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REVISTA CRONOPIO MAYO 3, 2016 EDICIÓN 68 CRONOPIO, INVITADO
CRONOPIO LEAVE A COMMENT
CIENCIA VS.
HUMANIDADES: UNA
GUERRA QUE NO ES
NUESTRA
Por Carlos Eduardo Maldonado*
Existe una guerra casada con intereses en contra de las
humanidades. En apariencia, se trata de la disputa entre las
ciencias y las humanidades, o también acaso entre las
tecnologías/ingenierías y las humanidades. Una guerra de nada,
una disputa sólo aparente que, para decirlo de manera franca y
directa, se propone dividir para gobernar.
Diversas noticias dan cuenta de los deseos de algunos —que
tienen nombres e intereses propios— por emprender una guerra.
Una guerra suya pero que, a decir verdad, no es de nadie en
particular.
De un lado, por ejemplo, se supo que el primer ministro japonés
Nobosuke Kishi ordenó al ministro de educación, Hakobun
Shimomura, escribir una carta a las universidades japonesas
solicitándoles reducir y eliminar las humanidades. En Australia y
en Chile, con historias diferentes, la filosofía no se enseña en los
colegios o fue prohibida por la dictadura, y ambas circunstancias
suceden hasta la fecha. En otro extremo del planeta, en
Colombia, Colciencias redujo fuertemente el apoyo a las
humanidades y a las ciencias sociales y humanas favoreciendo
en varios planos a la ciencia básica y la tecnología. Como
respuesta, numerosos investigadores humanistas, muchos de
ellos con el apoyo de sus Universidades, lanzaron una vehemente
carta de protesta y denuncia. Los ejemplos pueden multiplicarse,
sin dificultad alrededor del mundo. Este no es un problema: es en
realidad el síntoma del problema.
Es propio de las humanidades interrogarse por lo justo y lo bueno,
por el absurdo y la maldad, por lo bello y lo humano. La ciencia,
por su parte, se ocupa de lo real y lo posible, lo probable y lo
hipotético, y confirma una y otra vez las verdades tanto como las
falsedades. Pues bien, ante este estado de cosas, se introduce de
manera furtiva, para decirlo nietzcheanamente, el Anticristo.
El Anticristo habla el lenguaje de la estrategia y la planificación,
de los objetivos y los fines, y se viste de eficiencia y eficacia. Su
único interés es el consumo y la producción y por tanto el
crecimiento económico. La eficiencia y la eficacia quieren
desplazar a la pregunta por la belleza y la justicia, tanto como a la
preocupación por lo real y lo absurdo. Eficiencia y eficacia son los
nombres del himno del neoliberalismo, que no es sino un
eufemismo para llamar al capitalismo. Que es la voz de la
Modernidad, desde el Quattrocento hasta la fecha. Todo lo demás
son artilugios, distractores y divertimentos nominales.
Los eficientistas —esto es, aquellos que hablan de intereses y
beneficios, de costo-oportunidad y que han hecho propio el
lenguaje y el espacio de la estrategia— ya han logrado que buena
parte de la ciencia obedezca a la lógica del capital: es decir,
crecimiento y desarrollo. En este sentido, los científicos deben
producir artículos —en una especie de producción tayloriana o
fordista—, y ponen a ejércitos de profesores en las Universidades
e investigadores en laboratorios y centros privados a producir
artículos; con una característica bien determinada: en revistas de
alto impacto, y de forma sistemática y sostenida. En ocasiones y
lugares específicos, a los artículos (papers) les suceden las
patentes. Capitalismo intelectual, capitalismo en la ciencia. No en
vano se ha acuñado la expresión: la empresa científica, la
empresa del conocimiento.
Las humanidades incluyen a las artes y la literatura, los estudios
culturales de todo tipo, la filosofía y los estudios religiosos, y por
derivación se las asimila a las ciencias humanas. Medularmente,
las humanidades elevan la torre de la poesía, y siempre se
destacan por un motivo central: son eminentemente inútiles, en la
lógica de la eficiencia, la eficacia, la producción y el consumo.
