Beltenebros Antonio Muñoz Molina

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Beltenebros
Antonio Muñoz Molina
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Sinopsis
La ambigüedad de la traición es el motor de una intriga policíaca que constituye el tema
aparente de Beltenebros. Sin embargo, lo que en realidad encubre es el desorientado
transitar de los personajes por una fascinante galería de espejos en la que se reflejan el
amor y el odio, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante claroscuro
de corte premeditadamente cinematográfico que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta
el último renglón del libro.
Convocado por una organización comunista subversiva,
Darman, antiguo capitán del ejército republicano exiliado en Inglaterra, regresa a Madrid
para ejecutar a un supuesto traidor a quien no ha visto nunca. En los lóbregos escenarios de
la clandestinidad, emprende con desgana un periplo trepidante en pos de su víctima del
que una misericordiosa cabaretera, viva imagen de una mujer a la que amó, tratará de
desviarlo.
En Beltenebros, el arte de narrador de Muñoz Molina, su vigorosa maestría
técnica y su estilo preciso y envolvente alcanzan un grado extremo de plenitud y de tensión
expresiva cuyo logro admite escasos parangones en la narrativa española contemporánea.
La obra
Así comenta el mismo su novela:
BELTENEBROS, 1989
Quise contar la resistencia comunista contra Franco con un tenebrismo de novela negra
verdadera: la negrura doble de la tiranía y de la clandestinidad en la que a veces no se
distinguía claramente la lealtad de la traición. Quise lograr un efecto de cuento policial de
Borges y de novela de espías, y muchas veces he temido que el manierismo de la trama y el
estilo no me dejaran tocar la verdad, la de aquellas vidas acosadas. Quizás, con el
tiempo…
Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina
Publicado por Lluís Salvador
En el blog: lecturas errantes
Un hombre, el Capitán Darman, recibe el encargo de desplazarse a Madrid para matar a
otro, un supuesto traidor a la causa del partido comunista (aunque no se cita por su
nombre, la clave es evidente) en la resistencia interior al franquismo. Suficiente para una
historia de intriga, para un policiaco, para una novela de acción, pero Muñoz Molina no es
un autor simple ni simplista (y cuidado: en este blog se defienden los géneros, de modo que
esto no es un reproche hacia éstos; es, sencillamente, una constatación). Darman está
cansado, no sólo por el episodio anterior de liquidación de un delator que tuvo que realizar,
sino por los manierismos del partido, su secretismo, su ridícula trascendencia y su aparente
inutilidad. El supuesto traidor puede que no lo sea tanto, y que las pruebas que lo acusan
sean más circunstanciales que reales. Se añade la aparición de una mujer, Rebeca Osorio,
en todo parecida, incluso con el mismo nombre, a la mujer de ese primer delator liquidado.
Y la presencia ominosa del comisario Ugarte, alguien a quien nadie ha visto jamás y que
parece saberlo todo y verlo todo. El estilo es el terreno de Muñoz Molina y este estilo es
enormemente cinematográfico (no es que su novela sea cine; ¿quién se acuerda ya de la
adaptación cinematográfica de Beltenebros?). Tanto que uno parece deambular en estas
páginas por escenas que podrían ser de películas de Carol Reed, de Orson Welles sobre
todo, de Alfred Hitchcock, del expresionismo alemán. Enclavado todo en el Madrid gris
del franquismo de los 60 pero llevado a un escenario surreal y orsonwelliano final, pero
también con un ambiente reminiscente de la lucha clandestina antifranquista (y del
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cansancio y la derrota inherentes a ello, y notablemente inspirado en el Federico Sánchez
de Jorge Semprún), Muñoz Molina se ejercita en llevar la opresión y las obsesiones de los
personajes al límite, hacia una conclusión en la que el deber y los ideales siempre son
traicionados por el amor. Introspectiva y multilineal, el autor juega con los géneros y las
imágenes para forzar un cuadro de los derrotados, que son todos en mayor o menor
medida; esa es la herencia de la guerra, la represión y la resistencia.
