Guerra en Irak (IV): Los requisitos de la victoria

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Área: Defensa y Seguridad - ARI Nº 14/2003
Fecha 29/01/2003
Guerra en Irak (IV): Los requisitos de la
victoria
Rafael L. Bardají∗
Tema: El objetivo estratégico de una intervención en Irak es acabar con el régimen
dictatorial de Sadam Husein. Sin embargo, la forma en que se logre dicho objetivo es un
factor esencial de la victoria. No vale cualquier tipo de guerra. En este análisis se
describen las condiciones y requerimientos estratégicos y militares de lo que debería ser
la victoria de una eventual guerra.
Resumen: Aunque se están manejando públicamente distintos escenarios bélicos que
varían en función del número de tropas a emplear en una intervención, así como por el
nivel de violencia que pudieran llegar a ejecutar, la campaña en Irak no sólo estará
limitada por factores operacionales o exclusivamente militares, sino que la victoria en el
campo de batalla se juzgará también sobre la base de otros parámetros, unos de carácter
político, otros estratégicos, otros de psicología social. En este análisis se consideran
todos estos factores y se concluye que la suma o combinación de todos ellos determinará
la forma en que se conduzcan las operaciones militares. Operaciones que deberán ser
rápidas, limitadas y decisivas, de tal forma que el producto final sea una victoria a través
de una guerra corta, con medios numéricamente reducidos y en la que los daños hayan
sido muy limitados.
Análisis: La idea de una posible guerra en Irak con el objetivo de derrocar a Sadam
Husein y cambiar el régimen político de Bagdad tiende a proyectarse mentalmente, y de
manera casi automática, como un conflicto de grandes proporciones, de alta intensidad y
causante de daños incalculables. Al general Sherman le gustaba decir que “la guerra es
el infierno” y para él lo era, en la medida en que estaba ejecutando una estrategia de
destrucción de la voluntad y la aniquilación total de su enemigo, los Estados del Sur en
plena guerra civil americana; y la guerra también fue un infierno para los habitantes de
tantas ciudades durante la Segunda Guerra mundial, cuando la lucha era por la
supremacía total de dos visiones completamente antagónicas. Sin embargo, no todas las
guerras son necesariamente iguales y no siempre se requiere la escalada a los extremos
de la violencia. Es más, puede ser contraproducente. Cuando el objetivo estratégico no
es buscar la derrota total del enemigo, sino liberarlo de un régimen tiránico, es condición
imprescindible causar los daños mínimos. En Kosovo, la tolerancia a los errores de la
OTAN se redujo drásticamente porque la intervención militar se justificaba en la
salvaguarda de los civiles. Si las bombas o los pilotos fallaban era un hecho mucho más
criticable que en el caso de esos mismos fallos en la lucha contra un país enemigo.
En ese sentido, la guerra contra Sadam, como su misma denominación denota, no puede
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Rafael L. Bardají
Subdirector Investigación y Análisis, Real Instituto Elcano
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ser una guerra contra el pueblo iraquí o contra Irak y en la forma en que se conduzcan
las operaciones estribará el éxito público de las mismas, más allá de los resultados
operativos en el campo de batalla. A continuación se detallan los requisitos más obvios
de lo que podría ser la victoria sobre Sadam.
Defender a Israel
La experiencia indica que, al igual que en 1991, Sadam pueda estar tentado de buscar su
salvación en una ampliación horizontal del conflicto, atacando a Israel (ver Rafael L.
Bardají, Guerra en Irak (III): Las opciones de Sadam). Por ello, una de las primeras
tareas militares de una guerra sería cerrar dicha posibilidad en la medida de lo posible.
Una primera medida pasa por el refuerzo de los sistemas de defensa antimisiles israelíes,
pero una segunda, complementaria, llevaría al despliegue de fuerzas aliadas en la parte
del territorio iraquí susceptible de servir de base de lanzamiento a los Scuds modificados
Al Hussein y que pudieran servir a Sadam para el ataque sobre suelo israelí. Esa zona,
esencialmente la parte de desierto contigua a Jordania, no es muy extensa, por lo que el
volumen de tropas capaces de frustrar cualquier intento de lanzamiento no tiene por qué
resultar muy alto. Si se opera de manera integrada, satélites y aviones no tripulados a
distinta cota pueden cubrir de manera permanente el área en conjunción con unidades de
operaciones especiales en tierra. Con un sistema de sobrevuelos permanentes, como en
Afganistán, la aviación táctica puede lograr reducir su tiempo de adquisición de blancos y
ataque a poco más de 10 minutos, suficiente como para destruir cualquier misil avistado.
Alternativamente puede optarse por desplegar un mayor contingente terrestre,
aerotransportado, que sirva de fuerza de ocupación o denegación del territorio a las
unidades de Sadam. Esta fuerza puede salir perfectamente de los Módulos
Expedicionarios de los Marines desde sus posiciones en el Golfo Pérsico.
