Una página de la guerra Civil Española

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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
PROLOGO
Sirvan estas palabras como emocionado homenaje a esos hombres que entregaron sus
vidas por una causa justa y que, tras más de medio siglo después continúan irredentos, sin que
el advenimiento de los nuevos Gobiernos sucesivos tras la transición democrática hayan paliado
en forma alguna las condiciones de vida de los herederos de aquellos héroes que entregaron sus
existencias por el Gobierno legalmente establecido.
Siguen habiendo en este país las famosas dos Españas; los que murieron o fueron
heridos del Régimen anterior eran gloriosos caídos por Dios y por España, o caballeros
mutilados con cuantiosas aportaciones económicas a sus familias y todo tipo de honores,
mientras que los del bando perdedor, o yacían muertos en cunetas o en ignoradas fosas
comunes, sin ningún tipo de reconocimiento para sus deudos y los heridos tuvieron que
malvivir, rechazados por las empresas y sin oportunidades para reiniciar una nueva vida.
Creo que ha llegado la hora de poner fin a estas diferencias, los vencedores,
(REBELDES), y los vencidos, (la REPÚBLICA), todos somos españoles, y por lo tanto
merecemos una igualdad de trato y que entre todos reconstruyamos esa añorada España
democrática que no dé prerrogativas a unos para quitárselas a los otros.
Los sucesos que narro a continuación son una transcripción literal de las notas
manuscritas por mi padre, Lino Oviaño Gutiérrez, en los casi dos años que duró su encierro,
herido, en un pequeño refugio excavado en una casa rural en Asturias, lugar en donde
ocurrieron los hechos.
Llega un momento en que se interrumpe la narración, puesto que de lo ocurrido a
continuación carezco de más datos, ya que no volví a ver a mi padre.
José María Oviaño Cuesta
Una página de la guerra Civil Española
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
UN SERVICIO ACCIDENTADO
Fue el día 25 de Septiembre de 1937. Las balas y los obuses de los
cañones fascistas perfilaban la silueta de las montañas que por el Norte dan
vista al histórico Santuario de Covadonga. Mi compañero Herminio y yo
habíamos salido aquella mañana a prestar un servicio al pueblo de Cigüeño
(Cangas de Onis), con el propósito de persuadir a un grupo de milicianos,
quienes, según nos habían informado, habían desertado de sus respectivas
unidades, y andaban huidos por aquellas montañas.
Bajo un sol abrasador, llegamos al pueblo de Sigüenco y allí hicimos la
comida del mediodía. Terminada esta, continuamos trepando monte arriba,
encaminándonos a la zona donde suponíamos que debían hallarse ocultos los
fugitivos, no sin antes despedirnos de algunas amistades que teníamos en el
pueblo.
Cerca de dos horas llevábamos escalando la pendiente cuando,
inesperadamente, nos vimos sorprendidos por un grupo de individuos que se
hallaban escondidos y parapetados tras un grupo de peñascos.Antes de que
nosotros les hubiéramos visto, y una vez nos tuvieron a una distancia de unos
treinta metros aproximadamente, nos atacaron con varias descargas seguidas de
fusilería. A mi compañero Herminio no le dio tiempo de repeler la agresión.
Cuando salió de su sorpresa producida por la primera descarga, se encontró sin
su fusil y manando abundante sangre por tres heridas. Tenía destrozado el
antebrazo, y tenía otros dos balazos, uno en la cara y otro en la cintura. Como
pudo, y bajo una lluvia de acero, salió arrastrándose monte abajo y, casi
desfallecido, logró ponerse a salvo de aquella agresión a mansalva. Yo pude
hacer dos disparos, e inmediatamente caí de bruces en el suelo, quedando al
azar protegido por un peñasco, sobre el que se estrellaban con violencia los
proyectiles. De mi muslo izquierdo salía un chorro de sangre. Una bala lo había
atravesado. Mi fusil estaba abandonado al alcance de mi mano. Yo, sin fuerzas,
oía y sentía los efectos de los disparos sobre las peñas que me escudaban.
Cuando los forajidos cesaron en el fuego, intenté incorporarme para
tratar de localizar a mi compañero Herminio, mas no me fue posible. Solo pude
arrastrarme unos metros hacia abajo. Falto de energías para proseguir, me
oculté un poco entre unos matojos de musgo, al lado de unas peñas que
talmente parecían parapetos. El sol centelleaba. Cara a él, en posición decúbito
supino, yo esperaba sereno que se cumpliera mi fatal sino.
Pocos minutos habían transcurrido cuando, en medio de mi dolor y
desesperación, sentí que mis agresores se acercaban a mi, acaso con el
propósito de rematarme.
-¡Alto, no te muevas! -me dijeron, al propio tiempo que cuatro o cinco
de ellos me encañonaban con el fusil y se iban agrupando en torno mío.
Bajo el sol que me hería, pude abrir los ojos y ver que aquel grupo de
hombres que me encañonaba deponía sus armas, compadeciéndose acaso del
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estado en que me hallaba, en medio de aquel gran charco de sangre. Me dijeron
unas palabras que apenas pude comprender ni contestar, y se conformaron con
despojarme de pistola y correaje, mas el reloj de pulsera de mi queridísima
esposa, que unos días antes había sido evacuada, y me lo había dejado como
recuerdo, rogándome que lo llevara puesto hasta que volviéramos a estar juntos.
Hablé lo que pude con aquellos hombres que huían de los frentes porque
no tenían valor para luchar con el enemigo, y se venían a la retaguardia a
hacerlo contra sus propios compañeros. Les pedí que me bajaran al camino,
para que alguien que pasara por allí me recogiera y me trasladara al pueblo
inmediato. De momento, algunos vacilaron, pero de pronto uno de ellos ordenó:
-¡Dejadlo ahí, que ese ya tiene bastante para sí! ¡Vamos! ¿Donde está tu
compañero? -me preguntó otro.
-Por ahí lo encontraréis muerto o vivo -contesté a media voz.
Sin más palabras salieron en busca de Herminio.
Apenas se sintió herido, como queda dicho, mi compañero se echó a rodar
monte abajo, abriéndose paso entre las malezas, hasta que logró esquivarse de
una segunda agresión de aquellos malvados. Cuando le pareció que estaba
seguro, con su mano izquierda se desgarró la camisa, y con ella hizo vendajes
para estancar la sangre de la muñeca derecha, que tenía destrozada por los
efectos de un balazo. Ya repuesto con el estancamiento de su sangre, corrió
hacia el pueblo de Sigüenco. Antes de llegar a él sufrió varios desfallecimientos
y, por fin, un joven que por allí pasaba a la sazón, le auxilió y le acompañó al
pueblo. Ya en él, Herminio fue debidamente atendido por aquellos vecinos, a
quienes rogó que subiesen a buscarme, indicándoles el lugar donde debían
encontrarme.
Por unos vecinos de Sigüenco, y en una camilla improvisada de una
escalera, Herminio fue cuidadosamente conducido al Hospital de Cangas de
Onís; mientras, otros subían en mi busca.
Cuando esto ocurría, yo me sentía desfallecer en medio de un mar de
sangre. El sol iba en declive, y a medida que sus fulgores desaparecían, mi
cuerpo se iba quedando helado y exánime, por lo que yo presentía que, si no
había quien acudiese pronto en mi socorro, pocas serían las horas que me
quedarían para contar mi vida. Insensible en mi dolor y en mi desgracia, sentía
así como una dulzura infinita que invadía todo mi ser, y ni por un momento se
me ocurrió pronunciar una blasfemia o una maldición contra los autores de mi
desventura.
Así pasaron varias horas. La noche iba tendiendo su manto, y el rocío
empezaba a hacer sentir sus efectos en mis carnes, penetrando hasta los huesos.
Me helaba. Me sentía morir sin ningún socorro. De pronto sentí ruido de voces
que subían de unos matorrales que había en mis proximidades. Hice un esfuerzo
sobrehumano, y proferí un sonido gutural, que fue oído por los que me
buscaban. Pronto los tuve a mi lado, y experimenté una alegría inenarrable. Con
frases cariñosas y extremando sus cuidados, me cambiaron de sitio y taponaron
con dos pañuelos mi herida, que aún continuaba manando sangre. No sé cuantos
eran los que acudieron en mi auxilio, pues en aquel momento yo no podía abrir
los ojos, a pesar de que me esforzaba en conseguirlo.
Mientras unos se quedaban a mi lado intentando inútilmente
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reanimarme, otros bajaron a unos prados, regresando prontamente con hierbas y
"felechos". Me incorporaron un poco, con el propósito de que me sentara, pero
yo hice unos movimientos negativos, y por señas les expliqué que me
encontraba mas a gusto acostado. Obedecieron. Me pusieron en la boca un
pitillo encendido indicándome que fumase. Luego que lo hube hecho, me
limpiaron la cara y las manos que tenía cubiertas de una capa terrosa y
sanguinolenta. Hecha que fue esta operación, me acomodaron en la camilla que
acababan de improvisar, y cuando se disponían a efectuar mi evacuación, se
presentó un segundo grupo compuesto de mujeres, (no sé si jóvenes o viejas)
quienes, después de mirarme y acomodarme mejor en el improvisado transporte
sanitario, pidieron a los hombres les concediesen a ellas el honor de
transportarme a sus hombros hasta el pueblo. Este honor les fue denegado,
apoyándose en la tesis de los múltiples accidentes del terreno y la poca
visibilidad de la noche. Sin embargo les prometieron que, en cuanto me bajaran
hasta el camino real, ellas me conducirían hasta el pueblo.
Echaron sobre mí todas las chaquetas que hombres y mujeres llevaban
puestas, y partió la comitiva monte abajo, no sin grandes dificultades ya que,
mientras unos portaban a sus hombros la camilla, otros la iban sujetando por los
lados para que yo no me cayera. Así de incómodos marcharon un buen rato. Por
fin la comitiva se detuvo, y percibí que al efecto nos hallábamos en el camino
real, donde se efectuó el primer cambio de personal. Son mujeres las que ahora
me transportan bajo la protección de sus delicados cuidados. La comitiva
marcha lentamente y yo siento una ligera reacción.
El camino era escabroso, y la marcha se hacía con bastante dificultad.
No së los cambios habidos entre el personal encargado de mi custodia. Durante
la marcha oí que uno de los hombres sentenciaba:
-Ahora vosotros le bajaréis hasta el pueblo.
Luego me quedé dormido hasta que llegamos a las inmediaciones del
pueblo, donde salieron a nuestro paso varios vecinos que me ofrecieron tazas
humeantes de te y café con anís. Aquello parecía una procesión. Unos vecinos
portaban velas y carburos encendidos, otros mantas, dos traían bancos sobre los
que fue depositada la camilla. Por un momento, estuve hablador y jovial ante
aquel grupo de vecinos entre los que predominaban las mujeres.
Contestaba a cuantas preguntas me hacían, y con una leve sonrisa en los
labios, reclamé que dejasen ponerse a mi lado a dos muchachas jóvenes, que
pugnaban por abrirse paso para darme café con anís.
-Dejad acercarse a esas dos chicas tan simpáticas que traen la botella y
el café.
Pronto estuvieron a mi lado. Pedí el licor, pero me fue denegada la
botella. No así
un poco entre el café -dijeron-.. Me incorporaron en un camastro y me
administraron varios sorbos de café y manzanilla.
Rec+onocí a aquellas dos muchachas y a otra más que logró romper el
cinturón que me daba escolta. Horas antes habíamos estado hablando todos muy
contentos. Ahora me contemplaban tristes y apesadumbrados, al tiempo que me
ponían unas mantas de cama por los hombros.
-Donde está Herminio? ¿Está muy grave? -pregunté.
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-Ya lo han llevado al Hospital. Está bastante mal -me contestaron.
-Bueno, dejad de hablar con el herido, que está muy fatigado y hay que
meterlo en la cama -dijo un viejo.
-Pues lo llevaremos a mi casa, que ya tiene la cama preparada -repuso
una de las chicas que me había colocado las mantas. Una mujer dijo:
-Quitadle ésas chaquetas que le habéis puesto de forro, que están
empapadas de sangre y le darán mucho frío.
Me arroparon bien, y la comitiva se puso en marcha, parando momentos
después frente a una casa. Cuando se disponían a introducirme al interior yo ya
no hablaba, y presentía que volvía a atacarme un nuevo desfallecimiento, mas
no llegué a perder el sentido totalmente. En aquel mismo momento, sudorosos y
jadeantes, se presentaron allí dos Agentes de mi Departamento, quienes
manifestaron que tras ellos venía un grupo de compañeros con una camilla, para
trasladarme al Hospital.
Me miraron, y al comprobar el estado en que me hallaba, se negaron
cortésmente a aceptar el ofrecimiento de aquellos vecinos:
-No se le puede dejar aquí, lleva muchas horas perdiendo sangre, y está
muy abatido. Vayamos con esta camilla hasta donde encontremos la otra, y así
ganaremos un tiempo precioso que nos puede hacer falta.
Así se hizo. Los vecinos nos acompañaron hasta el lugar donde
encontramos a los que venían a buscarme, continuando algunos hasta el
Hospital Militar de Cangas de Onís, en el que hicimos nuestra entrada minutos
después de las once de la noche.
Sin retirarme de mi camilla, me fue hecha la primera cura, durante la
cual interesé al personal sanitario que me comunicasen el estado de mi
compañero Herminio. Allí estaban presenciando la cura el Inspector de
Seguridad Rural, camarada Faustino Fernández (mi jefe inmediato), y la casi
totalidad de Agentes a mis órdenes.
Terminada la cura, pronto fui acomodado en una amplia sala, ocupando
una cama al lado de mi compañero. Ambos pasamos la noche mirándonos el
uno al otro, sin que durante toda ella tuviéramos un momento de lucidez que
nos permitiera hablarnos. A mi me habían recomendado que no hablase nada,
porque estaba muy decaído, pero también me habían asegurado que no tendría
novedad. La herida era grande y profunda, pero no había interesado el hueso, y
si no se presentaba una infección, mi cura sería cosa de tres o cuatro meses.
Aquella noche no pudimos conciliar el sueño. A mi me fueron puestas tres
inyecciones de distintas clases. Las enfermeras no se retiraron ni un momento
de nuestro lado. Al amanecer fueron relevadas. Yo me quedé dormido por
espacio de unas horas. Mi compañero no pudo hacerlo durante muchos días y
muchas noches. Sus dolores eran agudos, constantes e intensos.
Aunque no era día señalado para las visitas, es lo cierto que acudieron a
nuestro lado gran cantidad de compañeros y amistades particulares. Los
médicos nos rogaron que procuráramos hablar lo menos posible, ya que nuestro
estado era tremendamente débil. La recomendación era innecesaria. Las visitas
de aquel día, aunque nos producían mucha alegría y las agradecíamos en cuanto
valían, nos causaban atolondramiento, y hubiésemos preferido que nos dejaran
solos. Al día siguiente aumentó el número de nuestros visitantes. Yo tenía
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menos dolores y estaba sereno y jovial. Hablé bastante y, si se quiere, con más
humor que otras veces. Estaba muy animado, me reía y bromeaba con nuestros
visitantes, para que saliesen bien impresión dos respecto a nuestro estado. Mi
compañero seguía con fuertes dolores.
Dos días llevábamos hospitalizados en lo que antes había sido Instituto
de Segunda Enseñanza. Al tercero, que amaneció radiante de luz y de sol, como
todos los anteriores, la aviación fascista bombardeó la villa de Cangas y sus
alrededores. Próximas al Hospital cayeron varias bombas, sin causar víctimas ni
daños. Los avances de las tropas fascistas se sucedían diariamente, y estaban a
escasos kilómetros de la población. Por eso aquel día, inopinadamente, llegó la
orden de evacuar el establecimiento sanitario.
Fuimos trasladados a Arriondas. Yo lo hice en una ambulancia donde,
pese a sus comodidades y buen estado general, el viaje me resultó
excesivamente incómodo y molesto. Herminio debía ser evacuado en la misma
ambulancia que yo, pero cuando se disponía a tomarla sufrió un síncope que le
retuvo en Cangas dos horas más, durante las cuales recibió las visitas de
Carmela y Ernestina, ambas novias suyas que, celosas, se lo disputaban
deshaciéndose en atenciones con él.
Cuando se hubo encontrado aliviado, el coche al servicio de nuestro
destacamento fue a buscarle para conducirle a mi lado. Ernestina tomó el coche
y ocupó una plaza junto a el, para acompañarle hasta Arriondas. En el mismo
instante en que el vehículo se ponía en marcha, se presentó allí Carmela, quien,
al parecer, algo ruborizada por lo que veía, le entregó una carta a Herminio. Las
dos jóvenes se conocían y se odiaban.
-¿De quién es ésta carta? -preguntó Herminio a Sierra, al mismo tiempo
que se la entregaba para que la leyese.
Mientras Sierra abría la misiva, y en un descuido de Ernestina,
Herminio le hizo señas a aquel que, desde luego, eran innecesarias. Nuestro
buen compañero y querido amigo Fernando Sierra, era sagaz y tenía una gran
visión de cuanto le rodeaba. Por eso, en aquel momento, se puso
inmediatamente a la altura de las circunstancias, para salir airoso en una escena
en la que le era asignado el más importante papel. Se ingenió un truco que tuvo
feliz resultado sin necesidad de emplearse a fondo. La audacia y la inteligencia
de Sierra no podían ser melladas por la desconfianza de Ernestina, quién se
quedó en la cuenta de que la carta era de un amigo de Herminio, que se
interesaba por su salud.
Poco después de mediodía, Herminio quedaba instalado en una cama al
lado de la que yo ocupaba en el Hospital Militar de La Gatera (Arriondas). Nos
sirvieron la comida. Ernestina comió allí, con nosotros, y apenas habíamos
terminado este menester cuando un grupo de aviones fascistas apareció sobre el
cielo de Arriondas, arrojando sobre la zona urbanizada gran cantidad de
proyectiles de grueso calibre, al parecer sin objetivo determinado, y con el sólo
propósito de causar pánico entre la población civil.
Antes de narrar los efectos de este bombardeo, volvamos a Cangas para
consignar los nombres de algunas personas que en su visita nos ofrecieron
cuanto necesitásemos y tuviesen a su alcance. Unos nos ofrecieron huevos,
leche, manteca y toda clase de alimentos. Carmela recomendó mucho a
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Herminio que no pasase necesidad de nada. Ni de alimentos, ni de ninguna
clase de medicamento. ¡Allí estaba ella para todo!. María Teresa, la telefonista,
su hermana "Miluca"; una chica maestra, muy amiga de estas, y dos jóvenes de
Tornín, que eran hermanas, casada una y soltera la otra, cuyos nombres siento
mucho no recordar en este momento, fueron quienes primero acudieron a
nuestro lado, ofreciéndonos palabras de consuelo, y cuanto nos fuese preciso en
el Hospital. También vimos allí a muchos amigos y compañeros. El mismo día
que ingresamos en el Hospital, recibimos la visita de dos vecinos míos de las
Juventudes Socialistas de Muros, camaradas Jesús y Filiberto Varela, que
habían sido heridos de poca importancia aquella misma tarde.
Al día siguiente Hermino recibió la visita de sus hermanos Paulino y
Emilio y la de un vecino llamado Agustín, quien nos dejó una botella de coñac.
Este compañero nos hizo varias visitas. El Inspector, nuestro Inspector, nos
visitaba por la mañana y por la tarde, y los Agentes de nuestro destacamento
estaban, cuando unos, cuando otros, constantemente a nuestro lado. Médicos,
sanitarios y enfermeras rivalizaban por atendernos y nos ofrecían,
singularmente, su concurso personal. Los camaradas de las organizaciones
locales hicieron lo propio. consignemos para todos ellos nuestro profundo
agradecimiento
También queremos destacar la solidaridad y el afecto con el que fuimos tratados
por todos los habitantes de las distintas poblaciones por las que tuvimos que
pasar, en nuestro deambular por las sangrantes tierras asturianas, hasta
conseguir una hospitalización más o menos estable para curar nuestras heridas.
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ERNESTINA, INMUTABLE Y SERENA
Hemos dicho que Arriondas, apenas nosotros ingresamos en el Hospital,
sufrió un furioso bombardeo. Gran número de proyectiles cayeron con gran
estrépito muy próximos al edificio donde habíamos sido instalados. Los
estampidos atronaban el espacio, y el edificio se tambaleaba y estremecía como
las hojas de un árbol azotadas por el viento. Los heridos, alocados y presa de
gran pánico, buscaban refugio, unos debajo de las camas y otros al abrigo de
cualquier rincón de la casa. Las enfermeras, llenas de espanto, huían dando
gritos hacia los sótanos. El personal sanitario masculino corrió a refugiarse en
una alcantarilla. Solo Ernestina, inmutable y serena, permaneció a nuestro lado
como una heroína desafiando a la muerte, sin salir de nuestra sala. Esta joven
valiente y decidida, corría de un lado a otro cerrando puertas y balcones, que
nuevas explosiones abrían con gran crujido de maderas y vidrios, que se
deshacían en añicos sobre el piso de la sala.
Como la casi totalidad de las camas habían sido abandonadas por sus
ocupantes, Ernestina echó sobre nosotros hasta cinco colchones por barba, para
protegernos en lo posible de la brutal e inesperada agresión. Lo mismo hizo con
otros que, al igual que nosotros, no pudieron abandonar su lecho. Luego corrió
a ponerse al lado de la cama de Herminio, y sin preservarse de nada, allí esperó,
dándonos ánimos, el final de la agresión, que duró unos quince minutos.
Durante el ataque, y debajo de mi carga de colchones, oía la voz de Ernestina
que nos alentaba diciendo:
-No tengáis miedo, que no os ocurrirá nada. Las bombas caen lejos y no
nos alcanzarán. No saquéis la cabeza. Los aviones ya se alejan..., ya cesa el
bombardeo, ya no caen mas bombas. ¡Animo, camaradas!
Cuando Ernestina retiró los colchones que nos habían servido de
refugio, el pabellón se hallaba cubierto de astillas, vidrios y cal. Una densa
cortina de humo y polvo ennegrecido flotaba por la estancia. Algunas de las
puertas y balcones habían sido desmontadas por los efectos del bombardeo, y se
respiraba una atmósfera asfixiante. Allí no hubo víctimas. Posteriormente
supimos que en la calle tampoco las había habido.
Los enfermeros corrieron apresurados a ver si nos había ocurrido algo,
comentando las escenas novelescas de aquel feroz bombardeo.
El sol, sin el obstáculo de las marcaciones, entraba de lleno en nuestro
pabellón. Rígido, sn moverme en mi lecho, yo lo recibía en mi rostro como una
caricia suave y alentadora. Finalizó aquel día sin más inconvenientes ni
molestias que las que recibimos al practicarnos la cura.
El médico de "La Gotera" era un santanderino interesante y cariñoso.
Nos dijo que nuestras heridas iban muy bien y que, salvo complicaciones
imprevistas, no habría amputación en ninguno de los dos casos.
Este hombre tenía un miedo espantoso a la aviación. Nos contó que en
cuanto oía el ruido de los motores, perdía el control sobre sí mismo, y marchaba
alocado hasta donde encontrase un refugio. A veces cruzaba aturdido las zonas
que eran objeto de bombardeos aéreos. No podía estarse quieto mientras no se
considerase seguro.
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Al siguiente día, apenas nos hicieron la cura, llegó la orden de evacuar
el Hospital. Se puso todo el personal en movimiento. Los heridos iban saliendo
en ambulancias, y al mediodía se apilaban ya en el jardín grandes montones de
colchones y camas. El coche de nuestro destacamento vino a buscarnos para
trasladarnos a Infiesto. Ernestina y Sierra recogieron nuestro menguado
equipaje y lo depositaron en el coche. Nosotros comimos tranquilamente.
Ernestina, Sierra y Pedro, el chófer, habían comido en Cangas. Habíamos
pedido nuestro coche porque nos parecía mas cómodo que la ambulancia, pero
Ernestina quería acompañarme y, en ese caso, desaparecían las comodidades,
puesto que yo solo, que tenía que ir tumbado a la larga, ocuparía toda la parte
trasera. Todo se arregló, y nos acomodamos lo mejor que pudimos Estábamos
dispuestos para la marcha. Solo faltaba que nos entregasen las fichas de traslado
que ya se estaban cubriendo, pero inopinadamente se oyó el ruido de los
motores de la aviación, y el médico santanderino, que era el director del
Hospital, apenas percibió el ruido lejano de los aviones, puso pies en polvorosa,
huyendo a campo través, y nuestras fichas quedaron sin cubrir y sin firmar.
Cuando vimos que los aviones se aproximaban, como no era cosa de esperarlos
allí, en el centro de la carretera, Pedro pisó el acelerador del coche, y éste partió
raudo camino de Infiesto. Yo hice el viaje muy a gusto tumbado sobre un
colchón.
Durante el camino fuimos perseguidos varias veces por los aviones
fascistas. El chófer, de trecho en trecho se detenía, y oteaba el horizonte. Con
éstas precauciones llegamos a Infiesto, en cuyo Hospital nos detuvimos a
preguntar si teníamos plaza. Eramos dos heridos indocumentados, y pronto
salió el Director, quien me conocía personalmente.
-Siento mucho que no tengáis camas aquí -me dijo el camarada Zamora. Debéis tenerlas en Pola de Siero. Marcháos ya, que creo que viene la aviación.
Salimos de Infiesto, y nos detuvimos en el paso a nivel de Pintueles,
para rogarle al marido de la guardesa que pasase aviso a mis familiares en éste
pueblo comunicándoles que yo estaba bien, y que marchaba para el Hospital de
Pola de Siero.
Cuando el coche se ponía en marcha, llegaron a nuestros oído vario
estruendos de explosiones. La aviación fascista estaba bombardeando Infiesto.
Llegamos a Pola de Siero, y allí fuimos admitidos en el Hospital. Pronto nos
acomodaron en una misma sala y en dos camas juntas. Eramos inseparables.
Los Agentes de Arriondas nos habían regalado un litro de granadina, y apenas
entramos en éste establecimiento, pedimos a las enfermeras que nos sirviesen
un refresco. Hacía mucho calor, y veníamos algo mareados del viaje.
Convidamos a nuestros vecinos de cama, y les preguntamos si la aviación hacía
muchas "hazañas" por allí. Nos contestaron que en Pola de Siero nunca habían
bombardeado.
Ernestina se despidió de nosotros. Aprovechando una ambulancia que
iba con unos heridos para Sama. Ella se iba para Laviana, y volvería a vernos
dentro de unos días. ¡Salud, camarada!
Apenas tomamos posesión de nuestras camas, o sea, una media hora
después de nuestra entrada en el Hospital, la aviación hizo su aparición sobre la
villa. Allí nadie se movió de su sitio. En Pola de Siero nunca bombardeaban los
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aviones enemigos. ¿Eramos nosotros?, ¿era nuestro sino que nos traía de
peregrinación, huyendo de unos Hospitales y entrando en otros en busca de
bombardeos? No lo sabemos, pero lo cierto es que la aviación fascista, que allí
nunca bombardeaba, aquella misma tarde nos dejó su tarjeta. Varias bombas
hicieron explosión en la villa, matando a una mujer fascista, e hiriendo a otras
dos.
Pasamos la noche con una relativa tranquilidad. A la mañana siguiente,
Herminio se despertó con muchos dolores. Nos hizo la cura un médico que nos
auscultó muy bien. No le gustó mucho el estado de nuestras heridas, y de
momento dispuso que Herminio debía ser trasladado al hospital de Sama
aquella misma tarde. Íbamos a separarnos, y aquella medida nos entristeció un
poco. Estábamos contrariados; sobre todo yo, que después de oír las
manifestaciones del médico, temí que el bisturí entrase en funciones en el brazo
de mi compañero.
Aquella misma tarde, Pola de Siero sufrió un nuevo y terrible
bombardeo. Varios edificios quedaron totalmente destruidos. El Hospital,
aunque directamente no fue alcanzado por ningún proyectil, no por eso se libró
de los efectos de las explosiones cercanas. El personal sanitario y los heridos
menos graves, corrieron hacia los refugios. Mi compañero y yo, en unión de
otros heridos graves, aguantamos allí el chaparrón. Del techo raso caían grandes
pedazos de cal. Los cristales de los grandes ventanales se hacían pedazos contra
el suelo. Nuestras camas se movían al compás de las explosiones. Un médico
recorría las salas, recomendando tranquilidad. Algunos heridos gritaban,
pidiendo auxilio. Tan próximos caían los proyectiles, que sus estampidos eran
ensordecedores. Aquello parecía una escena dantesca: ruidos horripilantes,
golpes, gritos de angustia, ayes de dolor, heridos que se arrastran por los
pasillos, o se esconden bajo las camas... Desconcierto, pánico, miedo. Esta era
la estampa del Hospital durante unos doce minutos que duró la agresión. En la
calle hubo algunas víctimas. Pola de Siero sentía sobre sus carnes el bautismo
liberador del fascismo.
Llegó la hora de la partida de mi compañero. En unión de otros, fue
colocado en la ambulancia, después de habernos despedido. Yo estaba
intranquilo, o mas bien desconfiado. Me contaban que al Hospital de Sama solo
iban los casos graves. Procuraba animar a mi compañero, diciéndole que yo
haría lo posible para que volviesen a juntarnos.
Sentí marchar la ambulancia, y tuve un recuerdo piadoso para todos los
camaradas que eran trasladados en ella. Una enfermera contaba chistes y
cuentos a los heridos, sentada en una cama vacía y, de vez en vez, miraba el
techo raso y se ponía muy seria, lanzando anatemas contra el fascismo. Otra
enfermera se sentó a su lado y, momentos después, entre las dos cambiaron la
ropa de varias camas vacantes.
El médico director viene a mi lado, y ordena a las enfermeras preferidas
que me quiten las vendas. Lo hacen, y quedan a mi lado mientras él me observa
detenidamente.
-Mejor es que usted se vaya hoy mismo a Sama. No sé si será preciso
hacerle una pequeña tntervención. Como es natural, me asusté, pero pronto me
apaciguó, o pretendió apaciguame, con estas palabras:
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-No se alarme usted, porque esto no es nada. El aspecto general de la
herida es muy bueno, pero el orificio de entrada ha cerrado prematuramente, y
temo que se haya depositado allí alguna suciedad, que puede producir una
infección.
Mis temores aumentaron. Hasta entonces nadie había visto el orificio de
entrada, que se cerró y curó el solo. El tiro me había atravesado el muslo de
atrás adelante, y a mi solo me habían curado un gran boquete que se abría en la
parte delantera. La entrada nadie la había cerrado. Ni yo mismo había sentido
sus molestias.
Cuando llegó la hora de la partida, dos camillas me transportaron a la
ambulancia que esperaba a la puerta. Algunos heridos menos graves salieron a
despedirnos. Como recuerdo les entregué la botella de coñac que nos había
regalado en Cangas de Onís el hermano de Herminio, Agustín, y que aún se
conservaba intacta.
-¡Esto es gloria! -me dijeron.
El motor empezó su trepidación, y unos brazos me pusieron en alto.
¡Que os curéis pronto; ¡Salud, compañeros!
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DE SIERO A SAMA
Cuando la ambulancia se puso en marcha era ya noche y llovía
torrencialmente. Relámpagos y truenos se sucedían a cortos intervalos, y la
tempestad arreciaba. En el vehículo entraba agua y frío. Un herido pidió que le
cambiasen de sitio. La ambulancia se detuvo, y oímos truenos horrísonos. En
muchos sitios de la carretera había inundaciones. Con mucha precaución,
llegamos hasta Gargantada, donde nos dijeron que el tiempo había amainado.
Desde este pueblo hasta La Felguera bajamos a paso muy lento. La
lluvia había arrastrado tierras hacia el camino, y el transporte patinaba. Los
herido íbamos incómodos e impacientes. Después de dos horas y media de
camino, llegamos al Hospital de Sama de Langreo a las diez de la noche.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
ENTRE RISAS Y LLANTOS
Mi compañero y yo volvíamos a estar bajo el mismo techo. Hasta la
semana siguiente no se enteró de mi llegada. A el le habían instalado en la
galería, y a mi en un pasillo interior.
-Esto lo arreglaremos -dije yo-, no tardaremos en volver a estar juntos,
El Hospital estaba abarrotado de heridos, casi todos graves. Galerías,
pasillos y rincones, estaban materialmente cubiertos de camas. Hasta debajo de
las escaleras estaban instaladas. Unos heridos lloraban y otros se reían; aquellos
cantaban canciones de la infancia en sus horas de nostalgia; mas allá, una
enfermera lee un libro entre dos soldados, que tenían, el uno un brazo
amputado, y el otro su brazo derecho en cabestrillo. Los tres reían al finalizar
los párrafos del libro.
Aquella primera noche recibí algunas visitas del personal sanitario del
establecimiento, en el que yo contaba con buenas amistades. Una de las
primeras visitas fue la de mi inseparable amigo Emilio Motas, vecino mío de
Muros de Nalón, que hacía varios meses se hallaba herido en Sama, y a quién
yo había hecho reiteradas visitas. Antes de que me hubiesen retirado de la
camilla para meterme en la cama, corrió a abrazarme y besarme, llorando
emocionado.
-Este Emilín es una criatura -decía yo a los presentes.
Los médicos acudieron muy temprano en visita oficial. Me miraron bien, y
pusieron gestos dudosos. -Has tenido suerte -me dijeron-. Por un milímetro
justo la bala no raspó la vena femoral. Si te la hubiese alcanzado, te hubieses
quedado en el sitio. A pesar de todo, el caso es grave; pero estamos a tiempo
para atajar cualquier complicación que se presentase. No te alarmes ni te
inquietes lo mas mínimo, que no tendrás novedad.
La verdad que yo no quedé muy contento, y en cuanto tenía ocasión
para ello, preguntaba a mis amigos sobre el parecer de los médicos. Todos me
tranquilizaban, pero el hecho de que en las primeras cuarenta y ocho horas me
hubiesen mirado cinco veces, me escamaba demasiado, y fingía una
tranquilidad que, desde luego, no tenía.
Mi compañero y yo pronto nos vimos juntos, instalados en un pabellón
con dos camas. Pasados los cuatro primeros días, el peligro había desaparecido.
Yo estaba mas contento. Herminio seguía soportando frecuentes y agudos
dolores, que no le permitían ni un momento de reposo.
En nuestro pabellón, las visitas eran continuas. "Emilín" no se separaba
ni un momento de nuestro lado. Con su humorismo peculiar, nos hacía pasar
horas que nos eran en extremo agradables. Los familiares de Herminio venían a
vernos con reiterada frecuencia. Nos llevaban leche, frutas, repostería y carnes
empanadas y huevos. Nuestros amigos nos proporcionaban botellas de licor y
refrescos. De todo teníamos en nuestro pabellón, y no faltó quién, en una frase
muy gráfica, dijo que aquello parecía una cooperativa, con sus anaqueles
repletos.
Teníamos algunas visitas habituales, que no se marchaban hasta que no
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
hubiesen tomado su vaso de cerveza, o su copita de coñac. De este último licor,
se consumieron allí varias botellas, sin que ni mi compañero ni yo lo
hubiésemos probado. Nosotros, cuando sentíamos sed, bebíamos Jerez o
cerveza.
Como queda dicho, entre el personal del establecimiento contábamos
con muy buenas amistades, a las que hay que agregar otras nuevas que fuimos
adquiriendo. Entre estas, figuran Iluminada y Jesusa, amén de algunos otros
heridos y empleados. Nieves y Vicentina eran nuestras enfermeras. Ambas eran
cariñosas, trabajadoras y honestas; ambas eran camaradas.
