Vicente Martín y Soler, próximo aniversario

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Artículo
Vicente Martín y Soler, próximo aniversario
por Dmitri Loos[1]
Director de orquesta. Doctor en música
Publicado en Arte [2], Música [3] |compositor[4] |español[5] |ópera[6] |Rusia[7]
July 2004 - Nueva Revista número 093 [8]
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ABSTRACT
Que Wolfgang Amadeus Mozart viera en Vicente Martín y Soler (1754-1806) un competidor de su
genio artístico, habla por sí mismo de la calidad del maestro valenciano. Pero su mérito llegó más lejos,
porque el levantino, empujado por su raro destino hasta Rusia, encontró allí una segunda patria y
contribuyó decisivamente a la creación de la ópera nacional de ese país. A modo de ensayo histéricomusical, Dmitri Loos analiza algunos detalles de la obra de este compositor, la celebración de cuyo
centenario en su tierra natal, Valencia, se anuncia con un muy cuidado programa de eventos y de
selectas grabaciones musicales.
ARTÍCULO
Resumen:
Que Wolfgang Amadeus Mozart viera en Vicente Martín y Soler (1754-1806) un competidor de su
genio artístico, habla por sí mismo de la calidad del maestro valenciano. Pero su mérito llegó más lejos,
porque el levantino, empujado por su raro destino hasta Rusia, encontró allí una segunda patria y
contribuyó decisivamente a la creación de la ópera nacional de ese país. A modo de ensayo histéricomusical, Dmitri Loos analiza algunos detalles de la obra de este compositor, la celebración de cuyo
centenario en su tierra natal, Valencia, se anuncia con un muy cuidado programa de eventos y de
selectas grabaciones musicales.
Autor(es):
Dmitri Loos [1]
Que Wolfgang Amadeus Mozart viera en Vicente Martín y Soler (1754-1806) un competidor de su
genio artístico, habla por sí mismo de la calidad del maestro valenciano. Pero su mérito llegó más lejos,
porque el levantino, empujado por su raro destino hasta Rusia, encontró allí una segunda patria y
contribuyó decisivamente a la creación de la ópera nacional de ese país. A modo de ensayo histéricomusical, Dmitri Loos analiza algunos detalles de la obra de este compositor, la celebración de cuyo
centenario en su tierra natal, Valencia, se anuncia con un muy cuidado programa de eventos y de
selectas grabaciones musicales.
A fínales del XVIII, la política cultural de Catalina la Grande convirtió el gélido imperio ruso en
una especie de «tierra prometida» para los artistas europeos. La soberana rusa estaba
convencida de que una sólida tradición cultural nacional operaría como garante de la
gobernabilidad de un Estado, el más extenso del mundo. Para crear tal tradición había que
«aprender» de las culturas ya consolidadas, y de ahí que la emperatriz no ahorrase esfuerzos
ni dinero para promover una verdadera explosión artística a las orillas del Neva. San
Petersburgo se vio dotada de salas de conciertos, teatros, bibliotecas y museos, que
empezaron a acumular tesoros traídos desde Bagdad, Roma, Madrid, El Cairo, Londres,
París y Viena, para completar las magníficas colecciones que han llegado hasta nuestros
días.
Esta generosa inversión cultural atrajo a San Petersburgo a una nutrida colonia de artistas
extranjeros. La mayoría de ellos procedía de Italia, un país por entonces «superpoblado» de
brillantes creadores que deseaban ver realizadas sus ideas gracias al patrocinio de alguna de
las cortes europeas. Entre ellos se contaban personalidades musicales de primer orden,
como la de Baldassare Galuppi (1706-1784), Giuseppe Sarti (1729-1802), Giovanni Paisiello
(1740-1816) o Domenico Cimarosa (1749-1801). Otros de los músicos llegados a la corte
rusa fueron austríacos y alemanes (tributo a los orígenes germánicos de la familia imperial
rusa), de los cuales el más famoso fue Hermann Raupach (1728-?). Los franceses no fueron
tenidos en cuenta, salvo los cantantes, y las demás naciones apenas estaban representadas.
