Pdf Nº10 - Ánima Barda

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La revista de relatos de ficción
Ene. 2013
La revista es
de publicación
bimensual y se
edita en Madrid,
España.
ISSN
2254-0466
Editor
J. R. Plana
Ayudante ed.
Cristina Miguel
Ilustración,
diseño y
maquetación
J. R. Plana
Ánima Barda es
una
publicación
independiente,
todos los autores
colaboran de forma desinteresada
y voluntaria. La
revista no se hace
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Copyright © 2013
Jorge R. Plana, de
la revista y todo
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Ciencia Ficción
AVENIDA COURIER Nº7 • Eleazar Herrera
UNFORGETTABLE • Carlos J. Eguren
LAWLESS TOWN • Cris Miguel
Terror
EL ÁTICO • J. R. Plana
EL CUADRO DE LOS BRADBURY • Ramón Plana
HISTERIA • Rubén Pozo Verdugo
HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. • Cris Miguel
Espada y Brujería
HISTRIÓN • J. R. Plana
EL MERCENARIO • Ricardo Castillo
Western - Guerra
ARENA, VAPOR Y MISERIA • Carlos J. Eguren
Pulp Ma
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La revista de relatos de ficción
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Núm. X
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Noir
UN DETECTIVE EN NAVIDAD • Carlos J. Eguren
RELACIÓN COMERCIAL • J. R. Plana
DESCONTROL • J. R. Plana
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J. R. Plana
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Erótico
VERDE ELÉCTRICO • Cris Miguel
LA MANSIÓN RICHFIRE • Cris Miguel
CARLA Y LAURA • Cris Miguel
Aventuras
VICTORIA #2 • Cris Miguel
ROY BURTON SIEMPRE DICE... • J. R. Plana
DETENIENDO FLECHAS CON BALAS • Juanjo de Goya
EL PROMETIDO HUIDO • Diego Fdez. Villaverde
MENTA CON HIELO • Eleazar Herrera
EL PERGAMINO DE ISAMU • Ramón Plana
LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS • Ana Gasull
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UNAS PALABRAS DEL JEFE
Cumpleaños feliz
J. R. Plana
Quién nos lo iba a decir a nosotros, hace tan
solo un año, que por estas fechas íbamos a seguir en pie tras haber pasado tantos buenos
momentos y haber conocido a tantas buenas
personas. Y que sólo por un pelo, por unas
insignificantes decenas de horas, no íbamos
a compartir aniversario con el famoso y neonato Milan (con acento en la i). Por poco, por
muy poco. Apenas cuatro días. Waka waka.
En fin, aquí estamos, tras un par de lavados de cara, algunas cosas nuevas y otras cosas que han quedado por el camino, y el horizonte no podía ser más prometedor.
...
Oh, venga, vamos, estaréis de broma, ¡dejad de asentir! ¡Claro que podía ser más prometedor! ¿Habéis perdido el juicio? ¿Qué hay
de los millones de lectores (y por lo tanto de
euros)? ¿Qué hay del alcance mundial? ¿Y de
las descargas kilométricas, de la compra de
Amazon y de la lanzadera espacial con nuestro logo? ¿Dónde están todas esas promesas,
eh? ¿Dónde el dinero para nuestros autores,
dónde el dinero para poder dedicarnos a la
cultura? Bueno, supongo que en el mismo sitio que Amy Martin, ya sabéis. Probablemente sea ella la que se ha largado con los millones que la gente se iba a gastar en revistas y
libros en una de esas misteriosas y oportunas
furgonetas blancas. Quizá los haya metido en
un sobre, camino de Suiza, las Islas Caimán,
la Tardis o vaya usted a saber dónde.
Aunque, claro está, emplear el dinero en
cultura —y no hablo de esa guisote oficial
que pretenden endosarnos como intelectualidad y cultura, esa en la que se invierte la
pasta sobrante, la que ya pasó por todas las
manos amigas, para obtener opiniones exaltadamente vacuas, que no piquen, suscriptores ideológicos, pensamientos generalizados
y menguados, esa, la cultura de la vanidad y
la bolsa— es una pérdida de tiempo y oportu-
nidades, puesto que la cultura no renta, tiene
(supuestos) principios y no se deja sobornar, no
hay apretones de manos, acuerdos por lo bajini, ni guiños de ojos. Tampoco hay bolos, ni
patrocinios de Lo Monaco a quince mil euros
los veinte segundos, ni gente repitiendo frases
hechas igual que parvularios en clase de inglés. No, la cultura es un rollo. No mola. ¿Qué
mierda de utilidad podría tener sacar adelante
a gente con capacidad de crear nuevas ideas al
servicio de ningún interés, ya sean propias o
revisiones anteriores? ¿Qué pedazo de idiotez
es esa de que la gente aprenda a tener criterio?
¿Y ahora, explicadme por favor, de qué coño
sirvieron Poe y Lovecraft, si ambos murieron
prácticamente en la más absoluta miseria?
¿Dónde están sus rentas, dónde sus estelares
herencias? Seamos lógicos, si no se ayudaba a
la cultura antes, ¿por qué se iba a hacer ahora,
con gobiernos democráticos, prácticos y modernos? Por favor, un poco de seriedad, amigos,
que ya tenemos una edad.
Indig-teces (por tod)a(s)parte(s), la revista
va bien, y esperemos que a mejor en los próximos 365 días. Ojalá.
Esto suena un poco derrotista, pero lo cierto
es que lo único que pedimos es seguir teniendo el tiempo suficiente para no tener que renunciar a esto. Oh, maldita era moderna, qué
amante tan exigente y caprichosa.
No me extiendo más, que luego me acusan de
plasta pedante. Pero es que me pongo a pensar
y se me encienden las ideas...
Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...
Ánima Barda - Pulp Magazine
AVENIDA COURIER Nº7
AVENIDA COURIER Nº7
por Eleazar Herrera
Nº4 Mayo ‘12
VENICE es un androide que habla el lenguaje
de las flores. Su tarea es arreglar los jardines
de toda la ciudad y atender pedidos a domicilio.
Cuando Talía recibe la primera rosa el día de
San Valentín, no imagina quién puede ser su
admirador secreto.
VENICE sí.
D
in, don.
La puerta se abre con un cálido chirrido y una joven aparece en el umbral. Registro sus
rasgos en un segundo para identificarla en los próximos encargos. Tiene los pómulos marcados y
ligeramente coloreados, el mentón partido en dos suaves curvas y las cejas repasadas con lápiz.
Pese al exceso de maquillaje que oculta su verdadera edad, reconozco en la línea de su cintura los
signos de la adolescencia. Guardo una fotografía mental de la destinataria y le tiendo una flor. Es
una rosa lavanda sin espinas, con un lazo plateado en la base del tallo. Ella me mira, enarcando
el ceño.
—¿Quién me envía esto?
—El remitente prefiere permanecer en el anonimato.
—¿Y no tiene ninguna tarjeta para mí? ¿Solo una flor? ¿Esta flor?
—La jardinería Eménez le desea un feliz San Valentín —recito automáticamente.
Me giro sobre los talones y echo a andar, resuelto, hacia el siguiente encargo. Me llamo VENICE. Soy de los primeros androides creados por el ser humano para trabajar. Hemos sido creados
únicamente para trabajar sin descanso, al principio en núcleos industriales, minas o cualquier
campo que requiera nervios de acero. Ahora, un siglo más tarde, todas las familias tienen derecho
a un androide personal que aporte un sueldo más en el hogar. Las tres leyes de la Robótica nos
impiden desobedecer cualquier ley bajo pena de desactivación. Pero no es algo que nos ocupe: ninguno podría saltarse la ley porque no existen conflictos de intereses en nuestro interior.
No pertenezco a nadie en concreto; soy público, del estado, y trabajo para él. Mi única empresa
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ELEAZAR HERRERA
particular es cuidar de las flores y recoger pedidos a domicilio que cualquiera puede solicitar por teléfono. Como no necesito alimentarme, ni me canso, ni «nada en general», puedo
recorrer la ciudad varias veces al día. Por las
noches vuelvo al cobertizo en el que vivo y
preparo los encargos del día siguiente. Y así
siempre.
La rutina no es molestia, porque la molestia
no existe para VENICE, suele decir Perkins,
el gerente de la floristería. Los androides no
pueden sentir nada en absoluto, pero si frecuentamos compañía humana somos capaces
de empatizar con ellas y entender —a través
del análisis— lo que ocurre dentro de sus cabezas. Ese es nuestro límite. El sentimiento
es terreno vetado para la mente acerada de
un androide.
El sonido de la música me conduce hasta
el remitente de la última flor del día. Subo
las escaleras de la entrada ordenadamente,
encajando el pie en la anchura del escalón, y
toco el timbre. Se impone el silencio, quizás
el rumor del viento, y unas pisadas se aproximan al exterior.
—Talía ha recibido satisfactoriamente la
flor —informo en cuanto la nariz aguileña de
Viktor traspasa el umbral.
Él asiente, sin dejar de mirar la chapa con
mi nombre. VENICE brilla en azul.
—¿Sospecha de alguien?
—No.
—¿Y qué dijo, exactamente?
—Preguntó si aquello era todo. Dijo, «¿esta
flor?». Esperaba una tarjeta.
Viktor rellena el talonario a toda prisa;
entiendo que no está prestándome atención.
Escudriño su grafía, curvada y empalagosa,
y deduzco, basándome en la tesis de grafología científica de Crépieux—Jamín, que es
un hombre pícaro, ordenado, optimista, mentiroso y con grandes aspiraciones en la vida.
Deslizo mis ojos por el nudo simétrico de la
corbata y admiro la perfecta armonía del
conjunto de oficina. Pocas personas pueden
presumir de un estilo impecable, aunque eso
signifique un gran complejo de inferioridad.
Cuando Viktor me da el talón, nuestras
manos se rozan un momento. La piel del empresario es demasiado suave para ser de un
hombre de negocios, y por el tacto viscoso sé
que utiliza una crema especial para manos
secas. Viktor se aparta rápidamente.
—Esta es la lista de flores que quiero que
le lleves cada viernes —Me enseña una cuartilla y memorizo el contenido—. Después de
cada ramo, vendrás aquí a confirmarme que
lo ha recibido. No tienes permiso para decirle
quién soy, ¿entendido? Me aseguraré de que
te desactiven si lo haces.
Viktor se despide con un leve cabeceo y cierra la puerta. Sus muecas hablan por él: no
le gustan los androides ni la inteligencia artificial, pero ve en ella una oportunidad para
encubrir sus propios asuntos. Basándome en
ciertos axiomas, —no se plantea escribir una
tarjeta a mano o utilizar un holograma con
reconocimiento de voz— prefiere que lo recite
yo mismo para no dejar rastro. Es un hombre inteligente; sabe que nadie puede hacer
hablar a un androide, ni siquiera a la primera promoción, que fue destinada al servicio
público por contener demasiados errores en
la interpretación y análisis de un entorno determinado.
Cada semana tengo un encargo de Viktor,
a cual más estrafalario. Le encantan las flores con redes y envoltorios estampados recargados. He tenido que reorganizar mi calendario de pedidos para poder conseguir las
flores que necesito; incluso he sido obligado a
pedir flores a otra floristería. Esta noche es
la penúltima de mi contrato con él y sin querer, sin deberlo, pienso en los motivos de su
correspondencia floral y los significados que
ésta encierra. Sacudo la cabeza. No debo pensar.
A la mañana siguiente vuelvo a la Avenida Courier número siete y le entrego el ramo
de flores. Los ojos de Talía se agrandan para
poder abarcar el océano de rosas. El placer
de sentirse deseada es inmenso y la colma,
pero no va más allá. Sus rasgos se endurecen
de pronto cuando busca una tarjeta y no la
Ánima Barda - Pulp Magazine
AVENIDA COURIER Nº7
halla. Está molesta.
—¿Por qué no hay tarjeta? ¿Es que nunca
voy a saber quién es?
—El remitente prefiere mantenerse en el
anonimato.
—¡Eso ya lo sé, imbécil! —exclama, ofendida. He insultado a su inteligencia, pero no
comprendo que es lo que desea oír en estas
circunstancias. No puedo saltarme las normas—. Bien, ¿y tiene algún mensaje para mí?
Niego. Ella eleva el mentón y me apunta
con el dedo índice, enfadada.
—Pues puedes marcharte y decirle que no
vuelva a traerme nada. Toma —estampa las
rosas contra mi pecho. Son como un colchón
natural—. Ya no las quiero.
—Le ruego que acepte el presente, señorita.
—«Le ruego que acepte el presente, señorita» —me imita, sátira—. Pues no pienso hacerlo. No sé quién es, pero dile que puede dejarlo estar. Estoy muy agradecida y todo eso.
—Todo regalo posee un mensaje, y no siempre debe estar explícito —le explico como dato
adicional. La conversación parece relajarla,
creo que me encuentra más humano. Prosigo—. Así como en un libro las premisas son
mucho más complejas e intervienen factores
del tipo intelectual, las flores son el correo
por excelencia. El mensaje permanece oculto
a primera vista y solo alguien que hable el
lenguaje de las flores podría averiguar el secreto que encierran.
—Oh —musita solamente.
—Su anónimo siente una profunda admiración por su belleza, también excitación.
—Señalo ambos colores: el amarillo del coqueteo y del juego, y el rojo de la pasión—.
El lazo hacia la derecha habla de que estos
sentimientos que manifiesta se refieren a usted. Como ve, ha retirado las espinas de los
tallos, lo que significa valentía a la hora de
mandarle este ramo.
Talía parece impresionada y, corroboro,
más tranquila. Nos miramos en silencio.
—Voy a traerte todas las flores que me ha
regalado para que me digas lo que significan.
—Si no recuerdo mal se tratan de una
rosa lavanda, una altea, un clavel doble, una
rosa azul y el ramo de rosas rojas y amarillas en intervalos de una semana. Significan
una gran belleza, persuasión, amor pasional,
amor imposible y excitación respectivamente. Si se fija en la progresión, pasa de ser
un simple detalle a emociones más intensas
y propias del ser humano enamorado. Pero
la rosa azul, que alude a la obtención de un
amor imposible, parece vaticinar un desenlace fatal. El remitente sabe que nunca va a estar con usted, pero sigue insistiendo porque
es lo que le dicta el corazón.
»Son cinco pedidos en cinco semanas. En
numerología, el cinco suele estar asociado
con un temperamento cambiante, decisiones
precipitadas, magia, aventura y abuso de los
sentidos.
»Las personas dicen mucho de sí mismas
cuando van a regalar. Piensan en ellas, en la
persona regalada y en la clase de relación que
mantienen. De la misma manera que puedes
adivinar quién ha escrito algo por el lenguaje
que utilice, puedes averiguar qué es lo que se
esconde tras una flor.
De nuevo, el rumor del viento. Quizás haya
hablado demasiado. La luz de VENICE se
vuelve anaranjada para expresar mi inquietud, pero Talía sonríe.
—¿Has adivinado todo eso en un ramo?
Asiento sin darle la más mínima importancia. Las personas suelen perderse en detalles
insignificantes para obviar lo verdaderamente importante. A veces incluso a propósito.
—¿Te veré la semana que viene?
Asiento.
—¿Y no podrías decirme quién es ni aunque te pagara un millón de euros?
—Un millón de euros no podrían romper la
cláusula de privacidad.
—Hasta la semana que viene, entonces.
Asiento por tercera vez, y de esa forma voy
avenida abajo.
El último encargo se compone de tres tipos
de flores que por suerte trasplanté hace unos
meses. Se trata de un botón de rosa con mir-
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ELEAZAR HERRERA
to, una globularia enroscada en la base y un
nardo. Viktor está proponiendo un encuentro
furtivo como si de dos amantes se trataran,
pero Talía lo rechazará. Ella solo quiere flirtear. Pese al compromiso, las personas disfrutan con el coqueteo porque necesitan sentir
que siguen siendo los mismos, que ninguna
otra persona puede marcarlas lo suficiente
como para volver a empezar. El miedo es el
peor mal de amor, y lo peor del mal es que
uno se acostumbra a él.
O eso dicen.
Me adentro en la periferia de la ciudad en
busca del cobertizo. Los hogares de los androides se ubican lejos del centro, lejos de la
humanidad, y solo los familiares pueden vivir
cerca de ellos. Los demás vivimos en bloques
de viviendas blancas. Es correcto. El blanco
es el color que nos unifica.
Llego al pequeño cobertizo y giro la manivela hacia la derecha. Después tecleo la
contraseña de cuatro dígitos y con un ligero
chasquido, la puerta se abre. Las luces se
encienden automáticamente, dibujando con
precisión la estancia. Me dirijo directamente
a la mesa de herramientas para trabajar.
Hay algo siniestro en el mensaje de Viktor.
No es algo que pueda percibir; las evidencias
están ahí, junto a las flores. La combinación
que me ha encargado podría despertar en
ella emociones tales como la angustia y el
miedo. Si mis deducciones son ciertas, y rara
vez suelo equivocarme —no estoy pecando de
vanidad: he sido creado para no errar—Talía
podría verse en peligro de nivel tres.
VENICE se tiñe de gris. Me asaltan las dudas. ¿Qué debería hacer? La cláusula de privacidad es clara: cualquier información sobre
el cliente es confidencial y bajo ningún supuesto podemos sacarla a la luz. ¿Ni siquiera cuando la vida de alguien corre peligro?
Reviso el archivo de las excepciones mentalmente, buscando algún resquicio legal para
ordenar mis ideas, pero no encuentro nada
sobre el tema. Al fin y al cabo, nosotros somos
androides, no personas, y no debemos tomar
decisiones por nosotros mismos fuera del ám-
bito profesional.
Las personas nunca entran dentro del ámbito profesional de los androides. Aunque
todo depende de la perspectiva que escoja.
Elecciones. Ni siquiera un androide puede
librarse de ellas.
Din, don.
Me recibe Viktor al pie de las escaleras.
Sonríe, pero percibo su inquietud.
—Aquí traigo el ramo tal y como me pidió
—le informo con voz neutra.
Viktor abre los brazos y se lo entrego para
que lo vea. La flor violácea de la globularia
describe un círculo perfecto alrededor del
tallo de la rosa. Un cordel plateado une las
flores del nardo con el mirto y sujeta la globularia desde un extremo. No estoy capacitado
para apreciar la belleza de una pieza floral,
pero está bien elaborada y eso es todo lo que
cuenta para mí.
—Vas a llevarle el ramo de flores junto a
esta tarjeta —Viktor ondea un sobre verde
pálido—. Tocarás el timbre y te irás corriendo. No debe verte. Ya te pagué por adelantado, así que en cuanto termines no hace falta
que vuelvas.
—¿No quiere que se lo entregue en persona?
—Eso es, no quiero.
—¿Podría preguntar por qué? —Aquellas
palabras brotaron de mi boca sin que me diera cuenta.
Viktor me dirige una mirada indescriptible. Sus facciones se han contraído en una
mueca suspicaz, pero enseguida recupera la
compostura.
—Limítate a hacer lo que te digo. —Me devuelve el ramo junto al sobre—. Adiós.
Y cierra la puerta.
Actuar como un sospechoso no le convierte
en uno de ellos, pero las evidencias hablan
por sí solas. Estoy un 92% seguro de que el
sobre contiene una dirección para verse en
persona, pues el nardo le advierte de esta intención. «Quiero ser tu amante, por las buenas o por las malas» es lo que estas flores sig-
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AVENIDA COURIER Nº7
nifican. Creo que quiere secuestrarla.
Me encamino, sin prisa, hacia la puerta
de Talía. Apenas me quedan unos metros y
tengo mucho que analizar. Los androides no
suelen actuar si no están totalmente seguros
de su decisión, pero pueden arriesgarse en
contadas ocasiones si los hechos les remiten
a una misma respuesta. El seguimiento, las
flores, sus significados y la forma en que me
ha despachado Viktor hoy me llevan a pensar en el peligro que podría correr la joven
Talía. Pero no estoy convencido. Los humanos tienen motivos estúpidos y alejados de la
realidad para justificar sus actos. Este podría
ser uno de ellos. O no. Y en cualquier caso,
¿qué puedo hacer para impedirlo? ¿Debería
espiarles?
VENICE se vuelve naranja. He llegado a
la puerta. Dejo las flores y la tarjeta y miro a
mi alrededor. La calle se encuentra tranquila, como en tantos viernes. No luce sospechosa —¿podría hacerlo?—. Son las once y cinco
de la mañana y el sol está casi en lo alto. La
iluminación es perfecta. Los criminales no
suelen delinquir a plena luz del día. No hay
razón para estar preocupado.
Toco el timbre y me escondo en los arbustos
de la esquina para ver cómo se suceden los
acontecimientos. No es Talía quien abre la
puerta, sino un hombre mayor. Su progenitor
recoge el ramo y la tarjeta, observa que no
hay remitente, y vuelve al interior.
Talía aparece fugazmente en el umbral de
la puerta. Sé que me busca. Ahora, las posibilidades de que Viktor cometa una imprudencia aumentan un 5%. Talía nunca aceptaría
las flores si supiera lo que significan, y sin mí
no tiene forma de averiguarlo.
Permaneceré escondido hasta que Talía
salga de casa. La seguiré solo para asegurarme de que está bien. Sé que no es correcto
meterme en asuntos ajenos, pero la probabilidad sigue ahí y no puedo dejarlo estar.
El tiempo no es problema para mí. Espero
cuatro horas y veintitrés minutos antes de
que Talía salga de casa envuelta en un abrigo
gigante y gafas de sol. Trata de esconderse.
Inevitablemente pienso en la cita y en un hipotético desenlace. Talía dobla una esquina y
yo la sigo sigilosamente.
Las mujeres jóvenes con un alto grado de
belleza son blanco fácil para hombres que no
se sienten realizados. Proyectan en ellas todos sus rechazos —sentimentales, laborales,
sociales—para sentirse fuertes y ganadores.
Talía se detiene en una cafetería y entra.
Me detengo a unos metros de ella y me apoyo en la pared. Unos minutos después vuelve
a salir con dos cafés para llevar. Su cita es
Viktor. Lo sé, pero no puedo explicar por qué.
Continúa la caminata hacia el parque Besterfield, conocido por el anillo verde que lo rodea. A partir de aquí tendré que prestar más
atención para guardar mis pasos del ruido.
No solo tengo que evitar que Talía me vea;
Viktor puede aparecer en cualquier momento. Por una parte, eso confirmaría mi teoría y
podría actuar a pleno rendimiento. Por otra,
no quisiera tener que hacerlo. Significaría
demasiado
Ella se detiene en el cartel de información.
Puede que haya quedado en reunirse allí o
esté mirando una dirección en concreto. No
tengo que esperar para divisar la figura de
Viktor aproximándose hacia ella. Lleva una
camisa azul medianoche que le marca los
músculos del pecho y hombros, a juego con un
pantalón vaquero. Luce como si no hubiera
tardado nada en decidir el conjunto. Parecer
informal le ha costado horas.
La sorprende por detrás con un cosquilleo
en la cintura. Talía se vuelve y le mira de
arriba abajo. Se muerde el labio, excitada por
el peligro, no por la pasión. Viktor hace una
lectura que no puedo descifrar y le ofrece el
brazo con galantería. Ella se sonroja. Es joven e impresionable. Los hombres de su edad
no la tratarían así.
Se internan en el bosque, y yo voy tras ellos.
La hilera de sauces refresca el lugar y dota a
este instante de cierta armonía, como si nada
malo fuera a ocurrir. El viento que tanto me
ha acompañado durante estos días ha desaparecido. Solo se oye la quietud y algún que
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ELEAZAR HERRERA
otro piar desenfadado. Unos metros más allá,
las pisadas de Viktor y Talía arrugan las hojas caídas. Mis pies apenas rozan el suelo. Sé
que Viktor está atento a cualquier movimiento en el aire. Desconozco si porta un arma,
pero la utilizará si me descubre aquí. Solo
ha de dispararme en la cabeza para desactivarme. Luego no tendrá más que enterrarme
o llevarme al desguace más próximo. No le
hará falta una explicación; nadie lamenta la
muerte de un androide. Quizás este método
sea más violento que la desactivación manual, pero la vida, aunque artificial, se apaga
de la misma manera.
A lo lejos distingo una mesa de piedra.
Viktor ha colocado un mantel y ha preparado una merienda un día tan gélido como hoy.
Sin duda, el tiempo perfecto para que en un
determinado momento ella se acurruque junto a él.
Se sientan uno frente al otro. Viktor saca
dos platos de comida caliente y un termo.
Mientras meriendan, Talía ríe sus comentarios. VENICE parpadea. Me encuentro ligeramente exaltado ante lo que pueda ocurrir.
He de permanecer oculto entre los árboles.
La campa no me permite avanzar más sin ser
visto, así que no puedo escuchar la conversación.
Mi única opción es guiarme por lo que no
dicen. Ambos parecen estar pasando un buen
rato. El frío invade poco a poco el parque. He
aquí la oportunidad que Viktor estaba esperando. Talía se frota los brazos. Viktor le ofrece su chaqueta, oferta que ella rechaza por
cortesía. Como un relámpago, Viktor cruza la
mesa y la atrae hacia sí. Ella corresponde al
abrazo apoyando la cabeza en su hombro.
¿Por qué? No lo comprendo. Talía ni siquiera se siente atraída por él, pero accede a
refugiarse en sus brazos. Tampoco retrocede
cuando Viktor agacha la cabeza para besarla,
aunque su mandíbula se tensa. El beso es non
grato. Cuando se separan, Viktor acaricia su
mejilla con la mano izquierda. Los labios de
Talía se curvan en una mueca que pretende
ser alegre. Susurra algo. Él le muerde la ore-
ja, ella reprime un escalofrío desagradable
y frunce el ceño, arrepentida de encontrarse
allí. El juego se ha vuelto en su contra y la
placentera sensación de peligro ahora le provoca un fuerte tembleque.
Quiere marcharse, pero Viktor la retiene
con la mano derecha y mueve los labios, a lo
que Talía niega con la cabeza. Entiendo que
está en un apuro. ¿Qué debo hacer? No, ¿qué
debería hacer? Sé lo que ocurrirá si intervengo. Y aún existe un 1% de probabilidades de
que me equivoque y tenga alguna absurda
explicación humana. ¿Es eso posible? Sí. ¿Es
eso probable? No. ¿Qué es lo correcto? Basándome en la cláusula de privacidad, huir
es lo correcto; basándome en la ética y moral
humana, arriesgar mi vida. Una provocará
mi desactivación, la otra me mantendrá con
vida. ¿Pero a cambio de qué? ¿De una muerte
inocente?
Ha oscurecido sin casi percatarme de ello.
Viktor comienza a besarle en el cuello mientras sisea algo, y Talía gimotea de angustia.
Cuando él comienza a desatar los botones de
su blusa, las probabilidades desaparecen.
Viktor va a violarla.
VENICE resplandece de amarillo, el color
de la energía. He tomado una decisión. Quizás no sea humano, pero me crearon a su
imagen y semejanza. Y esto es lo que uno de
ellos habría hecho.
Echo a correr y embisto a Viktor, quien solo
ha podido verme como un único fotograma.
—¡Corre! —grito a Talía. No necesita escucharme dos veces.
—¡No! —farfulla Viktor, mirándome como
por primera vez. Es muy posible que acabe
en la cárcel por mi culpa. O gracias a mí—.
Sabes lo que te espera, ¿verdad?
Provocará mi desactivación, sí. Pero alargaré el desenlace hasta que Talía esté a salvo. Si no, nada habrá valido la pena.
Para cuando Viktor desenfunda su arma,
un revólver de calibre 36, yo corro campo abajo en busca de Talía. Oigo un disparo, pero no
hago sino correr más rápido. Soy un androide
y puedo alcanzar los 60 kilómetros por hora,
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algo que solo puede conseguir un galgo.
Encuentro a Talía en el suelo. Se vuelve
con aprensión hacia mí, pensando en su asesino, pero suspira al reconocerme. Se levanta a duras penas, congelada y llorando. Me
quito la chaqueta y se la echo por encima con
precisión.
—Vamos. ¿Estás bien?
Ella no contesta. Nos cogemos de la mano
y echamos a correr con los disparos de fondo.
Uno me alcanza la pierna y doy un traspié,
soltando a Talía.
—¿Estás bien?
Asiento. No duele.
—Estoy llamando a la policía —le informo,
señalando la placa que llevo en el antebrazo.
Es un pequeño ordenador de a bordo para llamadas de emergencia.
Seguimos corriendo mientras explico nuestra situación a la policía. Reprimo las ganas
de decirles que Viktor está a tan solo unos
metros de nosotros, que deben darse prisa.
Si lo hiciera, no sería prudente. Talía podría
darse por vencida y no dejaré que eso pase.
Salimos a la carretera principal, pero ningún coche nos asiste. Talía grita cada vez que
gira la cabeza y ve a Viktor apuntándonos
con la pistola. Una bala silba en mi oído. Ha
estado demasiado cerca. La siguiente será
certera.
Me detengo de golpe, sintiendo el tirón de
Talía y su mirada de súplica. Ella no entiende. Debo hacer tiempo hasta que llegue la policía. Extiendo los brazos para protegerla. A
un metro escaso, Viktor sonríe.
—Te has dado cuenta de que es imposible
huir, ¿verdad? Vas a morir, androide. Y contigo hablaré después, preciosa —añade lascivamente.
Talía estalla en lágrimas, aterrada. Cree
que va a morir.
—Estúpida chatarra. ¿Cómo te atreves?
¿Es que te crees humano? Deberías haberte
limitado a hacer tu trabajo. ¡Mira lo que has
conseguido! —exclama, con una nota dramática.
El silencio enfurece a las personas, así que
debo contestar.
—La violación es un acto sexual no consentido y está penado por la ley. No entiendo
cómo un humano puede saltarse una ley dirigida expresamente hacia él.
—Es lo mismo que estás haciendo tú, estúpido. Pero no importa: se acabó jugar al superhéroe.
La paradoja me confunde, e intento encauzar mis pensamientos hacia otro sitio.
—Baja el arma.
—¿O si no qué?
—Baja el arma.
Con toda respuesta, Viktor apunta a mi
otro pie y dispara. Caigo de rodillas. Talía
chilla de terror, tapándose el rostro con las
manos.
—No duele, tranquila —susurro para que
mantenga la calma.
Viktor se aproxima y coloca la boca del cañón en la sien.
—¿Tus últimas palabras?
¿Cuáles serían mis últimas palabras si
fuera humano? ¿Tendría miedo de morir? ¿A
quién echaría de menos? ¿Por qué ahora, al
borde del final, empiezo a imaginar una vida?
¿Y está mi imaginación programada, y por
tanto limitada? ¿Podría haber evitado esta
situación? ¿Alguna vez fui libre?
Una sirena rasga el silencio.
—La policía ya está aquí.
El rostro de Viktor se deforma en una mueca iracunda y aprieta el gatillo. Una corriente
eléctrica atenaza mi cuerpo. Me deslizo hasta
el suelo sin poder ver nada.
—¡Alto, policía! ¡Baje el arma! ¡Queda usted arrestado! ¡Cualquier cosa que diga será
utilizada en su contra…!
Oigo ruidos, pero no soy capaz de descifrarlos. «Gracias», dice alguien cerca de mí.
¿Qué…? Es la voz de una joven. ¿Quién es?
VENICE se apaga.
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J. R, PLANA
EL ÁTICO
Nº8 Oct. - Nov. ‘12
por J. R. Plana
E
l hombre terminó de
empujar el sillón contra la puerta y se miró las
manos; estaban llenas de
sangre. La derecha estaba
atravesada por un profundo
corte en la palma, por el que
se entreveían los tendones y
el hueso, y sangraba profusamente. La izquierda tenía
un mordisco. Y no era animal ni humano.
Ahora que la entrada al
ático estaba bloqueada con
varios muebles, corrió al salón. Las luces no funcionaban, así que tuvo que ir con
cuidado para no abrirse la
cabeza contra alguna puerta. Allí, alumbrado por la
luz de la luna, se arrancó un
jirón de túnica para improvisar una venda mientras
por Nombre Apellido Apellido
sentía como el miedo atenazaba sus manos.
¿En qué habían fallado? ¿Dónde estaba el error? No alcanzaba a entenderlo. Supo que algo iba
mal cuando el sótano se quedó a oscuras, iluminado únicamente por el resplandor púrpura de las
líneas dibujadas en el suelo. Un agudo grito de terror rasgó el mutismo y el Maestro se retorció,
arrastrado a las sombras de un tirón. Él no esperó a ver más, tiró el cuchillo ceremonial al suelo
y salió corriendo, abandonando a su suerte a los otros cuatro iniciados que, apenas empezaron
a chillar y suplicar por su vida, fueron silenciados con chasquidos y gorgoteos demenciales. Casi
no llegó al ascensor, a medio camino unas mandíbulas se cerraron sobre su pulgar y tuvo que
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EL ÁTICO
patear a esa cosa con fiereza para lograr que le soltara sin llevarse el dedo.
Con la herida taponada, comenzó a pensar en una salida. Los nervios de la huida le habían
traicionado, y había pulsado el botón que llevaba al ático en vez de salir en la primera planta y
correr a la calle. Ahora estaba atrapado allí arriba, con la única entrada bloqueada y a treinta y
dos plantas del suelo. Un ruidito amortiguado le llegó del otro lado de la puerta. Cliiiink.
