Obras completas de Gustavo Adolfo Bécquer

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Obras completas de Gustavo Adolfo
Bécquer
Gustavo Adolfo Bécquer
Al lector(1)
Pronto, el 22 de Diciembre, hará siete años que voló a su Creador el espíritu inmortal
de Gustavo Adolfo Bécquer.
La primera edición, que editó la caridad, agotose hace un año y el que murió oscuro y
pobre es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta
donde no se hayan traducido sus poesías o su prosa.
No es mi propósito hacer nueva enumeración de las desgracias y méritos del escritor.
Las primeras se compensan con su gloria; los segundos son ya del dominio frío y severo
de la crítica.
Sólo una cosa advertiremos siempre a los lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó
escribiolo con intención de que formase un libro; y, como dijimos en la primera edición,
sus grandes imaginaciones, sus alegatos de merecimiento ante la posteridad, bajaron con él
al sepulcro. Calcúlese ahora, por la popularidad y el respeto que su memoria ha alcanzado
con fútiles destellos de su preclara inteligencia, a qué altura se hubiera elevado, si la
miseria, aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido éstos los cauces imprescindibles
de aquel atormentado cerebro.
Dos palabras más sobre Gustavo.
Hay quienes han querido censurarle por su novedad.
Hay muchos que han intentado imitarle.
Ni unos ni otros le han comprendido bien.
Las Rimas de Bécquer no son la total expresión de un poeta, sino lo que de un poeta se
conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y estilo de sus composiciones no tienen más
forma que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas, y éste es su principal mérito.
Defenderse con el Diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones
sobre un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes,
cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la
forma intrínsica, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el
corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras,
lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad
de lo exacto y a la condensación de la idea, y obtener únicamente con esto aplauso y
popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo en España,
cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y
cadencias.
No menos digno de llamar la atención es que el poeta haya conseguido tan rápida
celebridad sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada que directamente excite el
interés o las pasiones colectivas de sus contemporáneos.
Como en las de los grandes maestros, en su paleta no figuran más colores que los
primordiales del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación y del sentimiento;
universales, sencillos y espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones políticas o de
problemas sociales y religiosos.
Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero sin acomodamiento de época ni dudas,
indignaciones o esperanzas de impíos o fanáticos.
No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno, y, como esos astros ingentes que
parecen chicos porque desde abajo se les mira en un planeta menor, jamás podrá alternar
entre el agitado vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo de la tierra, o
envueltos por la atmósfera de una época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.
Esto a los que no han sabido censurarle, lo cual no prueba que le creamos exento de
censura.
A los que le imitan, por más que esto honre al poeta tenemos que decir algunas
palabras que expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en nuestra conciencia.
No creemos en el progreso indefinido de una escuela. Si la historia del arte no lo
probara definitivamente con la muerte irreemplazable de sus grandes hombres, lo haría ver
la reflexión del buen sentido.
De ningún modo aconsejamos que se dejen de consultar los grandes maestros de la
forma, estudiándolos con fe e imitándolos con trabajo en secreto, sin perder nunca de vista
la naturaleza para el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de esto a encastillarse en
la forma del que primero fue original en ella, hay un gran abismo.
Si alguien es difícil y comprendido para imitado en poesía, es Bécquer.
Como galanura de forma, pureza de dicción y corrección de estilo hay muchos que le
aventajen, y éstos son los que deben de imitarse siempre.
Pero lo imposible de imitar en Bécquer es su propio espíritu, su manera de ver, como
dicen los pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.
En ser Bécquer o no serlo está todo el quid de la dificultad, y creer que se ha
conseguido tal propósito encerrándose en su forma y contando el número de sus versos, es
no haber realizado nada, si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas prácticas y
reales que en sus composiciones existe.
Repárese bien que ni al principiar Bécquer una composición ni al terminarla en
crescendo, deja de pensar o de sentir algo de general y profundo. De cada cuatro versos
suyos puede hacerse una larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la idea o del
sentimiento en menos palabras, es casi imposible. La idea, pues, sin más adorno que el
necesario, como él decía, para poderse presentar decente en el mundo, tiene una
importancia real y sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos como los suyos,
sin hallarse provisto de algo importante, práctico y hondo en el terreno del sentir o del
pensar, es querer construir perdurable estatua solamente con la gasa que la envuelve, y lo
que consigue entonces quien imita, es quedar indefenso ante el público, resultando valadí,
vulgar, pretencioso o vano en el mismo metro y con las mismas líneas que Bécquer, por
haber querido narrar lo imposible, es decir, la nada, porque nada había brotado del cerebro
del imitante.
De esto resulta una serie de vulgaridades concisas, que por lo mismo son más vulgares
aún, o una porción de nebulosidades y misterios, capaces de tener pensando todo un siglo
a quien trate de descifrar el enigma.
En una palabra, y aunque se ha repetido mucho Shakespeare lo ha dicho mejor que
nadie.
Los imitadores olvidan el ser o no ser del trágico eminente, y al hacerlo caen en ese
abismo sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!
Nos hemos extendido más de lo que queríamos, pero sentíamos comezón de libertar la
memoria de nuestro pobre amigo del ataque de los que no le han comprendido y de
complicidad con algunos de sus imitadores.
Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar en nombre del arte, del público, que lo pedía
con ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta magnífica edición, ilustrada con el
verdadero retrato del autor, no acabado de expirar, como figura en la edición primera,
sino lleno de vida y esperanzas, tal como se agitó en el mundo.
Va aumentada esta edición con otros trabajos de Bécquer, que añadirán nuevos
quilates a su justa fama, tales cuales Las Cartas a una Mujer, y otros artículos
eminentemente literarios, como el prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo el Sr.
Ferrán.
RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA
Gustavo Adolfo Bécquer
Prólogo de la primera edición
Confieso que he echado sobre mis hombros una tarea superior a mis fuerzas. En vano
he retardado el momento. La edición está ya terminada; todo el mundo ha cumplido con el
deber que impuso una admiración unánime, y las páginas que siguen, donde se contiene
todo lo que precipitadamente trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo aguardan
estos oscuros renglones míos para convertirse en una obra que edita la caridad y que el
genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma y única recompensa que él puede dar
al generoso desprendimiento de sus contemporáneos y amigos! ¡Salga, pues, de mi pluma,
humedecido con el tributo de mis lágrimas, antes que el relato de la vida y el juicio de las
obras del malogrado escritor, un testimonio de justicia hacia esta generación entre la cual
me agito, generación que a riesgo de su vida ahuyenta la muerte de los infectos campos de
batalla y da su oro para el libro de un poeta!
Majestades de la tierra, artistas, ingenieros, empleados, políticos, habitantes de la
ciudad, de las aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista que ante mí tengo, habéis
depositado, desde la cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo modesto, recibid
por mi conducto un voto de gracias, a que hacen coro los temblorosos labios de hijos sin
padres y de madres sin esposos; pues no sólo habéis salvado del olvido las obras de
Bécquer, sino que al borde de su tumba habéis allegado el pan cotidiano que libertará de la
miseria a seres desvalidos.
Los encargados de llevar a cabo tal empresa, hubieran tenido un gran placer en poner
al frente de la edición los nombres de los que a ella han contribuido; pero la caridad
acreciolos tanto, que su inserción hubiera aumentado el gasto notablemente. El distinguido
pintor Sr. Casado, a cuya iniciativa, actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la
recaudación, publicará en tiempo oportuno, y en unión con los demás amigos que han
llevado a término esta obra, las cantidades recibidas y las que se han invertido, para justa
satisfacción de todos. No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto Ferrán, inseparable
amigo del malogrado Bécquer, que no se ha dado punto de reposo en el asiduo trabajo de
allegar materiales dispersos, coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de
estos difíciles y dolorosos casos, ayudado del Sr. Campillo, tan insigne poeta como bueno
y leal amigo. Hasta aquí, lo que sus admiradores han hecho para perpetuar la memoria del
que se llamó en el mundo Gustavo Adolfo Bécquer.
Hablemos de él.
Toda mi vida de poeta, todos los delirios, esperanzas, propósitos y realidades de mi
juventud han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al extender la muerte su fría
mano sobre aquella cabeza juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo de magníficas
creaciones, de gigantescos planes, cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este libro.
Todo su afán era conseguir un año de descanso en la continuada carrera de sus desgracias.
Pobre de fortuna y pobre de vida, ni la suerte le brindó nunca un momento de tranquilo
bienestar, ni su propia materia la vigorosa energía de la salud. Cada escrito suyo
representa o una necesidad material o el pago de una receta. Las estrecheces del vivir y la
vecindad de la muerte fueron el círculo de hierro en que aquel alma fecunda y elevada
tuvo que estar aprisionada toda su vida. Antes de morir, sospechó que a la tumba bajaría
con él y como él, inerte y sin vida, el magnífico legado de sus imaginaciones y fantasías, y
entonces se propuso reunirlo en un libro. La muerte anduvo más deprisa, y sólo pudo
escribir la introducción con que van encabezados sus escritos, las rimas y el fragmento
titulado La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa inventiva, lleva el sello
de su idoneidad y no común saber en las artes plásticas.
Nació Bécquer en Sevilla el 17 de Febrero de 1836, siendo su padre el célebre pintor e
inspirado intérprete de las costumbres sevillanas. A los cinco años de edad quedó huérfano
de éste, empezando sus estudios de primeras letras en el colegio de San Antonio Abad,
donde permaneció hasta los nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo para
estudiar la carrera de náutica. A los nueve años y medio viose huérfano de madre, y a los
diez salió de dicho colegio por haberse suprimido. A tal edad encargose de Gustavo su
madrina de bautismo, persona regularmente acomodada, sin hijos ni parientes, por cuya
razón le hubiera dejado sus bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a Madrid a
los diez y siete años y medio, con el objeto de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el
campo de las letras se hubiera nunca conquistado en España ambas cosas! Quería su
madrina hacer de él un honrado comerciante; pero aquel niño, que había aprendido a
dibujar al mismo tiempo que a escribir, cuya desmedida afición a la lectura le hacía
encontrar horizontes más anchos que el de la teneduría de libros, y que jamás pudo sumar
de memoria, sólo encontraba aplausos para sus primeras poesías, lo cual le decidió a vivir
de su trabajo, armonizándolo con la independencia de su carácter, y a venir a Madrid,
como lo verificó el año 54, sin más elementos que lo necesario para el viaje. Corría el año
56, y entonces llegué también a buscar lo mismo que Gustavo, con quien en los primeros
pasos me encontré en el terreno de las letras. Mi carácter alegre y mi salud robusta fueron
acogidos con simpatía por el soñador enfermizo, y casi niños, se unieron nuestras dos
almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería enumerar las peripecias de la suya, monótona en
desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible enfermedad, y para atender a ella y
rebuscando entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos rojas, tradición india, que se
publicó en La Crónica, siendo reproducida, con la singularidad de creerse que el título de
tradición era una errata de imprenta; pues todos los que la insertaron en España o
copiaron en el Extranjero, la bautizaron con el nombre de traducción india. ¡Tan
concienzudamente había sido hecho el trabajo!
Compadecido un amigo de sus escaseces, buscole un empleo modesto, y juntos
entramos a servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales, con tres mil reales de
sueldo y con la categoría de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle, porque la
cesantía de Gustavo en aquel destino forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y
distraído.
Tratose de hacer un arreglo en la oficina, y el Director quiso por sí mismo averiguar la
idoneidad y el número de los empleados, visitando para ello todos los departamentos.
Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare,
o bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en que el Director entró en su
negociado, hallábase él entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos eran admirables,
ya se habían hecho casos de atención para todos, que se disputaban el poseerlos,
aguardando a que los concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y
firme, que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El Director
se unió al grupo, y después de observar atentamente aquel tan raro expediente en una
oficina de Bienes Nacionales, preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:
-Y ¿qué es eso?
Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos, respondió:
-¡Psch!... ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero...
Más allá...
En esto observó Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie y que el silencio
era general. Volvió lentamente el rostro, y...
-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó el Director.
Efectivamente Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.
Excuso decir que él se puso muy alegre; pues aquel alma delicada, a pesar de la
repugnancia que le inspiraba el destino, lo aceptó por no hacer un desaire al amigo que se
lo había proporcionado.
Habíase propuesto Gustavo no mezclarse en política y vivir sólo de sus artículos
literarios, cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución y lo raro de la
demanda; así es que tuvo que alternar los escritos con otros trabajos. De este género son
las pinturas al fresco que deben de existir en el palacio de los señores maqueses de
Remisa, cosa que ignorará el propietario, pues encargó la obra a un pintor de adorno, que,
no sabiendo pintar las figuras, dio un jornal por ellas a Gustavo.
Fundose después El Contemporáneo, y al brindarme con una plaza en su redacción el
fundador y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que también entrase a formar parte
de ella el autor de este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus leyendas y las Cartas
desde mi celda, que causaron admiración grande en los círculos literarios de España.
Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la
política de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su corazón de artista,
amamantado en la insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado entre catedrales
góticas, calados ajimeces y vidrios de colores, vivía a sus anchas en el campo de la
tradición; y encontrándose a gusto en una civilización completa, como lo fue la de la Edad
Media, sus ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar con
predilección marcada todo lo aristocrático e histórico, sin que por esto se negara su clara
inteligencia a reconocer lo prodigioso de la época en que vivía. Indolente, además, para las
cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país una de estas cosas, figuró en aquél donde
tenía más amigos y en que más le hablaban de cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes
y de nobles. Incapaz de odios, no puso sus envidiables condiciones de escritor a servicio
de la ira, que, a haberlo hecho más positivas hubieran sido sus ventajas y más doradas las
cintas de su ataúd. No estando destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar el
terror de nadie, ni apto su carácter noble para la adulación o la asiduidad del servilismo,
condiciones que sustituyen con ventaja y provecho propio a la acometividad y energía.
Gustavo no podía hacer gran papel entre las revueltas, distingos, escándalos, exhibiciones
y favoritismos de los que, salvando rarísimos ejemplos, forman la mayoría de los
afortunados en política, con relación a los bienes materiales; y hecho fiscal de novelas,
desempeñó su destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan luego como cayó del
poder la persona que había firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr. D. Luis
González Bravo, artista como pocos y apreciador sincero y leal del mérito de Gustavo.
El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya en Sevilla por sus producciones pictóricas,
vino a reunirse y a vivir con él, como en los años de su niñez trabajosa. Después de graves
disgustos domésticos que ambos experimentaron, cesante el poeta, el pintor sin la pensión,
que devolvía en magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de Fomento, la muerte
comenzó a prepararles un recibimiento tan ingrato y oscuro como el que tuvieron en los
primeros pasos de su vida. Volvieron los ímprobos trabajos de los primeros días, el
malestar de la hora presente, la cruel incertidumbre de lo cercano; pero la desdicha tenía
que habérselas con veteranos de sus rigores. Ambos hermanos unieron sus esfuerzos, y
mientras el uno dibujaba admirablemente maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración de
Madrid, el otro traducía novelas insulsas o escribía artículos originales, como el de Las
hojas secas, contentos con vivir juntos llevar pan a sus tiernos hijos, hablando el pintor de
sus futuros cuadros, para cuando tuviera lienzos, y el poeta de sus grandiosas
concepciones, para verlas realizadas cuando la perentoria necesidad del día no fuese
precipitado final de sus ensueños.
Una de las formas que más complacen a la Desgracia, entre el sinnúmero de sus
horribles disfraces, es la de la Felicidad. Como el tigre con su presa, parece jugar con sus
víctimas; y cuando el golpear de sus fatales hábitos ha embotado las sensaciones, semeja
abandonar a los que atormenta, y siempre acechando, deja que se olviden de ella, permite
que el bienestar se introduzca temeroso aún en su morada, que los sueños color de rosa
acaricien tímidas fantasías; y cuando ya el mortal, objeto de sus odios, creese libre de sus
ultrajes, tiende de pronto su garra certera y pone fin con un tormento inesperado e
irremediable a todas las agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos que ya
empezaban a regocijarse con su huida.
Esto aconteció en la morada de los hermanos Bécquer. Cuando ya habían conseguido
unificando esfuerzos, organizar modesta manera de vivir; cuando un porvenir artístico e
independiente les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en aquella casa de sosiego
del precavido y no la precipitación del destajista; cuando ya se podía retratar a un amigo
por obsequio y escribir una oda por entusiasmo, la muerte de Valeriano tiñó de luto el
alma de sus amigos y contaminó con su frío el corazón de Gustavo, siéndole tanto más
sensible el golpe, cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la seca verdad del no
ser.
Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto había de destruirse la débil materia que, a
duras penas la había contenido. El 23 de Septiembre del año 70 dejó de existir Valeriano.
El 22 de Diciembre del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.
¡Extraña enfermedad y extraña manera de morir fue aquélla! Sin ningún síntoma
preciso, lo que se diagnosticó pulmonía, convirtiose en hepatitis, tornándose a juicio de
otros en pericarditis; y entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme y con su
ingénita bondad, seguía prestándose a todas las experiencias, aceptando todos los
medicamentos y muriéndose poco a poco.
Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando claramente sus labios trémulos las
palabras ¡TODO MORTAL!... voló a su Creador aquel alma buena y pura, dotada de tan
no comunes facultades artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado trato las
mayores capacidades literarias de mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he visto
dotada a un tiempo de tantas condiciones creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y
elevado.
Aunque, como se verá después en el rápido examen que de sus obras haga, deja
impreso en ellas lo bastante el carácter del genio para que se le señale un puesto entre
nuestros escritores y poetas, los que le conocíamos admirábamos a Gustavo, más por lo
que esperábamos de él que por lo que había hecho. Puede decirse que todo lo que
concibió está escrito al volar de la pluma, sin recogimiento previo de las facultades
intelectuales, y entre la algazara de redacciones de periódicos o bajo el influjo de
premiosos instantes. Esto mismo, que ve la luz pública tal cual lo hemos hallado, no
pensaba él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente, porque lo había escrito deprisa
y como para que no se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían malos.
En cada punto de España que había visitado durante su vida artística, había levantado
su fantasía poderosa, unida a su nada común saber, un mundo de tradiciones y de historia,
sólo con ver brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo apenas una inscripción
borrosa en oscuro rincón de arruinada abadía. Esto explica su estancia en el monasterio de
Veruela, sus correrías por las provincias de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo,
donde vivió un año, y en donde estuvo tres días veinte antes de morir. Para él Toledo era
sitio adorado de su inspiración; y la primera vez que con su hermano fue a visitarle,
ocurrioles un suceso por demás extraño.
Una magnífica noche de luna decidieron ambos artistas contemplar su querida ciudad,
bañada por la fantástica luz del tibio astro. Armado el pintor de lápices y el poetaarquitecto de recuerdos, abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado muro
entregáronse horas enteras a su charla artística, que puede el lector apreciar cuán
interesante e instructiva sería leyendo los artículos sobre el Arte árabe en Toledo, La
basílica de Santa Leocadia y La historia de San Juan de los Reyes, hecha por Gustavo en
la magnífica obra que con el título de Historia de los Templos de España, comenzó a
publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su dirección y propiedad; obra grandiosa,
imaginada por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y más a propósito para hacer
la crónica filosófica, artística y política de nuestra patria.
Hallábanse departiendo los hermanos, cuando acercose una pareja de Guardias civiles,
que por aquellos días, sin duda, andaban a caza de malhechores vecinos. Algo oyeron de
ábsides, de pechinas, de ojivas y otros términos a la cual más sospechosos y enrevesados,
unido a disertaciones sobre el género plateresco de Berruguete y Juan Gúas, sobre el
artificio de Juanelo, etc., y examinando el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas
luengas, sus exaltados modales, lo entrado de la hora, la soledad de aquellos lugares, y
obedeciendo, sobre todo, a esa axiomática seguridad que tiene la policía de España para
engañarse, dieron airados sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a pesar de protestas y de
no escuchadas explicaciones, fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos a la dudosa
y horripilante luz de un calabozo de la cárcel de Toledo. También el gobernador debía
aguardar por aquellas cercanías la visita de temidos conspiradores, cuando, al amanecer,
los delincuentes honrados continuaban en su mazmorra.
Supimos todo esto en la redacción de El Contemporáneo, al recibir una carta
explicatoria de Gustavo; toda llena de dibujos representando los detalles de la pasión y
muerte probable de ambos justos. La redacción en masa escribió a los equivocados
carceleros, y, por fin, vimos entrar sanos y salvos los presos parodiando ante nosotros con
palabras y lápices las famosas prisiones de Silvio Pellico. ¿Quién en aquellos ojos
brillantes, risas estripitosas y sorprendentes facilidades para todo lo que era expresión de
cualquier arte, hubiera podido predecir estéril e inoportuna muerte?
Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre sus costumbres y carácter antes de hablar
del escritor, porque esto que llamaré prólogo va haciéndose pesado, aunque los lectores
buenos me lo dispensarán. Paréceme al escribirlo que estoy hablando con algo suyo; que al
estampar cada frase en su alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a cada error de
estilo o grosería de lenguaje míos, sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa me
riñe, como otras veces, por mis innumerables descuidos y mi prisa en entregarme a la
pereza.
Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a quienes en la vida he oído hablar mal de
nadie. El uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos Álvarez. Si a alguien se
satirizaba injustamente, él lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica era justa, un
aluvión de lenitivos, un apurado golpe de candoroso ingenio o una frase compasiva y
dulce cubría con un manto de espontánea caridad al destrozado ausente. Alguna vez
escribió críticas. No hemos querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo alguna misión las
hacía de encargo, a cada línea protestaba de lo que censurando iba, y era de ver su apuro,
colocado entre el sacerdocio de la verdad y del arte, y la mansedumbre de su buen
corazón. Si desde el cielo, en que de seguro habita, pues no es dado hallar infierno en otra
vida al que en la tierra le tuvo, tiende los ojos sobre este libro, sólo hallará en él lo que
escribió sin remordimientos de su bondad.
La fecundidad e inventiva de Gustavo eran prodigiosas, y puede decirse que esto
perjudicó a la importancia de sus escritos. Su manera de concebir no era embrionaria, sino
clara, metódica y precisa, tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo; pero
encariñado con ellas y no queriéndolas escribir con la precipitación del oficio, sino con el
reposo del artista, íbalas dejando para cuando pudiera conseguirlo.
A fin de poseer el sustento, escribió mucho y en géneros diferentes, como zarzuelas,
traducciones, artículos políticos y de crítica, un tomo sobre Los Templos de España, y
tenía meditadas y bosquejadas, a la manera que antes he dicho, multitud de obras, cuyos
títulos sólo revelan facultades extraordinarias.
Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara el más pequeño detalle, las obras
siguientes: El cuarto poder, comedia. -Los hermanos del dolor, drama. -El duelo,
comedia. -El ridículo, drama. -Marta, poema dramático; -¡Humo!, ídem.
Entre las novelas encuentro en sus apuntes los títulos que siguen: Vivir o no vivir. -El
último valiente y El último cantador, de costumbres andaluzas. -Herrera. -Crepúsculos. La conquista de Sevilla.
En fantasías y caprichos, los que siguen: El rapto de Ganimedes, bufonada. -La vida
de los muertos, leyenda fantástica. -La Diana india, estudio de la América. -La amante
del sol, estudio griego. -La Bayadera, estudio indio. -Luz y nieve, estudio de las regiones
polares.
Tenía perfectamente ideadas las siguientes leyendas toledanas: El Cristo de la Vega,
pintando un judío. -La fe salva. -La fundadora de conventos. -El hombre de palo, estudio
sobre Juanelo. -La casa de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. -La salve. -Los
ángeles músicos. -La locura del genio, estudio sobre el Greco. -La lepra de la infancia,
estudio sobre el Condestable de Borbón.
Lo primero que pensaba escribir a conciencia, según decía, era un poema en cuatro
cantos, titulado Las estaciones.
Además tenía proyectadas y hasta versos hechos, de las siguientes poesías, que cada
una había de formar un libro, a saber: La oración de los reyes. -Los mártires del genio,
poemas sobre los dolores de los hombres famosos. -Las tumbas, obra artística y poética;
meditaciones sobre las sepulturas célebres. -Un mundo, poema sobre el descubrimiento de
las Américas; y otros títulos y otros planes que la muerte ha encerrado con él en la tumba
y cuya historia se haya escrita brevemente en el magnífico prólogo, original suyo, que a
éste mío sigue, donde se hallan indicados la sospecha de su muerte y el martirio que tantas
creaciones, a las que sólo faltaba un poco de actividad sosegada para ser reales, causaban
en aquel cerebro tan potente y seguro.
Todas las obras que contienen estos tomos han sido escritas, como ya he dicho, sin
tomarse más tiempo para idearlas, que aquel que tardaba en dibujar con la pluma lo que
había de describir o ser objeto de su inspiración; y era de ver los primores de sus cuartillas,
festoneadas de torreones ruinosos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes,
esqueletos, arcos, guirnaldas y flores. Rara era la carta que salía de su mano sin ir llena de
copias de lo que veía o caricaturas admirables sobre lo que narraba.
Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos, quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo
cuando era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un momento de alegría. Cuando
refería contrarios sucesos de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando alegre y
simpáticamente la desgracia. Así es que cuando leí sus Rimas me afectaron
profundamente. La única vez que exhalaba quejas lo hacía en verso, y era que en aquella
naturaleza artística, hasta el grito del dolor había de escucharse sin vulgaridad, y semejante
a los gladiadores antiguos que dejaban caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba
ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre las elegantes formas del plasticismo sevillano,
pura y rígida escuela a que sólo ha faltado ser más subjetiva y franca para ser perfecta.
Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del escritor y del poeta.
Llegado a este punto, preciso es que abandone el alto criterio que las deslumbradoras
facultades de Gustavo y la especialidad de su trato habían engendrado en mis juicios, para
examinar el conjunto de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no ser aquellas en que
yo fundaba mi segura confianza, forman, sin embargo, un conjunto que basta a dar idea
fija de su importancia en el terreno de nuestra literatura.
Sin entrar todavía en el campo de las relaciones, basta abrir esta obra por cualquiera de
sus páginas para sentir en el mismo instante el ánimo agradablemente sorprendido,
encontrándole fuera de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan por romper,
domeñando, sobre todo en España, la dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y
analítico del sentir moderno. Aunque Gustavo, cuando escribía en reposo, jamás olvidaba
que su cuna literaria se había mecido en la patria de Herrera, Rioja, Mármol y Lista, como
quiera que es un escritor eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse en el análisis
para su crítica la forma y la idea, dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando,
obedeciendo la otra. En el fondo de sus escritos hay lo que podría llamarse realismo ideal,
único realismo posible en artes, si no han de ser mera imitación de la naturaleza o
anacronismo literario y han de llevar el sello de algo, creado por el artista. Sorprende a
veces su semejanza con ciertos autores alemanes, a quienes no había leído hasta hace muy
poco, y a los que se parece, porque sus producciones están pensadas y escritas con la
razón y la imaginación, que son en aquéllos inseparables y como dos buenas hermanas
entre las que no hay secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable, producto del
largo uso de la libertad de conciencia. Vese en Gustavo dominar siempre la idea a la
forma, por más que ésta sea brillante y riquísima y oculte en apariencia a aquélla
primorosamente; pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento que atisba y oye
repetirse dentro de su ser en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer
siempre dentro del arte, o sease de lo bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime
que casi todos fantaseamos aunque necesitemos las más de las veces que alguien, el genio,
nos lo enseñe y explique para comprenderlo y precisarlo. Como todos los autores de
estima, es Gustavo revolucionario, es decir, innovador y creador, amante de la verdad. En
sus escritos tiende más a conmover que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él y a
aquéllos han demostrado que despertar los sentimientos que duermen en el fondo del alma
es dar a los hombres la mejor enseñanza, llevándolos por el camino de lo bello (en
cualquier sentimiento fingido no hay belleza), a cuyo término está la única moral, la moral
subjetiva, por decirlo así, la que se desprende de todas las sensaciones que han agitado una
vida. Todo hombre que siente, esto es, que puede conmoverse profundamente, está en
vías de perfeccionarse y de llegar a la verdadera moral; la moral, que a mi juicio es la vida
de la idea, la Oda del cuerpo y del alma que viven en paz y armonía.
Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como los pocos que en las letras se distinguen
por su originalidad y verdadero mérito, antes que escritor es artista, y por eso siente lo
que dice mucho más de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los demás. Es
revolucionario, como los alemanes, pero no por imitación, sino dentro de la espontaneidad
y del arte cuyos límites, por muy dilatados que sean, no se pueden traspasar impunemente,
aunque sí ensancharlos, siempre que la imaginación y la razón, la idea y la forma vayan
unidas, sin separarse un ápice una de otra. He aquí por qué se parece a los alemanes,
porque llega a esos límites, y sabe y tiene poder para agrandarlos, lo cual consiguen muy
pocos. Sus leyendas, que pueden competir con los cuentos ds Hoffmann y de Grimm, y
con las baladas de Rückert y de Uhland, por muy fantásticas que sean, por muy
imaginarias que parezcan, entrañan siempre un fondo tal de verdad, una idea tan real, que
en medio de su forma y contextura extraordinarias, aparece espontáneamente un hecho
que ha sucedido o puede suceder sin dificultad alguna, a poco que se analicen la situación
de los personajes, el tiempo en que se agitan o las circunstancias que les rodean. No son
una idea filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere decir esto o lo otro; no:
contienen una realidad que, para grabarse más profundamente en el corazón, hiere primero
la fantasía con deslumbradoras apariencias, y, disipadas éstas, queda espontánea, fuerte y
erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía, y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal
sucede en las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en sus magníficas Cartas, modelos
de buen decir, verdaderas obras maestras de fecundia y de lenguaje. El rayo de luna, Los
ojos verdes, ¿qué son sino cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un hombre hace
brillar una idea para todos real y visible? Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al
atravesar las inquietas ramas de los árboles; aquel hada de ojos verdes que habita en el
fondo del lago ¿qué representan sino la mujer ideal, pura, que inspira el amor de los
amores, el amor que todo corazón noble desea y siente, amor interno, duradero, que jamás
se encuentra en la tierra? ¿Qué significa aquel Miserere magnífico de las montañas, que va
a escuchar un músico extraño, y al que pone notas tan extrañas como él, sino ese anhelar
del artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación eterna por hallar digno
ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota adecuada al mundo
increado de su alma, a los hijos brillantes de su fantasía? ¿Qué nos enseña aquel viejo
Órgano de Maese Pérez, que nadie puede hacer sonar delante de Dios y del mundo, a no
ser su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas, ese arte de las serviles
imitaciones, en que no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y Velázquez a los que así
se llamaron en la tierra, a menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar del cielo el
ánima que le entregaron con el último estertor de la agonía?
Y si, teniendo presente que se publican sus obras después de muerto el autor y sin la
menor enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el profundo conocimiento de épocas
lejanas y de costumbres ya idas, no podremos menos de admirar consorcio tan
sorprendente entre la espontaneidad y el estudio, entre lo fantástico y lo real.
Otra de las particularidades de Gustavo, la más esencial a mi juicio, la que más
claramente revela su genio noble y elevado, es que personalmente siente y manifiesta sus
particulares sensaciones, resultando, y así debe de ser, que aquéllas son comprensibles
para todos, porque las experimenta ni más ni menos que como cualquier otro, si bien
revela la manera de percibirlas bajo una forma poética, a fin de despertar esos mismos
sentimientos en los demás. Sus pasiones, sus alegrías, sus aspiraciones, sus dolores, sus
esperanzas sus desengaños, son espontáneos, e ingenuos, y semejantes a los que lleva en sí
todo corazón, por insensible que sea. Esta particularidad se revela en sus poesías con más
fuerza que en sus otros escritos. No finge nunca, dándole proporciones estéticas que al
pronto la hacen parecer grande, una pasión exagerada; atento siempre a la verdad dentro
del arte, habla según siente, y teniendo el don de sentir lo que impresiona a la colectividad,
don tan sólo concedido al genio, apodérase de todos los corazones, que admíranse de ver
a otro sorprender sus secretos y decir cuanto les conmueve, impresión que cada cual creía
exclusivamente suya.
¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado tan poco en España, y cuando tal ha sucedido
se ha verificado dentro de una excepción del sentimiento humano?
No creo tanto en la influencia de las razas como en la de las religiones, que, generando
las costumbres, preparan una política, una literatura, un arte general dados, los cuales
llegan a ser medios en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.
Asombra contemplar lo que pudo ser la nación española inmediatamente después de la
conquista de Granada y al advenimiento de Carlos V. Era tanto el empuje de la anterior
civilización, nacida entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio, que puede afirmarse la
imposibilidad de encontrar, en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo que
hubiese adelantado más terreno en ciencias y en artes.
