LA ORATORIA ROMANA

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LA ORATORIA ROMANA
1.- CICERÓN.
1.1. Su vida y su contorno histórico
Marco Tulio Cicerón (106-43 a. de J.C.) nació en Arpino, pequeña ciudad al sur del Lacio, de una familia de
clase media; recibió su formación en Roma y la completó en Grecia. Vive en el medio siglo final de la República,
época de grandes convulsiones internas. Basta dirigir una ojeada a la historia de este período y saltan a la vista:
la guerra social que ensangrentó Italia hasta que todos los itálicos consiguieron la ciudadanía romana; las
luchas por el poder entre Mario y Sila, con el triunfo del último, seguido de sus terribles proscripciones y su
sangrienta dictadura; la rebelión de los esclavos al mando de Espartaco; la conjuración de Catilina; la guerra
civil entre César y Pompeyo, con la victoria final del primero, que se proclamó dictador vitalicio.
Todos estos sucesos los vive Cicerón muy de cerca, interviniendo decisivamente en algunos de ellos. Ya en
una de sus primeras actuaciones públicas se enfrentó con Crisógono, el todopoderoso liberto de Sila, lo que tal
vez decidió su subsiguiente viaje a Grecia en evitación de represalias. Fue protagonista directo en la
conjuración de Catilina, que estalló durante su consulado y él hizo fracasar. En la guerra civil estuvo del lado de
Pompeyo. César, vencedor, lo perdonó generosamente; pero él se retiró entonces a la vida privada para
dedicar sus últimos años a la redacción de sus obras filosóficas. Tras el asesinato de César, Cicerón, ardiente
republicano, creyó erróneamente que era posible la plena restauración de la república, sinónimo, en Roma, de
libertad. Y vuelve a la palestra política, pronunciando sus Filípicas contra Marco Antonio, que había recogido la
herencia de César.
Esto le costó la vida a manos de los sicarios de Marco Antonio, que, tras darle muerte, clavaron su cabeza en
una pica y la pasearon por el foro.
Cicerón ostenta de forma insuperable las características que, según hemos apuntado, pueden apreciarse en
otros muchos personajes romanos: aúna a la perfección el otium y el negotium, es decir, el pensamiento y la
acción. Desarrolla una actividad intelectual incesante y, a la vez, una actividad política intensa. Y es que la
actividad política era para el romano un deber cívico primordial. El propio Cicerón nos dice que él podia haber
vivido muy tranquilo, entregado a las dulzuras del estudio, que, desde su niñez, había sido su mayor encanto;
pero no dudó en exponerse a las más duras tempestades «para salvar -dice- a mis conciudadanos y para
comprar, a costa de mi propio riesgo, la tranquilidad de todos»; porque la patria nos engendra y nos educa, no
para que hagamos lo que nos plazca, sino que se reserva para su servicio «lo más y lo mejor de nuestra alma,
de nuestras cualidades naturales y de nuestra inteligencia».
1.2. Su obra
La incesante actividad intelectual de Cicerón dio de sí una extensa producción literaria que podemos encuadrar,
atendiendo a su contenido temático, en cuatro grupos: discursos, obras retóricas, obras filosóficas y cartas.
1.2.1. Discursos. Cicerón es el más grande de los oradores romanos. En él culmina una larga tradición
oratoria, desarrollada y perfeccionada durante la República, en condiciones ideales de libertad política. Casi
todos los grandes oradores que le precedieron desarrollaron actividades políticas, sociales o de gobierno:
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Catón, Escipión Emiliano, Lelio, Galba, los hermanos Graco..., hasta llegar a Antonio y Craso, los maestros de
Cicerón, a los que oye con avidez en su infancia.
En el siglo I a. de J.C., favorecida por las convulsiones políticas y sociales, la oratoria romana alcanza su más
alta cota de perfección. Dos corrientes oratorias se disputan la primacía en esa época: el asianismo, que tiende
a períodos largos, fluviales, grandilocuentes, a la expresión florida y a la hinchazón patética, con gran cuidado
del ritmo oratorio; y el aticismo, tendencia opuesta, que se distingue por la desnudez de la expresión, por el
desprecio de la hojarasca ornamental y de todo patetismo. El máximo representante del asianismo, es
Hortensio, la estrella de los oradores de la época hasta que llega Cicerón y lo eclipsa. En el aticismo
sobresalen Bruto y, sobre todos, Licinio Calvo, el gran amigo de Catulo.
