María Estuardo: sobre la disociación del ser humano

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María Estuardo: sobre la disociación del ser humano moderno
Carmen Gómez García
CES Felipe II (UCM)
Traducción e Interpretación
Resumen
Entre la composición de Don Carlos (1787) y Wallenstein (1797), Friedrich Schiller (1759-1805) se centra en la
estética de Immanuel Kant (1724-1804), a partir de la cual desarrolla su propia teoría dramática, de especial
incidencia en María Estuardo. Este drama bien puede considerarse como la puesta en práctica de las tesis
fundamentales de su autor: la finalidad última del arte tiene un carácter ético en tanto pretende representar al ser
humano como sujeto libre, capaz de sobreponerse a las limitaciones impuestas por la Naturaleza. El instrumento
susceptible de transformar al ser humano es la voluntad, voluntad para actuar de acuerdo con la norma de validez
universal kantiana, conforme a la libertad del propio individuo y de la sociedad circundante.
Palabras clave
Friedrich Schiller – Immanuel Kant – María Estuardo – Isabel I – drama – clasicismo – disociación – culpa
Los muchos hilos que entretejen este drama escrito por Friedrich Schiller en 1800 sorprenden
al lector contemporáneo por su absoluta modernidad. En María Estuardo se pone de
manifiesto la incapacidad de conjugar armónicamente ente privado y público, de sintetizar la
condición de mujer con el oficio de reina, más si cabe en una época tan poco amable para con
el género femenino. Los grandes temas de la dramaturgia de Schiller se condensan en el
excepcional retrato de ambas reinas.
1. Simetría dramática
La obra, ambientada en los tres últimos días de vida de María Estuardo —reina de Escocia—
antes de morir decapitada (1587) en la corte de Isabel I —reina de Inglaterra—, muestra la
complementariedad de acción dramática y figuras literarias. María e Isabel determinan interna
y externamente una obra absolutamente simétrica: María es soberana de los actos primero y
quinto mientras que Isabel gobierna el segundo y cuarto; el tercero y más importante, como
no podía ser menos, pertenece a ambas. La simetría se manifiesta aún más tanto en el estado
anímico de las reinas —la humillación de una conlleva el entusiasmo de la otra y viceversa—
como en el espacio, representado, más allá del binomio corte-cárcel, por el sentimiento de
soledad personal versus éxito. Esta simetría piramidal conduce a la reflexión de un destino
compartido y necesariamente trágico, sabido de antemano por las dos protagonistas así como
por el espectador.
Ante la cuestión de qué pretendía Schiller con sus figuras dramáticas ha de remitirse
necesariamente a su concepción del teatro como institución moral en la que solo el
sufrimiento de caracteres mixtos, complejos, suscitan la «con-pasión» del espectador, si bien
en escritos teóricos de 1793 el autor muestra su fascinación por caracteres o rasgos perversos,
como, en este caso concreto, bien podrían serlo la frialdad de Isabel o los antecedentes
amorales de María. En una carta remitida a Goethe el 16 de junio de 1780, Schiller afirma
que esta última no debe sugerir debilidad alguna; más aún, tiene previsto tratarla como un ser
que no siente ni origina ternura, como un ser cuyo destino reside en experimentar y encender
en el resto de los personajes, salvo en la nodriza, las más violentas pasiones.1
Precisamente en este punto estriba la complejidad inherente al personaje de María, pues, en
consonancia con las intenciones estéticas de Schiller, la reina de Escocia ha de ser individuo
al mismo tiempo que tipo, el cual debe suscitar un cierto efecto generalizador en el público.
En cuanto a la figura de Isabel, es descrita por el mismo Schiller como «una mujer joven que
hace constar sus deseos, por lo que deberá ser encarnada por una actriz acostumbrada a
representar papeles de amante».2 Para hacer más evidente la necesidad y rivalidad amorosa de
ambas mujeres, de ambas reinas, Schiller las rejuveneció a las edades de 25 (María) y 30 años
(Isabel). En 1587, año en el que María fue decapitada, contaban con 44 y 53 años
respectivamente.
