Carne de su carne

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Carne de su carne
de Miguel Campion
Advertencia preliminar:
El manuscrito que están a punto de leer fue hallado en la cripta de un monasterio
en ruinas cuyo nombre no vamos a mencionar para no perturbar la paz que reina en
tan remoto y olvidado lugar. Tampoco citaremos los nombres de los componentes
de la expedición arqueológica que, al abrir uno de los sepulcros de los antiguos
monjes, descubrió que la tumba estaba vacía, con la excepción de un paquete
cuidadosamente envuelto en cuero. Dentro de este paquete se pudo hallar un
pergamino donde estaba escrita la insólita historia que van a leer a continuación.
Les advertimos que no es un relato agradable para los delicados de espíritu.
Queda dicho, así que si vuelven la página, lo que suceda después será solamente
responsabilidad suya.
I
Tenía yo quince años cuando conocí a Belial. Él fue el primer hombre a quien
conocí. Desde que guardo memoria, y la guardo casi desde el día de mi nacimiento,
no había conocido a otra persona que Lissia, hasta la llegada de Belial. Yo llamaba
por su nombre a la mujer que me trajo al mundo, la llamaba Lissia por expreso
deseo suyo. Creo recordar, o más bien recuerdo, que la primera palabra que brotó de
mis labios infantiles fue su nombre, Lissia. Aquel día, bien me acuerdo, al oír su
nombre en mi boca, Lissia esbozó una sonrisa en su rostro blanco como el mármol,
y besó con sus labios de sangre mis labios pálidos.
Lissia me enseñó a hablar, a leer, a escribir; me introdujo en el vasto horizonte de
la biblioteca familiar, me dijo qué libros me era provechoso leer, y cuáles no servían
sino de fútil alimento para el tedio. Lissia me señaló, entre la inmensidad de los
miles de lomos de libros de piel, oro y nácar, un lomo de metal oscuro que presidía
la inmensa biblioteca. Ese inalcanzable lomo de metal se hallaba justo en el centro
de la sala, tenía tantos libros a su derecha como a su izquierda, tantos encima como
debajo. Era el lomo del más maravilloso y extraño de los libros: el Saturygena.
Lissia me dijo que una gran catástrofe asolaría el mundo, nuestro mundo, si yo
osaba tan siquiera tocar el lomo metálico del Saturygena. Y yo le obedecí con
verdadera devoción. Jamás se me ocurrió violentar la prohibición, ni siquiera pensé
en la terrible posibilidad. Jamás desobedecí a Lissia, hasta la llegada de Belial.
Y digo que Belial fue el primer hombre al que conocí, y digo bien, aunque no fue
mi primer amigo. Mi primer amigo, mi gran, querido e inseparable amigo de
infancia fue un niño que se llamaba como yo, Alceán.
Alceán era mi amigo desde el tiempo en que no tengo ya recuerdos. Sin embargo,
sí recuerdo vívidamente, tan vívido como un sueño, el día en que Lissia conoció a
Alceán. Antes de aquel día, Alceán y yo éramos secretos compañeros de juegos.
Siempre que Lissia me dejaba solo, siempre que salía de la casa, Alceán venía a
jugar conmigo. Los dos reíamos, peleábamos, corríamos libres, sin cansarnos jamás.
Era el único secreto que yo no compartía con Lissia. Cuando ella volvía, Alceán
siempre se había marchado tan rápidamente como había aparecido, como si en
realidad no fuera más que un producto de mi imaginación infantil.
El día en que yo cumplía cinco años, Alceán me regaló un violín. Era un violín
del color del ámbar, de una madera dura y suave que parecía tener vida aun después
de haber sido cortada y cincelada. Alceán me susurró al oído: “Era mío, ahora es
tuyo. Tócalo siempre que quieras que yo venga”. Encajé el cuerpo vivo del violín en
mi cuello, y posé mis dedos infantiles en las tensas cuerdas. Alceán tomó con fuerza
la mano que me quedaba libre, y colocó el arco en mi palma. Contuve la
respiración, comencé a acariciar levemente las cuerdas con el arco, y del violín
nació un sonido lánguido, cálido, con la misma tonalidad ambarina de su fuente.
Toda la habitación se impregnó de un olor penetrante, como de cirio, de miel y de
incienso mientras tocaba una canción que parecía surgir sola del violín. Alceán y yo
nos sentimos embriagados con ese sonido, con ese aroma, con la canción que
Alceán me enseñaba sólo con mirarme a los ojos. Cada nueva nota que salía de mi
violín, de mis dedos, era una nota que Alceán me dictaba en ese preciso instante.
Los dos comenzamos a reír, dulcemente, como en los sueños. Entonces me fijé por
primera vez en los ojos de Alceán. Eran del color de la miel, como el ámbar, como
el alimento sagrado que reposa eternamente líquido en los cuencos de los faraones
muertos.
Lissia abrió súbitamente la puerta, y gritó cuando vio el violín entre mis manos.
La sangre de su rostro se agolpó en sus sienes tirantes, y sus ojos de obsidiana
vacilaron en las cuencas levemente hundidas. Lissia me miró y dijo:
- ¿Dónde has encontrado ese violín?
Yo miré a Alceán, y los dos reprimimos una risa cómplice. Lissia no apartó sus
ojos de fuego de mi rostro. No tuve más remedio que decirle la verdad, como
siempre hacía. Le dije que me lo había dado Alceán. Los labios y las sienes de
Lissia palidecieron. Lissia se quedó inmóvil, como una efigie de cera. En aquel
breve instante de quietud, Lissia me trajo a la memoria la imagen de la Santa
Tecilay, que estaba en la cripta del casón, siempre velada por un cirio mortecino.
Me gustaba pasar horas enteras observando a la Santa Tecilay. Era de mi misma
estatura, y tenía el rostro de una mujer. Sus cabellos negros desaguaban, ordenados,
en el manto empedrado que la cubría de barbilla a pies. La Santa Tecilay tenía los
ojos cerrados, y su piel era como hecha de cera.
Lissia estuvo inmóvil, como Tecilay, tan sólo unos instantes. Luego miró hacia
donde se hallaba Alceán, y éste mantuvo sus ojos de madera viva fijos en las
obsidianas de Lissia. Ella habló:
- No entiendo, Alceán. En esta habitación estamos solos tú y yo. Aquí no hay
nadie más. Nadie que se llame Alceán, sino tú.
Yo miré a mi amigo, y él me guiñó el ojo.
- Tu madre no puede verme, ni oírme, Alceán.
- ¿Por qué?- inquirí.
- Porque ella cree que sólo existe un Alceán.
Lissia dio un respingo, y sus ojos desesperados buscaron a Alceán por toda la
habitación. Supongo que, por vez primera, había oído su voz, aunque parecía no
poder verle. Antes de que yo pudiera dar una contestación a las misteriosas palabras
de Alceán, Lissia sacó un puñal fino y brillante de su vestido negro, y lo lanzó hacia
el rincón de la estancia donde yo veía a Alceán. Pero él ya no estaba ahí o, al menos,
yo ya no podía verle.
El puñal se hincó, certero, en la pared, y Lissia y yo pudimos oír un grito
espantoso que venía de ese rincón, y vimos precipitarse desde la nada un borbotón
de sangre oscura que regó el suelo de madera. La sangre siguió manando de la nada,
de la nada donde un momento antes estaba Alceán, y salpicó obscenamente mi
violín y mis mejillas enrojecidas por la excitación del momento.
Lissia, aterrorizada, me tomó de la mano, y me sacó del cuarto. Esa habitación
permaneció cerrada con llave muchos años, años en los que nunca osé penetrar en
ella. Nunca habría vuelto a entrar si Belial no hubiera llegado a la casa, a mi vida.
Del mismo modo que nunca sospeché que podría llegar a querer a nadie tanto como
amaba a Lissia. El amor que profesé a Alceán era un amor infantil, leve como el
vuelo de un vencejo. Aunque no volví a verle desde el día que Lissia nos descubrió
con el violín, no me entristeció apenas su desaparición. Lissia me dijo que no había
muerto, porque nunca había vivido. Yo lo acepté como algo natural. Sólo vivíamos
ella y yo.
Desde aquel día, Lissia fue, única y exclusivamente, mi vida. Yo me levantaba
para ver su rostro, me enfrascaba en la lectura árida de ancianos volúmenes para
recitarlos después en sus oídos, tañía mi violín para acunar su sueño, caminaba por
los largos corredores por los que Lissia me guiaba.
El casón de mi familia era inmenso, oscuro e inagotable. Un extraño podría
haberse perdido entre los incontables pasillos, las inesperadas salas y las
interminables escalinatas. Lissia y yo hacíamos viajes por aquel mundo, oculto para
el resto de los seres, y abierto tan sólo al goce de Lissia y al mío propio. Nunca salí
del casón, y nunca tuve la necesidad de hacerlo. Nunca supuse que hubiera nada
fuera de él. Esos corredores, esas habitaciones lúgubres y de ventanas clausuradas
eran todo mi mundo.