El autor
Autorretrato
Nací en Úbeda, provincia de Jaén, el 10 de enero de 1956. Mi padre se confundió de fecha
al ir a inscribirme en el registro unos días más tarde, de modo que a efectos legales soy dos
días más joven. En esa época las mujeres aún daban a luz en casa, ayudadas por una
comadrona. Yo nací en la buhardilla que mis padres alquilaron al casarse. La llamaban “el
cuarto de la viga”. Los dos eran muy jóvenes: mi padre tenía 27 años, mi madre 25. Yo
también tenía 27 años cuando nació mi hijo mayor.
Mi padre trabajaba en una huerta y vendía hortaliza en el mercado de abastos. Lo que mi
madre hacía se llamaba, en el lenguaje oficial de entonces, “sus labores”. Los dos eran
niños cuando empezó la guerra civil y los dos tuvieron que dejar la escuela para ayudar en
casa. Mi padre, trabajando en la huerta de la que su padre estaba ausente, alistado en el
ejército republicano. Mi madre ayudando a criar a sus hermanos pequeños. A los dos les
costaba escribir cuando fueron mayores. Leían con mucha atención, murmurando las
palabras. En los primeros años de la democracia recobrada los dos asistieron a escuelas
para adultos.
Durante los primeros tiempos de mi vida fui un privilegiado: hijo único, nieto y sobrino casi
único. Cuando mi hermana nació yo ya tenía casi seis años. Mis padres, mis abuelos, mis
tíos, llegaban a casa trayéndome tebeos y a veces caramelos y pequeños cartuchos de
cacahuetes o castañas asadas, el papel de estraza todavía caliente cuando lo tocaba.
Aprendí a leer, escribir y hacer cuentas en una escuela de las que llamaban “de perra
gorda”. Nos sentábamos en pequeñas sillas de anea que habíamos traído de nuestras
casas y escribíamos en pizarra individuales con marcos de madera, con pizarrines de tiza
blanca que se partían si uno apretaba demasiado.
Mi primera escuela formal fue la de los Jesuitas, en la que entré con seis años. Llevábamos
mandiles azules y las aulas parecían enormes. Tuve dos maestros en aquellos años, don
Florentín y don Luis Molina. Luis Molina, que ahora es amigo mío, sembró en mí el deseo
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consciente de seguir estudiando, y convenció a mi padre de que lo permitiera. En esa
época, y en las familias trabajadoras, lo normal era que los niños dejaran la escuela hacia
los doce años para ponerse a trabajar.
Me gustaban mucho los tebeos, los libros, las películas, los seriales de la radio y los
programas de discos dedicados. Cerca de nuestra casa había un cine de verano, al que
iba con mi madre, mis abuelos y mis tíos casi todas las noches. Todas las películas me
gustaban, salvo las “de llorar”, que eran melodramas mexicanos en blanco y negro. En la
radio no me cansaba de oír los folletines de Guillermo SautierCasaseca y las canciones
populares que reinaron en ella hasta la irrupción de la música pop anglosajona y sus
derivados: Lola Flores, Juanito Valderrama, Antonio Molina, Joselito, Marisol. En la radio la
gente reconocía exactamente su propio mundo sentimental. Cuando se acercaba la
Navidad, mi abuela Leonor, mi madre y mi tía Juani, su hermana más joven, pasaban la
mañana cantando villancicos mientras hacían la cama y arreglaban la casa. Las canciones
de la radio y los villancicos de las mujeres de mi familia fueron las emociones musicales más
intensas de mi infancia.
Hice el bachillerato elemental –entre los once y los catorce años- en el colegio Salesiano de
Úbeda, donde descubrí que a uno lo podían tratar de manera distinta según la posición
social que tuviera su familia. Por fortuna el bachillerato superior lo hice en un instituto de
Enseñanza Media: el San Juan de la Cruz. La enseñanza tan sólida que recibí allí y el trato a
la vez respetuoso y firme de los profesores creo que son la columna vertebral de mi
educación y hasta de mi ciudadanía. Si no aprendí más fue por desidia, o por confusa
rebeldía adolescente. La formación intelectual que no podía darme mis padres la recibí de
mis maestros en la escuela y mis profesores en el Instituto: por eso tal vez soy un defensor tan
apasionado de la instrucción pública como fundamento de la justicia social.
