partido socialista francés: renovarse o morir

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PARTIDO SOCIALISTA FRANCÉS:
RENOVARSE O MORIR
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
“Hemos decidido no sumarnos a la guerra entre jefes”. “Ante todo, contesto
el método que consiste en dar, durante la noche y sin la presencia de representantes
de las respectivas candidaturas, nuevas cifras, diferentes de las dadas durante el
anuncio oficial de los resultados una hora antes”. “[Usaremos] todos los medios
políticos, jurídicos y judiciales para contestar la victoria”.
¿Cuál será el contexto en el que sobrevuelan como pájaros negros esas
frases cargadas de reproches y amenazas? ¿Nos las habemos una vez más con esas
luchas sin cuartel libradas por los partidos luego de cualquier elección, a las que
tan habituados nos tienen ciertos países en vías de desarrollo democrático? ¿O
describen una inveterada situación en los regímenes de partido único? Lamento
defraudar sus expectativas, pero todo eso se acaba de escuchar durante los pasados
días en la civilizada Francia y, por si fuera poco, en boca de militantes de una
única institución: el Partido Socialista francés.
Entre el 14 y el 16 de este mes de noviembre tuvo lugar en Reims el
congreso de renovación de la dirección del partido, durante once años guiado por
François Hollande. Y entre las tres candidaturas que finalmente concurrieron por el
cargo había el grado de armonía, afecto y respeto recíprocos, además de la
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descontada afinidad que proporciona el pertenecer a una misma organización,
detectable en las entrecomilladas frases iniciales.
Tan generosos intercambios de cumplidos empezaron antes del
congreso, prosiguieron durante su desarrollo y terminaron cuando concluyó: no
será de falta de coherencia o simetría insultante de lo que se queje la parroquia
socialista francesa. Abrió el fuego Bertrand Belanoë, alcalde de París y frustrado
candidato a la elección, a quien no cupo sino felicitar a los tres que sí lo fueron por
el éxito en su intento por impedir que llegara a serlo él. Desde aquí me hago
solidario del dolor de este esforzado de la ruta, al que seguramente sólo la
conciencia de la perentoriedad de su misión por ayudar a los franceses le había
llevado a postularse para el cargo antes que nadie, y que tantas alegrías pasara
jugando a las apuestas de sus simpatizantes por saber cuál sería su ventaja sobre el
perdedor. Por lo demás, en fiel muestra de hasta qué punto conocía –él, pero
también su bando- por dónde soplaban los vientos en el interior de su partido,
acusó tras su retirada a los partidarios de Martine Aubry, la candidata finalmente
electa, “de la responsabilidad histórica de entregar el partido a Ségolène Royal, de
la que se comportan como aliados objetivos” (sic): todo ello, por cierto, poco antes
de instar a sus huestes a votar a la renegada, porque, a fin de cuentas, su entero
programa político cabía en su vistoso lema: Tout sauf Ségolène (Todo salvo
Ségolène, cacareado tanto dentro como fuera de Francia: en Die Zeit, sin ir más
lejos, Gero von Randow le dedicó un extenso artículo con ese título: Alles ausser
Ségolène).
Las descalificaciones prosiguieron durante y después del congreso,
según dije. La facción de Aubry contestó la primera elección, que daba por
vencedora de la que sería primera vuelta a su rival, Royal, y la facción de ésta
contestó la definitiva, que otorgaba la victoria a su rival, Aubry. En el cruce de
acusaciones se hablaba de fraude, de pucherazo electoral, de ajustes de cuentas, de
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falsificación u ocultamiento de papeletas, de maniobras barriobajeras; en fin, las
naderías de siempre y pelillos a la mar. ¡Y que viva la fraternidad, le faltó por
gritar a alguien con ánimo de conciliar tan amistosos posicionamientos! Después
de todo, han tenido que pasar ciento tres años, hasta la Declaración de Principios
de 2008, la quinta, para que el PS renunciase a su herencia jacobina.