Así, el espectador asiste a la confrontación de dos mujeres en plenitud física que, en el marco
de una situación conflictiva, heredada de Enrique VIII, desempeñan una intensa actividad
política. Mediante la elección de situar el drama en la resolución del juicio —método de
Eurípides— y mediante el hecho de que tanto el pasado como el futuro de la acción —ambos
bien conocidos por cuantos se acercan a la obra— detentan una gran relevancia en el
desarrollo de los actos, Schiller exige del lector-espectador un análisis de la pieza mucho más
objetivo, acercándose a técnicas dramáticas de modelos relativamente modernos, esto es, al
teatro épico de Bertolt Brecht.
No obstante, es en el interior del espectador donde se sitúa la verdadera acción pergeñada por
Schiller. El autor calcula la sucesión de momentos en los que se retrasa y acelera la tensión
afectiva fruto de la alternancia entre la esperanza y el miedo.
1. 1. La culpa
En relación con el carácter de ambos personajes, cabe resaltar el sentimiento de culpa, dado
que el drama se articula en los planos correspondientes a la culpa real y ficticia, a la
culpabilidad existente y aparente. Bien es verdad que se asiste a un juicio defectuoso; no
obstante, es innegable la responsabilidad de María en los cargos de los que es acusada. De
esta forma, el juicio injusto del que Isabel es artífice y la culpabilidad de María para con su
pasado inmediato se entreveran a lo largo de toda la obra impidiendo, una vez más, la
identificación total del espectador con ambas reinas, en particular, con la de Escocia. En
consecuencia, el público, el lector, hace las veces de observador y juez que asimismo vacila
entre culpabilidad e inocencia.
Sin embargo, María, al interpretar la condena como expiación de sus pecados personales,
transforma el drama en un proceso al que ella misma se somete, mediante el cual libera a
Isabel de su sentimiento de culpa, que, por otro lado, reside tanto en consentir un juicio
injusto como firmar la sentencia de muerte de su contrincante, no en último lugar, incitada por
su complejo de bastarda. La sola presencia de María no solo implica un peligro para su
estabilidad psíquica y política, sino la contrapartida de su identidad como mujer y como reina,
de manera que, consciente de ello, Isabel intenta salvaguardarse del peligro que María emana
bajo un entramado de apariencias, otro nexo más que vincula a las dos mujeres.
1. 2. La apariencia
El mundo de lo aparente, de las intenciones disfrazadas, encuentra su máximo exponente en la
corte, lugar en el que se emplazan hechos destacables del drama, como la relación interesada
de María para con Leicester o la subordinación de María hacia Isabel, igualmente fingida
habida cuenta de que a dicha subordinación le subyace un claro deseo de venganza. Tal deseo
de desagravio viene a ser sustentado por el convencimiento de su inocencia, de la injusticia
que conlleva su presidio, así como por la certeza de que su derecho al trono de Inglaterra es
legítimo. Los esfuerzos de María por convertirse en un ser moral-religioso permanecen solo
en la superficie, al igual que en la superficie queda la pretendida superación de un pasado en
tanto se advierte la nostalgia que rezuma María al oír hablar a Mortimer de los placeres
sensoriales a los que se rinden franceses e italianos (I,6).3
En cuanto a Isabel, es ostensible su secreto deseo de acabar con María pese a no poder
manifestarlo abiertamente. La inglesa accede a un encuentro —inventado por Schiller—
presumiblemente compasivo con la prisionera, no obstante de perseguir un triunfo que todavía
no le había sido concedido, esto es, personal. Igual de ambiguo es el monólogo que mantiene
en la décima escena del cuarto acto. Isabel insiste en su propia esclavitud al pueblo pese a ser
consciente de que, en última instancia, todo depende de su voluntad; intenta convencerse y
fundamentar políticamente sus miedos personales. Todo ello se pone en evidencia en el tercer
acto, eje de la obra, y en cómo responde a su enfrentamiento a María, a la reina y a la persona,
a saber, con la firma de su ejecución. Y de nuevo su actuación se torna paradójica, ya que
Isabel utiliza a Davidson, otro de sus personajes, con el fin de librarse de su responsabilidad.