Lissia se encargaba del cuidado de nuestro hogar. Conocía cada esquina, cada
mueble, cada cajón, cada peldaño, cada libro de la biblioteca, y me lo fue enseñando
todo. Exceptuando el prohibido Saturygena, todo era para mí, todo era nuestro. Mas
de cuando en cuando, Lissia abría la puerta que conducía al exterior y se marchaba,
dejándome solo. Entonces, yo me entregaba, con frenético y sublime goce, a
arrancar suspiros a mi violín. Su brisa misteriosa resonaba en cada astilla del casón,
y todo el mundo vibraba y entonaba el cántico extremado del que aguarda la venida
de su dios. Aquella música era la oración que yo elevaba a Lissia. Siempre tocaba
una canción distinta, siempre inventaba una melodía diferente, nunca igual a aquella
primera música que Alceán me enseñó. Siempre obtenía respuesta a mi plegaria.
Al poco, Lissia llegaba con vasijas y bandejas llenas de soberbios manjares.
Lissia mimaba con sus manos de hielo los frutos más exuberantes, las hierbas más
aromáticas, las carnes más delicadas, especialmente las carnes, y componía con
devoción sacra las más sublimes ofrendas que dios alguno haya recibido jamás.
Cada día, Lissia inventaba para mí un nuevo plato, descubría ante mis ojos ávidos
una nueva delicia.
Su manjar favorito, mi manjar favorito también, eran las carnes que devorábamos
siempre muy poco hechas. Fuera del tipo que fuera, nunca faltaba carne en nuestra
mesa, siempre exquisita, tierna, fresca, viva. Lissia y yo sonreíamos gozosos, con
los dientes llenos de sangre. Me gustaba ver a Lissia devorando ávida la deliciosa
carne que ella misma traía del mundo exterior. Estaba más bella que nunca cuando
su dentadura afilada y alba cortaba limpiamente la carne y sus labios brillaban
salpicados por la sangre.
Las carnes que Lissia cocinaba eran sublimes, pero nunca comí manjar que no
fuera exquisito, y nunca faltaron viandas que llevarme a la boca cuando lo deseé. Yo
pensaba que Lissia me otorgaba todos estos dones como recompensa por la
devoción que yo sentía por ella. Lissia era todo mi mundo y yo la adoraba como una
diosa que me premiaba con sus dones: su amor, el conocimiento y la comida.
Ahora que aquel tiempo dichoso terminó, me sorprende que nunca se me
ocurriera preguntarme por la existencia de otros seres, de otros mundos. Yo
dominaba las más diversas materias del saber, recogidas en la ingente biblioteca
familiar. Conocía a la perfección las hazañas de César, los trabajos de Hércules, las
peripecias de Ulises. Jamás pensé siquiera en la posibilidad de que alguno de ellos
hubiera existido en realidad, fuera de aquellas hojas tintadas. Para mí no existía más
ser de carne y hueso que Lissia. Ella era única, era la única persona que yo
concebía, puesto que no podía haber otra semejante, y menos aún miles de ellas.
César, Hércules y Ulises eran seres de fantasía que vivían en los mundos extraños
de la biblioteca. Eran insignificantes comparados con Lissia. Eran quietos y débiles
como el papel en el que vivían. No eran seres de carne y hueso como Lissia o yo.
También hoy, que vivo fuera de aquel mundo que era el mío, me pregunto por
qué jamás tuve curiosidad por franquear la puerta del casón, la entrada a ese otro
mundo en el que Lissia penetraba y del que volvía cargada de dones maravillosos.
Creo recordar que, siendo muy niño, le pregunté a Lissia por el mundo de fuera del
casón. Lissia me dijo que, si cruzaba la puerta, sería infeliz para siempre. Si quería
seguir siendo feliz, debía permanecer en nuestra casa, en el mundo que yo conocía,
en los pasillos y las salas, entre libros y manjares, solamente con ella. Cuando le
pregunté por qué ella sí salía del casón, Lissia me dijo que solamente ella conocía el
modo de extraer cosas buenas del otro mundo, que sólo ella tenía esa facultad, y que
yo no debía intentarlo nunca, pues una gran catástrofe destruiría nuestro mundo.
Temerosa de que le desobedeciera, Lissia se tomaba grandes molestias en cerrar
bien la puerta cuando se iba de la casa. Para mí era un misterio el origen del
pavoroso y chirriante ruido de los cerrojos que había al otro lado de la puerta, el
lado que yo nunca veía. Me imaginaba horrendos monstruos acechando detrás de
aquella puerta, espantosas criaturas que solamente Lissia podía doblegar.
Así pues, yo nunca conocí otro mundo que el del casón familiar. Nunca
vislumbré la menor claridad a través de las ventanas selladas de mi hogar, nunca
escuché más sonido proveniente de ese mundo terrible de más allá de la puerta que
el de los tenebrosos cerrojos. Y nunca osé cruzar aquella puerta, hasta el día en que
Belial entró por ella. ¿Cómo no voy a recordar ese día, el día en que la torre en la
que vivía encerrado, todo el universo que yo conocía, comenzó a desplomarse?
II
Yo acababa de cumplir quince años. Mi amor por Lissia había variado, se había
ampliado con turbadores recovecos que yo no llegaba a comprender. Ella era todo
mi mundo, la única persona viva a quien yo conocía y la amaba ciega y
profundamente, como jamás podré amar a nadie, con toda mi alma y todo mi
cuerpo, mi sangre y mi carne en la cúspide de su juventud. La adoraba
enfermizamente, la amaba tanto que me dolía cada sensible fibra de mi cuerpo de
hombre recién nacido, tanto en su presencia como en su ausencia.
Lissia había salido al mundo exterior, a conseguir nuevas golosinas para mi
placer. Recuerdo que, antes de marcharse, Lissia se volvió para darme un beso,
como siempre hacía, y se quedó petrificada al verme. Pude apreciar en sus ojos el
mismo temblor que hubo en ellos el día en que Alceán desapareció, envuelto en un
fragor de sangre y música. Fui a preguntarle por el motivo de su turbación, pero
Lissia no me dejó. Sus labios de escarlata palpitaban con cada latido de su corazón.
Vi caer de sus ojos fríos un par de lágrimas delicadas. Habló.
- ¡Alceán!
Miles de veces había escuchado mi nombre en sus labios, pero nunca ella lo
había dicho del modo en que lo pronunció esa vez. Aquel tono quebradizo me hacía
presagiar misterios que hasta entonces yo ni siquiera había sospechado. Todo mi
vello se erizó, y el corazón se me subió a trompicones a la garganta, y mis sienes
pálidas se sonrojaron tanto que ardían, y mi aliento se agitó.
Lissia hundió sus dedos de marfil entre los mechones desordenados de mi
cabellera, y me atrajo hacia sí. Sus labios de sangre acariciaron los míos, como
siempre hacían, aunque esta vez fue de distinta forma. Lissia permaneció pegada a
mí un instante que pareció eterno. Su cuerpo de fuego negro se fundió con mi frágil
figura en un abrazo ardiente. Lissia suspiró, su rostro pegado al mío, y su aliento
entrecortado acarició el bozo de mis labios, que se abrieron levemente, por instinto,
como flores nocturnas. Sentí la lengua húmeda de Lissia palpitando sobre mi
lengua, y sus dientes mordiendo mis dientes, y todo su cuerpo quemando mi cuerpo
adolescente. Sentí en mi interior una espada de fuego que parecía desgarrar mi
vientre.
Mi cuello se inclinó hacia atrás, y perdí el contacto con su boca. Me entregué,
lánguido, a su abrazo, y al instante noté sus labios gruesos en mi garganta, y su
respiración turbada en mi nuca, y sus dientes afilados penetrando en mi piel virgen
y el sonido callado de mi sangre brotando entre sus labios. No recuerdo nada más de
aquel episodio. Después de sentir aquellos dientes acariciando mi cuello, sólo sé
que dormí durante un tiempo que no soy capaz de determinar, y que, cuando
desperté, me hallé solo en la inmensidad del casón. Tenía la sensación de estar solo,
pese a que no había visto marcharse a Lissia. Tal vez había soñado con ella, y
recordaba vagamente su negra figura temblorosa, turbada, saliendo por la puerta
como si escapara de algo.
Bajé al vestíbulo de la casa para cerciorarme de que Lissia se había marchado.
Me quedé mirando la puerta del casón un instante, y me vino a la mente la extraña
idea de que Lissia había dejado la puerta abierta. Como si alguien quisiera dar
respuesta a mi corazonada, una fuerte ráfaga de viento azotó la gruesa hoja de la
puerta, y esta cedió y se abrió de par en par, y se cerró de nuevo con rapidez de
trueno. La luz del exterior me cegó, no pude ver nada, pero la claridad de aquel
destello me aterró. Subí corriendo las escaleras y me refugié en mi habitación.
Lissia había olvidado cerrar la puerta por primera vez en quince años. ¿Tenía algo
que ver su olvido con su extraño beso, tenía yo la culpa de su descuido?
Para tranquilizarme, decidí hacer lo que siempre solía cuando Lissia no estaba.
Tomé mi violín y comencé a tocarlo lentamente. Había progresado mucho desde
que Alceán me lo regalara: conseguía arrancar a ese trozo de madera viva las más
hermosas melodías, oraciones que yo inventaba para complacer a Lissia. Nunca
había vuelto a tocar la primera canción que aprendí, aquella que Alceán me enseñó
antes de marcharse para siempre. Quizá aquel don para la música no fuera algo
propiamente mío, sino una facultad recibida del pequeño Alceán como herencia. Él
era quien me había regalado ese violín mágico, hecho de una madera que yo no
había visto en ningún otro objeto del casón. Él era quien lo había regado con su
sangre, la sangre que brotó de su cuello invisible y dejó una marca indeleble en el
instrumento.
