Antología (4to año) - Escuela de Educación Técnica N° 5

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Mar del Plata, marzo de 2014
Bienvenido/a a la Escuela de Educación Secundaria Técnica Nº 5
Querido/a alumno/a:
Nos presentamos: somos tu equipo de profesores y profesoras en Literatura, a quienes vas a conocer durante tus
estudios en la Escuela de Educación Secundaria Técnica Nº 5.
Hemos diseñado esta Antología para el cursado de 4° año. Como verás, está conformada por una serie de mitos,
cuentos y otras obras literarias que usarás a lo largo de tu cursado, a criterio de tu profesor/a, y que se ajustan a lo pautado por
el diseño curricular vigente en la Provincia de Buenos Aires.
Más abajo, te detallamos los objetivos de aprendizaje a los que aspiramos con esta asignatura. En el primer mes de
cursado, tu profesor/a te entregará el programa. Además, se informará qué otra u otras obras literarias se trabajarán.
Un comentario más. Siempre se dice -y, a veces, vos mismo lo decís acerca de vos-, que cada vez se habla y se
escribe peor: que con pocas o malas palabras, que con horrores de ortografía. También, se dice que los/as adolescentes no
entienden lo que leen y que no saben nada. Aceptemos que, en algunas ocasiones, es verdad. Nosotros te proponemos
modificar eso pero, para ello, debemos contar con tu colaboración. Sin tu ayuda, aunque nosotros sabemos qué y cómo
enseñarte, va a ser imposible que vos aprendas. Necesitamos, entonces, tu compromiso: que vas a poner todas tus ganas y tu
voluntad para mejorar tu expresión, tu escritura y, también, tu comprensión, tanto oral como lectora, no sólo en las clases de
Literatura, sino en todas las demás asignaturas, dentro y fuera de la escuela, para que, en un futuro no tan lejano, seas un/a
ciudadano/a integrado/a a esta sociedad, que seas capaz de decir lo que querés del modo más adecuado y de comprender
aquello que, en verdad, te quieren decir.
Confiados/as en tu compromiso por aprender y en el apoyo de tu núcleo familiar para que este sea alcanzado, te
damos nuestra más sincera y cálida bienvenida a esta escuela.
Tu equipo de profesores/ as en Literatura
Departamento de Comunicaciones
Objetivos de aprendizaje
Al finalizar el curso, vos debés ser capaz de:
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Leer y analizar obras literarias en las que prevalezcan miradas míticas-fabulosas, épicas y trágicas.
Comparar estas obras literarias con obras pertenecientes a otros lenguajes artísticos.
Comprender la cosmovisión mítica-fabulosa, épica y trágica puesta en juego en las obras.
Leer textos de estudio directamente relacionados con las obras seleccionadas.
Producir trabajos escritos sobre las obras analizadas.
Participar de situaciones orales de socialización de los temas abordados.
Colaborar en el desarrollo de proyectos propuestos.
Reflexionar sobre tus propias prácticas y desarrollar criterios para evaluarlas.
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LA TEOGONÍA
El poeta griego Hesíodo cuenta que mientras apacentaba sus ovejas recibió la inesperada visita de seres sobrenaturales: las
nueve Musas, que le dictaron los relatos que él cuenta en su obra Teogonía.
INVOCACIÓN
Ayúdame, oh Musas, a recordar las historias de los orígenes, a relatar cómo surgieron del Caos, Gea y Urano, y cuáles fueron
los hijos de la Noche. Recuérdenme también, oh Diosas, cómo Crono sucedió a su padre Urano para ser, a su vez, destronado
por Zeus, que hoy reina sobre los mortales e inmortales. Pongan en mis labios cómo Prometeo modeló al primer hombre con
agua y tierra.
LOS PRIMEROS DIOSES
Ante todo, existió el Caos. Después Gea, la Tierra, de ancho pecho. Por último, Eros, el más hermoso de los seres inmortales
que con su poder cautiva, por igual, los corazones y la voluntad de dioses y hombres.
Del Caos nacieron Erebo, que es el infierno, y la negra Noche. Del contacto amoroso entre Erebo y la Noche nacieron el Éter
y el Día.
Gea comenzó por parir un ser de igual extensión que ella, Urano, el cielo estrellado, para que la contuviera por todas partes y
fuera una morada segura y eterna para los dioses. También Gea puso en el mundo a las Altas Montañas, las moradas de las
Ninfas que vivían en los montes boscosos. Dio a luz también al mar de hinchadas olas, el Ponto. Estos fueron los primeros hijos
de Gea que fueron concebidos sin mediar ninguna clase de unión amorosa.
LOS HIJOS DE GEA Y URANO
Más tarde, Gea se unió con Urano y nació una nueva generación de dioses. Los seis Titanes: Océano, Ceo, Crío, Hiperión,
Japeto y Crono. Y sus seis hermanas, las Titánides: Tea, Rea, Temis, Mnemosine, Febe y Tetis. El más terrible de todos los
titanes fue Crono, desde el principio odió a su padre Urano.
Luego Gea dio a luz a los Cíclopes, de corazón violento: Brontes, Astéropes y Arges. Los tres eran semejantes a los dioses
pero con un solo ojo en medio de la frente y su vigor, coraje y sus mañas se mostraban en cada una de sus acciones. Más tarde
son los que le dan a Zeus el trueno y le forjaron el rayo.
De Gea y Urano nacieron aún tres hijos, grandes y fuertes, cuyos nombres no pueden pronunciarse: Cotto, Briareo y Gías,
cada uno tenía cien brazos invencibles, que se agitaban desde los hombros y cien cabezas.
CRONO SUCEDE A URANO
Los hijos de Gea estaban irritados con su padre porque cada vez que alguno de ellos estaba por nacer, Urano lo retenía
oculto en el seno de Gea, sin dejarlo salir a la luz. Gea, la ancha tierra, sufría henchida de sus propios hijos y sintiéndose a
punto de reventar, urdió una cruel artimaña. Produjo de su seno un brillante acero y, con él, forjó una enorme hoz. Luego
explicó el plan a sus hijos pero todos sintieron temor ante la idea de vengar el ultraje que les hacía su padre. Sólo Crono, el de
mente retorcida, se armó de valor y aceptó la empresa:
- Yo no siento piedad por nuestro abominable padre, pues él fue el primero en maquinar odiosas acciones.
Así habló Crono, y Gea se alegró y lo escondió en una emboscada. Vino el poderoso Urano, se echó sobre la Tierra ansioso
de amor y se extendió por todas partes. Pero Crono salió de su escondite, armado con la prodigiosa hoz, y segó los genitales
de su padre y los arrojó lejos.
Las gotas de sangre que se derramaron las recibió Gea y al completarse un año dio a luz a las poderosas Erinias, que
persiguen a los parricidas; a las enormes Gigantes, que vestían lustrosas armaduras y lanzas y a las Ninfas de los bosques. En
cuanto a los genitales de Urano fueron arrojados al Océano, por largo tiempo fueron llevados de aquí a allá en la inmensa
llanura de las olas. A su alrededor surgió una espuma blanca y, en medio de ella nació una doncella, Afrodita la diosa del amor
EL NACIMIENTO DE ZEUS
Rea era hija de Gea y Urano. Crono, su hermano, la sometió y ella le dio estos famosos hijos: Hestia, diosa del fuego
doméstico; Démeter, diosa de la agricultura; Hera, diosa del matrimonio; Hades, que vive bajo tierra; Poseidón, que gobierna
los mares y Zeus, padre de dioses y hombres que con el trueno y su rayo hace estremecer a la Tierra.
Pero el gran Crono fue devorándolos a todos en cuanto salían del vientre sagrado de Rea y le llegaban a sus rodillas. Los
engullía para que ninguno de sus hijos obtuviera la dignidad real. Pues había oído decir a Gea y a Urano que él, a pesar de su
poder, sucumbiría un día en manos de un hijo suyo. Por ese motivo se encontraba siempre al acecho e iba devorando a sus
hijos mientras que rea sufría terriblemente.
Pero cuando llegó el día en que Rea esperaba poner en el mundo a Zeus, suplicó a sus padres, Gea y Urano, que la
ayudaran. Los padres de Rea la enviaron a Lictos, un pueblo de Creta, para que allí, en forma oculta, esperase el
alumbramiento de su hijo. Cuando Zeus nació Rea lo ocultó en las entrañas de la divina Tierra, al fondo de una inaccesible
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gruta del monte Egeo, recubierto de bosques frondosos. De este modo Rea pudo recibir a Zeus en su regazo y alimentarlo y
criarlo en la espaciosa Creta.
Luego Rea envolvió en pañales una piedra enorme y se la dio al poderoso Crono, quien la tomó en sus manos, se la tragó y
se le alojó en su vientre. Mientras tanto Zeus fue creciendo vigoroso. Al cabo de un año Crono vomitó cuanto había consumido
y fue vencido por la destreza y la fuerza de Zeus quitándole la dignidad real e imperando sobre los inmortales. Enseguida liberó
a sus tíos paternos, los Cíclopes, de las dolorosas cadenas con las que Crono los había sujetado insensatamente. Y ellos,
agradecidos por tal favor, le dieron el trueno y el ardiente rayo. Confiando en estas armas, desde entonces manda Zeus sobre
inmortales y mortales.
EL MITO DE PROMETEO
El titán Prometeo, hijo de Japeto y Climene, sabía que en el suelo de la tierra reposaba la simiente de los cielos, por eso
recogió arcilla, la mojó con sus lágrimas y la amasó, formando con ella varias imágenes semejantes a los dioses. Atenea, dios a
de la sabiduría, admiró la obra de Prometeo y le envió el espíritu o soplo divino. Enseguida, les dio a las imágenes para que
beban un néctar mágico para que pudieran recuperar su pureza, regenerarse, en el caso de que un día la perdiesen. Fue así
que surgieron los primeros seres humanos que poblaron la tierra. Por mucho tiempo ellos no supieron hacer uso de la centella
divina que habían recibido, no tenían conocimiento de cómo trabajar con los materiales de la naturaleza que estaban a su
disposición por todas partes.
Prometeo entonces se aproximó a sus criaturas y les enseñó a controlar el fuego, a subyugar a los animales y usarlos como
auxiliares en el trabajo; les mostró cómo construir barcos y velas para la navegación, les enseñó a observar las estrellas, a
dominar el arte de contar y escribir, a que descubriesen el metal debajo de la tierra y hasta cómo preparar los alimentos
nutritivos, ungüento para los dolores y remedios para curar las dolencias.
En cierta ocasión, estalló una disputa sobre qué partes de un animal sacrificado debían ser ofrecidas a los dioses y con qué
partes debían quedarse los hombres. Prometeo fue designado juez en la disputa y quiso engañar a Zeus para favorecer a los
hombres. El titán sacrificó un animal e hizo dos bolsas con su pellejo, en una depositó la carne del animal tapado con las
vísceras y en la otra puso los huesos cubiertos con la grasa atractivamente colocada. Una vez hecho esto le dijo a Zeus:
- Zeus, el más ilustre y poderoso de los dioses- lo aduló Prometeo, el de corazón astuto- elige la parte que te dicte el corazón.
Zeus, gracias a su capacidad de anticipar los sucesos, se dio cuenta del engaño tramado por su primo. Sin embargo, se dejó
llevar por el ofrecimiento de Prometeo, como si lo que éste había dispuesto hubiese logrado engañarlo, y tomó con sus manos
la que contenía la grasa y los huesos que era la más agradable a la vista. Enseguida se irritó y la cólera le alcanzó el corazón:
- ¡Hijo de Japeto!- le gritó Zeus indignado- ¡Crees que puedes vencerme a mí, que reino por encima de los dioses y los
hombres! Si querías favorecer a los hombres con esta treta, sólo lograste perjudicarlos. Ahora mismo les he de quitar el fuego.
¡Que coman la carne cruda!
Entonces los hombres se quedaron sin fuego para cocer sus alimentos, para alumbrarse y para protegerse del frío.
Pasó el tiempo y Prometeo veía sufrir a los hombres faltos de fuerzas y de inteligencia para defenderse de las fieras. Y antes
de que la raza humana desapareciera de la Tierra Prometeo decidió favorecer a los hombres, subió al Olimpo y le robó el fuego
a Zeus, lo escondió en el hueco de una caña y lo llevó hasta la tierra. Enseguida Zeus vio desde lejos el brillo del fuego pero no
quiso quitárselo por segunda vez y decidió castigar a los hombres que habían aceptado el regalo de su benefactor ideando la
forma más rápida de destruir el paraíso de los hombres: la mujer. Zeus llama a Hefestos, el habilidoso dios artesano, y le pide
que confeccione una imagen mezclando tierra con agua, que le infunda voz y vida humanas y que cree una linda doncella, que
deberá parecerse al hombre pero también diferenciarse de él, de forma que lo encante, lo conmueva y lo trastorne.
Luego Zeus la condujo hasta Atenea y le pidió que le enseñara a tejer finos encajes. La diosa la adornó con un vestido de
blancura resplandeciente y rodeó sus sienes con coronas de hierbas trenzadas con flores y una diadema de oro. Cada dios que
se acercó a la nueva mujer le otorgó un don, por eso fue llamada Pandora: la que tiene todos los dones. Finalmente llegó
Hermes e introdujo en ella la semilla de la maldad y un carácter caprichoso y Zeus mismo puso en el corazón de la doncella la
curiosidad que pica y aguijonea los sentidos. Antes de enviarla, Zeus le dio un cofre y le dijo que contenía muchos bienes y
presentes para Prometeo, pero le advirtió que no lo abriera (ya que verdaderamente contenía males y pestes). Hermes la
condujo hasta Prometeo, quien astuto y precavido, la rechazó, y le advirtió a su hermano Epimeteo que no aceptara ningún
regalo del dios. Zeus enfurecido al ver que sus planes estaban fracasando, castigó a Prometeo encadenándolo en unas rocas
en las montañas del Caúcaso, donde un águila iba y le comía el hígado, pero al ser inmortal se regeneraba, el águila volvía y se
repetía la tortura cada día.
Sin embargo, Epimeteo desobedeció a su hermano. Se enamoró perdidamente de Pandora y aceptó el cofre como dote.
Pandora no pudo contener su curiosidad por ver lo que había en el cofre y lo abrió, entonces salieron todos los males y dolores
que hoy acechan a la humanidad. Pandora trató de cerrarla, pero no pudo, y al salir todos los males miró dentro y sólo quedaba
lo único positivo del cofre: la Esperanza.
EL DILUVIO
Zeus observaba la evolución del hombre y no le gustaba lo que veía. Los hombres se olvidaron de los dioses y, aunque
habían sido creados para honrarlos, no hacían sacrificios ni respetaban sus templos. La tierra se llenó de maldad: los amigos se
traicionaban entre sí; los hijos, a sus padres, y los peores crímenes se cometían a cada momento. Por estas razones Zeus
reunió a los dioses y les dijo:
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- Dioses del Olimpo, ya no se eleva hasta nosotros el humo de los sacrificios de los altares. Los humanos no merecen vivir,
puesto que, con sus crímenes, se espanta la madre Tierra. He decidido acabar con ellos de una vez por todas. Enviaré contra la
humanidad mis tempestades, y se detendrán los vientos que la dispersan. ¡Que comience el diluvio, que yo lo dirigiré con mi
rayo! La Tierra quedará, por fin, limpia de esta raza maldita.
Así, primero, se formó una terrible tormenta que oscureció los cielos. El brillante rayo de Zeus guiaba los nubarrones, y su voz
de trueno anunciaba la catástrofe. Se detuvieron los vientos, y se desató un diluvio tal, que hizo que los ríos se desbordara n, y
se inundaran los campos y las ciudades. Poseidón, cumpliendo las órdenes de su enfurecido hermano, azotaba la tierra con
inmensas olas del mar que dirigía con su tridente. Los hombres, desesperados, trataban de ganar las alturas para salvarse y
treparon a los montes, pero incluso estos quedaron bajo las aguas. Cuando dejó de llover, toda la humanidad había perecido
bajo una espantosa inundación.
Sin embargo, una pareja de ancianos se había salvado del diluvio. Deucalión (hijo de Prometeo y Climene) y Pirra (hija de
Pandora y Epimeteo) habían ido anteriormente a visitar a Prometeo que estaba encadenado en el Cáucaso y éste les había
advertido que debían construir un arca para sobrevivir a la inundación que se acercaba. El diluvio ya duraba nueve días y nueve
noches, al ver que pasaban los días y que las aguas no cedían, imploraron a Zeus para que tuviera piedad de ellos, ya que
siempre habían honrado y respetado a los dioses:
- Ciertamente, estos ancianos son los únicos que no merecen morir- razonó Zeus tras aplacar su cólera.
Y envió a Hermes para que condujera el arca hasta la cima del monte Parnaso mientras que las aguas irían bajando. Una vez
en tierra, los ancianos hicieron sacrificios a Zeus y pudieron apreciar, en toda su magnitud, la desolación y la ruina en la que
había quedado el mundo que aquellos humanos no habían sabido respetar, y comprendieron que eran los únicos sobrevivientes
de la raza humana.
Aunque estaban agradecidos a Zeus, porque había salvado sus vidas, ellos lamentaban su soledad. Eran viejos para tener
hijos y comprendían que, de este modo, se acabaría la obra que, con tanto amor y sacrificio, había creado Prometeo. Entonces
Temis, la Titánide de la ley y el orden, se presentó ante ellos diciéndoles:
- Cúbranse la cabeza y arrojen hacia atrás los huesos de vuestra madre.
Deucalión y Pirra no comprendieron la indicación y no querían profanar los huesos de sus madres. Pero después de mucho
cavilar la pareja se dio cuenta de que Temis se refería a Gea, la madre Tierra, por lo que comenzaron a tomar piedras y a
arrojarlas por encima de los hombros. De las piedras que arrojaba Deucalión surgían los hombres, de las piedras de Pirra
surgían mujeres. Estos hombres y mujeres formaron una nueva humanidad que se reconcilió con los dioses, a quienes veneró y
respetó.
Pasó el tiempo y los gritos de Prometeo seguían llenando los aires. El sufrimiento de éste despertaba compasión, pero nadie
se atrevía a aliviarlo. Un día Hércules pasó cerca del lugar y al ver el águila devorando el hígado del Titán, tomó una flech a y la
mató. Enseguida soltó las cadenas que lo aprisionaban y pudo liberarlo. Así terminó el castigo de Prometeo, padre de la estirpe
humana.
La fuente de estos mitos griegos pueden encontrarse en: Bliblioteca de Apolodoro, Teogonía de Hesíodo y Metamorfosis de
Ovidio.
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POPOL VUH
Entonces no había ni gente, ni animales, ni árboles, ni piedras, ni nada. Todo era un erial desolado y sin límites. Encima de
las llanuras el espacio yacía inmóvil; en tanto que, sobre el caos, descansaba la inmensidad del mar. Nada estaba junto ni
ocupado. Lo de abajo no tenía semejanza con lo de arriba. Ninguna cosa se veía de pie. Solo se sentía la tranquilidad sorda de
las aguas, las cuales parecía que se despeñaban en el abismo. En el silencio de las tinieblas vivían los dioses Tepeu y
Gucumatz, los Progenitores, cuyos nombres guardan los secretos de la creación, de la existencia y de la muerte, de la Tierra y
de los seres que la habitan.
Cuando los dioses llegaron al lugar donde estaban depositadas las tinieblas, hablaron entre sí, manifestaron sus sentimientos
y se pusieron de acuerdo sobre lo que debían hacer.
Pensaron cómo harían brotar la luz, la cual recibiría alimento de eternidad. La luz se hizo entonces en el seno de lo increado.
[…] Los dioses propicios vieron luego la existencia de los seres que iban a nacer; y ante esta certeza dijeron:
- Es bueno que se vacíe la tierra y se aparten las aguas de los lugares bajos, a fin de que estos puedan ser labrados. En ellos
la siembra será fecunda por el rocío del aire y por la humedad subterránea. Los árboles crecerán, se cubrirán de flores y dar án
fruto y esparcirán su semilla. De los frutos cosechados comerán los pobladores que van a venir. Tendrán de este modo igual
naturaleza que su comida. […]
Así quedó resuelta la existencia de los campos donde vivirían los nuevos seres. Entonces se apartaron las nubes que
llenaban el espacio que había entre el cielo y la tierra. Debajo de ellas y sobre el agua de la superficie, empezaron a apare cer
los montes y las montañas que hoy se ven.
Dijeron entonces los dioses:
- No es bueno que los árboles crezcan solos, rodeados de sombras; es necesario que tengan guardianes y servidores.
De esta manera decidieron poner, debajo de las ramas y junto a los troncos enraizados en la tierra, a las bestias y a los
animales, los cuales obedecieron al mandato de los dioses, pero vagaban sin orden ni concierto, tropezándose con las cosas
que encontraban a su paso. Parecían mudos, como si en sus gargantas hubieran muerto las voces inteligentes. Solo supieron
gritar, según era propio de la clase a la que pertenecían.
Entonces, después de tomar consejo, los dioses se dirigieron de nuevo a las bestias, a los animales y a los pájaros, de esta
manera:
- Por no haber sabido hablar conforme a lo ordenado, tendrán distinto modo de vivir y diversa comida. Ya no vivirán en
comunión plácida; cada cual huirá de su semejante, temeroso de su inquina y de su hambre, y buscará lugar que oculte su
torpeza y su miedo. Así lo harán. Y aún más: por no haber hablado ni tenido conciencia de quiénes somos nosotros, ni dado
muestras de entendimiento, vuestras carnes serán destazadas y comidas. Entre ustedes mismos se triturarán y comerán los
unos a los otros, sin repugnancia. Este y no otro será vuestro destino, porque así queremos por justicia que sea. […]
Los dioses idearon entonces nuevos seres capaces de hablar y de recoger, en hora oportuna, el alimento sembrado y crecido
en la tierra. Por eso dijeron:
- Recordemos que los primeros seres que hicimos no supieron admirar nuestra hermosura y ni siquiera se dieron cuenta de
nuestro resplandor. Veamos si, al fin, podemos crear seres más dóciles a nuestro intento.
Después de decir tales palabras, empezaron a formar, con barro húmedo, las carnes del nuevo ser que imaginaban. Lo
modelaron con cuidado. Poco a poco lo hicieron sin descuidar detalle.
Cuando estuvo completo entendieron que tampoco, por desgracia, servía: estos muñecos no podían permanecer de pie,
porque se desmoronaban, deshaciéndose en el agua. Sin embargo, el nuevo ser tuvo el don de la palabra. Los muñecos
hablaron, pero no tuvieron conciencia de lo que decían; y así ignoraron el sentido de sus palabras. Los dioses contemplaron con
tristeza a aquellos seres frágiles y dijeron:
- ¿Cómo haremos para formar otros seres que de veras sean superiores, oigan, hablen, comprendan lo que dicen, nos
invoquen y sepan lo que somos y lo que siempre seremos en el tiempo?
En silencio y meditación quedaron, mientras se desarrollaban las manifestaciones tremendas de la noche. Entonces la luz de
un relámpago iluminó la conciencia de la nueva creación.
Los nuevos seres fueron hechos de madera para que pudieran caminar con rectitud y firmeza sobre la faz de la Tierra.
Las estatuas formadas parecían verdaderas gentes; se juntaron y se acoplaron en grupos y, al cabo de un tiempo, procrearon
hijos. Pero en sus relaciones dieron muestras de no tener corazón ni sentimientos. No podían entender que eran seres venidos
a la Tierra por voluntad de los dioses. Hablaban, tenían conocimiento de lo que decían, pero no había en sus palabras ni
expresión ni sentimiento. Por esta causa también fueron condenados. Cuando menos lo esperaban, vino sobre ellos una lluvia
de ceniza que opacó su existencia. La ceniza cayó sobre sus cuerpos, violenta y constante, como si fuera arrojada con furia por
mano fuerte y desde arriba. Luego los dioses dispusieron que la tierra se volviera a llenar de agua. Esta inundación, que duró
muchas lunas, lo destruyó todo.
Todavía los dioses hicieron nuevos seres con nueva sustancia natural. De tzité fue hecho el hombre; de espadaña, la mujer;
pero tampoco correspondieron estas figuras a la esperanza de sus creadores. Vinieron enseguida otras fieras no menos crueles
que se cebaron en sus despojos. […]
Sucedió que, a raíz de esto, se oscureció la Tierra con oscuridad grande y de mucho miedo, como si descendiera sobre lo
creado un manto espeso y poblado de tinieblas. En medio de esta desolación, y ante los sobrevivientes que se debatían con
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angustia de muerte, casi sin esperanzas de salvación, se presentaron pequeños seres, cuya alma había sido invisible hasta
entonces. Irritados, vociferando, se pusieron a decir voces terribles y altivas. […]
Las piedras de moler dijeron:
- Ustedes nos gastaron; día a día; desde el amanecer hasta la noche, nos estuvieron rascando y amolando. Ya vemos, al
cabo del tiempo, que no merecían nada. Ahora llegó el tiempo de nuestra venganza.
Y luego los perros dijeron:
- ¡Cuántas veces, por culpa de ustedes, no probamos bocado, ni lamimos hueso, ni bebimos sorbo de agua, ni logramos, para
dormir, un rincón de tierra fresca; y muertos de hambre y de sed, desfallecidos, con la lengua afuera,
nos quedamos como trastos inservibles en el basurero de la choza! ¡Ahora los devoraremos!
Cuando aquellos conatos humanos oyeron tanta acusación, espantados, temblorosos, se juntaron como mazorcas tiernas.
Como pudieron, azorados, atropellándose, subieron sobre los techos de las casas, pero los armazones y las vigas se
hundieron; treparon en los árboles, pero las ramas se quebraron; entraron en las cuevas, pero las paredes se derrumbaron. Los
pocos que no sufrieron quebranto, como recuerdo de la simpleza de sus corazones, se transformaron en monos.
Estos se fueron por ahí y se perdieron en el monte. Por esta causa los monos son los únicos animales que semejan y evocan
la forma de los primitivos seres humanos de la tierra quiché.
Entonces los dioses se juntaron otra vez y trataron acerca de la creación de nuevas gentes, las cuales serían de carne,
hueso e inteligencia. Se dieron prisa para hacer esto porque todo debía estar concluido antes de que amaneciera. Por esta
razón, cuando vieron que en el horizonte empezaron a notarse vagas y tenues luces, dijeron:
- Esta es la hora propicia para bendecir la comida de los seres que pronto poblaran estas regiones.
Y así lo hicieron. Bendijeron la comida que estaba regada en el regazo de aquellos parajes. Después dijeron oraciones cuya
resonancia fue esparciéndose sobre la faz de lo creado. […] Al tiempo que sucedía esto faltaba poco para que el Sol, la Luna y
las estrellas aparecieran en el cielo. De lugares ocultos, cuyos nombres se dicen en las crónicas, bajaron hasta los sitios
propicios, el Gato, la Zorra, el Loro, la Cotorra y el Cuervo. Estos animales trajeron la noticia de que las mazorcas de maíz
amarillo, morado y blanco estaban crecidas y maduras. Por estos mismos animales fue descubierta el agua que sería metida en
las hebras de la carne de los nuevos seres. Pero los dioses la metieron primero en los granos de aquellas mazorcas. Cuando
todo lo que se dice fue revelado, fueron desgranadas las mazorcas y con los granos sueltos, desleídos en agua de lluvia
serenada, hicieron las bebidas necesarias para la creación y para la prolongación de la vida de los nuevos seres. Entonces los
dioses labraron la naturaleza de dichos seres. Con la masa amarilla y la masa blanca formaron y moldearon la carne del tronco,
de los brazos y de las piernas. […] Cuatro gentes de razón no más fueron primeramente creadas así. Luego de qu e estuvieron
hechos los cuerpos y quedaron completos y torneados sus miembros y dieron muestras de tener movimientos apropiados, se
les requirió para que pensaran, hablaran, vieran, sintieran, caminaran y palparan lo que existía y se agitaba cerca de ellos .
Pronto mostraron la inteligencia de que estaban dotados, porque como cosa natural que salió de sus espíritus, entendieron y
supieron cuál era la realidad que los rodeaba. Estos seres fueron: Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iquí Balam.
Balam Quitzé habló en nombre de los demás de esta manera:
- Nos han dado la existencia por ello sabemos lo que sabemos y somos lo que somos; por ella hablamos y caminamos y
conocemos lo que está en nosotros y fuera de nosotros. Es de esta manera cómo podemos entender lo grande y lo pequeño y
aun lo que no existe o no está revelado delante de nuestros ojos. […]
Pero ha de saberse que los dioses no vieron con agrado las consideraciones que de su propio saber hicieron, con tanta
franqueza, los nuevos seres. Por eso los dioses conversaron entre sí:
- […] Es preciso limitar sus facultades. Así disminuirá su orgullo. Los desmanes que cometan serán de menos alcance. Si los
abandonamos y llegan a tener hijos, sin duda, percibirán más que sus abuelos y habrá un momento en que entiendan lo mismo
que los propios dioses. Por esto es preciso reformar sus deseos y sus sueños para que no se aturdan ni envanezcan cuando se
abra en el horizonte la claridad del día que ya viene. Si no se hace esto pretenderán, en su locura y desvío, ser tanto o más que
nosotros mismos. Estamos a tiempo para evitar este peligro, que será fatal para el orden fecundo de la creación. Y a fin de q ue
estas gentes no estuvieran solas, los dioses crearon otras de sexo femenino. […]
De esta suerte Balam Quitzé y los otros abuelos resultaron ser el principio de las gentes que luego vivieron y se desarrollaron
durante las peregrinaciones y el asiento de las tribus del quiché.
Anónimo (fragmento) Mito de la creación
del pueblo maya que habitó en territorios
de la actual Guatemala.
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MITO AZTECA DE LA CREACIÓN
Cuentan que el dios Tonacatecuhtli y su mujer, la diosa Tonacacihuatl, vivían en el dicimotercer cielo. Tuvieron cuatro hijos . El
mayor, Tezcatlipoca rojo. Al segundo le pusieron de nombre Tezcatlipoca negro. Al tercero lo llamaron Quetzalcóatl, conocido
también como Noche y viento. Y al más pequeño lo llamaron Huitzilopochtli, Señor del hueso, porque nació sin carne, con los
huesos desnudos.
En ese entonces no existía el mundo ni existía la humanidad, y durante seiscientos años, no hicieron nada los dioses. Fueron
años de quietud.
Pasó este largo período, y los cuatro hijos de Tonacatecuhtli se juntaron para pensar y organizar lo que harían, y la ley que
tendrían.
Quetzalcóatl y Huitzilopochtli fueron los encargados de dar las órdenes. Entonces hicieron el fuego; después medio sol que,
como no estaba entero, alumbraba poco. Crearon los cielos y comenzaron por el más alto, desde el decimotercero para abajo.
Crearon el agua en la que criaron a un pez grande que llamaron Cipactli, parecido al caimán.
Se juntaron los cuatro hermanos y crearon a Tláloc y a Chalchiutlicue, dioses del agua, a los que se les pedía cuando tenían
necesidad de ella.
Otros, en cambio, dicen que Quetzalcóatl y Tezcatlipoca crearon la tierra. Bajaron a la diosa del cielo y la dividieron,
separando así la tierra del cielo. De sus largos cabellos se hicieron los árboles, arbustos, hierbas, y flores. De sus ojos, los
pozos, las fuentes de agua y las cuevas; de su boca, los ríos y cavernas; y de su nariz, los valles y las montañas.
Luego hicieron al hombre, Oxomoco, y a la mujer llamada Cipactónal. Les dijeron que tenían que trabajar para conseguir
alimentos. A él le enseñaron a labrar la tierra, a sembrar y a cosechar. A ella le enseñaron a hilar y a tejer.