A los trece años, en el verano de 1969, el de la llegada del Apolo XI a la Luna, me llegó el
gran sobresalto de la música pop cantada en inglés: TheBallad of John and Yoko, Come
Together, TheAge of Aquarius. Mi amigo Antonio Madrid me descubrió Get Back y Bridge
overTroubledWaters. De un viaje a Madrid mi padre me había traído, no sé por qué motivo,
un diccionario de inglés. Entonces los únicos idiomas que se estudiaban oficialmente eran el
francés y el latín: el inglés tenía una sugestión muy fuerte de libertad, y hasta de aventura
sexual. El inglés era la lengua de las extranjeras rubias que llegaban a las playas, algunas de
las cuales pasaban fugazmente por nuestra ciudad interior, con minifaldas o pantalones
cortos, con gafas de sol, con cámaras al hombro.
Hacia los once o los doce años empecé a leer a Julio Verne y a Mark Twain, a Stevenson, a
Agatha Christie, a Dumas. Quizás la novela que he leído más veces en mi vida es La isla
misteriosa, de Verne. El primer personaje que me produjo una fascinación consciente como
pura invención literaria fue el capitán Nemo. Julio Verne fue el primer escritor: el que me
hizo comprender que las novelas las escribía alguien, que no eran una parte espontánea
del mundo. Por imitación de Verne concebí la posibilidad fantástica de hacerme yo
también escritor. Después vinieron, desordenadamente, Cervantes, Bécquer, García Lorca.
A los 16 años escribí una obra de teatro entre existencial y de protesta, a la manera de la
época, que se titulaba “La Academia”. La montaron unos amigos míos en la escuela de
Magisterio de los jesuitas, y fue prohibida no recuerdo por quién el día antes del estreno. Eso
me dio la satisfacción precoz de verme a mí mismo como un autor represaliado por la
dictadura.
Unos días antes de cumplir 18 años se me hizo realidad por fin el sueño de llegar a Madrid
para estudiar Periodismo y convertirme en autor de obras de teatro de agitación política. El
sueño no duró casi nada. Madrid era una ciudad demasiado grande y demasiado hostil
para mi apocamiento pueblerino, la grandiosamente bautizada como Facultad de
Ciencias de la Información resultó un fraude, mi beca apenas daba para comer. Participé
por primera vez en mi vida en una manifestación de protesta por el fusilamiento de
Salvador Puig Antich y al cabo de veinte minutos ya estaba preso y esposado. A finales de
curso volví a Úbeda, y el otoño estaba comenzando Geografía e Historia en la universidad
de Granada. Casi todos mis amigos y mis conocidos militaban clandestinamente en el
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Partido Comunista. Yo estuve a punto de afiliarme también, pero la detención en Madrid
había acentuado mi tendencia natural al miedo.
Llegué a Granada en septiembre de 1974 y entre unas cosas y otras me quedé allí casi 20
años, con la excepción del tiempo que pasé en el ejército. En Granada estudié sin mucho
ahinco y elegí especializarme en Historia del Arte y allí escribí mis primeros relatos, mis
primeros artículos y mis primeras novelas. En Granada nacieron dos de mis hijos y se publicó
mi primer libro. Trabajé allí siete años, en una oficina del Ayuntamiento, organizando
conciertos y actividades culturales muy variadas. Conocí a grandes músicos de jazz:
DizzyGillespie, SonnyStitt, Paquito d’Rivera, Tete Montoliú, Phil Woods, Woody Shaw. También
a un grandísimo pintor, José Guerrero. Empecé a publicar artículos en el Diario de Granada
y tuve por primera vez la experiencia de escribir algo que deja de ser nuestro al hacerse
público, y la del eco que nos devuelve el lector. El periódico me enseñó a escribir con
regularidad y disciplina, con límites fijos. En 1985 terminé mi primera novela, “BeatusIlle”.