La situación reflejada por tales hechos constituye, en primer lugar, un
juicio sobre el quehacer y la herencia dejada por el Secretario general saliente, tan
empeñado en sintetizar a las fuerzas encontradas que se olvidó de su promesas de
renovación del partido; tan poco consiguió la anhelada síntesis, según se aprecia,
aunque, a cambio, lograra osificar aún más la cúpula del partido. Por otro lado,
aunque hubiera sido posible la síntesis, ¿es en sí misma deseable? La perentoria
urgencia de renovación desprendida del proceso aquí comentado, ¿puede llevarse a
cabo con quien por interés y ambición la torpedea? ¿No se hace contra ellos,
precisamente? Quizá hubiera aprendido de Mitterrand si su carácter y su carisma
semejaran al de aquél, pero quizá sólo habría sido necesario algo más de firmeza y
de sabiduría política para emprender la tarea del ex presidente sin los lastres que
éste legara a su partido, como el de amordazar la crítica y silenciar la disidencia
internas. En ese caso, la presentación de tres candidaturas a la dirección del partido
habría sido lo que hubiera debido ser, una prueba de la salud democrática del
mismo -no hay democracia sin luchas, incluso intrapartidarias, por el poder-, en
vez de la manifestación de agonía en que se encuentra.
Es menester indicar aquí que el ejercicio de los mecanismos de la
democracia, como las luchas de poder indicadas, no siempre la revitalizan, sino
que con tanta o más frecuencia se la desgasta al usarla. De hecho, tan naturales
como aquellas luchas son las prácticas de fraude a que dan lugar, con el doble
corolario de una pérdida de legitimidad tanto de las instituciones concretas que las
ejercen cuanto del régimen democrático en su conjunto. Con todo, en honor -y
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como descargo- a ese mal, debe señalarse que no pertenece a la naturaleza del
poder per se, sino a la naturaleza del poder democrático. Y apunta a fenómenos
positivos asimilados por la sociedad democrática. La cooptación, sin duda, facilita
todo, según demostrara de manera sublime el caso del dedazo mexicano: todas las
agitaciones, todas las turbulencias por la sucesión terminaban, o lo aparentaban,
cuando el presidente de turno del entonces eterno PRI, había designado a su
sucesor. Pero, ahora, la dirigencia ha perdido poder frente a los militantes, el
propio militante ha dejado de ser el soldado que fue en su día, sobre todo en los
partidos comunistas y socialistas, cuya misión era decir a todo que sí y hacer
cuanto se le ordenara; por último, el pluralismo político también se ha instalado
hasta cierto punto en los partidos introduciendo alternativas, y volviendo mucho
más lábil que antaño, al férreo proyecto común. El arte político, ahora, consiste
pues en preservar ese duende democrático que las sociedades actuales han
introducido en los partidos, e intentar conciliar las diferencias que producen en el
seno de los mismos con la necesaria unidad de acción.
En el caso del PS francés la división se agrava por razones a la vez
estructurales y coyunturales; entre las primeras, en primer lugar, porque siempre ha
tenido dos almas que nunca se conciliaron plenamente, lo que facilita el
enfrentamiento y, por comodidad para la guerra civil intrapartidaria, la
simplificación de sus causas, vale decir, que las cuestiones ideológicas acaben
desustanciándose en cuestiones personales, con lo que las ideas aprenden a no ser
casi nadie cuando se ocultan tras la persona; y, en segundo lugar, porque
organizativamente el PS combina el sistema proporcional en la elección de los
cargos secundarios con el sistema presidencial para elegir al Secretario General. Es
un triunfo de la militancia, sin duda, pero su valor sale a la luz cuando la
institución sí funciona democráticamente. En el PS, al contrario, refuerza la
división al marginar, real o potencialmente, a la facción perdedora. El plus de
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legitimidad con el que refuerza al nuevo presidente vuelve asimétrica la
legitimidad de poderes en el interior del partido, con el agravante de que el plus de
poder concedido al ganador puede volverse en contra de la institución si abusa de
él o en contra del titular si no lo usa. La razón coyuntural ha sido el resultado de la
votación: prácticamente el 50% para cada bando, pues si bien Aubry, en el fallo de
la comisión electoral, ha acabado aumentado a 102 la inicial diferencia de 42
votos, no por ello ésta deja de ser exigua en el cómputo general de los 134.784
sufragios emitidos, lo que espontáneamente ha invitado a la facción perdedora a
denunciar el resultado y exigir una nueva votación.