Cipactónal recibió el don de la curación a través de ciertos granos de maíz que le fueron entregados por los dioses para la
cura, las adivinanzas y hechicerías.
De esta primera pareja humana, dicen que nació la gente del pueblo.
Mito del pueblo azteca que
habitó el actual territorio de
Mexico
MITO CHIBCHA DE LA CREACIÓN
En el comienzo todo era oscuridad. En el comienzo la tierra era blanda y fría. En el comienz0 no había plantas ni animales.
Todo era desolación.
No había hombres. Los únicos seres vivos sobre la tierra eran el dios Nemequene, su mujer y su hijo.
Nemequene un día quiso crear la vida en la tierra. Tomó un poco de barro blando, y modeló las figuras de los hombres y de
los animales. Trabajó con empeño varios días dándoles forma a las figuras, pero los muñecos que hacía no tenían vida. No se
movían, no respiraban.
Entonces Nemequene envió a su hijo al cielo para que iluminara la tierra. El joven llegó al cielo y se convirtió en Súa, el sol.
Los rayos brillantes de Súa iluminaron la tierra. El barro se calentó, y brotaron hierbas, árboles y plantas. Todo floreció, y el
paisaje se puso verde. El agua corrió formando ríos, arroyos y lagos. Y el calor del sol le puso vida a los muñecos de barro que
Nemequene había hecho.
Algunos se convirtieron en pájaros y vivieron en los bosques, alegrándolos con sus trinos y haciendo sus nidos en los árboles .
Otros se convirtieron en peces y nadaron libres poblando los ríos y lagos. Otros se convirtieron en distintos animales, y otros, en
los seres humanos.
Pero la gente creada por Nemequene no estaban conformes, porque la luz y el calor de Súa les llegaba solamente unas
horas. Cada noche, mientras Súa descansaba, volvía la oscuridad. Entonces le pidieron ayuda a Nemequene.
Nemequene amaba a los seres que había creado y quiso ayudarlos. Así que subió al cielo y se convirtió en Chía, la luna. De
este modo, compartió la tarea de iluminar el mundo con su hijo. Súa iluminaba con sus rayos de luz la tierra de día, y Chía, de
noche.
Desde entonces, la gente creada por Nemequene nunca se olvidó de darle las gracias. Celebraban fiestas en honor de Súa y
Chía, y dicen que, a veces, dedicaban sus hijos al sol y la luna llamándolos suachías antes de darles nombres propios.
Cuentan que así fue cómo se creó la vida en el mundo, según lo recuerdan los chibchas.
Mito del pueblo chibcha que
habitó el actual territorio de
7
GÉNESIS. HISTORIA PRIMITIVA
Primer relato de la creación: el universo. Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos y las tinieblas
cubrían el abismo, pero el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Entonces dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz.
Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas, y llamó a la luz día y a las tinieblas noche. Hubo así tarde y mañana:
Día primero.
Después dijo Dios: “Haya un firmamento entre las aguas, que separe las unas de las otras”, y fue así. E hizo Dios el
firmamento, separando por medio de él las aguas que hay debajo de las que hay sobre él. Y llamó Dios al firmamento cielo. De
nuevo hubo tarde y mañana: Día segundo.
Dijo luego Dios: “Reúnanse en un solo lugar las aguas inferiores y aparezca lo seco”, y así fue. Dios llamó a lo seco tierra y a la
masa de las aguas llamó mares. Y vio Dios que esto era bueno. Dijo después Dios: “Produzca la tierra hierbas, plantas
sementíferas de su especie y árboles frutales que den sobre la tierra frutos conteniendo en ellos la simiente propia de su
especie” Y fue así. Produjo la tierra hierbas, plantas sementíferas de su propia especie y árboles frutales que dan fruto
conteniendo en ellos la simiente propia de su especie. Y vio Dios que esto era bueno. Hubo de nuevo tarde y mañana: Día
tercero.
Después dijo Dios: “Haya luminares en el firmamento que separen el día de la noche, sirvan de signo para distinguir las
estaciones, los días y los años, y luzcan en el firmamento del cielo para iluminar la tierra.” Y fue así. Hizo, pues, Dios dos
luminares grandes, el mayor para gobierno del día y el menor para gobierno de la noche y las estrellas. Los colocó Dios en el
firmamento del cielo para iluminar la tierra, regular el día y la noche y separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que esto era
bueno. Hubo de nuevo tarde y mañana: Día cuarto.
Después dijo Dios: “Pulule en las aguas un hormigueo de seres vivientes y revoloteen las aves por encima de la tierra y cara al
firmamento del cielo” Así creó Dios los grandes animales acuáticos, y todos los seres vivientes que se mueven y pululan en las
aguas según su especie, y el mundo volátil según su especie. Y vio Dios que esto era bueno. Y Dios los bendijo diciendo esto:
“Creced, multiplicaos y llenad las aguas del mar y multiplíquense las aves sobre la tierra” Hubo de nuevo tarde y mañana: Día
quinto.
Después dijo Dios: “Produzca la tierra animales vivientes según su especie; ganados, reptiles y bestias salvajes según su
especie”. Y fue así. Hizo, pues, Dios las bestias de la tierra, los ganados y los reptiles campestres, cada uno según su especie.
Y vio Dios que esto era bueno.
Creación del hombre: Después dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza. Domine
sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las fieras campestres y sobre los reptiles de la
tierra.” Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó.
Y Dios los bendijo diciendo: “Sed prolíficos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre
las aves del cielo y sobre cuantos animales se mueven sobre la tierra”. Y añadió: “Yo os doy toda planta sementífera sobre toda
la superficie de la tierra y todo árbol que da fruto conteniendo simiente en sí. Ello será vuestra comida. A todos los animales
campestres, a las aves del cielo y a todo lo que se mueve sobre la tierra con ánimo viviente yo doy para comida herbaje verde”
Y fue así. Vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo era bueno. De nuevo hubo tarde y mañana: Día sexto.
Así fueron acabados el cielo y la tierra y toda su ornamentación. Dios dio por terminada su obra el séptimo día.
Fragmento del comienzo del Génesis del Antiguo Testamento, texto sagrado para las religiones judía y cristiana.
8
EL MITO DE TESEO Y EL MINOTAURO DE CRETA
Minos, hijo de Zeus y de Europa, pidió a Poseidón ayuda para suceder al rey de Creta frente a sus hermanos Radamantes y
Sarpedón y ser reconocido por los cretenses. Poseidón lo escuchó e hizo salir de los mares a un hermoso toro blanco que
Minos debería sacrificar en nombre del dios para que le concediera el pedido. Cuando Minos vio al toro quedó maravillado,
entonces lo ocultó entre su rebaño y sacrificó a otro toro en su lugar, esperando que el dios del océano no se diera cuenta del
cambio. Pero como los dioses todo lo saben, supo del engaño de Minos, se llenó de ira, y para vengarse, le infundió a la reina
Pasífae un deseo tan insólito como incontenible por el hermoso toro blanco que Minos había escondido.
De la unión entre el toro blanco y Pasífae nació el Minotauro, monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Desde la
punta de los pies hasta el cuello era solo un hombre grande y fornido, con los músculos tensos bañados en sudor. Su gran
cabeza de toro causaba espanto: la gruesa nariz, los ojos crueles y diminutos, los labios gruesos de los que manaba un hilo de
baba, su imponente corona de cuernos largos y filosos como sables; emitía por su boca extraños ruidos no articulados, mezcla
de bufido y ronquido, en los que se adivinaba un soplo humano de tristeza. El rey Minos lo llamó Asterión, sólo se alimentaba
con carne humana y a medida que crecía se volvía más salvaje.
Cuando la criatura se hizo incontrolable, Minos le ordenó a Dédalo, el arquitecto del reino, que construyera una jaula
gigantesca para encerrar a Asterión y no pudiera escapar. Dédalo, entonces construyó un laberinto: una estructura inmensa
compuesta por cantidades incontables de pasillos que van en diferentes direcciones, entrecruzándose entre ellos, era una
complicada construcción en la que era fácil entrar pero imposible salir. Sólo uno de los pasillos conducía al centro, allí fue
abandonado Asterión.
Mientras el Minotauro estaba encerrado en el laberinto, uno de los hijos de Minos, Androgeo, viajó a Atenas para intervenir en
una competencia Olímpica pero luego de haberla ganado fue asesinado. Al enterarse su padre le declaró la guerra al rey Egeo
de Atenas. Pronto Minos asedió, atacó Atenas y resultó ganador y les impuso un terrible castigo: cada año los atenienses
debían enviar siete jóvenes y siete doncellas para que fueran devorados por el Minotauro en el laberinto de Creta.
Cuando Teseo, el hijo de Egeo, supo de la desgracia que hería al pueblo de su padre, decidió viajar él mismo a Creta para
luchar contra el Minotauro y librar del mal a Atenas:
- Teseo, hijo bienamado,- dijo Egeo - que los dioses te protejan. La nave que te conduce lleva velas negras. Cuando regreses
vencedor del Minotauro, cámbialas por velas blancas. De este modo, a la distancia, conoceré la noticia de tu victoria.
Teseo prometió a su padre que cambiaría las velas como señal de su triunfo y zarpó, junto a los otros jóvenes, rumbo a Creta.
El rey Minos recibió a los atenienses ataviado con bellas ropas blancas; deseaba conocer al joven Teseo, de cuya valentía
había oído hablar. Para impresionarlo, le dijo de manera burlona mientras arrojaba al agua su anillo:
- Me han dicho, Teseo, que el dios Poseidón te favorece. Si es cierto, que te ayude a recuperar este anillo.
Teseo le respondió:
- Demuestra tú primero que el mismo Zeus, padre de todos los dioses, te tiene bajo su protección.
Zeus, que verdaderamente era protector de Minos, no se hizo esperar: arrojó desde los cielos rayos y truenos que iluminaron
el mar y levantaron en él olas gigantescas sacudiendo sin cesar la nave de los atenienses. Teseo se arrojó entonces al mar.
Allí, Poseidón lo recibió con alegría. Estaba sentado en un carro de oro tirado por bellas ninfas marinas. Bastó una señal suya
para que un veloz pez plateado recuperara el anillo. Segundos después, Teseo emergió de las aguas con el anillo en una de
sus manos y frágiles estrellas de mar escabulléndose entre los dedos de la otra.
Teseo debió esperar al día siguiente para combatir con el Minotauro; pero durante la noche , Ariadna, la hija del rey de Creta
se le acercó para hablarle; la belleza de Teseo, saliendo deslumbrante del mar aquella mañana, había despertado un amor
incontenible en su corazón:
- Valiente Teseo- le dijo –podrás vencer, sin duda, al Minotauro con tu espada y tu valentía. Pero no saldrás jamás del
laberinto. Te entrego este ovillo mágico. Ata la punta del hilo a la puerta del laberinto y conserva el ovillo en tu mano. El hilo se
irá desenrollando cuando camines por los corredores del laberinto y, cuando desees volver, te bastará seguir el hilo para hal lar
la salida.
A la hora señalada, Teseo entró en el laberinto. En una mano llevaba la espada de su padre y en la otra el ovillo de Ariadna.
Desde lejos escuchó los mugidos del Minotauro pero sólo se enfrentó con él después de llegar al centro mismo del laberinto. El
combate duró largas horas. La bestia arremetía contra el joven clavándole sus cuernos y empujándole con fuerza sobrehumana.
Teseo resistió sus embates y cuando logró separarse del monstruo, tomó fuerzas, se lanzó sobre su adversario con la espada
en alto y le atravesó el corazón. Asterión cayó muerto y Teseo siguiendo el hilo de Ariadna halló el camino de regreso.
Sigilosamente, Ariadna, las doncellas, los jóvenes y Teseo subieron a bordo de la nave y huyeron hacia Atenas. Los
atenienses siguieron viaje sin dejar de festejar la victoria sobre el Minotauro. La alegría hizo que Teseo olvidara la promesa que
había hecho a su padre: la nave avanzaba hacia Atenas con sus velas negras desplegadas al viento. Desde lo alto de la ciudad,
Egeo la divisó. Su corazón se estremeció de dolor al pensar que su amado hijo había muerto en Creta. Sin poder soportar la
pena, Egeo se arrojó al mar; a ese mar que baña las costas de Grecia y que, desde entonces lleva su nombre.
Cuando Teseo desembarcó, supo la noticia de la muerte de su padre. En medio de esta nueva tristeza, el joven héroe fue
proclamado rey de Atenas.
Adaptación libre
del mito griego
9
LA CASA DE ASTERIÓN
Y la reina dio a luz un hijo
que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III, I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido
tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito 1)
están abiertas a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro
aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra.
(Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la
casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay
una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el
desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo
el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que
nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está
capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido
que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar
por el suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas
desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de
tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te
gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me
equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado estos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces,
cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres,
abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar
patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar . Eso
no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol;
abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo
de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes
son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me
duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del
mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me
pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
- ¿Lo creerás, Ariadna? – dijo Teseo – El minotauro apenas se defendió.
Jorge Luis Borges
El Aleph
1
El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.
10
SUEÑO DE DÉDALO, ARQUITECTO Y AVIADOR
Una noche de hace miles de años, no es posible calcular con exactitud el tiempo, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba en las entrañas de un palacio inmenso, recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en otro pasillo y
Dédalo, fatigado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando hubo recorrido el pasillo desembocó en una
pequeña sala octogonal, de la que partían ocho corredores. Dédalo comenzó a sentir una gran ansiedad, un deseo de aire puro.
Enfiló un corredor pero éste terminaba contra una pared. Tomó otro, y también éste terminaba contra una pared. Por siete
veces lo intentó Dédalo, hasta que, a la octava, enfiló un corredor larguísimo que después de una serie de curvas y de ángulos
desembocó en otro corredor. Dédalo entonces se sentó sobre un escalón de mármol y se puso a reflexionar. Sobre las paredes
del corredor había antorchas encendidas que iluminaban los frescos de aves y de flores.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y comenzó a caminar
descalzo sobre el piso de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una antigua canción de cuna que había aprendido
de una vieja criada que lo había arrullado en la infancia. Las arcadas del largo corredor le restituían su voz repetidas veces.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo.
En aquel momento desembocó en una amplia sala circular, pintada con paisajes absurdos. Recordaba aquella sala pero no
recordaba por qué la recordaba.
Había asientos forrados de paños lujosos y, en medio de la estancia, un amplio lecho. Sobre el borde del lecho estaba sentado
un hombre esbelto, de ágiles y juveniles rasgos. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entre las manos,
sollozaba. Dédalo se le acercó y le puso una mano en el hombro.
- ¿Por qué lloras? - le preguntó.
El hombre levantó la cabeza de entre las manos y lo miró con sus ojos de bestia.
- Lloro porque estoy enamorado de la luna - dijo - la he visto una sola vez, cuando era niño y me asomaba por la ventana,
pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría con tenderme sobre un prado, dur ante la
noche, y dejar que sus rayos me besaran. Pero soy prisionero de este palacio, desde mi infancia lo soy. Y volvió a llorar.
Entonces Dédalo sintió una gran zozobra, el corazón le batía en el pecho fuertemente.
- Yo te ayudaré a salir de aquí – le dijo.
El Minotauro levantó la cabeza y lo miró fijamente con sus ojos bovinos.
- En esta estancia hay dos puertas y como custodia en cada puerta hay un guardián. Una puerta conduce a la libertad y la
otra conduce a la muerte. Uno de los guardianes dice sólo la verdad y el otro dice sólo la mentira. Pero yo no sé cuál es el
guardián que dice lo verdadero y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad y cuál la puerta de la muerte.
Sígueme, ven conmigo.
Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó:
- ¿Cuál es la puerta que según el otro guardián conduce a la libertad?
Y luego cambió de puerta. En efecto, si hubiese interrogado al guardián mentiroso, éste hubiera cambiado la indicación
verdadera de su colega y le hubiera indicado la puerta del patíbulo; si en cambio hubiese interrogado al guardián verdadero,
éste sin modificar la indicación falsa del otro, le hubiera indicado la puerta de la muerte.
Atravesaron la puerta de la libertad y recorrieron de nuevo un largo corredor. El corredor ascendía y desembocaba en un jardín
colgante, desde el cual se dominaban las luces de una ciudad ignota. Ahora Dédalo recordaba, y era feliz al recordar. Bajo lo s
zarzales había escondidas plumas y cera. Lo había hecho para sí, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella
cera construyó hábilmente un par de alas y las sujetó a las espaldas del Minotauro. Después lo condujo al borde del jardín y le
habló:
- La noche es larga, dijo, la luna muestra su cara y te espera, puedes volar hasta ella.
El Minotauro se volteó y lo miró con sus apacibles ojos de bestia.
- Gracias, dijo.
- Ve, dijo, Dédalo, y lo empujó.
Durante un buen rato quedó contemplando al Minotauro alejándose con amplias brazadas en la noche, volando hacia la luna.
Volaba, volaba.
Antonio Tabucchi
11
EL MITO DE IFIGENIA
I
Nos acercamos al campamento del ejército griego en Aúlide. Ifigenia, mi amada hija, y yo, Clitemnestra, hija de Tindáreo,
hermana de la bella Helena y esposa de Agamenón. Desde el carro veo las tiendas, cientos de soldados y las naves de muchos
remos junto al mar.
Hemos llegado. ¡Qué lugar inconveniente para una muchacha virgen, para una casta esposa! Y, sin embargo, mi esposo
Agamenón, rey de Micenas y jefe del ejército, ha mandado a llamar a Ifigenia. Mentiría si dijera que ninguna nube oscurece mi
ánimo. ¿Por qué siento pena en un día que debiera ser dichoso? ¡Llevaré a mi hija al tálamo nupcial!
Se casará con el más bello de los jóvenes mortales, Aquiles, el de los pies ligeros. Aquiles, hijo de la diosa Tetis y el mor tal
Peleo. No es un varón que deshonre a mi niña. No es eso que turba mi ánimo. Es un presentimiento. ¿A qué negárselo a mi
propio corazón?
Pero bajemos del carro de una vez. Allí se acerca a recibirnos el rey Agamenón en persona. Nos da la bienvenida,
sonriéndonos con los brazos abiertos. Sin embargo, yo, que lo conozco bien, veo la tristeza asomando en sus ojos. También
Ifigenia la ve.
- ¿Qué pasa padre mío?- le pregunta echándole los brazos al cuello-. ¿Qué terrible noticia oscurece tu semblante de este
modo?
- Me entristece la noticia de nuestra separación- responde Agamenón-. Pero vamos, que hay que prepararse para la
ceremonia.
Entramos en la tienda del rey. Recién acabo de llegar, y ya mi esposo me pide que vuelva a Micenas. Me niego de modo
terminante:
- ¿Quién acompañará a Ifigenia hasta el tálamo nupcial, quién le arreglará el tocado, quién llevará la antorcha y la
dejará en manos de su esposo?
- Yo. ¿Acaso no soy su padre?- me responde él.
- Su padre eres, pero te toca a ti ocuparte de los asuntos del Estado y de la guerra. Deja que me ocupe yo de las cosas de mi
casa.
- ¿Abandonando a tus otras hijas solas en el palacio, trayendo hasta aquí a Orestes, un bebé de pecho? ¿Es esa una digna
forma de ocuparte de la casa?- me increpa Agamenón.
- ¿Acaso me escondes algo, Agamenón, que quieres alejarme de este sitio? ¿Es este un campamento, donde cientos de
soldados aguardan el momento propicio para subir a las naves, un lugar seguro para una doncella? Más seguras están mis
hijas en el palacio que Ifigenia aquí, sin mi custodia. A ellas las cuidan fieles servidores, ¿quién cuidará de mi pequeña?
- ¿No es su padre custodia suficiente?
Callo, por respeto a las costumbres. Pero mi corazón grita, “no, no dejes a Ifigenia bajo la custodia de este hombre”. Todavía
no sé decir por qué, aunque, más de una vez, mi corazón ha conocido la verdad antes que mi entendimiento.
II
Agamenón se retira de la tienda. Quedamos solas, Ifigenia y yo. Enseguida aparece un mensajero que anuncia que Aquiles
viene en busca del rey. En ausencia de Agamenón, ¿quién recibirá al futuro esposo de mi hija? No quiero ser descortés y me
acerco a saludarlo. Pero Aquiles me rechaza, desconcertado.
- ¿Quién eres tú, dama de tan magnífica belleza? ¿Por qué, siendo mujer, has venido al ejército griego en busca de hombres
armados de escudos?- me interroga.
- Me llamo Clitemnestra, soy hija de Leda y esposa del rey Agamenón- le contesto. Y lo invito a que su diestra toque la mía
como prenda feliz de la futura boda. Pero Aquiles, horrorizado, se niega.
- ¿Qué dices? ¿Yo darte mi diestra? Respetemos a Agamenón no tocando lo que no es nuestro.
- Puedes hacerlo porque te unes a mi hija- insisto con un temblor en la voz. Parece como si Aquiles nada supiera.
- ¿De qué bodas me hablas?- me responde Aquiles- . Jamás he pretendido yo la mano de tu hija.
Pudor y vergüenza, confusión e ira me turban por completo. Si el esposo nada sabe de la boda, ¿a qué hemos venido?
¿Acaso alguien trama una maldad contra nosotras?
Un anciano, desfigurado su rostro por una loca carrera, entra velozmente en la tienda. Lo reconozco enseguida. Es uno de los
esclavos que me acompañan desde que yo era apenas mayor de lo que es hoy Ifigenia. Mi padre, Tindáreo, le ordenó que me
sirviera en la mansión de mi nuevo esposo, Agamenón. ¡Ay! ¿Por qué vienen a mí esos malos recuerdos? ¡Justo ahora!
Agamenón mató a mi primer esposo y estrelló contra el suelo a mi primogénito, tras arrancarlo de mi pecho. Me casé con él por
cumplir la orden de mi padre. Y, a pesar de todo, llegué a quererlo como una buena esposa. Y le he dado tres hijas y un varón ,
el pequeño Orestes.
La voz temblorosa del anciano interrumpe mis pensamientos. Pide permiso para hablar, y Aquiles se lo concede.
- Siempre he sido fiel a mi señora, Clitemnestra, desde que vuestro amado padre, Tindáreo, me entregó a su servicio. No he
de cambiar mi conducta ahora, que mis cabellos ya se han vueltos blancos. No, aunque esta fidelidad me cueste la vida.
- ¿A qué vienen tan lúgubres palabras en día tan propicio?- le pregunto asustada.
12
- Ifigenia no ha sido convocada aquí para celebrar una boda- dice amargamente-; su sangre de doncella será derramada en
honor de Artemisa. Así lo dispuso su padre, el rey Agamenón, para cumplir los designios del adivino Calcas.
- ¿Qué dices, insensato?- lo atropella Aquiles- . ¿Quién te ha contado esa patraña?
- Insensato se ha vuelto el rey, que está dispuesto a entregar a su hija, nacida del vientre de su esposa.
- Dime, ¿cómo lo sabes tú sin que nadie más esté enterado en el campamento de los aqueos?- vuelve a increparlo Aquiles.
Yo he perdido el habla, ya siento el viento helado de la Parca soplando sobre mi nuca.
- Lo sé- responde el anciano- porque por orden de Agamenón llevaba una carta al palacio en la que el rey le pedía a
Clitemnestra que no mandara hacia aquí a su hija Ifigenia. Ayer, con las sombras de la noche, Agamenón reflexionó, y el juicio
volvió a su mente. Decidió abdicar del mando de las tropas, y negarse a realizar tan horrendo sacrificio.
- ¿Por qué te has rehusado a entregarme esa carta, que era nuestra salvación?- le gritó desesperada.
- Fui interceptado en el camino por Menelao, quien me la arrebató de las manos- responde el afligido anciano.
Hay algo que no alcanzo a comprender.
- ¿Cuál es tu temor, anciano venerable- pregunto esperanzada-, si el rey se niega a realizar el sacrificio?
- Ya no. Al verlas llegar, mudó de nuevo de opinión. Lo oí discutir con su hermano Menelao. Odiseo, astuto en Ardiles, y el
adivino Calcas saben la verdad. Con ellos Tramaron la mentira del casamiento para hacer venir a Ifigenia. Agamenón teme que
cuenten el secreto y echen, contra él, al ejército entero; que de todos modos sacrifiquen a Ifigenia y, además, ataquen sin
piedad la ciudad de Micenas. Lo he escuchado lamentándose de su suerte, pero aceptando su destino. Esas y no otras han
sido sus palabras.
Resumo con brevedad mi destino: Ifigenia, mi amada Ifigenia, será sacrificada en el altar de Artemisa para que el ejército
griego pueda salir de Aúlice y llegar a Troya. Artemisa pide a mi hija, y su padre, Agamenón, se la entrega. Miro a mi alrede dor:
la soledad de mi estado me aterra. Sólo una esperanza me queda, y a ella me aferro como un náufrago al único tronco que se
ha salvado de su nave. Me arrodillo a los pies de Aquiles, abrazo sus rodillas y, sin vergüenza ni pudor, le ruego que salve a mi
hija. Se lo ruego por su madre, la nereida Tetis, y por su nombre, que iba unido al de mi desdichada hija en malogradas bodas .
Aquiles se conmueve. Aquiles se enciende de ira ante el abuso de Agamenón, que se atrevió a usar su nombre para tejer un
engaño. Aquiles se niega a que se cometa tan cobarde sacrificio. Aquiles, el más fuerte, el más valiente de los hombres que se
han reunido para pelear contra Troya, me promete su ayuda.
Respiro aliviada. No todo está perdido.
III
Necesitamos pocos minutos para ponernos de acuerdo. He de hacer paso a paso lo que Aquiles me recomienda. Intentaré
convencer a Agamenón con severas razones; si el rey accede a mis ruegos, no precisaré invocar el nombre de Aquiles, y nadie
podrá decir que fue seducido por una virgen. Pero si Agamenón no escucha los justos pedidos de una madre, Aquiles me ha
prometido que alzará su espada por defender la vida de Ifigenia.
Aquiles sale de la tienda. Quedamos adentro Ifigenia y yo. Más allá, innumerables soldados, llegados de todos los rincones de
Grecia, esperan. Puedo sentir la tensión de sus cuerpos que, listos para entrar en combate, son retenidos aquí por fuerzas
superiores. Sus ojos están clavados en el mar, indagando en la quietud de las olas el misterio de los vientos que demoran la
partida de las naves. Ninguno hay que mire hacia atrás, como si se tratara de hombres sin casa ni familia, sin padre ni madre a
quien extrañar. Deseosos de gloria, sólo piensan en mostrar al mundo la fuerza de sus brazos, en cruzar el mar, y en saltar las
murallas de Troya para saquearla.
Entonces vuelve Agamenón. En su rostro descompuesto, trata de simular una sonrisa. Dice que los sacrificios propios de la
boda ya han sido consumados. Me pide que me apure en cubrir de flores la cabeza de la novia. Yo no puedo fingir, no puedo
siquiera armar una larga frase. Le pregunto, entonces, simplemente, con quién piensa casar a mi niña. Él responde con la
misma mentira. Siento que la sangre me hierve de furia. ¡Ay, si yo pudiera empuñar una espada! ¡Nada me importaría morir
después! Pero debo hablar, mantenerme serena, tratar de hacerlo entrar en razones.
Le pido que no continúe fingiendo, pues Ifigenia y yo ya conocemos nuestro destino. Sabemos muy bien a qué clase de bodas
ha invitado el rey a su hija.
Agamenón se enfurece. Por el contrario, dirige su rostro al cielo, implorante. Gime. Leo el dolor intenso, verdadero, en lo
profundo de sus ojos. Lo reconozco, es el mismo dolor que estoy sintiendo yo. veo al padre de Ifigenia que sufre aterrado ante
la pérdida de su hija. Entonces le imploro, pero él ya se ha recompuesto. Ahora es, de nuevo, el general del ejército. Ahora es el
rey quien me oye. O mejor sería decir quien no hace ningún caso a las palabras con las que le suplico piedad. Por eso, porque
estoy segura de que todo está perdido, dejo que las amenazas atraviesen el cerco de mis dientes. ¿Pienso acaso que pueden
asustarlo? No, pero es el último refugio del animal herido de muerte. Me vencerás, sí, pero trataré de hacerte todo el daño que
me permitan mis fuerzas.
Agamenón me mira sin responder. Su rostro se ha cerrado por completo. Imposible, quiere decirme, que una mujer conmueva
a una roca. Ifigenia, entonces, le recuerda sus tiernos juramentos, las dulces sonrisas que uno a otro se prodigaron tantas
veces. Le pide por ella, por la sangre del pequeño Orestes. Palabras tan certeras no penetran en su corazón, cuando sólo la
visión de su carita bañada en lágrimas debería conmoverlo. Le han quitado el corazón, pienso, jamás lo ha tenido.
Eso mismo nos dice él, ahora. Que no es su corazón quien decide, sino toda Grecia, que ha depositado en él su confianza.
Que el ejército espera para salir al mar en las naves de muchos remos. Que una diosa ha decidido, y que un rey no puede
torcer las decisiones de los dioses ni enfrentar el deseo de un pueblo entero.
13
Cobarde, es un cobarde. Se escuda en los dioses, se escuda en la razón de un Estado.
Entonces Ifigenia me anuncia que una multitud de hombres se dirigen hacia acá. Vienen lanzando piedras contra Aquiles.
Ifigenia corre a esconderse para que su prometido no llegue a verla. Pero yo se lo impido: es tan grande nuestro dolor que no
deja lugar a la vergüenza, por más justa que esta sea. Aquiles nos cuenta lo sucedido desde nuestro último encuentro. Todo el
ejército se ha enterado de la profecía. Odiseo y el adivino Calcas han informado a los hombres en asamblea. No hay uno, uno
solo, que se oponga al sacrificio. Por el contrario, están dispuestos a arrebatar a la virgen, y arrastrarla de los cabellos hasta el
altar si fuera necesario.
- Están ansiosos por subir a las naves. No hay justicia que los detenga. Pero yo no he empeñado mi palabra en vano; con
esta espada, defenderé a tu hija frente a todos los soldados- vuelve a prometerme Aquiles.
- ¿Tú solo? - pregunto angustiada -. ¿Acaso los mirmidones, tus hombres, tampoco obedecen la voz de su jefe?
- Ellos van a la cabeza de los que claman por Ifigenia. Dicen que he sido seducido por una virgen- me responde Aquiles.
- ¡Estamos perdidas!- grito implorante.
- ¡No todavía!- insiste el héroe - . ¡Mi vida no vale más que la de esta muchacha inocente!
Pero entonces se escucha la voz de Ifigenia.
- Madre, escúchame - me dice -. Resuelta está mi muerte, y quiero que sea gloriosa. Vamos, madre, atiéndeme, aprueba mis
razones. Grecia entera tiene puestos sus ojos en mí, y en mis manos está que naveguen las naves y sea destruida Troya. No
debo amar demasiado la vida que me diste para bien de todos, no solo para el tuyo. Doy mi vida por Grecia. Que me maten y
devasten Troya. Ese será el monumento que me recordará largo tiempo, esos mis hijos, esas mis bodas, esa mi gloria. Madre,
los griegos han de dominar a los bárbaros, no los bárbaros a los griegos, que esclavos son unos, libres los otros.
Eso dice mi pequeña, tan frágil y tan decidida a enfrentar la muerte. Dice que un solo hombre es más digno de ver la luz que
mil mujeres. Que no es justo que Aquiles pelee contra todos los griegos por salvar a una doncella. Ni tampoco, si Artemisa pide
su vida, puede una simple mortal oponerse al deseo de una diosa.