Mierda. Han encontrado el ascensor.
No corrió, ni siquiera se movió del sitio. No podía. Sólo era capaz de mirar horrorizado la entrada, con los muebles apiñados y manchados de sangre.
Sus músculos reaccionaron bruscamente cuando la
puerta se convulsionó y agitó, como si la hubieran embestido, pero sin emitir ni
un solo sonido. Permaneció
un instante parado hasta
que volvió a pasar, y entonces huyó hacia la terraza.
Esos bastardos la tirarían
abajo en completo silencio.
Venían a por él.
Corrió la puerta de cristal
y se asomó al exterior. Los
edificios estaban demasiado
separados y no había ninguna cornisa por la que poder
escapar. El viento soplaba
a rachas violentas, con esa
potencia que sólo se encuentra en las alturas. La luna
llena y amarillenta parecía
burlarse con muecas desde
el cielo estrellado, disfrutando de su desliz e insignificancia. Agarrado a la
barandilla, echó un vistazo por encima del hombro.
La puerta seguía vibrando,
cada vez más combada. Personalmente, prefería una muerte de treinta y dos plantas que una
eternidad con ellos.
Con lágrimas en los ojos y pulso tembloroso, tomó fuerzas y pasó las piernas de un salto al
otro lado, soltando las manos en cuanto estuvo en el aire. El viento lo azotó, agitando su túnica,
y sintió vacío el estómago cuando bajo su cuerpo solo tuvo aire.
El suelo lo encontró rápido. Fue un golpe seco, crudo, de plano, como cuando te das un planchazo en la piscina, y sintió dolor en la cara, en las manos, en el torso y en las piernas. Y le dolió
aún más cuando su corazón siguió latiendo y su cabeza funcionando. Abrió los ojos. Seguía vivo.
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J. R. PLANA
No se había desmembrado ni sus intestinos estaban repartidos por la acera. Estaba…
Estaba en la terraza del ático. Seguía en la condenada terraza, sólo que él había saltado
hacia la calle y ahora estaba dentro, sobre el suelo de gres. ¿Cómo demonios…? Dirigió sus
ojos hacia la puerta, justo a tiempo para verla saltar por los aires en completo silencio, destrozando los muebles apilados y desperdigándolos por la entrada.
No se lo pensó dos veces, se puso en pie de un brinco y volvió a pasar por encima de la balaustrada, precipitándose de nuevo al vacío. Vio algunas personas que paseaban por la calle,
pequeñas almas noctámbulas, diminutos puntos sobre el asfalto. Sin duda, lo que menos esperaban es que un hombre vestido con una túnica y las manos heridas se despedazara contra
el suelo a altas horas de la madrugada.
Y por segunda vez besó el gres, y esta vez le dolió el doble, no solo por el golpe, sino porque
tomó conciencia al instante de dónde se encontraba.
Sin levantarse, miró dentro del piso. Se veían al fondo las astillas de la puerta, que colgaban desmadejadas del marco de la entrada. Uno coro de sombras desiguales, grandes y pequeñas, se recortaban en el salón, observándolo, con maliciosos puntos rojos por ojos. Algunas
sombras tenían más de dos.
La sangre se le apelmazó en las venas y la saliva se convirtió en arena. Empezó a temblar
frenéticamente, casi con convulsiones, y sintió el calor de la orina mojándole las piernas. Algo
lo arrastró al interior, con una violencia que casi le arranca los brazos. Las sombras le rodearon y, sin emitir un solo ruido, se lanzaron sobre él, sumiéndole en un mundo de oscuridad y
ojos rojos.
Lo había intentado, pero nadie podía escapar de ellos.
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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS
Victoria #2: Con un poco de ayuda
por Cris Miguel
de mis amigos
Nº2 Marzo ‘12
Victoria y Manuel pertenecen a una organización que protege a los humanos, concretamente a los humanos de Madrid. Ambos lucharán contra las criaturas sobrenaturales que se encuentren en su camino y por lograr una credibilidad que aún no
han podido demostrar.
L
leva otra cerveza al salón. Ha invitado a los tres, y se están tomando unas cañas en lo que
terminan de hacerse las pizzas en el horno.
—...porque no me cuadra. Ya te digo que es muy raro —está diciendo Manuel.
—¿Cómo puedes ser tan pesado? ¡Todavía sigues con lo mismo! —le increpa Victoria, sentándose en el sillón junto a Gonzalo.
—¿Qué pasa? —contesta poniéndose a la defensiva —.Tú también lo piensas.
Su compañero, Manuel, llevaba semanas dando vueltas al mismo molino. Desde el incendio en
el polígono no se habían producido ataques, y esa cuestión es la que le parecía extraña. “¿Por qué
han cesado de repente?”, se preguntaba una y otra vez. Victoria estaba harta de divagar sobre el
mismo tema, pero tenía que darle la razón, no había respuestas satisfactorias.
—Cambiemos de tema —dice Gonzalo—. Pues… yo sigo igual con Eva, por si os interesa.
—No te hace ni caso, ¿no?—bromea Nacho.
—Pufff… —resopla Gonzalo—. Sí… no… Depende…
—Eso se traduce en “sólo como amigos”, vamos —sentencia Victoria.
Gonzalo y Nacho también trabajan para la Organización, pero no a pie de calle como Victoria
y Manuel. Gonzalo se encarga de la informática, especializado en los gadgets y en demás artilugios de utilidad. Nacho, por su parte, trabaja en el departamento científico: analizando muesÁnima Barda - Pulp Magazine
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CRIS MIGUEL
tras, buscando indicios, perdiendo el tiempo
en el laboratorio…
Por fin se sientan a la mesa y durante los
quince minutos en “modo devorador” nadie
dice nada. Nacho trae el postre que ha preparado él mismo: una tarta de queso.
—Hmm… ¡Qué buena pinta! —comenta
Manu.
El dulce lo toman con calma.
—¡Por cierto! Vosotros que estáis más con
él, ¿cómo va Ernesto con el reclutamiento? —
pregunta Manu.
—Pues… —Gonzalo traga antes de contestar—, creo que bien. Ya sabéis que no es muy
conversador, pero he oído que ya le ha echado
el ojo a un posible candidato.
—¡Ah! ¿Y en qué facultad está?
—En teleco —contesta Nacho.
En las pocas semanas que lleva en Madrid,
Ernesto no ha parado ni un minuto. Está en
un área distinta a la de Manu y Victoria, y
además se está dedicando intensivamente
a la labor corporativa y no tanto a la caza,
como hacía antes. Por mucho que haga o que
aparente, para Victoria y Manuel siempre va
a ser un rival en todos los aspectos.
—¿En teleco? ¿Nos faltan técnicos o ingenieros? —pregunta Victoria antes de meterse
el último trozo de su porción en la boca.
—Ni idea, pero allí está.
La conversación decae a partir de ahí, y a
las doce y media los tres se van a sus respectivas casa. Al fin y al cabo es martes, y mañana hay que madrugar.
Manuel llega a su barrio con relativa rapidez. Gonzalo le ha dejado a unas manzanas
para no tener que desviarse demasiado. De
todas maneras, a Manuel le gusta pasear.
Siente el frio en su cara y se sube el cuello del
abrigo. La noche es fría y, al ser entre semana, no hay ni un alma por la calle. Cruza el
paso de cebra y oye un pitido. El transmisor.
Manuel se pone alerta. Lo saca del bolsillo
de dentro del chaquetón. Pero el ruido no se
repite, y la luz tampoco está encendida. Le da
unos golpecitos. Nada. Sea lo que sea lo que
provocado el ruido, ya está lejos. Continúa su
camino. En esa zona de Arturo Soria sólo hay
casas y urbanizaciones de pisos, no se mueve
nada en la calle. El parque de enfrente está
oscuro, y el pequeño bulevar que lleva hacia
él no es más que un pasillo de tierra coronado
por árboles que siembran todo de sombras.
Manuel sostiene el transmisor por si acaso.
No le falta mucho para llegar.
Cuando va a girar a la derecha para dejar
atrás el parque, oye un ruido. Un ligero roce
entre los matorrales. Se pone en tensión, intenta discernir algo, pero las farolas apenas
desprenden un halo pequeño de luz solitaria.
Cruza la calle y entra en el parque. El viento se levanta, y eso hace más difícil prestar
atención a los ruidos. Mira el transmisor y
éste no emite ni un destello. Si hay algo acechando, tiene que ser medio humano, sino
el aparato estaría prácticamente echando
humo. Muy despacio, con el brazo a media altura para percibir el posible parpadeo del led
en caso de captar un rastro leve, inspecciona
el parque atentamente, escrutando cada rincón. Se detiene en el centro. Silencio, sólo silencio. Pero Manuel sabe que no son imaginaciones suyas, ahí, en algún rincón, hay algo.
Un pequeño destello le indica que el transmisor ha detectado algo. Manuel, alarmado,
lo observa y sigue la dirección que le marca.
A lo mejor no es tan humano… Sale del parque, acelerando el paso. El aparato comienza
a emitir un pitido, que se hace cada vez más
intenso. Sube una pequeña cuesta. El sonido
se vuelve casi continuo. Llega a la rotonda
y el transmisor se apaga de nuevo. Manuel
no puede ocultar su tensión. “¿Qué está ocurriendo?”, piensa. El transmisor no puede fallar: o detecta a un demonio o no lo detecta,
pero no puede quedarse a medias. Mira a su
alrededor, sólo hay pisos y más pisos. En la
esquina izquierda ve un edificio blanco, que
identifica como la iglesia de la zona, una de
esas de diseño modernista que se confunden
con el paisaje urbano. Se dirige ahí, a paso ligero, en mayor estado de alarma ante el sinsentido de la situación. Rodea el edificio, y no
encuentra nada. Durante un segundo le pa-
Ánima Barda - Pulp Magazine
VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS
rece percibir un pequeño destello de luz en el
transmisor, pero se extingue en cuanto dirige
su mirada hacia él. Se aproxima a la puerta
principal e intenta entrar. Cerrada. Por unos
instantes, pierde la noción del tiempo. Mira
a un lado y a otro, y después al transmisor,
esperando ver algo. Nada. Está claro que ha
perdido el rastro, un rastro extraño y errático. Permanece unos minutos aguardando, de
pie en las escaleras de la iglesia, vigilando
en una y otra dirección. Después decide emprender el camino de vuelta. El desacierto y
el desánimo lo acompañan, junto con una peculiar sensación. Se siente observado, y por el
camino se gira varias veces para comprobar
su espalda y los alrededores. Por supuesto,
en ninguna de ellas ve nada raro. Sin embargo, algo se oculta en las sombras, burlando
de alguna manera el transmisor, escondido a
la su vigilante mirada. Y Manuel lo sabe. No
está solo.
A la mañana siguiente se levanta pronto.
Ha quedado en ir a recoger a Victoria. Así
aprovecha el trayecto para hablar de lo ocurrido la noche anterior. Tras desayunar brevemente, se va.
Le resulta imposible evitar el atasco de
todas las mañanas, y tarda prácticamente
media hora en llegar a casa de Victoria, muy
próxima al centro. Ella le está esperando en
la calle. Se sube, se quita el abrigo y lo deja
en los asientos traseros.
—Poco más y me congelo —se queja Victoria.
—Ya sabes, el agradable tráfico matinal —
responde sarcásticamente.
—¿Qué pasa, de qué querías hablar? —pregunta Victoria frotándose las manos.
—Alguien me siguió ayer al llegar a mi barrio.
—¿Cómo que te siguió?
—Sí, al principio creía que era algo sobrenatural, porque el transmisor pitó —se para
en el semáforo y aprovecha para mirarla—.
Pero luego el sonido cesó, aunque lo que fuera seguía ahí. Pude sentirlo.
—¿Cómo que lo que fuera? A ver… si el
transmisor se apagó tenía que ser humano,
¿no?
— Sí, eso pensé yo… —Se pone en marcha
mientras sigue dudando—. Aunque si hubiera sido humano, lo hubiera visto, lo hubiese
encontrado. Esta cosa se movía demasiado
rápida para ser una persona.
—¿Y si el transmisor no es tan infalible
como pensamos?
—No lo sé… Es más, ¿quién lo sabe? Si es
que apenas hemos tenido ocasión de probarlo
en condiciones —se lamenta Manuel.
—Ya… pero supuestamente en EEUU sí
que han tenido muchas ocasiones, y si fallara
lo sabríamos.
—Puede…
—Se me está ocurriendo… ¿Y si estás sugestionado y te lo has inventado todo? —esboza una sonrisa pícara—. Puede que algo
te sentara mal. ¿Te duele el estómago? ¿Has
dormido bien?
—Tranquila, mamá. Ya soy mayorcito,
¿no? —Manuel mira a Victoria alzando una
ceja. Entonces se vuelve a poner serio—. Fue
muy extraño, Vic, y sé que era sobrenatural.
Resopla y pone el intermitente hacia la derecha en la rotonda. Ya casi han llegado.
—Hablaremos con Gonzalo, que eche un
vistazo a tu transmisor. Y si no ve nada, pues
estaremos alerta —le intenta tranquilizar
Victoria.
—¡Qué remedio!
—¡Oye, no te quejes! Ayer en la cena te lamentabas de que no había habido más ataques, ahí tienes tu señal conspiranoica —sigue tomándole el pelo.
—Sí, pero me conformaba con un demonio
tonto, o con algún indicio de la ContraOrganización. Pero persecuciones entre las sombras mientras estoy volviendo a casa… Qué
mal gusto.
—¡Anda! Si fuera una acosadora no te quejarías tanto... Pronto tendremos alguna explicación, ya verás. Pero hasta entonces, vale
ya de lamentaciones. ¡Vamos! —le apremia
mientras se bajan del coche y se dirigen al
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CRIS MIGUEL
trabajo, al centro de la Organización.
La Organización es la versión corta, su
verdadera denominación es “Organización de
Seguridad para el Combate de lo Antinatural”, aunque están en trámites de cambiarse
el nombre porque más que antinatural era
sobrenatural, y el nombre en sí es excesivamente largo. Por el momento, algún lumbrera ha propuesto ya usar el acrónimo OSCA,
y, a falta de una idea mejor, la gente está empezando a cogerle el gusto.
Entran en el edificio y cogen el ascensor
para llegar a la tercera planta, la suya, donde se encargan de las posibles apariciones,
los crímenes, la regulación de las criaturas…
Obviamente, no todas eran una amenaza. Y
aunque en España, y más concretamente en
Madrid, la población de criaturas sobrenaturales no era muy grande, cada vez aumentaban más, desde la “revelación”, las criaturas
que venían a España de vacaciones. Se puede
decir que su planta era como un pequeño departamento de policía dentro de la Organización.
Se dirigen al despacho. La estancia que
comparten no es más que un habitáculo con
dos escritorios, una gran ventana y una pecera encima de la estantería. Victoria odia ese
recipiente con agua, pero a Manuel le encanta, porque le relaja contemplar cómo nadan
los cuatro pececillos que tiene.
Se sientan cada uno en sus respectivas mesas y encienden el ordenador. Dejan la puerta abierta, les gusta estar en contacto con el
resto de compañeros, aunque a esas horas
sólo han llegado dos chicas que se encargan
básicamente de la investigación y obtención
de datos, ya que todavía no han terminado
la instrucción en la Academia. A mitad de
la mañana suena el teléfono. Lo coge Manu.
Cuando cuelga, Victoria le mira inquisitivamente.
—Era la policía… Me han dicho que les ha
llamado una mujer muy asustada porque cree
que su hijo está poseído o en un raro trance
—la informa Manu escépticamente.
—¡Qué bien! ¿Ahora somos Constantine?
No sabía que también hiciéramos exorcismos
—bromea Victoria. Manu se encoge de hombros.
—La mañana está tranquila, no perdemos
nada por acercarnos, ¿no?
—Manda a otros —contesta Victoria, desentendiéndose.
—No. ¡Venga! Sabes que no me gusta estar
encerrado.
—Bueno… Pero como lo único que le pase
al hijo es que esté drogado me invitas a comer
—le reta Victoria, cogiendo el abrigo.
El edificio es uno más entre miles. En una
zona ni buena ni mala, ni cara ni barata. Suben al piso de la mujer, que les está esperando impacientemente. Les invita al salón y los
tres se acomodan en los sofás. La señora pasa
los cincuenta años y parece que está buscando algo en la habitación o repasando el polvo
de todos los rincones, porque su mirada oscila
de un lado para otro. Sin embargo, su lengua
no se mueve, y se sumergen en un silencio
incómodo que Victoria decide romper.
—La policía nos ha dicho que cree que su
hijo está en trance o poseído, ¿qué le hace
pensar eso?
—Pues… Verá… Apenas sale de su habitación, ya casi no habla. Él… no es el mismo…
—contesta nerviosa la mujer.
—¿Y desde cuándo está así? —interviene
Manuel.
—Va a hacer prácticamente un mes. Yo
pensaba que estaría disgustado por alguna
muchacha, pero sigue igual y…
—¿Sabe si toma algún tipo de drogas? —interrumpe Victoria.
—¡¿Mi hijo?! Por supuesto que no —responde tajante—. Nunca lo ha hecho, ni se ha metido en líos.
—¿Podemos verle? —pregunta con cautela
Manuel.
—Sí, vengan.
Rápidamente, la mujer se levanta y encara
el pasillo. Se vuelve a mirarles para asegurarse que la siguen. Se detiene en la segunda
puerta. Llama. Victoria y Manuel se quedan
unos segundos esperando, hasta que final-
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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS
mente la mujer se hace un lado y les permite
entrar. Victoria pasa delante. El joven que se
encuentra en la habitación tiene la mirada
perdida. Está sentado en la cama contemplando la pared de enfrente; ni se inmuta con
su presencia.
—Hola soy Victoria y él es mi compañero
Manuel, trabajamos para la Organización…
¿Me escuchas? —el chico no hace ningún signo de asentimiento.
—Déjenos solos con él —le dice Manuel a la
señora, que asiente y cierra la puerta tras de
sí—. Muy bien chaval cuéntanos que te ocurre.
Silencio.
—Estamos aquí para ayudarte, pareces
asustado. ¿Qué te da tanto miedo?—pregunta Victoria, acuclillándose delante de él. El
chico fija su vista en ella.
—¡Mira! Empieza a reaccionar —comenta
Manuel.
—Dinos qué te pasa —el joven la mira fijamente, pero vuelve a bajar la vista—. Está
bien —dice Victoria levantándose—, no vamos a perder más tiempo. No sé qué coño te
ocurre, pero no somos tus psicólogos. Supongo que sabes a qué nos dedicamos, sino míralo en Internet. Ten mi tarjeta —el chico alarga el brazo y se la coge—, si cambias de idea
y quieres hablar con nosotros, estaremos encantados de volver a intentarlo. ¡Hasta luego!
—con una zancada llega hasta la puerta, y
sale de la habitación seguida de Manuel.
Se van a comer cerca del trabajo. Aunque
es más pronto de lo habitual, apenas dejan
algo en sus platos. Comparten impresiones
sobre el muchacho sin llegar a ninguna conclusión válida. Su comportamiento es extraño, pero no hay pruebas de que tenga nada
que ver con la su especialidad. Manuel dice
que igual hubiera sido buena idea pasar el
detector, por si apreciaba algo fuera de lo
normal. Victoria aprovecha entonces para retomar sus burlas sobre la manía persecutoria nocturna de Manuel. Así continúan hasta
que acaban, y después vuelven a la oficina.
Al llegar se encuentran su piso vacío. Ellos
se han adelantado a la hora, así que deducen
que estarán todos en el comedor del edificio.
Se sientan en sus escritorios y disfrutan del
ambiente silencioso, que incluso los ordenadores respetan, haciendo el mínimo ruido.
La tarde avanza despacio, pasando desapercibida. De repente, el teléfono rompe el
silencio, hasta ahora gobernante absoluto de
la habitación.
—¿Sí? —contesta Victoria—. Ajá… ¿Dónde?... Está bien, dame la dirección —apunta
los datos en un papel y cuelga –. Ha aparecido un hombre muerto, Ernesto va para allá.
A nosotros nos toca su casa —informa a Manuel, al tiempo que se levanta para ponerse
el abrigo.
El sitio está cerca del Paseo de la Castellana. Tardan algo más de lo habitual en llegar,
ya que son pasadas las seis y prácticamente todos los componentes del sistema laboral
de la zona intentan volver a la comodidad de
sus casas. Finalmente encuentran la calle en
cuestión. Enseñan la placa para que el portero les abra y entran a toda prisa. Éste les
facilita la llave de la casa y después suben
por las escaleras, ya que son sólo tres pisos.
En el tramo entre el segundo y el tercero, se
cruzan a un hombre que baja los escalones
de dos en dos. Pasa a su lado sin saludar ni
mirarle mucho, concentrado en sus asuntos.
Manuel y Victoria se miran. Entonces arrancan y suben corriendo el tramo que les queda.
La puerta está abierta. Atraviesan el umbral
y ven como el fuego está devorando gran parte de la estancia.
—¡Corre! ¡Podremos alcanzarle! —grita
Manuel saliendo velozmente, seguido de cerca por su compañera.
Ambos se paran en la puerta del portal.
Miran a un lado y a otro. Casi al llegar a la
esquina una mujer se está quejando del empujón. Esa es su señal. Emprenden de nuevo
la carrera tomando el camino de la derecha.
El sospechoso les saca bastantes metros, pero
aún pueden verle. El aire frío les empieza a
pinchar en los pulmones. Siguen corriendo.
Conforme se alejan de la Castellana, las ca-
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lles se hacen más estrechas y sinuosas. No
ven lo que ocurre a su alrededor, están concentrados en esquivar a los transeúntes y no
perderle. Siguen corriendo cuesta arriba. Parece que le están ganando terreno. Giran a la
izquierda y llegan a un parquecito. El sospechoso no está. Dan unos pasos atrás.
—¡Joder! ¿Pero qué coño…? —exclama Victoria poniéndose en guardia.
El parque está desierto. Desierto de presencia humana. Pero sus transmisores no paran
de pitar. Están frente a seis ghouls. Éstos les
rodean poco a poco. Victoria, que ya tiene su
pistola en la mano, dispara al más alejado, el
que tiene a su derecha. Sabe que los ghouls
pueden saltar desde muy lejos, y cuanto más
lo estén, más fuerte es la embestida. Manuel
la imita y dispara al de su izquierda. Aunque
el disparo no es mortal, ha servido para tumbarle. Los cuatro que quedan ilesos se abalanzan sobre ellos. El reparto es equitativo,
dos para cada uno. Sacan sus cuchillos, ya
que, en distancias cortas, son más efectivos.
Victoria recibe un mordisco en la pierna,
pero es superficial; no le da tiempo al demonio a hincar más los dientes. Con el cuchillo
de la mano izquierda se defiende, clavándolo
en el cuello y saltando hacia atrás para zafarse. El otro aprovecha que se ha alejado unos
metros para lanzarse encima de ella. Ruedan
por el suelo, con Victoria esquivando una a
una las dentelladas mientras acuchilla como
puede. Manuel, está en una situación de mayor desventaja. Tiene a un ghoul enganchado
del brazo izquierdo y el otro le mordisquea la
pierna derecha. De un fuerte puñetazo libera
su brazo izquierdo. Aprovecha los segundos
de dispersión para cortarle la cabeza limpiamente al que le tenía agarrado por la pierna.
Cojeando, intenta alejarse al mismo tiempo
que saca su pistola. Lamentablemente el
ghoul le golpea antes de poder disparar. Cae
de espaldas sobre el frío suelo, y el arma cae
lejos de su alcance. Nota calor en la cabeza,
debe de estar sangrando. Forcejea con el demonio pero no consigue llegar hasta el cinturón, donde tiene los cuchillos. Se retuerce
e intenta pegar a la criatura con los puños,
pero le tiene bien sujeto. Desde el suelo ve
que el ghoul que había herido se acerca también a él.
—Socorro —lo dice tan entrecortado que
apenas se oye.
Victoria sale a rastras de debajo del demonio. Le ha costado, pero ha podido asestar
puñaladas en distintas partes del estrecho
cuerpo hasta que, finalmente, ha muerto. Se
levanta. Está magullada. Recorre con la vista
el parque, y ve a Manuel tirado en el suelo,
defendiéndose como puede del demonio que
está encima intentando morderle. Victoria
saca su arma y dispara. Éste se desploma sobre él, o eso supone ella, ya que algo la ataca
por la espalda, impidiendo ver el resultado
de su tiro. El demonio no estaba tan muerto
como aparentaba, únicamente muy malherido. Esta vez consigue cortarle el cuello, al
mismo tiempo que ve a Manuel chocar contra un banco. “Mierda”, piensa. Va a echar
mano de la pistola cuando suena un disparo y el ghoul cae. En la esquina opuesta del
parque hay un hombre con gabardina empuñando una pistola. Victoria se levanta y hace
amago de ir hacia él. Éste le hace un gesto de
asentimiento con la cabeza y se va con paso
apresurado. Victoria deja para más tarde las
persecuciones a misteriosos desconocidos, y
corre hacia Manuel. Han dejado el parque
lleno de charcos burbujeantes. Está inconsciente, pero, milagrosamente, no tiene ninguna herida abierta. Llama a emergencias y en
cuestión de minutos están en la ambulancia
camino del hospital.
Manuel consigue irse por su propio pie. La
única herida, la de la cabeza, la han curado
poniéndole un par de grapas, al mismo tiempo que le recomendaban quedarse toda la noche en observación. Pero a la media hora está
saliendo por la puerta acompañado de Victoria. Mientras se dirigen a la parada de taxis,
suena el móvil de ella.
—Es el chico de esta mañana —le dice a
Manuel, cuando cuelga—. Quiere que me reúna con él en un bar. Pero tú vete a casa, ya
Ánima Barda - Pulp Magazine
VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS
te llamo yo después.
—De eso nada. Estoy perfectamente, voy
contigo —la tozudez habla por Manuel.
Victoria le echa una mirada con condescendencia, sabe que no le va a convencer de nada.
En eso sí se parecen, son igual de cabezotas.
El taxi les deja en la puerta del bar. Es un
bar de barrio, sin pretensiones, con las mesas
justas y una barra enorme. Victoria se sorprende porque para ser un miércoles hay mucha gente, la barra está prácticamente llena.
Clientes habituales que se toman una cerveza, o quizá algo más, antes de subir a casa.
En una de las mesas les espera el joven.
—Ya estamos aquí —dice Victoria a modo
de saludo—. Tú dirás.
—¿Qué os ha pasado? —pregunta alarmado el chico.
—¡Oh! ¿Esto? No es nada —dice Manu quitándole importancia—. Nos atacaron por sorpresa.
—¡Joder! ¿Pasan esas cosas d verdad? —se
sorprende—. Bueno… Vamos a ver… yo… —
de repente se sumerge en el letargo en el que
estaba por la mañana—. Me daba cosa hablar de esto en casa… Mi madre piensa que
estoy loco… no sé.
—No te preocupes, hemos tenido varias
urgencias que no eran urgencias. Desde la
“revelación” muchas madres de adolescentes
creen que sus hijos están poseídos, en lugar
de saber que tienen el pavo o van hasta arriba… Los tiempos cambian—comenta Manu,
para dar confianza al chaval.
—Sí, bueno… Mi madre es un poco así. No
estoy poseído, pero… —se para y baja la mirada—. Me pasó algo raro…
—Tranquilo, nosotros estamos curados de
espanto. Lo que nos digas nos lo creeremos, y
seguramente podremos ayudarte —le anima
Manu. Victoria observa recostada en la silla.
—Está bien. Un día conocí a una chica, era
vecina mía, muy guapa. Empezamos a hablar, nos encontrábamos por casualidad en
el portal… Al final subí a su casa, y bueno…
¡lo hicimos! Estuvimos como dos semanas liados, pero fui notando que cambiaba de humor
mucho, y uno de los días que subí a su casa,
descubrí que no era que cambiara de humor,
sino que eran ¡gemelas! —Manuel y Victoria escuchan pacientemente—. Las dos eran
muy posesivas y no querían salir conmigo a
ningún sitio, yo creía que era porque se avergonzaban de mí… Así que dejamos de vernos. Como una semana después, me aburría
en casa y subí a verlas, pero… no me abrió
nadie… no estaban —el chico se para, con la
mirada fija en el vaso.
—¿Qué tiene eso de fantástico? —pregunta
Victoria.
—Veréis, me extrañó que se fueran y estuve preguntando a todos los vecinos… Y resulta que allí no vivía nadie desde hacía cinco
años —ahora sí consigue captar la atención
de los dos.
—¿Cómo que…? ¿Fantasmas? —pregunta
Manuel.
—¿Me creéis? —dice el chico inseguro.
—Claro que sí. Mañana a… —el teléfono
interrumpe a Victoria—. Perdonad —se levanta para cogerlo.
—No te preocupes, mañana iremos a ver
ese piso. Si hay alguna presencia, del tipo
que sea, la captaremos.
—¿Sí? ¿Cómo los cazafantasmas?—pregunta el muchacho visiblemente más animado.
—No como ellos, pero disponemos de algunos métodos para limpiarlos —dice Manuel.
—Joder, creía que me estaba volviendo
loco, que me lo había imaginado… —el volumen de la televisión, que sube de repente,
deja la frase inacabada.
Victoria está en la barra, diciendo al camarero que ponga las noticias. La televisión es
lo más nuevo de todo el mobiliario, y es que el
fútbol es el fútbol. Pero ahora no emiten ningún deporte. Ahora es Ernesto quien sale por
la tele, en una rueda de prensa. Se hace el
silencio y todos escuchan atentamente. Es la
primera vez, desde la “revelación”, que la Organización sale en los medios. La actividad
sobrenatural en la ciudad no es muy alta,
y nunca habían tenido antes un crimen. El
discurso es directo y firme, transmite segu-
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CRIS MIGUEL
ridad y diligencia. Si supieran que todas las
pistas que podían encontrar habían ardido
esa misma tarde… Ernesto termina con una
frase tajante en la que asegura que cogerán
al responsable. El camarero vuelve a bajar el
volumen y Victoria se sienta de nuevo en la
mesa. La gente de su alrededor comenta el
discurso. En general no saben que pensar, les
ha parecido creíble, pero por otro lado siguen
sin fiarse de lo sobrenatural. Está claro que
la imagen de la Organización… sigue aún
por los suelos; aunque el tiempo ayudará a
cimentar la credibilidad.
—¿Ese era de los vuestros? —pregunta el
chico.
—Sí, y ahora nos tenemos que ir —dice Victoria—. Pero mañana por la mañana investigaremos lo que nos has contado, ¿de acuerdo?
Cogen un taxi para recuperar su coche, que
seguía aparcado donde lo habían dejado esa
tarde. Manuel va a casa de Victoria.
—Tengo tantas cosas en la cabeza que me
va a explotar —se queja Manuel.
—Eso es por el golpe que te ha dado el
ghoul —bromea Victoria.
—Por cierto, ¿cómo has acabado con ellos?
—He tenido ayuda… Había un hombre que
disparó al que estaba a punto de morderte —
dice Victoria algo consternada.
—¿Un hombre que disparó? ¿Y de dónde
coño ha sacado el arma?
—No lo sé, cuando me levanté estaba allí,
y me iba a acercar pero se fue. Él sí que se
creía Constantine, con la gabardina puesta y
matando demonios… También llevaba sombrero.
—¿Estás de coña? —Manuel no puede
creerse lo que está oyendo—. ¿Y cómo supo…?
—No lo sé —Victoria suspira y se acomoda
más en el asiento del copiloto, mientras mira
la las luces de la ciudad. Cada vez tienen más
preguntas.
(Doble espacio)
Al día siguiente van a ver directamente a
Nacho al laboratorio. Le cuentan lo ocurrido
el día anterior. Éste no da crédito, y les explica qué ha descubierto él.
—Esto no lo sabe aún nadie de por aquí, así
que no alcéis mucho la voz, por si las moscas
–mira por encima del hombro hacia los otros
compañeros que se hayan enfrente—. Este
tipo es Alfredo Merchán. Es doctor en teología por la universidad del Vaticano y también
licenciado en psicología, pero por lo que más
se le conoce es por sus estudios y publicaciones sobre parapsicología y demonología.
Nacho se calla un segundo, dando un toque
de tensión a la situación.
—El profesor Merchán ha investigado mucho sobre la esencia demoníaca y el mundo de
lo paranormal. De hecho, estaba ya metido
en el tema antes de que se hiciera pública la
existencia de la Organización. Sus primeros
trabajos no tienen nada novedoso, son sólo
compendios y análisis de mitos, tradiciones
y otros textos. Pero, en los últimos años, el
profesor ha causado algo de conmoción en el
mundo de lo esotérico. En su último libro hablaba sobre ciertos descubrimientos que había hecho en lo que se refiere a la invocación
y dominación de un demonio. Según él, había
encontrado una manera para realizar este
proceso sin ningún peligro para el invocador,
y de hecho citaba varias fuentes antiguas en
las que algo se habla del tema.
—¿Y qué decía en el libro? ¿Explicaba cómo
hacer eso?
