Discurso de Robert Marrast

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DISCURSO PRONUNCIADO POR D. ROBERT MARRAST CON MOTIVO DE SU
INVESTIDURA COMO DOCTOR HONORIS CAUSA POR LA UNIVERSIDAD DE ALICANTE
En este día 22 de noviembre me corresponde cumplir con un deber muy agradable, que no
vacilo en considerar el más grato de toda mi vida profesional: manifestar al Sr. Rector y a los
Sres. Catedráticos de la Universidad de Alicante mi más expresivo agradecimiento por haber
tenido a bien nombrarme doctor honoris causa, lo que naturalmente no sólo me honra, sino
que me conmueve profundamente. Más todavía: el honor que me hace esta Universidad recae
también sobre todos los hispanistas franceses. De la solemne recompensa de mi labor de
hispanista que recibo hoy me siento tanto más ufano cuanto que es la primera que se me
otorga en toda mi carrera profesional, y tengo plena conciencia de su inestimable valor.
Con vistas a la presente ceremonia, he pasado revista a las sucesivas etapas de mi recorrido
estudiantil y profesional, al que puse fin en 1989.
Lo primero que tengo que decir es que mi vocación de hispanista fue, como se dice a
propósito de los clérigos, una vocación tardía, ya que mis primeros estudios universitarios,
empezados en 1947, se dedicaron a las letras clásicas, es decir a la literatura francesa, el latín
y el griego antiguo. No tardé en trabar amistad con algunos estudiantes de español, con
quienes compartíamos los de letras algunas clases, y gracias a ellos asistí a las tertulias del
Instituto de Estudios Ibéricos, y al poco tiempo decidí dirigirme hacia la carrera de lengua y
literatura españolas. No tuve que arrepentirme de ello, sino todo lo contrario. Movido por mi
innata curiosidad, deseaba conocer la obra de escritores castellanos además de Federico
García Lorca, que era en aquel entonces el único poeta español del siglo XX traducido y
ampliamente conocido tras el Pirineo. Progresando en el conocimiento del idioma, pude entrar
en la obra de Antonio Machado, de Jorge Guillén, de Pedro Salinas, y me extrañaba mucho
constatar que, tanto como el malogrado poeta fusilado de Víznar, merecían ampliamente ver
sus versos traducidos al francés. Pronto descubrí también a Valle-Inclán, a Pío Baroja, a Pérez
Galdós, que no tardaron mucho en ser mis escritores predilectos. Pero la gran revelación fue la
de Rafael Alberti. El lector del Instituto de Estudios Ibéricos, el malogrado Juan Ignacio Murcia,
a quien nunca acabaré de dar las gracias, puso un día en mis manos un ejemplar de la
Antología poética, editada en Buenos Aires, de Rafael Alberti. Me quedé maravillado ante la
juvenil alegría de Marinero en tierra, El Alba del alhelí y La Amante; y al leer Sobre los ángeles
y Sermones y moradas, libros cuyas difíciles y fulgurantes metáforas, a veces de un hermoso
hermetismo, me esforzaba gustoso en descifrar, tenía la impresión de que estos poemarios
eran la expresión de una honda crisis moral y sentimental sufrida por su autor; luego supe que
efectivamente así era. Me divertí mucho con Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos
tontos, y admiré la altísima calidad — tan alta como la de la poesía de mismo tema de Paul
Éluard y de Louis Aragon — de los poemas comprometidos, políticos o sociales, género entre
todos difícil de practicar con acierto y sin ramplonería, de El Poeta en la calle. Poco a poco
llegué a conocer el conjunto de la obra del poeta de El Puerto de Santa María. Decidí entonces
contribuir, en la medida de mis posibilidades, a dar a conocer la obra albertiana en Francia, lo
que pude realizar más tarde.
