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Entre ciencia y vida cotidiana. El cuidado de las
personas como objeto de conocimiento1
Cristina García Sainz
Universidad Autónoma de Madrid
Desde la tradición griega las actividades que se relacionan con la subsistencia han sido menospreciadas frente a otras, consideradas más relevantes,
que se desarrollaban en lo público. El desempeño de actividades para la reproducción y la supervivencia, en definitiva por lo cotidiano en el ámbito doméstico, se ha mantenido al margen del conocimiento en las ciencias (sociales) reforzado por el desinterés que la sociedad capitalista ha dispensado a
toda actividad que no considerara económica por no ajustarse a la lógica del
mercado.
Sin embargo, desde hace ya tres décadas se viene señalando la importancia de analizar las implicaciones que las actividades relacionadas con el cuidado de personas tienen para la vida cotidiana de quienes lo ofrecen y de quienes lo reciben, para el desarrollo de la vida familiar y para el funcionamiento
de la sociedad en general. El interés por este ámbito doméstico de las relaciones sociales, en las que el desempeño de los cuidados tiene lugar, es creciente, tanto porque proporciona la oportunidad de desvelar el papel que desempeñan en la estructura social, como por la progresiva relevancia que adquiere
el cuidado de las personas dependientes en sociedades que, como la española, prevén, por su composición demográfica, una mayor demanda del mismo.
En su origen, las ciencias sociales fueron construyendo su objeto de conocimiento por afinidad con las ciencias experimentales. La influencia de la
ciencia de corte positivista se reflejó en el interés por tratar sobre lo que acontecía en un espacio —público— y en un tiempo —cronométrico, lineal, absoluto— de manera que los fenómenos focalizados serían aquellos susceptibles de ser medidos y cuantificados. De acuerdo con esa perspectiva, el cuidado de las personas, como todos los trabajos no remunerados, quedarían
fuera de toda consideración científica. En la trayectoria de formación de distintas disciplinas los eruditos impulsan el desarrollo de áreas de investigación
que consideran afines a sus preocupaciones e intereses mientras excluyen
1 Este artículo es una pequeña muestra de agradecimiento a la aportación de Miguel Beltrán
a la ciencia y a la sociología; pero también quiere ser una manera de mostrar la relevancia que
su enfoque aperturista, invitando a construir una ciencia liberadora, tiene para abordar cualquier
ámbito de lo social desde una diversidad de miradas y desde la pluralidad metodológica. Las
«Cinco vías de acceso a la realidad social», que tanto hemos manejado, evocan esa diversidad de
caminos para aproximarnos a la sociedad; sendas y miradas comprometidas que confluyen en la
búsqueda, que compartimos, del objetivo social de la igualdad.
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otras. En este proceso, como señala M. Beltrán, «… al seleccionar lo relevante se desprecia lo irrelevante, que queda sin estudiar y desaparece del ámbito del conocimiento al no constituirse como objeto científico: toda selección
comporta una ocultación, todo arrojar luz implica necesariamente cubrir de
oscuridad». (Beltrán, 2001:44). En este caso, la luz arrojada sobre fenómenos
sociales que acontecen en la esfera pública ha conllevado, durante mucho
tiempo, la invisibilidad de aquellos que se desarrollaban en el ámbito de lo
doméstico. Corresponde ahora avanzar en la labor de iluminar áreas significativas de la realidad social que resultan imprescindibles para un conocimiento más ajustado y completo de la organización y funcionamiento de las
sociedades.
1.
Fundamentos y contexto del desarrollo de la actividad
científica2
La selección de lo relevante para las ciencias se inició siguiendo los presupuestos metafísicos que guiaron a los científicos de la naturaleza de los siglos XVI y XVII3. La creación de categorías científicas vendría orientada por la
apreciación de determinadas cualidades que mostraban los objetos al ser observados. Así, por ejemplo, Galileo distinguió entre las cualidades objetivas y
subjetivas (primarias y secundarias) lo cual derivaría hacia la separación entre
lo que en el mundo percibía como absoluto, inmutable, objetivo y matemático frente a lo que veía como relativo, fluctuante, subjetivo y sensible; el primer campo correspondería al reino del conocimiento y el segundo al de la
ilusión y la opinión. En el universo astronómico que él contemplaba las cualidades primarias ocupaban una posición predominante frente a las secundarias (Burtt, 1960: 90-91; Navarro, 2005: 310 y 327). El astrónomo y físico italiano se sintió asombrado al comprobar que los fenómenos naturales seguían
las reglas de la geometría, lo que le llevó a afirmar que el lenguaje matemático era el más apropiado para conocer los sucesos que brinda la naturaleza.
Respecto al contexto social en el que sus avances tienen lugar, cabe señalar,
tal y como cuenta V. Navarro, que el interés de Galileo, así como de otros autores de su tiempo, por las matemáticas viene auspiciado por la relación que
guardaba esta disciplina con los procedimientos de la ingeniería militar y con
las tácticas de la guerra; tales conexiones permitían a estos autores, cortesanos y miembros de las clases dominantes, vincular su profesión con las ocupaciones propias de los sectores sociales acomodados (Navarro, 2005: 287).
Otra referencia al quehacer científico de este tiempo es la del dualismo
metafísico de R. Descartes, que hace su aparición poco después. Se asienta en
la distinción entre las cualidades primarias y secundarias que, para este autor,
2 Una primera aproximación al análisis del desarrollo de la ciencia, en sus contenidos y sus
influencias, desde una perspectiva de género, se ha llevado a cabo en García Sainz, 1998.
3 Aunque, como V. Navarro advierte, puede considerarse anacrónica la denominación de
ciencia para referirse a los saberes y prácticas desplegados antes del siglo XIX (Navarro, 2005:
234), la calificación de revolución científica es comúnmente aceptada para señalar los avances logrados en la física y otras áreas de conocimiento en la Edad Moderna.