—¡Qué va! El libro era una especie de anticipo, únicamente para tener a la gente en
ascuas. No ha llegado a publicar el siguiente,
al menos que yo sepa. Pero lo que sí está claro es que en el último libro del profesor hay
indicios de que había encontrado algo, cosas
que no podría saber si no fuera así.
Nacho se calla otra vez, mientras rebusca
en unos papeles. Victoria y Manuel le miran
fijamente, esperando que continúe con la explicación. Al final, Victoria no puede más.
—¿No nos vas a contar de qué indicios se
trata?
—No —Nacho se encoge de hombros. Del
montón de hojas saca un folio lleno de gráficas—. Es demasiado engorroso y largo de
explicar, además de que tampoco es especial-
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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS
mente importante —agita el papel que tiene
en la mano—. Pero esto sí que es interesante… Oh, sí…
—¡Al grano, Nacho! —Victoria sube levemente su puño en señal de amenaza.
—Voy, voy… Ya sabéis que cuando se encuentra un cuerpo que puede tener relación
con demonios le sometemos a varias pruebas
y mediciones, entre otras cosas para descubrir posibles interacciones con seres que no
son de aquí —Nacho coge aire profundamente y extiende el documento frente a ellos—.
Pues bien, nuestro profesor se ha salido de
las tablas en éste análisis —y señala con el
dedo uno que tiene muchos colores.
—¿Ese para qué es? —inquiere Manuel.
—No me has dado tiempo a seguir, déjame
explicarte. Este lo usamos para rastrear un
tipo de energía muy rara y poco habitual: es
la marca demoníaca pura y por excelencia,
unos átomos tan malignos que sólo pueden
venir desde el infierno más profundo —lo dice
con una sonrisa exagerada, dando demasiado
dramatismo a la escena.
—¿Puede un átomo ser maligno? —pregunta Manuel al aire. Nacho le ignora y continúa
con su exposición.
—Un ser que deja este rastro debe ser terriblemente peligroso y anormal, y desde
luego no puede traer buenas intenciones. No
hace mucho que realizamos este análisis, lo
impusieron como norma hace poco, por lo que
en contadas ocasiones hemos tenido una levísima señal. Pero este cadáver, amigos, venía
hasta las cejas —y para remarcar ese hecho,
abre mucho los ojos.
—Vale, vale, está bien Nacho —le corta
Victoria antes de que siga enrollándose, como
suele ser habitual—. Lo cogemos. Se resume
a un bicho muy malo y raro que llena todo de
polvo infernal y que ha tenido relación con
un cadáver reciente. ¿Crees posible que sea
fruto de las investigaciones sobre invocación
del profesor?
—No lo descartes, Victoria, es probable
que, si no es por eso, al menos vayan por ahí
los tiros —Nacho comienza a guardar todos
los papeles.
—Bueno, gracias Nacho. Veremos a ver
qué averiguamos por ahí. Si encuentras algo
más dínoslo de inmediato.
Se encaminan a la casa del chico. En la oficina no les queda nada por hacer, si permanecieran allí encerrados se subirían por las
paredes.
—¿Qué piensas del fallecido? —pregunta
Manuel para romper el silencio.
—La verdad es que no lo sé. A ver, está claro que estaba metido hasta el fondo, quizás
enfadó a quien no debía.
—¿Hablas de la ContraOrganización?
—¿Quién si no?
—A lo mejor el hombre de la gabardina…
No sabemos nada de él.
—Entonces, ¿por qué nos ayudó? No tendría sentido…
—Ese tipo va por libre, mejor no descartar
nada.
Aparcan en un hueco libre y entran en el
portal del día anterior. Suben las escaleras,
ya que el chico les dijo que era el último piso.
Sólo había dos puertas por cada planta, la
suya era la de la izquierda, la B. Llaman. Es
mero formalismo. Como se esperan, no contesta nadie. Manuel consigue abrir sin forzarla, gracias a la ganzúa que lleva siempre
encima. Entran. El piso muestra signos de no
haber sido utilizado desde hace tiempo. Victoria saca el transmisor, éste emite una señal
muy débil.
—Está claro que ha habido algo aquí, pero
se ha ido —se queja Victoria.
Aún así inspeccionan toda la casa. En la
habitación grande, que correspondería al
dormitorio principal encuentran a un hombre muerto.
—¿Qué cojones…? —Manuel se dirige a él.
Victoria está llamando ya a la Organización. En menos de media hora, se llevan el cadáver que no superaba los 25 años. El equipo
forense fotografía todo, pero no hayan nada
que les vaya a servir. El chico no ha muerto
por causas naturales. Victoria y Manuel ya
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CRIS MIGUEL
no hacen nada de provecho en la casa y se
disponen a irse. En el descansillo está el típico vecino curioso que les corta el paso antes
de que puedan empezar a bajar las escaleras.
—¿Qué ha ocurrido, señores? —les pregunta cortésmente.
—Hemos encontrado un cadáver en la casa
—contesta Manuel, saltándose un poco el
protocolo—. ¿Ha visto u oído algo?
—Se lo advertí a ese muchacho, le dije que
se alejara de ellas… Pero no me hizo caso —
se lamenta negando con la cabeza—. Ustedes
entienden de demonios, ¿no? Entonces sabrán lo que es un súcubo. Eso es lo que había
ahí dentro.
—¿Súcubos ha dicho? —se gana toda la
atención de Victoria—. ¿Cómo está tan seguro de que lo eran?
—Los chicos hablaban solos, estaban en su
sueño feliz, les conquistaban… —mira al techo para recordar mejor—. Básicamente, lo
sé porque a mí también me pasó. Fui su primer trofeo.
—¿Y siguen aquí? —pregunta Victoria con
cautela.
—No, señorita. Se fueron hace un mes
aproximadamente.
—¿Sabía quiénes eran? —pregunta Manuel.
—Sí. Eran dos ancianas que murieron hará
unos cinco años, gemelas. No estaban muy
dispuestas a dejar los placeres de este mundo…
Victoria apunta sus nombres para investigarlas. Dos muertos en dos días por causas
totalmente distintas. A los jefes no les va a
gustar nada. Parece más sencillo hallar a
los súcubos. Empezarán buscando el rastro
en antiguas propiedades, en algún sitio tienen que estar. De vuelta a la oficina, Victoria
escribe un email al muchacho contándole lo
que han descubierto, ya que por la mañana
no estaba en casa. Seguro que le tranquilizaría saber que no estaba loco, y que tenía
una explicación, aunque para él pueda ser un
poco surrealista.
La tarde la pasan prácticamente sumer-
gidos cada uno en sus meditaciones, nunca
se habían sentido con tan poco control como
ahora. La situación se les está yendo de las
manos. Tienen dos cadáveres de distinta
procedencia, cuyo origen era igual de difícil.
Por un lado estaban los súcubos, que, aunque sabían a lo que se enfrentaban, tenían
que hallar una forma de atraparlos, nunca se
habían enfrentado a seres incorpóreos. Por
el otro lado estaba la ContraOrganización,
siempre presente, y ellos iban un paso por
detrás.
Victoria y Manuel se disponen a irse ya a
sus casas. Manuel lleva el coche, esta semana le toca a él. Se ofrece a pasar la noche con
Victoria, pero ésta deniega la invitación.
—Prefiero organizar mis ideas, hay tantos
cabos sueltos que no sé por dónde empezar a
atarlos.
—Podemos hacerlo juntos —insiste.
—Otro día —firme pero cordial—. Quizás
tenga razón la gente y seamos unos farsantes… No somos capaces de protegerlos.
—¡Oh no! No te tortures —Manuel toma
la rotonda que lleva a la calle de Victoria—.
Era imposible anticiparse, pero ya sabemos
lo que buscamos, las atraparemos.
—¿Y la ContraOrganización? —las dudas
siembran su rostro—. Cada vez nos demuestran que tienen más poder, se ríen en nuestra
cara…
—Todos cometemos errores. Cuando ellos
los cometan, estaremos preparados —Victoria asiente, meditabunda.
—¡Hasta mañana! —y sale del coche.
Victoria piensa en lo que va a poner en la
televisión para desconectar. Necesita tener la
cabeza despejada, está en un bucle y ella no
es así. Es práctica y consecuente. “¿Pero qué
te pasa?”, piensa. Está actuando como en sus
mayores temores, negativa y escépticamente.
“Claro que las vamos a atrapar”. Sólo tiene
que hacer algunas llamadas, para que les suministren el material que necesitan. Victoria
entra en casa. Deja el bolso, va a su habitación, se quita los zapatos y, acto seguido, se
lava las manos en el baño. Coge un vaso y
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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS
una Coca-Cola de la nevera y se va al salón con ella. Por poco se le cae el vaso. Sentado en el
sillón está el hombre misterioso que le ayudó la pasada noche.
—¿Cómo coño has entrado? —Victoria intenta recordar dónde está su arma más cercana.
—Tranquila, he venido a charla contigo —Victoria ve que se ha puesto cómodo, porque ha
dejado la gabardina y el sombrero en la silla del comedor. “Si quisiera hacerme daño, ya lo
habría hecho”, reflexiona.
—Tú dirás —contesta reticente.
—Os he estado observando y no lo estáis manejando nada bien —enciende un cigarro y expulsa el humo—. Son más poderosos de lo que pensáis. Necesitáis mi ayuda.
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CARLOS J. EGUREN
UN DETECTIVE EN
NAVIDAD
Nº9 Marzo ‘12
por Carlos J. Eguren
L
a ciudad bulle en un hormigueo sin límites, huele a llanto y turrón, hace frío y hay muchedumbre. La ciudad apesta a Navidad.
Soy detective. Un buen detective. Resuelvo casos, me traiciona la femme fatale de turno, me
dan una paliza, hago chistes irónicos, apesto a alcohol y cigarrillos, tengo voz grave y lo más importante: llevo gabardina y sombrero. Algunos dijeron que soy un cliché con patas; “dijeron”, no
creo que su tumba submarina les permita decir algo en presente. Ja.
Hoy en mi despacho, “la Ratonera”, está un viejo gordo, vestido con camiseta hawaiana. Su
piel blanca está quemada al sol, a la parrilla, y lleva la barba tan limpia como un estercolero.
Bebe de una petaca sin parar, mientras amenaza con hacer trizas la silla de madera donde se
había sentado. Me pagará un suplemento para una silla nueva sobre mi tarifa habitual.
El tipo lloriquea, sumergido en un mar de pañuelos mugrientos y balbuceando. Como hombre
comprensivo que soy, le doy tres cachetadas, le escupo, le lanzo un montón de humo a la cara y
le digo:
— ¡Abuelo, vocaliza!
Tras unos segundos de llanto dubitativo, el cliente consigue hacerse entender. Más o menos.
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UN DETECTIVE EN NAVIDAD
Tampoco aplaudamos.
—Antes vivía en el Polo Norte… Tenía una
gran guarida de hielo con bastoncitos de caramelo gigantes. Los villancicos y las luces de
Navidad plagaban todo a mi alrededor. Los
osos polares me ayudaban. Los elfos eran mis
sirvientes. Todos colaborábamos para que
mis renos voladores me llevasen en trineo
cada año a llevar regalos a cada niño que se
había portado bien. Mamá Noel me preparaba una taza de chocolate caliente con nubecitas y un par de galletas crujientes. ¡Galletas
crujientes! ¿Entiende lo valioso que es eso?
—Bien. ¿Y?
—Soy Papá Noel. ¿No le sorprende?
—Una vez hablé con un hombre inteligente, ya nada me sorprende, abuelo. ¿Por qué
ha venido aquí? ¿Los renos han intentado
matarle?
—Oh, ¡es algo peor! ¡Vinieron especuladores a comprarme la guarida! ¡No quise vender y me quemaron la casa!
—La derritieron querrá decir, ¿no?
—Sí, claro. Pero eso no fue lo único… Luego, Mamá Noel quiso envenenarme el chocolate e irse con uno de los capataces duende.
¡Me querían matar para llevarse la pasta
del testamento! ¡A mí! ¡Luego, el resto de los
duendes me denunció y tuve que pagarlo dejándoles los regalos como aval! Después, la
peligrosa unión de dentistas me quitaron los
bastoncitos y las M/P.A.T.R.A.C.A. (Madres/
Padres Anónimos Tirantes y Retorcidos Asociados Contra Algo) me denunciaron por ser
gordo, un mal ejemplo para críos, entrar por
chimeneas y dar regalos a sus niños. ¡Me han
hundido! ¡Quiero morir!
Escupí a mi viejo tazón, porque creí que
quedaría muy bien, y le dije:
—Todos tenemos un mal día, viejo. ¿Por
qué has venido aquí? ¿Qué tengo que resolver?
—Cientos y cientos de años he cumplido mi
función –dice el tipo que se creía Papá Noel–.
Nunca he faltado y ahora me encuentro con
esta crisis, con este problema, con este agravio… Alguien ha querido hundirme y quiero
saber por qué.
—Bien, no es lo más raro con lo que me he
encontrado –juzgué–. ¿Con qué me va a pagar?
—Con la bicicleta roja que me pediste cuando tenías once años y nunca te traje porque
tu madre temía que te partieses la cabeza
intentando imitar a aquel chaval que volaba
con ella en esa película del alienígena. ¿Trato
hecho?
—No habrás esnifado nieve, ¿no?
—No… ya no.
—Me lo pensaré. Puede irse. Sé cómo encontrarle.
—¡Acéptelo, no se lamentará!
— ¿Qué sabrá usted? Siempre he sido un
hombre muy sensible.
Ayudo a salir al anciano. Los niños pobres
del barrio lo ven. Iban a pedirle un par de regalos o, lo que era más simple, le iban a robar
todas las cosas.
El gordo loco sale caminando, pero recibe
un pelotazo de nieve inesperado. Le da en la
cabeza. El borracho se tambalea, resbala hacia la carretera.
Un camión de un dibujo animado (con forma de esponja para pies que se dirige a un
desfile) lo arrolla y se pinta del rojo de la sangre y los sesos. Papá Noel nieva sus tripas.
Me aparté y cerré la puerta con tranquilidad. Encendí un cigarrillo y llamé al ayuntamiento para que enviase alguien a limpiar
por fuera de mi negocio (no quiero darle mala
fama y el alcalde me debe un favor).
Es un día más, un día normal, pero soy feliz, porque cuando tuve doce años dejé de escribir a Papá Noel, escribí a otros que me concedieron dos deseos: ser un detective como el
de las viejas revistas pulp de mi padre y matar al cabrón de los renos que no me trajo mi
bicicleta roja. Ahora, me había vengado.
Y además tres reyes y además magos pagan mejor que uno solo.
Al fin y al cabo, este año me he portado muy
bien y merecía ya que fuera teniendo buenos
regalos.
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J. R. PLANA
HISTRIÓN
Nº6 Verano ‘12
por J. R. Plana
Son tiempos tenebrosos y crueles, donde los que juraron proteger y defender a los demás
a costa de sus vidas han olvidado sus promesas. Con la maldad campando a sus anchas
por el mundo, la necesidad de un paladín que se alce por la humanidad es casi imperiosa.
¿Quién nos asistirá en tal momento de desesperación?
Prólogo
sta historia tuvo lugar en un mundo imposible durante una época que jamás existió.
Eran tiempos oscuros, tiempos de sufrimiento, maldad y perversión. El mundo ha sido
abandonado a su suerte y se halla sumido en el caos y la locura.
No fue la guerra la que trajo los males. No hubo batallas, ni guerreros, ni espadas. Fue algo
más terrible y más sutil, contra lo que no puedes luchar tan fácilmente.
E
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HISTRIÓN
Séptico, profundo conocedor de todas las
debilidades del alma humana, no llegó a
Seisnaciones a lomos de caballos ni al mando
de un poderoso ejército, no asedió fortalezas
ni ensartó cabezas en picas. Séptico fue sutil
y diestro, dio un golpe de poder tan sigiloso
que la población nunca se percató de lo que
ocurría y siempre fue demasiado tarde para
hacer algo. La bilis de Séptico resbaló impregnando el orden de las cosas, las formas
de vida, el funcionamiento del mundo.
Los líderes de Seisnaciones, tres hombres
y tres mujeres conocidos como los Custodios,
fueron los primeros en caer. Siempre se creyeron a salvo en el interior del Octanón, la
fortaleza piramidal que flota sobre las aguas
del Mar Soberano y desde la que dirigen Seisnaciones. Qué equivocados estaban.
Séptico susurró a sus ancianos oídos, deleitándoles con promesas de grandes poderes
ignotos, y ellos se doblegaron ante las sublimes tentaciones. Llegó sin que nadie se diera
cuenta y los hizo arrodillarse sin que fueran
conscientes. Se convirtieron en marionetas,
juguetes en sus manos, y él manejaba en silencio y entre sombras el destino de Seisnaciones ante la indolencia de su población. Es
entonces cuando cobraron especial sentido
las palabras del sabio poeta del Imperio Remulano: “Quis custodiet ipsos custodes?”.
Con los Custodios dominados, la podredumbre de Séptico se extendió por doquier. Antiguos y olvidados dioses prohibidos se alzaron
de nuevo, dispuestos a recuperar lo que siempre les había pertenecido, deseosos de subyugar y esclavizar. Séptico los invocó y ellos
acudieron, impacientes por pactar con él. Así
volvieron al mundo los Mil Demonios de la
Sierra de Nácar o los íncubos de Al´Kahab;
llegaron reptando al amparo de la noche, con
el mundo dormido, y se introdujeron en cada
rincón, cada casa, cada palacio, cada mente,
viciando y alterando la realidad a su antojo.
Y, en medio de esta edad sombría, Histrión
apareció. No hablaremos ahora de lo poco que
se sabe de él ni de lo mucho que se rumorea,
no adelantaremos acontecimientos ni descri-
biremos las consecuencias de sus actos; dejaremos, simplemente, que la historia transcurra y nos desvele los misterios de este extraño
héroe, si es que se puede conocer alguno.
I
Al final del Laberinto de los Infinitos Caminos, esos que recorren las llanuras de arena, y junto al comienzo del Desierto Eterno,
que es donde acaba el mundo, está Gul´sige.
Erigida entre cambiantes dunas y los deslucidos huesos rotos de gigantescos cadáveres,
Gul´sige, la ciudad mercado gobernada por
Moordenaar el ogro, lanza la oscura luz de su
faro negro sobre la sofocante arena.
Aquí empieza nuestra historia. Una caravana formada por tres carretas y una veintena de personas avanza penosamente por un
camino empedrado del Laberinto. Al fondo,
recortándose contra el horizonte, se vislumbra Gul´sige, de murallas gruesas y planas y
un altísimo torreón. Y sobre ella, nubes púrpuras se arremolinan en el cielo, rugiendo y
lanzándose rayos las unas a las otras.
Los viajeros caminan despacio, arrastrando los pies, como cuerpos sin vida animados
por magia. Solo uno de entre ellos, una joven
chica llamada Nashama, parece albergar
algo de vida en sus ojos. Contempla la ciudad fijamente y el miedo tiene paralizado su
rostro en una expresión de horror. Sus dedos
agarran con fuerza la brida de su camello y
sus pies apenas avanzan. Nadie parece darse cuenta cuando se para en seco, incapaz de
dar un paso más.
Es una voz a su espalda la que la saca de
la parálisis.
—¿Tienes miedo?
Nashama se gira bruscamente, sobresaltada por la cercanía de la persona que habla.
Resulta ser una mujer de rostro cuadrado,
aunque bello y proporcionado, de ojos grises
y mirada intensa. Nashama asiente en silencio, impresionada por los raros ropajes de la
desconocida. Ésta protege su cabeza con un
pañuelo de tal manera que sólo deja visible
su rostro, y esto es lo único que oculta por
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J. R. PLANA
completo. Tanto el vientre como las piernas
y brazos los lleva destapados. En el pecho
lleva una tela enrollada y en las caderas un
enorme cinturón, muy parecido al de las bailarinas del viento, del que cuelgan tres tiras
de seda teñida, dos hacia los lados y una por
delante, que le llegan por las rodillas. Calza
unas sandalias de tiras de cuero, y todo está
teñido en el tono de la arena. Es raro ver a
alguien tan ligero de ropa en el desierto.
—¿Qué es lo que te asusta? —pregunta la
mujer. Su voz es suave, casi un susurro, pero
Nashama la oye perfectamente, como si estuviera en su cabeza.
—Los ogros —responde la chica.
La mujer asiente y hace un gesto con la
mano, para que camine con ella. Nashama
comienza a andar casi sin querer, arrastrando a su camello con ella. Se fija entonces en
que la extraña lleva brazaletes de cuero con
extrañas inscripciones en las muñecas, y que
se apoya en una especie de vara de madera
casi tan alta como su portadora.
—Cuéntame, ¿por qué les temes? ¿Qué sabes de ellos?
—He oído algunas historias —responde
Nashama, dedicando unos segundos a rebuscar en su cabeza—. Dicen que son voraces,
violentos, mucho más fuertes que los uglos
que tiran de estos carros, y que capturan gigantes. Les gusta mucho el oro y están siempre de mal humor. Tienen a su servicio a
montones de cin de arena, esos asquerosos y
chillones trasgos enanos. —Levanta la vista
para mirar a la mujer a los ojos—. Les temo
porque esclavizan a la gente, los obligan a
trabajar para ellos en sus horribles ciudades
y jamás les dejan salir. A veces se los comen
porque sí.
Esto último lo dice Nashama muy por lo
bajo, como si temiera que solo por mencionarlo le fuera a ocurrir a ella. La mujer no
aparta la mirada de ella.
—Si tan peligrosos son, ¿por qué viajas entonces a Gul´sige?
—No lo sé —contesta Nashama visiblemente molesta. Señala con la cabeza a la carreta
que va por delante—. Es cosa de mis padres.
Hace tres noches decidieron que no podíamos
seguir comerciando en el Laberinto y que lo
único que podíamos hacer era ir a una ciudad de ogros. He intentado convencerles de
que no es buena idea, pero no me escuchan.
Ellos —añade haciendo un ademán a toda la
caravana—conocen igual que yo las historias
sobre ogros, pero parece que les da igual. No
sé porque no lo ven.
Las dos alzan la vista de nuevo hacia
Gul´sige. Cada vez están más cerca y la ciudad resulta más y más imponente.
—¿Y tú sí lo ves? —pregunta la mujer.
—Claro.
—¿Y por qué crees que es?
Nashama se encoge de hombros. La mujer
sonríe y su dentadura blanca contrasta con
las caras tristes y resignadas del resto de la
caravana. Entonces vuelve a hablar.
—Los ogros son ciertamente todo eso que
dices. Pero tienen sus puntos débiles. Son vagos, su número es escaso y su inteligencia es
aún menor. —Le guiña un ojo a Nashama—.
Yo te cuidaré ahí dentro, no tienes nada que
temer.
La joven, aunque frunce el ceño con preocupación, se siente más relajada. No se para
a pensar de qué la protegerá ni por qué lo
hace, ni siquiera pregunta su nombre, simplemente disfruta de la temporal sensación
de seguridad que sus padres son incapaces de
proporcionar.
Vuelve a dirigir su mirada hacia Gul´sige,
en concreto hacia el faro de luz negra. El aire
parece crepitar a su alrededor y una oleada
de náuseas invade a Nashama. No le gusta
el faro de Gul´sige, no presagia nada bueno,
y parece que las nubes forman un torbellino
a su alrededor.
Aparta los ojos de la ciudad con desagrado y mira entonces al Desierto Eterno. Duna
tras duna, el Desierto se extiende hacia el horizonte, un mar de arena interminable. Aquí
y allá se ven manchas blanquecinas, probablemente los huesos deslucidos de alguna
criatura milenaria. A quién o qué pertenecen
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HISTRIÓN
los esqueletos que salpican el paisaje es un
misterio. Nadie se interna en el Desierto porque nadie vuelve para contarlo. Ni siquiera lo
hacen las aves.
—Dicen que aquí acaba el mundo —comenta Nashama con la vista perdida en los ondulantes vapores de la arena—. Dicen que si
llegas al otro lado, si sobrevives al calor, a los
gusanos tragahombres y a los titanes escorpiones, te encuentras un gran cortado donde la arena se precipita al vacío. El cielo se
vuelve negro como la noche, pero sin estrellas
ni lunas, y un viento de mil colores te empuja a la oscuridad. —Nashama gira la cabeza
para mirar a su compañera—. O al menos eso
me…
A su lado no hay nadie más que su camello,
que la observa indiferente mientras mueve
la boca rítmicamente. Se detiene y mira alrededor, alarmada, buscando entre los viajeros a su nueva amiga, pero no la encuentra.
Sólo ve a hombres y mujeres vestidos como
ella misma, arrastrando a sus camellos o dirigiendo a los pellejudos y pesados uglos que
tiran de los carromatos. La llamaría a voces,
pero se da cuenta de que no sabe su nombre.
II
Las altas murallas de Gul´sige se alzaban
frente a la caravana. Sólo hay una forma de
pasar al interior, y es a través de las Fauces,
una enorme puerta de doble hoja con cientos
de remaches de acero en punta. A los lados,
rodeando la madera como se rodea a una hoguera con piedras, hay incrustados colmillos
y cuernos afilados tan grandes como el brazo
de un hombre y que dan a la entrada tan merecido sobrenombre. Custodiándola están dos
terribles ogros.
Es la primera vez que Nashama ve ogros,
así que se acerca instintivamente a los carromatos. Los ogros tienen forma humanoide, aunque son el doble de altos, el triple de
anchos y con la piel un grisácea. Salvo unas
piezas de metal unidas por cadenas sobre
la enorme panza, unos pantalones sucios y
unas botas con puntera de hierro, los ogros
van completamente desnudos. Aunque parecen estar gordos y llenos de grasa se adivinan grandes masas de músculos fuertes. La
cabeza, unida al tronco casi sin cuello, es lo
más grotesco, pues sus facciones son anchas
y bastas, más parecidas a las de los trolls que
a las de los hombres. Blanden enormes clavas con pinchos, que alzan con soltura para
detener a la caravana.
—¡Alto! —dice uno de ellos. Su voz es grave
y profunda, y se oye a lo largo de toda la columna—. Quiénes sois y qué queréis.
Un hombre, que va a la cabeza del convoy,
se adelanta y habla con él. Nashama, que
está detrás de la carreta, no consigue oírlo
bien, pero al poco tiempo las Fauces comienzan a abrirse con un crujido y los centinelas
se apartan para dejarles entrar. Al pasar junto a ellos, Nashama ve pintada en sus rostros
una sonrisa que la hace estremecerse.
Si el exterior de Gul´sige resulta amenazador, el interior es aún más aterrador. Las
calles son oscuras, en pendiente y desiguales,
estrechas a veces y anchas otras, y las casas,
de colores grises y marrones, se apiñan llenas de suciedad y escombros. La ciudad entera huele a rancio y en el aire flota un polvillo
parecido a la ceniza. En todo momento, por
encima y recortándose contra el cielo, se ve
el faro de Gul´sige rodeado de su luz negra,
y sobre él las nubes ocultan el sol y el cielo,
haciendo que la urbe resulte aún más claustrofóbica.
La ciudad es un caos, por todas partes pululan los pequeños cin de arena, de piel aún
más gris que los ogros y las casas. Corretean
a toda prisa lanzando grititos y exclamaciones, cargando trastos y cosas de un lado para
otro, peleándose cuando se chocan y chillando y señalando a los viajeros de la caravana
cuando pasan junto a ellos. De vez en cuando
se ve algún humano, normalmente mujeres
ancianas que se asoman brevemente para
observar a los recién llegados. Todas tienen
un aspecto aún más cansado y macilento que
ellos. ¿Quién querría comerciar allí?
Al doblar en una esquina, la caravana en-
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tra en una calle más ancha y la pregunta obtiene su respuesta. Aquí no hay cin de arena
ni tampoco personas, son los yehksan los que
habitan en esta parte. Son los vendedores
más evitados y poseen las mercancías más
deseadas. Unos caminan y otros los contemplan sentados en el suelo o a la sombra de sus
tenderetes. Al principio Nashama los confunde con montones de ropa tirados en el suelo,
hasta que uno se mueve y ella da un bote,
sobresaltada, reconociendo al instante de qué
se tratan. Los yehksan, los más extraños de
todos los habitantes del Laberinto, son criaturas de forma humana que cubren su cuerpo con túnicas y trapos ocultando cualquier
resquicio salvo una rendija para sus ojos, que
brillan amarillentos. Nadie sabe que hay detrás de la tela, pues cuando matas a un yehksan su cuerpo desaparece. A su alrededor el
aire parece ondular.
Los viajeros caminan en silencio, atemorizados por la presencia de estos seres, que los
observan sin emitir un solo sonido. Nashama
respira hondo y aliviada cuando por fin dejan
atrás la calle. Al instante le dan arcadas y tos
a causa del polvo en suspensión del ambiente
Tras dar un par de vueltas más, llegan a
una zona donde las calles son más amplias.
Allí empiezan a ver ogros de nuevo. Tal y
como dijo la extraña mujer, son pocos y no
tienen aspecto de ser muy listos. Un guardia
armado con un hacha enorme les detiene y
el hombre de la puerta vuelve a hablar en
nombre de todos. El ogro hace un gesto y les
precede en dirección al centro de la ciudad.
Nashama comprueba con horror que cada vez
están más cerca del horrible faro.
Un rugido ensordecedor se oye por toda
Gul´sige. Toda la caravana mira alrededor y
hacia el cielo, temblando de miedo y buscando el origen del estruendo. Pronto lo descubren, tras seguir al guardia hasta una amplia
plaza. Allí, encadenado a un titánico monolito negro, hay un gigante del desierto vestido
únicamente con un taparrabos. Es dos veces
el ogro más alto, de brazos y piernas largos y
desproporcionados, y de él emana un hedor
casi insoportable. Le tienen rodeado por una
recia cadena de eslabones grandes como sus
puños, con espinas de acero que se clavan en
su piel, hiriéndole en cien sitios a la vez. El
gigante balancea la cabeza agonizante, rugiendo con fuerza cada vez que un ogro le
aguijonea con una lanza en las piernas. Varios ogros contemplan el espectáculo y alzan
sus puños entre voces cada vez que el de la
pica ataca al gigante.
Los viajeros de la caravana pasan despacio, contemplando con asombro al gigante. Es
raro ver uno, y aún más raro verlo en cautividad.
Nashama se pregunta cómo lo habrán hecho, cuán terribles serán los ogros capaces de
doblegar a un gigante. Pronto deja de pensar
en ello, pues entran en una pequeña plaza
con columnas donde les espera, para su sorpresa, una mujer. Va vestida con una túnica
blanca que le cae desde un hombro, dejando
el otro al descubierto. Es una mujer joven y
bella, con el pelo oscuro y largo, y de curvas
marcadas y sensuales.
—Bienvenidos a Gul´sige —dice, haciéndose oír por encima del murmullo de la caravana—. Mi nombre es Cornelia y mi función es
supervisar la llegada a la ciudad en nombre
de Moordenaar, que os recibirá más adelante. —Se toma un instante para observarnos
a todos y sigue hablando—. Por cortesía del
señor de Gul´sige, se os proporcionará comida y cobijo hasta que ya no sea necesario. A
cambio se os pide que colaboréis con vuestro
trabajo al mantenimiento y crecimiento de la
ciudad. Ahora os distribuiremos las tareas
según vuestras capacidades. —Levanta el
brazo derecho y cuatro ogros salen de entre
las columnas—. Que me acompañen primero
las mujeres.
Y diciendo esto, se da la vuelta y se marcha. Las personas de la caravana se miran
los unos a los otros, nerviosos. Entonces los
ogros empiezan a acercarse y a separar a empujones a las mujeres de los hombres. Una
de ellas es empujada con tanta fuerza que
se rompe la cabeza contra una columna. Los
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ogros estallan en risas y las demás, para evitar un destino similar, comienzan a separarse del grupo y a ir en la misma dirección que
Cornelia.
Después de recorrer un pasillo, llegan a
una pequeña sala oscura con una cortina al
final. Frente a ella está Cornelia junto a otra
mujer que viste de la misma manera. Ésta,
sin embargo, no observa a los recién llegados
con altivez, sino que mira al suelo con la cabeza agachada.
—Iréis entrando de una en una —dice Cornelia, señalando a la cortina—. Vais pasando
cuando yo lo diga.
Cornelia y la otra mujer desaparecen detrás de la cortina, dejando a todas sumidas
en un estado de nerviosismo e inquietud.
—¡Que pase la primera! —grita Cornelia.
El chillido surte efecto, pues una de las mujeres sale a toda prisa y sin pensárselo más
en dirección a la cortina. Nashama se percata
tarde de que se trataba de su madre. La sorprende descubrir el desapego que siente por
sus progenitores, que parece que hayan perdido las ganas de vivir. Tras un corto rato de
silencio absoluto, Cornelia vuelve a hablar.
—¡La siguiente!
