con éxito a la subversión.
A mediados de 2002, en vísperas del cambio
de gobierno, apareció una variación en la estrategia de las Farc. Esta guerrilla había buscado
desde los años ochenta el control de territorios,
pobladores, recursos y poderes locales. Pero en
ese momento trató de poner en jaque la
gobernabilidad del país, mediante amenazas terroristas a las autoridades municipales. Y esto a
pesar de los beneficios logrados mediante su influencia sobre autoridades locales, empresas mineras y cultivos ilícitos. La excusa de esta acción
fue la supuesta falta de legitimidad de las autoridades locales, debido a la corrupción, el
clientelismo y la influencia que sobre ellas ejercía la oligarquía. Esta variación en el accionar
guerrillero se sumó a la amenaza de tiempo atrás
de trasladar la guerra del campo a las ciudades,
amenaza que mostró su primer indicio con el secuestro colectivo en un edificio residencial de la
ciudad de Neiva un año antes. Pero la mejor
seña de las pretensiones de las Farc de urbanizar
la guerra fue el ataque con morteros artesanales
a la sede del gobierno en el momento de la posesión del presidente Uribe. Era claro entonces
que esta guerrilla asumía el reto de diseñar una
estrategia alternativa que se adecuara a una etapa en la que no se veía posibilidad alguna de reconstruir un proceso de paz, con un nuevo
gobierno dispuesto a afrontar los riesgos de una
guerra abierta3 . Y ésta bien podía integrase a la
análısıs polítıco nº 50
torsión. Por su parte, el rápido crecimiento de
los paramilitares fue facilitado por la escasa voluntad de la Fuerza Pública para contenerlos,
por los desmanes guerrilleros que los estimula y
por su participación en el negocio de las drogas.
La reacción negativa de la población urbana
frente a la agresividad de la subversión estuvo
acompañada por cierto apoyo a los paramilitares, en especial por parte de quienes han
detentado por largo tiempo privilegios poco democráticos.
El empeoramiento de la difícil situación del
país legitimó en la opinión pública las soluciones
de fuerza, al tiempo que desprestigió la vía política, identificada con las conversaciones entre el
gobierno y las Farc, y sobre todo con los desmanes en la zona desmilitarizada o de despeje. Esta
zona estuvo ocupada militarmente de manera exclusiva por este grupo subversivo hasta el 20 de
febrero de 2002, cuando se rompió el llamado
proceso de paz. Desde entonces, hasta agosto del
mismo año, fecha del cambio de gobierno, las dificultades de recuperación de esa zona por parte
de la Fuerza Pública indicaron al futuro presidente que la realidad era más adversa que lo
imaginado a través de sus ambiciosas
pretenciones formuladas durante la campaña.
La Ley 684 de defensa y seguridad, aprobada
en agosto de 2001, inició su implementación
una vez que el gobierno de Pastrana dio por terminados la zona de despeje y el proceso de paz
que la justificaba. La creación de un teatro de
operaciones en 19 municipios, cuyo epicentro
eran los cinco que constituyeron la zona desmilitarizada, fue el soporte jurídico-operativo con
que se pretendió agilizar la recuperación militar
del área conocida por la opinión pública como
el Caguán1 . Sin embargo, la Corte Constitucional declaró inexequible esa ley en el mes de
abril, con lo cual quedó sin piso jurídico la figu-
[87]
ambigua guerra contra el terrorismo, declarada
por Estados Unidos luego de los sucesos trágicos
del 11 de septiembre de 2001 en su territorio.
Este trabajo presenta los acontecimientos destacados relacionados con la política de seguridad
del gobierno del presidente Uribe durante el primer año de su mandato, con el fin de hacer una
reflexión sobre el particular y formular algunos
lineamientos alternativos que busquen aumentar
la eficacia del Estado para inducir un proceso
sostenido de paz.
TRABAJAR, TRABAJAR Y TRABAJAR
análısıs polítıco nº 50
Detrás de la bandera ideológica del presidente Uribe de dar prioridad al principio de autoridad frente al de libertad, con fines de recuperar
la seguridad, se observó desde un comienzo una
práctica de gobierno fuerte rubricada por una
férrea voluntad de trabajo y un obsesivo afán de
estar en todas partes. En términos de una buena
imagen pública, esta conducta se constituyó en
el complemento ideal de su persistente bandera
política, sobre todo si se contrasta con la imagen
de frivolidad que dejó el anterior mandatario.
Luego del sorpresivo nombramiento de
Martha Lucía Ramírez como ministra de Defensa
Nacional y la ratificación de buena parte de la
cúpula militar, la declaratoria del “estado de conmoción interior” –excepción constitucional que
sustituyó al estado de sitio–, acompañada de un
impuesto para la seguridad, fueron las medidas
inmediatas que confirmaron las expectativas de
acciones antisubversivas que la opinión pública
tenía del Presidente. Además, fue llamado a filas
un oficial retirado de la Policía Nacional para
que dirigiera la institución y recuperara su buen
nombre frente a la corrupción y la ineficacia. El
reclutamiento de los llamados soldados campesinos, figura rescatada de una antigua norma, destinado a reforzar las zonas donde éstos son
oriundos, la conformación de redes de informantes para alimentar los servicios estatales de
inteligencia, las recompensas por información,
el estímulo a la deserción de combatientes ilega-
[88]
les y la creación de zonas de rehabilitación y consolidación en dos áreas críticas de influencia
guerrillera, completaron el esquema inicial de
“seguridad democrática” para enfrentar la guerra. Estas políticas fueron adicionadas con la Ley
782 del 23 de diciembre de 2002, que prorrogó
la vigencia de la Ley 418 de 1997, llamada de orden público, y la modificó en especial en la abolición del requisito de conceder estatus político a
los grupos armados para iniciar negociaciones
destinadas a su desmovilización4 .
Desde su campaña, Uribe buscó la forma de
ampliar el apoyo internacional a la solución del
conflicto armado interno alcanzado por el presidente Pastrana, en el que se logró cierta aceptación de corresponsabilidad en el problema de las
drogas. Sin embargo, no hubo claridad al respecto en el nuevo presidente, pues pretendió involucrar a Naciones Unidas en aspectos poco
ortodoxos de su política. Los llamados cascos
azules a la colombiana, destinados a proteger a
grupos sociales desplazados por la violencia en la
recuperación de sus zonas de residencia, y los
buenos oficios para buscar un diálogo útil con
las guerrillas a partir del cese de hostilidades,
fueron dos ideas planteadas desde el comienzo
del gobierno. Las Farc se apresuraron a rechazar
la participación de la ONU, con el argumento de
que un delegado suyo había sido tratado como
mensajero del gobierno5 .
La promesa electoral de eliminar la corrupción y la politiquería se planteó mediante el estreno de la figura constitucional del referendo,
en el que se incluiría la revocatoria del Congreso
y su reducción a una Cámara, y reformas tendientes a mejorar la democracia. Recién iniciado, el gobierno presentó un proyecto de ley de
referendo. Aunque fue relativamente fácil orientar las discusiones en el Congreso por la amenaza de su revocatoria en medio de un prolongado
desprestigio, el gobierno varió sus objetivos al ceder gran parte de las pretensiones de reforma
política e introducir cambios fiscales con el argumento de que el “hueco fiscal” era más grande
4
Decreto 1837, 11 de agosto de 2002, Diario Oficial 44.896; Decreto 1838, 11 de agosto de 2002, Diario Oficial
44.897; Decreto 2002, 9 de septiembre de 2002, Diario Oficial 44.930; “Informantes en red”. En: El Tiempo, 11 de
agosto de 2002; “Vientos de guerra”. En: Semana, Nº 1.059, agosto 19 a 26 de 2002; “Campesinos armados”. En:
Semana, Nº 1.060, agosto 26 - 2 de septiembre de 2002; “Definida cúpula en la Policía. En: El Tiempo, 28 de agosto
de 2002; “Desertar y ganar”. En: Cambio, Nº 479, agosto 26 a septiembre 2 de 2002; “Tres departamentos en zonas
de rehabilitación”. En: El Tiempo, 22 de septiembre de 2002; Ley 782 del 23 diciembre de 2002, Diario Oficial
45.043.
5
“ONU acepta buenos oficios”. En: El Tiempo, 9 de agosto de 2002; “¿Farc anticipan respuesta?”. En: El Tiempo, 10
de agosto de 2002; “ONU descarta cascos azules ‘a la colombiana”. En: El Tiempo, 4 de octubre de 2002.
6
“Hueco fiscal es más grande: Minhacienda”. En: El Tiempo, 28 de agosto de 2002; “El giro del referendo”. En: El
Tiempo, 8 de septiembre de 2002; “El año de Uribe”. En: El Tiempo, 29 de diciembre de 2002.
7
“La pelea es peleando”. En: Cambio, Nº 487, octubre 21 a 28 de 2002; “Terror capital”. En: Semana, Nº 1.069,
octubre 28 a 4 de noviembre de 2002; “Efecto dominó”. En: Cambio, Nº 495, diciembre 16 a 23 de 2002.
8
“Es hora del intercambio humanitario”. En: El Tiempo, 15 de octubre de 2002; “Gobierno busca diálogo directo
para intercambio”. En: El Tiempo, 25 de noviembre de 2002.
9
“‘Hay algo con el Eln’: Londoño”. En: El Tiempo, 1 de septiembre de 2002.
coyuntura
trofeo pretenden obtener un canje por los numerosos guerrilleros prisioneros en las cárceles
del país, aspecto que ha estado por largo tiempo
entre los objetivos principales de Manuel
Marulanda, “Tirofijo”, jefe máximo de las Farc.
Desde la ruptura del llamado proceso de paz, la
figura del intercambio humanitario ha sido el argumento esgrimido por familiares de los secuestrados y por quienes han estado preocupados
por los derechos humanos. Sin embargo, los intentos en esa dirección habían fracasado8 .
De manera discreta se habían adelantado algunas aproximaciones oficiales con el ELN, continuación de lo que venía de años atrás. Desde
finales del gobierno de Samper, esta guerrilla ha
estado interesada en adelantar negociaciones
con los gobiernos. Pero además de la poca habilidad política del gobierno de Pastrana –que privilegió en forma desmedida el proceso con las
Farc y desaprovechó oportunidades con el ELN–
y la reducción de la capacidad militar de esta
guerrilla por acción de los paramilitares, dadas
sus ambivalencias políticas el ELN no ha logrado
llegar a una mesa de negociaciones pese a los
buenos oficios adelantados por el gobierno de
Cuba9 .
Otra cosa ocurrió con los grupos
paramilitares, ya que el gobierno abrió pronto
los espacios para que se plantearan posibilidades
de negociación, luego de que surgieran problemas en la unificación alcanzada durante el gobierno de Samper con la creación de las
Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. Al incluirlos Estados Unidos, junto con las Farc y el
ELN, en 2001, entre su lista de grupos terroristas, al igual que la Unión Europea en mayo de
2002, a las AUC se les planteó una situación contradictoria que afectó su frágil unidad en los últimos meses del gobierno de Pastrana. Antes de
surgir este problema, suponían que al “defender” al Estado de la subversión eran
invulnerables frente a la política estadounidense.
Además, las llamadas autodefensas se sentían seguras ante la escasa voluntad de combatirlas por
parte de la Fuerza Pública, que tiende a verlas
como aliadas, pese a las atrocidades que come-
análısıs polítıco nº 50
de lo esperado. Con alguna polarización a favor
y en contra de la ley del referendo y luego de la
sanción presidencial, a finales del año ésta pasó a
revisión de la Corte Constitucional. Se confirmó
así en la opinión pública la percepción de que el
presidente Uribe era la figura del año6 .
Pese a no observarse resultados claros de la
política de seguridad democrática del gobierno,
el clima nacional reflejaba cierto optimismo,
pues las guerrillas –en particular las Farc, ya que
el ELN había dejado de despertar mucho temor
de años atrás– no habían mostrado gran contundencia desde su arremetida terrorista en la inauguración del nuevo gobierno. Además, la
tendencia de recuperación operativa de la Fuerza Pública había mellado la capacidad ofensiva
de la subversión, y la persistente presión presidencial al exigir resultados había conducido a
acciones preventivas importantes contra el secuestro, el sabotaje y el terrorismo. En octubre,
la toma armada por parte de la Fuerza Pública
de un barrio popular de Medellín dominado por
la guerrilla, había ratificado en la opinión pública la imagen de voluntad política decidida del
gobierno frente a la subversión, pese al traumatismo provocado, al nuevo espacio aprovechado
por los paramilitares y a actos terroristas en Bogotá. La percepción de relativa tranquilidad quedó confirmada en las semanas del período
vacacional del cambio del año, cuando el gobierno organizó numerosas caravanas de vehículos
escoltados por la fuerza armada, que permitieron y estimularon el desplazamiento terrestre de
amplios grupos de la población, luego de algunos años de fundados temores frente a asaltos y
secuestros7 .
En materia de paz, la mayor preocupación había girado en torno a los numerosos secuestrados, en especial por parte de las Farc. Esta
guerrilla acumuló un verdadero trofeo de guerra
con el secuestro de prominentes figuras políticas, además de militares y policías retenidos, algunos de ellos durante varios años. En
noviembre, quisieron enriquecer la lista con el
intento fallido de secuestro al presidente del
Consejo Episcopal Latinoamericano. Con este
[89]
análısıs polítıco nº 50
[90]
ten contra la población civil. También son
percibidas como naturales vengadoras por numerosos grupos sociales impotentes ante las arbitrariedades de las guerrillas y la incapacidad del
Estado para contenerlas, y por sectores interesados en que se mantenga el estatu quo frente a la
amenaza de cambio que ven en un eventual
triunfo guerrillero. Pero lo que no contaba en
las consideraciones de los paramilitares era la
prioridad que para Washington implica su vinculación con el problema de las drogas y sus actividades terroristas frente a la población civil,
prioridad exacerbada por los sucesos del 11 de
septiembre de 2001 en Estados Unidos10 .
En el último mes del gobierno de Pastrana,
los paramilitares habían descartado su
reunificación, divididos tras mutuas acusaciones
de nexos con el narcotráfico, secuestros
extorsivos y crímenes indiscriminados. Pero menos de dos meses después, en septiembre de
2002, Carlos Castaño, jefe de las AUC, planteó
que buscaba la reunificación y el deslinde con el
narcotráfico, en aparente disposición de negociación con el gobierno. Poco después, el gobierno pidió al Congreso la eliminación del requisito
de estatus político para los grupos armados al
margen de la ley antes de iniciar una eventual
negociación, cuestión que se logró con la renovación de la ley de orden público a fines del año.
En el mismo mes de septiembre, en medio del
primer viaje oficial del presidente Uribe a Estados Unidos, éste fue sorprendido por la declaración oficial del gobierno de ese país al pedir la
extradición de varios jefes paramilitares por
narcotráfico. No obstante, las buenas relaciones
del gobierno con Estados Unidos permitieron que
los contactos entre las dos partes se adelantaran
sin el obstáculo explícito de esa potencia. Pero la
verdadera traba para las negociaciones radica en
la división entre los dispersos y disímiles grupos
de paramilitares, ya que sus diferencias pesan más
que la voluntad del gobierno, que incluso conformó una comisión encargada de allanar el camino
para una eventual negociación11 .
¿URBANIZ ACIÓN DE LA GUERR A?
El año 2003 comenzó con relativo optimismo y satisfacción de la opinión pública debido a
la presencia del presidente Uribe “en todas partes”, a puntuales éxitos de la Fuerza Pública en
el rescate de secuestrados –éxitos mediados por
la presión presidencial y la exigencia de resultados– y sobre todo a la sensación de seguridad
que dejó la inusual “libertad de movilización”
durante el período vacacional. Aunque Estados
Unidos no había cesado de realzar su presencia
en asuntos de la vida nacional que cree de su
incumbencia, no se observaban fricciones frente a las políticas gubernamentales. Pero pronto
el Departamento de Estado de ese país anunció
que la base aérea de Palanquero no podía utilizar su ayuda militar, debido a la “falta de transparencia y rapidez” en la investigación de un
incidente ocurrido en 1998, en el que intervino
esa unidad y murieron 18 civiles. También hizo
saber que su gobierno no participaría en cualquier negociación de sometimiento de
narcotraficantes al gobierno nacional. A ello se
agregó el informe de Human Rights Watch sobre
la situación de derechos humanos en el país en
2002, en el que señalaba que los resultados oficiales eran ambivalentes: el Estado combatió a
los paramilitares pero éstos siguieron creciendo
y aumentando su poderío militar. El veto a la
base de Palanquero despertó una polémica en
la que salió a flote la doble moral oficial estadounidense, debido a la sospecha de encubrimiento a las fallas en la labor de empresas de
técnicos mercenarios de ese país que intervienen con contratos en la lucha contra las drogas
y el conflicto armado, con la anuencia de ambos gobiernos12 .
El anuncio de la llegada de instructores militares élite de Estados Unidos, para capacitar una
unidad perteneciente a la Brigada XVIII y financiada por ese país para la protección del oleoducto Caño Limón-Coveñas, mostró el inicio de
la intervención militar para proteger los intereses norteamericanos en el país y confirmó la po-
10
“La secreta cumbre de la reunificación ‘para’”. En: El Tiempo, 8 de septiembre de 2002.
11
“‘No habrá status político’”. En El Tiempo, 24 de septiembre de 2002; “‘No soy un trofeo de guerra’”. En: Semana,
Nº 1.067, octubre 14 a 21 de 2002; “Paz, a tres bandas”. En: El Tiempo, 1 de diciembre de 2002; “Un camino
largo y culebrero”. En: Cambio, Nº 493, diciembre 2 a 9 de 2002; “Bloque Metro no dialogará”. En: El Tiempo, 5
de diciembre de 2002; “Abren puerta para diálogo”. En: El Tiempo, 13 de diciembre de 2002.
12
“Palanquero, en la lista negra” y “No oficial de E.U. a ‘narcooferta’”. En: El Tiempo, 14 de enero de 2003;
“Balance agridulce en DD.HH.”. En: El Tiempo, 15 de enero de 2003; “E.U., ¿con rabo de paja?”. En: El Tiempo, 17
de enero de 2002; “El verdadero ‘fallo’ del FBI”. En: El Tiempo, 23 de enero de 2003; “¿Dónde están los pilotos?”.
En: Cambio, Nº 499, enero 20 a 27 de 2003.
13
“Llegaron 60 élite de E.U.”; “Uribe crea la VI División”. En: El Tiempo, 18 de enero de 2003; “E.U. da aviones
contra las Farc”. En: El Tiempo, 8 de febrero de 2003.
14
“La reconquista de Arauca”. En: Semana, Nº 1.083, febrero 3 a 10 de 2003; “Paro armado llega a Arauca”. En: El
Tiempo, 13 de febrero de 2003; “El cacique y las Farc”. En: Cambio, Nº 502, febrero 10 a 17 de 2003; “Arauca no
ve salida”. En: El Tiempo, 9 de marzo de 2003; “Aumentan homicidios en zona de rehabilitación”. En: El Tiempo,
25 de marzo de 2003; “Se ‘rajó’ la zona de Arauca”. En: El Tiempo, 20 de mayo de 2003.
15
“La Corte tumbó la conmoción”. En: El Tiempo, 30 de abril de 2003.
16
“Ofensiva terrorista”, “Washington, tenemos un problema…”, “¿Quién puso la bomba en el Club El Nogal?”, “El
mundo contra las Farc”, en Semana, Nº 1.085, 17 a 24 de febrero de 2003; “La Teófilo: el puño de hierro de las
Farc”. En: Semana, Nº 1.086, febrero 24 a marzo 3 de 2003; “Las Farc desafían a EU”. En: Cambio, Nº 503, febrero
17 a 24 de 2003; “Asesinos despiadados”. En: Cambio, Nº 504, febrero 24 a marzo 3 de 2003; “Así tumbamos el
avión”. En: Cambio, Nº 505, marzo 3 a 10 de 2003.
coyuntura
oficial con prioridad militar mostró los profundos
desbalances que implicaba para el Estado no asumir el problema con una estrategia integral en lo
económico, político, social y militar, bajo la cobertura de una política similar de carácter nacional14 . El tratamiento oficial con pretensiones
quirúrgicas dependía entonces de la corta temporalidad de las medidas permitidas por la Constitución y no de una respuesta política sólida que
evitara sindicar a la vigencia de la democracia
como responsable de los fracasos oficiales debido
a supuestos excesos en la permisibilidad de las libertades y la defensa de los derechos civiles. Ello
se evidenció a fines de abril con la declaratoria de
inexequibilidad de la conmoción interior por parte de la Corte Constitucional, aunque el gobierno
anunció que continuaría con las medidas militares especiales en las “zonas de rehabilitación y
consolidación”15 .
Hasta comienzos de febrero había disminuido
el temor por la amenaza de las Farc de urbanizar
la guerra. Si bien se habían realizado actos terroristas en algunas ciudades, éstos no habían llegado a alarmar a grupos amplios de la sociedad,
sobre todo en los estratos altos de la población.
Sobrevinieron entonces impactantes acciones terroristas que cambiaron el panorama de las percepciones: un “carro bomba” en un exclusivo
club de Bogotá –por primera vez la población civil como blanco único–, con saldo de 36 muertos
y 168 heridos, y una “casa bomba” en un barrio
popular de Neiva, en atentado
sobredimensionado contra autoridades de la Fiscalía y la Policía, con resultado de 16 muertos,
30 heridos y 70 casas destruidas. Y, en el contexto rural, un avión estadounidense en misión de
inteligencia derribado en la selva al sur del país,
el asesinato posterior de dos de sus tripulantes,
uno de ellos estadounidense, y la captura de
otros tres de la misma nacionalidad, completaron las acciones que conmovieron al país16 .
análısıs polítıco nº 50
lítica trazada por el Plan Colombia, ampliada
mediante el apoyo a acciones antiguerrilleras.
Este último factor se confirmó con la creación de
la VI División del Ejército, cuya jurisdicción se
ubica en los departamentos de Caquetá,
Putumayo y Amazonas, al sur del país13 . Continuaba así la adición de unidades apropiadas
para la guerra regular, con lo cual se refuerza la
organización militar híbrida, pese a la inclinación en los últimos años hacia la creación de unidades adecuadas para la guerra irregular. Esta
mezcla, forzada por el interés burocrático de
mantener y crear unidades convencionales, ha limitado la eficacia militar y ha hecho más costoso
el enfrentamiento con la subversión.
La creación de las zonas de rehabilitación, a la
luz de la excepción constitucional decretada, planteó una crucial puja entre el Estado y la subversión,
con la intromisión interesada del paramilitarismo.
La situación del departamento de Arauca se convirtió en el modelo clave sobre el particular. Las características de esta región en cuanto al desarrollo
del conflicto armado moldearon a través de los
años su importancia. El hallazgo en ese territorio
de la fuente petrolera más grande del país dio comienzo al proceso. Permitió a la guerrilla del ELN
potenciar sus finanzas y su poderío militar, a la
par que enriqueció las arcas oficiales regionales
con las regalías. Se hizo evidente, entonces, la incapacidad de la clase política de administrar la riqueza para beneficio social, ya que emergieron la
corrupción, la imbricación de la política partidista, el llamado clientelismo armado de la subversión, los crecientes problemas sociales y sobre
todo el incremento inusitado de la violencia. A la
zona llegaron más tarde las Farc y los
paramilitares, para competir por el botín y enredar aún más la situación. El desastre generado se
hizo más evidente con la puesta en marcha de la
zona de rehabilitación en tres de los varios municipios críticos de la región, pues el tratamiento
[91]
análısıs polítıco nº 50
[92]
El gobierno desató entonces una ofensiva diplomática en busca de condena a las Farc, presunta responsable de los hechos. Se lograron dos
declaraciones inmediatas, una de los gobiernos
centroamericanos y otra del Consejo Permanente de la OEA, en las que se condenaba el hecho y
se reafirmaba la decisión de cumplir con la Convención Interamericana contra el Terrorismo y la
Resolución 1373 de la ONU, formulada luego de
los sucesos del 11 de septiembre en Estados Unidos. El gobierno nacional pidió además a los gobiernos de los países vecinos declarar a las Farc
una organización terrorista, pedido que fue asumido con cautela por los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Brasil17 .