Impresiona su entereza, y no sólo a mí, que soy su madre. El mismo Aquiles se conmueve al oírla y le declara un vivo deseo
de casarse con ella. Ya no es sólo la belleza de mi niña lo que ha conquistado el corazón de Aquiles; ahora son sus palabras, la
grandeza de ánimo que expresan. Ifigenia reconoce que no hay nada más precioso para los mortales que la luz del sol. Que los
muertos nada son y, sin embargo se resigna.
- Generosos son tus sentimientos, pero quizás te arrepientas al ver la cuchilla que amenaza tu cuello - le dice Aquiles,
volviendo a ofrecerle protección -. Por eso me colocaré junto al ara y apostaré allí estos soldados, no para asegurar sino para
impedir tu muerte. En el templo de la diosa, allí, te estaré esperando.
Aquiles se va. Mi suerte está sellada. Ahora he quedado completamente sola. La gloria vana de un ejército me ha arrebatado
el cuerpo gracioso de una hija. Ifigenia me pidió que no llore, que me sienta orgullosa de su destino. Me pidió que no le guarde
rencor a su padre, que lo ame como a un buen esposo. Ruegos de una niña, aún virgen, que es incapaz de entender el dolor,
este inmenso vacío que me abre el pecho. Me dedicó las últimas lágrimas y, altiva, se marchó hacia el altar de Artemisa.
IV
La voz de un mensajero me vuelve a la vida. No puedo decir cuánto tiempo ha pasado desde que Ifigenia partió. En absoluto
silencio, ha quedado esta tienda. Seco, totalmente seco ha quedado mi corazón.
El rostro del mensajero se encuentra iluminado de alegría. ¿Qué puede alegrarlo si a su lado no viene Ifigenia?
- Señora – me dice – abandone ya el llanto. La diosa ha salvado a Ifigenia, que mora ahora en el Olimpo, junto a los
inmortales.
Me trae detalles de los hechos que no quiero ni puedo imaginar. Cuenta que acompañó a Ifigenia hasta el prado florido de
Artemisa, donde la esperaba reunido el ejército. Al ver llegar a su hija, Agamenón lloró escondiendo su cara en el manto. Per o
Ifigenia le pidió que no llorara, que con gusto se inmolaba ella por el honor y la libertad de Grecia. También pidió que ningún
hombre la tocara, pues animosa y sola se entregaba al hierro. Cada uno de los presentes sintió inmenso respeto por el valor
que sus palabras manifestaban.
Luego se hicieron los ruegos a los dioses y ya Calcas, con la afilada cuchilla en la mano, se acercó a la doncella. Todo el
ejército quedó en suspenso, clavada la vista en la tierra. Enseguida oyeron el golpe del hierro contra el cuello. Y entonces, al
alzar la mirada, vieron que en el altar yacía el cadáver de una cierva. La sangre de la cierva bañaba el ara de Artemisa,
mientras que el cuerpo de Ifigenia había desaparecido sin dejar ningún rastro. Lleno de júbilo, Calcas vaticinó que aquel milagro
era obra de la diosa. Vientos propicios comenzarían a soplar ese mismo día, las naves zarparían y el ejército vencería en Troya.
Artemisa había aceptado el sacrificio, y lo mostraba salvando el cuerpo de Ifigenia.
Aquí se acerca Agamenón, su rostro se ha aliviado de pesares, camina como un hombre tocado por la gloria. Ahora él me
repite la historia que he escuchado ya de los labios del mensajero. Quizás, sea cierta. Si Ifigenia misma, acariciando mis
cabellos, me la contara, podría alegrarme. Y aún así, sé que mi corazón no perdonará a este hombre, ni a todos los hombres
que, ansiosos por salir a matar, están subiendo a las naves. Le dieron a elegir, y Agamenón eligió. Ni la cierva que quizás
Artemisa haya puesto en el lugar de Ifigenia puede revocar esa decisión. Un abismo que, cada día, nuestra separación volverá
más hondo, me separa de él. Desde esta distancia, lo veo alejarse en dirección a Troya.
(La fuente principal de este mito puede leerse en Ifigenia en Aúlide, tragedia de Eurípides.)
14
LA NOCHE BOCA ARRIBA
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el
portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo
sobrado a donde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él - por que para sí mismo, para ir pensando, no tenía
nombre – montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba
los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba
en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias
villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo
sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez
su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la
calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la
izquierda; oyó el gritó de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a
sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que
no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que
le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no
tenía más que rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…” Opiniones,
recuerdos, despacio, éntrelo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la
penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda
lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo
casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla.
Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más.
El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos
rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo
llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó
estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa
y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras
bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida
negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de
mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez,
sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la
izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio
vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía
que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la
selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era
habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra
atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no
era extraño, en sus sueños abundaba el miedo.
Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del lago, debían
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama
quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero
el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos.
Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo.
Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia delante.
- Se va a caer de la cama- dijo el enfermo de la cama de al lado- . No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se
despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas.
Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y
hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse
despierto, entornando los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
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pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara ante rior
del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico
joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo
iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a
la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un
banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado,
chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro,
pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y
calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía
que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La
calzada”, pensó. “Me salí de la calzada”. Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que
las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el
silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía
ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los
pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae
las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los
tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía
insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en l o
profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el
rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal
del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas
moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi
sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire
una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
- Es la fiebre- dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que
duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de
la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro ,
sin acoso, sin…Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en que entretenerse. Se puso a mirar el
yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la
mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez
saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia admitir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la
sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él
hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas
maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo
roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y
auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia
abajo. La almohada era blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin
las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a
piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones;
lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el
piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente
el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del fina l.
Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocali, estaba
en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tiniebl as,
gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus
compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo
sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran
lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luc hó
por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo
intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con
el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban
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en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, dura s
como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los
acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que
por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la
escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutamente, y él no
quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber
gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida
contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían
pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero
gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño
profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada…Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte
que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se
cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él
boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se
enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se
cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían
era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las
hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de
los pies del sacrificio, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los
párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a
salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que
venía hacía él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el
que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con
un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.
Julio Cortázar de
Final del juego
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CHAC MOOL
Hace poco tiempo. Filiberto, murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la
Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el
choucrout endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y sentirse "gente conocida"
en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien, pero ahora,
a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no permitió
que se velara - cliente tan antiguo - en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada,
mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de
huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto
estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos de lonas, para
que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y
chorizo, abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Mü ller.
Doscientos pesos. Un periódico viejo; cachos de la lotería; el pasaje de ida - ¿sólo de ida? -. Y el cuaderno barato, de hojas
cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito, y cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi
difunto amigo. Recordaría - sí, empezaba con eso - nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá, sabría por qué fue declinando,
olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni "Sufragio Efectivo". Por qué, en fin, fue corrido,
olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.
"Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es
el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más
lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión
peyorativa hacia los compañeros; de hecho librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían la baja extracción
o falta de elegancia.”
“Yo sabía que muchos (quizá los más humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la escuela, se iban a forjar las amistades
duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí,
muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos
prometerlo todo, quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de
los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas, modernizadas - también, como
barricada de una invasión, la fuente de sodas -, y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de
luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío.
No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo - uno o dos - una mano gorda y rápida en el hombro. Entre
ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron los años de las
grandes ilusiones, de los pronósticos felices y también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de
no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes
se va olvidando, y al cabo, quién sabrá a dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera. Los
disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era
suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de
juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la vista a las
ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina."
"Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a
Palacio. Él es descreído, pero no le basta: en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si no fuera mexicano, no adoraría
a Cristo, y... - No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el
costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a
todo tu ceremonial, a toda tu vida?... Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o mahometanos.
No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se
sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en
su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los
aspectos de caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres
para poder creer en ellos.”
"Pepe sabía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos,
cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala, o en Teotihuacan. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías
que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y
hoy Pepe me informa de un lugar en La Lagunilla donde venden uno de piedra, y parece que barato. Voy a ir el domingo.”
"Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido
consignarlo al director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a
mis costillas el día entero, todos en torno al agua. ¡Ch...!"
"Hoy, domingo, aproveché para ir a La Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza
preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no
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aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga
para convencer a los turistas de la autenticidad sangrienta de la escultura.”
"El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo
mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol, vertical y fogoso; ése fue su elemento y condición. Pierde
mucho en la oscuridad del sótano, como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El
comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultura, que recortaba todas las aristas, y le daba una expresión más
amable a mi Chac Mool. Habrá que seguir su ejemplo."
"Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó
hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron; y todo esto, en día de
labores, me ha obligado a llegar tarde a la oficina."
"Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.Desperté a la una: había
escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación."
"Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a
descomponerse y las lluvias se han colado, inundando el sótano."
"El plomero no viene, estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el
agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra."
"Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura
parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para
raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamento, y en el último piso, para evitar estas trage dias
acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura
porfiriana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola
en el sótano y una casa de decoración en la planta baja."
"Fui a raspar la lama del Chac Mool con una espátula. El musgo parecía ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y
sólo a las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la penumbra, y al dar fin al trabajo, con la mano seguí los
contornos de la piedra. Cada vez que repasaba el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este
mercader de La Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he
puesto encima unos trapos, y mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total."
"Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido, pero no vuelve a la piedra. No quiero
escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que algo corre por esa figura recostada...
Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos."
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina: giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el
director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico,
saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool."
Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la vieja, la que tantas veces vi en memoranda y formas, ancha y ovalada. La entrada del
25 de agosto, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta
diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:
"Todo es tan natural; y luego, se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más,
porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si pinta un bromista de rojo el agua... Real bocanada de cigarro
efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados...? Si un
hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar
encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué...? Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá,
la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo
real cuando se le aprisiona en un caracol. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy: era
movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o la
muerte que llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que
debe sacudirnos para hacerse viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había
cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un Dios, por ahora laxo, con las rodillas
menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa
de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en
la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a abrir los ojos, aún no amanecía.
El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz
parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.”
“Casi sin aliento encendí la luz.”
"Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy
pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mordiendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado
sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover."
Recuerdo que a fines de agosto Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del director, y rumores
de locura y aun robo. Esto no lo creía. Sí, vi unos oficios descabellados, preguntando al Oficial Mayor si el agua podía olerse,
ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme;
pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían crispado. O que alguna depresión moral debía
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producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los
apuntes siguientes son de fines de septiembre:
"Chac Mool puede ser simpático cuando quiere... un glu-glu de agua embelesada... Sabe historias fantásticas sobre los
monzones, las lluvias ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce, su hija
descarriada; los lotos, sus mimados; su suegra: el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa
carne que no lo es, de las chanclas flamantes de ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto por
Le Plongeon, y puesto físicamente en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la
tempestad, natural; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel. Creo que nunca lo perdonará el
Chac Mool. Él sabe de la inminencia del hecho estético.”
"He debido proporcionarle sapolio para que se lave el estómago que el mercader le untó de Ketchup al creerlo azteca. No
pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y
brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, en mi cama."
"Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala en la que duermo ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos
del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac Mool estaba rompiendo las
lámparas, los muebles; saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño... Luego,
bajó jadeante y pidió agua; todo el día tiene corriendo las llaves, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir
muy abrigado, y le he pedido no empapar la sala más."
"El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a devolver a La Lagunilla. Tan terrible como su risilla horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o animal - fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de brazaletes
pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un
juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo? - es fruto comido por los años, y yo
no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está
acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme. Mientras no llueva
- ¿y su poder mágico? - vivirá colérico o irritable."
"Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una canción chirriona y anciana,
más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y cuando no me contestó, me atreví a entrar. La
recámara, que no había vuelto a ver desde el día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí se concentra ese olor
a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto
es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas."
"Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz
con pollo. Pero lo sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz
por falta de pago. Pero Chac ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes
por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir, me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe
es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar
acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados las
escamas de su piel renovada, y quise gritar.”
"Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse en piedra otra vez. He notado su dificultad reciente para moverse; a veces
se reclina durante horas, paralizado, y parece ser, de nuevo, un ídolo. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para
vejarme, arañarme, como si pudiera arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables en que
relataba viejos cuentos; creo notar un resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: se está
acabando mi bodega; acaricia la seda de las batas; quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón
y lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas; incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía
eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un
instante y caiga fulminado. Pero también, aquí puede germinar mi muerte: el Chac no querrá que asista a su derrumbe, es
posible que desee matarme.”
"Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir
trabajo, y esperar la muerte de Chac Mool: sí, se avecina, está canoso, abotagado. Necesito asolearme, nadar, recuperar
fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac Mool:
a ver cuánto dura sin mis baldes de agua."
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise volver a pensar en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí
dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche
llegamos a la terminal, aún no podía concebir la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de
Filiberto y desde allí ordenar su entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con
bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas;
tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
- Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...
- No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
Carlos Fuentes de Los días enmascarados
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EL GAUCHO MARTÍN FIERRO
PRIMERA PARTE
de José Hernández
I
Martín Fierro
hago tiritar los pastoscon oros, copas y bastos,
juega allí mi pensamiento.
ande hay tanto que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo.
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estraordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
Yo no soy cantor letrao,
mas si me pongo a cantar
no tengo cuándo acabar
y me envejezco cantando;
las coplas me van brotando
como agua de manantial.
Yo no tengo en el amor
quien me venga con querellas,
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en ramayo hago en el trébol mi cama,
y me cubren las estrellas.
Pido a los Santos del Cielo
que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria,
y aclaren mi entendimiento.
Con la guitarra en la mano
ni las moscas se me arriman,
naides me pone el pie encima,
y cuando el pecho se entona,
hago gemir a la prima
y llorar a la bordona.
Y sepan cuantos me escuchan
de mis penas el relato
que nunca peleo ni mato
sino por necesidá;
y que a tanta alversidá
sólo me arrojó el mal trato.
Vengan Santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en esta ocasión tan ruda.
Yo soy toro en mi rodeo
y toraso en rodeo ageno,
siempre me tuve por güeno
y si me quieren probar,
salgan otros a cantar
y veremos quién es menos.
Y atiendan la relación
que hace un gaucho perseguido
que fue buen padre y marido
empeñoso y diligente,
y sin embargo la gente
lo tiene por un bandido.
Yo he visto muchos cantores,
con famas bien obtenidas,
y que después de alquiridas
no las quieren sustentar-:
parece que sin largar
se cansaron en partidas.
No me hago al lao de la güeya
aunque vengan degollando,
con los blandos yo soy blando
y soy duro con los duros,
y ninguno, en un apuro
me ha visto andar titubiando.
Mas ande otro criollo pasa
Martín Fierro ha de pasar,
nada lo hace recular
ni las fantasmas lo espantan;
y dende que todos cantan
yo también quiero cantar.
En el peligro ¡qué Cristos!
el corazón se me enancha
pues toda la tierra es cancha,
y de esto naides se asombre,
el que se tiene por hombre
ande quiera hace pata ancha.
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padredende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.
Soy gaucho, y entiendanló
como mi lengua lo esplica,
para mí la tierra es chica
y pudiera ser mayor,
ni la víbora me pica
ni quema mi frente el Sol.
Que no se trabe mi lengua
ni me falte la palabra
el cantar mi gloria labra
y poniéndome a cantar,
cantando me han de encontrar
aunque la tierra se abra.
Nací como nace el peje
en el fondo de la mar,
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio
lo que al mundo truje yo
del mundo lo he de llevar.
Me siento en el plan de un bajo
a cantar un argumentocomo si soplara el viento
Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del Cielo,
no hago nido en este suelo
II
Ninguno me hable de penas
porque yo penando vivoy naides se muestre altivo
aunque en el estribo esté,
que suele quedarse a pie
el gaucho más alvertido.
Junta esperencia en la vida
hasta pa dar y prestar,
quien la tiene que pasar
entre sufrimiento y llanto;
porque nada enseña tanto
como el sufrir y el llorar.
Viene el hombre ciego al mundo
cuartiándolo la esperanza,
y a poco andar ya lo alcanzan
las desgracias a empujones;
¡Jue pucha! que trae liciones
¡el tiempo con sus mudanzas!
Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía.
Y su ranchito tenía
y sus hijos y mujer...
Era una delicia el ver
cómo pasaba sus días.
21
Entonces... cuando el lucero
brillaba en el cielo santo
y los gallos con su canto
la madrugada anunciaban,
a la cocina rumbiaba
el gaucho... que era un encanto.
Y sentao junto al jogón
a esperar que venga el día,
al cimarrón le prendía
hasta ponerse rechoncho,
mientras su china dormía
tapadita con su poncho.
Y apenas el horizonte
empezaba a coloriar,
los pájaros a cantar,
y las gallinas a apiarse,
era cosa de largarse
cada cual a trabajar.
Éste se ata las espuelas
se sale el otro cantando,
uno busca un pellón blando,
éste un lazo, otro un rebenque,
y los pingos relinchando
los llaman desde el palenque.
El que era pión domador
enderezaba al corral,
ande estaba el animal
bufidos que se las pela...
Y más malo que su agüela
se hacía astillas el bagual.
Y allí el gaucho inteligente
en cuanto al potro enriendó,
los cueros le acomodó
y se le sentó en seguida,
que el hombre muestra en la vida
la astucia que Dios le dio.
Y en las playas corcobiando
pedazos se hacía el sotreta,
mientras él por las paletas
le jugaba las lloronas,
y al ruido de las caronas
salía haciéndose gambetas.
¡Ah! ¡tiempos!... era un orgullo
ver ginetiar un paisanoCuando era gaucho vaquiano
aunque el potro se boliase
no había uno que no parase
con el cabresto en la mano.
Y mientras domaban unos,
otros al campo salían,
y la hacienda recogían,
las manadas repuntaban,
y ansí sin sentir pasaban
entretenidos el día.
Y verlos al caer la noche
en la cocina riunidos
con el juego bien prendido
y mil cosas que contar,
platicar muy divertidos
hasta después de cenar.
Y con el buche bien lleno
era cosa superior
irse en brazos del amor
a dormir como la gente,
pa empezar al día siguiente
las faenas del día anterior.
¡Ricuerdo!... ¡Qué maravilla!
cómo andaba la gauchada,
siempre alegre y bien montada
y dispuesta pa el trabajo...
pero hoy al presente... ¡barajo!
no se le ve de aporriada.
El gaucho más infeliz
tenía tropilla de un pelo,
no le faltaba un consuelo
y andaba la gente lista...
tendiendo al campo la vista
sólo vía sino hacienda y cielo.
Cuando llegaban las yerras,
¡cosa que daba calor!
tanto gaucho pialador
y tironiador sin yel-.
¡Ah tiempos!... pero sin él
se ha visto tanto primor.
Aquello no era trabajo,
más bien era una junción,
y después de un güen tirón
en que uno se daba maña,
pa darle un trago de caña
solía llamarlo el patrón.
Pues vivía la mamajuana
siempre bajo la carreta,
y aquel que no era chancleta
en cuanto el goyete vía,
sin miedo se le prendía
como güérfano a la teta.
¡Y qué jugadas se armaban
cuando estábamos riunidos!
Siempre íbamos prevenidos
pues en tales ocasiones,
a ayudarles a los piones
caiban muchos comedidos.
Eran los días del apuro
y alboroto pa el hembraje,
pa preparar los potajes
y obsequiar bien a la gente,
y ansí, pues, muy grandemente,
pasaba siempre el gauchage.
Venía la carne con cuero,
la sabrosa carbonada,
mazamorra bien pisada
los pasteles y el güen vino...
pero ha querido el destino,
que todo aquello acabara.
Estaba el gaucho en su pago
con toda siguridá:
pero aura... ¡barbaridá!
la cosa anda tan fruncida,
que gasta el pobre la vida
en juir de la autoridá.
Pues si usté pisa en su rancho
y si el alcalde lo sabe
lo caza lo mesmo que ave
aunque su mujer aborte...
¡No hay tiempo que no se acabe
ni tiento que no se corte!
Y al punto dese por muerto
si el alcalde lo bolea,
pues ay nomás se le apea
con una felpa de palos-,
y después dicen que es malo
el gaucho si los pelea.
Y el lomo le hinchan a golpes,
y le rompen la cabeza,
y luego con ligereza
ansí lastimao y todo,
lo amarran codo con codo
y pa el cepo lo enderiezan.
Ay comienzan sus desgracias,
ay principia el pericón;
porque ya no hay salvación,
y que usté quiera o no quiera,
lo mandan a la frontera
o lo echan a un batallón.
Ansí empezaron mis males
lo mesmo que los de tantos,
si gustan... en otros cantos
les diré lo que he sufridodespués que uno está... perdido
no lo salvan ni los santos.
III
Tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer,
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera,
22
¡y qué iba a hallar al volver!
Tan sólo hallé la tapera.
Sosegao vivía en mi rancho
como el pájaro en su nidoallí mis hijos queridos
iban creciendo a mi lao...
Sólo queda al desgraciao
lamentar el bien perdido.
Mi gala en las pulperías
era en habiendo más gente,
ponerme medio caliente
pues cuando puntiao me encuentro
me salen coplas de adentro
como agua de la virtiente.
Cantando estaba una vez
en una gran diversión;
y aprovechó la ocasión
como quiso el Juez de Paz...
se presentó, y ahí no más
hizo una arriada en montón.
Juyeron los más matreros
y lograron escaparyo no quise dispararsoy manso y no había por quémuy tranquilo me quedé
y ansí me dejé agarrar.
Allí un gringo con un órgano
y una mona que bailaba,
haciéndonos reir estaba
cuando le tocó el arreo¡tan grande el gringo y tan feo!
lo viera cómo lloraba.
Hasta un Inglés sangiador
que decía en la última guerra,
que él era de Inca la perra
y que no quería servir,
tuvo también que juir
y guarecerse en la Sierra.
Ni los mirones salvaron
de esa arriada de mi florfue acoyarao el cantor
con el gringo de la monaa uno sólo, por favor,
logró salvar la patrona.
Formaron un contingente
con los que del baile arriaroncon otros nos mesturaron
que habían agarrao tambiénLas cosas que aquí se ven
ni los diablos las pensaron.
A mí el Juez me tomó entre ojos
en la última votación-
me le había hecho el remolón
y no me arrimé ese día,
y él dijo que yo servía
a los de la esposición.
Y ansí sufrí ese castigo
tal vez por culpas agenasque sean malas o sean güenas
las listas, siempre me escondoyo soy un gaucho redondo
y esas cosas no me enllenan.
Al mandarnos nos hicieron
más promesas que a un altarel Juez nos jue a ploclamar
y nos dijo muchas veces:
«muchachos a los seis meses
»los van a ir a revelar».
Yo llevé un moro de número,
¡sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho,
más plata que agua bendita
siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.
Y cargué sin dar más güeltas
con las prendas que tenía,
jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcéa mi china la dejé
media desnuda ese día.
No me faltaba una guasca,
esa ocasión eché el resto;
bozal, maniador, cabresto,
lazo, bolas y manea...
¡el que hoy tan pobre me vea
tal vez no crea todo esto!
Ansí en mi moro escarciando
enderesé a la frontera;
aparcero, si usté viera
lo que se llama Cantón...
Ni envidia tengo al ratón
en aquella ratonera.
De los pobres que allí había
a ninguno lo largaron;
los más viejos rezongaron,
pero a uno que se quejó
en seguida lo estaquiaron
y la cosa se acabó.
En la lista de la tarde
el Gefe nos cantó el punto
diciendo: «quinientos juntos
»llevará el que se resierte,
»lo haremos pitar del juerte
»más bien dese por dijunto».
A naides le dieron armas
pues toditas las que había
el Coronel las tenía,
sigún dijo esa ocasión,
pa repartirlas el día
en que hubiera una invasión.
Al principio nos dejaron
de haraganes criando sebo,
pero después... no me atrevo
a decir lo que pasabaBarajo... si nos trataban
como se trata a malevos.
Porque todo era jurarle
por los lomos con la espada,
y aunque usté no hiciera nada
lo mesmito que en Palermo,
le daban cada cepiada
que lo dejaban enfermo.
Y ¡qué indios, ni qué servicio!
no teníamos ni CuartelNos mandaba el Coronel
a trabajar en sus chacras,
y dejábamos las vacas
que las llevara el infiel.
Yo primero sembré trigo
y después hice un corral,
corté adobe pa un tapial,
hice un quincho, corté paja...
¡La pucha que se trabaja
sin que le larguen ni un rial!
Y es lo pior de aquel enriedo
que si uno anda hinchando el lomo,
se le apean como plomo...
¡quién aguanta aquel infierno!
Si eso es servir al Gobierno,
a mí no me gusta el cómo.
Más de un año nos tuvieron
en esos trabajos duros-,
y los indios, le asiguro,
dentraban cuando querían:
como no los perseguían
siempre andaban sin apuro.
A veces decía al volver
del campo la descubierta,
que estuviéramos alerta
que andaba adentro la indiada;
porque había una rastrillada,
o estaba una yegua muerta.
Recién entonces salía
la orden de hacer la riunióny cáibamos al cantón
en pelos y hasta enacaos,
sin armas, cuatro pelaos
23
que íbamos a hacer jabón.
Ay empezaba el afán
se entiende de puro vicio,
de enseñarle el ejercicio
a tan gaucho recluta,
con un estrutor... ¡qué bruta!
que nunca sabía su oficio.
Daban entonces las armas
pa defender los cantones,
que eran lanzas y latones
con ataduras de tiento...
las de juego no las cuento
porque no había municiones.
Y un sargento chamuscao
me contó que las tenían,
pero que ellos las vendían
para cazar avestruces;
y ansí andaban noche y día
dele bala a los ñanduces.
Y cuando se iban los Indios
con lo que habían manotiao,
salíamos muy apuraos
a perseguirlos de atrás;
si no se llevaban más
es porque no habían hallao.
Allí sí, se ven desgracias
y lágrimas y afliciones:
naide le pida perdones
al Indio, pues donde dentra
roba y mata cuanto encuentra
y quema las poblaciones.
No salvan de su juror
ni los pobres anjelitos;
viejos, mozos, y chiquitos
los matan del mesmo modoel indio lo arregla todo
con la lanza y con los gritos.
Tiemblan las carnes al verlo
volando al viento la cerdala rienda en la mano izquierda
y la lanza en la derechaande enderieza abre brecha
pues no hay lanzaso que pierda.
Hace trotiadas tremendas
dende el fondo del desiertoansí llega medio muerto
de hambre, de sé y de fatiga,
pero el indio es una hormiga
que día y noche está dispierto.
Sabe manejar las bolas
como naides las maneja,
cuanto el contrario se aleja
manda una bola perdida,
y si lo alcanza, sin vida
es siguro que lo deja.
Y el indio es como tortuga
de duro para espichar,
si lo llega a destripar
ni siquiera se le encoje,
luego sus tripas recoje
y se agacha a disparar.
Hacían el robo a su gusto
y después se iban de arriba,
se llevaban las cautivas
y nos contaban que a veces
les descarnaban los pieses
a las pobrecitas vivas.
¡Ah! ¡si partía el corazón
ver tantos males, canejos!
los perseguíamos de lejos
sin poder ni galopiar;
¡y qué habíamos de alcanzar
en unos bichocos viejos!
Nos volvíamos al cantón
a las dos o tres jornadas,
sembrando las caballadas:
y pa que alguno la venda
rejuntábamos la hacienda
que habían dejao resagada.
Una vez entre otras muchas
tanto salir al botón,
nos pegaron un malón
los Indios, y una lanciada,
que la gente acobardada
quedó dende esa ocasión.
Habían estao escondidos
aguaitando atrás de un cerro
¡lo viera a su amigo Fierro
aflojar como un blandiso!
salieron como maíz frito
en cuanto sonó un cencerro.
Al punto nos dispusimos
aunque ellos eran bastantes,
la formamos al istante
nuestra gente que era poca,
y golpiándose en la boca
hicieron fila adelante.
Se vinieron en tropel
haciendo temblar la tierra,
no soy manco pa la guerra
pero tuve mi jabón
pues iba en un redomón
que había boliao en la sierra.
¡Qué vocerío! ¡qué barullo!
¡qué apurar esa carrera!
la Indiada todita entera
dando alaridos cargóJue pucha... y ya nos sacó
como yeguada matrera.
Qué fletes traiban los bárbaros
como una luz de lijeroshicieron el entrevero
y en aquella mescolanza,
éste quiero, éste no quiero,
nos escojían con la lanza.
Al que le dan un chuzazo,
dificultoso es que sane,
en fin para no echar panes,
salimos por esas lomas,
lo mesmo que las palomas,
al juir de los gavilanes.
¡Es de almirar la destreza
con que la lanza manejan!
De perseguir nunca dejanY nos traiban apretaossi queríamos de apuraos
salirnos por las orejas.
Y pa mejor de la fiesta
en esta aflición tan suma,
vino un indio echando espuma,
y con la lanza en la mano
gritando «Acabau cristiano
»metau el lanza hasta el pluma».
Tendido en el costillar
cimbrando sobre el brazo
una lanza como un lazo
me atropeyó dando gritosSi me descuido... el maldito
me levanta de un lanzazo.
Si me atribulo, o me encojo,
siguro que no me escapo:
siempre he sido medio guapo
pero en aquella ocación,
me hacía buya el corazón
como la garganta al zapo.
Dios le perdone al salvaje
las ganas que me tenía...
Desaté las tres marías
y lo engatusé a cabriolas...
Pucha... si no traigo bolas
me achura el indio ese día.
Era el hijo de un cacique
sigún yo lo averigüéla verdad del caso jue
que me tuvo apuradazo
hasta que al fin de un bolazo
del caballo lo bajé.
24
Ay no más me tiré al suelo
y lo pisé en las paletasempezó a hacer morisquetas
y a mesquinar la garganta...
Pero yo hice la obra santa,
de hacerlo estirar la geta.
Allí quedó de mojón
y en su caballo salté,
de la indiada disparé,
pues si me alcanza me mata,
y al fin me les escapé
con el hilo de una pata.
IV
Seguiré esta relación
aunque pa chorizo es largo:
el que pueda hágase cargo
cómo andaría de matrero,
después de salvar el cuero
de aquel trance tan amargo.
Del sueldo nada les cuento
porque andaba disparando
nosotros de cuando en cuando
solíamos ladrar de pobresnunca llegaban los cobres
que se estaban aguardando.
Y andábamos de mugrientos
que el mirarnos daba horror;
le juro que era un dolor
¡ver esos hombres por Cristo!
En mi perra vida he visto
una miseria mayor.
Yo no tenía ni camisa
ni cosa que se parezca
mis trapos sólo pa yesca
me podían servir al fin...
No hay plaga como un fortín
para que el hombre padezca.
Poncho, jergas, el apero;
las prenditas, los botones,
todo, amigo, en los cantones
jue quedando poco a poco,
ya nos tenían medio loco
la pobreza y los ratones.
Sólo una manta peluda
era cuanto me quedabala había agenciao a la taba
y ella me tapaba el bulto
yaguané que allí ganaba
no salía... ni con indulto.
Y pa mejor hasta el moro
se me jue dentre las manosno soy lerdo... pero hermano
vino el comendante un día
diciendo que lo quería
«pa enseñarle a comer grano».
Afigúrese cualquiera
la suerte de este su amigo
a pie y mostrando el umbligo,
estropiao, pobre y desnudo,
ni por castigo se pudo
hacerce más mal conmigo.
Ansí pasaron los meses
y vino el año siguiente,
y las cosas igualmente,
siguieron del mesmo modoadrede parece todo
pa atormentar a la gente.
No teníamos más permiso,
ni otro alivio la gauchada,
que salir de madrugada
cuando no había indio ninguno,
campo ajuera a hacer boliadas
desocando los reyunos.