Me hallaba tan embebido en el cantar del violín que no me di cuenta del bramido
del viento en el exterior, ni del fuerte golpe que dio la puerta al abrirse de nuevo, ni
del avance sigiloso de unos pasos sobre las tarimas gimientes del casón. Ni siquiera
percibí a aquel ser hecho de sombra y fuego cuando penetró en la habitación y se
paró detrás de mi espalda. Solamente supe que alguien había llegado cuando sentí
unos dedos delgados y tibios cubriendo mis ojos. Creyendo que era Lissia, dejé el
violín sobre la mesa, y posé mis manos en sus manos, y acepté el abrazo cálido que
dio cobijo a mi espalda. Cuando volví el rostro, y giré mi cuerpo dentro de aquellos
brazos que me arropaban, me encontré de bruces con el rostro de Belial.
Mi alma se conmovió ante el descubrimiento insospechado de un ser que no era
Lissia, un ser cálido, humano, de carne y sangre como Lissia, que sin embargo no
era ella. Sus ojos enormes también eran de obsidiana, sus labios generosos también
eran de sangre, su melena profunda también era como el ala del cuervo, su cuerpo
esbelto era también de fuego. Una persona que hubiera conocido a miles de
hombres podría haber hallado un asombroso parecido entre Belial y Lissia. Pero yo,
que solamente conocía a una persona, encontré a Belial tan diferente, tan
inconcebible, que mi mente no pudo establecer relación alguna entre Lissia y él.
Aquella inesperada aparición cambió el mapa de mi cosmos. ¿Qué o quién era
ese ser? ¿Era acaso comparable a Hércules o Ulises? ¿O era, por el contrario, de la
misma materia carnal y viva que Lissia? Descubrir a Belial fue para mí como para
un hombre primitivo descubrir un nuevo sol en el cielo, un nuevo sol tan cálido
como el que creía único, y tan digno de adoración como el primero. Sin embargo,
este hecho no era fácil de asumir. Un sol debe ser único. Dos soles en un mismo
cielo pierden su gloriosa majestad y se convierten en dos estrellas. A menos que uno
de esos dos soles sea, en realidad, la luna.
Belial seguía rodeándome con sus brazos, mirándome fijamente con sus ojos
brillantes. Despegó los labios.
- Alceán, ¿me recuerdas?
Oír su voz grave, prodigiosa, fue para mí otro nuevo descubrimiento. Pero no era
tan sólo por el hecho de escuchar por primera vez la voz grave de un hombre, sino
porque aquel sonido me resultó vagamente familiar. Era como si hubiera conocido a
Belial mucho tiempo atrás, y me hubiera olvidado de él por completo y en aquel
instante hubiera vuelto a recordar con toda intensidad que existía.
Belial me apretó todavía más contra su pecho. Podía escuchar el impetuoso
cabalgar de su corazón, vivo como el de Lissia. Me miró profundamente a los ojos,
y vi una inenarrable ternura en un rostro que no era el de Lissia. Belial me besó, me
besó dulcemente, y musitó:
- Mi pequeño Alceán, ¿no recuerdas a tu tío Belial?
Toda la sangre de mi cuerpo se volcó completamente, el alma me abrasó la
garganta, mi pecho se desgarró de arriba abajo al oír aquel nombre, al sentir esa
respiración en mi cuello, ese beso que me recordaba tantos otros besos, tantos
susurros que habían permanecido olvidados por completo en algún lugar de mi
mente. ¿Cómo podía haber olvidado aquella dulzura que hacía retumbar mis sienes?
¿Cómo había podido olvidar a mi tío Belial? Lo había olvidado, digo bien, pues al
escuchar mi nombre en sus labios, el recuerdo renació en mi cerebro como un
relámpago. Yo había amado a Belial, le había amado tanto como a Lissia o puede
que más.
Traté de recobrar la razón. Era imposible que ya conociera a Belial. Yo recordaba
perfectamente toda mi vida desde el día de mi nacimiento. Ahora sé que esto no era
normal, pero puedo asegurar que yo no tenía que hacer esfuerzo alguno para
rememorar cada día de mi vida infantil. Y Belial no estaba en esos recuerdos, no
hasta su repentino regreso. Belial había entrado en mi vida del mismo modo que un
recuerdo perdido. Lo único que sabía de él era que, merced a algún misterio
insondable, lo había conocido y amado, y después lo había olvidado por completo.
Lo demás era confusión.
Belial me apartó de sí y me contempló, sonriente.
- Eres casi un hombre - dijo, y brillaron sus ojos -, y no eras más que una criatura
cuando nos separamos. Sé que estás confundido, que no sabes quién soy, y que al
mismo tiempo sientes que lo sabes perfectamente. No te preocupes, pobre cachorro,
pues no es culpa tuya. Dentro de poco podré mostrarte la verdad y entonces lo
comprenderás todo.
Belial alargó su mano, que parecía mágicamente pintada a brochazos en la
penumbra de la habitación, y acarició mi rostro y mi cabello. Iba a decir algo,
cuando los dos oímos un repentino portazo en el piso inferior. Lissia había vuelto.
Belial y yo permanecimos mudos, quietos, mientras escuchábamos sus pasos
nerviosos devorando las escaleras. Lissia irrumpió en la estancia como un ave
amenazante, tenebrosa. Sus ojos de piedra temblaron al posarse en Belial, del
mismo extraño modo en que temblaron el día que mató a Alceán. Lissia no se
sorprendió, se aterrorizó. En sus sienes se dibujó un arabesco de venas cárdenas que
delató su mal disimulado horror.
- Dejaste la puerta mal cerrada - dijo Belial, sonriendo.
- ¡Tú no puedes estar aquí ! - gritó Lissia, espantada.
Belial repuso tranquilo, dominante.
- Yo debo estar aquí, y lo sabes. Del mismo modo que tú tenías que olvidarte de
cerrar la puerta hoy, precisamente hoy. Está escrito, ¿lo recuerdas?
Lissia no le dejó continuar, y se lanzó sobre él, enloquecida.
- ¡No me lo quites, por favor!
Yo me acurruqué en un rincón del cuarto, y me abracé a mi violín. Lissia
golpeaba con histeria el pecho de Belial, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto.
Jamás la había visto tan desesperada. Mi tío la agarró fuertemente de las muñecas, y
trató de conseguir que se calmase. Lissia dejó de darle puñetazos. Se desplomó,
como una marioneta, a los pies de Belial, que siguió agarrándola por sus muñecas
lánguidas. Lissia torció la cabeza entre sus dos brazos apresados y me miró,
suplicante.
- Alceán, amor mío. Ve a tu alcoba y no salgas de ahí hasta que yo te lo diga. Mi
hermano y yo tenemos que hablar.
Aliviado, obedecí a Lissia y me encerré en la alcoba. Allí permanecí,
sobrecogido, durante horas que parecieron interminables. Mi alcoba estaba cerca de
la estancia en la que discutían Lissia y Belial, sin embargo, si bien era capaz de oír
los sollozos y los gritos de Lissia, no podía distinguir el contenido de las frases que
cruzaban. Tampoco podía pensar, todo era tan confuso... ¿Cómo podía conocer y
amar con tanta intensidad a un ser al que había llegado a olvidar por completo?
¿Cómo podía amarle si lo único que recordaba de él era, precisamente, que le
amaba? Su nombre, y su amor, eran lo único que yo recordaba, y me hubiera
gustado no recordar nada más.
Estaba intentando ordenar mis pensamientos cuando Belial me llamó con dulzura
a través de la puerta de mi alcoba.
- Alceán, mi pobre niño, ¿me permites entrar?
Yo le di, anhelante, el permiso que él reclamaba. Belial abrió la puerta, y se
detuvo en el quicio. Su singular figura se recortó en las tinieblas del pasillo. Era
muy alto, esbelto, y llevaba un traje negro muy elegante, entallado, bordado con
negros arabescos. Su cabello abundante moría suavemente en el cuello alto de la
chaqueta, y enmarcaba un rostro anguloso, de una fiera belleza, en el que refulgían,
negras como la noche más tenebrosa, dos obsidianas idénticas a las que tantas veces
había venerado en otro rostro. Aquellos ojos eran exactamente iguales a los de
Lissia, o quizá los de ella fueran una imitación de los de Belial. Lo mismo sucedía
con sus labios, llenos de sangre hirviente los de ambos hermanos, guardando el
codiciado tesoro de unos dientes perfectos, como cuchillos prodigiosos y
antiquísimos clavados en recta hilera en la entrada de un sepulcro pagano. ¡Cuántas
noches los había admirado en la boca de Lissia, mientras ellos destrozaban, con
total dominio, las carnes sangrientas que ella cocinaba de modo sobrenatural!
Belial sonrió, y se acercó a mí. Su semblante se tornó ligeramente grave para
decirme:
- Tu madre ha caído enferma, muy enferma, Alceán. Tú mismo la has visto. ¿A
que nunca la habías visto tan temblorosa, tan pálida? Ahora debe guardar reposo y
nadie debe molestarla bajo ningún concepto, o de lo contrario podría morir. ¿Tú no
quieres que eso suceda, verdad que no? ¿Tú sabes qué es la muerte?
- Sí, Belial.