Así pues, se entiende fácilmente que el PS haya llegado dividido al
Congreso de Reims y haya salido roto. No por exceso de candidaturas, sino porque
los elefantes, refugiados en la de Aubry, han obtenido la victoria, por pírrica que
sea, frente al bando de la renovación y por el bloqueo de la acción en el que puede
derivar el empate técnico en el resultado. Aquéllos no han tardado en exigir su
cuota en cargos y prebendas acorde a su apoyo, en tanto los seguidores de Royal
sólo a regañadientes aceptan el resultado y, como un acto de auto-desagravio, que
representa así mismo una flagrante manifestación de indisciplina partidaria, ya han
aplaudido la decisión de su líder de volver a presentar su candidatura en las
próximas elecciones presidenciales, sin tener para nada en cuenta la opinión de la
nueva dirección o del propio partido.
No extraña por tanto que la reciente ganadora, Martine Aubry –la
primera mujer que consigue la secretaría general del PS, una efemérides histórica
que, como el avance en la paridad que representa, ha quedado casi en silencio en
medio del griterío de las facciones enfrentadas-, haya declarado como primera
tarea la de unificar el partido (si bien es posible que aún tenga otra más prioritaria:
la de conciliar los contradictorios objetivos de sus paquidérmicos amigos, pues las
desmedidas ambiciones de sus jefes son esas cosas que en política permiten tantas
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veces entenderse más fácilmente con los rivales que con los aliados). Y si bien
Ségolène Royal ha recogido el guante de la invitación y ha manifestado su deseo
de participar en la nueva dirección, no resulta previsible un fácil ni rápido
entendimiento dadas las previsibles condiciones que impondrá para cooperar.
Ni esa declaración, ni las dos entrevistas –la segunda, ayer mismo, día
29- mantenidas entre ambas dirigentes, animosamente adversarias hasta aquí desde
siempre, auguran una pronta recomposición de la unidad, máxima cuando el
estudio del IFOP del que hoy da cuenta Le Monde muestra que el clivage abierto
en 2005 durante el referéndum sobre la Constitución europea pervive hoy tal cual:
los partidarios del no de entonces son mayoritariamente votantes hoy de Aubry; los
del sí, de Royal.
Casi parece una jugarreta del destino que en un contexto de crisis del
capitalismo internacional como no la ha habido en mucho tiempo y de una
augurable revitalización de la democracia americana con la victoria de Obama, al
que se añade la permanente zozobra en la que Europa se construye, que tanto
debería favorecer la modernización de la izquierda, los partidos que la representan,
salvo quizá el partido socialista en España, anden dando tumbos y expirando por
sus dos almas a la vez, la social-demócrata y la comunista; y ello precisamente
cuando los peligros para la democracia y las amenazas a la vida en el planeta se
multiplican y hacen más necesario su concurso. Hagamos que Aubry logre dar un
golpe de timón desde la dirección e imponer un nuevo curso al partido guiado por
los vientos de renovación, que su reconocida capacidad de trabajo llegue a estar a
la altura de sus responsabilidades y de las tareas que la aguardan, y que sepa
refrenar algunas veleidades de su rival al tiempo que la incorpora aceptando puntos
esenciales de sus reivindicaciones. De otro modo, pronto veremos la nave del
partido socialista francés irse a pique al tiempo que en Francia y Europa nos vamos
hundiendo un poco más.
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