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presentaba la naturaleza (humana y física); las consideraba mutuamente dependientes pero con características diferentes que aludían, las primeras, a la
naturaleza del espacio y la extensión —res extensa— y, las segundas, al mundo de los sentidos, a la sustancia pensante —res cogitans—. Descartes coloca
las cualidades secundarias en una posición real (como las primarias), pero en
un segundo plano. Las ciencias, según este filósofo y matemático francés, debían estudiarse según un único método, el matemático, que, como universal,
abarcaba el orden y la medida de los fenómenos (Burtt, 1960: 116-126). El enfoque de estos científicos, así como el de la mayor parte de sus influyentes
continuadores4, orienta la investigación en otras disciplinas que van delimitando sus contenidos a lo largo de los siglos XVIII y XIX, a la vez que dan forma al que habría de ser el modelo hegemónico de la ciencia hasta pasada la
primera mitad del siglo XX. La ciencia se localiza en el mundo externo al individuo, en sus cualidades primarias, cuantificables, mientras desatiende a
otras actividades cotidianas, no medibles, que quedan fuera de su objeto de
estudio, de su interés y de su universo científico.
Tras esta perspectiva compartida por los filósofos y científicos modernos,
que se orienta hacia el mundo material frente al mundo de los sentidos, se establece toda una serie de categorías dicotómicas jerarquizadas que derivan de
la separación entre cualidades primarias y secundarias: lo objetivo frente a lo
subjetivo, la razón frente a los sentimientos, los hechos frente a los valores, lo
público frente a lo privado, que, paralelamente, guardan relación con el dualismo masculinidad-feminidad. A estos dos últimos conceptos se han asociado
valores, actitudes y comportamientos diferenciados por género como la racionalidad, la objetividad y la participación en lo público frente a la subjetividad,
los sentimientos y la privacidad (Schiebinger, 1987: 31-33)5.
A pesar de que lo femenino queda relegado del universo real de la ciencia no faltan, en este tiempo, al comienzo de la llamada revolución científica,
referencias abstractas sobre las mujeres; las alegorías que las vinculan con las
distintas ramas del saber son muchas y significativas6. L. Schiebinger (2004)
relata que la ciencia, en los comienzos del siglo XVII, se representaba principalmente bajo una iconología femenina. Concretamente Il Saggiatore de Galileo (1623) contiene en su frontispicio un texto flanqueado por dos imágenes
que representan, a un lado, la Filosofía, con un halo luminoso que irradia la
verdad y con un libro que revela el conocimiento y, al otro lado, la Matemática, con una esfera y un compás, adornada por una corona que simboliza la
4 Otros científicos posteriores, entre ellos Newton, abundan en el predominio de las matemáticas como instrumento para explicar la realidad física y en el método experimental frente al
deductivo que, en su opinión, se apoyaba en supuestos no verificables (Véase Burtt, 1960, capítulo VIII).
5 La vinculación de lo científico con la masculinidad aparece ya con Platón y con Aristóteles
y, mas tarde con F. Bacon, quien en su Novum organum (1620) se refiere a la nueva ciencia
como activa, viril y masculina, frente a la anterior, que era dócil, pasiva y femenina (Keller,
1991: 15; Solsona, 1997: 15; Schiebinger, 2004: 204-205).
6 Buena parte de las alusiones en este sentido remiten a la mitología griega. La escritora C.
De Pizán, relata a finales de la Edad Media (1405) las habilidades y conocimientos de mujeres
como Safo, Circe, Medea, Minerva, Ceres, Isis y Aracne, en distintas artes y ciencias (Pizán, 1995).
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reina de las ciencias. A comienzos del XVIII, el texto más emblemático de la
tradición ilustrada, L’ Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, presenta en su
portada un conjunto de figuras femeninas que simbolizan no sólo la Razón y
la Verdad sino también la Geometría, la Física, la Astronomía y la Química,
entre otras ciencias, mientras las artes y profesiones vienen representadas por
varones7. En la interpretación de este vínculo entre ciencia y alegorías femeninas caben diversos argumentos, entre ellos que la mujer simbolizaría la moral y sería portadora de la verdad para la ciencia; que, como musa, portaba la
inspiración y transfería el germen del conocimiento; y que por su naturaleza
o más bien por sus cualidades (atribuidas) completaba el saber masculino. Se
entiende, en suma, que la presencia iconológica femenina se une a la creatividad masculina, la complementa y la equilibra, para terminar fructificando en
el conocimiento y la ciencia. Esta visión emparenta con la metáfora neoplatónica del matrimonio que, representa la unión entre el hombre y el cosmos y
que precisa de ambos componentes, el masculino y el femenino, para dar su
fruto (Schiebinger, 2004: 199).
Expresiones metafóricas acerca de ese vínculo, así como alusiones a las
diferencias biológicas como fundamento de la distinta asignación de funciones sociales por género, se encuentran en prácticamente todas las disciplinas,
desde la filosofía o la educación, hasta la medicina; en el ámbito de las ciencias sociales, el demógrafo y economista W. Petty, escribió a finales del XVII la
conocida sentencia: «El trabajo es el padre y la tierra la madre de la riqueza»,
por medio de la cual expresaba la atribución al varón del papel activo en la
generación de riqueza mientras que a la tierra-madre le asigna pasividad, ya
que requería ser fertilizada por el sol y la lluvia y ser cultivada para producir.