- ¿Cómo puedes saberlo? Eres tan sólo un chiquillo.
- Soy prácticamente un hombre - repliqué, y Belial sonrió -. Sé cómo es la
muerte, y no la temo. Lissia me dijo que nadie muere por completo. Siempre queda
algo de su ser que vuelve a vivir dentro de otra persona. Pero yo no quiero que eso
suceda, no quiero que Lissia se vaya aunque fuera a regresar después.
Belial me acarició, y me dijo que no debía temer por Lissia si la dejaba descansar
y bajo ningún concepto iba a su habitación a importunarla sin que ella reclamara mi
atención.
- Así lo ha ordenado Lissia expresamente, ¿entiendes?
Asentí, totalmente hipnotizado por los ojos y la voz de Belial, que continuó
explicándome que Lissia le había pedido que cuidara de mí mientras permaneciera
enferma y que a partir de entonces yo debía obedecer a Belial en todo.
- ¿Me obedecerás en todo, Alceán? - me dijo mirándome a los ojos, y no sé por
qué motivo yo creí que iba a estallar de felicidad cuando, torpemente, con labios
temblorosos, prometí que así lo haría.
No me dio más explicaciones, ni yo se las pedí. Belial me dijo que yo aún tenía
que comprender muchas cosas extrañas que habían sucedido ese día, y me mandó
que me acostara. Belial supervisó con atención cómo me desnudaba y me acostaba
y, cuando estuve bien arropado en el lecho, se acercó hasta la cabecera y me dio un
beso ardiente en la mejilla, muy cerca de los labios.
- Mañana lo entenderás todo, mi pequeño.
Extinguió la llama del candil con las yemas de sus dedos, y sus ojos brillantes
fueron lo último que vi antes de cerrar los míos. Era como si sus ojos negros se
pudieran ver en la penumbra.
Aquella noche vinieron a mí extraños y turbadores sueños en los que Belial
aparecía en las tinieblas, me besaba y me atenazaba con sus brazos, de un modo que
me proporcionaba tan intenso placer como insufrible dolor, tan al mismo tiempo
que yo creía enloquecer y cerraba con fuerza los ojos, y cuando los abría veía sobre
mí una ominosa bestia caliente, mitad humano mitad animal, que tenía los mismos
ojos que Belial, y los mismos dientes, y que me provocaba una atroz repulsión y
simultáneamente, un irresistible deseo.
III
Desperté con una placentera sensación de mareo a la mañana siguiente, y con la
firme certeza de que Lissia estaba enferma y yo no debía siquiera acercarme a su
alcoba pues esas eran sus órdenes. Me sentía seguro, Belial velaba por los dos. Me
vestí y me dispuse a abrir la puerta de mi cuarto para buscar a Belial. Cuando salí de
la habitación, lo hallé esperándome en el pasillo.
- ¿Quieres desayunar, Alceán?
Asentí, y seguí a mi tío escaleras abajo, suponiendo que nos dirigíamos al
comedor. No pude evitar lanzar un grito de angustia cuando vi que Belial alargaba
su mano hacia el tirador de la puerta del casón, la puerta que se abría al terrible
mundo exterior.
- ¡No, Belial! - grité - No debes abrir esa puerta.
Belial se volvió extrañado hacia mí, y me preguntó por la causa de semejante
prohibición. Yo le expliqué que sería eternamente infeliz si franqueaba esa puerta,
que el caos se apoderaría del mundo, que a pesar de ser la puerta que llevaba al
lugar donde estaban los manjares que tanto adoraba, no sería capaz de conseguirlos
sino de atraer sobre mí una horrible calamidad. Nadie sino Lissia podía conseguir
algo provechoso de ese mundo lleno de peligro y maldad que acechaba detrás de la
puerta.
- ¿Cómo sabes que todo eso es cierto si nunca lo has visto con tus propios ojos? repuso Belial -. Si me acompañas, te demostraré que ahí fuera existen maravillas de
las que tú solamente conoces el nombre.
- No, Belial. No debo salir. Lissia me lo prohibió.
- Lissia ordenó anoche que tú debías obedecerme mientras ella continúe enferma.
Y ahora yo te invito a que vengas conmigo. Sígueme, Alceán.
No sabía qué hacer. Por primera vez en mi vida tenía unas poderosas ansias por
descubrir qué había más allá de los límites del mundo. Sentía de modo imperioso la
necesidad de conocer, pero me retenía la impresión remota de estar traicionando a
Lissia. Belial estiró su mano larga, grácil, y penetró en mi espíritu con sus ojos de
piedra.
- Ven conmigo, Alceán, ven...
Con paso titubeante, me acerqué hasta Belial y cerré los ojos con fuerza mientras
él abría la puerta. A través de mis párpados pude sentir una luz inmensa, una
atmósfera distinta a la que yo conocía, un manto cegador que todo lo envolvía. Abrí
los ojos y vi la luz.
El espectáculo que apareció ante mí era mil veces más espléndido que los versos
de todos los poetas de la biblioteca. Vi, por primera vez, los ví: el prado verde,
bordado de rocío; el bosque lejano, envuelto en brumas; el camino de piedras grises,
toscas, que indicaba la dirección hacia otros prados, otros bosques, otras casonas,
otros jóvenes como yo, otros dioses como Lissia y Belial; el cielo infinito al que no
podía mirar fijamente, que tan solo podía entrever y mucho menos comprender en
toda su imposible magnitud...
Belial me tomó de la mano y me llevó camino abajo, hasta que perdimos de vista
el casón. No me importó. Yo caminaba absorto, hechizado por la belleza del nuevo
mundo. Belial me introdujo en el bosque, me guió a través de la espesura, me llevó
hasta un sombrío paraje en la orilla de un río. El pequeño claro se hallaba rodeado
de árboles por todas partes. El tapiz de yerbas altas de color verde intenso se
desgarraba abruptamente para abrir paso al arroyo impetuoso que corría desbocado
hacia su ignorado final.
Belial me miró, sonriente, y me dijo:
- ¿Te gustan las manzanas?
Yo me apresuré a decir que sí. Recordaba las verdes manzanas que Lissia me
ofrecía, como si brotaran de sus dedos transparentes. Belial se acercó a uno de los
árboles que crecían en el paraje y arrancó de entre su lujuriosa hojarasca una
manzana roja.
- El árbol está lleno de ellas - dijo - y el bosque está lleno de árboles como éste y
los bosques son incontables en la tierra infinita. Dime, Alceán, ¿qué puede haber de
malo en tomar por uno mismo lo que de bueno hay en este mundo?
Belial me ofreció la manzana, y yo la mordí con pasión, pero él la arrancó al
instante de mi boca. Me dijo que debía ser yo mismo quien tomara una manzana del
árbol. De ese modo, pude arrancar del manzano un nuevo fruto exuberante, que
devoré con el fervor del recién convertido a una religión. Un acto tan sencillo como
tomar una manzana de un árbol cambió por completo mi visión del universo. No
sólo había visto el mundo exterior, lo había desgarrado, lo había mordido, lo había
tragado: lo había hecho mío.
Después del desayuno, Belial me fue enseñando cada ser viviente que en el
bosque pudimos encontrar, y yo ninguno conocía al verlo, si bien había leído sus
nombres en los libros. Poco a poco, mi mundo de nombres se fue tornando un
mundo de carne y vida. Belial se regocijaba con cada una de mis muestras de
ingenuidad, y yo admiraba sus explicaciones sabias sobre todos los hechos
prodigiosos que se mostraban aquel día por vez primera ante mis ojos. Y después de
ese día vinieron otros, y Belial me enseñaba cada nueva mañana una nueva flor en
el borde de la vereda, y cada noche una nueva estrella en el firmamento insondable,
tan misterioso y deseable como los ojos imposibles de mis dos dioses particulares y
omnipotentes.
Desde el día de la llegada de Belial yo no había vuelto a ver a Lissia, pero las
noticias que aquel me daba de ésta no me hacían temer por Lissia ni por mí. Apenas
pensaba en ella. Mientras Belial estuviera a nuestro lado, nada malo podría
sucedernos. Yo seguía con verdadera fe cada indicación de Belial, y creo que tal
habría hecho aun cuando Lissia no lo hubiera ordenado expresamente. Porque todo
lo que antes había sido Lissia para mí, lo era ahora Belial, con tal intensidad que
parecía borrar el recuerdo y la ausencia de Lissia.
Un día, en el riachuelo, Belial me propuso que nos bañáramos. Me faltó tiempo
para acoger la idea con entusiasmo. Nos desnudamos rápidamente, y nos
zambullimos en la transparencia celestial del arroyo, entre risas. El agua nos llegaba
a la cintura, y estaba tan fresca que hacía palpitar con fuerza mi vientre. Belial se
lanzó sobre mí e inició una pelea amistosa. Nos revolcábamos sobre los cantos
rodados, y salpicábamos la yerba de las orillas con la espuma del riachuelo.
Reíamos a carcajada viva, piel contra piel, sus ojos de piedra arañando mi carne.
Belial demostraba una juventud que parecía desafiar al tiempo, y una fuerza
grandiosa capaz de arrancar un roble de las entrañas de la tierra. Pronto me hallé,
vencido y exhausto, bajo su cuerpo de fuego. Mi espalda se afirmó sobre una roca
plana, pulida y viscosa que retenía el loco ímpetu del arroyo hasta obligarle a
precipitarse en descabellados borbotones. Los mechones desordenados y
empapados de Belial goteaban lentamente encima de mi rostro.