Pues bien, Cicerón es un caso aparte, no encasillable. Es verdad que en los discursos de juventud puede
notarse una mayor influencia del asianismo, y que en los de madurez se decanta la expresión con un mayor
parecido al aticismo. Pero en realidad él aúna lo mejor de ambas escuelas. Su genio oratorio, como el de
Demóstenes en Grecia, forma él solo una escuela. Su expresión es ornamental o desnuda, adaptándose
siempre como un guante a lo que exijan las circunstancias.
Sus discursos pueden dividirse en judiciales, pronunciados ante un tribunal, como abogado defensor
(discursos pro = en defensa de...) o acusador (discursos in = contra...) y políticos, pronunciados en el Senado
o en el Foro (igualmente en defensa o en contra de alguien). Veamos, por orden cronológico, algunos
especialmente importantes de ambos apartados:
a) In C. Verrem «Discursos contra Verres» o «Verrinas»; 70 a. de J.C.). Cicerón había sido cuestor en Sicilia y
había dejado allí un buen recuerdo; por eso, cuando los sicilianos acusan de concusión y extorsión a su
exgobernador Gayo Verres, encomiendan a Cicerón la defensa de sus intereses, mientras que Verres era
defendido por Hortensio. Cicerón, después de un exhaustivo acopio de pruebas, argumentos y testimonios
irrefutables contra las tropelías de Verres, escribe siete discursos demoledores. Parece que sólo pronunció los
dos primeros, pues Verres, viéndose perdido, se desterró voluntariamente, adelantándose al fallo seguro del
tribunal. Las «Verrinas», obra maestra de la oratoria por la solidez argumental y la brillantez de la expresión,
dispararon definitivamente a Cicerón hacia la fama.
b) Pro lege Manilia o De imperio Cn. Pompei (66 a. de J.C.). Apoya Cicerón la propuesta de ley del tribuno
Manilio en orden a que se conceda a Pompeyo el mando supremo (imperium) de las tropas romanas en la
guerra contra Mitrídates, rey del Ponto. Este discurso, que anuda la amistad entre el orador y el general,
contiene el mayor elogio conocido de las cualidades militares y personales de Pompeyo.
c) In L. Catilinam «Discursos contra Catilina» o «Catilinarias»); 63 a. de J.C.). Catilina, candidato al consulado
junto con Cicerón, no es elegido. Y trama una conjuración para hacerse con el poder, incluyendo en ella el
asesinato de Cicerón. Este, que está al tanto de todas las maquinaciones por la información que recibe de uno
de los conjurados, pronuncia contra Catilina cuatro discursos en el Senado, el primero de ellos (el que comienza
con el famoso «Quousque tandem, Catilina»...?) en presencia del propio Catilina, al que señala
acusadoramente una y otra vez, presionándole para que salga de Roma y se ponga abiertamente al mando de
las tropas que tenía preparadas.
La actuación de Cicerón le acarreó una gloria apoteósica y el apelativo de «padre de la patria». Pero esta
misma actuación, en la que mandó ejecutar a los cómplices de Catilina sin concederles el derecho de apelar al
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pueblo, le ha de ser más tarde funesta, ya que en ella se fundará su mortal enemigo Clodio para enviarlo al
destierro, donde pasó un año de amarga desesperación. A su vuelta dio las gracias, en sendos discursos, al
Senado y al pueblo, que habían apoyado su regreso. Y posteriormente tuvo ocasión de tomarse la revancha
contra Clodio en otros dos discursos: el Pro Caelio (a. 56), en defensa de su joven amigo Celio, ex amante de
Clodia (la Lesbia de Catulo), hermana de Clodio, la cual, por despecho, le acusaba de haber querido
envenenarla. Cicerón aprovecha la oportunidad para poner en la picota a la hermana y, de paso, al hermano,
con un ataque rebosante de sarcasmo y de certera ironía contra la infamante vida privada y pública de ambos.
Y el Pro Milone (a. 52), en defensa de Milón, que había dado muerte a Clodio en un encuentro callejero entre
bandas rivales, de las que ellos eran los respectivos jefes. Cicerón, como es lógico, asume con entusiasmo esta
defensa, pronunciada en el Foro en un ambiente tenso entre los gritos e insultos mutuos de los partidarios de
ambos cabecillas.
d) Pro Archia poeta (a. 62). Toma como pretexto la defensa del poeta griego Arquías, al que se acusaba de
usurpación del derecho de ciudadanía, para hacer un elogio encendido y entusiasta de las letras en general y
de la poesía en particular.