Para J. M. Naredo, este dominio del varón sobre la naturaleza se trasladará
después a la actividad científica, a la que se atribuyen posibilidades ilimitadas
y abre paso a la configuración del homo faber como base del nuevo antropocentrismo, en el que el hombre sería «el centro, y el universo y la naturaleza eran ahora las fuerzas a someter. La razón, la ciencia, la técnica, el trabajo, constituían las palancas para conseguirlo» (Naredo, 1996: 14 y 91).
La simbiosis entre iconología femenina y saber masculino tiende a desaparecer hacia finales del siglo XVIII, con el afianzamiento de la ciencia moderna, especialmente tras los enunciados de la teoría baconiana, que muestran
una postura radical tanto en la consideración de la ciencia, como un espacio
de poder y de dominio, como en cuanto a la relación exclusiva del ejercicio
científico con la figura masculina. Las representaciones femeninas van dejando paso a otras que muestran no sólo la apariencia masculina de la ciencia
sino también su participación directa y exclusiva. Las alusiones a esta separación, y al lugar que corresponde a cada género, son numerosas. F. Bacon,
mediante diversas metáforas de contenido sexual, identifica a la mujer con la
naturaleza mientras que la labor del hombre, mediante la ciencia, consiste en
conquistarla y dominarla. En una cita, en la que se dirige a su hijo, dice: «He
llegado a la verdad misma al traerte a la Naturaleza con todas sus criaturas
7 Pueden verse estas y otras ilustraciones así como la descripción de sus contenidos en Schiebinger, 2004: 181 y ss.
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para someterla a tu servicio y hacerla tu esclava» (citado en Keller, 1991: 47).
En una posición similar se sitúa el filósofo E. Kant, quien se pronunció igualmente por una ciencia con «apariencia masculina» en la que no cabían las mujeres (Schiebinger, 2004: 215). Los científicos modernos terminaron por desprenderse, poco a poco, de iconos, emblemas y personificaciones femeninas,
que se asociaban con una ciencia antigua, para presentarla en adelante de
una manera directa, explícita e hierática.
En el ámbito de las ciencias sociales, y en concreto en el de la sociología8, sus comienzos están guiados por los mismos presupuestos epistemológicos. Los padres fundadores, apoyados en los descubrimientos de las ciencias
experimentales, se preocuparon por descubrir las leyes que rigen los fenómenos sociales (a semejanza de los fenómenos de la naturaleza). A. Comte,
en su Curso de filosofía positiva (1830), antes de nombrar la sociología bajo
esta designación, la había calificado como física social; su razonamiento era
el siguiente: «Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, fáltale
completar el sistema de las ciencias de la observación fundando la física social» (Comte, 1973:48); en la jerarquía de las ciencias le correspondía el último lugar debido, según el argumento del autor, a su (escaso) grado de complejidad así como al momento en el que accede al estado positivo. H. Spencer, por su parte, desarrolló su teoría evolucionista de las sociedades en clara
sintonía con la teoría de las especies animales y E. Durkheim, en Las reglas
del método sociológico (1895), aboga por tratar los hechos sociales como cosas y utilizar un método de conocimiento para la sociedad similar al que venían aplicando los científicos de la naturaleza: «Así pues, tenemos que considerar los fenómenos sociales en sí mismos, independientemente de los sujetos que se forman una representación de ellos; hay que estudiarlos desde
fuera, como a cosas exteriores o, pues es en calidad de tales como se presentan a nosotros» (Durkheim, 1994: 82). Se trataba de marcar una distancia
entre los sujetos que investigan y los fenómenos observados para dar apariencia de objetividad.
Respecto a la consideración de las actividades cotidianas y las relaciones
de género como objeto de investigación9, encontramos entre los primeros sociólogos distintas referencias, buena parte de las cuales adscriben lo femenino al mundo de la naturaleza y, por lo tanto, ajeno a lo social. En Durkheim,
los hechos sociales parecen suceder al margen de las mujeres; cuando analiza el suicidio encuentra comportamientos diferenciados entre unos y otras
pero tal hallazgo, lejos de suscitar su interés, le lleva a posicionar al conjunto
femenino en el mundo de la naturaleza; lo que, como señala R. Ramos
(1996: 69) contradice su propio criterio, en el sentido de proceder a explicar
los fenómenos sociales desde lo social. En Marx, cuya obra se centra en el
8 Sobre la influencia del positivismo en la sociología véase: Beltrán, 2001, páginas 91 y ss.,
donde se analiza en detalle el controvertido asunto de los valores en la ciencia social.
9 Sobre las observaciones de los primeros sociólogos con respecto a las relaciones de género véase el libro colectivo: Mujeres y hombres en la formación de la teoría sociológica, editado
por Durán, 1996.
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análisis del trabajo en el modo de producción capitalista, las actividades que
mayoritariamente realizan las mujeres en el ámbito del hogar quedan fuera de
su atención; cuando alude al trabajo doméstico no lo considera relevante porque lo adscribe a un modo de producción precedente, no mediatizado por las
relaciones de producción capitalistas. Una mirada más certera hacia el ámbito
de la vida cotidiana y el desempeño de las tareas doméstica la protagoniza F.
Le Play, quien, en sus obras realiza exhaustivos análisis de la actividad doméstica, desde la familia, con un planteamiento cuantitativo, con un método
de observación, que como él mismo señala, sería el mismo que habría aplicado al estudio de los minerales y las plantas. Su posición conservadora deriva en asignar a la mujer un papel subordinado respecto al varón y, como tal,
atribuirle el desempeño de tareas domésticas; como señala J. Iglesias de Ussel (1996: 115 y 130), a diferencia de otros autores de su tiempo, Le Play
muestra más sensibilidad hacia lo doméstico que cualquier otro de los sociólogos clásicos, aunque su aproximación no le conduce hacia un mayor interés por la situación de la mujer, o por su trabajo, sino que se debe a la importancia que daba a la correcta realización de las tareas domésticas para la
prosperidad general y para el mantenimiento del orden social10.