- ¿Sientes el frescor del agua, Alceán? - dijo él -. Aquí el río aún es joven, y su
agua es fresca todavía, límpida, y su fuerza está desbocada. Pero mucho más abajo,
más abajo de lo que tú conoces, este mismo río avanza torpemente, espeso, turbio, y
termina deteniéndose en una ciénaga donde el lodo tibio ahoga la vida de los peces.
Escucha, Alceán, querido pequeño mío. Semejante al arroyo, hoy tu carne es joven
aún, está llena de vida, de sangre que bulle bajo tu piel. Es injusto y abyecto,
repugnante, que esta carne que ahora palpita bajo las yemas de mis dedos termine
agotada y lánguida como el limo de la ciénaga. Tú no quieres que eso suceda,
¿verdad que no? Mírame, Alceán, yo aún tengo la carne viva. No es tan fresca como
la tuya, pero todavía es impetuosa. ¿Y sabes por qué? Porque palpita con el tumulto
de la carne joven como la tuya, y vive gracias a la vida fresca como la tuya, mi
querido Alceán.
Todo esto lo dijo mi tío Belial apretando mi pecho y mis brazos con enorme
fuerza. Sus palabras misteriosas exaltaron mi mente y erizaron mi vello. Aquella
noche volví a soñar con aquella bestia que tenía sus ojos y su esencia, ese demonio
que recorría con su hocico los rincones más vergonzantes de mi cuerpo, olfateando
el aroma de mi carne, esa bestia que me rozaba con sus labios y su aliento, que tenía
unos dientes como puñales, que me clavaba en el cuello, en el pecho, en el vientre,
en cada rincón de mi cuerpo, y soñé con sangre que manaba a borbotones tibios y
espesos desde lo más profundo de mi ser y que empapaba mi lecho.
Desperté anhelando la presencia de Belial, y le busqué por todo el casón, pero no
lo hallé por ninguna parte. Me sentí inmensamente desvalido, y recordé lo que solía
hacer cuando Lissia me dejaba solo. Tomé mi violín de ámbar y comencé a
interpretar, no sé por qué razón después de tanto tiempo, la fúnebre melodía que mi
amigo Alceán me enseñara cuando era niño.
Repito que no sé por qué volví a tocar esa canción que no había oído desde mi
quinto cumpleaños, pero algo me empujó a hacerlo. Toda la casa se llenó con el son
triste de mi violín, y nada hubo en el aire salvo su melancólico desgarro. Pero cesé
de tocarlo bruscamente cuando me pareció escuchar el leve quejido de una voz
amada. ¿Acaso no era Lissia quien susurraba débilmente mi nombre escaleras
arriba? Subí corriendo al piso superior, y pegué mi oído a su puerta sellada.
- ¡Alceán! - clamó la débil garganta de Lissia -. ¿Estás ahí, mi niño?
Las lágrimas se arracimaron en mis párpados cuando escuché el quejido
lastimero de Lissia. Quise contestar y me disponía a articular palabra, pero lo que oí
en aquel instante paralizó los músculos de mi garganta. Un escalofrío de terror
recorrió mi cuerpo al oír esa voz, esa cándida voz infantil que respondía a Lissia
desde el cuarto clausurado en el que mi amigo Alceán había desaparecido en el aire
el día de mi quinto cumpleaños.
- ¡Lissia! Tengo miedo... - sollozó la voz infantil -. Está oscuro, y no me puedo
mover. ¡Ayúdame!
Me quedé paralizado por el horror. Yo había oído antes esas mismas palabras,
retumbando en mi cerebro, largo tiempo atrás. En aquel instante así me parecía
recordarlo, y de nuevo recordaba algo olvidado, y en mi confusión creía recordar
que era yo mismo quien había pronunciado esos gemidos de dolor.
Presa de un inenarrable terror, bajé corriendo las escaleras y salí fuera del casón,
y eché a correr por el camino de piedra, sin parar, hasta que me perdí entre los
árboles y la umbría reparadora del bosque. Agotado, me tumbé entre la hojarasca
muerta, y me dormí.
Me despertó el rumor de risas y el chapoteo en el río cercano. Anduve unos
cuantos pasos y asomé la cabeza entre unos matorrales para ver qué sucedía en la
orilla. Allí, jugando en el arroyo como hiciera días antes conmigo, estaba Belial.
Apresaba con fuerza los brazos de un joven de aspecto inquietante. La piel del joven
era oscura, de un moreno casi verdoso, y su entrecejo poblado, y sus miembros
estaban excesiva y grotescamente desarrollados y velludos. Me recordó a la
descripción que los poemas clásicos hacen de los faunos.
Belial pronto doblegó al joven, y lo tendió en la orilla, y se inclinó sobre su
cuello. Desde el escondite desde el que yo espiaba a los dos luchadores no lo pude
ver claramente, pero me pareció que Belial mordía al joven en el cuello. Lo que sí
pude ver con claridad fueron los borbotones de sangre oscura, espesa, que tiñeron la
piel de oliva del joven, y desaguaron, salvajes, en la corriente rizada del arroyo.
No quise ver más, porque aquel espectáculo produjo en mí una mezcla de rabia y
placer que turbó mi entendimiento. Volví caminando lentamente al casón, y cuando
entré en el vestíbulo, hallé a Belial esperándome.
- Vamos a cenar - me dijo -. Hoy he cazado, y hemos de devorar la carne mientras
continúe fresca.
Una idea espantosa cruzó por mi mente, pero rechacé el pensamiento por
imposible y ominoso. No quise pensar que la carne que Belial había cocinado para
mí fuera la carne de aquel joven de piel oscura. No quise oír los lamentos que
parecían sonar con cada mordisco que daba a ese trozo de carne. No quise
explicarme el suceso que acababa de presenciar en el río, ya que la única
explicación posible me hacía sentir escalofríos.
Con los días, las atenciones de Belial, su mirada escrutadora fija sobre mí,
protegiéndome y deseándome, me hicieron ir olvidando poco a poco el turbador
episodio, y así pude seguir descubriendo y disfrutando del mundo de la mano de mi
nuevo dios. Pero el buen tiempo dio paso a las lluvias, y pronto mi tío y yo nos
vimos obligados a no salir del casón. El mundo se nos volvió pequeño, y una tarde
nos sorprendimos sintiendo por primera vez tedio. Aquel vetusto casón era tan
conocido para ambos que nada nuevo podía ofrecer. Se lo dije a Belial, me
vanaglorié de conocer cada astilla de la casa, y él me desafió.
- Tú no conoces a la Santa Tecilay.
Contradije a Belial. Yo sí la conocía. Mas él insistió.
- Tú no la has visto. No la has visto de verdad.
Le brillaban los ojos pétreos mientras descendíamos a la cripta, y aún más
centellearon cuando su brillo eclipsó al del mantón empedrado de la Santa. Estaba
allí, quieta, con los ojos cerrados, tal y como yo la recordaba. Pero Belial me dijo:
- ¿Quieres verla de verdad?
Y sin esperar a mi contestación, comenzó a desabrochar el manto de la Santa
Tecilay, hasta dejarla completamente desnuda.
Su carne amarillenta, cérea, resplandecía a la luz de las velas. La escultura era la
reproducción exacta del cuerpo de una niña de unos cinco años, pura, inocente. El
celo del escultor le había llevado a dibujar incluso la leve marca que señalaba a la
niña como futura mujer. Nunca debí haber hecho caso a Belial cuando me dijo que
tocara a la Santa Tecilay. Mis dedos se estremecieron con el contacto de una piel
que era tan suave como mi propia piel. Mis ojos maldijeron el día en que vieron la
luz del sol cuando observaron que no había ni una sola costura en parte alguna de la
imagen. No era una escultura, era una momia, una niña condenada grotescamente a
la eternidad de una lóbrega cripta, quién sabe hacía cuántos siglos.
Belial llenó la oscuridad de la cripta con sus carcajadas. Yo rompí a llorar, y salí
corriendo de allí.
IV
Me encerré en mi alcoba, mas pronto entró en ella Belial. Me consoló y me pidió
perdón por haberme asustado mostrándome a la Santa Tecilay.
- Pobre niño mío, aún no estás preparado para ciertas cosas - me dijo -. Quiero
que perdones mi torpeza aceptando de mí un regalo.
En aquel momento, desconfiaba un poco de él. No mostré entusiasmo.
- No temas, Alceán. Lo que verás seguro que te gustará.
Y diciendo esto, salió de mi alcoba, para regresar al instante, con una caja de
madera en sus manos.
- Aquí se oculta algo que tú no has visto jamás.
Tomé la caja y la abrí, intrigado. En el revés de la tapa pude ver la imagen
vívidamente real de un joven de unos quince años. Sus ojos eran del color del
ámbar, y su rostro era dulcemente pálido, y sus labios delicados eran de marfil.
Temblé, y él tembló.
Cuando ya creía agotadas las maravillas que el mundo podía mostrarme, me di de
bruces con un espejo, que me reveló por vez primera mi propio rostro. Maldije en
voz baja a Lissia por haberme ocultado ese precioso tesoro que me permitía
escudriñar en el fondo inmenso de esos ojos de miel a través de los que veía el
mundo. En silencio me pregunté por qué Lissia había establecido tantos vetos
absurdos en mi vida si normalmente, cada vez que Belial me ayudaba a transgredir
uno, descubría una nueva maravilla. Sentí ira contra Lissia.