e) Pro Marcello y Pro Ligario (a. 46). Tras el triunfo de César, Cicerón, perdonado, según dijimos, pronunció
algunos discursos en defensa de personajes que habían sido, como él, enemigos del dictador; entre ellos
destacan los dos citados. Cicerón apela a la clementia cesariana, de la que hace un desmedido elogio.
f) In M. Antonium orationes Philippicae «Filípicas, contra Marco Antonio»; años 44-43). Ya hemos aludido al
motivo que impulsó a Cicerón a pronunciar estos catorce discursos contra Marco Antonio, llamados «Filípicas»
en homenaje a los discursos de Demóstenes contra Filipo de Macedonia. Fueron su canto de cisne como
orador y, para muchos, sus mejores piezas oratorias, que componen un friso grandioso y deslumbrante por la
pureza del vocabulario, la justeza de los términos, la variedad de las figuras, la densidad de la expresión, el
vigor de las frases, la vivacidad, del ritmo y el martilleo de las cláusulas, donde se reflejan la pasión del hombre
y el ardor de la lucha. Este juicio puede en realidad aplicarse al conjunto de la obra oratoria de Cicerón
1.2.2. Obras retóricas. Cicerón nos ha dejado los discursos más perfectos y, además, las mejores obras sobre
oratoria; ha sabido enseñar como nadie como se forma un orador y cómo se compone un discurso. La teoría y
la práctica se funden en él de manera admirable.
Sus principales obras retóricas son las tres siguientes:
a) Brutus, titulada con el nombre de la persona a la que está dedicada. Es una historia de la elocuencia en
Roma, desde los orígenes hasta su época, precedida de un pequeño resumen sobre la elocuencia en Grecia.
Cicerón, después de referirse a los oradores primitivos, cuyo último y más ilustre representante es Catón,
estudia, encuadrándolos en cuatro épocas, las figuras que más han contribuido al perfeccionamiento del
género. Cierra la obra hablando de sí mismo, de su formación y los comienzos de su carrera hasta conseguir la
fama de que goza. El Brutus es la fuente imprescindible para conocer cualquier aspecto de la elocuencia
romana.
b) De oratore (tres libros) y Orator. Tratan de la formación del orador y la técnica del discurso. Cicerón opina
que el perfecto orador ha de ser una combinación de tres factores: disposición natural, cultura profunda y todo
lo extensa posible en todas las disciplinas (Derecho, Filosofía, Historia...) y conocimientos de la técnica del
discurso. La técnica oratoria, expuesta en el De oratore, abarca cinco puntos fundamentales:
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-invención, o búsqueda de argumentos apropiados y probatorios;
-disposición, o distribución de esos argumentos en un plan adecuado;
-elocución, o arte de utilizar la expresión formal, las palabras más convenientes;
-memoria para recordar cada cosa en el lugar apropiado;
-acción, que es todo lo relacionado con el aspecto físico en el momento de pronunciar el discurso, sobre todo
los gestos y el tono de la voz.
El discurso, como tal, también tiene diversas partes:
- exordio, o introducción del tema a tratar;
- confirmación, o aportación de los argumentos;
-refutación de las objeciones reales o posibles;
-peroración, o parte final, destinada a ganarse a los jueces y al auditorio. ....
Cada una de estas partes exigía un método y una técnica adecuados para alcanzar la finalidad de todo
discurso, que no es otra que la de instruir, agradar, conmover y convencer. Los discursos de Cicerón son
modelo acabado de todo esto.
1.2.3. Obras filosóficas. Cicerón, dedicado desde muy joven al estudio entusiasta de la Filosofía, introdujo en
Roma las doctrinas filosóficas griegas, haciendo asequible a los latinos lo que hasta entonces estaba reservado
a una élite culta, conocedora del griego. No crea una obra original, pero su gran mérito en este campo reside en
su capacidad de síntesis, en su claridad expositiva, generalmente en forma dialogada, como Platón, haciendo
atractiva y meridiana la materia más árida y abstrusa, y, muy importante, en su creación de toda una
terminología filosófica latina, cuya carencia había lamentado Lucrecio años antes. Cicerón no se identifica con
ninguna escuela filosófica; es ecléctico. Pero pueden citarse dos nombres instalados en los dos polos opuestos
de sus inclinaciones: muestra un fervor constante hacia Platón y una constante hostilidad hacia Epicuro.