La disputa entre ciencias y humanidades no es eterna, en
absoluto, y sólo se la ha querido resaltar en alrededor de los
últimos cincuenta años, aproximadamente. Es cierto, como lo
recuerda S. J. Gould que en los orígenes de la modernidad hubo
una discusión entre humanistas y científicos, pero jamás cobró el
matiz que se le quiere atribuir hoy en día. De hecho, propiamente
hablando, jamás ha habido en toda la historia de la humanidad
ninguna guerra entre humanidades y ciencias, incluidas las
tecnologías.
Son los representantes de los sectores más atrasados de la
política y la administración, de las finanzas y la economía,
alrededor de los cuales pivotan militares, gobernantes y
empresarios, quienes se empeñan en crear una guerra. Una
guerra que no es la nuestra.
Presuntamente, en tiempos de crisis debe imponerse el realismo
económico y el realismo político, y manejar con austeridad las
finanzas recortando en asuntos inútiles. Como si la poesía y el
arte, la literatura y la filosofía pretendieran alguna vez ser útiles.
Nunca falta desde la industria del entretenimiento la idea de que
entre los viajantes a mundos extranjeros se necesitan siempre un
médico y un ingeniero, un militar y un físico, un químico y hasta
un biólogo, y definitivamente un experto en sistemas
computacionales. En la imaginación plana de Hollywood jamás
hay un poeta, un literato, un filósofo o un músico. Como si
sobraran. Hollywood, la imaginación pobre del eficientismo más
craso.
Las tribulaciones del joven Törless, la historia de Genji, los
dilemas éticos de los hermanos Karamazov, el amor intenso de
entre el señor Darcy y Lizzie, y las metáforas que representa el
propio Juan Rulfo, por ejemplo, no tienen, en manera alguna, una
complejidad menor que el demonio de Maxwell, las diferentes
máquinas de Turing, las ecuaciones sobre aleatoriedad de
Kolmogorov, o los estudios sobre fractales escalares y
descendientes de Mandelbrot, por mencionar tan sólo unos pocos
ejemplos.
Culturalmente, lo que queda de la ciencia no son las pruebas, las
demostraciones o las ecuaciones, sino los relatos. Exactamente
en este sentido, cualquier buen científico debe ser eso: un buen
narrador, un buen contador de historias. Si desea «entrar a la
historia». Las humanidades ponen de manifiesto que una buena
condición para el buen pensamiento consiste en saber escribir, y
ser de mente abierta. Por su parte, la ciencia enseña método y
rigor semántico, rigor sintáctico y precisión de conceptos. Sin la
menor duda, humanidades y ciencias son complementarias. Y
siempre lo han sido.
Sin suspicacias, se trata de la vieja estratagema: divide y
reinarás. Poner a discutir a humanistas con científicos trae el
beneficio de que distrae la atención con respecto a temas
sensibles y fundamentales: qué es real y qué es posible, qué es
lícito y qué excede la moralidad, quién es bueno y quién aparenta
serlo, en fin, igualmente, quién engaña y quién se comporta de
qué manera respecto del interés común o el interés particular, y
disuelve los tiempos propios de la reflexión en los tiempos de lo
inmediato y lo urgente, lo beneficioso y lo productivo. Por ejemplo.
Y mientras se entabla una disputa y se montan arsenales
variopintos, roban el erario público, depredan la naturaleza,
imponen beneficios propios, y se impone un pensamiento y estilo
de vida cortoplacista, y que le da la espalda a la historia. Hacia
delante tanto como hacia atrás. En eso exactamente consiste el
imperio de la eficiencia, la eficacia, los réditos, el consumo y la
producción sostenida. No cabe la menor duda: signos claros y
distintos del Anticristo.
Ya lo ponía en evidencia Platón. El problema más difícil en la
ciencia tanto como en la vida consiste en distinguir el ser (to on)
de la apariencia (to pseudós) (el ser del no-ser). Y la dificultad
estriba en que la apariencia siempre se manifiesta como lo
opuesto que es, es decir, como ser, y nunca como lo que
efectivamente es: apariencia.