Ha llegado el momento de rendir el muy sentido y muy merecido homenaje a los profesores
que guiaron mis primeros pasos por el mundo hispánico en la Universidad de Burdeos:
Charles Vincent Aubrun, que era capaz de realizar la hazaña de dictar sus clases sin recurrir a
ninguna apunte, y que podía tratar con igual capacidad y profunda erudición del romancero, de
Garcilaso, de Lope de Vega o de García Lorca; Aristide Rumeau, con fuerte acento meridional,
que llevó cierto año la conciencia profesional hasta veranear con su familia en Sierra Nevada
para seguir los pasos de los protagonistas de las Guerras civiles de Granada de Pérez de Hita,
que figuraba en el programa de licenciatura; Rumeau, autor de una tesis doctoral sobre Larra y
de una magnífica edición, como tesis complementaria, de los Lamentos de un pobrecito
holgazán, que quedaron desgraciadamente inéditas. Conservo vivo el recuerdo de sus clases
sobre Jovellanos, Góngora, la poesía romántica y el Lazarillo de Tormes, en busca de cuyo
autor trabajó muchos años con gran empeño, pero desgraciadamente sin éxito; Noël Salomon,
cuyas clases sobre Lope de Vega o Pablo Neruda recuerdo, ya que podía pasar sin dificultad
de la literatura del Siglo de Oro a la contemporánea, del área cultural peninsular a la de
Hispanoamérica. Su tesis doctoral sobre El tema del campesino en el teatro de la época de
Lope de Vega es un monumento de erudición que ha modificado radicalmente la visión de este
personaje en la comedia del Siglo de Oro. No olvidaré a la Srta. Gracie Larrieu, que nos
enseñaba los sucesivos períodos de la historia del arte español, en un momento en que las
diapositivas no eran de uso corriente, y el recién nacido Instituto de Estudios Ibéricos carecía
de medios económicos para adquirir libros caros. Recuerdo que cuando me examinó de la
signatura en aquel entonces llamada «Estudios prácticos», puso entre mis manos una postal,
preguntándome qué edificio representaba: era la fachada de la catedral de Burgos, que fui
capaz de describir, incluso citando los elementos más importantes de su interior... sin haberla
visto nunca, y sin haber pisado todavía el suelo español.
Tuve que esperar a los primeros días del año 1951 para pasar por fin una temporada en la
Península. El profesor Aubrun me había designado como becario de intercambio entre la
Universidad de Burdeos y la de Zaragoza, ciudad en la que viví unos seis meses, hospedado
en el Colegio Mayor Pedro Cerbuna, recién acabado de construir; para mis gastos menudos,
daba clases en el Instituto Francés, por las que cobraba quinientas pesetas mensuales, lo que
en el año 1961 era una cantidad de cierta importancia. En el Colegio Mayor tuve mis primeros
contactos con estudiantes españoles, entre ellos, recuerdo, un sobrino de Luis Buñuel, que no
perdía ninguna ocasión de recordar su ilustre filiación, y otro llamado Manuel Pellicer, de quien
supe más tarde que ocupaba una cátedra de arqueología, creo que en la Universidad de
Granada.
Gracias a estos contactos, y a las relaciones amistosas que tenía con algunos de mis
alumnos, todos adultos, del Instituto Francés, se iban perfeccionando mi castellano y mi
acento, así como mi conocimiento de la vida cotidiana de los zaragozanos, así como de las
costumbres locales en aquel año de 1961. Algunas de estas costumbres no dejaron de
extrañarme: por ejemplo, la de llevar ciertos hombres y mujeres un hábito, en señal del
cumplimiento de un voto a Cristo, un santo o una santa; la prohibición de oír La Marsellesa que
tocaba la radio francesa al terminar sus emisiones, hacia los doce de la noche. Una familia
amiga mía bajaba el sonido de su radio, después de cerrar la ventana para que no se enterara
nadie, en primer lugar el sereno.