Iluminada era la encargada de la limpieza, y nuestro pabellón se
conservaba siempre inmaculado. Esta camarada, menudita de cuerpo, era por
demás ingeniosa para entretenernos, contándonos cuentos y chascarrillos
picantes. Cultivaba este género con extraordinaria habilidad.
Jesusa, enfermera de la sala de Azaña, nos hacía varias visitas durante
su jornada. A la entrada y salida de su guardia eran seguras sus visitas, lo
mismo de día, que cuando hacía servicio nocturno. Esta Jesusa era bonita,
elegante; parecía ingenua y feliz. Era amante de las frivolidades. A veces se
ponía en jarras, movía la cabeza con donaire, y nos cantaba tangos,
fandanguillos y bailaba con taconeo. Era célebre y simpática. En un teatro de
variedades desempeñaría un papel importante. Siempre la recordaremos con
admiración y simpatía.
Nuestra enfermera, Nieves, también joven y hermosa, era muy
aplomada y formalita. Compartía con nosotros casi todas las horas que tenía
libres. Nuestras conversaciones se desarrollaban siempre en un tono serio de
amistad y camaradería. Le dolían nuestras propias heridas. Era buena y
cariñosa.
Vicentina, muy buena camarada, estaba constantemente atenta a sus
obligaciones para con nosotros. Se lamentaba de que las monjas tuviesen
mando en el Hospital, acusándolas de enemigas de los soldados del pueblo
Todas estas camaradas tomaban de nuestra despensa todo cuanto se les
antojase. Tenían para ello nuestro permiso, mas no eran egoístas, sino prudentes
y moderadas.
Nati y su compañera eran lavanderas del establecimiento y, todos los
días, a la hora de la comida, nos hacían sus visitas. Yo tenía amistad de tiempo
con Nati y su familia; por eso nos tratábamos con relativa familiaridad y, en
cuanto llegamos al Hospital, se ofreció espontáneamente para cuanto ella y su
familia nos pudieran ser útiles. Nati fue mi lavandera desinteresada. Ella y su
compañera, cuyo nombre siento no recordar, charlaban con nosotros
amistosamente sobre los incidentes de la guerra; ambas eran muy pesimistas, y
me decían que acudían a mi lado para que las animase. Bebían sendas copas de
Jerez y cerveza, y salían de nuestro pabellón con las mejillas sonrosadas,
canturreando. Iluminada, al abrir un día nuestra despensa, se encontró con una
sorpresa que hasta entonces yo había ocultado en el fondo de mi maletín.
-¿Que es esto?
-Un fraile tallado, ¿no lo ves?
En efecto, aquello era una obra de arte magníficamente construida,
representando un fraile capuchino. El genio del artista había hecho de su obra
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
una imitación maravillosa, encerrando entre sus perfiles una burlona sorpresa. ¿Me permites cogerlo? -me preguntó,
-¿Como no?, eres muy dueña, mujer.
-¡Que "guapín" ye! -dijo, al mismo tiempo que lo tomaba en sus manos.
Mas, apenas lo tuvo suspendido en el aire, se desprendió hacia el suelo una
chapita que estaba herméticamente cerrada, e imitaba los manteos del lego,
quien le mostraba, erecta, su arrogante condición de macho. El susto y la
sorpresa pronto se convirtieron en agudos chillidos y sonoras carcajadas, que
atrajeron a nuestro pabellón a gran número de heridos, empleados y enfermeras.
Según iban llegando, unos y otros caían en el anzuelo, y se hacían comentarios
maliciosos, entre grandes risas.
El fraile se fue haciendo popular, y poco a poco iba recorriendo todas
las dependencias del establecimiento.
Jesusa, a la sazón, prestaba servicio nocturno. Aun no había oscurecido,
cuando recibimos su primera y cotidiana visita. Le presentamos al fraile, y se
tragó el anzuelo como una pava. Pegó un gran chillido, y se dejó caer sobre mi
cama con el fraile entre las manos. Repuesta de su primera impresión, examinó
bien la talla, y se revolcó sobre el lecho, en el que me hallaba yo, y empezó a
lanzar carcajadas estrepitosas. En los pasillos había cuchicheo, y esperaban la
salida de Jesusa. Esta salió canturreando, y sin detenerse a hablar con nadie, se
dirigió a su pabellón. A la mañana siguiente, cuando salía de servicio, volvió a
nuestro pabellón y me propinó un ligero estirón de orejas.
Los días iban transcurriendo, con gran mejoramiento de nuestras
heridas; pero los dolores de mi compañero no habían desaparecido. Yo me
sentaba en la cama para comer o para leer libros o periódicos. Los aviones
cruzaban raudos el cielo de Sama, sin hacerla objeto de sus agresiones.
Nuestros soldados seguían retrocediendo en los frentes de Asturias. En la
población civil se acusaba un fuerte nerviosismo. Algunos elementos de
responsabilidad eran detenidos cuando pretendían huir, y otros conseguían
hacerse a la mar, burlando la vigilancia de puertos y costas. En los corrillos se
rumoreaba con acentuado pesimismo. Si no llegaban inmediatamente refuerzos,
Asturias estaba perdida. "¡Armas! ¡Que nos manden armas!". Este era el clamor
popular. "Hombres, tenemos. Que nos manden aviones". De no ser así, de poco
servirían el arrojo y heroísmo de nuestros soldados. El enemigo lo calcinaba
todo con sus potentes y abundantes bombas. La retaguardia acusaba un estado
de depresión que ponía espanto en los timoratos y pusilánimes. Los
maledicentes enseñaban la oreja y se frotaban las manos a hurtadillas. A pesar
de todo, Asturias aún podía resistir un par de meses...
El 18 de Octubre, de paso para Gijón, nuestros compañeros Nicanor y
Sierra vinieron a visitarnos.
-Esto está mal -nos dijeron-, debéis pedir que os evacuen.
-Puesto que vais a Gijón, comunicádselo al Comisario -respondimos-,
estamos decididos a marcharnos.
Cuando regresaron por la noche nos dijeron que si yo hubiese estado en
condiciones de poder ir sentado en el barco, nos hubiesen venido a buscar
aquella misma tarde.
-No obstante eso, estaos preparados, porque dentro de dos o tres días os
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
iréis en el primer barco que salga.
En la mañana del día 20 mi cuñado fue a vernos. Era la segunda visita
que nos hacía en el Hospital de Sama.
-Estos días tenemos pensado evacuar -le dije-, así que si no recibes carta
mía, no vuelvas a vernos, que en este caso será seguro que nos hemos ido al
extranjero.
Nos despedimos con besos y abrazos y se fue. Me dijo al marchar:
-Si puedo, yo también me marcharé a Gijón.
-
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LA CATASTROFE
Pasamos la noche del 20 muy tranquilos. Algunos sanitarios, después de
la cena nos afirmaron que a Gijón habían llegado varios buques de guerra
portando abundante material, compuesto de aviones y ametralladoras. Más
contentos y satisfechos que nunca, nos quedamos dormidos hacia la media
noche. Y llegó la mañana siguiente preñada de terribles presagios.
Fue Nieves quien primero nos comunicó la fatal noticia. Llegó
corriendo a nuestro pabellón toda agitada y temblorosa. Con lágrimas en los
ojos, nos contó que Asturias se había perdido. Agregó que durante la noche
habían pasado incesantemente camiones y coches con tropas en dirección a
Gijón, con el propósito de embarcarse y que en aquel mismo momento grandes
contingentes de soldados afluían a pie a las calles de Sama, para encontrarse allí
y determinar lo que debían hacer.
La noticia se nos clavó en el alma como una lanza. Herminio, que se
hallaba vestido, corrió al teléfono de la Dirección del Hospital, para llamar al
destacamento de Pola de Laviana. Yo me incorporé de un brinco, y con toda
rapidez me vestí. Era la segunda vez que me levantaba, desde que había caído
herido. El día anterior, auxiliado por una enfermera, había podido llegar hasta el
pabellón de Emilio. Rendido del esfuerzo, confieso que aquella mañana no
tenía pensado moverme de mi lecho; pero la tajante noticia no me permitió
pensar en mi estado de cansancio. Cuando Herminio regresó para comunicarme
que en el Departamento de Laviana no contestaba nadie ya me hallaba yo
vestido.
Sin perder tiempo, acordamos llamar al Departamento de Sama, para
que si estaban aún allí rogarles que vinieran a buscarnos con el coche. Volvió
Herminio del teléfono, y momentos después teníamos al referido coche a la
puerta del establecimiento y dos Agentes y el chófer pasaron a ponerse a
nuestra disposición.
-Queremos que nos llevéis a Gijón -le dijimos-. Acaso tengamos todavía
tiempo para embarcarnos.
-Imposible -nos contestaron-. Nosotros vamos a llevaros donde vosotros
queráis, pero sabemos que del Berrón para allá ya no se puede pasar.
Al preguntarles por los Agentes de Sama, nos contestaron que durante la
noche habían desaparecido todos, a excepción de ellos.
-Pues si es así, os podéis ir por donde podáis y que la suerte sea con
vosotros-. Nos despedimos con un abrazo. ¡Salud, camaradas!
Sin perder un momento, empezamos a recoger todas nuestras cosas,
mientras pensábamos en qué determinación debíamos tomar. No
encontrábamos salida a nuestra situación; pero como quiera que fuese,
estábamos decididos a abandonar el Hospital. Recorrimos pasillos y galerías.
Muchos heridos, llorando, nos clamaban: "No nos dejéis aquí, camaradas, que
los fascistas nos matarán". Otros con mas entereza, se resignaban ante su propia
suerte. "Emilín" Motas, apenas me vio entrar en su pabellón, empezó a llorar
como una Magdalena.
-¿Matarannos, Linín? -me preguntaba entre sollozos.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-No tengáis miedo, que no os pasará nada -le contesté yo, a la vez que
hacía grandes esfuerzos por contener unas lágrimas que pugnaban por salir de
mis ojos. Aquel cuadro me enternecía pero yo me mantenía inalterable y sereno.
Emilio guardaba cama aquellos días, a causa de una segunda
intervención quirúrgica que le habían practicado para extraerle metralla alojada
en un pulmón. Junto a él había otros cinco heridos, todos de cama, quienes
llamaban a las enfermeras para que les ayudaran a vestirse.
Salimos de aquel pabellón con el alma destrozada. Yo caminaba por los
pasillos con gran dificultad, unas veces apoyado en mis muletas, y otras en ellas
y en mi compañero Herminio. Los heridos andábamos de un lado a otro, sin
saber que rumbo tomar, esperando que la Providencia nos sacase de aquella
situación angustiosa. Inopinadamente, nuestro ángel nos iluminó. Ante nosotros
se presentaron Honorina, hermana de Herminio, su sobrina Luisina y Ernestina.
Venían descompuestas, agitadas. Sus rostros y sus vestidos estaban sudorosos y
polvorientos. Habían sabido la trágica suerte que había corrido Asturias, y
partieron veloces a buscarnos. Nos dijeron que tras ellas venía Angelín con dos
caballerías para sacarnos de allí. El cielo se nos abría con los colores del Arco
Iris.
Pronto recogieron nuestras cosas y estuvimos listos para la marcha.
Angelín había quedado aparejando los caballos; pero a Honorina toda demora
se le antojaba peligrosa. Se impacientaba. No quería que permaneciésemos allí
ni un minuto más.
Volvió Emilio a llamar al teléfono del destacamento de Sama para que
nos trajesen nuevamente el coche, pero ya nadie le contestó. ¡Todos se habían
marchado! Había que resignarse y esperar a Angelín, quien no tardaría en
llegar. Mientras tanto, optamos por curarnos y pedimos unas gasas y
medicamentos para nuestras futuras curas. Honorina estuvo atenta a nuestra
curación, ya que al día siguiente quedaría automáticamente convertida en
nuestra practicanta y enfermera.
Impacientados porque nos parecía que Angelín tardaba demasiado, nos
fuimos despidiendo de los heridos que aún quedaban allí, así como del personal
sanitario que había resuelto no abandonar el establecimiento, pasase lo que
pasase. La despedida fue emocionante, triste. Emilio se deshacía en llantos y, al
contemplarle, a mi me parecía que me estaban atravesando el corazón con un
dardo. Herminio y sus familiares no estaban menos abatidos que yo. Quise
abrazar a "Emilín", pero me contuve y retrocedí instintivamente. La serenidad
que solo en apariencia había conservado hasta entonces se desplomaba de
repente, mis ojos, a hurtadillas, dejaron resbalar unas lágrimas que, con
disimulo, recogí en mi pañuelo. No quería que Emilio notase mi turbación, y
desde los pies de su cama le dije "¡adiós!" sin abrazarle. Pasamos seguidamente
a despedirnos de nuestras enfermeras y practicantes. Nieves lloraba
desconsolada. Nos enterneció a todos, y hubimos de abandonar el Hospital sin
esperar la llegada de Angelín.
En la calle había un gran hormiguero humano, donde se confundían los
soldados con la población civil. Unos lloraban. Algunos cantaban, disimulando
su desesperación. Las calles de Sama eran intransitables. Las gentes se
apiñaban o partían sin rumbo fijo en todas direcciones.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-¡Un coche! ¡Queremos un coche! -clamaba Honorina.
Ella pagaría por él todo lo que le pidiesen. Mas el coche no aparecía por
ninguna parte. Y Angelín tampoco. Honorina y Emilio partieron en dirección
distinta, en busca de un coche o camioneta que quisiera transportarnos. Luisina
y Ernestina iban sujetándome y ayudándome a caminar sobre mis muletas. Así
me llevaron hasta la salida de Sama.
-¡Que dolor! -decían cuantas personas hallábamos a nuestro paso.
Esperamos un momento frente al almacén de Intendencia, y a los pocos
minutos Angelín se nos puso a la vista. ¡Por fin llegó! Su tardanza se debía a
que en todo el trayecto por la carretera entre Sotrondio y Sama tuvo que
marchar mas lentamente, porque estaba cuajado de soldados que dificultaban el
paso.
Cuando llegaron Honorina y Herminio fuimos acomodados sobre las
bestias que, a paso moderado, habrían de conducirnos a Las Aparadas,
(Blimea). Partimos carretera arriba, abriéndonos paso entre un verdadero
enjambre de tropas y paisanos, algunos de los cuales intentaban detenernos para
interesarse por nuestro estado. Nosotros contestábamos en marcha. Angelín se
subió a mi caballería, sujetándome con sus manos para que no fuese al suelo.
Ya habíamos abandonado la carretera. La ascensión por el camino de
monte era algo dificultosa y nuestra tranquilidad iba renaciendo, porque nos
habíamos apartado de las miradas penetrantes de aquella colmena humana.
Cuando solo nos faltaban unos 200 metros para llegar a Las Aparadas, el animal
que nos conducía a Angelín y a mí resbaló, y cayó al suelo. Angelín se fue tras
el por las ancas, y yo me quedé sujeto a las crines de la bestia. Se incorporó el
animal. Angelín volvió a ocupar su puesto, y momentos después hicimos
nuestra entrada triunfal en Las Aparadas.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
EN EL REFUGIO
Generosa, madre de mi compañero, acompañada de unos nietecitos,
salieron a recibirnos dando gritos de gran alegría al vernos. Nos ayudaron a
descender de los animales. Honorina y Ernestina me llevaron en sus brazos
hasta una salita con dos camas, dejándome acomodado en una de ellas. Mi
compañero ocupó la otra momentos después.
Durante la tarde, se inició por aquellos caminos un trasiego de soldados
que se desplazaban de un sitio a otro; operación que no cesó en toda la noche.
Todos huían hacia los montes, donde se creían mas seguros que en parte alguna.
Aquella misma noche, en el pajar de la casa inmediato a la misma, se ocultaban
más de veinte soldados y un matrimonio. El compañero y yo no pegamos los
ojos. En la casa, a excepción de unos niños, todo el mundo estuvo alerta.
A la mañana siguiente, Honorina nos hizo la cura, con tal destreza, que
yo me quedé admirado de las dotes que adornaban a esta muchacha. Nada tenía
que envidiar a quienes, ostentando su honroso título, nos habían curado hasta
entonces. Mientras nos hacía la cura, nos contó que aquella noche habían
llegado a refugiarse en un "chamizo" de la casa que estaba próximo a la misma,
se hermano Paulino, alcalde del Ayuntamiento de San Martín del Rey Aurelio,
Ceferino González, gestor, y el Guardia Municipal José Antonio García. Siguió
diciéndonos que el "chamizo" estaba abandonado, y por consiguiente, húmedo
y hundido. Se metieron dentro, taponaron su entrada con piedras y tierra y allí,
sepultados en vida, pasaron aquella primera noche. (Y muchas más que le
sucedieron).
Las tropas fascistas aún no habían hecho su entrada en el Concejo.
Nosotros estábamos relativamente tranquilos, creyéndonos seguros. La casa
estaba retirada y aislada en la falda del monte, y allí no irían a molestarnos.
Honorina no descansó un minuto en todo el día. Tenía a su cargo todo el peso
de la casa. Preparó la comida para unas veinte personas, y ella era la encargada
de atender a las horas del yantar a los que se ocultaban en el "chamizo".
En el tiempo que estos menesteres le dejaron libre, limpió el depósito
del agua, haciendo luego un fuego dentro, para que se secase. En esta tarea se
entretuvo hasta pasada la media noche, mas no presentaba muestras de
cansancio. Estaba más bien contenta y satisfecha. En el caso de que viniesen a
buscarnos, de momento ya tenía donde ocultarnos. Ella estaría vigilante, y en
cuanto los viese venir, nos metería allí dentro.
El dinamismo de Honorina era algo extraordinario. La casa daba la
impresión de una fonda atiborrada de huéspedes. Recuerdo que una de aquellas
primeras noches, fueron treinta y ocho las personas que cenaron en ella.
El día 23 de Octubre, a las 3 de la tarde y bajo una lluvia torrencial,
hicieron su entrada en el Concejo de Sotrondio las tropas fascistas. Llegaron
estas precedidas de una ridícula comparsa de damas histéricas que vitoreaban al
"Caudillo", y apostrofaban a sus propios padres, hijos y hermanos, los "rojos".
Había llegado la hora de ponerse en guardia, esperando el desarrollo de
los acontecimientos. Nadie sabía lo que iba a ocurrir... Mas pronto se corrió la
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
voz de que no pasaría nada. La justicia de Franco no entendía de odios ni
rencores. El corazón magnánimo del "Caudillo" se abría para el vencido, y nada
tenían que temer los que no hubiesen
cometido crímenes ni robos. Con estos, sería implacable. Por esta circunstancia,
muchos sequedaron muy tranquilos en sus casas, ignorando la trágica suerte que
les esperaba.
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Pasión y muerte de Lino
ANTE EL PELOTON DE EJECUCION
La tormenta había empezado. Centenares, millares de hombres y un
buen número de mujeres, eran arrebatados de sus domicilios (no importaba si
durante el día o a altas horas de la noche), para ser llevados al sacrificio. La
"checa", a la par del vecindario, actuaba con toda intensidad. Por docenas y
centenas se contaban todas las mañanas los cadáveres de honrados ciudadanos
de ambos sexos que aparecían inmolados en las encrucijadas y barrancos, en las
márgenes de los ríos, o en las cunetas de las carreteras. Algunos eran
sacrificados en sus propios lechos. El panorama de la calle ofrecía un aspecto
abominable y macabro. Un terror indescriptible inspiraban los lebreles del
capitalismo fascista, quienes mataban por el solo placer de matar. La tragedia
era espantable y dantesca. Los fascistas se llevaban por delante a sus propios
hermanos.
Las hazañas de los fascistas, de día en día, adquirían un relieve
asombroso. En unos cuantos días, mi compañero y yo no habíamos podido
abandonar el lecho, y nos dejamos al azar de nuestra propia suerte. (No se
muere nada más que una vez sola.)
Era cierto que sería conveniente ir pensando en la construcción de un
refugio que estuviera a muchos metros bajo tierra, para enterrarnos en él. Si
queríamos salvarnos teníamos que hundirnos en la sima de lo inexpugnable. "Si
nos dejan en paz, en cuanto mejoremos un poco, hay que cavar; ¡cavar,
profundizar en la tierra!, ¡sepultarnos en vida!"
La mañana del 5 de Noviembre de 1937, mi compañero y yo nos
levantamos de la cama, después que Honorina nos hizo la cura y nos sirvió el
desayuno. La mañana estaba fresca y nublada. Honorina se fue hacia el corral
de las vacas, con el propósito de prepararnos un escondrijo. Herminio la
acompañó. Yo no podía caminar. Encendieron el fuego de la cocina de leña, y
me acomodé cerca de él, calentándome. Momentos después, Ernestina entra de
súbito y toda agitada me dice:
-¡Lino, Lino, la policía!
Me incorporé como por medio de un resorte, cogí las muletas que tenía
a mi lado y, sin saber como, me lancé a ganar la puerta de la calle. Ya en ella,
pregunté a Ernestina:
-¿Por donde vienen?
-¡Por aquí! -me dijo indicándome el camino que da acceso a la casa por
el Este de la misma.
Apoyado sobre mis muletas, partí dando trompicones, en dirección
opuesta a la que ella me había señalado, con el propósito de ocultarme en el
próximo bosque. Al pasar frente al corral, en la misma esquina de la casa,
Honorina me llamó:
-¡Ven aquí! -me dijo.
Yo no le hice caso. Como pude, seguí caminando en dirección al monte,
sin atender las reiteradas llamadas de Honorina.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-¡Ven aquí! -continuaba esta, mientras yo, con gran trabajo, seguía
dando tropezones, apoyado en las muletas.
Repentinamente, me estrellé contra un grupo de soldados, que subían
por el camino que yo debía de cruzar, para internarme en el bosque. Cuando los
vi, no nos separaba una distancia superior a diez metros. Instintivamente, me
agaché, cogí las muletas bajo el brazo y, siempre sobre una pierna, fui dando
saltos hasta meterme en la cuadra. Honorina, con toda rapidez, me metió debajo
del pesebre y me tapó con hojas y abono.
Allí mismo, apretado entre el suelo y la pared, estaba mi compañero
Herminio. Yo estaba extendido sobre el. Nuestros corazones palpitaban
emocionados al suponernos ante el pelotón de ejecución. Al menos a mí no me
cabía la menor duda de que la soldadesca me había visto, y ya los veía sacarnos
de allí arrastrados por las piernas.
La patrulla se componía de una compañía completa, y el no haberse
fijado en mi pudiera haber sido por la circunstancia de que el camino estaba
sembrado de castañas que habían caído de los árboles, y los soldados subían
entretenidos cogiéndolas. Cuando Honorina nos sacó de allí, y nos dijo que
habían pasado de largo sin fijarse siquiera en la casa, reímos todos de muy
buena gana. Hicimos unos comentarios sobre aquel primer incidente, y a otra
cosa. Salimos del establo y nos fuimos al pajar, para escondernos entre la
hierba. En casa, ya no estaríamos tranquilos ni seguros.
Entre Angelín y Ernestina, calaron un agujero en la hierba del pajar,
hasta llegar al fondo del mismo. Después de mucho trabajo, resultó un refugio
magnífico. Tenía unos tres metros de longitud por unos cuarenta centímetros de
ancho. Paralelo a la pared del fondo, nos lo franquearon lo suficiente para que
cupiésemos sentados y acostados. Luego que nos hubieron metido allí,
taponaron con hierbas, sin que quedase detrás de nosotros ningún vestigio de
seres humanos. Por los boquetes que habían servido para empotrar en la pared
las maderas del andamiaje, nos entraba aire y luz. Aquella misma noche la
pasamos en nuestra moderna morada.
Dormimos poco. Los disparos de fusil y de pistola hendían las tinieblas
en el exterior, llegando a nuestros oídos como heraldos trágicos de la muerte.
Ráfagas de ametralladora... Tiros de gracia... Tiros de dolor y de muerte...
Todos zumbaban en nuestros oídos, y se nos metían como lanzas en el alma.
Muerte en las sombras. Suplicios. Dolor...
-¿No tienes sueño? -preguntó a media voz mi compañero.
-Cualquiera se duerme aquí -le contesté-. Cuando cerremos los ojos,
será para siempre.
Hacia la media noche oímos dos ráfagas de ametralladora seguidas, y a
continuación contamos hasta veintitrés tiros de pistola o revólver. El lugar hacia
donde sonaban era el Cementerio de Blimea, que distaba de nosotros como
unos quinientos metros en línea recta. A la mañana siguiente se comprobó que
allí habían sido asesinadas tantas personas como tiros habían sonado. ¡Horror!,
muchas de las víctimas eran vecinos de Blimea; otras eran personas anónimas,
paseantes descarriados que cruzaban carreteras y caminos en busca de sus
hogares, abandonados por los imperativos de la guerra.
Según su costumbre, Honorina madrugó. En el pajar, quitó el tampón de
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hierba que nos aislaba del exterior.
Salimos a rastras. Nos hizo la cura, y allí mismo nos sirvió el desayuno.
-¿No habéis oído tiros esta noche?
-Si, unos cuantos, hacia el Cementerio.
-Pues dentro se ve mucha tierra removida.
-¡Unos pobres infelices, que rindieron culto a la vida!
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DE EXPLORACIÓN
Durante aquella mañana del 4 de Noviembre, Honorina recibió la
primera visita policíaca. Un teniente, un sargento y dos soldados llegaron
preguntando por Herminia.Parece ser que no venían en plan agresivo:
-Si está por aquí, que se presente, que no le pasará nada.
Cuando nos llevó la comida, nos contó lo que le habían dicho. Habían
estado muy corteses, pues aunque entraron en la casa, solo habían hecho una
ligera inspección ocular. Departieron un momento con ella y le comunicaron
que ellos tenían la Comandancia Militar de Blimea en casa de su hermana
Mercedes. Por aquel día pasó la ronda exploradora sin que nosotros nos
hubiéramos enterado hasta después de su partida.
Al siguiente día subió Mercedes a aconsejar a la familia la presentación
de su hermano Herminio. Le habían prometido en serio que nada malo le
pasaría. Claro que ella les había dicho que tenía entendido que en su casa no
sabían nada de el; pero les prometió que subiría a exponerlo a su madre y
hermana. En caso que se pudiese averiguar su paradero, podrían tener la
seguridad de que se presentaría. Mercedes los engañaba. Ella sabía de sus
hermanos. Ni mi compañero ni ningún familiar estuvieron conformes con
aceptar la benévola propuesta de los fascistas.
Regresó Mercedes a su casa con la respuesta: En su casa no sabían nada
de Herminio, pues todos los familiares le creían muerto o en el Hospital.
Transcurrió aquel día sin novedad. La familia, toda alerta y desconfiada.
La experiencia en los pocos días pasados les había hecho saber que, con los
fascistas, cuando tronaba, tronaba de veras. Había que esperar prevenidos la
tempestad. Era horroroso lo que estaba ocurriendo. Por eso no olvidaban
aquello de:
-¡Ah, de la proa el marino! ¡Alerta y buena guardia!.
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Pasión y muerte de Lino
SON CUNDANADOS
Al siguiente día, un piquete de soldados, con sus fusiles preparados para
el disparo, rodeó y cacheó la casa. Luego pasaron al pajar. Nosotros sufrimos el
cacheo sepultados en el fondo de aquella masa de hierbas, que varios soldados
revolvían y calaban con sus bayonetas. Cuando dieron por terminado su trabajo,
oímos la voz de uno que les decía a sus compañeros:
-"Aquí nun yai nada"
-¡Que te crees tu eso!- pensamos todos nosotros; y cuando los sentimos
salir, susurré yo a mis compañeros:
-Son "cundanados"- (lo que era equivalente a decir que eran gallegos)
Allí nos dejaron muy tranquilos, mientras ellos trepaban monte arriba en
busca de "rojillos", para masacrarlos. Al oscurecer, supimos que aquella
compañía había dado muerte en el monte a un vecino de La Pezugal llamado
Silvino Suárez.
La ola de terror se acentuaba, y el pánico invadía todos los hogares de
Asturias. Soldados gallegos y falangistas, también "de por alá", eran los que, en
compañía de los miserables "chequistas" locales, tenían la palabra en el corazón
de sus fusiles y pistolas. Derechos y zurdos, sufren las consecuencias del furor
de la soldadesca gallega, que no son "cundanados", sino condenados. Eso es:
¡condenados!
Las gentes huían alocadas al monte, en busca de abrigo entre los riscos y
cuevas. Nadie estaba seguro en el poblado, invadido por terroristas, matones y
desbocados. Lentamente, los días se van sucediendo, dejando tras sí una larga
estela de sangre y dolor, envuelta en lágrimas de amargura.
Pasamos varios días ocultos en el refugio del pajar. Un atardecer se nos
presentó Paulino. El y sus compañeros habían abandonado su refugio, porque se
lo habían descubierto unos muchachos. Paulino venía a instalarse con nosotros.
El mismo amplió un poco mas nuestro refugio, quedando los tres perfectamente
acomodados y, desde luego, más distraídos.
Ernestina y Angelín habían sido hasta entonces nuestros fieles
guardianes. Cuando por cualquier causa salíamos del escondrijo, ellos vigilaban
alerta, siempre con la cooperación de Honorina, que estaba en todas partes.
Ningún movimiento de personas ni cosas les pasaba desapercibido. A veces
salíamos a respirar un poco de aire puro, mientras ellos cuidaban. A las horas de
las comidas y cenas hacían lo propio. Paulino nos iba entreteniendo,
contándonos las impresiones que traía del refugio abandonado. Sus dos
compañeros ya estaban en lugar seguro, puestos a salvo de los fascistas.
Honorina recibió dos visitas de los militares "protectores" de su hermano.
Nuestras heridas se iban curando con ritmo acelerado. La practicanta
tenía motivos sobrados para sentirse orgullosa y satisfecha. El proceso de
curación era rápido y eficaz.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
HACIA EL SEPULCRO
Las noticias que de la calle llegan diariamente a nosotros, erizan los
cabellos al mas majo. El exterminio prosigue. La matanza adquiere un relieve
desolador, y las entrañas de la tierra se abren voraces para tragarse centenares
de seres humanos. Milagroso será que nosotros podamos salvarnos.
Paulino se ingenió un refugio colectivo. Como nosotros estábamos
inútiles para prestarle ayuda, él solo, con el apoyo de las mujeres, se puso
manos a la obra. En dos días lo dejaron en condiciones de poder instalarnos en
él. La construcción había sido tan discreta que, si no imposible, al menos era
muy poco probable que nadie pudiese descubrirlo. Este refugio, los primeros
días resultaba algo incómodo por su reducida capacidad, mas pronto quedó
reformado con amplitud suficiente para alojarnos a los tres, y provisto de
algunas comodidades, como iluminación eléctrica, colchón de lana, etc. Y aquí
nos tienen ustedes clavados en las entrañas de la tierra, bajo techo, y metidos en
un sepulcro no mayor que los nichos individuales que hemos visto en algunos
panteones. Medidas exactas: Longitud, dos metros; altura, un metro; ancho, un
metro veinte centímetros. Cabemos en él, solo sentados o acostados. Tiene
ventilación suficiente. Del exterior no entra ni un rayo de luz. Por este motivo,
durante el día estamos en tinieblas, excepto a las horas de comer, que
encendemos una vela o un candil. En cuanto llega la corriente eléctrica, el
refugio queda iluminado como una plaza pública en días de verbena. Como
buenos antifascistas, saboteamos en la única forma que nos fue posible.
Durante los primeros días, la instalación eléctrica era visible, y
corríamos el riesgo de delatarnos. La luz eléctrica viene todos los días dos horas
antes del oscurecer, y la puerta de la casa no se cierra hasta que anochece.
Nosotros, como en el refugio no tenemos más luz que la artificial, apenas llega
la eléctrica, enganchamos a una lámpara un cordón que sale por la misma
puerta del escondrijo, cuyo cordón quedaba colgando en medio de la casa, a la
vista de quienes entrasen en ella. Por eso teníamos que estar muy alertas y, en
cuanto notábamos que alguien se aproximaba a la puerta de la casa, tirábamos
del cordón, que se desconectaba y caía al suelo, y, arrastrándose como un reptil,
iba a ocultarse al refugio. Mas podía darse el caso de que alguien entrase en
casa sin que nosotros nos apercibiésemos de su llegada. Si así ocurriese, nos
descubriría el tinglado y el refugio. Para evitar esto, le dimos una acometida tan
discreta como invisible. En ese aspecto, ya podíamos estar tranquilos. Sin
ocuparnos de nada ni de nadie, la luz era permanente en las horas de servicio.
Aquí en nuestro sepulcro, enterrados en vida, empezamos a pasar horas
amargas, esperando la liberación o la muerte.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
EL CERCO A LA CASA
Las sospechas de los fascistas no estaban satisfechas, por lo que
establecieron una guardia permanente en torno a la casa. Honorina sorprendió
varias veces a un falangista local que durante el día se ocultaba entre las
malezas del monte, al acecho de todos los movimientos de entrada y salida de la
misma. También por la noche, durante varias semanas, sentíamos a los
guardianes merodear alrededor del edificio.
Los compañeros de Paulino, al despedirse del "chamizo", habían
establecido una clave entre sí para comunicarse; pero hasta la fecha no se había
tenido ninguna noticia de ellos.
Generosa, la madre de mis compañeros, es una mujer de mas de setenta
años, sana y curtida por los rudos batallares de la vida. También ella vigila a
nuestros guardianes, especialmente por las noches; no se mueve una hoja de un
árbol sin que ella lo note. Se levanta con el alba y empieza sus labores
trajinando con los animales un par de horas antes del desayuno. Desde que
amanece hasta que cierra la noche, nunca está ociosa. Al propio tiempo que
trabaja en la tierra, vela por nuestras vidas. Va a los mercados, hace sus
compras y de paso capta noticias sobre la situación, para comunicárnoslas,
Siempre que sale de casa, la esperamos con ansiedad, pero, por desgracia, las
nuevas que nos trae siempre son desagradables: siguen apareciendo cadáveres
por las carreteras y a las orillas de los ríos. Se nos comunica que la noche
anterior salieron de la cárcel de Laviana varios camiones cargados de presos,
para asesinarlos. Un día nos espetó esta noticia: Anoche salió de Laviana un
camión cargado con varios hombres y cinco mujeres presas, a quienes
descuartizaron en la escombrera de Ciaño Santa Ana, dejándoles allí, insepultos
y horriblemente mutilados. Figuraos cual sería nuestro estado de ánimo al oír
estas cosas. Sin embargo, para lo que a nosotros particularmente se refería, no
estábamos muy afectados. Sabíamos que una debíamos, y una pagaríamos. El
dolor del pueblo, el derramamiento de tanta sangre inocente, nos llegaba hasta
el fondo del alma.
Los fascistas continúan sin levantar el cerco de la casa. Generosa y
Honorina resisten el sitio con tesón, sin que en ellas se observe el menor gesto
de contrariedad. Una leve sonrisa se dibuja constantemente en sus labios. Los
sitiadores contumaces ignoran que están sitiados. Nuestras heroínas triunfan del
enemigo.
Una noticia nos causa dolor y espanto. En el vecino pueblo de Tiñana,
había sido detenido Ceferino González, uno de los compañeros de Paulino en su
primitivo refugio y, como ya se sabe, Gestor del Ayuntamiento de Sotrondio, en
representación de Izquierda Republicana. Su calidad de gestor municipal, es
sobradamente suficiente para costarle la vida, aunque toda su actuación hubiese
sido tan humanitaria como ser Delegado de Asistencia Social. Cuanto mas
inocentes y menos responsabilidad tienen los detenidos, primero se libran de
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
ellos, mandándoles a la checa. A los que creen incluidos en la comisión de
delitos, a esos los someten a la acción de los Consejos de Guerra, porque saben
como funcionan estos organismos, y tienen la seguridad de que serán fusilados.