Hasta mediados del pasado siglo el desarrollo principal de la ciencia sigue
el «espíritu cuantificador de la Ilustración» (Navarro, 2005:377) por su orientación hacia ámbitos determinados de observación, desde una mirada que se
presupone neutra, desde la selección del objeto, al proceso de investigación
y a sus resultados, y desde un método, cuantitativo, experimental e inductivo.
La elaboración científica y las actividades desarrolladas en lo cotidiano, en el
ámbito doméstico en el que las mujeres tienen mayor presencia, han seguido
caminos distintos, aunque su ejercicio les lleva a converger en la vida cotidiana11.
El sesgo androcéntrico que arrastra la ciencia afecta tanto a la selección
de sus contenidos como a su dimensión institucional; en este sentido, sus manifestaciones abarcan desde la composición de la comunidad científica y su
distribución por género hasta su desarrollo teórico y su práctica. Sus efectos
conllevan, por un lado, un estrechamiento del universo del conocimiento, al
limitar lo que habría de ser considerado científico y, por otro lado, la ocultación de buena parte de las aportaciones que las mujeres habían realizado en
distintas disciplinas, lo que provoca la ausencia de su reconocimiento. En este
aspecto, como algunos analistas de sociología de la ciencia han manifestado,
la ciencia, como actividad social y como institución, no ha sido, ni es, ajena
a la estratificación y las desigualdades que se manifiestan en la sociedad
10 En este pequeño recorrido por los clásicos no puede faltar la referencia a J. S. Mill, quien
puede ser considerado la excepción entre los economistas (y sociólogos) clásicos con respecto a
la cuestión femenina. Se posiciona por la igualdad entre los sexos y reconoce explícitamente la
influencia de su mujer, Harriet, en su replanteamiento de la economía política desde postulados
más igualitarios.
11 Si nos guiamos de nuevo por la iconología resulta ilustrativo al respecto el cuadro pintado
por Picasso en 1897: Ciencia y caridad, donde, de acuerdo con la clásica asignación de género, se
presenta a un varón, el médico, que simboliza la ciencia y a una mujer, religiosa (caridad) con un
niño en brazos que ofrece alimento a la enferma que yace en la cama (Museo Picasso, Barcelona).
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(González de la Fe y Torres, 1996: 42) y, por ello, está también mediatizada
por relaciones de poder (Durán, 1982: 9 y 1996: 5).
A partir de la segunda mitad del siglo XX, con la publicación en 1962 de
La estructura de las revoluciones científicas de T. S. Kuhn, se rompe con el
positivismo lógico del siglo XIX12 que había sido la referencia para el desarrollo de las ciencias sociales. Con esta obra, y su posterior influencia, se
abren nuevas perspectivas para la sociología de la ciencia y para las investigaciones de género animadas por la oportunidad de construir nuevos enfoques así como nuevos vínculos entre sujetos y objetos de observación. Uno
de los aspectos más relevantes de dicho texto es que desvela los vínculos
existentes entre la producción del conocimiento y el contexto social en el
que tiene lugar y otro aspecto destacable es la afirmación de que la creación
científica no es un hecho individual sino un proceso grupal; todo lo cual sugiere ahondar en las características culturales y sociales de los grupos que la
producen. En consecuencia, se plantean nuevos retos en la medida que el
ejercicio de la ciencia se vuelve más racional, porque pierde su carácter sagrado para tornar secularizada (Beltrán, 1999: 294 y 299), y emergen pautas
de cambio que invitan a deconstruir nociones tradicionales modernas como
los presupuestos de objetividad y de neutralidad, que situaban a la ciencia en
una posición verdadera, sagrada, que bendecía las asimetrías de género y se
asentaba sobre falsas premisas respecto a la relación entre sujetos y objetos
de investigación.
Desde distintas posiciones se ha criticado la noción de objetividad científica, partiendo de la consideración de que todo conocimiento es necesariamente parcial, y desde un enfoque feminista se ha cuestionado la noción de
simetría, procediendo a una nueva orientación, en la que, más que dirigirse a
apelar a las mismas causas para verificar o refutar una teoría, se traslada a la
necesidad de mantener un equilibrio entre hombres y mujeres (González García, 1999: 49-51), tanto a la hora de acceder a los recursos, como en los procesos de investigación y con respecto a la proporcionalidad deseable en los
núcleos de influencia de la llamada comunidad científica. Y, más allá de las
críticas al pasado, lo que resulta ahora de interés es explorar las dimensiones
de futuro, especialmente en lo que se refiere a espacios de corta trayectoria
investigadora como es la vida cotidiana, especialmente la que afecta a las actividades relacionadas con el cuidado de las personas en el ámbito doméstico, adscritas tradicionalmente al campo de los sentimientos y de la subjetividad, pero que, lejos ya de dicotomías excluyentes, conforman una parte importante de la realidad social en relación con las acciones y los significados
de las relaciones sociales.
12 Un análisis de la obra de Kuhn y de sus repercusiones en la investigación científica puede
verse en Lamo de Espinosa, González García y Torres Albero (1994: 485 y ss.). Con La estructura
de las revoluciones científicas se ponía también fin a la influencia de esa «concepción heredada» que
defendía, entre otros aspectos, una única ciencia, por la subsunción de unas disciplinas en otras, así
como la persistencia e inmutabilidad de los conceptos. Bajo la denominación de «concepción heredada» se hace referencia a los filósofos y científicos seguidores del positivismo que mantuvieron esa
tradición, con nuevas aportaciones, hasta que su influencia decayó en los años sesenta tras el impacto de las posiciones kuhneanas (C. Torres, 2006).
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2.