Aparece primero la poesía anónima y heroica; inmediatamente la mística y didáctica, de
Berceo y Alonso el Sabio, con la cual la prosa castellana, abandonando su hermosa cuna
del Lacio, declárase libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida por la literatura
provenzal y arábiga. El pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría derechos y
municipios, creó una forma exclusivamente suya, cantando la gloria de sus héroes, la
religión que le animaba y el amor que le enardecía, en un metro que no tiene semejante en
otro idioma.
El príncipe Juan Manuel burlábase de las pretensiones de los frailes y de la alquimia de
su tío Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar, ya por Epicuro, ya por
Cristo; la Danza de la Muerte rivalizaba con todas las composiciones de su género en
tétrica fantasía, y Pedro López de Ayala llevaba a la poesía la política.
El arte subjetivo, aunque materialista, de la literatura árabe, encontraba eco en Jorge
Manrique; los libros de caballerías no agotaban riquísimas imaginaciones, y las crónicas y
los crepúsculos del teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio humano en todas
sus manifestaciones, con un carácter eminentemente nacional, recibían, entre la tolerancia
de cultos y las libertades de los pueblos, el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de
todo lo útil.
La poesía subjetiva no había brotado aún, porque no era tiempo, pues ocupados los
poetas en ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados fieles en guerras contra
agarenos, y en reconquistar para la religión y la patria antiguas el terreno arrebatado, no
habían abandonado todavía el campo de batalla, la plática en la asediada tienda de
combate, ni el rezo a favor de la victoria entre las arcadas del templo, para sustituir el
mundo exterior, que les embargaba, con la contemplación de sí mismos, al contacto de una
sociedad tranquila y adecuada a la reflexión y al examen.
Llegó por fin el momento de reposo; y como si la Providencia, que vela por el
equilibrio de las leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral acumulada desnivelase el
mundo, abrió las playas apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa energía de
los españoles, y sentó en su trono un rey, emperador de lejanos países, precediéndole en el
gobierno un monje de carácter tan elevado y firme, como hábil y fanático.
Al mismo tiempo que las Américas se descubrían, la Inquisición, oponiéndose a la
reforma y consiguiendo brillantemente alejarla de España, comenzó a pesar sobre todas las
inteligencias, y sin su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el alma humana.
Sintiose el hombre posesor de un espíritu peligroso, y apartando la vista de este
enemigo interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles llamas del Santo Oficio,
suprimió su personalidad en todas las concepciones de su inteligencia, y semejante a
tímidas aves que vuelan rastreando o se pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma
ocultó los sentimientos, o el misticismo fue el espacio a que se remontó sereno el espíritu,
sin que por ello lograra escapar a persecuciones inesperadas:
Todos los escritores y poetas subjetivos castellanos, Santa Teresa, Fr. Luis de León,
San Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada, a pesar de haber sido después
canonizados, tuvieron que humillar sus puras frentes y anublar sus radiantes inteligencias
ante las negras sotanas de los inquisidores.
Si esto pasaba a los que eran poeta-santos, ¿qué suplicio no hubiera encontrado el
simple poeta terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de la Inquisición o al
anatema de los conventos?
Derruida, por otra parte, la estructura nacional política en los campos de Villalar, la
forma tradicional poética y artística perturbose también con influencias extrañas; pero era
tal el empuje recibido y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio, que no bastaron a
destruirle tan instantáneos y rápidos contratiempos.
Desapareció el análisis de la verdad, es cierto, en todo el territorio de España; pero no
la fantasía ni la riquísima vena de los españoles.
Perseguido el pensamiento, no murió entre las manos que le apretaban, sino que,
amoldándose, como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de la materia que le oprimía, se
escapaba ufano por todas las aberturas.
El poeta que amaba hacía responsables de sus delirios a pastores y héroes de la
Mitología, y los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres de la tierra encontraron
hombres sin existencia real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de nuestro
inmortal teatro, donde parece que sus grandes genios se vengaron de la tiranía social que
les oprimía, encerrando todos los preceptos bajo llave y creando con la anarquía dramática
el moderno romanticismo, que no es más que la libertad de pensamiento en artes.
Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente subjetiva, desarrollábase dentro de los
estrechos límites de la forma, acortando su vuelo a medida que se perfeccionaba, y
manteniendo su existencia, bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a las veces triunfos
compatibles con la religión y la patria.
Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana, abre su alma a la verdad, y en aquella
magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares, ya anonadando cortesanos aduladores,
ya vertiendo lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando las flores hermosas, tan
puras como su alma, que se transparenta siempre a través de sus poesías.
Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu, y ya la forma había dado de sí cuanto
pudiera. Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros, los idiomas afines al
castellano, todo se había agotado. No había más remedio que lanzarse en el terreno de la
idea y de la verdad, cuya puerta vigilaba la Inquisición, o introducir la anarquía del
despecho en el campo de las formas.
Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando por la tradición del cielo de la libertad
y queriendo progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo el estilo culterano.
La Inquisición mató la espontaneidad y el análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso
de obligados pensamientos.
Quedó únicamente la sátira, revoloteando ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia,
sobre la frente del profundo Quevedo, a quien no valió su astucia para pensar libremente
en una mazmorra.
Imperó la teocracia, y un idiota fue su última víctima y su ejemplar producto. No llegó
a España la libertad del pensamiento; pero sí, con el nieto de Luis XIV, el principio de
autoridad literario, y Moratín reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado por la
escuela sevillana.
Tras la revolución francesa operose la revolución del mundo, y Quintana levantó su
poderoso astro entre himnos a la libertad y severas justicias de los tiranos. Con la invasión
volvió España a pelear para verse independiente, y una vez triunfante, no quiso volver a
dormir el narcótico sueño de tres siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a
levantarse, y la poesía lírica, tan perfecta en la forma como en otros días, tuvo por
sacerdotes de su culto hombres libres.
Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas tradiciones, Espronceda nos habla de sí
mismo y del alma humana, y con él esa poesía subjetiva, producto de la libertad del
pensamiento, toma carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado apegados aún a la
admiración de tiempos que pasaron, hasta el punto de que hombres casi demagogos son
perfectos reaccionarios en cuanto hablan en verso.
No quiero por esto decir que la poesía lírica ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla
por este camino! Pero cuando lo sea, debe representar su tiempo, como las obras que
forman el glorioso catálogo de nuestro Parnaso.
Creo haber probado lo bastante que, lejos de ser la poesía esencialmente subjetiva
imitación de extranjeros líricos, es resultado natural de la moderna civilización, por lo cual
comienza hoy a nacer en España, más atrasada en todo que otros países.
A consecuencia de lo apuntado, y volviendo a ocuparme de las poesías de Bécquer,
diré que, aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a quien puede creerse ha
imitado Gustavo, esto no es cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.
Heine, más independiente, es, sin embargo, menos artista que Gustavo, y el deseo de
ser original lo arrastra a veces más allá de lo verdadero, siendo excéntrico y escéptico, no
porque él realmente lo sea, sino porque cree singularizarse de este modo, sin notar que
abandonando la verdad, huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se separa
impunemente. En su poema Germania, en su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo,
si bien, por fortuna, están escondidas entre multitud de bellezas de primer orden. Otro
autor a quien Gustavo se asemeja es Alfred de Musset. Nada tiene de extraño, pues como
él educose en el clasicismo. Sin embargo, es menos mundano y ardiente que el inspirado
poeta de las Cuatro noches.
Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del
metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son, a mi
ver, de un valor inapreciable en nuestra literatura.
Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para
expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una
reflexión, un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de
expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo efecto.
De aquí la explicación de esas composiciones cortas, que han nacido modernamente en
Alemania donde todos los grandes poetas las han cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros
han escrito multitud de lieder (lied, canción), que constituyen la actual poesía lírica
alemana.
En España, aunque inculto, existe hace tiempo ese género, como lo prueban la
infinidad de nuestros cantares populares, en que no se sabe qué admirar más, si lo
profundo de los sentimientos y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.
Todas las rimas de Gustavo forman, como el Intermezzo de Heine, un poema, más
ancho y completo que aquél, en que se encierra la vida de un poeta. Son, primero las
aspiraciones de un corazón ardiente, que busca en el arte la realización de sus deseos,
dudando de su destino, como cuando exclama:
Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
sin adivinarse dónde
temblando se clavará;
gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa y se ignora
qué playa buscando va.
Siéntese poeta, y dice:
Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.
Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva,
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.
Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezco entre los árboles
en la ardorosa siesta.
Yo, en fin, soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.
No encontrando realizada su ilusión en la gloria, vuélvese espontáneamente hacia el
amor, realismo del arte, y se entrega a él y goza un momento, y sufre y llora, y desespera
largos días, porque es condición humana, indiscutible como un hecho consumado, que el
goce menor se paga aquí con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta nueva fase en la
vida del poeta con la magnífica composición que, no sé por qué, me recuerda la atrevida
manera de decir del Dante:
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman...
mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
-¡Es el amor que pasa!
Sigue luego desenvolviéndose el tema de una pasión profunda, tan sencilla como
espontánea.
Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa que
Ella tiene la luz, tiene él perfume,
el color y la línea,
la forma, engendradora de deseos,
la expresión, fuente eterna de poesía,
conmueve y fija el corazón del poeta que se abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea.
La pasión es desde su principio inmensa, avasalladora y con razón, puesto que se ve
correspondida, o al menos, parece satisfecha del objeto que la inspira: una mujer hermosa,
aunque sin otra buena cualidad, porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce, cuando ya
se siente engañado y descubre, dentro de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de
sierpes, en el cual no hay una fibra que al amor responda! Aquí, en medio de sus dolores,
llega el poeta a la desesperación; pero cuando ésta le lleva ya al punto en que se pierde
toda esperanza, él se detiene espontáneamente, medita en silencio, y aceptando por último
su parte de dolor en el dolor común, prosigue su camino, triste, profundamente herido,
pero resignado; con el corazón hecho pedazos, pero con los ojos fijos en algo que se le
revela como reminiscencia del arte, a cuyo impulso brotaron sus sentimientos.
Piensa antes en lo solos que se quedan los muertos, y siente dentro de la religión de su
infancia un nuevo amor, que únicamente pueden sentir los que sufren mucho y jamás se
curan; un amor ideal, puro, que no puede morir ni aun con la muerte, que más bien la
desea, porque es tranquilo como ella, ¡como ella callado y eterno! Se enamora de la
estatua de un sepulcro, es decir, del arte, de la belleza ideal, que es el póstumo amor, para
siempre duradero, por lo mismo que nunca se ve por completo correspondido. En mi
incompetencia, declaro que esta composición última me parece una de las más perfectas en
castellano, no sólo por su vaguedad, misterio y dificultad de precisar claramente, sino por
lo correcto y acabado de la forma.
Tal fue Gustavo A. Bécquer, como hombre y como poeta, en lo que puede apreciar el
público.
Todo lo que atesoraba en su imaginación está dicho en el siguiente prólogo suyo.
Leedlo pronto y olvidad el mío, escrito nada más que por acompañarle siempre. Él
sólo, desde la otra vida, podrá apreciarlo.
¡Ojalá seas eterno, libro que compendias la vida de mi pobre amigo!
RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA.
Introducción
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los
extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra
para poderse presentar decentes en la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran
más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario
de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los
años que me restan de vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión,
los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas
miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las
entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse
al beso del sol en flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el
que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas
ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose
en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz de
entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma
existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega
a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha
vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si
cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres:
ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y
así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta
silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un
término, y a éstas hay que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus
creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su
fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una
tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el
dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.
¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os
nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante
para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros
una maravillosa estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con
orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de
conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas
es imposible.
No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo
por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el
cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un
desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por
el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el flat lux que separa la
claridad de las sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en
extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la
realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al
romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las
ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea,
pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la
cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las
gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he
soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la
imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de
mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido
sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a
ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido.
Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que
encontraron, en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y
sus luchas.
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a otra
puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No
quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un
saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los
desvanes del cerebro.
Junio de 1868.
Leyendas
La creación
Poema indio
I
Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el
rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman
sobre las flores un rocío de perlas.
Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda
su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a
los ojos del viajero.
En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al
cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.
El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura;
el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una
larga cadena con eslabones de hierro y de oro.
II
El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus
habitantes.
No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros
mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se
acumulan disparates sobre disparates acerca de su origen.
Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de
pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con los índices
levantados hacia el firmamento.
III
Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo
principio ni tendrá fin.
Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una
niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado
con sus deseos.
Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus
cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse,
porque él lo ocupaba todo, y todo era él.
La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma;
pero al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.
Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de
hallarse solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.
IV
Brahma deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo
envolvía, hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos
microscópicos y encendidos que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la copa de
los árboles.
Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a
entonar himnos de gloria a su criador.
Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil
colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera
sonrisa, y de ella brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes
que los sostienen, y su santuario en la cúspide.
V
Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles,
comienzan por hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar. Una
cosa muy parecida debió de acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco
cisne, que como un corcel de nieve lo paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de
gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al fondo de su santuario.
Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el
augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma,
buscando una distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con
dos vueltas de llave, entregose a la alquimia.
VI
Los sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se
rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras
preciosas, los metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de esta ciencia
transformaciones increíbles. El carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro,
descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y arrancan al fuego el secreto de la
vitalidad y la luz.
Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un
instante lo que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.
VII
De un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes. Agni, que es
el espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán; Varuna, que se levuelve
en los abismos del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas subterráneas de los
mundos, y vive en el seno de la creación.
Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de
cosas inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor
y de gozo de muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo
clasificó con diligencia exquisita poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.
VIII
La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los
círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. -¿Dónde estará? exclamaban los unos-. ¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no eran parte a disminuir el
afán de los curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del
laboratorio de Brahma, ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaba
volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda luminosa y magnífica.
IX
La imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la espuela que lo
aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella los
microscópicos cantores, comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan
los círculos del ciclo, y de uno en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto, dónde
Brahma permanecía aún, absorto en sus especulaciones científicas.
Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno
por el ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros,
penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de sorprenderles.
X
Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas
hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas
yacían confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin
concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban
llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del
aposento, en una gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían,
con un ruido sordo, mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían
de resultar las creaciones perfectas.
XI
Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis manos para tapar y
destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto,
a manera de cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las
cañas del trigo seco, lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del
cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse
comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.
XII
Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una mirada satisfecha, y
aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre
toda ponderación, que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las
noches serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando sobre sus ejes de
diamante y oro con una cadencia majestuosa y solemne.
Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados
entre sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.
XIII
Cansose Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio, no sin haberle
echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con el
objeto de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo
lo sabe, no advirtió que, abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó
lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron a larga
distancia con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta,
éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el laboratorio,
tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.
XIV
Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.
Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron
a tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la
lumbre para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar
algunas; removieron las vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y
revolverlo todo, los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y
pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se subían por las osamentas de los
gigantescos animales, cuyas formas no habían agradado al Señor. Y arrancaron las hojas
de los libros para hacer mitras de papel, y se coloraron los compases entre las piernas, a
guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.
Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto
hacer.
XV
Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba
candente. Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una columna de humo.
Luego vino otro, arrojó sobre aquél un elixir misterioso que contenía una redoma, con la
que llegó casi sin aliento hasta el borde del receptáculo; tan grande era la vasija y tan
rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente que arrojaban en la marmita, se
elevaban en su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con
gritos de júbilo y risotadas interminables.
XVI
Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la
alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo
destinados a mundos hechos de maner a que el frío causase una fruición deleitosa en sus
habitadores, y los del calor compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las
llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la
arcilla y el fango, confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la
grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte.
Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita.
XVII
Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas
con los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre el abismo sin
fondo, y sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por
los polos, que volteaba de medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos,
con fuego en las entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y
presuntuosa, con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El principio de muerte,
destruyendo cuanto existe, y el principio de vida con conatos de eternidad,
reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un mundo disparatado, absurdo, inconcebible;
nuestro mundo, en fin.
Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan
grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del
Edén.
XVIII
Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió
todo. La indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó el cielo y amedrantó a
la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada
la mano sobre aquella deforme creación para destruirla; ya el solo amago había producido
en ella esa gran catástrofe que aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de
los gandharvas, el más travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre
sollozos: -¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!
XIX
Brahma es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al
oír estas palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo,
reponiéndose, exclamó: -Id, turba desalmada e incorregible, marchaos donde no os vea
más, con vuestra deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él
hasta los átomos pelean con los átomos; pero marchad, os respeto; mi esperanza es que en
poder vuestro no durará mucho.
Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y
arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí,
el otro le hurga por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo, para asombro de los
otros mundos y desesperación de sus habitantes.
Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más
temible que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no puede durar mucho.
Maese Pérez el Organista
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa
del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.
Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,
ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar
que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:
-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer
esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros
días.
I
-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su
justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera
para dar la mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí,
precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso, galán de la
condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había
pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien
se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale
aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado
en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al
retablo.
¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su
pecho?
A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de
Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y
le saluda.
Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus
arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría
formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...
Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola,
hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los
señores de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste, no viene
a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano
lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino
friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos
a tener jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de
sobra los cintarazos que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá
doblan. la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura
que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?
Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se
disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se
retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen
que hay justicia.
Para los pobres...
Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran
Poder nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes que cierren
las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué
resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.
La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo
trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura
me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus
hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo
deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas
disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la
litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose
con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media
hora se encuentran en una calle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de
creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los
enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran con
ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas,
en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados
y su servidumbre.
Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que
algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo...
Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan
favorecido como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho a
Maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el
señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada...
Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez?
Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero
cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida
entera en velar por la inocencia de la una: y componer los registros del otro... ¡Cuidado
que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena
que es una maravilla... Como le conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si os lo
he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su
desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no
tanto como creéis, porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -Sí, y muy pronto añade sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea
mi vida, pronto veré a Dios...
¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan
pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento,
y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó
los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero
mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para
darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, a
la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía
que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien,
siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción
por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y
hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su
órgano son voces de ángeles...
En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo
lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento
para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la
solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar
con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los
panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las
iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y
cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones
tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la
respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos,
ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...
Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para
nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el
atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el
templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se
desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las
damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando
el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo
alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas
de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas
rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre
los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los
caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían
formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe.
Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se
alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de
las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse
junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres
veces la bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase la Misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La
multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban
entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus
familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la
Misa de media noche.
Ésta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto
desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó
a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron
a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se
adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo
tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a
su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles
que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa
Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó
en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un
sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a
detenerle en el lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin
visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando;
vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y
comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el
sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la
Sagrada Forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la
iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas
manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado,
que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos
ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo,
respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un
torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías
de serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante,
era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel
océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba.
Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una
aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente,
y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del
incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese
Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció
la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se
estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema;
y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los
pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban
cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en
todos los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en
ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía
haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una
voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó
un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis
religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y
todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir
de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que precedido de los
ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de
profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como
todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron
a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo
instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le
llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
III
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa
del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que
sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad,
desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando
entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un
pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en Dios y en mi ánima, que si
el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los
altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva
es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que
nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra
casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo, así... al vuelo... una
palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de
algunas novedades.... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román,
aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; perdulariote, que
más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta NocheBuena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el
mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su
hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia.
Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de
parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la
comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su
memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro
hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la
ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta
profanación...; pero así va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera
diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo,
los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en
el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano
tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las
gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la
mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que
no hay más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué
ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que
ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece que
esta noche va a darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de
locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre la
multitud a fuerza de empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia.
El templo estaba tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las
naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras
otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y
confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho
en dejarse sentir.
-Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que
una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su
pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor,
sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte
orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la
afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de
inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las
campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las
diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.
Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su
primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron
sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos
segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos
de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos
que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana,
que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en
los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan
gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin
nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni
cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que
parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo
expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con
más fantástico color que lo habían expresado nunca.
Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue
tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón, que le
ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le
fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio
aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme
el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?
-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro
de la tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la
palidez de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los
señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos
del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la
demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban
aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del
arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial.
Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería
del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he
oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el
señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay
más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo,
pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en
semejante noche como ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio
con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y
parecía un ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí le ladrase un
perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi señora doña Baltasara,
creame usarced, y creame con todas veras... yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y
desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.
IV
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de
maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia.
El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona
atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la
puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del
barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.
-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el
templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y
tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís
callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais
empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus
registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la
puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una
hora... no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron
sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me
pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella
perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la lámpara que arde en el
altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el
profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en
silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las
teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero
sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado
dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el
tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía
recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial
y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto
la cara y me había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi
padre!
¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las
imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe
de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un
escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y
marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con
impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos,
bajará a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial
devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese
Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del
órgano, y comenzó la Misa.
Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la
consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un
grito de la hija de maese Pérez.
La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de
donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal
de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante,
el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus
raptos de místico alborozo.
-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí
hay busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya
sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está
hecho y con razón una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido
presenciar el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada; porque personas que lo
oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue
otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay
busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.
Los ojos verdes
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera
cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en
sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran:
luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los
árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación
de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un
cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las
zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro
joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto
mejor golpe... Pero. ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas
carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a
los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los
álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir
de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el
confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero
mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el
paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y
cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de
un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había de
marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron
refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola,
el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro
en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza
está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder
para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos
para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente
de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente,
paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos
sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del
Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,
pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el
ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha
herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún
se distingue a intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame...
déjame... suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para
que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel
en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los
ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo
por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí
llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su
hisopo.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que
yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res
herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras
trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las
mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que
el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en
balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos
de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas
de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar
sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no
hubiera escuchado una sola de sus palabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido
en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste
más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre
sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder
guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a
mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que
envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha
visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al
escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de
coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los
Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado
huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y
cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que
crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro
y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando,
con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por
entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su
camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa,
otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me
he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente
misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el
viento de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos
lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los
álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los
invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del
hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue
nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de
la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con
mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los
ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas
flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo
creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo
absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he
hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi
puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una
mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas
brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo
había visto... sí; porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la
mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un
salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le
preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme
llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer
que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis
en la tierra, a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza,
y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas
de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi
padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las
mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo
dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los
párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento
sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu
busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu
litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche,
profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por
su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco
de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de
las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de
rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su
existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos
caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que
atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos
esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar
algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la
ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé
crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo
quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se
dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo
fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte,
hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-: yo te amo
más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No
soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres
superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas,
fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al
que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño
extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica
hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde
de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que
se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te
daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que
no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un
pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza
entre los álamos sus himnos de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la
niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como
los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... Estas
palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer
misteriosa le llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un
beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que
se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y
vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de
plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
La ajorca de oro
I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa
hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es
sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para
hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese
amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la
felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice
nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha
para caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Porqué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil
árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a decirle: -¿Por
qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la
ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un
velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré
contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin
que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que
ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que
el hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si
te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus
preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y
entrecortada:
-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo
deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el
altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del
órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los
sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente
levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde
luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que hasta entonces
no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención...
No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los
brazos en que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible!
Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en
las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como
un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas
que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...
Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer
se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de
nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería;
una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una
mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía
decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del
cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca...
Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de
un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma
idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica,
incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas
la frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la
cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-¡La del Sagrario! -murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la
Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en
una idea.
¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-;
¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus
garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la
Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo,
¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y
pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas
sobre que se asienta la ciudad imperial.
III
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al
entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive,
con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden
con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde
con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío
como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea
remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que
los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus
artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo horror
que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de
la tierra.
La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo
debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora
que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan
profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que
sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de
tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata;
cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los
órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más
profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al
sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena
con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la
catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se
había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del
altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para
cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido
como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción,
se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del
crucero. Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra
una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse.
Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada
inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente,
llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:
chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la
fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya
cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se
comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen
sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera
grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas
imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día
por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se
habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el
suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con
una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves
como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de
los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y
sus machones de sillería.
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando
por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas
quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la
oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro,
parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó
por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había
sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un
movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo
arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y
Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los
demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de
luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo
de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos
ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le
miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se
rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los
reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras
veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas,
trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas,
pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y
alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube
de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y
sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía
aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente
carcajada:
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
El caudillo de las manos rojas
Tradición india
Canto primero
I
Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve
con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira, a la gentil Kattak, que duerme
a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa
sobre un nido de flores.
II
El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla
del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los
objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
III
Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos
suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos
misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y al morir el
astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la
tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la
improvisación de una bayadera.
IV
La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con
él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus
muros, al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes,
a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
V
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la
muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con
la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su
puñal de mango de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka,
rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los
señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI
Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del lucero del alba,
ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el
resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas
cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué aguarda?
VII
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras
los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que
la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la
solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso
Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación
comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus
manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el
primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de
la pelea, ni en la presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él,
temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman
al verse, y caen el uno en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus
ondas las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el
Golfo al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con la
felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos,
cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
IX
Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se
disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos
amantes permanecen aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y
sus juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal, y retrocede
diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal
damasquino.
X
¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan
en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme
al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan llamas pertenecen a un
hombre, y aquel hombre es su hermano.
Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba
desterrado de Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la
mano sobre el ara de su Dios.
XI
Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la
mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos rivales se contemplan un
instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se
lanzan el uno sobre el otro como dos leopardos que se disputan una presa... Corramos un
velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de
luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande
Espíritu.
XII
El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras,
ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en
pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el
pavimento de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen
una sola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de
júbilo a los ecos de este solemne cántico?
XIII
Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en
la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un
frenesí terrible, corre a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las
manchas desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a
teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con
un acento de terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído
sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una
mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de señores, sombra de Dios e hijo de
los astros luminosos, por la muerte de su hermano y antecesor...
Canto segundo
I
-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el fondo de mi
corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de
señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el oro, los
placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la mano, y al tenderla para asirlos,
¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es espantoso!
II
Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y torciéndose las
manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el humo de los pebeteros
embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre
diez pieles de tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines
por siete veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El
Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito lúgubre y
prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que golpea su frente con dolor
al escucharlo.
III
Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de záfiro y entre
nubes de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar, cabellos de ébano y
cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles que
refrescan con sus alas los cansados párpados de los justos, no pasan como una tromba de
luz y de colores en el sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan bramando sobre las
oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas y confusas de desolación y
terror; éstos son los fantasmas que engendra su mente durante las horas del reposo.
IV
Por eso el magnífico señor de Osira puede gustar la copa del beleño con que los dioses
brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las puertas al día, se lanza del
lecho, se desnuda de sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y depositando un beso
sobre la frente de su amada, sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose
hacia la parte de la ciudad que domina la cumbre del Jabwi.
V
Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba en sábanas de
plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las
guijas y las flores para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas del Jawkior. Una
gruta natural, formada de enormes peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve
de taza a estas olas en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen
dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta,
el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje grito d e los
cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.
VI
Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le siguen, y
emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que, serpenteando entre las
rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro
con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su
recamada túnica, del amarillo chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia
su vestidura por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las
fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas
que el resto de los hombres no comprende?
VII
No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus
dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los
bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y
alfombrando el lugar en que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de
lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de
ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la conciencia.
VIII
El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente; sobre
su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que
brotó de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú, cuando
desterrado de los cielos venía a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de
aquella época remota, un brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo
sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una
venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX
El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad han consagrado
sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano, cuyo origen envuelve
un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la
gruta de Vichenú. Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil
soles, aseguran que en su juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y
la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a la
llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento, y
que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros.
Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas de un
brahmín.
X
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se sienten con el valor
necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio
contra los males desesperados; una revelación para conocer el término de las empresas
arriesgadas; una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de
éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves
expiaciones que los aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar
sus remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para que la
pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.
XI
Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente,
hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre, suspendida de las ramas de
una palmera, para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el
mango de su yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso,
que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario
aparece. -Elegido del Grande Espíritu -exclama al verle el caudillo, inclinando la frente-,
que el enojo de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de
los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-, ¿qué me
quieres?
XII
-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo
abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las
penitencias que me impusieron han sido inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón;
el fantasma de la víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el
rumor de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los
astros y en las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este
crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya
desaparecido -exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al príncipe,
que permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.
XIII
¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te conozco, pero sé
quién eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín
prosigue de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los
párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del
agua sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga de
aire frío y silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de
sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis
huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra tan pesada
como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.
XIV
-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer que
desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no
podrá borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida para expiar este delito, y
Schiven está airado, porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que
a él sólo está encomendada. -Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me
protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres
lunas? -Sí. -¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has dejado de cazar
durante nueve días? -También. -Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se hallaban en el
fondo de la misteriosa gruta.
XV
Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea confusa, y el
príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se
precipitaron en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales
desconocidos y fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el
sol y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la
sangre se helaba al escucharlos.
XVI
Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino marcado por Schiven con un
sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube
por las orillas del Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta
encontrar sus fuentes. El remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la
cordillera del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el
más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas.
Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá
acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.
XVII
¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul y que en la sola
compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas
de Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él:
Pulo-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros
luminosos.
Canto tercero
I
Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e
inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos
cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como
las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus
templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario
de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de
Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.
II
También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dheli, concha
que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de miel y flores al genio
protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de
todos los puntos de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los
bosques y las arenas del Océano.
III
Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá
enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos
que han apagado su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya
mansa corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads,
bosques sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de
los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros
países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del
Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.
IV
Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las pruebas,
atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que
produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices
que se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan,
llevando a Siannah sobre sus espaldas.
V
El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su
trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad
corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros;
entre las brumas del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus
cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.
VI
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la
ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas de un penachudo
talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan
las arenas cruzan diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de
oro y azul, de crespón y esmeraldas.
VII
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas
de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren,
produciendo al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una
tórtola. Al agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de
esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de
satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido
héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un
panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y
sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la expiación, próxima a
satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de un color vivísimo; después
va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por
último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el
labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.
VIII
El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las
rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el
mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito
breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el
aire, brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada
respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado
con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?
IX
Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a
contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con
ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del
vacío a sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo,
océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las
regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen
en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y
huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.
X
Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de
unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a
expirar sobre una playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo de tu
respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que murmura palabras
desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas
horas sin nombre que precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios,
volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi
espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía,
que hasta el aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su
túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?
XI
Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su
pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una
estrella en un lago. -Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese
alejado por algunos instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra
causa la muerte? -Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a
los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a
conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo, en tanto la
contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.
XII
-Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya
sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco,
aun cuando ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No
sé... la sombra de este bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir
cuando el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y
la luz comience a palidecer. -Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus
ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.
XIII
-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y puro otras
veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea... Siannah, voy a dormir, cántame
algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una
esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
I
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con
sangre.»
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan entre la nube de
polvo que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»
«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el
chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea.»
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas se templa con
sangre.»
II
«Allá van semejantes en...»
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama
el príncipe- no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces?
¿Será que ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de
guerra no se han hecho para que los recite una hermosa?
XIV
-Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los címbalos alzan las
vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras. -Pulo... -Canta, no temas;
yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de
las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente como una ola que
se hincha coronada de espuma.
LA VUELTA DEL COMBATE
I
«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia de su adorada.»
LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el
sudor y el polvo de la gloria.»
EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en ellos la
muerte en una copa de rubí.»
II
LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!,
¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar con tu
aureola a los que arden en tu llama.»
EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡esperanza del
guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los dioses, para poner
una guirnalda de rosas sobre la corona de laurel del caudillo.»
III
LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que
busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi corazón, rebosa en
él y enciende mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se
confunde ante mis ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué
espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?»
EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»
XV
El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para combatir las
funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran
llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.
Canto cuarto
I
-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y
agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de
un licor soporífero. -¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser
para que sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los
hombres y el de las almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la
tierra hasta que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?
II
Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen: -Hace algunos momentos
pensaba en llevar a cabo la destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la
muerte; mas en vano buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso
antagonista, le defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos,
cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De repente oí un
zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un joven planeta se adelantaba
hacia mí, trazando su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por el
boa.
III
De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él
como los círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido ardiente y
luminoso, rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su gloria parecían
insultar mi terrible poder. Levanté la mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas,
lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo:
verás a Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros,
volviéndole a la vida.
IV
He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y
ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas,
y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del
sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de
acero y pesan sobre el corazón como una montaña de plomo.
V
El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano
escondido entre la flotante sombra de los áloes.
El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y
confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones
de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación
débil y sobreexcitada.
VI
La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe
descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento
general, y por último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como
una losa fúnebre sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que
contiene su misterioso vaso de ópalo.
VII
Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del caudillo
permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se reviste de una forma
imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le esperan las
creaciones del sueño, que le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la
idea: visión magnífica, profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la
tradición la conserva, la visión del caudillo.