Por «mimetismo» con los italianos, probablemente, quiso el compositor valenciano Vicente
Martín y Soler hacer su aparición en Rusia, después de haber cosechado los más
prometedores éxitos operísticos en Italia y Austria. En la corte imperial fue conocido con el
nombre italianizado de «Martini lo Spagnolo». Su labor musical en aquellas tierras merece una
especial gratitud, ya que el esplendor decimonónico de la música rusa se debe en gran parte
a los diecinueve años que Martín y Soler pasó al servicio de la corte de Catalina no sólo
como compositor estrella sino también como un apasionado profesor, que se empeñó en
formar a sus discípulos dentro de la más pura tradición clasicista italo-austriaca.
Habitualmente, los compositores extranjeros que llegaban a la corte imperial consideraban su
trabajo en Rusia como un destino pasajero. Los contratos de estos músicos, al igual que el
de Martín y Soler, preveían por ejemplo una paga extra de 500 rublos para cubrir los gastos
del viaje de regreso. De hecho, todos los músicos contratados antes de Martín y Soler
volvieron a Occidente, tras ser relevados de sus cargos de responsabilidad musical. Pero el
caso del valenciano fue diferente, y mucho.
Después de la muerte de Catalina la Grande y Pablo I, cuando los kapelmeister extranjeros
se vieron forzados a ceder sus puestos a los talentos nacionales, Martín y Soler sufrió
desprecio, humillaciones y miseria pero se negó a abandonar el imperio que le acogió. Esta
«fidelidad» de Martín y Soler al país de los zares no es un hecho fácilmente explicable. Su
odisea rusa hubiese podido verse propiciada por el olvido de su obra en occidente. Pero este
no era el caso, en particular no en su país natal, en el que La madrileña o El tutor burlado,
La Sandrina o La labradora, La caprichosa corregida, Amor y Psique, La festa del villagio y
Tancredo, entre otros títulos de óperas, zarzuelas y ballets, aparecían continuamente en los
escenarios madrileños hasta 1799. Entre las partituras que se conservan en el Palacio Real
de Madrid se encuentra un arreglo para cuarteto de cuerdas de la ópera de Martín Una cosa
rara, lo que indica que formaba parte del repertorio que se escuchaba en los salones
madrileños (recientemente, el Institut Valencia de la Música ha promovido la grabación y
edición de este arreglo para cuarteto de cuerdas).
Todo esto prueba que el retorno del compositor a occidente no hubiese sido inviable.
Entonces, ¿por qué prefirió seguir educando cantantes e instrumentistas en Rusia? ¿Sería tal
vez consciente de estar trazando el camino de una tradición musical, a punto de emerger?
Sea como fuere, Martín y Soler ocupa un lugar de honor en la historia de la música, por ser
considerado uno de los precursores de la escuela nacional rusa. Sus días acaban en San
Petersburgo y su tumba se halla en el monasterio de San Alejandro Nevski, junto a las de
Glinka y Chaikovski, donde todavía puede visitarse.
Fijémonos ahora en la etapa rusa del maestro valenciano. Aunque se encontraba en San
Petersburgo desde 1787 dirigiendo sus óperas, es en 1790 cuando se menciona por vez
primera entre los miembros de la compañía operística italiana (registrado como «Martini», por
supuesto), en el puesto de «
kapelmeister escolar» con el sueldo de 3.500 rublos al año, más
asignación de un piso y leña para calefacción gratis.