1. 3. Utilitarismo
Con ello se llega a otra clave de la obra: el utilitarismo maquiavélico de los personajes —
sintetizados en medios para fines bien políticos, bien privados— del que se benefician tanto
las reinas como sus lacayos más directos. De nuevo en este punto ha de prestarse una atención
especial al poder que ejerce la palabra, ya que en esta obra la acción física, incluso la tensión
habida entre los personajes —la cual genera un movimiento continuo, si bien desigual— se
desarrolla en la mente de cuantos espectadores-lectores asisten al enfrentamiento entre ambas
reinas. La palabra se convierte en arma, en desencadenante de la acción interior y exterior, y
el lenguaje en instrumento que transforma las figuras en demandantes y demandados. La
magia de Schiller hace que toda una escena dependa de una sola palabra.
Un aspecto más vinculado con la simetría de la obra, y que une a la par que distancia a Isabel
y María, guarda relación con el hecho de que ambas comparten personajes. Así como la ironía
trágica quiere que Isabel proponga a Mortimer ser precisamente él quien dé muerte a María, el
objeto de su deseo, procurándose de esta forma la libertad psíquica, María pretende que sea
este, el amante de Isabel, quien la traicione, bajo una promesa de libertad física. Además de
Mortimer, ambas reinas, ambos sectores, disponen de un coro —representado por Paulet y
Kennedy—. Por otra parte, en la vida de ambas interfiere el elemento de lo francés: para
María supone la infancia, su primer esposo y un aliado confesional; para Isabel, el enemigo
político, religioso y un prometido fracasado.
2. Puntos de convergencia-divergencia
En una obra como María Estuardo, sustentada por la oposición de los dos personajes
principales, conceptos como el de convergencia y divergencia se amalgaman hasta tornarse en
un espacio similar al habido entre dos espejos confrontados. Y sin embargo es la
contraposición entre ambas lo que define a cada uno de los personajes. No obstante, para
comprender el carácter de ambas reinas y, en consonancia, su política, se hace imprescindible
retroceder al pasado, conocido por el lector tanto por sus conocimientos de historia como por
cuantas regresiones dialógicas se han puesto en boca de los personajes secundarios. Baste
mencionar que Schiller es uno de los primeros escritores que incide en cuestiones de orden
psicológico.
María, a quien Kennedy intenta disculpar ya en la primera escena del primer acto, fue educada
en Italia y Francia, rodeada de lujos y comodidades que solo la corte puede ofrecer, lo cual
parece devenir en argumento que disculpa un comportamiento negligente en lo relativo a los
deberes de un jefe de estado. A ello se contrapone la formación puritana de Isabel,
ensombrecida bajo el apelativo de «bastarda» y confinada a la sublimación forzosa de la
vergüenza con la que le había cubierto su propio padre. En consecuencia, la virtud, o cuando
menos aparentarla, parece justificar el modus vivendi de una Isabel distante de satisfacer
plenamente sus deseos, como ella misma sugiere no sin cierta envidia (II,9). Ha de evitarse
incurrir en el error que consistiría reducir el antagonismo de ambas reinas a la mera dicotomía
pasión-razón, puesto que el personaje de Isabel ofrece datos suficientes, a lo largo de toda la
obra, que desechan esta posibilidad. Más aún: en el caso de María se observa una evolución
dialéctica.
Al factor del desarrollo de su personalidad se añade un factor de tipo fisiológico. María es un
ser condicionado y condicionante por su belleza, de la que es víctima y culpable en tanto que
actúa como un encantamiento sobre los hombres siempre y cuando no hayan colmado su
apetito sexual. Y son curiosamente los hombres quienes someten a la mujer, a la seductora,
únicamente con el afán de poseerla. Por tanto, el espectador se halla ante otro caso de
instrumentalización del ser humano y de su consiguiente pérdida de libertad. De la belleza
fatal y fatalista de María se infieren importantes consecuencias políticas manifiestas en el
texto: Mortimer, en su pasión destructiva y fundamentalista, declara que la juventud británica
se alzaría en su favor de poder contemplarla (I,6).4 Asimismo, Mortimer se declara dispuesto
a matar a la reina Isabel y realizar por María cuantos sacrificios fueran necesarios, y todo para
saciar sus sentidos recién despertados a la belleza —en este caso aprovecha su compromiso
político al servicio de su interés erótico—; Leicester, por su parte, pretende resarcirse de su
pérdida de poder político con la belleza de María, antaño rechazada.5
En pocas palabras, María, figura en la que convergen diferentes tipos femeninos tales como
Helena, Lady Macbeth, María Magdalena, o incluso la Virgen María, es víctima de su antaño
excesiva dedicación a la vida privada en detrimento de su faceta política. Su feminidad
encuentra su antítesis en la masculinidad de Isabel, quien, a su vez, ha relegado a un muy
segundo plano su condición de mujer con el propósito de consagrarse a una actividad política
para la cual se requieren rasgos considerados tradicionalmente masculinos, revistiéndose, por
necesidad, de una capa de reciedumbre que no provoca sino indolencia en el género
masculino.6 Ella lo sabe, como asimismo es consciente de que solo dispone de la denominada
«erótica» de un poder que no está dispuesta a compartir.