Otra mujer se separa de las demás y va con
Cornelia. Cuando el resto comprueba que no
se oyen gritos ni nada sospechoso, comienzan
a relajarse un poco y a hablar con susurros
entre ellas. Nashama, que hasta ahora se
había preguntado qué sería de su madre por
simple curiosidad, aprovecha para buscar en
el grupo a la extraña mujer que le habló antes de llegar a Gul´sige. Primero trata de encontrarla por su vestimenta, pero cuando ya
ha revisado tres veces sin éxito decide fijarse en las caras. Siete mujeres han pasado ya
cuando Nashama desiste: no hay rastro de la
mujer desconocida. Nashama se deja caer en
el suelo sumida en sus pensamientos. ¿Quién
sería la mujer? ¿Por qué no ha preguntado su
nombre?
—¿Es que no me oyes? —grita Cornelia haciendo gestos desde la cortina—. ¡Pasa, vamos!
Nashama levanta la cabeza, asustada, y se
da cuenta de que está sola en la sala, el resto de mujeres deben de haber terminado ya.
Se levanta de un salto y va corriendo junto a
Cornelia.
—Ponte ahí y túmbate —dice señalando
una mesa.
Nashama obedece. El interior es una pequeña habitación con una lámpara de aceite
colgando del techo. Al otro lado hay otra cortina.
La joven se dirige hacia donde le ha indicado Cornelia. Es una mesa alta, larga y estrecha con una sábana encima, y tiene que
empujarse con los brazos para poder subir.
Se tumba y se estremece al comprobar que
la mesa está muy fría a pesar de la sábana.
Gira la cabeza y ve en un rincón a la otra mujer que viste como Cornelia. Está ante una
jofaina llena de agua, donde mete las manos
una y otra vez. Cornelia se acerca a ella.
—Apoya los pies, dobla las rodillas y abre
las piernas.
Nashama empieza a hacer lo que la ordena
con cierta reticencia, sabe que esa postura no
puede llevar a nada bueno. Se oye entonces
un forcejeo seguido de un crujido y un golpe
sordo. Nashama levanta la cabeza alarmada
y se encuentra con Cornelia tirada en el suelo, boca abajo, pero con la cabeza del revés. A
todas luces, Cornelia está muerta.
Junto a ella, agazapada, está la otra mujer
de blanco, que rápidamente se lleva el dedo a
los labios para indicar silencio. Nashama reconoce al instante los ojos grises que la miran
con complicidad: es la desconocida con la que
habló en la caravana.
La mujer se mueve con ligereza y en un
abrir y cerrar de ojos lleva el cadáver de Cornelia sobre el hombro, como si fuera un saco
de dátiles medio vacío.
—Ven conmigo, vámonos —dice en un susurro—. No hagas ruido.
Nashama está asustada, pero se deja guiar
por la confianza que le inspira la mujer. Salen por la cortina de detrás, que lleva a una
nueva habitación alargada hacia los lados.
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En la pared del fondo se abren varios huecos
con escaleras que descienden. Las dos se dirigen hacia el que está más a la derecha. La
mujer asoma la cabeza al interior con cuidado y luego se vuelve hacia la joven.
—Baja por aquí —dice—. No hace falta que
corras, pero no te detengas. Abajo encontrarás algunas mujeres. No digas nada, únicamente quédate con ellas. Por supuesto no le
cuentes a nadie nada de esto, ¿de acuerdo?
—Nashama asiente en completo silencio. La
mujer sonríe tranquilizadoramente—. No te
preocupes, dije que te cuidaría, ¿no?
Sin dar tiempo a Nashama para contestar,
la empuja al interior de las escaleras, que son
de caracol. La chica pierde el equilibrio y se
ve obligada a bajar a trompicones, despellejándose las manos al frenar contra las paredes. Después de un descenso atropellado,
Nashama llega a una habitación estrecha,
oscura y que huele a humedad. Un grupo de
cuatro mujeres, todas bastante mayores que
ella, la observan con curiosidad pero sin decir nada. Nashama apenas distingue sus rostros, pues la sala está iluminada únicamente
por dos teas sujetas por hierros burdos a las
gruesas piedras de las paredes. Acordándose
de las instrucciones de la mujer, se sienta en
el suelo sin hablar con nadie, frotándose las
manos heridas.
Un golpe seco rompe el silencio. Una alta
puerta de madera, que Nashama ni siquiera
había visto, se abre al fondo de la habitación
con un chirrido. Por ella entra una mujer que
hace que la joven pegue un brinco. ¡Se trata
de Cornelia! Se mueve y respira, y tiene la cabeza bien puesta. Nashama siente la sangre
congelada en las venas y la cabeza le da vueltas por la impresión. Unos pesados pasos al
otro lado la sacan de su conmoción. Una enorme figura pasa junto a Cornelia. Es un ogro.
En la mano izquierda lleva un guantelete de
hierro plagado de pinchos y en el cinturón
una desproporcionada y oxidada cimitarra.
Se detiene un paso por delante de la mujer y
observa a todas las de la habitación.
—¿Cuál? —gruñe.
Cornelia repasa la estancia con la mirada y
levanta un dedo.
—Esa —contesta ella.
Nashama vuelve a sentir el helor en el
cuerpo, pues el dedo la señala a ella. El ogro
la mira frunciendo el entrecejo. Tiene la boca
desproporcionadamente grande y de la mandíbula inferior le salen un par de pequeños
colmillos. Los ojos apenas se ven, de diminutos que son.
—Sígueme —vuelve a gruñir el ogro, haciendo un gesto con la mano a Nashama y saliendo por la puerta.
La joven se queda paralizada, temblando
de miedo. Cornelia la mira fijamente y abre
velozmente los ojos, únicamente durante un
instante, tratando de atraer la atención de la
chica. Después hace un gesto con la cabeza
en dirección a la puerta, apremiándola a ir.
Nashama duda, pero un extraño destello en
la mirada de Cornelia hace que se le pase el
pánico y sus piernas reaccionen.
El ogro camina lenta y pesadamente, resonando a cada paso el metal de su armadura
improvisada. Nashama le alcanza rápidamente y se ajusta a su paso. La guía por varios pasillos de piedra hasta llegar a un salón
circular. En el suelo hay una reja de hierro y
a través de ella se ven cientos de hombres famélicos y encadenados trabajando en la piedra. Unos pican, otros cargan carretas y los
últimos echan paladas de roca negra a una
caldera que ocupa todo el centro, elevándose
a través de la reja hasta el techo. Cin de arena
corretean entre sus piernas, pinchando a algunos con pequeños palos y dirigiendo el trabajo. Dos pares de ogros vigilan, sacudiendo
sus látigos a la menor oportunidad. Algunos
hombres tienen las espaldas en carne viva, y
uno está tirado en el suelo, inmóvil, con los
ojos abiertos y los huesos al aire.
—Considérate afortunada —dice el ogro,
dirigiéndose a Nashama por encima del hombro—. Tú no tendrás que trabajar como ellos.
Abandonan la sala y continúan por otro
largo pasillo mal iluminado. No hay ventanas ni luz natural, y, aunque no hay polvo en
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el aire como en la superficie, está muy viciado y cuesta respirar. El ogro se para a mitad
de camino y empuja una puerta tan grande
como él. Nashama le sigue y entra en un sitio
que tiene el olor y el aspecto de una cocina.
—Espera —le ordena el ogro, señalando
una silla de madera desvencijada.
La bestia sale y cierra la puerta con llave.
Nashama se sienta e inspecciona lo que hay
alrededor. Una olla enorme esta puesta sobre
el fuego, dentro de una tosca chimenea. Sale
humo y se oye agua hirviendo. En el centro
hay una larga y sucia mesa llena de cuchillos, sartenes, platos, cacerolas y todo tipo de
utensilios de cocina. Las paredes están cubiertas de estanterías con botes de cristal y
extrañas sustancias en su interior. Del techo
cuelgan más cuchillos y sartenes.
Se oye entonces descorrerse el cerrojo y entra otro ogro distinto. Éste es más gordo que
los otros, una mole de grasa casi amorfa. Lleva un delantal lleno de manchas secas que
recuerdan a sangre.
—Así que ere´ tú —dice, rascándose el trasero y cerrando la puerta—. Mú bien, tiene´
güen a´pecto.
Empieza a trastear con los cacharros que
hay por la cocina. Al darse la vuelta, Nashama observa con horror que tiene la espalda
atravesada por varios ganchos de los que
cuelgan cuchillos y objetos afilados. Si aquello le duele, el ogro no da muestras de que así
sea. Remueve el líquido de la olla y, cogiendo
un bote de una estantería, empieza a echar
polvos en su interior mientras farfulla algo
que parece una oración. El líquido burbujea
aún más y desprende humo de colores. El
ogro asiente satisfecho, se sacude las manos
y se gira hacia la chica.
—¿Cuánto´ año´ tiene´? —pregunta, sonriendo.
—Dieciséis —responde Nashama casi automáticamente.
El ogro abre los ojos todo lo que puede y se
echa a reír, aporreándose la tripa. Sus risotadas llenan la cocina y se imponen por encima
del borboteo de la olla. Cuando se calma un
poco, se pasa una mano por la cara y se acerca a Nashama.
—Qué presumida´ soi´ la´ mujere´. —Agarra el brazo de la joven y la alza en vilo—.
Casi tiene´ edad de ser abuela y quiere´ hacemme creer que es una chiquilla. —Con una
sacudida, se pone a la chica al hombro—. Al
señó Moordenaar le gustan mujere´ mayore´.
Carne ma´ güena.
A pesar de que no entiende qué quiere decir el cocinero con lo de la abuela, el horror
invade a Nashama al oír las últimas palabras, pues al instante comprende lo que se
propone hacer con ella. Se revuelve y patalea,
lanzando gritos y golpeando al ogro con todas sus fuerzas. Esto sólo sirve para hacerle
reír aún más fuerte mientras la acerca más
a la imponente olla. Aterrada por la idea de
hervir, Nashama coordina sus movimientos
y dirige un fuerte rodillazo contra la nariz
de cerdo del ogro. Se oye un crujido y el ogro
gime de dolor, soltando a Nashama, que cae
contra el suelo golpeándose en la cabeza. El
ogro se sujeta la cara con la mano, por la que
resbala entre los dedos sangre negra.
—¡Te voy a decuatizá, puta! —brama llevándose la mano a la espalda y sacando un
cuchillo de uno de los ganchos.
Nashama se retuerce en el suelo, con la
cocina desdibujándose y dando vueltas a su
alrededor. Se oye un chasquido y la puerta
sale disparada con violencia. Una figura, que
Nashama ve borrosa y no es capaz de distinguir, se yergue bajo el marco. Parece un humano, pues es más pequeña que un ogro.
El cocinero ruge algo y desengancha otro
instrumento de su espalda, que lanza contra
el recién llegado. Este parece esquivarlo con
agilidad para después agitar en dirección al
ogro algo que parece una lanza o un palo. Se
oyen otros dos chasquidos y el aire se llena de
olor a ozono. El cocinero se encorva primero y
sale propulsado hacia atrás después, estampándose contra la pared con un crujido sordo. Cacerolas y estantes se derrumban con
el impacto, lanzando una lluvia de frascos de
cristal que estallan al llegar al suelo. Uno de
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ellos se estrella contra la cabeza de Nashama, sumiéndola en una repentina oscuridad.
III
Un frío intenso seguido de un calor reconfortante la trae de vuelta a la realidad. Abre
los ojos, cuyos párpados nota especialmente
pesados, y se remueve en el suelo. Una fuerte punzada en la cabeza le señala el punto
donde el frasco chocó contra ella. Alguien la
obliga a quedarse tumbada chistándola suavemente.
—Quieta, aún no te muevas. —Pone su
mano sobre la cabeza de la joven—. Dame un
segundo.
De nuevo Nashama vuelve a sentir frío y
después un ligero calor, y el dolor empieza a
disolverse lentamente. Consigue fijar la vista
y levanta los ojos al techo. Sobre ella descubre el rostro de Cornelia, y lo primero que recuerda es que estaba muerta.
—¿Estás bien? —pregunta la mujer—.
¿Puedes oírme?
Nashama asiente sin decir nada más, paralizada por el dolor, el mareo y el miedo de
tener a un cadáver animado que, con total seguridad, es obra de un demonio.
—Intenta levantarte poco a poco. —La ayuda agarrándola de la mano.
La chica consigue enderezarse y quedarse
sentada. Ahora la sorprende comprobar que
la cocina está en perfecto orden y el cocinero
ha desaparecido. Mira a Cornelia con los ojos
muy abiertos.
—¿Lo has hecho tú? —pregunta. Se calla y
vuelve a hablar, esta vez más rápido—: ¿Por
qué estás viva?
—Ahora no te lo puedo explicar, lo entenderás en su debido momento. —Cornelia ofrece
apoyo para que Nashama se ponga en pie—.
Ahora necesito que hagas un último esfuerzo
para que todo esto pueda acabar.
La chica la observa, más desconcertada
que desconfiada.
—¿Para qué? ¿Qué quieres hacer?
—Vamos a acabar con Gul´sige y Moordenaar. —Cornelia sonríe ampliamente, casi de
forma infantil, mostrando unos dientes blancos y en buen estado.
—¿Cómo? —pregunta Nashama incapaz de
encajar lo que está ocurriendo—. ¿Y por qué?
—No te preocupes más —la regaña Cornelia, quitándole importancia con un ademán—. Lo que tienes que hacer es muy fácil,
en seguida habremos acabado.
—¿Qué quieres que haga? —Nashama,
aunque reticente y confusa, empieza a sentir
el gusanillo de la curiosidad.
—Tienes que tumbarte ahí —contesta, señalando una gran bandeja sobre un carrito—.
Quédate sin ropa y muy quieta.
Nashama contempla la bandeja llena de
frutas y verduras, en cuyo centro había un
gran hueco que casaba perfectamente con su
tamaño.
—¿Quieres que me coman? —pregunta con
un hilillo de voz.
—No, qué cosas dices —contesta sonriendo—. Pero de momento vamos a fingir que sí.
Nashama contempla la bandeja sin estar
muy segura de que sea buena idea. Entonces
se gira hacia Cornelia y hace una nueva pregunta:
—¿Por qué debo hacerte caso? ¿Por qué
debo confiar en ti?
La mujer no responde, sino que se queda mirándola fijamente con la sonrisa permanente en sus labios. La joven percibe un
destello en los ojos de Cornelia, que cambian
durante un instante de color, volviéndose grises. Nashama se sobresalta, impresionada
por semejante prodigio.
—Eres tú —dice en un susurro.
Cornelia asiente y, tirando suavemente de
su brazo, la anima a subir a la bandeja. La
joven se deja llevar, sintiendo una peculiar
confianza a pesar de lo raro de la situación.
Cornelia la ayuda a desnudarse y la sube a la
bandeja con cuidado de no estropear ni tirar
nada.
—Muy bien —dice—. Ahora cierra los ojos
y quédate quieta. No respires muy fuerte.
Cornelia empuja el carrito y juntas salen
de la cocina, que vuelve a tener la puerta en
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su sitio. Como Nashama lleva los ojos cerrados, pierde el sentido de la orientación al tercer giro en una esquina. Recorren más y más
pasadizos, cambiando el ambiente y los olores de unos a otros. La travesía se le antoja
eterna.
El carrito se detiene y Nashama oye a Cornelia manipular algo cerca de ella. Se oyen
crujidos y el rozar de cuerdas y cadenas, y entonces, con una sacudida, Nashama se siente
izar por encima del suelo.
—Estamos en un elevador al pie del faro —
dice Cornelia por lo bajo—. Esto nos llevará
ante Moordenaar. Estate tranquila, ya queda
menos.
Empiezan a ascender y la chica nota que
dejan atrás el aire sofocante de los sótanos.
Una nueva y peculiar sensación invade a
Nashama, como si todo a su alrededor palpitara y tuviera vida. Siente que se erizan levemente los pelos de sus brazos y un cosquilleo
por todo su cuerpo. Al otro lado de las paredes se oye un bullicio constante que Nashama supone será el ruido de Gul´sige.
Con otra sacudida, el elevador se detiene
de golpe. Inmediatamente, resuena la voz de
un ogro.
—¡Detente! —ruge. Nashama reprime la
necesidad de echarse a temblar—. No poder
entrar, Cornelia. Sólo ogros.
—Lo sé, Golk —responde la mujer—, pero
Murdu el marmitón me ha encargado traer
esto ante Moordenaar. Lo hubiera traído él
mismo, pero está terriblemente ocupado.
—¡No creer! ¡Eso no ser posible!
—¡Calla y mira, bruto! —grita Cornelia con
potencia. Se oye el roce de un papel al desdoblarse—. Murdu, sabiendo que no le creeríais, ha escrito la orden en una nota. No se
fía de vosotros porque sabe que le arrancaréis un brazo para probar, y eso hará enfadar
a Moordenaar. ¡Lee y verás!
Se oye un tintineo de metales y el sonido
del papel al cambiar de manos. Durante unos
segundos el silencio reina en el lugar, interrumpido únicamente por la fuerte respiración de los ogros.
—Yo no entender letra de Murdu —dice
el ogro en un tono mucho más calmado que
antes—. Marmitón escribir muy mal. —Hace
una pausa—. Tú venir conmigo, yo acompañar ante Gran Señor Moordenaar.
Nashama siente de nuevo la presencia de
Cornelia, que empuja el carro sacándolo del
elevador. Delante de ellas, unas puertas pesadas resuenan al abrirse. Avanzan un poco
más y, tras empujar otra puerta, Nashama
percibe a través de los párpados la luz del
día. Igualmente, el barullo que ha oído mientras subían también se intensifica.
Temiendo ser descubierta pero incapaz de
contener su curiosidad, la joven entreabre
un ojo para observar a su alrededor. Lo que
contempla es tan imponente que la deja aún
más paralizada de lo que consigue con su actuación.
Están en una amplia estancia circular con
ventanas cada pocos metros cubiertas de cortinas moradas. En el centro se alza, del techo
al suelo, un cilindro de metal negro con gruesos remaches. Al otro lado, enfrente de la
puerta, hay un gigantesco trono de mármol,
lleno de calaveras y filigranas de oro. Sobre
él, rebosando por todos lados, se halla el ogro
más grande de todos los que Nashama ha visto. Es más alto que los guardias de la entrada
y más gordo que el cocinero, y tiene una doble
papada que se mueve cuando habla. Va cubierto de joyas y piezas de metales preciosos,
y cubre su cabeza con un casco dorado con
cuernos. En la mano derecha sujeta una gigantesca maza que mueve como si fuera un
cetro. Nashama no necesita más para saber
que se halla ante el aterrador Moordenaar,
señor de Gul´sige.
—¿Qué haces aquí, Cornelia? —pregunta
él. A su lado está el ogro del puño de hierro,
y tras ellos se entrevé una escalera con una
estrecha puerta.
—Murdu mandar a ella con comida —responde el guardia—. Escribir una nota diciendo que no fiar de nosotros.
—¡Golk, estúpido zoquete! —grita Moordenaar. Ante las voces de su señor, el ogro del
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puño de hierro da un paso al frente y desenvaina la cimitarra—. ¡Murdu no sabe escribir! ¡Ningún ogro de esta ciudad sabe escribir
o leer, por eso yo soy el jefe! —Nashama cree
oír un gimoteo proveniente del guardia—.
¡Cornelia! ¿Por qué engañas a este imbécil?
¿Qué quieres? ¿Todo esto solo para traerme
la comida?
La conversación se ve cortada por un sonoro portazo. Detrás del trono de mármol se
abre la portezuela y un hombre delgado baja
por las escaleras.
—¡Maldito sea Halamar el Infame! ¿Qué
ocurre aquí? ¿Qué son todos esos gritos? —Su
voz suena cavernosa.
El hombre lleva una túnica morada de
varias capas sobre sus escuálidos hombros.
Camina encorvado y a grandes zancadas, y
tanto las manos como la cara son delgadas
y huesudas. Nashama no sabría decir si es
viejo o joven, ya que a veces le parece una
cosa y a veces otra, pero cuando se acerca
más se percata de que tiene una corta barba
gris que cubre únicamente su mandíbula. La
nariz ganchuda, muy parecida al pico de un
águila, sostiene dos lentes redondas tras las
que se adivinan dos enormes ojos de pupilas
cuadradas, que hacen que Nashama no pueda reprimir un estremecimiento. El resto de
la cabeza la lleva tapada con un casquete de
cuero negro.
—Murdu manda mi comida, brujo —responde el señor de Gul´sige ligeramente atemorizado, aunque tratando de conservar la
dignidad—. Y Golk dice que ha mandado a
Cornelia con ella, cosa que no es posible porque...
—¡Calla! —grita el supuesto brujo, pasando de largo del trono y acercándose a una de
las ventanas—. No lo digo por vuestro vocerío, sino por el que viene de ahí fuera. ¿Es
que no lo oís?
Los ogros permanecen quietos, algo avergonzados.
—Yo sentir… —dice de repente Golk—.
Error mío. Yo llevar a Cornelia de vuel…
El ogro se calla tan rápido como ha empe-
zado a hablar cuando el brujo se da la vuelta
bruscamente con expresión de alarma.
—¡La ciudad! —exclama—. ¡Están atacando la ciudad!
Los ogros se miran, confusos. El del puño
de hierro da dos grandes zancadas y se acerca a la ventana junto al brujo.
—¡El gigante está libre! —gruñe.
Moordenaar le mira abriendo y cerrando la
boca, sin saber qué hacer. Nashama oye entonces un gemido. Busca el origen del sonido
y ve al brujo con cara de pánico. Éste tiene
los ojos muy abiertos y mira fijamente a Cornelia. Da un paso hacia atrás visiblemente
alterado y casi se tropieza con la túnica.
—¿Cómo has entrado aquí? —El brujo ya
no suena tan poderoso, y la voz se le quiebra
cerca del final de la frase.
Mete la mano en un pliegue y saca algo que
parecen pequeños huesos. Cornelia traza con
la mano tres círculos de derecha a izquierda
en el aire, por encima de ella y de Nashama.
La chica nota el mismo cosquilleo en la piel
que ha sentido al subir.
El ambiente se pone tenso. Golk mira a
unos y otros sin saber qué hacer, al igual que
Moordenaar desde su trono. El ogro del puño
de hierro percibe que algo malo va a pasar y
se pone en guardia al lado del brujo. Por su
parte, éste cierra las manos alrededor de los
huesos y empieza a agitarlos mientras reza
en un espantoso idioma que Nashama no conoce. Afuera el ruido se intensifica, y hasta
se pueden distinguir los bramidos de un gigante.
Todo ocurre muy rápido. Cornelia da un
golpe de brazo y la vara de la mujer desconocida se materializa en su mano justo antes de
que el brujo lance los huesos en su dirección.
Estos se remueven y retuercen en el vuelo,
rodeados de un resplandor entre negro y morado. Cornelia golpea el suelo con la punta de
la vara y en el aire se forma, con un resplandor dorado, el círculo que ha trazado momentos antes. Los huesos colisionan contra una
barrera invisible, que coincide con el círculo,
y caen al suelo echando humo.
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HISTRIÓN
Golk, que ha observado paralizado el breve
duelo mágico, reacciona y alza su arma para
golpear a Cornelia, pero ella es más rápida.
Hace un molinete con su vara y la estira horizontal hacia Golk. Suena un chasquido y el
guardia sale despedido contra la puerta, partiéndola en su trayectoria.
El brujo da un alarido y sale corriendo hacia las escaleras de detrás del trono al mismo tiempo que el ogro del puño de hierro y
Moordenaar se lanzan a la carga, este último
entre grandes bamboleos de grasa. Cornelia
se pone entre el carrito y los atacantes con las
piernas estiradas y firme. Acerca el extremo
superior de la vara a su mano izquierda y, diciendo algo entre dientes, traza un arco en el
aire. Un rayo azul crepitante sale del bastón
hasta su mano y permanece materializado,
contorsionándose y cambiando pero sin perder sus anclajes. Justo cuando Moordenaar
y el ogro están a punto de caer sobre Cornelia, ésta estira los dos brazos violentamente
y, con un cegador destello, dos rayos salen
despedidos impactando contra sus enemigos,
que son propulsados hacia atrás.
Nashama, que hasta ahora había permanecido tumbada pero con los ojos bien abiertos,
se endereza bruscamente incapaz de aguantar más, impaciente por ver cómo ha acabado
la pelea. Cornelia está frente a ella, de espaldas, con la mano izquierda y el báculo rodeados de finos rayos azules. Moordenaar y el
ogro están tirados a unos metros, humeantes
y chamuscados. Nashama no puede evitar
sorprenderse por la facilidad con la que ha
matado a tan brutales criaturas.
—Ven —le dice de repente Cornelia—. Terminemos con esto.
—¿No estaré mejor aquí? —pregunta Nashama.
—No me arriesgaré a que venga un ogro
despistado y te pille aquí sola. Toma —dice
dejando el báculo sobre el carrito y empezando a quitarse la túnica—, ponte esto.
Cornelia se desnuda y le da la ropa a Nashama. La joven baja del carrito y se la pone
y, aunque le queda un poco holgada pues
Cornelia tiene más pecho y caderas que ella,
agradece volver a estar cubierta. Cuando ha
terminado de ajustarse el cinturón que le ciñe
la túnica, Nashama levanta la vista y no se
sorprende al descubrir junto a ella a la mujer
desconocida. Sí que la sorprende, no obstante, ver que está vestida con las mismas ropas
con las que la conoció. ¿Cómo lo ha hecho?
Los ojos grises de la mujer la observan y luce
una sonrisa guasona.
—Ya te explicaré —dice, guiñándola un
ojo—. Ahora vamos ahí arriba.
La coge de la mano y las dos se dirigen a
paso ligero hacia las escaleras y la pequeña
puerta. La encuentran cerrada, pero con un
toque del báculo de Cornelia se abre como si
nada. Al otro lado hay una escalera que sube
encajonada entre la pared exterior y una interior. Ascienden a toda prisa hasta que llegan a una plataforma.
Allí se encuentran con el brujo, que está de
rodillas dentro de un cuadrado pintado con
tiza morada en el suelo, sujetando entre sus
manos un trozo de piedra negra como los que
ha visto Nashama en las minas. Están en la
parte más alta del faro y no hay paredes, son
todo láminas de vidrio grueso, y en el centro está el final de la caldera que tenía sus
orígenes en las minas del subsuelo. Termina en una especie de rejilla, y en su interior
hay un enorme cristal oscuro incrustado en
la tubería negra. Nashama ve que los vapores se acumulan en el interior del cristal, que
lanza destellos aleatorios a través de las láminas de vidrio. Esa es la famosa luz negra
de Gul´sige, la que se puede ver desde una
distancia de tres días de marcha. Además de
eso, en la habitación hay un camastro estrecho, una mesa abarrotada de libros y viales y
una sombra oscura que empieza a materializarse por encima del brujo.
La mujer se aproxima a él y acerca la punta del báculo. Cuando pasa por encima de los
dibujos, se oye un chisporroteo y la vara es
empujada hacia atrás. La sombra empieza a
gritar en un idioma incomprensible, pero la
mujer le ignora y repite el movimiento desde
Ánima Barda - Pulp Magazine
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J. R. PLANA
distintos ángulos y siempre obtiene el mismo
resultado. Se queda observando pensativa a
la sombra, que crece y grita cada vez más, y
al brujo, que está profundamente concentrado. Entonces agita la vara y golpea con fuerza el escudo protector. Se oye una explosión
fuerte, pero no pasa nada más. Lo único que
ha logrado es que el brujo abra los ojos sobresaltado por el ruido. La mujer sonríe y empieza a trazar líneas imaginarias en el suelo de
alrededor con el bastón.
—Tápate las orejas —le dice la mujer a
Nashama cuando termina.
Ella obedece y se queda a un lado. Ve que
la sombra está tomando forma y distingue
unas mandíbulas descomunales llenas de
dientes y dos pares de ojos a los lados. La mujer agarra la vara con las dos manos, la alza
por encima de su cabeza, pronuncia unas palabras que Nashama no entiende y descarga
un golpe sobre la chimenea de la caldera. Se
oye como el tañido de una campana muy amplificado, el faro tiembla y la sombra aúlla.
Su rugido suena distorsionado y llega de más
allá del éter. El brujo suda y frunce el ceño
entre gestos de dolor y Nashama siente un
picor molesto en los tímpanos. La mujer repite el proceso tres veces, y las tres se oye la
campana, tiembla el faro y la sombra aúlla.
No es necesaria una cuarta, pues el aire parece rielar y todo vibra alrededor. El brujo da
un alarido y se lleva las manos a los oídos, de
los que salen un hilillo de sangre, y al instante la sombra desaparece.
—Si quieres protegerte de este mundo —
le dice la mujer borrando las líneas moradas
del suelo con el pie—, acuérdate también del
sonido.
El brujo se revuelve y gatea en dirección a
la mesa. Se levanta como puede y empieza a
rebuscar entre los libros y trastos de la mesa.
La mujer se va acercando, lentamente.
—¿Cuánto tiempo creíais tú y Séptico que
podrías mantener oculto este faro? —pregunta, visiblemente iracunda—. Usar rocademonio es peligroso, atrae atenciones indeseadas.
El brujo se da la vuelta con un libro abierto
y empieza a agitar la mano hacia la mujer
mientras pronuncia palabras extrañas. Bolas
de humo negro salen disparadas de sus dedos
hacia ella, pero las desvía con un simple movimiento del báculo sin dejar de acercarse a
él.
—Habéis pasado límites, Ulaji —dice ella,
mostrando una sonrisa que casi podría denominarse voraz—, y no habéis sido precavidos.
Nos habéis dado una excusa para acabar con
vosotros. Prepárate a morir.
El hombre da un alarido histérico, tira el
libro y se lanza a por la mujer blandiendo un
pequeño cuchillo que ha sacado de una de
sus mangas. Ella le desarma con barrido de
báculo en la mano, le golpea con el extremo
inferior en el estómago y, haciendo un giro,
le estampa la parte de arriba en la cabeza.
Suena un chasquido más fuerte que las otras
ocasiones, el cuello se le dobla en una posición antinatural y el brujo sale propulsado,
atravesando el vidrio y precipitándose al vacío. Nashama se acerca con rapidez para contemplar el final del hombre, que se convierte
en un puntito negro en el suelo de Gul´sige.
Al asomarse, la joven, que había permanecido ajena, ve lo que ocurre abajo. Las calles
están llenas de gente y criaturas. Los hombres que estaban esclavos en el sótano recorren ahora los suelos de arena armados con
picos y palas, cargando con ferocidad y desesperación contra los ogros. Estos se defienden con brutalidad, pero son pocos y pronto
se ven superados en número por las oleadas
de enfurecidos esclavos, que atraviesan sus
cabezas como si fueran piedras. En otra parte de la ciudad, el enorme gigante aporrea
y machaca ogros, izándolos en el aire y desmembrándolos a mordiscos, mientras que
con la otra mano hace barridos con la cadena
de pinchos. Nashama ve también correr a los
cin de arena, que huyen despavoridos en todas direcciones. También le parece distinguir
borrones de retales deshilachados por el aire,
señal inequívoca de que los yehksan escapan
de Gul´sige usando su magia voladora.
Nashama oye el sonido del cristal al rom-
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HISTRIÓN
perse y se da la vuelta. La mujer ha introducido su báculo entre las rendijas de la chimenea y golpea con ahínco el cristal negro, que
empieza a desquebrajarse. Con un último
bastonazo, el cristal se hace añicos y el aura
de negrura que rodea el faro desaparece, junto con la sensación extraña que eriza el vello
de los brazos. La mujer se gira, satisfecha, y
sonríe a Nashama.
—Ya está —dice—. Ya hemos acabado.
¿Qué te parece?
La joven la mira perpleja.
—¿Lo de ahí abajo también lo has hecho tú?
La mujer asiente.
—Mi plan inicial no incluía al gigante, pero
al verlo pensé que sería un excelente aliado.
—Pero… ¿cuándo los has liberado a todos?
—pregunta Nashama.
—Mientras el ogro de puño de hierro te
llevaba a las cocinas. —La mujer resopla,
fingiendo cansancio—. He tenido que correr
para llegar a tiempo.
—Pero al pasar yo todavía estaban abajo
trabajando… —replica Nashama.
—Lo sé —contesta la mujer ensanchando
la sonrisa—. Ha sido una excelente ilusión,
¿verdad? Casi temí que lo descubrieran antes
de tiempo.
Las dos guardan silencio mientras observan la maraña de calles y callejones llenas de
sangre y muerte.
—¿Quién o qué eres? —pregunta repentinamente Nashama—. ¿Por qué has hecho
todo esto?
La mujer suspira y se gira hacia la joven.
—Digamos que soy una especie de maga
—responde—. Pero de las buenas. —Señala con la cabeza en dirección a la caldera—.
Respecto a esto… Ulaji estaba alimentando
ese cristal mágico con rocademonio, una piedra mágica, y usaba el faro para proyectar
su luz negra sobre el desierto. Había pactado
con seres oscuros para realizar un poderoso
hechizo de atracción. Por eso la gente venía
a la ciudad sin saber por qué, respondían a
la voluntad de Ulaji. El brujo eligió Gul´sige
por su faro, que es el más alto de todo el de-
sierto. Doblegó con su magia a Moordenaar
y sus ogros y se aprovechó de su brutalidad
para conseguir esclavos con los que alimentar su caldera. —La mujer calla un instante
mientras observa la mesa de Ulaji—. Creo
que buscaba una forma de amplificar el poder del cristal y la rocademonio para llegar a
todo el mundo. Por fortuna nos dimos cuenta
a tiempo.