VIII
La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas ramas del
boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en
que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en los
abismos de las cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con
los sordos mugidos de la tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso
murmullo de las hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y
estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.
IX
Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no hubiera podido
menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse,
equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas
de sus antepasados, que rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la
muerte.
X
De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente
en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario para arriesgarse en sus
agrestes y enmarañados senderos con una noche tan terrible.
XI
Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes.
Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso. -¿Oyes -dice al
príncipe,- oyes esa voz que resuena en la espesura? -Es el viento que azota los palmares responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los
añosísimos troncos de áloes que bordan las lindes del sendero.
XII
Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez más terrible. ¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -interrumpe de nuevo la
hermosa.- Es la lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando la flecha y cubriendo
a Siannah con su cuerpo. -¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor
nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.
XIII
Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el
arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con
el puñal en la diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos
pies yace.
XIV
La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del tigre, que en su
agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha
podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres
avezados a los peligros y a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco
estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el
príncipe levanta los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.
XV
La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y súbito
resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa
semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido
de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su vista,
quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se ahoga en su garganta, y caen a
tierra heridas de muerte por una mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y
retorciéndose como a impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el
suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los
cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al soplo del viento
suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden el color y la frescura,
arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase, al
contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal circulando en el aire, o
levantándose en imperceptibles efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la
atmósfera y con ella el mundo.
XVI
El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas partes le
persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el
sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas,
ir tomando, merced a una inconcebible transformación, las de una serpiente.
-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi muerte;
reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar
con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.
XVII
El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces
mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del
Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste,
presa de un vértigo, y con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus
momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y
desnuda por segunda vez su puñal.
XVIII
La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero
y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como
el de una palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas
escamas que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del
Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y comienza a
ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se
extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa
los de la serpiente.
XIX
Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de
Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin sentirse
sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj
de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de pie; la frente del dios toca a
las nubes, y su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al
ocultarse el sol en los confines del Océano.
XX
-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para qué subiste a la
sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias aguas de su manantial, si las
revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se
rompe la flecha sobre la rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el
rubor de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este
modo:
-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué
me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano
de arena que cae en la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso
el solitario del Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.
XXI
-Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había logrado
merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -exclama el príncipe.
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y abandonando las
orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus
costas duerme en el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu
glorioso antecesor, cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes
invencibles. Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un
cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los
fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.
XXII
Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su
voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una
noche estrellada y llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.
El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece desmayada y oculta
bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito
de sorpresa y ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.
XXIII
En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste, convulso y pálido
aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la
encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su alfombra de
colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza
a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos
y perfumes, juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las aguas del
Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan
un himno melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que despiden
al día con un dulcísimo y triste adiós.
XXIV
-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde
estás que no me oyes? Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién
te arrancó de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!,
vuelve, vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin
lágrimas.
XXV
Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí, corre de nuevo
a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su
nombre cien y cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes,
las estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras
otras rodeadas de un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.
XXVI
-Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la boca de donde
parte:- ¿que vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho, se detiene
sobrecogido y escucha estas palabras:
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho,
la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para siempre, y encontrarás de nuevo a tu
esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira; los dioses
descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos
del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había aparecido en sueños.
Canto quinto
I
El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el
genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche
por su vida hasta dejarle en Kattak.
II
La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden el rocío en
una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y
las crestas de sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de
combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una
columna de aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando
sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los brahmines,
para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.
III
Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del reino de
Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido entre su esposa y su
conciencia.
-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia
del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que
conservas cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los
hombres, no interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi
vida y las garras del tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo,
arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano que los
dirige.
IV
El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose por la cumbre
del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos
pies, recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a
la cima de las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades,
cuyas plantas besan o azotan las hirvientes olas del Océano.
V
Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y malezas que
crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre
del promontorio.
En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una hendidura, y en el
fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos
ojos que brillan en la oscuridad con una luz fantástica.
VI
-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo
de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres
siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la
destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados
por el fuego del día esperan las gotas del rocío de la noche.
VII
El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y,
después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y
con la frente humillada en el polvo:
-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de la India y
protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El
templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que
se empezarán las excavaciones.
VIII
El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al pie del
promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al término de su
descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin
abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y
cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el
alado guía se aparta de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano
cenagoso y cubierto de juncos verdes y altísimos.
IX
Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario
de brumas, antes que descienda a su sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa murmura la
oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las
flores que se abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las
aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que
nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los
produce.
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la noche se ha
apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi
vista.
El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy
sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada. Temerario valor
juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer;
si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a
cada paso que doy temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e
inmóviles.
X
-No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros desde su
elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a
atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en
el templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de
Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron
entre las sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los predilectos
de Vichenú.
XI
Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie
de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa,
que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de
mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.
XII
Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso
rey con la sonrisa en los labios:
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de peregrinos? La fama
del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca hasta los más remotos confines del
mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de polvo que se
aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz terrible:
XIII
-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las
armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de
la terrible y bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el
enemigo que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No
importa; veremos si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos
años de acostumbrarse a huir.
XIV
-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco y el escudo,
desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con
sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su
misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de
triunfo prorrumpe a voces:
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore,
desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el humo! ¡Ánimo; nuestro país
es libre!
XV
En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano llamar en su
socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y
cae a tierra muerto y con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se
adelantan al bélico y rudo compás de sus instrumentos de bronce.
XVI
Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a las altas torres de
la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al
que responden en la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.
XVII
-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate? ¿Por qué no
vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi
dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se
encuentra el señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.
XVIII
Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros y elefantes de
guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del
combate y de la muerte. Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero;
el templo de dios es presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus
inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.
XIX
Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus temblorosos
círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el casco de los valientes que
habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre
y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo
interrumpía el imponente estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las
silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del
fuego, rugía en su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa época nadie osa
poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un
templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.
XX
Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento combate en
que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las bayaderas al son de los
címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima tan ardiente a sus
ojos, cual la que entonces rodó abrasadora sobre su mejilla.
XXI
El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales, encenderse una llama
ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más
lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se levanta un grosero
sepulcro formado de piedras toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante
fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene junto a los troncos de los árboles, y se
multiplica subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado
resplandor?
XXII
Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te protege
sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la rodilla, que tu padre va a
dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de la noche, del pantano y de las sombras
de los valientes, al sitio en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y
silenciosas hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.
XXIII
Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama roja, que
lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.
El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.
De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya falda duerme el
viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.
El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas
de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave
pendiente que conduce al término de su peregrinación.
Canto sexto
I
-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices más
celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las antorchas
durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de
estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudos y
sonoros golpes del martillo.
II
Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de
admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las
tempestades, como en las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam,
cedros en Katay, elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países,
y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los
astros, flotantes moradas de los genios.
Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que
concluye con el triunfo de aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen impulsados por
una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino.
III
Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un
arcano!
Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de seda y oro que
cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera
caído a sus pies no le asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos.
IV
El peregrino ha desaparecido.
En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el
informe busto de un horroroso ídolo.
La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas pesadillas, el
insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible.
V
No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en cuyas
facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la
salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca
escultura, que sin concluir aún se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de
infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su
dilatada boca está contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.
Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.
La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.
VI
Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta
voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que aún me restaba se ha
desvanecido como el perfume de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate;
levantad el ídolo que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de
los himnos del luto y el clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su
hermano, y con él mi vida.
VII
Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su llamamiento, se
apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de
luz; los guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de
marfil ahuyentan el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente
comitiva que conduce al dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda,
del seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos
lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que solemnizan su
victoria.
VIII
El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora con la primera luz
del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas
lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la
esencia de la mirra y del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido
la frente con el amarillo chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas
vestiduras está de rodillas ante el ara.
Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los genios, han dado
posesión al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.
IX
-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la cólera de los
dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis
manos, que desde la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas,
están manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a
quien arranque la vida con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación,
me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad.
Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer
de la tierra.
La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose
hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe
ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.
X
-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis culpas
apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero
concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la contemple un instante por la
postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren
mis párpados a la eterna noche de la tumba.
XI
La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y
arroja un grito de horror.
Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre que brotó de su
herida saltó humeando al rostro del genio.
En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el
recinto en que se eleva el ara de Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir.
-Y expira.
XII
Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la hermosura y del amor,
la que formó Bermach en un delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de
Nepol, la flexibilidad de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la
luz de un diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un
lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través de
su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero vuelve.
Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el cadáver de su
esposo.
El rayo de luna
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo
que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que
acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito
esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.
I
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una
trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un
punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo,
donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y
los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una
piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su
madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de
la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra
de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas
del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en
contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos
fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte
estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces
hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un
mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de
poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores,
que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una
luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas
sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la
lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los
vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban
lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía
en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas,
imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales,
palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres
un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra
porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a
la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo
lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético
insomnio, exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible
que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda
sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas
regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su
hermosura?... ¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí
lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.
II
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas
de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios,
cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus
históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus
muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas,
los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas,
en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las
plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus
galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas
trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías
calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de
césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y
en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el
penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un
columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la
ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores
apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y
transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el
puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se
destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el
horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente,
estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía
desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y
ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un
momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que
había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco
soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que
yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
III
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer
misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre
los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se
precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como
un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas
parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!,
por aquí, por aquí va -exclamó entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el
crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como
un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra
vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las
ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho;
pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es
una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla,
otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se
movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego,
firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma
perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre
aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya
deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y
desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río,
llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez, desde
esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del
Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre
las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al
tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que
se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda,
la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus
más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo
la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del
ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla.
¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que
habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las
puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se
retrataban sus pardas almenas.
IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo
de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía
albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el
barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un
silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de
un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando
hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían
los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón
desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada
momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a
otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al
detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas
ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada
y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se
reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un
punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio...
por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde
pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de
sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas
imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó
la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre
cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los
goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un
manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de
dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a
Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue la salutación que,
sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle
un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz
entrecortada por la sorpresa:
En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de
nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad
reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su
esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche
he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene
encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el
que le causaron estas palabras.
V
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que
he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco
de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo
extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar
delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me
están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de
sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo,
acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi
corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles
de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he
gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado
agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote,
que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido
como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el
del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de
poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la
noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan...
Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros,
muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par
que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera
suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos
ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un
misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de
los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que
piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un
espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir
conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con
todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe
si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras,
se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos
desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un
castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales
había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en
su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atrevesar
absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se
perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
VI
La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto
del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas
columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún
no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco
de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se
detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor
nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los
síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada
sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había
brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde
bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea
gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota,
apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad?
¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de
hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y
marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el
trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no quiero nada... es
decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad...
mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a
nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar
un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario,
se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.
La cruz del diablo
Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
I
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas
orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de
nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual
se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y
nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana
de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar
su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún
remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de
Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente
del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y
carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas
trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina
le sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi
escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de
las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin
forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad
de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi
espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente
pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de aquellas
oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que cuando más
tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y
semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con
violencia por los hombros.
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de
terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el
fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación
enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con
estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de
verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga
en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz!
¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del
demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él
prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le
preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta las
estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de
nuestra iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios,
está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del
diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como
una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi
imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me
expliques este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras,
se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de
suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban
lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los
paradores de Bellver.
II
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando sobre
los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según la
hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora
lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor
del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia
de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de
consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al
coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de
este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la
mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas pertenecían
en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más poderosos,
cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio
durante algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte
del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos
sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de
jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a este
pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad
detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus
vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo
alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter,
lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover
guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea
feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos
en una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su
seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su
sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas
no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de
grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya
más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres,
desapareció de la noche a la mañana.
La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si despertara de una
pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del
pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino,
ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas,
temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este
nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en
las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados
chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que
viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del
cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele
decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar
mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos,
que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la
guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una
media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían
redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los
condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una
encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de
acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el
señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se
preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a
todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la
noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.
Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un
solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se
repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa
orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias,
que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que
reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el grueso
tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y protegidos
por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a
punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado
con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a los
muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las llamas,
dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban
aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas brechas,
chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del festín, era
fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía
entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros
compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a
enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las
mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el
rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en
cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus
antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del
señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del sol,
o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban
entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en
voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos,
y el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más
que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como
decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo
que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a fin
de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago
y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en
día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño
fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya
vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se veían correr,
cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces
misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos
aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no se
hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses
desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios,
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos
del castillo.
Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados
puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron por
ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear
los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero,
no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran
arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos
festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de las profanadas
iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones
nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los
bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su
misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía resolver
hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor feudal había
desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen
afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con
una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta
y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se
distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor
del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo
de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis
deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin
recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos
jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la
promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en
suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y
poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto
de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de
ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y
escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado castillo
del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse
defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que
iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa
sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí
con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez,
habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de
repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que
de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta
mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros, determinados
a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer inmóviles al ver
adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura completamente armado
de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el cual, desnudando su
montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y poniéndole sobre uno de los
carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda,
semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del
Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le
proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la
cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir a
través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la
siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe
marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni las
lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en
nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando
las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los
ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los
gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni
participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las
piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego
enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas
víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un
resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el
mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin
arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al suplicio;
pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no cesaba en sus
desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no
acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con aquel
orden de cosas, cada día más insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en
una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y
ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables
consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los
vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la
misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran, conoce
al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se
emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la
roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí,
no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración que les
hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que San Bartolomé había
hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían
concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus
habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una
poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni
nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que
gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como se
refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la
multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la
prisión. La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se
juntaron en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de
comparecer ante sus improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por
sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento,
pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero
debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente
multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado
a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente
vestido de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo
de admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se
abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura,
objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados
muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro
penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos le
habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado
pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el
desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se
creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras
muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo
esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo
sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las
altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que
componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron
el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se
limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo
menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida
contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar
los vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces
a insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose
sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le abrió
violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que
permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída
sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se
estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido sordo y
extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron
tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a nadie
cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la muerte del
señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa
armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa
hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos
días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse,
era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la
ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse
en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud
ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con toda
la solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un
hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos
circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la
armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide
de las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el
pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se
encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les
hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea
en contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías
me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez
altas razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la
inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel traídas
del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si misterio en
ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada
puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;
arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un día
y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí
mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé a
las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que
todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca
lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí sola,
y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundo
silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían y chocaban
al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus
hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que
después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la
mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando sólo
que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras,
al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando
hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal
concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad,
pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva
persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus
perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era
ya muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una
horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda ocasión
de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos de luz, se
encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones
por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la
armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al
piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse
de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el
fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen las
diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios
llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y
profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos
saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas
rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían
crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su
señor de aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma
para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que
veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y
gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la
cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una
convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por
desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía
en zigzag como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último,
vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le
presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios,
ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las
severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el
invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse
sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su pie
después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su camino
para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.
Tres fechas
En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante
algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto
insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches
de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se
hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera
podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de que se
cierren del todo mis párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último,
indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro
disparatado, pero original y acaso interesante.
No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así,
impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos
sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de
epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo
reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en
fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías
de la imaginación.
I
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella
de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia a los
ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las
costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más
insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un
tarjetón con este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que
estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano
demoledora y prosaica.»
Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, achatado y oscuro,
que sostiene un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual
crece la hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un
penacho de pluma.
Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo
ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo
pendiente de un cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio
y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras,
desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están
construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones
groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillos, y tienen un arco árabe
que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho en un paredón grieteado, y
un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún
orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas que son un
modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las
extravagancias de un período del arte.
Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana
gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores, la de más allá unos
pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos
fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.
El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí
habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un
convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la
torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas,
civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí
todo lo que se encuentra en esta calle: calle construida en muchos siglos; calle estrecha,
deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación
tomaba un saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin
consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de
líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que
cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de
San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al
convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona,
sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás
de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni
aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de
una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad
desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.
Una tarde sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos
altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden
ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado
de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique,
recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como
contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una
maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de
granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca,
ligera y transparente.
Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más
poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al notar que cuando volví la cabeza
para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando
a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla,
o más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella
ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía
asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa
calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la
ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.
La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me
pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que
pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido
de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en
aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel
de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las
manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas
del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo
con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál
era el color de sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa,
alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me
parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy
corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio
gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar
mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí
seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma
aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y
cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras,
y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo,
saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la
colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté, una fecha. Es la
primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.
II
Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres
o cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y provisto
de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando
que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en
sentido inverso, los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a
Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me
llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de
nombre.
Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la
mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística,
encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin
salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de
estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles
llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores
de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían
identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto
quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados
por sus ondulaciones, crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de
gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin
nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del
aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que
vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los
otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y
arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar: donde iban formando capas en las cuales
hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe,
pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de
musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de
tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían
a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una
mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes
arrojados a granel, y que, examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños
fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que, reflejando los rayos del sol,
fingían todo un cielo de estrellas microscópicas, y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas
de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su
mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado
yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y
digno de estudio.
Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados
dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a
las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos
con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados
vidrios de las pedradas de los muchachos.
Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde
algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de
musgo: un paredón altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y
balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando
ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a
trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre
el cual corrían algunos tallos de enredaderas.
Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al
penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo y
suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama,
el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más
caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los
que se levantaban a su alrededor.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle; y sentándome en un
pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me
apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas para
conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de
aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis
lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que,
leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles,
al menos de la totalidad de su conjunto.
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas enforma de herradura; sus muros
engalanados con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren
sobre una franja de azulejos brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por
un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y
caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas
vidriadas, verdes y amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos
se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas
con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán,
bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque
desordenado; todo deja entrever el lujo y las marañas de su interior; todo deja adivinar el
carácter y las costumbres de sus habitadores.
El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años
comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los
mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se
derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una
cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de
trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus
almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías,
en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones
oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un
salón gótico severo e imponente.
Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una
comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la
ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías: entre dos
arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes
crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando
unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y
extravagantes que pueden concebirse.
Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo
misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y
vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos
de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a
las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los
grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de
ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de
espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la
oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos
lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.
Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el
edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.
Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los
tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su
guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas
crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y
sus silbos extraños y agudos.
Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido
únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contraste, de poesía y de
recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en
vano, describir con palabras.
Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las
más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente,
cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos
silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos
ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo,
recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los
sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente
sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o
mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las primeras y las que venían
después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la
hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue
manantial de placeres: luego... qué sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y
tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y
sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el
libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con
trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos; monjas
altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros;
damas de perfil puro, de confinente altivo y andar majestuoso.
Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas, no pueden
recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la
palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos
para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte
nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me
puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por
uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se
había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me
saludaba a mí; no era posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo en la
plaza.
En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del
mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de
asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de
la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga
inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné
aguardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra
fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un
momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.
III
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo,
transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su
recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después con menos
frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces
que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.
No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma
española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las
calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.
El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente.
El cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más
antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas
calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya
palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La
atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.
Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil
confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el
espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un
monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa,
en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo
ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.
El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y
había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y
penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí
por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al
punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis
lectores.
Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido,
como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más
triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la
causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al
contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces,
había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.
Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío
que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una
campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le
acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a
voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como
acometido de un vértigo.
Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como
la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce
por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como
llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes,
semejantes a la risa de una mujer loca.
A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir
también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.
Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y
pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba
entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de
cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la
iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de
columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y
de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar
mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de
angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con
molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se
veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas,
semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una
arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro;
otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua
tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen
vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de
colorines.
Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica
en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que
la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de
los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde luz de mil
colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas
de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de
otros cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las
rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado
recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras
que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos
velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles
reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a
punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel
momento las gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado
que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas
entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas
que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer
de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y
dilatando la pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo
del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse.
Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que
luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de
sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por
la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un
crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro,
como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las
sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos
acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban
los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que
besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.
Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la
de la virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse
de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda cima de
una montaña, un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya
parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco
prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire
cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus
formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse
hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y
ligerísima.
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que
alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su
cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte
de la ceremonia.
La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían
los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que
las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse
aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.
Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro
sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida
comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un
chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió
de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos
rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron, y
todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos
como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los
ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las
ojivas.
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de
un claustro gótico.
Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron,
por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera
sus broches con mano trémula de emoción y cariño.
El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin
duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el
umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como
un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo, puñados de
flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los
sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos,
acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor
que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.
¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces
plañideras y dolientes.
¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en
tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se
oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa
sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi
alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una
madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por
donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar; y que sólo pueden concebir
los que lo han sentido...
Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí,
cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le vistió el hábito, las monjas
tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron
como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral que se había
abierto. Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar.
El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo,
tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la
conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los
recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del
todo la memoria.
Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un
vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las
campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso,
el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las
campanas de la torre comenzaron a repicar; volteando con una furia espantosa.
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor
buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al
mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
-¿La conoce usted? -le pregunté.
-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
-¿Y por qué profesa?
-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el mismo día, del
cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor Deán le dio el
dote para que profesase; y ya veis... ¿que había de hacer?
-¿Y quién era ella?
-Hija del administrador del conde de C.... al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que brilla en la
oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre
sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí
comprenderlo...
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo
escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.
Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he
preguntado:
-Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de
primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados
retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la
penumbra de un claustro gótico; la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de
una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de
estas fechas?
¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?
El Cristo de la calavera
I
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de
la religión había apellidado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus
reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los
atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la del Cambrón, o en la
embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco
grito de los centinelas, anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su
pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército
castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las
huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos,
hasta que, llegada al fin la víspera del día señalado de antemano por S. A. para la salida del
ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los
anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin orden ni concierto,
se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, quienes,
éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos
saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en
los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra, que
entonaba un juglar acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero
conchas, cruces y cintas tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas
de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la
pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de
amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto
imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban
los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces
descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y
sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los
lejanos acordes de la música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar,
ofrecía a su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso, más deslumbrador y
magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos formando un intrincado
laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos
salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado, con mil colores
diversas escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y
escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sin número de lámparas y
candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y
enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían
los ojos, se veía oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas
con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de
rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil,
colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres
turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda,
borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de
filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar
con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado
real, llamaba la atención, por su belleza incomparable, una mujer aclamada reina de la
hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían
adoptado por emblema los caballeros más valientes; cuyos encantos eran asunto de las
copias de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber; a la que se volvían con
asombro todas las miradas; por la que suspiraban en secreto todos los corazones;
alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su
señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella
noche.
Los que asistían de contínuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de
Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter
altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste, animado con una
sonrisa que había creído adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola que
juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo
favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo,
entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y
rendimiento, dos que al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de
los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna,
valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama,
llamábanse Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un
mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un
secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso,
pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales en existencia en
sus acciones y discursos.
En los torneos del Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les
había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, la habían
aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y
aquella noche, impelidos sin duda por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas
y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un
instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha
de frases enamoradas e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en
torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa, objeto de
aquel torneo de palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos
o llenos de intención que, ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda
de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar,
para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más
crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si
bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros
relámpagos de los ojos, imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía
comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se
disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del
respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con
intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los
perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras
duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de
seda, y cayó en la alfombra. Al verle caer, todos los caballeros que formaban su brillante
comitiva se inclinaron presurosos a recogerle, disputándose el honor de alcanzar un leve
movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una
imperceptible sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés,
que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en
servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el
guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían
haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante
cerca de sus pies, ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al
incorporarse cada cual le tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en
silencio con la mirada, y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de
levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el
murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa,
que en el alcázar y en presencia del rey podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos,
de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero
temblor nervioso, que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una
repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a
agruparse en torno de los actores de la escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en
prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando donde refugiarse y evitar las
miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura;
los dos jóvenes habían ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la
una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar
instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió
respetuosamente el grupo que formaban los espectadores, y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo
que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos
de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir el
contacto de la del monarca, y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el
brazo de una dueña, parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento,
aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra ocasión donde al devolvérsele, os
lo devuelva manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a
impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de
los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo,
cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse
brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un
desafío a muerte.
II
Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los
curiosos de la plebe que aguardaban con impaciencia este momento, formando grupos y
corrillos en las avenidas del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los
miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una
animación y un movimiento indescriptible. Por todas partes se veían cruzar escuderos
caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas
llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos
de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de
plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos
paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía
verse a la multitud, que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados miraba
desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión
de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las
altas ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre los apiñados grupos la última
cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones,
perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y
torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela
de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último, o el
ruido que producían las aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la
escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después
de tender la vista por todos lados como buscando a alguien que debía esperarle, descendió
lentamente hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a
su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la
plaza se veía una sola luz; no obstante, allá a lo leios, y en la misma dirección en que
comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó
distinguir el busto de un hombre: era, sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con
tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse al Zocodover era
Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona
del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que saliendo
de entre las sombras de los arcos que rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval.
Cuando los dos caballeros se hubieron reunido, cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-Y ¿adónde iremos?
-A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse
y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las
estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como
esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen
en átomos de niebla y se confunden en seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un
lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan
profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse
antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con
ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones
estrechos y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz
pequeña y moribunda, en torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad fantástica
y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos
parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que
le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y apresurando el paso en su
dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor
enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo
defendían de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo iluminaba
débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual
colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares,
formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de Cristo, quitándose
los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una
ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y
dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se
habían tocado los aceros y antes que ninguno de los combatientes hubiesen podido dar un
solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la
oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento y al verse rodeados de
repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas
de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada,
volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo volviendo
a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los
aceros se tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma,
permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope mirando al farolillo, que
espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando
una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies
del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a
los devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz, próxima a morir, luce y se oscurece a
intervalos en señal de agonía. Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a
colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió a
rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos
el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval que
parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y
tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla, ambos
jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus
manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y
por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la
muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se
disiparon.
¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo,
asombrado como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere permitir este combate,
porque es una lucha fratricida; porque un combate entre nosotros ofende al cielo, ante el
cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con
una fuerza y una efusión indecibles.
III
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de
muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la
escena que acabamos de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que
un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus
manos. Vamos en su busca; que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso,
cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores
mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de
la guerra.
-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en
cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de
Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus
hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en
las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas
al llegar a aquel punto, un ruido particular llamó su atención y deteniéndose en uno de los
ángulos, ocultos entre las sombras de los altos machones que flaquean los muros, vieron,
no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre
que se deslizó hasta el suelo con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca,
doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas
frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas;
pero deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se
hubieron de encontrar con una cara de asombro tan cómica, que ambos prorrumpieron en
una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche,
resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas que
se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes
que marchaban a la guerra de moros teniendo a su lado a las damas más principales de
Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se
fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión que la
de costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una
sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las
ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los
ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar
aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando
chispas de fuego de sus brillantes armaduras, y envueltos en una nube de polvo, los
pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al
saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos, todo lo
adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima
de despecho.
La corza blanca
I
En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía
retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de
haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al
alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de
su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre
de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res
en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada
por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar,
recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente
con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras
más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo
alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que
agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de
una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por
entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del
riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su
caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al
hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.
-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros de
don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a
esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual
puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad
picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber nacido en
Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo
que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por
dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser
Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo
más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo
para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha
sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas
se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la hermosa hija de don
Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad
por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en
donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para
disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por
su nombre, acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza
pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y
torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente
calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los
ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un
rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su moral,
podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que
le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como
buen rústico.
Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y
con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los
detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a
la que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar
explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de
Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus
estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor
una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí
estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus
recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera.
-Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho
para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y
muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar:
que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.
Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni
por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y a fe, a fe que después de
todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción,
buenos Evangelios llevo cosidos a la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces,
no me será inútil el garrote.
-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal,
que amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada
de un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban a
desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los
cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas
al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de
no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después
de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la
tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:
-Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de nosotros podemos
asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres
o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse
de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del
Romeral.
-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba
con la tropa.
-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los
chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca,
el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse
el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude
distinguirla ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río,
como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de
chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de
los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más
particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la
mitad de la palma de mi mano sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación,
dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un
precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos
don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a
esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se
encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.
-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no
que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían
de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un
poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí
percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me
incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez
sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas
y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al
de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en
bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que
crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a
un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, enteramente
a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca,
delgada y vibrante, que dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir...
dijo... claro y distintamente estas propias palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!
Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya
contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando
rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en
comenzar a reír y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida
circunspección no pudo menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza,
la cual cada vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una
loca hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido,
parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él
tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo
descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los monteros notando la
creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña
de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después de escuchar las
palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que
las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en
donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los
lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la
blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas
carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del
preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea
que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de
los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que
empiezan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya
sabes el remedio: Pater noster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne
de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno
de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos,
comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.
Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya
pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a
refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que
andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a
los unos para que soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y
saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.
II
Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo
servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase
acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de
sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta
de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides
de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en
las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la
exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle
valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos
aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase
su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o
maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de
mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la
incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un
corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular
por su belleza y sus raros atractivos.
La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este
sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas,
parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana
de Veratón no era tan limpia de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su
tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en
estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo
una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la
conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del
Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por
último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en
aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso
origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el
padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra
sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo
había preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza,
la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas
costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche,
siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus
convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a
persuadirse que su señora era algo especial y no se parecía a las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único
que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no
pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que
abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más
absurdas imaginaciones.
-No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es
un completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un
poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía
mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas
tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá
algo de verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el
mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las
cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese
coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a
esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente
para tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por
lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de
su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose con su hija a la
mesa.
-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se
encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.
-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-; desapareció de entre
nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la
cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado
un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo,
como aquí, sólo me ocupaba el serviros.
-¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad que la
corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran
haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San
Huberto que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.
-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro a sus
palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate de cacerías
nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples,
y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre
Esteban.
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera
que le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no me he visto nunca con el
diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo
podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero
deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te
ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las
manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que
un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de
ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en
romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través
de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado
mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos
a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre,
Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto
que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal
encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad del joven
montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando
se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la
gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo
irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su
propósito o desistiría completamente de la empresa.
-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario, es verdad lo
que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la
punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar
la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban,
debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por
detrás de los cercanos montes.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito
para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá examinando las
trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las
curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se
encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a
cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado
en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las
sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose desde allí
bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre
murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar
que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces
que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas
ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las
madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del
remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno de su
flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un
relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el
punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente
un gran espacio de tiempo.
Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad,
comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de
las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en
que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel
punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones,
comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos
tomaban formas más leves e indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el
sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó
profundamente dormido.
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta,
disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente
entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de ese estupor del
que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir
un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o
cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y
confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de
una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en
silencio.
-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -exclamó Garcés
restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había
creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la
imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha
expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que
embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó
a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire,
del agua y de las hojas cantaban así:
CORO
«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el
amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se
mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un
poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en
tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a
escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo
nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas,
saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo
con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz
sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y
maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que
turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de
las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse,
había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase
de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y
riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó
en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las
corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra
por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar
en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo
suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más
seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate
a golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las
mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y
después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia
adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la
ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el
objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de
asombro.
La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba
inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto,
abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos como a través de una
gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas
mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan
de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus
formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y
voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a
transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación
de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que
se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo
suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las
muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y
salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen
como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre
las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio
abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos
círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un
sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de
plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún
al borde del agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume
de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas
danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer
atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo con el pie en alternada
cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada
los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose
con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un
cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el
fondo, donde permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas
flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde
fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y
rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a despojarse de
sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble
don Dionís, la incomparable Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito
ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y
engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del
desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se
convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas
pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y
abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y
sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que
sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de
las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas
manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con
dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la
verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a
los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras
comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodia dulcísima.
CORO
«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla
plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de
nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en menuda
lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de
insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid
de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su
voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con
mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la
margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en
torno suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas,
sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una
por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo
correr la trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe
dejándome entre las manos la mejor presa.
Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado
entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en
vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a
herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con
un grito, diciéndole:
-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al
suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y
estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado
aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago,
riéndose de la burla hecha al montero.