Se habló entonces del arribo a una nueva fase
del conflicto armado. Luego de que las Farc sobrevivieron por largo tiempo con mentalidad
campesina y ataques contra poblaciones y posiciones militares aisladas, se consolidaron
financieramente mediante su vinculación con el
negocio de las drogas, adquirieron nuevas tecnologías con asesoría de grupos rebeldes de otros
países, y asumieron ataques a las ciudades. Se
agregó que la desmilitarización del Caguán había sido una etapa importante para estos logros18 . Buena parte de esta afirmación es
adecuada para explicar lo sucedido. Sin embargo, esta “modernización” de las Farc era ya un
hecho en febrero de 2001, cuando se rompió el
proceso de paz. Lo significativo de los nuevos
acontecimientos fue la decisión de confrontar a
la “oligarquía” con actos terroristas impactantes y
premeditados, y al “imperialismo yanqui” por
medio de un ataque consciente a una de sus
aeronaves de reconocimiento. El atentado al
club El Nogal parece que fue preparado durante
varios meses, y cuatro años antes las Farc habían
considerado un grave error el asesinato de tres
civiles estadounidenses por parte de uno de sus
frentes. Pero aparte de actos terroristas urbanos
de gran impacto, incluso con componentes
sofisticados en su preparación y ejecución, es
bien difícil “urbanizar” una guerra dentro de las
17
condiciones presentes en el país. El apoyo de la
población es reducido, debido a la prioridad que
da la guerrilla al uso de los medios militares sobre los políticos, y se centra en sectores sociales
excluidos y en grupos lumpenizados –excepto algunas organizaciones sociales radicales y ciertos
logros en la incorporación de profesionales y estudiantes universitarios–, lo que limita las posibilidades de desarrollar tácticas alternativas al
terrorismo19 .
La cuidadosa preparación y ejecución del
atentado al club social, además de celos burocráticos en la Fiscalía, dificultaron que se encontraran pruebas claras sobre sus autores. Este hecho,
sumado a las respuestas de la comunidad internacional para condenar el hecho, a la tendencia
internacional de unificar frentes contra el terrorismo y contra las violaciones del Derecho Internacional Humanitario –como la inauguración de
la Corte Penal Internacional–, a la decisión de
Estados Unidos de profundizar su injerencia en
el conflicto armado nacional, y quizás a algún
deseo de frenar su desprestigio político, provocó
un inusual pronunciamiento de las Farc. No solamente negaron su autoría, “luego de hacer una
paciente, rigurosa y seria investigación”, sino que
recordaron un pronunciamiento, hecho diez
años antes, condenando el terrorismo20 .
Pero la consecuencia mayor fue la incertidumbre generada, que rompió la confianza con
que había comenzado el año. Esta situación, sumada a acciones terroristas en otras ciudades,
sacó a flote problemas burocráticos en la cúpula
del mando militar. Algo se conocía sobre el carácter ríspido de la Ministra de Defensa, su obsesión por el trabajo y el malestar causado por sus
decisiones administrativas, como el nombramiento de una mujer en la Secretaría General
del Ministerio –cargo ocupado tradicionalmente
por generales– y la centralización de las compras
militares y de su control. Sin embargo, no habían ocurrido incidentes públicos al respecto. La
crítica pública del Comandante de la Fuerza Aérea a una oferta de donación de aviones usados
“Venezuela no aceptará presiones”. En: El Tiempo, 10 de marzo de 2003.
18
Jaramillo Carlos Eduardo. “El día en que cambio el conflicto”. En: Cambio, Nº 503, febrero 17 a 24 de 2003.
19
“Cinco años de preparación. El escuadrón de explosivos de la guerrilla de las Farc”. En: El Tiempo, 2 de marzo de
2003; “La universitaria”. En: Semana, Nº 1.089, marzo 17 a 24 de 2003; “El ICETEX de las Farc”. En: El Tiempo, 26
de marzo de 2003.
20
“‘Marines’, al rescate de estadounidenses”, “Las Farc admiten triple secuestro”. En: El Tiempo, 23 de febrero de
2003; “E.U. pide a países plan contra las Farc”. En: El Tiempo, 6 de marzo de 2003; “Las Farc niegan ataque a El
Nogal”. En: El Tiempo, 11 de marzo de 2003; “Mentiras verdaderas”. En: Semana, Nº 1.089, marzo 17 a 24 de
2003; “Se destapa fiscal de El Nogal”. En: El Tiempo, 6 de abril de 2003.
21
“Empresarios reclaman resultados”. En: El Tiempo, 22 de febrero de 2003; “España dona aviones para la guerra”.
En: El Tiempo, 1 de marzo de 2003; “La Ministra de Defensa desautoriza al jefe de la FAC”. En: El Tiempo, 2 de
marzo de 2003; “Velasco se disculpa con la Ministra”. En: El Tiempo, 6 de marzo de 2003; “‘Terrorismo infiltró a
Policía y Fiscalía en Cúcuta’”. En: El Tiempo, 6 de marzo de 2003; “Una política a prueba”. En: El Tiempo, 11 de
marzo de 2003; Sube la tensión en Palacio”. En: El Tiempo, 16 de marzo de 2003.
22
“La Ministra tuvo que ceder”. En: El Tiempo, 10 de abril de 2003.
23
Stewart Phil, “Colombia asks Neighbors to Join Drug War”, October 15, 2002, <http://www.ciponline.org/
demilita.htm>; “Seguridad regional a examen”. En: El Tiempo, 12 de marzo de 2003; “Vecinos prometen
resultados”. En: El Tiempo, 13 de marzo de 2003; “Uribe, ‘el Blair de A. Latina’”. En: El Tiempo, 19 de marzo de
2003; “Espaldarazo a Uribe en Cusco”. En: El Tiempo, 25 de mayo de 2003; “Venezuela reitera no a declaración
de Cusco”. En: El Tiempo, 17 de junio de 2003; “Espaldarazo de siete países a Uribe”. En: El Tiempo, 16 de agosto
de 2003.
coyuntura
pecial a funcionarios de Estados Unidos y la
Unión Europea. Sin embargo, la precipitud del
evento, la visión “parroquial” de los países
andinos y la desconfianza tradicional entre las
naciones vecinas, dejó más interrogantes que resultados. No hubo avance alguno en el compromiso surgido de una reunión similar en Lima
ocurrida dos años antes, de diseñar una política
de seguridad regional. Al igual que en ocasiones
anteriores, se reafirmaron los buenos propósitos.
La angustia presidencial, derivada de la búsqueda de incorporación del conflicto armado interno a la guerra mundial contra el terrorismo, y la
necesidad de ampliar la ayuda militar de Estados
Unidos al país, lo llevó incluso a declarar –en solitario con dos países centroamericanos en el hemisferio– el apoyo colombiano a la invasión de
Estados Unidos a Irak, en contra de la vasta movilización mundial opuesta a esta decisión. Se
rompió así con la tradición nacional de seguir la
línea de Naciones Unidas en sus políticas frente
a los conflictos bélicos internacionales. Sin embargo, el presidente Uribe logró luego que el
Grupo de Río aprobara –con reservas por parte
de Venezuela–, en su reunión de mayo, una propuesta en la que se solicita al Secretario General
de la ONU que conmine a las Farc para que inicien un diálogo con el gobierno colombiano,
bajo la premisa de un cese al fuego, y que en
caso de que la guerrilla no acepte, “se buscarán
otras alternativas de solución”. También logró
que la Asamblea de la OEA, celebrada en junio,
acogiera lo acordado por el Grupo de Río, además de que ha aprovechado las circunstancias de
reuniones presidenciales para obtener apoyos a
su política de mano dura23 .
Dentro de este contexto internacional, en el
frente interno el presidente Uribe ha seguido
fiel a la línea trazada en los primeros meses de su
gobierno. En medio de la insistencia de sectores
de opinión por lograr un acuerdo humanitario
con las Farc, en mayo de 2003 un operativo mili-
análısıs polítıco nº 50
por parte de España y la dura réplica de la
Ministra desde ese país, mostraron las tensiones
que se experimentan, al salir a la luz pública numerosas anécdotas sobre el particular21 .
Esta situación reflejó las dificultades que hay
para subordinar en forma fluída al estamento
castrense, que ha gozado de autonomía relativa
en sus decisiones, además de prerrogativas ajenas a sus funciones institucionales. Pero también
muestra la importancia de conocer la especificidad de la cultura militar y su racionalidad interna, con el fin de evitar desgastes innecesarios por
parte de las autoridades civiles que asumen con
decisión la dirección de las actividades castrenses, sobre todo al tener en cuenta las tensiones
que se generan en un ambiente de actividades
bélicas22 . Y, ante todo, indica la necesidad de
que quien ocupe la cartera de Defensa conozca
las facetas de las funciones castrenses y el papel
que les corresponde en el complejo contexto político del país, con el fin, entre otros asuntos, de
definir una política de defensa y seguridad adecuada y coherente, que tenga cobertura nacional
y sostenibilidad en el tiempo.
En medio de la incertidumbre generada, aumentó el afán del presidente Uribe por definir
una situación regional favorable para su política
de búsqueda de mayor internacionalización del
conflicto armado. El objetivo es ampliar la aceptación discreta que logró el gobierno anterior de
la co-responsabilidad de la comunidad internacional en el problema de las drogas que sustenta
el conflicto armado, y en consecuencia obtener
apoyos activos para su solución. Incluso el Presidente ve con buenos ojos la conformación de
una fuerza multinacional de apoyo a las acciones
militares en contra del narcotráfico y la subversión.
Con ese afán, en marzo se improvisó una
cumbre en Bogotá sobre seguridad regional, con
la participación de los cancilleres y ministros de
Defensa de los países limítrofes y la invitación es-
[93]
análısıs polítıco nº 50
[94]
tar cuidadoso, pero errado en sus supuestos, destinado a liberar un gobernador y un ex ministro
secuestrados, terminó en su asesinato por parte
de la guerrilla, junto con ocho militares cautivos.
Dado el gran impacto que este hecho produjo en
la opinión pública, se planteó la necesidad de revisar la política gubernamental en materia de
rescates24 .
Por otra parte, de acuerdo con la tendencia
de creación de estímulos para negociar con los
paramilitares, suavizar sus conflictos intenos y
contrarrestar la insistencia de Estados Unidos en
la solicitud de extradición de sus jefes, el Presidente anunció, en mayo, una propuesta de libertad condicional para quienes se desmovilicen y
esten sindicados de delitos. Al hacer este anuncio en un momento de publicidad sobre el incremento en la deserción de guerrilleros, como
respuesta a la política oficial de apoyo a esta conducta, el Presidente mostró su visión de oportunidad, pues tal propuesta facilitaba la disposición
de negociación de los paramilitares25 .
En este contexto han avanzado las conversaciones con las AUC, con el aval tácito de Washington. Pero la propuesta presidencial,
concretada en un proyecto de ley presentado al
Congreso, conocido como alternatividad penal,
desató una larga polémica, que incluyó comentarios oficiales adversos en Estados Unidos y una
dura crítica del Alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia. Este proyecto se suma a otros
presentados por el Ejecutivo, como el de una ley
antiterrorista, que incorpora facultades de policía judicial para las Fuerzas Militares y normas
restrictivas a los derechos civiles. De esta manera,
dentro de la persistente línea política inicial del
gobierno, no se observan signos de apertura
para con las guerrillas, aunque éstas sí han modificado su posición original26 .
En un ambiente de presión del Presidente a
los altos mandos militares y al cuerpo de generales, incluso con duras críticas públicas en busca
de resultados en el orden público, las Farc buscan repolitizar su imagen, bastante deteriorada
en la opinión pública nacional e internacional,
que las asimila en buena parte a la imagen de terroristas surgida despues del 11 de Septiembre.
Luego de repetidas críticas oficiales a la ONU,
en particular por no pronunciarse frente al pedido del Presidente de mediación ante las Farc, y
tenues señales de que a pesar de la ambivalencia
oficial este organismo ya ve con buenos ojos tal
solicitud, esta guerrilla pidió a las Naciones Unidas que escucharan su versión del conflicto. Además, comunicaron a la Iglesia su disposición a
recibir a uno de sus representantes, siempre y
cuando no actuara a nombre del gobierno. Y
para abrir el camino a su nueva posición, a fines
de agosto presentaron, con gran publicidad,
pruebas de supervivencia de los secuestrados políticos más notables. No obstante, siguen en su línea dura frente al gobierno, al continuar con la
amenaza a los alcaldes y a los candidatos a las
24
“Se enreda el intercambio”, en El Tiempo, 12 de febrero de 2003; “En el limbo”. En: Semana, Nº 1.085, febrero 17
a 24 de 2003; “Los contactos secretos del acuerdo humanitario”. En: El Tiempo, 27 de abril de 2003; “La
encrucijada”. En: Semana, Nº 1.096, 5 a 12 de mayo de 2003; “Farc asesinaron a rehenes”. En: El Tiempo, 6 de
mayo de 2003; “Un país endurecido”. En: Cambio, Nº 515, mayo 12 a 19 de 2003; “Rescatar: ¿sí o no?”. En:
Semana, Nº 1.097, 12 a 19 de mayo de 2003; “Gobierno pedirá facultades para excarcelar guerrilleros”. En: El
Tiempo, 16 de mayo de 2003.
25
“Fractura en diálogo con las autodefensas”, en El Tiempo, 1 de febrero de 2003; “Pedido de extradición hizo
estallar a las AUC”. En: El Tiempo, 20 de marzo de 2003; “Piden a paramilitares seguir con los diálogos”. En: El
Tiempo, 22 de abril de 2003; “Desmovilizados al alza”. En: El Tiempo, 18 de mayo de 2003; “Se entregó ideólogo de
las Farc”. En: El Tiempo, 27 de mayo de 2003; “Uribe propone excarcelación para los delitos atroces”. En: El
Tiempo, 29 de mayo de 2003; “Por qué la carta de libertad condicional”. En: El Tiempo, 1 de junio de 2003; “Póker
paramilitar”. En: Semana, Nº 1.100, 2 al 9 de junio de 2003.
26
“Acuerdo para desmovilización de paramilitares”, en El Tiempo, 16 de julio de 2003; “Pasó en el Senado el
estatuto antiterrorista”. En: El Tiempo, 19 de junio de 2003; “E.U. financiaría diálogos”. En: El Tiempo, 20 de junio
de 2003; “Corazón grande”, en Cambio, Nº 520, 16 a 23 de junio de 2003; “La propuesta de las AUC”. En: Cambio,
Nº 523, 7 a 14 de julio de 2003; “¿Meras coincidencias?”. En: Semana, Nº 1.106, 14 a 21 de julio de 2003; “Mucha
tela que cortar”. En: Cambio, Nº 525, 21 al 28 de julio de 2003; “Un buen comienzo”. En: Semana, Nº 1.107, 21 a
28 de julio de 2003; “Disidencia ‘para’ pide diálogo”. En: El Tiempo, 4 de agosto de 2003; “Delitos atroces, al
Congreso”. En: El Tiempo, 22 de agosto de 2003; “La para-política”. En: Semana, Nº 1.111, 18 a 25 de agosto de
2003; Congreso de la República, Proyecto de Ley No.18-03 estatutaria mediante la cual se adopta el estatuto
nacional para enfrentar el terrorismo; Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Derechos Humanos, “Comunicado de Prensa”, Bogotá, 28 de agosto de 2003.
“DEL AFÁN NO QUEDA SINO EL CANSANCIO”
Con el objeto de precisar anotaciones hechas
en materia de seguridad, conviene señalar algunos problemas de la política gubernamental en
este tema. La mayor dificultad en la urgencia de
elaborar una política coherente e integral de seguridad, en un país con las características actuales de Colombia, es articular la realidad de la
guerra con la búsqueda de paz. Un régimen político con grandes falencias en su ejercicio democrático, pero sin ser dictatorial, alterado por un
conflicto armado interno en el que intervienen
subversión y paramilitares, requiere confrontar
ese conflicto sin deteriorar sus limitados logros
en materia de derechos civiles. El objetivo de
este requisito esencial es crear las condiciones
mínimas para alcanzar una paz que permita emprender los correctivos necesarios para desarrollar la democracia, y de esta manera asegurar
que esa paz sea duradera. La compleja situación
nacional ha hecho ver en forma equivocada que
la solución de muchos de los problemas que a
diario se agravan debe buscarse incorporándolos
a una poco clara agenda de seguridad. En estas
circunstancias, conviene rediseñar la política de
seguridad con el fin de afrontar la guerra, con
instrumentos jurídicos, económicos y militares
que, sin mengua de su eficacia para frenar este
conflicto, logre inducir un ambiente propicio
para iniciar un proceso de paz que sea aceptado
por las partes, pero sin caer en los errores de
procesos anteriores. Un logro así implica, de he-
27
“Mindefensa reprueba asesor especial de la ONU”. En: El Tiempo, 20 de mayo de 2003; “Farc y Auc, en lista negra
de ‘narcos’”. En: El Tiempo, 3 de junio de 2003; “Uribe fustiga a la ONU”. En: El Tiempo, 20 de junio de 2003;
“Alta tensión con la ONU”. En: El Tiempo, 22 de junio de 2003; “Corte puso a salvo el grueso del referendo”. En:
El Tiempo, 10 de julio de 2003; “El viraje de las Farc”. En: El Tiempo, 25 de julio de 2003; “Ultimátum de Uribe a
militares”. En: El Tiempo, 12 de agosto de 2003; “Farc acuden a la Iglesia”. En: El Tiempo, 15 de agosto de 2003;
“Farc y Eln no negociarán con el presidente Uribe”. En: El Tiempo, 26 de agosto de 2003; “Amenazadas elecciones
en 100 municipios”. En: El Tiempo, 22 de agosto de 2003; “Qué buscan las Farc con el video de Íngrid”. En: El
Tiempo, 1 de septiembre de 2003.
28
“En alza, gestión de Uribe”. En: El Tiempo, 19 de marzo de 2003; “Qué tan duro se ha golpeado de verdad a las
Farc”. En: Semana, 28 de abril a 5 de mayo de 2003; “Acuerdo salva la reforma política”. En: El Tiempo, 22 de mayo
de 2003; “Uribe y referendo, ¿un destino común? En: Cambio, Nº 518, junio 2 a 9 de 2003; “E.U. certifica a
Colombia”. En: El Tiempo, 9 de julio de 2003; “¿Quién es el enemigo?”. En: Semana, Nº 1.101, 9 a 16 de junio de
2003; “Con Uribe, salvo la economía, todo bien”, “Popularidad de Uribe está intacta”. En: El Tiempo, 23 de julio
de 2003; “Viento en popa”. En: Semana, Nº 1.108, 28 de julio a 4 de agosto de 2003; “Con paso firme”, “De cal y
de arena”. En: Cambio, Nº 526, 28 de julio a 4 de agosto de 2003; “‘Farc son derrotables’: Rumsfeld”. En: El
Tiempo, 20 de agosto de 2003; “Tarjeta amarilla”. En: Cambio, Nº 529, 18 a 25 de agosto de 2003; “E.U. entra en
lucha antisecuestro”. En: El Tiempo, 28 de agosto de 2003; “¿Giro radical?”. En: Semana, No 1.112, 25 de agosto a
1 de septiembre de 2003; “La paradoja de Uribe”. En: Semana, Nº 1.113, 1 a 8 de septiembre de 2003.
coyuntura
en el corto plazo de ver otra alternativa. Así lo
muestra la rapidez con que comenzó el trámite
legislativo de reelección del Presidente28 .
análısıs polítıco nº 50
elecciones de octubre, que incluyen el referendo
avalado por la Corte Constitucional, pero limitado por ésta en sus alcances proselitistas. Incluso,
en un pronunciamiento conjunto con el ELN –
inédito desde la época de la Coordinadora Guerrillera, una década antes– las Farc ratificaron su
intención de no negociar con el gobierno de
Uribe27 .
Si se tienen en cuenta las expectativas que
despertó desde la campaña electoral, al año de
iniciado el gobierno del presidente Uribe no se
observaban resultados firmes en su política de seguridad. Si a ello se suman los problemas de la
economía, la crisis fiscal y el desempleo, los surgidos durante la aprobación de la reforma política en el Congreso y las diferencias entre los
congresistas que apoyan al Presidente –como
parte de las contradicciones propias de la inexistencia funcional de partidos políticos–, no son
de extrañar los grandes interrogantes que se presentan hacia el futuro.
No obstante, hay dos asuntos claros, por ahora: primero, la ratificación del apoyo oficial de
Estados Unidos al presidente Uribe, mediante la
visita al país, durante los días del primer aniversario de su gobierno, de altos funcionarios gubernamentales, incluido el jefe de Estado Mayor
Conjunto y el secretario de Defensa, y segundo,
el muy alto nivel de aceptación pública en que se
ha mentenido la imagen del presidente. Este último factor se explica por la manipulación oficial
de los medios de comunicación, la ligereza profesional de éstos –mediada por el afán de la “chiva”–, la persistencia de las ideas de Uribe, su
habilidad política, su hiperactividad y afán de estar en todas partes, y también la imposibilidad
[95]
análısıs polítıco nº 50
[96]
cho, articular el problema de la guerra con el de
la paz. Pero para que tal logro tenga viabilidad,
es indispensable la incorporación en esa tarea de
objetivos que consideren profundas políticas sociales de mediano y largo plazo29 .
Si se toman estos lineamientos generales y se
confrontan con lo observado durante el primer
año de gobierno del presidente Uribe, pueden
plantearse algunas ideas al respecto. En primer
lugar, el gobierno ha señalado que la seguridad
debe abordarse en forma amplia, es decir, teniendo en cuenta factores políticos, económicos
y sociales, además del militar. Este señalamiento
adecuado se debe en buena medida a los avances
logrados en la incorporación de civiles conocedores del tema de seguridad en el Departamento
Nacional de Planeación –desde la creación de la
Unidad de Justicia y Seguridad hace una década– y en el Ministerio de Defensa Nacional,
como complemento a la designación de ministros civiles en esa cartera desde 1991. También
han influido los intentos de algunos de los últimos gobiernos de asumir la dirección de la política de seguridad por parte de las autoridades
civiles. Sin embargo, han surgido dificultades derivadas del celo estamental de los altos mandos,
de las urgencias creadas por la escalada del conflicto armado y del poco conocimiento y experiencia en asuntos militares por parte de quienes
tienen que ver en el Estado con los asuntos de
orientación y dirección castrense, en especial los
miembros de las comisiones segundas del Congreso. Además, han aparecido ahora problemas
causados por la creencia de la Ministra de Defensa de que la eficacia militar tiene que ver más
con una buena gerencia que con una percepción
política apropiada, en un campo muy sensible y
especializado en el que se corren mayores riesgos al ensayar. Esta situación ha derivado en improvisaciones e imprecisiones, y ante todo en
realce de las medidas militares e insuficiencia del
resto de componentes requeridos.
En segundo lugar, no ha habido articulación
con una política de paz, pues ésta no existe. El
gobierno tal vez supone que una política de paz
consiste en tener como objetivo esencial doblegar la fortaleza militar de la subversión, con el
fin de que se vea obligada a pedir o a aceptar
una negociación sin las exigencias del pasado inmediato, y ante todo sin la arrogancia que mos-
29
tró en el Caguán. Naturalmente, esto forma parte de los objetivos que hay que buscar mediante
las acciones militares, pero una política de paz
que se articule con la de la guerra es algo que va
más allá de esa escueta consideración. Por otra
parte, no pueden llenarse vacíos importantes de
una política de paz mediante conversaciones con
los paramilitares y alicientes planteados por el
gobierno, pues estos esfuerzos expresan más el
talante del Presidente y un desafío a las Farc, y
menos un camino hacia una paz sostenida. El
proyecto de ley estatutaria “por el cual se dictan
disposiciones en procura de la reincorporación
de miembros de grupos armados que contribuyan de manera efectiva a la consecución de la
paz nacional”, conocido como alternatividad penal, es un despropósito político y jurídico, que
ha sido rechazado incluso por congresistas afectos al gobierno. Por tanto, no puede
considerársele siquiera como parte de una política de paz. Así mismo, una medida que supuestamente contribuye a la paz, como es el estímulo a
la deserción de guerrilleros, hace parte más bien
del objetivo de debilitamiento militar, por sus
efectos sobre la moral de la subversión, pero no
puede hacer parte de una política de paz.