—¿Y yo? ¿Para qué me necesitabas? —pregunta Nashama algo molesta—. Tú sola te
has bastado para acabar con todos.
La mujer se echa a reír con ganas.
—Te pido disculpas por haberte usado,
pero me temo que tu intervención era necesaria. Cuando en la caravana vi que eras la
única que no reaccionabas ante el poder del
faro supe que jugarías un papel fundamental. Si hubiera entrado de frente y a lo bruto,
Ulaji me habría descubierto antes de tiempo
y habría huido. Por eso te necesitaba, gracias
a ti hemos llegado directamente hasta Moordenaar.
—¿Para eso me querías? ¿Para llegar a
Moordenaar en una bandeja?
—En parte sí. —La mujer se ríe para quitarle hierro al asunto—. Mira la parte buena,
has demostrado tener una gran resistencia a
la magia oscura, muy pocos son inmunes al
hechizo de Ulaji.
Nashama medita las palabras de la mujer.
¿Resistencia mágica? Nunca se le hubiera
ocurrido pensar eso. Un detalle que no ha
comprendido le asalta la mente y sale en forma de pregunta.
—Oye… Cuando el cocinero me quería
meter en la olla… dijo que tenía edad de ser
abuela, ¿por qué?
La mujer la mira de reojo y Nashama cree
descubrir algo de culpabilidad en sus ojos,
pero rápidamente desaparece bajo un gesto
de socarronería.
—Eso fue culpa mía —confiesa—. Tejí un
hechizo de ilusión a tu alrededor, todo el
mundo te veía como una mujer madura, casi
anciana. —Se muerde el labio—. Lo siento,
pero si no, jamás hubieran pensado en co-
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merte. A Moordenaar le gustaban las mujeres adultas, a pesar de que su carne es menos
tierna. Jamás lo comprenderé.
Nashama quiere enfadarse con la mujer por hacerla eso, pero descubre que no puede. Un
sentimiento de felicidad y alegría la invade por completo sin motivo aparente.
—¿Me estás haciendo tú eso? —pregunta sonriendo sin poder evitarlo.
—Sí —contesta la mujer.
—¿Qué más cosas sabes hacer? ¿Tiene tu poder algún límite?
—Oh, por supuesto que sí. Todos tenemos límites, y aunque nos esforcemos por mejorar
siempre hay una meta superior que no podemos alcanzar. —Mueve su báculo en el aire y
surgen pequeñas ráfagas de viento de color naranja y verde.
—Tú mataste a Cornelia, ¿verdad? —La mujer asiente—. Y luego te transformaste en ella.
—La mujer vuelve a mover la cabeza afirmativamente—. ¿Cómo lo haces?
—Ese es uno de los poderes de los que estoy más orgullosa —dice, ensanchando su sonrisa—. Pero es difícil de explicar.
—Ya, como todo… —refunfuña Nashama—. ¿Y es este tu verdadero rostro?
—No. —La respuesta sorprende a la joven.
—¿Y cuál es?
Ante sus ojos, el aire se enturbia y la figura de la mujer se desdibuja. Nueva ropa aparece
sobre sus hombros. Ahora lleva una túnica de muchos pliegues, que sólo le dejan al aire las
manos y los brazaletes con inscripciones, con una capucha sobre el rostro. Únicamente se le
ve la mandíbula y la boca, pero Nashama aprecia que empieza a cambiar de forma. En menos de un minuto casi un centenar de caras pasan por debajo de la capucha, tanto de hombre
como de mujer, de todos los tipos, pieles y razas. Incluso Nashama cree distinguir el rostro de
un lagarto. El aire deja de vibrar y la figura se vuelve más nítida. Tiene la cabeza inclinada,
de manera que no le puede ver lo poco del rostro que lleva descubierto. Entonces la levanta
y Nashama descubre con turbación que lleva una máscara de metal pulido que tapa toda la
cara. Tiene la boca y los rasgos tallados, lo que la hace aún más espeluznante. Nashama se
queda paralizada sin saber qué decir.
—Aún no me has dicho tu nombre —dice la figura, que ya no se sabe si es mujer u hombre.
La voz no da pistas de su sexo y suena metálica y lejana, como alguien que te habla en sueños.
—Me llamo Nashama —dice la joven en un tono casi inaudible—. ¿Y tú?
—Puedes llamarme Histrión.
Y, sin decir nada más, desapareció, dejando tras de sí la ciudad de Gul´sige tomada por los
hombres esclavos, con los cadáveres de los ogros y de un gigante esparcidos por las calles, y
las artes oscuras de Ulaji erradicadas de esta dimensión.
De lo que fue de Nashama, quizá hablemos otro día.
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VERDE ELÉCTRICO
VERDE ELÉCTRICO
por Cris Miguel
Nº2 Marzo ‘12
¿Y si un desconocido se colara en tu coche? ¿Y si confiaras ciegamente en él? ¿Y si se
acabara, inevitablemente, a la mañana siguiente?
E
staba parada
en el semáforo. “Cuantas más
ganas tienes de llegar a casa, más tarda en ponerse en
verde”, pensé. Me
miré en el retrovisor retocándome el
pelo. Llevaba las
ventanillas subidas.
Fuera ya hacía frío.
La noche había caído algunas horas
antes sobre el asfalto, sólo las farolas
impedían que el negro inundara todo.
El muñeco empezó
a parpadear. Pisé
paraba de mirar hacia atrás, buscando
a sus perseguidores,
supuse.
—Nadie viene detrás, ¿dónde quieres
que te deje? —pregunté, confiando en
que no sacara un cuchillo y me convirtiera en la enésima
chica muerta de una
serie de asesinatos
perpetrados a chicas
solitarias y confiadas en su coche.
—No tengo a donde a ir, ellos me
encontrarán. Si pudiera… su casa… —
el embrague y metí la primera. Lo empecé a
soltar cuando la puerta del copiloto se abrió y
se cerró con la misma velocidad. La diferencia
es que había alguien recostado en el asiento.
Me quedé unos segundos paralizada. No sabía
cómo reaccionar. La razón se impuso finalmente.
—¿Qué coño haces? ¡Sal de mi coche! —le
grité al desconocido.
—Por favor, arranque, ellos me están buscando…
—¿Qué dices? ¿qué ellos? —pregunté.
Parece que la razón como llegó se fue, porque
me quedé pegada a esos ojos suplicantes que
me pedían que confiara en ellos. Arranqué. El
desconocido se sentía realmente nervioso. No
dudó. No era para menos. Un completo desconocido quería ir a mi casa.
—¿Quiénes son ellos?, ¿de qué estás huyendo? —le pregunté. Sabía que no debía fiarme,
pero había algo en él que hacía que lo creyera.
—Es una larga historia. La prometo que
no la haré daño. Sólo déjeme quedarme en su
casa, sólo esta noche. Mañana por la mañana
ya no estaré.
—Pero… —le miré. Tenía los ojos de un verde eléctrico, quizás fueran lentillas.
Me sorprendí a mí misma pensando en sus
ojos en vez de preocuparme por si era, o no,
una amenaza. A lo mejor era un ladrón o algo
peor… Volví a mirarle, estaba tocándose el
brazo derecho. Debió sentir mi mirada porque
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CRIS MIGUEL
se giró.
—Por favor —suplicó.
Asentí. Justo a tiempo di un volantazo para
esquivar el coche que venía de frente. Parecía
que no había visto nunca unos ojos verdes.
Llegamos en diez minutos. Dejé mis cosas
en el mueble de la entrada al mismo tiempo
que le invitaba a pasar. Mi casa no era muy
grande, al vivir sola me correspondía una con
sólo un dormitorio. Cogí una lata de cerveza
de la nevera y me senté en sofá. Le hice un
gesto al desconocido para que me imitara. No
sabía muy bien qué decirle. Las dudas navegaban en mi cabeza sin destino.
—¿Me vas a decir de qué estás huyendo?
–me atreví a preguntar.
—Cuanto menos sepa mejor –alcé las cejas—. Mire, no pretendo ser enigmático, pero
no quiero meterla en líos. Suficiente ha hecho
trayéndome a su casa.
Me había descolocado completamente. Sin
conocerme parecía que le preocupaba. Aunque claro yo le estoy ocultando, era normal
que quisiera ser agradable.
—Tutéame, por favor. A propósito, no me
has dicho tu nombre –caí en la cuenta.— Yo
soy Ana –le tendí la mano.
—J.M. –Me la estrechó. Su tacto era suave
pero firme.
—¿Quieres tomar algo? –le ofrecí levantándome y yendo a la cocina.
No estaba segura si lo que hacía era una
locura o civismo puro, pero J.M. me transmitía seguridad, confianza… Era realmente
extraño, digno de una novela romántica, un
cliché. J.M. había declinado mi oferta y ahora
estaba sentada en la mesa, cenando lo primero que había encontrado en la nevera, con
el desconocido enfrente observándome detenidamente. Me sentía ligeramente incómoda,
pero a la vez tenía la sensación de que no me
estaba juzgando que era pura curiosidad.
—¿Vives sola? –me preguntó
—Sí –dije después de tragar.
—¿Por qué?
—¡¿Por qué?! –repetí.— Pues… porque
quiero, supongo –su pregunta me había pilla-
do totalmente desprevenida. ¿Me querrá sacar información para llamar a sus secuaces y
robarme?
—¿Y por qué quieres estar sola? ¿No te gusta la compañía? –deseché la idea anterior, sus
preguntas estaban inundadas de ingenuidad.
—Sí, me gusta. Pero no he encontrado a nadie que quiera vivir conmigo. –Le di un mordisco a la manzana—. ¿Seguro que no quieres
comer nada?
—No… —dudó— No entiendo porqué nadie quiere vivir contigo, eres amable –dijo
cargado de razones.
—Sí, pero quizás no les baste sólo con eso
–contesté. Me resultaba un poco rara la conversación, como no vi maldad en él, decidí
seguirle el juego. De perdidos al río—. ¿Nos
sentamos en el sofá?
Había terminado de cenar, así que nos sentamos en el saloncito. Parecía que J.M. tenía
ganas de hablar, y a mí no me sentaría mal
charlar un poco. Me preguntó a qué me dedicaba, le expliqué todo lo concerniente a mi
jornada laboral, qué hacía, cómo… Le hablé
de mis compañeros y de mi jefa. Enlacé con
la historia de mi familia, ya prácticamente
inexistente. En definitiva, le conté toda mi
vida a ese desconocido que me miraba con
tanto interés. Supongo que es más fácil hablar con gente que no conoces, que no tiene
una idea predeterminada sobre ti, sin prejuicios, sólo tu verdad… Sus ojos verdes no se
apartaban de los míos ni un segundo, y llegué
hasta imaginarme cómo sería yacer con él.
Realmente había perdido la cabeza: acojo a
un completo desconocido en mi casa, le cuento mi vida en verso y ahora pensaba cómo sería acostarme con él… Lo mío era absolutamente patológico. Supongo que sería una de
las muchas consecuencias de ser una soltera
con un horario laboral extralargo.
—¿Qué piensas? –me preguntó. Claro, me
había callado, así que le resultaría raro.
—Nada, que soy una idiota… Te estoy aburriendo –aparté la mirada, estaba avergonzada por pensar como una adolescente.
—No eres idiota, eres preciosa –dijo, acari-
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ciándome la mejilla con el dorso de su mano.
—No… —me aparté incómoda— no te conozco –conseguí articular, me estaba poniendo muy…nerviosa.
—Confía en mí –dijo, recuperando el hueco
que había creado yo y cogiéndome la mano
derecha.
Le miré. Sus ojos irradiaban luz, y deseo, o
quizás eso me lo estuviera imaginando. Entrelacé mis dedos con los suyos. ¿Por qué me
inspiraba tanta familiaridad? Me gustaba,
me gustaba mucho. ¿Cómo podía gustarme
alguien que no conocía y del que no sabía
nada? Yo no era de esas que creía en la química. Comprendo que para estar con alguien
te tiene que resultar atractivo, pero eso no
es química es atracción. Además, atracción
salvaje. Lo disfrazan de química para distanciarse de los animales, pero realmente
somos como ellos. Respondemos a nuestras
necesidades. Decidí ser sincera, por el mismo
motivo por el que le había contado mi vida,
porque no le conocía. Porque él no esperaba
nada de mí.
—Tengo miedo, no me van los rollos de una
noche. Además tú tienes pintado en la cara
que me darás problemas, y yo… estoy cansada, tengo treinta y cuatro años y ya…
—¡Olvídate de eso ahora! –me cogió la cara
entre sus manos— Se que te gusto, deja que
te haga feliz. Esta noche, al menos. –Enarqué
las cejas— Te mereces ser feliz, eres una buena persona, puedo sentirlo.
Le miré fijamente intentando descifrar si
era un cuento para llevar a las chicas ingenuas como yo a la cama. Pero no vi ningún
rastro de duda, creía firmemente lo que decía. Le seguí mirando fijamente y, aunque
no respondí, supe que me había convencido.
¡Qué le vamos a hacer! Una es así de fácil, y
de débil.
—No me conoces… —dije por fin.
—Pues déjame hacerlo –y me besó.
Su lengua recorrió mi boca despacio, sin
resultar intrusiva. Me agarré a su cuello y
le besé más vívidamente. Su mano se deslizó
poco a poco por todo mi cuerpo. Le acaricié
su brazo, que tenía realmente duro. Me sorprendió porque, aun teniendo envergadura,
no estaba muy musculado; Sin embargo debía estar tonificado para poseer ese tacto. Se
arrodilló en la alfombra para quitarme los
vaqueros, al mismo tiempo me desabroché la
blusa. Suerte que siempre reparo en mi ropa
interior. Le atraje hacia mí para quitarle la
camiseta, y él se puso de pie para quitarse los
pantalones; lo que me dio una visión privilegiada de su cuerpo entero. Mi deseo aumento. Me mordí el labio. Él se tendió sobre mí y
comenzó un baile de caricias y besos donde la
estrella invitada era mi cuerpo. Cuerpo que
ya se estaba contrayendo de placer. Debió
de ser la falta de costumbre, pero estaba tan
nerviosa y excitada que le aparté, incorporándome y sentándome a horcajadas encima
de él. Ahora mis besos eran mucho más descontrolados. Noté que también estaba excitado. Y le propuse continuar nuestra función al
dormitorio.
Me cogió y me llevó en brazos hasta la
cama. No dejó de besarme hasta que me soltó sobre ella. Se tomo un respiro tumbándose
encima de mí, me miró. La verdad es que yo
también necesitaba un minuto para respirar.
Eran tan verdes que parecían artificiales. Me
beso más dulcemente en la boca, en mi cuello;
mientras me acariciaba, suavemente, pero a
la vez con avidez. Recorrió mi cuerpo con su
boca, prestando más atención a mis pechos.
Siguió bajando por mi cintura. Yo miraba el
techo, intentando desconectar de la intensidad que transmitíamos. En algún momento
se las había ingeniado para desnudarme por
completo. Continuó hasta que llego a mi pelvis. Me beso los muslos, los mordisqueó. Entró en mí con su mano, su tacto era frío, pero
el contraste me gustó. Me sentía húmeda,
él lo notó, aumento un poco el ritmo. Jadeé,
ya me costaba respirar. Me acarició con más
ternura y me besó, aunque eso no me tranquilizaba en absoluto. Me saboreó sin prisas,
como si el reloj se hubiera congelado. Sin darme cuenta estaba de nuevo frente a mí. Ya no
era consciente del tiempo y el espacio.
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CRIS MIGUEL
—Eres… —intenté articular. Él me tapo la
boca con la mano, evitando una avalancha de
palabras incoherentes.
Se puso de pie y se quito los bóxer. Me concentré en él, pero me resultó extremadamente difícil no hacer comparaciones. Me besó de
nuevo, tendido sobre mí, me apartó el pelo de
la cara. Le hice girar para quedarme yo encima de él. Le acaricié el torso. Definitivamente estaba muy duro. Le besé el cuello, pero
no me dejó seguir. Me colocó otra vez debajo
y me penetró. Pude sentir que estaba igual
de excitado que yo. Supo mantener el ritmo
perfectamente. Me subió la pierna a su pecho y arremetió con insistencia. Me daba un
poco de vergüenza, pero no pude evitar gemir. Realmente ya ni me oía a mí misma. Aumentó el ritmo, como si fuera capaz de seguir
mi incontrolada respiración. De repente se
paró, abrí los ojos. Me cogió por la cintura y
me sentó encima de él sin dejar de moverse.
Me colocó las caderas un poco más atrás, y
tuve que apoyarme en la cama para no caerme. Aumento aún más el ritmo, ¿eso es posible? Y estalló embriagándome el éxtasis más
puro y más consistente que había sentido
nunca.
Me tumbé desfallecida en la cama, sumergida en mi paz interior. Ahora no me importaba si era un desconocido, si era un ladrón
o lo que fuera… Sólo estábamos él, yo y esta
cama. Fuera de estas cuatro paredes podía
estallar una guerra ahora mismo que yo no
me iba a levantar. J.M. me miró, sonriendo.
—¿Te ha gustado? –preguntó acariciándome la mano, tumbándose a mi lado.
—¿Bromeas? Creo que todo el edificio se ha
enterado de todo lo que me ha gustado –contesté, tenía la boca seca e iba poco a poco recuperando el aire.
—Te traeré agua.
Tras beber, nos dormimos profundamente
abrazados el uno al otro.
La luz ya entraba por las persianas cuando me desperté. Como si me hubiese sentido
J.M. abrió los ojos y me abrazó.
—Buenos días –le besé.— Son las diez,
¿quieres desayunar? –Él se desperezó y negó
con la cabeza.— Pues yo necesito un café.
Me levanté y fui a la cocina. Me calenté el
desayuno mientras J.M. estaba en el baño,
se estaría duchando porque me dio tiempo
a terminarlo antes de que saliera. Dejé los
cacharros en el fregadero y cuando me volví
ya estaba en el salón. Me apoyé en la barra
americana que nos separaba. Me puse seria,
era hora de volver a la realidad.
—¿Qué piensas hacer? –noté un ligero tono
de preocupación en mi voz.
—Prefiero no pensar en eso ahora. ¿No lo
has pasado bien conmigo? –asentí—. Entonces disfrutemos de lo que nos queda. –Bajé
la mirada, negando con la cabeza— ¡Eh! Te
dejaré en paz, me iré está mañana. –Me sujetaba el mentón—. Pero antes ven aquí.
Me besó, rodeé la cocina para abrazarle.
Tenía una extraña sensación. La magia de
por la noche se había esfumado. Por la mañana siempre se ven las cosas con otros ojos.
Notaba un peso en el estómago, incertidumbre.
—¿Y si no quiero que te vayas? –tuve el valor de decir.
—¿Por qué? –Me miraba extrañado, como
si le hablara en otro idioma— ¿Por qué quieres que me quede? Si no me conoces… No soy
nada para ti.
—Lo sé, es raro… pero, siento… —No me
dejó continuar, me puso sus manos en mi corazón, y me miró expectante.
—¿Cómo puedes sentir algo por mí? –Habíamos vuelto a las preguntas ingenuas de
anoche.
—¿Te parece raro? –dije cogiéndole las manos—. No digo que esté enamorada de ti, no
soy tonta. Pero, ha sido tan especial… —No
pude evitar sonreír.
J.M. me cogió en brazos, esta vez como
una princesa, y me llevó en volandas hasta
la cama. De nuevo en nuestra guarida nos
fundimos en besos. Habíamos abandonado el
deseo salvaje de la noche anterior. Ahora lo
hacíamos despacio, suave. Nos besamos sin
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dejar de abrazarnos, mirándonos a los ojos.
Esa mañana me hizo el amor de la forma más
romántica de toda mi vida. Fue preciso, detallista, yo intenté hacer lo mismo por él. Me
dejó más que la noche anterior, y creo que
logré hacerle disfrutar. La embriaguez duró
muchísimo, como si nuestras esencias tampoco quisieran despegarse.
—Dime de qué huyes –dije volviéndome
hacia él, me apoyé en su pecho.
—No quiero hacerte daño, es mejor que no
lo sepas.
—Pero… —dudé— quizás pueda ayudarte.
—No, nadie puede ayudarme. –Me estrechó entre sus brazos.
Estuvimos flotando en nuestra nube sin
movernos, sólo nos acompañaba el ritmo de
nuestra respiración.
—¿Eres feliz? –me preguntó de improviso.
Le miré, ahora tenía los ojos más oscuros.
—Sí… —dije sonriendo. Me besó en la frente.
Dormitamos unos minutos. Volví a quedarme contemplando el techo. Nunca el silencio
había sido tan placentero. Miré la hora, tenía
que empezar a arreglarme si no quería llegar
tarde a trabajar.
—Me voy a duchar –dije incorporándome,
le miré, parecía ausente—. Puedes quedarte,
no hace falta que te vayas ahora.
—No quiero darte problemas, me iré hoy.
—Como quieras –me levanté y me puse
una camiseta, algo decepcionada.
—Gracias por todo lo que has hecho por mí.
–Sus ojos volvían a brillar.
—Ha sido un placer –dije recuperando la
sonrisa desde el cerco de la puerta—. No te
vayas, salgo enseguida.
—Te espero en el salón.
La ducha me sentó genial, oí un ruido y supuse que había encendido la televisión. Me
sequé el pelo y me maquillé ligeramente. Salí
del baño y fui al dormitorio para vestirme.
Con ropa limpia y oliendo a jabón llegué al
salón. Un grito ahogado salió de mi garganta.
J.M. estaba sentado como dijo, pero estaba…
Le salía humo del oído derecho. Estaba des-
conectado.
Una lágrima corrió rebelde por mi mejilla.
Los pensamientos se agolparon en mi cabeza.
No había comido, ni bebido… Creía que sería
capaz de distinguirlos. Era tan humano. Me
arrodillé en el suelo junto a sus piernas. No
podía ser cierto. Nunca había tenido la oportunidad de ver uno de ese tipo tan de cerca,
por eso no lo diferencié. Por eso huía, era un
rebelde. Mi cerebro se estrujaba intentando
buscar todas las respuestas, cuando llamaron a la puerta. Me levanté conmocionada y
abrí.
—Hola señora, ¿podemos pasar? Hemos recibido la señal de un robot defectuoso aquí.
—Sí pasen. –Me hice a un lado para dejarles entrar. Eran cuatro. Dos se dedicaron
a examinarle, mientras un tercero tomaba
nota, el cuarto estaba delante de mí hablándome—. ¿Perdón, qué decía?
—Sí, la preguntaba que cómo era posible
que haya llegado un robot de estas características a su salón.
—Pues verá… yo no sabía, creía que era…
—¿un robot?— ¿Por qué ha escapado de sus
dueños? –me atreví a preguntar.
—No es asunto suyo, pero lamentablemente la tirada a la que pertenece parece tener
ciertos fallos.
—Pero… Es de los más caros, ¿no? ¿Para
qué lo utilizaban?
—Era… digamos el entretenimiento de una
señora rica. –Abrí los ojos de par en par—.
Verá, se está avanzando mucho en esta materia, los más afortunados tienen los mejores
ejemplares, y los más parecidos a los humanos; Sin embargo, como la he dicho ha habido
problemas. Lamento muchos las molestias
que le haya podido causar.
—Me engañó completamente –disimulé—.
¿Cómo puede manipular un robot?
—Están programados para saber las necesidades de su dueño, quizá por eso le haya
parecido que la manipulaba, realmente sólo
la estaría leyendo. Así pueden complacer a
sus propietarios sin que haga falta que éstos
lo expresen en voz alta. Pero estese tranqui-
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CRIS MIGUEL
la, no dejan de ser máquinas por mucho que su apariencia diga lo contrario.
—Vaya, estoy un poco desconcertada –dije. Aunque era un gran eufemismo.
—Lo lamentamos mucho, será compensada por este incidente. Que tenga un buen día.
Como vinieron se fueron, llevándose con ellos lo que había sido J.M. No podía hablar más de
la cuenta. Rápidamente las fuerzas de la ley te metían en su programa especial. Pero, dentro
de mí sabía que las cosas se les estaban yendo de las manos. Me senté en el sofá. Me sequé
las lágrimas que caían por mis mejillas. Veía robots todos los días, se encargaban de coger las
llamadas en el trabajo, también había camareros, o asistentas. Pero, eran distintos, eran claramente máquinas. No como él. Ahora podía entender toda su actitud. Estaba huyendo de ellos.
Había conseguido desconectarse durante horas, debía ser muy autónomo. Me absorbí la nariz.
Dijeran lo que dijeran, pude sentir que no era una máquina. Sabía que estaba a punto de desconectarse por eso se despidió de mí. Eso no lo hace una máquina. Ahora entendía porqué no
había comido ni bebido… porqué hacía ese tipo de preguntas. Cogí un pañuelo. ¿Cómo podían
hacerles eso? Eran esclavos. Y, por lo menos J.M., tenían sentimientos.
Blog de literatura. ¡Visítanos!
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ARENA, VAPOR Y MISERIA
Arena, vapor y miseria
Una historia de Maverick la Mil Veces Maldita
Nº4 Mayo ‘12
por Carlos J. Eguren
Existe un mundo movido por el vapor, los sueños, las pesadillas y las locuras. Es el
mundo de Maverick la Mil Veces Maldita y su vida gira en torno a la venganza. Eso le
hace seguir respirando y sembrar la muerte. Maverick, el infierno y el cielo a un suspiro es su poder.
I
A fructibus cognoscitur arbor
H
abía una vez, en el Nuevo Imperio, un coliseo donde se servía sangre y crueldad al mejor
postor. Las máquinas de vapor lo alimentaban y el Emperador lo avivaba.
Esta es la historia de cómo eso cayó y pasó a ser parte del pasado.
La Sombra Vigilante fue el golpe que hizo que el poder se tambalease.
II
Una niña.
Esta historia comenzó con una niña.
Se llamaba Victoria, tenía catorce años y estaba a punto de no tener ninguno más.
En breve, iba a morir.
Victoria era, según la sentencia del Emperador:
“[…] Una peligrosa mente criminal. Robó a nuestro estado valiosos bienes. No quiso reformarse. Está poseída por los demonios.
La única forma de salvar su alma es llevarla a los Juegos del Coliseo.
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CARLOS J. EGUREN
Será una carga y un gran pesar para nosotros, pero todo sea por ayudarla.
Doy fe,
Su Ilustrísima Majestad,
el Emperador,
Padre de las Máquinas”.
No se decía en esa sentencia que Victoria
había robado sólo una barra de pan para sus
hermanos, de ocho y seis años.
No se escribía que, antes, los padres de Victoria fueron asesinados por negarse a vender
su casa al cacique local.
No se nombraba el hecho de que Victoria y
sus hermanos vivían de forma miserable en
las calles, huérfanos gracias al Emperador.
No se hablaba de que a los abandonados se
les enviaba a campos de esclavos de los que
sólo ellos tres habían conseguido huir.
No se decía que lo que se entendía por “reforma” era yacer junto al Emperador.
No había cabida para muchas cosas en las
líneas del Emperador, sólo un mandato que
debía cumplirse.
La Sombra Vigilante lo sabía.
III
Los Juegos del Coliseo se celebraban en
Roma. La ciudad temblaba, entre el humo del
vapor y la agitación de la miseria, porque era
el centro del mundo.
Dirigibles de muchos países llegaban para
contemplar el espectáculo. Se decía que nunca habías vivido si no habías visto a alguien
morir en el Coliseo.
—Traemos justicia y entretenimiento,
¿qué, pues, puede hacer que mi Imperio zozobre? -mascullaba el Emperador, comiendo
uvas que les proporcionaban sus esclavos.
Mientras, contemplaba su reino desde su
destacado podio—. Nada, nada puede hacer
que se hunda.
Masticó las uvas. No había nada mejor que
saborearlas y que supieran tan dulces como
siempre. Eran huellas de que sus sirvientes
no le habían engañado y no estaban envenenadas.
Abrió sus manos, como si así pudiera coger
la mañana gris, destrozada por los rayos de
sol. Espectadores de muchos lugares venían
de forma libre, otros obligados. Si eras romano, no podías faltar a tu cita o podías terminar en ella, en la arena.
El pueblo siempre debía ser testigo de una
de las pruebas de la Valía del Emperador. La
Sombra Vigilante iba a serlo también.
IV
La Valía del Emperador: el prisionero se
enfrentaba en un duelo con el Emperador,
quien obraba en nombre de los dioses. Si las
divinidades lo querían, mataba al prisionero.
Si no lo deseaban, el Emperador moriría, sacrificándose, y recibiendo los honores del otro
mundo.
Muchos presos habían muerto, ninguna
vez el Emperador. Eso aclaraba cómo funcionaba la Valía del Emperador.
Aquella mañana iba a ser puesta de nuevo
a prueba.
La Sombra Vigilante también.
V
Victoria fue lanzada, desde el interior del
Coliseo, a la arena.
Tambaleante, cayó al suelo con lágrimas.
Debajo de su toga, tenía la sangre coagulada de los cien latigazos recibidos.
En su pecho, el peso de una pistola colgada de su cuello, como un collar. No la dejaba
respirar.
La chiquilla sollozó. Estaba en la arena,
con la piel arañada y quebrada, mientras el
viento cálido la zarandeaba. Se había desollado parte de sus brazos al intentar sacarse
la sal que le habían echado en los cortes.
Victoria gemía y gritaba con dolor. Una
mártir más del imperio.
A su alrededor, cientos de personas gritaron. Eran aves carroñeras, deseosas de sangre y muerte. Aún así, hubo quienes se quedaron calladas: eran los habitantes de Roma,
que sabían de los temibles juicios del Emperador. ¿Quién de ellos no había perdido a alguien en el grotesco “juego”?
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ARENA, VAPOR Y MISERIA
Victoria moriría, entre abucheos y vítores,
pero también silencio. No entendía cómo era
posible, pero tampoco le importaba demasiado. Lo único que quería saber es si una bala
mataba rápido o seguiría sufriendo tanto.
Había aceptado su fin.
La Sombra Vigilante no demoraría su obra.
VI
El Emperador sacudió su rostro. Su mirada
de hurón, su nariz ganchuda, sus labios babosos, su cabeza calva (excepto por los lados)
y su barba le daban el aspecto de un salvaje
convertido en rey.
Vistió con una capa de color púrpura y no
negó la sonrisa que brotaba de su alma. Su
cuerpo robusto estaba embutido en ropajes blancos. En una cartuchera, sostenía su
revólver de oro. Poco práctico, muy pesado,
pero bonito y lujoso. Lo que necesitaba para
ejecutar.
Contempló su arma. Vio su reflejo en ella.
¿Podía haber una imagen más hermosa?
Una de sus esclavas terminaba de vestirlo,
colocándole su corona de laurel.
Entonces, él tuvo una de sus ideas divinas.
Puso el revólver en la cabeza de la sirvienta que le abrochaba los zapatos. Era apenas
una mujer, sólo dieciséis años. Ella cerró los
ojos y rompió a llorar. Él sonrió con la risa
con la que ríen los monstruos.
—Pequeña, con esta pistola sólo mato a
quienes me afrentan. Deberían darme las
gracias por usar un arma tan buena con
ellos…
—Gracias, mi señor.
—Con los de tu calaña sólo uso la soga, así
que deja de llorar o haré que te den dos docenas de latigazos más de los que recibirás por
tu llantina. ¿Qué me decís, esclava?
—Gracias, mi señor.
—Bien dicho, mi querida perra.
Cubierto de riqueza y poder, tras haberse
servido sus uvas, el Emperador contempló,
de nuevo, su vasto imperio de máquinas y
dijo:
—¿Por qué, queridos dioses, me hicisteis
tan benevolente?
Si las divinidades estaban a su alrededor,
no le respondieron.
La Sombra Vigilante parecía que tampoco.
VII
El guardia de la tercera puerta estaba dispuesto a cerrarla. Ya era la hora y todos los
que debían presentarse lo habían hecho.
Recordó una ocasión en que le cerró la puerta en la cara a un anciano que no podía ir
más rápido. Dos días después, había sido devorado por los leones en la arena, al no asistir
como espectador. El centinela se carcajeó.
Entonces, fue cuando vio la Sombra Vigilante, envuelta en un alargado poncho gris.
Se colocó la caperuza y ocultó su rostro. Parecía uno de los sacerdotes místicos, sí, aquellos
que les daban náuseas a los leones cuando los
arrojaba al circo.
—Haber venido antes, clérigo. Estoy trancando la puerta.
Algo golpeó la cara del vigía. Luego, fue
llevado hasta la oscuridad, cercana al interior de los pasajes de acceso. Más tarde, hubo
un sonido amortiguado. La bala de la pistola
atravesó lo que parecía un pequeño montón
de tela, aquello que dio contra el rostro del
celador. El cuerpo se desplomó sin media cabeza.
El encapuchado continuó con sus extraños
rezos, que consistían en esconderse, avanzar
y matar. No era una fe muy extraña en ese
tiempo.
VIII
El Emperador abrió sus fauces, el mundo
estaba a sus pies y, desde su estancia en el
Coliseo, ya escuchaba las hurras por su futuro triunfo. Un éxito a base de la liquidación
de la traicionera alimaña.