Contra los que no hay pruebas, no hay más tribunal que las checas. Ocurrió esta
detención el 20 de Noviembre de 1937. A la mañana siguiente, apareció
"checado" tras las tapias del Cementerio de San Martín.
Este mismo día sedio sepultura a Bernardina Suárez, cuñada de mis
compañeros. Ella era la esposa de Bernardino Rodríguez, hermano de mis
camaradas, y vecino de La Pezugal. Según rumores, circuló la noticia de que los
cuñados de la difunta la habían velado la noche anterior, y aquella tarde
acudirían al entierro. Los fascistas, según nos han informado nuestros enlaces,
daban zapatetas de contentos, y asistieron a la conducción del cadáver en plan
de caza mayor ¡Ahí que no es nada detener al Alcalde -aunque sea en un
entierro-, y a un Agente de Seguridad!
Se verificó la conducción de los restos mortales de Bernardina al
Cementerio de Blimea, saliendo defraudados los fascistas en sus criminales
propósitos. El Alcalde no cayó, y el Agente de Seguridad les dijo: ¡miau!
-Acostaos en la cama -nos dijo Honorina-, hoy hace muy mala noche, y
no vendrán a buscaros. Hoy no tendremos la guardia de honor.
Paulino y yo nos acostamos juntos en una de las camas de la salita; Herminio,
más desconfiado, no salió del refugio. Se duerme muy a gusto en él, sobre todo
haciendo frío.
Son las cuatro de la madrugada del mismo día 21 de Noviembre. Hiela
intensamente. El frío penetra hasta los huesos. Sobre los campos se extiende
una ligera capa de armiño. El hielo pende de los techos del tejado como los
flecos de una manta. ¡Que a gusto se está en la cama! No hay quien resista este
frío en la calle. Mas no es así. La ronda fascista está de guardia. Está en su
puesto, al acecho. Honorina y su madre oyen ruido de pisadas en el exterior,
nos avisan, e inmediatamente Paulino y yo nos reintegramos al refugio con
nuestras ropas al brazo. Rápidamente, Honorina hizo la cama y puso la
habitación en orden. El peligro estaba encima. Esperó...
Bruscamente, suenan varios golpes a la puerta.
-¿Quién llama a estas horas? -preguntó Honorina, fingiendo que estaba
medio dormida.
-¡La Guardia Civil! -contestaron- ¡Abre pronto!
Honorina se fue hacia la puerta, y la abrió.
-¡Ah, eres tu, Quico -oímos que decía Honorina.
-¡Si, soy yo! -contestó Quico, al propio tiempo que la encañonaba con
su pistola.
En tropel, entraron en la casa "Quico, el Gijonés", y su hermano,
Manuel. En el exterior se quedaron otros cuatro, entre ellos un Guardia Civil,
mas una escuadra imaginaria, a quien todos daban órdenes y nadie veía, ya que
en realidad no la había, ni existía.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
BREVE SEMBLANZA
Antes de pasar más adelante, hagamos una breve semblanza de este
energúmeno, mal llamado "Quico, el Gijonés".
Solo de referencias le conozco. Dicen que la cara es el espejo del alma,
y que él lleva grabado en su rostro todo lo trágico de su personalidad. Pistolero
a sueldo de la Falange, cuando se gestaba la rebelión militarista, se daba
empaque chulesco de matón, persiguiendo a los obreros que tenían la desgracia
de trabajar a sus órdenes, ya que su calidad de esbirro le había deparado una
plaza de vigilante de explotación.
Era, en términos generales, una persona despreciable y despreciada por
cuantos, por diversas causas, tenían necesidad de tratarse con él; borracho,
pendenciero, chulo, matón; son sus entrañas de fiera. Es responsable directo, el
autor material de muchos bárbaros asesinatos cometidos en este Concejo.
Teniendo en cuenta sus malos antecedentes, al producirse el
levantamiento fue detenido y conducido a Gijón. Mas nadie osó atentar contra
su vida, y su mujer y sus hijos fueron debidamente atendidos por Asistencia
Social. El era malquerido por sus actividades peligrosas y, sin embargo, la
República, con su indiscutible autoridad, le salvó de las iras del pueblo. La vida
es un bien sagrado. Hay que respetarla. Y se le respetó. Si hubiese gozado de
libertad, no habría logrado salvarse de las iras populares.
¿Como reaccionó este malvado al salir de la cárcel? Reaccionó como lo
que era. Como una fiera hambrienta. Como un horrible desnaturalizado. Como
una bestia indomable. ¡Como un repugnante y vulgar asesino! Hemos dejado
escrita, a grandes rasgos, una semblanza de "Quico el Gijonés", a quién
tenemos a la puerta de la casa, pistola en mano, borracho de vino y sangre.
¡Viene a buscarnos! Y nosotros heridos. ¡Sin posible defensa!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
A LOS PIES DE LA CHECA
Como se dice más arriba, "Quico" entró en la casa en forma
descompuesta, encañonando a Honorina con su pistola. No tuvo en cuenta que
en la casa no había más que dos pobres mujeres indefensas, quienes, por
añadidura, eran parientes suyas. Si, "Quico" venía borracho de vino y de sangre.
Momentos antes había asesinado a Ceferino el Gestor, compañero de Paulino en
el Ayuntamiento y en el refugio del "chamizo".
-¿Donde están tus hermanos Paulino y Herminio, y tu cuñado Luis? preguntó furioso.
-Aquí no está nadie -contestó Honorina, dueña de si misma.
-¡Eso lo veremos! -replicó iracundo.
Rugiendo como una hiena, dio principio al registro. ¡Estaba inspirado
por Satanás!Su primera inspección, siempre pistola en mano, la hizo en el
mismo lugar donde nosotros estábamos escondidos. Nos tuvo a dos cuartos de
sus narices, donde revolvió minuciosamente. Sus manazas ensangrentadas
tocaron varias veces en la puerta de nuestro refugio, pero este no se abrió para
el. Subió al desván, miró en los muebles, registró alacenas y cajones y, dando
vueltas y revueltas, volvió a tenernos a una cuarta de sus pies.
-¡Ahora si que estamos a los pies de la checa! -nos dijimos bajito.
"Quico" y su hermano salieron a la calle. Nosotros respiramos. (¡Oh,
valiente refugio, que acabas de librarnos de una muerte segura, a ti te debemos
la vida, por habernos sacado indemnes de este dificilísimo trance! ¡Bendito seas
tu, valiente refugio!)
En compañía de "Quico" y su hermano, salieron Honorina y su madre.
Registraron el hórreo, la bodega, la fragua, el retrete, el pajar y dos cuadras. No
había más rincones. Fue un trabajo infructuoso, aunque minucioso y con
cautela.
Rugiendo de cólera, dieron su tarea por terminada.
-¡Que suba la escuadra! -berreó "Quico".
No había tal escuadra. Solo había cuatro fascistas armados, colocados en
lugares estratégicos. Honorina los vio bien a todos, y luego los vio partir monte
arriba, en dirección al "chamizo".
La puerta de la casa se cerró, y las dos mujeres volvieron a acostarse,
ateridas de frío. Diez minutos más tarde, se produce una nueva alarma. Los
fascistas vuelven a llamar a la puerta.
-¡Nada, está visto que estos tíos hoy nos cuelgan el cocido -dijimos.
Las mujeres volvieron a levantarse. El que llamaba era el hermano de
"Quico".
-No se alarmen -dijo el fascista-, vengo a buscar a Honorina para que
vaya al "chamizo", y entre en él delante de nosotros.
-Pues vamos las dos -contestó Generosa.
Aquellos "valientes matadores", no se atrevían a meterse en el
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
"chamizo", temiendo que dentro pudiese haber oculto algún fugitivo, y les
hiciese frente. Por eso pusieron como escudo a aquellas dos infelices mujeres,
arrancadas de su lecho a las cuatro de la mañana, con una oscuridad tenebrosa y
un frío penetrante que helaba los miembros. En ropas menores, arrebujadas en
simples mantas, allá van las pobres mujeres cruzando las sombras de la noche,
sin saber a ciencia cierta cual sería su destino.
-A ver, Honorina, entra tú delante de mí -sentenció "Quico"- Si hay
alguien dentro y nos hace fuego, que te mate a tí primero.
-Que entren las dos -masculló una segunda voz.
Arrastrándose, y hozando en el fango como un topo, Honorina se fue deslizando
trabajosamente cueva adelante, apretando sus delicadas carnes contra las
paredes hundidas, que amenazaban sepultarlas en vida. El "valiente" iba detrás.
Uno tras otro, llegaron al lugar ancho que se conservaba intacto y
seguro, donde el rufián suponía que se ocultaba el Alcalde. Solo encontraron
algunas huellas que denotaban que alguien se había ocultado allí; pero las
huellas no eran recientes. Algunas fundas de paquetes de pitillos, todas
humedecidas. Una botella sin ningún contenido, y el forro de una boina,
empapados en agua. No había allí persona humana. De haber ocurrido lo
contrario, ya sabemos la suerte que hubieran corrido aquellas dos infelices
mujeres.
Mientras se practicó este registro, cinco hombres rodeaban la boca del
"chamizo", encañonándola con su fusil. Generosa, aterida de frío, esperó el
desarrollo de esta operación arrinconada contra un árbol, como si buscase
protección en él.
Al fin, Honorina y su acompañante salieron de aquel mundo de
tinieblas. El verdugo traía en rehenes los objetos hallados en el interior. Con tan
codiciada presa, partieron los fascistas camino de Sotrondio, haciendo otros
registros en las casas inmediatas a la nuestra.
Las dos mujeres se reintegraron nuevamente a la casa, con lo que
nosotros recibimos una alegría extraordinaria, pues creíamos que se las habían
llevado a la cárcel, o al Cementerio. Ellas nos contaron lo sucedido, y se
acostaron.
A la mañana siguiente, las cinco supuestas víctimas de la noche anterior,
reíamos satisfechos al comentar que unos y otros habíamos estado a los pies de
la checa, de la que nos habíamos librado casi milagrosamente.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
CAMINO DE ESPINAS
El ambiente de la calle está endemoniado. Sobre Asturias se cierne la
corona de espinas de los mártires, que se apretuja fuertemente contra las sienes
del pueblo. La avalancha del exterminio recorre veloz hasta el último rincón,
dejando en su camino las huellas indelebles de la desolación.
El invierno empieza a sentirse con toda su crudeza. Los soldados del
ejército traidor, escalan las montañas, subiendo a los picachos mas altos. Llevan
sus rostros azotados por las incesantes lluvias, y sus pies van casi al
descubierto, empapados en agua. Las inclemencias del tiempo no impiden la
progresión de la ola persecutoria. Los poblados que se asientan en las colinas
mas elevadas, son de continuo objeto de minuciosas batidas para la caza del
hombre. Donde estos son habidos, ellos y sus protectores sufren la muerte en el
acto.
En uno de los primeros días del mes de Diciembre, (1937), la casa
donde nos ocultamos sufre un nuevo registro. Los encargados de este servicio
son dos soldados y un cabo, quienes nos sorprendieron atrancados en nuestro
refugio. No nos han visto. Eran poca gente, y no parecía que trajeran deseos de
molestarse. Terminada su misión, Honorina les convidó a una copita, o a que
tomasen un poco de café. Aceptaron, y allí se sentaron a departir con ella por
espacio de dos horas.
A esta conversación asistió también Argentina, prima de Honorina, que
a la sazón nos había servido de enlace. Nosotros estábamos bastante molestos
por la proximidad que entre ellos y nosotros había. Temíamos que una tos, o un
simple estornudo nos delataran.
Cuando cesaron de hablar, fueron despedidos los inexpertos policías por las dos
primas. Palabritas irónicas, sonrisas maliciosas, etc. etc. Ahora nos dejarán en
paz por unos días. Craso error el nuestro.
El siguiente día amaneció lluvioso, sucediéndose las tormentas
borrascosas de agua y granizo. Nosotros estábamos tranquilos, pero dentro del
refugio. Cuando menos lo esperábamos, un grupo de unos veinte soldados,
acompañados de un fascista local, que era guardia municipal, se nos presentan a
la puerta de la casa. Pasaron al interior sin pedir permiso para ello, y
procedieron a efectuar un minucioso registro. No quedó ni un solo rincón que
no revolviesen. Nada consiguieron. Avergonzados por el fracaso, después que
se fueron, los soldados dijeron a sus amistades que las denuncias eran falsas, y
que no volverían más a casa del Alcalde.
A pesar de lo dicho, soldados y fascistas apretaron más y más el cerco
de la casa. Honorina no estaba ajena a lo que sucedía. Era más policía ella que
los esbirros franquistas. Que conste así. Artera, inteligente y persuasiva, estaba
siempre al corriente de cuanto le interesaba saber.
Cuando los policías o soldados venían a registrar la casa, llegaban
hechos unas furias, propalando frases poco tranquilizadoras. Cuando salían, a
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
pesar de sus fracasos policíacos, lo hacían admirados de la extrema delicadeza
con que los había tratado esta mujer, a quien suponían incapaz de ocultar o
proteger a ningún fugitivo. No ignoramos que, en determinadas ocasiones, se
han nombrado servicios a esta casa que los soldados no han cumplido por
creerlos innecesarios. No obstante eso, el camino a seguir cada día se presenta
más lleno de espinas.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LUTO EN EL REFUGIO
Hoy es el día de Nochebuena. La tradición nos enseñó a celebrar esta
festividad en la intimidad del hogar. Las familias se reúnen presididas por los
jefes de las mismas y, echando sus penas a un lado, aunque únicamente sea por
un solo día, se regalan con manjares, y cantan y ríen en santa armonía. Una
desgracia familiar puso su pátina de tristeza y dolor en nuestro escondrijo.
Lolita Rodríguez, hija de nuestro compañero Paulino, rindió su tributo al
Creador. Diez años contaba esta criatura. Las causas de su muerte se atribuyen
a las reiteradas amenazas de los fascistas, diciéndole que donde quiera que
viesen a su padre, le matarían. La niña tenía sentido, a pesar de su juventud, y la
sentencia que pesaba sobre el autor de sus días la fue traumatizando, hasta que
cayó enferma. En sus delirios nombraba constantemente a su padre. Su
enfermedad fue breve. Mientras pudo decirlo, el nombre de su padre no se le
separó de los labios. Así murió esta infeliz criatura.
¡Dolor de padre! Paulino sintió en lo mas hondo de su alma la pérdida de su
queridísima hija. Más dolor aún, porque hallándose tan cerca de ella, no podía
acudir a posar sobre su frente yerta el último beso. La postrera despedida.
La familia entera y yo, sentimos con Paulino el dolor que le afligía, y al
día siguiente supimos con satisfacción que el entierro había constituido una
verdadera manifestación de duelo, a la que habían asistido todas las clases
sociales del Concejo. La niña no se había enterrado civilmente, por oponerse
resueltamente a ello las autoridades fascistas.
Otra pena nos aflige. Herminio continúa mal de sus heridas. Tiene
varias complicaciones que le hacen sufrir horriblemente, Estamos seriamente
preocupados; de seguir así, será necesaria la presencia del médico, y puede
echarse todo a perder. Grave es el problema que se nos plantea a todos.
Veremos como se resuelve.
A mi, hace cuatro días que me ha dado el alta la enfermera. Estoy
completamente curado, y aún no le he satisfecho ninguno de sus haberes. ¡Así
paga el Diablo a quien bien le sirve!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
VISITAS AFABLES
Ha pasado una semana. Las dificultades del año 1937 quedaron todas
vencidas a nuestra espalda. Son las cuatro de la tarde. Empieza a oscurecer. El
tiempo está desapacible, y nosotros nos protegemos al amparo de nuestro
refugio. ¡Oh, bendito refugio! Honorina nos da la señal de alarma. El peligro
está cercano. Silencio en el refugio. La respiración se contiene, y los corazones
palpitan. Honorina simula un canturreo.
Frente a la puerta se presentan varios oficiales franquistas. Honorina les
sale a recibir con una sonrisa en los labios. Les franquea la puerta, invitándoles
a pasar.
-¿Como tan tarde por aquí?
Cuatro oficiales, un cabo y un sargento entran en la casa. Se cruzan
algunos saludos.
-Hoy no venimos a buscar a nadie; hemos ido a hacer un recorrido por el
monte con nuestro capitán -repuso un alférez que ya había estado dos veces más
en la casa.
-Pues pasen, pasen un momento, aquí, al comedor, que van ustedes a
tomar un poco de café caliente. Tienen cara de frío.
Sin más ruegos, pasaron a donde se les indicaba y tomaron asiento. Les
acompaña un falangista local, llamado Cecilio. El capitán está decidor y jovial.
Sus compañeros le asisten al palo.
Ernestina estaba con Honorina. Entre las dos, prepararon y sirvieron el
café, colocando sobre la mesa una botella de anís dulce, que los fascistas
recibieron con alborozo. Nosotros enfilamos el oído hacia la puerta del refugio,
pero no sabíamos de que se trataba. A nosotros solo llegaba un leve rumor de
risas y fuerte zapateo sobre las tablas del piso.
Los oficiales pertenecían a la Comandancia Militar de Blimea que,
como sabemos, está instalada en casa de Mercedes, la hermana de Honorina.
Unos conocían a esta personalmente y otros de referencias. Esta habilísima
mujer, entre sus bromas, había colocado sabiamente, a la vista de los oficiales,
un devocionario. La operación fue rápida y artera, sin que ninguno de ellos la
observase.
Adheridas a las paredes de la casa hay estampas, cuadros, litografías y
fotografías. Entre esta diversidad, se destaca un cuadro de motivos religiosos.
El oficial observa el devocionario y lo toma en sus manos.
-Mirad este libro -dice a sus compañeros.
-Y eso que nos habían informado que aquí eran rojos -contestó un
segundo.
-La gente es muy mala. Hay muchas envidias y malos quereres. Luego
dicen que nosotros somos malos, y los malos son ellos -repuso el capitán.
Entre charlas, risas, flores a las chicas y zapateos, dieron fondo a la
botella de anís, cerrada ya la noche. Se despidieron muy corteses y agradecidos,
sin haber registrado la casa, y partieron, canturreando, camino de Blimea. ¡A la
paz de Dios, amigos!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
EL TEMPORAL ARRECIA
La guerra se nos va haciendo larga. A nosotros no llegan más noticias
que los partes de guerra publicados por la prensa fascista, mas un buen cúmulo
de bulos que los nuestros sueltan sabiamente en la retaguardia de Franco, donde
prenden como teas incendiarias. El pueblo sometido, quiere librarse del azote
exterminador del fascismo, acudiendo para ello a cuantos medios tiene a su
alcance. El pueblo no es fascista. Franco conquistará pueblos y ciudades con la
ayuda de los invasores, pero nunca conquistará corazones. Por eso el terror cada
día es más ostensible.
Son las ocho de la mañana del segundo domingo de Enero del 38. La
nieve cubre los campos con una extensa capa de cuarenta centímetros. Esta
manta de nieve está endurecida por los efectos del hielo. Los árboles, en toda su
desnudez, adornan sus cañas con blancas filigranas. El piso está duro,
resbaladizo y fugaz. Casi intransitable.
Paulino y yo estamos en el refugio, nuestro inseparable protector, a
quién no abandonamos un instante, después de la visita del "Gijonés". Nuestro
compañero, hace unas cuantas noches que se acuesta en la cama. Sus heridas
curan mal, produciéndole frecuentes trastornos que nos inquietan. Por eso se ha
convenido que se acueste en la cama. En caso de que vengan los fascistas por la
noche, sobra tiempo para meterse en el refugio.
Honorina, apenas amanece, salta de la cama sin temor al frío. Generosa
hace lo propio, y ambas comienzan sus labores cotidianas. Una hora más tarde,
Paulino intenta salir del refugio, con el propósito de afeitarse. Es domingo y nos
gusta estar guapos y aseados. Nuestro compañero continúa acostado porque con
tan mal tiempo no esperamos visita. Nos hemos equivocado. En aquellos
momentos, descendían monte abajo y en dirección a la casa, unos veinte
falangistas segovianos de primera línea, destacados en Sotrondio, a quienes, por
sus "hazañas" en la retaguardia, les habían dado el remoquete de "la escoba",
con gran contento para ellos, puesto que se preciaban de que por donde ellos
pasaban no quedaba nada, sobre todo, en los cajones de los armarios y en los
bolsillos monederos.
La casa tiene dos puertas de acceso a la calle, aunque solo una de ellas
se utiliza. La otra da a la salita con dos camas que hemos referido, De sopetón,
y sin que nadie los hubiera visto ni oído, un grupo de falangistas golpea
fuertemente en la puerta de la sala. La sorpresa fue mayestática. Paulino saltó al
refugio como un peso en la inercia, atraído por la gravedad de la tierra. Su
hermana corre a tirar de las piernas a Herminio, quien, medio atolondrado y con
toda rapidez, se cuela en nuestro nicho como una rata de hotel. A su paso por la
puerta del refugio, se estropeó una tablilla que servía de tapa-junta, y por este
motivo la puerta quedó a medio cerrar, cual tenaza que sujeta un hierro entre su
boca. Aquello era una acusación terrible, más hubimos de resignarnos a dejarla
así, y quedar a expensas de los del cepillo y la escoba. Paulino se quedó
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
sujetando la puerta del refugio que tenía la tablilla mordida en forma de cruz,
quedando la mitad dentro y la otra mitad fuera del refugio. Una simple mirada
hacia el lugar del refugio sería suficiente para descubrirnos. ¡El temporal
arrecia, camaradas! Por fortuna para nosotros, los falangistas registraron la casa
sin fijarse en nuestra guarida, que había quedado al descubierto. Traían dos
perros sucios y tontos, que tampoco nos olfatearon, a pesar de que uno de ellos
olió la puerta y levantó la tapa, con el propósito de mear por ella, cosa que
impidió Honorina de un escobazo.
Consignemos ahora los contratiempos que pudo acarrearnos este
incidente. Como hemos dicho ya, los fascistas llamaron a la puerta de la salita.
De haberlo hecho en la principal, es seguro que, al menos Herminio, hubiese
entregado su alma al diablo; pues hay que tener presente que esta puerta estaba
abierta, y con la gentileza y amabilidad que se gastan estos verdugos
miserables, no les hubiese sido necesario llamar. Esta equivocación nos salvó, a
buen seguro. Necesario será que extrememos nuestras precauciones. Lo pide así
la seguridad de toda esta familia.
-Esa puerta no se abre, pasen por aquí -les dijo Honorina, apenas oyó los
golpes, y después de avisar a su hermano.
Como sabemos, pasaron y registraron a placer.
-¿Donde está su hermano?
-Herminio está en el Hospital.
-Su hermano era de la checa.
-Perdone usted, pero mi hermano jamás a hecho mal a nadie.
-¿Que cargo desempeñaba?
-Agente de Seguridad Rural.
-Si, esos no mataban, pero detenían a las personas de orden para que
otros las matasen. ¿Cuantos balazos tenía su hermano?
-Tres,
-Esos se los habrán dado por bueno. A estas horas ya estará bien muerto.
¡A ver!, ¿donde están las cosas que ha traído su hermano?
-¿Mi hermano no ha traído nada que no fuera suyo. Vuelvan ustedes a
registrarlo todo.
Registraron otro poco; cuando se disponían a marchar, Honorina notó
que le habían escamoteado unas pastillas de jabón corriente y de tocador, una
máquina de afeitar, perteneciente a un posadero, nueve pesetas, un cepillo de
ropa, seis onzas de chocolate y una brocha de afeitar.
-¡A ver!, ¿quien es ese chico de la brocha? -les gritó Honorina. Miraron
hacia atrás.
-¿Que es eso?; nada, nada, nosotros somos los de la escoba y el cepillo repuso un grullo de aquellos, ya en marcha... Y se fueron monte abajo.
Hasta entonces habíamos tenido suerte, pero las visitas se iban
acentuando demasiado, y temíamos que el día menos pensado podríamos caer
en manos de la checa, de cuyas iras no se salvaba nadie. Aclaramos que la
checa son los soldados, los falangistas, la guardia civil y cuantos contra la
voluntad del pueblo, detentan lo que ellos llaman autoridad y justicia. Todos
mandan a su antojo. Todos imponen sus miserables caprichos, sin el más leve
átomo de responsabilidad. Todos pueden hacer mal, bien ninguno. Los
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Pasión y muerte de Lino
republicanos son diariamente inmolados sin tasa ni medida. Nosotros estamos
convencidos de que, si logran encontrarnos, nos darán muerte en el acto. Y
debíamos establecer una reforma en el refugio, dándole una salida al exterior.
La idea cuajó en nosotros y, silenciosamente, nos pusimos manos a la obra, que
resultó un trabajo largo y penoso.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
UN GOLPE FALLIDO
Pues señor, hoy es domingo. Llueve y nieva a pequeños intervalos; al
descorrerse el cortinón oscuro de la noche para dar paso a los primeros rayos de
luz, vemos un día desapacible que encoge un poco nuestro ánimo. ¿Cuando
hará buen tiempo?, nos preguntamos. Sentimos el viento y el agua de la lluvia,
que golpean furiosos contra las ventanas de la casa. Esto no nos privará de
lavarnos y adecentarnos un poco. Hemos trabajado casi toda la semana en
nuestra obra de seguridad. Por eso hoy queremos asearnos y descansar, para
mañana continuar nuestra obra, que durará todavía varios días.
Hoy hace ocho días que recibimos la última visita policíaca. ¿Podremos
estar confiados? ¡Eso nunca!
Honorina sale de la cama tempranito, va a nuestro refugio a darnos los
buenos días, y luego se dirige hacia la puerta de la calle, la cual abre,
retirándose al corredor para otear el tiempo. Lo vio frío y lluvioso.
Seguidamente sale a la calle dispuesta a cuidar el ganado, dirigiendo sus pasos
hacia las cuadras. Antes de llegar a la esquina de la casa, sus ojos se estrellaron
con unos soldados que tenía a pocos pasos de distancia. No vaciló un momento.
A toda prisa volvió sobre sus pasos, entró en la casa, cerrando la puerta con
llave, y, sin perder un segundo, se lanzó sobre la habitación de Herminio, quien
se hallaba completamente dormido. Este, al primer empujón que le dio su
hermana, saltó como una liebre fuera de la cama, mientras ella rebujaba bajo el
brazo la ropa de nuestras mudas interiores, que nos tenía dispuestas sobre su
mesita.
Las ropas de la cama se enredaron contra las piernas de Herminio, quien
no acertaba a desliarse de ellas. Apenas tuvo tiempo de desembarazarse de las
mantas y meterse con toda violencia al refugio; pues antes que la puerta de este
se hubiera cerrado, ya un soldado (que viendo a Honorina cerrar la puerta, había
saltado por el corredor), se hallaba en la cocina, encañonando a esta con su fusil
al propio tiempo que le decía:
-¡Quieta!, ¡no te muevas, ni chistes una palabra, -y por señas le había
indicado que guardase silencio.
El propósito de aquel romántico conquistador que saltó al interior por el
balcón, era sorprender en la casa al fugitivo, si lo había. Por ello no quería que
Honorina despegase los labios, evitando que pudiera dar alguna contraseña.
Pero el pez se le había escapado por entre los dedos de sus manos.
Honorina, a pesar de la orden de silencio, se atrevió a preguntar:
-¿Como no llaman ustedes a la puerta?
En aquel momento, Generosa salió de su habitación descalza y a medio
vestir.
-Ya les he dicho que no chillen ni media palabra.
Madre e hija se acercaron a la puerta de la calle y la abrieron. Un grupo
de soldados penetró en la casa, al parecer de mal talante. Sin preguntar nada,
empiezan a practicar un registro minucioso. Las dos mujeres les acompañan de
un lado a otro de la casa, para que no les roben nada. Estos soldados son
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gallegos. ¡Hay que vigilarlos, que son de la uña!. Generosa va descalza y semi
desnuda. Esto a ellos no les interesa. La temperatura es muy baja, y el piso de la
cocina es de cemento. Sobre el, los pies desnudos de Generosa van dejando sus
huellas, mas nadie se compadece ni de su edad, ni de su desnudez. No hay uno
solo, de entre todos ellos, que la invite a calzarse y a vestir sus ropas. Esta es la
"humanidad" de los soldaditos de Franco, el mil veces verdugo y traidor.
Mientras esto ocurre en el interior de la casa, en torno a ella se
distribuyen unos veinte soldados más en los lugares estratégicos. Sus fusiles
están montados, y sus ojos recorren vivaces todas las direcciones. Si la pieza
salta, es seguro que la cazarán. Pero no salta, no.
Cuando estos que tenemos en casa se disponen a salir a la calle, dando
por terminadas sus tareas, llega un capitán que da órdenes a sus soldados para
que, ante él, se proceda a un nuevo registro.
-¡Algo se habrá quedado sin mirar, porque esta casa tiene muchos
rincones!
Recorrieron la casa nuevamente, revolviendo hasta el último rincón
(menos el nuestro), y nada vieron. Por no ver nada, diremos que entre todos
ellos, y durante mas de media hora que estuvieron practicando el servicio, no se
fijaron que Honorina portaba bajo el brazo nuestra ropa interior, o sea, el
cuerpo del delito que nos hubiese delatado y perdido a todos.
Dispuestos ya a marcharse, los inexpertos policías habían bajado el tono
de su diapasón, a notas mas suaves y armoniosas. Las dos mujeres los
despidieron con cara alegre, dibujada por sonrisas triunfadoras.
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EL CENTINELA ALERTA Y OTRAS SEGURIDADES
Ya tenemos un buen guardián. Se trata de un magnífico perro de caza
fox-terrier. Se llama "Toni". No se acerca alma nacida a la casa, sin que él nos
haya dado cuenta previamente.
"Toni" está colocado en lugar estratégico, dominando los cuatro vientos.
Tenemos confianza que en lo sucesivo, al menos no nos pillarán de sorpresa.
Somos sensibles al dolor ajeno como al propio, y nos duele privarle de su
libertad, para verle y oírle dar alaridos amarrado a una cadena. Mas en este caso
creemos justificada nuestra determinación, ya que así puede salvar la vida de
varias personas, sin poner en peligro la suya propia.
También hemos puesto nuestro refugio en contacto con el exterior, e
hicimos dentro de el un contra-refugio. El paso de aquel a este es totalmente
invisible, por lo que nos ofrece las máximas garantías de seguridad. En la
hipótesis de que fuera descubierto el refugio, nos colocaríamos al amparo de
otra nueva defensa, más invulnerable que la anterior. Pongámonos en el peor de
los casos, y aceptemos que este patente y flamante escondrijo fuera también
descubierto; pues nos quedaría la salida al exterior que, al menos por la noche,
es casi seguro que habría de darnos resultado positivo. Durante el día es mucho
más difícil poder efectuar la huida sin ser vistos. Los fascistas son muy
"valientes", y para efectuar un registro domiciliario suelen venir cuarenta, o
cincuenta, cuando no son compañías o centurias completas de soldados o
falangistas. De esta forma, acordonan un buen tramo de terreno alrededor de los
edificios, siendo muy difícil la evasión. A pesar de todos los inconvenientes que
se nos puedan presentar, nosotros estamos más tranquilos, y dormimos un poco
más confiados. El "Toni" por un lado, y un boquete al exterior por otro, son dos
garantías de las que hasta ahora hemos carecido, y que en lo sucesivo nos
ofrecerán su valiosa protección.
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"MONTIS" DESCONFIADO
Nos parece que se van desvaneciendo algo las sospechas de que en la
casa de Generosa la de las Aparadas haya fugitivos. Sin embargo, aún quedan
personas maliciosas que dudan. Entre estas, figura un sobrino de aquella
llamado Manuel Montes, alias "Montis".
Este ciudadano es falangista local; desde luego, más amigo de saber que
de hacer daño. En pleno invierno, y a altas horas de la noche, se presentó por
dos veces en la casa, siempre acompañado por dos correligionarios, unos y
otros portadores de sendas "merluzas" pescadas al día con vino y coñac.
Bajo los efectos repugnantes del alcohol, "Montis" y los suyos se
colaban en la casa, con el natural sobresalto para cuantos habitamos bajo su
techo. En cuanto su voz era conocida por mis compañeros, el compás de
nuestros corazones marchaba a un ritmo normal. Mas las mujeres habían de
levantarse y, durante dos o tres horas, aguantar las idioteces de los "curdas", y
coger buenas sesiones de frío.
Los beodos, que llegaban a la casa muy mansamente, ofreciendo su
protección y manifestando que habían tomado un acuerdo en Falange local para
que no se las molestase con más cacheos, de vez en vez enseñaban la oreja
sobre el objeto principal de sus visitas, Tenían interés por averiguar el paradero
del Alcalde y su hermano. Cuando "Montis" soltaba alguna indirecta, Honorina
le replicaba airosa. El borracho se mordía la lengua, cambiando el disco con
torpeza.
Cuando se cansaban de dar murga, se iban chapoteando entre nieve y
fango, cayendo aquí y levantándose allá. "Montis", curdales y tonteras, era
desconfiado, y sus sospechas eran algo más que vanas conjeturas.
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José Mª Oviaño Cuesta
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VISITAS DE HONOR
Los familiares directos de la casa, saben todos que nos guardamos en
ella, contribuyendo cada cual en la medida de sus posibilidades para que nada
nos falte. Comemos bien. Diariamente y a sus horas respectivas, tomamos sanos
y abundantes alimentos. Hay extraordinarios con reiterada frecuencia. Un día es
una buena empanada preñada de chorizos y carne. Otro es un brazo de gitana.
Hoy nos han obsequiado con un par de botellas de anís y coñac. Aparte de la
libertad, nada nos falta. Nosotros les estamos agradecidos.
Los familiares de mis compañeros no ignoran que nos guardamos en la
casa, pero desconocen el lugar donde se oculta el refugio misterioso. Ellos
vienen a la casa; la recorren toda en busca nuestra, pero no nos encuentran en
parte alguna. Hace semanas y meses que revuelven trastos y rincones, sin que
puedan echarnos la vista encima. (¿Donde diablos estarán? Tres hombres no
pueden ocultarse bajo la tapa de un puchero, ni en el bolsillo de un mandil ¿Que
misterio será este?)
A pesar de sus inútiles esfuerzos por descubrirnos, ellos están todos
desconfiados. Es durísima la persecución, y temen que los fascistas, un día u
otro, nos descubran. Les oímos hablar en la casa con acento inseguro, y nos
resolvemos a tranquilizarles. Que ellos vean el refugio, y luego dictaminen. Si
lo creen necesario, ahondaremos hasta los propios infiernos. ¡Lo importante es
salvarse!
Emilio, Pepe, Alejandro y Rosalino fueron colocados por Honorina
frente al refugio, cada uno en distinto día y hora y les decían: tienes a los
fugitivos a un metro de distancia, mira a ver si los encuentras. Por muchas
vueltas que dieron, ninguno fue capaz de encontrarnos, hasta que se daban por
vencidos, y Honorina les indicaba el lugar.
Las contestaciones que fueron dando, por su orden cronológico fueron
estas: -Estáis bien guardados. Aquí, en la vida os encontrarán, Emilio. Estoy
bien seguro de que aquí nos os encuentra ni Dios, Ya estoy muy contento,
Alejandro. Tantísimo como yo miré aquí, y no he visto nada, señores, Rosalino.
El día que le correspondió el turno a Pepe, tampoco nos encontró.