Y cáibamos al cantón
con los fletes aplastaospero a veces medio aviaos
con plumas y algunos cuerosque pronto con el pulpero
los teníamos negociaos.
Era un amigo del Gefe
que con un boliche estaba,
yerba y tabaco nos daba
por la pluma de avestruz,
y hasta le hacía ver la luz
al que un cuero le llevaba.
Sólo tenía cuatro frascos
y unas barricas vacías,
y a la gente le vendía
todo cuanto precisaba...
algunos creiban que estaba
allí la proveduría.
¡Ah! pulpero habilidoso
nada le solía faltaray juna y para tragar
tenía un buche de ñandú,
la gente le dio en llamar
«El boliche de virtud».
Aunque es justo que quien vende
algún poquito muerda,
tiraba tanto la cuerda
que con sus cuatro limetas
él cargaba las carretas
de plumas, cueros y cerda.
Nos tenía apuntaos a todos
con más cuentas que un rosario,
cuando se anunció un salario
que iban a dar, o un socorropero sabe Dios que zorro
se lo comió al comisario.
Pues nunca lo vi llegar
y al cabo de muchos díasen la mesma pulpería
dieron una buena cuentaque la gente muy contenta
de tan pobre recebía.
Sacaron unos sus prendas
que las tenían empeñadas,
por sus deudas atrasadas
dieron otros el dinero,
al fin de fiesta el pulpero
se quedó con la mascada.
Yo me arrecosté a un horcón
dando tiempo a que pagaran,
y poniendo güena cara
estuve haciéndome el poyo,
a esperar que me llamaran
para recibir mi boyo.
Pero hay me pude quedar
pegao pa siempre al horcónya era casi la oración
y ninguno me llamabala cosa se me ñublaba
y me dentró comezón.
Pa sacarme el entripao
vi al Mayor, y lo fi a hablarYo me le empezé a atracar
y como con poca gana
le dije: «tal vez mañana
»acabarán de pagar».
«-Qué mañana ni otro día»
al punto me contestó,
«la paga ya se acabó,
»siempre has de ser animal»-.
Me raí y le dije: «-yo...
»no he recebido ni un rial».
Se le pusieron los ojos
que se le querían salir,
y ay no más volvió a decir
comiéndome con la vista:
«-¿y qué querés recebir
»si no has dentrao en la lista?-».
«-Esto sí que es amolar»
dije yo pa mis adentros,
«van dos años que me encuentro
25
»y hasta aura he visto ni un grullo,
»dentro en todos los barullos
»pero en las listas no dentro».
Vide el plaito mal parao
y no quise aguardar más...
es güeno vivir en paz
con quien nos ha de mandary reculando pa trás
me le empezé a retirar.
Supo todo el Comendante
y me llamó al otro día,
diciéndome que quería
aviriguar bien las cosasque no era el tiempo de Rosas,
que aura a naides se debía.
Llamó al cabo y al sargento
y empezó la indagación,
si había venido al cantón
en tal tiempo o en tal otro...
y si había venido en potro
en reyuno o redomón.
Y todo era alborotar
al ñudo, y hacer papel,
conocí que era pastel
pa engordar con mi guayaca,
mas si voy al Coronel
me hacen bramar en la estaca.
¡Ah! hijos de una... la codicia
ojalá les ruempa el saco;
ni un pedazo de tabaco
le dan al pobre soldao,
y lo tienen de delgao
más lijero que un guanaco.
Pero qué iba a hacerles yo,
charabón en el desierto,
más bien me daba por muerto
pa no verme más fundidoy me les hacía el dormido
aunque soy medio dispierto.
V
Yo andaba desesperao,
aguardando una ocasión
que los indios un malón
nos dieran y entre el estrago
hacérmeles cimarrón
y volverme pa mi pago.
Aquello no era servicio
ni defender la fronteraaquello era ratonera
en que sólo gana el juerte-
era jugar a la suerte
con una taba culera.
Allí tuito va al revés:
los milicos son los piones,
y andan por las poblaciones
emprestaos pa trabajarlos rejuntan pa peliar
cuando entran Indios ladrones.
Yo he visto en esa milonga
muchos Gefes con estancia,
y piones en abundancia,
y majadas y rodeos;
he visto negocios feos
a pesar de mi inorancia.
Y colijo que no quieren
la barunda componer
para esto no ha de tener
el Gefe, que esté de estable,
más que su poncho, y su sable,
su caballo y su deber.
Ansina, pues, conociendo
que aquel mal no tiene cura,
que tal vez mi sepoltura,
si me quedo iba a encontrar,
pensé en mandarme mudar
como cosa más sigura.
Y pa mejor, una noche
que estaquiada me pegaron,
casi me descoyuntaron
por motivo de una grescaAy juna, si me estiraron
lo mesmo que guasca fresca.
Jamás me puedo olvidar
lo que esa vez me pasó-:
dentrando una noche yo
al fortín, un enganchao
que estaba medio mamao
allí me desconoció.
Era un gringo tan bozal,
que nada se le entendía¡quién sabe de ande sería!
Tal vez no juera cristiano;
pues lo único que decía
es que era pa-po-litano.
Estaba de centinela
y por causa del peludo
verme más claro no pudo
y esa fue la culpa todael bruto se asustó al ñudo
y fi al pavo de la boda.
Cuando me vido acercar:
«Quen vivore»... preguntó
«Qué vívoras» -dije yo«Ha-garto» -me pegó el grito:
y yo dije despacito
«más lagarto serás vos».
Ay no más- ¡Cristo me valga!
Martillar el jucil sientome agaché, y en el momento
el bruto me largó un chumbomamao, me tiró sin rumbo
que si no, no cuento el cuento.
Por de contao, con el tiro
se alborotó el abisperolos Oficiales salieron
y se empezó la junciónquedó en su puesto el nacióny yo fi al estaquiadero.
Entre cuatro bayonetas
me tendieron en el suelovino el Mayor medio en pedo
y allí se puso a gritar
«pícaro, te he de enseñar
»a andar declamando sueldos».
De las manos y las patas
me ataron cuatro sinchonesles aguanté los tirones
sin que ni un ¡ay! se me oyera,
y al gringo la noche entera
lo harté con mis maldiciones.
Yo no sé por qué el Gobierno
nos manda aquí a la frontera,
gringada que ni siquiera
se sabe atracar a un pingo¡Si creerá al mandar un gringo
que nos manda alguna fiera!
No hacen más que dar trabajo
pues no saben ni ensillar,
no sirven ni pa carniar,
y yo he visto muchas veces,
que ni voltiadas las reses
se les querían arrimar.
Y lo pasan sus mercedes
lengüetiando pico a picohasta que viene un milico
a servirles el asaoy eso sí, en lo delicaos,
parecen hijos de rico.
Si hay calor, ya no son gente,
si yela, todos tiritansi usté no les da, no pitan
por no gastar en tabaco-,
y cuando pescan un naco
uno al otro se lo quitan.
26
Cuando llueve se acoquinan
como el perro que oye truenos¡Qué diablos! sólo son güenos
pa vivir entre maricasy nunca se andan con chicas
para alzar ponchos ajenos.
Pa vichar son como ciegos,
ni hay ejemplo de que entiendan,
ni hay uno solo que aprienda
al ver un bulto que cruza,
a saber si es avestruza,
o si es ginete, o hacienda.
Si salen a perseguir
después de mucho aparato,
tuitos se pelan al rato
y va quedando el tendalesto es como en un nidal
echarle güevos a un gato.
VI
Vamos dentrando recién
a la parte más sentida,
aunque es todita mi vida
de males una cadenaa cada alma dolorida
le gusta cantar sus penas.
Se empezó en aquel entonces
a rejuntar caballada,
y riunir la milicada
teniéndole en el cantón,
para una despedición
a sorprender a la Indiada.
Nos anunciaban que iríamos
sin carretas ni bagajes,
a golpiar a los salvajes
en sus mesmas tolderíasque a la güelta pagarían
licenciándolo al gauchaje.
Que en esta despedición
tuviéramos la esperanza,
que iba a venir sin tardanza
sigún el Gefe contó,
un ministro o qué sé yoque le llamaban Don Ganza.
Que iba a riunir el Ejército
y tuitos los batallonesy que traiba unos cañones
con más rayas que un cotínPucha... las conversaciones
por allá no tenían fin.
Pero esas trampas no enriedan
a los zorros de mi laya,
que esa Ganza venga o vaya
poco le importa a un matreroyo también dejé las rayas...
en los libros del pulpero.
Nunca jui gaucho dormido,
siempre pronto, siempre listoyo soy un hombre, ¡qué Cristo!
que nada me ha acobardao,
y siempre salí parao
en los trances que me he visto-.
Dende chiquito gané
la vida con mi trabajo,
y aunque siempre estuve abajo
y no sé lo que es subirtambién el mucho sufrir
suele cansarnos- ¡barajo!
En medio de mi ignorancia
conozco que nada valgosoy la liebre o soy el galgo
a sigún los tiempos andan,
pero también los que mandan
debieran cuidarnos algo.
Una noche que riunidos
estaban en la carpeta
empinando una limeta
el Gefe y el Juez de Pazyo no quise aguardar más,
y me hice humo en un sotreta.
Me parece el campo orégano
dende que libre me veodonde me lleva el deseo
allí mis pasos dirijoy hasta en las sombras, de fijo
que donde quiera rumbeo.
Entro y salgo del peligro
sin que me espante el estrago,
no aflojo al primer amago
ni jamás fi gaucho lerdo-:
soy pa rumbiar como el cerdo
y pronto caí a mi pago.
Volvía al cabo de tres años
de tanto sufrir al ñudo,
resertor, pobre y desnudoa procurar suerte nuevay lo mesmo que el peludo
enderecé pa mi cueva.
No hallé ni rastro del rancho,
¡sólo estaba la tapera!
Por Cristo si aquello era
pa enlutar el corazónYo juré en esa ocasión
ser más malo que una fiera.
¡Quién no sentirá lo mesmo
cuando ansí padece tanto!
Puedo asigurar que el llanto
como una mujer largué¡Ay! mi Dios si me quedé
¡más triste que Jueves Santo!
Sólo se oiban los aullidos
de un gato que se salvó;
el pobre se guareció
cerca, en una viscacheravenía como si supiera
que estaba de güelta yo.
Al dirme dejé la hacienda
que era todito mi haberpronto debíamos volver
sigún el Juez prometía,
y hasta entonces cuidaría
de los bienes la mujer.
.............................
.............................
.............................
.............................
. .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.............................
Después me contó un vecino
que el campo se lo pidieronla hacienda se la vendieron
en pago de arrendamientos,
y qué sé yo cuántos cuentos,
pero todo lo fundieron.
Los pobrecitos muchachos
entre tantas afliciones,
se conchavaron de piones.
¡Mas qué iban a trabajar
si eran como los pichones
sin acabar de emplumar!
Por hay andarán sufriendo
de nuestra suerte el rigor:
me han contado que el mayor
nunca dejaba a su hermanopuede ser que algún cristiano
los recoja por favor.
¡Y la pobre mi mujer,
Dios sabe cuánto sufrió!Me dicen que se voló
con no sé qué gavilánsin duda a buscar el pan
que no podía darle yo.
No es raro que a uno le falte
lo que algún otro le sobresi no le quedó ni un cobre,
sino de hijos un enjambre,
27
¡qué más iba a hacer la pobre
para no morirse de hambre!
¡Tal vez no te vuelva a ver
prenda de mi corazón!
Dios te dé su proteción
ya que no me la dio a míy a mis hijos dende aquí
les echo mi bendición.
Como hijitos de la cuna
andarán por ay sin madreya se quedaron sin padre
y ansí la suerte los deja,
sin naides que los proteja
y sin perro que los ladre.
Los pobrecitos tal vez
no tengan ande abrigarse,
ni ramada ande ganarse,
ni rincón ande meterse,
ni camisa que ponerse,
ni poncho con que taparse.
Tal vez los verán sufrir
sin tenerles compasiónpuede que alguna ocasión
aunque los vean tiritando,
los echen de algún jogón
pa que no estén estorbando.
Y al verse ansina espantaos
como se espantan a los perros
irán los hijos de Fierro
con la cola entre las piernas,
a buscar almas más tiernas
o esconderse en algún cerro.
Mas también en este juego,
voy a pedir mi boladaa naides le debo nada,
ni pido cuartel ni doyy ninguno dende hoy
ha de llevarme en la armada.
Yo he sido manso primero,
y seré gaucho matreroen mi triste circustancia
aunque es mi mal tan projundo,
nací, y me he criao en estancia,
pero ya conozco el mundo.
Ya le conozco sus mañas
le conozco sus cucañas,
sé cómo hacen la partida,
la enriendan y la manejan-.
Deshaceré la madeja
aunque me cueste la vida.
Y aguante el que no se anime
a meterse en tanto engorro,
o si no aprétese el gorro
o para otra tierra emigrepero yo ando como el tigre
que le roban los cachorros.
Y dentró al baile muy tiesa
con más cola que una zorra,
haciendo blanquiar los dientes
lo mesmo que mazamorra.
Aunque muchos cren que el gaucho
tiene un alma de reyunono se encontrará ninguno
que no lo dueblen las penasmas no debe aflojar uno
mientras hay sangre en las venas.
-«Negra linda»... dije yo,
«¡Me gusta pa la carona!»
Y me puse a champurriar
esta coplita fregona:
VII
De carta de más me vía
sin saber a dónde dirme
mas dijeron que era vago
y entraron a perseguirme.
Nunca se achican los malesvan poco a poco creciendo,
y ansina me vide pronto
obligao a andar juyendo.
No tenía mujer ni rancho,
y a más era resertor;
no tenía una prenda güena
ni un peso en el tirador.
A mis hijos infelices
pensé volverlos a hallary andaba de un lao al otro
sin tener ni qué pitar.
Supe una vez por desgracia
que había un baile por allíy medio desesperao
a ver la milonga fui.
Riunidos al pericón
tantos amigos hallé,
que alegre de verme entre ellos
esa noche me apedé.
Como nunca, en la ocasión
por peliar me dio la tranca,
y la emprendí con un negro
que trujo una negra en ancas.
Al ver llegar la morena
que no hacía caso de naides
le dije con la mamúa:
-«va... ca... yendo gente al baile».
La negra entendió la cosa
y no tardó en contestarme
mirándome como a perro:
-«más vaca será su madre».
«A los blancos hizo Dios,
»a los mulatos San Pedro,
»a los negros hizo el diablo
»para tizón del infierno».
Había estao juntando rabia
el moreno dende ajueraen lo escuro le brillaban
los ojos como linterna.
Lo conocí retobao,
me acerqué y le dije presto:
«po... r... rudo que un hombre sea
»nunca se enoja por esto».
Corcobió el de los tamangos
y creyéndose muy fijo:
-«más porrudo serás vos,
»gaucho rotoso» me dijo.
Y ya se me vino al humo
como a buscarme la hebray un golpe le acomodé
con el porrón de giñebra.
Ay no más pegó el de hollín
más gruñidos que un chanchito
y pelando el envenao
me atropelló dando gritos.
Pegué un brinco y abrí cancha
diciéndoles: -«caballeros,
»dejen venir a ese toro,
»solo nací... solo muero».
El negro después del golpe
se había el poncho refalao
y dijo: -vas a saber
»si es solo o acompañao».
Y mientras se arremangó
yo me saqué las espuelas,
pues malicié que aquel tío
no era de arriar con las riendas.
No hay cosa como el peligro
pa refrescar un mamao,
hasta la vista se aclara
por mucho que haiga chupao.
El negro me atropelló
28
como a quererme comerme hizo dos tiros seguidos
y los dos le abarajé.
cuando es la noche serena
suele verse una luz mala
como de alma que anda en pena.
Yo tenía un facón con S
que era de lima de acero,
le hize un tiro, lo quitó
y vino ciego el moreno.
Yo tengo intención a veces
para que no pene tanto,
de sacar de allí los güesos
y echarlos al campo santo.
Y en el medio de las aspas
un planazo le asenté
que le largué culebriando
lo mesmo que buscapié.
VIII
Le coloriaron las motas
con la sangre de la herida
y volvió a venir furioso
como una tigra parida.
Y ya me hizo relumbrar
por los ojos el cuchillo,
alcanzando con la punta
a cortarme en un carrillo.
Me hirvió la sangre en las venas
y me le afirmé al moreno,
dándole de punta y hacha
pa dejar un diablo menos.
Por fin en una topada
en el cuchillo lo alcé,
y como un saco de güesos
contra un cerco lo largué.
Tiró unas cuantas patadas
y ya cantó para el carneroNunca me puedo olvidar
de la agonía de aquel negro.
En esto la negra vino,
con los ojos como agíy empezó la pobre allí
a bramar como una lobaYo quise darle una soba
a ver si la hacía callar
mas, pude reflesionar
que era malo en aquel punto,
y por respeto al dijunto
no la quise castigar.
Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón
monté despacio, y salí
al tranco pa el cañadón.
Después supe que al finao
ni siquiera lo velaron
y retobao en un cuero
sin resarle lo enterraron.
Y dicen que dende entonces
Otra vez en un boliche
estaba haciendo la tarde,
cayó un gaucho que hacía alarde
de guapo y de peliador-.
A la llegada metió
el pingo hasta la ramaday yo sin decirle nada
me quedé en el mostrador.
Era un terne de aquel pago
que naides lo reprendía,
que sus enriedos tenía
con el Señor Comendante-:
Y como era protejido,
andaba muy entonao,
y a cualquiera desgraciao
lo llevaba por delante.
¡Ah! ¡pobre! si él mismo creiba,
que la vida le sobraba,
ninguno diría que andaba
aguaitándolo la muerte-.
Pero ansí pasa en el mundo,
es ansí la triste vidapa todos está escondida,
la güena o la mala suerte.
Se tiró al suelo, al dentrar
le dio un empeyón a un vascoy me alargó un medio frasco
diciendo «beba cuñao»
-«Por su hermana» contesté,
«que por la mía no hay cuidao».
-«¡Ah! gaucho, me respondió,
»¿de qué pago será criollo?-.
»¿Lo andará buscando el hoyo?»¿deberá tener güen cuero?»pero ande bala este toro
»no bala ningún ternero».
Y ya salimos trensaos
porque el hombre no era lerdomas como el tino no pierdo,
y soy medio lijerón,
le dejé mostrando el sebo
de un revés con el facón.
Y como con la justicia
no andaba bien por allí,
cuando pataliar lo vi,
y el pulpero pegó el grito,
ya pa el palenque salí
como haciéndome chiquito.
Monté y me encomendé a Dios
rumbiando para otro pagoque el gaucho que llaman vago
no puede tener querencia,
y ansí de estrago en estrago
vive llorando la ausencia.
Él anda siempre juyendo,
siempre pobre y perseguido,
no tiene cueva ni nido
como si juera malditoPorque el ser gaucho... barajo,
el ser gaucho es un delito.
Es como el patrio de posta
lo larga éste, aquél lo toma-,
nunca se acaba la bromadende chico se parece
al arbolito que crece,
desamparao en la loma.
Le echan la agua del bautismo
aquel que nació en la selva,
«busca madre que te engüelva»
le dice el flaire y lo larga,
y dentra a cruzar el mundo
como burro con la carga.
Y se cría viviendo al viento
como oveja sin trasquilamientras su padre en las filas
anda sirviendo al GobiernoAunque tirite en invierno
naide lo ampara ni asila.
Le llaman «gaucho mamao»
si lo pillan divertido.
Y que es mal entretenido
si en un baile lo sorprienden;
hase mal si se defiende
y si no, se ve... fundido.
No tiene hijos, ni mujer
ni amigos, ni protetores,
pues todos son sus señores
sin que ninguno lo ampare-.
Tiene la suerte del güeyy dónde irá el güey que no are.
Su casa es el pajonal,
su guarida es el desierto-;
29
y si de hambre medio muerto
le echa el lazo a algún mamón
lo persiguen como a plaito
porque es un gaucho ladrón.
Y si de un golpe por ay
lo dan güelta panza arriba
no hay un alma compasiva
que le rece una oracióntal vez como cimarrón
en una cueva lo tiran.
Él nada gana en la paz
y es el primero en la guerrano le perdonan si yerra
que no saben perdonar-,
porque el gaucho en esta tierra
sólo sirve pa votar.
Para él son los calabozos,
para él las duras prisionesen su boca no hay razones
aunque la razón le sobre,
que son campanas de palo
las razones de los pobres.
Si uno aguanta, es gaucho brutosi no aguanta es gaucho malo¡Dele azote, dele palo!
¡porque es lo que él necesita!-.
De todo el que nació gauchoésta es la suerte maldita.
Vamos suerte, vamos juntos
dende que juntos nacimosy ya que junto vivimos
sin podernos dividir...
yo abriré con mi cuchillo
el camino pa seguir.
IX
Matreriando lo pasaba
y las casas no veníasolía arrimarme de día
mas lo mesmo que el carancho,
siempre estaba sobre el rancho
espiando a la polecía.
Viva el gaucho que ande mal
como zorro perseguidohasta que al menor descuido
se lo atarazquen los perros,
pues nunca le falta un yerro
al hombre más alvertido.
Y en esa hora de la tarde
en que tuito se adormece,
que el mundo dentrar parece
a vivir en pura calmacon las tristezas de su alma
al pajonal enderiese.
Bala el tierno corderito
al lao de la blanca oveja,
y a la vaca que se aleja
llama el ternero amarraopero el gaucho desgraciao
no tiene a quién dar su queja.
Ansí es que al venir la noche
iba a buscar mi guaridapues ande el tigre se anida
también el hombre lo pasay no quería que en las casas
me rodiara la partida.
Pues aunque vengan ellos
cumpliendo con sus deberes,
yo tengo otros pareceres
y en esa conduta vivoque no debe un gaucho altivo
peliar entre las mujeres.
Y al campo me iba solito,
más matrero que el venaocomo perro abandonao
a buscar una tapera,
o en alguna viscachera
pasar la noche tirao.
Sin punto ni rumbo fijo
en aquella inmensidá
entre tanta escuridá
anda el gaucho como duende,
allí jamás lo sorpriende
dormido la autoridad.
Su esperanza es el coraje,
su guardia es la precaución,
su pingo es la salvación,
y pasa uno en su desvelo,
sin más amparo que el cielo
ni otro amigo que el facón.
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Ansí me hallaba una noche
contemplando las estrellas,
que le parecen más bellas
cuando uno es más desgraciao,
y que Dios las haiga criao
para consolarse en ellas.
Les tiene el hombre cariño
y siempre con alegría
ve salir las tres marías
y si llueve, cuanto escampa,
las estrellas son la guía
que el gaucho tiene en la Pampa.
Aquí no valen Dotores,
sólo vale la esperencia,
aquí verían su inocencia
esos que todo lo saben-;
porque esto tiene otra llave
y el gaucho tiene su cencia.
Es triste en medio del campo
pasarse noches enteras
contemplando en sus carreras
las estrellas que Dios cría-,
sin tener más compañía
que su delito y las fieras.
Me encontraba como digo,
en aquella soledá
entre tanta escuridá
echando al viento mis quejas;
cuando el ruido del chajá
me hizo parar las orejas.
Como lumbriz me pegué
al suelo para escuchar,
pronto sentí retumbar
las pisadas de los fletes,
y que eran muchos ginetes
conocí sin vasilar.
Cuando el hombre está en peligro
no debe tener confianza,
ansí tendido de panza
puse toda mi atención,
y ya escuché sin tardanza
como el ruido de un latón.
Se venían tan calladitos
que yo me puse en cuidao,
tal vez me hubieran bombiao
y me venían a buscar,
mas no quise disparar
que eso es de gaucho morao.
Al punto me santigüé
y eché de giñebra un taco,
lo mesmito que el mataco
me arroyé con el porrón:
«si han de darme pa tabaco,
dige, «ésta es güena ocación».
Me refalé las espuelas
para no peliar con grillos,
me arremangué el calzoncillo,
y me ajusté bien la faja,
y en una mata de paja,
probé el filo del cuchillo.
30
Para tenerlo a la mano
el flete en el pasto atéla cincha le acomodé,
y en un trance como aquel,
haciendo espaldas en él
quietito los aguardé.
Cuanto cerca los sentí
y que hay nomás se pararon,
los pelos se me erizaron
y aunque nada vían mis ojos,
«no se han de morir de antojo»
-les dije, cuanto llegaron.
Yo quise hacerles saber
que allí se hallaba un varón,
les conocí la intención
y solamente por eso
fue que les gané el tirón,
sin aguardar voz de preso.
-«Vos sos un gaucho matrero»
dijo uno haciéndose güeno,
«vos matastes un moreno
»y otro en una pulpería,
»y aquí está la polecía
»que viene a justar tus cuentas,
»te va a alzar por las cuarenta
»si te resistís hoy día».
«No me vengan, contesté,
»con relación de dijuntos;
»esos son otros asuntos;
»vean si me pueden llevar,
»que yo no me he de entregar
»aunque vengan todos juntos».
Pero no aguardaron más,
y se apiaron en montóncomo a perro cimarrón
me rodiaron entre tantos,
yo me encomendé a los Santos,
y eché mano a mi facón.
Y ya vide el fogonazo
de un tiro de garabina,
mas quiso la suerte indina
de aquel maula, que me errase,
y ay no más lo levantase
lo mesmo que una sardina.
A otro que estaba apurao
acomodando una bola,
le hice una dentrada sola,
y le hice sentir el fierro,
y ya salió como el perro
cuando le pisan la cola.
Era tanta la aflición
y la angurria que tenían,
que tuitos se me venían
donde yo los esperaba,
uno al otro se estorbaba
y con las ganas no vían.
Dos de ellos que traiban sables
más garifos y resueltos,
en las hilachas envueltos
en frente se me pararon,
y a un tiempo me atropellaron
lo mesmo que perros sueltos.
Me fui reculando en falso
y el poncho adelante eché,
y cuando le puse el pie
uno medio chapetón,
de pronto le di el tirón
y de espaldas lo largué.
Al verse sin compañero
el otro se sofrenó
entonces le dentré yo,
sin dejarlo resollar.
Pero ya empezó a aflojar,
y a la pu... n... ta disparó.
Uno que en una tacuara
había atao una tijera,
se vino como si juera
palenque de atar terneros,
pero en dos tiros certeros
salió aullando campo ajuera.
Por suerte en aquel momento
venía coloriando el alba
y yo dige «si me salva
»la Virgen en este apuro,
»en adelante le juro
»ser más güeno que una malva».
Pegué un brinco y entre todos
sin miedo me entreveréecho ovillo me quedé
y ya me cargó una yunta,
y por el suelo la punta
de mi facón les jugué.
El más engolocinao
se me apió con un hachazo,
se lo quité con el brazo
de no me mata los piojos;
y antes de que diera un paso
le eché tierra en los dos ojos.
Y mientras se sacudía
refregándose la vista,
yo me le fui como lista
y ay no más me le afirmé
diciendole: «Dios te asista»
y de un revez lo voltié.
Pero en ese punto mesmo
sentí que por las costillas
un sable me hacia cosquillas
y la sangre se me helódende ese momento yo,
me salí de mis casillas.
Di para atrás unos pasos
hasta que pude hacer pie,
por delante me lo eché
de punta y tajo a un criollo,
metió la pata en un hoyo,
y yo al hoyo lo mandé.
Tal vez en el corazón
lo tocó un San Bendito
a un gaucho que pegó el grito,
y dijo: -«¡Cruz no consiente
»que se cometa el delito
»de matar ansí un valiente!».
Y ay no más se me aparió
dentrándole a la partida,
yo les hice otra envestida
pues entre dos era robo;
y el Cruz era como lobo
que defiende su guarida.
Uno despachó al infierno
de dos que lo atropellaron,
los demás remoliniarion,
pues íbamos a la fija,
y a poco andar dispararon
lo mesmo que sabandija.
Ay quedaban largo a largo
los que estiraron la geta,
otro iba como maleta,
y Cruz de atrás les decía:
«que venga otra polecía
»a llevarlos en carreta».
Yo junté las osamentas,
me hinqué y les recé un bendito,
hice una cruz de un palito
y pedí a mi Dios clemente,
me perdonara el delito
de haber muerto tanta gente.
Dejamos amontonaos
a los pobres que murieron,
no sé si los recogieron
porque nos fuimos a un rancho,
o si tal vez los caranchos
ay no más se los comieron.
Lo agarramos mano a mano
entre los dos al porrón,
en semejante ocasión
un trago a cualquiera encanta,
y Cruz no era remolón
31
ni pijotiaba garganta.
como panzón al maíz frito.
Calentamos los gargueros
y nos largamos muy tiesos,
siguiendo siempre los besos
al pichel, y por más señas
íbamos como sigüeñas
estirando los pescuesos.
A mí no me matan penas
mientras tenga cuero sano,
venga el sol en el verano
y la escarcha en el inviernosi este mundo es un infierno
¿por qué aflijirse el cristiano?
«Yo me voy, le dije, amigo,
»donde la suerte me lleve,
»y si es que alguno se atreve
»a ponerse en mi camino
»yo seguiré mi destino
»que el hombre hace lo que debe».
Hagámosle cara fiera
a los males, compañero,
porque el zorro más matrero
suele cair como un chorlito;
viene por un corderito
y en la estaca deja el cuero.
«Soy un gaucho desgraciado
»no tengo donde ampararme,
»ni un palo donde rascarme,
»ni un árbol que me cubije,
»pero ni aun esto me aflije
»porque yo sé manejarme».
Hoy tenemos que sufrir
males que no tienen nombre
pero esto a naides lo asombre
porque ansina es el pastel;
y tiene que dar el hombre
más vuelta que un carretel.
«Antes de cair al servicio
»tenía familia y hacienda,
»cuando volví, ni la prenda
»me la habían dejado ya-.
»Dios sabe en lo que vendrá
»a parar esta contienda».
Yo nunca me he de entregar
a los brazos de la muerte
arrastro mi triste suerte
paso a paso y como puedaque donde el débil se queda,
se suele escapar el juerte.
X
Cruz
-Amigazo, pa sufrir
han nacido los varoneséstas son las ocasiones
de mostrarse el hombre juerte,
hasta que venga la muerte
y lo agarre a coscorrones.
El andar tan despilchao
ningún mérito me quita,
sin sea una alma bendita
me duelo del mal ageno:
soy un pastel con relleno
que parece torta frita.
Tampoco me faltan males
y desgracias le prevengo,
también mis desdichas tengo
aunque esto poco me aflijeyo sé hacerme el chancho rengo
cuando la cosa lo esige.
Y con algunos ardiles
voy viviendo, aunque rotoso,
a veces me hago el sarnoso
y no tengo ni un granito,
pero al chifle voy ganoso
Y ricuerde cada cual
lo que cada cual sufrió:
que lo que es, amigo, yo,
hago así la cuenta mía
ya lo pasado pasómañana será otro día.
Yo también tuve una pilcha
que me enllenó el corazón
y si en aquella ocasión
alguien me hubiera buscaosiguro que me había hallao
más prendido que un botón.
En la güella del querer
no hay animal que se pierdalas mujeres no son lerdasy todo gaucho es dotor
si pa cantarle el amor
tiene que templar las cuerdas.
¡Quién es de una alma tan dura
que no quiera a una mujer!
Lo alivia en su padecer:
si no sale calavera
es la mejor compañera
que el hombre puede tener.
Si es güena, no lo abandona
cuando lo ve desgraciao,
lo asiste con su cuidao
y con afán cariñoso
y usté tal vez ni un rebozo
ni una pollera le ha dao.
Grandemente lo pasaba
con aquella prenda míaviviendo con alegría
como la mosca en la miel¡Amigo, qué tiempo aquel!
¡La pucha- que la quería!