Pero la prodigiosa magia de aquel efecto volvió a secuestrar mi atención, y me
cegué con el brillo de mis propios ojos de ámbar, el mismo ámbar de los ojos de
Alceán, mi secreto amigo infantil. Era extraño verse a uno mismo, era algo casi
contranatural. Sin embargo, fue mucho más inquietante la sensación que me asaltó
inmediatamente después. Se me presentó la idea de que ese rostro que se enmarcaba
en la cajita de madera no era el mío. Era extremadamente parecido a mí, pero no era
yo mismo. No era capaz de adivinar qué misterio escondían los ojos ambarinos de
ese joven desconocido que, al mismo tiempo, sentía tan cercano como si fuera yo
mismo.
Belial se puso detrás de mí, y me agarró de los hombros.
- Mírate - me dijo -. Ya eres casi un hombre, Alceán. Se acerca un momento
crucial en tu vida, quizá el más relevante de todos. Ya tienes un hermoso bozo, mi
pequeño - acarició el vello de mi rostro, y rió a grandes carcajadas -. Tal vez fuera
este el momento de que aprendieras a afeitarte, pero no te enseñaré... Prefiero
recordarte así.
Sonriendo con perversidad, besó mi cuello de un modo lúbrico que me recordó la
repugnancia - y la turbación - que se apoderó de mí cuando espié la muerte del
fauno en el arroyo. Mi tío salió de la estancia y marchóse del casón, quien sabe si a
profanar la vida de otro joven, pensé, lleno de asco y de celos.
Yo me quedé solo de nuevo, con la sensación de que los cimientos de mi
fortaleza comenzaban a tambalearse. Lissia, mi sol, había ocultado a mis ojos las
maravillas más deliciosas del orbe. Belial, mi luna, me había enseñado tanto del
bullicio de la vida que me había empujado a sospechar que todo lo hermoso y vivo
como él mismo escondía un cadáver grotescamente momificado en su interior. La
sombra de la belleza era la imagen misma del horror. Lo bello y lo horrible, el
placer y el dolor, el asco y el deseo, eran inseparables e indistinguibles. ¿Era esa la
verdad de la vida?
No tenía más consuelo que el de la melodía del violín. De nuevo toqué como sólo
yo sabía hacerlo, y elevé mi espíritu, en taciturnas ondas, muy por encima de la
cárcel de la carne. Pero pecaba de ingenuo si creía que podía volver a conseguir la
paz. La sombra había penetrado para siempre en mi vida, y ya nunca jamás se
marcharía de ella. En realidad, siempre había estado ahí, pero era entonces cuando
yo me había dado cuenta de toda la amargura de mi existencia. Toqué de nuevo la
canción de Alceán. Sabía que no debía hacerlo, tal vez por eso mismo lo hice.
Respondiendo a las notas de mi violín, se escucharon en el piso de arriba otras
notas semejantes. Cada uno de mis arpegios era contestado por un arpegio
contrapuesto. El conjunto era armónico, como si hubiera sido largamente ensayado.
Cesé, mas el violín del piso superior no cesó. Seguía tocando la misma melodía
que Alceán me había enseñado solamente a mí. Espoleado por la sospecha, me
llegué hasta la puerta de la que brotaba el sonido. Era la puerta de la estancia en la
que Alceán me había regalado el violín que tenía en la mano en ese mismo instante,
era la habitación clausurada. La canción seguía sonando, y yo estaba petrificado, sin
decidirme a entrar en la alcoba donde Alceán había muerto. Pero algo me sacó de
mi abstracción dubitativa, algo viscoso y caliente que se deslizaba lentamente por el
dorso de mi mano. ¡La sangre de Alceán, seca desde hacía diez años sobre la
madera de mi violín, volvía en ese instante a la vida!
No lo dudé más, y comencé a embestir contra la puerta clausurada por Lissia.
Tenía que saber qué secreto dormía entre aquellas paredes. Al fin los goznes
cedieron, y pude entrar en la vieja estancia. Lo que vi en ella me puso el vello de
punta. Allí, en medio de la habitación, estaba el pequeño Alceán, con los mismos
cinco años que cumplíamos aquel día, tocando el violín con sus pies inmersos en un
charco de sangre. En su cuello infantil había una daga clavada, la daga de Lissia, y
de la espantosa brecha manaba sangre a oscuros borbotones.
Alceán me miraba, y me sonreía, mientras el charco de sangre iba impregnando
lentamente el suelo de la habitación, hasta llegar a la puerta. Horrorizado, intenté
cerrarla como pude, mas la sangre se deslizó bajo su hoja, y tiñó de granate la
madera del pasillo.
La sombra ominosa que yo creía desconocer fue tomando forma en mi cerebro
aturdido. Todos los hechos extraños que había presenciado a lo largo de los últimos
días empezaban a adquirir un sentido único, tenebroso y olvidado años atrás por mí.
La clave se me mostró como un relámpago. La verdad oscura que se me había
querido ocultar solamente podía hallarse en un sitio, el único sitio prohibido por
Lissia que yo aún no había osado profanar. Supe súbitamente que, si violaba la
última prohibición de Lissia, descubriría la verdad, por cruel que ésta fuera.
Me precipité hacia la biblioteca y tomé con dedos temblorosos el frío lomo de
metal del Saturygena, el único libro que Lissia había vetado expresamente. Nunca
debí haberlo leído, pero ¿qué otra alternativa tenía?
El Saturygena estaba escrito en una lengua extraña, mezcla de latín, griego y
árabe. Gracias a mi profundo conocimiento de dichas lenguas, pude ir descifrando,
no sin cierta dificultad, las frases terribles que en él se decían. Me asomé a otro
nuevo mundo, el del horror sin límites, el mundo de la sombra, un cosmos mucho
más inmenso que el que ya conocía, un orbe que englobaba en su negro halo a todos
los demás mundos posibles.
El Saturygena contaba la historia de mi familia, la terrible saga cuyos detalles,
entre los cientos de miles de historias que me estaba permitido conocer, me habían
sido vedados. Supe que procedía de una anciana estirpe, tan antigua como el
mundo, “más antigua que el primer hombre.” ¿Cómo no iban a estremecerme tales
palabras? Antes que yo, habían vivido en esa misma casa, sobre esa misma colina,
cientos de hombres como Belial, cientos de mujeres como Lissia, tan desconocidos
para mí como los secretos pasadizos que, según el Saturygena, se introducían en el
vientre de la colina para perderse en las profundidades de un abismo amenazador, y
cuya entrada estaba precisamente en la cripta del casón, bajo la efigie de la Santa
Tecilay, ¡una imagen que los primeros de mi estirpe ya tenían consigo! Nunca desde
entonces se había apagado la vela que alumbraba su macilenta piel de niña muerta.
Uno a uno desfilaron ante mis ojos las historias de mis extraños antepasados. Con
todo lujo de detalles sus vidas se desgranaban en las recias páginas del libro
prohibido. Todas sus vidas eran idénticos abortos de depravación, sangre,
sufrimiento y maldad. El horror que me producían sus crueles costumbres y sus
pavorosos crímenes - tan monstruosos que no me atrevo a reproducirlos en este
manuscrito, tan abominables que su recuerdo debe morir conmigo - espoleaba mi
flanco con ansiedad. Debía llegar, horror tras horror, verdad tras verdad, hasta el
más aterrador de los capítulos. El corazón me saltó en el pecho cuando, entre las
palabras desconocidas, hallé el nombre de mi tío Belial, y de mi madre Lissia y
finalmente... mi propio nombre escrito. ¡Mi nombre, flotando en ese mar de negras
palabras de muerte!
La profecía del Saturygena me heló la sangre. En aquel remoto legajo escrito
evos atrás por una mano oscura, se decía: “El día en que Alceán se convierta en
hombre, el temible ángel Belial devorará su carne.”
¿Qué o quién era ese ser al que yo amaba más que a mí mismo? ¿Quién era en
realidad? ¿Quiénes éramos, Lissia, Belial, y yo si es que no éramos humanos, si es
que nuestras vidas estaban escritas en ese volumen maldito que terminaba
precisamente con esa frase ominosa? Las sospechas tejían a mi alrededor un tapiz
fantasmal al que yo no me atrevía a mirar de frente. Uno de sus hilos, pertinaz, me
hizo abrir los ojos para arrastrarme hacia la vorágine de la verdad.
Me di cuenta de que nunca, desde la llegada de Belial, había vuelto yo a ver a
Lissia. Las únicas noticias que de ella me habían llegado me las había dado él.
Incluso la orden de no verla, de no molestarla, de obedecer a Belial, me la había
dado él mismo. Su poderoso influjo había atenazado mi razón, para llevarme como
un cordero ingenuo hacia el ara de su libidinoso y grotesco sacrificio. En ese
momento me di cuenta de que todas las prohibiciones de Lissia no intentaban sino
protegerme de Belial.
Sin dudarlo apenas un instante, subí hasta la habitación de Lissia, y luché
denodadamente por forzar la recia puerta. Era tan grande mi desesperación que
logré abatirla finalmente.
