Hamlet el deseo

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Hamlet: el deseo
La acción se sitúa en el Renacimiento en Dinamarca. El rey ha muerto, y
Hamlet, su hijo, se lamenta de lo poco que ha durado el duelo de su madre, que ya se
ha casado con su cuñado Claudio, hermano del difunto, que ha sido coronado como
sucesor:
“¡Un rey tan excelente que comparado con éste era lo que Hiperión1 a un sátiro! ¡Tan
afectuoso para con mi madre, que no hubiera permitido que las auras celestes rozaran
con demasiada violencia su rostro! (...) Y sin embargo al cabo de un mes... ¡no quiero ni
pensar en ello! ¡Fragilidad, tu nombre es mujer!... ¡Un mes apenas (...) que siguiera el
cuerpo de mi pobre padre, como Níobe2 arrasada en lágrimas...! ¡Oh Dios, una bestia
incapaz de raciocinio hubiera sentido un dolor más duradero, casada con mi tío, el
hermano de mi padre...! (...) ¡Oh ligereza más que infame, correr con tal premura al
tálamo incestuoso! ¡Esto no es bueno, ni puede acabar bien!”
Dirigida a unos amigos, con los que comenta lo irrespetuoso de la situación,
encontramos la conocida frase:
“¡Economía, Horacio, economía! Los manjares cocidos para el banquete del duelo
sirvieron de fiambres en la mesa nupcial.”
Y otro elogio al hombre que era su padre:
“¡Era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante!”
El espectro de su padre se le aparece una noche para contarle que Claudio lo ha
envenenado para quedarse con todo lo que era suyo; que, como la muerte lo halló en
pecado, está condenado a vagar por un tiempo; y le da una orden: hacer cesar el
escándalo lujurioso de la reina y vengar su muerte.
Hamlet habla solo, todos lo creen loco; los monólogos son brillantes, pero voy a
tomar sólo lo que lo trastorna para mostrar lo que le impide actuar:
“¡Oh la más inicua de las mujeres!
(...)
¡El mundo está fuera de quicio!... ¡Oh suerte maldita!... ¡Que haya tenido que ser yo
quien naciera para ponerlo en orden!”
El rey lo hace vigilar y él se hace el loco para no contestar. Pasan los días y no
encuentra el momento de cumplir su promesa. Una compañía de teatro llega a
Palacio, y viendo a un cómico emocionado por una situación cotidiana, se dice:
“¿Qué haría él si tuviera los motivos e impulsos de dolor que yo tengo? Inundaría de
lágrimas el teatro, desgarrando los oídos del público con horribles imprecaciones;
volvería loco al culpable y aterraría al inocente; confundiría al ignorante y asombraría,
sin duda, las facultades mismas de nuestro ver y oír. Y, sin embargo, yo, insensible y
torpe, canalla, (...) indiferente a mi propia causa, no sé qué decir; (...) ¿Seré un cobarde?
(...)
¡Tendré que soportarlo....! (...) ¡Sanguinario y lascivo....! ¡Inhumano, traidor,
impúdico y desnaturalizado asesino! ¡Oh venganza! (...) ¡Oh vergüenza!”
La vergüenza es ya de si mismo, porque reconociéndose cargado de razones,
responsabilizado por el fantasma de su padre de una misión fundamental, no actúa.
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Hijo de Urano y Gea, uno de los Titanes
Tan orgullosa de su maternidad estaba, que los dioses le mataron todos los hijos y no le dejaron más condición
materna que llorarlos toda la eternidad convertida en roca
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Se le ocurre hacer representar por esos cómicos el asesinato de su padre, como
si de una pieza teatral se tratase, frente a los reyes, para ver cómo reaccionan, para
certificar o no la versión del espectro, y, por supuesto, para darse tiempo.
Hasta este momento Hamlet había mostrado interés por Ofelia, la hija del
chambelán; ahora la rechaza:
“¡Vete a un convento! ¿Por qué habías de ser madre de pecadores? (...) Y si te
empeñas en casarte, cásate con un tonto; porque los hombres avisados saben muy bien
qué clase de monstruos hacéis de ellos. Vete a un convento. ¡Adiós!”
Encuentra a Claudio rezando; es una ocasión para matarlo, pero no le parece un
momento adecuado: ¿qué venganza sería mandarlo directamente al cielo? Y sigue
dudando.
La reina lo llama para reconvenirlo por su conducta, y él le responde que es ella
la que es cómplice de asesinato. Polonio, el chambelán, el padre de Ofelia, está
escondido detrás de un tapiz, para protegerla si fuera necesario; se mueve, Hamlet lo
advierte, dice que es un ratón y lo mata. Luego le sigue diciendo a su madre que
salga de ese lecho incestuoso; reaparece el fantasma:
“Interponte en la lucha que sostiene con su alma”, (Deslízate entre ella y su alma en
lucha, sería una traducción mejor) (...) “Háblale, Hamlet.”
La madre sólo contesta que está loco, y Hamlet insiste dirigiéndose a ella:
“...no vertáis sobre vuestra alma la unción halagadora de creer que no es vuestro
delito, sino mi locura, lo que os habla.”