La centralidad del empleo en las ciencias sociales
y en la sociología del trabajo
En el ámbito de conocimiento de las ciencias sociales, y en especial en el
área de la sociología del trabajo, la oposición entre lo mensurable y lo inconmensurable, lo cuantitativo y lo cualitativo, lo público y lo privado, lo doméstico y lo extradoméstico, ha condicionado su objeto científico. Con respecto a la consideración del trabajo, los científicos sociales lo definieron en
base a una división sexual, técnica y social, respaldados por la conceptualización acuñada por los economistas políticos de la Inglaterra del XVIII y XIX, que
la asentaron en la distinción entre trabajos productivos e improductivos. Para
A. Smith, los trabajos productivos hacen referencia a aquellas actividades que
generan objetos tangibles, acumulables y susceptibles de generar valor en el
mercado y, por lo tanto, riqueza, mientras que los improductivos, al no tener
las mismas características podían, si mucha población se ocupaba en ellos,
empobrecer a una nación. Con K. Marx la dicotomía se mantiene, aunque,
este autor, realiza una reelaboración de estos conceptos, de manera que tanto el trabajo productivo como el improductivo guardan relación con la posición del trabajador en el proceso de trabajo; para Marx, los trabajos productivos serían los asalariados que generan plusvalía en su relación con el mercado y serían improductivos los que no contribuyen a la formación de capital.
Dependiendo de la situación en la que se lleva a cabo, cualquier trabajo podría ser productivo o improductivo. En el análisis marxista las actividades domésticas no entran en esta clasificación pues, según su criterio, no siendo asalariadas no guardan relación con el mercado y no pueden adscribirse al modo
de producción capitalista, que es el contexto económico e histórico que Marx
estudió, sino que quedarían en un impreciso modo de producción precedente, aunque, como se puede observar hoy en día, con muchos más vínculos
con el mercado de los que este autor advirtió13.
La separación entre ambos tipos de trabajo no se limita al ámbito de la
economía sino que ha inspirado el desarrollo de la sociología del trabajo desde sus inicios. A finales del siglo XVIII el interés por el trabajo está determinado por la industrialización; su objeto de estudio se localiza en las actividades
y las relaciones laborales en el mundo de la empresa, donde se analizan las
condiciones materiales, los tiempos y los procedimientos para lograr una mayor eficacia productiva. Más que sociología del trabajo era sociología industrial (y de la empresa); su mejor representante fue F. W. Taylor, quien a comienzos del pasado siglo describió cuáles habrían de ser los métodos para
gestionar el trabajo en los talleres de manera efectiva, lo que denominó como
«organización científica del trabajo». En los años cincuenta la preocupación se
desplaza hacia los trabajadores, dados los efectos que éstos venían sufriendo
en sus condiciones de trabajo por la puesta en práctica de los principios tay-
13 La relación de los trabajos domésticos en el análisis marxista ha dado lugar al llamado debate sobre el trabajo doméstico que tuvo lugar en los años sesenta y setenta a ambos lados del
Atlántico. Un análisis del mismo puede verse en Carrasco, 1991, y una síntesis en Carrasco y Alemany, 1994.
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loristas; E. Mayo, con sus experimentos en la fábrica de Hawthorne en los
años treinta, instauró la Escuela de Relaciones Humanas, precedente del enfoque humanista, que destaca por afirmar que el rendimiento y la satisfacción
en el puesto de trabajo se vinculan con las condiciones materiales en las que
el trabajo se desempeña. Tras estos antecedentes, la sociología del trabajo surge, según describe el sociólogo francés P. Tripier, «gracias al esfuerzo compartido de empresarios vanguardistas y de ingenieros preocupados por la gestión. Se desarrolló en los institutos de tecnología (justamente ahí donde se
formaban los ingenieros) y el presunto momento de fundación es el de la
emigración de la disciplina de dichos institutos hacia lugares destacados de la
Universidad» (Tripier, 1995: 116). Este contexto, como afirma este autor, es el
que condicionará el interés de los sociólogos de la época y orientará los
enunciados de su trayectoria académica.
La sociología del trabajo se erige en un medio industrial, sobre la base
de un trabajo asalariado, productivo y extradoméstico, que ha quedado fielmente representado en la figura del obrero industrial. El reflejo académico de
este contexto son los textos que se producen y se conocen en el último tercio del pasado siglo, en los que, el concepto de trabajo aparece ligado a la
relación mercantil, es decir, se identifica con trabajo remunerado o empleo.
Uno de los manuales más emblemáticos de ese tiempo, el Tratado de sociología del trabajo de G. Friedmann y P. Naville (1961) así lo muestra. Aunque
su definición de trabajo como «el conjunto de acciones que el hombre ejerce con un fin práctico, con la ayuda de su cerebro, de sus manos, de instrumentos o de máquinas, sobre la materia, acciones que, a su vez, reaccionan
sobre el hombre, lo modifican» (Friedmann, 1978: 14), pudiera ser lo bastante genérica como para dar cabida a cualquier actividad que tuviera esas características, sin que necesariamente contara con el requisito de mercantil,
páginas más adelante, se afirma que las tareas domésticas no pueden asimilarse al trabajo profesional, pues, aunque comparten con él el carácter obligatorio, no reúnen la condición de la remuneración, lo que les sitúa entre las
actividades que no son trabajo, como no trabajo14. Así lo considera también
H. Arendt cuando distingue entre labor y trabajo. Según su distinción, las actividades domésticas seguirían la lógica de la labor y no del trabajo; porque
como ella dice, propio de la labor es «que no deja nada tras de sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como se gasta el esfuerzo» (Arendt, 1993: 102).