Cuando Honorina le enseñó el refugio, nosotros hablamos con él, desde la
puerta del mismo. Nos vio a los tres, uno por uno, y luego le invitamos a que
pasase un momento a vernos la casa y hacernos compañía. Aceptó, y mientras
él se metió en el refugio, nosotros pasamos al contra-refugio, por lo que se
quedó altamente sorprendido al ver que habíamos desaparecido de su presencia
como por arte de magia, sin haber dejado tras nosotros ni huella, ni rastro.
En cuanto se vio solo, y con el refugio tan iluminado, empezó a
buscarnos nuevamente. Se reía.
-Esto si que está bien. ¡Cualquiera os pilla a vosotros!, salid, salid de
donde estéis, que yo no os encuentro...
Le apagamos la luz, y en un minuto estábamos los tres a su lado, sin que
él supiera de donde habíamos salido.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-Estoy asombrado de vuestra astucia.
Charlamos y reímos todos juntos, por espacio de largo rato. Cuando nos
despedimos, Pepe iba riéndose solo, como un autómata. Agregamos a este
episodio una segunda parte, no de menor importancia que la que dejamos
reseñada, cuyo secreto quisimos guardar para el epílogo de este capítulo.
Nuestros visitantes quedaban admirados de las seguridades de nuestro
refugio, pero su asombro llegaba al grado superlativo cuando oían que, por las
paredes del mismo, se filtraba, sinuosa, la auténtica voz de la República.
-Aquí hay alguien mas escondido -se decían, interrogándonos con
miradas maliciosas.
-¿Quien es ese que habla?
Estaban seguros de que alguien pronunciaba un discurso, o daba
informaciones republicanas, mas no le veían, ni tampoco tenían conocimiento
de que allí hubiese más personas que nosotros tres.
-Esto es un misterio de escalofrío. Yo salgo de aquí para el manicomio.
Esto parece la obra de Zorrilla "Don Juan Tenorio". Aquí hablan las paredes, y
se nos presentan los espectros de la muerte. ¿Estamos en el mundo de los vivos,
o vivimos en el mundo de los muertos?
-Aquí vivimos en nuestra pequeña República -le dijimos a Pepe-.
Escucha un momento, si quieres oír la voz auténtica del Presidente del Consejo,
camarada Doctor Negrín.
Y Pepe oyó a Negrín, y le aplaudió a distancia; pero le aplaudió con
todo su corazón, con toda su alma, con todas las fibras de su ser, como un
vehemente amante y defensor de las libertades humanas. Pepe oyó con toda
religiosidad el grito vivo y sonante de la República Española, dispuesta a
continuar la lucha, hasta salir airosa de esta horripilante tragedia.
Por eso Pepe, al salir aquella noche de hacernos la visita de honor reía y
saltaba como un niño en día festivo. Las emociones habían embargado su
espíritu, que fluctuaba entre lo inconsciente y lo subconsciente.
Emilio y Pepe son hermanos de mis camaradas. Alejandro es cuñado y
Rosalino es sobrino. Rosalino le va tomando cariño a nuestro refugio, y por
venir a vernos desafía los mismos peligros que nosotros. Algunas noches no
quiere abandonarnos, y duerme en el refugio en nuestra compañía. Este es un
joven de dieciocho años. Es astuto, y está dotado de gran sagacidad. A pesar de
su juventud, se ha creado entre las luchas sociales y es un gran camarada, a
quien se le clavan en sus carnes los zarpazos de la burguesía. Es temerario por
demás. Sus visitas reiteradas, pueden comprometernos a todos, pero él quiere
acompañarnos en nuestra desgracia, dedicándonos las horas que tiene
disponibles. Nos cuenta cuentos; es un buen humorista capaz de satisfacer a su
auditorio, tiene temas para todos los gustos. Estamos contentísimos con
Rosalino. A su lado nos olvidamos de nuestra difícil situación.
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Pasión y muerte de Lino
EL MATUTE DE GENEROSA
La carencia absoluta de noticias veraces sobre la guerra, nos llevó a
tomar una determinación arriesgada y peligrosa. En Sotrondio, en casa de
nuestro compañero Paulino, este dejó escondido su aparato receptor de radio.
Es necesario ir a buscarlo pero, ¿como?, ¿quien se compromete a transportarlo a
las Aparadas? Esto constituye una seria amenaza, sobre todo teniendo en cuenta
que la Policía vigila todos los días los movimientos de la familia y, a una
persona extraña no se le puede confiar este secreto, que es una sentencia de
muerte. A la vista de todas las dificultades, Generosa se decide. Ella nos traerá
el aparato, cueste lo que cueste.
Hay que caminar con pies de plomo. Un paso en falso, sería la perdición
para toda la familia. Generosa maduró su plan a fecha fija. Un domingo,
aprovechando la ocasión en que falangistas y soldados se hallan concentrados
en la plaza de Sotrondio para escuchar misa de campaña, ella iría a casa de su
hijo Paulino a buscar el referido aparato.
Es domingo. El plan de Generosa queda suspendido hasta el próximo miércoles,
que es día festivo, por lo que en la plaza de Sotrondio habrá mercado y misa de
campaña. Así, su presencia en la villa no causará sorpresas a nadie.
Con esta variación en el programa, llegó el día señalado. Generosa se
levantó sonriente y desayunó, y después de haber trajinado un buen rato por las
cuadras, tomó en sus manos una cesta grande de dos tapas, y partió para el
mercado. Ya en él, dio unas cuantas vueltas por allí, comprando unas veces, y
haciendo que compraba otras, esperando que pasara el tiempo, buscando la
oportunidad para dar el salto.
Cuando lo creyó oportuno, salió por entre la gente, encaminándose a la
casa de su hijo con la cesta a la cabeza.
Manolita, la esposa de Paulino, ponía bastantes reparos para entregar el
aparato. Era peligrosísimo disponerse a dar este paso, pero hubo de cumplir la
orden de su marido, que era terminante.
Generosa salió a la calle, portando en su cesta el aparato, cesta que
llevaba en la cabeza; sin billete hacía su viaje la máquina parlante. En aquel
entonces, los falangistas tenían por costumbre registrar los bultos, cestas y
paquetes que pasaban por delante de sus guardias, o en cualquier otro lugar
donde estuviesen más de dos, aunque fuese en el paseo. Este detalle no lo
ignoraba Generosa, quien se dio maña para burlar la vigilancia de los guardias,
dando algunos rodeos en busca de un paso eficaz y seguro, sin que nadie llegase
a sospechar de ella. Es cierto que el peligro era grande, mas ella lo venció con
toda facilidad.
Nosotros estábamos impacientes, ante el temor de que fuese descubierta y nos
llevase a todos a la trampa. Pronto nos tranquilizamos. Antes de que nosotros la
esperáramos, Generosa apareció sonriente, con su esperado matute. ¡Nadie la
había importunado!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
En lo sucesivo viviríamos de realidades en los asuntos bélicos de
nuestra gloriosa gesta. Aquella misma noche hicimos pruebas con el aparato,
dando estas resultados satisfactorios. Un grito incontenible salió de nuestros
pechos: ¡Viva la República!
A partir de esta noche, las incontables horas de nuestro aislamiento con
el mundo exterior se nos fueron haciendo más livianas y alegres. Ya sabíamos
algo. Ya teníamos de que hablar, y no por comentarios de los bulos callejeros,
que se deslizan siempre a favor de nuestra causa.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LA INCONSCIENCIA DEL PUEBLO
Como sigue haciendo mucho "humo", la mayor parte del día nos la
pasamos bajo la protección de nuestro inseparable refugio. Son muchos los
vecinos que diariamente frecuentan nuestra casa, y hay que tener con ellos
mucho cuidado y mucho ojito. Cualquier descuido o imprudencia puede
traernos consecuencias.
La ignorancia del pueblo es supina, y en ella encuentra la Policía sus
mejores colaboradores. Son muchos centenares de fugitivos los que han caído
para siempre merced a las indiscreciones de sus propios familiares, protectores
y amigos. Las cosas se van poniendo de tal forma, que no puede uno fiarse de
nadie. El que sabe donde hay algún republicano escondido, en la mayoría de los
casos no le denuncia: eso, no. Pero se lo cuenta muy bajito y confidencial a su
amigo, quien a su vez se lo lleva a otro, y así, poco a poco, la noticia va
trascendiendo hasta que llega a los oídos de los secuaces de la Policía, quienes
en definitiva son los que denuncian. Este estado de cosas nos lleva a tener
desconfianza hasta de nuestra propia sombra.
Son bastantes las personas que saben de nosotros. Tenemos la esperanza
de que no nos delatarán, pero en forma alguna nos creemos seguros. Casi todas
estas personas son componentes de la familia de mis compañeros. Toda mi
familia, desde el más grande al más chico, incluida mi mujer y mi hijo, hasta el
presente ignoran la suerte que he corrido. Nadie sabe si estoy vivo o muerto.
Como queda dicho, quienes conocen nuestro paradero son familiares de mis
compañeros y protectores. Si el secreto no pasa de ahí, acaso podamos
salvarnos.
Entre los que más asiduamente visitan nuestra casa figuran dos chavales
de ambos sexos, a quienes tememos más que a la propia Policía. Marina, que
así se llama la joven, es sobrina y nieta de la casa. Por esta circunstancia, entra
y sale a su antojo, sin solicitar permiso ni esperar invitación de nadie. Marina
tiene monomanía de revolver trastos y rincones, y a tal extremo, ya estuvo
varias veces a punto de pillarnos de sorpresa en el refugio.
El chaval, que como Marina, cuenta unos quince años de edad, presta
sus servicios en la casa, Es muy trabajador. El y su padre ponen un gran interés
en que se quede como criado. Generosa bien necesita de sus servicios
continuos, pero el temor de que pueda llegar a descubrirnos, le obliga a
rehusarlos con carácter permanente.
-No tengo mucho que mandarte. Cuando te necesite, ya te mandaré
recado para que vengas.
El chico este, cuando trabaja, a las horas de comer se sienta por
costumbre a dos pasos del refugio. Es charlatán, gomoso y embustero como él
solo. Es un buen émulo de Dª Urraca Pastor. Después de las comidas, para que
se levante de la mesa es necesario que Honorina coja la escoba y se ponga a
barrer por entre sus pies. No hay manera de despegarlo de su asiento, no siendo
por este procedimiento. Sobre todo por las noches, que nunca tiene prisa, para
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ver si le mandan quedarse. A nosotros nos tiene atormentados con su pesadez y
con sus embustes.
No quiero que estas líneas puedan interpretarse como desprecio hacia
este muchacho. Todo lo contrario. El cumple bien todas las obligaciones. Tiene
un dinamismo que para si quisieran muchos de su edad. A nosotros nos parece
bien cuanto hace y cuanto dice, pero le tememos porque está mucho tiempo
cerca de nosotros, y como no es tonto, puede llegar a tendernos el olfato. La
vivacidad de estos dos chicos nos asusta. El muchacho se llama Landelino. Es
vecino de la casa.
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LOS INCENDIARIOS
Vivimos los primeros días del mes de mayo de 1938. La progresión de
la persecución fascista refleja un aspecto escalofriante. No conforme con buscar
a los "rojillos" en sus casas y en los montes, apelan a procedimientos jamás
sospechados. Asturias arde. De todas las montañas vemos levantarse enormes
columnas de humo y llamas. Caseríos, bosques, zarzales, matas de madera y
pajares, son diariamente pasto de las llamas destructoras. Por este
procedimiento, los campesinos ven desaparecer sus haciendas; el fruto de
muchos años de trabajos y sinsabores son devorados por la voracidad de los
fuegos destructores.
-¿Por que queman las casas y los montes? -hemos preguntado.
-Para que no tengan donde guardarse los rojos.
Hasta aquí llega la saña del fascismo. Son muchos los millones de
pesetas que en inmuebles y bosques de maderas están destruyendo los fascistas.
Los campesinos se ven arruinados, mas nadie se atreve a formular la más leve
protesta. Los montes de Asturias arden en todos los puntos cardinales. ¡Terror!
¡Destrucción! ¡Exterminio! Esta es la novísima filosofía del fascisno.
-Si tienes algo por ahí, guárdalo, Honorina, que por ahí abajo vienen
muchos falangistas y soldados -dijo el chaval.
-De aquí ya se llevaron bastantes peines, jabones, máquinas de afeitar,
cepillos, dinero y todo cuanto encontraron a mano.
-Pues prepárate, que seguramente vienen para hacerte alguna otra jugada
dactilográfica.
Unos cincuenta metros más abajo de esta casa hay un "chamizo" donde,
extrayendo una reducida cantidad de carbón, gana el sustento propio y de los
suyos un honrado ciudadano llamado Bernardino, vecino de La Pezuyal.
Honorina observa a los soldados y falangistas, comprobando que están
destruyendo la referida "industria". Próximo a este "chamizo" hay un corral
propiedad de dos mujerucas, toscas aldeanas, santurronas y beatas hasta la
médula.
Mientras unos proceden a la "humanitaria" labor de destruir la pequeña
"industria", otro grupo se entretiene incendiando el corral, que muy pronto es
devorado por las llamas.
-¡Ladrones! ¡Gandules! ¿Que "vos fize" yo? ¿Con esto me pagáis el que
yo y la "mío" hermana hayamos "votao pa las derechas"? ¡Gandulones!, ¿no
vos da vergüenza? ¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¿Por que me quemáis el
corral, grandullones de los demonios?... ¡Adiós, corralín del alma!...
Esto gritaba Carmen, una de las dueñas del inmueble, que vomitaba
llamas por entre las tejas.
Los falangistas se lanzaron sobre ella como fieras. Le asestaron varios
golpes. Honorina, que presencia la escena, interviene con eficacia:
-Perdónenla ustedes, que esa mujer es tonta, y no sabe lo que se dice. El palizón cesó. Honorina vuelve a la casa, diciéndonos:
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-No os asustéis de las voces. Es que estaban quemando el corral de
Carmen y Quica. Estad tranquilos, que aquí no pasará nada; y si prendiesen
fuego a la casa, ya sabéis lo que tenéis que hacer. El refugio está asegurado
contra incendios. Serenidad, y nada más.
Nuestra tranquilidad, en efecto, no era muy halagüeña. Los fascistas, por
la traza que traían, parecía que venían dispuestos a quemarnos en vida. ¡Pues
vaya bromas que se gastan estos tíos! Un grupo de falangistas incendiarios se
persona a la puerta de la casa. Unos beben agua de la fuente y otros aceptan la
leche que les ofrece Honorina. A continuación llega un alférez con cuatro
números más. Todos ellos son falangistas de la Segunda Bandera de Lugo. Les
acompañan varios soldados y unos obreros, a quienes encargan de las tareas
destructoras. El Alférez tiene mando de Capitán. Viene de un humor de mil
diablos. En tono autoritario, le pregunta a Honorina:
-¡A ver!, ¿hay en esta casa algún fugado?
-No, señor -contesta esta-, aquí teníamos un hermano que estaba herido,
y a quien yo misma fui a buscar al Hospital cuando entraron los "nacionales",
porque me habían dicho que venían los moros de vanguardia, y les teníamos
miedo. Pero al comprobar que eran las tropas españolas las que venían delante,
el miedo desapareció, y mi hermano se fué a curar, y le dejaron nuevamente en
el Hospital, ya que su estado era grave. Tenía un brazo roto y dos balazos más,
uno en el vientre y otro en la cara. A los dos o tres días fuimos a verle, pero en
el Hospital de Sama se nos dijo que habían evacuado a varios heridos. Desde
entonces, no volvimos a saber más de mi hermano.
El Alférez-Capitán se apeó del caballo que montaba y empezó a
examinar el exterior de la casa. Luego pasó al interior, poniendo su atención en
las habitaciones y en la disposición de las mismas.
-¡Que casa tan bonita! Me gustaría instalar aquí la Comandancia.
-Si le gusta, es usted muy dueño, está toda ella a su disposición contestó Honorina-. Tengo dos camas desocupadas, donde pueden dormir usted
y otro, o dos mas. A los restantes los tendremos que acomodar como mejor se
pueda, en el pajar.
Las últimas palabras de Honorina molestaron al Alférez-Capitán, quien,
en tono descompuesto y fanfarrón, contestó:
-¡Mis hombres no duermen en los pajares ni en las cuadras!, ¡mi gente
duerme en la cama!
Honorina se mordió la lengua.
-Perdone usted, señor. Yo no tengo camas para todos. Por eso pongo a
su disposición todas las dependencias de la casa, si es que ellas le sirven. Yo no
quise molestarle.
El gallego fue bajando el tono bravucón de sus asertos. Luego que hubo
examinado la casa, metió el caballo en la cuadra y ordenó a Honorina que
calentase la comida a los soldados, marchándose luego con sus hombres a
hundir y taponar "chamizos".
Aquella misma tarde volvió el Capitán. Traía el gesto más alegre, y con
acento más amable le dijo a Honorina:
-Bueno, mañana es domingo, y no trabajamos. Para el lunes, prepárenos
las camas, que definitivamente he pensado instalar aquí la Comandancia. Será
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cosa de unos días. Esta casita me gusta mucho. Mis ayudantes y yo comeremos
aquí, y las tropas en el lugar donde estén trabajando, que será por estos montes
cercanos. Ya le traerán de Intendencia el suministro para todos nosotros.
Antes de marcharse, preguntó:
-¿Hay muchos fugados por aquí?
-No, señor. Yo no sé de ninguno.
-Pues yo sé que faltan siete u ocho de estos pueblos, y que se hallan
ocultos por estos montes. La culpa la tienen ustedes, que no les denuncian, y
encima les dan alimentos para que no se presenten. En aquel momento, la
brigada de falangistas, soldados y obreros que se dedicaban a la destrucción de
minas, cuevas y corrales, llegaron con sus herramientas de trabajo y las
guardaron en la fragua,
Realizada esta operación unos y otros se despidieron hasta el próximo
lunes.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
EN LA COMANDANCIA MILITAR
-¿Que hacemos ahora? -nos preguntamos-, se nos presenta el problema
más grave y de difícil solución que se nos hubiese podido imaginar durante esta
cruel represión. ¿Marcharnos?, eso estaría muy bien, pero, ¿para donde?, ¿quién
iba a ser el temerario que se atreviese a admitirnos en su casa?, y quedarnos
aquí, ¿para qué?, ¿para que nos maten? Buscamos inútilmente mil soluciones,
sin poder hallar ninguna que nos pareciera buena.
Yo confieso mi verdad. Si hubiese estado en condiciones de poder
marcharme, acaso no les hubiese esperado, y ello podía haber sido mi
perdición. No lo hice porque mi pierna, aunque cicatrizada su herida, aún se
conservaba muy débil, y apenas podía sostenerme sobre ella. ¡Cuanto sentía yo
entonces no estar sano, y más que correr poder volar, para alejarme de aquel
peligro cierto!
El día del domingo lo pasamos muy preocupados, entregados
constantemente a hondas meditaciones. Lo pasamos exactamente igual que el
reo que se halla en capilla, esperando la hora de la sentencia fatal. ¡Que día
aquel, tan largo y tan amargo para todos nosotros! Nos íbamos a hundir
nosotros mismos, y con nosotros se hundiría la familia entera. Ahora sí que
veíamos que la muerte nos acechaba de cerca. Pero no había solución posible, y
si ello llegaba, sabríamos esperarlo con entereza.
No habíamos hecho daño a nadie; de eso estábamos seguros. Habíamos
hecho, desde nuestros cargos, mucho bien a todo el mundo. Esto podíamos
probarlo. Para nada servirían nuestras razones. Si nos cogen, nos matan. De eso
estábamos segurísimos.
Con toda sangre fría, decidimos esperar a los falangistas matones e
incendiarios, dentro de nuestro refugio. Se mantienen en él algunas provisiones
de boca, tomando también algunas otras precauciones. Si teníamos la desgracia
de caer, diríamos como el poeta: "que haya un cadáver mas, ¿que importa al
mundo?"
El Alférez-Capitán le había dicho a Honorina que por donde él pasaba,
no quedaban ni las ratas. Llevaba matados catorce perros, porque no quería que
nada ni nadie delatase por donde él y los suyos pasaban.
-A mi no se me despinta nada -había agregado.
Teniendo todo esto en cuenta, había que afrontar el peligro y quedar a
expensas de sus resultados. Eran varias vidas las que se jugaban en aquella
partida de azar; pero, ¿es que unos y otros no nos la estábamos jugando
diariamente, y a todas horas? Tirarse al monte sería cosa conveniente. Al
menos, si caíamos, seríamos nosotros solos. Esta idea no está mal. Pero una vez
allí, ¿quien nos da la comida? ¿Quien cura a Herminio? Pensamos si sería
conveniente trasladarnos a Infiesto, a casa de mis familiares, pero... ¿Sabíamos
nosotros lo que ocurría?, ¿están vivos mis parientes?, ¿podrán atendernos?,
¿podríamos nosotros llegar hasta allí, estando los montes cuajados de tropas?
Con estos pensamientos, llegó la mañana de aquel lunes aciago y
temido. Honorina, antes de abrir la puerta de la calle, nos reforzó con algunas
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
provisiones más y nos dijo:
-Estad tranquilos. Me da el corazón que no os encontrarán. ¡Animo, y a
ser valientes, camaradas, que este será el último sofocón que nos den!
Se despidió de nosotros, y el refugio quedó cerrado como un secreter
donde se ocultase el mas preciado tesoro.
Los primeros en llegar fueron los obreros de la brigada. Poco después,
los soldados y falangistas. Ninguno entró en la casa. Recogieron sus
herramientas, charlaron un rato con las mujeres y se fueron. Mas tarde llegó el
Capitán con su séquito. Traían unas bestias cargadas de maletas y equipajes,
como si vinieran de veranear.
Ruidos producidos contra el suelo por bultos y maletas. Fuertes pisadas
sobre las tablas del piso. Una voz que ordena:
-Este aquí, ese allá. ¡No deis tantos golpes, que los van a oír los
"rojos"!...
Ya los tenemos instalados en la casa. Nosotros estamos a oscuras. Nos
hemos acostado bien acondicionados, para no hacer el menor movimiento que
pudiera producir ni el más mínimo ruido. De la salita nos llega un eco de golpes
y canturreos... Momentos después, en la cocina oímos las siguientes palabras:
-Vengo muy bien informado con respecto a esta casa. No me ha
engañado usted el sábado. También sé que en Octubre del 34 han perdido
ustedes un hermano, en virtud de una denuncia falsa. Tengo las mejores
referencias de su familia, y sé que son ustedes muy buena gente. Me hé
informado por Graciano "el Chébere", en La Pola, que es Teniente de Alcalde.
Estoy muy satisfecho, por lo que quiero manifestarles que yo, por las buenas,
soy un pedazo de pan; pero conmigo no juega nadie. Así pues, pueden ustedes
estar tranquilos, que nada malo les pasará.
Honorina les agradeció con frases corteses cuanto acababa de oír, pero
estaba asada, lo mismo que una chuleta. Aquel hombre, apuesto y de bellas
facciones, le infundía respeto y pavor. Ya tenía algunas referencias de él. ¡Era
un hombre terrible! En relación con los fugitivos era extremadamente parcial,
severísimo e implacable. En sus frases amenazadoras y bravuconas, ponía todo
el ardor de su alma. Esto era, desde luego, con los vencidos e inermes de la
retaguardia, para quienes no había ni justicia ni piedad.
La Comandancia Militar empezó a funcionar con toda rapidez. ¿Quién
nos iba a decir a nosotros que habíamos de vernos en la Comandancia Militar?
Pues si, señor. Créase o no, ya estamos en la Comandancia Militar de Las
Aparadas, en la que, por espacio de cuatro días y cuatro noches, fugitivos y
fascistas habíamos de comer de la misma olla y dormir bajo el mismo techo, sin
que de unos a otros hubiese más distancia de un metro. ¿Que ocurrirá?
Aquella primera mañana la pasamos impacientes, esperando el
desarrollo de los acontecimientos. Los soldados salieron al campo. Esperamos
inútilmente que los jefes hiciesen lo propio, mas no ha sido así. No se separaron
un minuto de la oficina, que había sido instalada en el comedor. Allí trabajaban
todos, menos el Capitán, que no hacía más que pasearse a nuestro lado,
sentándose a pequeños intervalos.
-Este tío nos descubre. No nos abandona un instante, y nos va a oír
respirar.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
A la hora de la comida, se negó a que esta le fuera servida en lugar
preferente.
-No, no, comeremos aquí mismo. No queremos molestar.
-Lo que tú no quieres es dejarnos respirar -pensamos nosotros.
Y se colocaron, desde luego, donde más molestaban, sin atender a los
reiterados esfuerzos de Honorina para que atendiesen su deseo.
-No, no. No se moleste, que no le queremos dar trabajo...
Se pusieron a comer, charlando animadamente. Aún no habían terminado los
fascistas de tomar café, cuando el ingenio de Honorina colocó en nuestras
manos un gran puchero de carne guisada y una botella de vino, ya empezada.
En aquel momento no nos fue posible, pero apenas tuvimos ocasión para ello, le
rogamos a Honorina que, mientras ellos estuviesen en la casa, no intentase ni
arrimarse a la puerta del refugio. No nos hacía falta nada. Habíamos metido
provisiones para varios días, y era temerario disponerse a abrir sin necesidad.
Eso de ponerse a servirnos la comida y el vino de los fascistas en sus propias
narices, sería todo lo heroico y genial que se quisiera, pero nosotros no
estábamos en plan de bromas. Aquello, si se quiere, era como el prólogo de una
comedia grotesca.
Después de la comida, los ayudantes salieron a tomar un poco el sol
junto a la fuente, que está situada a unos cuatro metros de la casa. El jefazo se
quedó en su sitio, hablando con Honorina y su madre. Marina, la nieta de
Generosa, había subido a ayudar a su tía, y a la sazón trajinaba en la cocina
fregoteando platos y cazuelas. Esta muchacha, de quien ya hemos hecho
referencia, con el ruido de los cacharros impedía que nosotros oyésemos
exactamente todo lo que se hablaba.
Momentos hubo en que estuvimos tentados a taponar nuestros oídos,
para no oír tantas bestialidades. Aquello no era un hombre. Aquello era una
bestia.
-Miren ustedes -les decía a las tres mujeres-. Con estas tijeras picaría en
trozos muy menudos a todos los "rojos", y a quienes les encubren... Yo quiero
mucho a mis padres, pero si fuesen "rojos" los mataría yo mismo. Tengo un
hermano en Madrid. Si cuando se termine la guerra me entero que prestó algún
servicio a los "rojos", conmigo ha terminado para siempre. En Mieres hemos
quemado dos casa en la misma acera, para dar caza a un fugitivo. En Valdesoto
incendiamos otras tres casas, y matamos a machetazos a nueve personas entre
mujeres y niños, porque una de las mujeres había dado muerte a un oficial que
le registraba la casa. El matar a los "rojos" de un tiro, es un honor que estos no
merecen. Hay que triturarlos a golpes, y martirizarlos bien, aplicándoles
tormento hasta que se mueran. Eso es lo único que se merecen.
Las mujeres callan, aterrorizadas.
-Miren ustedes, el otro día detuvimos a una joven muy bonita, que era
"roja". La empezamos a apalear de lo lindo; pero, llorando como una
Magdalena se tiró a mis pies, pidiendo clemencia, al propio tiempo que me
besaba y abrazaba en las rodillas. A mi, entonces, me dio mucha lástima de ella,
y la maté de un tiro en la cabeza.
Generosa salió con el alma destrozada a un quehacer. Honorina y su
sobrina estuvieron oyendo durante toda la tarde escenas de esta naturaleza.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Cuando estas dos últimas salían a buscar agua, o a cuidar el ganado, oíamos al
Alférez-Capitán revolver los pucheros que había en la cocina.
-Este tío parece que huele algo. Pues si nos descubre, ya sabemos como
se las gasta...
-Si nos descubre, tendrá que cazarnos en marcha...
Después de unas cuantas horas en tinieblas, y en medio de una quietud
absoluta, nos quedamos dormidos. Cuando nos despertamos, el reloj de la casa
tocaba las diez campanadas. Eran las diez de la noche. Los fascistas habían
cenado ya, y se entretenían jugando al tute. En esta faena estuvieron hasta las
doce, hora en que se recogieron velas, yendo luego a acostarse. Nosotros
encendimos la luz, disponiéndonos a cenar. Honorina, en cuanto los oyó
acostarse, tocó suavemente con los nudillos a la entrada del refugio. Abrimos, y
en un momento nos entregó un termo con café, pan, una botella de leche y un
puchero de patatas guisadas con lengua. Entre Honorina y nosotros no se cruzó
ni una sola palabra. El refugio volvió a cerrarse herméticamente hasta la
mañana siguiente en que, mientras ellos habían salido a lavarse en la fuente,
ella quiso meternos nuevas provisiones, por lo que nos fue necesario abrir para
decirle que no necesitábamos nada, hasta que se marchasen los fascistas.
Cuando se realizaba este cabildeo, uno de los ayudantes entró a grandes
zancadas en la casa, colocándose al lado de Honorina, quien, para disimular,
fingió que limpiaba unas cacerolas. El fascista, que no había observado nada,
siguió hasta su habitación, entonando una canción gallega...
Nuestro refugio continúa cerrado durante todo el día, ante cuya entrada,
el Alférez-Capitán nos hace guardia de honor. Al oscurecer, mediante un
descuido de los fascistas, abrimos la puerta por espacio de unos tres o cuatro
minutos, para que se renovase el aire viciado que ya empezábamos a respirar.
Honorina, tan vigilante de su sobrina, que nos ignora, como de los propios
fascistas, se ve apurada para poder entregarnos dos botellas de leche.
Marina, como el Alférez, nos tiene todo el día al alcance de su mano.
Mas estamos seguros de que en estos días de borrasca, no ha de ser ella quien
nos descubra. Si pasamos inadvertidos al Alférez, que parece que nos presiente
al observar cuidadosamente los más insignificantes detalles, respecto a la chica
podemos cantar victoria. Parece que vamos cogiendo algo de confianza... Si no
cometemos una indiscreción, sabremos librarnos de las iras de este salvaje
moderno.
Al resto de falangistas que componen la Comandancia, parece que no
los tememos tanto. Trabajan en la oficina la mayor parte del día. Cuando están
desocupados comparten galantemente con las chicas, salen hasta junto a la
fuente, o se tumban a tomar el sol en el huerto. A estos nunca los hemos sentido
pasear meditabundos como al mandamás quien, sin duda alguna, es un hombre
misterioso y terrible.
Durante todo el día, son muchos los falangistas, con graduación o sin
ella, que entran y salen de la casa. Ordenanzas y oficiales, van y vienen a todas
horas, sin que a nosotros nos preocupen lo más mínimo. Ya sabemos quien es
nuestro mayor enemigo, aún teniendo presente que todos lo son a cual más.
Pero este energúmeno que no nos quiere abandonar un solo instante, es el que
más probabilidades de éxito tiene.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
El Alférez tiene un perro policía que tiene los ojos cubiertos de legañas,
y como un buen señor se acuesta en la casa. Cuando el amo va a acostarse, el
ocupa su sitio, tumbándose muy cerca de nosotros. Este perro es tan policía
como su amo, y parece como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo para
echarnos el guante. Si alguno de los que nos buscan logra descubrirnos, a las
primeras de cambio recibirán un pistoletazo en la nuca. A nosotros ya sabemos
lo que nos espera, y no nos llevarán de rositas. El primer golpe lo asestaremos
nosotros. Después, ya veremos lo que ocurre.
El martes por la noche, después de la cena, entre falangistas y mujeres
se inició animada conversación. Luego jugaron un rato a las cartas.
-Ahora vamos a acostarnos -dijo D. Leandro, (así se llamaba el
Alférez)-, que mañana tengo que madrugar un poco, para ir a Bendición.
-¡Don Leandro va de viaje! -respiramos un tanto satisfechos. (Y que no
vuelvas, asaúra. Por fin nos dejaría un día libres, y al siguiente, acaso se
marchasen todos definitivamente).
Se fueron a dormir. Honorina propinó unos buenos cachetes al perro del
Alférez, por sucio y mal educado. El perro empezó a llorar. El "Toni" nuestro,
que lo oyó quejarse, comenzó a ladrar enfurecido. Uno de los falangistas, a
medio vestir, se fue a la oficina y recogió y trasladó a su cuarto unas bombas de
mano que allí habían dejado sobre la mesa escritorio. Aquella mercancía tenía
que estar siempre al lado de ellos. Las colocaron con sus fusiles y pistolas, junto
a las camas. Honorina, buscándole la vuelta a su sobrina, nos sirvió la cena
caliente, y ambas se acostaron. Nosotros, con toda tranquilidad devoramos la
cena. Luego, Paulino quiere encender el aparato de radio, para coger nuestro
parte de guerra, a lo que nosotros nos oponemos, porque ellos pueden oír el
aparato.
A la mañana siguiente, las mujeres madrugaron como siempre.
Generosa se fue hacia la cuadra a atender el ganado. Honorina le entregó unos
trapos a su sobrina, para que los lavara en el bañal de la fuente. Después de
comprobar que los fascistas se hallaban acostados, picó muy suavemente en la
puerta del refugio. Abrimos y, por primera vez desde que se instaló allí la
Comandancia, le vimos la cara. Estaba desconocida. El sufrimiento moral le
había quitado mas de cuatro kilos de peso, en poco más de dos días. Muy bajito,
nos contó lo del viaje del Alférez (que ya sabíamos nosotros), y agregó que
estaba atormentada por llevarle la corriente a aquel hombre tan odioso, que no
se separaba un momento de su lado.
-Ahora podéis estar tranquilos y seguros de que ya no os descubre...
La puerta se cerró como por encanto. Había sonado un ruido.
Los falangistas se levantaron y durante más de dos horas dieron
infinidad de vueltas por la casa, que crujía bajo el peso de los enormes
zapatones llenos de herrajes. Andaban como si lo hiciesen a saltos. No
sabíamos a que obedecía aquella inusitada febrilidad.
Hacia las diez de la mañana, el Alférez salió por fin, diciendo que iba a tomar el
tren, y que no vendría a comer.
-Algo es algo -nos dijimos-, no madrugó mucho, pero, por fin, parece
que se va.
Yo, recordando unas frases de "El Contrabando", musité:
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Pasión y muerte de Lino
-¡Adiós, niño! ¡Y permita Dios que no te "jagan na", ladrón!
Los falangistas de la Comandancia, aprovechan la ocasión de la
ausencia de su jefe para arrimarse a la cocina, a pegar la hebra con las
cocineras. Sacido, el escribiente, parece ser que es un pobre diablo que está por
los huesos de Honorina. Esta le persuade de que tiene novio, y él parece
resignarse. Unos y otros hablan de sus mocedades en tono alegre y cortés, como
si experimentasen aquella satisfacción momentánea de verse libres de la
presencia de su jefe.
Dos horas mas tarde, el Alférez se nos presenta nuevamente en la casa.
Cuando llegó a Blimea, se enteró de que ya había pasado el tren. Dio unas
cuantas vueltas por la casa y, después de colocarse en su sitio habitual, para
hacernos escolta durante mas de hora y media, salió para el monte, de donde
regresó al oscurecer, con el pantalón roto por una pernera.
-La he roto por darle patadas a un "rojo" que detuvimos en La Pezuyal.
Ese chico que hemos detenido no era un fugitivo; pero sabemos que es "rojo", y
por ello, ya tiene bastante para si. Me dieron intenciones de matarle. Yo no se
porqué me contuve.. -y agregó-: ¡Haga el favor de coserme el pantalón!
Honorina obedeció, al propio tiempo que le preguntaba:
-¿Quien es el detenido?
-Un tal Onofre, que robó y saqueó los comercios... Una buena pieza,
Porque nos vio pasar por su lado y no le dijimos nada, creyó que no le
conocíamos: pero a mi no se me despinta nada. Donde yo no los encuentre, es
que no hay ningún "rojillo". ¡Todo lo veo! ¡Nada se me escapa!