Era la águila que a un árbol
dende las nubes bajó,
era más linda que el alba
cuando va rayando el solera la flor deliciosa
que entre el trebolar creció.
Pero, amigo, el comendante
que mandaba la milicia,
como que no desperdicia
se fue refalando a casa-,
yo le conocí en la traza
que el hombre traiba malicia.
Él me daba voz de amigo
pero no le tenia feera el gefe, y ya se ve
no podía competir yoen mi rancho se pegó
lo mesmo que saguaipé.
A poco andar conocíque ya me había desbancao,
y él siempre muy entonao
aunque sin darme ni un cobre,
me tenía de lao a lao
como encomienda de pobre.
A cada rato de chasque
me hacía dar a gran distancia,
ya me mandaba a una estancia,
ya al pueblo, ya a la fronterapero él en la comendancia
no ponía los pies siquiera.
Es triste a no poder más
el hombre en su padecer,
si no tiene una mujer
que lo ampare y lo consuele;
mas pa que otro se la pele
lo mejor es no tener.
No me gusta que otro gallo
le cacaree a mi gallinayo andaba ya con la espina,
hasta que en una ocasión
lo pillé junto al jogón
abrazándome a la china.
Tenía el viejito una cara
32
de ternero mal lamido,
y al verlo tan atrevido
le dije: -«que le aproveche
»que había sido pa el amor
»como guacho pala la leche».
Peló la espada y se vino
como a quererme ensartar,
pero yo sin tutubiar
le volví al punto a decir:
-«cuidao no te vas a pér... tigo,
»poné cuarta pa salir».
Un puntazo me largó
pero el cuerpo le saqué,
y en cuanto se lo quité
para no matar un viejo,
con cuidao, medio de lejos
un planazo le asenté.
Y como nunca al que manda
le falta algún adulón,
uno que en esa ocasión
se encontraba allí presente
vino apretando los dientes
como perrito mamón.
Me hizo un tiro de revuélver
que el hombre creyó siguro,
era confiao y le juro
que cerquita se arrimabapero siempre en un apuro
se desentumen mis tabas.
Él me siguió menudiando
mas sin poderme acertar,
y yo, dele culebriar,
hasta que al fin le dentré
y hay no más lo despaché
sin dejarlo resollar.
Dentré a campiar en seguida
al viejito enamorao;
el pobre se había ganao
en un noque de lejía-.
¡Quién sabe cómo estaría
del susto que había llevao!
¡Es sonzo el cristiano macho
cuando el amor lo domina!él la miraba a la indina,
y una cosa tan jedionda
sentí yo, que ni en la fonda
he visto tal jedentina.
Y le dije: «pa su agüela
»han de ser esas perdices».
Yo me tapé las narices
y me salí estornudando,
y el viejo quedó olfatiando
como chico con lumbrices.
Cuando la mula recula
señal que quiere cosiaransí se suele portar
aunque ella lo disimula,
recula como la mula
la mujer, para olvidar.
Alcé mi poncho y mis prendas
y me largué a padecer
por culpa de una mujer
que quiso engañar a dosal rancho le dije adiós
para nunca más volver.
Las mujeres, dende entonces,
conocí a todas en una
ya no he de probar fortuna
con carta tan conocida:
¡mujer y perra parida,
no se me atraca ninguna!
XI
A otros les brotan las coplas
como agua de manantial:
pues a mí me pasa igual
aunque las mías nada valen,
de la boca se me salen
como ovejas del corral.
Que en puertiando la primera
ya la siguen las demás,
y en montones las de atrás,
contra los palos se estrellan,
y saltan y se atropellan
sin que se corten jamás.
Y aunque yo por mi inorancia
con gran trabajo me esplico,
cuando llego a abrir el pico,
téngalo por cosa cierta,
sale un verso y en la puerta
ya asoma el otro el hocico.
Y emprésteme su atención
me oirá relatar las penas
de que traigo la alma llenaporque en toda circunstancia
paga el gaucho su inorancia
con la sangre de sus venas.
Después de aquella desgracia
me refugié en los pajales,
anduve entre los cardales
como bicho sin guaridapero, amigo, es esa vida
como vida de animales.
Y son tantas las miserias
en que me he sabido ver
que con tanto padecer
y sufrir tanta aflición,
malicio que he de tener
un callo en el corazón.
Ansí andaba como guacho
cuando pasa el temporalsupe una vez pa mi mal
de una milonga que había,
y ya pa la pulpería
enderecé mi bagual.
Era la casa del baile
un rancho de mala muerte,
y se enllenó de tal suerte
que andábamos a empujones-;
nunca faltan encontrones
cuando el pobre se divierte.
Yo tenía unas medias botas
con tamaños verdugonesme pusieron los talones
con cresta como los gallos
si viera mis afliciones
pensando yo que eran callos.
Con gato y con fandanguillo
había empezao el changango
y para ver el fandango
me colé haciéndome bolamas, metió el diablo la cola,
y todo se volvió pango.
Había sido el guitarrero
un gaucho duro de bocayo tengo pacencia poca
pa aguantar cuando no debo,
a ninguno me le atrevo
pero me halla el que me toca.
A bailar un pericón
con una moza salí,
y cuanto me vido allí
sin duda me conocióy estas coplitas cantó
como pa reírse de mí:
«Las mujeres son todas
»como las mulas»yo no digo que todas
»pero hay algunas
»que a las aves que vuelan
»les sacan plumas».
«Hay gauchos que presumen
»de tener damas»no digo que presumen
»pero se alaban
»y a lo mejor los dejan
33
»tocando tablas».
Se secretiaron las hembrasy yo ya me encocorévolié la anca y le grité
«deja de cantar... chicharra».
Y de un tajo a la guitarra
tuitas las cuerdas corté.
Al punto salió de adentro
un gringo con un jusilpero nunca he sido vil,
poco el peligro me espanta
yo me refalé la manta
y la eché sobre el candil.
Gané en seguida la puerta
gritando: -«naides me ataje»
y alborotao el hembraje
lo que todo quedó escuro,
empezó a verse en apuro
mesturao con el gauchage.
El primero que salió
fue el cantor y se me vinopero yo no pierdo el tino
aunque haiga tomao un trago
y hay algunos por mi pago
que me tienen por ladino-.
No ha de haber achocao otrole salió cara la broma;
a su amigo cuando toma
se le despeja el sentido,
y el pobrecito había sido
como carne de paloma.
Para prestar un socorro
las mujeres no son lerdasantes que la sangre pierdan
lo arrimaron a unas pipasay lo dejé con las tripas
como pa que hiciera cuerdas.
Monté y me largué a los campos
más libre que el pensamiento,
como las nubes al viento
a vivir sin paradero.
Que no tiene el que es matrero
nido, ni rancho, ni asiento.
No hay fuerza contra el destino
que le ha señalado el cieloy aunque no tenga consuelo
aguante el que está en trabajo
¡naides se rasca pa abajo!
¡ni se lonjea contra el pelo!
Con el gaucho desgraciao
no hay uno que no se entone¡la menor falta lo espone
a andar con las avestruces!
Faltan otros con más lucez
y siempre hay quien los perdone.
XII
Yo no sé qué tantos meses
esta vida me duró,
a veces nos obligó
la miseria a comer potrome había acompañao con otros
tan desgraciaos como yo-.
Mas ¿para qué platicar
sobre esos males, -¿canejo?
Nace el gaucho y se hace viejo,
sin que mejore su suerte,
hasta que por hay la muerte
sale a cobrarle el pellejo.
Pero como no hay desgracia
que no acabe alguna vez,
me aconteció que después
de sufrir tanto rigor,
un amigo por favor
me compuso con el juez.
Le alvertiré que en mi pago
ya no va quedando un criollo,
se los ha tragao el hoyo,
o juido o muerto en la guerra
porque, amigo, en esta tierra
nunca se acaba el embroyo-.
Colijo que jue por eso
que me llamó el juez un día
y me dijo que quería
hacerme a su lao venir,
y que dentrase a servir
de soldao de Polecía-.
Y me largó una ploclama
tratándome de valiente,
que yo era un hombre decente,
y que dende aquel momento
me nombraba de sargento
pa que mandara la gente.
Ansí estuve en la partida
pero, ¿qué había de mandar?
Anoche al irlo a tomar
vide güena coyuntura
y a mí no me gusta andar
con la lata a la cintura.
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Ya conoce pues, quien soy,
tenga confianza conmigo,
Cruz le dio mano de amigo
y no lo ha de abandonarjuntos podremos buscar
pa los dos un mesmo abrigo.
Andaremos de matreros
si es preciso pa salvarnunca no ha de faltar
ni un buen pingo para juir,
ni un pajal ande dormir,
ni un matambre que ensartar.
Y cuando sin trapo alguno
nos haiga el tiempo dejaoyo le pediré emprestao
el cuero a cualquiera lobo
y hago un poncho, si lo sobo,
mejor que poncho engomao.
Para mí la cola es pecho
y el espinazo cadera
hago mi nido ande quiera
y de lo que encuentre comome echo tierra sobre el lomo
y me apeo en cualquier tranquera.
Y dejo correr la bala
que algún día se ha de parartiene el gaucho que aguantar
hasta que lo trague el hoyoo hasta que venga algún criollo
en esta tierra a mandar.
Lo miran al pobre gaucho
como carne de cogote:
lo tratan al estricotey si ansí las cosas andan,
porque quieren los que mandan
aguantemos los azotes.
Pucha- si usté los oyera
como yo en una ocasión,
tuita la conversación
que con otro tuvo el juezle asiguro que esa vez
se me achicó el corazón.
Hablaban de hacerse ricos
con campos en las fronterasde sacarlas más afueras
donde había campos baldidos
y llevar de los partidos
gente que la defendiera.
Todo se güelven proyectos
de colonia y carriles-
34
y tirar la plata a miles
en los gringos enganchaos
mientras el pobre soldao
le pelan la chaucha -¡ah! ¡viles!-.
Pero si siguen las cosas
como van hasta el presente
puede ser que de repente
veamos el campo disierto,
y blanqueando solamente
los güesos de los que han muerto.
Hace mucho que sufrimos
la suerte reculativatrabaja el gaucho y no arriba,
porque a lo mejor del caso,
lo levantan de un sogazo
sin dejarle ni saliva.
De los males que sufrimos
hablan mucho los puebleros,
pero hacen como los teros
para esconder sus niditos:
en un lao pegan los gritos
y en otros tienen los güevos.
Y se hacen los que no aciertan
a dar con la coyonturamientras el gaucho lo apura
con rigor la autoridá,
ellos a la enfermedá,
le están errando la cura.
XIII
Martín Fierro
Ya veo que somos los dos
astilla del mesmo paloyo paso por gaucho malo
y usted anda del mesmo modo
y yo pa acabarlo todo
a los indios me resfalo.
Pido perdón a mi Dios
que tantos bienes me hizopero dende que es preciso
que viva entre los infielesyo seré cruel con los cruelesansí mi suerte lo quiso.
Dios formó lindas las flores,
delicadas como sonles dio toda perfección
y cuanto él era capazpero al hombre le dio más
cuando le dio el corazón.
Le dio claridá a la luz,
juerza en su carrera al viento,
le dio vida y movimiento
dende el águila al gusanopero más le dio al cristiano
al darle el entendimiento.
Y aunque a las aves les dio
con otras cosas que inoro
esos piquitos como oro
y un plumaje como tablale dio al hombre más tesoro
al darle una lengua que habla.
Y dende que dio a las fieras
esa juria tan inmensa,
que no hay poder que las vensa
ni nada que las asombre
¿qué menos le daría al hombre
que el valor pa su defensa?
Pero tantos bienes juntos
al darle, malicio yo
que en sus adentros pensó
que el hombre los precisaba
que los bienes igualaba
con las penas que le dio.
Y yo empujao por las mías
quiero salir de este infierno-:
ya no soy pichón muy tierno
y sé manejar la lanzay hasta los indios no alcanza
la facultá del Gobierno.
Yo sé que allá los casiques
amparan a los cristianos,
y que los tratan de «Hermanos»
cuando se van por su gustoA qué andar pasando sustos...
alcemos el poncho y vamos.
En la cruzada hay peligros
pero ni aun esto me aterrayo ruedo sobre la tierra
arrastrao por mi destinoy si erramos el camino...
no es el primero que lo erra.
Si hemos de salvar o node esto naides nos responde,
derecho ande el sol se esconde
tierra adentro hay que tirar,
algún día hemos de llegar
después sabremos a dónde.
No hemos de perder el rumbo
los dos somos güena yuntael que es gaucho va ande apunta
aunque inore ande se encuentra;
pa el lao en que el sol se dentra
dueblan los pastos la punta.
De hambre no perecemos
pues según otros me han dicho
en los campos se hallan bichos
de lo que uno necesita...
gamas, matacos, mulitas,
avestruces y quirquinchos.
Cuando se anda en el desierto
se come uno hasta las colaslo han cruzao mujeres solas
llegando al fin con salú,
y ha de ser gaucho el ñandú
que se escape de mis colas.
Tampoco a la sé le temo,
yo la aguanto muy contento,
busco agua olfatiando al viento
y dende que no soy manco,
ande hay duraznillo blanco
cavo, y la saco al momento.
Allá habrá siguridá
ya que aquí no la tenemos,
menos males pasaremos
y ha de haber grande alegría
el día que nos delcolguemos
en alguna toldería.
Fabricaremos un toldo
como lo hacen tantos otros
con unos cueros de potro,
que sea sala y sea cocina,
¡tal vez no falte una china
que se apiade de nosotros!
Allá no hay que trabajar,
vive uno como un señorde cuando en cuando un malóny si de él sale con vida,
lo pasa echao panza arriba
mirando dar güelta el sol.
Y ya que a juerza de golpes
la suerte nos dejó a flus,
puede que allá veamos luz
y se acaben nuestras penas;
todas las tierras son güenas...
vámosnos amigo Cruz.
El que maneja las bolas,
el que sabe echar un pial;
y sentársele a un bagual
sin miedo de que lo baje,
entre los mesmos salvajes
no puede pasarlo mal.
El amor como la guerra
lo hace el criollo con canciones
a más de eso en los malones
podemos aviarnos de algo;
35
en fin amigo, yo salgo
de estas pelegrinaciones.
.............................
.............................
.............................
.............................
.............................
y que me despido yo
que he relatao a mi modo,
males que conocen todos
pero que naides cantó.
_________________________
En este punto el cantor
buscó un porrón pa consuelo,
echó un trago como un cielo
dando fin a su argumento;
y de un golpe al instrumento
lo hizo astillas contra el suelo.
«Ruempo, dijo, la guitarra
pa no volverla a tentar;
ninguno la ha de tocar,
por siguro tenganló;
pues naides ha de cantar
cuando este gaucho cantó».
Y daré fin a mis coplas
con aire de relación,
nunca falta un preguntón
más curioso que mujer,
y tal vez quiera saber
cómo jue la conclusión:
Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaronpor delante se la echaron
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao,
una madrugada clara
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones;
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.
Y siguiendo el fiel del rumbo
se entraron en el desiertono sé si los habrán muerto
en alguna correría,
pero espero que algún día
sabré de ellos algo cierto.
Y ya con estas noticias
mi relación acabé,
por ser ciertas les conté
todas las desgracias dichases un telar de desdichas
cada gaucho que usté ve.
Pero ponga su esperanza
en el Dios que lo formó,
36
ANTÍGONA
Sófocles
Personajes:
Antígona, hija de Edipo.
Ismene, hija de Edipo.
Creonte, rey, tío de Antígona e Ismene
Eurídice, reina, esposa de Creonte.
Hemón. Hijo de Creonte.
Tiresias, adivino, anciano y ciego.
Un guardián.
Un mensajero.
Coro de ancianos nobles de Tebas, presididos por el Corifeo.
La escena, frente al palacio real de Tebas con escalinata. Al fondo, la montaña. Cruza la escena Antígona, para
entrar en palacio. Al cabo de unos instantes, vuelve a salir, llevando del brazo a su hermana Ismene, a la que hace
bajar las escaleras y aparta del palacio.
ANTÍGONA: Hermana de mi misma sangre, Ismene querida, tú que conoces las desgracias de la casa de Edipo, ¿sabes de
alguna de ellas que Zeus no haya cumplido después de nacer nosotras dos? No, no hay vergüenza ni infamia, no hay cosa
insufrible ni nada que se aparte de la mala suerte, que no vea yo entre nuestras desgracias, tuyas y mías; y hoy, encima, ¿qué
sabes de este edicto que dicen que el estratego (1) acaba de imponer a todos los ciudadanos? ¿Te has enterado ya o no sabes
los males inminentes que enemigos tramaron contra seres queridos?
ISMENE: No, Antígona, a mí no me ha llegado noticia alguna de seres queridos, ni dulce ni dolorosa, desde que nos vimos las
dos privadas de nuestros dos hermanos, por doble, recíproco golpe fallecidos en un solo día (2). Después de partir el ejército
argivo, esta misma noche, después no sé ya nada que pueda hacerme ni más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA: No me cabía duda, y por esto te traje aquí, superado el umbral de palacio, para que me escucharas, tú sola.
ISMENE: ¿Qué pasa? Se ve que lo que vas a decirme te ensombrece.
ANTÍGONA: Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado Creonte digno de honores sepulcrales a uno de nuestros hermanos, y al otro
tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le ha parecido justo tributarle las justas, acostumbradas honras, y le
ha hecho enterrar de forma que en honor le reciban los muertos, bajo tierra. El pobre cadáver de Polinices, en cambio, dicen
que un edicto dio a los ciudadanos prohibiendo que alguien le dé sepultura, que alguien le llore, incluso. Dejarle allí, sin duelo,
insepulto, dulce tesoro a merced de las aves que busquen donde cebarse. Y esto es, dicen, lo que el buen Creonte tiene
decretado, también para ti y para mí, sí, también para mí; y que viene hacia aquí, para anunciarlo con toda claridad a los que no
lo saben, todavía, que no es asunto de poca monta ni puede así considerarse, sino que el que transgreda alguna de estas
órdenes será reo de muerte, públicamente lapidado en la ciudad. Estos son los términos de la cuestión: ya no te queda sino
mostrar si haces honor a tu linaje o si eres indigna de tus ilustres antepasados.
ISMENE: No seas atrevida: Si las cosas están así, ate yo o desate en ellas, ¿qué podría ganarse?
ANTÍGONA: ¿Puedo contar con tu esfuerzo, con tu ayuda? Piénsalo.
ISMENE: ¿Qué ardida empresa tramas? ¿Adónde va tu pensamiento?
ANTÍGONA: Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto.
ISMENE: Pero, ¿es que piensas darle sepultura, sabiendo que se ha públicamente prohibido?
ANTÍGONA: Es mi hermano —y también tuyo, aunque tú no quieras—; cuando me prendan, nadie podrá llamarme traidora.
ISMENE: ¡Y contra lo ordenado por Creonte, ay, audacísima!
ANTÍGONA: Él no tiene potestad para apartarme de los míos.
37
ISMENE: Ay, reflexiona, hermana, piensa: nuestro padre, cómo murió, aborrecido, deshonrado, después de cegarse él mismo
sus dos ojos, enfrentado a faltas que él mismo tuvo que descubrir. Y después, su madre y esposa —que las dos palabras le
cuadran—, pone fin a su vida en infame, entrelazada soga. En tercer lugar, nuestros dos hermanos, en un solo día, consuman,
desgraciados, su destino, el uno por mano del otro asesinados. Y ahora, que solas nosotras dos quedamos, piensa que
ignominioso fin tendremos si violamos lo prescrito y trasgredimos la voluntad o el poder de los que mandan. No, hay que
aceptar los hechos: que somos dos mujeres, incapaces de luchar contra hombres (3); Y que tienen el poder, los que dan
órdenes, y hay que obedecerlas, éstas y todavía otras más dolorosas. Yo, con todo pido, a los que yacen bajo tierra su perdón,
pues que obro forzada, pero pienso obedecer a las autoridades: esforzarse en no obrar como todos carece de sentido,
totalmente.
ANTÍGONA: Aunque ahora quisieras ayudarme, ya no lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado; en fin, reflexiona sobre
tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que venga la muerte: amiga yaceré con él, con un
amigo, convicta de un delito piadoso; por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues mi
descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees, deshonra lo que los dioses honran.
ISMENE: En cuanto a mí, yo no quiero hacer nada deshonroso, pero de natural me faltan fuerzas para desafiar a los
ciudadanos.
ANTÍGONA: Bien, tú te escudas en este pretexto, pero yo me voy a cubrir de tierra a mi hermano amadísimo hasta darle
sepultura.
ISMENE: ¡Ay, desgraciada, cómo temo por ti!
ANTÍGONA: No, por mí no tiembles: tu destino, prueba a enderezarlo.
ISMENE: Al menos, el proyecto que tienes, no se lo confíes a nadie de antemano; guárdalo en secreto que yo te ayudaré en
esto.
ANTÍGONA: ¡Ay, no, no: grítalo! Mucho más te aborreceré si callas, si no lo pregonas a todo el mundo.
ISMENE: Caliente corazón tienes, hasta en cosas que hielan.
ANTÍGONA: Sabe, sin embargo, que así agrado a los que más debo complacer.
ISMENE: Sí, si algo lograras... Pero no tiene salida, tu deseo.
ANTÍGONA: Puede, pero no cejaré en mi empeño, mientras tenga fuerzas.
ISMENE: De entrada, ya, no hay que ir a la caza de imposibles.
ANTÍGONA: Si continúas hablando en ese tono, tendrás mi odio y el odio también del muerto, con justicia. Venga, déjanos a mí
y a mi funesta resolución, que corramos este riesgo, convenida como estoy de que ninguno puede ser tan grave como morir de
modo innoble.
ISMENE: Ve, pues, si es lo que crees; quiero decirte que, con ir demuestras que estás sin juicio, pero también que amiga eres,
sin reproche, para tus amigos.
Sale Ismene hacia el palacio; desaparece Antígona en dirección a la montaña. Hasta la entrada del coro, queda la
escena vacía unos instantes.
CORO: Rayo de sol, luz la más bella —más bella, si, que cualquiera de las que hasta hoy brillaron
en Tebas la de las siete puertas—, ya has aparecido, párpado de la dorada mañana que te mueves por sobre la corriente de
Dirce (4). Con rápida brida has hecho correr ante ti, fugitivo, al hombre venido de Argos, de blanco escudo, con su arnés
completo, Polinices, que se levantó contra nuestra patria llevado por dudosas querellas, con agudísimo estruendo, como águila
que se cierne sobre su víctima, como por ala de blanca nieve cubierto por multitud de armas y cascos de crines de caballos; por
sobre los techos de nuestras casas volaba, abriendo sus fauces, lanzas sedientas de sangre en torno a las siete puertas, bocas
de la ciudad, pero hoy se ha ido, antes de haber podido saciar en nuestra sangre sus mandíbulas y antes de haber prendido
pinosa madera ardiendo en las torres corona de la muralla, tal fue el estrépito bélico que se extendió a sus espaldas: difícil es la
victoria cuando el adversario es la serpiente (5), porque Zeus odia la lengua de jactancioso énfasis, y al verles cómo venían
contra nosotros, prodigiosa avalancha, engreídos por el ruido del oro, lanza su tembloroso rayo contra uno que, al borde último
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de nuestras barreras, se alzaba ya con gritos de victoria. Como si fuera un Tántalo (6), con la antorcha en la mano, fue a dar al
duro suelo, él que como un bacante en furiosa acometida, entonces, soplaba contra Tebas vientos de enemigo arrebato.
Resultaron de otro modo, las cosas: rudos golpes distribuyó —uno para cada uno— entre los demás caudillos, Ares, empeñado,
propicio dios. Siete caudillos, cabe las siete puertas apostados, iguales contra iguales, dejaron a Zeus, juez de la victoria, tributo
broncíneo totalmente; menos los dos míseros que, nacidos de un mismo padre y una misma madre, levantaron, el uno contra el
otro, sus lanzas — armas de principales paladines—, y ambos lograron su parte en una muerte común. Y, pues, exaltadora de
nombres, la Victoria ha llegado a Tebas rica en carros, devolviendo a la ciudad la alegría, conviene dejar en el olvido las lides
de hasta ahora, organizar nocturnas rondas que recorran los templos de los dioses todos; y Baco, las danzas en cuyo honor
conmueven la tierra de Tebas, que él nos guíe.
Sale del palacio, con séquito, Creonte.
CORIFEO: Pero he aquí al rey de esta tierra, Creonte, hijo de Meneceo, que se acerca, nuevo caudillo por las nuevas
circunstancias reclamado; ¿qué proyecto debatiendo nos habrá congregado, a esta asamblea de ancianos, que aquí en común
hemos acudido a su llamada?
CREONTE: Ancianos, el timón de la ciudad que los dioses bajo tremenda tempestad habían conmovido, hoy de nuevo
enderezan, rumbo cierto. Si yo por mis emisarios os he mandado aviso, a vosotros entre todos los ciudadanos, de venir aquí, ha
sido porque conozco bien vuestro respeto ininterrumpido al gobierno de Layo, y también, igualmente, mientras regía Edipo la
ciudad; porque sé que, cuando él murió, vuestro sentimiento de lealtad os hizo permanecer al lado de sus hijos. Y pues ellos en
un solo día, víctimas de un doble, común destino, se han dado muerte, mancha de fratricidio que a la vez causaron y sufrieron,
yo, pues, en razón de mi parentesco familiar con los caídos, todo el poder, la realeza asuma. Es imposible conocer el ánimo, las
opiniones y principios de cualquier hombre que no se haya enfrentado a la experiencia del gobierno y de la legislación. A mí,
quienquiera que, encargado del gobierno total de una ciudad, no se acoge al parecer de los mejores sino que, por miedo a algo,
tiene la boca cerrada, de tal me parece —y no solo ahora, sino desde siempre— un individuo pésimo. Y el que en más
considera a un amigo que a su propia patria, éste no me merece consideración alguna; porque yo —sépalo Zeus, eterno
escrutador de todo— ni puedo estarme callado al ver que se cierne sobre mis conciudadanos no salvación, sino castigo divino,
ni podría considerar amigo mío a un enemigo de esta tierra, y esto porque estoy convencido de que en esta nave está la
salvación y en ella, si va por buen camino, podemos hacer amigos. Estas son las normas con que me propongo hacer la
grandeza de Tebas, y hermanas de ellas las órdenes que hoy he mandado pregonar a los ciudadanos sobre los hijos de Edipo:
a Etéocles, que luchando en favor de la ciudad por ella ha sucumbido, totalmente el primero en el manejo de la lanza, que se le
entierre en una tumba y que se le propicie con cuantos sacrificios se dirigen a los más ilustres muertos, bajo tierra; pero a su
hermano, a Polinices digo, que, exiliado, a su vuelta quiso por el fuego arrasar, de arriba a abajo, la tierra patria y los dioses de
la raza, que quiso gustar la sangre de algunos de sus parientes y esclavizar a otros; a éste, heraldos he mandado que anuncien
que en esta ciudad no se le honre, ni con tumba ni con lágrimas: dejarle insepulto, presa expuesta al azar de las aves y los
perros, miserable despojo para los que le vean. Tal es mi decisión: lo que es por mí, nunca tendrán los criminales el honor que
corresponde a los ciudadanos justos; no, por mi parte tendrá honores quienquiera que cumpla con el estado, tanto en muerte
como en vida.
CORIFEO: Hijo de Meneceo, obrar así con el amigo y con el enemigo de la ciudad, éste es tu gusto, y sí, puedes hacer uso de
la ley como quieras, sobre los muertos y sobre los que vivimos todavía.
CREONTE: Y ahora, pues, como guardianes de las órdenes dadas...
CORIFEO: Impónle a uno más joven que soporte este peso.
CREONTE: No es eso: ya hay hombres encargados de la custodia del cadáver.
CORIFEO: Entonces, si es así, ¿qué otra cosa quieres aún recomendarnos?
CREONTE: Que no condescendáis con los infractores de mis órdenes.
CORIFEO: Nadie hay tan loco que desee la muerte.
CREONTE: Pues ésa, justamente, es la paga; que muchos hombres se han perdido, por afán de lucro.
Del monte viene un soldado, uno de los guardianes del cadáver de Polinices. Sorprende a Creonte cuando estaba
subiendo ya las escaleras del palacio. Se detiene al advertir su llegada.
39
GUARDIÁN: Señor, no te diré que vengo con tanta prisa que me falta ya el aliento ni que he movido ligero mis pies. No, que
muchas veces me han detenido mis reflexiones y he dado la vuelta en mi camino, con intención de volverme; muchas veces mi
alma me decía, en su lenguaje: "Infeliz, ¿cómo vas a donde en llegando serás castigado?"... "¿Otra vez te detienes, osado?
Cuando lo sepa por otro Creonte, ¿piensas que no vas a sufrir un buen castigo?"... Con tanto darle vueltas iba acabando mi
camino con pesada lentitud, y así no hay camino, ni que sea breve, que no resulte largo. Al fin venció en mí la decisión de venir
hasta ti y aquí estoy, que, aunque nada podré explicarte, hablaré al menos; y el caso es que he venido asido a una esperanza,
que no puede pasarme nada que no sea mi destino.
CREONTE: Pero, veamos: ¿qué razón hay para que estés así desanimado?
GUARDIÁN: En primer lugar te explicaré mi situación: yo ni lo hice ni vi quien lo hizo ni sería justo que cayera en desgracia por
ello.
CREONTE: Buen cuidado pones en enristrar tus palabras, atento a no ir directo al asunto. Evidentemente, vas a hacernos saber
algo nuevo.
GUARDIÁN: Es que las malas noticias suelen hacer que uno se retarde.
CREONTE: Habla, de una vez: acaba, y luego vete.
GUARDIÁN: Ya hablo, pues: vino alguien que enterró al muerto, hace poco: echó sobre su cuerpo árido polvo y cumplió los ritos
necesarios.
CREONTE: ¿Qué dices? ¿Qué hombre pudo haber, tan osado?
GUARDIÁN: No sé sino que allí no había señal que delatara ni golpe de pico ni surco de azada; estaba el suelo intacto, duro y
seco, y no había roderas de carro: fue aquello obra de obrero que no deja señal. Cuando nos lo mostró el centinela del primer
turno de la mañana, todos tuvimos una desagradable sorpresa: el cadáver había desaparecido, no enterrado, no, pero con una
leve capa de polvo encima, obra como de alguien que quisiera evitar una ofensa a los dioses... Tampoco se veía señal alguna
de fiera ni de perro que se hubiera acercado al cadáver, y menos que lo hubiera desgarrado. Entre nosotros hervían sospechas
infamantes, de unos a otros; un guardián acusaba a otro guardián y la cosa podía haber acabado a golpes de no aparecer quien
lo impidiera; cada uno a su turno era el culpable pero nadie lo era y todos eludían saber algo. Todos estábamos dispuestos a
asir con la mano un hierro candente, a caminar sobre fuego a jurar por los dioses que no habíamos hecho aquello y que no
conocíamos ni al que lo planeó ni al que lo hizo. Por fin, visto que, de tanta inquisición, nada sacábamos, habló uno de nosotros
y a todos de terror nos hizo fijar los ojos en el suelo, y el caso es que no podíamos replicarle ni teníamos forma de salir bien
parados, de hacer lo que propuso: que era necesario informarte a ti de aquel asunto y que no podía ocultársete; esta opinión
prevaleció, y a mí, desgraciado, tiene que tocarme la mala suerte y he de cargar con la ganga y heme aquí, no por mi voluntad y
tampoco porque querráis vosotros, ya lo sé, que no hay quien quiera a un mensajero que trae malas noticias.