Aplaudió.
Él debía ser el primero en hacerlo, él debía
ser el primero siempre.
Guió su mirada a Silvio, el niño que le servía de mensajero. Acababa de llegar corriendo, exhausto, y tenía los pies reventados, no
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CARLOS J. EGUREN
tenía zapatos.
Silvio se arrodilló.
—Habla, mensajero.
—Mi buen señor Emperador, los autómatas
están preparados. Son dos Guardias Tic-Tac,
mi señor, están a sus órdenes. El Relojero se
los ha enviado, señor Emperador.
—Bien, bien… Creo que tengo una nueva
idea para esta ejecución. Me encanta innovar.
El Emperador caminó adelante. Sus manos
se posaron en el pequeño y lo empujaron hacia el suelo. Disfrutó de una de sus bromas.
Se sentía brillante aquel día. Nada podía salirle mal, nada.
IX
El público calló cuando empezaron a sonar
las trompetas y tambores.
Aunados en una armonía tenebrosa, las
banderas saludaron al Emperador, quien
apareció tras las puertas de oro.
Con sus manos alzadas, emergió el hombre
que daba vida y muerte con un deseo.
A su alrededor, todo se centró en él. La víctima sólo era una parte más del juego, una
pieza que iba a morir. A muchos les recordaba a la rata que se le daba a una serpiente,
a la vez que se espera ver cómo es devorada.
—¡Su Majestad, el Emperador, Señor de
las Máquinas, Mano del Relojero en el Mediterráneo! —gritaron los heraldos.
El Emperador disfrutó de cada instante.
Era su droga, aquella admiración, aquella
violencia, aquel poder. Era lo más similar
que alguien podía tener a ser un dios.
—¡Saludos, oh, noble pueblo! ¿Os halláis
preparados para contemplar la justicia de los
dioses?
Los gritos envenenaron todo. El espectáculo empezaba bien. La sangre no se haría
esperar.
—¡Que mi revólver sea la mano de los dioses! ¡Que otorgue justicia! ¡Acepto mi muerte
si la acusada es inocente! ¡Acepto manchar
mis manos de sangre si la acusada es culpable! ¡Acepto a los dioses!
El Emperador había empezado a recitar
las frases con las que se iniciaba la Valía.
Pronto, tendría lugar el breve duelo, pero
hasta entonces la expectación, los nervios, el
temblor orgásmico de un público compuesto
de políticos, poderes extranjeros, ciudadanos,
sacerdotes… Todos gozarían con el resultado
de ver a los dioses actuar a través de él.
X
¿Cómo puede una persona matar a tres con
sólo una bala? Era imposible, pero tampoco
era real de forma estricta: una es una persona, dos no.
Dos vivían porque los engranajes funcionaban, dos ejecutaban órdenes con mente fría,
dos llevaban a cabo sus rituales sin preguntarse por qué, dos desenfundaban sus armas
y se preparaban. La sed de sangre no saciaba
sus tuercas.
Eran Guardias Tic-Tac. Mantenían el orden en el mundo al que pertenecía el Relojero
y era un mundo grande. Habían sido enviados, como ofrenda de su señor al Emperador,
que los usaba de escolta. Los rifles estaban
cargados, el revólver de oro también.
La niña apenas podía coger el arma que
le habían dado. Le pesaba demasiado. Tenía
miedo y lo que era más importante: nunca
había usado un arma.
XI
Los espectadores eran extranjeros y nativos. Se sabía quién era quién con facilidad.
Los romanos mostraban horror, aunque
fingían indiferencia. Ver morir a la niña les
recordaba a ese amigo o familiar, ese conocido, que murió igual. Todos tenían a alguien
asesinado por los dictamines del Emperador.
Los extranjeros sonreían ávidos de un deporte convertido en arte en esas tierras. El
arte más antiguo y salvaje del mundo. Sólo
los sensatos sabían la realidad: es un crimen,
pero en este mundo, la sensatez es cara y
aburrida.
Entre la muchedumbre del circo, la Sombra Vigilante.
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ARENA, VAPOR Y MISERIA
XII
El Emperador alzó su arma. Rió cuando
notó que los paladines del Relojero hacían
lo mismo. El soberano tenía confianza, ¿qué
daño podría hacerle esa cría? ¿Qué hecho terrible podría acontecerle a él cuando ella no
sabía ni empuñar un arma? ¿Cómo podría
ella matarle si el revólver de la niña era un
antigualla trucada?
La gente contuvo la respiración.
La sangre estaba a punto de ser derramada.
Pero entonces pasó algo inesperado…
XIII
Un estruendo se extendió. Un chirrido se
hizo cada vez más fuerte, más poderoso. Todo
se agitó por él, pero nadie lo escuchó porque
sólo lo escuchaban algunas máquinas. ¿Cuáles? Aquellas que estallaban hechas añicos.
Eso fue lo que le ocurrió a la cabeza de los
androides del Relojero.
Sus rostros se fundieron, como cera, tras
un estallido, que sonó como un disparo.
Ambos cayeron abatidos, irreparables.
Entonces, el hombre que se creyó un dios
tembló ante una niña asustada.
XIV
Victoria gimió.
Quiso levantar el arma, pero le pareció imposible.
Los cortes de los latigazos soltaron chispazos.
Tuvo ganas de vomitar, las arcadas eran
demasiado fuertes y sintió que, hiciese lo que
hiciese, el Emperador iba a vencer.
Siempre lo hacía.
XV
El Emperador apuntó con su revólver.
Fue la primera vez que sintió la incertidumbre.
Estaba al borde de un mal momento.
Se vio a sí mismo, cinco horas después, en
su lecho de hielo, pensando lo simple que
había sido eliminar a la niña y sintiendo un
poco de temor por… Una tontería. Era imposible que la prisionera le hiciera algo…
Pero el Emperador no estaba cinco horas
en el futuro, relajado, riendo por su insensatez…
Estaba allí aún, frente a la cría que tenía
un arma, y, aunque sabía que iba a matarla,
pensaba en si los dioses le habrían dado la
espalda tras usar su nombre, tantas veces, en
vano.
Lo pensó y un escalofrío recorrió su alma.
XVI
Hubo un disparo.
Luego, un cuerpo cayó.
El silencio se hizo más tenso aún.
El Imperio se había quedado sin su monarca.
XVII
Victoria fue sacrificada por el lugarteniente del Emperador, el Líder del Senado, y el
triunfo de la joven resultó pírrico. La pequeña había muerto, todo seguía igual, aunque
cambiando el tirano…
Pero eso no fue la verdad.
Era lo que le hubiera gustado al Líder del
Senado. Rezaba cada noche para hacerse con
el trono, con los laureles, pero no iba a ser
posible.
Tenía un nuevo amo.
XVIII
La joven que mató al Emperador hubiera
sido una muerta más en la arena, pero fue
cómo asesinó a los dos autómatas y a su señor lo que lo cambió todo.
Cuando los legionarios y custodios del Coliseo fueron a por Victoria, se encontraron con
una muralla humana de docenas de personas.
—¡Abrid paso! —gritó el Líder del Coliseo,
acompañando a una de los escuadrones.
Sin embargo, nadie le obedeció.
Los habitantes del Imperio no querían más
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CARLOS J. EGUREN
muerte, no deseaban más desolación… Y una
mujer que perdió a sus hijos fue la general de
aquel batallón sin orden, compuesto de ciudadanos.
—¡Ya os hemos abierto paso mucho tiempo!
¡Pero ya no más! ¡No haréis nada a esta cría!
¡Nada!
Los soldados intentaron dar un paso, pero
docenas de personas se lanzaron contra los
escudos. No iban a poder detener aquel acto.
Un forastero venido de los Trece Estados
alzó su rifle y chilló:
—¡He venido a ver sangre y tendré sangre!
Y la tuvo cuando uno de los natales de
aquellas tierras lo empujó por las gradas, haciendo que la cabeza del hijo de allende de
los mares estallase, como una ola contra las
rocas. Un golpazo grande y terrible.
Fue el estallido de algo más.
El inicio de la revolución.
En medio del caos, la Sombra Vigilante
aplaudió.
XIX
El niño Silvio corrió hacia la madre de la
revuelta, Victoria. Se abrazaron. Los dos hermanos se habían reunido. Ella preguntó por
su otro hermano, pero él sólo lloró.
XX
El Imperio se disgregó durante los siguientes meses.
Pequeñas comunidades se establecieron en
cada una de las antiguas provincias. El poder
absoluto había terminado. Ahora, todos obedecían a aquel sentimiento de libertad que
les embargó en el pasado.
Durante décadas creyeron que vivían bajo
el imperio. Era un error. Empezaron a hacerlo cuando el Emperador fue Historia. Entonces, los soldados se retiraron y el nacimiento
de una esperanza contra el Relojero se extendió. Su revolución era una llama puesta a
arder en todo sitio donde la tiranía fuese un
hecho. Sería su combustible.
Su cabecilla era una muchacha que un día
estuvo a punto de morir en la arena. Su nom-
bre era Victoria. Ella era la joven que, con un
acto de sangre, hizo que el mundo se alzase.
Era la Mujer que Mató al Emperador.
Desde entonces, sus palabras cultivaron a
la nueva resistencia contra el
Relojero.
Victoria pensaba que si había tenido aquella suerte, era porque su destino era liberar
al mundo de aquel yugo terrible.
Fue un milagro.
Debía serlo.
Porque la noche tras el día en que asesinó
al Emperador, descubrió que su arma estaba
atascada y sólo tenía una bala que podía hacer reventar el arma. Era una trampa.
Aún así, mató a su enemigo. ¿Cómo? Se lo
preguntaba.
Aquella madrugada, fue la única en que
asesinó a alguien de verdad.
Al Líder del Senado, el hombre que le contó
la verdad sobre su pistola a cambio de que le
diese el Imperio.
Desde entonces, la joven se maldecía con
ello. Tenía pesadillas. Había hecho algo malo.
Pero… estaba viva, había sido algo casi imposible y eso tenía un significado.
Quizás si devolviese la libertad a la humanidad, se compensase su terrible acto.
No sabía nada de la Sombra Vigilante que
la salvó… Al menos, directamente.
XXI
Hay una dama con muchos apodos: la Mil
Veces Maldita, la Mujer de los Ojos de Fuego,
la Señora de la Devastación, la Muerte Encarnada… Sí, también es la Sombra Vigilante. Muchos la llaman también Quien Otorga
Revoluciones.
Ella llegó a Roma en una mañana soleada, oscurecida por el vapor. Ella se internó
en el Coliseo. Ella lanzó la onda (con uno de
los aparatos del Doctor Cowan) que devastó los cerebros de los Guardias Tic-Tac. Ella
apuntó con su arma y reventó la cabeza del
Emperador.
Sembró una revolución, una historia que
pasó de un lugar a otro, sin límites.
Ella, siempre ella. En pos de un destino
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ARENA, VAPOR Y MISERIA
mayor, siempre ella.
El fin del Nuevo Imperio sólo suponía la caída de un peón del Relojero, pero Maverick la Mil
Veces Maldita aguardaba que fuera una pieza de dominó. Quería que su caída significase la
del resto de un mundo enfermo por culpa de gente como el Señor de las Máquinas o el Relojero.
Mientras marchaba en un aeroplano, adelantando los dirigibles, su ojo rojizo y el otro aún
con vida divisaban el horizonte. Amanecía. La luz se extendía.
—Pronto el cielo será rojo. Estará teñido de sangre. Tu tiempo termina, Relojero.
No era un deseo.
Era una promesa.
Maverick la Sombra Vigilante iba a vengarse. Su padre, el Relojero, iba a morir.
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EL CUADRO DE LOS BRADBURY
EL CUADRO DE
LOS BRADBURY
Nº8 Octubre ‘12
por Ramón Plana
I
E
l sonido de la campanilla me despertó. Me incorporé torpemente en el sillón mientras me
frotaba los ojos. Aparté el libro y alcancé a oír los pasos de la señora Pattinson que acudía
para atender la llamada. Poco después tocaba con los nudillos en la puerta de la biblioteca, y la
cara sonrosada de mi ama de llaves apareció en el umbral.
—Doctor Woodward, el cochero ha venido a recogerle. —Me miró, y añadió—: Será mejor que
se arregle un poco. Le diré que espere.
—Gracias señora Pattinson. Enseguida estaré listo.
Subí a mi habitación a quitarme el batín. Me lavé la cara y me peiné. Una camisa limpia, una
corbata y un chaleco hicieron el resto. Me contemplé un momento en el espejo y bajé. Ahora,
poco después, estoy sentado en el carruaje de Bradbury, en dirección a su casa, pensando en los
avatares de la vida que me han llevado a esta situación.
Me llamo George Woodward, doctor en siquiatría a punto de retirarme. Trabajo en un hospital
y también tengo una modesta consulta privada. Hace unos días se presentó en ella mi colega,
el doctor Hamptom, con la petición de que visitara a uno de sus pacientes y le diese mi opinión.
Se trataba del último descendiente de una de las familias más antiguas de Leicester: Theodore
Bradbury, y presentaba una posible esquizofrenia. Acepté hablar con él y confirmar el diagnóstico, pero solo podía dedicarle dos o tres días.
Lo que empezó como un favor a un amigo, se convirtió en un caso cuyo final no acierto a predecir en este momento. Durante dos días he compartido con él las experiencias más inquietantes
y aterradoras de mi vida, y esta noche espero desvelar lo que se ha convertido en una obsesión
también para mí.
Todo comenzó hace dos días, cuando acudí a su mansión para conocerle. Vivía en una extensa
propiedad, dominada por un castillo imponente repleto de historias y secretos. El último de los
Bradbury era un hombre atormentado, que, a criterio de su médico, padecía de alucinaciones.
Estas se le presentaban en la forma de un antepasado suyo que falleció en extrañas circunstancias hace unos doscientos años y que, según él, se le aparecía con cierta frecuencia.
Nuestra primera sesión fue al caer la tarde, tomando un té en su biblioteca. Al principio le
costaba hablar, así que toqué temas que a él le gustaban: los caballos, el deporte y los libros. Dos
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RAMÓN PLANA
horas después, pude hablar de pintura, y de
ahí, pasé a su antepasado.
—¡Qué cosas me dice! ¿Ve a un antepasado
suyo? —dije mostrando sorpresa—. ¿Y cómo
se le aparece?
—Como una forma corpórea imprecisa —
contestó con un murmullo—. Siempre a través de un espejo, o una sombra.
—¿Por qué cree que es él? ¿No puede ser
un reflejo, un montón de ropa o un juego de
luces?
—¡No! ¡Lo sé porque le conozco! Era pintor
y hay autorretratos suyos por toda la casa —
exclamó tajante—. Sus facciones son inconfundibles.
—Pero al ser una forma imprecisa, ¿cómo
puede usted distinguirlas?
—A veces le ilumina un poco de luz. Entonces compruebo que es él. Llevo viéndole toda
mi vida —dijo con voz angustiada.
—¿Por qué piensa usted que se le puede
ver a través de los espejos? —insistí.
—Usted parece un hombre culto doctor. Seguro que ha leído a Platón.
Asentí con la cabeza, sin saber a donde
quería ir a parar.
—Pues recordará lo que dice de las almas
—continuó—. El griego afirma que son eternas y siempre están observando y cuidando
nuestro mundo. Pero con el tiempo, sus imperfecciones les pesan y son arrastradas hasta que se apoderan de algo sólido en donde
se establecen formando un cuerpo nuevo. El
problema es que al nacer, han olvidado su
conocimiento acumulado durante tanto tiempo y tienen que luchar contra los deseos del
cuerpo desde cero, hasta redimirse.
—Pero no veo la relación —comenté.
—Porque no lo ha pensado con detenimiento —siguió Bradbury—. Al igual que la luz se
descompone en colores a través de un cristal,
así el mundo de los espectros nos deja entrever su imagen a través de los espejos. En ese
reflejo, unas veces adoptan formas imprecisas
y otras desconcertantes, pero se manifiestan
porque de alguna manera el cristal desdobla
la composición de su materia y muestra su
imagen actual, o aquello que fueron.
—¿Y se comunica con usted?
—¡Sí! A través de un cuadro.
—¡De un cuadro! —repetí muy interesado
por el giro que tomaban los acontecimientos.
Esto no me lo había comentado Hampton.
Los dos nos quedamos pensativos durante
unos momentos. Nada en su proceder hacía
pensar en que fuera un impostor. Realmente
lo creía, y sufría intentando convencerme. Le
miré. Sus manos se retorcían, sus ojos erraban por el vetusto y oscuro salón, lleno de libros y objetos.
—¿Y yo podría ver ese cuadro? —le dije
suavemente.
Me miró sobresaltado, como si estuviese
esperando que le hiciese la pregunta y la temiese. Luego dirigió la mirada al gran espejo
que adornaba el salón, y volvió a mirarme de
nuevo.
—Sí —contestó.
Sin poder evitarlo, yo también giré la cabeza hacia el espejo. Pero solo vi el reflejo del
salón. Al retirar la vista, me volví a girar,
pues me pareció ver en ese reflejo un ligero
movimiento cerca de la puerta. El heredero
de los Bradbury se percató de mi mirada y
sonrió.
—Ya empieza a percibir algo, ¿verdad? —
dijo, algo inquieto.
—Creo que sí —dudé—. ¿Puede ser su antepasado?
—Claro, pero no se preocupe. No puede dañarnos.
—De momento no me preocupa, solo siento curiosidad. ¿Decía usted que puedo ver el
cuadro?
—Por supuesto —dijo incorporándose—,
acompáñeme por favor.
Cogió uno de los pesados candelabros de
bronce para alumbrarnos y se dirigió hacia
la puerta. Salimos al recibidor, una ancha
escalera de mármol cubierta por una larga
alfombra ascendía hasta la primera planta
por dos alas simétricas que se juntaban en
un descansillo.
—El cuadro está en el estudio que él utili-
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EL CUADRO DE LOS BRADBURY
zaba para pintar, en el primer piso. Ahí guardaba él sus útiles.
—¿Cómo utiliza el cuadro? No será escribiendo.
—No. Lo utiliza pintando en él —respondió
Bradbury mientras alumbraba el largo y oscuro pasillo—. Ahora lo verá.
Llegamos hasta la tercera puerta y me pasó
el candelabro mientras se inclinaba sobre la
cerradura.
—¿Le importa alumbrarme, por favor?
Se abrió la camisa y sacó una llave muy antigua colgada de un cordón de oro alrededor
de su cuello. La introdujo en la vieja cerradura y abrió. Entramos a una habitación donde
las sombras huyeron bailando según avanzábamos nosotros. Descorrió las pesadas cortinas de un par de ventanas para que la claridad del atardecer nos iluminara algo más.
Y allí estaba el cuadro, sobre un caballete,
en el centro de la habitación, cubierto por un
amplio lienzo blanco, rodeado de pinturas,
pinceles, paletas y demás elementos propios
de un pintor. Un diván, una estantería, unas
sillas y una pequeña mesa completaban el
mobiliario. En el suelo una alfombra muy
gastada por el tiempo y con grandes manchas
oscuras, se deshacía. Cerca del caballete, un
espejo de cuerpo entero sobre un trípode permitía al pintor contemplar al modelo desde
otro punto de vista.
Nos acercamos ambos al caballete,
Bradbury cogió el lienzo con la mano derecha
y lo retiró despacio dejándolo en el suelo.
Acerqué el candelabro. El cuadro contenía
una escena en la que un hombre se inclinaba
sobre otro que estaba en el suelo. Ambos posaban delante de un caballete de pintor sobre
el que se veía un lienzo. La escena se desarrollaba en una habitación con una chimenea
a la derecha y varias ventanas, dos de ellas
abiertas dejaban entrar una luz tenue.
—¿Lo comprende usted ahora? —dijo
Bradbury con voz temblorosa.
—No —contesté acercándome más para
verlo en detalle—. ¿Qué tengo que comprender?
—Lo que ve en el cuadro es esta habitación,
y la escena que se representa en él es lo que
ocurrió aquel atardecer de hace cincuenta
años.
Le miré incrédulo mientras empezaba a
comprender.
—Él, de repente, empieza a dibujar algo
—continuó—, algo que se va materializando
en pocos días. Y acaba el cuadro cuando ocurre la tragedia. —Hizo una pausa antes de
seguir—. Doctor Woodward, en esta habitación se han cometido más de cinco asesinatos
durante doscientos años, y todos aparecieron
pintados en el cuadro antes de que ocurrieran —terminó.
Por primera vez un escalofrío me recorrió
la espalda.
—Pero su antepasado murió hace más de
doscientos años. ¿Sugiere usted que los ha
pintado él?
—Sí —respondió.
—¿Y no los ha podido pintar otra persona?
—¿Quién puede pintar un cuadro en dos
días, representando una escena que aún no
se ha producido? —exclamó—. Además, sólo
existe esta llave, y la habitación siempre se
queda cerrada.
—¿No hay pasadizos, ni falsos armarios, ni
posibilidad de trepar hasta las ventanas?
—¡No, no y no! —gritó nervioso—. ¡Ni pasadizos, ni armarios, ni ventanas abiertas!
—Se quedó pensativo—. Bueno, hace tiempo
hubo una chimenea, pero se tapió cuando empezaron los asesinatos.
—No se irrite Bradbury. Comprenda que
me cuesta aceptar el hecho de que un hombre
muerto hace doscientos años pinte un cuadro
de un asesinato que aún no se ha producido,
y además en dos días. Lo podré creer cuando
lo vea —dije mirándole.
Acercó su cara a la mía escudriñando mis
ojos. En los suyos pude ver como aparecía
una chispa de locura.
—¿De veras quiere verlo? —preguntó.
Por un momento pensé en negarlo para
conseguir que se calmara, pero el caso me
interesaba. Necesitaba saber si era cierta su
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RAMÓN PLANA
versión o si alguien manipulaba los hechos.
—Sí —respondí con firmeza—, quiero verlo.
—¡Pues lo verá! —repuso él con voz ahogada, apartando su cara de la mía.
Los dos nos quedamos mirando el lienzo,
alumbrados por la llama del pesado candelabro de bronce, mientras la luz que entraba
por las ventanas disminuía, hasta desaparecer.
Me acerqué un poco más y observé que el
hombre inclinado tenía las manos en la garganta del que estaba tumbado. Lo estaba estrangulando. También pude ver que el cuadro que estaba detrás de ellos tenía pintada
una escena similar, en la cual un hombre sujetaba por el hombro a una mujer mientras
le clavaba un cuchillo en la espalda. Por la
ropa, debían de ser del siglo pasado.
—¿A quiénes representan las dos figuras
principales del cuadro? —pregunté.
—Uno es mi padre, el otro no lo sé —contestó Bradbury con una extraña calma.
Le miré con sorpresa. Luego pregunté:
—¿Y de quiénes son las figuras representadas en el pequeño lienzo que se ve al fondo?
—De mi abuelo paterno, no recuerdo quién
era la mujer —respondió con igual tono—. En
el lienzo que aparece en la escena, siempre
pinta en miniatura el asesinato anterior.
—¿No ha conseguido comunicarse con él
cuando se le aparece?
—No —dijo—. Solo me mira en actitud suplicante. Lo veo en la biblioteca, a los pies de
mi cama, siguiéndome por los pasillos, en los
armarios. Siempre vigilando y suplicante.
¡No sé qué quie…!
No llegó a terminar la frase. La puerta se
cerró con un portazo, un reflejo de color brilló
con violencia en el espejo y un murmullo se
dejó oír en la habitación. La llama del candelabro se apagó y nos quedamos a oscuras.
—¡Maldito! —gritó Bradbury descompuesto—. ¡Maldito seas mil veces! ¡Déjame en paz!
—¡Tranquilícese!
—exclamé
nervioso
mientras un frío intenso me corría por la espalda—. ¡Y encienda el candelabro, hombre!
Oí sus manoteos. Busqué la caja de cerillas
en mis bolsillos, saqué una y la encendí. A su
luz, pude ver al pobre hombre dando golpes
al aire, con el candelabro apagado. Rápido,
me acerqué a él, se lo quité de las manos y
aproximé la cerilla. La luz pareció tranquilizarle. Le tomé del brazo y lo arrastré fuera
de la habitación. La cerilla se me cayó de la
mano.
Bajamos al salón, le hice sentarse y le preparé un coñac. Yo me tomé otro. Mientras
bebíamos, le observé. Estaba ensimismado,
poco a poco recuperaba el color y la cordura.
—¿Cree usted que eso lo ha provocado él?
—le pregunté.
—¡Sí! Lo hace para asustarle a usted y molestarme a mí.
—¿Lo suele hacer con tanta intensidad?
Me miró.
—¿Le ha sorprendido, verdad? —murmuró. Luego dio otro sorbo a la copa y se quedó
pensativo—. Suponiendo que haya sido él,
no, normalmente no suele ser tan agresivo.
—Levantó la cara—. Pero se habrá dado usted cuenta de que en la habitación no había
corrientes de aire.
—Es cierto, no había corrientes de aire —
coincidí—. A pesar de todo me cuesta creer su
historia, debe comprenderlo.
—En la habitación me dijo que quería ver
cómo cambiaba el contenido del cuadro, ¿no
es así?
—Sí, eso dije.
—Pues ahora él lo ha oído, y actuará en
consecuencia.
—¿Piensa usted que empezará a pintar el
cuadro de nuevo? —pregunté con interés.
—¡Sí! Empezará pronto, ya lo verá. Ahora
no se le puede parar.
—Pero, ¿qué relación hay entre el cuadro y
los asesinatos?
—Es como si él, a través de la pintura, influyera en la voluntad del asesino para que
cometa el crimen. Así ha sido en las ocasiones
anteriores.
—¡Bien! Entonces quiero asegurarme de
que la habitación permanezca cerrada, y
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EL CUADRO DE LOS BRADBURY
también quiero que me dé usted la llave. Así
no podrá entrar nadie y no habrá asesinato.
Bradbury me miró fijamente, y durante un
rato no dijo nada. Luego una extraña sonrisa
apareció en su rostro.
—De acuerdo. Le daré la llave. Venga mañana por la mañana y revisará la habitación
para comprobar que no se puede acceder a
ella. Cuando esté conforme, la cerraremos y
se llevará la llave otra vez. Pero pasado mañana por la noche vendrá usted aquí para ver
si algo ha cambiado en el cuadro o no. Entonces comprobará si estoy loco, o si tengo razón
y hay un maldito espectro en esta casa. Se
convencerá cuando vea que solo ha necesitado dos días para pintar el nuevo crimen.
Y se echó a reír histéricamente.
II
A la mañana siguiente el coche me recogió
temprano y me llevó a la mansión. El mayordomo me abrió la puerta y me acompañó hasta la biblioteca. Bradbury me esperaba sentado en un sillón ojeando un libro. Después
de saludarme se dirigió a su mayordomo.
—Peter haga el favor de traernos el desayuno a la biblioteca. Estaremos más cómodos.
—Como diga el señor —respondió el hombre con una ligera inclinación.
Mientras desayunábamos hablamos de cosas sin importancia: el tiempo en Londres,
las últimas disputas políticas en la cámara
y lo difícil que estaba el servicio. Al llegar a
este punto le miré y le dije:
—¿Le importaría que hable con su mayordomo?
—Si lo cree conveniente, hágalo. Pero solo
lleva conmigo un mes. No creo que haya visto
nada.
—¿Qué pasó con el anterior?
—Se puso enfermo y falleció —dijo
Bradbury—. Él sí que vio algo, aunque no
creo que supiera nada del fantasma.
—Pues es una pena, me hubiera gustado
hablar con él. ¿De qué falleció?
—Creo que del corazón, era muy mayor.
Pasado un rato, Bradbury me invitó a se-
guirle al primer piso, al estudio de su antepasado. Subimos pausadamente los escalones.
Viendo la escalera a la luz del día, comprobé
que los cuadros de las paredes resultaban inquietantes. Representaban a los personajes
ilustres de la familia.
Una vez ante la puerta, me pidió la llave y
abrió. La habitación seguía como la dejamos,
las dos ventanas con las cortinas descorridas,
el lienzo en el suelo y la cerilla con la que encendí el candelabro caída al lado de la mesita.
En ese momento el pelo se me erizó y un escalofrío me recorrió la espalda. La parte central
del cuadro estaba manchada de pintura y las
figuras centrales habían desaparecido.
—Ya ha empezado —dijo Bradbury con voz
ronca—. Nada lo podrá parar.
—¿Me asegura usted que no ha entrado nadie en la habitación?
Me miró a los ojos.
—Ayer se llevó usted la llave y ya le dije
que no existe ninguna copia. En la casa estamos solos el mayordomo y yo, y no hemos
notado nada.
No me lo explicaba, me resistía a aceptar
una presencia del más allá que indujese al
asesinato con la pintura de un cuadro. Examiné el suelo y las paredes, palpé todos los
elementos que llevaban las cortinas buscando alguna pista, algún resorte. Busqué en la
pared de la chimenea tapiada sin encontrar
nada en absoluto. Miré detrás de las estanterías y en los escasos muebles de la habitación. En la tarima, bajo la alfombra y en las
ventanas. Nada.
Finalmente apagué el candelabro y lo dejé
encima de la mesita. Salimos al pasillo y cerré la puerta detrás de nosotros. Bradbury
me acompañó hasta la entrada. Allí nos despedimos y el cochero me llevó de nuevo a mi
casa.
El día siguiente transcurrió con normalidad. Comí en el hospital y tomé el té en mi
biblioteca mientras consultaba casos parecidos. Luego me quedé dormido en el sillón,
hasta que llegó el cochero para recogerme.
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RAMÓN PLANA
III
Es ya de noche cuando Bradbury me recibe en la escalinata, a pesar del ambiente frío y la
fina llovizna. Ambos nos cubrimos con el enorme paraguas hasta llegar a la puerta. Allí nos espera Peter. Pasamos a la biblioteca y nos sentamos mientras el mayordomo nos trae un cordial
para calentarnos.
Bebemos en silencio unos sorbos.
—¿Ha notado usted algo? —le pregunto para romper el pesado silencio.
—No —contesta Bradbury, mirándome por encima del vaso.
Peter entra en la biblioteca para cerrar las ventanas. Fuera el tiempo empeora. La llovizna
es ahora una fuerte lluvia y comienzan a oírse algunos truenos lejanos, que preceden a las tormentas en esta época del año.
—Cuando usted quiera subimos —dice Bradbury apurando la bebida.
Encendemos un candelabro y vamos hasta el estudio. Allí le entrego la llave a Bradbury.
Abre y entramos. La atmósfera dentro de la habitación es pesada. El cuadro está en su sitio,
pero tapado por el lienzo. Ambos nos miramos, la tarde anterior lo habíamos dejado al aire y
el lienzo estaba en el suelo.
—¿Ha podido entrar alguien? —pregunto.
Niega con la cabeza y aproximándose al caballete, coge el lienzo y deja al descubierto una
parte. La sangre se me hiela en las venas cuando veo, perfectamente dibujado, a Bradbury con
un candelabro en la mano y en actitud de golpear a alguien.
Alargo la mano para retirar el lienzo del todo. Y entonces sucede. El golpe me pilla por sorpresa, derribándome al suelo, y en la caída dejo el cuadro al descubierto. Intento volverme y
protegerme la cabeza, pero ya es tarde, el segundo golpe de Bradbury me rompe el cráneo. Me
desplomo y contemplo con horror que el segundo personaje del cuadro soy yo.
Mientras me desvanezco miro al espejo y allí veo reflejado al espectro. Está terminando de
pintar el cuadro. No hay maldad en sus facciones, sino compasión y pena. Entonces entiendo.
La maldad está en la familia Bradbury, en los descendientes del fantasma. Por eso advierte a
todos, denunciando en su cuadro esa enfermedad que les obligaba a matar en esta habitación.
Una sensación de paz calma mi anhelo. Ya sé la verdad.
Me siento absorbido por un túnel y una luz me llama en la lejanía.
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RELACIÓN COMERCIAL
RELACIÓN COMERCIAL
por J. R. Plana
Nº1 Febrero ‘12
Careless City es un sitio difícil para vivir.
Henry es un hombre bueno, pero sabe que
de eso no se come. Así que tendrá que ir
por el mal camino.
—Nosotros podíamos ayudarte —el hombre
le miraba fijamente con sus ojos blancuzcos
desde el otro lado de la mesa. La escasa iluminación del estrecho despacho, proveniente de
una pequeña lámpara situada sobre el escritorio, proyectaba unas amenazadoras sombras
en su cara—. Ayudamos a la gente, cuidamos
de ellos, procuramos que nunca les falte de
nada. Pero no somos hermanitas de la caridad,
¿comprendes? Si hacemos lo que pides, entonces nos debes un favor. Y uno gordo. Así funcionan las cosas, tú me ayudas, yo te ayudo y
todos contentos. ¿Me sigues? —una sonrisa se
extendió por su rostro.
—Por supuesto, señor Hillspeak.
Henry Craw era un hombre de unos treinta
y pocos años, casado y con un hijo. Pertenecía
a la clase media-alta, era una persona honrada y de buena fe, el ejemplo de ciudadano, empleado, padre y esposo casi perfecto. Trabajaba
en una fábrica desde hace mucho tiempo como
contable. Era una empresa familiar, sin muchas pretensiones.