Quien nos va a robar nunca se aparece como ladrón, de la misma
manera que quien pretende hacernos mal se aparecerá como
alguien bondadoso, como gente correcta, moral y legal. Quien
quiere hacernos sufrir jamás se aparecerá como tal, sino como
alguien de confianza. Y así sucesivamente.
Tan sólo la confluencia y los aprendizajes recíprocos, los diálogos
y las experiencias compartidas entre ciencias y humanidades
puede ayudarnos a dirimir el debate entre el ser y la apariencia.
Sin lugar a dudas el mayor dilema de la existencia tanto como del
conocimiento. Pues bien, los señores de gris (para emplear la
expresión de Michael Ende), hombres grises ellos mismos, enfilan
sus armas siempre contra la imaginación y el cruce de disciplinas,
tratan de imponer la especialización y la subespecialización, la
disciplinarización y la división del conocimiento. Que no es sino la
expresión abstracta que consiste en afirmar la división entre los
seres humanos.
Mientras los científicos trabajan en sus investigaciones, abiertos
al mundo, y mientras los humanistas se inventan otras realidades
o lo intentan, los hombres grises —hombres y mujeres- se
instalan en los puestos de gestión del conocimiento, se
denominan a sí mismos tomadores de decisión (decision-makers)
y son quienes manejan los presupuestos, los asientos políticos y
las herramientas jurídicas con las que pretenden conducir al
mundo a una guerra. Una guerra que solo los beneficia,
aparentemente, a ellos mismos, y que a todos los demás
perjudica. Una guerra en la que se encuentran en medio por igual
la vida, el conocimiento y la naturaleza.
No en vano, son esos seres grises los que imponen planes,
misión, visión, objetivos, estrategia y liderazgo. Que no son sino
los instrumentos con los que generan división y lucha, mientras se
apropian, rápido y de forma depredadora, de los bienes comunes,
imponiendo un tiempo impersonal y frío. El tiempo de la
producción, el tiempo del trabajo, el tiempo del consumo, en
últimas el tiempo del dinero y la ley, las dos caras del poder, la
madre de todas las enfermedades, como bien lo vio Shakespeare.
Quieren ofrecernos una guerra que no es la nuestra, y usan como
carne de cañón a humanistas, académicos, intelectuales, artistas,
científicos e investigadores. Pues a las grandes masas ya las
tienen dominadas, con la cultura del espectáculo y el mundo de la
banalidad.
Frente a esa guerra ajena tenemos la imaginación y el
conocimiento, los saberes y las prácticas, las experiencias y los
aprendizajes, mucho diálogo y sentido crítico, y siempre una
estructura de mente abierta. Aquellos son los lugares en los que
se incuba la buena ciencia, tanto como las buenas humanidades.
Lo que los hombres de guerra jamás podrán comprender es que
el verdadero conocimiento, entender el mundo y las cosas, saber,
produce un gozo sin beneficio. Y que solo, ocasionalmente, y tan
sólo como valor agregado, pueden extraerse implicaciones
prácticas de ese gozo. Una experiencia, por definición,
esencialmente gratuita. Como la vida misma.
_________
* Carlos Eduardo Maldonado es Ph.D. en filosofía (KULeuven,
Bélgica), postdoctorados: como Visiting Scholar, University of
Pittsburgh (E.U.), como Visiting Research Professor, The Catholic
University of America (Washington, D.C., EU.), como Visiting
Scholar (U. Cambridge, Inglaterra). Doctor honoris causa
(Universidad de Timisoara, Rumania), ha recibido varios premios
y reconocimientos nacionales e internacionales. Profesor titular
Facultad de Ciencia Política y Gobierno, Universidad del Rosario
(Colombia). Últimos dos libros: Significado e impacto social de las
ciencias de la complejidad (2013) y Introducción al pensamiento
científico de punta, hoy (2015). 
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