La designación del «Spagnolo» está sin embargo rodeada de polémica. Su predecesor, el
famosísimo Domenico Cimarosa, no supo complacer a la emperatriz Catalina y fue destituido
fulminantemente. La aureola de éxito cosechado por Martín en Viena con Una cosa rara o
Bellezza ed onesta (1786) y L'arbore di Diana (1787) fue el factor decisivo para que la zarina
pensara en él como posible sustituto del italiano. Las afirmaciones de Mozart sobre el músico
valenciano, de carácter escandaloso y causadas por los celos que sentía a propósito del
eclipsante éxito de Martín, brindaron al español una fama polémica pero también útil. Al fin y
al cabo, el salzburgués acrecentó el «efecto Martín» citando una de las melodías deUna cosa
rara en su Don Giovanni.
El contrato de kapelmeister escolar de la corte de 1790 suponía unas atribuciones muy
amplias, a saber: «componer la música para las óperas rusas e italianas, así como las
cantatas y coros para la corte e igualmente, para los conciertos y para las comidas; arreglar
las óperas extranjeras para que éstas puedan ser interpretadas por cantantes rusos; dirigir
todos los ensayos; ser el responsable único de la interpretación de la música y del canto;
enseñar la música en la escuela de teatro».
La tensión originada en tan numerosas obligaciones fuera tal vez la causa de la dimisión de
Martín, que presentó en 1794. Entonces, la ausencia de un trabajo fijo no suponía para él
todavía un problema, porque los estrenos de sus óperas le reportaban ingresos más que
suficientes.
Dos de ellas habían sido puestas en escena en Rusia antes de la llegada del valenciano al
país. En 1777 fue interpretada en Moscú La festa del villagio, y posteriormente renovada, en
1798, en San Petersburgo. La música de Martín sonaba igualmente en las troupe francesas.
En 1784 se presentó en San Petersburgo Henri IV ou la bataille d'Ivry, en francés por
supuesto, que sería repuesta en Moscú dos años después.
Todavía en 1777, esta última ópera atrajo la atención de un aristócrata, que ordenó al célebre
trompista checo Karl Lau que arreglara algunos fragmentos de Henri IV para un orquesta de
cornos, tan típicamente rusa. La orquesta en cuestión estaba formada por los esclavos de
dicho aristócrata, el conde K. G. Razumovsky, un apellido bien familiar para todos los
melómanos (y digno de este paréntesis: la familia Razumovsky procedía de un muchacho
cosaco-ucraniano llamado Rózum que, siendo adolescente, fue admitido al servicio de la
corte como cantante. La emperatriz Elizaveta se enamoro del joven y, tras una apasionada
relación amorosa, le otorgó el título de conde, cuatro mil esclavos y la posición de consejero
privado. Desde entonces, a lo largo de ciento cincuenta años, los Razumovsky habían
pagado tributo a la música ?causa oficial de su ascenso? promoviendo numerosas empresas
musicales. Recordamos en esta relación los cuartetos Razumovsky op. 59 de Beethoven,
dedicados a uno de los descendientes de Rózum).
Aparte de la figura del conde Razumovski, la cuestión de los cornos y de los esclavos que los
tocaban, merecen una especial atención para entender el peculiar, a veces inconcebible,
ambiente que rodeaba al compositor valenciano durante su etapa rusa. Porque a finales del
XVIII, los terratenientes propietarios de esclavos no encontraban contradicción entre la
condición de creador, musical o de cualquier otro tipo, y la de esclavo. Los príncipes más
pudientes solían enviar a los esclavos que hallaban dotados de talento musical a Italia, a
estudiar composición, con objeto de disponer, una vez se hubieran formado, de un
compositor privado en sus propiedades rusas. Los esclavos disfrutaban en Italia de una vida
libre pero, al volver a Rusia, se reincorporaban al régimen jerárquico feudal, recibiendo
castigos físicos por las composiciones que no resultaban del agrado de sus dueños. El
esclavo-compositor más famoso fue Mijail Matinski, propiedad del conde Yaguzhinski. Músico
y poeta de gran talento, fue libretista de sus propias óperas (cosa poco habitual en aquella
época). Su ópera La casa de comercio de San Petersburgo llegó a ser estrenada por la troupe
del Teatro de la Corte.