—Eso está bien, muy bien. Te voy a explicar
cómo funciona esto. Nosotros te preparamos el
dinero, lo tendremos listo para mañana. A partir de ahí tienes dos opciones a elegir: o nos lo
devuelves íntegro más unos intereses pasado
un tiempo… o entramos en una especie de relación comercial; trabajas para nosotros hasta
que saldes tu deuda. Eso depende de ti, Henry,
tú decides qué prefieres. Las dos opciones son
igual de buenas, pero has de ver si serás capaz
de devolvernos todo o no. ¿Qué harás, Henry?
Hillspeak era un mafioso, y de los peores. Era
la mano derecha de uno de los peces gordos de
la ciudad, uno especialmente cruel, sanguinario y avaricioso. Hillspeak era algo así como el
lugarteniente, se encargaba de dar órdenes a
los esbirros y manejar todos los trapos sucios.
Al igual que su jefe, no tenía ni una pizca en
todo su ser de buena persona.
—Creo que trabajaré para el señor Vandergeld y para usted.
—Buena elección, Henry, buena elección.
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J. R. PLANA
Pero dejemos al señor Vandergeld por ahora,
esto es entre tú y yo. ¿Sabes qué, Henry? Eres
un hombre sensato, y eso me gusta. Es bueno que seas sensato, es más bueno que inteligente. ¿Sabes en qué se diferencia un hombre
inteligente de un sensato, Henry? ¿Lo sabes?
Hillspeak, además, estaba muerto. Literalmente. Piel pálida, dientes rotos y afilados,
sin calor en las venas. Nadie sabía con seguridad por qué había muerto, pero el caso es
que había pasado. Cuando ocurrió, Vandergeld trajo del sur al mejor nigromante que
pudo encontrar, y este se aplicó para traer de
vuelta a la vida al infecto y asqueroso Hillspeak. Todos en Careless sabían que pasaban
cosas raras, pero casi siempre simulaban no
verlo. En parte porque les daba miedo, y en
parte porque esas cosas raras solían estar relacionadas con los turbios asuntos de la mafia local.
—No, señor.
—Los hombres inteligentes a veces piensan
demasiado, y es entonces cuando se pasan de
la raya. Ahí suelen venir los problemas, y a
nadie le gustan los problemas. En cambio, un
hombre sensato sabe siempre lo que conviene, a él y a su familia, y sabe que no es bueno
para nadie meterse en problemas. ¿Te consideras un hombre sensato, Henry?
—No lo sé, señor Hillspeak. Las opiniones
sobre mí han de decirlas los demás, yo no tengo perspectiva.
—Ahí lo tenéis, chicos —dijo haciendo un
aspaviento dedicado a los dos matones que
vigilaban cada movimiento de Henry—, es un
hombre sensato y cabal. Y además humilde.
Eso me gusta, me gusta mucho. Los hombres
humildes saben siempre cual es su lugar, y
eso es importante, Henry. Créeme, si hubieras ido de listillo estarías ya en la calle, igual
con alguna bala en el cuerpo. Pero no, has
sabido comportarte. Bueno, Henry, hablemos
de nuestro trato. Necesitas dinero, mucho dinero, y yo puedo dártelo. Aunque es mucho
para un contable como tú, Henry. Cuéntame,
¿para qué quiere alguien sencillo tanto dinero?
—Es la previsión de gastos de los próximos
meses, señor. Acabo de perder el empleo, y
tengo que mantener a mi mujer y a mi hijo,
señor. Tenemos unos gastos fijos de los que
no podemos prescindir y que no tengo manera de cubrir.
Ahora Henry no podía evitar el recordar
todo el tiempo dedicado al negocio, los esfuerzos que había hecho por sacarlo adelante, siempre más allá del deber, muchas veces
fuera de horario. Recordaba las palabras de
felicitación, las alabanzas, los “nunca olvidaremos lo que has hecho por el negocio, aquí
tienes un amigo, para lo que necesites”. Pero
el dinero llamó a la puerta del jefe, y se le olvidaron todas las promesas. Vendió la fábrica
y se largó con la pasta. Henry no tenía claro que le sentaba peor: pensar que le habían
traicionado o que aquello nunca había sido
sincero. Probablemente las dos juntas, que al
fin y al cabo era de lo que se trataba.
—Eso es un problema, Henry. Pero dime,
¿por qué no has buscado trabajo?
—Ya lo he hecho, señor, pero no hay nada.
Llevaba ahí trabajando mucho tiempo, y nadie me ofrece un puesto igual que nos sirva
para vivir. El dinero lo necesito para poder
dedicarme a buscar un buen empleo mientras, señor.
Los Estados Unidos de los años 20 eran difíciles para el que se mantenía en cierto lado
de la ley.
—Ya veo, ya veo. Es muy lógico, Henry. Supongo que no querrás un trabajo en condiciones inferiores a las anteriores, ¿me equivoco?
—No señor, no se equivoca.
—Lógicamente… Yo también haría lo mismo. Henry, has hecho bien viniendo aquí. Verás, Henry, eres un buen hombre, eso me parece. He podido averiguar unas cuantas cosas
sobre ti, y no veo motivo para no ayudarte.
Y lo que es más, me gustas, Henry, pareces
fiable, y hay pocos hombres que sean fiables.
Eso es bueno, créeme. Tampoco se me pasa
por alto que tu anterior trabajo era en una
empresa que ahora es propiedad de Vandergeld, y probablemente tras su compra te has
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visto en la calle, ¿verdad?
—Sí, señor.
“En la calle y repudiado por todas las empresas de la ciudad. Unas, por haber trabajado para un negocio que ahora es de Vandergeld, otras, por ser del propio Vandergeld y
mantener la política de no contratar a nadie
a quien han despedido”.
—Bueno, bueno, es una situación un poco
incómoda. Por eso voy a hacer un favor extra.
Ya que es nuestra culpa que hayas acabado
así, quiero recompensarte. No sólo te voy a
ayudar, sino que además te voy a dar un trabajo. Lamentablemente no necesitamos contable, pues ese es mi puesto, y, por desgracia,
aún estoy vivo —qué ironía—. ¡Ja, ja, ja! Pero
siempre necesitamos gente, y más si es fiable, honesta y sensata. Entrarás a trabajar
para mí, ya te diré cuales serán tus funciones. No es nada glamuroso, y probablemente
tampoco sea cómodo, pero créeme, es mejor
que estar en una obra a la intemperie. A cambio, mañana te daré el dinero que necesitas.
Tú trabajarás hasta haberlo pagado por completo, como te he dicho antes, y luego te daremos la oportunidad de decidir si sigues o no
con nosotros. Además de esto, te pasaremos
una gratificación mensual por las molestias,
para que compres algún capricho a tu mujer
y tu hijo, ¿qué te parece, Henry? ¿Soy o no soy
generoso?
—Sí que lo es, señor. Muchas gracias.
—Excelente, si tú estás contento, yo estoy
contento. Y vosotros dos también, ¿verdad?
Nos gusta ayudar a los demás. Yo digo que
el poder no sirve de nada si no haces más
fácil la vida de los que te rodean, ¿no te parece, Henry? Esto es como una gran familia,
siempre unidos y ayudándonos los unos a los
otros. Eso es muy bueno, ¿no crees? Que todos estemos ayudándonos, al fin y al cabo el
ser humano es social, y necesita de esa sociedad para sobrevivir.
—Por supuesto, señor.
—Claro que sí. Sólo una cosa más antes de
cerrar el trato, un pequeño detalle. Por favor,
Bob, pásame esos papeles de ahí encima —
el forzudo con cara de bruto de la derecha le
pasó un montón de papeles—. Déjame ver…
Perfecto. Verás Henry, permíteme que haga
un inciso para aclararte una cosa. Soy un
hombre generoso, pero no soy tonto. Muchos
han intentado engañarme y aprovecharse de
mí, y eso no me gusta. Por eso, para asegurarnos de que todo va sobre ruedas, tengo
que pedirte una cosa a cambio.
—Usted dirá, señor.
—Te lo diré sin rodeos: queremos las escrituras de tu casa. Tranquilo, no te sobresaltes,
no nos las quedaremos, es como una fianza,
por llamarlo de alguna manera. Tú nos das
los papeles y así sabemos que te comprometes a quedarte con nosotros hasta el final.
Cuando la deuda esté saldada, los papeles estarán de vuelta. ¿No te parece justo, Henry?
Hay que cubrirse las espaldas, aunque sinceramente creo que contigo no será muy necesario, pues eres una persona sensata. Pero
nunca se sabe. ¿Qué dices, Henry? ¿Hay o no
hay trato?
—Sí, señor. Hay trato.
—¡Excelente! ¡Excelente! Aplaudo tu decisión, demuestra que eres lo que yo pienso que
eres. Toma, en esta nota está la dirección y la
hora donde nos encontraremos mañana por
la noche. Tenemos que pasar cerca de tu barrio, así que no te haremos moverte mucho,
¿eh? Más cómodo para ti y no supone molestia para nosotros. Nos veremos en un pequeño callejón, el que une Anchor Street con el
cementerio Painfield. Así estarás oculto a la
vista de los curiosos, conviene que nadie te
vea con tanto dinero encima.
—Muy bien, señor, muchas gracias.
—Ah, y recuerda Henry: no nos des problemas. No nos gustan los problemas, y a ti
tampoco deberían gustarte. Eres un hombre
sensato, y los hombres sensatos huyen de los
problemas. No hace falta que te cuente lo que
les pasa a los que meten la pata, ¿verdad que
no, Henry?
—Por supuesto que no, señor, puede estar
tranquilo, sabré cumplir mis obligaciones.
—¡Así me gusta! ¡Tomad ejemplo, merlu-
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zos! Henry es un hombre íntegro y obediente, tiene un gran porvenir y se preocupa por
su familia. Pasa buena noche, Henry, mañana nos vemos. Procura no retrasarte y, ante
todo, no faltes. Te estaremos esperando, Henry.
—Muchas gracias señor Hillspeak, allí estaré.
Henry paró un taxi que pasaba justo por
delante de la nave. Había pensado en caminar hasta casa, pero hacía un frío cortante y
era probable que volviera a nevar. Además,
no tenía ganas de patear mucho por ahí, le
apetecía llegar cuanto antes, cenar y acostarse.
—A Peakcow Road, por favor.
—En seguida, jefe.
El taxi voló por las oscuras calles de Careless City. Su casa estaba en la otra punta
de la ciudad, y eso le obligaba a pasar por el
centro. La vida nocturna comenzaba a hacer
su aparición, a pesar del frío. Henry estaba
sumido en sus pensamientos, prestaba poca
atención a lo que ocurría a su alrededor. Pensaba en lo que iba a hacer, en las implicaciones que acarrearía para su familia, pensó
en Margaret y en el pequeño Danny. No le
gustaba aquello, no señor, ni un pelo. Pero
las cosas se estaban poniendo feas y cada vez
había menos dinero de los ahorros.
Con un frenazo, el taxista paró en el semáforo que antecedía a Peakcow Road, la colina donde se ubicaba antes el matadero local,
convertida desde hace unos años en un barrio
residencial plagado de pequeñas casas. Era
para la clase media, un buen barrio en general. No solía haber problemas y la gente era
amable, en su mayoría familias con uno o dos
hijos.
—Déjeme aquí —le dijo al taxista—, caminaré lo que falta.
—Usted manda —contestó encogiéndose
de hombros.
Pagó la carrera y se bajó, abrigándose ante
la fuerte racha de viento helado. Caminó lentamente, pensando, mientras procuraba no
resbalarse. Algún rincón de su mente insistía en que el asunto con Hillspeak no estaba
bien, le inundaba con una especie de sensación de pánico que impulsaba a sus piernas
a salir corriendo en dirección contraria. Demonios, era el brazo derecho de Vandergeld,
y ese tipo eran palabras mayores. Tenía metidas las manos en muchos pasteles, algunos
muy sucios, y dominaba a casi todos los políticos y autoridades en varias millas a la redonda. Incluso algunos decían que tenía amigos íntimos en Washington. Pero a Henry no
le quedaba otra, estaba contra la pared. Hay
que pagar facturas. Hay que alimentar bocas. Y su nivel de vida no se podía adecuar a
los sueldos de puestos menores. Todo esto era
culpa de la fábrica. Todo esto era culpa del
señor Howards, que había sucumbido ante
el dinero, faltando a su palabra. Qué idiotez,
todo era culpa del Vandergeld, y su ansia expansiva desenfrenada. “Los negocios son los
negocios”, pensó Henry. Y una mierda, Vandergeld apestaba. Compraba y vendía según
le apetecía, conforme a sus caprichos e impulsos. Le importaba un comino las vidas que
segara a su paso. Por eso todos le tenían tanto miedo. Por eso todos querían llevarse bien
con él. Por eso todos le odiaban a muerte.
Henry entró en su casa procurando hacer
el menor ruido posible. La noche avanzaba,
y supuso que estarían durmiendo. Margaret
le esperaba en la cocina, despierta. Estaba
leyendo.
—Qué tarde vuelves. ¿Ha ido bien?
—Sí, no ha ido mal. Hillspeak nos prestará
el dinero.
—¿Qué ha pedido a cambio? —así era Margaret, no se andaba por las ramas.
—Que trabaje para él hasta pagar la deuda. Y los papeles de la casa, como aval. A
cambio me dará un poco de dinero extra cada
mes, por las molestias.
—Es un cerdo hijo de puta.
—No tenemos otra cosa.
—Que le den.
Henry no pudo evitar sonreír. Margaret
tenía carácter, era parte de su encanto. Con
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ella podía hablar de todo, no se escandalizaba como otras mujeres, y tenía las cosas muy
claras. Siempre le pareció alguien adelantado a su tiempo. Le dio un beso al tiempo que
le acariciaba la cara. Al acercarse, notó un
leve olor a alcohol, a vino. Margaret se tomaba una copa al cenar, dos si estaba nerviosa.
—Qué cosas tienes.
De repente se puso seria. Más de lo que estaba, con el ceño muy fruncido. El mal humor
empezó a hacer su aparición.
—Estoy muy harta. Estoy muy cansada.
No me gusta que jueguen con nuestras vidas
como si fuéramos peones, no me gusta que se
crean los amos del mundo.
—No lo son, cariño, sólo mandan aquí.
—Pues vámonos.
—No podemos, tenemos nuestra vida aquí.
Es más, fuera es igual. Todas las ciudades
tienen sus Hillspeak, sus Vandergeld, sus
Donatti y sus todos los demás. Cambian los
nombres, cambia el estilo, cambia la ciudad,
pero en el fondo es todo igual.
—Esto es una mierda, no quiero que mi
hijo crezca así.
—Es comprensible, pero no podemos hacer
mucho. Sólo aguantarnos y buscarnos la vida
lo mejor posible.
—Se puede hacer algo, se puede decidir
qué hacer con lo que tienes.
—Eso digo…
—No me refiero a eso, a agachar la cabeza
y tragar. Me refiero a jugar en su terreno, a
ponerse a su altura.
—Maggie, eso es muy difícil, necesitas dinero, necesitas gente, influencias…
—Al carajo, todo eso viene junto. ¿Cómo te
crees que lo hicieron ellos? Primero el dinero,
después lo demás. Esto es América, cualquier
tonto hace dinero si sabe cómo. Y si eres avispado, puedes llegar mucho más lejos —el alcohol empezaba a insuflarle aires de grandeza.
—Margaret, las cosas no son tan fáciles,
nunca es tan simple.
—Henry, metete bien esto en la cabeza,
te lo diré sólo una vez, ya que te considero
un hombre inteligente. El mundo se mueve
por voluntades. Las hay fuertes y débiles, y
suelen ser las primeras las que hacen que
las cosas funcionen. Con voluntad consigues
resultados. Con voluntad y capacidad, llegas
a donde quieras. Esos tipos imponen su ley
porque consiguen doblegar la voluntad de
los demás, sólo por eso. Es más fácil callarse y seguir la corriente, eso lo sabe todo el
mundo. Son muy pocos los que se giran para
plantar cara, y aún menos los que tienen la
cabeza suficiente para darse cuenta de que la
única forma de ganar a esa gentuza es jugar
a su juego. No implica rebajarse a su nivel,
aunque a veces haya que hacerlo, sino entrar
en su tablero, darles en el terreno que creen
suyo en exclusiva. No están acostumbrados a
que les lleven la contraria, Henry.
—Margaret, ya está bien. Tenemos un hijo
y un hogar que mantener, son tiempos difíciles y las cosas hay que hacerlas como hay que
hacerlas, y punto. Ahora vete a dormir, ya es
tarde. Cenaré algo y ahora me acostaré.
—Son tiempos difíciles… Que excusa más
mala, es en los tiempos difíciles cuando surgen los héroes, ahí está el mérito. Todo el
mundo juega a ser valiente cuando la cosa
está tranquila, eso es fácil.
Y dejando la frase en el aire, se perdió por
el pasillo, rumbo al dormitorio. Henry cenó
poco y mal, seguía pensando. El enardecido
discurso de Margaret, producto del vino, había reavivado el conflicto que mantenía en su
interior. Eran argumentos demagógicos, más
sencillos de decir que de hacer, el típico sermón. Pero, a pesar de saberlo, y sin quererlo, Henry no podía evitar pensar en ello. Él
no era hombre arrojado, ni siquiera valiente,
sólo un hombre que se preocupaba por su familia. Sensato, como había dicho Hillspeak.
Pero por el Santo Cielo que estaba harto de
todo aquello, de ser siempre el correcto y el
último mono.
Encendió un cigarrillo, para hacer mejor la
digestión. Después de ese fue otro, y otro más.
Luego una copa de ginebra y otro cigarrillo.
Y así se pasó la noche, rumiando los pros y
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J. R. PLANA
los contras de trabajar para los hombres que
odiaba, de las consecuencias de lo acontecido,
del porvenir que les esperaba, de lo que sería
de Danny cuando creciera, de si podría pagar
o no la universidad de chico y de cómo el orden de la sociedad apestaba a corrupto desde
bien lejos. La luz del amanecer lo sorprendió
erguido sobre la silla, los codos sobre la mesa,
las manos unidas como en oración delante de
la cara; los ojos, fijos en el frente, llenos de
determinación, impregnada al mismo tiempo
por la tristeza de quien se sabe avocado a lo
inevitable.
Margaret entró en la cocina. Llevaba puesta la bata y lucía la expresión típica de alguien que se acaba de levantar.
—No te has acostado.
—Ya ves que no.
—Has estado pensando en lo que dije anoche, ¿no?
—Sí.
Guardó silencio, esperando una continuación por parte de Henry.
—¿Y bien?
—No podemos hacer locuras, Margaret, tenemos un hijo, y eso es una responsabilidad
muy grande. Seguiré adelante con esto, no
hay otra alternativa de momento. Ya buscaremos una salida más adelante.
Margaret suspiró, desviando su mirada de
Henry al suelo, y de vuelta a este otra vez.
—Me parece bien, haz lo que tengas que
hacer.
—Gracias.
Mientras su mujer preparaba el desayuno
y despertaba a su hijo, Henry se dio una ducha rápida. Tenía algunas cosas que hacer
ese día, aún faltaba mucho para la cita con
Hillspeak. Cuando acabó, bajó a desayunar
con Danny.
—Hoy llevo al niño al colegio, Maggie, yo
me ocupo.
—Vale, así aprovecho yo para ir a comprar
unas cosas.
—Vámonos, campeón.
La escuela estaba cerca de Peakcow Road,
así que fueron dando un paseo. El niño iba
dando saltitos y corriendo de aquí para allá,
feliz y contento de ir acompañado por su padre, cosa extraordinaria. Bueno, todo lo feliz
y contento que puede acudir un niño al colegio. Henry, una vez que vio a su hijo entrar
mientras le decía adiós con la mano, paró un
taxi para que le llevara al centro.
—¿A dónde le llevo, caballero?
Henry titubeó un segundo. Había planeado
con cuidado cuál iba a ser su ruta esa mañana, pero una nueva idea cruzó fugaz su mente, desbaratándole todas las intenciones.
—A la iglesia del Santo Bautista, por favor.
La iglesia del Santo Bautista era una de las
pocas en la ciudad cuyo sermón merecía la
pena. El párroco, Jean-Baptiste Emmanuel,
cuyo nombre iba como anillo al dedo, era uno
de esos pocos hombres que, como había dicho
Margaret, plantaba cara. No sólo decía cosas
inteligentes y útiles en sus homilías, sino que
además atacaba de frente contra la corrupción, el favoritismo y la explotación de “los
grandes puercos de esta cochiquera mal llamada ciudad”. Mientras que casi todo el clero
residente en Careless, al igual que la práctica totalidad de la población, poseían una peculiar ceguera en todo lo que referente a los
“asuntos” paranormales que, como Hillspeak,
campaban a sus anchas por la población,
Jean-Baptiste era un denodado persecutor de
todo aquello que oliera a maligno. Era, por lo
tanto, un hombre muy versado, tanto en temas sobrenaturales como relacionados con la
putrefacción del alma. Por eso Henry lo había
elegido, en el último momento, como la mejor
fuente para calmar sus inquietudes.
La oscura y alta iglesia estaba en completo
silencio. Henry recorrió el pasillo central hasta llegar a las puertas que daban paso a los
despachos. Lo encontró en la vicaría, leyendo
atentamente unos papeles.
—Henry, querido amigo, pasa y siéntate,
¿en qué puedo ayudarte?
—Padre, necesito su consejo y guía, me hallo en una complicada situación.
—El Señor nos mostrará el camino, cuénta-
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me que te inquieta.
Henry pasó buena parte de la mañana hablando con el cura. Llegó a su casa al mediodía, para la hora de comer, con un paquete
en las manos. Margaret no reparó en ello,
comenzó a contarle lo que le había ocurrido esa mañana. El resto del día transcurrió
muy tranquilo, con Henry encerrado en su
despacho revolviendo entre los papeles, en
busca, supuestamente, de la escritura de la
casa. Estaba taciturno y muy callado, lo que
sin duda era señal de su alta concentración.
Margaret optó por no molestarle, interrumpiéndole únicamente para decirle que iba a
buscar a Danny a la salida del colegio. Henry asintió, diciéndole a su mujer que él saldría en un rato, quería hacer un par de cosas
antes de ver a Hillspeak. Su mujer se fue de
casa, inquieta ante la perspectiva de ver a su
marido tratando con esos delincuentes. Eran
gente peligrosa, que sabían aprovecharse del
incauto y el desprotegido, tenían que ir con
mucho cuidado.
Cuando faltaba un par de horas para la
cita fijada, Henry salió, envuelto en su única gabardina, con la bufanda al cuello y los
guantes en las manos. Comenzaba a nevar
otra vez, aunque con poca fuerza.
—Esto no me gusta, Bill —Hillspeak se pasaba la lengua por los dientes, mientras lanzaba impacientes miradas a las dos entradas
del estrecho callejón. Los dos matones que le
acompañaban tiritaban de frío, calentándose
las entumecidas manos descubiertas con el
aire templado de sus pulmones. En cambio
Hillspeak estaba cómodo, a pesar de no llevar ni guantes ni bufanda, sin mostrar ni un
solo indicio de congelación -. Henry nos está
haciendo esperar, y a mí no me suelen hacer
esperar. Es más, una vez hubo un tipo que
me…
—Ahí está, señor —el bruto movió la cabeza en dirección a Painfield.
Henry avanzaba entre los copos de nieve,
igual de cubierto que cuando dejó su casa.
—¡Llegas tarde, Henry! ¡Te dije que fueras
puntual! ¡No me gusta que me hagan esperar!
Henry no apresuró su paso ni tampoco
abrió la boca. Tenía la vista fija en los tres
hombres, medio ocultos por las sombras del
callejón mal iluminado.
—¿Dónde están tus modales? ¡Deberías pedir…!
¡Blam! ¡Blam!
Los dos gorilas cayeron al suelo de golpe y
sin pronunciar palabra. Henry sostenía con
mano firme un colt de tambor, la pistola que
le compró su padre cuando alcanzó la mayoría de edad. Su expresión era de funesta
determinación, y miraba fijamente a los dos
hombres caídos, aguardando por si los disparos no habían sido mortales.
—¡Pero qué haces desgraciado!
Hillspeak tenía la boca abierta, lanzaba
rápidas miradas de los cadáveres al hombre
que tenía delante. De repente reaccionó, sacando una pequeña pistola de su gabardina.
Henry le apuntó automáticamente, avanzando un par de pasos hacia Hillspeak.
—¡Eres un imbécil! ¡No puedes liquidarme
con eso, gilipollas! ¡Te voy a matar!
¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!
Los tres disparos impactaron en el pecho,
cuello y cara de Hillspeak, que se derrumbó
de inmediato hacia atrás, con cara de sorpresa. Henry permaneció unos segundos quieto,
y luego se acercó lentamente a los tres cadáveres. Los matones estaban definitivamente muertos; los disparos habían sido precisos, aniquilándolos al instante. El cuerpo de
Hillspeak presentaba agujeros anormalmente grandes, que expulsaban un fino humillo
acompañado de una especie de siseo, pero sin
una sola gota de sangre. “Jean-Baptiste ha
hecho bien su trabajo”, dijo para sí. El religioso había impregnado con agua bendita, una
por una, todas las balas del arma. A eso añadió varias oraciones contra el sacrílego y un
par de bendiciones, asegurando que con eso
bastaría para mandar a Hillspeak más allá
del infierno.
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J. R. PLANA
Henry guardó el arma, se agachó y empezó
a rebuscar en los bolsillos del contable. Tal y
como había supuesto el párroco, Hillspeak llevaba, además del dinero acordado con Henry,
la recaudación de esa zona de la ciudad; una
cantidad que no había visto junta en su vida,
y menos en billetes. Junto al dinero, que iba
cuidadosamente metido en un sobre, Henry
encontró varios papeles, un juego de llaves y
una pitillera. Dejó esta última y se guardó
todo lo demás. En los bolsillos de los matones no había nada de interés, así que los dejó
como estaban.
Cuando salió a la calle que bordeaba Painfield, le sorprendió gratamente descubrir que
no se hoy ninguna señal de alarma en la lejanía. La gente estaba demasiado acostumbrada a oír tiros y peleas, y resulta altamente
recomendable no meter las narices donde nadie te llama. Henry caminó tranquilo, procurando no llamar la atención, a pesar de que
no había un alma en la calle. Anduvo un par
de manzanas más, alejándose lo máximo posible de los cadáveres, y luego cogió un taxi.
Indicó la dirección al taxista y se recostó en
el asiento con un suspiro. “Esto no ha acabado”, pensó. “Peor aún, no ha hecho más que
empezar”
En casa le esperaba Margaret, despierta
igual que la noche anterior. Nada más entrar
en la cocina, se quitó el abrigo y se derrumbó
en la silla.
—Al final lo he hecho.
Margaret permaneció callada unos segundos, intentando entender las implicaciones
de las palabras de su marido.
—¿El qué?
—Hacerte caso. Le he volado la tapa de los
sesos a Hillspeak y a sus gorilas. Luego le
he quitado todo el dinero que llevaba, que es
mucho, junto con unas cuantas cosas más.
Margaret perdió el color, pero no la compostura.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
—Mañana te irás de aquí con Danny. Marchaos a casa de tu madre, o de tu hermana,
las dos viven en ciudades cercanas, me da lo
mismo. Mejor incluso si no lo sé.
—¿Y qué pasa contigo?
—Voy a hacer unas cuantas llamadas.
Vandergeld no se quedará de brazos cruzados. Con un poco de suerte le echará la culpa
a Donatti, McGerald o alguno de esos. Pero
es poco probable, investigará mucho antes de
hacer nada. Así que más vale estar prevenido.
—Cielos, Henry, dónde te has metido.
—En algo gordo, cariño. Demasiado gordo,
quizás.
—¿Estás solo en esto?
—No. Hay alguien conmigo, alguien que
conoce mucho del tema. No preguntes más. Y
voy a buscar a más gente, todos de confianza.
—Espero que sepas lo que haces —le miró
fijamente durante unos segundos, con una
gran intensidad—. Voy a preparar las maletas, saldremos en cuanto amanezca —le besó
larga y pausadamente—. Estoy orgullosa de
ti.
Aquello sorprendió a Henry. Margaret le
había sermoneado, pero estaba casi seguro
de que esa charla era sólo una forma de librar
tensión, que realmente no pensaba seriamente nada de lo que había dicho. Esas palabras
le habían demostrado que estaba equivocado.
Henry se levantó de la silla, y, con paso lento y cansado, se dirigió al salón, donde tenían
el único teléfono de toda la casa. Tenía muy
claro a quién debía llamar primero.
—Quién es —una voz masculina con tono
de mal humor respondió al otro lado de la línea.
—Frank, soy yo, Henry.
—Maldita sea, hermanito, estas no son horas de llamar.
—Tengo un problema, necesito tu ayuda.
Frank meditó un segundo antes de hablar.
—Qué tipo de problema.
—Una relación comercial. Violenta. Y lucrativa.
—¿Cómo de lucrativa?
—Enormemente lucrativa.
—¿Y de violenta?
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—Probablemente más que lucrativa.
—Esto suena bien. ¿Tengo que ir a Careless?
—Sí.
—¿Habrá que disparar?
—Sí.
—Entonces me llevo la escopeta.
—Mejor las dos.
—Ya veo, por si acaso —meditó otro segundo—. ¿Me llevo amigos?
—Sí. Pero únicamente si son de confianza.
—Todos mis amigos son de confianza. Especialmente si hay violencia y dinero de por medio.
—Tú verás. No podemos meter la pata.
—Descuida.
—Vente cuanto antes.
—Lo que sea por mi hermano mayor. Allí me tendrás.
“Ahora, Vandergeld” pensó Henry, sin poder reprimir una enorme sonrisa lobuna, “jugaremos al mismo juego y en el mismo campo”.
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CARLOS J. EGUREN
UNFORGETTABLE
Nº8 Octubre ‘12
por Carlos J. Eguren
Un anciano empieza a ser perseguido por una especie de organismo secreto (¿buenos o
malos?) que buscan unos recuerdos que no son suyos. Sin embargo, el viejo parece no
acordarse de nada... Incluida su propia vida.
“Unforgettable, that’s what you are.
Unforgettable though near or far.
Like a song of love that clings to me.
How the thought of you does things to me.
Never before has someone been more […]”.
Unforgettable de Nat King Cole.
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UNFORGETTABLE
F
ue despertar de la inconsciencia para
atontarse con tantas preguntas.
—¿Está despierto? ¿Está con nosotros? Sí,
así es. Soy Don Gris, un agente a servicio secreto del gobierno y quiero saber qué sabe de
nosotros, señor Hinds. ¿Qué esconden tantas
arrugas?
A lo que el viejecillo respondió con cara de
extrañeza:
—¡¿Qué?! ¿Puede repetir? ¿Puede hablar
más alto? ¡A los jóvenes de ahora no se les
entiende nada!
La mayoría de las veces hizo aquello de no
escuchar por necesidad (estaba algo sordo),
la otra mitad por fastidiar a la gente vestida
con trajes y caras largas. Era tan irrespetuosa… ¿Por qué le preguntaban tantas cosas?
El anciano acababa de recuperarse de una
operación. Se encontraba en aquella habitación blanquecina junto a un hombre que no
conocía de nada y que le fulminaba a preguntas. Y no, no era un concurso de holotelevisión. ¿Por qué no habían enviado, al menos, a
una enfermera sexi?
Don Gris miró a Doña Gris. Ambos se encogieron de hombros. Ella ya lo había dicho
antes: “Creo que otros se han trabajado ya al
viejo este y le han robado todo lo que sabía”.
Don no estaba dispuesto a creerlo aún, había
hecho un curso de tres meses para ser incrédulo. Doña Gris marchó a por un café, mientras Don Gris seguía con su asedio.
—Señor Hinds, el pasado cuatro de octubre, a las doce y treinta y dos, compró un rememorador en un mercadillo de las afueras
de la ciudad, regentado por Bloom, el Ladrón
de Cuerpos. Sabemos todo.
—Es que estoy sin blanca.
—¿Disculpe?
—¡QUE ME LO COMPRÉ EN UN MERCADILLO PORQUE ESTOY SIN BLANCA!
¿Cree que la pensión me da para repararme?
¡El año pasado vendí un riñón a cambio de la
cadera nueva!
—No es eso a por lo que he venido…
—¿Por qué me hace perder el tiempo entonces?
Don Gris sacudió el rostro. Vaya, aquello
pintaba especialmente difícil. Había sido
preparado para interrogar a tipejos que eran
moles de músculos y se habían arrancado la
lengua para no decir nada, pero el paciente
Hinds parecía más complicado.
—Señor Hinds, usted compró un rememorador que no estaba en blanco. Ni siquiera
fue reiniciado. Ese grabador y visor tenía recuerdos de su antiguo portador. Perteneció a
Don Rosa que…
—¡Qué nombre más ridículo! ¿Ya no os ponen nombres de verdad? ¡Es vergonzoso!
Don negó con la cabeza. Tenía que continuar. No podía ser vencido en un duelo contra un abuelito.
—Escúcheme, señor Hinds. Le advierto de
que esto no es broma.