La alcoba de Lissia estaba iluminada mortecinamente por innumerables
candelabros llenos de gruesos cirios amarillentos. En el centro, como una imagen
sagrada, postrada en su blanco lecho, yacía el pálido reflejo de la otrora vigorosa
Lissia. Su rostro estaba absolutamente demacrado, sus huesos se clavaban en su piel
macilenta y sus cabellos caían astrosos sobre su blanca mortaja bordada, abierta
trágicamente para dejar respirar a unas largas llagas que recorrían de arriba abajo su
pecho exiguo. Alguna de estas heridas blancuzcas llegaba hasta el cuello. Todas
ellas supuraban débilmente espesas gotas de sangre púrpura.
Lissia abrió sus enormes ojos de obsidiana. Afortunadamente, aún tenían el brillo
de la vida.
- ¡Alceán! - gimió, enloquecida -. ¡Has venido! Mi pequeño, ¿cómo has logrado
burlar su vigilancia?
- Está fuera del casón, y no me cree capaz de desobedecerle. He sabido de cosas
horribles, Lissia, he conocido la verdad del Saturygena - dije, todavía levemente
temeroso de mi desobediencia.
Lissia no se enfadó. Se limitó a cerrar los ojos, en un dolorosísimo gesto que me
hizo romper a llorar.
- Lissia, ¿ es cierto lo que dice el Saturygena? - le pregunté entre sollozos.
Ella me miró, con lágrimas venciendo sus ojos antes invencibles.
- Todo es verdad, Alceán. Debes ponerte a salvo, debes huir de Belial. Mira lo
que me ha hecho - mostró patéticamente sus llagas -. Pero antes de irte debes saber
más, Alceán, debes saber quién eres. Tal vez tú puedas salvarte de la profecía del
Saturygena. Porque sucedió algo que no está escrito en sus páginas, algo que tú no
recuerdas. Tal vez aquel hecho cambió tu destino, tal vez puedas burlar al profeta.
Escúchame, pues, querido hijo mío.
Acaricié la cabellera muerta de Lissia, y me dispuse a escuchar por fin la más
insondable de las verdades: mi propia verdad.
V
- ¿Recuerdas - dijo Lissia con voz débil, apenas audible - que, cuando eras
mucho más niño, te hablé de la muerte, y te dije que nunca llega a vencernos por
completo? ¿Recuerdas, Alceán, que te dije que siempre volveremos a nacer, dentro
de otra nueva vida, aunque ésta jamás puede volver a ser idéntica a la que teníamos
antes de morir?
Yo asentí.
- Eso es cierto, mi niño, pero ahora que eres casi un hombre debes saber cómo la
vida vuelve después de la muerte, debes saber el modo exacto en que se produce el
renacimiento de los muertos. Cuando la veloz gacela muere en las fauces del león,
su vida alimenta la vida de su captor. El león se hace más ágil y más veloz, pues en
su carne hay carne y vida de la gacela muerta. Y la gacela vive, vive de nuevo en las
veloces piernas del que la matara.
>> Del mismo modo, el hombre muere, y es enterrado, y los gusanos y los
insectos y los seres de la tierra devoran su carne, y el hombre se ve trágicamente
encarnado en ellos, en su vida multiplicada, repulsiva, ínfima y efímera, que va
diluyéndose poco a poco, sirviendo de alimento a otros seres más grandes. Para
cuando otro hombre devora un ave que haya devorado a uno de esos insectos, la
parte del hombre muerto que se encarna en él es tan insignificante que el hombre
vivo no recibe apenas influencia alguna del que ya murió. Por eso son los hombres
tan estúpidos, por eso jamás aprenderán, por eso tú debes ser distinto a ellos.
>> Toda la vida vuelve a ser vida, pero ya nunca de la misma forma. El hombre
vuelve a vivir, pero no como el mismo ser que era. Ya nunca podrá amar a las
mismas personas, ni reír con la misma voz con la que reía.
>> Tu padre siempre reía como un niño, Alceán. Él no era como nosotros. Vino
de fuera, de muy lejos, y llenó de vida esta casa. Tú lo conociste, Alceán. Sí, digo
bien, conociste a tu padre aunque no lo recuerdes. Los tres éramos felices en nuestra
hacienda inexpugnable, rodeados por el bosque, alejados del mundo. El viento y los
árboles nos saludaban a nuestro paso. Tú nos colmabas de gozo con la música de tu
violín, con tus inocentes canciones. Pero vivía también con nosotros mi hermano
Belial. Te quería mucho, y tú le querías a él. Tú le conocías antes de que él volviera
para encerrarme, ¿no lo recuerdas? Siempre estabais jugando juntos, sí, siempre
reíais juntos, aunque ahora no lo recuerdes.
>> Se acercó el día de tu quinto cumpleaños, y el destino quiso engañar a la sabia
mano que compuso el Saturygena. Tu padre no debía saber nada, ni Belial ni yo se
lo habíamos dicho nunca, pero no sé de qué modo el azar quiso que hallara el libro
prohibido y lo lograra descifrar. Quizá un demonio o un ángel guiaron sus pasos,
aún no puedo hallar otra explicación. Tu padre leyó las líneas en las que estaba
escrito tu destino, mi desdichado niño, y enloqueció.
>> Belial dijo que tu padre conocía los secretos del Saturygena, y que debía
morir por ello ya que nadie que no fuera de nuestra familia podía leerlo. Tu padre y
él comenzaron a pelear. Cuando tu padre se dio cuenta de que Belial quería matarlo,
echó a correr y huyó hasta las mismas entrañas del bosque, llevándote en sus
brazos. Quería alejarte de Belial. Quería salvarte de él.
>> Hasta el bosque le seguimos corriendo Belial y yo. Tu padre había perdido la
razón, y gritaba que no permitiría que Belial te devorase. Pero Belial os alcanzó y se
lanzó sobre tu padre, y comenzaron a darse de puñetazos. En la confusión de la
pelea, te dieron un empujón, y caíste en un agujero oscuro que había entre unas
rocas, abierto en la misma tierra, en una zona del bosque llena de simas que es la
frontera entre nuestra hacienda y el mundo de los hombres comunes. Corrí a
rescatarte, mientras ellos se destrozaban el rostro y los miembros a golpes. Me
asomé al agujero, pero no pude verte. Aquella abertura era la entrada a una sima
extraordinariamente profunda. Tú habías caído hasta el fondo del negro pozo.
>> Te llamé con todas mis fuerzas, mas no obtuve respuesta. Cuando ya te creía
muerto, escuché una voz lejana, tu voz queda, que decía: “Lissia, tengo miedo. Está
oscuro y no me puedo mover, ¡ayúdame!”
>> Tu padre y Belial estaban ya cubiertos de sangre cuando me deslicé entre las
dos piedras y me interné en la oscuridad, hacia el fondo de la sima. Estuve a punto
de despeñarme más de una vez por la impaciencia de tenerte a mi lado, pero el amor
que siento por ti hizo que mis dedos lograran siempre agarrarse en el último instante
a las paredes de la caverna, evitando así mi desgracia. Cuando te encontré, ya no
hablabas. Tenías la espalda rota, y los ojos cerrados, tus preciosos ojos de color de
ámbar. Cualquiera hubiera creído que estabas muerto, pero yo no lo creí. Yo sabía
que estabas vivo, que debías vivir.
>> Con gran esfuerzo trepé en la oscuridad durante minutos interminables,
llevándote en brazos hasta la salida de la sima. Descubrí allí un grupo de gente de
allende del bosque que, encontrándose de caza y alertados por los gritos, habían
descubierto a Belial en el momento mismo en que terminaba con la vida de tu
padre. Algunos de ellos se lo habían llevado preso para que rindiera cuentas ante la
justicia de su reino. Jamás tuve noticias de si lo habían juzgado o si había
conseguido escapar. Jamás volví a verle ni a saber de él. Sólo sabía que tu padre se
hallaba muerto, su carne destrozada, irrecuperable, frente a mis ojos, y que tu
cuerpo aún tibio estaba firmemente apretado contra mi pecho, aún vivo.
>> Dijeron, ¡pobres ciegos! que tú también estabas muerto. Yo les seguí la
corriente y también eché la culpa de tu muerte sobre las espaldas de Belial. Os
sepulté, a ti y a tu padre, en el mausoleo del casón. ¿Qué otra cosa podía hacer para
evitar las murmuraciones de esos pobres ignorantes? Tras el entierro, despedí a
todos los criados, me quedé completamente sola en la finca. Bajé al día siguiente al
mausoleo y saqué tu pequeño cuerpecito del frío sarcófago. Tu corazón no latía, mi
amor, pero era aún tu corazón, eras tú el que habitaba en ese pequeño cuerpo inerte.
No debía permitir que la tierra y los gusanos que habitan en ella se te llevaran y te
hicieran parte de su aberrante vida viscosa.
>> Te velé día y noche en tu alcoba, perfumando el aire con esencias para
ahuyentar a los seres de la tierra. Pero solamente pude detenerles unos días más de
lo habitual. Pronto tu carne tornóse amarillenta, y los perfumes no lograron
disimular el hedor que emanaba tu cuerpecito para saludar la inminente llegada del
gusano. Entonces se obró el prodigio, y surgió la idea. Descubrí que estaba
embarazada, que llevaba dentro de mí el embrión de un nuevo niño. Un hijo mío iba
a sustituirte. Pero yo no quería un nuevo hijo, te quería a ti y sólo a ti, otra vez,
quería que volvieras a amarme de nuevo con tus ojitos de miel y tu risa de ruiseñor.