Esta situación cambió paulatinamente a principios del XIX, cuando muchos de los esclavosartistas y de los esclavos-empresarios se hicieron más ricos que sus señores. Viviendo ya en
sus propios palacios en San Petersburgo, fueron capaces de abonar el precio de su libertad a
sus dueños y se convirtieron de ese modo en ciudadanos libres.
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Volviendo al objeto de nuestro ensayo, la partitura del arreglo para cornos de la ópera Henri
IV de Martín y Soler, realizado por Karl Lau, fue destruida durante la revolución bolchevique
de 1917. Seguramente nunca podremos recuperar este tesoro musical que demostraría la
afinidad de la música de Martín y Soler con los gustos musicales rusos. Únicamente
disponemos de un pequeño fragmento compuesto por Karl Lau para servir de introducción a
la música del maestro español, que nos permite hacer una idea sobre la enorme complejidad
que suponía la interpretación de partituras como la que aquí arriba hemos reproducido.
En 1788, después de un año de estancia en Rusia, Martín y Soler asistió al estreno de su
Boticario en Moscú y de Gli sposi in contrasto, ésta en San Petersburg. El año siguiente fue
especialmente rico en estrenos martinianos en San Petersburgo. Aparte de las ya famosa
Una cosa rara
(también en Moscú, a partir de 1795) y L'arbore di Diana (en Moscú, a partir de 1792), se
pusieron en escena dos nuevas óperas del valenciano compuestas durante su estancia en
Rusia.
La primera de ellas fue representada el 17 de abril de 1789 en el Teatro de la Corte, situado
en uno de los edificios adosados al Palacio Imperial (Palacio de Invierno) de San
Petersburgo. Estos edificios, destinados a alojar las colecciones de arte de la corona rusa, se
conocen bajo el nombre de El Hermitage. No hace falta decir que la aprobación personal de
la emperatriz era obligatoria para llevar a cabo cualquier proyecto en el citado recinto. La
propia soberana solía desplazarse a través de una larga fila de pasadizos paralelos al río
Neva y atravesar el Canal de Invierno por una galería escondida dentro de la bóveda que
enmarca su desembocadura en el Neva, para aparecer, a veces de incógnito, en las
representaciones teatrales. (Los amantes de la ópera se situarán fácilmente en el lugar:
debajo de la mencionada bóveda se suicida la joven condesa Liza de La dama de picas de
Chaikovski, un drama que coincide en el tiempo con los años de Martín y Soler en San
Petersburgo).
Para un sitio tan señalado, Martín y Soler compuso asimismo una ópera rusa llamada
Gore bogatyr Kosometovich. El libreto, que escribió la propia Catalina la Grande, le aseguró
una excelente acogida, aunque es muy probable que la escritora encontrara algún apoyo
literario en su secretario particular, A. V. Jrapovitsky, dado que el idioma ruso de su majestad
adolecía de ciertas carencias fundamentales. Gore bogatyr Kosometovich representó un
nuevo fenómeno en la historia de las ediciones musicales rusas: fue la primera ópera que se
editó en forma de Klavierauszug (arreglo para canto y piano), lo cual indica que debió de
tener bastante influencia sobre los gustos musicales de los aficionados a las soirées
musicales, tan de moda en los salones aristocráticos.
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También en 1789 estrenó Martín y Soler en San Petersburgo La capricciosa corretta, en la
que pudo entregarse de nuevo al estilo italiano.
Mientras tanto, su producción operística rusa ganaba cada vez más adeptos, incluso fuera
del escenario de la corte. Así ocurrió con la segunda ópera rusa martiniana, Fedul y sus hijos,
que contó con la colaboración tanto augusta como la del compositor ruso Vasili Fáshkevich.