Sin embargo, desde otras miradas en clave económica se comienza a poner de manifiesto la contribución a la riqueza de las actividades no remuneradas, mayoritariamente desempeñadas por las mujeres, tanto en países pobres como ricos; se afirma que la economía de los países se vería seriamente
afectada si no se contara con la producción de los hogares y, por otro lado,
14 Los textos de sociología del trabajo que se producen en estas décadas de la segunda mitad del siglo XX comparten esta visión del trabajo que lo identifica con empleo o trabajo asalariado; además de el texto citado pueden verse otros de la sociología francesa de este tiempo,
como el de S. Erbes-Seguin y P. Ollier, donde se especifica el campo y los límites de la disciplina que se extienden más allá de la industria para abarcar también a la agricultura y los servicios
(1972: 32).
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se señala que la estimación de la riqueza se incrementaría notablemente si se
llevara a cabo una valoración monetaria de la producción doméstica (Boserup, 1970; Benería, 1981, 1991; Durán, 1988, 1991, 2000). Asimismo, con el
declive de la sociedad industrial y con el cambio del modelo de relaciones laborales fordista hacia el de producción flexible, las actividades y las formas de
empleo se diversifican (Alonso, 2007: 92). Todo ello deriva hacia una necesaria reconceptualización del trabajo, que se plantea tanto desde la economía
crítica (Benería, 2005; Carrasco et al., 2004), como desde la sociología (Palh,
1991; Mingione, 1993; Durán, 1991), lo que implica ampliar el campo de observación sobre el que se había centrado el trabajo y abrir nuevos horizontes
con respecto al reconocimiento de las tareas domésticas y de cuidados como
objeto de investigación científica. L. Benería, señala que el trabajo no puede
considerarse en toda su extensión si no tiene en cuenta, además del empleo,
el trabajo para la subsistencia, el doméstico y el voluntario. A su vez, también
a finales del pasado siglo, comienzan a realizarse investigaciones que se centran en el análisis de la dedicación no remunerada al cuidado de personas15
que ponen de manifiesto las vinculaciones teóricas y prácticas de estas actividades domésticas con distintas disciplinas científicas.
3.
La consideración del trabajo y el cuidado de personas
en las disciplinas científicas
La acción de cuidar no solo es afectiva, que lo es, sino también tradicional, en el sentido weberiano, porque está enraizada en la costumbre, y respondería, siguiendo a Weber, a un tipo de acción racional con arreglo a valores y a fines; en la dedicación a cuidar a otros intervienen valores éticos, estéticos y, en ocasiones religiosos, y fines que son también «racionalmente
pensados y perseguidos» (Weber, 1992:20). Puede decirse, por tanto, que tal
actividad —el cuidado de personas en el hogar— entra de lleno en el campo
de la sociología, pero además que su estudio debe ser multidisciplinar porque
requiere ser pensada desde distintos enfoques que enriquezcan su análisis y
abarquen sus muchos significados.
Desde una perspectiva ética el comportamiento humano está impregnado
de normas morales que están implícitas en la manera en la que los individuos
se relacionan con los demás o en el compromiso que establecen con ellos.
Estas acciones reflejan el modo que tienen las personas de verse a sí mismas
en relación con los otros, según una jerarquía de valores que cada cual establece. A la vez que expresan la relación existente entre una ética individual y
una ética social.
La ética, como filosofía moral o «ciencia que se ocupa de los objetos morales» (Ferrater Mora, 1971) se muestra en este caso, en relación con el cuida15 Como ha señalado E. Bericat, la sociología ha dejado fuera de su ámbito de estudio todo
lo relativo al campo de los emociones. La sociología anglosajona ha marcado el inicio de esta especialidad con los trabajos de A. R. Hochschild en 1975, donde se recoge el vínculo entre las
emociones y la actividad de cuidar (citado por M. T. Martín Palomo, 2007: 9).
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do de las personas, más allá de la apelación a las cualidades innatas al individuo, de sus creencias religiosas o de su capacidad de empatía, puesto que
va más allá de lo individual para ejercer responsabilidades sociales, en la formación y en la transmisión de ideas y comportamientos morales. Si bien es
cierto que, en general, en las sociedades actuales el proceso de individualización ha llevado a un mayor grado de despreocupación por el bienestar social
o por lo colectivo, también es cierto que buena parte de la población manifiesta una elevada capacidad de preocupación por los demás, lo cual implica
sensibilidad para captar el sentir de las personas cercanas y responsabilidad
para afrontar el sufrimiento ajeno. La acción de cuidar proyecta una actitud
acorde con aspiraciones de mujeres y hombres sobre el modelo de vida deseable o de «buena vida» para sí y para otros (Izquierdo, 2004: 128 y 132), lo
que concuerda con el deseo o la finalidad ética de que muchos vivan bien
(Sádaba, 1984: 131)16. Los comportamientos acordes con estos principios no
resultan de una moral vana sino que muestran, según Kohlberg, la superación
de una moral convencional que adquiere así un segundo nivel de desarrollo
(Guisán, 2006: 320).
En las acciones domésticas de la vida cotidiana se muestra la conexión
entre lo individual y lo social, en un espacio de solidaridad; en palabras de
Sánchez de la Yncera, el desarrollo de la identidad personal se encuentra con
la actividad colectiva en estos «escenarios organizados de convivencia» (2005:
108), que en este caso está centrada en lo doméstico. En la dedicación de las
personas al cuidado de otras se expresan sentimientos de gratitud, o de culpa, obligaciones morales, que se asocian con valores compartidos, vivencias
del pasado y expectativas de futuro. Es lo que se entrevé en distintos trabajos
empíricos, en entrevistas y grupos de discusión, donde se verbalizan las complejas relaciones entre actividades laborales y domésticas, en especial el cuidado de menores y personas mayores, donde se expresan los vínculos entre
las acciones de los individuos y sus recovecos morales. Así lo recoge R. Ramos cuando desentraña los sentimientos de obligación, culpabilidad, recompensa y/o gratitud que encierra un tiempo destinado a los demás, y en especial el dedicado al cuidado de criaturas, que es un tiempo cargado de significados morales (Ramos, 2007: 181).