-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo la
ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído
fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a
perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al
que siguieron después unos gemidos sofocados.
-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si
será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en
la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos.
Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en
su garganta, y tuvo que agarrarge al tronco de un árbol para no caer a tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia
sangre, entre las agudas zarzas del monte.
La rosa de pasión
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una
muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos
que iba arrancando uno a uno de la flor que da a su nombre esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca,
os conmovería como a mí me conmovió la historia de la infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.
I
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi
escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y
blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica,
tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno
engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante,
todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando
cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico
entre los truhanes del Zocodover las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás
pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta
diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su
tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes
salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo, y su
mansedumbre a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus
vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su tugurio; en vano los
pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los
nombres más injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el
dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía
eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se
dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y
aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas
brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito
de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación
alguna de que se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos de vivos
colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros
toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de
mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de
esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los
ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel
ajimez, único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija
predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por
casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a
su yunque, exclamaban en alta voz admirados de las perfecciones de la hebrea: -¡Parece
mentira que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados
de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su
ardiente pupila, como una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus labios, encendidos
y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de
una hada. Su tez blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un
sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce
tristeza de las inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca
esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la
habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores
y a los consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de
quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón
de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin un día, cansado de
sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que
su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y
le dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo y,
sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que
tu hija está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este punto, el desdeñado amante de
Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir palabra, y bajando
otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al
oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo admirado de que sus
sospechas primero y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de
dejar a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con
una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente
fuese repitiendo su labio las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, al
orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro
cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! -continuaba siempre hablando para sí
y siempre riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal
con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué
quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe
guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees tú por
ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante... que
bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es
posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual
cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú
que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso?...
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé más que tú, que
nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a
nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos
horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus
trabajos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la
tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió
al que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez que en aquel punto cayeron de
golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.
II
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las
tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la
lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un
rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la
Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de
Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo: interrumpido a intervalos, ya por las
lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del
alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba
entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía
amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las
rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla,
bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros
conducen al río, a una persona a quien al parecer aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda
revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con
Satanás, qué todos acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada
bueno, cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San
Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma,
que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando
Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo
saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a
la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron
alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre! Parece que esta
noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche... Yo
no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un
profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No hay duda -pensaba entre sí; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso
que yo sepa adónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría
perderle.
Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que la
preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor
glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas monedas a su conductor
y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas-,
¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la izquierda. Después
el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se le
vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras
y cortadas a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro,
su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último
desapareció entre las sombras de la noche.
III
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del
Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la
Cabeza del Moro, existían, aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia
bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales
y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una
columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y
grotescos, e informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros
laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le
había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que
debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas
ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no
era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y
redondos ojos, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud
como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y
parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros,
disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación
de la espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible
el yunque en su covacha de Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo
que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la
mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo
infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por
levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los
zarzales o aplastaban sobre una piedra las puntas de los enormes clavos de hierro. Una
idea espantosa cruzó por su mente; recordó que a los de su raza los habían acusado más
de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño
Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el
vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles
instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe
inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse
a la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba,
presentose de improviso en el dintel del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso
hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca: -¿Qué buscas aquí,
desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el
baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el
sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano a
quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-, Sara, eso no es verdad; tú no puedes
habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad
que los has revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un
padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por
redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra
hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en
boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y
derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu
infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla,
exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su
religión y a sus hermanos.
IV
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a
gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los judas de
paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones,
Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa
en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el
yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no
volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de
azulejos de colores.
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces
nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor
extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros
de la derruida iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden
que se hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella otros tantos atributos divinos
como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años
con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho
bastante común, se llama Rosa de Pasión.
FIN DEL TOMO PRIMERO
Obras completas de Gustavo Adolfo
Bécquer
TOMO SEGUNDO
Creed en Dios
Cantiga provenzal
«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón de Fortcastell. Noble o villano,
señor o pechero, tú, cualquiera que seas,
que te detienes un instante al borde de mi sepultura,
cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»
I
Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes
sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre
clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al
atravesar el quebrado valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y
habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo,
oídme.
II
Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las
colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre,
forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en
una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas
del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme.
III
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra
humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut
a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os
inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro
mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las
margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.
IV
Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado
por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes
a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes
la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la
piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último
barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.
I
Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo,
tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía
que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una
serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda
hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin
entre unas zarzas.
-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus
servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa
de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre
las breñas y se remontó a las nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos años
después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a
un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de
sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba
de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa
sagrada que no maldijese.
III
Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la
lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos
envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un
venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su
carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada en
sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir
al Papa la absolución de sus culpas.
-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no
he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí
para distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a
contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona,
y que si muero a tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu
nombre y hacerte expiar tu crimen.
-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-.
Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido;
porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo!
¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas,
que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.
V
Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los
pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había
armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando
una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera
del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo,
y gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la
deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus
servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.
VI
-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el
estribo ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas -le
respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de
oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al
aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la
cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por
entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus
servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el
cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la
ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos
matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance
de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e
internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos
los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su
agilidad maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que
fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso
bufido. -¡Muerto está! -exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por
la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde
huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer
en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó
sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada nariz
cubierta de espuma un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a
acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.
IX Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus
blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus
servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó
los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. -Le seguiré a
la carrera, aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y
disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se
entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro
un corcel negro como la noche.
-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo.
El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una
manera extraña al presentarle la brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble,
un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los
oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape;
pero a un escape tan rápido que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado
por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel
corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde,
sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus
vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una
mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él
completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y
aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante
su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos.
Valles angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían
arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de
verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas
calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones
de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un
cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos
al pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica
carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que
producían los cascos del caballo al herir la tierra.
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os
maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo para sorprender
vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del
sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la
veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto
como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de
la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré
un punto de la verdad a sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el
vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había
creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación,
turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir
del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un poder
sobrenatural, que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas
oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se
iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes
centellas, próximas a desprenderse.
El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y
encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los
espantados ojos de su jinete.
III
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al
huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando
chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un
formidable ejército sobre las alas de la tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar
de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde
cuya cima le contempla el atónito peregrino.
IV
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de
cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la
superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de
fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde
su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco
iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del
segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas.
Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le
cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con
lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas
de Abril.
Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas de
gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo
de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las
portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano
copiar de sus sueños el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines,
con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los
altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías
celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios,
la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.
VII
Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen María. El
ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La
eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso
santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como
la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus
huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu
divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera
compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño,
revolotean en derredor de las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos
que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los
lamentos que creemos que nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las
vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas
palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de
los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que
palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero
no oyó la suya.
IX
Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y
roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones
de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en
una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora,
sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose en aquel
océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles,
que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la
espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples
alas y prosternados a sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante
retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente
que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido,
como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de
sus labios.
I
La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre
cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo,
incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo
sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí,
donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había
arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el
lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana
distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.
-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió al fin a
la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su
castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche. -Mi castillo está lejos y
estoy cansado -murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se dirigió al lugar. Llamó
a una puerta. -¿Quién sois? -le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió, y se le
rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de
Montagut. -¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-;
¡Teobaldo de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a
sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas
llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas
almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de
hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía
lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de
granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo,
parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave,
solemne y magnífico.
-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de
un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-. ¡Aquél es mi escudo, grabado
aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domino, el
señorío de Fortcastell...
En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en
su dintel un religioso.
IV
-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.
-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio del
Montagut.
-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?
-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan,
se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes
soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están
aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?
-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio-; yo soy...
un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad, y a
pedirle que lo admita en el seno de su religión.
La promesa
I
Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las
lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos
para caer en la tierra hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para
mirarla, y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se
apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos
árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de
luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente
sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las
mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y
entrecortada y como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible... imposible!
Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió
con acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante,
hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de
Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que
va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano
oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las
paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su
mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las
poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: -¿Dónde está el escudero
favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus
bufones dirán en son de mofa: -El escudero del conde no es más que un galán de justes, un
lidiador de cortesía.
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los
de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en
un sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a
alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi
nombre oscuro...
El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará
feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca
y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo
es más limpio y más azul que el de Castilla.
Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que
puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y
firme-. Ve, ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última
vez en brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:- Ve a
mantener tu honra pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los
árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla
de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde la
aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a
Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver respondió Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros y has de venir
compuesta y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo
y que tus amores se van a la guerra.
II
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el
campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que
llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el
pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos
vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá
formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos
esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a
sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con
pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y
gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las
brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda
la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en
voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de
moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus
huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus
escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre
un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de rico-hombre con sus motes y sus
calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y
rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la
tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus
pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó
a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados
de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer
los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas
de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y
lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo
formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con
gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y
seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa
vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como
herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era
Margarita, Margarita que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy
temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la
corona de Castilla.
III
El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus
jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de
Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la
ciudad de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil,
pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el
espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de
cuanto hay a su alrededor.
A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que
en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su
cabeza la explosión de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y
consume? Triste vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando
todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si
corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los
ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto,
yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como
si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su
inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le
dijo con voz grave y reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora
he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede.
Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el
infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.
¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de
Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo
más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó hacia el grueso de
la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis
manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.
Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas
picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos: el caballo estaba a
algunos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando...,
créeme, no fue una ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una
fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó
milagrosamente.
En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto.
-Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron-, ibais solo,
completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel
no obedecía al jinete.
-Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la
imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné a ver la
misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas,
desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes,
estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La
he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una
saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena
entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de
mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche.... ahora
mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su
señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz
profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará
vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de
consuelo.
IV
El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la
margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso
horizonte, se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por
encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca
ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve,
los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban
chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de
los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época,
había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la
Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también;
llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas
y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos
partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o
símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las
calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados
que hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado
a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de
alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les
escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de
ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de
saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la
multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas,
las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos
de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los
gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestres de campo, llenando
los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras
una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados
grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su
vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un
sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la
conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente
menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas de las
baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje,
mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora
diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes
capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores
picarescos con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros
se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de
Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey
Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de
enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la
mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las
mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España: joyuelas,
cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores,
comenzaba éste a templar una especie de bandolín o guzla árabe con que se acompaña en
la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y
con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos
cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa
y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo
estribillo.
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña,
el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que
embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se
titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio,
pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
II
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que le ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que la echaban,
la mano no se cubría:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de
curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se
encontraba el romero, y cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y
convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable, esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara y se refiere a
una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido
que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso
un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.
V
En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a
Gómara, he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña
ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de
Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que
cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al llegar la
primavera se cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.
El beso
I
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la
histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las
poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar
para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de
Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las
comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias
consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde
tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,
envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles
que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el
ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales,
entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de
que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos
treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía
colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la
mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras,
enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos
prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o
en medio de una plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento
aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San
Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince
húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o
cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la
provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y
dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el
extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De
todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a
cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron
en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la
negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula
ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al
capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el
farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los
soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco
menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a
pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para
penetrar en el interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las
naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del
sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó
una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó
echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como
mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor
pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los
religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos
adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de
luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en
varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y
largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la
largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e
inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el
mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de
catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa
más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los
ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los
soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus
espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los
caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que
estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por
todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco
en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la
vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de
forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y
echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el
mismo rey José en su palacio de Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a
poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas
vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que
tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor
de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo
largo del pórtico.
II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como
extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del
arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón
destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que
dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de
artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la
vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la
monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los
ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia
del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la
llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de
conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a
sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al
día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra
cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a
pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la
conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos
modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero
suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la
plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra,
luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí
con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose
al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron
casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la
curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su
carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y
preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las
novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o
ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado,
esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el
inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal
talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada
iglesia, le dijo con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido
gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una
mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién
venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más
soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que
no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es
todo lo que se llama una verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y
como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras
mientras él comenzó la historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas
de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e
incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció
un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un
moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa
endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo
han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los
necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una
vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido
sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa
extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez
del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán
sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se
dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los
vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas,
sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual
demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su
intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble,
su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi
era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la
adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba
respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un
espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de
la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba
verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto
lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar
a broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella
mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni
verme, ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-,
porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro
prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la
peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un
verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra
disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de
sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una
verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han
enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la
losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un
éxtasis de místico amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de
Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche
comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente
en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué
diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya
te tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin
embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de
mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda...
Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido
que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación
del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron
los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán,
recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A
propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne,
verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como
sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres
exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y
cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral
anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el
último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco
habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel
punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar
las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de
color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles,
agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo
las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de
su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de
cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo
lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y
espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-,
que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha
dificultad se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un
tercero arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh,
muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña,
y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la
sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al
pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con
aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte
de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer
o la disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el
ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que
hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un
cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que
al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio
que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis
conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación
de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de
un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la
imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el
deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de
este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al
capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas,
descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir,
pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran
Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña
Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer
más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el
principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose
alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del
espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido
y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados
a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones
báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las
palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de
doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la
embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se
transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como
murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que
cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se
ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis
en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la
estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales
hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a
un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán,
balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa
estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti
un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y
mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de
soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte
botellas...: ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor
que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver
cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado
con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras...
Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los
guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y
dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin
hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le
cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un
pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera.
Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra
hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida
que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una
exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y
transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de
alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más
realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de
carne y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en
una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas
hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el
cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me
quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta
con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi
frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por
un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que
parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama,
y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un
beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como
fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de
broma y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a
la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror
en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la
cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña
Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa
bofetada de su guantelete de piedra.
El Monte de las Ánimas
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido
monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo
que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a
escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la
cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire
frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y
demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en
el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del
Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará
la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana
en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año
que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y
mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de
Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz
y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento
ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez.
Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la
ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla;
que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó
por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese
monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus
placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las
severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a
los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se
acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte
quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un
sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de
tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo
monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la
campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus
sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los
ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro
día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos.
Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él
antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo
del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la
cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras
calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio
de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de
damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento
azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz
seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso
miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los
espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias
de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se
encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de
Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te
gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en
aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a
añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al
separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al
templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta
tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso
estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada;
mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida
compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de
manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven,
que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día
de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin
añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las
viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios
de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se
celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él
clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un
pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar
alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después,
con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema
de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una
indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-;
en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman
el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates,
como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de
mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son
despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus
costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida,
y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa
banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A
qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San
Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos
cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede
helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el
torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa
adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz,
que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego
del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera!
¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo
menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie,
se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no
en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún
inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó
querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La
hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó
atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba
en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se
retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera
haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y
encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de
los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió;
se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la
campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas
pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento
gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían
crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su
habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un
lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el
silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos
de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de
ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya
aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un
momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar:
nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se
movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada,
oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso
azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de
terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí
misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era
una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas
pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi
imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o
hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su
lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la
cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un
rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y
las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las
ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a
Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros
rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz
clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de
sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se
desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto
sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a
buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de
Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del
Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de
las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los
labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche
de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir,
pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los
esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la
capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre
osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y
desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba
vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
La cueva de la mora
I
Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a
cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe,
célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y
memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que valerosamente
clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.
De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya
han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas
crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se
ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre
cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro;
más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era
conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba
entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me
pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas,
dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de
un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de
algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.
Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo
alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las
orillas del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie
de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos
matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello
que me pareció cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos
vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía
entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y
del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en
dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas
ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno
de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual
debió de servir para hacer salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre
allí inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí
de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que
andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de
pedirle lumbre para encender un cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de
Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las
viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la
cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de
alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo como asombrado al oír mi pregunta-.
¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un
ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El ánima de quién?
-El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y
se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica
de agua.
Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del
castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna
historieta; y como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de
labios de la gente del pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos,
en los mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.
II
Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por
los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban
desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río
Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y
prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su
piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en
el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi
milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el
ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la
llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una
profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a
disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía
noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan
superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus
encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora
imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía
los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario
de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y
compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el
mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que
guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de
vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero
después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella
arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro
de una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la
hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las
murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes
de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes,
repuestos del pánico de la sorpresa.
Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una
mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los
enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía
bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la
morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas
a grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en
tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se
levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se
apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una,
dos y hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente
para hacer capitular a sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero
sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la
cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su
conducta, juraron perecer en su defensa.
Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La
embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el
alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había
logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe
mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo
entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó
sobre su amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas
fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio
de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como
movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a
descender hasta llegar al fondo del subterráneo.
III
Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y
dijo: -¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de
sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas
palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El
valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez
rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para
saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el
casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la
boca de la cueva y bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su
amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos
en la dirección en que oyeron moverse las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo
y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de
sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado
que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le
ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres
morir en mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo
desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza,
sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del
Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y
siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada,
que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos.
El gnomo
I
Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían
cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre
algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo
alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío
Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la
boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado;
después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le
faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie
contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a
cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando
estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con
que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el
sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por
momentos a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez
obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y
sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que
comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen
a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para
escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os
daré en su lugar un consejo.
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es
para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará
el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el
señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el
tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de
ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando
algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo,
acompañando su acción con un gesto significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las
amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los
mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros
hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de
sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a
loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el
agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor
que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna
vez os sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que
las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y
burla tornaron a insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con
tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos
comerán acaso los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en
rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no
sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los
lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres
solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche
bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura,
y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los
árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan
esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan
cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las
noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre
estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la
Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente
naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más
peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las
jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en
las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de
los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras
preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la
cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco
sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de
nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que
habitan es horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca
de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto
ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el
secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento
con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna
adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un
resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes
allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo,
la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían
jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y
plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras
preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y
diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no
supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al
contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se
percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel
laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y
murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar
la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo
había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua
coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo
sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor
crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas
como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad
discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez,
pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y
pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre
la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en
forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y
retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz
del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus
fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan
después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron
sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene
algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para
esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra
y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de
objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de
perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas
cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar;
tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y
todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que
parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió
que así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por
oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo
silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente
entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el
silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas
riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que la
avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de
aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a
apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en
aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del
hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del
aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la
campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la
Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de
aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un
gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre
sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que
produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la
inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos,
prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y
la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron
devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío
Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual
tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia.
Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del
lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un
momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de
la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar
a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para
protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la
maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud
propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba
Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando
llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal,
Marta dijo a Magdalena: -¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de
la fuente?... -Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? ¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que deseo
creer.
II
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez,
vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por
caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el
peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño
entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la
miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda
emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan
en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión
de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca.
Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se
la vio llorar y reír a la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase
que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro
de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos.
Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y
cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un
manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada,
pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus
sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas
habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido
confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias
que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un
egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba
a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus
pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del
corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer
enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un
mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en
la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que
necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas
guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera
hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas
muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del
objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo
abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena
de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en
guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y
próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y
después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el
Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas
piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó
un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al
otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la
pastorcita: -Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te
lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.- No
cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le
mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la
pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo
de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo
secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos
enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado
por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus
noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de
esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas
del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que los había
referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en
todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto,
tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana:
-¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: -¿Vamos a la
fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta. -Marta
exclamó al fin con un acento breve y áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos
clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.
III
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La
última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar
de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada
cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La
fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga
alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se
escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas
cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de
percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el
ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera
campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la
soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la
oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos
eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al
hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a
la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de
sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y
uniforme.
Marta y Magdalena se prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies
como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba
para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel
sonar eterno del aire y del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una especie
de vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por
completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y
confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados
como los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se
repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden
ni sentido, y por último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los
árboles y el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré
tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo sombrío de mis ondas ¡Mujer!...,
óyeme, que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en
tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y
murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un
vértigo, como flotan tus palabras indecisas!
Habla misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente
que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su
maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las
futuras creaciones.
Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el
espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y
traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre
las flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en
balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía
comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida
cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me
figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe
entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas
movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina
inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un
sin número de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he
unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de
las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte
cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud
de las siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena
con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras
de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más
que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del
alma y la vaga felicidad de sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente
para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales
brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del
cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: -Esos son los nimbos
de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron
a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y
osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la
esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para
revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de
altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar
palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con
los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del
mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se
quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus
humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que
circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones
etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu
alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo
alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura
para encontrar amor y sentimiento!
Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante
de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que
ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo
subiré a las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz,
semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña,
y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba
brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los
pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en
prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus
extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las
escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas,
sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a
paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga,
que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua
siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.
IV
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda
la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde
de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse.
Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el
Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto
de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta
última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido
a penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.
El miserere
Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en
revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones
dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados
a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a
veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas,
mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los
triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una
jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la
atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas
las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no
alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un
poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras
italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere,
había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos
servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y
de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin
discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y
todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda ,
recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre
inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio
traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de
esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan
con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y
proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se
hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de
su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria
gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de
seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero
convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde
mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al
hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta
continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle
a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento,
cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en
una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David,
el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi
único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a
contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si
logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy
seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los
nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán
conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor
la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después,
exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos
dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban
círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este
país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme,
ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis
oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué
Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-.
Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el
ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero
tan verdadera como al parecer increíble.
Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el
horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que
digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que
parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual
desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más
adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor
de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había
transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de
perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves
Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a
comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la
iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.
Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde
no se sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las
ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de
peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo
cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos
a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva
su memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar
luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música
extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del
aire.
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en
el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su
misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el
romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con
ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la
de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como
ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero,
levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la
puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el
Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el
pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos
pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por
arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas,
y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte
que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon
alrededor del hogar.
II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco
en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia,
llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se
deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes
machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin
embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había
dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un
castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas,
todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre
las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho,
que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de
un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban
sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los
jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas
sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos
murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del
romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en
que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores
seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido
nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos
segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de
maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad
mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se
escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban
las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados
antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los
muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse
espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase
aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico
que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte
contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la
inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a
piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó
intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara
se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series
de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus
columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera
confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves,
que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez
más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su
fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que
reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente,
despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de
las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras
cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron
arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y
agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar
por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una
desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y
penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne
prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus
voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se
alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el
monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y
el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y
algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco
de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey
Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera
del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten
de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las
facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus
dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar hasta
la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se
levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad
entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los
lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias
de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y
fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe
la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro
relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció
bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola
luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el
cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno
de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica,
como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron
con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego
había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas,
pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando
a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un
asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que
borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta
abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad,
por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en
el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía
como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el
asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas
con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban
sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al
llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a
aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre
se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el
Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva
hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra
vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre
una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea
Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí
con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?
La arquitectura árabe en Toledo
Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de Ismael habían ya
recorrido una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta persecución de estos
guerreros apóstoles de falso profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un gran
pueblo, y el Asia y el África se unían por medio del lazo de las creencias, santificado con el
sello de las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península a las huestes de Tarif y la
monarquía gótica cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.
Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el
reino. Como es indudable que a sus conquistas presidía un gran pensamiento, el exterminio
no siguió de cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones con que aceptaron la
rendición de un gran número de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales dejaron a
los cristianos, prueban claramente que antes trataban de consolidar que de destruir, y que
al emprender sus aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de combates sin
fruto y de triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas
ofrece muy raros ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por
los árabes en la larga carrera de sus victorias.
Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio
que agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras
arenas del Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la
inteligencia que habían recogido en su marcha triunfal a través de las antiguas naciones,
comenzaron a fundirse en su imaginación en un solo pensamiento regenerador.
Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones de vida nómada, no había encontrado un
momento de reposo. Primeramente pone su movible tienda, ya al pie de una palmera del
Desierto, ya en la falda de una colina; después se hace conquistador, y derramándose por
el mundo, hoy sestea en el Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer levanta su
campamento y le sorprende el sol con el nuevo día en Europa.
Pero el momento de recoger el fruto de sus conquistas, la hora de recibir el precio de
su sangre, tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus leyes, y con ellas sus
costumbres, comenzaron a dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo de sus
aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor, y la sociedad que comenzaba a constituir
puso el pie en la senda del progreso a la que llamaban su grandeza y su poder.
Como es de presumir, el arte no existía aún entre los sectarios de Mahoma; pero el
desarrollo de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad. Y decimos una
necesidad, porque es digna de ser observada la influencia que las creencias religiosas
ejercen sobre la imaginación de los pueblos que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera
ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de todos los países, y no se podrá por
menos de conceder a esta influencia la gloria de haber dado, a cada una de las naciones
que civilizó, unas costumbres en perfecta afinidad con sus necesidades, y una arquitectura
original en maravillosa armonía con su culto.
Los adoradores de Isis, los sacerdotes de sus terribles misterios, después de poblar sus
altares de locas e incomprensibles concepciones, crearon el arte egipcio con sus esfinges
monstruosas, sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El pensamiento de un
mundo viril y grande se halla grabado con sus caracteres indelebles en los colosos del
Desierto.
La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación poderosa y sus imaginaciones
ardientes, alimentadas por una religión todo maravillas y mitos emblemáticos, ahuecó los
montes para tallar en su seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La extraña y salvaje
poesía de los Vedas parece que toma formas y vive cuando a la moribunda luz que se abre
paso a través de las grutas sagradas se ven desfilar, confundiéndose entre las sombras de
sus muros, las silenciosas procesiones de monstruosos elefantes, guiados por esos
deformes genios que despliegan sus triples miembros en semicírculo, como las plumas de
un quitasol.
La Grecia coronó de flores sus divinidades, les prestó el ideal de la belleza humana y
las colocó sobre altares risueños, levantados a la sombra de edificios que respiraban
sencillez y majestad. Basta examinar sus templos, ricos de armonía y de luz; basta hacerse
cargo de la matemática euritmia de sus construcciones, para comprender a aquella
sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó la libre imaginación por medio de los
preceptos del arte.
La arquitectura árabe parece la hija del sueño de un creyente dormido después de una
batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión que con tan brillantes colores pinta las
huríes del paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir las confusas ideas de mil
diferentes estilos y entretejerlos en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones no son
más que una hermosa página del libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y
estuco en las paredes de una mezquita o en las tarbeas de una aljama.
La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis y las fantásticas visiones de los
eremitas. La luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro misterio se dan la mano en
ese poema místico del sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad Media prestó sus
severas y melancólicas tintas.
Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absolutamente original y completa; sus
obras fueron modificaciones, no creaciones, porque, como dejamos dicho, sólo una nueva
religión puede crear una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de imaginación
suficiente a concebir un nuevo arte. Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado
en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver galvanizado del Imperio, eslabón que en la
cadena de los siglos unió por algunos instantes el mundo que desaparecía con el que se
levantaba.
He aquí por qué dijimos que, derrocada en nuestra Península la raza del Norte por la
del Oriente, el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo del arte una necesidad.
El secreto impulso que lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia del genio
ismaelita; pero aún se encontraba muy distante del término de su carrera, por lo que en los
primeros pasos se limitó a satisfacer sus necesidades por medio de la imitación.
En este punto, como fácilmente se comprende, comenzó la primera época de las tres
principales en que puede dividirse la historia de la arquitectura muslímica toledana, época
que a su vez puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y otro de lucha entre la
idea original y la influencia extraña de los diferentes géneros arquitectónicos que se
amalgamaron entre sí para crear el nuevo estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo
cuanto permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.
Pocas son las muestras que nos quedan hoy de ambos períodos, pues habiendo
desaparecido la grande aljama o alcázar de los reyes moros, como asimismo la mezquita
mayor, sobre los cimientos de la cual Fernando el Santo levantó la iglesia primada, sus
obras de mayor importancia, y, por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan fuera del
alcance de nuestra crítica. Sin embargo, basta examinar la antigua mezquita que es hoy
capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María la Blanca, la de San Román, y
algunos otros restos de la arquitectura de los árabes toledanos, para poder señalar, hasta
cierto punto con exactitud, los caracteres que la distinguen.
Obsérvanse en ella restos de las construcciones góticas como capiteles y fustes de
columnas empleados en las fábricas, que, para atender a sus primeras necesidades
erigieron los sectarios de Mahoma después de conquistada la ciudad.(2) La forma de los
templos guarda, por lo regular, bastante analogía con la de las basílicas cristianas,
hallándose compartidas en naves como éstas, y comenzando en la cabecera algunas veces
con ábside. Los arcos que soportan las techumbres de las naves son redondos o de
herradura, observándose asimismo, hasta en las construcciones más primitivas, el empleo
de los arcos dúplices en la ornamentación de los muros.
Los fustes de las columnas que sostienen las arquerías de estos edificios, son unas
veces de mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre gruesos y pesados. La forma
octógona, que en algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres distintivos de este
período. Los arabescos o adornos del gusto árabe con que embellecían sus obras son
escasos, toscos y casi siempre imitación o copia adulterada de los adornos propios de las
órdenes de arquitectura que habían visto al pasar, triunfadores de los pueblos que
amarraron a su yugo. En los capiteles imitan las formas griegas, aunque modificándolas
más o menos, según el capricho de sus autores; en la ornamentación, el bizantino es uno
de los géneros que presta con más abundancia sus caprichosos adornos al arte de los
muslimes.
El segundo período de esta grande época de nacimiento y desarrollo de las ideas
originales y propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en Toledo cuando a principios del
siglo XI Abu Mohammad Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de los Beni Dz'en-non,
erigiendo a esta ciudad en capital del reino nuevamente constituido. A este tiempo
perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita mayor y la grande aljama, edificios
de los que, como de otros muchos de la misma edad sólo nos quedan vagas y confusas
tradiciones, unidas a alguno que otro fragmento.
Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda mitad de la creación de su arte, los
alarifes mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración y la influencia de otros
estilos, llevan una considerable ventaja.
Las alharacas o adornos de follaje con que cubren los capiteles de sus columnas, la
archivolta de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las adarajas o lacerías de sus orlas,
y el menudo almocárabe que sirve de fondo a su ornamentación, comienzan ya a
determinarse y a tomar un carácter propio. Nótase este adelanto muy particularmente en
los edificios árabes de este tiempo que aún existen en varios puntos de España. En Toledo,
como ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de estos dos períodos, y
especialmente del último, se conservan.
La segunda época, la época de virilidad y esplendor de este género maravilloso y
delicado, comenzó a florecer en la ciudad imperial después que Don Alfonso la
reconquistó del poder de los musulmanes. Los alarifes andaluces que habían estudiado en
la Alhambra y en el alcázar de Sevilla, magníficos edificios en que el genio oriental
desplegó todo el lujo de su imaginación inagotable, se desparramaron en este tiempo por
la Península, y llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades reconquistadas, en las que,
así los árabes que aún permanecían en ellas, como los cristianos y los judíos que en gran
número se encontraban en las grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente por
espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura, ya para sus palacios, ya para sus templos
y fábricas de utilidad común.
Imposible sería describir con palabras la brillante metamorfosis que en esta edad
experimentó el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir tímidamente el sendero
de la imitación, ensayando con pobreza y miedo alguna que otra idea original. Sus formas
groseras y pesadas han adquirido una esbeltez y una gallardía admirables; sus arcos,
compuestos de mil y mil líneas atrevidas y nuevas, se sostienen sobre columnas tan
frágiles, que no se concibe que pudieran soportar los muros, si éstos a su vez no fuesen
calados y ligeros como el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas
combinaciones de sus lacerías se complican y enredan entre sí de un modo inconcebible, y
cada capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas magníficas creaciones, son a su vez
una obra artística maravillosa en las que otros detalles secundarios aparecen a los ojos del
observador y lo asombran por su delicadeza, su novedad y su número.
La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa María la Blanca,
los restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y otros muchos edificios, ya
religiosos, ya profanos, representan dignamente en la capital de Castilla la Nueva este
período de esplendor y grandeza de la arquitectura arábiga, cuyos rasgos más
característicos son los que a continuación expresamos.