Tuve la suerte de conocer a dos catedráticos de los más cultos, Francisco Ynduráin y José
Manuel Blecua en la tertulia de una librería, y me encantaba oírles hablar de los maestros de la
literatura española, o comentar los libros recién publicados. A menudo me cruzaba con ellos los
domingos en el Paseo de la Independencia, donde paseaban con sus respectivas esposas e
hijos, éstos todavía de pantalón corto.
Estaba impaciente por conocer Madrid. La oportunidad se presentó el año siguiente, 1952.
Tenía que hacer investigaciones, especialmente en la prensa, para reunir la documentación
necesaria de cara a mi memoria de licenciatura sobre el teatro de Rafael Alberti, mi primer opus
universitario personal. Con gran sorpresa por mi parte, conseguí sin dificultad — quizá por ser
extranjero — el debido permiso del Ayuntamiento para consultar en la Hemeroteca Municipal
los periódicos y revistas publicados durante la Guerra civil en la llamada «zona roja». Las
cosas se complicaban en la Biblioteca Nacional, en la que cada año había que llenar — cosa
absurda — el mismo cuestionario y tener dos padrinos para conseguir una tarjeta de lector,
trámite que me sorprendió mucho.
No tardé en darme cuenta de que la prensa de aquella trágica época había publicado muchos
textos inéditos de prestigiosos escritores, entre ellos Rafael Alberti. Los recogí y publiqué más
tarde, con otros textos rescatados, en colaboración con colegas españoles que habían
encontrado parte de ellos: Antonio Machado, Prosas y poesías olvidadas y Miguel Hernández,
Poesía y prosa de guerra y otros textos olvidados.
Quedé asombrado ante la prosperidad del teatro en Madrid durante aquel conflicto fratricida.
De los títulos de las obras representadas se podía inferir que el buen teatro y el malo seguían
coexistiendo, se tratase o no de obras de circunstancias y de propaganda. Pensé, pues, que
valdría la pena estudiar los espectáculos ofrecidos a los habitantes de la capital, y también de
Barcelona y otras ciudades si fuera posible. A lo largo de los años logré reunir una
documentación bastante amplia, pero sacada exclusivamente de la prensa o de testimonios
privados, ya que los documentos de archivos sobre este período no se podían consultar,
documentación que utilicé para escribir mi libro El teatre durant la guerra civil espanyola.
Assaig d’historia y documents, publicado en 1978 por el Institut del Teatre de Barcelona,
gracias a mi malogrado amigo Xavier Fàbregas. Algunos han lamentado que no se haya
publicado en castellano para tener mayor difusión. Más tarde, en 1985, tuve la oportunidad de
investigar en el archivo de la guerra civil en Salamanca y en el Archivo Histórico Militar, y
encontré valiosos documentos sobre el tema. Hoy sigo arrepitiéndome de no haberme animado
a escribir de nuevo completamente este libro, esta vez en castellano, introduciendo en él esa
documentación de primera mano, teniendo en cuenta que un editor madrileño se ofreció a
publicarlo.
Esta inmersión en la prensa de la guerra civil me hizo revivir el recuerdo de aquel conflicto,
que tuvo lugar cuando, de niño, vivía en Perpiñán, y del que se hablaba mucho en mi casa.
Nunca he podido olvidar el tristísimo espectáculo de los infelices refugiados hacinados como
animales en campos de concentración detrás de alambradas de púas y vigilados por soldados
senegaleses con la bayoneta calada. El tema de la guerra civil española siempre me ha
fascinado.
Pero volvamos a mi memoria sobre el teatro de Rafael Alberti, que presenté y defendí en la
Facultad de Letras de Burdeos en 1953. Venía acompañada de una bibliografía primaria y
secundaria del poeta, por cierto que muy incompleta, pero que tenía al menos el mérito de
existir, ya que antes no había ninguna. El profesor Rumeau me hizo el honor de publicarla en el
Bulletin Hispanique en 1955, e iba dedicada a Juan Guerrero Ruiz: era mi primera colaboración
en esta revista. Bajo el título Aspects du théâtre de Rafael Alberti, mi memoria, algo abreviada,
se publicó en París en 1967.