He aquí su obra filosófica en sentido amplio, sus tratados políticos y sus tratados sobre moral y religión:
a) Tratados políticos. Son el De republica y el De legibus. El primero, en seis libros, trata de los tres sistemas
de gobierno posibles -monarquía, aristocracia y democracia- y de cómo la República romana es una síntesis de
los tres, es decir, la forma de gobierno perfecta. El segundo, en tres libros, discute los fundamentos del Derecho
y estudia las instituciones religiosas y las instituciones públicas de los romanos.
b) Tratados morales. Constituyen lo mejor de su obra filosófica, y son: De officiis («De los deberes»), un
manual de moral práctica en tres libros que tratan, respectivamente, de lo honesto, de lo útil y de las relaciones
y conflictos entre ambos; es una obra sembrada de pensamientos nobles, de sentencias morales, de
incitaciones a la convivencia pacífica, a las relaciones sociales profundamente humanas. De finibus bonorum et
malorum («De los límites extremos de los bienes y, los males», es decir, del sumo bien y el sumo mal), en cinco
libros. Se contrapone la doctrina epicúrea (el sumo bien es el placer) a la doctrina estoica (el sumo bien es la
virtud). Cicerón está con los estoicos, pero, frente a ellos, sostiene que no debe despreciarse el cuerpo ni los
bienes de la fortuna, ya que también ellos contribuyen a la felicidad. Tusculanae disputationes («Tusculanas»),
en cinco libros. Son diálogos con varios amigos en su finca de Túsculo. El hombre sabio o virtuoso, que son la
misma cosa, no teme la muerte, ni el dolor, ni la enfermedad ni las pasiones del alma, y su virtud le basta para
ser feliz. De senectute y De amicitia. Estos dos trataditos son de los más conocidos de Cicerón. En el primero,
Catón el Mayor, ya anciano, defiende y demuestra que la vejez no es ninguna desgracia, si uno posee la
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suficiente sensatez. El segundo es un fino y riguroso análisis de la amistad, de su naturaleza y sus limitaciones,
escrito en un estilo tan brillante que ha hecho de esta pequeña joya literaria la obra más traducida y leída de
Cicerón.
c) Tratados de religión. De natura deorum («De la naturaleza de los dioses»), en tres libros en los que refuta la
tesis epicúrea de que los dioses, aunque existen, no se preocupan de los hombres. Cicerón, con los estoicos,
defiende que el mundo ha sido creado y está gobernado por la providencia de los dioses. De divinatione («De la
adivinación»), en dos libros, donde refuta las creencias de los estoicos en un arte adivinatoria.
1.2.4. Cartas. Conservamos cuatro colecciones de cartas de Cicerón: Ad familiares, 16 libros; Ad Atticum, 16
libros; Ad Quintum fratrem, 3 libros; Ad M. Brutum, 2 libros. En total, 37 libros y alrededor de 900 cartas.
Se ha dicho que las cartas de Cicerón son «el más precioso monumento de toda la literatura latina». Como
documento histórico no tienen precio. En ellas se puede seguir casi día a día la vida política y social del último
cuarto de siglo de la República, el período más crítico e importante de la historia de Roma. Lo que las hace aún
más inapreciables es el hecho de que fueron escritas sin pensar en su publicación, que se llevó a cabo después
de su muerte. Esto hace que, por un lado, conserven un estilo lleno de espontaneidad y frescura y, por otro,
contengan datos y revelaciones que el autor no hubiera hecho de ser destinadas a la lectura pública. Pero de
ello se ha derivado también para la persona de Cicerón un peligro cierto: el caer en la tentación, como se ha
hecho, de juzgar sus actuaciones en muchos momentos por lo que dice literalmente en sus cartas, lo que
produce un juicio negativo. Hay que tener en cuenta que escribía a familiares e íntimos amigos como Ático,
dejándose llevar de la espontaneidad y la situación psicológica del momento, ya que nadie más que los
destinatarios iban a leerlas. Hay, pues, que leer la correspondencia de Cicerón con mucho tacto para no sacar
consecuencias precipitadas respecto a su persona. De todos modos, si no siempre actuó con toda limpieza en
su vida política, no cabe duda de que los posibles errores quedaron ennoblecidos con su muerte en defensa de
la libertad.
1.2.5. Valoración de conjunto. Lo que nadie ha podido negarle jamás a Cicerón es su valor literario sin par en
la literatura latina. El lleva la prosa latina a su más alto grado de perfección. Su lengua es de una belleza
insuperable, con una constante preocupación por usar siempre términos y expresiones de la más pura latinidad.