El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos de herradura o
estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles ajimeces, sostenidos por
parteluces esbeltísimos y cuajados de ornamentación y figuras geométricas; arcos de
diversas formas, en los que se combinan de mil maneras extrañas porciones de círculo, que
dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas
con porciones de círculo; pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las
que también se usaron en algunos edificios del género ojival, construidos en épocas
posteriores, como en San Juan de los Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los
muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por los neskhi, de forma más
ligera y gallarda; adornos en la ornamentación completamente originales y propios del arte
arábigo, los que, aun cuando guardan alguna remota idea de los bizantinos, ya se han
hecho más ricos y elegantes; artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías combinadas
de cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso casi
general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores y formas,
adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en algunas cenefas de
las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros estilos, con la parra,
roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y
combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres
que, unidos a la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a
conocer este período a primera vista.
La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía
propia. Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el abandono de
aquella prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período
de gloria, y por la adulteración de algunas de las partes de que se compone.
El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la perfección,
comenzó a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no obstante, prolongó su
existencia; aunque trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el que el
Renacimiento destronó a un tiempo a los dos géneros, representantes genuinos, el uno de
la religión cristiana y el otro de la islamita.
¡Es raro!
Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos dramas
sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido,
si es que no hemos hecho un papel en algunas de sus escenas.
Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca
y esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo, que gruñía medio
oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la
Ofelia de Shakespeare.
Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.
De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia,
y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un
joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que
su aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía
seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el
grupo de las personas más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar
esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un
libro; yo lo he hecho, algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas
palabras, pues para el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.
I
Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en
cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que no pueden
depositar en nadie.
Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su
niñez; sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente y exclamaba
con un suspiro: -¡Ya pasó aquello!
Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la
explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que no.
Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle, la
verdad es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de pobres sobre todo, no es un
paraíso ni mucho menos. Andrés era, como suele decirse, de los que se levantan la mayor
parte de los días con veinticuatro horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál sería el
estado de un alma toda idealismo, toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea
de buscarse el pan nuestro cotidiano.
No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con los codos
sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:
-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un
perro siquiera!
Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que satisfacer
su hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en sus crisis llegó a cobrarle
cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos muebles que le servían hasta a la
patrona, que era su genio del mal.
No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue tal el
hambre, que las madres se comieron a sus hijos.
Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel día,
cuando se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una especie de lamentos,
como lloros de una criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos pasos más después
de oír aquellos gemidos, cuando exclamó deteniéndose:
-Diantre, ¿qué es esto?
Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y a quejarse.
Era uno de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.
-La Providencia lo ha puesto en mi camino -dijo para sí Andrés, recogiéndole y
abrigándole con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.
-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo.- No nos faltaba
más que ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde lo encontró, o
mañana busca donde acomodarse con él.
Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió de otras
doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros mil que es imposible
detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el cariño del perro; con el cual se
distraía como con una persona en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían,
juntos descansaban y juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del
camino de los Carabancheles.
Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros,
estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda la efusión de
su alma y como correspondiendo a las caricias del suyo:
-¡Animalito! no le falta más que hablar.
II
Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición, y
viéndose con algún dinero, dijo:
-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres
como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de
Madrid cuesta un ojo de la cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo! No hay
animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían
el uno con el otro y yo con los dos!
Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al
corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.
No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí
puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he
tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de
ellos.
Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en
aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y
descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte
que había de poner término, dentro de breves horas, a la miserable vida que arrastraban;
otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el
casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban
con horror. Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos
aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado
en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último, la
muerte, la muerte con una agonía horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!
-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su
confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una
contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces
inconcebible.
De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que
juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento
de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía
de ser loco o tener alguna enfermedad de muerte.
Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y mantenerlo?
El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven vaciló un
instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora
convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con
él.
Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.
Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.
-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.
-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.
El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo
que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó a
engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que nadie podía montarlo
más que Andrés; pero decía éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya
nos iremos acostumbrando mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de
tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no,
y a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido
como un huracán.
Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada,
que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape
entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro le acompañaba,
saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle.
Andrés se creía el más feliz de los hombres.
III
Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.
Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y se recostó
a su sombra.
Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad
una atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del aire como
armonías lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas de oro y flotan ante
nuestros ojos átomos brillantes de no se qué, átomos que semejan formas transparentes
que nos siguen, nos rodean y nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.
-Yo quiero mucho a estos dos seres -exclamó Andrés después de sentarse, mientras
acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba a su caballo un puñado de yerbas-
, mucho; pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado nunca; todavía me
queda por emplear un cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito
una mujer.
En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.
Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió agua. La muchacha se detuvo para
ofrecérsela, y lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente
uno de los más patriarcales episodios de la Biblia.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que hubo bebido.
-Plácida.
-¿Y en qué te ocupas?
-Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones
políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde lo
pasamos bien mal, con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma
y yo tengo que hacerlo todo.
-¿Y cómo no te has casado?
-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy
señorita.
La muchacha se alejó después de despedirse.
Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista,
dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:
-Esa mujer me conviene.
Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto hizo
conocimiento con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando
al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es
una de las mayores felicidades de este mundo.
Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su
país, fue obra de algunos días.
Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse los
ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre Andrés.
IV
Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche
creyó observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre
moldeando el ojo de la cerradura de una puerta del jardín.
-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano, donde había una
pareja de guardias civiles.
-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.
-Al pueblo.
-¿A qué?
-A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.
Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:
-Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.
Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra, vio a su
caballo, y acariciándolo le dijo:
-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás, que ayer te di un mate como para ti solo.
El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente
al sentirle alejarse.
Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.
-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole como si lo entendiese-: cuando vas al
pueblo, ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del año te van a dar
tal golpe, que no te quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta que yo me
marche -prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.
Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos del
perro.
Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando de
diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones, extrañó bastante
que no saliese el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si lo supiera, salía hasta
la mitad del camino... Silba..., ¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué diantres
será esto! -exclama con inquietud, y se dirige al caserío.
Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en
un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el
suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma,
atestiguan que se ha defendido y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.
Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un inútil
esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que lo acaricia y muere.
-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -exclama entonces con voz sorda y ahogada por la
emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba a él.
Sale de allí como un loco: llama a su mujer, nadie responde; a sus criados, tampoco;
recorre toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale de nuevo al camino, ve las
señales del casco de su caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree
conocer hasta las huellas de su animal favorito.
-Todo lo comprendo -dice como iluminado por una idea repentina-; los ladrones se han
aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se llevan a mi mujer para exigirme
por su rescate una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la salvación daría por ella.
¡Pobre perro mío! -exclama volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado,
siguiendo la dirección de las pisadas.
Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora, dos,
tres.
-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo- a un hombre a caballo con una mujer a la
grupa?
-Sí -le respondían.
-¿Por dónde van?
-Por allí.
Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.
La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba la misma
respuesta; y corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a la entrada, al pie de
una cruz que señalaba el punto en que se dividía en dos el camino, vio un grupo de gente,
gañanes, viejos, muchachos, que contemplaban con curiosidad una cosa que él no podía
distinguir.
Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:
-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la conducía, que
cayó aquí reventado de correr.
Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto su caballo, su
querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprevecharse
de la piel. No pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida, volvió a
asaltarle la idea de su esposa.
-Y decidme -exclamó precipitadamente-, ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer
desgraciada?
-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del corro -; como que yo les he vendido otra
caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer les importa.
-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que, sin
hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no se adónde.
Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de compasión.
-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? -prosiguió con sorna su
interlocutor-. ¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: «Pronto, pronto,
huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para
siempre».
Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los
que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.
Estaba loco; a los pocos días, muerto.
Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera
hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!
-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó el joven, que proseguía jugando con los
dijes de su reloj, al concluir mi historia.
Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire de
profundidad: -¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las últimas carreras, tropezó mi
Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna; la desgracia de aquel animal me causó
un disgusto horrible; pero, francamente, no tanto..., no tanto.
Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa y
ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.
-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi Medoro -dijo dándole un beso en el
hocico al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-: pero si se muriese o me lo
mataran, no creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.
Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o no
querían comprenderme.
Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser algo
más razonable.
-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.
-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía,
me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que por su publicidad
exigía una reparación por mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi
adversario, un chico excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar café
algunas noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer vida común con mi esposa, y me
dediqué a viajar... Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo
esto sin violentarme, sin grandes emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de
este ligero bosquejo de mi carácter y de mi vida. ¡qué le he de decir a usted de esas
explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece raro, muy raro!
Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía el amor
repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos, él mismo
servía con una fruición deliciosa la tercera taza de té.
Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo
para mí mismo..., «¡es natural!»
Las hojas secas
El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a
amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño
arremolinaba las hojas secas a mis pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que
van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba
a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de
levantar el vuelo.
Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto
le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos
fenómenos de la vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los
elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible
lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la
escueta llanura oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas
nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?
-Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de
entre el légamo y los juncos de la orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la
tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en
que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del
sol como un abanico de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por
todos los poros el aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del
añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un
espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos
retratadas en la temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las
ondas!
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños
círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de
ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes,
¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los
hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del
ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oírle, nos
amanecía llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que
resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la
alborozada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de
plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia
en las tempestades de verano.
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.
-Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría
despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol
poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se
levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del
agua y al pie del tronco que nos sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria. Ella era joven, casi una niña, hermosa
y pálida. Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? -Perdona este involuntario sentimiento
de egoísmo -le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por mí. Lloro la vida que me
huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores,
y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una
amada, ¡la vida es buena! -¿Y por qué no has de vivir? -insistió él estrechándole las manos
conmovido. -Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran
armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su
polvo y el mío ¿quién sabe adónde?
Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos
morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror
permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus
quejas.
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y
quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño
muerto.
Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos
oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas
larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la
noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos,
como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco,
desagradable y triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro
entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el
profundo surco de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga
peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las
aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos
amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.
-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la
que yo me detuve un momento!
-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo
viaje?...
-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento
estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!
-¡Adiós!...
Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en
confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.
Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no
encontraría palabras para decirlo.
La mujer de piedra
(Fragmento)
Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar el contacto o
el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan
las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres
positivistas, como una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que
visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los edificios que recorro, los rincones
oscuros y los ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba y la humedad
enriquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que
me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el fondo de
sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde ignorada en el santuario
de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo
arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las
hojas, y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en
todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia, y sólo teniéndola en
cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.
I
Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua
población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el
bizantino, amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas
más originales de la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de
cardo desenvueltas, contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco
picapedrero del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y
características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y
piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían interpolados con un
desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta inexplicable armonía, fragmentos de
arcadas románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos entrepaños dibujaban las
descarnadas líneas de los pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de
espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos
circulares combinados geométricamente, que se interrumpían a veces para dejar espacio a
la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado, enriquecida de
figuritas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. A donde quiera que se
fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía
el edificio, y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo,
imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y espíritu severo y sencillo
en su tosquedad, del primitivo monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la
fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre
bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la
cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando
sus muros que, ora se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras
algunas miserables casuquillas adosadas a los sillares, para asomar más a lo lejos sus
dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa
inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo
cubierto, que a manera de puerta unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me
encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la
antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del
jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella
plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del
templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual,
satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y
accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en que era
vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de continuo a la
mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que tengo que compartirla con
otros muchos. Por el contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha
pasado hasta entonces inadvertido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en
contemplarlo a solas, en creer que únicamente para mí existe guardado, a fin de que yo lo
aspire y goce su delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de
aquella plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su soledad
continua, el cubo de piedra flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de
granito, que constituían el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté una
sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la tierra, encuentra
inopinadamente un tesoro.
Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas
elegantes y airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por
entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de
imágenes, hojas revueltas y blasones heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y
luz que ofrecían los pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras
bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera
maravilla.
Largo rato estuve contemplando otra obra tan magnífica; recorriendo con los ojos
todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las
figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían
alternativamente entre los calados festones de las molduras. Una por una admiré las
extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar salida a las aguas
por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con
cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y
magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños,
simétricamente plegados; custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito,
desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí, las hojas y
los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del arte
ojival, ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la
profusión y acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor
establecido por los ignorados escultores, que siguiendo una tradición que arranca de las
logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda Europa. Heraldos
con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles
llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución
o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaban; pero entre todas estas
figuras una fue la que logró conmoverme con una impresión parecida a la que al
descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo
el interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más
bella parte del monumento; como pedestal de una estatua o marco de una pintura, del que
podía decirse era la pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y
poesía aquella selva petrificada y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de
acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes;
sierpes, trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas e inmensas.
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y
de las formas que armoniosamente combinados formaban un conjunto inexplicable; pero
no creo posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir a términos
comprensibles la impresión que me produjo.
Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazados de hojas y sostenido por
la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el
peso del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito que
cobijaba su cabeza, trasunto en miniatura de una de esas torres agudas y en forma de
linterna que sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su
frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de los cuales se escapaban dos trenzas, que
bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un
marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados, parecía arder
una luz que se transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las
facciones del rostro de un encanto suave, que penetraba hasta el fondo del alma del que la
veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de
sombras de deseos indefinibles.
El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, arrojaba sobre el templo el
dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón
de la casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a
ocultarse detrás de una masa de edificios cercanos; las sombras tendidas antes por el suelo
y que insensiblemente se habían ido alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo lienzo
subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera; la
silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se
desarrollaba a su espalda limpio y transparente, como esos fondos luminosos que dejan ver
por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura
comenzaban a confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las
figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencias, envueltas
en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.
Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en
la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo
tan extraordinario. Parecíame a veces que su contorno se destacaba entre la oscuridad;
que notaba en toda ella como una imperceptible oscilación; que de un momento a otro iba
a moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido,
al borde de la repisa.
Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una
confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes
masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir
aún la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una
manera muy confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque
cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas
sombras de las torcidas calles que conducían a mi alojamiento.
II
Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en aquella
población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo por sus calles,
nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las descubrí,
todos los días, cualquiera que fuese el camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel
sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como nunca pude darme razón, cuando
muchacho, del por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde nací era preciso pasar
antes por la casa de mi novia. Pero ello era que unas veces de propósito hecho, otras por
casualidad, ya porque a las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya
porque al caer la tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba
allí a todas horas, y me encontraba frente al ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras
amontonadas al pie del arco de la antigua casa solariega, y con los ojos clavados en
aquella figura que parecía atraerme con una fuerza irresistible.
Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas
como lo intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi mano, inhábil para
fijar el esbelto contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de
las estatuas griegas, irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie,
cuando más se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la
fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa, que, sin tener la idealidad de
formas del antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real en ciertos detalles, tenía sin
embargo, en el más alto grado el ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas
cayendo a plomo y vistiendo de anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando las
líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de
oraciones; y el largo brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse, y al
menos este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba como un fluido sutil un
espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida extraña, que no he podido
traslucir jamás en esas otras figuras humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas
facciones se contraen o dilatan con una determinada expresión y que, a pesar de todo, son
únicamente, al tocar la meta de su perfección posible, mármol que se mueve como un
maravilloso autómata, sin sentir ni pensar.
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había
existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen
delante del natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen
siempre algún punto de contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la
que así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el
dolor, la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. La cabeza
de aquella mujer rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin ser perfecta; ofrecía
rasgos tan propios como los que se observan en un retrato de la mano de un maestro, el
cual tiene tanta personalidad, por decirlo así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere,
se siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia, y esa suave
dilatación de los labios toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de
sello. La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una sonrisa
suya, que le daba tal carácter y expresión, que enamorarse de aquel gesto especial era
enamorarse de aquella escultura, pues no sería posible hallar otra perfectamente semejante.
Con los ojos entornados y los labios ligerísimamente entreabiertos, parecía que pensaba
algo agradable y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba por medio de reflejos
imperceptibles, como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un vaso de
alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer? ¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la
larga fila de graves personajes que rodeaban el ábside, había colocado en el sitio más
escondido, es verdad, aunque seguramente el más misterioso de toda la fábrica
arquitectónica, aquella figura que tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que
descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pero que no
ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles? ¿Sería acaso
recuerdo de una protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la
oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó
con un rey leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor, a la sombra de
un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de examinar las
tumbas con las estatuas yacentes de los ilustres magnates que en época posterior
restauraron la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En ninguno de estos monumentos
funerarios encontré un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de
la estatua del ábside. ¿Quién podría ser entonces?
Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los capiteles de los
claustros y en las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos multitud de figuras
extrañas, y que no obstante se refieren sin duda a personajes reales; indescifrable
simbolismo de los escultores de aquella época, con el cual escribían a la manera que los
egipcios en sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales, caricaturas o fórmulas
cabalísticas de alquimia o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a
deletrear esos libros de piedra, poco a poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y
accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el cual necesita mucho tiempo y mucha
tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una a una de las letras de
su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y meditaciones, yo había llegado por
aquella época a deletrear algo del oscuro germanismo de los monumentos de la Edad
Media; sabía buscar en el recodo más sombrío de los pilares acodillados del sillar que
contenía la marca masónica de los constructores; calculaba con acierto el machón o la
parte del muro que gravitaba sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en que se
grababan con el nombre de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la simbólica
estrella de cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el ibis de los Faraones. Una
parábola, aun abajo en el segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de las
costumbres, aunque ataviadas con el disfraz místico, no podían pasar inadvertidos a mis
ojos si los hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra
del misterio, sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban; por
más que trataba de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los capiteles y
franjas, algunas de efecto microscópico, y combinaba el todo con la idea del diablo que
abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la repisa, nunca veía claro, nunca me era
posible explicarme el verdadero objeto, el sentido oculto, la idea particular que movió al
autor de la imagen para modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de
realismo. Cierto que algunas veces creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había de
conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi fantasía, y por un
momento se me figuraba encontrar y ver palpable la escondida relación de los versos
sueltos de aquel maravilloso poema de piedra, en el cual se presentaba en primer término y
rodeada de ángeles y monstruos, de santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la
desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del genio florentino; pero
también es verdad que, después de vislumbrar todo un mundo de misterios como
iluminado por la breve luz de un relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y más
profunda oscuridad. Entregado a estas ideas, pasaba días enteros.
Desde mi celda
Cartas literarias
Carta primera
Monasterio de Veruela, 1864.
Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido
valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un
momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos,
charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida.
Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros
de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos,
antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al
volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que
estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el
fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno
silencio agrada y sobrecoge a la vez; diríase, por el contrario, que los montes que lo
cierran como un valladar inaccesible me separan por completo del mundo. ¡Tan notable es
el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al confundirse
entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!
Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La
Iberia; hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente la última
palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien
conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco
de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café,
único exceso que en estas soledades me permito sin que turbe la honda calma que me
rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que
lame los altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros
sombríos y medrosos. Una muchacha con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño
oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas,
sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro, que sube cruzándose
caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la
cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la
futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que me mira beber con asombro.
A estas alturas, y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda,
corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro,
que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil
chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del
fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La Tempestad, de
Shakespeare, o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones,
coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero la tapadera
de metal que golpea los bordes de la vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se
encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia
todo lo que me pertenece, no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes
limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre
aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden que
yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de
dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas
excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada.
Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y
amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul,
he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he
comprometido a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar ese océano sin fondo, ese
abismo de cuartillas que se llama periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas,
siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han
quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y
embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, que carecen en sí de
interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se
han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan
extraordinario y patente.
Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta
aquí, me han recordado épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo
que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios
bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de
haberme despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el
tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se
encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé en un
rincón, esperando el momento de partir, que no debía de tardar mucho, a juzgar por la
precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear
de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un
caballo de raza impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el
hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de
acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de
delante atrás y de atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió
arrastrándose por el suelo a lo largo de los raíles y arrojando silbidos estridentes que
resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se
experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes,
aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en
grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal
empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay
algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero
como quiera que aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también
es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota
la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había
a mi alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte,
creo que hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a
mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento
que hacia frente al que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su
amplia y elegante falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de diez y seis
a diez y siete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué
aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía de pertenecer a una clase elevada.
Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que
ocupaba el asiento inmediato, y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés
para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, o advertirle de qué manera estaría más
cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven, pudieran hacer
creer que era su madre; pero, a pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y
mercenario, que fue el dato de que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un
rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio
como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más
acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de
viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero;
allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta, terciada al hombro la cómoda y
elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo
alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y
luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos,
entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus
pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el
cabo una remolacha, pues no a otra cosa podía compararse su nariz. Formando contraste
con este seco y estirado gentleman, que, una vez entornados los ojos y bien acomodado
en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del
coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera
debajo del asiento, o recostándose alternativamente de un lado y de otro, como el que
siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor de
unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir
por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había
salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios
del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como cosa
de un mes.
Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el
bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal
afán por enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura.
Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la
bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo
hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el
obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba
era su mamá. La joven le contestó que no con una desdeñosa sobriedad de palabras.
Después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta
pregunta, y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a
propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas a cual de menos importancia,
sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo o
agotados los recursos de su imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se
fastidiaba a más no poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono
entre personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda para distraer su
aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales. Primero
cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a la criada de
la casa de pupilos; después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro, dando
aquí al inglés con el codo o pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a
las ventanillas de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más pesada, dio en la flor
de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del
pueblo, pedir agua o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y otras, ya
nos encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y
desagradable; de modo que cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en
peligro inminente de coger un catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se
envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya,
que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me levanté el cuello
del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre sin embargo,
prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas
paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la
escena muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la
ventanilla, cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su
rincón donde a los pocos minutos roncaba como un bendito, amenazando aplastarme la
nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le
hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse
a dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el
vangón reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del
tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que alternaba en esta
tarea con la máquina.
El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente sin mover pie ni
mano, como si a pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición.
El aya comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y
dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de
la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso
del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme
en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no
tan grotesca como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra de una
cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el
espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigir
la palabra a la joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra;
y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía como empezar. Entonces volví
los ojos, que había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver
pasar a través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las
blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la
tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían perseguirse
y querer alcanzarse unos a otros lanzados a una carrera fantástica. No obstante, la
aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aun sin mirarla, el roce de su falda
de seda que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso
del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas
de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron a influir
en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.
Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de
los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se
quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las
cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como
un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el
movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho,
rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los
ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer, y
tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a muchos,
y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y
cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez, contra la que es
imposible defenderse: en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del
vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como
velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas
las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas que deben tener
más minutos que las demás, esas horas en que entre el caos de la noche comienza a
forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia
con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna, las que en más alto grado reúnen
semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió mientras a la vez dormía y
velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que cruzaron por
mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas
notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras: lo
que sí puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el
punto que cuando un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda
de la vía me anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba
tan pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.
Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par
el señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro
regidor aragonés que por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar tan poco
agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, torciose la capa al
hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén
con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo torné
asimismo el pequeño saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última mirada a aquella
mujer a quien acaso no volvería a ver más y que había sido la heroína de mi novela de una
noche, y después de saludar a mis compañeros, salí del vagón buscando a un chico que
llevase aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.
Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi
guía, una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no
fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que
se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el
campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba
las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto. Acabé deprisa
y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían
los gritos de ¡al coche, al coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los
que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias mezcladas de interjecciones del
mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su
buque.
La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se
encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros
sentados en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse
hasta quince o veinte desocupados del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia
que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos,
desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad las portezuelas, pidiendo
indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues éste era propiamente el
nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a
ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio al
lado de las dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano, y que venían de
Zaragoza, a donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen del
Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los
cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí entró un
estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues
viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de
modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante
otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de
reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada
instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y cada uno en
su lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados,
cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un
clérigo entrado en edad, pero guapote, y de buen color, al que acompañaba una ama o
dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo
mejor conservado y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.
Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de
los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su
vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen
que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentose
el ama, acomodose el clérigo, y ya nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del
cielo o salido de los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del
ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las
cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada, sería
asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los
viajeros para impedir que se acomodase a su lado. Pero aquél era el elemento de nuestro
hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles,
todos hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el
pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a las interjecciones,
encogiéndose de hombros, y a los envites de codos, con codazos, de manera que a los
pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los conociese de
antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del
trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el
revolotear de los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo
de armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de
una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado
camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una
botella y la merienda correspondiente para echar un trago. Dada la señal del combate, el
fuego se hizo general en toda la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros de un
canastillo o del número de un periódico, cada cual sacó su indispansable tortilla de huevos
con variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota
de media azumbre del seminarista, comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las
mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino;
el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentose de medio ganchete en el
pescante y formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con
nada había contribuido al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que
acostumbro.
A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del
vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar
de aquéllos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los
ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas
de camino que hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan
largas que me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término
de mi segunda jornada.
En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y
chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un
chicuelo de la conducción de mi equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles
estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso
regidor, que había empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su
eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud increíble en una persona de su edad
y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más lejos del movimiento que
Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y
artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de piedra llenos de
escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay
momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.
Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la
posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el sitio a que me
condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya
clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa
mata de jaramagos amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de
los que fueron un día señores de aquella casa solariega, hay un palo, con una tabla en la
punta a guisa de banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del
establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza a retoñar, cubre
de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una
antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; a los lados del portal sirven de
asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de ladrillos o capiteles rotos
y casi ocultos entre las yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre remiendos y
parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de
ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las
hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos
pintoresco.
A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una
multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus
huecos a una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y
diseminados por el suelo, tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con
unos cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban, sentados
en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y trajinantes.
En el fondo, y caracoleando, pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las
habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo
un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la
parte de la izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón
de la cocina iluminado por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un
gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una
muchacha vivaracha y despierta como de quince a diez y seis, y cuatro o cinco chicuelos
rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se habían
dormido al amor de la lumbre.
Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su
busca me traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me
quisiera ceder una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar
de otro modo.
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender
carbón de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del
Moncayo, atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y del
absoluto. Cuando me vi en mitad del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan
escabrosas, rodeado de los caborneros, que marchaban a pie a mi lado cantando una
canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra
blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo
aquí y tornando a aparecer más allá, y a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre
los mismos, figurábaseme que hacía un año me había despedido de ustedes, que Madrid se
había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela, dejando atrás las
estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la
imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me
acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y
dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los espacios
imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de
álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase, como salta el
ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora
envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con
vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera,
espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.
Como quiera que cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene
espacio y lugar para correr volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el
cuerpo, abandonado del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue impávido su camino
hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo, ni
saber si se cansa o no. En esta disposición de ánimo anduvimos no sé cuántas horas,
porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un
poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a la más alta de las cumbres que por la
parte de Tarazona rodean el valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después de
haberme apeado de la caballería para seguir a pie el poco camino que me faltaba, pude
exclamar como los Cruzados a la vista de la ciudad santa:
Ecco apparir Gerusalem si vede
En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas
ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de
nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última
luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio, en
donde ya instalado en una celda, y haciendo una vida mitad por mitad literaria y
campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si Dios es servido de ello,
y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural
propensión a la vagancia se lo permitan.
Carta segunda
Queridos amigos: Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y
el papel delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince
cuartillas, tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea
costumbre, de morderme las uñas es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me
encuentro apurado e irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido la
primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal modo
mis ideas, que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas e
indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como dómine
de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es necesario despojarla de su
extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para que esté presentable, aderezarla y
condimentarla, en fin, a propósito, para el paladar de los lectores de un periódico, político
por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí la gran dificultad.
Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han
engendrado la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por último,
vencidos los primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido a refugiarse
no sé dónde, porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien:
lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la profunda calma y el melancólico
recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino
de intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que se llama la
Corte?
Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la
austera soledad de estos claustros, por la que a su vez me producen las que ahí hierven y
de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado soplo. Al
periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor o en
el gabinete de estudio, se le recibe como a un amigo de confianza que viene a charlar un
rato, mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de que si saboreamos un veguero,
mientras él nos refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni siquiera hay necesidad
de ofrecerle otro, como al amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hasta cierto punto
la historia de nuestros cálculos, de nuestras simpatías o de nuestros intereses; de modo
que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra
cabeza, a nuestro corazón y a nuestro bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos
pensado, y nos complace hallarle acorde con nuestro modo de ver; otras nos dice la última
palabra de algo que comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las
vibraciones de nuestra inteligencia para proseguir pensando. Tan íntimamente está
enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se agitan
nuestras pasiones y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece conspirar a un fin
diverso. El periódico llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se
abren en el agua cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a
medida que se alejan del punto de donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla
con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos
rodea, hasta los accidentes locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de otro
modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí me sucede.
Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante
de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me
trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía,
se extiende una larga alameda de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el viento de
la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del
camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de
los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una
espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos,
salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta,
espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista
esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de
abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas
silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia
con su intenso perfume; y, por último, también cerca del agua y formando como un
segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de tronco a tronco una doble
fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.
Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan
un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la
altura, la cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de
granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores trepadoras,
se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol, que, merced a
su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más
hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista el
monasterio con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e
imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se levantan al pie de una
eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie de la cruz, y
teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en
las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el
periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que
se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada
la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a los
monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abadía, o a una muchacha de
la aldea que pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se
arrodilla un momento y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se
confunde con el rumor de las hojas; después..., ¡qué sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué
historia que yo he oído o que inventaré algún día; personajes fantásticos, que, unos tras
otros; van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me
sugiere una idea: ideas y palabras que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den
fruto en el porvenir.
La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas
historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo
que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin llega a donde
estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y
después de cambiar algunas palabras o un saludo, desaparece por el extremo opuesto del
camino que trajo.
Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y
apasionada, El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera, sino que sus
columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas o desengaños, de
reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera impresión que siento,
pues, al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la que se experimenta al
romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una letra querida, o como
cuando en un país extranjero se estrecha la mano de un compatriota y se oye hablar el
idioma nativo. Hasta el olor particular del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor
especialísimo que por un momento viene a sustituir el perfume de las flores que aquí se
respira por todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraña y viva
que indudablemente existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida; de aquella inquietud,
de aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante
golpear y crujir de la máquina que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de
escribir y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de
redacción, cuando la noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces
que nos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo una noticia última sin
hacer más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio. En
Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol: se apaga o se enciende la
luz, y es por la única cosa que lo advertimos.
Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones hasta
que gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se
agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los árboles, el agua
sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza;
pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas ideas que comienzan a
despertarse a medida que me hieren las frases del diario, me juzgo transportado a otros
sitios y a otros días. Paréceme asistir de nuevo a la Cámara, oír los discursos ardientes,
atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado cuchicheo de los grupos se
forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias de los ministerios en donde se hace la
política oficial; las redacciones donde hierven las ideas que han de caer al día siguiente
como la piedra en el lago, y los círculos de la opinión pública que comienzan en el casino,
siguen en las mesas de los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a
seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y
ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el
ansia de algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos,
tornan a vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. «El Diario
Español, El Pensamiento o La Iberia, hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más
allá», dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos para
cogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me encontrara sentado a le mesa
de la redacción.
Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una
nube de tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las primeras
columnas del periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre
del Moncayo, desaparece de la más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de
metal llamea un momento antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan a la
carrera y se extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse en el Oriente como un
círculo de cristal que transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del
crepúsculo. Ya es imposible continuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los
huecos de las ramas chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra una claridad violada y
fría. Poco a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a una armonía confusa, el ruido
de las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a cuyo compás vago y
suave vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza
cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último se aguzan unas tras
otras como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos entreteníamos en
ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces, ligera y diáfana;
se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un niño. La
campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina,
comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos, éstas con una vibración metálica y
aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les responden las otras campanas de los
lugares del Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en las puntas de las rocas
colgados como el nido de una águila, y otros medio escondidos en las ondulaciones del
monte o en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y
sube de la tierra, y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día
que muere el primer suspiro de la noche que nace.
Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las
pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi
alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más grande, en un
destino futuro y desconocido, más allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración
absorbente, única e inmensa, mata esa fe al por menor que pudiéramos llamar personal, la
fe en el mañana, especie de aguijón que espolea los espíritus irresolutos, y que tanto se
necesita para luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.
Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la
sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dantellada silueta
se destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de un castillo feudal;
atravieso el patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de
saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso,
medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros
e imponentes, se alza la torre que da paso al interior; una cruz clavada en la punta indica el
carácter religioso de aquel edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros fortísimos,
más parece que deberían guardar soldados que monjes.
Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía
aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos
cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de
extrañas esculturas, por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por
encima de la cual asoman las copas de los árboles, y a la izquierda se descubre el palacio
abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al
inmediato por un arco de medio punto, después del cual se encuentra el sitio donde en
otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece y
se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a
un lado se descubre el molino medio agazapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como
la boca de una cueva, la portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas
llenas de hojarascas, bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen
emblemas de la Orden, mitras y escudos.
Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza a influir en
la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco
a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas, como temeroso de que
al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que
duermen allí el sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro; donde ya reina una
oscuridad profunda: la llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por
el aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin
embargo, a su incierto resplandor, pueden distinguirse las largas series de ojivas,
festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible,
esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la
Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce
por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel
que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al
muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas
de piedra donde bien con la mano en el montante o revestidas de la cogulla, se ven las
estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio o lo
han enriquecido con sus dones.
Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la
imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de haber
discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros
imponentes penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El Contemporáneo para
proseguir su lectura, paréceme que está escrito en un idioma que no entiendo. Bailes,
modas, el estreno de una comedía, un libro nuevo, un cantante extraordinario, una comida
en la embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte de un personaje, los clownes, los
banquetes políticos, la música, todo revuelto: una obra de caridad con un crimen, un
suicidio con una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.
A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que yo
conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del Suizo y
de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo le dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy en
una broma, mañana en un funeral, todos deprisa, todos cosechando esperanzas y
decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no alcanzan nunca, hasta que
corriendo den en uno de esos lazos silenciosos que nos va tendiendo la muerte, y
desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por epitafio.
Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como ustedes y
entrar a compás de la danza. No oigo la música que lleva a todos envueltos como en un
torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que
mira un baile desde lejos; una pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces,
terrible otras.
Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía
general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto de introducción y preludio:
quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento
ahora, mis palabras le llevarán el recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un
paraíso distante; y los que no, tendrán en cuenta mi especial posición para tolerar que de
cuando en cuando rompa con una nota desacorde la armonía de un periódico político.
Carta tercera
Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos
montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, acerté a
descubrir casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino un pueblecillo,
cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto que no pude por menos de
aproximarme a él para examinarlo a mis anchas. Ni aun pregunté su nombre; y si mañana o
el otro quisiera buscarlo por su situación en el mapa, creo que no lo encontraría: tan
pequeño es y tan olvidado parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo. Figúrense
ustedes, en el declive de una montaña inmensa y sobre una roca que parece servirle de
pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la torre del homenaje y algunos lienzos de
muro carcomidos y musgosos: agrupadas alrededor de este esqueleto de fortaleza, cual si
quisiesen todavía dormir seguras a su sombra como en la edad de hierro en que debió de
alzarse, se ven algunas casas, pequeñas heredades con sus bardales de heno, sus tejados
rojizos, y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de las que se eleva el
campanario de la parroquia con su reloj de sol, su esquiloncillo que llama a la primera
misa, y su gallo de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta a merced de los vientos.
Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle serpenteando por entre los
cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el paño de una mesa de billar, sube dando
vueltas a los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que
un pilarote de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada. Sucede con estos
pueblecitos tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas
chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos,
lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que se
miran; y la mayor parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en
prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me
pareció, en efecto, que respondía ni con mucho a su perspectiva; de modo que, no
queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé a costearlo,
y me dirigí a una reducida llanura que se descubre a su espalda, dominada sólo por la
iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales aislados que
comenzaban a cubrirse de hojas, está lo que por su especial situación y la pobre cruz de
palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio. Desde muy niño concebí, y
todavía conservo, una instintiva aversión a los camposantos de las grandes poblaciones:
aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros
de ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las
avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y
verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer
grotesca y artificialmente la muerte, me trae a la memoria a esos niños de los barrios bajos,
a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, de modo que, entre el cerco
violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas,
resulta una mueca horrible.
Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre,
cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre
melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En
aquellos vastos almacenes de la muerte, siempre hay algo de esa repugnante actividad del
tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar
su presa con hambre. Aquí nichos vacíos, a los que no falta más que un letrero: «Esta casa
se alquila»; allí huesos que se retrasan en el pago de su habitación, y son arrojados qué sé
yo adónde para dejar lugar a otros; y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y
coronas de flores de trapo, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos
escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda
calma: nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de
tierra, sin tener siquiera encima el peso de una losa, deben de dormir mejor y más
sosegados.
Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi
deshecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi
camino, y éste se ofreció a mi vista, no pude menos de confiarme nuevamente en mis
ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una
agradable tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y
pomposo de los epitafios; nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante
espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de
arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de
musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de
este país, abandonada a sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una
hermosura imponderables. Al pie de las tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y
esas campanillas de color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del
muro hasta trepar a los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una
flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con
suave claroscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz bordado de esas
mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y sólo podrían decir las
muchachas del lugar que en las tardes de mayo las cogen en el halda para engalanar el
retablo de la Virgen.
Allí, en medio de algunas espigas cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas,
se columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas; las margaritas
blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, semejan copos de nieve
que el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y esas
estrellas de cinco rayos amarillas e inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen
salpicadas en los camposantos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos
silvestres y las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa pura y agradable mueve
las flores, que se balancean con lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan y levantan a su
empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente
sobre los objetos, los ilumina o los transparenta, aumentando la intensidad y la brillantez
de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con
más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para allá haciendo en el aire esos giros
extraños que fatigan1a vista, que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y
mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de
perfumada miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia,
una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre
sus hendiduras, y huye temerosa a guarecerse en su escondite al menor movimiento.
Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de
reproducir con frases siempre descoloridas y pobres, me senté en un pedrusco, lleno de
esa emoción sin ideas que experimentamos siempre que una cosa cualquiera nos
impresiona profundamente y parece que nos sobrecoge por su novedad o su hermosura.
En esos instantes rapidísimos en que la sensación fecunda la inteligencia, y allá en el fondo
del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir
algún día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos todos
parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán más tarde.
Sintiendo aún las vibraciones de esta primera sacudida del alma, que la sumerge en un
agradable sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que gradualmente comenzaron a
extinguirse, y poco a poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas ideas, que ya han
cruzado otras veces por la imaginación y duermen olvidadas en alguno de sus rincones,
son siempre las primeras en acudir cuando se toca su resorte misterioso. No sé si a todos
les habrá pasado igualmente: pero a mí me ha sucedido con bastante frecuencia
preocuparme en ciertos momentos con la idea de la muerte; y pensar largo rato y concebir
deseos y formular votos acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis
despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se está siempre he deseado se encaminase al
Cielo. Con el destino que darían a mi cuerpo es con lo que más he batallado, y acerca de
lo cual he echado más a menudo a volar la fantasía. En aquel punto en que todas aquellas
viejas locuras de mi imaginación salieron en tropel de los desvanes de la cabeza donde
tengo arrinconados, como trastos inútiles, los pensamientos extraños, las ambiciones
absurdas y las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones rosadas que, como los
trajes antiguos, se han ajado ya y se han puesto de color de ala de mosca con los años, fue
cuando pude apreciar sonriendo al compararlas entre sí, la candidez de mis aspiraciones
juveniles.
En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir que conduce al convento de San Jerónimo,
hay cerca del agua una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura formado por
el corte natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un rápido declive. Dos o
tres álamos blancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden aquel
sitio de los rayos del Sol, que rara vez logra deslizarse entre las ramas, cuyas hojas
producen un ruido manso y agradable cuando el viento las agita y las hace parecer ya
plateadas, ya verdes: según del lado que las empuja. Un sauce baña sus raíces en la
corriente del río, hacia el que se inclina como agobiado de un peso invisible, y a su
alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos y grandes que nacen
espontáneos al borde de los arroyos y las fuentes.
Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin
nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya
de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas
risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus tiernas
elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me
hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas,
que corre al Océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y
laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme
en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis
pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles en las que hasta el esqueleto de la
muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una
vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar y Dios le
procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en
otra generación; soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre,
añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera un
término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad a la
orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto
donde iba tantas veces a oír el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una
cruz y mi nombre, serían todo el monumento.
Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobre mi sepultura, parecerían rezar
por mi alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían a
refugiarse los pájaros para cantar al amanecer un himno alegre a la resurrección del
espíritu a regiones más serenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le
prestaría su vaga tristeza, inclinándose y derramando en derredor sus ramas desmayadas y
flexibles como para proteger y acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de
creciente casi vendría a besar el borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con
una música agradable. Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara a cubrirse de
manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de
carmín en el fondo que tanto me gustaban, crecería a su lado enredándose por entre sus
grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y transparentes, que no sé por qué misterio
tienen la forma de un corazón: los insectos de oro con alas de luz, cuyo zumbido convida
a dormir en la calurosa siesta, vendrían a revolotear en torno de sus cálices; para leer mi
nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un
cortinaje de verdura. Pero ¿para qué leer mi nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba
allí? Algún desconocido admirador de mis versos plantaría un laurel que descollando altivo
entre los otros árboles, hablase a todos de mi gloria; y ya una mujer enamorada que halló
en mis cantares un rasgo de esos extraños fenómenos del amor que sólo las mujeres saben
sentir y los poetas descifrar, ya un joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que
hervía en mi mente, y a quien mis palabras revelaron nuevos mundos de la inteligencia,
hasta entonces para él ignotos, o un extranjero que vino a Sevilla llamado por la fama de
su belleza y los recuerdos que en ella dejaron sus hijos, echaría una flor sobre mi tumba,
contemplándola un instante con tierna emoción, con noble envidia o respetuosa
curiosidad; a la mañana, las gotas del rocío resbalarían como lágrimas sobre su superficie.
Después de remontado el Sol, sus rayos la dorarían, penetrando tal vez en la tierra y
abrigando con su dulce calor mil huesos. En la tarde y a la hora en que las aguas del
Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos
de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos
una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel rincón de verdura donde la piedra blanqueada
al pie de los árboles: «allí duerme el poeta». Y cuando él gran Betis dilatarse sus riberas
hasta los montes; cuando sus alteradas ondas cubriendo el pequeño valle, subiese hasta la
mitad del tronco de los álamos, las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus palacios,
diáfanos y transparentes, vendrían a agruparse alrededor de mi tumba: yo sentiría la
frescura y el rumor del agua agitada por sus juegos; sorprendería el secreto de sus
misteriosos amores; sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve al resbalar sobre el
mármol en una danza cadenciosa, oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente se
oyen las palabras y los sonidos de una manera confusa, el armonioso coro de sus voces
juveniles y las notas de sus liras de cristal.
Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y a tan poco se limitaban entonces mis
deseos! Pasados algunos años, luego que hube salido de mi ciudad querida; después de
mis ideas tomaron poco a poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de idilios, de
ninfas, de poesías y de flores, comenzó a remontarse a épocas distantes, complaciéndose
en vestir con sus galas las dramáticas escenas de la historia, fingiendo un marco de oro
para cada uno de sus cuadros y haciendo un pedestal para cada uno de sus personajes
volví a soñar, y, como en las comedias de magia, nuevas decoraciones de fantasía
sustituyeron a las antiguas y la vara mágica del deseo hizo posible en la mente nuevos
absurdos.
¡Cuántas veces, después de haber discurrido por las anchurosas naves de alguna de
nuestras inmensas catedrales góticas, o de haberme sorprendido la noche en uno de esos
imponentes y severos claustros de nuestras históricas abadías, he vuelto a sentir inflamada
mi alma con la idea de la gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la del poeta!
Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra, haber influido poderosamente en los destinos
de mi patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres la profunda huella de mi paso;
que mi nombre resonase unido, y como personificándola, a alguna de sus grandes
revoluciones, y luego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un combate,
oyendo como el último rumor del mundo el agudo clamor de la trompetería de mis
valerosas huestes para ser conducido sobre el pavés, envuelto en los pliegues de mi
destrozada bandera, emblema de cien victorias, a encontrar la paz del sepulcro en el fondo
de uno de esos claustros santos, donde viven el eterno silencio y al que los siglos prestan
su majestad y su color misterioso e indefinible. Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas
y puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran, asomando su deforme cabeza, por aquí
un grifo, por allá uno de esos monstruos alados, engendro de la imaginación del artífice,
bañaría en oscura sombra mi sepulcro: a su alrededor, y debajo de calados doseletes, los
santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus miembros de hierro y sus
emblemáticos atributos, parecerían santificarle con su presencia. Dos guerreros inmóviles
y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de hinojos a sus
costados; y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y transparente, con arreos de
batallar, la espada sobre el pecho y un león a los pies, dormiría majestuosa sobre el
túmulo, los ángeles que envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios,
sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar con sus plegarias a
las santas visiones de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos,
defendiéndome con sus alas de los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.
En los huecos de la urna y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas
de trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas largas procesiones de plañideras
que, envueltas en sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno del monumento
llorando con llanto sin gemidos, se verían mis escudos triangulares soportados, por reyes
de armas con sus birretes y sus blasonadas casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos
colores, merced a un hábil iluminador, las bandas de oro, las estrellas, los veros y los
motes heráldicos cor una larga inscripción en esa letra gótica, estrecha y puntiaguda,
donde el curioso, lleno de hondo respeto, leería con pena, y casi descifrándolos, mi
nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado de esa atmósfera de majestad que envuelve a
todo lo grande, sin que turbara mi reposo más que el agudo chillido de una de esas aves
nocturnas de ojos redondos y fosfóricos que acaso viniera a anidar entre los huecos del
arco, viviría todo lo que vive un recuerdo histórico y glorioso unido a una magnífica obra
de arte; y en la noche, cuando un furtivo rayo de luna dibujase en el pavimento del
claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando sólo se oyesen los gemidos del aire
extendiéndose de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después de haberse perdido la
última vibración de la campana que toca la queda, mi estatua, en la que habría algo de lo
que yo fui, un poco de ese soplo que anima el barro encadenado por un fenómeno
incomprensible al granito, ¡quién sabe si se levantarla de su lecho de piedra para discurrir
por entre aquellas gigantes arcadas con los otros guerreros que tendrían su sepultura por
allí cerca, con los prelados revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y esas damas de
largo brial y plegagados monjiles que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las urnas
de mármol en los más oscuros ángulos de los templos!...
Desde que, impresionada la imaginación por la vaga melancolía o la imponente
hermosura de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de
esos poéticos recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en
que, sentado al pie de la humilde tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como
que se reposaba mi espíritu en su honda calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad
de las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no se ha hecho en todas mis ideas!
¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente; cuántas ilusiones no se han
secado en mi alma; a cuántas historias de poesía no les he hallado una repugnante
vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón, a semejanza de nuestro Globo, era como una
masa incandescente y líquida, que poco a poco se va enfriando y endureciendo. Todavía
queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale a la superficie. Las
palabras amor, gloria, poesía no me suenan al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!...
Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es sin exageraciones ni
engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es
posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene
a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra echada con
respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y
floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna yerba que me
cubra con su manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel
sitio ni revuelvan los huesos.
He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia
de la Humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que
me silben ni me aplaudan, sin que nadie se dé cuenta siquiera de mi salida.
No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme
preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar en uno de los
huecos de la estantería de una sacramental, para esperar allí la trompeta del Juicio, como
empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e
indicando precisamente, el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte. Esta profunda e
instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas las que
he ido abandonando en el curso de los años, pero, al paso que voy, probablemente mañana
no existirá tampoco; y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una
pirámide egipcia, como que me aten una cuerda a los pies y me echen a un barranco como
a un perro.
Ello es que cada día voy creyendo más que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de
quedar ni un átomo aquí.
Carta cuarta
Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido
últimamente una nueva e inesperada variación, cosa, a la verdad, poco extraña a estas
alturas, donde la proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como a los espectadores
de una comedia de magia, embobados y suspensos con el rápido mudar de las
decoraciones y de las escenas. A las alternativas de frío y de calor, de aires y de bochorno
de una primavera, que en cuanto a desigual y caprichosa nada tiene que envidiar a la que
disfrutan ustedes en la coronada villa, ha sucedido un tiempo constante, sereno y
templapo. Merced a estas circunstancias y a encontrarme bastante mejor de las dolencias
que, cuando no me imposibilitan del todo, me quitan por lo menos el gusto para las largas
expediciones, he podido dar una gran vuelta por estos contornos y visitar los pintorescos
lugares del Somontano. Fuera del camino, ya trepando de roca en roca, ya siguiendo el
curso de alguna huella o las profundidades de una cañada, he vagado tres o cuatro días de
un punto a otro por donde me llamaban el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado,
una senda quebrada, una punta al parecer inaccesible.
No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para enriquecer la
imaginación, he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y refractario a las
innovaciones civilizadoras. Al volver al monasterio, después de haberme detenido aquí
para recoger una tradición oscura de boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos
datos sobre el origen de un lugar o la fundación de un castillo, trazar ligeramente con el
lápiz al contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina, un recuerdo de las
costumbres o un tipo perfecto de los habitantes, no he podido menos de recordar el
antiguo y manoseado símil de las abejas que andan revoloteando de flor en flor y vuelven a
su colmena cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían hacer con frecuencia algo
de esto mismo. Sólo así podríamos recoger la última palabra de una época que se va, de la
que sólo quedan hoy algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias,
y de la que apenas restará mañana un recuerdo confuso.
Yo tengo fe en el porvenir: me complazco en asistir mentalmente a esa inmensa e
irresistible invasión de las nuevas ideas que van transformando poco a poco la faz de la
Humanidad, que merced a sus extraordinarias invenciones fomentan el comercio de la
inteligencia, estrechan el vínculo de los países, fortificando el espíritu de las grandes
nacionalidades, y borrando, por decirlo así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer
unas tras otras las barreras que separan a los pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía,
sea que es inherente a la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que parece y volver
los ojos con cierta triste complacencia hacia lo que ya no existe, ello es que en el fondo de
mi alma consagro como una especie de culto, una veneración profunda a todo lo que
pertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas fortalezas, los antiguos usos
de nuestra vieja España, tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa vaguedad
misteriosa de la puesta del sol de un día espléndido, cuyas horas, llenas de emociones,
vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores y de luz, antes de sepultarse en las
tinieblas en que se han de perder para siempre.
Cuando no se conocen ciertos períodos de la Historia más que por la incompleta y
descarnada relación de los enciclopedistas, o por algunos restos diseminados como los
huesos de un cadáver, no pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo
del cuadro en que estaban colocadas, suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimiento
de desdeñosa lástima o un espíritu de aversión intransigente; pero si se penetra, merced a
un estudio concienzudo, en algunos de sus misterios, si se ven los resortes de aquella gran
máquina que hoy juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced a un supremo esfuerzo
de la fantasía ayudada por la erudición y el conocimiento de la época, se consigue
condensar en la mente algo de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de virilidad y de
fe, el ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de su múltiple organización, en que
las partes relacionadas entre sí correspondían perfectamente al todo, y en que los usos, las
leyes, las ideas y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa. No es esto
decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no
tiene razón de ser nuevamente, y no será.
Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un
poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos
llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud e
incuria. La misma certeza que tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver, y
que en la lucha de las ideas, las nuevas han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar
cuanto con ellas le relaciona con algo de esa piedad que siente hacia el vencido un
vencedor generoso. En este sentimiento hay también un poco de egoísmo. La vida de una
nación, a semejanza de la del hombre, parece como que se dilata con la memoria de las
cosas que fueron y a medida que es más viva y más completa su imagen, es más real esa
segunda existencia del espíritu en lo pasado, existencia preferible y más positiva tal vez
que la del punto presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será, puede aprovecharse
la inteligencia para sus altas especulaciones: ¿qué nos resta, pues, de nuestro dominio
absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso al contemplar los destrozos causados
por la ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras últimas guerras; al ver todo
lo que en objetos dignos de estimación, en costumbres peculiares y primitivos recuerdos
de otras épocas, se ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años a esta parte; lo que
las exigencias de la nueva manera de ser social trastornan y desencajan; lo que las
necesidades y las aspiraciones crecientes desechan u olvidan, un sentimiento de profundo
dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido o el desdén de lo
que a fines del siglo pasado pudieron aún recoger para transmitírnoslas íntegras las últimas
palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España, cuando
aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres
y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.
Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su
vez nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia o nuestra culpable apatía
para trasmitirles siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su patria? ¿Quién sabe si,
cuando con los años todo haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que
contentarse y satisfacer su ansia de conocer el pasado con las ideas más o menos
aproximadas de algún nuevo Cuvier de la arqueología, que partiendo de algún mutilado
resto o una vaga tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no hay duda: el
prosaico rasero de la civilización va igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso
tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias, las naciones
con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A medida que la palabra vuela por
los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta y el espíritu
cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos
característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A
la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se
sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de
misterio y de fresca sombra: de un retablo al que vivía unida una tradición, no queda aquí
más que el nombre escrito en el azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico con sus
arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas a la
moderna; las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón
de fortalezas que las ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas fenicias, romanas,
godas o árabes.
¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados,
los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las
ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las
encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los
templos? El albañil, armado de su impacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira
los puntiagudos tejados o demuele los moriscos miradores, y mientras el brochista roba a
los muros el artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de cal y almagra,
el arquitecto los embellece a su modo con carteles de yeso y cariátides de escayola,
dejándolos más vistosos que una caja de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde
justaban los galanes, las piadosas ermitas albergue de los peregrinos, o el castillo
hospitalario para el que llamaba de paz a sus puertas. Las almenas caen unas tras otras de
lo alto de los muros y van cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un trozo de
granito informe, y el arado abre un profundo surco en el patio de armas. El traje
característico del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del rincón de su provincia:
las fiestas peculiares de cada población comienzan a encontrarse, ridículas o del mal gusto
por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo
que no es nuevo se menosprecia.
Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quién las anatematice.
Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva destrucción de cuanto trae a la
memoria épocas que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya nos parecen mejores,
yo dejaría al tiempo seguir su curso y completar sus inevitables revoluciones, como
dejamos a nuestras mujeres o a nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos
viejos de nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono;
pero ya que ha llegado la hora de la gran transformación, ya que la sociedad animada de
un nuevo espíritu se apresura a revestirse de una nueva forma, debíamos guardar, merced
al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la imagen de todo eso que va a
desaparecer, como se guarda después que muere el retrato de una persona querida.
Mañana, al verlo todo constituido de una manera diversa, al saber que nada de lo que
existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué
modo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores
de localidad, ciertas costumbres, el influjo de determinadas ideas en el espíritu de una
generación, que tan perfectamente reflejaran sus adelantos y sus aspiraciones, leerán la
Historia sin saberla explicar; y verán moverse a nuestros héroes nacionales con la
estupefacción con que los muchachos ven moverse a una marioneta sin saber los resortes a
que obedece.
A mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes cuestiones
enredan y con qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca de las más
insignificantes particularidades de la vida doméstica de los egipcios o los griegos, en tanto
que se ignoran los más curiosos pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se
remontan y se pierden de inducción en inducción, por entre el laberinto de las lenguas
caldaicas, sajonas o sánscritas, en busca del origen de las palabras, en tanto que se olvidan
de investigar algo más interesante: el origen de las ideas.
En otros países más adelantados que el nuestro, y donde, por consiguiente, el ansia de
las innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción
en sentido favorable a este género de estudios; y aunque tarde, para que sus trabajos den
el fruto que se debió esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se
encadenan con el momento actual, comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros
esperaremos regularmente a que se haya borrado la última huella para empezar a buscarla.
Los esfuerzos aislados de algún que otro admirador de esas cosas, poco o casi nada
pueden hacer. Nuestros viajeros son en muy corto número, y por lo regular no es su país
el campo de sus observaciones. Aunque así no fuese, una excursión por las capitales, hoy
que en su gran mayoría están ligadas con la gran red de vías férreas, escasamente lograría
llenar el objeto de los que desean hacer un estudio de esta índole. Es preciso salir de los
caminos trillados, vagar al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente y no comer
mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar los
tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a los
rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia, y de donde poco a poco los van
desalojando la invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización. Todos
los días vemos a los Gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que no sin
peligros y dificultades recogen en lejanos países, bichitos, florecitas y conchas.
Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera
importancia que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral, ¿por qué ha de dejarse
en un inexplicable abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen los huesos de un
animal antediluviano no se han de recoger las ideas de otros siglos traducidas en objetos
de arte y usos extraños, diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho
mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas
extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características animadas y revestidas de
esa vida que presta a cuanto toca una pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no creen
ustedes, como yo, que sería de grande utilidad para los estudios particulares y
verdaderamente filosóficos de un período cualquiera de la Historia? Verdad que nuestro
fuerte no es la Historia. Si algo hemos de saber en este punto casi siempre se ha de tomar
algún extranjero el trabajo de decírnoslo del modo que a él mejor le parece. Pero ¿por qué
no se ha de abrir este ancho campo a nuestros escritores, facilitándoles el estudio y
despertando y fomentando su afición? Hartos estamos de ver en obras dramáticas, en
novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones, asuntos
localizados en este o el otro período de un siglo cualquiera, y que, cuando más, tienen de
ellos un carácter muy dudoso y susceptible de severa crítica, si los críticos a su vez no
supieran en este punto lo mismo o menos que los autores y artistas a quienes han de
juzgar.
Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que acerca de
costumbres de remotos tiempos se hallan en las novelas de otras naciones, o lo poco o
mucho que nuestros pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos y otras épocas,
nunca son idénticos ni tienen un sello especial; son las únicas fuentes donde bebe su
erudición y forma su conciencia artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos
medios podrían proponerse más o menos eficaces, pero que al fin darían algún resultado
ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia, el trazar un plan
detallado y minucioso que, como la mayor parte de los que se trazan, no llegue a realizarse
nunca. No obstante, en esta o la otra forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus
estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el Gobierno debía fomentar la organización
periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones,
compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían
preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus
observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas
tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero
arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios.
Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico e
histórico de todos los restos de nuestra pasada grandeza, ¿qué inmensos frutos no daría
más tarde esa semilla de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la
generación joven, donde iría germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir? Ya que
el impulso de nuestra civilización, de nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra
literatura viene del Extranjero, ¿por qué no se ha de procurar modificarlo poco a poco,
haciéndolo más propio y más característico con esa levadura nacional?...
Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de nuestro país,
que he podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a apuntar de pasada y a manera
de introducción algunas reflexiones acerca de la utilidad de este género de estudios. Sin
saber cómo ni por dónde, la pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que para
introducción es esto muy largo, si bien ni por sus dimensiones y su interés parece bastante
para formar artículo de por sí. De todos modos, allá van estas cuartillas, valgan por lo que
valieren: que si alguien de más conocimientos e importancia, una vez apuntada la idea, la
desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no serán perdidas del todo. Yo,
entretanto, voy a trazar un tipo bastante original y que desconfío de poder reproducir. Ya
que no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré al éxito de la predicación con el
ejemplo.
Carta quinta
Queridos amigos: Entre los muchos sitios pintorescos y llenos de carácter que se
encuentran en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado es sin duda alguna el
más original y digno de estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo que todo lo
destruye o altera. Al verse en mitad de aquel espacio de forma irregular y cerrado por
lienzos de edificios a cual más caprichoso y vetusto, nadie diría que nos hallamos en pleno
siglo XIX, siglo amante de la novedad por excelencia, siglo aficionado hasta la
exageración a lo flamante, lo limpio y lo uniforme. Hay cosas que son más para vistas que
para trasladadas al lienzo, siquiera el que lo intente sea un artista consumado, y esta plaza
es una de ellas. Adonde no alcanza, pues, ni la paleta del pintor con sus infinitos recursos,
¿cómo podrá llegar mi pluma sin más medios que la palabra, tan pobre, tan insuficiente
para dar idea de lo que es todo un efecto de líneas, de claroscuro, de combinación de
colores, de detalles que se ofrecen juntos a la vista, de rumores y sonidos que se perciben
a la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de movimiento que no cesa, de luz que
hiere, de ruido que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones, imposibles
de sorprender con sus infinitos accidentes ni aun merced a la cámara fotográfica? Cuando
se acomete la difícil empresa de descomponer esa extraña armonía de la forma, el color y
el sonido; cuando se intenta dar a conocer sus pormenores, enumerando unas tras otras las
partes del todo; la atención se fatiga, el discurso se embrolla y se pierde por completo la
idea de la íntima relación que estas cosas tienen entre sí, el valor que mutuamente se
prestan al ofrecerse reunidas a la mirada del espectador, para producir el efecto del
conjunto, que es, a no dudarlo, su mayor atractivo.
Renuncio, pues, a describir el panorama del mercado con sus extensos soportales,
formados de arcos macizos y redondos sobre los que gravitan esas construcciones voladas
tan propias del siglo XVI, llenas de tragaluces circulares; de rejas de hierro labradas a
martillo, de balcones imposibles de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y de
canes de madera, ya medio podrida y cubierta de polvo, que deja ver a trechos el costoso
entalle, muestra de su primitivo esplendor.
Los mil y mil accidentes pintorescos que a la vez cautivan el ánimo y llaman la vista
como reclamando la prioridad de la descripción; las dobles hileras de casuquillas de
extraño contorno y extravagantes proporciones, éstas altas y estrechas como un castillo,
aquéllas chatas y agazapadas entre el ángulo de un templo y los muros de un palacio como
una verruga de argamasa y escombros; los recortados lienzos de edificios con un remiendo
moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta
casi el rótulo de una mercería, un retablillo con una imagen de la Purísima y su farol
ahumado y diminuto, o el retorcido tronco de una vid que sale del interior por un agujero
practicado en la pared y sube hasta sombrear con un toldo de verdura el alféizar de un
ajimez árabe, confundidos y entremezclados en mi memoria con el recuerdo de la
monumental fachada de la casa-ayuntamiento, con sus figuras colosales de granito, sus
molduras de hojarasca, sus frisos por donde se extiende una larga y muda procesión de
guerreros de piedra, precedidos de timbales y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos
y fuertes y sus blasones soportados por ángeles y grifos rampantes, forman en mi cabeza
un caos tan difícil de desembrollar en este momento, que si ustedes con su imaginación no
hacen en él la luz y lo ordenan, y colocan a su gusto todas estas cosas que yo arrojo a
granel sobre las cuartillas, las figuras de mi cuadro se quedarán sin fondo, los actores de
mi comedia se agitarán en un escenario sin decoración ni acompañamiento.
Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos y como mejor les plazca, el mercado
de Tarazona: figúrense ustedes que ven por aquí cajones formados de tablas y esteras,
tenduchos levantados de improviso con estacas y lienzos, mesillas cojas y contrahechas,
bancos largos y oscuros, y por allá cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones
de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que
cuelgan de garfios de hierro, tenderentes de ollas, pucheros y platos, guirnaldas de telas de
colorines, pañuelos de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo que
engalanan los soportales, sujetos con cordeles de columna a columna, y figúrense ustedes
circulando por medio de ese pintoresco cúmulo de objetos, producto de la atrasada
agricultura y la pobre industria de este rincón de España, una multitud abigarrada de
gentes que van y vienen en todas direcciones, paisanos con sus mantas de rayas, sus
pañuelos rojos unidos a las sienes, su faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los
lugares circunvecinos con sayas azules, verdes, encarnadas y amarillas; por este lado un
señor antiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, con su calzón corto, su media de
lana oscura y su sombrero de copa; por aquél un estudiante con sus manteos y su
tricornio, que recuerdan los buenos tiempos de Salamanca, y chiquillos que corren y
vocean, caballerías que cruzan, vendedores que pregonan, una interjección característica
por acá, los desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido
con ese rumor sin nombre que se escapa de las reuniones populares, donde todos hablan,
se mueven y hacen ruido a la vez, mientras se codean, avanzan, retroceden, empujan o
resisten, llevados por el oleaje de la multitud.
La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo lleno de animación y
de vida, perdido entre los numerosos grupos que llenaban la plaza de un extremo a otro,
apenas pude darme cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La novedad de los
tipos, los trajes y las costumbres; el extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas,
encajonadas unas entre dos pilares de mármol, otras bajo un arco severo e imponente, o
levantadas al aire libre sobre tres o cuatro palitroques; hasta el pronunciado y especial
acento de los que voceaban pregonando sus mercancías, nuevo completamente para mí,
eran causa más que bastante a producirme ese aturdimiento que hace imposible la
percepción detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas, vagando de un punto a otro sin
cesar un momento, no tenían ni voluntad propia para fijarse en un sitio. Así estuve cerca
de una hora cruzando en todos sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y uno de los
más clásicos de mercado, había acudido más gente que de costumbre, cuando en uno de
sus extremos y cerca de una fuente donde unos lavaban las verduras, otros recogían agua
en un cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí un grupo de muchachas que,
en su original y airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular modo de expresarse,
conocí que sería de alguno de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona, donde más
puras y primitivas se conservan las antiguas costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón.
En efecto, aquellas muchachas, cuya fisonomía especial, cuya desenvoltura varonil, cuyo
lenguaje mezclado de las más enérgicas interjecciones, contrastaba de un modo notable
con la expresión de ingenua sencillez de sus rostros, con su extremada juventud y con la
inocencia que descubren a través del somero barniz de malicia de su alegre dicharacheo, se
distinguían tanto de las otras mujeres de las aldeas y lugares de los contornos que, como
ellas, vienen al mercado de la ciudad, que desde luego se despertó en mí la idea de hacer
un estudio más detenido de sus costumbres, enterándome del punto de que procedían y el
género de tráfico en que se ocupaban.