Creo recordar que fue Enrique Canito, el director de la librería y de la revista Ínsula, quien me
aconsejó ir a visitar a Juan Guerrero, al que García Lorca había nombrado «cónsul general de
la poesía», y que me atendió con su acostumbrada amabilidad, y me ayudó mucho con los
datos bibliográficos que me proporcionó. Me acompañó a casa de Dámaso Alonso, que
también puso a mi disposición varias revistas raras, y a casa de Don Ramón Menéndez Pidal,
cuyo hijo Gonzalo me hizo el espléndido regalo de una copia a máquina, con adiciones y
correcciones manuscritas de su autor, de La Pájara pinta de Rafael Alberti, obra inédita que
éste creía perdida, y que publiqué en 1964 con su prólogo especialmente reconstituido por su
autor, precedida de la conferencia Lope de Vega y la poesía contemporánea.
Empezó mi carrera profesional en 1955. Después de ganar las oposiciones llamadas
l’agrégation, fui destinado al instituto de segunda enseñanza de Rennes (como se sabe, en
Francia hay que empezar por enseñar en un lycée, y luego escoger un tema de tesis doctoral
para ser llamado a ocupar un puesto de profesor ayudante en una Universidad). Mis alumnos
bretones eran simpáticos, pero para la mayoría de ellos España era un país tan lejano y tan
exótico como Australia; gracias a una pequeña biblioteca y algunos discos empezaron a
interesarse cada día más por la lengua y la literatura castellana, y por la música de tras el
Pirineo, dándose cuenta de que ésta no se limitaba al flamenco, como creían muchos.
Dos años más tarde me llamó mi maestro Aubrun a la Sorbona, ya que había empezado a
investigar sobre Espronceda. Hacia este poeta me había orientado el profesor Rumeau, el cual
había comprendido que me atraería, no sólo por la calidad de su obra, sino por su
temperamento, su amor a la libertad y lo revolucionario de su poesía a partir de la Canción del
pirata. Así fue, y pasé una quincena de años en su compañía, o mejor dicho veraneando con él
en archivos y bibliotecas de varios países. Aquellas estudiosas vacaciones me permitieron
reunir una documentación muy importante, parte de la cual venía a contradecir muchos
asertos de críticos mal informados o malintencionados (como su primer biógrafo póstumo
Antonio Ferrer del Río), para quienes Espronceda no era más que un calavera que imitaba a
Lord Byron, plagado de vicios, mujeriego y revolucionario por esnobismo, asertos que no
resisten a las pruebas documentales irrebatibles, que invalidan también la tesis de Cascales,
para quien nuestro poeta fue una víctima del “romanticismo”, de las mujeres, de la política, del
mal del siglo y de la pose.
Debo decir que durante mis investigaciones no tuve que sufrir las angustias de Pío Baroja
cuando quiso emprender su estudio sobre su antepasado el conspirador Eugenio de Aviraneta,
y que cuenta en el prólogo de su libro. Todo lo contrario, y he aquí un ejemplo: probablemente
encantado de ver que alguien se interesaba por los documentos que custodiaba — era yo casi
siempre el único investigador —, el director del Archivo de Clases pasivas, Félix del Val
Latierra, cuyo nombre quiero recordar aquí, puso a mi disposición todo lo que me interesaba.
También saludo la memoria de Ramón Solís Llorente, a la sazón director del Ateneo de Madrid,
que me abrió muchas puertas, y es un deber recordar al del Archivo Histórico Nacional, que
puso a mi disposición varios ficheros que no se solían facilitar al público.