El argumento pregona los inconmovibles principios morales de la sociedad feudal. El viudo
campesino Fedul se enamora de una dama noble y, al mismo tiempo, su hija Duñasha recibe
la oferta matrimonial de parte de un joven cortesano. La virtuosa esclava, Duñasha, declara a
su amante que los dos deben casarse con personas iguales y, ante tanta rectitud, el padre
también cambia de planes y vuelve a su vida de siempre. No cabe duda de que con este
argumento Catalina expresaba su opinión sobre los matrimonios morganáticos de la
aristocracia rusa. El caso más escandaloso lo constituyo la boda del conde Nikolái
Sheremetiev con su esclava, la famosísima actriz shakespeariana Praskovia KovalevaZhemchugova.
Fedul fue estrenado en San Petersburgo, para la corte, el día 17 de enero de 1791, en el
Teatro de El Hermitage; y para el pueblo, el día 19 de febrero del mismo año, esta vez en el
Teatro de Piedra, donde fue repetida hasta cuatro veces. Una vez estrenada en Moscú el 27
de diciembre de 1795, se representó allí, hasta el año 1799, un total de diecisiete veces.
Todo un éxito para aquella época, sin duda. En esta ópera el compositor intenta de nuevo
intuir lo que será la esencia de la incipiente música cuita rusa. A veces, se percibe en su
escritura una peculiar cojera armónica que, salvando las distancias, parece adelantar los
barbarismos del grupo de los cinco.
Aún más importante es que, para esta ópera, Martín creó la primera canción rusa conocida,
que sobrevivió tanto a él como a su ópera. Análoga a la lied alemana y a la chanson
francesa, la canción rusa (russkaiapesn) cultiva el espíritu musical nacional y, como tal,
augura la llegada de los nacionalismos musicales europeos.
Martín y Soler había detectado un gradual afrancesamiento de los gustos musicales RISOS
durante la última década del siglo XVIIL A la larga, este proceso, muy negativo para un
compositor considerado italiano, conduciría a la pérdida de todos los privilegios adquiridos,
incluido el puesto honorífico del consejero de la corte que ostentaba desde 1790. Consciente
del peligro, Martín trató de promover la puesta en escena de sus no muy abundantes obras
de estilo francés. El ballet trágico Didon abandonée fue estrenado en 1792 (Teatro de la
Corte) y posteriormente la ópera Annette et Lubin se presentó en el Teatro Francés de San
Petersburgo, en 1800. Posiblemente, esta ópera fue representada antes en Moscú, traducida
a la lengua rusa, pues desde 1788 hasta 1792 figura en el repertorio un espectáculo llamado
en ruso Añuta y Liubish, sin indicación del autor de la música. Por desgracia, no podemos
comprobar esta hipótesis debido a que los materiales de orquesta fueron destruidos en un
incendio.
Siguiendo la indicación de la emperatriz, estas traducciones al ruso ocupan un lugar cada vez
mayor en el repertorio de los teatros imperiales. La popularidad de Martín ganó con el
reestreno en el Teatro de la Corte, en 1798, de II barbero di buen core, traducido al ruso por
el poeta V. Maikov.
También ha dejado su huella el compositor español en el campo de la música sacra. Así, el
17 de junio de 1800, durante la consagración de la nueva iglesia católica de la orden de
Malta, se estrenó una cantata suya compuesta para la ocasión.
Fue precisamente en 1800 cuando, tras unos años de trabajo «por cuenta propia», el
compositor volvió a ocupar un cargo oficial. Ahora era el inspector de la compañía operística
italiana. Pero en 1804 esta compañía fue sustituida por la francesa y el compositor, que pese
a sus esfuerzos seguía siendo considerado especialista en el estilo italiano, fue destituido
definitivamente. En el mismo año perdió su puesto de profesor de la Escuela de Teatro en el
Instituto la Sociedad de las Señoritas Nobles. Durante los dos últimos años de su vida vivió
dando clases particulares y murió en San Petersburgo el 19 de febrero de 1806. El drama
personal del empobrecido compositor se agrava por la total ausencia de sus óperas en el
repertorio de los teatros imperiales desde 1801.