So pretexto de ajustar una carga de leña de las varias que tenían sobre algunos
borriquillos pequeños, huesosos y lanudos, trabé conversación con una de las que me
parecieron más juiciosas y formales, mientras las otras nos aturdían con sus voces, sus
risotadas o sus chistes, pues es tal la fama de alegres y decidoras que tienen entre las
gentes de la ciudad, que no hay seminarista desocupado o zumbón que al pasar no les diga
alguna cosa, seguro de que no ha de faltarles una ocurrencia oportuna y picante para
responderles.
Mi conversación, en la que por incidencia toqué dos o tres puntos de los que deseaba
aclarar, fue por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las condiciones del sitio y de mis
interlocutoras, se podía presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón, pueblecito que
dista unas tres horas de camino de Tarazona y que, en mis paseos, alrededor de esta
abadía, he tenido ocasión de ver varias veces muy en lontananza y casi oculto por las
gigantescas ondulaciones del Moncayo, en cuya áspera falda tiene su asiento, y que su
ocupación diaria consistía en ir y venir desde su aldea a la ciudad, donde traían un
pequeño comercio con la leña que en gran abundancia les suministran los montes, entre los
cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas y unidas a las que después pude
adquirir por el dueño del parador en que estuve los dos o tres días que permanecí en
Tarazona, en aquella ocasión sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer más a fondo
las costumbres de este tipo particular de mujeres, en las que desde luego llaman la
atención sus rasgos de belleza nada comunes y su aire resuelto y gracioso.
Esto aconteció hará cosa de tres o cuatro meses, en el intervalo de los cuales, todas las
mañanas, antes de salir el sol, y confundiéndose con la algarabía de los pájaros, llegaban
hasta mi celda, sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque un
tanto desgarradas, de esas mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de pan negro,
cantando a grito herido, e interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que
conducen la carga de leña, atraviesan impávidas con fríos y calores, con nieves o
tormentas, las tres leguas mortales de precipicios y alturas que hay desde su lugar a
Tarazona. Últimamente, como ya dije a ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias,
poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo, el uno en sus continuas variaciones y
las otras en sus diarias incomodidades, me han permitido satisfacer en parte la curiosidad,
visitando los lugares del Somontano, entre los que se encuentra Añón, sin duda alguna el
más original por sus costumbres y el más pintoresco por sus alrededores y posición
topográfica. En mi corta visita a este lugar, me expliqué perfectamente por qué en el aire y
en la fisonomía de las añoneras hay algo extraordinario, algo que las particulariza y
distingue de entre todas las mujeres del país. Sus costumbres, su educación especial y su
género de vida, son, en efecto, diversos de los de aquellos pueblos. Añón, que en otra
época perteneció a los caballeros de San Juan, cuya Orden mantiene aún en él un priorato,
está situado sobre una altura en el punto en que comienza el áspero bosque de carrascas
que cubre como una sábana de verdura la base del monte.
Cuando lo tenían por sí los caballeros de la Orden hospitalaria, debió de ser lugar
fuerte y cerrado; hoy sólo quedan como testigos de su pasado esplendor las colosales
ruinas de un castillo de inmensas proporciones y algunos lienzos de muro que ya se
esconden, ya aparecen por entre los rojizos tejados de las casas que se agrupan en
derredor de estos despojos. Cada uno de los pueblos de estas cercanías tiene una reducida
llanura propia para el cultivo, sólo Añón, encaramado sobre sus rocas; sin el recurso
siquiera del monte, que ya no le pertenece, sin otras tierras para sembrar que los pequeños
remansos que forman una de sus laderas que se degrada en ásperos escalones, necesita
apelar a su genio y a un trabajo rudo y peligroso para sostenerse. Yo no sabré decir a
ustedes si esto proviene de que los hombres se ocupaban de muy antiguo en el servicio de
los caballeros, por lo cual tenían abandonadas sus casas al dominio de las mujeres, o de
otra causa cualquiera que yo no me he podido explicar; ello es que en este pueblo hay algo
de lo que nos refieren las fábulas de las amazonas o de lo que habrán ustedes tenido
ocasión de ver en la Isla de San Balandrán.
No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje de serlo tanto cuanto es necesario para
justificar ampliamente estos apelativos; pero la población femenina se agita tan en primer
término, desempeña un papel tan activo en la vida pública, trabaja y va y viene de un
punto a otro con tal resolución y desenfado, que puede asegurarse que ella es la que da el
carácter al lugar y la que lo hace conocido y famoso en veinte leguas a la redonda. En la
plaza de Tarazona, teatro de sus habilidades, en los caminos que atraviesa cantando, en el
monte, a donde va a buscar furtivamente su mercancía, en las fiestas del lugar, en
cualquier parte que se encuentre, si una vez se ha visto a una añonera, es imposible
confundirla con las demás aldeanas.
La escasa comunicación que tienen estos pueblecillos entre sí es el origen de las
radicales diferencias que se notan a primera vista entre los habitantes, aún de los más
próximos. Dentro del tipo aragonés, que es el general a todos ellos, hay infinitos matices
que caracterizan a cada región de la provincia, a cada aldea de por sí. El tipo de las
añoneras es uno, con muy leves alteraciones; su traje, idéntico; sus costumbres y su índole,
las mismas siempre.
Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, en el brío con que caminan, en la
elasticidad de sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos, revelan la fuerza de
que están dotadas y la resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por el viento y el
sol, ofrecen rasgos perfectamente regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía la
volubilidad y ese no sé qué imposible de definir que constituye la gracia, con esa leve
expresión de la osadía que dilata imperceptiblemente la nariz y pliega el labio en ademán
desdeñoso. Nada más pintoresco y sencillo a la vez que su traje. Un apretador de colores
vivos les ciñe la cintura y deja ver la camisa, blanca como la nieve, que se pliega en
derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida, morena y varonil, la cabeza coronada
de cabellos oscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y encarnada o amarilla, les llega
justamente hasta el punto de la pierna en que se atan las abarcas con un listón negro, que
sube serpenteando sobre la media azul hasta bastante más arriba del tobillo.
Acostumbradas casi desde que nacen a saltar de roca en roca por entre las quebraduras
del monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos los habitantes de las montañas,
hasta el punto de que algunas veces da miedo cuando se las mira atravesar un sendero
estrecho que bordea un barranco, emparejadas con el borriquillo que conduce la leña, y
saltando de una piedra en otra de las que costean el camino. Así andan las leguas, tal vez
en ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando, siempre de humor para cambiar una
cuchufleta con sus compañeros de viaje. Y no hay miedo de que su cabeza vacile al
atravesar un sitio peligroso, o su ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa
jornada; su vista tiene algo de la fijeza e intensidad de la del águila, acaso porque como
ella se ha acostumbrado a medir indiferente los abismos; sus miembros endurecidos con la
costumbre del trabajo, soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio los entorpezca
un instante.
Sólo de este modo les es posible vivir en medio de la miseria que las agobia. Cuando la
noche es más oscura; cuando la nieve borra hasta las lindes de los senderos, cuando
supone que los guardas de los montes del Estado no se atreverán a aventurarse por
aquellas brechas profundas y aquellos bosques de árboles intrincados y sombríos, entonces
la añonera, desafiando todos los peligros, adivinando las sendas, sufriendo el temporal,
escuchando por uno y otro lado los aullidos de los lobos, sale furtivamente de su lugar.
Más bien que baja, puede decirse que se descuelga de roca en roca hasta el último valle
que lo separa del Moncayo; armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas oscuras,
a cuyo pie nacen espinos y zarzas en montón, y descargando rudos golpes con una fuerza
y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de leña, que después oculta para conducirla
poco a poco, primero a su casa y más tarde a Tarazona, donde recibe por su trabajo
material, por los peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete reales a lo sumo.
Francamente hablando, hay en este mundo desigualdades que asustan.
¿Quién puede sospechar que a la misma hora en que nuestras grandes damas de la
corte se agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos
albornoces, y esperan el carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de
seda a su palacio, otras mujeres, hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al nacer,
sacuden de cuando en cuando la cabeza de un lado a otro para esparcir la nieve que se les
amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de
sobresaltos, hacen resonar el bosque con el crujido de los troncos que caen derribados a
los golpes del hacha?
Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabe duda; pero también es cierto que
todas tienen su compensación. Yo he visto levantarse agitado y dejar escapar un
comprimido sollozo a más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo he visto más de
una altiva frente inclinarse triste y sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida
diadema de pedrería; en cambio, hoy como ayer, sigue despertándome el alegre canto de
las añoneras que pasan por delante de las puertas del monasterio para dirigirse a Tarazona;
mañana como hoy, si salgo al camino o voy a buscarlas al mercado, las encontraré riendo
y en continua broma, felices con sus seis reales, satisfechas, porque llevarán un pan negro
a su familia, ufanas con la satisfacción de que a ellas se deben la burda saya que visten y el
bocado de pan que comen.
Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la
carga que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera cumbre de la vida con el pesado
fardo de la miseria al hombro?
Carta sexta
Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres años, tal vez leerían ustedes en los
periódicos de Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos
de estos contornos. Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus convecinos
acusaban de bruja. Últimamente, y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de
conocer los detalles y la historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en
mitad de un siglo tan despreocupado como el nuestro.
Ya estaba para acabar el día. El cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y
nebuloso, comenzaba a oscurecerse a medida que el Sol, que antes transparentaba su luz a
través de las nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo
como término y remate de mi artística expedición, dejé a Litago para encaminarme a
Trasmoz, pueblo del que me separa una distancia de tres cuartos de hora por el camino
más corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto los
parajes más ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad de perder el camino por
entre aquellas zarzas y peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y más largo, y lo
perdí en efecto, a pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertreché a la salida del
lugar.
Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería
por entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del
laberinto, ora por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un
buen espacio de tarde, hasta que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé con un
pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo que, después de deslizarse sobre un
cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce allí con un ruido particular que se oye a
gran distancia, en medio del profundo silencio de la Naturaleza que en aquel punto y a
aquella hora parece muda o dormida.
Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual, según mis cuentas, no debía de distar
mucho del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque sin senda fija, yo había
procurado adelantar siempre en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el buen
hombre mi pregunta lo mejor que pudo, y ya me disponía a proseguir mi azarosa jornada,
subiendo con pies y manos y tirando de la caballería como Dios me daba a entender, por
entre unos pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando el pastor, que me veía subir
desde lejos, me dio una gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca, si
quería llegar sano y salvo a la cumbre. La verdad era que el camino, que equivocadamente
había tomado, se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya
arrojaban las altísimas rocas, que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra el ruido
vertiginoso del agua que corría profunda a mis pies, y de la que comenzaba a elevarse una
niebla inquieta y azul, que se extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores,
parecían contribuir a turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso
malestar que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo. Volví pies atrás, bajé de
nuevo hasta donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha
que se dirigía al pueblo, adonde también iba a pasar la noche mi improvisado guía, no
pude menos de preguntarle con alguna insistencia por qué, aparte de las dificultades que
ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre por la senda que llamó de la tía
Casca.
-Porque antes de terminar la senda -me dijo con el tono más natural del mundotendríais que costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que le da su nombre, y en el
cual se cuenta que anda penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el
diablo han querido para suya.
-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque, a decir verdad, ya me esperaba
una contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué diantres se entretiene el alma de esa
pobre vieja por estos andurriales?
-En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte del monte,
ya haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastimeros
como de criatura, o acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del
precipicio, desde donde llama con su mano amarilla y seca a los que van por el borde, les
clava la mirada de sus ojos de búho, y cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza,
da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah,
maldita bruja! -exclamó después de un momento el pastor tendiendo el puño crispado
hacia las rocas, como amenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste en vida y ni aun
muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero no hay cuidado, que a ti y a tu
endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una, como a víboras.
-Por lo que veo -insistí, después que hubo concluido su extravagante imprecación-,
está usted muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura, ¿alcanzó usted a
conocerla? Porque no me parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en
que las brujas andaban todavía por el mundo.
Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se
detuvo un poco, y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me
burlaba, exclamó con un acento de buena fe pasmosa: -¡Que no le parezco a usted de edad
bastante para haberla conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún tres años cabales
que con estos mismos ojos, que se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese
derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido o
de carne, hasta que llegó al fondo, donde se quedó aplastada como un sapo que se coge
debajo del pie?
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre- daré
crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque a mí se me había figurado -añadí
recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas
y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.
-Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no les molestan; y, fundados en que
todo es puro cuento, echaron a presidio a algunos infelices que nos hicieron un bien de
caridad a la gente del Somontano, despeñando a esa mala mujer.
-¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar que quieras que no? ¡A
ver, a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe de ser curioso -añadí, mostrando
toda la credulidad y el asombro suficiente, para que el buen hombre no maliciase que sólo
quería distraerme un rato oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta que no me
refirió los pormenores del suceso no hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los
periódicos de provincia una cosa semejante. El pastor, convencido, por las muestras de
interés con que me disponía a escuchar su relato, de que yo no era uno de esos señores de
la ciudad, dispuesto a tratar de majaderías su historia, levantó la mano en dirección a uno
de los picachos de la cumbre, y comenzó así, señalándome una de las rocas que se
destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris del cielo, que el Sol, al ponerse tras las
nubes, teñía de algunos cambiantes rojizos.
-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas
crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos
doscientos pasos camino atrás de donde nos encontramos en este momento:
próximamente sería la misma hora, cuando creí escuchar unos alaridos distantes, y llantos
e imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas, que ya se oían por
un lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un lobo por entre los zarzales. El
Sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo,
rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a
un esqueleto que se escapa de su fosa, envuelto aún en los jirones del sudario, a una vieja
horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos
contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su
frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos
disformes, que se destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte,
para reconocer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio, se
detuvo un instante sin saber qué partido tomar. Las voces de los que parecían perseguirla
sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando se la veía hacer una contorsión,
encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos que la arrojaban. Sin duda, no traía el
bote de sus endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la
cortadura, dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la
pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!...
Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos
con piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces
comenzó una cosa horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida, se arrojó al
suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los unos, abrazándose a las rodillas de
los otros, implorando en su ayuda a la Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su
condenada boca como una blasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de sus lamentos
como yo de la lluvia cuando estoy bajo techado. -Yo soy una pobre vieja que no ha hecho
daño a nadie; no tengo hijos ni parientes que me vengan a amparar: ¡perdonadme, tened
compasión de mí! -aullaba la bruja; y uno de los mozos, que con la una mano la había
asido de las greñas, mientras tenía en la otra la navaja que procuraba abrir con los dientes,
le contestaba rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya es tarde para lamentaciones, ya
te conocemos todos! -Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces no quiso probar
bocado, y murió de hambre dejándome en la miseria! -decía uno. -¡Tú has hecho mal de
ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches! -añadía el otro; y cada cual
exclamaba por su lado: -¡Tú has echado una suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a mi
novia! ¡Tú has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al pueblo entero!
Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel
clamoreo infernal, y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella
lucha.
La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el tumulto de todas las otras
voces que se reunían para acusarla, dándole en el rostro con sus delitos, y siempre
gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo a Dios y a los santos patronos del lugar
por testigos de su inocencia.
Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como última merced que la dejasen
un instante implorar del Cielo, antes de morir, el perdón de sus culpas, y, de rodillas al
borde de la cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó a
murmurar entre dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo no
podía oír por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban a su
lado lograron entender. Unos aseguraban que hablaba en latín, otros que en una lengua
salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque
diciendo las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.
En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada, y
prosiguió así:
-¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un
guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y
parece que aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco a poco a
lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a
contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una legión
aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces,
el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las
lejanas cumbres, todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso
con toda franqueza: llegué a tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos
instantes para hacer uno de esos terrible conjuros que sacan a los muertos de sus
sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen a la superficie de la tierra,
obedientes a sus imprecaciones, hasta a los más rebeldes espíritus infernales? La vieja
rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto inmóviles, cual si estuviesen
encadenados por un sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando y envolviendo las
peñas, en derredor de las cuales fingían mil figuras extrañas, como de monstruos
deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños
blancos, y listas largas de vapor que, heridas por la última luz del crepúsculo, semejaban
inmensas serpientes de colores.
Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubes que parecía correr al asalto de la
peña sobre cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando por instantes cuándo se
abrían sus senos para abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos, comenzando
una lucha horrible al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí para hacer justicia
en la bruja y los demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en
aquel amargo trance.
-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor e impaciente
ya por conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo
creo que, por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en
las nubes y en cuanto le rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos cada
cual en su agujero sin mezclarse para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?
-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula o,
lo que yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo, y no haber
acabado aún las vísperas; durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que,
viendo que no concluían nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase,
y levantando en alto el cuchillo, se dispuso a herirla. La vieja entonces, tan humilde, tan
hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de
una culebra enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera. ¡Oh!, no; ¡no quiero morir, no quiero morir -decía-; dejadme u os morderé las manos con
que me sujetáis!... Pero aún no había pronunciado estas palabras, abalanzándose a sus
perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados de sangre y la
hedionda boca entre abierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un alarido espantoso,
llevarse, por dos o tres veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y
volvérselas a mirar maquinalmente, y, por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes
como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero. Uno de los mozos a quien la bruja
hechizó a una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte
en el momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes negros y puntiagudos.
¿Pero cree usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la vieja de Lucifer tenía siete
vidas como los gatos. Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro a quien se le
resbalase un pie no pararía hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el
diablo le quitó el golpe o porque los harapos de las sayas la enredaron en los zarzales,
quedó suspendida de uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose y retorciéndose
allí como un reptil colgado por la cola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan
horribles salían de su boca! Se estremecían las carnes y se ponían de punta los cabellos
sólo de oírla... Los mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones,
esperando el instante en que se desgarraría el último jirón de la saya a que estaba sujeta, y
rodaría dando tumbos de pico en pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el ansia
de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas
de maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales; sus dedos largos, huesosos y
sangrientos, se agarraban como tenazas a las hendiduras de las rocas, de modo que
ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y de las manos, quizás hubiese
conseguido subir hasta el borde, si algunos de los que la contemplaban y que llegaron a
temerlo así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal
cantazo en el pecho, que piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón en escalón por
entre aquellas puntas calcáreas, afiladas como cuchillos, hasta dar por último, en ese
arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una vez allí, la bruja permaneció un largo
rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el fango del arroyo que corría
enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a volver en sí y a agitarse
convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos,
que de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si implorando
piedad o amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo algún tiempo removiéndose y
queriendo inúltimente sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un poco de aire, hasta
que al fin se desplomó muerta; muerta del todo, pues los que la habíamos visto caer y
conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca no apartamos
de ella los ojos hasta que, completamente entrada la noche, la oscuridad nos impidió
distinguirla, y en todo ese tiempo no movió pie ni mano; de modo que si la herida y los
golpes no fueron bastantes a acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguas
tantas veces había embrujado en vida para hacer morir nuestras reses. -¡Quien en mal
anda, en mal acaba! -exclamamos después de mirar una última vez al fondo oscuro del
despeñadero; y santiguándonos santamente y pidiendo a Dios nos ayudase en todas las
ocasiones, como en aquella, contra el diablo y y los suyos, emprendimos con bastante
despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada torre las campanas llamaban a la
oración a los vecinos devotos.
Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente a la cumbre más cercana
al pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo oscuro e imponente con su alta
torre del homenaje, de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras, que
transparentaban la luz y parecían los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por
cimiento la pizarra negra de que está formado el monte, y cuyas vetustas murallas, hechas
de pedruscos enormes, parecen obras de titanes, es fama que las brujas de los contornos
tienen sus nocturnos conciliábulos.
La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La Luna se dejaba ver a intervalos por
entre los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y
las campanas de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de oraciones, como al final de la
horrible historia que me acababan de referir.
Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas
impresiones extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas
supersticiones tengan todavía tan hondas raíces entre las gentes de las aldeas, que den
lugar a sucesos semejantes; pero, ¿por qué no he de confesarlo, sonándome aún las últimas
palabras de aquella temerosa relación, teniendo junto a mí a aquel hombre que de tan
buena fe imploraba la protección divina para llevar a cabo crímenes espantosos, viendo a
mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolvía el agua entre las tinieblas,
imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas
oscuras, que parecían fantasmas asomadas a los muros, sentí una impresión angustiosa,
mis cabellos se erizaron involuntariamente, y la razón, dominada por la fantasía, a la que
todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto, y casi creí que las
absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.
Postdata.- Al terminar esta carta y cuando ya me disponía a escribir el sobre, la
muchacha que me sirve y que ha concluido en este instante de arreglar los trebejos de la
cocina y de apagar la lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto
a mi mesa a esperar, como tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le
entregue la carta que ella a su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazona
al romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato a Trasmoz y que en este último
pueblo tiene gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle si conoció a la tía Casca
y si sabe alguna particularidad de sus hechizos, famosos en todo el Somontano. No
pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión
de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor, procurando iluminar con el
candil los rincones oscuros de la celda, antes de responderme. Después de practicada esta
operación, y con voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación, me ha preguntado a
su vez:
-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?
-No, chica -le respondí-; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?
-Porque si es viernes, no puedo despegar los labios sobre ese asunto. Los viernes, en
memoria de que nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas
hacer mal a nadie; pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea
al oído y en el último rincón del mundo.
-Tranquilízate por ese lado, pues a lo que yo puedo colegir de la proximidad del último
domingo, todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.
-No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja, pues de los míos sólo a mi hermana
la mayor, al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.
-¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?
-En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del
Credo.
-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura tal vez?
-¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado a un cedazo.
-Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación
con un cedazo? Porque eso debe de ser curioso.
-Verá usted...: después de las doce de la noche, pues las brujas que lo quisieran impedir
no tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre él
tres cruces con la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las
puntas de unas tijeras, se le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del Credo, da
vueltas por sí sólo, y si no, se está quietico, quietico, como la hoja en el árbol cuando no
se mueve una paja de aire.
-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?
-Lo que es por mí, completamente; pero sin embargo, mirando por los de la casa, cuido
siempre de hacer antes de dormir una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren
por la chimenea, y tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta con el palo en el
suelo.
-¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentro algunas mañanas a la puerta de mi
habitación con las palmas hacia arriba y que me ha hecho pensar que era uno de tus
frecuentes olvidos, no estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si
ya mataron a la bruja y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por
permisión divina anda penando, ¿contra quien tomas esas precauciones?
-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son una familia entera y verdadera, que
desde hace un siglo o dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía
Casca, pero queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que acabarán también, le
sucederá su hija, que aún es moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.
-Según lo que veo, ¿esa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo
regularmente por la línea femenina desde los tiempos más remotos?
-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se
cuenta en el pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las
noches de invierno.
-Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo
me parezco a los niños en mis aficiones.
-Es que esto no es cuento.
-O historia, como tú quieras -añadí por último, para tranquilizarla respecto a la entera
fe con que sería acogida la relación por mi parte.
La muchacha, después de colgar el candil en un clavo, y de pie a una respetuosa
distancia de la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis instancias, me ha referido la
historia de las brujas de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro
día, pues ahora voy a acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros, pero
tranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba, he visto el escobón junto a la puerta
haciéndome la guardia, más tieso y formal que un alabardero en día de ceremonia.
Carta séptima
Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi última carta referirles, tal como me la
contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para
cumplir lo prometido, y va de cuento.
Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano que
Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su
castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi,
pertenece a la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes
fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada
servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo,
cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos
fosos, parecen, en efecto digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una
tradición muy antigua. Parece que en tiempo de los moros, época que para nuestros
campesinos corresponde a las edades mitológicas y fabulosas de la Historia, pasó el rey
por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz; y viendo con maravilla un punto
como aquél, donde gracias a la altura, las rápidas pendientes y los cortes a plomo de la
roca, podía el hombre, ayudado de la Naturaleza, hacer un lugar fuerte e inexpugnable, de
grande utilidad por encontrarse próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose a los
que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en dirección de la cumbre:
-De buena gana tendría allí un castillo.
Oyole un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables
alforjillas al hombro pasaba a la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al
encuentro y a riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo
de su señor y le dijo estas solas palabras:
-Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo a llevaros mañana a vuestro
palacio sus llaves de oro.
Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de
modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, a manera de limosna,
contestole el soberano con aire de zumba:
-Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que
desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz
proseguir nuestro camino.
Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel
con el acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de
arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas por los
blancos y flotantes alquiceles.
-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba
para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían
entre la nube de polvo que levantaban los caballos, un punto detenidos, al arrancar de
nuevo.
-Seguramente -díjole el rey desde lejos y cuando ya iba a doblar una de las vueltas del
monte-; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a
Tarazona a entregarme las llaves.
Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo,
besóla con muestras de humildad; y, después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco
que le servía de turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela de Trasmoz.
Componían entonces este lugar quince o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de
algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae,
allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga
jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el
rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentose a
comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir a hacer
sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó a despachar su pitanza
con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas
barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado
en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el Sol comenzaba a trasmontar las
cumbres.
Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a la orilla del arroyo dando buena cuenta con
gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los
pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluida
esta operación, comenzó a lavarse las manos y el rostro murmurando sus rezos de la tarde.
Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco o seis, y cuando todos hubieron concluido de
rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:
-Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las
fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que a sus fieles dejó
encomendadas el Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano, alcanza el premio:
unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando a quienes se les da en ambas
partes, y de estos seréis vosotros.
Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo,
pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje, y peor desayuno, se miraban entre sí, después
de concluido, como no comprendiendo adónde iría a parar aquella introducción si no era a
pedir una limosna; pero, con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo
su discurso:
-He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscar servidores leales para la guarda y
custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre
una taza de pórfido, a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades,
y he visto uno tras otros venir muchos hombres a hacer las abluciones con sus aguas, éstos
por mera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo
de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del
mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con
nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: -He aquí
hombres fieles a su religión; igualmente lo serán a su palabra. De hoy más no vagaréis por
los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica
fortaleza de que os hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la
atalaya, atento siempre a las señales de los corredores del campo, y pronto a encender la
hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú
cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vueltas cada tres horas alrededor de las torres,
por entre la barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de
ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y, por último, aquel otro correrá con los
almacenes de víveres.
Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar
del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable
no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase
entre dudoso y crédulo:
-¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas
estamos acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el amor que todo hombre tiene a la
tierra que le vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que
como yo todos los que se encuentran presentes.
-Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí -respondió el viejo impasible-; cuando
el Sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra
aldea.
-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el pastor-, si por aquí no hay castillo ni
fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar es la del cabezo del
monte en cuya falda se ha levantado?
-Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras
está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano -insistió el extraño
personaje, a quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar
de loco de remate.
-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las
carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores-. Porque a tal castillo, tal alcaide.
-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando a sus
risueños oyentes con una sonrisa particular-. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?
-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a responderle-. Pero el Sol ha doblado las
cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas.
¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a
cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís
quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus
beneficios y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor con sus espadas
encendidas!
Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y
humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo a carcajadas de la
original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino
que, después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano
algunos sorbos de agua limpia y transparente del arroyo, limpiose con el revés la boca,
sacudió las migajas de pan de la túnica y, echándose otra vez las alforjillas al hombro y
apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma
dirección que sus futuros sirvientes.
La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría y oscura. De pico a pico de la elevada
cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas
hasta a aquel momento por la influencia del Sol, parecían haber esperado a que se ocultase
para comenzar a removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el
mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se
descubría desde las alturas, iba poco a poco palideciendo y pasando del rojo al violado por
un punto, mientras que por el contrario asomaba la Luna redonda, encendida, grande,
como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas
tras otras, amortiguada su luz, por la del astro de la noche.
Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al
escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación,
dejó a un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes
peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del
monte, llegó por último a la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por
completo de la Tierra, y la Luna, que se dejaba ver a intervalos por entre las oscuras
nubes, se había remontado a la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre,
impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico
panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las
olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos
matorrales, adonde en mitad del día, apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de
nuestra relación, que, como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado lo
verán claro más adelante, debía de ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con
haber trepado a la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde
aquél aéreo asiento comenzó a pasear la vista a su alrededor, con la misma firmeza que el
águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.
Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las
alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un
cabo de vela verde, corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y
huesosos en uno de los extremos del estuche, que parecía de metal y era a modo de
linterna, y a medida que frotaba, veíase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa e
inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el
cabo de vela verde, a cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes
antiparras redondas, comenzó a hojear el libro, que para mayor comodidad había puesto
delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas del
libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y
violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y,
parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie
de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que
le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese a alguna persona.
Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido
llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos los espíritus del aire y de la
tierra, del fuego y de las aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño, un
rumor de alas invisibles que se agitaban a la vez, y murmullos y confusos, como de muchas
gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes,
amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas
por el cielo, formando un oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo particular del
caso era que allí a nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más
próximo, y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las
palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de
ilusión o ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar a los
que sólo a sus ojos parecían visibles y, satisfecho sin duda del resultado de su primera
operación, volvió a la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco
nasal comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en
torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la Tierra, los astros y los genios de
la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases
dulces y de suave inflexión, como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve,
como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un
murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las confusas
voces de los fieles cuando acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones
distintos. El viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había
ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un
gran golpe, dio un soplo a la vela verde y, despojándose de las antiparras redondas, se
puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado y desde donde se dominaban las
infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo; con los valles, las rocas y los abismos que
la quiebran. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y
el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la infinita muchedumbre de seres
invisibles y misteriosos que, encadenados a su palabra por la fuerza de los conjuros,
esperaban sumisos sus órdenes:
-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros que sabéis horadar las rocas y abatir los
troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!
Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más
fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyose el ruido de
las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo,
creciendo, hasta que llegó a hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado. El
agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando e
irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de
las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el
suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad
circunscrita a un punto, mientras la Luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y
las aéreas lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso
vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e impulsadas de una fuerza oculta
e interior amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban
gemidos y chasqueaban, próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus
fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte
por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras
comenzaron a saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes a una lluvia
espesa, en el lugar que de antemano señaló el nigromante a sus servidores. Los colosales
troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al
azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, e iban formando una cerca
altísima a manera de bastión, queel agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas
piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con
una argamasa indestructible.
-La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! -murmuró el viejo-; aprovechemos los instantes,
que la noche es corta, y pronto cantará el gallo trompeta del día.
Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de
las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a otros seres ocultos en su fondo,
prosiguió:
-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus
entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y
ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.
Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó a
oír un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue
creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes
que cruza al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de
los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas y resuena, metálico y sonoro, el
choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba
mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y
brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las
concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito
espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas,
fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y
complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un
desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas,
que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente,
mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear
incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el
compás en aquella diabólica sinfonía.
Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora
baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa
del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror creyeron llegado el
instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse
de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal
como en sus revelaciones la pinta el Profeta.
Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea
comenzaron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro y
estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas jornadas, y que
accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y
despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe, en lo posible, saltaba de
la cama listo como él solo, y después de poner en un pie como las grullas a su
servidumbre, se dirigía a los jardines de palacio. Aún no había pasado una hora desde que
vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus
capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por añadidura, con uno
de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los
corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:
-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la
cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y
matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte
como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del
testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada
sobre las alturas; pero después ha salido el Sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo
subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima
atalaya.
Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fue
una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora e interrogante a
los que estaban a su lado tampoco fue cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe
sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había
permitido darle una broma sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues
con acento de mal disimulado enojo exclamó, jugando con el pomo de su alfanje de una
manera particular, como solía hacerlo cuando estaba a punto de estallar su cólera:
-¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz que juro por mis barbas y las del Profeta
que, si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner
una picota para los que lo han inventado!
Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de
sus capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles
y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el
Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos
montes, hay viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta que se
llega a su cumbre. Tocaba el rey casi a la cúspide de esta altura, conocida hoy por la
Ciezma, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir a su encuentro
al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el
mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se
apoyaba, mientras él, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó
una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste,
postrándose de hinojos y sin dar lugar a que le preguntara cosa alguna, sacó de las
alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y
exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su soberano:
-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.
-Pero ¿no es fábula lo del castillo? -preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando
alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible
trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecito, a cuyo aspecto miserable se renovaba
en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.
-Dad algunos pasos más y lo veréis -respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su
promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas
historias tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto.
Dio algunos pasos más el soberano; llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en efecto, el
castillo de Trasmoz apareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si
por acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal como fue en lo antiguo, con sus
cinco torres gigantes, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de
hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas
puntiagudas.
Al llegar a este punto de mi carta, advierto que, sin querer, he faltado a la promesa que
hice en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir a ustedes. Prometí
contarles la historia de la bruja de Trasmoz y sin saber cómo les he relatado en su lugar la
del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas
enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que
se ha enredado en el pico de la pluma; merced a ella y teniendo presente su diabólico
origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre
comprometido a contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y
se encuentran en él como en su casa.