CORIFEO: (A Creonte.) Señor, a mí hace ya rato que me ronda la idea de si en esto no habrá la mano de los dioses.
CREONTE: (Al coro.) Basta, antes de hacerme rebosar en ira, con esto que dices; mejor no puedan acusarte a la vez de
ancianidad y de poco juicio, porque en verdad que lo que dices no es soportable, que digas que las divinidades se preocupan
en algo de este muerto. ¿Cómo iban a enterrarle, especialmente honrándole como benefactor, a él, que vino a quemar las
columnatas de sus templos, con las ofrendas de los fieles, a arruinar la tierra y las leyes a ellos confiadas? ¿Cuándo viste que
los dioses honraran a los malvados? No puede ser. Tocante a mis órdenes, gente hay en la ciudad que mal las lleva y que en
secreto de hace ya tiempo contra mi murmuran y agitan su cabeza, incapaces de mantener su cuello bajo el yugo, como es
justo, porque no soportan mis órdenes; y estoy convencido, éstos se han dejado corromper por una paga de esta gente que
digo y han hecho este desmán, porque entre los hombres, nada, ninguna institución ha prosperado nunca tan funesta como la
moneda; ella destruye las ciudades, ella saca a los hombres de su patria; ella se encarga de perder a hombres de buenos
principios, de enseñarles a fondo a instalarse en la vileza; para el bien y para el mal igualmente dispuestos hace a los hombres
y les hace conocer la impiedad, que a todo se atreve, Cuantos se dejaron corromper por dinero y cumplir estos actos, realizaron
hechos que un día, con el tiempo, tendrán su castigo. (Al guardián.) Pero, tan cierto como que Zeus tiene siempre mi respeto,
que sepas bien esto que en juramento afirmo: si no encontráis al que con sus propias manos hizo esta sepultura, si no aparece
ante mis propios ojos, para vosotros no va a bastar con sólo el Hades (7), y antes, vivos, os voy a colgar hasta que confeséis
vuestra desmesurada acción, para que aprendáis de dónde se saca el dinero y de allí lo saquéis en lo futuro; ya veréis como no
se puede ser amigo de un lucro venido de cualquier parte. Por ganancias que de vergonzosos actos derivan pocos quedan a
salvo y muchos más reciben su castigo, como puedes saber.
GUARDIÁN: ¿Puedo decir algo o me doy media vuelta, así, y me marcho?
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CREONTE: Pero, ¿todavía no sabes que tus palabras me molestan?
GUARDIÁN: Mis palabras, ¿te muerden el oído o en el alma?
CREONTE: ¿A qué viene ponerte a detectar con precisión en qué lugar me duele?
GUARDIÁN: Porque el que te hiere el alma es el culpable; yo te hiero en las orejas.
CREONTE: ¡Ah, está claro que tú naciste charlatán!
GUARDIÁN: Puede, pero lo que es este crimen no lo hice.
CREONTE: Y un charlatán que, además, ha vendido su alma por dinero.
GUARDIÁN: Ay, si es terrible, que uno tenga sospechas y que sus sospechas sean falsas.
CREONTE: ¡Sí, sospechas, enfatiza! Si no aparecen los culpables, bastante pregonaréis con vuestros gritos el triste resultado
de ganancias miserables.
Creonte y su séquito se retiran. En las escaleras pueden oír las palabras del guardián.
GUARDIÁN: ¡Que encuentren al culpable, tanto mejor! Pero, tanto si lo encuentran como si no –que en esto decidirá el azar-, no
hay peligro, no, de que me veas venir otra vez a tu encuentro. Y ahora que me veo salvado contra toda esperanza, contra lo
que pensé, me siento obligadísimo para con los dioses.
CORO: Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el Noto tempestuoso
llega hasta el otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales; él que fatiga la
sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con
sus trampas captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven
en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz;
capaz de uncir con un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la
sierra; y la palabra por sí mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en
sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin
recursos, en nada se aventura hacia el futuro; sólo la muerte no ha conseguido evitar, pero sí se ha agenciado formas de eludir
las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a
veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos
confirmada, a la cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi
mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga.
Entra el guardián de antes llevando a Antígona.
CORlFEO: No sé, dudo si esto sea prodigio obrado por los dioses... (Al advertir la presencia de Antígona). Pero, si la reconozco,
¿cómo puedo negar que ésta es la joven Antígona? Ay, mísera, hija de mísero padre, Edipo, ¿qué es esto? ¿Te traen acaso
porque no obedeciste lo legislado por el rey? ¿Te detuvieron osando una locura?
GUARDIÁN: Sí, ella, ella es la que lo hizo: la sorprendimos cuando lo estaba enterrando... Pero, Creonte, ¿dónde está?
Al oír los gritos del guardián, Creonte, recién entrado, vuelve a salir con su séquito.
CORIFEO: Aquí: ahora vuelve a salir, en el momento justo, de palacio.
CREONTE: ¿Qué sucede? ¿Qué hace tan oportuna mi llegada?
GUARDIÁN: Señor, nada hay que pueda un mortal empeñarse en jurar que es imposible: la reflexión desmiente la primera idea.
Así, me iba convencido por la tormenta de amenazas a que me sometiste: que no volvería yo a poner aquí los pies; pero, como
la alegría que sobreviene más allá de y contra toda esperanza no se parece, tan grande es, a ningún otro placer, he aquí que he
venido —a pesar de haberme comprometido a no venir con juramento— para traerte a esta muchacha que ha sido hallada
componiendo una tumba. Y ahora no vengo porque se haya echado a suertes, no, sino porque este hallazgo feliz me
corresponde a mí y no a ningún otro. Y ahora, señor, tú mismo, según quieras, ya puedes investigar y preguntarle; en cuanto a
mí, ya puedo liberarme de este peligro: soy libre, exento de injusticia.
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CREONTE: Pero, ésta que me traes, ¿de qué modo y dónde la apresasteis?
GUARDIÁN: Estaba enterrando al muerto: ya lo sabes todo.
CREONTE: ¿Te das cuenta? ¿Entiendes cabalmente lo que dices?
GUARDIÁN: Sí, que yo la vi a ella enterrando al muerto que tú habías dicho que quedase insepulto: ¿o es que no es evidente y
claro lo que digo?
CREONTE: Y cómo fue que la sorprendierais y cogierais en pleno delito?
GUARDIÁN: Fue así la cosa: cuando volvimos a la guardia, bajo el peso terrible de tus amenazas, después de barrer todo el
polvo que cubría el cadáver, dejando bien al desnudo su cuerpo ya en descomposición, nos sentamos al abrigo del viento,
evitando que al soplar desde lo alto de las peñas nos enviara el hedor que despedía. Los unos a los otros con injuriosas
palabras, despiertos y atentos nos teníamos, si alguien descuidaba la fatigosa vigilancia. Esto duró bastante tiempo, hasta que
se constituyó en mitad del cielo la brillante esfera solar y la calor quemaba; entonces, de pronto, un torbellino suscitó del suelo
tempestad de polvo —pena enviada por los dioses— que llenó la llanura, desfigurando las copas de los árboles del llano, y que
impregnó toda la extensión del aire; sufrimos aquel mal que los dioses mandaban con los ojos cerrados, y cuando luego,
después de largo tiempo, se aclaró, vimos a esta doncella que gemía agudamente como el ave condolida que ve, vacío de sus
crías, el nido en que yacían, vacío. Así, ella, al ver el cadáver desvalido, se estaba gimiendo y llorando y maldecía a los autores
de aquello. Veloz en las manos lleva árido polvo y de un aguamanil de bronce bien forjado de arriba a abajo triple libación vierte,
corona para el muerto; nosotros, al verla, presurosos la apresamos, todos juntos, en seguida, sin que ella muestre temor en lo
absoluto, y así, pues, aclaramos lo que antes pasó y lo que ahora; ella, allí de pie, nada ha negado; y a mí me alegra a la vez y
me da pena, que cosa placentera es, si, huir uno mismo de males, pero penoso es llevar a su mal a gente amiga. Pero todas las
demás consideraciones valen para mí menos que el verme a salvo.
CREONTE: (A Antígona) Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro, ¿confirmas o desmientes haber hecho esto?
ANTÍGONA: Lo confirmo, sí; yo lo hice, y no lo niego.
CREONTE: (Al guardián.) Tú puedes irte a donde quieras, ya del peso de mi inculpación.
Sale el guardián.
CREONTE: Pero tú (A Antígona) dime brevemente, sin extenderte; ¿sabías que estaba decretado no hacer esto?
ANTÍGONA: Sí, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo sabe.
CREONTE: Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA: No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los
hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que sólo un hombre pueda
saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y
nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar
alguien: ya veía, ya, mi muerte –¿y cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo
que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia,
para mí, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara,
entonces, eso sí me sería doloroso; lo otro, en cambio, no me es doloroso: puede que a ti te parezca que obré como una loca,
pero, poco más o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura.
CORIFEO: Muestra la joven fiera audacia, hija de un padre fiero: no sabe ceder al infortunio.
CREONTE: (Al coro.) Pero, sábelo bien, que los más inflexibles pensamientos son los más prestos a caer: el hierro que, una
vez cocido, el fuego hace fortísimo y muy duro, a menudo verás cómo se resquebraja, lleno de hendiduras; sé de fogosos
caballos que una pequeña brida ha domado; no cuadra la arrogancia al que es esclavo del vecino; y ella se daba perfecta
cuenta de la suya, al transgredir las leyes establecidas; y, después de hacerlo, otra nueva arrogancia: ufanarse y mostrar
alegría por haberlo hecho. En verdad que el hombre no soy yo, que el hombre es ella (8) si ante esto no siente el peso de la
autoridad; pero, por muy de sangre de mi hermana que sea, aunque sea más de mi sangre que todo el Zeus que preside mi
hogar, ni ella ni su hermana podrán escapar de muerte infamante, porque a su hermana también la acuso de haber tenido parte
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en la decisión de sepultarle. (A los esclavos.) Llamadla. (Al coro.) Sí, la he visto dentro hace poco, fuera de sí, incapaz de
dominar su razón; porque, generalmente, el corazón de los que traman en la sombra acciones no rectas, antes de que realicen
su acción, ya resulta convicto de su arteria. Pero, sobre todo, mi odio es para la que, sorprendida en pleno delito, quiere
después darle timbres de belleza.
ANTÍGONA: Ya me tienes: ¿buscas aún algo más que mi muerte?
CREONTE: Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.
ANTÍGONA: ¿Qué esperas, pues? A mí, tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme; y las mías también a
ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos
éstos, te dirían que mi acción les agrada, si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas
ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.
CREONTE: De entre todos los cadmeos, este punto de vista es sólo tuyo.
ANTÍGONA: Que no, que es el de todos: pero ante ti cierran la boca.
CREONTE: ¿Y a ti no te avergüenza, pensar distinto a ellos?
ANTÍGONA: Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.
CREONTE: ¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?
ANTÍGONA: Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.
CREONTE: Y, siendo así, ¿cómo tributas al uno honores impíos para el otro?
ANTÍGONA: No sería a ésta la opinión del muerto.
CREONTE: Si tú le honras igual que al impío...
ANTÍGONA: Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.
CREONTE: Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su defensa.
ANTÍGONA: Con todo, Hades requiere leyes igualitarias.
CREONTE: Pero no que el que obró bien tenga la misma suerte que el malvado.
ANTÍGONA: ¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?
CREONTE: No, en verdad no, que un enemigo ni muerto, será jamás mi amigo. (9)
ANTÍGONA.: No nací para compartir el odio sino el amor.
CREONTE: Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los muertos que, a mí, mientras viva, no ha de mandarme
una mujer.
Se acerca Ismene entre dos esclavos.
CORIFEO: He aquí, ante las puertas, he aquí a Ismene; Lágrimas vierte, de amor por su hermana; una nube sobre sus cejas su
sonrosado rostro afea; sus bellas mejillas, en llanto bañadas.
CREONTE: (A Ismene) Y tú, que te movías por palacio en silencio, como una víbora, apurando mi sangre... Sin darme cuenta,
alimentaba dos desgracias que querían arruinar mi trono. Venga, habla: ¿vas a decirme, también tú, que tuviste tu parte en lo
de la tumba, o jurarás no saber nada?
ISMENE: Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi responsabilidad; con ella cargo.
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ANTÍGONA: No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te di yo parte en ello.
ISMENE: Pero, ante tu desgracia, no me avergüenza ser tu socorro en el remo, por el mar de tu dolor.
ANTÍGONA: De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo; por mi parte, no soporto que sea mi amiga quien lo es
tan solo de palabra.
ISMENE: No, hermana, no me niegues el honor de morir contigo y el de haberte ayudado a cumplir los ritos debidos al muerto.
ANTÍGONA: No quiero que mueras tú conmigo ni que hagas tuyo algo en lo que no tuviste parte: bastará con mi muerte.
ISMENE: ¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?
ANTÍGONA: Pregúntale a Creonte, ya que tanto te preocupas por él.
ISMENE: ¿Por qué me hieres así, sin sacar con ello nada?
ANTÍGONA: Aunque me ría de ti, en realidad te compadezco.
ISMENE: Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?
ANTÍGONA: Sálvate: yo no he de envidiarte si te salvas.
SMENE: ¡Ay de mí, desgraciada, y no poder acompañarte en tu destino!
ANTÍGONA: Tú escogiste vivir, y yo la muerte.
ISMENE: Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.
ANTÍGONA: Para unos, tú pensabas bien..., yo para otros.
ISMENE: Pero las dos ahora hemos faltado igualmente.
ANTÍGONA: Ánimo, deja eso ya; a ti te toca vivir; en cuanto a mí, mi vida se acabó hace tiempo, por salir en ayuda de los
muertos.
CREONTE: (Al coro.) De estas dos muchachas, la una os digo que acaba de enloquecer y la otra que está loca desde que
nació.
ISMENE: Es que la razón, señor, aunque haya dado en uno sus frutos, no se queda, no, cuando agobia la desgracia, sino que
se va.
CREONTE: La tuya, al menos, que escogiste obrar mal juntándote con malos.
ISMENE: ¿Qué puede ser mi vida, ya, sin ella?
CREONTE: No, no digas "ella” porque ella ya no existe.
ISMENE: Pero, ¿cómo?, ¿matarás a la novia de tu hijo? (10)
CREONTE: No ha de faltarle tierra que pueda cultivar.
ISMENE: Pero esto es faltar a lo acordado entre él y ella.
CREONTE: No quiero yo malas mujeres para mis hijos.
ANTÍGONA: ¡Ay, Hemón querido! Tu padre te falta al respeto.
CREONTE: Demasiado molestas, tú y tus bodas.
CORIFEO: Así pues, ¿piensas privar de Antígona a tu hijo?
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CREONTE: Hades, él pondrá fin a estas bodas.
CORIFEO: Parece, pues, cosa resuelta que ella muera.
CREONTE: Te lo parece a ti, también a mí. Y, venga ya, no más demora; llevadlas dentro, esclavos; estas mujeres conviene
que estén atadas, y no que anden sueltas: huyen hasta los más valientes, cuando sienten a la muerte rondarles por la vida.
Los guardias llevan a Antígona e Ismene dentro del palacio. Entra también Creonte.
CORO: Felices aquellos que no prueban en su vida la desgracia. Pero si un dios azota de males la casa de alguno, la ceguera
no queda, no, al margen de ella y hasta el final del linaje la acompaña. Es como cuando contrarios, enfurecidos vientos tracios
hinchan el oleaje que sopla sobre el abismo del profundo mar; de sus profundidades negra arena arremolina, y gimen ruidosas,
oponiéndose al azote de contrarios embates, las rocas de la playa. Así veo las penas de la casa de los Labdácidas cómo se
abaten sobre las penas de los ya fallecidos: ninguna generación liberará a la siguiente, porque algún dios la aniquila, y no hay
salida. Ahora, una luz de esperanza cubría a los últimos vástagos de la casa de Edipo; pero, de nuevo, con hacha homicida de
algún dios subterráneo la siega, y la locura en el hablar y una Erinis en el pensamiento. ¿Qué soberbia humana podría detener,
Zeus, tu poderío? Ni el sueño puede apresarla, él, que todo lo domina, ni la duración infatigable del tiempo entre los dioses. Tú,
Zeus, soberano que no conoces la vejez, reinas sobre la centelleante, esplendorosa serenidad del Olimpo. En lo inminente, en
lo porvenir y en lo pasado, tendrá vigencia esta ley: en la vida de los hombres, ninguno se arrastra —al menos por largo
tiempo— sin ceguera. La esperanza, en su ir y venir de un lado a otro, resulta útil, sí, a muchos hombres; para muchos otros, un
engaño del deseo, capaz de confiar en lo vacuo: el hombre nada sabe, y le llega cuando acerca a la caliente brasa el pie (11).
Resulta ilustre este dicho, debido no sé a la sabiduría de quién: el mal parece un día bien al hombre cuya mente lleva un dios a
la ceguera; brevísimo es ya el tiempo que vive sin ruina.
Sale Creonte de palacio. Aparece Hemón a lo lejos.
CORlFEO: (A Creonte.) Pero he aquí a Hemón, el más joven de tus vástagos: ¿viene acaso dolorido por la suerte de Antígona,
su prometida, muy condolido al ver frustrada su boda?
CREONTE: Al punto lo sabremos, con más seguridad que los adivinos. (A Hemón.) Hijo mío, ¿vienes
aquí porque has oído mi última decisión sobre la doncella que a punto estabas de esposar y quieres mostrar tu furia contra tu
padre?, ¿o bien porque, haga yo lo que haga, soy tu amigo?
HEMON: Padre, soy tuyo, y tú derechamente me encaminas con tus benévolos consejos que siempre he de seguir; ninguna
boda puede ser para mí tan estimable que la prefiera a tu buen gobierno.
CREONTE: Y así, hijo mío, has de guardar esto en el pecho: en todo estar tras la opinión paterna; por eso es que los hombres
piden engendrar hijos y tenerlos sumisos en su hogar: porque devuelvan al enemigo el mal que les causó y honren, igual que a
su padre, a su amigo; el que, en cambio, siembra hijos inútiles, ¿qué otra cosa podrías decir de él, salvo que se engendró
dolores, motivo además de gran escarnio para sus enemigos? No, hijo, no dejes que se te vaya el conocimiento tras el placer, a
causa de una mujer; sabe que compartir el lecho con una mala mujer, tenerla en casa, esto son abrazos que hielan... Porque,
¿qué puede herir más que un mal hijo? No, despréciala como si se tratara de algo odioso, déjala; que se vaya al Hades a
encontrar otro novio. Y pues que yo la hallé, sola a ella, de entre toda la ciudad, desobedeciendo, no voy a permitir que mis
órdenes parezcan falsas a los ciudadanos; no, he de matarla. Y ella, que le vaya con himnos al Zeus que protege a los de la
misma sangre. Porque si alimento el desorden entre los de mi sangre, esto constituye una pauta para los extraños. Se sabe
quién se porta bien con su familia según se muestre justo a la ciudad. Yo confiadamente creo que el hombre que en su casa
gobierna sin tacha quiere también verse bien gobernado, él, que es capaz en la inclemencia del combate de mantenerse en su
sitio, modélico y noble compañero de los de su fila; en cambio, el que, soberbio, a las leyes hace violencia, o piensa en
imponerse a los que manda, éste nunca puede ser que reciba mis elogios. Áquel que la ciudad ha instituido como jefe, a éste
hay que oírle, diga cosas baladíes, ejemplares o todo lo contrario. No hay desgracia mayor que la anarquía: ella destruye las
ciudades, conmociona y revuelve las familias; en el combate, rompe las lanzas y promueve las derrotas. En el lado de los
vencedores, es la disciplina lo que salva a muchos. Así pues, hemos de dar nuestro brazo a lo establecido con vistas al orden,
y, en todo caso, nunca dejar que una mujer nos venza; preferible es —si ha de llegar el caso— caer ante un hombre: que no
puedan enrostrarnos ser más débiles que mujeres.
CORIFEO: Si la edad no nos sorbió el entendimiento, nosotros entendemos que hablas con prudencia.
HEMÓN: Padre, el más sublime don que de todas cuantas riquezas existen dan los dioses al hombre es la prudencia. Yo no
podría ni sabría explicar por qué tus razones no son del todo rectas; sin embargo, podría una interpretación en otro sentido ser
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correcta. Tú no has podido constatar lo que por Tebas se dice; lo que se hace o se reprocha. Tu rostro impone respeto al
hombre de la calle; sobre todo si ha de dirigírsete con palabras que no te daría gusto escuchar. A mí, en cambio, me es posible
oírlas, en la sombra, y son: que la ciudad se lamenta por la suerte de esta joven que muere de mala muerte, como la más
innoble de todas las mujeres, por obras que ha cumplido bien gloriosas. Ella, que no ha querido que su propio hermano,
sangrante muerto, desapareciera sin sepultura ni que lo deshicieran ni perros ni aves voraces, ¿no se ha hecho así acreedora
de dorados honores? Esta es la oscura petición que en silencio va propagándose. Padre, para mí no hay bien más preciado que
tu felicidad y buena ventura: ¿qué puede ser mejor ornato que la fama creciente de su padre, para un hijo, y que, para un padre,
con respecto a sus hijos? No te habitúes, pues; a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú dices —mas no otra
cosa—, esto es lo cierto. Los que creen que ellos son los únicos que piensan o que tienen un modo de hablar o un espíritu
como nadie, éstos aparecen vacíos de vanidad, al ser descubiertos. Para un hombre, al menos si es prudente, no es nada
vergonzoso ni aprender mucho ni no mostrarse en exceso intransigente; mira, en invierno, a la orilla de los torrentes
acrecentados por la lluvia invernal, cuántos árboles ceden, para salvar su ramaje; en cambio, el que se opone sin ceder, éste
acaba descuajado. Y así, el que, seguro de sí mismo, la escota de su nave tensa, sin darle juego, hace el resto de su travesía
con la bancada al revés, hacia abajo. Por tanto, no me extremes tu rigor y admite el cambio. Porque, si cuadra a mi juventud
emitir un juicio, digo que en mucho estimo a un hombre que ha nacido lleno de ciencia innata, mas, con todo —como a la
balanza no le agrada caer por ese lado (12)—, que bueno es tomar consejo de los que bien lo dan.
CORIFEO: Lo que ha dicho a propósito, señor, conviene que lo aprendas. (A Hemón) Y tú igual que él; por ambas partes bien
se ha hablado.
CREONTE: Sí, encima, los de mi edad vamos a tener que aprender a pensar según el natural de jóvenes de la edad de éste.
HEMÓN: No, en lo que no sea justo. Pero, si es cierto que soy joven, también lo es que conviene más en las obras fijarse que
en la edad.
CREONTE: ¡Valiente obra, honrar a los transgresores del orden!
HEMÓN: En todo caso, nunca dije que se debiera honrar a los malvados.
CREONTE: ¿Ah no? ¿Acaso no es de maldad que está ella enferma?
HEMÓN: No es eso lo que dicen sus compatriotas tebanos.
CREONTE: Pero, ¿es que me van a decir los ciudadanos lo que he de mandar?
HEMÓN: ¿No ves que hablas como un joven inexperto?
CREONTE: ¿He de gobernar esta tierra según otros o según mi parecer?
HEMÓN: No puede, una ciudad, ser solamente de un hombre.
CREONTE: La ciudad, pues, ¿no ha de ser de quien la manda?
HEMÓN: A ti, lo que te iría bien es gobernar, tú solo, una tierra desierta. (13)
CREONTE: (Al coro.) Está claro: se pone del lado de la mujer.
HEMÓN: Sí, si tú eres mujer, pues por ti miro.
CREONTE: ¡Ay, miserable, y que oses procesar a tu padre!
HEMÓN: Porque no puedo dar por justos tus errores.
CREONTE: ¿Es, pues, un error que obre de acuerdo con mi mando?
HEMÓN: Sí, porque lo injurias, pisoteando el honor debido a los dioses.
CREONTE: ¡Infame, y detrás de una mujer!
HEMÓN: Quizá, pero no podrás decir que me encontraste cediendo a infamias.
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CREONTE: En todo caso, lo que dices, todo, es a favor de ella.
HEMÓN: También a tu favor, y al mío, y a favor de los dioses subterráneos.
CREONTE: Pues nunca te casarás con ella, al menos viva.
HEMÓN: Sí, morirá, pero su muerte ha de ser la ruina de alguien.
CREONTE: ¿Con amenazas me vienes ahora, atrevido?
HEMÓN: Razonar contra argumentos vacíos; en ello, ¿qué amenaza puede haber?
CREONTE: Querer enjuiciarme ha de costarte lágrimas: tú, que tienes vacío el juicio.
HEMÓN: Si no fueras mi padre, diría que eres tú el que no tiene juicio.
CREONTE: No me fatigues más con tus palabras, tú, juguete de una mujer.
HEMÓN: Hablar y hablar, y sin oír a nadie: ¿es esto lo que quieres?
CREONTE: ¿Con que sí, eh? Por este Olimpo, entérate de que no añadirás a tu alegría el insultarme, después de tus
reproches. (A unos esclavos.) Traedme a aquella odiosa mujer para que aquí y al punto, ante sus ojos, presente su novio,
muera.
HEMÓN: Eso sí que no: no en mi presencia; ni se te ocurra pensarlo, que ni ella morirá a mi lado ni tú podrás nunca más, con
tus ojos, ver mi rostro ante ti. Quédese esto para aquellos de los tuyos que sean cómplices de tu locura.
Sale Hemón, corriendo.
CORIFEO: El joven se ha ido bruscamente, señor, lleno de cólera, y el dolor apesadumbra mentes tan jóvenes.
CREONTE: Dejadle hacer: que se vaya y se crea más que un hombre; lo cierto es que a estas dos muchachas no las separará
de su destino.
CORIFEO: ¿Cómo? Así pues, ¿piensas matarlas a las dos?
CREONTE: No a la que no tuvo parte, dices bien.
CORIFEO: Y, a Antígona, ¿qué clase de muerte piensas darle?
CREONTE: La llevaré a un lugar que no conozca la pisada del hombre y, viva, la enterraré en un subterráneo de piedra,
poniéndole comida, sólo la que baste para la expiación, a fin de que la ciudad quede sin mancha de sangre, enteramente. Y allí,
que vaya con súplicas a Hades, el único dios que venera: quizá logre salvarse de la muerte. O quizás, aunque sea entonces,
pueda darse cuenta de que es trabajo superfluo, respetar a un muerto.
Entra Creonte en palacio.
CORO: Eros invencible en el combate, que te ensañas como en medio de reses, que pasas la noche en las blandas mejillas de
una jovencita y frecuentas, cuando no el mar, rústicas cabañas. Nadie puede escapar de ti, ni aun los dioses inmortales; ni
tampoco ningún hombre, de los que un día vivimos; pero tenerte a ti enloquece (14). Tú vuelves injustos a los justos y los lanzas
a la ruina; tú, que, entre hombres de la misma sangre, también esta discordia has promovido, y vence el encanto que brilla en
los ojos de la novia al lecho prometida. Tú, asociado a las sagradas leyes que rigen el mundo; va haciendo su juego, sin lucha,
la divina Afrodita (15).
CORIFEO: Y ahora ya hasta yo me siento arrastrado a rebelarme contra leyes sagradas, al ver esto, y ya no puedo detener un
manantial de lágrimas cuando la veo a ella, a Antígona, que a su tálamo va, pero de muerte.
Aparece Antígona entre dos esclavos de Creonte, con las manos atadas a la espalda.
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ANTÍGONA: Miradme, ciudadanos de la tierra paterna, que mi último camino recorro, que el esplendor del sol por última vez
miro: ya nunca más; Hades, que todo lo adormece, viva me recibe en la playa de Aqueronte (16), sin haber tenido mi parte en
himeneos, sin que me haya celebrado ningún himno, a la puerta nupcial... No. Con Aqueronte, voy a casarme.
CORÍFEO: Ilustre y alabada te marchas al antro de los muertos, y no porque mortal enfermedad te haya golpeado, ni porque tu
suerte haya sido morir a espada. Al contrario, por tu propia decisión, fiel a tus leyes, en vida y sola, desciendes entre los
muertos al Hades.
ANTÍGONA: He oído hablar de la suerte tristísima de Níobe (17), la extranjera frigia, hija de Tántalo, en la cumbre del Sípilo,
vencida por la piedra que allí brotó, tenazmente agarrada como hiedra. Y allí se consume, sin que nunca la dejen —así es fama
entre los hombres— ni la lluvia ni el frío, y sus cejas, ya piedra, siempre destilando, humedecen sus mejillas. Igual que a ella,
me adormece a mí el destino.
CORIFEO: Pero ella era una diosa, de divino linaje, y nosotros mortales y de linaje mortal. Pero, con todo, cuando estés muerta
ha de oírse un gran rumor: que tú, viva y después, una vez muerta, tuviste tu sitio entre los héroes próximos a los dioses.
ANTÍGONA: ¡Ay de mí, escarnecida! ¿Por qué, por los dioses paternos, no esperas a mi muerte y, en vida aún, me insultas?
(18). ¡Ay, patria! ¡Ay, opulentos varones de mi patria! ¡Ay, fuentes de Diroe! ¡Ay, recinto sagrado de Tebas, rica en carros!
También a vosotros, con todo, os tomo como testigos de cómo muero sin que me acompañe el duelo de mis amigos, de por qué
leyes voy a un túmulo de piedras que me encierre, tumba hasta hoy nunca vista. Ay de mí, mísera, que no estoy ni entre los
vivos ni entre los muertos, que no convivo ni con los que viven ni con los que han muerto.
CORÍFEO: Superando a todos en valor, con creces, te acercaste sonriente hasta tocar el sitial elevado de Dike, hija. Tú cargas
con la culpa de algún cargo paterno.
ANTÍGONA: Has tocado en mí un dolor que me abate: el hado de mi padre, tres veces renovado como la tierra tres veces
arada; el destino de nuestro linaje todo de los ínclitos Labdácidas. ¡Ay, ceguera del lecho de mi madre, matrimonio de mi madre
desgraciada con mi padre que ella misma había parido! De tales padres yo, infortunada, he nacido. Y ahora voy, maldecida,
sin casar, a compartir en otros sitios su morada. ¡Ay, hermano, qué desgraciadas bodas obtuviste: tú, muerto, mi vida
arruinaste hasta la muerte!
CORÍFEO: Ser piadoso es respetar a los dioses, pero el poder, para quien lo tiene a su cargo, no es, en modo alguno,
transgredible: tu carácter, que bien sabías, te perdió.
ANTÍGONA: Sin que nadie me llore, sin amigos, sin himeneo, desgraciada, me llevan por camino ineludible. Ya no podré ver,
infortunada, este rostro sagrado del sol, nunca más. Y mi destino quedará sin llorar, sin un amigo que gima.
CREONTE: (Ha saltado del palacio y se encara con los esclavos que llevan a Antígona.) ¿No os dais cuenta de que, si la
dejarais hablar, nunca cesaría en sus lamentaciones y en sus quejas? Lleváosla, pues, y cuando la hayáis cubierto en un
sepulcro con bóveda, como os he dicho, dejadla sola, desvalida; si ha de morir, que muera, y, si no, que haga vida de tumba en
la casa de muerte que os he dicho. Porque nosotros, en lo que concierne a esta joven, quedaremos así puros (19), pero ella será
así privada de vivir entre los vivos.
ANTÍGONA: ¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos
para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfona (20), todos de miserable muerte muertos: de
ellas, la mía es la última y la más miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que el destino me había
concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti,
madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los lavé, yo los arreglé, sobre vuestras
tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve... Las
personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado
consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso papel. ¿Qué en virtud de qué ley
digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero,
muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te
honré a ti más que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha tomado, así, entre
sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos
que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿y cuál? ¿De qué
puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el
título de impía, y si el título es válido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los
demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.