El hecho de que la reina de Escocia no hubiese renunciado al poder de su sensualidad, a una
vida colmada de placeres sensoriales, hace que el odio que Isabel siente se torne en un mudo
reproche dirigido hacia sí misma, que incluso el personaje de María se convierta en la
personificación de sus carencias. Y, sin embargo, es precisamente la independencia del género
masculino la que consolida a la reina de Inglaterra ante el ejercicio del poder, independencia
que, como es lógico, revierte en su fama de mujer autosuficiente.7 Desde un punto de vista
político, Isabel es superior a Leicester; en el terreno privado, sin embargo, se comporta como
su inferior. No obstante, en el tercer acto Leicester aparece haciendo la corte a la reina y
manipulando a Isabel, a la mujer, en lo que se advierte como un intento de despertar en ella la
vana ilusión de superioridad femenina con respecto a María, la rival. Serán precisamente tales
artimañas las que boicoteen la finalidad inicial del favorito: crear un encuentro entre las dos
reinas que propicie la salvación de María. Leicester, experto ajedrecista, calcula mal el jaque
y ante él, para escarnio de la una y satisfacción de la otra, se enfrentan no ya las reinas, sino
dos mujeres. Así pues, en el tercer acto se desarrolla el punctum saliens de la obra. Goethe, al
respecto, comentó a Schiller: «Quisiera saber lo que dirá el público cuando las dos putas se
encuentren y se echen en cara sus aventuras»...8
A su encuentro con María, Isabel acude dispuesta a obtener el triunfo personal del que
adolece para que, añadiéndolo a su victoria política, se transforme en superioridad total.
María, en cambio, desiste de sus aspiraciones políticas y como soberana se rebaja ante Isabel,
cuyos reproches adoptan paulatinamente un tono en el que podría interpretarse simple
venganza, rivalidad, envidia, celos. Pero María no se halla dispuesta a prescindir de su
dignidad de mujer, de ser humano, por lo que, en tanto se decanta a favor de su liberación
psíquica, espiritual, transmuta su humillación en un acto de suprema libertad y grandeza —
todo ello por medio de la palabra—, eligiendo, en calidad de reina, su condena a muerte,
hecho que le restituye la dignidad perdida.
El ser privado provoca la muerte del personaje histórico, esto es, Schiller entronca con una
problemática muy en boga a principios del siglo XIX, a saber, la disociación de la ética y la
política. Sabido es, al igual que patente se hace en esta obra, que Schiller concede prioridad a
la primera, en cuya base se halla la libertad de actuación, la autonomía moral, frente a las
exigencias sociales. Y es un locus amoeni, en un entorno natural, donde, por medio de una
concepción panteísta de la naturaleza, María aspira a la libertad mientras se aproxima al
terreno de lo divino. Solo en lo trágico, en la situación límite, se decide qué es real y qué es
apariencia; solo mediante el fracaso, la culpa, se llega a lo eterno, a la divinidad, a la libertad,
entendida esta en un plano intermedio a caballo entre lo humano y lo divino.