Lo esencial de una política de paz es que
haga parte de una estrategia de guerra. Cualquier política de paz tiene que ver con la interpretación del conflicto armado. Y si ésta no es
adecuada, se cae en costosos errores. Es necesario comenzar entonces por reconocer la guerra,
entender su racionalidad y articular una política
de paz hacia las Farc, con derivaciones hacia los
demás grupos, que muestre de manera clara y
confiable la disponibilidad del gobierno de dialogar sin que necesariamente se “arrodille al enemigo”. El agresivo lenguaje castrense, derivado
de muchos años de confrontación armada, contradice este objetivo. En lugar de ayudar a las tareas militares las entorpece, pues ha servido para
subvalorar a las guerrillas, no sólo en términos
militares sino ante todo políticos. Así mismo, el
degradante lenguaje de las autoridades oficiales,
como parte de la cruzada mundial contra el terrorismo luego del 11 de Septiembre, refuerza
este problema. Un ejemplo de algo que contribuiría a mostrar esa necesaria disponibilidad negociadora del gobierno nacional sería una
política factible y clara acerca de los numerosos
Buitrago Leal, Francisco, “La seguridad: difícil de abordar con democracia”. En: Análisis Político, Nº 46, mayo a
agosto de 2002, p. 71.
coyuntura
en un ambiente que se presta para difundir aún
más la corrupción y las arbitrariedades, pues es
imposible darle la transparencia que requeriría
para no degenerar en experiencias contraproducentes parecidas a las que se vivieron en las dictaduras del Cono Sur. A su vez, la idea de
recompensas por información se liga a los problemas anteriores y por eso se ha prestado a arbitrariedades resultado de la imposibilidad de un
manejo adecuado. En cuanto a la política de estímulo a la deserción de guerrilleros, forma parte
de la aplicación de ideas promovidas mediante la
manipulación de los medios de comunicación.
Hace parte de una “guerra psicológica”, que de
manera contradictoria crea problemas en la medida en que aumente el número de desertores:
¿puede el Estado darles a estos excombatientes
una alternativa económica y social sostenible, teniendo en cuenta sus insuficiencias y los problemas estructurales de carácter social en el país?
Por último, la seguridad vial es parte importante
del cambio de percepción de la inseguridad,
como base del apoyo mantenido por las clases
medias y altas a la gestión presidencial.
La reforma militar, iniciada a raíz de los descalabros militares ante la guerrilla durante el gobierno de Samper y apoyada financiera y
técnicamente por Estados Unidos, fortaleció a la
Fuerza Pública, pese a las distorsiones derivadas
de las exigencias de ese país, cuyo objetivo es la
lucha contra las drogas, y el combate al terrorismo luego del 11 de Septiembre. Pero el afán
“eficientista” del Presidente y su Ministra, reflejado incluso en improvisaciones de mando directo
táctico sobre el terreno, distorsiona más esa reforma. Además, no existe una visión política clara de readecuación estratégica del componente
militar, que se derive de la construcción de una
política de seguridad de Estado, en la que participen de manera activa no sólo todas las instancias estatales que tienen que ver con la seguridad
–ministerios de Defensa, Relaciones Exteriores y
del Interior, Planeación Nacional, Congreso, Fiscalía, cortes Constitucional y Suprema,
Procuraduría, Fuerzas Militares, Policía Nacional, DAS–, sino organizaciones de la sociedad civil con gran peso en el contexto social. Pero lo
más delicado de la ayuda derivada del Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina es que se
creó una tendencia de dependencia técnica y financiera externa, a la que no puede responder
el país por sí solo. En el país no ha existido nunca una visión alternativa de lo que podría llamar-
análısıs polítıco nº 50
militares y personajes retenidos por las Farc, a la
luz de la experiencia mundial sobre acuerdos
humanitarios. Pero este asunto anda como rueda
suelta, al vaivén de la confusa delegación planteada por el gobierno a las Naciones Unidas y de
las angustias de familiares y organizaciones nacionales e internacionales preocupadas por la situación de esas víctimas, además del
aprovechamiento de oportunidades de liberación de rehenes, según criterios castrenses o iniciativas presidenciales.
En tercer lugar, no ha habido coherencia y
previsión suficientes en la política
específicamente militar. La promovida política
de seguridad democrática se ha elaborado y ejecutado sobre la marcha, mediante la activación
de un acumulado de ideas prefijadas del Presidente, contrastadas a través del “ensayo y error”.
Ideas ambivalentes como las de los llamados soldados campesinos, la red de informantes –maquillada con cambios de nombre, hasta
desembocar en el de cooperantes–, la de recompensas por información, la de estímulos a la deserción y la de seguridad vial –promocionada
con el nombre de “Vive Colombia viaja por
ella”–, no son necesariamente –en su forma y
contenido– lo que más conviene a la actual situación de guerra.
Los soldados campesinos hacen parte de unidades militares antiguerrilleras, que se volvieron
de esta manera híbridas, y cumplen funciones de
policía al mantener territorios. No se ha pensado
en figuras más orgánicas –que incluso solucionen la inestabilidad de los soldados campesinos
que pagan su servicio militar–, como por ejemplo una guardia nacional transitoria mientras
dure el conflicto armado. Por su parte, la amorfa
red de cooperantes pretende sustituir la participación activa y voluntaria de la sociedad civil,
que podría expresarse mediante acciones de
compromiso –inducido de manera política– con
una concepción estatal de seguridad. El Estado
no tiene ninguna capacidad de control de una
práctica delatoria que incorpora características
negativas de la sociedad, como la volatilidad de
los referentes nacionales y la fragmentación de
lo regional, lo económico, lo político y lo social.
Además, la gran debilidad de la Fuerza Pública
en lo que se denomina “inteligencia humana”,
impide una evaluación adecuada de ese supuesto
enorme potencial de información. Esto hace que
los cooperantes actúen como un organismo informe, al vaivén de difusos intereses particulares,
[97]
análısıs polítıco nº 50
[98]
se “tecnología apropiada militar”, que enfrente
la guerra con recursos que no desaten una espiral de necesidades financieras. Esto sería posible
si se asume una reforma profunda, en la que se
desmonte la burocratización, representada, en
buena parte, en unidades propias de la guerra
regular y en la excepcionalidad castrense en materia de seguridad social. Además, se requiere la
creación de unidades especiales apoyadas más en
la “inteligencia humana” –aún permeada y
distorsionada en el país por la ideología de la
Guerra Fría– que en la “inteligencia técnica”, y
mayor decisión en la reformulación del disperso
dispositivo militar en el país.
En cuarto lugar, existen dificultades derivadas
de la confusión entre funciones militares y
policiales. Éste es un antiguo problema agravado
por el conflicto armado, en el que los militares
se han “policivizado” y la policía se ha militarizado. Los gobiernos se han encargado de alimentar este problema, asignando funciones cruzadas
o que no les competen a estas fuerzas, varias con
sentido de prerrogativa. La Carta de 1991 sentó
el principio de que la Policía Nacional es civil,
pero su dependencia de los militares no se concretó sino con la designación de un ministro de
Defensa civil. La reforma de la Policía de 1993
fue un paso adelante para separar los dos grupos
de funciones, pero se quedó estancada, como lo
atestigua el alto grado de corrupción que se observa todavía en la institución30 . En el gobierno
actual se aprecia una dependencia y poca iniciativa del Director de la Policía frente al pensamiento presidencial, además de los problemas
derivados de la competencia malsana en la cúpula policial y la ambigüedad orgánica de la institución con respecto a su relación con el Ministerio
de Defensa. Además, las improvisaciones en la
política de seguridad democrática han conducido a militarizar y trastocar aún más las funciones
policiales, al asignar las de esta competencia al
Ejército, sobre todo en áreas urbanas, y debilitar
en tal sentido a la Policía. La terquedad con la
que se defiende la asignación de funciones de
policía judicial para las Fuerzas Militares, con el
argumento redundante de que ambas fuerzas
son lo mismo, es ejemplo destacado de la confu-
sión en la visión política sobre seguridad que tienen las autoridades. En general, la vocación urbana de la fuerza policial, en un sentido
moderno, se ha descuidado y no existe una política que busque desmilitarizar en este sentido a
la Policía, aun si se tienen en cuenta las
dificultades creadas en este aspecto por el conflicto armado.
Por último, como condensación de los puntos
anteriores, hay dos escritos centrales relativos a
la llamada política de seguridad democrática: el
“Plan Nacional de Desarrollo” y la “Política de
Defensa y Seguridad Democrática”. El primero
de ellos se conoció a comienzo de 2003, en víspera de su presentación al Congreso. Al igual
que los planes de desarrollo de anteriores gobiernos, es un documento de buenas intenciones. Lo singular radica en que su objetivo central
es brindar seguridad democrática. En esta materia, recoge planteamientos de la campaña electoral y del inicio del gobierno. El capítulo inicial,
control del territorio y defensa de la soberanía
nacional, se desglosa en los siguientes propósitos: reducción de las organizaciones armadas al
margen de la ley, fortalecimiento de la Fuerza
Pública, promoción de la cooperación ciudadana, protección a la infraestructura económica,
seguridad urbana y programa de seguridad vial.
Sin embargo, en esta materia, que constituye el
eje del Plan, no hay concreción con propuestas
específicas, implementación respectiva y asignación de recursos sobre el particular. En esencia,
es un inventario de ideas sobre el programa bandera del Presidente, que agrega poco a planteamientos anteriores31 .
El texto final de la “Política de Defensa y Seguridad Democrática” se publicó a mediados de
2003, luego de varios borradores conocidos parcialmente. Consta de cinco partes. La primera,
enuncia propósitos democráticos que supuestamente son la esencia de la seguridad democrática, como son los derechos humanos, la
cooperación y solidaridad, la eficiencia y austeridad, la transparencia y juridicidad, la
multilateralidad y corresponsabilidad, la acción
coordinada del Estado y una escueta mención final sobre la opción de negociación. La segunda
30
Buitrago Leal, Francisco. El oficio de la guerra. La seguridad nacional en Colombia, Bogotá, Tercer Mundo EditoresIepri, Universidad Nacional de Colombia, 1994, Capítulo 4; “Contra las cuerdas”. En: Semana, Nº 1.115, 15 a 22
de septiembre de 2003.
31
Presidencia de la República-Departamento Nacional de Planeación, Bases del Plan Nacional de Desarrollo, 20022006. Hacia un Estado comunitario, 2002.
L E G I T I M I D A D D E L E S TA D O, E J E D E U N A
POLÍTICA DE SEGURIDAD
Lo fundamental de una política de seguridad,
que pretenda ser efectiva en una situación como
32
Presidencia de la República-Ministerio de Defensa Nacional, Política de defensa y seguridad democrática, Bogotá,
Ministerio de Defensa, 2003.
33
El único antecedente semejante fue la formulación de la “Estrategia nacional contra la violencia”, durante el
gobierno de Gaviria, esfuerzo político que finalmente fracasó.
34
Congreso de la República, “Proyecto de ley Nº 22-03 por el cual se dictan disposiciones sobre la seguridad y
defensa nacionales”.
coyuntura
cho a la realidad, en el sentido de que la ejecución de las políticas mencionadas antes, como
son los soldados campesinos, la red de
cooperantes, etc., –que son políticas para enfrentar la guerra–, no se articula en forma clara a la
formulación del escrito, comenzando porque en
éste no se reconoce el conflicto armado. En este
sentido, es un modelo, no necesariamente formulado de manera apropiada, difícil de desarrollar dentro de la coherencia formal que
presenta. Por ejemplo, supone una racionalidad
estatal que no existe, la limita en esencia a lo militar al excluir buena parte de instituciones estatales vinculadas a la función de seguridad y no se
ven espacios claros para desarrollos específicos,
como las políticas señaladas que están en marcha
y proyectos normativos como el de la ley de libertad condicional. Además, descarta, de hecho,
una ley marco de defensa y seguridad, que sustituya a la Ley 684 de 2001, declarada inexequible
por la Corte Constitucional en 2002, con lo cual
quedó vigente la desueta Ley 48 de 1968. El proyecto de ley, “por el cual se dictan disposiciones
sobre la seguridad y defensa nacionales”, indica
la claudicación del Ejecutivo en sacar adelante
esta clase de normas34 . Su esencia debería ser la
expresión integral y condensada de una concepción estatal de seguridad, que recoja las líneas
básicas de una política gubernamental de seguridad –equivalente a la actual– y señale un camino
claro para desarrollos subsiguientes, que afinen
una visión de Estado sobre el tratamiento que
debe dársele a la guerra, a la búsqueda de paz y a
las relaciones exteriores en materia de defensa.
Por último, para plantear sólo algunos problemas destacados de este documento sobre política de defensa y seguridad democrática, la
mención que hace sobre el tradicional tema de
defensa nacional hacia el exterior se queda en
un mero enunciado sobre disuación a eventuales amenazas.
análısıs polítıco nº 50
parte formula las amenazas que son un “riesgo
para la nación, las instituciones democráticas y la
vida de los colombianos”. Éstas son seis: 1) terrorismo, 2) negocio de drogas ilícitas, 3) finanzas
ilícitas, 4) tráfico de armas, municiones y explosivos, 5) secuestro y extorsión, y 6) homicidio. La
tercera parte señala cinco objetivos estratégicos:
1) consolidación del control estatal del territorio, 2) protección de la población, 3) eliminación del comercio de drogas ilícitas, 4)
mantenimiento de una capacidad disuasiva y eficiencia, y 5) transparencia y rendición de cuentas. La cuarta parte indica seis líneas de acción:
1) coordinar la acción del Estado mediante instituciones establecidas, 2) fortalecer las instituciones del Estado relacionadas con la seguridad, 3)
consolidar el control del territorio nacional, 4)
proteger a los ciudadanos y la infraestructura de
la nación, 5) cooperar para la seguridad de todos, y 6) comunicar las políticas y acciones del
Estado. La última parte menciona en forma breve el tema de financiación y evaluación32 .
En la parte final del documento se presenta
una matriz de responsabilidades institucionales
de los ministerios, tres departamentos administrativos y cuatro organismos que no son del Ejecutivo nacional (Procuraduría, Fiscalía, Consejo
Superior de la Judicatura y Medicina Legal), en
lo que corresponde a los objetivos estratégicos
formulados antes. Así mismo, un documento adicional describe el sector defensa, expresado en
la Fuerza Pública, y esquematiza una articulación
de los objetivos estratégicos –planteados en el
texto de la “Política de Defensa y Seguridad Democrática”– con el plan estratégico del sector defensa, mediante puntos extractados de la misma
política.
El documento sobre la política de seguridad
democrática es un esfuerzo muy importante –
casi inédito en la historia contemporánea del
país33 – de integración de responsabilidades en
los aspectos centrales de la seguridad, pero ante
todo de asumir la responsabilidad civil en la dirección política de la seguridad y los asuntos militares. Sin embargo, en lo que respecta a esa
integración, no se observa que corresponda mu-
[99]
análısıs polítıco nº 50
[100]
la actual del país, es contar con un Estado con
altos niveles de legitimidad, es decir, que tenga
credibilidad, confianza y respaldo activo de la
sociedad, y que induzca dinámicas de apoyos sociales. Pero el Estado colombiano ha sido tradicionalmente débil en términos políticos. Basta
señalar la permanente búsqueda de soluciones
privadas –incluida la violencia– a los más variados problemas sociales.
Una política eficaz de seguridad para el país
requiere entonces el compromiso pacífico, pero
activo, de amplios grupos sociales en la solución
de la guerra. Para ello, debe considerarse no
sólo el frente interno del país, sino también el
frente internacional. En el frente interno, se necesitan al menos cuatro situaciones complementarias. Primera, el Estado debe contar con una
credibilidad generalizada en sus instituciones civiles por parte de la sociedad. El Ejecutivo se
ubica en el centro de esta consideración, sobre
todo frente a aspectos sensibles para la opinión
pública como son la recaudación de impuestos y
el manejo del gasto público. La corrupción es el
problema central que se deriva de estas funciones. De ahí la importancia de implementar reformas efectivas para reducirla, pero ante todo
mostrar que el gobierno tiene la voluntad política necesaria para lograrlo. La capacidad
impositiva con equidad forma parte de esta situación.
Segunda, es fundamental que haya confianza
en el brazo armado del Estado. La reivindicación de los derechos humanos por parte de la
Fuerza Pública en años recientes, debido en
buena medida a la presión de la comunidad internacional, tiene como subproducto haber ganado respeto de muchos grupos sociales. Pero
hay que tener en cuenta que los crímenes de
paramilitares y guerrilleros han opacado el problema de violación de los derechos humanos
por parte de la Fuerza Pública (violación que sin
embargo ha disminuido) y por tanto han ayudado a diluir responsabilidades.
Tercera, es indispensable generar una profunda revisión de la alteración que han experimentado en el país los principios éticos y
morales que rigen los ideales democráticos. La
pérdida del valor del trabajo, la valoración del
enriquecimiento fácil, la resistencia de los estratos altos a ceder buena parte de sus privilegios
35
conseguidos de manera fraudulenta y la arrogancia clasista que impregna a los grupos de mayores ingresos constituyen taras sociales con las
cuales será imposible acceder a una paz sostenida. En este sentido, no es lógico afirmar que el
conflicto armado interno es una guerra contra la
sociedad, así se hayan desvanecido las llamadas
“causas objetivas” de la guerra.
Cuarta, sobre la base de las situaciones anteriores, podrían formularse e implementarse políticas de movilización social, dentro de una
estrategia integral de seguridad, que tengan
como meta obtener la legitimidad estatal necesaria para enfrentar la guerra, recuperar la política
(es decir, institucionalizar los conflictos y negociar los intereses) y acceder a una paz sostenida.
Las políticas de movilización social minimizan la
vulnerabilidad de la sociedad frente al conflicto
armado. Pretender que una guerra irregular se
libre entre uniformados a espaldas de la población civil es además de irreal inconveniente,
pues la legitimidad de las acciones estatales no se
logra de manera pasiva, sino mediante actos que
impliquen compromisos ciudadanos expresos
frente a la guerra pero sin responsabilidades bélicas. Así mismo, buscar la neutralidad frente a
los “actores armados” es loable, pero lo más que
se puede alcanzar son acuerdos transitorios y aislados, con arreglos a veces turbios. Aunque esporádicas, las experiencias de resistencia civil en los
últimos años son ejemplos destacados de participación activa y pacífica de la población.
En el frente externo, la participación de la comunidad internacional es igualmente necesaria,
pues en las circunstancias presentes el país no
sale por sus propios medios de su encrucijada. Y
para superarla es decisiva la participación de terceros neutrales35 . La presencia internacional,
mediante acompañamiento, mediación,
facilitación, verificación u otra figura ajena a la
intervención militar, debe derivarse de funciones
específicas, que podrían ser simultáneas o sucesivas, plasmadas en una propuesta que haga parte
también de una política integral de seguridad de
Estado, es decir, que tenga continuidad a través
de los gobiernos. Y en ella habría que involucrar
a personalidades, gobiernos, organizaciones
multilaterales u otros actores externos, desde el
inicio mismo del proceso de su formulación.
Estos lineamientos son apenas ejemplos de lo
Al respecto es ilustrativo el libro de Walter F., Barbara. Commiting to Peace. The Successful Settlement of Civil Wars.
Princeton, Princeton University Press, 2002.
coyuntura
sólo a competir en el campo militar con guerrillas y paramilitares, pues estos grupos han dado
prioridad a la fuerza en desmedro de la política.
El uso de medios militares con tendencia a su exclusividad y las reformas del Estado con el fin
primordial de lograr mayor eficiencia, atentan
contra la flexibilidad y el equilibrio políticos necesarios para afrontar con éxito los agudos problemas nacionales.
FECHA DE RECEPCIÓN: 15/09/2003
FECHA DE APROBACIÓN: 15/10/2003
análısıs polítıco nº 50
que podría ser la compleja participación civil en
una política integral de seguridad, con el fin de
manejar de manera adecuada el conflicto armado al fortalecer y legitimar las medidas de orden
militar, e inducir y acelerar el uso de mecanismos políticos explícitos para una solución negociada. El Estado, en su carácter de eje político de
la sociedad, tiene la responsabilidad de inventar
medios políticos para lograrlo, y no dedicarse
[101]
análısıs polítıco nº 59, Bogotá, enero-abril
2004:
págs.
análısıs
polítıco
nº 40-54
50
Acercando a los
vecinos:la agenda
de seguridad
andino-brasileña
[102]
Socorro Ramírez
Profesora del
Instituto de Estudios Políticos y
Relaciones Internacionales (IEPRI).
con el fin de contribuir a superar el
desconocimiento mutuo, formular políticas internacionales más consistentes e identificar mecanismos que permitan hacerle frente a las
amenazas y los retos compartidos, académicos
andinos y brasileños han impulsado diversas iniciativas para construir espacios de debate e investigación conjunta. De esos esfuerzos hacen parte
los trabajos del grupo de estudios estratégicos
que desarrollan universidades y centros brasileños, las cátedras andinas que realiza Flacso-Ecuador, los talleres sobre el conflicto colombiano y
sus vecinos realizados en el marco de los eventos
internacionales de la Red Espacio y Territorio de
la Universidad Nacional de Colombia, y la década de trabajos conjuntos del Grupo Académico
Binacional impulsado por la Universidad Central
de Venezuela (UCV) y el IEPRI de la Universidad
Nacional de Colombia.
Todos estos esfuerzos han llevado a la formulación de un proyecto andino brasileño1, que reunió en Bogotá, el 15 y 16 de mayo de 2003, a
embajadores y agregados de defensa junto con
profesionales de centros académicos de todos los
países andinos y de Brasil, gracias al apoyo de la
Friedrich Ebert en Colombia (Fescol) y del Instituto Latinoamericano de Desenvolvimiento Económico e Social (Ildes) de Brasil. Dos días antes,
el 13 y 14 de mayo, el programa internacional
que impulsan distintas universidades colombianas con el apoyo de Fescol, realizó, con los académicos invitados, intensas sesiones de trabajo
sobre la situación de cada país andino y de Brasil, así como sobre las relaciones que estos vecinos mantienen con Colombia.
ISSN 0121-4705
1
El equipo de trabajo del proyecto está conformado
por Marco Cepik de la Universidad Federal do Río
Grande do Sul, Mónica Hirst del Centro de
Estudios Brasileros, Adrián Bonilla de FlacsoEcuador, Ana María Sanjuán de la UCV y Socorro
Ramírez del IEPRI de la Universidad Nacional de
Colombia.
LA SEGURIDAD GLOBAL EN LA PERSPECTIVA
DE ESTADOS UNIDOS
Como no ocurría desde la segunda posguerra, a partir de la finalización del conflicto
bipolar, el contexto internacional no cesa de
cambiar: luego de la posguerra fría vino el pos
11 de septiembre, y ahora estamos en el pos
Irak. Al ritmo de esos cambios, Estados Unidos
se consolida como potencia global e impulsa el
reordenamiento mundial, en particular en materia de seguridad.
La posguerra fría se inició con la esperanza
de un orden más pacífico, justo y plural, en el
que predominara la cooperación entre las naciones y en el cual los asuntos socioeconómicos desplazaran a los tradicionales temas de seguridad y
2
Maria Celina de Azevedo, embajadora de Brasil; Harold Forsyth, embajador de Perú; Carlos Rodolfo Santiago,
embajador de Venezuela; coronel Fabio José Almeida, agregado de defensa, embajada de Brasil; Francine Jacome,
Instituto Venezolano de Estudios Sociales y Políticos; Juan Ramon Quintana, Universidad de la Cordillera de
Bolivia; Marco Cepik, Universidade Federal do Río Grande do Sul; Paulo Cordeiro de Andrade Pinto, embajada
de Brasil en México; Mónica Herz, Universidad Católica de Río de Janeiro; Juan Tokatlian, Universidad de San
Andrés, Argentina; Arlene Tickner, Universidad de los Andes, Colombia; César Montúfar, Universidad Andina
Simón Bolívar de Quito; Socorro Ramírez, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia; Carlos Romero, UCV;
Adrian Bonilla, Flacso-Ecuador; Thomaz Guedes da Costa, National Defense University, Washington; Francisco
Leal, Universidad de los Andes, Colombia; Ana María Sanjuan, UCV; Andrés Serbin, CRIES, Buenos Aires; Alcides
Costa Vaz, Universidade de Brasilia.
3
Las relaciones diplomáticas y de seguridad entre los países andinos y Brasil; La inserción internacional de
seguridad de Brasil y la región andina; La perspectiva desde Estados Unidos: terrorismo y narcotráfico; El
conflicto colombiano y la dinámica política regional y global; Los temas de seguridad estatal y humana:
contenidos y prioridades; Los mecanismos de cooperación en seguridad andino-brasileña; Los desafíos para la
agenda de seguridad andino-brasileña.
coyuntura
defensa. Pero bien pronto se desvanecerían esas
expectativas. En lugar de una más amplia cooperación multilateral, Estados Unidos recurrió a la
imposición de sus intereses y sus puntos de vista
de modo unilateral. Definió como amenazas a su
seguridad diversos asuntos de interés planetario,
a los que convirtió a su vez en prioridades de la
agenda global. Es el caso del problema de las
drogas, que, en la década de los noventa, fue utilizado por Washington para sustituir, al menos
parcial y transitoriamente, el papel que jugaba el
comunismo. Estados Unidos convirtió en amenaza global la producción y el tráfico de drogas (no
así su consumo ni el blanqueo de los recursos
que el tráfico genera), e impuso la agenda
antidrogas y la estrategia para hacerles frente.