Carta octava
Queridos amigos: En una de mis cartas anteriores dije a ustedes en qué ocasión y por
quién me fue referida la estupenda historia de las brujas, que a mi vez he prometido
repetirles. La muchacha que se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del país, con su
apretador verde, su saya roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de
mi habitación, débilmente alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, a
cuyo escaso resplandor escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj
de pared, único resto del mobiliario de los frailes, y solamente se oían, con breves
intervalos de silencio, profundo, esos ruidos apenas perceptibles y propios de un edificio
deshabitado e inmenso, que producen el aire que gime, los techos que crujen, las puertas
que rechinan y los animaluchos de toda calaña que vagan a su placer por los sótanos, las
bóvedas y las galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda que corre
más válida acerca de la fundación del castillo, y que ya conocen ustedes, prosiguió su
relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa para calcular el efecto que la
primera parte de la historia me había producido, y la cantidad de fe con que podía contar
en su oyente para la segunda.
He aquí la historia, poco más o menos, tal como me la refirió mi criada, aunque sin
giros extraños y sin locuciones pintorescas y características del país, que ni yo puedo
recordar, ni, caso que las recordase, ustedes podrían entender.
Ya había pasado el castillo de Trasmoz a poder de los cristianos, y éstos a su vez,
terminadas las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían concluido por abandonarle,
cuando es fama que hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus
deberes, tan humilde con sus inferiores y tan lleno de ardiente caridad para con los
infelices, que su nombre, al que iba unido una intachable reputación de virtud, llegó a
hacerse conocido y venerado en todos los pueblos de la comarca.
Muchos y muy señalados beneficios debían los habitantes de Trasmoz a la inagotable
bondad del buen cura, que ni para disfrutar de una canonjía, con que en repetidas
ocasiones le brindó el obispo de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin duda fue
el libertarlos, merced a sus santas plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda
vecindad de las brujas, que desde los lugares más remotos del reino venían a reunirse
ciertas noches del año en las ruinas del castillo, que, quizás por deber su fundación a un
nigromante, miraban como cosa propia y lugar el más aparente para sus nocturnas
zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que, antes de aquella época, muchos otros
exorcistas habían intentado desalojar de allí a los espíritus infernales, y sus rezos y sus
aspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil el limosnero (que por este nombre era
conocido nuestro cura) se hizo tanto más grande cuanto más difícil e imposible se juzgó
hasta entonces dar cima a la empresa que él había acometido y llevado a cabo con feliz
éxito, gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y al mérito de sus buenas obras.
Su popularidad y el respeto que los campesinos le profesaban, iban, pues, creciendo a
medida que la edad, cortando, por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle a las
cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el generoso desprendimiento con que siempre
dio a los pobres hasta lo que él había de menester para sí; de modo que, cuando el
venerable sacerdote, cargado de años y de achaques, salía a dar una vueltecita por el
porche de su humilde iglesia, era de ver como los chicuelos corrían desde lejos para venir
a besarle la mano, los hombres se descubrían respetuosamente y las mujeres llegaban a
pedirle su bendición, considerándose dichosa la que podía alcanzar como reliquia y
amuleto contra los maleficios un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con
su suerte el bueno de mosén Gil; mas como no hay felicidad completa en el mundo, y el
diablo anda de continuo buscando ocasión de hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda,
dispuso que por muerte de una hermana menor, viuda y pobre, viniese a parar a casa del
caritativo cura una sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y a la cual consideró
desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la bondad divina para consuelo
de su vejez.
Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente
dieciocho abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus
modales, melosa en el hablar y humilde en presencia de extraños, como todas las sobrinas
de los curas que yo he conocido hasta ahora; pero tanto como la que más, o más que
ninguna, preciada del atractivo de sus ojos negros y traidores, y amiga de emperejilarse y
componerse. Esta afición a los trapos, según nosotros los hombres solemos decir, tan
general en las muchachas de todas las clases y de todos los siglos, y que en Dorotea
predominaba exclusivamente sobre las demás aficiones, era causa continua de domésticos
disturbios entre la sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su pobre
curato de aldea, y siempre en la mayor estrechez a causa de su largueza para con los
infelices, según él decía con una ingenuidad admirable, andaba desde que recibió las
primeras órdenes procurando hacerse un manteo nuevo, y aún no había encontrado
ocasión oportuna. De vez en cuando las discusiones a que daban lugar las peticiones de la
sobrina solían agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades a que estaban
sujetos, y la desnudez en que ambos se veían por dar a los pobres no sólo lo superfluo,
sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces, echando mano de los más deslumbradores
argumentos de su cristiana oratoria, después de repetir que cuanto a los pobres se da a
Dios se presta, acostumbraba a decirle que ño se apurase por una saya de más o de menos
para los cuatro días que se han de estar en este valle de lágrimas y miserias, pues mientras
más sufrimientos sobrellevase con resignación y más desnuda anduviese por amor hacia el
prójimo, más pronto iría, no ya a la hoguera que se enciende los domingos en la plaza del
lugar, y emperejilada con una mezquina saya de paño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar
del Paraíso eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible, y vestida de la gracia
divina, que es el más hermoso de todos los vestidos imaginables. Pero váyale usted con
estas evangélicas filosofías a una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer bien,
aficionada de perifollos, con sus ribetes de envidiosa y con unas vecinas en la casa de
enfrente que hoy estrenan un apretador amarillo, mañana un jubón negro y el otro una
saya azul turquí con unas franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la atención de los
mozos a tres cuartos de hora de distancia.
El bueno de mosén Gil podía considerar perdido su sermón, aunque no predicase en
desierto, pues Dorotea, aunque callada y no convencida, seguía mirando de mal ojo a los
pobres que continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y
unas agujetas azules de las que miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando por
casualidad iba a Tarazona, a todos los adornos y galas que en un futuro, más o menos
cercano, pudieran prometerle en el Paraíso en cambio de su presente resignación y
desprendimiento.
En este estado las cosas, una tarde, víspera del día del santo patrono del lugar, y
mientras el cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba
a verificarse a la mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a la puerta de su
casa. Unas mucho, otras poco, todas las muchachas del pueblo habían traído algo de
Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de la hoguera, en particular sus vecinas,
que, sin duda con intención de aumentar su despecho, habían tenido el cuidado de sentarse
en el portal a coserse las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían feriado sus
padres. Sólo ella, la más guapa y la más presumida también, no participaba de esa alegre
agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las jóvenes,
así en las aldeas como en las ciudades, la aproximación de una solemnidad por largo
tiempo esperada. Pero, digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su quehacer
extraordinario; mosén Gil le había dicho que amasase para el día siguiente veinte panes
más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a los pobres, después de concluida la
misa.
Sentada estaba, pues, a la pmerta de su casa la malhumorada sobrina del cura,
barajando en su imaginación mil desagradables pensamientos, cuando acertó a pasar por la
calle una vieja muy llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad,
caminaba apoyándose en un palito.
-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea, con un tono compungido y doliente-: ¿me
quieres dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura en su santa gloria?
Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una
fórmula consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión, y pronunciadas por
aquella mujer, cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reír con una expresión diabólica,
mientras el labio articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de
Doretea como un sarcasmo horrible, trayéndole a la memoria las magníficas promesas para
más allá de la muerte con que mosén Gil solía responder a sus exigencias continuas. Su
primer impulso fue echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose, por respetos a ser su
casa la del cura del lugar, se limitó a volverla la espalda con un gesto de desagrado y mal
humor bastante signifitativo. La vieja, a quien antes parecía complacer que no afligir esta
repulsa, aproximose más a la joven y, procurando dulcificar todo lo posible su voz de
carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos,
como sonreiría la serpiente que sedujo a Eva en el Paraíso:
-Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo
sirvo a un señor que no se limita a recompensar a los que hacen bien a los suyos en la otra
vida, sino que les da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces;
ahora torno a demandarte socorro por el que yo reverencio.
-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy de humor para oír disparates -dijo Dorotea,
que juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella
incomprensible. Y sin volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente, hizo ademán
de entrarse en el interior de la casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta a ceder
con tanta facilidad en su empeño, asiéndola de la saya la detuvo un instante, y tornó a
decirle:
-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo
hablo, sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la ocasión de tus pesares.
Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la
sobrina del cura, que no acertaba a volver en sí de su asombro, cuantas ideas habían
pasado por su mente, al comparar su triste situación con la de las otras muchachas del
pueblo.
-Mas no te apures -continuó la astuta arpía después de darle esta prueba de su
maravillosa perspicacia-; no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil, y
en cuyo nombre me he acercado a hablarte so pretexto de pedir una limosna; un señor que
no sólo no exige sacrificios penosos de los que le sirven, sino que se esmera y complace en
secundar todos sus deseos; alegre como un juglar, rico como todos los judíos de la tierra
juntos y sabio hasta el extremo de conocer los más ignorados secretos de la ciencia, en
cuyo estudio se afanan los hombres. Las que le adoran viven en una continua zambra,
tienen cuantas joyas y dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal, que con ellos llevan a
cabo cosas sobrenaturales; se hacen obedecer de los espíritus, del Sol y de la Luna, de los
peñascos, de los montes y de las olas del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en
quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos, si quieres gozar de cuanto ambicionas,
a muy poca costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres hermosa, tú eres audaz, tú no
has nacido para consumirte al lado de un viejo achacoso e impertinente, que al fin te dejará
sola en el mundo y sumida en la miseria, merced a su caridad extravagante.
Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntad a oír las palabras de la vieja, fue
poco a poco interesándose en aquella halagüeña pintura del brillante porvenir, que podía
ofrecerle, y aunque sin desplegar los labios, con una mirada entre crédula y dudosa,
pareció preguntarle en que consistía lo que debiera hacer para alcanzar aquello que tanto
deseaba. La vieja entonces, sacando una botija verde que traía oculta entre el harapiento
delantal, le dijo:
-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las
noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oración, por la ventana
que da frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con ésta, y después de apagado el
hogar dejas las tenazas envueltas en las cenizas, yo vendré a verte por la chimenea al toque
de ánimas, y el señor a quien obedezco, y que en muestra de su generosidad te envía este
anillo, te dará cuanto desees.
Esto diciendo, le entregó la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma
mano con que la tomara un anillo de oro, con una piedra hermosa sobre toda ponderación.
La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer a la vieja, permanecía aún
irresoluta y más suspensa que convencida de sus razones; pero tanto le dijo sobre el
asunto y con tan vivos colores supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al
día siguiente, merced a la obediencia, lograse ir a la hoguera de la plaza vestida con un
lujo desconocido, que al fin cedió a sus sugestiones prometiendo obedecerla en un todo.
Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para
los misterios y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la cuenta de la sustitución del agua
con un brebaje maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueño
reposado de los ángeles, cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del hogar y poner,
según fórmula, las tenazas entre las cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y no
otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía de joyas de tanto valor como el anillo y
visitaba a sus amigos a tales horas y entrando por la chimenea.
Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormían asimismo como lirones, excepto
algunas muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos para el día siguiente. Las campanas
de la iglesia dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos y acompasados se
perdieron dilatándose en las ráfagas del aire para ir a expirar entre las ruinas del castillo.
Dorotea, que hasta aquel momento, y una vez adoptada su resolución, había conservado la
firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las órdenes de la bruja, no pudo menos de
turbarse y fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea por donde había de verla
aparecer de un modo tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y apenas se perdió el
eco de la última campanada, cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris y
haciendo un ruido extraño y particular de estos animalitos, cuando con la cola levantada y
el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose con nuestras
piernas. Tras el gato gris cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de los que
llaman moriscos, y hasta catorce o quince de diferentes dimensiones y color, revueltos con
una multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello, y una a manera de
casaquilla roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y venir por la cocina, saltando
de un lado a otro; éstos por los vasares, entre los pucheros y las fuentes, aquéllos por el
ala de la chimenea, los de más allá revolcándose entre la ceniza y levantando una gran
polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar su cascabel, se ponían de pie al borde
de las marmitas, daban volteretas en el aire o hacían equilibrios y dislocaciones pasmosas,
como los clownes de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato gris, que parecía el jefe
de la banda, en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes había creído reconocer la sobrina
del cura los de la vieja que le habló por la tarde, levantándose sobre las patas traseras en la
silla en que se encontraba subido, dirigió la palabra en estos términos.
-Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en
nuestra primitiva forma y que comencemos a ayudarte a fraguar las galas para las fiestas y
a amasar los panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruz con la
mano izquierda invocando a la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.
Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto lo que se le decía, y los gatos se
convirtieron en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron a cortar y otras a
coser telas de mil colores, a cual más vistoso y llamativo, hilvanando y concluyendo sayas
y jubones a toda prisa, en tanto que los sapillos, diseminados por aquí y por allá, con unas
herramientas diminutas y brillantes, fabricaban pendientes de filigrana de oro para las
orejas, anillos con piedras preciosas para los dedos, o armados de su tirapié y su lezna en
miniatura, cosían unas zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien acabadas, que merecían
calzar el pie de una hada. Todo era animación y movimiento en derredor de Dorotea; hasta
la llama del candil que alumbraba aquella escena extravagante parecía danzar alegre en su
piquera de hierro, chisporroteando y plegando y volviendo a desplegar su abanico de luz,
que se proyectaba en los muros en círculos movibles, ora oscuros, ora brillantes. Esto se
prolongó hasta rayar el día, en que el bullicioso repique de las campanas de la parroquia
echadas a vuelo en honor del santo patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos,
anunciaron el alba a los habitantes de la aldea. Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén
Gil, sin sospechar la parte que las brujas habían tomado en su elaboración, repartió,
terminada la misa, sus panes entre los pobres; las muchachas bailaron en las eras al son de
la gaita y el tamboril, luciendo los dijes y las galas que habían traído de Tarazona, y ¡cosa
particular!, Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber pasado la noche en claro
amasando el pan de la limosna, como pequeño asombro de su tío, ni se quejó de su suerte,
ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que pasaban emperejilados por sus puertas,
mientras ella permanecía aburrida y sola en su casa.
Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces.
Mosén Gil se metió en su cama al toque de oraciones, según tenía de costumbre, y la
gente joven del lugar encendió la hoguera en la plaza donde debía continuar el baile:
Dorotea, entonces, aprovechando el sueño de su tío, se adornó apresuradamente con los
hermosos vestidos, presente de las brujas, púsose los pendientes de filigrana de oro, cuyas
piedras blancas y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas gotas de rocío sobre un
melocotón dorado, y, con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada dedo, se dirigió al
punto en que los mozos y las mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al
resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, coronadas de chispas de mil colores, se
levantaban por cima de los tejados de las casas, arrojando a lo lejos las prolongadas
sombras de las chimeneas y la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que su aparición
produciría. Sus rivales en hermosura, que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron
oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban el honor de alcanzar una mirada de
sus ojos, y las mujeres se mordían los labios de despecho. Como le habían anunciado las
brujas, el triunfo de su vanidad no podía ser más grande.
Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus joyas
y sus vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se habló en el pueblo de otro
asunto.
-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a Mosén Gil-: tenéis a vuestra sobrina hecha un
pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que, después de dar lo que dais en
limosnas, aún os quedaba para esos rumbos!
Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que ni siquiera podía figurarse la verdad de
lo que pasaba, creyendo que querían embromarle, aludiendo a la pobreza y la humildad en
el vestir de Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, personaje de primer orden en los
pueblos, se limitaba a contestar sonriendo y como para seguir la broma:
-¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.
Las galas de Dorotea hacían entretanto su efecto.
Desde aquella noche en adelante no faltaron enramadas en sus ventanas, música en sus
puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos cantares y estos ramos tuvieron
el fin que era natural, y a los dos meses la sobrina del cura se casaba con uno de los mozos
mejor acomodados del pueblo; el cual para que nada faltase a su triunfo, hasta la famosa
noche en que se presentó en la hoguera, había sido novio de una de aquellas vecinas que
tanto la hicieron rabiar en otras ocasiones, sentándose a coser sus vestidos en el portal de
la calle. Sólo el pobre mosén Gil perdió desde aquella época para siempre el latín de sus
exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las brujas, con grande asombro suyo y de sus
feligreses, tornaron a aposentarse en el castillo; sobre los ganados cayeron plagas sin
cuento; las jóvenes del lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles; los niños
eran azotados por las noches en sus cunas, y los sábados, después que la campana de la
iglesia dejaba oír el toque de ánimas, unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas,
y todas a caballo sobre sus escobas, los habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de
viejas, espesa como las grullas, que iban a celebrar sus endiablados ritos a la sombra de los
muros y de la ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.
Después de oír esta historia, he tenido ocasión de conocer a la tía Casca, hermana de
la otra Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes, y vástago de la dinastía de
brujas de Trasmoz que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo
ni dónde. Por más que, al decir de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora final
de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el estado en que se hallan los espíritus en el
país, promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en cuenta que la que vive no será
para largo en razón a su avanzada edad, ya comienza a decirse que la hija despunta en el
oficio y que una netezuela tiene indudables disposiciones; tan arraigada está entre estas
gentes la creencia de que de una en otra lo vienen heredando. Verdad es que, como ya
creo haber dicho antes de ahora, hay aquí en cuanto a uno le rodea un no sé qué de
agreste, misterioso y grande que impresiona profundamente el ánimo y lo predispone a
creer en lo sobre-natural.
De mí puedo asegurarles que no he podido ver a la actual bruja sin sentir un
estremecimiento involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada que me lanzó,
observando la curiosidad impertinente con que espiaba sus acciones, hubiera podido
hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy avanzada la tarde, y por una especie de
tragaluz, al que se alcanza desde un pedrusco enorme de los que sirven de cimiento y
apoyo a las casas de Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán ustedes creer, pero
hasta tiene sus barbillas blancuzcas y su nariz corva, de rigor en las brujas de todas las
consejas.
Estaba encogida y acurrucada junto al hogar entre un sinnúmero de trastos viejos,
pucherillos, cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las que la luz de la llama parecía
centuplicarse con sus brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervía yo no sé
qué en un cacharro, que de tiempo en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez
sería un guiso de patatas para la cena; pero impresionado a su vista, y presente aún la
relación que me habían hecho de sus antecesoras, no pude menos de recordar, oyendo el
continuo hervidero del guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin nombre de las
brujas del Macbeth de Shakespeare.
Carta novena
A la señorita doña M. L. A.
Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado
hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina historia de la imagen, en honor de la cual
un príncipe poderoso levantó el monasterio, desde una de cuyas celdas he escrito mis
cartas anteriores.
Es una historia que, aunque transmitida hasta nosotros por documentos de aquel siglo
y testificada aún por la presencia de un monumento material, prodigio del arte, elevado en
su conmemoración, no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica,
piedra de toque a cuya prueba se someten hoy día todas las verdades.
A esa terrible crítica, que, alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando
las tradiciones gloriosas y los héroes nacionales, y ha acabado por negar hasta el carácter
divino de Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta, que desde luego calificaría de
conseja de niños?
Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas en letras de molde, porque la mía es
mala, y sólo así le será posible entenderme; por lo demás, yo las escribo para usted, para
usted exclusivamente, porque sé que las delicadas flores de la tradición sólo puede
tocarlas la mano de la piedad, y sólo a ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin
marchitar sus hojas.
En el valle de Veruela, y como a una media hora de distancia de su famoso monasterio,
hay, al fin de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un
grueso pilar de argamasa y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de
musgo, merced a la continuada acción de las lluvias, y al que los años han prestado su
color oscuro e indefinible, se ve una especie de nicho que en su tiempo debió de contener
una imagen, y sobre el cónico capitel que lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos
brazos han desaparecido. Al pie crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume,
entre una alfombra de menudas yerbas, las aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros
de flores azules, y otra gran porción de plantas olorosas y saludables. Un arroyo de agua
cristalina corre allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón de juncos y
lirios blancos que dibuja sus orillas, y, en el verano, las ramas de los chopos, agitadas por
el aire que continuamente sopla de la parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.
Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él aconteció, hará próximamente unos siete
siglos, el suceso que dio origen a la fundación del célebre monasterio de la Orden del
Cister, conocido con el nombre de Santa María de Veruela.
Refiere un antiguo códice, y es tradición constante en el país, que, después, de haber
renunciado a la corona que le ofrecieron los aragoneses, a poco de ocurrida la muerte de
Don Alonso, en la desgraciada empresa de Fraga, Don Pedro Atares, uno de los más
poderosos magnates de aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que era señor, y
donde en compañía de algunos de sus leales servidores, y como descanso de las continuas
inquietudes, de las luchas palaciegas y del batallar de los campos, decidió pasar el resto de
sus días entregado al ejercicio de la caza, ocupación favorita de aquellos rudos y valientes
caballeros, que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan propiamente se ha llamado
simulacro e imagen de la guerra.
El valle en que está situado el monasterio, que dista tres leguas escasas de la ciudad de
Borja, y la falda del Moncayo, que pertenece a Aragón, eran entonces parte de su dilatado
señorío; y como quiera que de los pueblecillos que ahora se ven salpicados aquí y allá por
entre las quiebras del terreno, no existían más que las atalayas y algunas miserables
casucas, abrigo de pastores, que las tierras no se habían roturado, ni las crecientes
necesidades de la población habían hecho caer al golpe del hacha los añosísimos árboles
que lo cubrían, el valle de Veruela, con sus bosques de encinas y carrascas seculares, y sus
intrincados laberintos de vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro abrigo a los ciervos y
jabalíes, que vagaban por aquellas soledades en número prodigioso.
Aconteció una vez que, habiendo salido el señor de Borja, rodeado de sus más hábiles
ballesteros, sus pajes y sus ojeadores, a recorrer esta parte de sus dominios, en busca de la
caza en que era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamente
extraordinaria, dadas las condiciones del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar a la
vuelta de la jornada como trofeo de la expedición.
Dábase a todos los diablos Don Pedro Atares, y, a pesar de su natural prudencia,
juraba y perjuraba que había de colgar de una encina a los cazadores furtivos, causa, sin
duda, de la incomprensible escasez de reses que por vez primera notaba en sus cotos; los
perros gruñían cansados de permanecer tantas horas ociosos atados a la traílla; los
ojeadores roncos de vocear en balde, volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos
se disponían a tomar la vuelta del castillo para salir de lo más espeso del carrascal antes
que la noche cerrase, tan oscura y tormentosa como lo auguraban las nubes suspendidas
sobre la cumbre del vecino Moncayo, cuando de repente una cierva, que parecía haber
estado oyendo la conversación de los cazadores, oculta por el follaje, salió por entre las
matas más cercanas, y, como burlándose de ellos, desapareció a su vista para ir a perderse
entre el laberinto del monte. No era aquélla seguramente la hora más a propósito para
darle caza, pues la oscuridad del crepúsculo, aumentada por la sombra de las nubes que
poco a poco iban entoldando el cielo, se hacía cada vez más densa; pero el señor de Borja,
a quien desesperaba la idea de volverse con las manos vacías de tan larga excursión, sin
hacer alto en las observaciones de los más experimentados, dio apresuradamente la orden
de arrancar en su seguimiento, y, mandando a los ojeadores por un lado y a los ballesteros
por otro, salió a brida suelta y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó rezagados en la
furia de su carrera tras la imprudente res que de aquel modo parecía haber venido a
burlársele en sus barbas.
Como era de suponer, la cierva se perdió en lo más intrincado del monte, y a la media
hora de correr en busca suya, cada cual en una dirección diferente, así don Pedro Atares,
que se había quedado completamente solo, como los menos conocedores de terreno de su
comitiva, se encontraron perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la noche, y la
tormenta, que durante toda la tarde se estuvo amasando en la cumbre del Moncayo,
comenzó a descender lentamente por la falda y a tronar y a relampaguear, cruzando las
llanuras como un majestuoso paseo. Los que las han presenciado pueden sólo figurarse
toda la terrible majestad de las repentinas tempestades que estallan a aquella altura, donde
los truenos, repercutidos por las concavidades de las peñas, las ardientes exhalaciones,
atraídas por la frondosidad de los árboles, y el espeso turbión de granizo congelado por las
corrientes de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta el punto de hacernos creer
que los montes se desquician, que la tierra va a abrirse debajo de los pies, o que el cielo,
que cada vez parece estar más bajo y más pesado, nos oprime como con una capa de
plomo. Don Pedro Atares, sólo y perdido en aquellas inmensas soledades, conoció tarde
su imprudencia y en vano se esforzaba para reunir en torno suyo a su dispersa comitiva; el
ruido de la tempestad que cada vez se hacía mayor, ahogaba sus voces.
Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba a desfallecer ante la
perspectiva de una noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los
desencadenados elementos; ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba a
proseguir adelante, inmóvil y como clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al
cielo, dejó escapar involuntariamante de sus labios una piadosa oración a la Virgen, a
quien el cristiano caballero tenía costumbte de invocar en los más duros trances de la
guerra, y que en más de una ocasión le había dado la victoria.
La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió a la tierra para protegerle. Yo quisiera
tener la fuerza de imaginación bastante para poderme figurar cómo fue aquello. Yo he
visto pintadas por nuestros más grandes artistas algunas de esas místicas escenas; yo he
visto, y usted habrá visto también, a la misteriosa luz de la gótica catedral de Sevilla; uno
de esos colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar
para pasmo de los hombres un rayo de esa diáfana atmósfera en que nadan los ángeles
como en un océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la intensidad de las sombras
en un punto del cuadro para dar mayor realce a aquel en que se entreabren las nubes como
una explosión de claridad; allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el arte
luchando con sus limitados recursos para dar idea de lo imposible.
Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con
sonidos o con colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo rodea; todo lo
abrillanta, que, por decirlo así, se compenetra en todos los objetos y los hace aparecer
como de cristal, y en su foco ardiente lo que pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me
figuro como se iría descomponiendo el temeroso fragor de la tormenta en notas largas y
suavísimas, en acordes distintos, en rumor de alas, en armonías extrañas de cítaras y
salterios; me figuro ramas inmóviles, el viento suspendido, y la tierra, estremecida de
gozo, con un temblor ligerísimo al sentirse hollada otra vez por la divina planta de la
Madre de su Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un instante sobre sus
hombros. Me figuro, en fin, todos los esplendores del cielo y de la la tierra reunidos en un
solo esplendor, todas las armonías en una sola armonía, y en mitad de aquel foco de luz y
de sonidos, la celestial Señora, resplandeciendo como una llama más viva que las otras
resplandece entre las llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol brillaría otro sol
más brillante.
Tal debió de aparecer la Madre de Dios a los ojos del piadoso caballero, que bajando
de su cabalgadura y postrándose hasta tocar el sucio con la frente, no osó levantarlos
mientras la celeste visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese un templo en
honra y gloria suya.
El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz se comenzó a debilitar como la de un
astro que se eclipsa; la armonía se apagó, temblando sus notas en el aire, como el eco de
una música lejana, y don Pedro Atares lleno de un estupor indecible, corrió a tocar con sus
labios el punto en que había puesto sus pies la Virgen. Pero ¡cuál no sería su asombro al
encontrar en él una milagrosa imagen, testimonio real de aquel prodigio, prenda sagrada
que, para eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba al desaparecer la celestial
Señora!
A esta sazón, aquellos de sus servidores que habían logrado reunirse y que, después de
haber encendido algunas teas, recorrían el monte en todas direcciones, haciendo señales
con las trompas de ojeo a fin de encontrar a su señor por entre aquellas intrincadas
revueltas, donde era de temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron al sitio en que
acababa de tener lugar la maravillosa aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores
todos del suceso, improvisáronse unas andas con las ramas de los árboles, y en piadosa
procesión, conduciendo los caballos del diestro e iluminándola con el rojizo resplandor de
las teas, llevaron consigo la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico castillo
entraron al mediar la noche.
Como puede presumirse, don Pedro Atares no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el
deseo que había manifestado la Virgen. Merced a sus fabulosas riquezas, se allanaron
todas las dificultades que parecían oponerse a su erección, y el suntuoso monasterio con
su magnífica iglesia, semejante a una catedral, sus claustros imponentes y sus almenados
muros, levantose como por encanto en medio de aquellas soledades.
San Bernardo en persona vino a establecer en él la comunidad de su Regla y asistir a la
traslación de la milagrosa imagen desde el castillo de Borja, donde había estado
custodiada, hasta su magnífico templo, de Veruela, a cuya solemne congregación
asistieron seis prelados y estuvieron presentes muchos magnates y príncipes poderosos,
amigos y deudos de su ilustre fundador, don Pedro Atares, el cual, para eterna memoria
del señalado favor que había obtenido de la Virgen, mandó colocar una cruz y la copia de
su divina imagen en el mismo lugar en que la había visto descender del cielo. Este lugar es
el mismo de que he hablado a usted al principio de esta carta, y que todavía se conoce con
el nombre de La Aparecida.
Yo oí por primera vez referir la historia, que a mi vez he contado, al pie del humilde
pilar que la recuerda, y antes de haber visto el monasterio que ocultaban aún a mis ojos las
altas alamedas de árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres.
Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría
luego los umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del arte cristiano; que guarda
aún en su seno la misteriosa escultura, objeto de ardiente devoción por tantos siglos, y a la
que nuestros antepasados, de una generación en otra, han tributado sucesivamente las
honras más señaladas y grandes. Allí, día y noche, y hasta hace poco, ardían delante del
altar en que se encontraba la imagen, sobre un escabel de oro, doce lámparas de plata que
brillaban, meciéndose lentamente, entre las sombras del templo, como una constelación de
estrellas; allí los piadosos monjes, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban a todas horas
sus alabanzas en un canto grave y solemne, que se confundían con los amplios acordes del
órgano; allí los hombres de armas del monasterio, mitad templo, mitad fortaleza; los pajes
del poderoso abad y sus innumerables servidores la saludaban con ruidosas aclamaciones
de júbilo, como a la hermosa castellana de aquel castillo, cuando en los días clásicos, la
sacaban un momento por sus patios, coronados de almenas, bajo un palio de tisú y
pedrería.
Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de
sus altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando por las hendiduras de sus
muros, y las ortigas y los jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera
del alma una profunda sensación de involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de
la torre se abren rechinando sobre sus enmohecidos goznes con un lamento agudo,
siempre que un curioso viene a turbar aquel alto silencio, y dejan ver el interior de la
abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los
abades. Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y
de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos artífices de la Edad Media
los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta que se colgaba un
tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no volverá a
abrirse; ni volverá a entrar por ella la multitud de los fieles, convocados al son de las
campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre. Para penetrar hoy en el
templo es preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el
primero, internarse en el claustro procesional, sombrío y húmedo como un sótano, y,
dejando a un lado las tumbas en que descansan los hijos del fundador, llegar hasta un
pequeño arco que apenas si en mitad del día se distingue entre las sombras eternas de
aquellos medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin inscripción y con una espada
groseramente esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso Don Pedro Atares quiso
que reposasen sus huesos.
Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más
grande de nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de
figuras caprichosas y formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la
más basta de Valencia hace las veces de pila para el agua bendita; de las robustas bóvedas
cuelgan aún las cadenas de metal que sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido;
en los pilares se ven las estacas y las anillas de hierro de que pendían las colgaduras de
terciopelo franjado de oro, de las que sólo queda la memoria; entre dos arcos existe
todavía el hueco que ocupaba el órgano; no hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz;
no hay altares en las capillas, el coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad
por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan
particular que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.
Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los despedazados restos de otros altares,
recogidos por alguna mano piadosa, y alumbrado por una lamparilla de cristal con más
agua que aceite, cuya luz chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la santa imagen,
objeto de tanta veneración en otras edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño de
la muerte tantos próceres ilustres, a la puerta de cuyo monasterio dejó su espada como en
señal de vasallaje un monarca español, que atraído por la fama de sus milagros, vino a
rendirle, en época no muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto esplendor, de tanta
grandeza, de tantos días de exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en las
antiguas crónicas del país, y una piadosa tradición entre los campesinos que de cuando en
cuando atraviesan con temor los medrosos claustros del monasterio para ir a arrodillarse
ante Nuestra Señora de Veruelas, que para ellos, así en la época de su grandeza como en
la de su abandono, es la santa protectora de su escondido valle.
En cuanto a mí, puedo asegurar a usted que en aquel templo, abandonado y desnudo,
rodeado de tumbas silenciosas, donde descansan ilustres próceres, sin descubrir, al pie del
ara que la sostiene, más que las mudas e inmóviles figuras de los abades muertos,
esculpidas groseramente sobre las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la
milagrosa imagen, cuya historia conocía de antemano, me infundió más hondo respeto, me
pareció más hermosa, más rodeada de una atmósfera de solemnidad y grandeza
indefinibles que otras muchas que había visto antes en retablos churriguerescos, muy
cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas de luces en forma de pirámides y de estrellas,
muy engalanadas con profusión de flores de papel y de trapo.
A usted y a todo el que sienta en su alma la verdadera poesía de la religión, creo que le
sucedería lo mismo.
FIN DEL TOMO SEGUNDO
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