Hablar y escribir bien es para él un deber patriótico. Su figura se yergue como la cumbre más alta del Siglo de
Oro de la literatura latina, el siglo I a. de J.C. Sus discursos se estudiaban en las escuelas de Roma cuando aún
vivía el autor. Su influencia en los escritores latinos posteriores, paganos y cristianos, fue enorme,
acrecentándose sin cesar en la Edad Media y alcanzando su cenit en los eruditos del Renacimiento, que se
preciaban de no escribir una sola palabra latina que no hubiera utilizado Cicerón, al que se sabían de memoria.
2. RETÓRICA Y ORATORIA EN EL SIGLO I d. C.
2.1..- Quintiliano: la reacción clasicista
Marco Fabio Quintiliano es el máximo representante de la elocuencia romana en este siglo, así como el
abanderado de la reacción clasicista, que contra los excesos del retoricismo imperante en la época de Nerón,
se inicia en los primeros años de la dinastía Flavia, consolidándose en la centuria siguiente.
Como muchos de los principales escritores de este siglo, los Sénecas, Lucano, Marcial..., era de origen
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español; había nacido en Calagurris (Calahorra), en la provincia hispana de la Tarraconense, poco antes del 40
d. de C. Marchó pronto a Roma, donde se formó con los más importantes retores de la época. En los últimos
años del reinado de Nerón regresó a España, hasta que es llamado de nuevo a Roma en el año 68 por Galba y
ya permaneció en ella hasta su muerte aproximadamente en el año 96.
Con la llegada de la dinastía Flavia al poder, Quintiliano alcanza, en calidad de profesor de retórica, la más alta
fortuna. En primer lugar el emperador Vespasiano lo nombra profesor con un sueldo a cargo del Estado, siendo
así el primer profesional remunerado de retórica; más tarde, cuando ya se ha retirado a escribir su tratado,
Domiciano, el último emperador de los Flavios, le confía la educación de sus sobrinos. En contraste con su vida
pública que transcurrió de forma feliz en medio de la fama, su vida privada fue muy desgraciada ya que perdió
muy pronto a su mujer y a dos hijos de corta edad. Se desconoce la fecha exacta de su muerte, aunque debió
ocurrir en Roma en torno al año 95 o 96.
Hacia el año 90 comenzó la composición de su obra fundamental, la Institutio Oratoria (Educación del orador).
Con anterioridad había escrito un opúsculo, al que ya nos hemos referido en el apartado anterior, titulado De
causis corruptae eloquentiae, que se ha perdido y en el que analizaban las causas del declive de la elocuencia.
Convencido de que la elocuencia había decaído por la pésima influencia de las nuevas escuelas de retórica,
propone como remedio, primero con su trabajo docente y más tarde con su tratado, un retorno a la tradición
fundada en Cicerón. La virtud principal que Quintiliano pretendía enseñar era el equilibrio: su ideal de
elocuencia y de estilo estaba en la justa distancia entre los dos extremos.
La Institutio Oratoria es un tratado en doce libros que desarrolla toda la enseñanza y el pensamiento de
Quintiliano; la obra es un fiel reflejo de su método y sus experiencias en la educación e instrucción de los
jóvenes. Como el propio título indica no es un tratado de retórica según los esquemas tradicionales; existe, por
supuesto, una parte técnica, pero inscrita en un diseño más amplio que ofrecía un cuadro completo de la
educación e instrucción a la que se debía someter el futuro orador para llegar a ser un hombre de sentimiento,
de buen gusto y de notable saber. Con cierto espíritu enciclopédico incorpora a su sistema educativo todos
aquellos conocimientos que indirectamente pueden contribuir a la formación del orador; para Quintiliano seguía
siendo válida la clásica definición del orador como "vir bonus dicendi peritus". En resumen, los doce libros de la
Institutio Oratoriae tratan de la educación del orador desde su infancia, de la composición y estructura de un
discurso, de la elección de argumentos, de la declamación y de las finalidades morales y prácticas de un orador
perfecto.
Una parte importante de la Institutio Oratoria la constituye la crítica literaria. Para hacer frente a la decadencia
de la elocuencia Quintiliano propone la lectura de los clásicos y, por encima de todo el ejemplo de Cicerón, al
que considera como la encarnación de la elocuencia romana. Su característica principal en sus juicios críticos
es la moderación y la falta de dogmatismo: sabe mirar las obras de los distintos autores y épocas con
generosidad e independencia de criterio.
Incluso a aquellos que habían representado todo lo que él combatía, como Séneca y Lucano, sabe
reconocerles lo que de válido tienen sus obras, sin que la descalificación sea total.
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