Junto al tema de las drogas, en el centro de las
preocupaciones globales se colocaron también
las migraciones masivas y los derechos humanos,
asuntos que fueron esgrimidos para justificar intervenciones militares en muchos conflictos que
saltaron a la palestra internacional en la Posguerra Fría, como sucedió, por ejemplo en Haití y
Somalia.
Las políticas destinadas a enfrentar estos problemas, definidos por Washington como retos a
su seguridad, adquirieron cuatro características:
fueron elaboradas de la manera cerrada y especializada en que suele diseñarse cualquier política que tenga que ver con reales o presuntas
amenazas; al estar relacionadas con la seguridad,
obtuvieron una prioridad absoluta por sobre las
demás cuestiones de la agenda; las políticas adquirieron un carácter represivo e incluso militar,
justificado por los estrategas como única vía para
atenuar o destruir las presuntas amenazas; y, finalmente, fueron impuestas a los estados y sociedades implicados, a los que, en buena medida, se
excluyó del debate. En este sentido, se puede ha-
análısıs polítıco nº 50
El presente esfuerzo de síntesis de las principales ideas debatidas, realizado con el apoyo de
Fescol, retoma opiniones expresadas por una u
otra de las veinte personas2 que intervinieron en
siete paneles3, y de otros tantos moderadores o
invitados al evento que participaron en ese rico
debate. La síntesis de las deliberaciones y su
estructuración, sin embargo, es de responsabilidad propia y está organizada en cuatro partes: la
primera, contiene los elementos más significativos de las discusiones sobre los contextos internacional y hemisférico; la segunda, recoge
algunas de las reflexiones expresadas acerca de
la situación regional y, en particular, de las relaciones andino brasileñas; la tercera, muestra dimensiones del análisis efectuado sobre la
confrontación armada colombiana y la reacción
de los vecinos; la cuarta, alude al debate sobre
los conceptos en juego, el sentido y la posibilidad de una agenda de seguridad andino brasileña y los actores y mecanismos que permitirían
construirla.
[103]
blar de una “securitización” de temas que, en
principio, no constituyen amenazas a la seguridad sino problemas de orden económico, social
o de salud pública.
El pos 11 de septiembre
análısıs polítıco nº 50
En ese contexto, la respuesta de Estados Unidos a la acción terrorista del 11 de septiembre
de 2001 adquirió el mismo tenor de las políticas
que ya Washington venía empleando para interpretar y manejar asuntos como los antes mencionados. La reacción ha sido hasta ahora
exclusivamente represiva y militar. Se ha dirigido
no sólo contra actores no gubernamentales y
ciertas fuerzas trasnacionales, tanto legales como
ilegales, sino, en primer lugar, contra distintos
estados y gobiernos. Además, desde esa fecha,
Washington comenzó a ver las relaciones internacionales casi exclusivamente desde el lente
antiterrorista. Se produjo así una especie de
“terrorización” de su política, que entraña una
lógica más belicista aún que la anterior “securitización” de los temas, reduce los espacios de
discusión pública sobre el problema y genera
mayor polarización internacional.
Los documentos del congreso y el ejecutivo
estadounidenses al respecto y la nueva estrategia
de seguridad nacional de Estados Unidos muestran que buena parte de las materias de la agenda de política exterior estadounidense –incluido
el problema de las drogas– han pasado a ser
reformuladas bajo la lupa antiterrorista, y ya no
solo bajo el prisma de la seguridad, lo que trae
no pocas consecuencias. Enumeremos algunas
de ellas. La gama de asuntos de política exterior
se reduce, y pierden importancia cuestiones
esenciales como la proliferación de armas (salvo
que ésta se produzca en países calificados por
Washington como terroristas), a pesar del enorme poder destructivo que éstas tienen en muchas regiones del mundo. Temas relacionados
con derechos humanos, democracia y hasta con
relaciones económicas y comerciales reciben de
las dos ramas del poder público estadounidense
un tratamiento más expedito si se presentan desde la óptica antiterrorista. El manejo de aspectos
no estratégicos –esto es, no relacionados con el
terrorismo– se desplaza hacia funcionarios de jerarquía intermedia, lo que implica que esos
asuntos –o los países implicados en ellos–, reciben un tratamiento simplificado y subordinado
[104]
4
frente al que obtendrían de ser manejados por
los funcionarios de alto nivel. En el análisis de
las cuestiones de política global se eliminan los
matices, retornando así a las pautas que prevalecieron durante la guerra fría, cuando las fórmulas de interpretación eran presentadas en blanco
y negro y no había espacio para la gama intermedia de los grises. Se anula la aproximación comprensiva sobre asuntos complejos y la discusión
sobre una amplia gama de posibles soluciones y,
en cambio, se expiden sentencias polarizadas
que exigen estar a favor o en contra de las medidas que se asumen para enfrentarlos.
De ahí que el gobierno de Estados Unidos
haya definido, en el pos 11 de septiembre, la
existencia de tres tipos de amenazas, todas ellas
muy ligadas entre sí: la primera, las redes del terrorismo mundial; la segunda, los tiranos o los
países considerados parias que cuenten con armas de destrucción masiva, proscritas sólo para
ellos; y la tercera, los “espacios sin gobierno”
bajo la jurisdicción de estados incapaces (failed or
failing states) en donde estados débiles y que no
controlan su territorio permiten la presencia, organización y actividad de grupos terroristas que
pueden actuar contra los intereses de Estados
Unidos. En esta última categoría no es claro, sin
embargo, qué es lo que Washington reclama
como más gobierno, y qué tipo de volumen mayor de Estado está promoviendo. Por las medidas
que está tomando se podría inferir que se trata,
no de un Estado más social y de derecho, sino de
otro más controlador y policivo.
La invasión a Irak
Con la denominada “guerra preventiva” contra Irak, Estados Unidos dio, en 2003, un nuevo
y significativo paso. Ya antes de esta guerra había
logrado constituirse en potencia hemisférica,
luego se había convertido en potencia atlántica;
posteriormente pacífica y ahora, combinando voluntad, capacidad y oportunidad, se convirtió en
potencia asiática para completar su condición de
único polo global de poder. Su interés y decisión
son las de quedarse en el área para acabar de
controlar las principales rutas de los hidrocarburos del mundo y garantizar su propia seguridad
energética, bien sea mediante la acción diplomática, comercial o militar. La centralidad de la
cuestión energética4 en el ordenamiento internacional que está surgiendo lleva a que este asunto
Así se venía planteando desde antes, como lo muestra el informe Cheney sobre política energética
de mayo de 2001.
LA SITUACIÓN ANDINO-BRASILEÑA Y SUS
RELACIONES MUTUAS
Los cambios internacionales antes descritos
han tenido claros impactos, en particular, en la región andino-brasileña. Ya desde antes de que concluyera la guerra fría, la región había asistido, en
materia de agenda antidrogas, por ejemplo, a una
imposición de los intereses y estrategias de control de Estados Unidos, sin importar las diferentes
interpretaciones e intereses locales frente al tema.
Así, aunque para las naciones andinas el problema de las drogas es un asunto económico, político y social, y en Brasil es además de salud
pública, estas concepciones no han sido tenidas
coyuntura
grandes movilizaciones europeas, latinoamericanas, rusas e incluso las que se realizan en su propio suelo contra sus políticas. Todo ello tal vez
porque, a más del respaldo de los sectores estadounidenses antes descritos, Bush ha contado
con un fuerte apoyo en la opinión pública interna reforzado por los medios de comunicación,
que han avalado la política unilateral de su gobierno. Este fuerte respaldo doméstico ha empezado a retroceder por el descalabro de grandes
dimensiones que está sufriendo en Irak.
En el mediano plazo es posible que el péndulo se devuelva, pero en el corto plazo lo que se ve
es una Europa debilitada y dividida en materia
de seguridad y de política exterior; una Rusia
que quiere sacar partido de su intermediación
entre Europa y Estados Unidos y no va a romper
el vínculo que estableció con este último con
ocasión del 11 de septiembre; un Japón que, por
primera vez después de la Segunda Guerra Mundial, envió tropas fuera para apoyar a Estados
Unidos en Afganistán, pero que no puede jugar
un gran papel porque sigue preso de una situación doméstica incierta; una China que, por ahora, prefiere replegarse; y unas potencias medias
cuyos problemas internos no les permiten desplegar sus propios poderes. Entonces, en el corto
plazo, no es posible vislumbrar una posible coalición de resistencia a la actitud estadounidense.
Podrá haber comportamientos disidentes de algunas potencias o poderes medios sobre ciertos
temas, pero el costo de marchar en contravía seguirá siendo muy alto. Lo que sí parecería claro
es que un sistema internacional unipolar es muy
inestable –pues otros poderes intentarán equilibrarlo o neutralizarlo–, tiene poca capacidad
para controlar la proliferación de armas de destrucción masiva y es incompatible con el funcionamiento de las democracias.
análısıs polítıco nº 50
sea asumido no en forma parcial sino global, por
lo que el Medio Oriente, el Caspio, África y
Latinoamérica –en donde el área andina contiene las mayores reservas del subcontinente– se
convierten en zonas de alta prioridad. Esas pretensiones globales se combinan con intereses domésticos y regionales. La coalición heterodoxa
que llevó a George W. Bush a la presidencia la
conforman conservadores republicano-evangélicos fundamentalistas del sur, financistas de Wall
Street, israelíes del nordeste pro Sharon y empresarios petroleros. Estos sectores pro israelíes y
los petroleros quieren, además, mancomunadamente, cambiar el statu quo del Medio Oriente
en beneficio propio.
Para lograr esas pretensiones globales, Washington ha mostrado estar dispuesto a pasar por
encima de todo lo que considera obstáculo. Ha
decidido enfrentar lo que entiende por terrorismo, no sobre la base de una cooperación y
concertación multilaterales, sino a través de su
propia mirada del asunto y con sus estrategias
particulares. Lo que Estados Unidos trata de lograr con esta actitud política es afirmar su condición unipolar, así sea amenazando a los países
aliados, chantajeando a naciones amigas o castigando de forma inclemente a los pueblos opositores débiles. Por eso, tras entorpecer y eludir
acuerdos y compromisos multilaterales, Estados
Unidos ha pasado a socavar instituciones de cooperación mundial o regímenes internacionales
que pueden regular asuntos planetarios. Ejemplo de ello es lo ocurrido con ocasión de la guerra contra Irak, que provocó una división interna
de la Unión Europea, una ruptura en la OTAN y
un desconocimiento del Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas.
Es previsible que, para convertir en éxito el
nuevo fracaso al recurrir incluso a instrumentos
que sabe que no darán resultados ni siquiera en
el largo plazo, Washington ponga en marcha una
política que acentúe los actos punitivos en distintas sociedades. Este estado de cosas es insostenible en el mediano plazo porque atenta contra la
democracia al estar introduciendo prácticas restrictivas de las libertades civiles y recortes en favor de la seguridad y de las acciones militares, en
una magnitud y con unas características que ni
siquiera fueron toleradas bajo los regímenes dictatoriales de algunos de los aliados estadounidenses durante la guerra fría. Pero, en el corto
plazo, el gobierno de Bush podría seguir anulando los ámbitos multilaterales, haciendo caso omiso de sus antiguos aliados, desconociendo las
[105]
análısıs polítıco nº 50
[106]
en cuenta en la política estadounidense y en las
medidas de acción impuestas. En los países
andinos, Estados Unidos ha logrado el compromiso militar en el combate contra la producción
y tráfico de drogas. Este esquema, por la manera
bilateral en que ha sido impuesto, más que cooperación ha propiciado anomia y conflicto en
la región, fenómenos que se ven ahora reforzados por la política exterior estadounidense basada en la “terrorización” de diversos fenómenos
sociales. La política estadounidense se está convirtiendo así en un obstáculo mayor en el esfuerzo por emprender relaciones positivas entre los
países de la región tendientes a compartir preocupaciones comunes de seguridad.
También en relación con otros aspectos, suplantando las dinámicas locales, Washington ha
elaborado su propia interpretación de la situación regional y de lo que los distintos países deben hacer para mejorarla. Si se observan los
documentos y las acciones oficiales estadounidenses, se percibe que se ha empezado a gestar
un ordenamiento de seguridad para la región
que cambia el patrón de seguridad que tuvo vigencia hasta el 11 de septiembre. Este patrón –
que consistía en una estrategia de contención,
una doctrina de disuasión y un sistema de operación de esta política con base en pactos y acuerdos dentro de una alianza sólida– tenía una
consecuente aplicación regional mediante su
transposición a las políticas de seguridad nacional. Ahora con la llamada guerra preventiva se
está pasando de alianzas firmes a coaliciones de
coyuntura y de esfuerzos por redefinir el papel
de la fuerza militar a una preponderancia absoluta. Lo que hoy hace Washington en la región
andina podría considerarse como un anticipo de
las políticas que Estados Unidos podría aplicar
más adelante en el resto de América Latina y el
Caribe.
Es de esperar –y ojalá así suceda más temprano que tarde– que se abra paso un proceso de reestructuración y refundación de las políticas de
seguridad de cada país y de la región. Sin embargo, hasta ahora los desafíos a la seguridad regional no están siendo procesados de manera
conjunta por los gobiernos, las cancillerías y los
ministerios de defensa de los países andinos,
que son los que necesitan con mayor urgencia
anticipar una posición común y la concertación
de una política para hacerles frente. Tampoco
problemas andinos comunes están siendo manejados a través de las relaciones vecinales o regionales. Así, por ejemplo, a pesar de que todos
los países andinos están articulados a distintos eslabones de la problemática de las drogas y de
que han adoptado resoluciones al respecto en el
seno de la Comunidad Andina de Naciones
(CAN), sus países miembros actúan cada uno
por su lado. Esto ha permitido que Estados Unidos imponga su propia política a cada país, de
manera bilateral, manejo que, como era de esperarse, ha resultado contraproducente frente al
problema y ha hecho que la acción aislada de
cada país genere efectos negativos en sus vecinos. Aduciendo las numerosas dificultades internas de los países andinos, Estados Unidos ha
logrado involucrar a la mayor parte de los gobiernos de la región en los asuntos que Washington ha definido como amenazas globales, se
esfuerza por militarizar su manejo y por
“securitizar” otras cuestiones que se ven relegadas, como la prevención y resolución de los conflictos, la búsqueda de la paz y la consolidación
de la democracia.
La difícil situación de los países andinos
Para hacerle frente a las iniciativas y presiones
estadounidenses, los países andinos no se encuentran en las mejores condiciones. Todos
padecen graves crisis económicas, fuertes convulsiones sociales y agudas manifestaciones de
ingobernabilidad. Estas crisis, aunque cuentan
con elementos comunes, tienen también dimensiones y orígenes distintos, y se ven agravadas por la forma específica en que cada país
intenta buscar alguna inserción internacional.
En lo que parece existir una mayor coincidencia es en que todos enfrentan crisis derivadas
del modelo de desarrollo adoptado para hacerle frente a la globalización. Al aumento de la
pobreza y la exclusión social se agregan los
problemas de precariedad institucional, ya
tradicionales en toda la subregión. Se asiste
entonces, en Ecuador y Perú, a una notoria debilidad de los gobiernos y a un marcado aumento de sus incertidumbres políticas, a una
extrema polarización que amenaza la continuidad democrática en Venezuela, al colapso parcial
del Estado en Bolivia y al incremento de los niveles de violencia y amenazas al Estado en Colombia. Todas estas crisis sociales y políticas afectan
la seguridad ciudadana, cuestionan los avances
en equidad étnica y de género, multiplican la
violación de los derechos humanos y ahondan
los daños ambientales. Además, todas estas tensiones han fragmentado aún más a las sociedades, han aumentado la debilidad de los estados y
coyuntura
cruzada primero antidrogas y ahora antiterrorista, se han visto imposibilitados tanto para
redefinir el concepto de seguridad como para
asumir iniciativas dirigidas a un manejo de las
llamadas nuevas amenazas de forma acorde con
las prioridades nacionales, sub-regionales o regionales. Los parlamentos se han mostrado incapaces de legislar sobre el control a la
autonomía militar y de exigir al ejecutivo la
definición de una política de Estado, han perdido la iniciativa y han quedado sometidos a los
dictámenes del ejecutivo, lo que también anula
su tarea de control gubernamental y estatal, y los
hace asumir una cierta resignación y a veces hasta una buena dosis de complicidad con la interferencia de Estados Unidos en los asuntos de
seguridad interna. La debilidad del aparato judicial en todos ellos los sustrae de las posibilidades
de incidir en la materia.
Por otra parte, aunque desde fines de los años
ochenta y mediados de los noventa los gobiernos
andinos le han dado un gran impulso a los intercambios comerciales y han hablado de política
exterior y de seguridad común, lo cierto es que
el balance de los treinta años de integración
andina es precario en la generación de lazos sociales, culturales o políticos capaces de proyectar
una acción conjunta a mediano y largo plazo.
Pese a la enorme cantidad de instituciones
andinas existentes, éstas no han estado en condiciones de procesar y resolver los problemas,
pequeños o grandes, que han asediado la región. En realidad, la CAN se ha centrado en las
relaciones comerciales y, aunque ha venido explorando alternativas de cooperación y de
estructuración de posiciones comunes frente a
terceros, no ha avanzado de manera práctica en
esa perspectiva.
Por el contrario, hoy asistimos a un retroceso
en la integración sub-regional y a una pérdida de
interdependencias no sólo referidas al movimiento y distribución de las mercancías sino
también a la cultura, la información y el conocimiento. Esta involución se refleja, por ejemplo,
en la supresión de programas comunes de comunicación y acceso satelital. También existe una
marcada tendencia a la bilaterización de las relaciones de cada país andino sea con Estados Unidos, con Brasil o con cada uno de sus vecinos, lo
que reduce la relevancia de los organismos de integración y concertación, y lleva a buscar soluciones en ámbitos estrechos o a dar una mayor
cabida a la unilateralidad estadounidense.
A este cuadro nada alentador se suma el in-
análısıs polítıco nº 50
reducido de manera drástica sus ya estrechos
márgenes de maniobra y acción externa.
Las crisis de los países andinos tienen que ver
con su precaria inserción internacional y con el
hecho de que la globalización, en vez de estimular sus complementariedades recíprocas, ha generado una mayor competencia entre todos
ellos; ha hecho prevalecer los intereses económicos meramente nacionales y de corto plazo sobre
una visión política colectiva de consolidación de
la integración y ha limitado aún más las posibilidades siempre escasas de solidaridad en asuntos
económicos o de seguridad. Para hacerle frente
a ese difícil contexto global, cada gobierno, urgido por la magnitud de los retos, ha preferido
lanzar acciones individuales y propiciar entendimientos bilaterales con países que no pertenecen a la región. Este desconocimiento de los
dispositivos multilaterales ha fragilizado todavía
más los mecanismos comunitarios generados por
el proceso de integración y ha dejado en condiciones muy vulnerables a cada uno de los países,
en particular, en el campo de la seguridad.
Esto explica, en parte, por qué –aunque comienzan a producirse cambios en algunos países–
en casi todas las naciones andinas ha existido un
enorme déficit en la construcción democrática de
una agenda de seguridad. Las fuerzas armadas
que tradicionalmente han monopolizado la
definición de doctrinas y estrategias, y han contado con amplios espacios de autonomía para aplicar lo que entienden por política de seguridad,
aún carecen de una concepción actualizada en la
materia. La acción cívico-militar persiste en muchos países de la región como legado de la ya superada política de seguridad nacional, que,
junto con la implicación militar en asuntos como
la lucha antidrogas o en el control de acciones
sociales que alteran el orden público, han producido hasta ahora una desfiguración del aparato
militar asimilándolo a un cuerpo policivo. Esta
actuación por fuera de sus competencias se ve
acompañada, en algunos países –en particular en
donde el gobernante es de origen militar y estuvo antes vinculado a un golpe de Estado–, de la
militarización de la administración de lo público
y del Estado, lo que aumenta la autonomía y el
papel político de los militares. Mientras tanto,
los poderes públicos de la mayor parte de países
andinos se han desentendido de la cuestión de
seguridad y no han ejercido un control civil de
los presupuestos y actividades militares. Los gobiernos de la región, coaccionados por la
bilateralidad impuesta por Estados Unidos en su
[107]
análısıs polítıco nº 50
[108]
cremento de las divergencias políticas entre los
distintos gobiernos andinos en cuestiones como
las negociaciones hemisféricas y las dinámicas internacionales, que podrían derivar en rivalidades
diplomáticas sustentadas en disputas ideológicas.
Ese contexto de desencuentros afecta las relaciones entre vecinos, ya no sólo por litigios fronterizos y binacionales, sino por cuestiones como la
relación bilateral que cada país mantiene o busca construir con Estados Unidos, o por la apreciación de cada uno sobre la dinámica interna
del sistema político del otro país. Estas nuevas
tensiones se suman, en el caso colombo-venezolano, a la mutua desconfianza derivada del
diferendo territorial, que hace que cada país tenga al otro como su primera hipótesis de conflicto
bélico internacional y mantenga vigente la preocupación por un presunto desequilibrio militar.
Así se ha manifestado en Venezuela a propósito
del incremento de los recursos estadounidenses
destinados al fortalecimiento militar del Estado
colombiano con miras a hacerle frente a las guerrillas y, en Colombia, en el recelo por las posibles compras de aviones rusos por parte de
Venezuela.
Ese marco de viejas disputas y nuevas tensiones
ha impedido avances en el tratamiento comunitario de asuntos relacionados con la seguridad y
defensa frente a problemas comunes como el crimen organizado y los tráficos de armas y drogas, y,
aunque la CAN cuenta con avanzadas
definiciones sobre desarrollo e integración fronteriza, los problemas surgidos en esas zonas no
han tenido una atención adecuada. Hay que reconocer, sin embargo, que en la reciente reunión de seguridad de ministros de relaciones
exteriores y defensa de países de la CAN, Panamá y Brasil, realizada en Bogotá, se produjo un
primer acercamiento importante al respecto.
El camino brasileño
Según la apreciación de diplomáticos y académicos participantes en el evento, el Estado brasileño ha acentuado en su historia reciente los
esfuerzos por la construcción de una identidad
propia, cultural e idiomática. Los principios democráticos han estado acompañados de la búsqueda de un crecimiento económico acelerado,
de la construcción de un poder militar que le
otorgue una capacidad de defensa autónoma en
cuanto país de gran superficie, que abriga al mayor número de habitantes de la región y que
hace parte de los cinco primeros productores de
armas en el mundo.
Una vez concluyó el régimen militar, y con
posterioridad a la Constitución de 1988, el Estado brasileño se dotó de una nueva política de seguridad y se preparó para aplicarla en la defensa
externa y la seguridad interna. En la definición
de esa política la cancillería tuvo un papel central, el tema del desarrollo se convirtió en un eje
crucial y el concepto de seguridad empezó a
abarcar todo lo que para los brasileños significaba estar seguros. En ese proceso el gobierno trató de militarizar de nuevo a los militares, es
decir, de lograr que las fuerzas armadas dejaran
de desempeñar funciones que no son de su competencia, ya que no corresponden a su naturaleza ni son exigidas por un mandato
constitucional. Buscó estructurar una defensa
clásica pero moderna, limitada a las posibilidades presupuestales del país, que contara con una
capacidad real de defensa en razón de su competencia profesional y su dotación tecnológica de
avanzada. Su función es la de ser una especie de
seguro del país, garante de la ley y el orden interno, e instrumento del Estado para la defensa nacional. La fuerza militar brasileña no se ocupa de
contener los delitos conexos con el de las drogas
y el terrorismo, cuya represión se adelanta más
bien mediante instituciones especializadas y dispositivos policiales y de inteligencia, que deben
actuar de manera coordinada. De igual forma,
para hacer frente a los problemas del hambre y
la salud existen aparatos estatales especializados.