Pero como ella se resiste, no quiere entender, a ella que no le hablen de
duelos,... al hijo le fallan las fuerzas: “haced lo que os plazca”, y se va.
El rey lo manda a Inglaterra; Hamlet sabe que para hacerlo matar, pero sigue
sin actuar:
“¡Como me acusan todos los sucesos y como aguijonean mi pobre venganza!”
Ausente Hamlet, el rey ha hecho enterrar a Polonio sin funerales. Ofelia se
entera de la muerte de su padre a manos de Hamlet y de la falta de funerales y
enloquece. Laertes, también hijo de Polonio, y amigo de Hamlet, reúne una
muchedumbre y se acerca a Palacio pidiendo venganza por su padre; los reyes
señalan culpable a Hamlet. Ofelia se suicida.
Hamlet consigue hacer matar a los emisarios de su tío que tenían que acabar
con él, y anuncia su retorno a Dinamarca.
Claudio, habiendo convencido a Laertes de su inocencia, le propone un
combate contra Hamlet en el que el florete propio estará envenenado; y prepara por
su lado una bebida toxica por si fallara la estocada de Laertes.
A su regreso a Dinamarca Hamlet se encuentra con el entierro de Ofelia y a
Laertes clamando venganza, esta vez por su hermana. Esa escena lo hace cambiar, la
indiferencia hacia la muchacha desaparece:
“Yo amaba a Ofelia; cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían, con todo su
amor junto, sobrepujar el mío.
(A Laertes) ¿Quieres llorar? ¿quieres luchar? ¿quieres ayunar? ¿quieres
desgarrarte?.... todo eso y más haré yo.”
Los reyes lo sacan de allí apelando a su locura; y le hacen proponer el duelo con
Laertes. Le dice al amigo:
“Lo que siento en el alma, Horacio, es haberme propasado con Laertes, pues en la
imagen de mi causa veo el retrato de la suya.”
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A la hora del duelo la reina bebe la copa envenenada, Laertes hiere a Hamlet
justo en el momento que se da cuenta de la trampa del rey, Hamlet desarma a Laertes
y le da una estocada con el arma cambiada, la emponzoñada, y Laertes avisa a
Hamlet que están los tres agonizando por la estratagema del rey. Antes de morir
Hamlet mata al rey y prohíbe a Horacio suicidarse: Es necesario que alguien
transmita lo ocurrido.
Lo primero a señalar es la riqueza del lenguaje; hemos perdido mucho en este
sentido, ya no se escribe con esa riqueza; y como pensamos con palabras -el lenguaje
no es un instrumento sino el pensamiento mismo- un lenguaje pobre dará un
pensamiento pobre. Estamos viviendo un tiempo falto de pensamiento, de una
pobreza intelectual preocupante. El recién fallecido Torrente Ballester lo denunciaba
en sus artículos continuamente; todos los periodistas, a los que él criticaba por su
pobreza en el lenguaje, por su dejadez en la construcción, ahora se dicen alumnos
suyos, pero... entonces, ¡qué malos alumnos! porque siguen cometiendo los errores
que él criticaba.
Retomemos nuestro tema ¿por qué Hamlet? De entrada porque es una
maravilla. Léanlo, intenten que les guste, insistan... quien no disfruta con los clásicos
pierde una posibilidad enorme de enriquecerse, de encontrar categorías para
pensarse a si mismo. Ocurre lo contrario que en esas películas de acción, que son
todas iguales: vista una, vistas todas; con los clásicos es al revés, se pueden leer y
releer y siempre hay algo nuevo, siempre sorprende, siempre... en fin, hay algo de
intransmisible, cada cual tiene que hacer su experiencia y tiene su responsabilidad.
Les he hecho el resumen porque no había más remedio; no consigo, desde luego
transmitirles nada de la belleza de la obra; la escena con la madre, por ejemplo, es de
una tensión tal que no se puede ni elegir una frase representativa, habría que copiarla
entera.
Clásicos son aquellos que han sido capaces de formular los universales de una
cultura, con lo cual los hacen existir; son los generadores de la cultura. Me explico,
un hecho es un hecho y está ahí, pero de eso no sabemos nada; dependiendo como se
lo nombre y con qué otros nombres se lo relacione acabará siendo una cosa u otra;
con el lenguaje modificamos el mundo de forma radical. Dice Francisco Rico que si
en algo sabemos más que los clásicos, es porque nos sabemos a los clásicos. Edipo o
Hamlet nos conmueven porque nos describen a todos, porque apuntan a lo
estructural del ser humano. Nombro sólo estos dos, por nombrar un héroe clásico y
uno moderno; no voy a seguir por este camino, que sería la introducción a una serie
de charlas sobre psicoanálisis y literatura.
Entonces ¿por qué Hamlet? Porque es un clásico que nos muestra qué pasa
cuando el mundo está fuera de quicio, fuera de su eje; nos ayuda a nombrar
situaciones límites, donde lo primero que necesitamos es entender.