Al principio de mis años de investigación tuve la suerte de entrar en relación con el príncipe
de los bibliófilos españoles, el malogrado don Antonio Rodríguez Moñino, al que fui a visitar,
con una carta de recomendación de Enrique Canito, al Museo Lázaro Galdiano, del que era
entonces director. Me recibió con su exquisita cortesía, dirigiéndome sin embargo, de vez en
cuando, en el curso de nuestra conversación, unas preguntas que comprendí destinadas a
medir la extensión de mis conocimientos de la literatura española en general y de Espronceda
en particular. Debí de aprobar el examen, porque me invitó a frecuentar su tertulia del Café
Lyon, lo que hice puntualmente. Allí tuve la oportunidad de conocer no sólo a muchos colegas
de varios países, sino a personas tan importantes como José María de Cossío y el Padre José
López de Toro. Gracias a la esposa de don Antonio, María Brey, bibliotecaria y archivera de las
Cortes, cuyos libros y documentos no se franqueaban a nadie, pude tener copia del expediente
de diputado de Espronceda.
El padre López de Toro me prestó una ayuda constante y eficaz. Cuando, terminada la
tertulia, le acompañaba a la Academia de la Historia, de la que era director, los empleados que
nos veían entrar juntos se apresuraban a atenderme muy solícitos. Lo mismo pasaba cuando
entrábamos juntos en la sala de la Sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional, de la que
era también director.
A don Antonio Rodríguez Moñino debo también el honor de figurar entre los primeros
colaboradores de la colección de Clásicos Castalia, que fundó y dirigió, y para la cual preparé
ediciones críticas de la obra poética de Espronceda en dos tomos, y en un volumen de los tres
primeros poemarios de Rafael Alberti, Marinero en tierra, La Amante y El Alba del alhelí. La
edición de las Poesías líricas y fragmentos épicos de Espronceda procedía de mi segundo
opus universitario, la tesis de Universidad que presenté y defendí en la de Nanterre en 1969, y
que era la primera tentativa de edición cronológica, además de crítica, de esos textos.
Mi tesis doctoral, José de Espronceda y su tiempo. Literatura, sociedad y política en tiempos
del romanticismo, presentada en 1972 en la Sorbona, y publicada en 1975, va dedicada a la
memoria de don Antonio Rodríguez Moñino — como debía — y a la de don Manuel Núñez de
Arenas, biznieto del vate extremeño, que había publicado algún artículo sobre su antepasado, y
al que faltó tiempo para redactar el libro que pensaba dedicarle. El hijo de don Manuel, de
quien era amigo, me facilitó unos valiosos documentos personales, hasta la fecha
desconocidos, de Espronceda y sus ascendientes.
Cuando, en 1990, se publicó la versión española de mi tesis, varios amigos y colegas me
dijeron que se quedaron decepcionados al ver que no la había puesto al día o actualizado,
entre ellos mi amigo y hoy padrino Guillermo Carnero, quien escribió en su reseña de Ínsula
que ya no valía la pena «rebatir las teorías de Peers», entre otras cosas. Debo confesar que
me planteé el problema, como escribí en la posdata a la edición española, ya que reescribir el
libro significaba realizar una nueva redacción de varios capítulos y reorganizar las notas. Pero
también confieso que no tuve el valor de emprender tal labor, y hoy lo lamento de verdad.
En la tertulia de Ínsula tuve la oportunidad y la suerte de conocer a muchos colegas, artistas
tales como Zamorano, Úrculo, el llorado Manuel Rivera, escritores y críticos, entre ellos José
Luis Cano, Leopoldo de Luis, Lauro Olmo, Juan García Hortelano, José Antonio Gaya-Nuño, y
tantos otros. Con quien trabé una estrecha amistad fue con Gabriel Celaya, que un día me llevó
a casa de Vicente Aleixandre, tan cortés como hombre de talento y gran poeta, a quien visité
repetidas veces. Este hombre discreto y encantador no hablaba nunca de sí mismo, excepto si
se le hacía alguna pregunta sobre su obra, y tampoco hablaba mal de nadie. También fui
amigo de Blas de Otero, y de muchos otros; me perdonarán que no pueda nombrarlos a todos
aquí.