Desde hace unos pocos años, el Estado brasileño comenzó a cambiar su visión acerca de su
inserción en Latinoamérica –y particularmente
dentro de Sudamérica–, y ha tomado iniciativas
al respecto. No ha sido un proceso fácil, pues ha
implicado la disolución paulatina del viejo mito
de la autosuficiencia y autonomía brasileñas. Ha
exigido construir una visión renovada, que parte
de reconocer que, para que haya integración, es
fundamental avanzar en las interconexiones físicas y comerciales, y en el desarrollo de
interdependencias fuertes con los vecinos. Por
eso Brasil ha venido abasteciéndose de energía
eléctrica, petróleo y gas provenientes de Argentina, Paraguay, Venezuela y Bolivia. Ésta es una decisión que el Estado brasileño quiere que
perdure en el tiempo, porque, si bien Suramérica se encuentra inmersa en un marco de seguridad hemisférica en el cual el principal actor es
la mayor potencia del mundo, ese hecho no frustra el derecho y la posibilidad de construir entre
los países vecinos vínculos que le permitan a la
región hacerse más fuerte y dotarse de la autono-
coyuntura
de la región. En palabras del embajador de Venezuela en Colombia, la región andina tiene que
apoyarse en Brasil, apoyar a Brasil y que Brasil la
apoye, para tener una mayor fortaleza y presencia en el mundo globalizado.
El gobierno de Brasil quiere avanzar en esta
perspectiva para lograr que, en las negociaciones
y foros del mundo, se presente una posición
suramericana mancomunada. También quiere
propiciar una superación de los conflictos internos como soporte de las relaciones y la integración suramericanas, pues, si el vecindario está en
crisis o uno de sus miembros tiene serios problemas, ello se reflejará negativamente en los otros
países y dificultará el esfuerzo por avanzar juntos. Frente a la cuestión amazónica podría recoger la presión de varios gobiernos andinos para
que ésta no siga siendo asumida como un mero
problema nacional de Brasil y que el Tratado de
Cooperación Amazónica (TCA) no continúe
siendo un asunto bilateral de cada país andino
con esa nación.
El debate en el evento mostró los efectos contradictorios que puede tener la tendencia de
Brasil a privilegiar relaciones meramente bilaterales con los demás países suramericanos. El caso
más discutido al respecto ha sido el de los
acercamientos de Brasil y Venezuela, debido al
temor a repercusiones negativas en las relaciones
de este último país con Colombia. Los acercamientos comerciales entre Venezuela y Brasil
vienen siendo percibidos desde Colombia como
un intento del gobierno venezolano de cambiar
a los empresarios y mercados colombianos por
los brasileños. Para los diplomáticos de Brasil
participantes en el evento, es un hecho que la
mayor convergencia política que hoy existe entre
Brasilia y Caracas ha permitido a los dos países
superar antiguas tensiones en la frontera, derivadas de contradicciones en asuntos mineros, forestales e indígenas, y avanzar en una mayor
integración terrestre y energética. Eso no querría decir, sin embargo, que un mercado tan dinámico como el de Colombia y Venezuela
deba extinguirse; más bien, los actuales problemas coyunturales entre las dos naciones constituyen un reto que debe ser resuelto por ambas
partes con agudeza, inteligencia y formas de entendimiento. Por otra parte, el mismo gobierno
de Brasil les ha pedido a los gobiernos de sus dos
vecinos que se unan para negociar conjuntamente el ALCA. Hay que entender, además, que a
Brasil no le resulta fácil adelantar relaciones de
negocios, comerciales, políticas y de integración
análısıs polítıco nº 50
mía posible en el mundo actual. Un indicador
de la importancia que Brasil le otorga a Suramérica se podría observar en el hecho de que,
en los dos últimos años anteriores a la presidencia de Lula, la agencia de cooperación brasileña
ha gastado el cincuenta por ciento de sus recursos dentro de los países andinos.
Al asumir su gobierno, el presidente Luis Ignacio Da Silva, “Lula”, ha definido como ejes de
su política exterior la transparencia, concreción
y efectividad de las relaciones de Brasil con sus
vecinos y el propósito de que éstas cuenten con
objetivos y proyectos comunes. Es decir, que su
política busca la agregación de esfuerzos y resultados, en procura de éxitos mayores. América del
Sur constituye una de las principales prioridades
geográficas de las relaciones externas de Brasil,
dirigida a profundizar la integración con el
Mercosur y, a partir de éste, tratar de construir,
con el concurso de la CAN, una zona de libre comercio suramericana y una integración física regional. Con el fin de generar relaciones
bilaterales efectivas, el presidente Lula ha fortalecido las embajadas suramericanas con más funcionarios, ha dispuesto la sustitución de un
porcentaje significativo de sus importaciones con
bienes producidos por países de la región, ha
acordado créditos y apoyos para proyectos que
interesan a uno u otro país vecino y ha manifestado su interés en conformar empresas
binacionales.
Según diplomáticos brasileños, Lula se propone asumir el liderazgo en América Latina como
ejercicio de cooperación e interpretación de
acuerdos comunes, y no como una delegación
en la que el representante ejerza dominio sobre
el grupo representado. Pero, para esto, agregan,
se requiere que los posibles liderados acepten
ese liderazgo. El más inmediato reto para aplicarlo lo está planteando la construcción del Área
de Libre Comercio de las Américas (ALCA), la
cual debe ser negociada conjuntamente por los
suramericanos, pues los entendimientos parciales pueden producir pérdidas irrecuperables
para el subcontinente. Un indicador de la aceptación de ese liderazgo son las visitas que Lula ha
recibido en sus primeros meses de gobierno de
casi todos los presidentes y hasta de los candidatos más opcionados de los países suramericanos.
El gobierno del Brasil cuenta también con el
apoyo de países como Perú –según su embajador
en Bogotá– para que, en una eventual reforma
del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas,
ocupe un puesto permanente en representación
[109]
análısıs polítıco nº 50
[110]
cultural con Colombia, ya que la confrontación
interna colombiana alimenta percepciones negativas y temores en diversos sectores brasileños.
Todo esto no significa una aceptación incondicional de la política de Chávez por parte del gobierno brasileño. De hecho, el presidente Lula
no le aceptó a Chávez cambiar el grupo de países
amigos que acompaña la búsqueda de salidas a la
crisis venezolana, como tampoco le aceptó a
Uribe declarar terroristas a las FARC, aunque le
ofreció compartir los sistemas brasileños de vigilancia amazónica. Entre Colombia y Venezuela,
Brasil podría desempeñar un papel como el que
ya jugó entre Ecuador y Perú, o como en ocasiones ha representado México, tendiente a relajar
las tensiones y, sobre todo, a no agregarle ingredientes competitivos en la relación con uno u
otro de estos países.
En suma, en el evento se expresó una gran coincidencia en el reconocimiento compartido de
que, tanto el desconocimiento recíproco entre
cada uno de los países andinos y Brasil, como la
existencia de grandes extensiones territoriales
carentes de vías de penetración, la ausencia de
interconexión de los medios comunicación (y sobre todo de la televisión) y la falta de lazos e
interdependencias positivas, han hecho que todos estos países vecinos vivan de espaldas unos a
otros y mantengan infundadas interpretaciones y
mutuas prevenciones recíprocas. De no superar
tales distancias, éstas continuarán erigiendo
fuertes barreras en las relaciones regionales.
Además, la distancia física, el extrañamiento
cultural y la baja densidad de relaciones políticas, económicas, culturales o académicas son
contraproducentes para hacerle frente a las tendencias internacionales actuales, las negociaciones hemisféricas en curso y las complejas
dinámicas internas en las que se debate cada
uno de los países de la región.
EL CONFLICTO COLOMBIANO Y LA DINÁMICA
REGIONAL
A mediados de los años noventa, fortalecidos
con dineros derivados de las drogas y otros delitos, y aprovechando la crisis política que se generó durante el gobierno de Ernesto Samper
(1994-1998), guerrillas y paramilitares aumentaron su poder en Colombia y agudizaron la confrontación interna. Así mismo, aprovecharon la
tradicional debilidad o la ausencia del Estado en
las fronteras internacionales para disputarse territorios en donde se ubican importantes recursos o que constituyen corredores estratégicos
para muy diversos tráficos y distintos recursos
logísticos. Todo ello ha ido aumentando las repercusiones de la confrontación armada colombiana en las regiones fronterizas.
Efectos e interacciones del conflicto colombiano
El impacto del conflicto colombiano en los
países colindantes ha sido muy diverso. Los grupos armados ilegales usan algunas zonas fronterizas como espacio de operación o de refugio,
atentan contra la integridad física de sus habitantes, destruyen bosques y contaminan las aguas a
medida que amplían los cultivos ilegales, mientras la fumigación oficial de esos mismos cultivos
produce negativos efectos ambientales y sociales
a lado y lado de la frontera. La confrontación de
las guerrillas con paramilitares y con las fuerzas
del Estado colombiano desborda o al menos
amenaza con traspasar los límites fronterizos, genera problemas humanitarios como el desplazamiento masivo de pobladores, obliga a los países
vecinos a militarizar las zonas limítrofes y perturba los lazos sociales que tradicionalmente han
mantenido las gentes de la región. La agudización interna del conflicto ha obligado a numerosos colombianos a migrar, y no pocos de ellos se
han desplazado hacia los vecinos en búsqueda de
tranquilidad, empleo u oportunidades de negocios. Todo ello ha generado, como es natural, inquietud e inconformidad en las autoridades de
los países vecinos.
Por otra parte, la presencia de los actores ilegales colombianos ha aumentado, en las zonas
de frontera, las oportunidades para realizar negocios, prestar servicios o vincularse a tráficos ilegales de muy diversa procedencia y naturaleza,
situación que ha sido aprovechada por muy distintos sectores sociales de los países vecinos de
Colombia. Así, no es extraño que por las fronteras ingresen en este país explosivos, armamento,
gasolina y precursores químicos, o salgan drogas
y dineros ilegales que buscan dónde adquirir
apariencia legal.
Frente a estos problemas ha predominado el
tradicional aislamiento y la mutua recriminación, más que un análisis conjunto, serio y ponderado de los mismos, y el estudio de la influencia
que, en estos fenómenos, tienen la corrupción y
el abandono secular de las zonas fronterizas por
parte de casi todos los estados de la región. Colombia no ha propiciado un suficiente análisis
conjunto del conflicto, de sus implicaciones para
los vecinos y de las interacciones que algunos sectores de éstos han establecido con las organiza-
coyuntura
relación colombo-venezolana. En tercer lugar,
las repercusiones del conflicto colombiano en
los países vecinos dependen del funcionamiento y la eficacia de los mecanismos locales,
binacionales o sub-regionales para atender la
agenda binacional y para hacerle frente de manera conjunta tanto a los efectos del conflicto
como a los nexos que desde el otro lado de la
frontera se establecen con él. En algunos casos,
estos mecanismos carecen del dinamismo necesario, como acontece en las comisiones de vecindad de Colombia con Perú o con Brasil, o
son insuficientes para hacerle frente a los problemas, como sucede en las comisiones de Colombia con Ecuador y Panamá, mientras en
otros casos, los canales de diálogo se paralizan
por desacuerdo entre las capitales, como ocurre
con las comisiones presidenciales colombo-venezolanas. Cuando estas comisiones se ponen
en marcha con un serio compromiso conjunto
en los altos niveles del Estado, la acción gubernamental dispone de instrumentos más aptos
de acción que inmediatamente disminuyen la
magnitud de los problemas y su carácter explosivo. En cuarto lugar, depende del apoyo internacional que permita hacerle frente a la
situación. Un estudio ecuatoriano muestra
cómo los efectos del conflicto y sus interacciones han estimulado una mayor presencia
institucional del Estado ecuatoriano en la frontera con Colombia, presencia que no se reduce
al traslado de 12.000 efectivos militares, realizado, entre otras cosas, para disuadir la proliferación de cultivos de coca en el propio territorio,
sino que se traduce sobre todo en más obras de
infraestructura, las cuales se han hecho posibles
por recursos provenientes de la comunidad internacional para la unidad de desarrollo de la
frontera norte.
Al mirar las repercusiones del conflicto colombiano en ese marco surge un punto de discusión importante sobre la apreciación de la
situación de la región, el cual tiene que ver con
la validez de la teoría del spill over, que ha equiparado esos impactos con una hipotética expansión que lo convertiría en amenaza regional. Esa
teoría se ha repetido a propósito de lo que ocurre en las fronteras o en las relaciones de Colombia y sus vecinos, obviando los tradicionales
problemas de estas zonas o reduciéndolos a las
cuestiones de seguridad. Un estudio adelantado
en la frontera colombo-ecuatoriana contradice
tal explicación y muestra que a lo que se asiste
no es a un simple “derrame” del conflicto colom-
análısıs polítıco nº 50
ciones ilegales colombianas. Los vecinos de Colombia, muchas veces, han eludido el examen de
su propia responsabilidad en el control a la circulación de material bélico, drogas y dineros ilegales que nutren el conflicto colombiano y, en
ocasiones, desestiman la articulación de estos flujos con sus propios problemas internos, mientras
criminalizan de manera unilateral a Colombia
por el problema de las drogas y por las redes
transnacionales en las que éste se apoya, cuyo
control escapa a las posibilidades de un solo país.
En razón de las mutuas críticas y de la ausencia
de un diálogo más constructivo se han venido paralizando las diversas agendas binacionales y la
atención a las zonas fronterizas compartidas, cuyos problemas han venido siendo simplemente
subsumidos como cuestiones de seguridad restringidos a una defensa nacional de corte militar.
Todo ello, además de agravar viejos problemas
en las fronteras, fortalece un círculo vicioso mediante el cual se reproduce y dinamiza el conflicto en Colombia y se multiplican sus
repercusiones negativas en los países vecinos.
Ahora bien, la implantación de guerrillas y
paramilitares en las fronteras internacionales,
las interacciones que establecen y su impacto en
los países vecinos de Colombia dependen de
muy variados factores. En primer lugar, del carácter de la zona fronteriza específica: su extensión, la presencia o ausencia de los respectivos
estados, el grado de desarrollo institucional, el
fuerte o débil entramado social local e
interfronterizo. Estudios en las fronteras muestran que allí donde existen fuertes lazos entre
las comunidades y autoridades locales de ambos
lados de la frontera hay un mayor potencial de
amortiguamiento de los impactos de la violencia y la crisis, así como una mayor capacidad
para defender derechos, bienes, servicios e infraestructura locales y para avanzar en iniciativas civiles que contribuyan a aliviar los efectos
del problema. En cambio, cuando la presencia
institucional es débil y el tejido socio-cultural
incipiente o ausente, la vulnerabilidad e inseguridad fronterizas se acrecientan. En segundo lugar, las repercusiones negativas de la
confrontación dependen también del grado
de conflicto limítrofe que haya existido o
exista entre los respectivos países, de la mutua
confianza o desconfianza entre los centros políticos y las fuerzas armadas de ambos lados, y de
las convergencias o divergencias políticas entre
los gobiernos en el poder. Justamente por esas
razones se ha hecho más explosivo el caso de la
[111]
biano sino también al aprovechamiento por parte de sectores de poblaciones vecinas para paliar
sus propios problemas.
análısıs polítıco nº 50
Las opciones de los gobiernos de Colombia
[112]
Frente a estos problemas, los gobiernos de
Colombia han tratado de poner en marcha los
mecanismos de vecindad y de incrementar una
presencia militar en las fronteras, presencia forzosamente móvil en razón de las exigencias de la
misma confrontación. Sin embargo, no han logrado contrarrestar la tradicional ausencia del
Estado en buena parte del territorio nacional, ni
han podido atender adecuadamente sus fronteras, las de mayor complejidad en la región
andina. En cambio, sus opciones, condicionadas
por su propia debilidad y por un restrictivo contexto hemisférico e internacional, sí han suscitado una actitud recelosa en sus vecinos.
En efecto, la ausencia de una política coherente y estable de los gobiernos colombianos frente a
la confrontación, y su incapacidad para lograr
una solución del mismo, han contribuido a emitir
mensajes contradictorios a los vecinos. El gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) inició una
cierta recuperación de la credibilidad y fortaleza
estatales. Sin embargo, para ello se vio obligado a
recurrir a un apoyo internacional que no podía
encontrar sino en Washington, con lo cual contribuyó a incrementar la presencia estadounidense
en la región y a poner en tensión las relaciones
con sus vecinos. En concreto, el Plan Colombia,
elaborado en un diálogo cerrado entre Washington y delegados de Bogotá, y que se transformó de
herramienta para la negociación en instrumento
de la lucha antidrogas-antisubversiva, acabó de
enajenar a los vecinos con respecto a los problemas de Colombia. Sin embargo, hay que señalar
que la presencia norteamericana en la región se
afianzó también cuando los países vecinos recibieron de Estados Unidos recursos del Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina para atender
algunos de los efectos que pudiera tener el Plan
en las fronteras. De este modo, tanto el Plan Colombia como el manejo de sus eventuales repercusiones en los países vecinos en diálogo bilateral
entre Washington y cada uno de los gobiernos interesados, antes que permitir un acercamiento
concertado entre vecinos para hacerle frente a
problemas comunes, fortaleció la injerencia estadounidense en la región desde las perspectivas de
Washington.
Otro nuevo acontecimiento vino a consolidar,
a fines del gobierno de Pastrana, el aislamiento
de Colombia en el entorno regional. Ante la
renuencia de las FARC a entrar en una verdadera negociación y sus abusos en la zona de
despeje, presionado por una opinión nacional
radicalizada contra las negociaciones por el
aumento de los secuestros, los ataques a ciudades y la destrucción de la infraestructura vital
del país y, estimulado por la nueva coyuntura
internacional de la “guerra global contra el terrorismo” declarada por Estados Unidos,
Pastrana puso fin a las conversaciones de paz y
declaró terroristas a los mismos grupos que a lo
largo de casi cuatro años había reconocido y presentado al mundo como rebeldes políticos. Este
nuevo giro, aunque hasta cierto punto comprensible en el contexto doméstico, ahondó el desconcierto, la incomprensión y el distanciamiento
de los vecinos frente al conflicto colombiano.
A su vez, tras la ruptura de conversaciones
con las FARC, y respaldado por una opinión ampliamente mayoritaria, el presidente Álvaro
Uribe (2002-2006) ha intensificado la respuesta
militar a las guerrillas. Para convencer a Estados
Unidos y al mundo de que, en esta empresa, Colombia requiere el apoyo externo, Uribe no ha
vacilado en exagerar la amenaza hemisférica e
internacional que representa el conflicto interno. Y no sólo por imposición de Estados Unidos
sino por su propia convicción, el presidente ha
diluido la diferencia entre tráfico de narcóticos y
terrorismo, y ha suprimido la distinción entre
guerra irregular y guerra contra el terrorismo, ha
presionado por una mayor intervención internacional, incluso militar, y ha profundizado la inscripción del conflicto colombiano dentro de las
etiquetas antidrogas y antiterroristas de Washington, lo que, si bien alude a ciertas dimensiones
del problema, no constituye el encuadramiento
más adecuado a su compleja naturaleza y a la necesidad de construir una salida política negociada. A la consecución del apoyo estadounidense,
el presidente Uribe parece supeditar toda la política exterior del país. Su gobierno respaldó la invasión de Estados Unidos a Irak y presiona por
un acuerdo comercial bilateral con el país del
Norte, profundizando así el aislamiento del
país respecto de las tendencias en curso en el
vecindario.
La respuesta defensiva de los gobiernos andinos
Por la amplitud del conflicto, así como por su
naturaleza compleja y por las mismas opciones
adoptadas por los gobiernos de Colombia, entre
los vecinos andinos –que han acumulado además
coyuntura
mado sus propias iniciativas haciendo caso omiso
o en contravía de las estrategias emprendidas
por los distintos gobiernos elegidos por los colombianos, han hecho acuerdos con la guerrilla
o rechazan realizar acciones conjuntas con el gobierno colombiano para enfrentar los problemas
de seguridad en la frontera por el temor de que
éstas puedan ser consideradas como una toma
de partido en el conflicto. Sectores de países vecinos han tratado incluso de buscar dividendos
internos de la problemática colombiana en momentos críticos para el respectivo gobierno, y de
aprovechar el conflicto en su propio beneficio
impulsando, por ejemplo, diversos tipos de contrabando.
Brasil y el conflicto colombiano
Para analizar la posición de Brasil frente al
conflicto colombiano habría que tomar en consideración las muy diversas dimensiones que fueron señaladas en una u otra intervención de
diplomáticos y académicos presentes en el evento. Enunciemos algunas de ellas.
Acorde con la tradición diplomática de defensa de la soberanía de las naciones y de la no
intervención en asuntos internos, Brasilia otorgó un apoyo discreto a las actuaciones del gobierno de Pastrana en la apertura y terminación
de los diálogos con las guerrillas, y ha respetado
las decisiones políticas tomadas al respecto por
el presidente Uribe, aunque éstas sean con frecuencia criticadas en la opinión brasileña. El
gobierno brasileño se inclina por una salida negociada del conflicto, y para contribuir a su búsqueda el presidente Lula ha ofrecido sus
buenos oficios y hasta su mediación. Por otra
parte, a través del aumento de la vigilancia
amazónica y el cumplimiento de los compromisos adquiridos en el control y protección de sus
fronteras, el gobierno brasileño ha fortalecido
su capacidad de defensa para contener eventuales efectos conexos con el problema de las drogas y con la situación de Colombia. Aunque el
problema colombiano ha sensibilizado a muchos sectores de Brasil sobre el tema de la seguridad, las adecuaciones que pueda sufrir la
política exterior brasileña no están orientadas a
ampliar la “securitización” de temas como derechos humanos, migraciones, medio ambiente o
desarrollo fronterizo, que más bien deben ser
atendidos de forma conjunta y sostenida. Entre
el gobierno de Brasil y el de Colombia han existido5 y pueden producirse desacuerdos6, pero
las percepciones recíprocas de los dos países de-
análısıs polítıco nº 50
percepciones deformadas de la situación– predomina el temor y la distancia frente al país, más
que la cooperación. Todos los vecinos han hecho
pronunciamientos genéricos a favor de la paz en
Colombia. Además, entre los andinos, Venezuela
ha sido el país que más acciones concretas ha
realizado al respecto: sirvió de país anfitrión de
algunos contactos del gobierno colombiano con
las guerrillas e hizo parte del grupo de facilitadores del diálogo. No obstante, de manera explicable, la actuación de los gobiernos de los
países colindantes ha estado dirigida, fundamentalmente, a denunciar los efectos del conflicto y
lo que perciben como su “contagio”, a protegerse de la confrontación colombiana y a señalar a
Colombia como la amenaza regional. En este último señalamiento coinciden con el que ha venido haciendo Washington desde mediados de los
años noventa y con el que más recientemente
vienen formulando, desde sus propias perspectivas e intereses, algunos sectores colombianos.
Sin embargo, más allá de los efectos negativos
que la propia confrontación colombiana genera
o pudiera generar, su exageración parece servirle a todos los actores: le sirve a las guerrillas y los
paramilitares para neutralizar a los países vecinos
y ganar reconocimiento, al gobierno para lograr
el compromiso de estos últimos con su política
de seguridad, a algunos de los vecinos para manejar sus relaciones con Washington o justificar
su política interna, y a Estados Unidos para acreditar su creciente participación en el conflicto
colombiano. La confrontación tiende a aparecer
entonces como el único factor causante de todo
lo negativo que ocurre en la región, contribuyendo de paso a ocultar otras dinámicas globales,
hemisféricas, regionales y locales que lo atraviesan y refuerzan.
En efecto, en la posición de los países
andinos frente al conflicto colombiano, sobre
todo de aquellos que tienen fronteras más pobladas y conectadas con Colombia, predomina una
natural respuesta defensiva. Pero, al mismo tiempo, debido al manejo de la situación impuesto
por Estados Unidos y a la opción propia de cada
gobierno, se observa una “securitización” de la
agenda binacional. Además, ante el cansancio
con lo que perciben como un cómodo endoso
por parte de Colombia de sus propias responsabilidades, varios gobiernos nacionales o locales
de países colindantes han buscando adaptaciones pragmáticas frente a los problemas que el
conflicto les genera o a las interacciones que sus
nacionales establecen con éste. Algunos han to-
[113]
análısıs polítıco nº 50
jan un enorme espacio para análisis que pueden permitir diversos entendimientos.
Si se da una mirada más amplia a la relación
de Brasil con Colombia, hay que tener en cuenta que, a pesar de los enormes problemas y posibilidades que ésta ofrece, entre ambos países
existen pocos y limitados vínculos comerciales y
sociales. En el centro de las preocupaciones que
tienen los brasileños está la información que
brindan los medios de comunicación sobre los
grados de violencia política y ciudadana, lo que
se traduce en una imagen bastante negativa,
que lleva a que las clases medias sientan miedo
de tratar con Colombia. Para los brasileños es
difícil entender las relaciones de poder que
efectivamente se dan en Colombia respecto de
la droga y la guerrilla, o los impactos en el medio ambiente que generan los cultivos ilegales y
los programas de fumigación. Tampoco les es
claro si los colombianos valoran la participación
de Brasil en su problemática o si tienen interés
en esa posible participación. Todo lo anterior
dificulta la construcción de unas relaciones más
sólidas y de mecanismos compartidos de control territorial.