Efectivamente; no se le escapaba nada..., pero nosotros, aunque aún no
podíamos cantar victoria, poco a poco, minuto a minuto, nos íbamos deslizando
de sus manos y las de sus huestes. No se le escapaba nada, y sus hombres
llevaban varios días revolviendo casas, quemando montes y hundiendo minas o
cuevas, y entre todos no habían logrado descubrir ni el menor rastro de varios
vecinos de estos pueblecitos de monte, que a él le constaba que andaban huidos.
No se le escapaba nada, pero hasta la fecha se le había escapado todo, y ya
estaban a punto de poner fin a su tarea destructora. ¡Pobre Don Leandro!, ¿eres
poco afortunado, o es que eres un pobre badulaque en asuntos policíacos?
Convengamos en que la suerte no te fue adversa, porque el Destino te puso a
nuestro alcance, y la culpa es tuya, si es que no nos ves...
Solo Onofre Suárez (quien estaba muy tranquilo en su casa, gozando de
libertad y con su correspondiente documentación en el bolsillo), solo este
ciudadano había sido detenido, acaso con el humanitario propósito de "justificar
trabajo". Más de cincuenta hombres trabajaron afanosamente mas de una
semana, para hacer una detención a todas luces ilegal y arbitraria, y para
quemar y destruir varias propiedades. ¡Todo inútil!
Al Alférez, según sus propias declaraciones, no le pasaba nada
desapercibido. Así, el miércoles por la mañana, hojeando una revista de modas
que había sobre una mesa, vio que en ella había escrita a pluma la siguiente
inscripción: Herminio Rodríguez. Once de mayo dge 1.938. El manuscrito le
sorprendió.
-¿Quien ha escrito esto? -preguntó a Honorina.
Esta lo examinó, contestando resueltamente:
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-Eso lo escribió el otro día mi sobrino Herminio. Es un niño de La
Pezuyal.
-¡Ah, creí que lo había escrito su hermano...
-Mi hermano tiene muy buena letra y, como usted ve, esta está muy mal
formada.
Pero, en realidad, era la de su propio hermano, ya que en la familia no
había ningún sobrino que se llamase Herminio, ni cosa parecida.
Lo sucedido había sido que nuestro compañero Herminio, días atrás,
había estado haciendo pruebas de escritura con su mano herida, y había
cometido la inocente indiscreción de estampar en aquella revista su propio
nombre y la fecha en que lo escribía. El nombre era lo de menos; pero la fecha
constituía una delación tajante, que, gracias a la habilidad de Honorina y a la
torpeza del Alférez, no nos trajo consecuencias funestas.
Al Alférez le hubiese sido facilísimo comprobar que aquel niño llamado
Herminio, no existía en esta familia, y que el autógrafo, aunque mal formadas
por la inseguridad del pulso, tenía todas las características de la escritura de
Herminio. Pero, como no le pasaba nada desapercibido...
Por fin llegó el día de la partida de los fascistas, sin que hasta entonces
se hubiesen registrado otras novedades que las ya mencionadas. Aquella
mañana el oficial paseaba inquieto por la cocina, mientras sus ayudantes
arreglaban maletas y equipajes. El oficial Don Leandro, pasea, pasea.
Honorina entra en su habitación a hacerse la toilette, entornando la
puerta tras si. El oficial cesa en sus paseos, y enfila el oído hacia el cuarto de
Honorina. Observa... Observa... Espera... Minutos mas tarde salió Honorina de
su cuarto, y él le dijo:
-Oiga, Honorina; ¿sabe que se me está figurando que usted debe tener el
novio escondido en su habitación? Vamos a ver...
Y acompañando la acción a la palabra, se introdujo en la habitación,
registrando hasta el estuche de los peines. Movió las camas y separó de la pared
la mesita de noche. Huelga decir que se llevó un planchón.
-¡Parece mentira, Don Leandro! Me extraña mucho que a estas alturas, y
conociéndome como me conoce, pueda usted suponer que yo sea capaz de
ocultar a nadie en mi casa.
-Perdone usted, pero es que me ha dado una revelación...
Este fue el primero y el último registro que los de la Comandancia
hicieron en la casa. ¡Solo el cuarto de Honorina! Claro que el resto de las
habitaciones las tenían por su cuenta, entrando y saliendo a su antojo. Por eso
Don Leandro no quería marcharse sin comprobar que allí no quedaba nadie.
-Bueno, esta tarde nos marchamos. Ahora vamos a ver los "trabajos"
que han hecho las tropas. Al regreso vendrá Alfredo, el capataz, a cenar con
nosotros. Prepare comida para todos.
Momentos después partían para el monte todos los componentes de la
Comandancia. Cuando regresaron, fue para comer y marcharse a otros pueblos,
en busca de nuevos éxitos. Ya estábamos al borde de la victoria, pero temíamos
que, antes de marchar, cuando el Alférez-Capitán bajase del monte con todas
sus huestes, se le antojase pasar un minucioso fondeo a toda la casa. ¡Nos falta
el último apuro, el postrer atragantón!
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Pasión y muerte de Lino
Honorina, como despedida, les preparó un banquete suculento, en pocas
fondas habrán sido tan bien atendidos como en esta casa, durante el tiempo que
permanecieron en ella. Aquí se les atendía a cuerpo de rey.
-En cuanto vengan, sírveles la comida, para que se vayan pronto dijimos a Honorina, en un descuido de su sobrina.
A la una de la tarde, los fascistas se presentan a comer, Son seis,
incluido Alfredo.
-Los soldados quedan comiendo en el monte. Pronto los tendremos aquí.
En atención a que hacía un sol espléndido, y a que en la mesa se había
aumentado un cubierto, Honorina preparó esta en el corredor, desde donde se
contempla un magnífico panorama, que por el Este se extiende hasta
Peñamayor. El Alférez aplaudió la idea, lamentándose con sus compañeros de
no haber comido allí todos los días, Todos se fueron sentando en torno a la
mesa, saboreando el vino y el entremés, mientras el "jefazo" se metió en la
cocina, de la que no salió hasta que la comida, olorosa y humeante, les fue
servida en la mesa.
Hora y media estuvieron comiendo y bebiendo. Honorina, para postre,
les había preparado unos riquísimos pasteles y un envidiable "brazo de gitana"
en el que, con crema blanca y en relieve, había puesto este epitafio: "¡Franco!
¡Franco!"
¡Admirable! -le dijo el Alférez-, aparte de sus excelentes dotes como
repostera, quiero significarle que tuvo usted una idea genial, y que no pudo
hacer una cosa mejor para que yo le quedase agradecidísimo.
-Pues me dieron ideas de poner U.H.P. -le espetó Honorina, con una
sonrisa entre tímida y maliciosa.
-Pues tenga usted en cuenta que si pusiera eso que dice, se comía usted
la tarta con bandeja y todo. Eso se lo juro por la salud de mi madre, a quien no
toleraría nunca bromas de esa naturaleza...
Honorina, temblando de miedo, intentó disculparse...
-¿No ves que te está gastando una chanza? -interrumpieron los
comensales.
La furia del Alférez desapareció tan repentinamente como había venido,
volviendo a reinar la mejor armonía entre él y la repostera.
El Alférez se levantó de la mesa antes que sus compañeros, y fue a
ocupar su puesto a nuestro lado. Le sentíamos pasear y arañar el piso con la
contera de un bastón u otro objeto parecido. ¿Estará registrando? El bastón
parece que hurga buscando un hueco en el piso, o en las paredes de la casa. En
esta tarea estuvo entretenido un rato. (¡Cuando te marcharás, hombre de Dios!)
El resto de los comensales continuaron en la mesa, dispuestos a
exterminar los sabrosísimos pasteles y el vino.
-Como ya han tomado café, supongo que ya no se servirán mas postre, y
esto aquí les estará estorbando, ¿puedo retirarlo?
-Como está tan riquillo, tenemos intención de servirnos otro poquillo...
-Pero ya hemos comido demasiado, y puede hacernos daño.
-Mejor será que nos soplemos otras copas...
Honorina retiró de la mesa una bandeja con pasteles y otra con un buen
trozo de tarta. Por lo que pudiera ocurrir, lo puso a buen recaudo.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
En la calle notamos un fuerte pataleo, como si fuera de caballerías, que
nos anuncia la llegada de las tropas que se esperan. Tres oficiales y un Sargento
entran en la casa, saludando al estilo romano. El Capitán hace las
presentaciones:
-Esta es la chica tan simpática de que os hablé. Esta es su madre y esta
es su sobrina. Estos son los oficiales tal y tal, y éste es el Sargento Calamocha.
Se cambian varios saludos; mucha diplomacia, mucha cortesía y mucha
galantería.
-Bueno, vosotros tomaréis un poco de café y unas copitas -les dijo el
Alférez, como si estuviera en su casa.
-Se nos va a hacer tarde -contestó uno.
-No, no; eso, no -repuso Honorina-. Ustedes no se van de aquí sin tomar
unos pasteles, y un poco de café. ¡Pues no faltaba más! ¡Me darían un
disgusto!...
Aceptaron, comieron y bebieron cuanto quisieron, mientras el Alférez
continuaba en su puesto de combate, hablando con las mujeres. (Pero este
hombre no nos olvida. Nos tiene más que retefritos. ¡Vaya peste que nos cayó
encima!)
Por fin, se disponen para la marcha.
-¿Cuanto es la cuenta? -preguntó el mandón.
-Que cosas tiene usted Don Leandro. -contestaron a un tiempo Honorina
y su madre-. Ustedes no deben nada en esta casa.
-¡No, no¡ Eso de ninguna manera; nosotros queremos pagarlo todo.
-Bien, bien; pero nosotras no queremos cobrarles nada.
-Entonces, no les quedará más remedio que aceptar una propina. Y
conste que marchamos muy contentos y agradecidos. Si algún día tenemos que
volver por aquí, vendremos a comer a esta casa. Si necesitasen algo de nosotros,
no tienen más que avisar. Yo, personalmente y con toda sinceridad, me ofrezco
a ustedes para todo en lo que pudiese serles útil.
La cocina se llenó de tropas falangistas que empezaron a despedirse
.
Sacido, escribiente, que como sabemos, galanteaba algo a Honorina, fue
el último que se despidió. Antes de partir, escribió con tiza blanca en la
chimenea las siguientes palabras: "Ten presente a un combatiente en tus
oraciones". Los camaradas llamaron a Sacido, y este y Honorina ganaron la
calle. Las tropas estaban formando. Cuando iba a despedirles, Honorina
observó que la salida al exterior de nuestro refugio, que debía estar
herméticamente cerrada, presentaba un gran boquete ante los ojos de las tropas
falangistas. Honorina palideció, sus fuerzas le abandonaron y estuvo a punto de
perder el dominio sobre si misma.
Con la serenidad impecable de una heroína triunfadora, precipitó la
despedida de la oficialidad, haciéndola en común, y en un tono de voz bastante
elevado, con la intención de atraer hacia si las miradas penetrantes de los
falangistas que, inconscientemente, se posaban muy próximas al cofre abierto
en el que se guardaba la mas preciada reliquia de sus ensueños.
La comitiva partió, y nuestra heroína aún tuvo agallas para gastarle una
broma a Sacido, despidiéndole a hurtadillas con el puño en alto..., y aquí
terminó la historia de los matones e incendiarios, cuya misión no era otra que
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
quemar y destruir, martirizar, apalear, rociar con gasolina los familiares en vida,
o aplicarles otros tormentos aún más espantosos.
¡Que vayáis benditos de Dios, y que la suerte sea con vosotros..., pero lejos,
muy lejos de aquí. Si pudiera ser, fuera de España, fuera del mundo! ¡Donde los
efectos de vuestra acción criminal y devastadora no puedan sentirse por
ninguno de nuestros semejantes, que os maldecirán ante Dios y ante la Historia!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
UN ACCIDENTE Y UN INCIDENTE
Marina salió tras los falangistas para reintegrarse a su casa, y nosotros
salimos de nuestro refugio a respirar aire puro, que ya nos faltaba durante
cuatro días. En aquel momento parecía que nos encontrábamos libres, por
habernos desembarazado de tan terrible pesadilla. Honorina se había quedado
flacucha y demacrada. ¡Tales habían sido sus sufrimientos morales! De su peso
normal, le faltaban unos seis kilos de carne, perdidos en cuatro días.
En el rostro de Generosa no se columbraba ningún cambio, aunque sus
sufrimientos no hubiesen sido menores que los de su hija.
Apenas nos vimos libres de la presencia de aquellos desalmados,
Honorina se dio prisa para taponar la abertura que había observado en la salida
de nuestro refugio, que un animal, pastando, había puesto al descubierto.
En cuanto se hizo noche, nos encaminamos al bosque próximo, para
respirar el aire a pleno pulmón. Estábamos medio atolondrados. Nuestras
piernas sentían la pesadez del anquilosamiento. En el trayecto, Herminio dio un
paso en falso, y se le descompuso un pie, viéndose obligado a regresar a la casa,
presa de grandes dolores. ¡Vaya por Dios!; no salimos de una, para meternos en
otra. Aquello volvía a aumentar el caudal de sus sufrimientos, puesto que sus
heridas, aunque cicatrizadas, le habían originado un eccema que le interesaba
todo el brazo derecho, produciéndole frecuentes e irresistibles picazones y
molestias. Aquella descomposición de su pie, le dejaba inutilizado
temporalmente y, a fuerza de frotaciones y masajes, su hermana logró
volvérselo a su sitio; pero los dolores continuaron por espacio de unas semanas.
Son los últimos días del mes de Mayo. El brazo de Herminio va de mal
en peor y él, desesperado, dice que no puede resistir más; o se busca un médico,
o de lo contrario se verá obligado a presentarse. ¡El trance era peliagudo!
Presentarse a un médico, podía suponer tanto como presentarse a la policía. Y si
esta se enteraba de que cualquier galeno visitaba, o simplemente recetaba algo
para los fugitivos, el doctor, cualquiera que fuese su rango o significación
político-social, podía asegurarse que sería inmediatamente pasado por las
armas. Por ello, los médicos eran estrechamente vigilados.
Yo tenía un amigo doctor quien, por añadidura, era hombre encuadrado
en las ideas liberales. No sabíamos si este doctor estaría detenido. En el caso
contrario, yo tenía la seguridad de que si le era posible nos atendería. Al menos,
yo estaba convencido de que si nada podía hacer en nuestro favor, tampoco nos
denunciaría.
Este señor era el Doctor Don Juan de la Vega, especialista en
enfermedades venéreas y de la piel, quien tenía un gabinete instalado en Sama
de Langreo. Ponerse en manos de un médico de derechas, era exponerse a que
encima de no querer recetar, nos delatase a la Policía. Sobre este particular
deliberamos durante unos días.
Ya no se podía esperar más. Herminio pasó las últimas noches
desesperado, durante las cuales su hermana le renovaba la cura tres o cuatro
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
veces. El brazo expelía un líquido acuoso y abundante por todos los poros,
empapando a cada hora los vendajes. Cuando esto sucedía, Herminio era
incapaz de soportar una fuerte picazón que le atacaba, y, poco a poco, iba
perdiendo las energías hasta que se quedaba desfallecido.
Hacia los ocho de la mañana, Paulino y yo oímos ruidos fuertes en la
habitación próxima al refugio. Salimos de él, para informarnos de lo que
sospechábamos. Honorina y su madre lloraban desconsoladamente, y nuestro
compañero estaba tendido e inmóvil sobre la cama, víctima de un colapso. A su brazo
derecho tenía enrollada una toalla, empapada en agua como una esponja.
-No se puede esperar más, hay que arriesgarse y consultar a un médico, salga
lo que salga.
Yo escribí una carta de mi puño y letra, en la siguiente forma:
"Doctor Don Juan de la Vega. Sama de Langreo. Amigo Don Juan: La dadora de la
presente es familiar de un amigo mío que ocupaba una cama a mi lado en el Hospital
de Sama, y de quien usted seguramente se acordará. Ella le explicará en qué
condiciones se encuentra este muchacho, y le ruego haga todos los posibles por
atenderla. Sin otro particular, y rogándole me perdone el atrevimiento, le saluda su
buen amigo Lino".
Honorina se arregló a toda prisa, y salió de la casa camino de Blimea, en busca
de su sobrina "Pili" para que la acompañase. Ambas tomaron el tren camino de Sama.
Ya en esta Villa, averiguaron que Don Juan tenía allí su despacho, y allí esperaron la
hora de consulta. "Pili" estaba más desconfiada que Honorina. Temía que el Doctor,
aparte de no atenderlas, las denunciase a la Policía, cuyo cuartel se hallaba junto al
gabinete médico.
Cuando le correspondió el turno, Honorina pasó al despacho de Don Juan. Este
la recibió con mucha amabilidad, invitándola a sentarse y haciendo él lo propio.
-¿Es usted el Doctor Don Juan de la Vega?
-Si, señorita; a sus órdenes -hubo una pausa-, usted dirá lo que desea.
-¿Conoce usted a un señor que estaba herido en el Hospital de Sama, que era
Jefe de Policía, y que se llama Lino?
-Lino... Lino... ¿Uno que estaba herido en un muslo?
-Si, señor.
-Pues si, le conozco.
-Pués tome usted esta carta. El chico de quien le habla ocupaba una cama en su
habitación, y estaba herido en un brazo...
Don Juan palideció. Leyó la carta dando muestras de gran nerviosidad, y una
vez terminada esta operación, repuso:
-Nada, nada; yo no puedo hacer nada.
-Por Dios, Don Juan; recéteme usted cualquier cosa, que aquel hombre se nos
muere.
-No puedo, no puedo... ¿Sabe usted con quién está hablando?
-Tengo informes de que es usted un perfecto caballero.
-Si, señorita. Pero yo soy el médico militar de esta plaza, y lo único que yo
puedo hacer es no saber nada de nada.
"Pili" le dio un pellizco a Honorina. Veía la cosa mal.
-Pues indíqueme aunque sea una medicina casera, que le estamos dando
lavados al brazo, y a lo mejor es malo.
-Nada de lavados. Cúrelo usted con óxido de zinc; eso es, con pomada de
óxido de zinc, y si lo que tiene es gangrena, habrá que amputarle el brazo.
-¿Quiere usted hacerme el favor de la carta?; no lo vaya a comprometer.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-Esta va ahora mismo a la estufa; y vayan ustedes tranquilas, que yo no se nada
de nada... Quisiera más no saber nada...
Honorina y "Pili" salieron a la calle y, medio asustadas, emprendieron el
camino de la estación ferroviaria, mirando hacia atrás a cada paso. Tenían miedo que
Don Juan las denunciase a los de Asalto, y salieran tras ellas a detenerlas. Mas nadie
las molestó. Don Juan era, en efecto, un caballero...
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
DIGNIDAD PROFESIONAL
Ya en el andén de la estación, las dos muchachas vieron un médico
conocido, que a la sazón paseaba con una joven. ¿Serían novios? Esto no nos
interesa saberlo. La idea de hablar con él y contarle el caso, las asaltó, pero,
¿sería oportuno molestarle ahora? Tratándose de lo que se trata, será oportuno
molestarle siempre. Se trata del joven Doctor Don Vicente Vallina, vecino y
natural de Sotrondio.
"Pili" le abordó con estas palabras:
-Tengo necesidad de hablar con usted, pero lo dejaremos para mejor
ocasión... Ahora está usted muy entretenido.
-Puede usted hablar ahora mismo -contestó Vallina.
-Perdone usted, es solo un momento -le dijo "Pili" a la acompañante del
Doctor.
El médico y "Pili" formaron grupo aparte. "Pili" titubea; no acierta o no
se atreve a hablar. El médico se lo nota, y le dice:
-Hable usted sin miedo, y sea lo que sea, tenga usted presente que habla
como si fuera con un hermano.
Viendo el portillo abierto, "Pili" le contó el objeto de la entrevista.
-¡Bien, bien!, mañana vaya usted por mi casa, que allí le dejaré
preparada una pomada. Yo no puedo recetar, pero haré cuanto me sea posible
para que su familiar pueda curarse. Por el momento, nada de lavados ni baños
de sol.
Al día siguiente "Pili" se fue a casa del Doctor Vallina, a quien, con más
tiempo que el día anterior, informó del proceso de curación de las heridas de su
paciente. El doctor la recibió con toda amabilidad, y la escuchó sin perder un
detalle. Luego le dio toda clase de explicaciones sobre las curas que debían
hacerse al herido, entregándole unos tubos de pomadas y una buena cantidad de
gasas esterilizadas y algodones.
-Cualquier duda que tuviesen, o si esto no le resultase bien, y el herido
se pusiese peor, no tienen mas que acudir a mi. Con toda confianza.
Cuando "Pili" le preguntó por el importe de la cuenta, se negó en
absoluto a recibir ni un solo céntimo. Tampoco quiso saber quién era el herido,
aunque sabía que se trataba de un familiar de "Pili", que se hallaba escondido.
¡Que diferencia entre este y Don Juan! Agreguemos, además, que el doctor
Vallina es hombre que perteneció siempre a partidos políticos de derechas,
mientras que Don Juan estaba encuadrado en las organizaciones del Frente
Popular.
Con aquellos medicamentos, nuestro compañero sintió gran alivio, si
bien es verdad que no obtuvo su curación completa, debido sin duda a que el
eccema era rebelde, y la sangre estaba plagada de impurezas.
Rindamos en esta página nuestro más cálido homenaje al doctor Vallina,
quien no vaciló un instante, ante los peligros que le rodeaban, cuando fue
requerido para la práctica de sus servicios profesionales.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
EL REGISTRO NUMERO QUINCE
En los últimos días del mes de Marzo, unas mujeres charlatanas e
inconscientes del vecino pueblo de Sienza, empezaron a divulgar la noticia de
que habían visto a dos milicianos "rojos", con camisa roja, tomando el sol en un
prado.
-Cacheo seguro -nos dijimos, apenas la noticia llegó a nuestros oídos-,
esas mujeres ven rojos hasta en los pucheros. Si fuese cierto que los hubiesen
visto, lo que debían hacer era callarse. Pero lanzan la noticia a los cuatro
vientos, para que se les persiga y se les mate, sin tener en cuenta que podían ser
hasta sus propios hijos o hermanos. ¡Son unas miserables!
Efectivamente, según habíamos previsto, a las cuatro de la tarde, los
soldados y falangistas locales daban una batida por estos contornos, sufriendo
nuestra casa uno de los más concienzudos registros que hasta la fecha le habían
practicado.
No quedó un solo rincón en todas las dependencias de la casa que no
fuese revuelto. El oficial que mandaba las tropas preguntó a Honorina:
-¿Falta algún fugitivo en esta casa?
-No, señor. Aquí solo teníamos un hermano que se hallaba herido en el
Hospital, y fue evacuado por los "nacionales".
-¿Cómo un hermano? -contestó un fascista local, llamado Arturo -De
esta casa
faltan tres. ¿Donde está Paulino el Alcalde, y Bejega? ¿Por qué me engañó
usted a mí? -repuso el oficial, descompuesto.
-Mire usted, señor; yo no le engañé. El Alcalde y Bejega, son el uno
hermano, y el otro cuñado. Pero ambos están casados, y viven en sus
respectivas casas, con sus familiares. Esta no és la casa de ellos.
-Pues en la sucesivo, tenga usted mucho cuidado con lo que habla,
porque esas palabras pudieron costarle muy caras. ¡A mi se me dice la verdad,
nada más que la verdad!
Dichas las anteriores palabras, continuaron su marcha ascendente por el
monte cercano, en busca de los dos milicianos "rojos" de la camisa roja, que no
debían estar más que en la imaginación calenturienta de aquellas desgraciadas
charlatanas vecinas de Sienza, por quienes los habitantes de estos pueblos
sufrieron un sofocón.
En total, en poco más de cinco meses que van transcurridos después del
derrumbamiento de Asturias, son quince los registros domiciliarios que los
fascistas llevan efectuados en esta casa. Hasta la fecha, solo han conseguido
llevarse de aquí varios objetos robados. En esta materia, están bastante mas
adelantados que en sus asuntos policiales.
La casa sigue vigilada, más este trabajo tampoco da los resultados
apetecidos.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
OTROS PORMENORES
Cuando estas líneas escribo, 28 de Junio de 1938, van transcurridos tres
meses sin que ni la policía ni sus secuaces hayan vuelto a la casa. No obstante
esto, sabemos que la rondan con frecuencia.
A falta de registros, pasamos a reseñar otros pormenores, que merecen
nuestro recuerdo unos, y otros nuestra estimación y nuestro más profundo
agradecimiento.
El haber cesado en parte la persecución a la casa, se debe, sin duda
alguna, a la circunstancia de haber sido instalada aquí una Comandancia
Militar, y también al hecho de que Sacido, el escribiente de la misma, había
tomado en serio sus pretensiones amorosas con Honorina, sin que hubiesen
bastado para disuadirle de sus propósitos las serias advertencias de esta,
asegurándole que tenía novio, y que no estaba decidida a cambiarlo por nadie.
Todas estas advertencias no lograron torcer la voluntad del fascista, quien a los
pocos días de su partida, le escribió una carta a Honorina, anunciándole su
visita.
Llegó Sacido a cumplimentar su promesa cuatro días después de haberse
efectuado el último registro de la casa. Al comunicarle la visita que sus colegas
habían hecho recientemente a la casa, dio muestras de descontento, y hasta se
disgustó un poquito, diciendo: parece mentira que después de haber estado
nosotros aquí, sin haber encontrado nada, se atrevan ellos a venir detrás. A
nosotros nos llaman la escoba, y huelga que nadie se moleste en buscar donde
hayamos estado. De todos modos, aquí no volverán.
Después, por informaciones posteriores recibidas de buena fuente,
supimos que Sacido les habló a los civiles y a los soldados, para que no
molestasen más a estas pobres mujeres, puesto que en su casa no había nadie.
Sacido, contra la voluntad de Honorina, siguió frecuentando la casa por
espacio de dos meses. Durante esta época, los domingos y días festivos no falla
nunca su visita. Se presenta muchas veces sin anunciar su llegada. Entra en la
casa, y todo lo encuentra en su estado normal. Nunca observa nada que pueda
denotar la presencia de hombres. Por eso cada día está más convencido de que
aquí no hay fugitivos, ni se les suministra. Jamás ha visto ni el menor indicio de
nada que pueda inducirle a sospecha.
El es un falangista cien por cien. Pero parece un hombre de una
educación relativa; es cortés, no se le oyen las estridencias chulonas y
matonescas de los de su clase. A este, seguramente, le causan repugnancia los
actos vandálicos y criminosos de sus compañeros con la retaguardia indefensa.
La intervención de Sacido, parece que fue tomada en consideración. En
estos últimos tres meses, no se nos ha molestado directamente.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
MADRES E HIJAS
Entre las personas que con mayor afán contribuyen a que no nos falte
tabaco y otras cosas (entre ellas algunas superfluas), figuran Mercedes y su hija
Pilarina ("Pili"), que no nos olvida un momento. Tabaco, vino, anís, coñac,
comestibles y empanadas, amén de otras atenciones en el orden gastronómico,
todo esto nos lo proporciona "Pili", unas veces semanalmente, y otras cada
quince días; desde luego, de acuerdo con su madre siempre.
En el aspecto del tabaco, Pilarina no descuida su papel. Los primeros
días de la ocupación de Asturias por los fascistas, el tabaco escaseaba
ostensiblemente. En los estancos o tiendas, no era posible adquirirlo a ningún
precio. Un paquete de este artículo era la mejor lotería que podría tocarles a los
fumadores empedernidos. Sin embargo, nosotros no notamos su falta.
Ya sabemos que la Comandancia Militar de Blimea estuvo instalada
durante varios meses en casa de Mercedes. Allí trabajan, comen y duermen
diariamente varios oficiales del ejército franquista.
"Pili", joven honesta de la que destacan sus bellas dotes de bondad y de
hermosura, tiene amistad con sus huéspedes, a quienes saca tabaco con el
pretexto de que és para su padre; pero en realidad és para nosotros. Para que no
la descubran, ella entrega a su padre la parte mas insignificante. La mayor
cantidad nos la fumamos nosotros.
Los oficiales, por tener contenta a "Pili", son capaces de quedarse ellos
sin fumar. Gracias a este procedimiento, nosotros no notamos ni un solo día la
escasez del tabaco.
Yo conocí a "Pili" cuando su tío Herminio y yo nos hallábamos heridos
en el Hospital de Sama de Langreo. Ella iba a vernos con frecuencia,
llevándonos frutas seleccionadas, manjares y reposterías finísimas, elaboradas
con sus propias manos. Las dotes personales que adornan a esta bella criatura,
constituyen su mejor caudal de riquezas.
"Pili" sabe coser y bordar; como su madre, es buena cocinera y repostera. Esta
jovencita, es buena y simpática; es inteligente y cariñosa. Posee, además, una
belleza extraordinaria que pasea por todas partes sin un gesto de altivez. A
pesar de su radiante juventud, esta chica tiene el tacto y el aplomo de una dama
que dedica todos sus afanes a la casa. Huye de las jaranas y estridencias
callejeras, para refugiarse al calor de sus ocupaciones habituales.
Cuando yo tuve la suerte de hablar con "Pili" por vez primera, me quedé
admirado de su buen trato y sencillez. El acento de su voz, el tono suave y dulce
de sus palabras, la deferencia con que me trataba, pronto me dijeron que en el
fondo de su alma se ocultaba un tesoro de ternura y de belleza; más bello aún
que toda la hermosura exterior que a raudales resplandecía de sus grandes y
negros ojos, iluminando su faz morena, en cuyas líneas se estampa el estigma
de lo impecable, de lo inconfundible. Esta es "Pili", una de nuestras más asiduas
protectoras.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Más tarde me enteré que el Concejo de Sotrondio (San Martín del Rey
Aurelio), como homenaje justísimo a la belleza de "Pili", la eligió "mis
Blimea", en las fiestas tradicionales del Carmen, en el año 1934.
Esta merecida recompensa, sentenciada acaso por sesudos varones
amantes del arte, canta con más elocuencia que yo las dotes externas que
adornan a "Pili".
Yo no conozco ni a Constantina ni a su hija Celsa. Sé, sin embargo, que
también son nuestras protectoras, y ello me basta. Son familiares de mis
compañeros, y vecinas de Pola de Laviana. Con frecuencia nos mandan pitillos,
anís, chocolate, café y algunos otros productos de diario consumo. Toda la
familia sabe de nosotros, y toda ella está unida, atendiéndonos cada cual según
sus disponibilidades. Constantina y su hija Celsa, como todos los demás, se
interesan por nosotros y nos ayudan cuanto pueden. Mis compañeros y yo,
dejamos aquí consignado nuestro más profundo agradecimiento para ellas,
quienes vivirán eternamente en mi memoria.
Manolita y Oterina, son respectivamente la esposa e hija de nuestro
compañero Paulino. Hasta ahora, vinieron a visitarnos en reiteradas ocasiones,
trayéndonos algún dinero y otros artículos. Ahora, le hemos rogado que no
vuelvan a traernos nada, la Policía observa todos sus movimientos y pueden, el
día menos pensado, darnos un susto.
Si; la Policía persigue a Manolita y a Oterina. Los civiles les dieron un
plazo de quince días para que presenten a Paulino; de lo contrario les darán el
"paseito".
En la misma forma persiguen a Celestina (hermana de mis compañeros), y a su
hija Luisina.
Ambas fueron conducidas al cuartel, fijándoles un plazo para entregar a
Luis Bejega, marido de la primera y padre de Luisina, quien ostentaba el cargo
de Capitán en el Ejército Popular.
La persecución contra estos familiares es sistemática y tenaz. A
Celestina, que tiene un modesto establecimiento en Sotrondio, le dan palizas sin
tasa, y le roban el fruto de su trabajo, imponiéndole multa tras multa; todas ellas
caprichosas, las que ha de satisfacer a rajatabla, y sin chistar.
Manolita no tiene establecida ninguna industria. No puede pagar multas.
A pesar de ello, tuvo que deshacerse de la máquina de coser, para llevarles
cincuenta duros a la Inspección de la Policía de Sama. Manolita no puede pagar
multas, pero las paredes de su casa se van quedando desnudas, en esqueleto.
Un día le robaron los muebles, colchones y camas, y hoy le roban las
ropas, las tazas, cubiertos y platos. Además, la amenaza de muerte subsiste. ¡Es
la gloria de la España de Franco! ¿Quién no siente el placer de vivir, y exaltar al
invicto Caudillo?
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
EL CUENTO DE LA "CESTINA”
Ernestina vino a vernos. Nos trajo una botella de anís marca "El
Presidiario", y un encargo para Herminio. Le hemos rogado que no vuelva. Es
de izquierdas, es vigilada y puede comprometerse y comprometernos. Cuando
nos despedimos de ella, le dijimos que ya la avisaríamos nosotros cuando las
cosas mejoraran un poco, para que volviera a visitarnos. En esta cuenta hemos
quedado.
El ruego anterior no fue cumplido. A los pocos días, Ernestina volvió a
visitarnos. Traía tabaco, jabón de afeitar, y creo que además traía un paquetito
para Herminio. Nos trajo, además, el juego de la "cestina". Nos dio
explicaciones: una cestita en cuyo fondo, por la parte exterior, se clavan unas
tijeras en sentido vertical. Por cada borde exterior de los ojos de la tijera, sujeta
una persona con el dedo del corazón, dejando en esta forma la cestita
suspendida en el aire. Así colocada la cestita, se le hacen preguntas, sin hacer
fuerza alguna. La cesta contesta si, o no, dando una media vuelta, o quedándose
inmóvil.
-¡Probemos, probemos!
Somos Ernestina y yo los que hacemos el juego; ella es la que habla:
-"Cestina", ¿traicioné a Paraes, traicioné a Paraes, "cestina"?
La cestita no se mueve; dice, por tanto, que Ernestina no traicionó a
Herminio.
-"Cestina", ¿"terminaráse" pronto la guerra?
La tijera gira sobre la yema de nuestros dedos, y la cesta rueda, rueda
como un disco, hasta que se descentra de nuestros dedos, para caerse.
Volvemos a colocarla, y Ernestina sigue preguntando:
-¿"Terminaráse" la guerra dentro de un mes..., ¿dentro de dos?...,
¿dentro de cuatro?
La cesta da una rápida voltereta. ¡Bueno!, ya estamos enterados.
Ernestina se fue al día siguiente, con la misma recomendación de que no
volviese. Mas suponemos que no tardará mucho en presentarse por aquí.
Por lo que supimos aquellos días, el juego de la "cestina" cuajó en el
ambiente popular, y con él se entretenían en las casas, en los talleres, en los
cuarteles y oficinas, y hasta en algunos de los Estados Mayores de Franco,
donde interrogaban a la "cestina" para que les dijera cuando se terminaba la
guerra, y quién la iba a ganar.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
FE EN LA REPUBLICA
Las noticias que a diario nos trae el aparato de radio no son, en realidad,
nada alentadoras. En los frentes, el enemigo nos va comiendo terreno. Nuestras
fuerzas resisten con valor y heroísmo, hasta el sacrificio; pero, palmo a palmo,
se ven obligadas a ceder trozos de España.
Lo que más nos duele y nos indigna, son los brutales bombardeos aéreos
sobre ciudades abiertas. Estas matanzas en masa de la población no
combatiente, nos causan terror y repugnancia, sobre todo al contemplar el
espectáculo internacional que se repliega, indolente, ante la contínua masacre
de mujeres y niños.