CORIFEO: Los mismos vientos impulsivos dominan aún su alma.
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CREONTE: Por eso los que la llevan pagarán cara su demora.
CORIFEO: Ay de mí, tus palabras me dicen que la muerte está muy cerca, sí.
CREONTE: Y te aconsejo que en lo absoluto confíes en que para ella no se ha de cumplir esto cabalmente.
Los esclavos empujan a Antígona y ella cede, lentamente, mientras va hablando.
ANTÍGONA: ¡Oh tierra tebana, ciudad de mis padres! ¡Oh dioses de mi estirpe! Ya me llevan, sin demora; miradme, ciudadanos
principales de Tebas: a mí, a la única hija de los reyes que queda (21); mirad qué he de sufrir, y por obra de qué hombres. Y
todo, por haber respetado la piedad.
Salen Antígona y los que la llevan.
CORO: También Dánae (22) tuvo que cambiar la celeste luz por una cárcel con puerta de bronce: allí encerrada, fue uncida al
yugo de un tálamo funeral. Y sin embargo, también era —¡ay, Antígona!— hija de ilustre familia, y guardaba además la semilla
de Zeus a ella descendida como lluvia de oro. Pero es implacable la fuerza del destino. Ni la felicidad, ni la guerra, ni una torre,
ni negras naves al azote del mar sometidas, pueden eludirlo. Fue uncido también el irascible hijo de Drías, el rey de los edonos;
por su cólera mordaz (23), Dioniso le sometió, como en coraza, a una prisión de piedra; así va consumiéndose el terrible,
desatado furor de su locura. Él sí ha conocido al dios que con su mordaz lengua de locura había tocado, cuando quería
apaciguar a las mujeres que el dios poseía y detener el fuego báquico; cuando irritaba a las Musas que se gozan en la flauta.
Junto a las oscuras Simplégades, cerca de los dos mares, he aquí la ribera del Bósforo y la costa del tracio Salmideso (24), la
ciudad a cuyas puertas Ares vio cómo de una salvaje esposa recibían maldita herida de ceguera los dos hijos de Fineo, ceguera
que pide venganza en las cuencas de los ojos que manos sangrientas reventaron con puntas de lanzadera. Consumiéndose,
los pobres, su deplorable pena lloraban, ellos, los hijos de una madre tan mal maridada; aunque por su cuna remontara a los
antiguos Erectidas (25), a ella que fue criada en grutas apartadas, al azar de los vientos paternos, hija de un dios, Boréada, veloz
como un corcel sobre escarpadas colinas, también a ella mostraron su fuerza las Moiras (26), hija mía.
Ciego y muy anciano, guiado por un lazarillo, aparece, corriendo casi, Tiresias.
TIRESIAS: Soberanos de Tebas, aquí llegamos dos que el común camino mirábamos con los ojos de sólo uno: esta forma de
andar, con un guía, es, en efecto, la que cuadra a los ciegos.
CREONTE: ¿Qué hay de nuevo, anciano Tiresias?
TlRESlAS: Ya te lo explicaré, y cree lo que te diga el adivino.
CREONTE: Nunca me aparté de tu consejo, hasta hoy al menos.
TlRESlAS: Por ello rectamente has dirigido la nave del estado.
CREONTE: Mi experiencia puede atestiguar que tu ayuda me ha sido provechosa.
TlRESlAS: Pues bien, piensa ahora que has llegado a un momento crucial de tu destino.
CREONTE: ¿Qué pasa? Tus palabras me hacen temblar.
TlRESlAS: Lo sabrás, al oír las señales que sé por mi arte; estaba yo sentado en el lugar en donde, desde antiguo, inspecciono
las aves, lugar de reunión de toda clase de pájaros, y he aquí que oigo un hasta entonces nunca oído rumor de aves: frenéticos,
crueles gritos ininteligibles. Me di cuenta que unos a otros, garras homicidas, se herían: esto fue lo que deduje de sus
estrepitosas alas; al punto, amedrentarlo, tanteé con una víctima en las encendidas aras, pero Hefesto no elevaba la llama; al
contrario, la grasa de los muslos caía gota a gota sobre la ceniza y se consumía, humeante y crujiente; las hieles esparcían por
el aire su hedor; los muslos se quemaron, se derritió la grasa que los cubre. Todo esto —presagios negados, delitos que no
ofrecen señales— lo supe por este muchacho: él es mi guía, como yo lo soy de otros. Pues bien, es el caso que la ciudad está
enferma de estos males por tu voluntad, porque nuestras aras y nuestros hogares están llenos, todos, de la comida que pájaros
y perros han hallado en el desgraciado hijo de Edipo caído en el combate. Y los dioses ya no aceptan las súplicas que
acompañan al sacrificio y los muslos no llamean. Ni un pájaro ya deja ir una sola señal al gritar estrepitoso, aciagos como están
en sangre y grosura humana. Recapacita, pues, en todo eso, hijo. Cosa común es, equivocarse entre los hombres, pero,
cuando uno yerra, el que no es imprudente ni infeliz, caído en el mal, no se está quieto e intenta levantarse; el orgullo un castigo
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comporta, la necedad. Cede, pues, al muerto, no te ensañes en quien tuvo ya su fin: ¿qué clase de proeza es rematar a un
muerto? Pensando en tu bien te digo que cosa dulce es aprender de quien bien te aconseja en tu provecho.
CREONTE: Todos, anciano, como arqueros que buscan el blanco, buscáis con vuestras flechas a este hombre (se señala a sí
mismo) ni vosotros, los adivinos, dejáis de atacarme con vuestra arte: hace ya tiempo que los de tu familia me vendisteis como
una mercancía. Allá con vuestras riquezas: comprad todo el oro blanco de Sardes y el oro de la India. Pero a él no lo veréis
enterrado ni si las águilas de Zeus quieren su pasto hacerle y lo arrebatan hasta el trono de Zeus; ni así os permitiré enterrarlo,
que esta profanación no me da miedo; no, que bien sé yo que ningún hombre puede manchar a los dioses. En cuanto a ti,
anciano Tiresias, hasta los más hábiles hombres caen, e ignominiosa es su caída cuando en bello ropaje ocultan infames
palabras para servir a su avaricia.
TlRESlAS: Ay, ¿hay algún hombre que sepa, que pueda decir...?
CREONTE: ¿Qué? ¿Con qué máxima, de todas sabida, vendrás ahora?
TlRESlAS: ¿En qué medida la mayor riqueza es tener juicio?
CREONTE: En la medida justa, me parece, en que el mal mayor es no tenerlo.
TlRESlAS: Y, sin embargo, tú naciste de esta enfermedad cabal enfermo.
CREONTE: No quiero responder con injurias al adivino.
TlRESIAS: Con ellas me respondes cuando dices que lo que vaticino yo no es cierto.
CREONTE: Sucede que la familia toda de los adivinos es muy amante del dinero.
TIRESlAS: Y que gusta la de los tiranos de riquezas mal ganadas.
CREONTE: ¿Te das cuenta de que lo que dices lo dices a tus jefes?
TlRESIAS: Sí, me doy cuenta, porque si mantienes a salvo la ciudad, a mí lo debes.
CREONTE: Tú eres un sagaz agorero, pero te gusta la injusticia.
TlRESIAS: Me obligarás a decir lo que ni el pensamiento debe mover.
CREONTE: Pues muévelo, con tal de que no hables por amor de tu interés.
TlRESIAS: Por la parte que te toca, creo que así será.
CREONTE: Bien, pero has de saber que mis decisiones no pueden comprarse.
TIRESlAS: Bien está, pero sepas tú, a tu vez, que no vas a dar muchas vueltas, émulo del sol, sin que, de tus propias entrañas,
des un muerto, en compensación por los muertos que tú has enviado allí abajo, desde aquí arriba, y por la vida que
indecorosamente has encerrado en una tumba, mientras tienes aquí a un muerto que es de los dioses subterráneos, y al que
privas de su derecho, de ofrendas y de piadosos ritos. Nada de esto es de tu incumbencia, ni de la de los celestes dioses; esto
es violencia que tú les haces. Por ello, destructoras, vengativas, te acechan ya las divinas, mortíferas Erinis, para sorprenderte
en tus propios crímenes. Y ve reflexionando, a ver si hablo por dinero, que, dentro no de mucho tiempo, se oirán en tu casa
gemidos de hombres y de mujeres, y se agitarán de enemistad las ciudades todas. Los despojos de cuyos caudillos hayan
llegado a ellas —impuro hedor— llevadas por perros o por fieras o por alguna alada ave que los hubiera devorado. Porque me
has azuzado, he aquí los dardos que te mando, arquero, seguros contra tu corazón; no podrás, no, eludir el ardiente dolor que
han de causarte.
(Al muchacho que le sirve de guía) Llévame a casa, hijo, que desahogue éste su cólera contra gente más joven y que aprenda a
alimentar su lengua con más calma y a pensar mejor de lo que ahora piensa.
Sale Tiresias con el lazarillo.
CORIFEO: Se ha ido, señor, dejándonos terribles vaticinios. Y sabemos —desde que estos cabellos, negros antes, se vuelven
ya blancos— que nunca ha predicho a la ciudad nada que no fuera cierto.
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CREONTE: También yo lo sé y tiembla mi espíritu; porque es terrible ceder, pero también lo es resistir en un furor que acabe
chocando con un castigo enviado por los dioses.
CORIFEO: Conviene que reflexiones con tiento, hijo de Meneceo.
CREONTE: ¿Qué he de hacer? Habla, que estoy dispuesto a obedecerte.
CORIFEO: Ve y saca a Antígona de su subterránea morada, y al muerto que yace abandonado levántale una tumba.
CREONTE: ¿Esto me aconsejas? ¿Debo, pues, ceder, según tú?
CORIFEO: Sí, y lo antes posible, señor. A los que perseveran en errados pensamientos les cortan el camino los daños que,
veloces, mandan los dioses.
CREONTE: ¡Ay de mí! A duras penas desisto de mi actitud: no hay forma de luchar contra lo que es forzoso.
CORIFEO: Ve pues, y hazlo; no confíes en otros.
CREONTE: Me voy, sí, así mismo, de inmediato. Vamos, siervos, los que estáis aquí y los que no estáis, rápido, proveeros de
palas y subid a aquel lugar que se ve allí arriba. En cuanto a mí, pues así he cambiado de opinión, lo que yo mismo até, quiero
yo al presente desatar, porque me temo que lo mejor no sea pasar toda la vida en la observancia de las leyes instituidas.
CORO: Dios de múltiples advocaciones, orgullo de tu esposa cadmea, hijo de Zeus de profundo tronar, tú que circundas de
viñedos Italia y reinas en la falda, común a todos, de Deo en Eleusis, oh tú, Baco, que habitas la ciudad madre de las bacantes,
Tebas, junto a las húmedas corrientes del Ismeno y sobre la siembra del feroz dragón (27). A ti te ha visto el humo, radiante
como el relámpago, sobre la bicúspide peña, allí donde van y vienen las ninfas coricias, tus bacantes, y te ha visto la fuente de
Castalia. Te envían las lomas frondosas de hiedra y las cumbres abundantemente orilladas de viñedos de los monjes de Nisa,
cuando visitas las calles de Tebas (28), la ciudad que, entre todas, tú honras como suprema, tú y Semele, tu madre herida por el
rayo. Y ahora, que la ciudad entera está poseída por violento mal, acude, atraviesa con tu pie, que purifica cuanto toca, o la
pendiente del Parnaso o el Euripo, ruidoso estrecho. Tú, que diriges la danza de los astros que exhalan fuego, que presides
nocturnos clamores, hijo, estirpe de Zeus, muéstrate ahora, señor, con las tíades que son tu comitiva, ellas que en torno a ti,
enloquecidas danzan toda la noche, llamándote Yacco, el dispensador (29).
MENSAJERO: Vecinos del palacio que fundaron Cadmo y Anfión (30), yo no podría decir de un hombre, durante su vida, que es
digno de alabanza o de reproche (31); no, no es posible, porque el azar levanta y el azar abate al afortunado y al desafortunado,
sin pausa. Nadie puede hacer de adivino porque nada hay fijo para los mortales. Por ejemplo Creonte —me parece— era digno
de envidia: había salvado de sus enemigos a esta tierra de Cadmo, se había hecho con todo el poder, sacaba adelante la
ciudad y florecía en la noble siembra de sus hijos. Pero, de todo esto, ahora nada queda; porque, si un hombre ha de renunciar
a lo que era su alegría, a éste no le tengo por vivo: como un muerto en vida, al contrario, me parece. Sí, que acreciente su
heredad, si le place, y a lo grande, y que viva con la dignidad de un tirano; pero, si esto ha de ser sin alegría, todo junto yo no lo
compraba ni al precio de una sombra de humo.
Se abre la puerta de palacio e, inadvertida por los de la escena, aparece Eurídice, esposa de Creonte, con unas
doncellas.
CORIFEO: ¿Cuál es este infortunio de los reyes que vienes a traernos?
MENSAJERO: Murieron. Y los responsables de estas muertes son los vivos.
CORIFEO: ¿Quién mató y quién es el muerto? Habla.
MENSAJERO: Hemón ha perecido, y él de su propia mano ha vertido su sangre.
CORIFEO: ¿Por mano de su padre o por la suya propia?
MENSAJERO: Él mismo y por su misma mano: irritada protesta contra el asesinato perpetrado por su padre.
Desaparecen tras la puerta Eurídice y las doncellas.
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CORIFEO: ¡Oh adivino, cuán de cabal adivino fueron tus palabras!
MENSAJERO: Pues esto es así, y podéis ir pensando en lo otro.
Tras un breve silencio, reaparece Eurídice que baja hasta la mitad de la escalinata y luego se acerca hasta ellos
para oír el discurso del mensajero.
CORIFEO: Ahora veo a la infeliz Eurídice, la esposa de Creonte, que sale de palacio, quizá para mostrar su duelo por su hijo o
acaso por azar.
EURÍDICE: Algo ha llegado a mí de lo que hablabais, ciudadanos aquí reunidos, cuando estaba para salir con ánimo de llevarle
mis votos a la diosa Palas; estaba justo tanteando la cerradura de la puerta, para abrirla, y me ha venido al oído el rumor de un
mal para mi casa; he caído de espaldas en brazos de mis esclavas y he quedado inconsciente; sea la noticia la que sea,
repetídmela: no estoy poco avezada al infortunio y sabré oírla.
MENSAJERO: Yo estuve allí presente, respetada señora, y te diré la verdad sin omitir palabra; total, ¿para qué ablandar una
noticia, si luego he de quedar como embustero? La verdad es siempre el camino más recto. Yo he acompañado como guía a tu
marido hacia lo alto del llano, donde yacía aún sin piedad, destrozo causado por los perros, el cadáver de Polinices. Hemos
hecho una súplica a la diosa de los caminos y a Plutón (32), para que nos fueran benévolos y detuvieran sus iras; le hemos dado
un baño purificador, hemos tomado ramas de olivo y quemado lo que de él quedaba; hemos amontonado tierra patria hasta
hacerle un túmulo bien alto. Luego nos encaminamos a donde tiene la muchacha su tálamo nupcial, lecho de piedra y cueva de
Hades. Alguien ha oído ya, desde lejos, voces, agudos lamentos, en torno a la tumba a la que faltaron fúnebres honras, y se
acerca a nuestro amo Creonte para hacérselo notar; éste, conforme se va acercando, mas le llega confuso rumor de
quejumbrosa voz; gime y, entre sollozos, dice estas palabras: "Ay de mí, desgraciado, soy acaso adivino? ¿Por ventura recorro
el más aciago camino de cuantos recorrí en mi vida? Es de mi hijo esta voz que me acoge. Venga, servidores, veloces, corred,
plantaros en la tumba, retirad una piedra, meteros en el túmulo por la abertura, hasta la boca misma de la cueva y atención:
fijaros bien si la voz que escucho es la de Hemón o si se trata de un engaño que los dioses me envían." Nosotros, en
cumplimiento de lo que nuestro desalentado jefe nos mandaba, miramos, y al fondo de la caverna, la vimos a ella colgada por el
cuello, ahogada por el lazo de hilo hecho de su fino velo, y a él caído a su vera, abrazándola por la cintura, llorando la pérdida
de su novia, ya muerta, el crimen de su padre y su amor desgraciado. Cuando Creonte lo ve, lamentables son sus quejas: se
acerca a él y le llama con quejidos de dolor: "Infeliz, ¿qué has hecho? ¿Qué pretendes? ¿Qué desgracia te ha privado de
razón? Sal, hijo, sal; te lo ruego, suplicante." Pero su hijo le miró de arriba a abajo con ojos terribles, le escupió en el rostro, sin
responderle, y desenvainó su espada de doble filo. Su padre, de un salto, esquiva el golpe: él falla, vuelve su ira entonces
contra sí mismo, el desgraciado; como va, se inclina, rígido, sobre la espada y hasta la mitad la clava en sus costillas; aún en
sus cabales, sin fuerza ya en su brazo, se abraza a la muchacha; exhala súbito golpe de sangre y ensangrentada deja la blanca
mejilla de la joven; allí queda, cadáver al lado de un cadáver; que al final, mísero, logró su boda, pero ya en el Hades: ejemplo
para los mortales de hasta qué punto el peor mal del hombre es la irreflexión.
Sin decir palabra, sube Eurídice las escaleras y entra en palacio.
CORIFEO: ¿Por qué tenías que contarlo todo tan exacto? La reina se ha marchado sin decir palabra, ni para bien ni para mal?
MENSAJERO: También yo me he extrañado, pero me alimento en la esperanza de que, habiendo oído la triste suerte de su
hijo, no haya creído digno llorar ante el pueblo: allí dentro, en su casa, mandará a las esclavas que organicen el duelo en la
intimidad. No le falta juicio, no, y no hará nada mal hecho.
CORIFEO: No sé: a mí el silencio así, en demasía, me parece un exceso gravoso, tanto como el griterío en balde.
MENSAJERO: Sí, vamos, entrando sabremos si esconde en su animoso corazón algún resuelto designio; porque tú llevas
razón: en tan silencioso reaccionar hay algo grave.
Entra en palacio. Al poco, aparece Creonte con su séquito, demudado el semblante, y llevando en brazos el cadáver
de su hijo.
CORIFEO: Mirad, he aquí al rey que llega con un insigne monumento en sus brazos, no debido a ceguera de otros, sino a su
propia falta.
CREONTE: ¡Ay! vosotros que véis, en un mismo linaje, asesinos y víctimas: mi obstinada razón que no razona, ¡oh errores
fatales! ¡Ay, mis órdenes! ¡Qué desventura! ¡Ay!, hijo mío, en tu juventud ¡prematuro destino!, ¡ay ay, ay ay!, has muerto, te has
marchado, por mis desatinos, que no por los tuyos.
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CORIFEO: ¡Ay, que muy tarde me parece que has visto lo justo!
CREONTE: ¡Ay, mísero de mí! ¡Sí, ya he aprendido! Sobre mi cabeza —pesada carga— un dios ahora mismo se ha dejado
caer, ahora mismo, y por caminos de violencia me ha lanzado, batiendo, aplastando con sus pies lo que era mi alegría, ¡Ay, ay,
ah, esfuerzos, desgraciados esfuerzos de los hombres!
MENSAJERO: (Sale ahora de palacio.) Señor, la que sostienes en tus brazos es pena que ya tienes, pero otra tendrás entrando
en tu casa; me parece que al punto la verás.
CREONTE: ¿Cómo? ¿Puede haber todavía un mal peor que éstos?
MENSAJERO: Tu mujer, cabal madre de este muerto (señalando a Hemón), se ha matado: recientes aún las heridas que se ha
hecho, desgraciada.
CREONTE: ¡Ah, puerto infernal que purificación alguna logró aplacar! ¿Por qué quieres, por que quieres matarme? (Al
mensajero.) Tú, que me has traído tan malas, penosas noticias, ¿cómo es esto que cuentas? ¡Ay, ay, muerto ya estaba y me
rematas! ¿Qué dices, muchacho, que dices de una nueva víctima? Víctima —ay, ay, ay, ay— que se suma a este azote de
muertes: ¿mi mujer yace muerta?
Unos esclavos sacan de palacio el cadáver de Eurídice.
CORIFEO: Tú mismo puedes verla: ya no es ningún secreto.
CREONTE: Ay de mí, infortunado, que veo cómo un nuevo mal viene a sumarse a este: ¿qué, pues?¿Qué destino me aguarda?
Tengo en mis brazos a mi hijo que acaba de morir, mísero de mí, y ante mí veo a otro muerto. ¡Ay, ay, lamentable suerte, ay,
del hijo y de la madre!
MENSAJERO: Ella, de afilado filo herida, sentada al pie del altar doméstico, ha dejado que se desate la oscuridad en sus ojos
tras llorar la suerte ilustre del que antes murió, Meneceo (33), y la de Hemón, y tras implorar toda suerte de infortunios para el
asesino de sus hijos.
CREONTE: ¡Ay, ay! ¡Ay, ay, que me siento transportado por el pavor! ¿No viene nadie a herirme con una espada de doble filo,
de frente? ¡Mísero de mí, ay ay, a qué mísera desventura estoy unido!
MENSAJERO: Según esta muerta que aquí está, el culpable de una y otra muerte eras tú.
CREONTE: Y, ella ¿de qué modo se abandonó a la muerte?
MENSAJERO: Ella misma, con su propia mano, se golpeó en el pecho cuando se enteró del tan lamentable infortunio de su
hijo.
CREONTE: ¡Ay! ¡Ay de mí! De todo, la culpa es mía y nunca podrá corresponder a ningún otro hombre. Sí, yo, yo la mate, yo,
infortunada. Y digo la verdad. ¡Ay! Llevadme, servidores, lo más rápido posible, moved los pies, sacadme de aquí: a mí, que ya
no soy más que quien es nada.
CORIFEO: Esto que pides te será provechoso, si puede haber algo provechoso entre estos males. Las desgracias que uno
tiene que afrontar, cuanto más brevemente mejor.
CREONTE.: ¡Que venga, que venga, que aparezca, de entre mis días, el último, el que me lleve a mi postrer destino! ¡Que
venga, que venga! Así podré no ver ya un nuevo día.
CORIFEO: Esto llegará a su tiempo, pero ahora, con actos conviene afrontar lo presente: del futuro ya se cuidan los que han de
cuidarse de él.
CREONTE: Todo lo que deseo está contenido en mi plegaria.
CORIFEO: Ahora no hagas plegarias. No hay hombre que pueda eludir lo que el destino le ha fijado.
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CREONTE: (A sus servidores.) ¡Moved los pies, llevaos de aquí a este fatuo! (por él mismo). (Imprecando a los dos cadáveres.)
Hijo mío, yo sin quererlo te he matado y a ti también, esposa, mísero de mí... Ya no sé ni cuál de los dos inclinarme a mirar.
Todo aquello en que pongo mano sale mal y sobre mi cabeza se ha abatido un destino que no hay quien lleve a buen puerto.
Sacan los esclavos a Creonte, abatido, en brazos. Queda en la escena sólo con el coro; mientras desfila, recita el
final el corifeo.
CORIFEO: Con mucho, la prudencia es la base de la felicidad. Y, en lo debido a los dioses, no hay que cometer ni un desliz.
No. Las palabras hinchadas por el orgullo comportan, para los orgullosos, los mayores golpes; ellas, con la vejez, enseñan a
tener prudencia.
Referencias:
1-Muerto Etéocles en combate, en el campo mismo ha recibido Creonte el poder del ejército: así, "estrego" significa "Jefe
Militar"
2-Etéocles y Polinices; los preliminares del tema de Antígona fueron tratados por Esquilo en su obra Los siete contra Tebas.
3-La sumisión de la mujer es un motivo constante en Sófocles, aquí, el carácter de Ísmene queda reflejado al aceptar esta
sumisión como algo insuperable.
4-Se trata de una fuente que existe todavía dentro de una gruta, al pie de la acrópolis de Tebas. Sus aguas representaban a
Tebas.
5-Se tenían los tebanos por "hijos de la serpiente", nacidos de la siembra de los dientes de este animal que antiguamente había
llevado a cabo Cadmo. Con todo, aquí hay que pensar que la serpiente viene solicitada por el águila, cuya enemiga tradicional
es.
6-Hijo de Zeus, antaño preminente entre los dioses, es citado aquí como ejemplo de desmesura, comparado a Polínices: es por
su arrogancia, en efecto, que Tántalo sufre su conocido castigo, en el cual, sumergido medio cuerpo en agua, se consume de
sed, y, sometido a la sombra de un árbol frutal, padece feroz hambre. Cuando sus labios quieren tocar bebida o comida, ésta se
aparta lejos de él.
7-O sea que no ha de conformarse con solamente darles muerte.
8-Esto contrasta con lo dicho antes por Ísmene y aporta una nota de virilidad, de decisión, de individualismo al carácter de
Antígona. Luego Creonte insistirá en esta idea y la desarrollará.
9-Este tono duro de Creonte, y su decisión respecto a Polinices, sin duda debe confrontarse con los parlamentos de Melenao y
Agamenón, al final de Ayax.
10-En efecto, Antígona había sido prometida a Hemón, hijo de Creonte; para casarse con otra mujer, Hemón había de faltar a
su promesa, pues la boda había sido ya acordada, como recuerda Ísmene dentro de poco.
11-Es un refrán: como hoy, "caminar por las brasas" significaba embarcarse en difíciles y arriesgadas empresas.
12-es decir, como de natural nadie o casi nadie nace lleno de ciencia innata. Se trata de una expresión coloquial.
13-Para un griego, la ciudad son los ciudadanos, y la nave sólo es tal si hay tripulación. Vacías, ni la ciudad ni la nave sirven
para nada, y la posición del que se llamara su jefe sería ridícula.
14-Eros es el muchacho, hijo de Afrodita, que dispara dardos al corazón de dioses y hombres para enamorarlos. La literatura,
sobre todo, posterior a Sófocles, asimila los efectos de sus dardos a enfermedad que puede llevar a la locura.
15-El canto coral que ha empezado con la advocación a Eros ("Amor"), termina dirigiéndose a Afrodita, madre de Eros, diosa
del amor.
16-El Aqueronte es uno de los ríos que separan y aíslan el mundo de los muertos.
17-Níobe fue personaje famoso, hija de Tántalo, ejemplo de engreimiento y arrogancia en una obra de Esquilo que hemos
perdido: se ufanó la diosa Leto porque tenía muchos hijos; entonces los dos de la diosa, Apolo y Artémis, dieron muerte a los de
Níobe. Por el dolor se metamorfoseó en piedra. Las alusiones a ella son corrientes en la poesía posterior, hasta la renacentista.
18-El corifeo piensa, en verdad, en la heroicidad de lo que lleva a cabo Antígona, pero ella, vencida por el abatimiento, cree que
es escarnecida.
19-Las razones de Creonte son, diríamos, formalistas: se mata a Antígona dejándola morir, sin haber derramado sangre, sin
que esta sangre pueda pedir expiación.
20-Perséfona, esposa de Hades, especialmente importante en los cultos y ritos etónicos.
21-Ísmene no cuenta, dada la adaptabilidad de su carácter.
22-El coro evoca en su canto a tres personajes famosos y reales que tampoco eludieron el destino: en primer lugar, Dánae, a la
que su padre había recluido en una prisión cerrada con puerta de bronce, que no impidió la visita de Zeus, sin embargo.
23-El hijo de Drías es Licurgo, sobre el que Esquilo había escrito una trilogía hoy perdida; con todo, el tema es el del rey que se
opone a la divinidad y ésta le castiga: aunque el rey se llame ahí Penteo, la historia puede considerarse ejemplificada en Las
Bacantes de Eurípides.
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24-Salmideso es una ciudad situada al nordeste del Bósforo, cerca de la actual Midjeh.El tercer personaje es la madrastra de
los hijos de Fineo y Cleopatra, que cegó a sus hijastros en la forma descrita en el texto: Cleopatra fue, pues, después de su
muerte, víctima de una ruindad. La relación de estos ejemplos con Antígona no es del todo clara.
25-Cleopatra era la hija de Oritia, de Erecteo.
26-Las Moiras son las divinidades del destino, encargadas de su cumplimiento.
27-Se trata del dragón o serpiente de que se ha hablado ya en la nota 5.El animal era un descendiente de Ares.
28-El coro sigue refiriéndose a Dionisio: la hiedra y los viñedos son atributos claros del dios.
29-Como en otras obras, antes de la llegada del mensajero se hace entonar un canto de alegría y de esperanza al coro, sólo
para hundir al punto en la más negra desgracia el clima que así se había conseguido.
30-Anfión, el esposo de Níobe, fue también rey de Tebas.
31-El mismo motivo en el mensajero que explica la desgracia de Edipo.
32-Plutón es la más común advocación de Hades personificado.
33-Otro hijo de Creonte y Eurídice.
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ANTÍGONA
Versión libre de la tragedia de Sófocles por José Watanabe
NARRADORA
(Entra a escena trayendo una caja entre las manos. La deja a un lado del escenario. No la abrirá hasta el final de la obra)
Hoy es el primer día de la paz.
Las armas enemigas aún no han sido recogidas y están dispersas sobre el polvo como ofrendas inútiles.
Qué rápido el viento de la madrugada ha borrado las huellas de huida de los argivos.
Cuando la luz es brillante como la de esta mañana, parece que el pasado es más lejano.
Pero no, ellos huyeron apenas anoche, no más noches.
Antes de nuestro último sueño fue el tropel de su desbande.
Vinieron y se posaron sobre nuestros tejados cual águilas armadas y pusieron en nuestras siete puertas siete renombrados
capitanes y nunca acallaron sus siniestros gritos de guerra.
Pero Zeus, que abomina los alardes de la lengua altanera, estuvo con nosotros.
Acosados por nuestros batallones, corrían por su vida aquellos que cantaban que habían venido a beber nuestra sangre.
No la bebieron y agradezcamos hoy la vida y el sol y la paz que es un aire transparente, y empecemos a olvidar.
Los pastores han llevado las cabras y ovejas más allá de las colinas de Tebas, adonde el pasto no esté sucio de sangre.
Volverán cuando todos los muertos de la guerra estén enterrados y nueva yerba crezca sobre los túmulos.
Apúrense enterradores, junten sabiamente en una misma fosa a nuestros soldados y a los enemigos pues ambos están hechos
de la misma carne y oliscan el aire por igual.
¿Ven ese cadáver sobre la tierra más árida, tendido perfectamente de perfil? Se llama Polinices y aunque semidesnudo, aún
mantiene las brillantes insignias de capitán argivo. Murió por un juego perverso de los dioses.
Ellos observan las batallas como un espectáculo, ignorando quién hiere a quién en el fragor del combate o qué flecha lleva
dirección de cuerpo preciso.
Pero en una de las siete puertas, los dioses sí pusieron voluntad para que se enfrentaran dos hombres señalados, nuestro
capitán Etéocles y el capitán atacante, Polinices.
Ay, juego perverso: los dos guerreros de largas lanzas que quedaron mirándose, increpándose, solitarios en sus armaduras
fulgurantes, ay juego perverso, eran nacidos de una misma madre y de igual padre.
El movimiento fue simultáneo: una lanza avanzó y la otra vino y así la muerte se hizo dos, pero entera en cada hermano.
Destino es de los débiles crear señores del poder, así como en sueños creamos seres para nuestro miedo, y sólo el dormido los
ve, y se angustia.
Pero ahora estoy en vigilia y ver a Creonte me intimida. Coronado ayer, es el más reciente rey de Tebas, y sin embargo ya su
ceño es fruncido. Está bajando lentamente los escalones de su palacio y sé que no trae en la boca palabras felices.