Más en general, Brasil tiene interés en combinar acciones comunes con todos sus vecinos para
combatir fenómenos específicos que afectan a
los países del área, aunque su puesta en marcha
dependa de las condiciones que se den en la región y de los acuerdos a los que se llegue en las
conversaciones entre los presidentes. Hasta ahora, se ha concretado el compromiso de una mayor cooperación fronteriza y de combate
conjunto a distintas formas de criminalidad organizada como la producción y tráfico de drogas y
el terrorismo, considerados según la percepción
de amenaza que de ellos tiene cada país. Las decisiones de las cumbres presidenciales se ponen
en práctica según la disponibilidad de recursos, y
los aparatos de Estado brasileños tienen una capacidad muy reducida para actuar en el corto
plazo. Tampoco es posible esperar que la democracia liberal y el liberalismo económico en boga
puedan darle herramientas financieras y persuasivas al Estado brasileño para que actúe sobre los
ciudadanos a fin de que adopten cierto compor-
[114]
5
tamiento que es de interés de la región o que les
incrementará la propia seguridad.
En relación con el concepto de seguridad y
los retos que se originan desde fuera de la región, Brasil prefiere una gradualidad de las políticas y una medición de los riesgos, y hará la
salvaguarda del caso en los respectivos ámbitos
internacionales. Para Brasil, “riesgo” significa,
por ejemplo, enfrentar una fuerte presión de Estados Unidos o capturar una compleja red terrorista en su territorio. El terrorismo del tipo 11 de
septiembre no es su prioridad, aunque las resoluciones del Consejo de Seguridad hayan sido
adoptadas también internamente y se hayan dispuesto los recursos necesarios para llevarlas a
cabo en los mejores términos. Una declaración
política de la asamblea general de la OEA no es
para Brasil un mandato obligatorio, pero sí es un
marco de referencia frente al cual el Estado brasileño se permite actuar con libertad, pues no se
resigna a aceptar que otro Estado lo conmine a
aplicar y actuar con tal procedimiento así éste
haya sido adoptado por votación. Hay ciertos elementos en materia de seguridad en los que Brasil va a encaminar sus esfuerzos con autonomía y
de acuerdo con sus prioridades, como sucede en
relación con el crimen organizado y su fuerte
vinculación con el tráfico de narcóticos en las
grandes ciudades. El presidente de la república
es quien traza la política exterior, y en cierto momento es posible que aparezcan distintos ministros como protagonistas dependiendo de la
necesidad de cada época, pero es un protagonismo delegado dentro de un mismo gobierno.
En síntesis, los efectos e interacciones generados por el conflicto colombiano y las respuestas
de los gobiernos andinos, empezando por el colombiano, no han servido para crear un marco
cooperativo sino de tensión regional. Frente al
conflicto, siguen primando las lógicas de contención concebidas desde intereses nacionales y no
regionales, y las relaciones bilaterales de seguridad, si se dan, se enmarcan en ámbitos militares.
Además, en las elites políticas regionales –incluidas las colombianas– no hay acuerdo para atender el problema colombiano, ni existen
verdaderas políticas de Estado. Se trata de fór-
Diplomáticos brasileños se quejaron de que pese al interés manifestado por su gobierno de hacer parte del grupo
de países facilitadotes del diálogo con la guerrilla, el gobierno de Pastrana no los incluy
ó Por su parte, un ex canciller colombiano señaló lo inexplicable que resultó para el gobierno de Colombia la
ausencia de Brasil en la mesa de donantes conformada para buscar apoyos al proceso de paz por entonces
iniciado.6 Por ejemplo, la solicitud de modificar el TIAR para que se puedan conformar fuerzas conjuntas
dispuestas, si fuera necesario, a intervenir militarmente en Colombia.
UNA POSIBLE AGENDA DE SEGURIDAD
ANDINO-BRASILEÑA
¿Por qué empezar por los temas de seguridad
en este primer acercamiento andino-brasileño?
¿No sería más conveniente partir de lo avanzado
en otros asuntos para abordarlos de forma más
integral y orientarlos a fortalecer la cooperación
y la concertación política? Estos interrogantes
suscitaron una interesante gama de respuestas.
La aproximación a las relaciones andino-brasile-
coyuntura
ñas desde la perspectiva de la seguridad se justifica, según algunos, debido a que el contexto internacional ha puesto este tema en primer
plano, lo que hace que ya cruce muchas de las
relaciones bilaterales y multilaterales regionales y
globales. Para otros, lo amerita también la crisis
interna en cada país andino, y en particular la
confrontación colombiana así como el peso de
las percepciones de las poblaciones y los gobiernos de los países colindantes sobre esa problemática, algunos de cuyos sectores han establecido ya
interacciones muy variadas con ella.
Para evitar que el comenzar por este tema
lleve a “securitizar” los demás asuntos de la
agenda, se sugirió reafirmar la necesidad de
construir diversas formas de cooperación fronteriza, urgir por el fortalecimiento de los mecanismos de vecindad y estimular la identificación
conjunta de los problemas de seguridad y las
amenazas comunes. De este modo, el proyecto
podría ayudar a los gobiernos a convertir los
problemas de seguridad en retos compartidos
con el fin de que, a partir de ellos, empiecen a
gestar una agenda común y a diseñar o consolidar instrumentos regionales. Ésta es la única
manera de hacerles frente a los cambios internacionales que han venido influyendo decisivamente en los comportamientos de los gobiernos
de la región y han modificado las elaboraciones
que estaban en curso al respecto.
El proyecto ha partido de reconocer que,
aunque el tema de seguridad tiene un significado específico para cada país andino y para Brasil
según el alcance de la problemática interna y los
nexos de cada situación particular con asuntos
globales, existen amenazas comunes que requieren una agenda y unos instrumentos concertados. De hecho, ya Brasil y la CAN tratan el tema
de seguridad en Naciones Unidas y lo hacen en
concordancia con la interpretación de consenso
sobre la seguridad internacional. Actualmente,
en la OEA intentan definir un concepto de seguridad para el continente, mientras su sistema
hemisférico será el que aborde los temas de seguridad que surjan en las negociaciones sobre el
ALCA. Pero haría falta un mayor acercamiento
entre países vecinos para procesar de manera
compartida los acelerados cambios internacionales y los desafíos que, en materia de seguridad,
éstos les plantean, así como para acompañar la
búsqueda de salidas a las situaciones más problemáticas como la colombiana. Como es claro, no
se trata de asuntos que puedan ser resueltos en
el debate académico, pero éste sí puede coadyu-
análısıs polítıco nº 50
mulas de gobierno, de intereses no convenidos
entre los países involucrados y que se reducen al
despliegue militar en las fronteras con Colombia. Así mismo, sigue ausente la reflexión común
sobre la naturaleza y alcance de la confrontación, y la necesidad de cooperación sobre la base
de una visión estratégica compartida.
El denso entramado local, nacional o
binacional muestra que la problemática de seguridad regional no se reduce a la mera difusión
de una epidemia que, a partir de la confrontación colombiana, contaminaría a los demás países del área. Indica que, en un contexto
internacional adverso y en medio de una aguda
crisis de cada uno de los países de la región, los
problemas de uno alcanzan repercusiones inesperadas en el otro. El conflicto colombiano, por
ser la confrontación interna de historia más prolongada y de mayor amplitud, tiene efectos más
graves, articula diversos procesos a partir de las
dinámicas existentes en ambos lados de las zonas
fronterizas, es también aprovechado por sectores
gubernamentales en situaciones críticas y sirve
de catalizador de intereses nacionales o regionales. Esta compleja situación, sumada a las opciones gubernamentales, más que profundizar los
lazos entre vecinos ha afectado severamente sus
relaciones. Frente a la dificultad regional de
acordar una posición conjunta con Colombia, la
iniciativa ha quedado en manos de Estados Unidos. En lo que parece haber acuerdo es en que
la situación de inseguridad regional no puede seguirse manejando sólo con las reacciones defensivas individuales de los vecinos andinos o
únicamente con criterios de no intervención en
asuntos internos como venía haciéndolo Brasil.
Colombia requiere, además, un acompañamiento regional para la búsqueda de una solución al
conflicto interno. Brasil comienza a mostrar su
interés por contribuir a la búsqueda de una solución negociada, y podría ayudar al acercamiento entre los vecinos para que acompañen
ese proceso.
[115]
var a tratarlos en toda su complejidad, y sobre
todo puede abogar por su indispensable manejo
cooperativo.
análısıs polítıco nº 50
Hay que empezar por clarificar los conceptos
[116]
El debate mostró la necesidad de empezar
por clarificar de qué seguridad se está hablando,
dada la confusión reinante en torno al concepto
tras la emergencia de concepciones alternativas
muy genéricas. Unas aparecieron como contraposición a la actuación unilateral de Estados
Unidos de considerar el tráfico de narcóticos y el
terrorismo como las mayores amenazas. Otras
surgieron como necesidad de superar un concepto centrado casi exclusivamente en la seguridad del Estado y de ponerle adjetivos a la
seguridad para diferenciarla de las experiencias
vividas bajo las dictaduras o para contrarrestar
tradicionales definiciones puramente militares.
Por eso, el debate internacional fue adquiriendo
un tono multifacético del que hacen parte términos como seguridad humana, ciudadana, democrática. Pero mantener la indefinición del
término o una definición muy amplia del mismo
impide conformar la agenda, definir sus participantes activos y estructurar una institucionalidad
que le dé forma y contenido. Esta misma discusión es, en cierta medida, la que se ha venido
dando en las reuniones preparatorias de la conferencia especial sobre seguridad hemisférica,
que debía haberse realizado en mayo de 2003 en
México, pero que finalmente fue aplazada.
El concepto de seguridad humana, por ejemplo, es de tal generalidad que ha llegado a incluir todo aquello a lo que aspiran las personas,
pero no ha podido definir en qué consiste la seguridad, desde dónde arranca ni dónde termina. Existen ciertas acciones que tienen efectos
positivos en lo que podría considerarse seguridad humana, pero de antemano se sabe que no
depende de esas solas acciones sino de diversos
elementos que inciden en ella, bien sea como
condiciones previas, complementarias o posteriores, por lo que se hace muy difícil identificar
y contabilizar en su exacta medida la contribución de cada una de ellas a la seguridad. Además, la idea de seguridad humana es tan
abierta, que corre el riesgo de que la región
suramericana, tan excluyente y tan débil a nivel
democrático, “securitice” en un sentido represivo los más diversos asuntos que tienen relación
con las personas. Así aconteció en la historia regional reciente en donde la noción de seguridad nacional, asociada al desarrollo, permitió
dinámicas que terminaron por afectar la seguridad de las personas.
En este debate que apenas comienza surgió la
discusión sobre si la seguridad es un bien público y si es al Estado a quien le compete, en primer lugar, la responsabilidad de ofrecer
seguridad y de construir políticas públicas indispensables para garantizarla. El Estado, sobre el
cual recaería la tarea de mantener la seguridad
interna y externa, tendría también el deber de
determinar cuáles son los riesgos y amenazas. Se
anotó, sin embargo, que el Estado ha sido en
ocasiones dispensador de seguridad, pero muchas otras veces se ha convertido en la fuente de
mayor inseguridad. Además, se dijo que para que
la democracia sea el hilo unificador de cualquier
agenda de seguridad, el Estado debe dotarse de
estructuras y sistemas institucionales de asimilación de las demandas, de tramitación de los diversos intereses sociales y de un tratamiento
adecuado de los conflictos sociales, de manera
que no los “securitice” al asumirlos como amenazas al orden público y enfrentarlos mediante el
uso de la fuerza. La pregunta sobre si la seguridad es lo que permite el desarrollo de la democracia o si es ésta la que posibilita y garantiza la
seguridad quedó igualmente planteada en el
debate. Así mismo, se insistió en que la creciente “securitización” de distintos asuntos debido a la cruzada antiterrorista estadounidense
condiciona la definición de la democracia, y
pone en segundo plano las libertades y derechos ciudadanos.
Otro punto controversial se relaciona con la
diferencia entre seguridad y defensa, y su nexo
con el contexto internacional más amplio. En
ese sentido, la pregunta se centró en si el papel
de las fuerzas armadas –allí donde no existen serias amenazas armadas al Estado– comienza a
perder su razón de ser en la medida en que parecen haber disminuido las amenazas externas a
las soberanías nacionales. El debate se planteó
en términos de suprimir –como aconteció en dos
casos en Centroamérica luego de que se hubieran resuelto los conflictos internos– o de encontrar una nueva función para los militares ante la
ausencia de amenazas convencionales. Se adujo
igualmente la necesidad de considerar que los
cambios en el desarrollo del capitalismo, así
como han tenido impactos en la organización social y política de la sociedad y del Estado, han incidido también en los temas de seguridad. En
concreto, el modelo económico vigente en el
que la especulación financiera internacional y la
¿Existen problemas o amenazas internas a la
seguridad regional?
La respuesta a esta pregunta es esencial para
clarificar hasta dónde existe una amenaza a la seguridad regional que venga desde adentro, porque cualquier noción de comunidad de seguridad
entre los países andinos y Brasil es difícil de conseguir si se considera a uno de los países miembros
como la principal fuente de amenaza. Esa noción
implica que la seguridad de todos involucra la seguridad de cada uno de los miembros, y que justamente se forma una comunidad de seguridad
para hacerle frente a las amenazas que vienen de
afuera. Incluso la propia integración sub-regional es puesta en cuestión al considerar como
amenaza a uno de sus integrantes y, al contrario,
como lo muestra la experiencia de conformación
del Mercosur, éste fue posible una vez se diluyó
cualquier idea de amenaza entre sus miembros.
Al hacer una revisión histórica de las amenazas y de su tratamiento en la región se observa
que se ha producido un tránsito colectivo de las
amenazas convencionales interestatales, que parecen haberse disuelto casi definitivamente, hacia nuevas amenazas que han tomado forma. Es
decir, no existen peligros estratégicos tradicionales dentro del área andina ni en Brasil, aunque
subsiste un problema de rivalidad y tensión
binacional entre Colombia y Venezuela por la
delimitación fronteriza, y Colombia enfrenta un
agudo conflicto armado interno. En cambio, la
región está inmersa en amenazas no convencionales derivadas de redes criminales que han alcanzado una enorme amplitud y ante las cuales
la institucionalidad interamericana de defensa
no ha podido responder satisfactoriamente, pues
los tratados hemisféricos están impregnados de
la cruzada prohibicionista-represiva impuesta
por Estados Unidos.
Existe una enorme dificultad para determinar
lo que significan estas amenazas globales y cómo
se concretan en el contexto regional. En la región han empezado a generarse unas primeras
definiciones de las nuevas amenazas, aunque éstas suscitan apreciaciones divergentes dado que
han sido identificadas e impuestas casi siempre
desde afuera. Pero aun si tomamos las priorida-
coyuntura
cuencias muy diversas. Por eso el proyecto debe
partir, además del debate conceptual, de un análisis crítico de lo que comúnmente se señala
como amenaza y del contexto en que ésta se desarrolla con el propósito de ayudar a definir lo
que hay que hacer frente a ella.
análısıs polítıco nº 50
acumulación de capital se han impuesto sobre la
producción económica, entorpece el desarrollo
de la democracia, amplía la exclusión social y podría generar problemas de seguridad.
La discusión sobre lo que constituye una verdadera amenaza a la seguridad y lo que es un mero
problema saltó también en el debate. Para algunos, una amenaza implicaría el uso de la violencia
de forma deliberada y con efectos colectivos; un
problema de seguridad podría convertirse en una
amenaza y generar un impacto tan fuerte en la sociedad, que podría llevar a una movilización colectiva para enfrentarla. Para otros parecería
necesario separar conceptualmente y jerarquizar
diversos tipos de amenazas. En primer lugar, estarían las amenazas convencionales derivadas de un
ataque o agresión inesperado por parte de un Estado del continente o de fuera de él, ante cuya
eventualidad cada país ha formulado sus propias
hipótesis de conflicto. En segundo término, habría que considerar las amenazas no tradicionales
ejercidas por actores no estatales, ante los cuales
es necesario desarrollar instrumentos especiales,
así como un diálogo entre los aparatos estatales
hemisféricos. En tercer lugar, se deben tener en
cuenta las amenazas internas al Estado y la sociedad lanzadas por organizaciones armadas ilegales.
En cuarto término, si no se les da una respuesta
adecuada podrían convertirse en amenaza ciertos
problemas estructurales, como son los conflictos
sociales, la vulnerabilidad democrática y la debilidad institucional. Esto no quiere decir que la simple existencia o el agravamiento de problemas
sociales y políticos se traduzca automáticamente en
una causa de inseguridad; pero esta interpretación
tampoco desconoce que la misma condición social
de pobreza y la corrupción institucional facilitan la
irrupción o consolidación de la inseguridad. Más
que en la misma clasificación de las amenazas, en
lo que sí se apreció acuerdo es en que cada país
debe resolver con autonomía el alcance de los riesgos y la naturaleza de las amenazas existentes a su
seguridad interna, y configurar una sólida institucionalidad estatal, de carácter democrático, que logre restablecer el orden público y garantizar la
seguridad de las personas y del Estado.
El debate no está resuelto. Apenas comienza.
Queda entonces el reto de delimitar la noción
de seguridad de la que parte este proyecto regional. Así mismo, de superar la imprecisión que ha
llevado a hablar indistintamente de problemas
de seguridad y de amenazas a la seguridad, lo
que redunda en una exageración de problemas
que son convertidos en amenazas con conse-
[117]
análısıs polítıco nº 50
des definidas por Estados Unidos, vemos que no
se ajustan a la situación de la región. Excepto en
el caso de Colombia, cuyo gobierno insiste
oficialmente en que tiene un problema de terrorismo internacional, en la región no se presenta
esta amenaza porque no existe un movimiento
terrorista de alcance global. En la región no hay
tiranos con armas de destrucción masiva, y aunque algunos sindican de autoritario al presidente
Chávez, su gobierno no tiene ni pretende adquirir este tipo de armas. Lo que sí hay en la región
son “espacios sin gobierno”, especialmente en las
zonas de frontera. Con todo, distintos sectores
sociales y gubernamentales perciben amenazas
regionales, que para unos se derivan del conflicto colombiano, mientras otros temen una eventual expansión transnacional del proyecto
bolivariano de Chávez. Un elemento de inseguridad estructural compartido es el incremento de
la criminalidad en todas las urbes de la región
andina, y con gran fuerza en Brasil, así como los
problemas en las fronteras a los que ya hemos
hecho referencia.
Hay elementos que apuntan a la existencia de
problemas de seguridad regional, que se producen ante todo en Colombia, pero que provienen
también de los países vecinos que comparten
agudas crisis económicas y sociales, graves
dificultades de gobernabilidad, fuerte peso del
clientelismo, corrupción en la vida política y tradicional debilidad estatal. Sin embargo, estos
asuntos no necesariamente constituyen amenazas, y una agenda de seguridad regional es algo
más que la simple sumatoria de los conflictos
existentes en cada nación. De ella harían más
bien parte problemas transfronterizos como los
que se están produciendo por efecto de la confrontación armada colombiana y de las articulaciones que con ella establecen distintos sectores
de países colindantes, o como las posibles disputas por los bienes naturales –petróleo y agua– que
se pueden traducir en amenazas para la seguridad
regional al desbordar las fronteras nacionales y estimular respuestas militares convencionales. Esos
problemas no pueden obtener solución por la acción de un solo país; requieren el esfuerzo compartido entre vecinos. Lo mismo acontece con los
flujos transnacionales –tráficos de drogas y de precursores químicos, de armas y explosivos– que se
movilizan trans-regionalmente, más que como
producto de su derrame desde un país hacia el
[118]
7
resto, impulsados por las dimensiones económicas del negocio, por el espacio que requieren y
por las escalas de trabajo que necesitan. En consecuencia, estos flujos sólo pueden ser enfrentados de manera regionalmente concertada.
Para aclarar cuáles son las amenazas regionales, y qué debería hacer una agenda regional al
respecto, es necesario reflexionar, igualmente,
sobre el alcance de la división del hemisferio en
dos Américas hecha por Washington. La América
del Norte, que comienza en Panamá y que hace
parte del programa nacional de defensa de Estados Unidos, y la América del Sur, que está marcada por dos subzonas: la de grave peligro,
representada por Colombia o por Venezuela y
por la frontera colombo-venezolana, y la de alta
preocupación, constituida por la triple frontera
entre Argentina, Paraguay y Brasil. En la primera
subzona, que es en la que se concentra este proyecto, podría generarse una tensión que
involucre a Estados Unidos, interesado en franquear la tradicional línea de su “patio trasero”7; a
Colombia en donde podría producirse una intervención a instancias del presidente Uribe y a través de una coalición de fuerzas, lo que, por
supuesto, no solucionaría los problemas; o a Brasil, la única potencia regional que como tal aspira a que Estados Unidos la considere en las
resoluciones que tome frente a Colombia. Los
otros países –tal vez salvo Venezuela– ante esta
eventualidad podrían quedar como simples espectadores, y la región no habría avanzado en estabilidad sino que vería afectada seriamente su
seguridad regional. Entretanto, habría que ver si
es posible abrirle paso a una propuesta alternativa a tal intervención, y Brasil tendría mucho que
decir al respecto.
En la transformación de algunos problemas regionales en verdaderas amenazas podrían incidir
las diversas dinámicas externas que se desarrollen
frente al conflicto colombiano. En primer lugar,
es posible imaginar una eventual intervención militar estadounidense para garantizar la seguridad
colombiana, lo que requeriría una operación masiva de Estados Unidos que proyectaría su injerencia más allá del corto plazo. Esta posibilidad podría
verse limitada desde Estados Unidos mismo, bien
sea por la creciente escasez de presupuesto para
atender acciones y ayudas en el exterior, o bien por
los resultados de la contienda electoral y por la evolución de la percepción dentro del partido demó-
De 39 intervenciones armadas de Estados Unidos durante el siglo XX en territorio latinoamericano,
sólo una se dio en Suramérica.
¿Cómo construir una agenda
de seguridad regional?
El debate en el evento mostró que construir
una agenda de seguridad implica considerar varias cuestiones centrales. Ante todo, es indispensable tener en cuenta los hechos relacionados
con componentes externos, más en concreto, la
injerencia directa de la política exterior estadounidense que tiende a “securitizar” distintos temas: unos, que por su naturaleza son de esencia
social, como los cultivos ilegales, la delincuencia,
las migraciones; otros, como las cuestiones de orden político, relacionadas con la democracia y
sus procesos; y otros más, referidos a asuntos
como el terrorismo y la delincuencia
coyuntura
transnacional. También se debe asumir que subsiste una infinidad de divergencias en torno a la
seguridad. No hay una visión estratégica compartida ni una actuación conjunta frente a problemas comunes en zonas de frontera ni ante
las cuestiones transfronterizas que se producen
con ocasión del conflicto colombiano. Así mismo, una agenda de seguridad debe tener en
cuenta que, de una u otra forma, los estados
andinos no han logrado integrar sus propias sociedades, las cuales siguen siendo muy fragmentadas y heterogéneas; tampoco han tenido la
capacidad para controlar la totalidad del espacio nacional ni han dispuesto de una estructura
y un sistema institucional capaz de asimilar y resolver las distintas contradicciones de naturaleza social; más bien la mayor parte de ellos han
debido enfrentar autoritarismos y nacionalismos que inciden en las agendas de cada país.
Además, la agenda debe prestar atención a lo
que es propio de la sub-región andina: la debilidad de cada país, la legitimidad precaria del sistema democrático y las difíciles dinámicas
internas que impiden construir instrumentos
institucionales. Finalmente, debe tener en
cuenta los intereses de Brasil. Si bien estos
asuntos no constituyen los ejes de lo que hay
que asumir en común, sí es importante considerarlos para que el acercamiento sea real y
pueda construirse una agenda regional, para
que ese proceso promueva la solución de los
problemas de seguridad que le son propios a
cada país, y ayude a superar el retroceso de los
acuerdos de integración.