La guerra es dura, muy dura; pero nuestra fe en el triunfo de la
República cada día es más firme. ¿Veremos el triunfo? Eso no lo sabemos. La
lucha se prolonga demasiado, y estamos expuestos a que, el día menos pensado,
nos echen el guante. Mas, si no somos nosotros, serán nuestros compañeros,
nuestros hermanos o hijos, a quienes corresponda el disfrute del triunfo.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
"LUIS BEJEGA, FUSILADO"
A casa de Celestina llega una noticia tajante, que causa dolor y
amargura en toda la familia. De Luis no sabe nada ningún familiar. Su esposa,
le cree evacuado.
Pero, hete aquí que un día llega de Oviedo un guardia de asalto, vecino
de San Mamés, y trae la noticia de que Luis Bejega fue fusilado en aquella
plaza, días atrás. Agregó, además, que él había recogido su documentación y
sus cosas.
Celestina y sus hijas, lloran desconsoladas. Nada sabían de Luis, y la
noticia podía ser cierta; pero era necesario cerciorarse bien, antes de dar el
hecho como consumado. Inmediatamente, se puso toda la familia en
movimiento, acordando que Mercedes fuese a Oviedo, con el fin de enterarse de
la veracidad de esta noticia.
Aquel mismo día, en circunstancias en que en casa de Celestina toda la
familia llora con amargura la hipotética pérdida de su querido ser, un grupo de
soldados penetra en la casa, y, sin conmoverse del dolor que afligía a todas
aquellas desgraciadas criaturas (una mujer y tres niños), empiezan a registrar las
dependencias de la misma, llevándose ropas y colchones.
Por la noche regresó Mercedes, con la grata noticia de que Luis no había
sido ejecutado, ni tampoco estaba detenido. La alegría de todos los familiares
fue indescriptible. Mas era conveniente no dar esta noticia a la publicidad, para
que en el ambiente de la calle reinase la duda. De esta forma podían verse
menos perseguidos por la Policía y sus lacayos, algunos de los cuales se
frotaban las manos de gusto, creyendo como un hecho el fusilamiento de Luis.
¡Era un guardia de asalto quien lo había afirmado, y no había por que poner en
duda esta noticia! En realidad, el referido guardia cambiaba a Luis Bejega por
otro Luis, a quien, efectivamente, habían fusilado días antes.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LA OTRA HONORINA
Transcurren los días y las semanas, sin que en las líneas de fuego se
observen cambios notables que puedan variar la crítica situación por la que
atraviesa la República. La resistencia cada día mejor organizada de nuestros
soldados, ofrece serios inconvenientes al enemigo, que ve como fracasan sus
planes ofensivos, allí donde los inicia, y apenas los pone en ejecución. Pero esto
no basta para calmar nuestros anhelos de libertad. Mientras al Gobierno no se le
vende un cartucho en el extranjero, el enemigo sigue recibiendo cuerpos de
ejército de Italia y Alemania, dotados de abundante y moderno material de
artillería y aviación.
Son aún muchos millares de soldados los que se ocultan por estos
montes, luchando contra toda clase de dificultades, dando cara al enemigo, y
prefiriendo morir en la lucha antes que caer en sus manos, donde saben la suerte
que les espera, que no es otra que la de sucumbir cobardemente asesinados,
atados de pies y manos, junto a las tapias de un cementerio, o en otro lugar
cualquiera.
Nosotros seguimos metidos continuamente en nuestro refugio.
Diariamente nos vemos obligados a extremar nuestras precauciones. ¡Siempre
vigilantes!
Vivimos en los primeros días del mes de Julio del 38. Honorina tiene
una sobrina carnal llamada también como ella. Es hija de Emilio y Bernardina.
Vive en La Pezuyal, con su padre.
Como se trata de familia, Honorina la de La Pezuyal viene muchas
veces a casa de su abuela. Esta muchacha cuenta 22 años de edad, es hermosa y
de lozanas carnes, lo que pudiéramos llamar una belleza artesana, y está en
posesión de un corazón grande y noble, que todo lo entiende a la buena de Dios.
No sabe lo que son odios ni rencores.
Nosotros hemos visto a esta joven docenas de veces, sin que ella pudiera
imaginarse que nuestros ojos la acechaban. Ella no ignora que nos ocultamos en
la casa, por lo que siempre se muestra discreta y recelosa. No sabe donde
estamos escondidos, y antes de hablar, mide bien el alcance de sus palabras.
Como su tía, ella también es modista; y a pesar de que tiene en su casa
una magnífica máquina, cuando tiene algo que coser, viene al lado de su tía, y
entre ambas perfeccionan las prendas.
Por la circunstancia apuntada, nosotros sufrimos el inconveniente de
tener que estar muchos días enteros encerrados en nuestro refugio. En esta
ocasión llevamos casi unos quince días seguidos guardándonos de ella. (Puesto
que sabe que estamos aquí, ¿por que nos hemos de ocultar tanto de ella? No
conviene que aprenda el refugio). Y nos seguimos esquivando a su presencia.
A la sobrina de Honorina le salió un pretendiente militar con sus galones
de cabo, perteneciente a una compañía destacada en Sotrondio. La primera vez
que la acompañó este soldado, le vimos desde el quicio de una ventana. Subía
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
con la joven cuesta arriba, portando sobre sus hombros una saquita blanca,
conteniendo los comestibles que Honorina había ido a buscar a la Cooperativa
de la empresa donde su padre presta sus servicios como picador de carbón.
Suponiendo que vendrían por esta casa, quisimos verlos más de cerca, y
esperamos que se fueran acercando, vigilando su llegada por debajo de la puerta
de la sala, desde donde se domina perfectamente el camino. Vimos, sin ser
vistos, a la pareja de futuros novios, y reímos un poco de muy buena gana, la
galantería del mozo uniformado y con galones.
En Asturias es muy poco común eso de llevarle a la novia el saco, o la
maleta. Severino Alvariño, que así resultó llamarse el citado cabo, traía a estos
pueblos de las cumbres de Asturias una costumbre exótica, o al menos por aquí
poco generalizada, que nos sugirió unos comentarios jocosos.
Las dos Honorinas continúan ocupadas en sus labores de alfayatería, y
en sus conversaciones oíamos algunas palabras que denotaban que el cabo era
asiduo en sus pretensiones de noviazgo. Algunas veces, estando al acecho en
nuestros puestos de vigilancia, hemos visto al galán acercarse a la casa, en la
que llegó a adquirir buena amistad, a pesar de que al principio se le recibía con
desconfianza y reserva, ante el temor de que pudiera tratarse de algún espía.
El cabo Alvariño, llegó a familiarizarse con Generosa y su hija. Este era
hombre condescendiente, y no subía ninguna vez a ver a su novia, sin que se
detuviese en la casa. Esta medida del cabo, por un lado nos contrariaba, pero
por lo demás nos gustaba que viniese, ya que si se trataba de un espía, tenía que
desechar toda sospecha de que en la casa hubiese más personas que Generosa y
su hija.
Un día, desde nuestras atalayas del interior de la casa vimos que
Honorina venía, como de costumbre, a coser con su tía. Mis compañeros se
metieron al refugio. Yo me oculté en una habitación.
-No quiero estar toda la tarde a oscuras, encerrado en el refugio sin
necesidad - les dije a mis compañeros.
-Pues lo mejor que hacer es presentarte a ella.
La nieta de Generosa entró en la casa, y siguió directa al cuarto de la
costura donde trabajaba con su tía. Antes de que su sobrina diese principio a la
faena, su tía salió a la cocina, en busca de no se qué cosa.
Yo, que estaba en su cuarto, la llamé.
-Dile a Honorina que venga aquí, pero no le adviertas que estoy yo.
Vamos a darle un susto.
Esta llamó a su sobrina, diciendo:
-¡Ven, Honorina! ¡Verás que tengo en mi cuarto!
Ambas entraron resueltas en la habitación, mas yo noté que la recién
llegada lo hacía un poco desconfiada, como si presintiese lo que iba a ocurrir.
Yo me escondí detrás de la puerta, y, al entornarla ellas tras de sí, aparecí
sonriente, en mangas de camisa arremangadas hasta más arriba de los codos, y
con pantalón de Mahón, que me había sido facilitado en la casa (que, por cierto,
aquel día estaba roto y a punto de poner mis carnes al sol). Así se presentaba
todo un jefe de Policía ante una buena camarada, quien, ante lo inesperado,
cambió repentinamente de color, ahogó un grito en su pecho y, medio asustada,
se dejó caer sobre una de las dos camas que había en la alcoba.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Su tía y yo, reímos de buena gana, hasta que la de La Peruyal, repuesta
ya de su impresión, se incorporó y nos saludamos en voz baja, ya que de otra
forma nos estaba vedado hablar a los hombres. Allí mismo, departimos unos
momentos, continuando luego la charla en la cocina.
Poco después de iniciada la conversación, la de La Pezuyal me dice:
-Yo sabía que os guardabais aquí.
Al mismo tiempo se dirige a la puerta del refugio, y la abre. En cuanto
oyeron esto, mis compañeros asomaron la cabeza y mi colocutora rompió el
aparente silencio con un nuevo chillido, que fue incapaz de ahogar en su
interior.
Mis compañeros salieron del escondite, saludaron a su sobrina y, por
aquella tarde, no hubo ni más costura ni más hilvanes que los cortes de traje que
en nuestras conversaciones silenciosas íbamos confeccionando para los
fascistas.
Con esta presentación, sentimos un buen alivio. Para nosotros era muy
distinto pasar seis u ocho horas dentro del refugio y con la puerta cerrada en
pleno verano, sin luz, sin poder hablar ni movernos, a poder pasar esas mismas
horas en el interior de la casa, siempre alerta, claro está, en nuestros puestos de
observación, desde donde vemos la luz del sol, y contemplamos el panorama
por los cuatro costados de la casa. ¡Ya lo creo, que era muy distinto!
Desde aquella tarde que, sin serlo, a mi me pareció feliz, no nos
volvimos a esconder de Honorina, la nieta de Generosa, no siendo que viniese
acompañada de Alvariño, o de algunos vecinos amigos que, con frecuencia,
visitaban la casa para hacer sus encargos de vestuario.
¡Mire usted que escondernos tanto de esta joven, para luego salirnos con
que conocía nuestro refugio!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LOS AMORES NO MATAN
El gallego Alvariño viene varias veces a ver a su novia, y la visita en
casa de su abuela. Un domingo, después de comer, Herminio se hallaba fuera
del refugio, conversando con su cuñado Alejandro y su sobrina "Rosalo".
Cuando más entretenidos estaban, Alvariño se presentó a la puerta de la casa.
Sin que el cabo notase nada, Herminio se zambulló de cabeza en el refugio,
como un pez en el agua. Si no estamos en constante vigilancia, es peligroso
durante el día asomarse a la puerta del refugio. Mucho más todavía si nos
salimos de él sin tener la guardia bien montada. En este aspecto, Herminio es
algo descuidado. ¡Que ello no nos dé que lamentar!
Aquella tarde los dos zagales se la pasaron enterita en uno de los
corredores de la casa, tomando el fresco, donde el sol no les molestaba;
haciéndose, quizá, miles de juramentos y promesas de amor. ¡Que bello es el
mundo! ¡Que acariciador es el murmullo de la tórtola! ¡Que embriagadoras son
las dulces palabras! ¡Que encantador el discurrir del agua cristalina de la fuente!
¡Que grande, y que sublime el Sol que nos alumbra! ¡Que hermosa y envidiada
eres, oh, libertad, libertad! ¡Que horas más felices, para quienes tienen la dicha
de vivirte y de gozarte! ¡Tarde de domingo!, eres una diosa que abre su cáliz de
amor, dicha y placeres, a los que disfrutan de libertad para ver tu sol, y sentirlo
en la cara como una caricia suave y alentadora... Esta tarde de domingo, mis
compañeros y yo la pasamos en tinieblas, en lo más hondo de nuestra guarida.
Han pasado ocho días. Vuelve a ser domingo. El día está nublado.
Pepín, el hermano de mis compañeros, viene a vernos. No le gustan las tertulias
en la casa, porque pueden ser peligrosas y, como hombre previsor, se mete en
nuestra jaula para poder hablar más libremente con nosotros.
La nieta de Generosa llegó tras de Pepín, y momentos después se
presenta su galán, el cabo Alvariño. Apenas advertimos su presencia, nuestro
refugio se cerró como una caja de caudales, y nuestro visitante se quedó
encerrado en la ratonera. ¡Todo en tinieblas! ¡Que mundo, señor!
Para hacerle un honor, del que nosotros nos absteníamos por economía,
excepto a las horas del yantar, aquella tarde encendimos la luz de un candil.
Eran las dos. Los consortes pasan al corredor y, apoyados en su baranda
contemplan el panorama, cuya esplendidez se ve borrada por algunas nubes que
a cortos intervalos franquean los rayos del sol. Los mozos cortejan alegres,
diciéndose frases y requiebros de amor.
Así van transcurriendo las horas, mientras Pepín se impacienta y
desespera; pues necesita salir para ir a atender sus ganados, y no puede.
Nosotros hablamos muy bajito, mientras del corredor nos llegan alegres
explosiones de vida y de juventud. Alvariño y su novia siguen recostados o
asomados a la baranda hasta pasadas las ocho de la tarde, hora en que el palique
va llegando a su epílogo.
Pepín se asfixia en el ambiente del refugio. Le irrita tener abandonadas
sus obligaciones. De su casa vienen a llamarle.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-No está -les contestaron a los niños que hacían este encargo.
-Pues, si viene pronto por aquí, que no se detenga, que tiene que ir a
ordeñar las vacas, y se está haciendo tarde.
Aquel día Pepín, cuando regresó a su casa, ya su mujer y sus hijos le
habían reemplazado en sus menesteres habituales. ¡Tardaremos en volver a
cogerlo otro domingo dentro del refugio! Hay amores que matan.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
SIGUE EL DESFILE
Son muchas las personas que van desfilando por esta casa. Unos saben
de nosotros; otros, no. Los que saben que nos guardamos aquí, todos forman
parte de la familia, y, además, llevan los ideales de redención clavados en el
alma. Aquí no hay chivatos ni traidores. De haberlos habido, ¡buenos
estaríamos todos a estas horas!
Con alguna frecuencia viene a la casa una sobrina de Generosa llamada
Argentina, que es vecina de Sotrondio. Esta chica, que al parecer es joven (pues
yo hasta el momento no la hé visto), ya nos sirve de enlace desde los primeros
días del fracaso de Asturias.
Yo la oí muchas veces hablar y reír; pero, como siempre nos ocultamos
de ella, jamás he podido verle la cara. Algunas veces que lo intenté, solo pude
verle las pantorrillas, que casi siempre lleva desnudas.
Como sabemos, cuando esta muchacha viene, casi siempre es portadora
de alguna noticia. Hasta el presente, ignora que nosotros estamos mejor
informados que ella.
Argentina nos presiente en todas partes, y anda esquiva por la casa,
temerosa de descorrer los cendales del misterio. No es una muchacha apocada y
de pocos alcances; nada de eso. Se trata de una joven lista y genial como ella
sola. Su lengua funciona con rapidez, dando a sus palabras un sonido limpio y
exacto. Diríamos como si tuviese un arte magistral para narrar los hechos y las
cosas, sobre todo cuando se trata de noviazgos.
Cuenta chistes y bromas de buen gusto. Parece que siempre está de buen
humor. ¿Como será esta chica?, me he preguntado varias veces. Siento deseos
de conocerla. Me parece interesante esta Argentinita.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
GENERALIDADES
El tiempo se va deslizando preñado de oscuros nubarrones. El aparato
represivo adquiere proporciones inenarrables. Las heridas de nuestro
compañero van mejorando notablemente, y están a punto de su curación total.
Nosotros, en lo que cabe, estamos contentos, pero nuestra desconfianza
aumenta cada día más.
En el curso de un mes, estando nosotros fuera del refugio y siempre en
nuestros puestos de observación, hemos visto a la Guardia Civil pasar dos veces
junto a la casa, sin detenerse en ella. Otra vez, también vimos aproximarse una
patrulla de soldados, que pasó de largo.
Una pareja de civiles se acerca a la casa, comen unos piescos,
(melocotones) y después de dejarnos una receta, se van sin intentar registrar la
vivienda. ¡Esto parece que mejora! Huelga decir que, en cuanto olemos algo
que se parezca a persona viviente, nos colamos al escondrijo como ratas.
La simple presencia de un niño por las proximidades de la casa, es
suficiente para que efectuemos nuestra desaparición como por arte de magia.
Hoy es una tarde radiante de brillos solares. Frente a la casa avanzan dos
oficiales y un asistente del ejército fascista. Honorina nos da la señal de alarma.
Ellos pasan de largo, siguiendo su camino hacia arriba. Dos horas más tarde,
regresan por el mismo camino. Yo los vi, y me espeté en la cueva. Son de
intendencia. Habrán subido a comprar alguna res. Parece que nos tienen en
olvido. Todos pasan de largo...
Mas nos consta que la guardia nocturna no falla. Uno de los encargados
de esta misión, es un hermano de Luis Bejega, llamado Manuel. Este
desgraciado, que ya en Octubre del 34 fue confidente a sueldo de la Policía,
durante esta guerra cogió la graduación de Teniente, y al caer Asturias, estuvo
escondido durante siete meses. En el espacio de este tiempo averiguó donde se
guardaban algunos de sus compañeros, que luego fueron sus víctimas; pues él
se presentó y los denunció, para que a él lo dejaran libre. Así fue, en efecto. Le
dejaron en libertad, con la condición de que tenía que presentar a su hermano
Luis, y al Alcalde, que debían estar juntos. Por eso Manolo Bejega frecuenta la
casa por las noches. Es decir, frecuenta las inmediaciones. Cree que su hermano
y el Alcalde no deben estar muy lejos de aquí, y espera pacientemente que una
u otra noche se lleguen a buscar suministros, para sorprenderlos y entregarlos a
la Policía para que los maten. Siempre le acompañan algunos sabuesos.
Consignemos que este "buen" Manolo, antes de presentarse, mandó a su mujer
(o lo que sea), a hacer sondeos a esta casa y a la de Celestina, con el propósito
de averiguar donde estaban Luis y el Alcalde; pero parece ser que ya conocían
bastante bien a Manolo y a su señora, y se quedaron sin saber lo que tanto
deseaban. Con la misma comisión, también visitó a Manolita, la esposa del
Alcalde. ¡Narices, rosa ajada del lupanar! ¡Vete con los guardias al cuartel!
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
DETENCION DE ISIDORO
El día 14 de Agosto, fue detenido en su casa de Laviana el camarada
Isidoro Rodríguez. Estaba escondido desde el día del derrumbamiento. Este
compañero es pariente de Constantina y Celsa, de quienes en otro lugar queda
hecha referencia. También es pariente de Generosa, y suponemos que pueda
saber que nosotros nos guardamos aquí. Esta hipotética coyuntura nos inspira el
temor de que Isidoro, al ser apaleado y amenazado de muerte, llegue a
descubrirnos.
Apenas tuvimos conocimiento de esta detención, Generosa se trasladó a
Laviana, para entrevistarse con la esposa del detenido, al objeto de informarse
si su marido conocía nuestro refugio.
-Yo, si, lo se; pero Isidoro no sabe nada -esto fue lo que le contestó a
Generosa-. Estaos tranquilos, que no sabe ni una palabra.
Esta fue la respuesta que nos trajo Generosa. De todos modos, la cosa
no era como para tranquilizarse.
Al día siguiente, hacia el amanecer, oímos que el perro ladraba furioso,
e, inmediatamente, Honorina corrió a darnos la señal de alarma.
-¡La policía! -nos dijo.
Atrancamos bien al refugio, y pasamos al contra-refugio. Sentimos
fuertes pisadas por la casa, al propio tiempo que hablaban con Honorina y su
madre.
-Isidoro sabía de nosotros, y nos delató. (Este fue el primer pensamiento
que cruzó por nuestras mentes)
-Bueno, pues que le vamos a hacer. Una debemos, y una pagaremos.
Moriremos injustamente, pero como solo se muere una vez, y de esa vez no hay
quien se libre, si este ha de ser el momento que nuestro sino nos tiene
predestinado, de nada servirán nuestras protestas de inocencia; ¡ánimo y
serenidad!
Por espacio de un gran rato, nos pareció que oíamos ruido por la casa.
-Nos están buscando -creíamos.
Al notar unos golpecitos en la puerta del refugio, encomendamos
nuestras almas al diablo. (¡Ya están ahí); esperamos emocionadísimos que los
golpes adquirieran mayor violencia. Como estaba cerrado por dentro, tenían que
romper la puerta para entrar, y esto no era tarea fácil ni silenciosa Nuevamente,
notamos unos golpecitos que nos parecían la contraseña para abrir. Pero, ¿será
posible?, ¿por donde nos cogieron la contraseña? ¡Aquí hay misterio! Nosotros
seguíamos asegurándonos en el contra-refugio. Otra vez los golpecitos, y
tampoco hicimos caso. Algunos segundos después, oímos la voz de Honorina
que nos dice:
-¡Abrid! ¿A que esperáis? ¡Abrid, hombres, que ya se fueron!
Arrastrándonos como reptiles, y con toda cautela para no hacer el menor
ruido, pasamos al refugio, pensando:
-¡Vaya!. Menos mal que no nos encontraron -y oímos nuevamente a
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Honorina que nos decía:
-¿Por que no abrís? Hace un rato que os estoy llamando.
Por fin, abrimos
-¿Quienes eran?
Se nos contestó que eran dos fascistas de Barredos; pero que no habían
venido a cachear, sino que regresaban de La Pezuyal y que, al pasar por delante
de la puerta, llamaron a Honorina, para saludarla, y esta les invitó a entrar, para
que tomasen una copa. Como uno de ellos tenía puesta boina de Requeté,
Honorina les había confundido con soldados. ¡De aquí nuestra alarma!
Las circunstancias que mediaban en aquella visita, eran de las más
graves que habíamos atravesado. Pues, mientras no abrimos y nos enteramos de
qué se trataba, estábamos realmente creídos que era la Policía, que nos buscaba.
Pero, no. Isidoro no nos había delatado.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LA RECETA
Hemos dejado consignado en el capitulo de generalidades que una
pareja de la Guardia Civil se había acercado a la casa para dejar su receta.
Aclaremos:
Un guardia se acerca a Generosa con un papelito en la mano, y le dice:
-¿Tiene usted buen oído?
-Si, si; gracias a Dios.
-Pues, escuche -y le leyó un oficio que, en síntesis, decía lo siguiente:
"En virtud de denuncias que contra usted obran en esta Delegación,
acusándola como enemiga del Glorioso Movimiento Nacional, y por sus
comentarios ridículos en contra de este, he tenido a bien imponerle a usted una
multa de 500 pesetas, que debe hacer efectivas en esta Delegación en el plazo
de 24 horas, pudiendo recurrir en alzada a los organismos superiores, una vez
efectuado el pago de la misma.
Sama de Langreo, dos de Septiembre de 1938. III año triunfal. El Teniente
Delegado".
Firmado. La multa fue fechada el día 7.
-Pero, ¿quien me denunció a mi como enemiga del régimen? Yo puedo
probarles a ustedes lo contrario. Eso no es más que una calumnia. Yo no debo
ser esa Generosa.
-¿No es usted la madre del Alcalde?
-Si, señor; pero nosotros vivimos aquí; ¿que tenemos que ver con él? Si
él está casado hace mas de veinte años...
-A nosotros no nos diga nada. La multa viene de Sama.
Y se fueron hacia la Pezugal, donde los esperaban otros cinco guardias
más, que habían repartido en aquel pueblo varias multas, por un valor de 3.500
pesetas, entre las que figuraba una de 60 duros para Pepín, el hijo de Generosa.
El número de orden de la multa de Generosa es el 1.987, y las multas
oscilan entre las quinientas y las diez mil pesetas. Total, nada; ¡una broma sin
importancia!
Al siguiente día, Generosa partió camino de Sotrondio, a pedir prestadas
las 500 del ala. Una lluvia torrencial, que desbordó los ríos de su cauce,
arrasando vegas e interceptando carreteras y caminos, le impidió el viaje a
Sama para satisfacer la multa en el plazo fijado. Mas hubo de desplazarse a
Sotrondio, con los caminos inundados de agua, para dar cuenta del retraso en el
pago en el Cuartel de la Guardia Civil.
Varias fueron las veces que Generosa y su hija se desplazaron a Sama
con el propósitde que la multa les fuese retirada. No valieron justificaciones de
ninguna clase; menos, los alegatos que hacían para probarles que eran dos
mujeres solas, y que, desde la iniciación de la guerra no había entrado ningún
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
jornal en la casa.
-Arréglense ustedes como puedan; aquí hay que depositar el importe
total de la multa en el plazo máximo de seis días, o de lo contrario, irán a la
cárcel de cabeza y además les serán embargados todos los bienes. Ya ven que
se les dan facilidades...
No hubo más remedio que satisfacer la multa, después de haberse
hartado de escuchar los soeces insultos que el Teniente Delegado de Orden
Público les dirigía. Una semana después, se presentan nuevamente frente a la
casa tres números de la Guardia Civil, dos de los cuales eran los que habían
sido encargados de notificar la multa anterior.
-Traemos otra multa -dijeron, al propio tiempo que hacían entrega de la
notificación, y agregaron: -Esta es mayor. Ahora son mil pesetas.
-¡Pero, guardias, por Dios! ¿Con qué la vamos a pagar? Ustedes bien
ven lo que hay en esta casa. Tengan compasión de nosotras, que hemos tenido
que pedir prestado el importe de la anterior, y no sabemos cuando podremos
devolverlo. No podemos pagar esa multa. Si insisten, tendrán que llevarnos
detenidas. No tenemos ni un triste céntimo, ni quién nos lo pueda prestar.
-Están ustedes consideradas como desafectas al Glorioso Movimiento
Nacional, y tienen que sufrir las consecuencias. Además, tengan presente que,
actualmente, todo lo que pueda arreglarse con dinero no supone nada. Porque
ya ven que las cosas están graves. Esta es la mínima sanción; hay otras
irreparables, que solo se pagan con la vida. Teniendo esto en cuenta, deben
pagar las multas y quedar contentas y agradecidas. El dinero no sirve para nada,
cuando lo que se juega puede ser la propia existencia...
-Yo no soy enemiga del régimen -les dice Generosa-, ni tampoco lo soy
de nadie. Si les han dicho eso, tengan presente que ello es una miserable
calumnia. Tengo setenta y cinco años y, desde muy niña, apenas sabía andar, ya
mis padres me enseñaron a creer en Dios y a ir a la Iglesia todos los domingos y
días festivos. Esta doctrina es la que han seguido mis hijos. Tenemos fe en Dios
y en todos los Santos. Yo creo en ellos y en la Santísima Virgen; por ello,
durante toda mi vida no he perdido de asistir a Misa ni un solo domingo, no
siendo por enfermedad o algún otro caso de fuerza mayor. Ahí tienen al señor
cura: pregúntenle ustedes, que él les informará si es o no cierto cuanto yo les
digo. Y si esto no fuese así, entonces pueden hacer con nosotras lo que mejor
les parezca.
-No, no; si eso a nosotros no nos interesa. Las multas vienen impuestas
de Sama, y nosotros cumplimos con nuestro deber notificándolas. Tengan
ustedes paciencia, y no se apuren, que el dinero es lo de menos. Lo mejor que
pueden hacer es pagar y callar. Conque, ¡adiós y hasta otro día!
Y se fueron canturreando una canción, mientras las dos mujeres se
quedaban con los ojos anegados de lágrimas.
Los guardias que habían notificado estas dos multas eran pertenecientes
al Destacamento de La Cerezal, que días después de la última notificación fue
disuelta, con la incorporación de todos sus miembros a otros Destacamentos del
Valle del Nalón.
Honorina hizo reiterados viajes a Sama, para protestar ante el Delegado
de Orden Público de las injusticias que con ella y su madre se estaban
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
cometiendo. Insistió en sus razonables argumentaciones, consiguiendo, al fin,
que se le hiciese una rebaja y se le ampliase el plazo para pagar la cantidad
convenida.
En uno de estos viajes, entró en el mismo vagón donde ella viajaba uno
de los guardias que les habían notificado las multas. Se saludaron como si
fuesen dos antiguos conocidos. Honorina le contó el objeto de su viaje, e
insistió en hacerle comprender al guardia la injusticia de las multas que les
habían impuesto.
-Pues mire usted -contestó el guardia- Ahora ya nos hemos marchado de
allí, y voy a hablarle con toda sinceridad y franqueza, porque me consta que su
madre y usted son dos personas muy decentes, pero que, a pesar de todo, nunca
falta un malvado que las puede querer mal. -Y continuó-: La última vez que
fuimos a su casa, llevábamos orden de detenerla a usted. La habían denunciado
de que suministraba a los "rojos", y de hacer propaganda disolvente en el
pueblo. Como ve, la denuncia era grave, y las consecuencias, forzosamente,
habían de ser fatales. ¡Supóngase usted! Mis compañeros y yo no quisimos dar
ese paso sin informarnos debidamente por personas de nuestra confianza; por
ellas pudimos comprobar que se trataba de un mal querer, hijo de pasadas
envidias. Hasta se nos había puesto en antecedentes de que cuando fuésemos a
su casa, tuviésemos mucho cuidado con su falsa hipocresía, porque usted era
capaz de cualquier cosa mala. Ya ve como no somos tan malos como algunos
nos pintan.
Honorina palideció al oír aquella declaración patética. Puso todo su
empeño en averiguar quién había sido el alma desgraciada que tan bien la
recomendara, pero el guardia no soltaba prenda. A fuerza de habilidades y
astucia, solo pudo sacar una hipotética conclusión acerca de quién podía ser la
persona, tan criminal como ruin y miserable, que tan alevosamente conspiraba
contra ella y los suyos.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
LO INAUDITO
Mes de Octubre de 1938. En estos contornos ha pasado mucho hasta la
fecha, y acaso en Asturias se contaran por docenas de millares los asesinatos
cometidos en esta próspera y honrada región, que hoy defendió con bravura las
libertades ciudadanas, como antes defendiera con amor las virtudes del trabajo.
La libertad caída, acusa un balance aterrador de víctimas, inmoladas en
holocausto de la causa de los oprimidos. Mucho ha pasado hasta ahora, pero
aún nos faltan por sentir los efectos de los refinamientos de crueldad más
insospechados.
Preparemos nuestro ánimo para recibirlo así; para admitir los hechos
como cosa lógica, dentro de los tiempos de barbarie y exterminio que corremos.
La pluma se resiste a escribir, porque mi modesto numen no sabe de adjetivos
que puedan calificar cierta clase de acciones criminosas, que superan con
mucho a las cometidas en los circos romanos, en tiempos del César, cuando los
gladiadores eran lanzados al ruedo para que las fieras los devorasen, ante un
público envilecido que alrededor de la pista se agrupaba en orgías y bacanales,
aplaudiendo delirantes cuando sus semejantes eran descuartizados entre las
garras del león hambriento. Lo que vamos a narrar, no lo pueden hacer los
españoles con sus propios hermanos; ni lo puede hacer ningún ser nacido,
contra sus semejantes. Sin embargo, se ha hecho. Se han cometido actos que,
por su naturaleza, sublevarían los ánimos de los seres más repudiables de toda
la Humanidad.
Estos procedimientos para la práctica del crimen, ¿vienen de Italia? No
lo sabemos. ¿Serán importados de Alemania? Acaso de los dos países juntos,
que se han unido para exterminar al proletariado español. En cualquiera de los
casos, es táctica fascista.
Hasta ahora, la cuenca minera del Valle del Nalón había sido guarnecida
por fuerzas del Ejército, Guardia Civil y Asalto, auxiliadas y reforzadas por
falangistas locales. Hubo un tiempo, como ya sabemos, en que una o más
banderas de Falange se dedicaban a "operaciones de limpieza" por los montes
de Asturias, pasando ocho o quince días en cada pueblo, sin tener un
destacamento determinado que les diese las atribuciones de mando en plaza.
Unos y otros, dejaron tras si tristes e inolvidables recuerdos. Para ser
justos en nuestros asertos, afirmemos que los soldados del Ejército no se
destacaron tanto en la represión sangrienta contra el pueblo indefenso.
Al marcharse de estos entornos el batallón Milán, fue relevado por la
Segunda Bandera de Lugo de Falange Española. La misma a que pertenecía la
Centuria del famoso Alférez-Capitán, Don Leandro López, quien durante unos
días tuvo instalado su Cuartel General en la mismísima boca de nuestro refugio.
Hace un año que en Asturias se ha terminado la guerra; pero Franco es
tan popular y querido por todos los españoles que, en la misma zona donde la
República mantenía el orden público con quince agentes, a escasos kilómetros
de las líneas de fuego, en esta misma zona, cuando los frentes están a mas de
500 kilómetros de distancia, Franco, el popular, necesita mil agentes de las
clases de tropa que, al amparo del estado de guerra, mantienen el orden a
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
machetazos, en pleno desorden anárquico.
Al tener conocimiento de este relevo de fuerzas, el pueblo se puso a la
expectativa, para ver el pelo que descubrían estos modernos Nerones, de
quienes ya había inequívocos antecedentes.
Tres o cuatro días para limpiarse la mugre que traían de otros pueblos,
mientras se orientaban un poco, y enseguida a "trabajar". ¿Que clase de trabajos
policíacos emprendieron? Pronto lo veremos. Los procedimientos fueron de los
más criminales a que puede llevarnos la imaginación.
Pocos días llevaban de actuación cuando el pueblo empezó a sentir sus
horripilantes efectos. Como los fugitivos no eran habidos en parte alguna, las
consecuencias inmediatas alcanzaron a sus familiares. Pandillas de forajidos
tomaban por asalto las casas de los republicanos huidos del terror fascista, y con
toda ferocidad apaleaban a pobres mujeres indefensas, algunas de las cuales
sucumbieron en sus propios domicilios, víctimas de terribles tormentos.
Mujeres y hombres eran sacados de sus casas a altas horas de la noche,
para llevarlos al cuartel, donde se les aplicaban toda clase de suplicios, para que
cantasen donde tenían ocultos a sus familiares. A muchos de estos, cuando el
procedimiento no daba resultados (pues eran contadísimos los que delataban a
los suyos), se les llevaba al Cementerio, donde se reanudaban los tormentos con
toda clase de refinamientos. Pero los familiares de los fugitivos estaban
dispuestos a morir antes que descubrir a sus seres queridos. Cuando los
fascistas comprendían la inutilidad de sus procedimientos de tortura, arrimaban
a sus víctimas a la pared, y les hacían varias descargas cerradas, con el
propósito de intimidarles. Mas ningún procedimiento daba los resultados
prácticos apetecidos. Para mayor martirio, cuando se trataba de mujeres,
después de cometer cuantas atrocidades producían sus cerebros de bestias, las
dejaban abandonadas en el Cementerio, en la oscuridad de la noche, donde,
presas de pánico, con espanto en los ojos, caminaban por entre las tinieblas con
el cuerpo y los vestidos molidos a palos, buscando a tientas el camino que debía
conducirlas a su hogar, si és que aún conservaban fuerzas para tenerse en pie.
Para citar algún caso concreto, que nos sirva de testimonio sobre la
veracidad de estas afirmaciones, acudamos a las vecinas de Barredos Flora
Cotos y su hija Zeda, quienes a altas horas de la noche fueron sacadas de sus
casas y conducidas al Cementerio de Tiraña, donde fueron víctimas de los más
espantosos tormentos y vejaciones, siendo por último sometidas a un simulacro
de fusilamiento, haciéndoles varias descargas, sin resultados.
Estas dos desgraciadas mujeres, sufrieron varias pruebas de esta naturaleza,
pero no claudicaron.