La historia de las óperas de Martín en Rusia acaba con la puesta en escena de su Buen
Lucas o Este es mi día, en diciembre de 1809. En 1893 Fedul y sus hijos fue reeditado para
conmemorar el centenario (con dos años de retraso) de una de las primeras óperas rusas. A
partir de entonces el nombre de Vicente Martín y Soler sólo aparece en los tratados históricos.
Un hecho aparte constituye la ya mencionada «canción rusa»En el pueblo de Pokrovskoe.
Doscientos años después de su aparición, esta nostálgica melodía, compuesta por el
kapelmeister
español de la corte de San Petersburgo, continúa formando parte del folklore más «auténtico»,
aquel que sólo se escucha en las recónditas aldeas rusas, alejadas de la civilización.
Los «cornos de tortura»
A diferencia de los «cornos rusos», las «trompas naturales» (occidentales) podían
tocar
pequeños fragmentos melódicos, especialmente en el registro agudo. De esta forma,
teniendo varios instrumentos afinados en distintos tonos, se cubría la escala cromática
completa. En cambio, los cornos rusos solo emitían un (!) único sonido. Para Completar las
cuatro octavas y media que tenían las orquestas de cornos se utilizaban varias decenas de
instrumentos (los de registro medio tenían un sonido tan débil que se empleaban dos
instrumentos tocando la misma nota). Por eso, los músicos debían demostrar una disciplina
extraordinaria para entrar con su «única» nota en el momento preciso. Esto explica por qué
las orquestas de cornos florecieron en la Rusia dieciochesca, cuando la esclavitud apenas
se veía amenazada por las primeras insurrecciones campesinas. El miedo al castigo (látigo)
por no entrar a tiempo estaba omnipresente a la hora de interpretar la música y así se
conseguía la exactitud en los rápidos pasajes de semicorcheas del fragmento que hemos
citado en este mismo ensayo.
Por su parte, la afinación constituía también un gran obstáculo para el perfecto
funcionamiento de este tipo de conjuntos. Las distorsiones se debían tanto a las causas
objetivas (por ejemplo, la temperatura) como a las circunstancias psicofísicas del propio
instrumentista. En un instrumento cromático moderno, el intérprete es capaz de controlar
este conjunto de factores y conseguir que el instrumento esté bien temperado; pero cuando
los músicos tocan un único sonido, es más difícil unificar el criterio y la orquesta puede
llegar a sonar desafinadamente, dado que las alteraciones individuales no están
correlacionadas entre sí.
En sus orígenes, los cornos eran de metal y fue, precisamente, el mencionado Karl Lau
quien propuso hacer los instrumentos de madera barnizada por dentro y cubierta de piel por
fuera. Estos cornos ya no tenían un timbre tan fuerte ni, a veces, tan estridente como los
metálicos y no servían para acompañar las reuniones al aire libre. En cambio, se podían
utilizar para hacer exóticos acompañamientos de las piezas teatrales. Así, el conjunto
adquirió el suficiente grado de refinamiento y de sonoridad camerística para convertirse en
una de las joyas del arte ruso. El colorido que se conseguía era muy llamativo: solamente
los sonidos naturales adornados por una «columna» de armónicos, muy favorecidos por la
propia estructura del corno, totalmente recta, sin curvaturas.
Estas orquestas alcanzaron su mayor difusión a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII.
En San Petersburgo existieron durante ese periodo al menos nueve orquestas de cornos,
en las que podían participar entre 90 y 115 músicos. Los terratenientes de las provincias
también deseaban poseer este símbolo de lujo y poder, pero se tenían que limitar a
conjuntos más modestos, de entre 30 a 40 músicos.
La tradición se extingue a lo largo del primer cuarto del siglo XIX, reflejando el declive
generalizado de la esclavitud y de las prácticas y formas culturales relacionadas con ella.
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