Igualmente, el debate mostró que el proyecto regional debería tomar en consideración aspectos sensibles en asuntos de seguridad entre
los países andinos y conosureños; y observar si
se trata de una diferencia significativa entre las
prioridades de unos y otros, cuál es su alcance y
cómo afectaría una agenda regional. Es posible
apreciar una primera diferencia en el hecho de
que mientras cada uno de los países de Mercosur
ha avanzado relativamente en el desarrollo interno de la reforma militar bajo un esquema de democracia en el que no involucran las fuerzas
armadas en tareas policiales, como el combate al
narcotráfico y el enfrentamiento a protestas sociales, en el caso andino la naturaleza de los
problemas y las presiones estadounidenses al respecto han permitido el involucramiento de las
fuerzas armadas en esos asuntos. La delimitación constitucional de funciones de la fuerza
militar en el cono sur ha sido puesta a prueba
análısıs polítıco nº 50
crata sobre la inconveniencia de continuar interviniendo en el conflicto colombiano. De consolidarse cualquiera de esos dos condicionantes cabría
pensar que Colombia, al ser el tercer receptor de
ayuda, quedaría en una situación incierta de comodín de las finanzas norteamericanas, por lo
que los aportes anunciados podrían no llegarle
ante una emergencia que no esté financiada, o
que empezaran a disminuir, y entonces Colombia
pasaría a un segundo plano. Esta relegación también podría provenir del hecho de que Estados
Unidos no ha demostrado un interés marcado
por pacificar a Colombia. Sólo se ha interesado de
manera prioritaria por ese país cuando la guerra
contra la droga era lo central para Washington.
Ahora le preocuparía más bien Venezuela, porque
su situación interna puede afectarle el suministro
de petróleo. Claro que aunque Colombia no sea
una preocupación central para Washington, la
combinación de conflicto armado y droga, el encuadramiento de éste en las etiquetas
antiterrorista/antinarcóticos y la buena relación
de Bush con Uribe permite concebir una segunda
dinámica. Ésta dependería de que el gobierno de
Colombia demuestre importantes resultados con
la ayuda que ha recibido, y así no se incrementen
los recursos ni Estados Unidos acepte la invitación
a intervenir, es posible que continúe la injerencia
estadounidense. Y, de lograrse un acuerdo interno
entre los diversos sectores colombianos, incluidos
los actores armados ilegales, es posible que Washington se viera obligado a respaldar algún arreglo de la confrontación. Esto depende del éxito
de la construcción de una política de Estado colombiano dirigida a crear las condiciones para
una salida negociada, y del acompañamiento que
puedan hacer los vecinos para crear un contexto
regional favorable.
[119]
análısıs polítıco nº 50
[120]
en momentos de crisis en los que se altera el orden público o arrecia la criminalidad gracias a
que se han levantado voces que discuten su efectividad. La ratificación de dicha delimitación ha
demostrado que es inaceptable la transgresión
de los derechos ciudadanos y de las políticas nacionales de seguridad democráticamente concertadas, y sugiere que ese debería ser el modelo
más adecuado para los países de la región, así
exista una gran presión estadounidense para actuar en otro sentido. De lo contrario, si se continúa entregando a las fuerzas armadas el manejo
de los asuntos de seguridad nacional, si se las sigue involucrando en los problemas de orden público o en las amenazas transnacionales, seguirá
vigente el débil control político sobre los militares, la ausencia de los poderes públicos frente al
tema y la pérdida de manejo civil de dimensiones centrales en las relaciones regionales. Otra
diferencia –aunque menos importante y que
puede ser más bien un punto a favor de una
agenda regional–, se expresa en que, mientras la
CAN incluye en la Carta Andina para la Paz y la
Seguridad lo que está acordado entre sus miembros frente a las necesidades de seguridad de los
países, así estos acuerdos sean parciales y no se
hayan aplicado aún, en el Mercosur el tema sigue siendo un asunto de carácter más nacional.
Por tanto, discutir con Brasil al respecto podría
abrir una oportunidad para revisar todo aquello
en lo que existe congruencia entre los distintos
países y, simultáneamente, para precisar los puntos en los que hay desacuerdo. Esta identificación
de las discrepancias existentes en torno al tema es
igualmente indispensable para la construcción de
una agenda de seguridad regional.
Así mismo, el debate mostró que el proyecto
andino-brasileño debería considerar que, para
prever el comportamiento de los gobiernos en el
mediano plazo, es necesario poner sobre la mesa
los costos que para cada país significa desprenderse de acuerdos previos y futuros con Estados
Unidos, y adherirse a una visión de tratamiento
Sur/Sur de los problemas regionales. En alguna
medida esto es lo que está en juego en el asunto
de la vigilancia amazónica propuesto por Brasil,
que, para ser exitoso en sus objetivos y contribuir
en materia de seguridad regional y en el manejo
ambiental, debe ser asumido por los países
amazónicos como uno de los retos concretos de
seguridad compartida. Habría que auscultar
cómo conjugar una agenda de seguridad de Brasil y la CAN, que sirva de contrapeso a las dinámicas jalonadas por Estados Unidos, sin que esto
signifique entrar en contradicción abierta con la
potencia hemisférica y global.
El debate también reclamó del proyecto un
análisis de los grandes desafíos a la construcción
de una agenda de seguridad regional como los
que a continuación se mencionan. Brasil y la región andina deben ser capaces de identificar los
principales riesgos actuales y las grandes amenazas que se ciernen hacia el futuro, y evaluar la potencialidad de una alianza estratégica a la que
pudieran llegar, así como sus costos y beneficios.
Esto depende de que los países implicados muestren una disposición real para construir un
liderazgo político regional y una institucionalidad
de seguridad y defensa, y para adelantar las reformas internas –papel de la fuerza militar, dotación
de armamento y equipos, fortalecimiento de instituciones como el parlamento y el poder judicial– que tiendan a apuntalar la relación entre
desarrollo democrático y agenda de seguridad
regional. Dependería, también, de que los
suramericanos asumieran la simultaneidad de los
procesos de integración y negociación económicas frente a la globalización con la urgencia del
tema de seguridad regional, de que atendieran
las urgencias nacionales para ayudarles a encontrar salida, y de que no interfieran la construcción regional, pues ésta podría verse postergada
por décadas. La concertación de la agenda regional debe ser entendida entonces como un proceso de superación de la fragmentación de los
acuerdos de integración con el propósito de
atender las interdependencias negativas que los
enfrentan.
En suma, la región andina en sí misma y en su
relación con Brasil parecería requerir una agenda de seguridad que no sea demasiado vaga o
ambiciosa. Ésta debería partir de los intereses,
las prioridades y las condiciones particulares de
cada país, pero no podría quedarse allí. Más bien
tendría que salir de lo puramente nacional y pasar a lo posnacional para poderle hacer frente a
la globalización que involucra cada vez más elementos de las relaciones entre las sociedades y
los estados por encima de las barreras nacionales. Como lo que más se asemeja a una política
regional de seguridad es la estrategia que aplica
Estados Unidos, pero su contenido y forma no
corresponden a las prioridades regionales y conducen a acciones fragmentadas, el proyecto debería proponer formas de superación de esa
simulación de política sub-regional de seguridad.
Esto es, de la suma de políticas bilaterales de
cada país con Estados Unidos, que, por su seme-
Actores institucionales y sociales
Otro aspecto del debate sobre una agenda de
seguridad regional mostró que si bien ésta implica en primer lugar a los tres poderes públicos de
los estados y no sólo a las fuerzas armadas de
cada uno de los países, es necesario involucrar
también a distintos sectores estatales y sociales;
es decir, al conjunto de la institucionalidad de
cada país –representada por el parlamento, el
ejecutivo y la justicia– y a través de consultas a los
poderes locales de instancias subnacionales y a
las organizaciones sociales. Estos sectores deberían participar en espacios nacionales de coordinación política en donde puedan señalar sus
posiciones sobre las pautas nacionales, los instrumentos idóneos que las pongan en práctica, así
como las agendas cooperativas regionales para
atender amenazas transnacionales.
Sin confundir conflicto con amenaza, pero
entendiendo que en ciertos casos el problema
puede ser fuente de amenaza, es necesario considerar el escenario de posibles conflictos con
actores no estatales que se ha venido
prefigurando y cuya prevención debe tener en
cuenta la perspectiva que al respecto tiene la sociedad civil en la región. Lo que se vislumbra
como altamente probable en un horizonte de
diez años, es que, junto a los conflictos domésticos y las amenazas internas a la estabilidad, aparecerán conflictos transnacionales con nuevos
actores. No se trata sólo de las nuevas amenazas
definidas en los años noventa (crimen organizado conectado con droga, guerrilla y terrorismo), sino de la aparición de nuevos actores
capaces de plantear retos percibidos como nuevas amenazas. La cuestión de los movimientos
indígenas podría surgir como un fenómeno
transnacional estimulador de percepciones de
inseguridad, porque en alguna medida su actuación rebasa conceptos de territorialidad y soberanía que se daban como resueltos pero que
no funcionarían, aparentemente, para este tipo
de movimientos. Otro fenómeno transnacional
podría estar constituido por redes sociales con
agendas regionales propias, que no puedan ser
Mecanismos andino-brasileños
En el evento se insistió en que, para elaborar
una agenda colectiva, es necesario desarrollar
verdaderas medidas de confianza, valorar los lazos históricos de los países implicados, los pro-
coyuntura
asumidas por un multilateralismo tradicional
entre estados sino que requieren un
multilateralismo complejo. Estos nuevos actores
pueden poner en cuestión muchas de las actuales concepciones de seguridad o de la
definición de amenazas, y van a reprochar con
fuerza su no inclusión en la discusión de cualquier tipo de acuerdo al respecto. De ahí la importancia de considerar cómo una serie de
nuevos actores van a intervenir en la definición
de una agenda regional cuando no existen los
mecanismos para que puedan participar siquiera en el tratamiento de los temas más tradicionales, en los que tienen mucho qué decir.
El papel y la participación de la sociedad civil se han venido planteando en los últimos
años en el proceso de ALCA, y existe una gran
presión, ejercida por una serie de redes de
configuración transnacional, para obtener vocería en la construcción de cualquier agenda regional. El tema de seguridad, sin embargo,
acarrea un problema para las organizaciones de
la sociedad civil dado que, por lo general, su
preocupación ha estado centrada en otras cuestiones muy distintas. La sociedad civil sólo ha
intervenido en el tema de seguridad al salir de
una dictadura o de una aguda confrontación, y
lo ha hecho para exigir la protección de los derechos humanos o para reclamar que los militares no se desempeñen como actores políticos.
Pero, una vez termina la transición, las organizaciones sociales no vuelven a interesarse por el
tema de seguridad, salvo cuando reaparece en
relación con la seguridad ciudadana frente a la
criminalidad y delincuencia común. Entonces,
como la seguridad regional no es un tema que
esté dentro de sus perspectivas pero que sí las
involucra, conviene hacer una convocatoria amplia a la sociedad civil para discutir al respecto.
Hay que ayudar a que la sociedad civil supere el
temor frente al tema de la seguridad y se involucre en la discusión acerca de funciones y limitaciones tanto al poder militar como al policial.
Las comunidades académicas, al movilizarse alrededor de este tema, pueden ayudar a
explicitar los componentes centrales de seguridad y estimular este debate también entre los
más diversos sectores sociales de la región.
análısıs polítıco nº 50
janza, fueron asumidas como si hubieran sido
concertadas. En fin, el proyecto no podría proponer una agenda tan amplia que tienda a
“securitizar” todos los asuntos. Más bien, podría
ayudar a la delimitación de los temas a partir de
parámetros precisos acordados entre los países
implicados y con una metodología que permita
su concreción y especificación.
[121]
análısıs polítıco nº 50
[122]
blemas coyunturales comunes, así como el funcionamiento de mecanismos conjuntos de muy
diverso orden. La ausencia de tales medidas ha
contribuido, entre otras cosas, a impedir el funcionamiento de esquemas de seguridad colectiva. Es necesario, por tanto, que el proyecto
estudie los fracasos y conflictos que se han producido al abordar distintos temas de seguridad
en ámbitos bilaterales y multilaterales, así como
los procesos de cooperación que han sido fluidos
y han permitido avances. Se deben revisar las
definiciones del Grupo de Río frente al tema de
seguridad, al igual que la efectividad que el grupo podría tener, por ejemplo, en un papel de
acompañamiento para la búsqueda de soluciones negociadas frente al conflicto colombiano,
como el que –guardadas las diferencias de contexto y del tipo de conflictos– tuvo el Grupo de
Contadora frente al problema centroamericano.
Para unos, más que adoptar la posición fácil de
desconocer los organismos de integración sub-regional o de vecindad, es indispensable analizar
cómo recuperarlos con el fin de que cumplan con
las aspiraciones que les dieron origen, y que su
eficaz funcionamiento permita un acercamiento
en los asuntos de seguridad. Estas instituciones
derivadas de los procesos de integración pueden
ayudar, además, a aproximarse a la discusión sobre la agenda, y podrían constituirse en el camino
para poder concretar retos compartidos que se
desprenden de amenazas transnacionales a la seguridad regional. Para otros, en cambio, habría
que analizar con detenimiento si conviene agregar a la actual institucionalidad, ya bastante sobrecargada, funciones en los asuntos de seguridad en
los cuales no tiene experiencia, o si es mejor estructurar nuevos mecanismos que asuman
específicamente los temas de la agenda de seguridad. Entre éstos está la reunión de los ministros
de defensa andinos antes de las cumbres presidenciales, como fue acordado por los propios jefes de Estado.
Desde la institucionalidad de la Comunidad
Andina, el proyecto podría revisar el alcance de
la Carta Andina para la Paz y la Seguridad suscrita
a mediados del año 2002, y que se propone desarrollar una política común fundamentada en una
perspectiva democrática de la seguridad, la defensa de la democracia como sistema de gobierno, la
promoción y protección de los derechos humanos, la solución pacífica de las controversias y el
fortalecimiento del proceso de integración. Sin
embargo, al examinar los instrumentos para su
operación se observan los mismos problemas
que, a continuación señalamos, ocurren en
Centroamérica con los tratados marco de seguridad. Muestra serias dificultades para hacer coherente la declaración de principios sobre
seguridad con los instrumentos y contenidos
para su aplicación. Privilegia temas de terrorismo, control de armamento, reducción de presupuestos militares y aplicación del tipo de
medidas de confianza acostumbradas pero poco
eficaces. Tiene un desfase entre los discursos sobre la seguridad y los referidos al desarrollo.
Mantiene las decisiones y responsabilidades al
respecto en las estructuras de seguridad tradicionales de los gobiernos y los cuerpos militares. Carece de un mecanismo de seguimiento, por lo
que puede convertirse en una simple referencia
de los países que la suscribieron, a diferencia de
la convención interamericana contra el terrorismo, que constituye un eje de la seguridad para la
región. Hace invisibles a los nuevos actores que
han emergido alrededor o como epicentros de
asuntos de seguridad y no contempla formas de
participación de las sociedades. El proyecto
andino-brasileño podría sugerir formas de superación de estas brechas con el fin de armonizar
los postulados y los instrumentos de aplicación
de la Carta, y de avanzar en la construcción de
una agenda regional a partir de los mecanismos
existentes.
También dentro del marco de la CAN, las
definiciones sobre desarrollo fronterizo contienen una importante evolución conceptual y unos
mecanismos que podrían ser igualmente considerados dentro del análisis de posibles instrumentos
para asumir de manera cooperativa los asuntos de
seguridad fronteriza. Más aún cuando estos mecanismos binacionales se han venido ocupando
crecientemente del tema de seguridad. Entre
ellos están las comisiones de vecindad, que han
funcionado bien cuando han tenido oportunidad
de reunirse y trabajar temas concretos, o que han
sido muy eficaces en su gestión sobre el terreno
en la resolución a tiempo de problemas cuando se
les ha pedido intervenir para evitar que éstos se
conviertan en graves conflictos. El esfuerzo realizado para conformarlas y concertar sus funciones
y responsabilidades es una experiencia acumulada
que se debe mantener y reforzar. Su fortalecimiento implicaría que sean dotadas con nuevos
apoyos de las entidades encargadas de la
planeación nacional con el fin de que puedan
acompañar la definición de sus recomendaciones
para que sean viables a nivel presupuestario y
técnico. Además, deben ser reforzadas en su com-
coyuntura
de reuniones anuales de cooperación en las que
intercambian conocimientos, doctrinas, modelos
de operaciones y medidas de control. También
existen acuerdos que, sin afectar la soberanía nacional del país vecino, permiten operaciones
como las de control del tráfico ilegal en áreas de
fronteras a cargo de una de las fuerzas nacionales,
las cuales cesan cuando llegan a la frontera común y deben ser continuadas por el país vecino.
Habría que analizar si esos mecanismos puntuales
bilaterales podrían contribuir a constituir una arquitectura regional en materia de seguridad.
Mecanismos según problemas y amenazas
En el debate se expresaron sugerencias con
relación a los mecanismos que se deberían poner en marcha según los problemas y las amenazas que, aunque no se presentan con la pureza
en que han sido definidas, siempre tendrán una
fisonomía que permita encuadrarlas y
jerarquizarlas en un patrón de clasificación. Para
atender los distintos tipos de problemas y amenazas existe una amplia gama de acuerdos que pueden y deben ser utilizados coordinadamente
para hacerles frente. Para la defensa convencional hay cooperación y enlaces militares entre países y reuniones de los estados mayores. Frente a
problemas como el de las drogas se coordinan
acciones de control, reuniones de ministros de
defensa, cumbres hemisféricas. Ante problemáticas como la colombiana, en donde las fuerzas
militares enfrentan la acción armada de guerrillas y paramilitares, se abre la discusión de qué
deberían hacer los estados colindantes. Surge,
además, la discusión acerca de si las fuerzas armadas, allí donde no enfrentan confrontaciones
armadas internas y ante la ausencia de amenazas
convencionales, no deberían empezar a adecuar
sus doctrinas y armamentos, con el fin de conformar fuerzas militares nacionales, acantonadas
dentro de marcos del Estado-nación, pero preparadas para participar cuando sean requeridas
regionalmente y dispuestas a cooperar con intercambio de información, inteligencia y
equipamiento.
La defensa frente a las amenazas no tradicionales distintas de las confrontaciones armadas
contra el Estado disponen de mecanismos de
protección que se ubican en tres espacios: la inteligencia, las fuerzas policiales y los mecanismos
jurídicos. Estos últimos sirven para precisar la
operación de las dos anteriores y para guiar la
acción interestatal a través de tratados, por ejemplo, en materia de extradición. Se propuso anali-
análısıs polítıco nº 50
posición con el fin de que sus integrantes representen diversos sectores de los países implicados y
conozcan los temas por tratar. También deben ser
ajustadas en concordancia con las transformaciones de las agendas de política exterior y de la relación bilateral. Su funcionamiento permanente, así
cambie el partido en el poder o existan discrepancias entre las capitales y problemas en las fronteras, ayuda a la generación concreta de confianza y
de mutua cooperación bilateral, lo que se traduce
en buenas relaciones fronterizas, comerciales y de
seguridad.
Existen algunos mecanismos de seguridad entre Brasil y cada país andino para el control de
las fronteras compartidas, así como apoyo operacional y de inteligencia, intercambio judicial,
medidas de confianza entre las fuerzas armadas y
de policía, relativa concertación para la lucha
contra el tráfico de drogas y posibilidad de usar
el Sistema de Vigilancia Amazónica (SivamSipam). El sistema ha sido desarrollado para prevenir la intervención en territorios no
controlados efectivamente y como un campo de
cooperación con los vecinos. Éstos deben
identificar la institución nacional que lo
dimensione, ajuste y ponga en práctica, así como
el cuerpo político, técnico y operativo con capacidad para descifrar, precisar y utilizar los datos
del sistema. Ya existen veinte documentos jurídicos entre Brasil y los países andinos, que se deben hacer operativos de manera coordinada.
También podrían revisarse las posibilidades en el
espacio amazónico compartido, que cuenta con
el TCA, y analizar, por ejemplo, si a más de avanzar en un tratamiento realmente cooperativo de
las cuestiones ambientales, se podría pensar en
la creación de una comisión especial que pudiera concertar criterios para incluir una agenda de
seguridad. Igualmente, desde el parlamento
andino se podría tratar el tema de conciliar la
carta andina con el TCA y la declaración diplomática del Mercosur sobre seguridad. Además,
según el agregado militar de Brasil en Bogotá,
misiones como las que él representa y que hacen
parte de los cuerpos diplomáticos, se remontan a
1967 y existen en todos los países de la CAN.
Muchos generales y altos oficiales de los ejércitos
de los países andinos se han capacitado y entrenado en escuelas militares de Brasil, y actualmente profesores brasileños enseñan en las
escuelas militares de Perú y Venezuela. Es común
para las fuerzas armadas de la región la realización de encuentros de análisis estratégico, de inteligencia y de logística, así como la realización
[123]
análısıs polítıco nº 50
[124]
zar la necesidad de crear un centro regional de
inteligencia que sea capaz de coordinar
regionalmente las acciones policiales y que supere la función de la Interpol en la región. Éste podría ponerse en marcha a partir de la
disponibilidad de instrumentos de información e
inteligencia con los que cuenta cada policía nacional, y así el primer paso sería de agregación y
homologación de la información, de los procesos en curso y de las respectivas interpretaciones.
Ante las amenazas estructurales en la esfera
de la seguridad, que abarcan el ámbito de las políticas públicas nacionales y los distintos mecanismos de la cooperación regional y multilateral, así
como la presencia y participación de sectores sociales para hacer frente a la escasez de recursos,
se propuso pensar formas de participación de las
corporaciones privadas y empresariales.
En síntesis, el debate mostró que aunque, por
su debilidad nada augura que la CAN, el TCA o
los mecanismos binacionales puedan estar en el futuro en condiciones de procesar y resolver los asuntos de seguridad, no existe otra institucionalidad,
como tampoco existe otro ámbito de concertación
como el Grupo de Río. Por eso, surgieron propuestas en el sentido de que el proyecto sugiriera formas para que los mecanismos de cooperación den
pasos concretos y pongan en marcha acuerdos
comunes bilaterales, sub-regionales o regionales
para asumir las cuestiones de seguridad relacionadas con la vecindad fronteriza y con las amenazas transnacionales. También para que revisara
nuevos mecanismos si los organismos existentes
son insuficientes.
La discusión mostró dificultades para ese proceso derivadas de la sobrecarga de retórica en la región andina y en el parlamento latinoamericano,
de la bilateralidad en las relaciones de Brasil con
cada país andino, así como del predominio de los
temas de seguridad vinculados con acuerdos bilaterales con Estados Unidos. Pero también mostró
que todo ello, aunque entraba la construcción de
una agenda regional común, es al mismo tiempo lo
que estimula su desarrollo y el que ésta alcance
trascendencia internacional. Además mostró que la
organicidad que pueda adquirir la relación andinobrasileña deberá soportarse en patrones de
confianza y cooperación, para lo cual es decisivo el
conocimiento, por parte de los gobiernos y los
forjadores de opinión, no sólo sobre las crisis de los
vecinos sino sobre sus potencialidades. Así no se
generan más incertidumbre y prevenciones sino
aproximaciones y acuerdos. Y en este campo, los
participantes coincidieron en que el proyecto regional puede hacer una significativa contribución.
En conclusión de los retos planteados al proyecto por el primer seminario, para avanzar en
una visión regional que dé sustento a una agenda de seguridad andino-brasileña es necesario
clarificar el concepto de seguridad con el cual el
proyecto se propone avanzar, y definir las amenazas y los imperativos comunes de seguridad, así
como los actores que participan y que van más
allá de los agentes clásicos. También, requiere
definir el espacio de coordinación de políticas,
el grado de institucionalización en diferentes niveles no sólo intergubernamentales, definir para
qué temas deben desarrollarse mecanismos colectivos de seguridad y si éstos deben ser bilaterales o generales, permanentes o puntuales, si hay
que reforzar los que ya existen o crear otros
específicos, y cómo contribuir a superar el
desfase operacional que se encuentra entre las
definiciones adoptadas por los gobiernos y los
procesos reales en curso. Además, el proyecto
andino-brasileño debe estimular el debate sobre
las implicaciones políticas del papel de Estados
Unidos, cuyos intereses juegan de manera determinante y recortan el margen de posibilidades
del subcontinente. Igualmente, su arranque
debe partir de que una buena vecindad implica
compatibilidad de valores, relevancia y comprensión mutua, realidades e identidades compartidas. Implica, así mismo, asumir que la seguridad
de un país no puede estar basada en vecinos débiles y en crisis sino que requiere su estabilidad y
fortaleza. De la misma manera demanda continuidad en las medidas no sólo en el campo militar y aceptar que las relaciones de vecindad no
pueden orientarse sólo por el mercado. Necesitan, en fin, aceptar que la redefinición del interés nacional no finaliza en la frontera sino que se
expresa en la integración con los vecinos como
un elemento de fuerza internacional.