En 1982 me había casado en Úbeda con Marilena Vico. Hijos y libros se suceden y alternan
en los años siguientes: Antonio, 1983; El Robinson Urbano, 1984; BeatusIlley Arturo, 1986; El
invierno en Lisboa, 1987; Beltenebrosy Elena, 1989. Mi primer matrimonio duró hasta 1991. En
el otoño de ese año me dieron el premio Planeta por El jinete polaco. En enero de 1992
empecé a vivir en Madrid con Elvira Lindo y con Miguel, que tenía 6 años. Ahora me
asombra el vértigo de que me sucedieran tantas cosas en tan poco tiempo. En 1993 viví por
primera vez una temporada en los Estados Unidos, dando clases en la universidad de
Virginia. En diciembre de 1994 Elvira y yo nos casamos en el Escorial.
Desde que publiqué mi primer artículo en Diario de Granada, en 1982, casi nunca he
dejado de escribir en los periódicos. El articulismo puede ser una forma soberana de
literatura y un medio digno de ganarse ingresos regulares, en un oficio tan lleno de
incertidumbres. El primer periódico nacional con el que tuve un compromiso regular de
colaboración fue ABC , donde los escritores han sido siempre muy bien tratados. Desde
1990, y con breves intervalos, he colaborado en El País, casi siempre escribiendo crónicas
semanales. Como mis aficiones son bastante diversas, también escribo una columna en la
revista mensual de divulgación científica Muy Interesante, y otra en Scherzo, sobre música.
En 1990 viajé por primera vez a Nueva York. Fui volviendo en años sucesivos, cada vez más
frecuencia, siempre en compañía de Elvira, que disfrutó desde el principio de la ciudad
tanto como yo. En 2001 y 2002 di clases de literatura en la City University. En 2004 me
nombraron director del Instituto Cervantes de Nueva York, en el que me comprometí a
quedarme dos años. En el otoño de 2006, yendo y viniendo en tren por la orilla del Hudson,
porque mi amigo el novelista Norman Manea me había invitado a dar unas clases en su
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universidad, BardCollege, empecé a imaginar la última novela que he escrito, la más larga
de todas, La noche de los tiempos. Como Elvira y yo fuimos padres muy jóvenes, hemos
descubierto con sorpresa y con gratitud que nuestros hijos se han hecho adultos cuando
nosotros aún estamos en plenas condiciones de disfrutar con entusiasmo y serenidad de la
vida. Vivimos largas temporadas en Madrid, largas temporadas en Nueva York. Llevamos
con nosotros la oficina y el archivo cada uno en nuestro portátil, y en las dos ciudades
trabajamos en estudios contiguos. En Madrid yo tiendo más a quedarme en casa. En Nueva
York me tienta con más fuerza la atracción de la calle.
La literatura es mi afición y mi trabajo, pero no creo que sea lo más importante de la vida, ni
mucho menos que se baste para darle sentido. Más que la literatura me importa el
bienestar de las personas que quiero: mi mujer, nuestros hijos, nuestra doble y complicada
familia. Mi padre, Francisco Muñoz Valenzuela, murió en marzo de 2004 y todavía me
acuerdo mucho de él, y pienso en cómo sería si hubiera seguido viviendo, internándose en
la vejez que le daba tanto miedo.
Creo que el escritor continúa el oficio inmemorial de los narradores de cuentos, que daban
forma mediante relatos orales a la experiencia compartida del mundo. Contar y escuchar
historias no es un capricho, ni una sofisticación intelectual: es un rasgo universal de la
condición humana, que está en todas las sociedades y arranca en la primera edad de la
vida. Quizás por eso no me atrae mucho la literatura que se vuelca sobre sí misma, que
tiene al escritor y a la escritura como focos principales de atención. Cervantes y Galdós,
Virginia Woolf y James Joyce, Borges y Onetti, Proust y Flaubert, entre tantos otros, me han
enseñado lo mismo, de muy diversas maneras: a buscar la forma más eficaz de contar la
realidad visible del mundo y la invisible de la conciencia humana. Pero también aprendo
mucho de la música y de la pintura, y del cine, aunque lo frecuento menos que cuando era
más joven.