En cualquier caso, sea una opción u otra la que se adopte, es imprescindible para el éxito
de esta tarea contar con tropas terrestres patrullando o desplegadas en la zona desde los
primeros momentos del conflicto. Confiar en patrullas aéreas no es suficiente.
Proteger a los kurdos
Sadam también podría intentar causar un éxodo masivo hacia las montañas del Norte
tanto para ganar espacio y tiempo, como para presentar a la opinión pública las
imágenes de los horrores de la guerra sobre los civiles. De ahí que otra tarea militar
inmediata sea desbaratar esta opción. Sadam puede provocar los desplazamientos
mediante la presión militar, con sus helicópteros y divisiones pesadas, elementos ambos
muy vulnerables a la aviación de ataque norteamericana. Así y todo, dado que el terreno
del Norte dificulta las operaciones de apoyo aéreo táctico, convendría desplegar en la
zona, como línea de protección, fuego artillero a base de MLRS y unidades contracarro.
El esfuerzo numérico de esta acción de protección tiene que ser mayor, por fuerza, que el
de proteger a Israel, no sólo por el terreno sino porque la propia acción defensiva, más
estática en este caso, exige una mayor densidad de tropa por kilómetro de frente. A su
favor juega el hecho de que las líneas de comunicación y de aprovisionamiento corren
hacia Turquía sin oposición iraquí alguna.
Impedir la destrucción de los pozos de petróleo
El incendio de los pozos de Kuwait en 1991 se tardó un año en solucionar. Una acción
similar en las dos zonas principales de producción de petróleo de Irak, Kirkusk y Basora,
tendría un impacto psicológico importantísimo, así como unas perspectivas poco
halagüeñas para el precio del barril de crudo a medio plazo: la producción iraquí quedaría
anulada en un momento en el que otras fuentes alternativas, como la región andina o
Venezuela, también sufren sus propias dificultades para garantizar el suministro (ver
Román D. Ortiz, El papel de la energía en el futuro inmediato de la región andina). Anular
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la explotación del petróleo complicaría, además, la financiación de la reconstrucción del
país.
Desgraciadamente, volar los pozos no es una tarea difícil si se cuenta con el tiempo para
preparar los explosivos y se tienen garantías de que habrá tropa dispuesta a ejecutar la
orden de su destrucción. Un golpe de mano por comandos para anular esta amenaza es
prácticamente imposible, habida cuenta del número de pozos y la extensión del área. Sin
embargo, la combinación de unidades especiales in situ, la presión psicológica –amén de
otros incentivos que puedan proporcionar los operativos de los servicios de inteligenciasobre quienes recaiga la ejecución de la voladura de las infraestructuras petrolíferas y,
muy especialmente, un avance rápido de unidades terrestres alrededor de las zonas de
pozos, por lo que suponen de factor de disuasión añadido al saberse los militares
iraquíes cercados y derrotados de antemano, podría reducir de manera significativa el
daño que esta opción de Sadam podría causar. Cuanto más rápido sea el avance
terrestre sobre estas dos zonas, menores serán los riesgos.
Limitar los daños
Si se produce una campaña aérea, ésta no podrá ser una repetición de los bombardeos
intensivos de 1991. Básicamente por dos razones: la primera, porque un ejército que
quiere ser recibido como un liberador no puede permitirse el lujo de dañar extensiva o
innecesariamente la infraestructura utilizada por la población civil para sus necesidades
cotidianas; en segundo lugar, porque el objetivo de cambio de régimen conlleva que se
mantengan los canales de comunicación y cohesión del aparato administrativo, de tal
forma que se evite el desgobierno y se favorezca el control político del día después. Por
lo tanto, los bombardeos deben centrarse en la destrucción de la base de poder del
propio Sadam y mucho menos en las infraestructuras de transporte y comunicaciones,
plantas de energía y electricidad, reservas energéticas e industrias básicas.
La clave del éxito de esta discriminación de blancos reside no tanto en las municiones
guiadas de precisión y otras tecnologías complementarias, como en la cuidadosa
selección de objetivos a destruir. Desde una doble perspectiva: que los elegidos sean
verdaderamente importantes para Sadam y su equipo y que, en todo caso, se eviten
errores. Una situación como la del bombardeo de la embajada china en Belgrado, en
1999, debido a un fallo en el control de la elaboración de la lista diaria de objetivos
debería evitarse a toda costa.
La táctica de proteger sistemas militares, sobre todo centros de mando y de
comunicaciones, bajo edificios que sirven a propósitos civiles, debe anularse con otro tipo
de acciones distintas a los bombardeos, por muy discriminados que puedan ser. O, al
menos, en circunstancias donde no se expongan a civiles.