FECHA DE RECEPCIÓN: 04/10/2003
FECHA DE APROBACIÓN: 13/10/2003
Por Jorge Reinel Pulecio
Profesor asociado, IEPRI,
Universidad Nacional de Colombia
SI NO SE HUBIERAN ROTO LOS
diálogos de paz entre el gobierno y
la guerrilla de las FARC-EP, el 20
de febrero de 2002, la publicación
del libro de Ferro y Uribe habría
sido vista como un petardo contra
los diálogos y las esperadas negociaciones. Esto porque el libro
presenta con crudeza una parte
sustantiva del “orden de la guerra”
que se libra en Colombia –la referida a la naturaleza organizativa y política de las FARC-EP–, y deja en los
lectores la percepción dramática y
desoladora de una guerra que se
institucionaliza y se potencia, aprovechando los propios esfuerzos de
paz de la nación colombiana.
Como los diálogos se rompieron
y al orden del día (2003) están las
políticas favorables al escalamiento
del conflicto, tanto en el campo del
Estado como de la insurgencia, el
estudio de Ferro y Uribe parece a
primera vista confirmar los argumentos belicistas de los propagandistas oficiosos. En realidad, nada
sería más ajeno al propósito de los
autores ni más equívoco, si hacemos
una lectura atenta del texto. Se trata
por el contrario de una exploración
a fondo, hasta donde la propia dinámica de la guerra lo permite, sobre
la compleja estructura organizativa
y el soporte ideológico de la organización guerrillera más antigua y
consolidada del hemisferio occidental, exploración pensada para entender la naturaleza de la guerra de
más de 40 años que vive Colombia.
El libro está llamado a producir
polémica, incluso a ser estigmatizado por lectores confesionales y ligeros. Pero en todo caso se convertirá
en una obra de referencia necesaria para todos aquellos que, con ánimo académico o con el propósito
de construir alternativas políticas al
conflicto nacional, pretendan adentrarse en el entendimiento del orden de la guerra.
La primera virtud que quiero
destacar del libro es su oportunidad. La intensa investigación de
campo fue posible por el clima favorable que se creó durante los tres
años de diálogos de paz en la denominada Zona de Distensión (enero
de 1999 a febrero de 2002). De alguna manera la guerrilla de las
FARC se abrió a una disección externa. A una biografía no autorizada pero consentida. Del examen
resultan muchas verdades que seguramente hoy preferirían mantener ocultas.
Igualmente el libro puede ser
leído con el propósito de una
autocrítica del movimiento insurgente. De hecho, los autores se cuidan de caer en los epítetos y las
descalificaciones gratuitas, propias
de los propagandistas oficiosos. Se
trata de un texto académico. Un
texto producido en un interregno
en que la nación creyó en la solución negociada del conflicto armado pero que va a ser leído en
medio de himnos de guerra. Aun
así, mantiene el tono regulado del
académico preocupado por la verdad, en todos los tiempos.
El plan del libro es sencillo: se
pregunta por las causas del crecimiento de las FARC en las últimas
reseñas
décadas. Trata de responder recurriendo de forma casi exclusiva al
análisis de la evolución organizativa
y política de las propias FARC. Muy
poco se ocupa de los factores externos, del entorno nacional e internacional. Allí está su virtud pero
también los límites del análisis. Utiliza como pretexto una guía metodológica propuesta por Panebianco
(1995) para analizar la dinámica de
los partidos políticos. El resultado
final es la radiografía gigante de
una estructura militar institucionalizada (burocrática, la llama Francisco Gutiérrez, el prologuista), las
FARC-EP, expuesta a un conjunto
de contradicciones y riesgos de crecimiento que los autores describen
con una dialéctica muy precisa.
No existen cifras contundentes
sobre el crecimiento cuantitativo
de los militantes de las FARC. En
cambio, el estudio muestra la evolución histórica de su estructura
orgánica, de las instancias de mando político y militar, de la estrategia de penetración territorial, de
autosuficiencia financiera, de creación de instancias políticas y militares urbanas, en fin, de adecuación
funcional del complejo políticomilitar guerrillero a las exigencias
contemporáneas de la guerra, incluyendo de forma destacada la
institucionalización de la organización (esto es, que se ha convertido
en un fin en sí misma a partir de
transformar los principios fundacionales en cultura organizacional).
En suma, las FARC evolucionaron
de ser un movimiento de autodefensa campesina, en los años cincuenta y sesenta, a constituirse en
un retador eficiente del régimen
análısıs polítıco nº 50
Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe
Bogotá, CEJA, 2002.
[125]
ISSN 0121-4705
El orden de la guerra. Las FARC-EP: entre la
organización y la política.
análısıs polítıco nº 50
[126]
político y del Estado nacional. En
el discurso de la propia organización guerrillera, en virtud del crecimiento orgánico son hoy una
“opción de poder” en Colombia.
Muchos cambios han ocurrido
en Colombia y en el mundo en estos últimos 40 años. Lo cierto es
que las FARC evolucionaron de forma organizativa y crecieron, pero
extrañamente mantuvieron el principio fundacional como una estrategia exitosa de consolidación
institucional. Esto es lo que destacan los autores. Y lo hacen mostrando las contradicciones y riesgos
de tal crecimiento. Enunciemos algunos:
1. El principio fundacional de
las FARC es el concepto de resistencia. Resistencia campesina contra
agresores externos, nacionales e internacionales. Este principio le
otorga sentido y pertenencia a la
militancia. Ha sido la base de la
institucionalización de la organización. De forma contradictoria, la
nueva militancia, compuesta fundamentalmente por jóvenes (los
militantes de las FARC tienen un
promedio de edad de 19 años, según Carlos Antonio Lozada, miembro de la Comisión Negociadora
de las FARC hasta el año 2002 en
entrevista concedida al autor de
esta reseña), campesinos (90%) y
mujeres (40%), en la actualidad
no puede adoptar fácilmente las
reglas y normas derivadas del referido principio fundacional, es decir, la institucionalidad largamente
construida. Y ante el acelerado crecimiento orgánico y las demandas
operativas de la guerra, las FARC
no tienen tiempo para formar a su
nueva militancia. Los riesgos son
evidentes y costosos.
2. Asociado al punto anterior,
mantener la identidad cultural de
corte campesino ha sido vital para
la consolidación y la unidad de las
FARC. A su vez, la misma organización es consciente de que hoy éste
es un país urbano y que las grandes
decisiones nacionales se librarán
en las ciudades. No obstante, las
FARC no tienen una propuesta política coherente sobre los problemas urbanos contemporáneos.
Ferro y Uribe concluyen con una
frase lapidaria: “Las FARC no han
ganado ni han perdido la guerra
porque no han logrado entrar de
lleno en la ciudad. (...) La consecuencia de esto naturalmente resulta en la prolongación indefinida
del conflicto...”.
3. Para sostener el crecido
ejército, las FARC han debido
sacrificar legitimidad política y reconocimiento ético como organización que se propone conducir
la sociedad. El recurso a la extorsión, al secuestro y al narcotráfico, si bien les permite sostener de
forma autónoma la guerra, a su vez
le ofrece al Estado la oportunidad
de demostrar la ilegitimidad ética y
moral de este retador no
institucional.
4. El recurso a la clandestinización de todas sus estructuras
–obligado por la guerra sucia–, les
permitió a las FARC garantizar la
vida de sus simpatizantes y militantes. Incluso puede ser parte de su
crecimiento externo. Sin embargo,
esto mismo ha aislado a la organización, la ha privado de dirigentes
de masas y de la posibilidad de
construir alianzas, esto es, de hacer
política.
5. Las FARC mantienen un discurso político e ideológico básicamente marxista-leninista. Se trata
de una lectura fundamentalista de
la lucha de clases, de un mensaje
contestatario y antiimperialista, recientemente adosado con una recuperación crítica del pensamiento
bolivariano. Es palpable su aislamiento de los aportes teóricos de la
izquierda gramsciana. Esto les permite manejar un mensaje llano y
sencillo para su militancia campesina, y quizás reducir las polémicas y
disidencias propias de la izquierda
crítica. No obstante, igualmente
mantiene aislada a las FARC del tratamiento de grandes temas contemporáneos, asociados por ejemplo a
los problemas de revalorización de
la democracia, o a los temas de género, minorías étnicas, religiosas y
culturales, y a los propios retos que
establece la globalización.
Estas y muchas otras contradicciones vinculadas al crecimiento
cuantitativo y al discurso político
de las FARC son ampliamente documentadas por Ferro y Uribe en
los materiales internos de la organización, en las entrevistas a comandantes guerrilleros, así como a
líderes sociales de la región del
Caguán en el Caquetá.
El libro deja muchas ventanas
abiertas para el análisis. Quiero referir brevemente dos temas y luego
concluir enunciando lo que me parecen vacíos o, mejor, tareas pendientes, no asumidas en el texto.
Puede deducirse del libro que
el Estado colombiano, las elites políticas y económicas, no han querido apostar a hacer de las FARC un
retador institucional. Prefieren
mantenerlas como retador no
institucional del régimen (bandoleros, subversivos, guerrilleros o terroristas, según el lenguaje que
ponga de moda el jefe de Estado,
todos por fuera de la ley, sin siquiera el reconocimiento de fuerza beligerante). Seguramente esa es una
opción que tampoco han querido
jugar sectores clave de las FARC:
no aceptan convertirse en retadores institucionales del régimen. En
términos prácticos, esto se traduce
en un diálogo imposible: el régimen político no se abre de forma
genuina para aceptar la participación de las FARC (ese fue el caso
frustrado de la Unión Patriótica,
que terminó en el exterminio de
su militancia) y, del otro lado, las
FARC sólo aceptan una institucionalidad que emerja de un nuevo
régimen político.
Lo anterior queda igualmente
cia, por ejemplo)– que se han creado condiciones favorables al fortalecimiento orgánico de la
insurgencia guerrillera y de los
paramilitares.
En dos dimensiones puede
ejemplificarse brevemente lo dicho: en la crisis de la justicia y en la
economía del narcotráfico. Sobre
lo primero, extraña que los autores
no hayan profundizado en el tema
de la forma como las FARC establecen una “justicia guerrillera”, radicalmente distinta al sistema judicial
nacional y que escarmienta en las
fallas del mismo, para imponer una
legitimidad alternativa en las zonas
bajo su control.
El punto no es que la guerrilla
sí haga justicia “pronta y cumplida”, sino que una de las mayores
expresiones de la crisis institucional colombiana está en la ineficiencia del sistema de justicia,
como ha sido ampliamente documentado. Como dice Francisco
Thoumi (2002), en Colombia se
democratizó el incumplimiento de la
ley. Y después se privatizó la “justicia”. En suma, sin reconocer la crisis en las instituciones básicas,
como la justicia, no puede entenderse plenamente la dinámica de
organizaciones como los paramilitares o las FARC. Éste es un aspecto pendiente de investigación.
En segundo término, aunque
Ferro y Uribe reconocen que el crecimiento de las FARC no puede asociarse de forma exclusiva al
crecimiento de la economía de los
cultivos ilícitos, en todo caso al optar por leer el fenómeno del crecimiento desde la óptica del efecto
del narcotráfico sobre las finanzas y
la estructura organizativa de las
FARC, el análisis pierde integridad.
Por ejemplo, es evidente que la economía del narcotráfico
desestructuró primero la unidad y
funcionalidad de la familia campesina en las zonas cocaleras y en las
áreas de influencia; luego penetró
en las otras instituciones y organiza-
reseñas
lombia la juventud campesina no
tiene futuro. No se lo brinda la familia, la escuela, el entorno local,
la sociedad mayor. Y los que ingresan a la guerrilla no lo hacen por
razones ideológicas y políticas –
como sucedía con las guerrillas de
los años sesenta y setenta, alimentadas por capas de estudiantes, maestros e intelectuales de clase
media–. Ya dentro de la guerrilla,
la comandancia procura, sin éxito
garantizado, darles formación ideológica. Los autores tratan con doloroso realismo este proceso. Pero
cabe la pregunta: ¿No es por las
mismas razones que los jóvenes están optando por los otros ejércitos,
por ingresar en las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional o enrolarse
con los paramilitares?
En realidad, para tener completo
el mapa del orden de la guerra en Colombia, el estudio debería abarcar la
historia de la evolución orgánica y política de los otros ejércitos actuantes.
En todos los casos, el peso de la guerra se descarga en la juventud.
Finalmente, a pesar del gran
aporte documental y analítico del
estudio en comento, creo que subsisten vacíos que obligan a continuar las indagaciones y a tomar
con reserva algunas conclusiones.
Lo más preocupante, en mi entender, es que el estudio trata de
explicar el crecimiento de las
FARC centrando el análisis casi exclusivamente en la funcionalidad
de la estrategia organizativa y el
discurso ideológico adoptados por
dicha organización. No es posible
sustentarlo aquí, pero existe suficiente evidencia (y literatura que
sobra reseñar) de que también se
ha gestado una crisis institucional
en la sociedad colombiana, y que
ésta se ha expresado en resquebrajamiento (o en amenaza de colapso) del Estado. Ha sido sobre ese
paño de fondo –crisis institucional
y debilitamiento del Estado (pérdida del monopolio del ejercicio de
la violencia, la tributación y la justi-
análısıs polítıco nº 50
patentado en un caso que tratan los
autores pero que merece estudios
más detallados. Me refiero a la experiencia de Cartagena del Chairá
en el Caquetá. La región ha sido
controlada políticamente por las
FARC desde principios de los setenta, y desde 1977 existen cultivos de
coca (antes hubo marihuana). En
dos ocasiones (1984-1985 y 19992000) se han formulado proyectos
–con participación del Estado, las
FARC y las comunidades locales–
para sustituir de forma concertada
los cultivos ilícitos y generar un modelo de desarrollo regional alternativo. En ambas ocasiones los
proyectos han sido abortados.
Lo novedoso del proyecto de
“Planificación de mecanismos para
la sustitución de cultivos ilícitos en
Cartagena del Chairá”, presentado
en el año 2000 por las FARC como
propuesta en los diálogos de paz,
era, primero, que estaba pensado
como profundización de un ejercicio de democracia corporativa impulsado por esa guerrilla en las
elecciones previas del alcalde municipal. Segundo, que las FARC lo
planteaban como una forma de legitimación suya ante la comunidad
nacional e internacional, para superar el estigma de los vínculos
con el narcotráfico. El gobierno de
Pastrana cerró toda opción política
al experimento. A mi entender este
hecho mostró, de forma protuberante, la distancia que había entre
las partes en los diálogos de paz.
Las FARC insisten en un modelo
de Estado corporativo y en un régimen político de partido único. El
establecimiento evidenció una vez
más que no acepta compartir algún tipo de institucionalidad con
las FARC.
Un segundo ámbito de reflexión que provoca el libro es el
de la juventud. El lector quedará
aterrado con la información recabada sobre las causas del ingreso
masivo de jóvenes y niños a la guerrilla. Una cosa queda clara: en Co-
[127]
análısıs polítıco nº 50
[128]
ciones que daban sentido al orden
social y político local o regional
(empresas, partidos políticos, gremios, organismos del Estado, etc.);
finalmente se estableció y extendió
la cultura del enriquecimiento rápido, del riesgo, del premio al más
osado, relegando el trabajo arduo,
la acumulación lenta, el esfuerzo
productivo. La cultura de la captura
de rentas especulativas y de apropiación privada de bienes públicos, el
familismo amoral, se hizo dominante
en amplios sectores de la sociedad
colombiana.
Ésta es una dimensión de la crisis
institucional en lo local y regional
que ha favorecido el crecimiento de
la insurgencia y los paramilitares. En
consecuencia, no puede invertirse el
sentido de causalidad: el origen de la
crisis está en las instituciones básicas.
De no entenderse adecuadamente el
fenómeno puede caerse otra vez en
el argumento manido de que la economía de la coca y la amapola es la
fuente de todos los males en Colombia, no una expresión de la crisis.
Finalmente, me parece francamente insuficiente el tratamiento
dado en el libro al tema regional,
aunque éste era un propósito explícito del estudio. Veamos.
No es suficiente reconocer, con
razón, por lo demás, que el “centralismo democrático” adoptado
por las FARC ha sido un obstáculo
para el enraizamiento de dicha organización en los ámbitos local y
regional, aunque eficiente en términos operativos. La referida estrategia de expansión por
penetración de territorios igualmente aparece como una impostura en la medida que las FARC
desarrollan un proyecto político
“nacional”, donde lo regional aparece apenas como subsidiario de
propósitos tácticos y operativos.
Lo anterior explica que en Colombia las FARC no hayan podido
agenciar un proyecto reivindicativo
regional. No porque no exista. En
los últimos años, las elites políticas
locales y regionales tampoco han
podido fraguar proyectos
reivindicativos propios, ante el riesgo de cooptación de los mismos
por parte de la insurgencia. Al contrario, han preferido mantener el
sistema clientelista, dando al traste
con el propio espíritu de la Constitución de 1991.
Se hace necesario estudiar las
dinámicas económicas, sociales y
políticas de las regiones en el
contexto nacional y frente a los
retos de la globalización. Por
ejemplo, en el caso analizado por
Ferro y Uribe, centrado en el accionar de las FARC en el departamento del Caquetá y la Amazonia
en general, es notable la ausencia
de un análisis de las transformaciones estructurales ocurridas en
la región y de la importancia estratégica regional en contexto de
globalización. Ese ejercicio con
seguridad arrojaría luces sobre la
transformación de una economía
de colonización productiva en
una economía de captura de rentas (coca, petróleo, recursos
fiscales del Estado), y sobre los
juegos estratégicos de las grandes
potencias tras los recursos ambientales de la Amazonia.
Tales transformaciones explican
en parte los cambios (crisis) en las
instituciones regionales, el paso de
la cultura productiva a la especulativa, la emergencia de dualidad de
poderes, el debilitamiento del Estado, etc.; explican también, por qué
las FARC y los paramilitares han
asignado tantos recursos militares a
esa región, al igual que la concentración de recursos del Plan Colombia en la misma. No todo es
estrategia organizativa en el orden
de la guerra.
Perspectivas comparadas de
mercados de violencia
Martín Kalulambi Pongo (editor), Bogotá, IEPRI/Alfaomega, 2003
Por Eric Lair
profesor Universidad Externado de Colombia
esta publicación acerca de la
violencia organizada es el fruto de
un trabajo colectivo adelantado por
cuatro académicos que se han destacado en los últimos años por sus
investigaciones sobre el tema.
En una perspectiva pluridisciplinaria, los autores proponen un
análisis transversal de distintos contextos y fenómenos de violencia. El
espectro de los casos nacionales y
trans-regionales contemplado es
particularmente amplio: va desde
Colombia hasta el Líbano pasando
por el continente africano, regiones
del sur de Europa y Asia central. A
pesar de la diversidad y complejidad
de las situaciones abarcadas, los estudios se articulan en torno al postulado central de los “mercados de
violencia”.
Siguiendo un enfoque
antropológico, Georg Elwert inicia
el trabajo con una reflexión teórica, particularmente profusa, en torno a los múltiples aspectos de los
calificativo y tiende a homogeneizar facciones de una gran variedad
en sus estructuras y relaciones con
los espacios o las poblaciones. Por
otra parte, de pronto hubiera sido
útil ahondar en las transacciones
entre los agentes de las esferas públicas civiles, las fuerzas armadas
regulares y los grupos al margen de
la ley para tratar de entender lo
que muchos observadores denominan hoy una “criminalización del
Estado” perceptible en los espacios
de violencia.
Los protagonistas, operando
en los “mercados de violencia”,
movilizan medios para perseguir fines que fluctúan en el tiempo y el
espacio. Siguen comportamientos
“racionales” que los autores intentan restituir en tramas inteligibles
demultiplicadas. Uno de los principales aportes del libro radica en
que la “racionalidad” expuesta se
ve en permanencia obstaculizada
(“racionalidad limitada”) por variables no previstas o mal calculadas (azar, deficiencia de la
información, etc.) y no se restringe a una sola categoría explicativa
(horizonte político, tensiones comunitarias, ciclos de venganza, honor, etc.), aunque los autores
privilegian las motivaciones económicas de las lógicas de acción
colectiva. De allí, la idea de “mercados de violencia” derivada del
ámbito económico.
Se corrobora esta impresión
con la atención dedicada a las economías de guerra que delimitan y
regulan en gran parte los espacios
de violencia. En esta óptica, la guerra se asemeja a una actividad eminentemente rentable. Para
proporcionar una imagen más
acertada y completa de los hechos,
no sólo es imprescendible agregar,
como lo propone M. Kalulambi,
que los “mercados de violencia”
son también sinónimos de prestigio para algunos actores que ven
en ellos una oportunidad de ascenso social, sino que disbujan “carre-
reseñas
modos de control espacial ejercidos por parte de estos actores, no
se detallan suficientemente la
privatización de las esferas públicas de la sociedad ni los procesos
de territorialización y
desterritorialización de la violencia, los cuales hubieran podido
poner aún más en evidencia el carácter polisémico de los “mercados de la violencia”.
¿Qué decir de los actores que se
“mueven” dentro de dichos mercados? Los artículos resaltan el papel
significativo de los grupos armados
ilegales (guerrillas, paramilitares,
milicias, mercenarios, etc.) en la
conformación y la diseminación de
la violencia. A excepción del texto
de I. Richani, se alejan en este sentido de las explicaciones “estructuralistas” que pretenden por
ejemplo hacer de la “precariedad”
del Estado una causa mayor de los
conflictos.
Por estimulante y dinámica que
sea, la presentación de los “mercados de violencia” desde el punto de
vista de los actores hubiera requerido amplios desarrollos. Falta una
contextualización precisa de las trayectorias de los protagonistas con
el propósito de dar una “historicidad” al trabajo en su conjunto y
referentes al lector, no necesariamente familiarizado con el tema,
aunque el texto de I. Richani es el
más explícito al respecto. Por otra
parte, no se justifican bien expresiones como “caudillos” y “señores
de la guerra” usadas en calidad de
“empresarios de la guerra”. Recurrente, este último término, que remite a la “atomización” de los
territorios bajo la administración
de una pluralidad de actores bélicos por analogía a las convulsiones
internas de índole político-militar
que conoció China en épocas anteriores, no deja de generar inconformidad: tiene en muchas
ocasiones una connotación peyorativa para los personajes expresamente designados bajo este
análısıs polítıco nº 50
“mercados de violencia”. Tristan
Landry y Martín Kalulambi Pongo
cuestionan y afinan la noción con
consideraciones más “empíricas”
sobre el corredor adriático-cáucaso
y África, respectivamente. En forma algo desunida del resto de los
artículos, el libro concluye con una
mirada cruzada sobre el conflicto
armado en Colombia y el Líbano,
en la cual Ignacio Nazih Richani
introduce la idea de “sistema de
guerra” que por sí sola merecería
varios comentarios.
No obstante, por la densidad de
la argumentación avanzada a lo largo de la publicación, resulta difícil
hacer una lectura crítica de cada
texto en pocas líneas. Por tanto, nos
limitaremos a formular las siguientes observaciones y a plantear algunos interrogantes para nutrir la
discusión sugerida por los autores.
En primera instancia, la noción
de “mercados de violencia” constituye una invitación a pensar el espacio en toda su heterogeneidad
en una época de globalización acelerada. Las contribuciones hacen
hincapié en los territorios afectados por ciertas manifestaciones de
violencia, entre las cuales se singularizan el crimen organizado y sobre todo la guerra.
En desfase con otros estudios,
los presentes artículos superan la
sensación de “desorden” asociada
a los espacios en guerra. Esbozan
un panorama difuso donde confluyen e interactúan protagonistas,
no siempre armados, que fragmentan y (re)construyen a la vez
el tejido socio-político y económico según sus intereses. Las cuatro
investigaciones subrayan las
interpenetraciones entre lo local y
lo global, ante todo con la
estructuración de dichos protagonistas en redes flexibles (tráficos
de armas, drogas, diamantes, etc.).
Demuestran en filigrana que las
guerras internas revisten notorias
dimensiones transfronterizas. Si
bien es cierto que se evocan unos
[129]
análısıs polítıco nº 50
ras” precarias, donde prevalece la
amenaza de muerte, y que alteran
el tejido social.
En síntesis, al exponer la tesis
de los “mercados de violencia”, los
académicos reunidos en esta publicación toman el riesgo de dar una
[130]
visión parcial y “economicista” de
la violencia organizada. Sin embargo, esta meritoria labor de comprensión de la violencia, y de la
guerra en particular, es reveladora
de los esfuerzos que se han realizado en Colombia desde hace una
década para aprehender estos fenómenos sabiendo que en la materia no es fácil formular propuestas
de análisis estimulantes para la reflexión, reto que han logrado asumir los autores con el material
entregado en el libro.
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