Políticamente, soy un socialdemócrata: defiendo la instrucción pública y la sanidad
pública, el respeto escrupuloso de la legalidad democrática, la igualdad de hombres y
mujeres, el derecho de cada uno a elegir su forma de vivir y si es preciso de morir dentro de
la conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos. Derechos sin
responsabilidades son privilegios; un derecho individual beneficia a la comunidad; un
privilegio siempre se ejerce a costa de alguien. Ser progresista no es defender a rajatabla al
grupo al que uno pertenece sino vindicar como propias las causas singulares de quienes en
principio no son como nosotros. Un progresista, aunque sea hombre, es feminista; aunque
sea heterosexual, defiende con vigor el respeto a la condición y la igualdad jurídica de los
homosexuales; un progresista se rebela contra el sufrimiento innecesario de los animales y
contra el despilfarro de los bienes ambientales que son de todos, también de las
generaciones futuras.
Bibliografía completa
CASTELLANO
Ardor guerrero (3 ediciones)
BeatusIlle (2 ediciones)
Beltenebros (1 edición)
Carlota Fainberg (3 ediciones)
Córdoba de los Omeyas (2 ediciones)
Días de diario (1 edición)
El dueño del secreto (2 ediciones)
El invierno en Lisboa (2 ediciones)
El Robinson urbano (3 ediciones)
El jinete polaco (2 ediciones)
El viento de la luna (1 edición)
En ausencia de Blanca (4 ediciones)
La noche de los tiempos (1 edición)
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La vida por delante (2 ediciones)
Las apariencias (1 edición)
Plenilunio (4 ediciones)
Pura alegría (1 edición)
Sefarad (6 ediciones)
Travesías (1 edición)
Unas gafas de Pla (1 edición)
Ventanas de Manhattan (2 ediciones)
ALGUNAS CRÍTICAS EN LECTURALIA
Precedida de cierto reconocimiento no deja de ser una novela negra de final previsible;
muy bien escrita, por cierto.
Beltenebros es una novela difícil de leer por los numerosos planos narrativos y temporales.
Esa aparente dificultad es una de las claves para disfrutar aún más su lectura.
No me digan que una novela que comienza con estas palabras no les atrae: "Vine a Madrid
para matar a un hombre que no había visto nunca"
Es una novela difícil de valorar. La prosa densa y elaborada de Muñoz Molina se impone
sobre la historia. Cada párrafo semeja una búsqueda del equilibrio perfecto entre narrativa
y poesía. Por otra parte, el paralelismo entre los dos acontecimientos me parece
excesivamente forzado. Por último, en demasiadas ocasiones deseas una cierta
aceleración. Sentí alivio al terminarla...
Demasiado complicado de leer. Historia bastante buena pero su complejidad ha hecho
que pierda el hilo algunas veces. Juega demasiado con la realidad y la ficción.
La novela es un juego de espejos que surca y enreda la intriga hasta sus últimas páginas;
manteniendo al lector en una ceguera de tonos asfixiantes, de matices fantasmales, ya
preludiados desde el inicio de la novela con el guiño a Pedro Páramo de Juan Rulfo: "Vine a
Madrid a matar a un hombre a quien no había visto nunca".
El héroe y el traidor son uno y el otro, carcajada del tiempo que sólo el destino tatuado
debajo de las máscaras del deseo -siempre doloroso- los distingue y confronta en un
encuentro casual que no es más -como dice Borges- que una cita.
Azar de soledades y ficciones, resplandor de un ángel caído que termina incendiando las
pupilas del ¿lector?
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