Reducir las bajas
Las sociedades occidentales no aceptan fácilmente ni las bajas propias ni las muertes
innecesarias en el enemigo, tal y como se comprobó en las últimas horas de la campaña
terrestre de la guerra de 1991. De ahí que el imperativo de toda acción militar contra
Sadam sea doble. Proteger a las fuerzas de la coalición y causar el castigo mínimo sobre
las iraquíes.
El riesgo máximo para las tropas aliadas lo presentan dos escenarios: el recurso por
parte de Sadam a las armas de destrucción masiva en el campo de batalla; y la guerra en
las ciudades, particularmente Bagdad. Para minimizar el impacto del posible uso de
armas químicas y biológicas, lo mejor no sólo es la preparación individual para operar
bajo la presencia y amenaza de esas armas, sino conducir operaciones de gran
movilidad, lo que le resta posibilidades de empleo al enemigo. La mejor manera de anular
el riesgo de bajas en una lucha urbana es evitar que se plantee ese escenario, lo que
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sólo puede lograrse, en principio, con la pérdida de control del resto del país por parte de
Sadam. Pero si llegara a materializarse el atrincheramiento y la resistencia de las tropas
fieles a Sadam en las ciudades, la única opción es el uso de todos los elementos
tecnológicos a disposición de las fuerzas de asalto, particularmente sensores y apoyo
táctico.
Por último, en el terreno de la disminución de las bajas propias no puede descuidarse el
peligro que sigue representando el llamado “fuego amigo”, sobre todo en condiciones
donde no hay frentes claramente definidos y donde las operaciones cuentan con una
gran movilidad táctica y de teatro.
Por el contrario, limitar los daños y las bajas en las tropas enemigas exige otros
parámetros de actuación. Para empezar hay que comprender bien que las unidades del
ejército regular están integradas por reclutas forzosos, muchos de los cuales, como
sucedió en 1991, probablemente no tengan otro deseo que escapar de sus cuarteles y
regresar a sus aldeas sanos y salvos. Es altamente probable que con operaciones de
guerra psicológica la voluntad de resistencia de estos contingentes se quiebre
rápidamente o que se logre, al menos, su neutralidad de facto en el conflicto. Combatir al
enemigo, por tanto, pasa por discriminar entre sus unidades. La Guardia Especial
Republicana y buena parte de la Guardia Republicana, esto es, los que de verdad se
alinearían con Sadam Husein en una guerra, serán objeto de los principales esfuerzos
aliados. En cualquier caso, su anulación podría obtenerse con otros medios distintos a su
eliminación física.
Conclusión: Los planes de guerra siguen públicamente abiertos y las opciones
operativas posibles varían en cuanto al volumen final de fuerzas a emplear en un ataque
y en la forma de utilizarlas. Así y todo, de querer satisfacer todos los requisitos antes
mencionados, todo parece indicar que prima, sobre el resto de opciones, una visión de un
conflicto rápido, limitado y decisivo.
La rapidez vendría impuesta por las propias necesidades de las misiones militares y de
las operaciones, como se ha indicado más arriba, pero también por el hecho de que la
opinión pública ha dado reiteradas muestras de soportar cada vez menos la duración de
una guerra. En ese sentido, la velocidad para alcanzar los objetivos políticos y
estratégicos es un imperativo social que hay que tener en cuenta.
Paradójicamente, a una campaña breve se le exige también que sea limitada en los
medios de destrucción que emplea o, al menos, en los daños que causa. Esta cuadratura
del círculo sólo puede resolverse mediante el empleo de los medios tecnológicos
adecuados que compensen con sus capacidades su reducido número pero, sobre todo, a
través de un alto grado de discriminación de los objetivos a batir. Ya no vale atacar y
destruir instalaciones en una estrategia de desgaste continuo y sostenido. Lo que ahora
se admite es el castigo sobre el centro de gravedad del enemigo, ni más, ni menos. El
problema está en discernir cuál es éste y qué elementos lo conforman.
Velocidad y precisión son los dos elementos básicos de una acción decisiva, esto es, que
logra de manera clara y contundente los objetivos planteados; a saber: el derrocamiento
de Sadam y el cambio de régimen. Conviene señalar aquí que a diferencia de Bin Laden,
cuyo carisma sólo puede ser anulado con su captura o con las pruebas concluyentes de
su muerte, en el caso de Sadam no es necesario capturarle, sino que bastaría con
arrebatarle todo control político, echarle del poder. Y esto, en cierta manera, simplifica las
operaciones militares.
Por último, velocidad y contundencia están reñidas en un esquema de empleo clásico de
los ejércitos, donde la potencia de fuego sólo se lograba a través de la masa. Desde
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Afganistán sabemos que esto ya no es necesariamente así y que se pueden obtener los
efectos buscados con procedimientos más innovadores. Una nueva guerra en el Golfo
puede realizarse con una cuarta parte de los efectivos de 1991.
Rafael L. Bardají
Subdirector Investigación y Análisis, Real Instituto Elcano
Palabras clave: guerra del Golfo, Irak, operaciones militares, Sadam Husein
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