Otro caso. Una mujer de otro de los pueblecitos cercanos a Sotrondio,
cuyo nombre no nos ha sido posible averiguar cuando escribimos estas líneas,
sucumbió en su propia casa, víctima de una paliza, porque no quiso delatar a su
marido.
La hija de Severino Calleja, líder obrerista de Sotrondio, fue
brutalmente golpeada, hasta dejarle el rostro deformado.
Tampoco consiguieron arrancarle donde se guardaba su padre.
Un grupo de fugitivos que se refugiaban en un corral de Santa Bárbara,
fueron descubiertos y quemados en vida enfrente del mismo refugio.
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José Mª Oviaño Cuesta
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En Hueria de Carrocera, un matrimonio y tres hijos de corta edad fueron
arrancados del hogar y amarrados a un árbol y, después de haberles martirizado
brutalmente, se les roció con gasolina y se les prendió fuego. En escenas de esta
naturaleza, fueron pródigos los falangistas de la Segunda Bandera de Lugo.
Muchos, muchísimos casos se podrían citar, pero desde nuestro refugio
carecemos de elementos suficientes para poder hacerlo con todo detalle.
Disponerse a que alguien nos los facilite, puede ser comprometido. Por eso nos
limitamos a reseñar someramente el ambiente que nos rodea, dejando para otras
personas más expertas, y con más libertad de movimientos, el resumen total de
los hechos acaecidos.
Uno de los primeros "trabajos" que estos falangistas hicieron, fue el abrir en el
Cementerio una fosa de grandes dimensiones, que el vecindario contemplaba
aterrorizado. Los fugitivos que caían en sus manos, eran horriblemente
mutilados a machetazos, para luego ser arrojados a la fosa común. En las
inmediaciones del Cementerio aparecían grandes charcos de sangre, y algunos
trozos de miembros de cuerpo humano.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
MANOLITA Y OTERINA DETENIDAS
Ya lo esperábamos y lo temíamos. Los familiares de los fugitivos iban
desfilando 78
ininterrumpidamente por la sede de Falange, donde ya sabíamos el trato
que recibían. De esta durísima prueba no podían escaparse la esposa e hija de
nuestro compañero Paulino, que había desempeñado nada menos que el cargo
de Alcalde, aunque su labor hubiera sido tan loable y meritoria que mereció el
aplauso unánime del pueblo, incluso de los propios fascistas, que no tuvieron ni
el más leve argumento para denunciarle, y le defendían públicamente cuando
tenían ocasión para ello. Pero era el Alcalde; y que hubiese sido bueno o malo,
eso, a los Civiles y a los Falangistas les tenía sin cuidado. ¡Había que buscar al
Alcalde!
Manolita y Oterina se hallaban entregadas al reposo en una de las
últimas noches del mes de Octubre, cuando en sus sueños y cavilaciones se
vieron interrumpidas por fuertes golpes que sonaban a la puerta. Salieron a
abrir. Un numeroso grupo de Falangistas y Guardias Civiles, presididos por el
traidor Manuel Bejega, entró en la casa con aire descompuesto, y, al propio
tiempo que preguntaban por Paulino, empezaron a golpearlas y pisotearlas
como locos. Estaban encolerizados como fieras rabiosas ante aquellas infelices
mujeres que, semidesnudas, rodaban por el suelo como dos pelotas, al impulso
de las bofetadas y puntapiés que entre insultos y blasfemias recibían. Los niños
pequeños acudieron a los gritos de su madre y hermana, formando en torno a
ellos un cuadro dramático y espeluznante, capaz de detener las iras del más
refinado foragido. Mas nada ablandó el corazón enfurecido de aquellos
miserables. Ni los gritos de los niños, ni los ayes de dolor, ni las protestas de
inocencia sirvieron para nada. ¡Hasta los niños fueron amenazados y obligados
a callarse!
Después que se cansaron de golpearlas, las llevaron detenidas, sin que
durante el camino cesaran los golpes y los insultos. Ya en el cuartel, volvieron a
ser golpeadas con mayor violencia, amenazándolas con que, si no cantaban, las
llevarían al Cementerio. Las dos mujeres resisten valerosamente. Bejega las
insulta y anima a sus compañeros, para que las sigan maltratando
-Leña, leña. Darles bien de leña, veréis como cantan.
Oterina sufre un desvanecimiento, y cae al suelo sobre el duro cemento,
lleno de inmundicias y manchas de sangre. Hasta la mañana siguiente no volvió
en si.
Manolita se pasó la noche como una Dolorosa. Sufrió estoicamente
cuantos golpes y vejámenes le propinaron aquellos miserables verdugos, que no
pudieron quebrantar su firme voluntad de dejarse morir antes que decirles
donde se encontraba su marido.
A la mañana siguiente, Oterina le dijo a su madre las siguientes
palabras, en un descuido de sus guardianes:
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-¡Por Dios, madre, mira que son cinco!
-Estate tranquila, aunque me hagan picadillo -respondió Manolita-, no
conseguirán arrancarme ni una sola palabra.
Por la tarde, y tras nuevo interrogatorio, Oterina fue puesta en libertad,
regresando a su casa para ponerse al cuidado de sus hermanitos, inocentes
criaturas que desde el día anterior habían quedado solas, a expensas del
vecindario. Su madre continuaba detenida.
Poco después del mediodía, llegó a nosotros la noticia de las
detenciones, con la libertad de Oterina. Sabiendo como sabíamos lo que ocurría
con los detenidos, teníamos sobrados motivos para alarmarnos. El problema era
gravísimo. Si Manolita se resistía a cantar, lo más probable era que la matasen a
palos, como ya habían hecho con otras. Si no era suficientemente fuerte al dolor
de los martirios, entonces nos matarían a todos. En estos momentos, están
pendientes de sus labios muchas vidas y, en honor a la verdad, confieso que
entre nosotros se pasaron las horas mas amargas que nos había deparado nuestra
vida de refugio.
Paulino tenía confianza absoluta en que no harían cantar a Manolita,
aunque para ello apelasen a toda clase de torturas. Herminio y yo no éramos tan
optimistas, argumentando que podrían trastornarla a fuerza de martirio.
Hombres mas fuertes que ella ya habían capitulado ante el poder del tormento.
Nuestra suerte estaba echada. Serenamente, resolvimos esperar en el
refugio el desarrollo de los acontecimientos. Por lo pronto, nos constaba que en
la primera prueba no habían conseguido nada, porque de lo contrario, ya nos
hubiesen venido a buscar, antes de que a nosotros hubiese llegado noticia
alguna de las detenciones.
Aquella primera noche en que conocimos la noticia, fue larga, muy
larga para todos nosotros. Aunque todos nos acostamos muy temprano, nadie
pensó en dormir. Cada cual se echaba sus cuentas, y todos los oídos estaban
pendientes del más leve rumor de pasos que pudiera percibirse en la calle.
No vino nadie en aquella noche, para nosotros tan temida. Manolita era
valiente; mas, ¿cuanto estará sufriendo?, nos preguntábamos. ¿Que no harán
con ella esos verdugos para obligarla a cantar? ¿Por qué han de saciar sus iras
en inocentes víctimas, que nada tuvieron que ver con la guerra? En estas
reflexiones nos saludaron los primeros resplandores del alba fuera del refugio,
oteando los caminos que conducían a la casa. No pudimos sostenernos toda la
noche en el interior del refugio. Estábamos intranquilos, agitados, nerviosos. Si
los hubiésemos visto venir, aunque no habíamos concebido ningún plan, es lo
más probable que nos hubiésemos lanzado al monte, antes de volver a meternos
en el refugio.
Durante este día se nos comunicó, por personas de la familia de mis
protectores, que el chaparrón mayor había pasado. Manolita continuaba
detenida, pero la presión que sobre ella ejercían había cedido algo. La
circunstancia de estar criando un hijo de poco más de un año de edad, la obligó
a reclamarlo para darle el pecho y, no sabemos si a instancias de algún vecino o
familiar, los fascistas consintieron en que la criatura fuese llevada al lado de su
madre. ¡Pobre angelito! Después de más de 48 horas abandonado, iba a colgarse
nuevamente de los senos de su madre, macerados a golpes, donde en lugar de
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
alimento sano y nutritivo, podría darse el caso más que probable de que
adquiriese alguna enfermedad.
Las noticias llegan a nosotros con toda rapidez. Celestina y su hija
Luisina, también fueron llevadas al cuartel, siendo sañudamente apaleadas y
amenazadas de muerte.
Las hijas de Celestina salieron tras la comitiva que a media noche
conducía a su madre al cuartel. Por el camino iban gritando desconsoladamente.
Unos falangistas se volvieron hacia ellas, y les dijeron que si no se callaban las
ahogarían, para que no chillasen más. Las niñas siguieron llorando hasta
estacionarse delante del cuartel. Luisina fue puesta en libertad después de un
brutal interrogatorio. Horas más tarde, Celestina se reintegraba nuevamente a su
casa, con las costillas molidas a palos.
Manolita sigue, por espacio de varios días, metida en aquella indecente
mazmorra, oyendo llantos, gritos, quejidos y lamentaciones angustiosas de
muchos hombres, mujeres y niños, que cometieron el mismo delito que ella;
esto es: ser familiares de republicanos desaparecidos, muchos de los cuales se
hallan evacuados, y otros perecieron asesinados por los montes, o en las
cárceles de otros pueblos, sin que nadie se haya tomado la molestia de
identificarlos.
Un nuevo suceso ocurrido durante la detención de Manolita, hizo que
renaciese en nosotros aquella honda inquietud experimentada días pasados, que
ya ganaba tendencia a disiparse. Cuando ella, entre otras personas se hallaba
detenido Gerardo Iglesias, vecino de Sotrondio, a quién a fuerza de golpes le
hicieron cantar donde se hallaba oculto un joven llamado José Antonio Iglesias,
a quien tenía prohijado desde su niñez, considerándole como a su propio hijo, y
quien había desempeñado el cargo de Capitán en el Ejército Popular.
Era este camarada hombre serio y aplomado; honrado trabajador que se
desvelaba por el cumplimiento de su deber, por lo que se había captado las
simpatías de cuantas personas le conocían. Era bien visto entre todas las clases
sociales del Concejo. Políticamente, estaba encuadrado en Izquierda
Republicana, sin que nunca se hubiese destacado públicamente. Sentía el ideal,
mas nunca lo exteriorizaba. Era un modelo de ciudadano.
La esposa de este compañero, soportó estoicamente toda clase de
martirios, sin que sus labios se despegaran para acusar a su leal y fiel
compañero; pero no ocurrió así con Gerardo, quien, después de haber llevado
reiteradas palizas, y cuando todo indicaba al parecer que no le molestarían más,
puso a su hijo en manos de sus verdugos, a sabiendas de que horas más tarde
había de ser asesinado.
José Antonio se hallaba refugiado en casa de un modesto matrimonio,
que habitaba en el pueblo de Siero. Pronto fueron a buscarle, trayéndole a
Sotrondio en unión de sus protectores que, como él, ingresaron en la misma
mazmorra donde se encerraba Manolita.
Por espacio de varias horas que unos y otros estuvieron encerrados sin
que nadie les molestase, a intervalos hablaban de la situación en que se
hallaban. José Antonio le dijo a Manolita:
-Yo, después de todo, estoy muy contento porque mi padre se presentó.
Yo nada malo hice para tener que andar escondido, y supongo que lo más que
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
podrán hacerme será tenerme un mes o dos detenido, mientras averiguan mi
actuación, y, como de nada me acusa la conciencia, espero que muy pronto me
pongan en libertad, y poder volver al lado de mi mujer y mis hijos, que sabe
Dios como lo estarán pasando.
José Antonio se equivocaba cuando así hablaba. Aquella misma tarde,
fue sacado a la plaza de Sotrondio, atado con una cadena para exhibirlo ante el
público, como si fuese una fiera de barraca, de esas que recorren los pueblos en
días de feria.
¡Aquí os presentamos esta buena pieza, para que os divirtáis
escupiéndole a la cara! -aulló la jauría.
El pueblo, atraído por la curiosidad, se acercaba al grupo así formado
por la víctima y sus martirizadores y, al comprobar de qué se trataba, huían de
aquel lugar, espantados. Sin embargo, no faltaron las damitas de la clac (con sus
cuerpos prostituidos y sus almas corrompidas e insensibles), que haciendo coro
ante aquel cuadro desgarrador, palmoteaban alegres, a la par que dirigían
insultos a la víctima, tras la que iba su esposa pidiendo socorro y piedad, con un
niño de corta edad en los brazos.
La procesión así formada recorrió la plaza: y pareciéndoles poco el
escarnio que estaban cometiendo, arrastraron a José hasta encaramarlo en el
kiosco de la música, para que todos le viesen bien, y allí fue insultado y
maltratado ante su mujer y su hijito que, presos de dolor y de espanto, lloraban
amargamente pidiendo misericordia por Dios y por todos los santos, formando
un cuadro conmovedor, que hubiese sido capaz de detener la acción de
cualquier ser viviente, en el que solo se alojara un átomo de sensibilidad
humana.
Mas nadie atendía a aquellas voces suplicantes y quejumbrosas,
transidas de dolor y de pena. La turba reía a carcajadas, prolongando aquel
cuadro a costa del dolor ajeno.
Aquella misma noche, después de mil torturas y sufrimientos, José
Antonio y el matrimonio que le había tenido refugiado en su casa, fueron
cargados en un camión como tres fardos, para ser asesinados, minutos después,
tras las tapias del Cementerio de Blimea, donde aparecieron a la mañana
siguiente, horriblemente fusilados.
A la vista de estas informaciones, puede justificarse cualquier actitud,
no siendo nada extraño que los hermanos, sensibles al dolor, llegasen a perder
la razón.
-¡Pobre Manolita! -nos decíamos- ¡Cuanto estarás sufriendo por
nosotros, en ese ambiente de tragedia que te rodea! ¿Cuantas escenas de dolor
llevarás sufrido y presenciado? ¡Todo lo que te rodea son estampas macabras,
son vestigios de muerte!
Ocho días de detención, al cabo de los cuales Manolita recobró la
libertad, saliendo a la calle con aspecto cadavérico. Cuando recibimos esta
agradable noticia, nos pareció que habíamos resucitado. Paulino no se había
equivocado al decirnos que a su mujer la matarían antes de obligarla a cantar.
-¡Vivas tu, Manolita! Tu, que supiste ser heroína, resistiendo el
tormento de los azotes de los viles asesinos que te maceraron las carnes a palos,
y supiste deshacer cuantos lazos policíacos te tendieron para cogerte en la
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
trampa. La prueba fue dura, terriblemente dura, por lo que tu acción no podrá
ser olvidada jamás por quienes vivimos las horas de emoción y amargura de
estos días interminables, en los que nuestras vidas pendían de un hilo en tus
labios. ¡Vivas tu!
Los fascistas, para arrancarle el secreto a Manolita, apelaron a toda clase
de procedimientos. Mientras unos le pegaban, otros le venían con el cuento de
que su hija ya había cantado, y que Paulino estaba allí detenido, y otras cosas
por el estilo. Otra vez le dijeron:
-Bueno, puesto que no cantas, te vamos a matar ahora mismo ¿Quieres
confesarte?
-Si, quiero confesarme. Que venga el cura.
Los falangistas dieron orden, en voz alta, para que Manolita lo oyese, de
que viniera el cura, para confesarla. Un nuevo interrogatorio fallido, y el cura
no apareció.
Pocos días después de este suceso, el jefe falangista que mandaba la
Centuria de Sotrondio (un gallego, llamado Alejandro Saavedra), se presentó en
casa de Celestina con una gran borrachera, según su costumbre habitual, y, sin
mediar palabra alguna, le empezó a propinar bofetadas, entre una sarta de
blasfemias e insultos.
-¡Pero señor, por Dios! ¿Por que me pega de esa manera?
-¡Calle la boca, si no quiere que la mate ahora mismo!
Celestina hubo de recibir los golpes sin chistar. Su hija Luisina, se puso
a salvo de aquella canallesca agresión, ocultándose en una carbonera.
Como al señor Saavedra le pareciese poco aquella miserable venganza,
cogió el reloj de pared y lo estrelló contra el suelo, haciéndolo añicos. Para
marcharse, le dijo a Celestina que le quedaba clausurado el establecimiento, y
que pasase por el cuartel al día siguiente.
Celestina acudió a cumplimentar la orden que recibiera, y el gallego se
negó a recibirla, seguramente porque aún se hallaba bajo los efectos del alcohol.
Después de varios días de tener su establecimiento clausurado, que era
con lo único que Celestina ganaba el sustento para ella y sus hijos, esta volvió
al cuartel, siendo recibida por aquel monstruo despiadado, que se hallaba
avergonzado de sus acciones brutales. Se mostró muy manso y complaciente, e
intentó satisfacerle el importe del reloj. Como, al parecer, algunos fascistas
locales le habían hablado ya sobre la arbitrariedad del cierre injustificado del
establecimiento, optó por levantar la orden de clausura.
Algunos días después, a Celestina le fue impuesta una multa caprichosa.
Era la tercera vez que se le notificaba.
Celestina sufrió también un duro calvario. Se la perseguía por sistema.
Su casa sufrió infinidad de cacheos. Fue insultada y amenazada de muerte.
Unas veces eran los civiles; otras los falangistas. El Cabo de la Guardia Civil,
un tal Carlos, no era de los que menos se destacaba en esta persecución.
Bastaba que a cualquier insensato se le antojase decir que la noche anterior Luis
Bejega había venido a su casa, a mudarse, para que su mujer y sus hijos
sufriesen consecuencias inmediatas. Y, ¡que lejos estaba Luis de su casa; como
mas adelante veremos! Pero había que perseguir. La consigna era perseguir,
torturar, exterminar...
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
SE HA ROTO LA CALMA
Pues si, señor; se ha roto la calma. Al cabo de siete meses que no
recibimos visitas oficiales, hete aquí que hoy, día 27 de Octubre de 1939, las
huestes del buen Saavedra se disponen a darnos caza; empleando para ello
profusión de medios inusitados, de los que no había hecho uso ninguno de sus
antecesores.
Llegaron a la casa en ocasión en que los esperábamos, pues, desde la
detención de Manolita, era inminente este servicio, aún a trueque de que los
neófitos policías se llevasen una plancha más, para agregarla al bloque formado
por las que se habían llevado sus compañeros.
A las once de la mañana del día referido, nuestro servicio especial de
información nos comunica la señal convenida para los casos de alarma.
Honorina refuerza sus costillas, vistiendo sobre sus ropas ordinarias una
chaqueta de paño y un grueso kimono de algodón. Por no ser menos que el resto
de los familiares de los fugitivos, tiene ya por descontado la paliza de
antemano, y se prepara para neutralizar, en lo posible, sus efectos. Nosotros
disponemos bien nuestras cosas, pasándolas al contra-refugio. En cuanto
sentimos al "Toni" ladrar, el refugio queda abandonado y sin huellas recientes
de nuestra estancia en él. ¡Ahora veremos que pasa!
Los fascistas vienen desplegados, por lo que la casa queda rodeada
automáticamente. Un grupo de seis o siete entran en la casa; otros ocupan las
posiciones estratégicas, corriendo el cerrojo de sus fusiles, y otros ocupan las
distintas dependencias de la casa instaladas en el exterior de la misma. Todos a
un tiempo, en rápida maniobra, para que los fugitivos no puedan escaparse.
Nosotros estamos en el contra-refugio, desde donde sentimos fuertes
pisotones por la casa, y extraños ruidos en el exterior. No sabemos de que se
trata. Mas, tardan mucho en marcharse. ¿Que estarán haciendo? En esta
incertidumbre pasamos mas de dos horas, durante las cuales, alguna vez oímos
que Honorina y los fascistas hablaban con tono amistoso. (¡Vaya, menos mal
que parece que no les pegan!)
Al fin, los fascistas inician la marcha. Cuando recibimos señal para abrir
el refugio, faltaban diez minutos para que en el reloj de la casa sonaran las dos
campanadas ¡Vaya tarea que se tiraron esos tíos!
-¡Ya tendréis hambre! -nos dicen Honorina y su madre, con sus
peculiares sonrisas en los labios, y agregaron-: ¡De buena os habéis librado!
¡Esos son de órdago a la grande!
-¡Pues cualquiera pensaba en comer! Vaya murga que nos han dado.
En pocos minutos, nos contaron lo que había pasado. Los que entraron
en la casa eran cuatro civiles y dos falangistas. El jefe de este servicio era uno
de los guardias, llamado Ramón, que ya había hecho otros registros en la casa,
por lo que había tomado algo de amistad con Honorina. El cacheo de la casa, no
fue mas riguroso de lo que lo habían sido otros anteriores. Ramón les dijo a
Honorina y su madre:
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
-Hoy se han salvado ustedes, porque vengo yo al mando de estas
fuerzas, pues si hubiese venido el Teniente (Saavedra), como tenía pensado,
tenían ustedes paliza segura. Ahí arriba, hemos zurrado de lo lindo a unas
mujeres. Para otra vez, vendrá el Teniente, que dice que tiene muchos deseos de
venir por aquí.
Siguió Honorina relatándonos lo que habían hecho en el resto de las
dependencias. Los falangistas sacaron hasta la última hierba del pajar; picaron
en las cuadras por debajo de los pesebres, y arrancaron estos de las paredes. En
su acción demoledora, manejaban picos y palas con el ardor de un destajista.
Otros, falangistas también, sacaron toda la hoja de la bodega; miraron en el
hórreo, en la fragua, en el cuarto de baño, debajo de las tejas, en los panales de
las abejas; escarbaron en la huerta, en los prados, entre los montones de abono y
de cenizas. En fin, de puertas afuera, no quedó una hoja que no revolviesen.
Uno de los falangistas estaba disgustado porque no encontraba a nadie, y le dijo
a Generosa:
-Para otra vez, traemos "jasolina, me cajo in demu".
Otro, quería llevarse unas herramientas que Generosa le retiró de las
manos, alegando que las necesitaba para herrar los machos. Un tercero, se
metió en la mochila un conejo, sin que le viesen ni Generosa ni su hija, y entre
dos o tres se habían sorbido siete huevos en el gallinero, dejando allí los
cascotes intactos, con unas leves perforaciones en los extremos.
Esto fue lo que, a grandes rasgos, nos contaron mientras nos preparaban
la comida que, una vez terminada, comimos muy tranquilamente en el interior
del refugio
Se nos había quitado un peso muy grande de encima. El episodio más
temido, había pasado sin consecuencias.
Poco después de comer, un grupo de muchachas vecinas, amigas de la
casa, se presentaron a ver si Honorina y su madre habían tenido novedad. En
San Mamés y La Pezugal, habían propinado grandes palizas a los familiares de
los fugitivos. Modesta García, de La Pezugal, fue víctima de un palizón
formidable, y la metieron en la cama medio muerta. Ellas habían escapado de
su casa, para refugiarse en el monte mientras pasaba la tormenta. A una joven, a
quien llaman por el remoquete de "Noria", le robaron 500 pesetas de la emisión
del Banco de España de Gijón.
Estas muchachas, ignoran que nosotros estamos muy próximos a ellas;
pues nada saben de nuestro paradero, y alguna de ellas nos supone lo más cerca
en Pekín. Por ello, la conversación adquiere tonos picarescos, salpimentados
con alguna que otra palabrita pornográfica, que en Honorina causan explosiones
de risa, porque sabe que las estamos oyendo nosotros, que a veces nos vemos
obligados a morder la manta para ahogar nuestras carcajadas,
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
CONTACTOS
Hace tiempo que deseábamos establecer contacto con algunos de
nuestros camaradas fugitivos. Debido a la brutal represión que yugula todos los
movimientos, no nos es fácil emprender esta tarea. Además, se está dando con
frecuencia el caso de que, cuando cae algún fugitivo en manos de los fascistas,
se le obliga a cantar donde se guardan otros compañeros. Los hay que mueren
martirizados sin despegar sus labios; pero algunos hubo que delataron a sus
compañeros, incluso a sus propios hermanos.
Por esta razón, nadie quiere que los demás sepan donde está. A veces se
juntan tres o cuatro familiares de distintos fugitivos, quienes, aunque los tengan
escondidos en sus propias casas, como ocurre en nuestro caso, pues resulta que
cada cual dice ignorar donde estarán los suyos. La desconfianza y la hipocresía
juegan un papel importantísimo en este aspecto de la lucha contra el espionaje.
Nadie se fía ni de su propia sombra.
Ya estamos en Diciembre de 1938. Un día cualquiera de este mes, se
presenta en esta casa una hermana del camarada Ricardo García, Teniente de
nuestras milicias que vaga oculto por estos montes en unión de otros
compañeros. La hermana de este camarada viene con un recado que le dio
Ricardo, y parece que está un poquito desconfiada antes de empezar a hablar.
Teme que el secreto que va a comunicar lo puedan oír personas ajenas a la casa,
e inicia su conversación en tono tan sumamente suave, que és difícil que desde
la calle se la pueda oír. Además tomó la precaución de separarse de la puerta,
arrinconándose contra la cocina.
-¡Bueno! Yo vine aquí, y no se si sabéis o no de los vuestros. Pero el
caso es que faltan, y yo recibí la orden de comunicar con todos los familiares de
los fugitivos de por aquí, para darles cuenta de que dentro de unos ocho o
quince días vendrá un barco francés a estas costas (pagado por el Gobierno de
la República Española), para recoger el mayor número posible de los que andan
escapados. Mi hermano anda con otros por ahí, y me recomendó mucho que no
quedase nadie sin avisar. Estas gestiones se dice que son obra del Comandante
Florez, que se halla escondido con muchos soldados de su batallón, y que tienen
una emisora de radio que comunica con el Gobierno. Así que, si sabéis de los
vuestros, y quieren marcharse, que se preparen, que ya se les avisará. A mi no
me interesa saber si están o no. No quiero saber nada.
-Si, los nuestros están escondidos, pero no están por aquí. Dentro de
unos días enlazaremos con ellos y ya se les comunicará. Después iré yo misma
a darle la razón que de ellos tengamos a Ricardo -le contestó Honorina, y se
despidieron después que la hermana de Ricardo había contado las mil
peripecias que llevaba pasadas su hermano.
En cuanto Belarmina se marchó (así se llama esta mujer), nosotros
conferenciamos. "Ricardo es un excelente camarada probado en las luchas
sociales, y hay que buscar forma de darle cuenta de que estamos vivos, sin que
sepa en qué lugar, pues eso a él es lo que menos le interesa". Estos fueron los
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
primeros juicios que se hicieron. El no había vacilado en ponerse en manos de
Honorina y de su madre, quienes sabía que eran de toda confianza. (Veremos lo
que resolvemos para comunicarle, pues para ello aún nos quedan unos días).
Nosotros, que estamos debidamente informados de cuanto ocurre dentro y fuera
de España, sacamos la conclusión de que es peligrosísimo el paso que van a dar
los fugitivos al pretender escaparse. Ponemos muy en duda que sea cierto lo del
barco, y mas bien creemos que se trate de una estratagema de los fascistas para
coger a todos los fugitivos asturianos. En el caso de que sea cierto lo del barco,
hay dificultades que son de todo punto insuperables para que un bote pueda
atracar en la costa un día fijo. Para esto no se puede fijar fecha, sobre todo
teniendo en cuenta que una embarcación pirata no se puede arrimar ni a los
puertos ni a las playas, que están hoy muy vigilados. Tendría que embarcar a
los fugitivos entre las costas rocosas, donde, el noventa por ciento de los días
del año, es imposible el acceso de ninguna clase de embarcación, porque la
violencia con que el agua bate contra las rocas la haría zozobrar. Hay otro
inconveniente, y és que, aún allanadas las dificultades anteriores, es difícil el
paso de tanta gente cruzando montes caminos y ríos sin que la Policía se
aperciba.
Teniendo en cuenta que la mayoría de los huidos están armados, és de
suponer que entre ellos y la Policía haya encuentros y colisiones, y alguno de
ambas partes se quede en el camino. Pero bueno; para dar este paso hay que ir
dispuesto a todo, salga lo que salga. Es una aventura cuyo alcance medirán
cuantos pretendan marcharse.
Al cabo de varios días de cabildeos entre nosotros mismos, resolvimos
continuar ocultos en nuestro refugio, por estimar demasiado temerario
exponerse a dar el paso para el cual habíamos sido invitados.
Al propio tiempo, nos creíamos en la obligación de poner al corriente de
cuanto sabíamos a los que pretendían huir, y optamos por comunicarlo así, por
escrito. En ocho cuartillas, escritas a dos caras y encabezadas con el título:
"Boletín de Guerra para los fugitivos", les dimos una amplia información sobre
la situación de los frentes, así como de la tensión internacional que iba
suscitando nuestra campaña, con la heroica resistencia de los soldados
republicanos. Les hicimos también atinadas advertencias sobre las
consecuencias que podría tener la pretendida evasión, rodeada de muchos
peligros y, a nuestro juicio, sin ninguna posibilidad de éxito, y por último les
afirmábamos nuestra desconfianza de que la huida estuviese organizada por el
Gobierno, y que más bien nos parecía que esto era un lazo tendido por los
agentes de la Policía italo-alemana, para atrapar en él un buen número de
fugitivos.
La carta iba firmada con el seudónimo "El vigía del Campanario", y en
ella no se omitía ninguna noticia de interés, lo mismo en el plano nacional que
en el internacional.
Se les persuadía de que nosotros no iríamos, y que ellos se fijasen bien
antes de disponerse para la marcha. Les decíamos que teníamos radio y que
estábamos al corriente de todo.
Ricardo y sus compañeros recibieron la carta, la que suponemos que
también pasaron a otros camaradas huídos. No obstante las consideraciones que
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Pasión y muerte de Lino
les hacíamos, días más tarde supimos que estaban decididos y prestos para la
marcha.
Aburridos tal vez, estaban dispuestos a salvarse o morir, y nadie sería ya
capaz de hacerles abandonar su propósito, fraguado en horas de terrible
amargura y persecución, donde la muerte es deseada y esperada como una
reparación que ponga inmediato remedio al sufrimiento que con su poder nos
domina, hasta arrojarnos en la sima de lo inconsciente.
Nosotros hemos cumplido un deber de camaradas. Ellos son muy dueños de
hacer su voluntad. Advertidos están. Si por fin se deciden a marchar, sus otras
razones tendrán para ello. También nosotros podíamos estar equivocados,
aunque lo ponemos muy en duda.
Han pasado pocos días. Una mañana escarchada y fría de este mismo
mes de Diciembre, Honorina recibe una noticia que nos pone los pelos de punta
cuando nos la comunica. Por desgracia, nuestros vaticinios no eran infundados.
Véase aquí las noticias que le llegan a Honorina, y que ella nos refiere y
copiamos textualmente:
"Anoche, en Barredos, junto al puente de la Sota, hubo un gran combate
que duró varias horas, y esta mañana apareció muerto y acribillado a balazos y
machetazos Daniel Suárez, vecino de Carrio".
Durante el día se fueron ampliando las noticias que llegaban a nosotros
con toda rapidez. Las iremos refiriendo con todo detalle. Antes, hagamos una
breve explicación: Las instalaciones mineras del pozo de Barredos, lugar donde
se desarrolló este "gran combate", dista de la casa de nuestro refugio un
kilómetro, aproximadamente. Por la distancia que nos separa, podíamos haber
oído las detonaciones de la fusilería, pistolas y bombas de mano, elementos que
entraron en acción, según todos los informes de quienes oyeron y presenciaron
la refriega. Pese a la corta distancia que nos separaba, es lo cierto que las
explosiones no interrumpieron nuestro sueño, si es que ya estábamos
entregados a él, cosa que ponemos muy en duda respecto a los que estamos en
el refugio, que habitualmente velamos escuchando la radio hasta pasada la
media noche.
Honorina y su madre, ambas tienen sueño de liebre. Pocos ruidos se
producen durante la noche, que ellas no noten. Sin embargo, ellas y nosotros
nos despertamos a la mañana siguiente ignorando lo que había ocurrido durante
la noche.
Todo el vecindario, incluso los de La Pezugal, que viven bastante más
lejos que nosotros del lugar del suceso, pasaron la noche alarmados con los
estruendos del combate.
Cuando llegó el mediodía, ya estábamos bien informados de lo que
durante la noche había pasado, y de lo que podía pasar, puesto que estábamos
en el secreto del plan de huida, que al iniciarse, había producido este episodio.
El relato de lo sucedido es el siguiente: Hacia las nueve de la noche, el
guarda jurado que presta servicio nocturno de vigilancia en La Sota, pozo de
Barredos, vio que un grupo de hombres armados cruzaba el puente de La Sota
en dirección al Norte. Lo primero que se le ocurrió a este miserable delator fue
telefonear al puesto de la Guardia Civil de Laviana, quienes a su vez avisaron a
todas las fuerzas de Tiraña y Sotrondio, reuniéndose momentos después varios
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
centenares de falangistas y civiles en el Pozo de Barredos. El delator les
informó con todo lujo de detalles de cuanto había visto, así como de la
dirección que los fugitivos habían tomado. (¡Han debido subir al monte!)
Civiles y falangistas vacilan. No se atreven a seguirles y permanecen con el
guarda, acaso formando el plan de persecución para la mañana siguiente.
Cuando se hallan entretenidos en esta tarea de matar el tiempo, observan que un
nuevo hombre se dispone a cruzar el puente en la misma dirección que lo
hicieron los demás. Se ponen todos en movimiento, y a la salida del puente le
atrapan, cortándole el paso con varias descargas cerradas. Le cogieron vivo, e
hicieron con él terribles escarnios, hasta que le obligaron a cantar qué camino
llevaba. Solo se sabe que dijo que iba para Peña Nevada a reunirse con otros
compañeros. Si dijo mas, no fue de dominio público. Falangistas y civiles se lo
guardaron para si. Cuando se cansaron de torturarle, le despojaran de la
cazadora y los zapatos que llevaba puestos, todo ello en buen uso, y hecha esta
operación, le tiraron del puente abajo, cayendo a la presa del lavadero. Pudo
salir de allí y arrastrarse, moribundo, hasta junto a la vía férrea, donde fue
rematado y tirado a una cuneta. Allí apareció a la mañana siguiente, con los
brazos rotos y el cuerpo acribillado.
Por otras informaciones supimos que el camarada Daniel también había
sido despojado de una magnífica pistola, con la que, según algunas referencias,
se defendió hasta que cayó herido. Posteriormente, y por conducto más
confidencial, supimos que el camarada Daniel debía haber pasado el puente en
unión de sus compañeros, quienes pasaron por su casa para recogerle y salir
todos juntos en un solo grupo, al objeto de llamar menos la atención y tener más
seguridades de defensa, en el caso de que fuesen vistos y atacados.
Los amigos de Daniel fueron a buscarle a casa a la hora convenida. ¡Ahora mismo voy! -les dijo-, podéis ir andando, que enseguida os alcanzo.
Daniel tardó unos minutos más en salir de su casa. Los suficientes para
que sus compañeros cruzasen el puente, y el desalmado esbirro de la empresa
los delatara. Los suficientes para perder la vida en forma tan violenta y trágica
como quedó reseñado.
Este camarada, que había prestado sus servicios a la República como
agente de Seguridad Rural, era miembro del Partido Socialista y, como agente,
fue de los primeros que formaron parte de la escolta del camarada Amador
Fernández. Su mujer y sus hijos quedan en la mayor indigencia. Era amigo de
mis compañeros y de Ricardo, en cuya compañía y la de otros vecinos más se
disponía a marchar.
Suponemos que hasta él han llegado nuestras advertencias que,
desgraciadamente, para nada sirvieron. Su captura puede traer fatales
consecuencias. No tardaremos en saberlo.