CREONTE
Nuestra patria nuevamente es una tierra de sosiego. Después de las violentas marejadas de la guerra, las cosas se han
asentado y funcionan como originalmente.
Miren alrededor: el vino está en las ánforas, los sirvientes sacuden las alfombras en las ventanas, el amor anida otra vez, y
felizmente por igual, en los inmortales y en los hombres efímeros, y los muertos de la guerra ya todos están abrigados por la
tierra, excepto uno. Excepto uno.
El cuerpo de Polinices quedará insepulto, carne de disputa y hartura de las aves y de los perros voraces. Porque él, que fue
desterrado, vino con los crueles argivos dispuesto a ver con placer el fuego consumiendo la ciudad de sus padres.
La no tumba para él es mi determinación porque jamás los malvados recibirán más honra que los justos, y que así quede
pregonado. Y pregonado también quede el castigo: aquel que le haga exequias, que le haga duelo o que le cubra con tierra,
agregará su propia muerte a la del muerto.
Ahora vayamos todos a concluir las honras de su hermano Etéocles: dispongan carrozas, caballos, flores, banderas, y ustedes,
capitanes de la guerra, agreguen un mechón de sus cabellos para que se consuma con el cuerpo de aquel cuya causa fue la
patria.
Queden así en el olvido los pasados combates y vayamos a los templos de los dioses en danzas nocturnales, ¡ y que Dionisio
sea nuestro guía!
NARRADORA
La muchacha, más niña que mujer, sentada en aquel patio… qué abatimiento tan serenamente llevado.
Hermana de los dos muertos, del honrado con sepulcro y del otro, afrentado sin él, mira distante nuestro paso. La culpa que
sentimos está en nosotros, tebanos, no en la intención de su mirada, porque nadie, ni el consejero más sabio, se atrevió a
refutar la orden de Creonte que es dañosa para nuestra alma.
¿Qué cosas arden en tu corazón, Antígona? ¿Adónde vuela tu resentimiento, muchacha?
¿A Zeus, que ha descargado sobre tu familia cuanto dolor hay en el mundo, o al rey que ahora se ensaña con tu hermano?
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ANTÍGONA
Un cetro, un trono, y venias, muchas venias alrededor están con Creonte. Oh rey, no necesitabas mucho para hablar con voz de
tirano. Nadie conoce el verdadero corazón de un hombre hasta no verle en el poder.
Antes de la guerra pasaba silbando por este jardín, acariciaba mi cabeza de sobrina y luego se perdía por el soleado atrio. Era
otro sol y yo era otra sobrina.
Ese mismo hombre ordena ahora que me regocije con la Victoria y ponga en olvido al insepulto Polinices como si no fuera mi
hermano. ¿Cómo entrar danzando y cantando en los templos si en la colina más dura hay un cuerpo sin enterramiento? ¿Cómo
brindar, borrando de mis ojos lo que no ven pero que ciertamente es?
Es un cadáver cercado por guardias, vigilado día y noche para que ni siquiera el viento le cubra con tierra. Pero si eres perro o
ave carnicera, puedes llegarte y destazarlo y morder la preciosa carne del hermano mío.
Hermano mío, pero ya no pariente mío sino muerto de todos, dime qué debo hacer.
NARRADORA
Los dioses te hicieron nacer hembra, Antígona. Poco puedes hacer sino obedecer las leyes, así caigan sobre los muertos como
sobre los que vivimos todavía.
Tienes el corazón puesto en cosas ardientes, en deseos de desobediencia que a otros helarían o convertirían en estatuas del
miedo.
Descansa, deja que el sueño sea apacible tregua mientras transcurre la larga noche. Duerme.
(Se hace la noche, luego amanece)
Las raudas sandalias del guardia que viene corriendo por un atajo de las colinas, de tan raudas parecen que apuran la luz del
amanecer.
¿Qué mensaje palpita en su lengua, qué noticia lo demuda en su carrera, qué nueva calamidad guarda en sus cerradas
palabras?
Ya sube los escalones húmedos de palacio, ya sólo tiene aliento para pedir que lo anuncien ante el rey.
GUARDIA
Qué difícil llegar hasta ti, rey, no por tus alturas en el poder sino por mi temor de darte el bocado que traigo.
Cuántas veces me he detenido en mi carrera porque el corazón me decía: "vuélvete, regresa, cuidado, que apenas dando la
noticia, tú mismo la has de pagar". Con tales pensamientos el camino corto me ha dado un viaje largo. Sí, sé que estoy
hablando para dilatar el tiempo mío y sólo logro tu real impaciencia.
Sea entonces la noticia: anoche alguien ha sepultado a Polinices. No, no es que el muerto esté acogido bajo la tierra, sino que
le han frotado fino polvo sobre toda la piel. El alguien inició así el rito del soterramiento, pero la luz del alba lo hizo huir.
Guardias contra guardias nos hemos culpado, pero será, te pregunto, negligencia de hombres si el desobediente de tu decreto
fue un dios. Ese pensamiento silenció de pronto nuestra discusión allá en la colina.
Señor, convendrás que quien llega y huye, deja huellas, y no había ninguna, ni de rueda ni de pie ni de arañazo de azada.
¿No te dice el corazón, como a nosotros, que el enterrador llegó por el aire o que no es de visible sustancia humana?
NARRADORA
En la puerta de Bóreas el viento agita como tristes banderas los andrajos de aquel hombre que viene reo. Culpado avanza
mientras los cumplidores guardias lo apuran con lanzas y la turba le hace andante ruedo. Dicen que merodeaba el cadáver de
Polinices y que había tierra en sus uñas.
Ahí tienes, Creonte, al que anoche retó tu orden. ¿Vas a juzgarlo? Risible juicio, rey, o sainete: ¿Cómo lo harás venir a la
cordura si el hombre tiene la razón trastocada? Es el loco que hace años pide limosna junto al monumento de Anfión. Hoy,
prisionero, grita que en la colina sólo buscaba a su perro.
Sus otras voces sólo suenan en su cabeza atormentada, en su locura donde no existen reyes ni héroes ni traidores, sino sólo
un perro.
Yo recuerdo: las alamedas eran primaverales y Antígona corría y reía como un pequeño ciervo con sus amigas.
El único acontecer trémulo era la primera sangre menstrual, brillante y limpia, y el único vaticinio lo traía el viento al cifrar los
vestidos a los cuerpos, y anunciar así cuerpos plenos y deseables.
Nada presagiaba a la joven sombría que hoy camina sola bajo los pinos y apoya la mejilla en la áspera corteza para que nada
en ella descanse serenamente. Los dioses de la alameda la miran pasar y ninguno, desde sus mármoles, la consuela.
ANTÍGONA
Oh dioses, pudiendo habernos hecho de cosa invisible o de piedra que no necesitan sepultura ¿por qué nos formaron de
materia que se descompone, de carne que no resiste la invisible fuerza de la podredumbre?
Qué impúdico, qué obsceno es acabarse insepulto, mostrando a los ojos de los vivos blanduras y viscosidades. Tal castigo, y
peor, padece mi hermano porque también es abasto que desgarran alimañas, buitres y perros.
Altos pinos que me vieron pasar cuando yo era niña, ¿divisan a mi hermano? ¿el viento le ha quitado el fino polvo con que cubrí
su desnudez al amanecer? ¿Tendré otra vez valor para burlar la redoblada guardia o debo resignarme a que su cuerpo, al
entrar el otoño, sea sólo huesos y una mancha oleosa sobre la grava?
No, no me respondan. Hoy toda palabra o murmullo entra en mi pesadilla y la enciende más.
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NARRADORA
Era la medianoche y el palacio de Creonte parecía un barco anclado y seguro. El viento había amainado y las antorchas se
consumían con llama inmóvil y azul. Contemplando el edificio, pensé en los modos del poder: un hombre inmisericorde duerme
entre sedas, me dije. De pronto en la habitación más alta se encendió una luz y otra luz y vi a Creonte caminar y caminar
turbado. ¿Lo despertó un mal sueño o el escozor de la desconfianza que tiembla en la piel de todo tirano?
CREONTE
El guardia habló con lengua supersticiosa. No viendo huellas, él y sus compañeros de simpleza sospecharon una divinidad
intentando sepultar el cadáver de Polinices. ¿Qué dios puede tomarse ese trabajo con alguien que llegó hasta las puertas de la
ciudad levantando telas ardientes, dispuesto a incendiar templos, altares y sacros tesoros? ¿O hemos llegado al tiempo en
que dioses falsos enaltecen a los traidores?
No: ahora veo: la simpleza del guardia era fingida y el dios enterrador era pícaro invento para ocultar su complicidad pagada.
Hay ciudadanos resentidos porque no ocupan un sitio a mi lado. Ojos que yo envío por toda la ciudad han visto que a mis
espaldas mueven la cabeza y murmuran diatribas. A ellos no les duele el cadáver de la colina, les duele mi poder, y para
minarlo dejaron caer monedas sobre la palma venal de un guardia.
Sí, la arriesgada y vergonzosa empresa de mi servidor sólo puede hallar explicación en el lucro. Y luego quisieron confundirme
como al rey ingenuo de las fábulas trocando a un dios con un loco que se arrodilló ante mí y habló confusas palabras entre
llantos y babas. Poder y traición están en la misma medalla,
El día de mi primer mando tuve mi primera felonía: desapareció la mascarilla mortuoria de Polinices, aquella que hice para que
el enemigo tuviera un rostro antes de que bajo el sol, como ordené, perdiera sus facciones.
Ay traidores, tiemblen, porque tampoco bastará la muerte sola para ustedes.
NARRADORA
He visto a Antígona corriendo sigilosa de una columna a otra, de una esquina a otra como escondiéndose de nadie. Al salir por
la puerta Bóreas su apurado vestido blanco parecía ir solo como una sábana volada de un cordel.
La perdí de vista cuando entró en la llanura, pero en la frente llevaba un pensamiento que la transfiguraba y la hacía más bella
en su veloz caminar bajo el sol del mediodía.
ANTÍGONA
Polinices, hermano mío, te preguntarás cómo he llegado hasta ti. Todo hombre tiene su arrogancia y la de los guardias es creer
que en hora tan luminosa no puede haber audaces. Doy gracias también a los vientos del norte que se rizan en torbellinos y
recorren las colinas levantando columnas de polvo que suben hasta las nubes. Envuelta en un torbellino he venido. Estoy llena
de briznas, pero el vino del cántaro está limpio.
Cuán malamente te han raspado el polvo que te puse anteanoche. Quieren para ti la más absoluta intemperie, pero yo he
venido a abrir la tierra para ti. Recibe otra vez sobre tu cuerpo este polvo consagrado y estas tres libaciones del vino de mi
boca, pero en nombre de todos.
(La sorprende un guardia)
Ser sorprendida era mi riesgo, guardia, pero déjame que termine de abrir la tierra para que sea madre y acoja a Polinices como
acogió a Etéocles. Son hermanos irrenunciables, guardia, ya sin facción ni contienda y acaso mutuamente se están llamando.
En tu corazón sabes que no es bueno que el uno esté abrigado por la tierra y el otro siga errando, alma en pena que mira con
tristeza o cólera su propio cadáver.
Quiero que toda muerte tenga funeral y después, después, después olvido.
En tus amarras, guardia, está empezando mi muerte. Recuerda mi nombre porque algún día todos dirán que fui la hermana que
no le faltó al hermano: me llamo Antígona.
NARRADORA
Gentes de Tebas que miran y se esconden como monos curiosos, la que va por las calles dentro del círculo de guardias como
animal de cacería es en verdad la única princesa de esta tierra.
Véanla ahora subiendo los escalones de palacio: si desatadas van las correas de sus sandalias, muy entradas en sus carnes
están las amarras de sus sagradas muñecas.
Gentes de Tebas, ya Antígona y Creonte están en sus inevitables papeles. Ella ocupa su asiento de reo y él ahora no sólo es
rey, sino la estentórea voz del destino y su inclemencia.
CREONTE
Naciste del vientre de mi hermana y lazo de amor te une a Hemón, mi hijo. Eres, pues, más pariente mío que muchos.
Doble dolor y doble cólera arden en mi alma. Es justo, entonces, que doble rigor tenga contigo.
Mi hijo Hemón deambula incrédulo por pasajes y habitaciones, ya sabiéndose novio de una segura condenada. Porque
condenada estás desde que los bandos pregonaron la orden y el castigo.
Y sin embargo ríes, y esta insolencia es mayor que la del enterramiento porque allí burlaste a simples y oscuros guardias y aquí
tu sorna y jactancia son ante tu rey.
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Siempre es más fácil ordenar la muerte de aquel que comete un delito y luego lo toma a honra. Tu risa hará que condenar
también sea un placer. ¿Pero quién más ríe contigo?¿Qué cómplices se ocultan en sus casas a gozar tu osadía?¿Ismene, tu
hermana, también te asistió y es la otra cabeza de la víbora bicéfala?
ANTÍGONA
La víbora tiene una sola cabeza, Creonte. Mi hermana Ismene es inocente. Sus pensamientos más atrevidos no van más allá
de su tímido frontal.
Dices que he violado tu ley. ¿Pretendes tú, mortal, prevalecer por encima de las leyes no escritas pero inquebrantables de los
dioses? Sólo ellos tienen mandato sobre los cuerpos de los muertos. Recuérdalo: sólo ellos.
Sé bien que Polinices venía a devastar nuestra patria y que Etéocles la defendía, pero ahora, muertos, el Hades les otorga
igualdad de derechos. Como ves, he preferido cumplir con los dioses y no con tu arrogante capricho.
Sucumbir por tal motivo es ganancia, y no me duele.
Doleríame, sí, que el hijo de mi misma madre quedara insepulto. Tú sigue llamándolo enemigo hasta el fin de tus días, pero yo
he nacido para amar, no para compartir odios.
Ha de parecerte que hay sonido de locura en mis palabras, pero no, la locura está en tus oídos. ¿Sabes que hay muchos
tebanos que alzarían estas mismas palabras, que las dirían a voces por calles y plazas si el miedo no les cerrara la boca?
Los dioses quieran, Creonte, que no te dure el privilegio de ordenar impunemente lo que te place, y quieran también acabar
pronto con tu gozo de escuchar sólo el multitudinario e indigno silencio.
NARRADORA
No supongamos tanta dureza en el corazón del rey. Seguramente ha vencido mil dudas antes de sancionar a la joven que hizo
promesa de amor con su hijo y es tan cercana de su sangre.
Ay Antígona, qué hermosa y altiva presa eres. La escolta de guardias no perturba tu caminar lento y regio. Vas mirando sin
ansia rostros en las ventanas, árboles, veredas, un brillo de sol en una aldaba, y mil cosas que para ti son últimas.
No te llevan a cadalso, a final que viene raudo como viaje de flecha o vuelo de hacha, no: Creonte te ha señalado muerte para
la memoria de todos, muerte que se vocee así: si tamaño castigo da a pariente ¿qué pueden esperar otros enemigos?
Vas, Antígona, a muerte más larga y perversa.
Entre el roquerío de la montaña hay profundas y caprichosas cuevas. En una de ellas serás lanzada y vastamente tapiada.
Cárcel te será mientras te duren las interminables horas de hambre y sed y oscuridad y luego secreta e inmensa tumba, porque
no sólo te albergará la cueva sino toda la montaña.
ANTÍGONA
La oscuridad le da a mi cuerpo una existencia extraña. Soy sólo cuando me palpo o toco la dura piedra de la caverna.Cuando
hablo no sé si hablo, acaso sólo sean palabras que circulan sin sonido dentro de mi cabeza.
Esto y la muerte debo pagar en este tiempo de perversas confusiones. La piedad, que antiguamente era virtud, hoy me condena
y alarga las desgracias de mi familia.
Los viejos dicen que un antiguo conjuro pesó sobre mi padre y mi madre y que las desventuras, como las olas de la mar, se
repetirán de una generación a otra. Y entonces desde aquí, aunque no me escuchen, viejos, yo les recuerdo una ley del Olimpo
que dice que nada grande entra en la vida de los hombres sin alguna maldición.
Si la paz es esa cosa grande, yo soy la maldición, la ola rara que se estrella y muere en el interior de esta cueva.
Lo siento por ti, amado Hemón. Éramos una mujer y un hombre soñando ritos nupciales, banquetes y tálamos. Otro será mi
novio ahora, vendrá desde la oscuridad, y comeré mi manjar, este aire, y me tenderé sobre esta piedra que ese último día me
parecerá de plumas.
NARRADORA
Desde la madrugada, Hemón camina porque camina, va y viene a ninguna parte y sólo se detiene a mirar la montaña donde se
consume Antígona. ¿Qué ha sucedido en mi patria para que ojos tan jóvenes miren con tanta amargura?
Anoche Hemón tuvo un sueño insensato: Se vio repentinamente muerto por una dorada flecha disparada por algún dios
compadecido, y así atravesado y finado entró en sueños en la cueva para buscar entre las sombras la amada sombra de su
prometida.
La luz del alba le advirtió que soñaba, y odió la luz. Se puso de pie y empezó a caminar al garete: igual le era pisar yerba,
piedra o grava. Una pregunta le maduró en su deambular: ¿hasta dónde debe ir el amor por un padre? ¿debemos pagar esa
deuda de origen aun con la aceptación silenciosa de sus injusticias?
Hemón sabe que es pregunta rebelde, pero la lleva en el gesto mientras sube a hablar con Creonte.
CREONTE
Hijo mío, oí rumor de tu despecho por tu frustrada boda, pero mírame: soy rey y padre, pero no dos personas, no uno inflexible
y otro blando. Mi firmeza de casa debe prolongarse a todos los rincones de la patria donde debo ser obedecido en lo pequeño y
en lo justo, y aun en lo que no lo es. Engendrar hijos es un riesgo, Hemón. Los que salen cortos de alma sólo sirven para burla
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de los enemigos, pero yo estoy confiado contigo, te di sentimientos fuertes y sé que no podrán disolverse ante la apetencia por
el placer de una mujer.
Sepas, además, que sería sospechoso sino gélido el abrazo desnudo de aquella que se ha portado enemiga de nuestra estirpe.
Deja que ella encuentre un novio en el Hades y tú, hijo mío, busca entre otras doncellas otros campos donde labrar.
HEMÓN
Muy extraño es ser hijo de un poderoso. Te escucho decir palabras domésticas de padre juntamente con órdenes y leyes de
rey. Y privilegio siento en no verte como el alto gobernante que a otros intimida.
Te pido permiso para usar ese privilegio, y decirte lo que escucho en las calles, entre las sombras: toda la ciudad llora a
Antígona. Los sencillos ciudadanos censuran la afrentosa muerte que le estás dando. Dicen: "aquella que no consintió que su
hermano fuera pasto de perros ¿no es acaso más digna de alcanzar honra que castigo?"
Óyelos, padre. Yo quisiera para ti toda la sabiduría del mundo, pero los dioses todavía no han creado a tal hombre. No imites a
los soberbios de mil talentos que cuando se les casca son hueros.
Oye a los sencillos ciudadanos, padre. Que no te sea humillante el aprender de ellos. Que tus leyes no sean de tu solo arbitrio,
porque no es patria lo que es posesión de un solo hombre.
También oye a los dioses. Mira la noche porque en el silencio estelar, ellos piden que no olvides ni pisotees sus derechos sobre
los muertos. Oye a todos, padre, y cede, y revoca la dura orden para que todos celebremos la paz y Antígona la luz.
NARRADORA
Las vivaces cabras saltan de peña en peña y se aparean sin sospechar que en el vientre de la soleada montaña hay una cueva
que es cárcel perpetua y tumba y tálamo. Hasta allí no penetra el sagrado ojo del día ni el llanto de amigos y parientes. En ese
silencio la muerte laboriosa envuelve a la joven condenada en un denso capullo de sombras.
ANTÍGONA
Yo quise ser la justa enterradora y ser enterrada es el premio que he recogido.
Padre mío, madre mía, hermanos Etéocles y Polinices, ya siento que toco las manos de ustedes que las alargan hacia mí desde
el otro mundo. Moriré sin cantos de himeneo ni caricias de esposo ni crianza de un niño. Sólo he llegado a ser hija y hermana
grata, recíbanme como tal.
Curiosa es mi muerte. Mi cuerpo joven no tiene destructora ni cruel enfermedad, y aquí no espero el imposible el golpe de una
espada ciega para que yo muera regando mi sangre.
Me estoy acabando lentamente: en la misma medida que consumo la vida, entra en mí y crece el dulce abandono que llamamos
muerte.
NARRADORA
Un extranjero que cruzara Tebas de paso vería un pueblo de orden, un rey que gobierna y un pueblo que labora calmo. No
vería las turbulencias debajo del agua mansa.
¿Quién le diría que una muchacha está muriendo por piadosa? ¿Quién le informaría que el joven iracundo que sale de palacio
se arrancaría la piel si con ello dejara de ser hijo del rey?
Y ahora sospechemos que serán más duras las secretas correntadas porque ahí viene Tiresias, el anciano vidente: mala señal
es su caminar agobiado, que no es por edad sino por el peso de sus presagios.
Los dioses le dieron a Tiresias una paradoja: lo cegaron para que viera más lejos, y así va, confiando sus pasos a un lazarillo,
ante Creonte.
TIRESIAS
Tú puedes jurar, rey, que tu trono está sobre amplias bases de mármol. Yo lo veo al borde de un abismo.
Escúchame: Están ocurriendo sucesos para el temor. Los mil pájaros de mi árbol, pájaros de algarabía, fueron expulsados por
grandes aves llenas de cólera que hicieron del árbol campo de batalla donde esgrimían garras para sangrarse cruelmente.
Al no comprender esa violencia, acaso figuración de otra venidera, yo corrí a ofrecer sacrificios en el altar. Puse sobre el hornillo
las ofrendas habituales, frescos húmeros de oveja y buey, y pequeñas vejigas de hiel, y todo untado con grasa para avivar el
fuego, pero, ay, el fuego no levantó sus lenguas, y la grasa se derritió gota a gota sobre el rescoldo dando gran humo, y la hiel
salpicó el aire oscuro y atosigante.
Dime, Creonte ¿por qué los dioses rechazaron mi sacrificio? Y asimismo es en todos los altares, y es casa por casa como una
peste. Y aves y perros llegan a los hornillos como siguiendo una orden y los atestan con piltrafas arrancadas del cadáver de
Polinices.
¿Acaso es necesario mi arte de vidente para interpretar tales signos? Tú retaste a los dioses, pero todo Tebas paga tu
insolencia.
Me retiro pidiéndote que no punces más al cadáver. Entiérralo. Que se diga que fuiste valiente corrigiendo tu yerro y no valiente
volviendo a matar al que está ya matado.
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NARRADORA
Nadie alrededor. Creonte está sentado solo en el centro del gran salón. Se mira en el espejo y ve un hombre irritado tomando
vino.
Y nadie alrededor.
El vino es de las cepas reales, pero sus pensamientos caen en el vaso y la bebida se tuerce.
Y nadie alrededor.
CREONTE
¿Quién no está contra mí? ¿Hemón, mi hijo subyugado por una vil mujer? ¿Tiresias, el viejo adivino, que me culpa de las llamas
muertas en los altares sin ver la hartura de los dioses que ya no desean las ofrendas de los pusilánimes? ¿Quién no está
disparando flechas contra mí? ¿Quién no me trajinaría como mercancía si hubiera comprador?
Pero una vez más digo: a Polinices no lo enterrarán nunca en un sepulcro aunque las águilas le arranquen piltrafas y las lleven
hasta el mismo trono de Zeus.
NARRADORA
Tiresias, el anciano de los ojos muertos, convierte todo su cuerpo en un enorme ojo, no para ver lo de hoy sino lo de mañana.
Anoche no pudo entrar en el sueño y estuvo mirando calamidades que el tiempo está trayendo rápidamente hacia Tebas.
Apenas sintió el sol del amanecer en su vieja piel puso la mano sobre el hombro del lazarillo y enrumbó por el camino de
palacio. Lleva premoniciones, hechos espantables que ya no puede contener en su boca.
TIRESIAS
Otra vez he venido hasta ti, Creonte, para pedirte que hagas humilde silencio y escuches cómo vienen las Furias del Hades y
de los dioses. Se acercan veloces y vengadoras, y tú eres la presa ineludible.
Tú, porque crees que tu crecido poder alcanza para gobernar otros mundos. Tienes retenido a Polinices en el mundo de abajo,
perteneciendo, como todos los muertos, al mundo de arriba.
Y en un juego contrario, tienes en una cueva, que es tumba de muerto, a Antígona, que aunque desfalleciente, aún es viva.
Anoche me llegaron imágenes de tu desastre. Quise alejarlas bañando mi frente con agua fresca, pero volvían una y otra vez.
Vi la terrible cobranza de los dioses: entre todos se llevaban un ser surgido de tu propio ser, el más querido. Y aun ahora que
hablo contigo me viene un largo olor de sangre, un olor adelantado, tal vez de mañana.
Evita, Creonte, el vuelo de las Furias, haz que desistan de su desquite y regresen a sus mundos. Deja tu ceguera que es peor
que la mía, porque no es de ojos de carne sino de soberbia y escúchame: ya sabes que el consejo es mayor cuando aparta el
peor de los males, y este que te dejo es de los mayores: entierra al muerto y libera a su fiel hermana, y prontamente porque
cada hora la sangre que viene hacia ti huele más próxima.
NARRADORA
No hay peor tortura que la propia imaginación y Antígona no cesa en mi mente.
La veo esperando que se forme una imposible gota de agua en la piedra árida y caiga en su boca sedienta, o tanteando en ese
mundo inhóspito una yerba amarga para su infinita hambre, o pronunciando lentas palabras para que su propia voz la
acompañe mientras entra en el letargo doblándose sobre sí misma como una figurilla de cera.
ANTÍGONA
(Habla como lejana y jugando con una cinta de seda que ha desatado de su cintura, la enrolla y desenrolla en su brazo)
Soñé que amanecía. Qué absurdo, soñé que amanecía.
Tal vez el amanecer esté encima de la montaña, pero no tendrá la luz esplendente de mi sueño. La luz que vi era otra y yo
quería entrar en ella y disolverme en su liviandad.
Ay si ese fuera el camino para entrar en el Hades, y ser luz repentina, cuerpo huido de este suplicio largo y perverso.
Ay si pudiera tomar ese camino, esa puerta rápida, ese atajo.
NARRADORA
Desde temprano los clarines reales han llamado a la población a las puertas de palacio, pero los tebanos, antes sólo gente de
acatamiento, hoy han traído algo para enrostrar. Gritarán que sus altares siguen inservibles, ahogados como están los fuegos
por las piltrafas de Polinices.
Pero Creonte los ha sorprendido. Ha salido al atrio con otro rostro. Nadie sabe si por la razón o el miedo, pero comparable está
a un pescador que ha desatado cien nudos toda la noche y a la mañana siguiente ve satisfecho y en paz su cuerda lisa.
Cien nudos toda la noche, y nadie sabe si desatados por la razón o el miedo.
CREONTE
Pueblo de Tebas: dar una orden y luego suspenderla no debe ser costumbre de gobierno, pero si la dicha orden trae zozobra y
la insistencia en ella puede estrellar al pueblo y a mí mismo contra la fatalidad, es hora de revocarla.
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Ustedes esperaban íntimamente esta decisión. Que sus corazones entonces se alegren este día porque doy licencia para que
vayan a hacerle entierro al muerto.
Llévenle entre cantos su derecho a ser cobijado por esta su tierra ativa. Yo voy a hacer el gesto contrario. Marcho a la montaña
a destruir el sello de piedras que enclaustra a Antígona y la aleja de la luz y del amor de mi hijo Hemón, que hace días me
sesga su mirada.
Vayamos pronto, y que los dioses se complazcan viéndonos trabajar en ello.
NARRADORA
El sello de piedras estaba roto y el recién llegado Creonte miró el forado incrédulo y ofendido, y abrevió para los cielos y la tierra
toda su rabia en una pregunta: "¿quién el atrevido?", gritó.
Por el forado, más hechura de zarpas desesperadas que de manos humanas, entraron guardias con antorchas y el rey con su
cólera. Y avanzando hacia el fondo oscuro vino hacia ellos un sobrecogedor lamento. Era la voz de Hemón, pero Creonte la
negó diciendo que era cruel burla de los dioses.
¿También quisiste negar, rey, la imagen que las antorchas iluminaron? Antígona colgando de su fino cuello, enlazada por una
cinta de seda roja a la saliente de una roca, Hemón abrazando su cadáver por la cintura, llorando su demorado atrevimiento
para romper el sello. Cuando el joven sintió la luz, volteó el rostro y más fuego que en las antorchas había en sus ojos.
El rencor produce una saliva ácida, y con ella ensució la cara de su padre antes de atacarlo con el doble filo de su espada. El
hijo sólo hirió el aire, el sitio vacío que había dejado el esquivado y ágil cuerpo de Creonte.
Burlado en su ataque, Hemón levantó la espada y se la hundió a sí mismo en la mitad del pecho. Feroz signo de ira contra su
propio padre.
La vida sólo estuvo con él el tiempo que necesitó para girar, abrazar a Antígona y mojar las mejillas pálidas de su novia con la
sangre que le subía a la boca.
Oh dioses, en las paredes de la cueva, sus sombras eran las de dos jóvenes ceñidos como en día de boda.
Las muertes de esta historia vienen a mí no para que haga oficio de contar desgracias ajenas.
Vienen a mí, y tan vivamente, porque son mi propia desgracia: yo soy la hermana que fue maniatada por el miedo.
Antígona entró en mi casa como un airado y súbito fulgor y me habló así: “Ismene, quiero que tus manos me ayuden a sepultar
el cadáver de nuestro amado hermano, confío en que habiendo nacido noble no te haya ganado la villanía”
Sus palabras ardían, pero yo tenía el ánimo como el de un pequeño animal encogido, y sabiendo que le asistía razón, le dije
que deliraba, que un aire de locura le había golpeado la cabeza.
Era el miedo, Antígona, porque la muerte sería nuestro pago por enterrarle.
Ven, hermana, te rogué, mejor pidamos a los muertos que nos dispensen y que prevalezcan sobre nosotras las órdenes de los
poderosos vivos, pero me reprochaste, dijiste: “busca tú, Ismene, la aprobación del mundo del tirano, yo iré tras la gracia de los
dioses”, y te fuiste a la colina de nuestro muerto.
(Abre la caja que trajo al principio de la obra y descubre la mascarilla mortuoria de Polinices. La toma entre sus manos y hace el
gesto de tres libaciones)
Antígona, ¿ves este mundo de abajo?
El palacio tiene ahora un profundo silencio de mausoleo y desde ahí nos gobierna un cadáver que respira, un rey atormentado
que velozmente se hace viejo.
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ÍNDICE
Presentación……………………………………………………………………………………………1
La Teogonía de Hesíodo………………………………………………………………………........ 2
Popol Vuh……………………………………………………………………………………………….5
Mito azteca de la creación / Mito chibcha de la creación………………………………………….7
Génesis. Historia Primitiva……………………………………………………………………………8
El mito de Teseo y el Minotauro de Creta……………………………………………………….....9
La casa de Asterión de Jorge Luis Borges…………………………………………………………10
Sueño de Dédalo, arquitecto y aviador de Antonio Tabucchi……………………………………11
El mito de Ifigenia………………………………………………………………………………….....12
La noche boca arriba de Julio Cortázar……………………………………………………….......15
Chac Mool de Carlos Fuentes………………………………………………………………………18
El gaucho Martín Fierro de José Hernández………………………………………………………21
Antígona de Sófocles…………………………………………………………………………………37
Antígona de José Watanabe………………………………………………………………………...56
63
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