Su mundo está fuera de su eje y por lo tanto a él le toca reubicarlo, sabe que le
será costoso; el “tener que ser yo quien naciera...” recuerda al “mejor no haber nacido” de
Edipo; el drama es ser o no ser, la tragedia de ex –sistir, como dice Lacan.
Hamlet ha quedado en la cultura como paradigma de la duda, no sabe qué es
peor: ser o no ser. Atrapado en su destino, es, de todos modos, responsable de su
elección. Como cada cual.
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Sabe lo que tiene que hacer, no duda ni un instante de su tarea, y no tiene
escrúpulos para matar, al ratón-Polonio o a los dos cortesanos de Claudio en
Inglaterra. Pero no se decide a matar al asesino de su padre, el horror podría incitarlo
a la violencia, pero no, ahí aparecen las dudas.
Se trata de un drama edípico, de eso no hay duda: una “madre hermosa, modesta y
prudente”, un padre que es “un hombre en todo y por todo”, y un hijo al que se podría
suponer un deseo incestuoso hacia la reina y de muerte hacia el rey; Claudio sería un
rival frente a la madre, que despertaría sentimientos ambivalentes al haber realizado
la fantasía edípica; eso lo llevaría a admirarlo de algún modo y retardaría la acción.
Pero no queda ni rastro de la rivalidad con el padre después de la revelación del
espectro, y no hay ni sombra de admiración hacia “ese sapo”, su tío.
Si fuera sólo Edipo y castración, eso ya lo habíamos leído en Sófocles; “para eso
no hacía falta que hablara un fantasma”, como dirá Horacio. Edipo es él el incestuoso sin
saberlo y paga por ello; sólo el respeto a la ley, la asunción de la castración, permite
el deseo y vivir razonablemente bien. En este caso Hamlet no puede ni pagar él -la
falta no es suya-, ni dejar la deuda sin saldar; tiene que hacer pagar, es el responsable
de reinstaurar la ley; el orden generacional está subvertido, su mundo está fuera de
su eje. El propio padre ha muerto sin haber podido saldar sus deudas, y ya se ve que
eso no es sin consecuencias.
Correlativamente aparece el rechazo a la femineidad; las mujeres y peor aún las
madres le producen horror, habiendo sido un caballero. Ya no puede ver en Ofelia
una mujer, no puede desearla, puesto que no hay deseo sin castración, y la castración
eficaz es la de la madre. Ya el fantasma había anunciado que el punto clave era el
deseo de la reina. Nada en el discurso de Hamlet nos lleva a pensar que el problema
sea el deseo hacia su madre, sino el deseo de su madre. Cuando va a verla, le dibuja
el retrato más cruel de aquello en lo que se ha convertido, le reprocha no distinguir
entre un Titán y una porquería y quererlo todo, le dice que ha convertido su vida en
una ciénaga; pero nada la conmueve, no atiende más que a su glotonería, porque a
eso no puede llamarse deseo; y eso lo hace darse por vencido, lo destruye como
sujeto. Si la madre no respeta el pacto que la hizo reina, si no respeta la ley del
incesto, si no remite más que a si misma, a su capricho, Hamlet no puede encontrar
su deseo, y Ofelia cae, ya no puede ver en ella más que una futura madre con el
poder para hacer lo mismo que la suya, o sea sacar al mundo de sus goznes.
De repente, en el entierro de Ofelia –la reedición de una pérdida- el amigo está
haciendo el duelo que su madre (la reina) no hizo; por identificación consigue dejar
de ser una sombra, alguien que no puede estructurarse como sujeto. El “sujeto” sale
del Edipo en la medida que hace su duelo por el falo, eso le permite posicionarse
como sujeto deseante.
El duelo del otro constituye un molde para Hamlet, y se reencuentra a sí
mismo. Acepta sin dudar el combate con Laertes, es la recuperación de su
masculinidad, con los iguales es con quien mejor se lucha, identificación y rivalidad
corren siempre parejas. Pero no era suficiente, todavía había que matar a Claudio, y
para eso tendrá que renunciar más que al falo, que es lo que hace cualquiera, tendrá
que renunciar a su vida.
Al final Hamlet logra cumplir su acto, pero al precio de la muerte de su madre,
la reina, del igual que le posibilita reencontrarse, Laertes, y de la suya propia en tanto
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heredero; la dinastía tiene que cambiar para que ese reino sea posible. Las sociedades
humanas son posibles sólo a partir de la instauración de la prohibición del incesto.
En esta tragedia, que ha quedado en la cultura como paradigma de la duda, el
psicoanálisis nos permite leer las causas de ese sufrimiento. Shakespeare nos muestra
cómo, al precio de un montón de pérdidas reales, aún en situaciones extremas en que
falta la castración, algo puede llegar a equivaler a lo que faltó, y reubicar lo
fundamental en su sitio; y cómo, un montón de muertos pueden llegar a equivaler a
la falta simbólica.
El descubrimiento freudiano consiste en mantener el problema en el terreno
simbólico, en pagar con palabras, mejor que con el cuerpo, como ocurre en multitud
de neuróticos. El hombre no sólo está habitado por el deseo, sino que tiene que
encontrarlo, a veces con el mayor esfuerzo.
Angeles Moltó
Tarragona, 2003.
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