A partir de este momento, pues, María rompe toda dualidad anterior; supera la dicotomía
planteada entre mujer y reina, entre carácter público y privado, al optar por un uso
independiente de su libertad de actuación, superando, por medio de la estética, el imperativo
categórico que Immanuel Kant había promulgado. El ejercicio libre y ético de la voluntad —
eje de las tragedias griegas— fue denominado por Schiller «libertad moral», mediante cuya
puesta en práctica el ser humano se torna en un «espíritu bello» capaz de dominar los instintos
y conciliarlos con el deber, trasfigurándose en un estado estético, integrante de una sociedad
evolucionada.
He aquí la diferencia decisiva entre ambas mujeres asimismo manifiesta en la elección del
título de la obra: María sufre una evolución que culmina en el modelo estético de Schiller, es
artífice de su propia transformación y, por lo tanto, libre. La restauración de su dignidad se
materializa en el quinto acto mediante la recuperación de los espejos, retratos y joyas que le
habían sido arrebatados al comienzo. Punto álgido del encumbramiento de María es aquel en
el que el espectador asiste a una paradójica decapitación-entronización, para cuyos
preparativos estéticos el autor se ha servido de lo religioso, en concreto del simbolismo
católico, tales como la escena de la confesión de María —paralela al monólogo de Isabel— o
su aparición externa e interna como la «Madre de Dios», ante quien Melvil se arrodilla
involuntariamente, lo cual entronca con la confusión de Mortimer, incapaz de distinguir entre
una María humana y otra espiritual.
En resumen: la escena sacralizada en la que muere María conjuga elementos simbolistas
estéticos del ámbito religioso destinados a satisfacer tanto el lado humano sensible como un
sentido de lo espiritual y abstracto. Isabel, en cambio, no consigue aunar deseo-deber; queda
humillada tras la marcha de Leicester, que abandona a la mujer, y de Shrewsbury, quien
abandona a la reina; queda sola, forzada a aparentar serenidad, aferrada a su trono.
Así concluye una obra caracterizada por las antinomias propias del deseo individual/deber
social, libertad/obligación, culpa/destino, que, engastadas en las dos protagonistas de este
drama histórico, proyectan en el lector-espectador una tensión perfectamente calculada por
Schiller que trasciende toda época y llega con toda intensidad al siglo XXI.
Bibliografía
Blesch, R., Drama und wirkungsästhetische Praxis: zum Problem der ästhetischen
Vermittlung bei Schiller, Frankfurt am Main, Fischer, 1981.
Leipert, R., Friedrich Schiller, Maria Stuart, München, Oldenbourg, 1991.
Janz, R.P., Autonomie und soziale Funktion der Kunst. Studien zur Ästhetik von Schiller und
Novalis, Stuttgart, Metzler, 1983.
Sautermeister, G., Idyllik und Dramatik im Werk Friedrich Schillers, Stuttgart, Kohlhammer,
1971.
Schiller, F., Maria Stuart. Trauerspiel in fünf Aufzügen, Stuttgart, Reclam, 1990.
Schiller, F., María Estuardo, La doncella de Orleans, Guillermo Tell, Madrid, Aguilar, 1969.
Traducción del alemán, prólogo y notas de Manuel Tamayo Benito.
Von Wiese, B., Die deutsche Tragödie von Lessing bis Hebbel, Hamburg, Hoffmann und
Campe, 1948.
Notas
1.
2.
3.
4.
5.
6.
Tanto en las acotaciones como en el modo en el que el resto de los personajes caracteriza a María se
recurre de forma constante a términos como glühen, heiss, Feuer, feurig.
Carta del 22 de junio de 1800, dirigida a August Wilhelm Iffland, director del Teatro de Berlín (Leipert,
1991, p. 70).
Cuantas citas textuales empleo a continuación no remiten más que capítulo y escena, puesto que la
indicación relativa a los versos dependerá de la edición o traducción escogida por el lector.
El original alemán está salpicado de connotaciones eróticas relativas a María.
Véanse las quejas de Leicester (II,8) respecto a los años de espera infructuosa para acceder al trono de
Inglaterra.
Baste recordar el comentario de Mortimer tras su entrevista con Isabel (II,6).
7.
8.
En la segunda escena del segundo acto, Isabel expresa su deseo de ser rey y no mujer (II,2.); en la
tercera escena del mismo acto, rechaza la idea del sexo débil (II,3).
Carta de Goethe a Schiller, aquí citada según Leipert (Leipert, 1991, p. 34).
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