La segunda orientación de mis actividades de hispanista fue la traducción, tarea para mí
apasionante. La primera que realicé fue la de El Adefesio de Rafael Alberti, obra que me
entusiasmó por su profundo dramatismo y su alta dimensión poética. Con su proverbial
bondad, su autor me concedió el preceptivo permiso. El estreno de la obra en el Festival de
Arras, en el Norte de Francia, en junio de 1956, fue un gran éxito de público y de crítica,
mientras su reestreno en París, por la misma compañía, fue un fracaso, gracias al crítico de Le
Figaro, el que hacía y deshacía entonces en materia de teatro, y a quien no gustaban más que
las obras de boulevard. Tampoco faltaron las comparaciones con García Lorca, referencia
obligada entonces en Francia. Un crítico llegó a titular su reseña «Nos ha nacido un nuevo
Lorca». Un nuevo reestreno, en 1967, fue un fracaso porque el director había tenido la
peregrina idea de atribuirse el papel de Gorgo, lo que era absurdo y no gustó nada a Alberti y
María Teresa León, que asistieron al espectáculo. Mi versión de El Trébol florido tuvo un gran
éxito en París en 1964, por su excelente montaje y reparto; era la primera vez que su autor
veía representar esta obra. Más tarde, traduje los cuatro primeros libros de La Arboleda
perdida.
Gracias a mi amigo el historiador Manuel Tuñón de Lara, conocí al gran escritor Max Aub que
viajaba con frecuencia a París y me llamaba para que conversáramos juntos — lo mismo hacía
Jorge Guillén,que tuvo la amabilidad de interesarse por mis estudios esproncedianos. Max Aub
me introdujo en la revista Europe, en la que publiqué varias traducciones de sus textos y de
otros escritores. Lo que siento es no haber conseguido que se representase su teatro, a pesar
de mis numerosos esfuerzos. Como la editorial Éditeurs Français Réunis era la misma
empresa, logré convencer a su directora para que creara une colección de novelistas
españoles, para la que traduje el magnífico Camino de perfección de Pío Baroja y Doña
Perfecta de Pérez Galdós.
Con motivo del vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado conocí a Juan
Goytisolo, que me introdujo en la prestigiosa editorial Gallimard, al pedirme le tradujera su
novela La Isla. Gracias a él, publiqué en esta editorial varios libros de autores españoles e
hispanoamericanos, Cabrera Infante, Octavio Paz, Valle-Inclán, Carlos Fuentes, cuyas dos
primeras novelas traduje, e ignoro por qué razón en adelante escogió como traductora a una
anglicista que suele salpicar sus textos de solecismos y equivalentes franceses impropios. Más
tarde tuve el honor de dirigir los tres tomos de la Bibliothèque de la Pléiade dedicados al teatro
español del Siglo de Oro, y de colaborar en ellos con varias traducciones. También fue Juan
Goytisolo quien me puso en contacto con la editorial barcelonesa de libros de arte La Polígrafa,
de la que soy el traductor francés titular desde 1972.
No quiero abusar de la paciencia de mi auditorio, y terminaré por un breve balance de mi
vida de hispanista. Dije al principio que no me arrepiento de haber escogido esta carrera, sino
todo lo contrario. Tanto en mi labor docente como en la de traductor, he tenido grandes
satisfacciones. Estuve, y en ciertos casos sigo estando, en contacto más o menos estrecho y
continuo con escritores, artistas, ensayistas, poetas, críticos, colegas de la más alta categoría.
Entre ellos ocupa el primer lugar, desde luego, Rafael Alberti, que me honró con su amistad, y
con quien pasé momentos tan maravillosos, y me sentí huérfano cuando pasó a mejor vida. He
trabajado y sigo trabajando mucho, pero siempre con gusto. El honor que me hace hoy la
Universidad de Alicante me da la prueba de que no ha sido en vano, y no puedo más que
reiterar mi más profundo agradecimiento por el título que se digna otorgarme. Muchísimas
gracias.
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