La dedicación al cuidado de otras personas no es ajena a la disciplina pedagógica pues se trata de un comportamiento aprendido. El proceso de socialización implica un desarrollo en sucesivas fases (Piaget, Kohlberg, Mead)
a través del cual se produce una transmisión de valores sociales y las personas adquieren conciencia de sí mismas. Pero, como Mead ha señalado, los individuos forman su personalidad en relación con el grupo social al que pertenecen; en este proceso entran en juego las expectativas que las personas
tienen con respecto a otras así como con respecto a la sociedad, como grupo
organizado, que Mead concreta bajo la idea del «otro generalizado» (Sánchez
de la Yncera, 1994: 289). Es a través de las experiencias que se adquieren en
16 Lo cual está ligado al ejercicio de la política. Como ya sugirió Aristóteles ética y política
debían ser siempre «pensadas juntas» (en Ética a Nicómaco; citado por S. Giner, Historia del pensamiento social, 1990: 62).
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el entorno, en la relación con los demás, cuando las personas logran colocarse en la posición del «otro», es decir, cuando pueden captar la intención de
sus acciones, cuando se alcanza el desarrollo de esa conciencia. A través de
este proceso se transmite la idea de sociedad que se quiere construir y se traslada la consideración que se tiene de las personas, de los niños y las niñas,
de las personas mayores, dependientes, etc.
Los valores como la solidaridad, el altruismo, la competitividad y la indiferencia se aprenden y se transmiten. En el proceso de aprendizaje se construyen
deseos y se forjan expectativas. Cuidar no es una acción instintiva sino pensada y aprendida. Requiere estar pendiente, planificar, prever la necesidad antes
de que surja (Agulló Tomás, 2002: 26). El término cuidar procede del griego cogitatus, que significa pensamiento; la dedicación al cuidado requiere de inteligencia y voluntad (Durán, 2002: 251). La donación (de tiempo) y la solidaridad
constituyen una parte esencial de muchas actividades no remuneradas y, como
cualquiera de las actitudes y los comportamientos sociales, se adquieren en el
proceso de aprendizaje que se prolonga a lo largo de todo el ciclo vital.
La actividad de cuidar en casa guarda estrecha relación con la medicina17
y también con la psicología18 (que igualmente estuvo presente en el origen de
la sociología del trabajo y en la sociología industrial), tanto por lo que se refiere a la atención a la salud (integral) como también por las implicaciones
que la dedicación a cuidar a otros tiene para la salud psicológica de las personas cuidadoras. Tampoco es ajena a otras disciplinas como el derecho, en
la medida que es reconocido el derecho a ser cuidado, a cuidar y a cuidarse,
lo mismo que compete al dominio legislativo establecer las normas que regulan las obligaciones que los poderes públicos tienen con respecto a las personas dependientes, como parte de los derechos económicos, sociales y culturales (Pautassi, 2007: 18). Se afronta así la necesidad que tienen las personas de ser atendidas y que tal necesidad sea tratada como un asunto
colectivo, en el que exista implicación de los poderes públicos y, por ende,
del conjunto de la sociedad. La socialización del cuidado exige que las familias, la colectividad, la oferta privada y, especialmente, los servicios públicos
participen en la respuesta a este requerimiento social. Si bien mediante esta
apertura hacia lo público se trata de que las cuestiones relativas a la dependencia se conviertan en materia de interés general (Izquierdo, 2004: 145) también se abre la dimensión del cuidado hacia su consideración como una cuestión de justicia (Martín Palomo, 2007).
La dimensión política del cuidado está implícita en la labor de los Gobiernos en la medida que éstos deben decidir qué parte del presupuesto se
17 La observación empírica se encarga de mostrar que la distancia entre atención médica y
cuidado familiar no es grande, como puede comprobarse por la implantación de algunos servicios de carácter sanitario como la hospitalización a domicilio y los cuidados paliativos o por la
constante atención que proporcionan los familiares en los centros hospitalarios. Sobre la relevancia social y económica de la actividad del cuidado no remunerado y sus relaciones con los servicios de salud, véase Durán, 2002.
18 El estudio del cuidado desde el punto de vista emocional, en el que se manifiesta el vínculo entre amor y trabajo, ha sido estudiado, entre otros, por Folbre (Citado en Pautassi, 2007),
así como por Bock y Duden (1985).
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destina a gastos sociales y también de qué manera abordar, desde las distintas administraciones públicas, las necesidades sociales referidas a la asistencia
y al cuidado de las personas; en definitiva, cómo asumir la responsabilidad
que la población demanda acerca de la protección social que todo Estado (de
bienestar) debe otorgar a su ciudadanía y especialmente a los sectores más
vulnerables19. En el umbral del siglo XXI la preocupación por el ejercicio de
cuidar ha pasado a convertirse en una prioridad de los Gobiernos de los países desarrollados, a la vista de la evolución demográfica que va conformando una estructura poblacional con un peso cada vez mayor de la población
dependiente de más edad; un hecho que se presenta en paralelo con la creciente participación de las mujeres en el empleo, lo que pone al descubierto
el déficit de cobertura social y de servicios públicos de atención a personas
dependientes con el que se encuentran estos países.
La perspectiva económica de la actividad de cuidar resulta controvertida,
lo mismo que ocurre con otras ocupaciones no remuneradas. La teoría económica neoclásica se asienta en la figura de homo oeconomicus, el cual responde a un tipo de individuo que busca el mayor beneficio al menor coste,
un comportamiento que se considera racional. Siguiendo esta lógica cabría
entender que la dedicación al cuidado no es una opción racional porque si
se le aplica la relación coste-beneficio no resulta rentable. Como afirma C.