El gran combate de Barredos, fue el gran combate del miedo entre
fascistas y civiles. Fueron varias horas de incesante tiroteo, durante el cual
alarmaron al vecindario con la explosión de varios millares de cartuchos de
pistola y de fusil, y algunas docenas de bombas. ¿A quién tiraban tantos tiros?
Si, confesado por ellos, a Daniel le sorprendieron con la primera descarga,
¿contra quién dispararon las demás? Esto tiene fácil respuesta: ¡contra el
miedo!
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No es la primera vez que esto sucede en nuestras inmediaciones. El
miedo hace que a un falangista se le dispare el fusil o la pistola y ¡ahí tenemos
la Batalla de San Quintín! Este fascista, que está muerto de miedo y ante sus
compañeros pasa como el más valiente, dice que vio un "rojo" huir, y le
disparó.
-¡Aquí, camaradas, que hay "rojos"! -se dicen unos a otros.
Y sin saber hacia donde, las bocas de sus fusiles empiezan a escupir
metralla, dándose con frecuencia el caso de que un proyectil vaya a alojarse en
el cráneo de uno de sus compañeros, hazaña que, para justificar, se carga en el
haber de los "rojos". Así se explica este "combate" de Barredos.
Sigamos ahora las huellas de los compañeros de Daniel, quienes se
internaron en el monte sin enterarse de lo que le sucediera a su amigo.
Protegidos por las sombras de la noche, cruzan valles y montañas, camino de
Peña Nevada. Allí esperarán a Daniel y a otros camaradas, que tienen la
consigna de concentrarse en el mismo sitio para, a la siguiente noche, pegar el
salto hasta la costa e internarse en un bosque cercano, hasta que el barco pase a
recogerlos.
En la misma dirección avanzan, silenciosamente, varios centenares de
fugitivos de los distintos pueblos de Asturias, dejando atrás atajos, llanuras y
breñales.
Todos van animados por la misma consigna: a la liberación, o a la
muerte. Todos llevan armas para su defensa, y en sus pechos jadeantes brincan
los corazones nobles y generosos, henchidos por la emoción.
Centenares de ojos penetran en las tinieblas, escrutando los matojos y
las encrucijadas.
Las caravanas avanzan alegres, pero desconfiadas ante la perspectiva de
un ataque por sorpresa, en cuyo caso se defenderán hasta la muerte. Ellos no
hostilizarán a nadie, pero están dispuestos a abrirse paso, cueste lo que cueste.
Nosotros, sabedores de este proyecto, esperamos impacientes su
resultado. Nos asaltan las inquietudes ante el temor de que Daniel haya cantado.
En este caso, el encuentro será inevitable, y su magnitud nadie la puede prever.
Tememos también que los familiares de los fugitivos compañeros de Daniel
sufran nuevas represiones, pero pasan los días y nadie les molesta. Se
comprende que Daniel no ha delatado a sus compañeros, y que los fascistas
solo le pudieron arrancar que iba para Peña Nevada a reunirse con otros. Tres
días después del asesinato de Daniel, los periódicos de la provincia publicaban
una información sensacional: En unos montes cercanos a Ribadesella se había
registrado un gran combate, en el que hubo varios muertos de ambas partes. Por
su parte, la Policía hizo más de veinte prisioneros entre los fugitivos, que fueron
fusilados.
Por otras noticias particulares, tuvimos conocimiento de que el combate
había sido duro, y que los fascistas tuvieron más de una docena de muertos,
entre falangistas y guardias de asalto.
Así terminó esta aventura, por nosotros tan temida como presagiada.
Una semana más tarde, tuvimos conocimiento de que Ricardo arribaba
nuevamente a los montes cercanos a su pueblo. Llegó rendido de fatiga,
hambre, frío y cansancio; al parecer, con pocos deseos de volver a embarcarse
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en una empresa de tal envergadura. Hasta el presente, ignoramos a qué causas
obedeció el descubrimiento de este plan de huida.
En lo sucesivo, continuaremos enviando a nuestros camaradas fugitivos
cuantas noticias de interés juzguemos que deban conocer.
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Pasión y muerte de Lino
CRISTO, CRUCIFICADO
No conocemos la fecha exacta. Desde que acaeció el hecho que
queremos reseñar, hasta que confeccionamos estas cuartillas, han pasado varios
meses, y la memoria nos falla cuando intentamos precisar aquella fecha pasada.
Nos parece que fue en Marzo del 39. Queremos registrar este acto de salvajismo
refinado, preñado de odios y rencores, en el que perdieron la vida dos honrados
y excelentes camaradas, vecinos de Sotrondio.
Eran estos dos humildes obreros, amantes de la libertad, que por serlo,
habían prestado sus servicios con entusiasmo al Gobierno de la República.
Cayo Barreñaga era miembro del Partido Comunista, en el que se destacaba por
sus valiosas actividades. Desempeñó el cargo de Oficial en el Ejército de la
República. Su compañero era de nacionalidad portuguesa, y se domiciliaba en
Sotrondio, donde prestó sus servicios como agente de Seguridad Rural. Fulano
de Tal, así se llamaba, prestó servicios a mis órdenes por espacio de varios
meses, y en él pude observar al hombre bueno y generoso, incapaz de practicar
el mal, quién constantemente se lamentaba de las terribles consecuencias de
esta lucha fratricida, compadeciendo a cuantos llegaban al cuartel, para quienes
siempre había frases cariñosas y de aliento. Era, lo que se dice un buen
socialista.
En una mañana de Marzo, húmeda y brumosa, estos dos camaradas,
ateridos de frío, se hallaban sepultados en su refugio, que recientemente habían
construido en el monte denominado "La Milana", junto al puente de "La Llosa
del Portillo", a unos cincuenta pasos de altura sobre la carretera. Los falangistas
locales fueron los que hicieron las pesquisas para este descubrimiento, y, una
vez sabido cuanto deseaban, ellos mismos corrieron radiantes de júbilo y
contento a practicar las detenciones. "Quico el Gijonés" era quien hacía de jefe
de la banda.
Como queda indicado, estos dos camaradas fueron sorprendidos cuando
se ocultaban en el interior de su refugio. No intentaron hacer resistencia. Todo
sería inútil. Voluntariamente se entregaron, y allí mismo fueron
convenientemente amarrados, insultados y golpeados, para, momentos después,
ser conducidos a Sotrondio
"Quico" y los suyos, iban hinchados como pavos en celo, con aquella
presa tan codiciada. El odio y la venganza brillaban en sus ojos con guiños de
impaciencia. La comitiva avanzó camino de Sotrondio, acosada por las curiosas
miradas de la chusma.
Alguna voz miserable grita:
-¡A esos, a esos, que son peces gordos!
Cayo y su amigo van avergonzados y silenciosos, pero llevan la frente
erguida, Van avergonzados de que el público y sus vecinos los contemplen con
aquella indumentaria. Sus ropas están sucias y harapientas; sus cabellos en
completo abandono por espacio de muchos meses, tejiendo como una manta
espesa que les cae sobre los hombros; las barbas descienden casi hasta la
cintura; sus pies van casi en contacto con el piso de la carretera. Aquellos no
parecen dos hombres; parecen mas bien dos piltrafas humanas. Inspiran lástima,
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compasión. Todos los miran; nadie los reconoce. Es "Quico" el que va
diciendo:
-¡Son Cayo y el Portugués!
Algunas mujeres lloran; otras, les escupen en la cara, y les dan patadas
en las ingles, al propio tiempo que les llaman criminales y asesinos. Así, hasta
el cuartel.
-¡A la orden de usted, mi cabo! ¡Mire a quién le traemos aquí!
El cabo sonríe a "Quico", y espeta a los detenidos una mirada de asco y
de desprecio. Aquel gesto vengativo, es toda una sentencia de muerte. Pero una
sentencia de muerte airada; violenta; aquella mirada penetrante y fría, guarda
tras si todo el odio que más tarde, horas después, ha de ser el fruto de una
acción espantosa.
Cayo y su compañero sufren un interrogatorio, y salen de él como del
potro de tortura. Civiles y falangistas les apalean brutalmente, entre una sarta de
groseros insultos. Los detenidos no delatan a nadie. Tampoco se quejan de los
golpes que reciben, y esto irrita más el ánimo de los esbirros, que multiplican
sus métodos de tortura. Todo es igual. Aquellos dos mártires de la libertad
parecen insensibles al dolor que les infringen en sus propias carnes. Toda la
brutalidad empleada no basta para arrancarles una palabra de traición a sus
ideas. Mellarán sus carnes; las harán pedazos, pero no romperán sus ideales.
Después de unas horas de continuos martirios, falangistas y civiles salen
en procesión a la calle, llevándose consigo a Cayo y su compañero, que
semejan dos peleles; dos sombras humanas. Los fascistas locales, hombres y
mujeres, reciben la presencia de aquel cuadro, triste y desolador, con gritos
jubilosos y de alegría.
-¡Ahí, cabrones! ¡Ahí, cobardes! ¡Vosotros sois unos malos españoles!
¡Sois unos hijos de puta! -les vociferaban María Martínez y su hermana, al
propio tiempo que les daban patadas y les tiraban piedras.
Cayo repelió la agresión, propinando un puntapié en el bajo vientre a
una de las agresoras. Varios golpes en tropel cayeron sobre su cuerpo
macerado.
La jauría exhibe su pieza en la plaza se Sotrondio. El kiosco de la
música sirve de escenario para la acción más vil, cobarde y miserable que pueda
imaginarse un ser viviente.
Algunas mujeres, que van a misa todos los días, y dicen amar a Dios y al
prójimo, baten palmas exteriorizando su odio a los vencidos. María Martínez y
una tal Florinda la de Torraxo, golpean a los detenidos; les arañan en la cara y
en los ojos, les tiran de la barba y de los cabellos, hasta dejar en sus manos
mechones de pelo, mientras que la sangre que brota desciende hasta el
pavimento.
María Martínez no ve saciado su odio. Corre a una casa, de la que
regresa con un cazo de agua hirviendo, y se la vierte a Cayo en la cara; luego
continúa arañándole hasta arrancarle la piel. Cayo no exhala una queja, y se
mantiene enhiesto como un bloque de mármol. Algunas personas cierran los
ojos para no ver aquel espantoso martirio. Otras, vociferan y aplauden con
gritos de histerismo. Los perros acuden al griterío, y son azuzados contra las
víctimas, en las que clavan sus dientes. La chusma envilecida y los verdugos,
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ríen a voz en grito. Los padres de Cayo, que viven en la plaza de Sotrondio,
contemplan aquel cuadro lleno de crueldad y vesanía, pero no pueden acudir en
socorro de su hijo.
Tras el quicio de una ventana, lloran con intensa amargura el martirio en
su presencia del hijo de sus entrañas. Lloran lágrimas de sangre; lágrimas de
dolor; mas nadie acude a dirigirles palabras de consuelo. Muchas gentes
sentirán este deseo, y el de protestar con toda la fuerza de sus pulmones contra
semejante barbarismo. Pero han de callar todos, y retirarse de aquel lugar,
aterrorizados, para no aplaudir con su presencia aquella tragedia, tan brutal
como espantosa.
El martirio se prolonga con la intervención de nuevos y repugnantes
personajes. La esposa de "Quico el Gijonés" y Don Emiliano F. Guerra, médico
forense de la localidad, son los que ahora toman parte en la continuación de este
crimen salvaje. La mujer les insulta soezmente, y les da puntapiés en forma
desmedida.
-¡Chillad ahora, hijos de perra! ¡Maldita sea la puta que "vos parió"!
¡Cochinos, marranos, criminales!
(Ah, desgraciada criatura, minada por la ruindad y el odio. ¡Pronto
olvidaste que tus hijos y tú, gracias al corazón noble y generoso de las que hoy
son tus desgraciadas víctimas, habéis comido el pan que ellos se quitaron de sus
bocas! ¡Pronto lo olvidaste, mujer malvada y despreciable! ¡Pronto lo
olvidaste!)
El médico es un valiente, probado en esta rufianesca hazaña. ¿Donde
tendrá el corazón esta bestezuela? ¿Quien le inoculó en su alma esos instintos
de fiera? ¿De donde salió este nuevo Caín? Salió del fascismo, y esto es
suficiente para caracterizar la despreciable personalidad de este repelente ser
inhumano.
¿Que hizo Don Emiliano? Acercarse al grupo compuesto por víctimas y
victimarios vomitando blasfemias y toda clase de maldiciones. Subió al
templete de la música, y cogiendo a Cayo por las barbas lo arrastró tras si por la
periferia del círculo entarimado.
-¿Querías mandar? ¡Pues manda ahora! Vosotros sois unos cochinos. Tú
eres un miserable; y dándole bofetadas, invitaba a los concurrentes a que lo
imitasen. María Martínez, insaciable en su furor, todavía no harta de martirizar
a sus víctimas, remató esta invitación clavándole a Cayo en su cuerpo unas
agujas de hacer punto de ganchillo. El médico ríe y aplaude. Luego reemprende
la tarea de tirarle de la barba y exhibirle al público. Cayo y su compañero no
hacen un gesto de dolor. La comparsa no ve saciados sus instintos feroces.
Cayo solo despega sus labios para decirle al médico:
-Cristo murió a mi edad, y yo muero crucificado como él -Cayo plegó
los labios.
El médico debió sentir en el fondo de su conciencia el remordimiento
que le acusaba y le decía: "Este no es Cristo, pero es Abel de la Cruz, Yo soy
Caín, el malo Caín, quien mató a su hermano Abel por envidia de su virtud".
Un fascista local, de profesión abogado, llamado Don Julio Escandón,
se acerca al grupo, y, al contemplar a los detenidos y lo que con ellos se hacía,
retrocede horrorizado. Va hacia un grupo de amigos, también fascistas como él,
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y protesta del espantoso crimen que se está cometiendo con aquellos dos
hombres:
-Si hay motivos para ello, que les peguen un tiro, pero que no se
encarnicen de una manera tan brutal, Eso es una vergüenza.
Los amigos se encogen de hombros. La mayoría están de acuerdo con lo
que presencian.
Hay que exterminar a los "rojos". Julio Escandón debe medir sus
palabras, si no quiere exponerse a cosas desagradables.
La jauría desciende del kiosco. Los detenidos son nuevamente paseados
por las calles de Sotrondio, con el rostro ensangrentado y deformado.
Las esposas se clavan en sus carnes hasta desgarrarlas. Sobre el brillo
del blanco metal se han quedado adheridos hilillos y manchas de un rojo
escarlata. Los padres de Cayo, transidos de dolor y de pena, cierran sus ojos
ante el cuadro aterrador; pues que los hombres no les oyen, imploran a Dios
socorro para su hijo. Todo es inútil. Nadie les escucha. Sus gritos quejumbrosos
se pierden bajo el marco de las cuatro paredes de su casa. Por fin, los chacales
se detienen ante la puerta del lóbrego calabozo, al que son empujados
violentamente estos dos mártires de la libertad.
Consumada su acción, civiles y falangistas ríen satisfechos. El médico
alterna en el corrillo aparte que han formado las damas de la Santa Inquisición,
quienes el próximo domingo harán el sacrificio de madrugar mucho, para ir a la
misa de alba, en la que se postrarán ante Dios y la Virgen María, para pedirles
de todo corazón que laven sus culpas si las tienen, pues todo lo que han hecho
ha sido por Dios, por España y su Caudillo.
Antes de terminar este relato, anotemos que el médico, Don Emiliano,
prestó sus servicios profesionales durante el Movimiento, al servicio de la
República, lo que prueba que nadie le había molestado para nada.
Aquella misma noche, Cayo y su compañero fueron sacados del
calabozo, medio moribundos y brutalmente molidos a palos. Conducidos al
Cementerio de Blimea por una miserable banda de asesinos, allí se les remató, y
hasta se rumorea que se les arrojó con vida a la fosa común.
Así pagaron su tributo a la vida estos dos honrados ciudadanos, mártires
de la causa del pueblo que pasarán a la Historia, y ante cuyo relato las
conciencias humanas se levantarán un día en demanda de justicia.
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EL EPILOGO DE LA GUERRA
Nos ha causado sorpresa. No esperábamos ni admitíamos que esta
pudiese tener un final tan catastrófico. La retirada escalonada de nuestro
Ejército por tierras de Cataluña hacia la frontera pirenaica, nos había parecido
una maniobra del Gobierno para estimular a los países democráticos en el
levantamiento del embargo de armas que pesaba sobre la República, desde el
primer día del alzamiento militar fascista.
Al prducirse el golpe de estado de Casado, mis compañeros y yo
recelamos bastante, pero ni por un momento sospechamos que la República
podía ser entregada a la voracidad fascista atada de pies y manos.
¿Que fenómeno se operó para que esto pudiera ocurrir así? Por el
momento lo ignoramos, y ello nos impide estampar aquí ninguna clase de
hipotéticos relatos a este respecto. Se ha perdido la República, cosa que, como
es natural, nos interesa muchísimo, porque con ella hemos perdido nuestras
libertades, y no sabemos si nuestras propias vidas. Pero en este momento, solo
queremos dejar constancia de cuanto sucede en torno nuestro, comentando
brevemente las cosas más destacadas que interesan al marco nacional.
Después de la entrega de Madrid, las opiniones acerca de la solución en
nuestro refugio quedaron divididas. Mientras mis compañeros creían en una paz
honrosa para todos los españoles, propugnada por Besteiro y Casado en
públicas manifestaciones, hasta el mismo momento de la rendición total de toda
la Zona Republicana, a mi me pareció que no había tal arreglo, y este punto de
vista lo mantuve en reiteradas discusiones que diariamente teníamos sobre el
particular, hasta que la fatídica me vino a dar la razón.
En aquellos primeros días del final de la guerra, cogimos un poco de
confianza y, aunque sin perder las precauciones, estábamos más horas fuera del
refugio y hablábamos en casa con más libertad que lo hiciéramos hasta la fecha.
Terminada la guerra, aún en el caso de que lo hubiéramos perdido todo, la
represión tan brutal que hasta ese momento habíamos soportado cesaría, y ya no
nos vendrían a buscar.
En el caso contrario, en el peor de los casos, aún en el supuesto de que
nos cogieran, ya no nos matarían. Por lo menos, formarían tribunales en el fuero
civil, y si alguien nos acusase en ellos, podríamos probar nuestra inocencia. La
conciencia no nos acusa de nada. ¿Qué tenemos que temer?
Paulino me dice un día: -Para el Domingo de Pascua cuento con estar en
mi casa.
-No será el de este año - le respondí.
-¿En qué te fundas tú para decir que el día de Pascua no estoy yo en mi
casa?
-En lo mismo que tú te fundas para decir que vas -contesté. -Si bien
tenemos las mismas informaciones, cada cual las analizamos a nuestro modo y,
a la vista de todo lo ocurrido, yo creo que perdimos la guerra.
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-Pues si yo tuviese esa convicción, ahora mismo me marchaba, porque
ya nada tendría que esperar aquí -me dijo Herminio-, tuvo que haber arreglo, y
muy pronto lo sabremos.
Varios días discutimos en forma parecida. Los propios fascistas locales
no saben si ganaron o perdieron la guerra. La frase de "hubo arreglo" es de
dominio popular. Hasta los propios falangistas reciben el final de la guerra con
frialdad. Nadie exterioriza su alegría y la confusión es enorme.
Del extranjero empiezan a comunicar noticias por radio. En Madrid
funcionan las checas.
¡Bah -me dicen mis compañeros-, se tratará de alguna venganza, y
alguien querrá aprovecharse estos días mientras se forma Gobierno!
Estamos en Cuaresma. Semana Santa; miércoles Santo. Nuestro servicio
de información nos transmite la voz de alerta:
-¡Caray, que sorpresa!
-Cuidado, que andan por ahí los civiles y falangistas.
-Pues al saco -Y nos guardamos al amparo del refugio.
Minutos mas tarde, la Policía se presenta en la casa; practican su
correspondiente cacheo, hablan con muchísima gracia con Honorina y su
madre, quienes convidan a los guardias, circunstancia que aprovechan los
falangistas para meterse un conejo en la mochila. Algo es algo. Se supone que
traían buenas intenciones y mejores impresiones. Querían celebrar la victoria.
Además, ya sabemos que esta clase de gente no acostumbra a marcharse de
ningún sitio sin carne en las uñas. Perdónalos, señor, que son unos ladrones.
Buscaban hombres, y aunque los tuvieron muy cerca de si, no los vieron. ¿Que
más tiene un conejo que un paisano? ¿No es también para matarlo? ¡Pues, al
saco!
Se despidieron unos y otros con mucha cortesía. Apenas se habían
alejado un poco, salimos del refugio para comentar la faena. (¿Será posible que
todavía nos busquen para matarnos? Porque es casi seguro que al presentarse
por aquí en tal día como hoy, estos tíos no traían muy buenas intenciones)
Aquel día de miércoles Santo, los fascistas desplegaron una actividad
inusitada, buscando a los fugitivos en sus casas. Como hacía unos cuantos días
que se había terminado la guerra, se creyeron que aquella era la mejor ocasión
para atraparlos confiados, dormidos tal vez en sus camas, para saciarse de las
nostalgias que por ellas habían sentido durante diecisiete meses de dura prueba,
durante los cuales no habían tenido un momento de reposo. Mas no hubo caso.
¡Son tan desconfiados los "rojillos"!
En el cuartel de Sotrondio había cuatro detenidos. Eran ellos: Marcelino
Iglesias, industrial de este término, que varias veces había resultado candidato
electo para Concejal, en representación del Partido Socialista; un comisario
político de Batallón, un Teniente y un muchachito joven, vecino de Santa Ana,
quien hacía varios días que había regresado de la evacuación. El Comisario y el
Teniente se nos dice que eran de Santa Bárbara. De estos tres últimos
ignoramos el nombre. Marcelino, el Comisario y el Teniente, habían sido
detenidos días antes de terminarse la guerra.
-Ya no se matan más hombres -dijo el Cabo de la Guardia Civil a
Honorina- .Ahí están esos tres hace mas de quince días, y nada malo les
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ocurrirá. Usted debe presentar a sus hermanos.
Parecía, evidentemente, que aquellos tres detenidos no serían
asesinados, puesto que, según costumbre, nadie se escapaba de la primera
noche. Además, se había terminado la guerra, y no había ningún motivo que
pudiese justificar el derramamiento de una gota más de sangre inocente.
Noche de miércoles Santo. Los espíritus se recogen en Dios, y si estos
son cristianos católicos, no han de pecar ni con el pensamiento. "¡Se bueno! ¡Se
generoso! Piensa en la muerte del Señor, y piensa que castigará tus faltas. No
peques, ni con miradas impúdicas. Si eres buen católico, Dios velará por tu
bien. No hagas daño a tus semejantes. El que daño hiciese, castigo recibirá. Lo
que no quieras para ti"...
Falangistas y civiles van a la Iglesia, se dan golpes de pecho y tragan
hostias en pecado mortal. Son verdaderos fariseos. En nombre de Dios asesinan
a Cristo. El manto de la Iglesia todo lo purifica. ¿Se puede matar en nombre de
Dios? No, ¿verdad? Pues ellos matan a su propia madre por Dios y por España.
Después van a purificar sus culpas. ¡Y que buenos, y que honrados son los
criminales que van a misa! ¿Es así la religión? Creemos que no.
En aras de esta noche del catolicismo, dejaron su existencia Marcelino y
sus compañeros de prisión. En la santidad de una fresca mañana de Jueves
Santo, el cadáver de Marcelino apareció colgado en su propia prisión, y sus tres
compañeros recibieron el alba tendidos a la entrada del Cementerio de Blimea.
Día señalado. Cara al Cielo, mirando a Dios, desde este pedazo de tierra fresca,
humedecida por sangre germinadora que ha de fecundar la Nueva Aurora, estos
compañeros, víctimas de la herejía, parece que reclaman del Creador y
Todopoderoso la justicia que se les ha negado en la Tierra. "¡No hay justicia,
Señor!"
¿Como fueron muertos estos ciudadanos? Se asegura que cuando fueron
sacados del cuartel ya no tenían vida. Allí se les torturó por espacio de varias
horas, hasta que sucumbieron ante el dolor del martirio. Los tres más jóvenes
fueron llevados al Cementerio, y a Marcelino lo dejaron colgado en su prisión,
pretextando así que se había suicidado. Pero este cuento está ya muy gastado y
no pasa. Los familiares de Marcelino fueron los primeros en afirmar que no
admitían tal presunción, y que aquella misma noche, cuando fueron a llevarle la
cena, lo encontraron molido a palos, y tendido en un camastro, del que no le fue
posible incorporarse para comer.
Para estos cuatro camaradas ha terminado la guerra; para el resto de los
españoles continúa. Y he aquí que el Domingo de Pascua recibimos una nueva
visita policíaca. Claro que sin consecuencias, pero la recibimos. Y en
circunstancias en que no estábamos muy tranquilos, debido a que Honorina no
se hallaba en casa, a causa de que su hermana Mercedes la había llamado para
que la ayudara a preparar y servir un banquete que aquella tarde celebraban
cerca de un centenar de fascistas en su casa.
Generosa, como todos los domingos, había salido para misa. De nuestra
custodia se encargó su nieta Honorina, quién, desde luego, desempeñó su papel
a las mil maravillas. Media hora antes de que los rufianes llegaran a la casa, ya
ella nos había puesto a buen recaudo, tomando cuantas precauciones eran
precisas. De todos modos, no estábamos tan tranquilos como si estuviera su tía.
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Esta Honorina es un poco nerviosa, y por un simple gesto le pueden notar algo
que les incite a sospecha; si esto ocurriera, la magullarían a palos para ver si
cantaba. Nosotros le dimos ánimos. No le hicieron falta. Nos defendió a
nosotros, y supo defenderse a si misma.
El Cabo y varios números del puesto de la Guardia Civil de Sotrondio,
acompañados por "Quico el Gijonés" entraron en la casa.
-¿Como? ¿Estás aquí tú? ¿Donde está Honorina?
-Está en Blimea, en casa de su tía Mercedes.
-Ah, si; hoy tenemos allí banquete -le dijo el Cabo-. ¿Y tu abuelita?
-Pues mi abuelita fue a misa.
-De modo que estás tu sola...
-Solita y sola, señor Cabo.
-¿No tendrás por aquí escondido algún fugitivo?
-¡Hombre, qué cosas tienen ustedes! Aquí ya saben que no se oculta
nadie. Miren, miren. Registren la casa, que a eso habrán venido.
Un guardia, mirándola muy fijo, le dice:
-Yo he venido a verte a ti, guapísima. ¡Que hermosa estás!
-Bueno, bueno; menos bromas, señor guardia -Honorina retrocedió un
poco.
Los guardias ojean ligeramente las habitaciones, mientras Honorina
esquiva al grosero que la acosa.
-¡Pues hoy que estás solita, no te escapas de ser mía!
Honorina se pone seria y roja de ira; gana la puerta de la calle. El sátiro
quiere seguirla, pero alguno de sus compañeros lo impide.
-¡Bueno, hija!. No te alarmes que ya nos vamos. ¿Quieres mandar
alguna cosa para Blimea?
-Recuerdos a mis parientes, y que le den un jarro de agua fresca a ese...,
señor.
Se despidieron y se alejaron, vencidos en toda la línea.
Cuando Honorina se vio libre de la peste, respiró tranquila, corriendo
hacia nuestro refugio para contarnos las groserías que había escuchado de los
representantes de la autoridad. La felicitamos por su noble gesto al verse
ofendida por un marrano, del que supo defenderse con altiva entereza.
Aquella misma tarde, cuando, en unión de otros muchos, el Cabo se
hallaba sentado a la mesa, comiendo en el banquete que se servía en casa de
Mercedes, Luisina Bejega entra corriendo, radiante de alegría, agitando entre
sus manos una carta de su padre Luis Bejega. Expectación en la familia.
Expectación en los comensales. La carta vuela de mano en mano. Todos
quieren verla los primeros.
-¡A ver, a ver, quiero verla! -el Cabo mira la carta. Efectivamente, viene
de Francia.
-Ya ve usted, señor Cabo, tanto buscar a Luis. Ahí lo tiene usted.
Desengáñese ahora de que nosotras nunca le hemos mentido.
Estas frases, u otras parecidas, se espetaron a un tiempo, como una
lluvia de perdigones en los oídos del Cabo. Las decían Mercedes, Pili, Honorina
y Luisina.
-¡Y tantas persecuciones que inocentemente recibimos toda la familia!
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Pasión y muerte de Lino
Todos quedaron boquiabiertos. Como todos eran fascistas, aún no
habían perdido la esperanza de cazar a Luis.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Adición al diario de Lino Oviaño
Aparte de las páginas reseñadas, a mi madre, Leonides Cuesta, le llegó a
través de la familia de Paulino una carta de Lino, escrita también desde el
refugio, y que incluyo como colofón de esta especie de diario, por su
emotividad, a pesar de estar dirigida personalmente a ella.
Queridísima Leo:
Cuando te escribo esta carta, llevo escondido ocho meses y medio. La
Guerra se va prolongando demasiado y no sé si después de mucho remar
tendré que morir a la orilla. No tengo muchas esperanzas de salvarme y, por si
la suerte me llegase a ser adversa, quiero dejarte esta carta escrita para que,
en su día, la hagan llegar a tus manos y sepas todo lo que pasó, desde que te
marchaste.
(Le hace un relato desde el día en que fue herido y de las atenciones
que se le prodigaron, y continúa diciendo la carta:)
Con respecto a tí, si es que yo falto, nada necesito decirte ni aconsejarte
para el futuro de tu vida. ¡Has sido mi buena y leal compañera!
Has sido honrada y cariñosa, y estoy satisfecho porque te consta que
has tenido siempre mi mas profundo cariño y respeto.
Lo que sí te ruego es que no descuides la educación de nuestro
queridísimo hijo Pepín.
Con poco que tú te molestes por él, puede ser tu mejor sostén en el día
de mañana, y cuando tenga edad para comprender las cosas, hazle saber lo
muchísimo que a tí y a él os quería su padre. Dile que mis últimas palabras, si
és que me matan, han de ser para pronunciar vuestro nombre, de esto puedes
estar segura.
Leo: Tú que me conoces mejor que nadie, sabes sobradamente que si
me matan, se comete conmigo una gran injusticia... ¡Son tantísimas las que se
están cometiendo...!
Te estoy escribiendo bajo un gran peligro, y con el temor de perder la
vida de un momento a otro, es mi corazón quién me está dictando lo que
escribo.
Tu has visto toda mi actuación, antes y después de la Guerra; estoy
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
tranquilo porque te consta que tu marido jamás hizo daño a nadie. Por eso, por
que lo sabes, estoy segurísimo de que ni tú, ni nuestro hijo Pepín tendréis
motivos para avergonzaros por ninguno de mis actos.
El ser socialista no és ningún delito, y si el serlo me cuesta la vida,
sabré darla dignamente en holocausto del ideal.
Moriré con la frente erguida y la conciencia tranquila.
Si yo falto, y algún día puedes, quiero que visites a la familia de mis
compañeros Paulino y Herminio Rodríguez, y muy en particular a su hermana
Honorina.
Cuando sepas lo que aquí pasó, (me refiero a toda Asturias) y lo que
estos han hecho por mí, entonces podrás darte cuenta de lo mucho que ambos
les debemos a esta familia.
¡Leonides y Pepín..., no puedo seguir escribiendo...!
Me despido de vosotros con lágrimas en los ojos, y vuestro recuerdo en
el corazón.
¡Quizá no volveremos a vernos!
¡Os deseo que tengáis mejor suerte que yo, y que seáis muy dichosos y
felices!
Cuando tenga mi cuerpo destrozado, y mientras me quede un hálito de
vida, os seguirá recordando y abrazando vuestro
Lino
Las Aparadas a 6 de Julio de 1938
Hasta aquí, la transcripción textual de las hojas manuscritas por Lino
Oviaño en el interior de su refugio, en los dos años que duró su estancia en el
mismo.
En este momento se interrumpen los escritos que obran en mi poder.
Por otras cartas de su compañero de refugio Paulino, sabemos que
después del final de la guerra se presentaron a las autoridades, ante la promesa
de las mismas de no tomar ninguna clase de represalias, y castigar únicamente
los actos delictivos.
He sabido, por conversaciones con familiares y amigos, que Lino fue
acusado por un vecino del pueblo de Muros de Nalón, al que antes tuvo
refugiado en su propia casa.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Los tres fueron condenados a muerte. A Paulino y Herminio se les
conmutó la pena por cadena perpetua.
Lino fue ejecutado el 10 de Diciembre de 1940.
Los cargos fueron: Adhesión a la rebelión
Días después de la ejecución llegó su indulto.
(Estas páginas fueron recopiladas y transcritas por José María Oviaño, hijo de
Lino)
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Apéndice
Tras ímprobas gestiones ante un sinfín de estamentos oficiales, conseguí
en 2006 unas fotocopias de la sentencia dictada contra mi padre en las que
consta la acusación por ADHESION A LA REBELIÓN (¿), DIRIGENTE
MARXISTA Y ENVENENADOR DE LA CLASE OBRERA, apoyada por la
declaración de un vecino de Muros del Nalón, afirmando que Lino Oviaño iba
en un coche que seguía a unos vecinos que fueron conducidos cerca del
Cementerio de Muros, para ser ejecutados. Sin más pruebas que su declaración,
fue condenado a muerte y fusilado. El abogado defensor de Lino pidió la pena
máxima para su defendido, como consta en las fotocopias del juicio. Con
defensores así, ¿para qué necesitaban fiscales?
Sirvan como reconocimiento del carácter de Lino que, en 1931, cuando
las revueltas que se produjeron en Asturias por la proclamación de la
República, Lino albergó en su casa, escondido, al cura párroco de Muros,
albergándolo con riesgo de su vida, y alimentándolo durante unos dias hasta
que pasaron los primeros momentos y se tranquilizaron los ánimos exaltados.
Lo mismo ocurrió con las mujeres y familiares de la Guardia Civil, hasta que se
tranquilizó la situación.
Un hombre con esta forma de proceder, ¿Cómo va a ser capaz de
escoltar a unos vecinos para que sean muertos, cuando antes los había protegido
de las posibles iras del pueblo contra las personas de derechas, la Iglesia y la
Guardia Civil?
Esta fue una más de las tropelías cometidas en la sangrienta posguerra, y
que en este caso dejó una viuda desamparada y un hijo de ocho años que no
veía a su padre desde los cinco, y que estuvo internado en un Asilo durante siete
años, puesto que su madre tuvo que trabajar para subsistir.
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José Mª Oviaño Cuesta
Pasión y muerte de Lino
Indice
Prólogo
Un servicio accidentado
Ernestina,inmutable y serena
De diero a Sama
Entre risas y llantos
La catástrofe
En el refugio
Ante el pelotón de ejecución
De exploración
Son cundanados
Hacia el sepulcro
El cerco a la casa
Breve semblanzo
A los pies de la checa
Camino de espinas
Luto en el refugio
Visitas afables
El temporal arrecia
Un golpe fallido
El centinela alerta y otras seguridades
Montis desconfiado
Visitas de Honor
El matute de Generosa
La inconsciencia del pueblo
Los incendiarios
En laComandancia Militar
Un accidente y un incidente
Dignidad profesional
El registro número quince
Otros pormenores
Madres e hijas
El cuento de la cestina
Fe en la República
Luis Bejega Fusilado
La otra Honorina
Los amores no matan
Sigue el desfile
Generalidades
Detención de Isidoro
La receta
Lo inaudito
Manolita y Oterina detenidas
Se ha roto la calma
Contactos
Cristo crucificado
El epílogo de la guerra
Adición
Apéndice
Índice
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