>> Primero devoré tu corazón, tu pequeño corazón parado. Esa misma noche
comencé a comerme tus intestinos, que habían entrado ya en un hediondo estado de
descomposición. Fueron un manjar para mí porque eran tuyos y me iban a permitir
que volvieras conmigo. Yo tenía que hacer mía tu carne para que el embrión fuera
alimentándose a su vez de ella. Tú tenías que crecer de nuevo en mi interior,
miembro a miembro, bocado a bocado. Me costó un par de días comerme tus
intestinos, pero lo hice. Después, devoré tu estómago, tu hígado, tus pulmones. Al
final de la semana ya había devorado todas tus vísceras. Para entonces, habían
surgido en tu carne unos pequeños puntitos blanquecinos que señalaban los lugares
donde iban a surgir los nidos de los insectos.
>> Pero, afortunadamente, el invierno llegó, y trajo con él las primeras nieves. Se
me ocurrió llenar tu sarcófago de hielo, y volví a acomodarte en él. Quería evitar
que tu cuerpo se pudriera. Así pude ir comiendo día a día tu carne, tu exquisita
carne infantil. ¡Mi querido Alceán, si supieras cuán leve fue el esfuerzo! Disfruté
con cada bocado que di a tu carne, porque cada fibra de tu carne era una nueva
promesa de que regresarías. Mis dientes arañaban con ansiedad tus huesos para que
no quedara ni una sola piltrafa de carne en ellos, mientras mi tripa se iba hinchando
cada vez más con el germen de tu reencarnación. Tú ibas renaciendo día a día.
>> Me costó dar con un modo que me permitiera no desaprovechar ni un sólo
átomo de ti. Cuando terminé con tu carne, molí cada hueso de tu esqueleto, y fui
bebiéndome el polvo resultante disuelto en agua. Tus huesos volvían a formarse y a
endurecerse, sanos, en mi vientre. Dejé para el final tu cabeza, tu pequeña cabecita
inerte. Gracias al hielo, se había conservado casi igual a como era antes del
accidente en el bosque. Tú me mirabas con tus ojitos de miel, mientras yo devoraba
con sacra reverencia tus pómulos, tus carrillos, tu nariz, tus labios. Sentí una honda
y estúpida tristeza cuando devoré tus ojos. Dejaba tus cuencas vacías, sí, pero no
para siempre. Finalmente molí tu calavera y me la bebí, mientras esperaba a que mi
vientre tenso reventara de un momento a otro.
>> A los días, renaciste, mi querido Alceán. Con los meses pude comprobar que
eras tú de nuevo, que mis esfuerzos habían dado fruto, que eran tus mismos ojos los
que me miraban, tu carita la que me sonreía, tu pelo de seda el que reposaba en mi
pecho, tu risa, tu risa de bebé la que me daba de nuevo la vida...
>> Cuando cumpliste un año, te di tu primera papilla. Quería asegurarme de que
volvieras tal y como te habías ido. Tenía miedo de que tu mente amorosa, tus
recuerdos infantiles, se perdieran para siempre, y tuvieran que reconstruirse de
nuevo. Por eso guardé tu cerebro en un pequeño cofre lleno de hielo que enterré en
las entrañas de la cripta. Después de mi leche nutricia, fue tu cerebro lo primero que
comiste. Así volviste a renacer por completo. Recordabas ciertos retazos de tus
primeros cinco años, como mi nombre, lo primero que salió de tus labios, y otras
cosas más vagas que fuiste olvidando mientras crecías. Pero eras tú definitivamente,
eras tú de nuevo, no cabía la menor duda. Volviste a tañer tu violín, tú solo.
>> Pero esa maldita profecía... Que el episodio de tu falsa muerte no esté escrito
en el libro prohibido no quiere decir que no vaya a cumplirse lo que allí dice sobre
tu muerte auténtica. Durante todos estos años yo he velado para evitar que se
cumpliera, pero hay cosas que están escritas en algún lugar más negro e
impenetrable aún que el Saturygena, cosas que no podemos evitar. Belial regresó,
yo le dejé abierta la puerta en un imperdonable y fatal descuido. Estaba escrito que
sucediera. Y estaba escrito que él iba a reconquistar tu cariño, solamente para lograr
saciar su hambre. Yo ya no puedo hacer nada para evitarlo, Alceán, y tú ya eres un
hombre, y Belial está cerca. Debes huir, querido hijo, debes marcharte lejos de aquí,
antes de que sea demasiado tarde. ¡Sigue los pasos de tu padre, intenta romper el
maleficio!
El débil grito de Lissia se quebró en su boca. Yo también me quedé petrificado
cuando oí la voz de Belial detrás de mi espalda.
- Es imposible evitar que suceda lo que está escrito en el Saturygena. Alceán
debe ser mío.
Belial se lanzó sobre mí, sonriendo maléficamente. Sus dientes brillaban llenos
de lujuria y sed. No pude desasirme de su fortísimo abrazo. Me atenazó como la
bestia a su presa, y me miró a los ojos, con pasión. El peso de su cuerpo me hizo
desplomarme sobre el lecho de muerte de Lissia. Su lengua gruesa y ágil penetró en
mi boca, y pareció tratar de ahogarme con su impetuosa caricia. Sentía sus dientes
largos, duros, clavándose cada vez con más fuerza en mis labios. Mi sangre explotó
en mi boca, y llenó la afilada dentadura de Belial de rojas gotas. El dolor era
insufrible, grandioso, embriagador.
Pronto dejé de oponer resistencia, pronto me dejé llevar por aquel placer
obsceno, dejé que fuera clavando sus dientes en mis labios, lentamente pero cada
vez más fuerte, me dejé devorar, me dejé matar. Pero, súbita e imprevisiblemente,
noté que Belial aflojaba la presión, y dejaba de beber de mi boca.
No sé cómo sucedió exactamente, pues me hallaba por completo subyugado por
el hechizo de Belial, pero Lissia había logrado encontrar en sus miembros exangües
un último hilo de fuerza, había conseguido levantarse de su lecho, y había clavado
sus uñas en la garganta de su hermano. Belial me soltó para defenderse de Lissia.
Los dos se clavaban las garras como animales y gritaban enloquecidos de dolor.
Belial estiró sus brazos hacia atrás y apresó el cuello de Lissia. Forcejearon
largamente, y el sudario blanco de Lissia se enganchó en uno de los cirios que
iluminaban la alcoba. Lissia comenzó a arder, y el fuego se extendió al lecho.
- ¡Huye, Alceán! ¡Sal del casón!
Lissia se aferró a Belial, le rodeó con sus brazos en llamas. Los dos comenzaron
a arder juntos, en un extravagante rito mortuorio. El fuego se extendió por sus
ropas, y por la alfombra que cubría el suelo de la alcoba. Desde el pasillo pude ver
cómo ardía la cama entera como una pira, y cómo Belial y Lissia ardían agarrados
el uno al otro dentro de un pavoroso círculo de fuego.
Horrorizado y desconcertado por las sobrecogedoras revelaciones que acababan
de hacérseme, y por las terribles imágenes que anidaban en mi mente angustiada y
que me acompañarán hasta el día de mi muerte en mis pesadillas, eché a correr
escaleras abajo y abandoné para siempre el casón que durante un tiempo había sido
mi único mundo. Lo vi por última vez envuelto en gigantescas llamas, recortándose
en la negrura de la noche. Volví la cara y seguí corriendo camino abajo, hacia el otro
lado del bosque.
Era difícil de creer, era imposible de entender, pero no podía ser de otra manera.
El relato de Lissia tenía que ser cierto. Porque era cierto, yo podía recordar toda mi
vida desde el día de mi segundo nacimiento, podía tocar el violín como lo tocaba
hacía veinte años aquel niño, mi propio hermano fantasmal, o tal vez simplemente
yo mismo, mi reflejo. Porque era cierto, yo recordé a Belial en el mismo instante en
que lo conocí por segunda vez, y empecé a amarle con la misma inocencia con la
que le amara hacía quince años. Porque era cierto, estaba escrito que Belial debía
morder mi carne de hombre recién nacido para saciar su repugnante sed.
Jamás he podido olvidar los que fueran mis días más felices, aquellos que
engendraron mi condena, mi angustia y mi martirio. Han pasado ya algunos años
desde aquellos horribles episodios. Sin embargo, todavía me estremezco al pensar
que, oculto bajo la capucha de alguno de los hermanos del monasterio, puede estar
espiándome, con sus ojos de obsidiana inscritos en su rostro quemado,
irreconocible, el ser al que más amé y al que ahora más temo, con el único y
ominoso anhelo de devorar la carne viva que hoy castigo con el rudo roce de mis
hábitos. Haga lo que haga para evitarlo, me esconda donde me esconda, está escrito
que he de ser carne de su carne.
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Sobre el autor:
Nacido en Pamplona (Navarra) en 1974. Licenciado en Comunicación, ha trabajado
como guionista en televisión, compaginándolo con la docencia en distintas
universidades y escuelas de cine, al mismo tiempo que producía y dirigía sus propios
cortometrajes.
Es autor de obras dramáticas y narrativas de géneros muy diversos, con preferencia
por la comedia y el género fantástico.
Nota del autor:
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