Carrasco, ese personaje tipo (el homo oeconomicus), autónomo, carente de
compromisos y demandas sociales, exento de proporcionar o recibir cuidados
no podría existir si no fuera porque sus necesidades están cubiertas por una
mano de obra, generalmente femenina, no remunerada. Habría que afirmar,
mas bien —dice esta autora— que la «economía del cuidado sostiene la vida
humana» (Carrasco et al., 2004: 35) y colocar este tipo de necesidades en el
centro de las demandas de la sociedad. Como señalan algunos autores, este
modelo de individuo con un único perfil —económico— no existe en la realidad; se halla cuestionado por la evidencia de la vida cotidiana donde la
práctica diaria está repleta de acciones de dudosa rentabilidad económica. El
homo oeconomicus representa el opuesto al individuo solidario; mientras el
primero personificada a un ser interesado, egoísta y autosuficiente, aquel que
nadie querría tener como amigo (Fernández Enguita, 1998: 41 y 42), el individuo solidario sería una persona psicológicamente madura, socializada en la
importancia de los valores colectivos, consciente de sí misma, de las demandas y necesidades (propias y ajenas) presentes y futuras y de la importancia
de las redes y relaciones sociales para el enriquecimiento propio y el bienestar social.
Por otra parte, el modelo económico neoliberal imperante sostiene la idea
de que la riqueza es sólo la producción resultante para el mercado y por ello
las actividades de cuidado y atención a los demás, que no son mercantiles, estarían fuera del ámbito económico. Sin embargo, desde distintos ángulos de
19 Según el estudio del CIS: «Opiniones y actitudes sobre la familia» (n.º 2.578) de 2004, la mayoría de la población estaba muy de acuerdo (el 51,2%) o bastante de acuerdo (el 43,1%) con
que «el Estado debería cubrir las necesidades de atención de las personas mayores a través de los
servicios sociales».
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las ciencias sociales, y desde una perspectiva crítica de la economía, se afirma que la visión económica que equipara la riqueza con las actividades de
mercado es, como mínimo, parcial, además de inapropiada e incorrecta, al no
dar cuenta de la contribución económica que la población ocupada en trabajo no remunerado aporta al bienestar social y económico de la colectividad.
La actividad de cuidar a otras personas es un trabajo que se desempeña desde la economía formal (sistema educativo, sanitario), la economía informal
(cuidadoras/es, buena parte de ellos inmigrantes), en el ámbito doméstico (no
remunerado) y en el sector de voluntariado; es decir, se presenta como trabajo regulado y sumergido (remunerado) y como no remunerado (doméstico
y voluntario). El beneficio económico y social se obtiene con independencia
de cual sea el estatus ocupacional bajo el que se realiza.
De todo ello se deriva que la acción de cuidar constituye un hecho sociológico. Las condiciones en las que tal actividad se desenvuelve reflejan el
tipo de organización social y la manera en la que se dotan las sociedades para
dar respuesta a las demandas sociales que se les plantean. La actividad de cuidar es social20, trasciende el ámbito de lo doméstico y se extiende desde el
trabajo no remunerado hasta los servicios públicos y las ocupaciones remuneradas.
En la mayor parte de las sociedades, las normas sociosexuales han vinculado la feminidad con el altruismo y el trabajo asistencial del cuidado a los
demás; en cualquiera de las situaciones en las que tal actividad se lleva a
cabo, sea como actividad doméstica o como ocupación remunerada, el afecto, el altruismo y las normas sociales están presentes en su ejercicio (Badgett
y Folbre, 1999: 349 y 353).
En la sociología del trabajo, siguiendo a A. Touraine, pueden contemplarse tres niveles de análisis21 que bien pueden aplicarse a la actividad de cuidar. Un primer nivel se refiere al tipo de intercambio que media en el trabajo, que en este caso no se trata de una contrapartida salarial, necesariamente,
sino que, como en muchas de las ocupaciones de los servicios, contiene implicaciones emocionales que revierten en la satisfacción que el trabajo proporciona. Un segundo nivel se refiere a la cultura en la que se inscribe la actividad, que atañe a las normas sociales que rigen la actividad; tales normas
están guiadas, en este ámbito, por consideraciones sociales respecto al trabajo (prestigio de la ocupación, escala salarial que se le otorga, requisitos de
formación, etc.) así como por un acentuado componente de género, construido sobre un modelo tradicional de división del trabajo. Y, un tercer nivel que
se refiere a la acción en sí misma, que, en este caso, no difiere sustancialmente de los trabajos domésticos pero tampoco dista de otras ocupaciones
asistenciales que se desarrollan en el mercado laboral formal y regulado.
20 Se ha acuñado la noción de «cuidado social» para subrayar su dimensión extradoméstica (T.
Kröger, 2001: 4). Este mismo concepto se utiliza también en Cameron, 2004: 19 y en Izquierdo,
2004: 142.
21 Citado por Tripier, 1995: 130.
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Cabe concluir que, una vez despejadas buena parte de las connotaciones
sagradas y androcéntricas que acompañaron al ejercicio de la ciencia en el pasado, se comprueba que, no sólo se han diversificado los métodos científicos
de aproximación al objeto de estudio (recordemos las cinco vías de acceso a
la realidad social) sino que también se ha abierto el campo de observación
en disciplinas que, como la sociología del trabajo, proyectan ahora nuevas miradas sobre aspectos de la vida cotidiana, en los que se ubican las actividades
de cuidado de personas, para profundizar en dimensiones de la realidad social tradicionalmente poco exploradas.
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