—¿Qué? Repita…
Gris admitió que tenía que perfeccionar su
técnica si quería descubrir la verdad. Debía
dar algo más para empujar al viejo a la confesión.
—Don Rosa era un agente doble. Estaba
vendiendo secretos de estado al enemigo. No
sabemos cuántos ni a quién exactamente,
pero al enemigo.
>>Nuestros agentes abatieron a Don Rosa.
Por desgracia, cayó a un río y los miembros
de la organización que le dieron la baja no
fueron a por el cadáver, porque su turno laboral había concluido... Ya se imaginará usted
cómo está la burocracia, supongo que pidió
fecha para esta intervención hace tiempo.
Tuvo que ser la lotería.
>>Sea como sea, los Merodeadores encontraron el cuerpo de Don Rosa antes que el escuadrón que comenzaba su turno. Esos basureros sacaron todo lo necesario del cadáver,
todo lo que pudieran vender: unos pulmones
por aquí, unos litros de sangre por allá… Y
entre ellos, el rememorador que llegó a usted. Lo necesitamos, señor Hinds. ¿Comprende que el destino del mundo libre depende de
usted?
La respuesta del viejillo, algo distraído
mientras leía la guía de la holotelevisión, fue:
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CARLOS J. EGUREN
—Ajá, prosiga.
—¿Qué? ¿Cómo que prosiga, señor Hinds?
¡Ya le he dicho todo!
El anciano bajó el libro y miró a través de
sus gafas de pasta al caballero del traje.
—Ah… Eh… ¿El qué?
—¡Maldita sea, señor Hinds!— exclamó
Don Gris. Caminaba de un lado a otro, como
un hámster en una rueda. Se le acababan los
métodos—. ¡Sabía que me enfrentaba a un
agente encubierto veterano, pero no sabía
que se les enseñase tan bien!
La explosión de ira de Don Gris no llegó
hasta el mayor, que simplemente preguntó:
—¿Es usted el enfermero? ¡Prefiero una
enfermera! Jovencita, pelirroja a poder ser,
y con…
—¡Señor Hinds, no se burle de mí! Usted
esquivó a todo el equipo de rastreo más de
cuarenta veces. ¿Cómo se explica sus habilidades si no es porque es usted un agente?
¿Cómo fue capaz de ir de su casa hasta esa
maldita estación sin que le pillásemos?
—Uso el autobús y muchos sombreros distintos.
Don Gris resopló:
—¡No pudo ser tan fácil! Sé que la crisis ha
mermado nuestros efectivos, sé que me equivoqué al intentar quitarle la cara pensando
que era una máscara, pero…
—¿Me trae un vaso de agua, enfermera
machona?
Don Gris tomó aire, profundamente. No sabía qué hacer. Pero hizo aquello para lo que
preparan a los suyos: obedecer. Se acercó a
una jarra de agua e insertó las monedas de
rigor por cada gota (la sanidad es de todos).
Miró a su alrededor. Todo estaba rodeado
de la blancura aséptica de un hospital. Olía a
lejía. Es la manera más inteligente de que los
moribundos no hiedan.
Llenó el vaso de agua y se lo acercó al anciano, que bebió un sorbo. Sus manos temblaban un poco. Aquel señor de ochenta años era
un enigma para Don Gris: ¿cómo un tipo tan
peligroso se escondía tras la fachada de un
anciano bonachón, con bigotillo, medio calvo
y ojos vivarachos y todo eso? ¿Cómo?
—Señor Hinds, no me gustaría empezar
con la tortura, pero es la única opción que me
está dejando…
—¿Me puede poner la tele, jovencita?
Antes de que Don Gris dijese algo más (que,
lo más seguro, es que hubiera sido una palabrota), la puerta de la habitación se abrió.
Por desgracia para Hinds, no era alguna
enfermera de buen ver, sino aquella mujer
con blusa, chaqueta, falda larga y zapatos
casi negros.
Don Gris no le prestó atención a la que él
llamaba la Víbora. Doña Gris había vuelto
y parecía traer varias carpetas consigo. El
agente secreto se centró en Hinds.
—Señor Hinds, necesito que me diga la
verdad o empezaré a…
—Don Gris, tenemos que hablar sobre esto.
Eso lo dijo Doña Gris, que parecía que iba a
soltar alguna bobada.
—Estoy a punto de sacarle la información,
Doña. Espera un momento. El señor Hinds
está a punto de contarme todo. Diga, señor
Hinds, ¿para quién trabaja?
Hinds frunció el ceño.
—¡No trabajo para nadie! ¡Estoy jubilado!
¡Su gobierno no hará campaña conmigo para
la Segunda Vez, no volveré a trabajar tras
jubilarme, leñe! ¡Yo llevaba trabajando cincuenta años cuando sus mamás aún les ponían pañales, maldita sea!
Don Gris dio una patada a la silla más cercana mientras Doña Gris se acercaba a él.
—No me pases nada por la cara, Doña. Te
lo dejo claro…
—Tengo que hacerlo, Don. He conseguido
varios informes médicos sobre Hinds. Uno
hecho por nosotros. Todo contrastado, ninguno falso. ¿Sabes de qué han operado a Hinds?
—¡Yo qué sé! ¡Soy agente, no un maldito
vidente! Debe ser de alguna gilipollez de esas
que tienen los abuelos… ¡Joder!
Hubo un golpe, los agentes desenfundaron
sus pistolas y rodaron por el suelo. Contemplaron el proyectil que les habían lanzado.
Era una peligrosa… babucha. El señor Hinds
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UNFORGETTABLE
se la había tirado.
—¡En mi casa nadie habla así, muchacho!
¡Cuida esa lengua o te la limpiaré con jabón,
lejía y un buen estropajo!
Don Gris deseó estrangular al viejo, pero
Doña Gris tenía algo que decirle y fue bastante clara.
—Don Gris, el señor Hinds se acaba de retirar un implante, un rememorador. Argumentó que lo estaba volviendo loco. Ese cachivache hace que sea imposible olvidar. Todo lo
que vivimos es grabado y se puede disfrutar
en cualquier momento de nuevo, con completa exactitud. Borramos la nostalgia del diccionario.
—¿Por qué me lo dices como si no llevásemos uno, Doña?
—Porque, Don, el señor Hinds seguramente ya no lo recuerde. Se lo implantó creyendo
que recordaría así su pasado. No comprende
que recupera los recuerdos a partir de que
se implanta ese aparato. Se graba desde ahí.
Los recuerdos anteriores se pierden.
—Perder recuerdos… Eso debe ser un horror —dijo Don Gris. Llevaba el rememorador desde que era un bebé.
—Sea como sea, ya no se acordará de nada.
—¿Por qué? ¿Vais a usar alguna de esas
máquinas que inducen el olvido o…?
—El señor Hinds tiene Alzheimer, Don
Gris. Se olvida hasta de su nombre, cómo vestirse o hablar. No recordará todo lo que ha
pasado aquí, los hechos que le llevaron hasta
aquí.
>>Prisionero del olvido, quiso un rememorador. Lo malo es que era de segunda mano,
buscado por nosotros, y el señor Hinds ni siquiera recuperó sus pensamientos antiguos.
—Quieres decir que…
—No recuerda nada, Don Gris. Todo desaparecerá. Si olvidar te bendice, este hombre
es un santo.
Don Gris miró al anciano. Sintió cierta tristeza por él. Hinds había comenzado a dormitar. Don no se despidió de él, tampoco Hinds
recordaría que lo conoció al fin y al cabo.
El agente secreto fue a por el rememorador
extirpado. El hospital lo había incinerado siguiendo su protocolo sobre cápsulas recordatorias.
¿Qué diantres sería lo que vio y vendió Don
Rosa como para tener que matarlo y que toda
la organización buscase sus recuerdos? Sería un secreto que ni el anciano podía recordar. Don Rosa tuvo que llevárselo a la tumba
(submarina).
Doña Gris se marchó poco después de que
el señor Hinds despertase.
El hombre mayor preguntó a una enfermera si alguien le había visitado, ella dijo que
no.
—Oh, me pareció ver a mi mujer y mi hijo.
Son unos cabezotas, siempre discutiendo y…
Olvidó lo que iba a decir.
—Su mujer murió de un paro cardíaco hace
cinco meses y su hijo hace diez años en una
de las guerras de la Federación. Tome esas
medicinas y descanse, señor Hinds. Olvide
todo lo demás.
“Eso… Eso se me da bien”, pensó decir…
Pero no encontraba las palabras, parecía que
se habían ido de vacaciones lejos de su mente.
El anciano se quedó desconcertado. ¿Qué
estaba haciendo allí?
***
El paciente Hinds fue dado de alta a primera hora del día siguiente. El hospital estaba
superpoblado y no necesitaban más inquilinos. El anciano hizo varias preguntas, pero
nadie se las respondió. Era más mayor que
la media de la población, era un trasto para
muchos y, como tal, lo trataban.
Estaba angustiado. Sentía miedo. ¿A dónde ir? ¿Dónde estaba su casa? ¿Qué tenía que
hacer ahora? ¿Podía llamar a alguien? ¿Dónde podían ayudarle?
Cogió su abrigo y su sombrero. Quería serenarse. Se llevó las manos a los bolsillos
para buscar un pañuelo y, entre papeles de
pastillas de azúcar, encontró un papelillo con
una dirección.
Seguramente, tendría que ir allí.
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CARLOS J. EGUREN
No sabía a dónde ni muy bien cómo, pero si tenía la dirección debía ser por algo.
***
Un día después, el señor Hinds llegó a una playa. Era una tranquila tarde de otoño.
Sabía el nombre de aquel melancólico sitio no porque lo recordase, sino simplemente por la
nota. Sólo sabía que quería ir allí. ¿Por qué? Eso ya se le escapaba.
Se sintió cansado tras el viaje. Se sentó en un viejo banco, junto a la arena. Emitió el leve gemido de unos huesos desgastados por la vida. Sus pequeños ojos observaron las olas, mientras
el sol caía. No sabía por qué, pero quería hacerlo. Era una corazonada, algo que le impulsaba a
hacerlo. De pronto, sonrió tras mucho tiempo sin hacerlo.
El anciano rebuscó en sus bolsillos. ¿Tendría algo de comer? Encontró un papel, lo observó,
le costaba leerlo. Era la dirección, no había más. ¿Por qué había querido ir ahí desde hacía tantísimo tiempo? ¿Qué le llevó a querer ir a aquel sitio tan lejano? ¿Qué significaba para él? ¿Por
qué tuvo aquella corazonada? No terminó de entenderlo.
Se empezó a olvidar de las preguntas a la par que sus ojos reflejaban el vaivén de las olas,
arrastrando las hojas de otoño de algunos árboles cercanos. Aquella visión le entretuvo sobremanera. Los pensamientos se alejaron. Sonrió.
Algo cayó del bolsillo de su chaqueta. Lo arrastró una corriente de aire, como si fuera un
papelillo más. La ráfaga fue el sinónimo del tiempo llevándose cualquier viejo recuerdo, como
aquel que no era suyo sobre unas bombas atómicas que volarían al amanecer. Eso no le importaba.
Lo que cayó fue una foto antigua. No de las primeras holográficas, que estaban tan de moda
desde hacía décadas. ¡Era papel! Toda una reliquia.
La imagen mostrada era estática. El color se resentía, pero era clara aún: había un hombre y
una mujer en una playa. Eran jóvenes y lucían grandes sonrisas. Buscaban ser el equivalente
de la palabra “feliz” en vida. Ambos sentados en un banco, junto a la arena, observando de vez
en cuando el vaivén hipnótico de las olas, mientras el sol caía.
Un momento inolvidable, gracias a una vieja foto y muchos sentimientos más.
La brisa cálida hizo girar la fotografía. Detrás, había una pequeña anotación que decía:
<<Aaron y Julia Hinds en nuestra luna de miel en la Playa del Ocaso, Urbe de las Afueras>>.
De fondo, en un lugar cercano, comenzó a sonar una canción. El anciano no se acordó del
nombre.
Era Unforgettable de Nat King Cole. Tras ella, se hizo silencio y todo pareció olvidarse.
“[…] Unforgettable in every way
and forever more, that’s how you’ll stay.
That’s why, darling, it’s incredible
That someone so unforgettable
Thinks that I am unforgettable too.
Unforgettable in every way
And forever more, that’s how you’ll stay.
That’s why, darling, it’s incredible
That someone so unforgettable
Thinks that I am unforgettable too”.
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LA MANSIÓN RICHFIRE
LA MANSIÓN RICHFIRE
Nº8 Octubre ‘12
por Cris Miguel
La rutina impera en la mansión Richfire.
Sólo por la noche, en la oscuridad, Joanne
se desvela con los ruidos procedentes de la
habitación de su señor; ruidos guturales
que importunan la quietud reinante.
¿Qué se encontrará Joanne si gira el
picaporte?
I
E
l pasillo estaba oscuro. Joanne no llevaba mucho tiempo trabajando en la
mansión de Richfire, aún así había recorrido
ese pasillo numerosas veces. Aunque no por
conocérselo le parecía menos aterrador. Ni
mucho menos. Avanzaba sigilosamente. La
lámpara que llevaba proyectaba una luz demasiado débil, haciendo que fuese aun más
siniestro con ese tenue resplandor.
La mayoría de las noches los ruidos la despertaban. Ruidos que procedían de la habitación del conde Richfire. Consabidamente, ella
no interrumpía lo que estaba haciendo. Las dudas la embargaban, incluso llegaba a poner la
mano en el frío picaporte. Pero su sentido del respeto y del deber la impedían girarlo. Se quedaba varios minutos frente a la extraña puerta. Escuchando, atendiendo a los distintos sonidos
que guardaba en su interior. A veces, le parecía que el señor sólo estaba disfrutando del placer
de una muchacha; otras, en su mayoría, intuía que había algo más. Algo oscuro. Su intuición
se lo decía. Sin embargo la parte racional la dominaba y lo atribuía a la cantidad de novelas
de suspense y terror que le gustaba devorar. Sea como fuese, siempre volvía a su habitación,
a sus sábanas frías. Pensando, sopesando e imaginando lo que podría encontrarse si abría esa
maldita puerta alguna noche.
Sus pies descalzos se detuvieron. El suelo estaba frío, la traspasaba, pero su naturaleza
curiosa necesitaba ser alimentada. Y ahí se encontraba, frente a la alcoba del conde Richfire.
La noche caía implacable sobre la mansión. Joanne no tenía sueño, lo había dejado junto a su
almohada. Una madrugada más se había desvelado y escuchaba, apoyada en la pared de enfrente, los ruidos, los jadeos, los alaridos del interior.
Un grito la sacó de los caminos escabrosos de su imaginación y le aceleró la respiración. La
lámpara temblaba en su mano izquierda, que había cobrado vida propia. Se había hecho el silencio tras aquel sonido desesperado. Joanne aguantó el aliento y tras unos segundos, o minutos, de absoluta calma, volvieron a oírse gemidos, más guturales, mucho más intensos. Joanne
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CRIS MIGUEL
se sorprendió queriendo estar en esa habitación con el conde Richfire, le daban igual los
gritos y los aullidos, los gemidos respondían a
la pasión; y aunque tan sólo pensarlo era una
inmoralidad para una señorita como ella, el
deseo flagrante que permanecía dormido se
despertó, devolviéndola diligente a su dormitorio, a su cama, con sus pensamientos, con
sus dudas y sus anhelos.
II
A la hora del té las nubes ocupaban todo el
cielo a placer, pero no llovía. Aún. Joanne estaba apoyada en una ventana, con un libro en
las manos. Hacía rato que había acabado las
lecciones que la competían: se encargaba de
instruir a las sobrinas del conde Richfire. El
hermano del señor acostumbraba a emprender largos viajes, en los cuales le acompañaba su mujer. Ahora estaban en la India. A
Joanne le parecía una irresponsabilidad ver
a sus hijas un mes al año, a lo sumo. Pero
obviamente, no le correspondía a ella juzgar
las costumbres de quienes le ponían la comida en el plato. Las niñas resultaron ser muy
listas y curiosas. Ángela era la más inquieta,
Sophie, la pequeña, era más tranquila y seguía los pasos de su hermana mayor siempre
que ésta la dejaba.
Ahora, Joanne gozaba de unos minutos
de tranquilidad, que ocupaba en leer junto
al ventanal, su lugar favorito de esa gran
casa. Mientras contemplaba el ajetreo de la
ciudad, de los coches de caballos y de la gente que iba y venía, ella se proyectaba a otro
universo, las letras la poseían, dominándola,
dejando sólo su cuerpo como muestra de que
su corazón aún latía. Porque su mente ya estaba lejos, muy lejos. Y más hoy. Los recuerdos de la noche anterior la atormentaban.
Se sentía culpable por querer eso para ella.
Por otro lado, su curiosidad no hacía más que
crecer. Las dudas la embargaban, dejando el
libro delicadamente sobre sus rodillas, entreabierto, sin tiempo ni ganas para dedicarle la
atención que merecía.
—Señorita Ellis, parece ensimismada,
¿qué está pensando la cabecita que tiene sobre esos hermosos hombros? —Joanne se sobresaltó, no le había oído acercarse.
Instintivamente se cubrió con el chal los
hombros y le miró extrañada. Había sentido
una extraña afinidad hacia él, pero se podían
contar con los dedos de una mano las veces
que habían mantenido una conversación. Si
es que se podían llamar conversaciones a eso.
—Señor Richfire, me ha asustado.
—Lo lamento, parecía tan lejos de aquí,
me daba pena importunarla. Pero su mirada
era… ¿Está turbada por algo, señorita Ellis?
—Los ojos del Conde eran penetrantes, la estaba leyendo, ella lo sabía.
—No encuentro el motivo por el que le pueda interesar mi turbación, señor.
—¡Oh! Por supuesto que me interesa, sabe
que busco el bienestar de todos mis empleados, y en particular de usted. ¿Hay algo que
pueda hacer para aliviarla?
La imagen de la puerta se le vino a la cabeza de golpe. El Conde sonrió de medio lado
y ella agachó la cabeza avergonzada. Es imposible que supiera lo que estaba pensando.
Es imposible que existiera una mínima posibilidad de que tuviera conocimiento de lo que
hacia ella por las noches mientras él…
—Se lo agradezco, señor. —Intentó recuperar la compostura—. Sólo estaba con mis
pensamientos, no me ocurre nada. Le agradezco su preocupación. —Sonrió afablemente, lo mejor que supo.
Ese hombre le ponía la piel de gallina y a
la vez hacía que el corazón marcara un ritmo desorbitado. Tenía un frondoso pelo rubio, su mandíbula irradiaba masculinidad y
sus ojos… Eran pozos azules, impenetrables,
inescrutables, intimidadores. Se quito el chal,
dejando al descubierto de nuevo sus blancos
hombros, tenía demasiado calor y el corsé no
la dejaba respirar con comodidad.
—No me tiene que agradecer nada. —Se
dispuso a irse y en el último momento se volvió hacia ella—. ¿Le gustaría acompañarme
y jugar conmigo una partida de ajedrez? Estoy harto de William, creo que hace que gane
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LA MANSIÓN RICHFIRE
apropósito —confesó sonriendo.
Joanne no supo qué le hizo asentir. Tenía
impulsos que la empujaban a disfrutar de la
compañía del señor Richfire, pero también tenía sensaciones, presentimientos, de que ese
hombre albergaba un alma oscura, debajo del
dorado y el azul de sus ojos. Aun así aceptó y
se acomodó en un butacón enfrente de él y de
las piezas blancas que amablemente le había
cedido.
—Le toca mover, señorita. —La miraba de
una forma extraña, sujetándose el mentón.
Joanne estaba a todo menos a la estrategia. No sabía cómo no la había ganado aún,
porque sus movimientos estaban siendo cualquier cosa menos brillantes.
—¿Se rinde, señorita? —preguntó tras un
baile de fichas.
Joanne miró el tablero y supo que la tenía
acorralada. Moviera lo que moviese, él la iba
a ganar. Se apoyó rendida sobre el respaldo,
ignorando las normas protocolarias por un
segundo. Richfire soltó una carcajada, victorioso, y se dispuso a encender la pipa que llevaba en el bolsillo de su chaqueta.
—Gracias por esta fabulosa partida, señorita Ellis —dijo soltando el humo, una vez
preparada.
—Siento contradecirle, pero para mi persona no ha sido, como dice, fabulosa —dijo
vencida.
—¡Oh! No se sienta mal, estoy dispuesto a
darle la revancha cuando le plazca.
Los ojos de Joanne refulgieron, o a ella se lo
pareció. La sola idea de que el Conde quisiera
pasar más tiempo en su presencia… Para él
no era más que una simple institutriz. Realmente no sabía a qué se dedicaba el señor,
pero disponía de varias empresas bajo su
mando.
—Es tentador, pero puede que no le guste
perder ante una mujer —le provocó intencionadamente.
—Sería una experiencia que me encantaría
probar. —Arqueó una ceja—. Para todo hay
una primera vez.
Joanne recuperó la postura y miro por el
gran ventanal del salón, que formaba parte
de la fachada principal de la mansión.
—¿No le gusta observar a la gente e imaginar hacia dónde van y de dónde vienen? —le
preguntó dejándose llevar.
—¿A usted sí? —inquirió.
—Sí… —Joanne suspiró—. Me gusta imaginarme historias, cuentos. Lamentablemente, carecemos de fantasía bajo este cielo gris.
—¿Le gusta la fantasía, señortia Ellis?
—¿A quién no puede gustarle? —Sus ojos
desbordaban entusiasmo—. Estamos demasiado sumergidos en la rutina. Y usted todavía es un hombre, si me permite la incumbencia, pero para mí, la fantasía es lo que me
permite volar y soñar con cosas imposibles.
—Cosas imposibles… —Richfire inhalo su
pipa y echó el humo despacio—. A lo mejor no
son imposibles, que no lo haya visto no significa que no exista.
—¿Noto cierto misticismo, señor Richfire?
—Realmente la estaba sorprendiendo.
—Llámelo como quiera. Únicamente aporto que lo que se piensa que es fantasía es posible que sea más real que usted y que yo.
—¿Se refiere a lugares exóticos, a monstruos de tres cabezas y a hadas? —bromeó
Joanne.
—Si realmente es eso lo que imagina, debo
ponerme en contacto con la institución mental más próxima inmediatamente —Richfire
continuó la broma y ambos soltaron una carcajada.
—De todos modos, sólo elucubramos… ¿Y
no es eso ya de por sí fabuloso? —dijo Joanne—. Muchas gracias por la partida y por
la conversación, señor Richfire. —Joanne se
levantó del butacón.
—El placer ha sido mío, señorita. Espero
tener la oportunidad de repetirlo.
—Señor —dijo con una leve inclinación de
cabeza.
El Conde, a modo de asentimiento, la cogió
de la mano por sorpresa y apoyó levemente
sus labios en ella.
—Señorita Ellis.
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CRIS MIGUEL
III
Joanne pasó varios días sin ver al conde
Richfire desde su encuentro frente al tablero
de ajedrez. Doritha le dijo que el señor no se
encontraba bien y ella no quiso indagar más.
Una noche se encontraba contemplando el
fuego, como si pudiese ver a través de las llamas, cuando oyó una voz por detrás.
—Siempre en otro mundo, señorita Ellis.
—Señor Richfire —dijo poniéndose en pie—
. ¿Se encuentra mejor?
—Lamentablemente sigo un poco débil. —
Sonrió de medio lado y se acomodó en el butacón frente a ella.
—Siento escuchar eso. ¿Y por qué se ha levantado de la cama, entonces? —Joanne sacó
su vena más maternal sin siquiera sopesarlo.
Supo que se había extralimitado. El Conde
la miraba divertido y sorprendido a partes
iguales—. ¡Oh! Lo siento, señor. No es de mi
incumbencia.
—Se puede inmiscuir todo lo que quiera,
señorita —dijo sujetándose la barbilla—.
Simplemente quería estirar las piernas y disfrutar de otras vistas que no fueran las níveas paredes de mi alcoba.
Joanne se sonrojó más de lo que estaba. El
Conde estaba flirteando con ella, ya no por
sus palabras, que pueden llegar a encandilar tanto como distorsionar la realidad, sino
que lo notaba por su mirada, sus gestos… Su
respiración se alteró inconscientemente. Le
miró de soslayo y percibió un atisbo de sonrisa al tiempo que él dirigía la mirada a la
chimenea, igual que Joanne.
—Si me disculpa, es tarde y voy a acostarme ya. —Se puso de pie al tiempo que se colocaba el largo vestido.
—Permítame que la acompañe. Tiene usted razón, no debería haber salido de la cama.
Acto seguido el Conde ofreció el brazo a
Joanne. Ésta le miró recelosa. Era una simple institutriz, no estaba bien pasearse del
brazo de un Conde, aunque sólo fueran unos
tramos de escalera y no se cruzasen con nadie.
—Por favor —suplicó él, y Joanne no tuvo
más remedio que acceder y asirse a su brazo.
Llegaron a la puerta de la habitación de Richfire, sin decir nada, Joanne prácticamente
conteniendo la respiración; él se detuvo y la
observó. Joanne se obligó a mirarle a los ojos,
y lamentó haberlo hecho, porque le resultó
imposible desgajarse de su mirada. Richfire le acaricio suavemente la mejilla con su
mano derecha.
—Tenéis una belleza extraña —sostuvo,
mientras llegaba a la delicada barbilla.
Joanne había cerrado los ojos, le resultaba
más sencillo invadirse de aquella caricia cálida y a la vez tan fría.
—Señor… —Se separó intentando recuperar la compostura—. Buenas noches, señor
Richfire.
Y entró en su habitación sin mirar atrás,
con el pulso acelerado y tímidas perlas de sudor en la frente.
IV
Un ruido fuerte la despertó. Llevaba varias
noches disfrutando de un largo y placentero
sueño, pero ahora se volvía un espejismo. Los
golpes habían vuelto. ¿O quizá nunca se habían ido?
Encendió la titilante lámpara y se pasó un
chal por los hombros cubriéndose el camisón.
En el pasillo no había nadie, nunca había nadie. ¿Sólo se despertaba ella o el resto del servicio ignoraba deliberadamente aquellos extraños sonidos procedentes de la habitación
del señor?
Con pasos temerosos llegó a la puerta del
Conde. En un acto reflejo, se tocó la mejilla
que esa misma noche había acariciado dulcemente el señor. Un grito desgarrador la
desterró de su imaginación, devolviéndola a
aquel oscuro pasillo y a aquella espantosa
puerta, que se había convertido en todo un
misterio para ella. Golpes suaves se oyeron
en su interior y otro grito más fuerte que el
anterior, prácticamente gutural.
Joanne dejó sus contrariedades a un lado y
llamó ligeramente a la puerta. Nadie contestó. Nadie la oyó. Un rugido la heló la sangre
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LA MANSIÓN RICHFIRE
y sirvió como resorte para que se atreviera a
girar el picaporte.
Lo que vio la dejó paralizada, hipnótica,
su cerebro se paró y su corazón se convirtió
en el dueño de la estancia, golpeando fuertemente su pecho. El señor estaba en la cama,
sin ropa, y tenía el muslo de una mujer entre
sus manos. Sin embargo, la escena no era de
simple lujuria. Richfire tenía sangre en sus
manos, en el pecho, en la boca. La mujer tenía un mordisco en la cara interna del muslo,
como si, como si…
Joanne no pudo más y salió corriendo de
allí.
—¡Joanne! —oyó un grito a su espalda.
Entró en su cuarto y cerró con llave. Ahí de
pie, mirando la puerta, era ajena a los golpes
que Richfire estaba dando.
—¡Ábrame, Joanne!
El empeño de Richfire le resultaba ajeno.
No se consideraba una mujer racional, siempre se había creído en posesión de un punto
de vista místico. Pero aquello era mucho más
de lo que podía haber imaginado nunca. Beber sangre, mientras, mientras…
Joanne sintió calor. Volvió al mundo que la
rodeaba y comprobó que también lo hacían
los brazos del señor Richfire.
—Apártese de mí. —Intentó zafarse sin
conseguirlo.
—Escúcheme, escúcheme, no tenga miedo.
—Le sujetó la cara entre sus manos—. No
voy hacerla daño señorita Ellis.
—Eso ni me lo he planteado. —Se apartó
súbitamente de él—. ¿Qué clase de criatura
es usted, respondiendo a esos impulsos tan
primarios?
—Oh, desde luego alguien con una fortaleza inferior a la suya. —Consiguió cogerla de
la mano—. Por favor, olvide lo que acaba de
ver.
—Eso me parece del todo improbable, aunque lo intente. —Joanne dejo entrever su decepción—. No puedo seguir trabajando para
alguien como usted.
—No, por favor, no se vaya. Usted ha conseguido que quiera aspirar a algo más. No al
simple placer carnal. —Joanne recuperó su
mano.
—No es eso lo que demuestran sus actos… —Joanne dejó su fortaleza a un lado—.
¿Sabe? Creía que era usted distinto.
—Y lo soy. —Richfire arqueó la ceja intentando bromear.
—No quería decir en ese sentido. —Joanne
se dio la vuelta incapaz de mirarle.
Realmente no esperaba nada de él. Su
maestra ya la advirtió que los caballeros de
verdad son sólo una invención de mujeres
que buscaban dar sentido a sus fantasías y a
sus sueños más hilarantes.
—Señorita Ellis… Joanne, por favor. —Richfire se había acercado a su espalda y la acariciaba el brazo levemente.
—¿Por qué le preocupa tanto lo que yo
piense? Sólo soy una institutriz. —Le miró a
los ojos y se arrepintió en el acto.
—Se infravalora. No quiero que tenga miedo de mí. —Pasó el dorso de su mano por la
frágil mejilla de ella.
—No le tengo miedo. —Sus ojos eran desafiantes.
El beso fue cálido y apasionado a partes
iguales. En una milésima de segundo, Joanne reaccionó y se intentó apartar. Richfire
la sujetó con fuerza por la cintura y la atrajo
hacia sí por el cuello. Joanne cedió. Se engañaría a sí misma si afirmara que eso no lo
había pensado nunca. No sólo cedió a su fuerza, sino también a sus propios impulsos, que
luchaban por imperar en sus acciones.
Se sorprendió a sí misma cerrando la puerta de su alcoba y lanzándose de nuevo al cuello del frío conde Richfire. Le quitó la bata
que cubría su desnudo e impío cuerpo, mientras él hacía que corriera la misma suerte su
camisón. La echó sobre la cama, poniéndose
sobre ella. Era tan blanco y su piel tan suave… No había ni rastro de vello en todo su
cuerpo.
—Realmente sois un ser sobrenatural —logró decir entre jadeos Joanne.
Richfire respondió perdiéndose nuevamente en su boca. Jugando con su lengua, mor-
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CRIS MIGUEL
diendo su labio. Olía tan bien. Él sabía que ella no podía resistirse, pero necesitaba evitar
que volviera asustarse, con lo cual se dedicó a lo que mejor se le daba: embriagar a las damas,
darles placer. El cuerpo de Joanne respondía a las caricias que le daba, contrayéndose y excitándose para él. Absolutamente entregada, confiada. Recorrió sus muslos con los labios, con la
lengua… hasta que llegó al centro y ahí se demoró intencionadamente. Sabía que sólo era un
aperitivo, que después iba el plato fuerte, pero le encantaba, sabía tan bien. Ella jadeaba, gemía, como si le estorbara su propio cuerpo ante el abanico de sensaciones que estaba sintiendo.
Era el momento. Mientras ella se contraía con el orgasmo, él le clavó suavemente los colmillos en la parte interna de su muslo. Era más de lo que había imaginado. Succionó un poco, le
lamió las marcas que la había hecho para que no quedara cicatriz y se incorporó. Realmente
ella no era consciente de nada. Richfire se mordió el labio mientras la contemplaba debajo de
él. Era tan hermosa, tan pura. Le acarició la cara bajando por su pecho hasta sus caderas, y
entró en ella. Joanne, que había abierto los ojos, le acarició el torso y le atrajo hacia ella hasta alcanzar su boca. Rochfire quería evitar eso, muchas mujeres no soportaban el sabor de la
sangre, pero Joanne se abrió paso con su lengua y, si la disgustó, no dio ni una ligera muestra
de ello. El beso excitó aún más si cabe a Richfire, que aumentó el ritmo, colocándose las suaves
piernas de ellas sobre los hombros. Para llegar al final, a lo más profundo.
Joanne no aguantaba más, no podía acallar los gritos que salían libres por su garganta como
respuesta al placer y al dolor que estaba sintiendo, notó esa electricidad en la punta de los pies
de nuevo. Richfire, como si la leyera, la incorporó sentándola sobre él, y entre gritos y gemidos
llegaron juntos al éxtasis. Richfire alargó sus colmillos y esta vez los hincó más fuertemente en
su cuello. Bebió de ella mientras aún se estremecía sobre él. Era deliciosa. Le curó la marca con
su saliva y la besó castamente en los labios, tumbándola de nuevo sobre la cama y arropándola.
Se quedó un largo rato contemplándola, entrelazando los dedos con su pelo. Ella se giró hacia
él.
—Esto es el camino más oscuro que he recorrido —dijo ella desperezándose.
—Entonces vos sois la luz que lo ilumina. —Le acarició la mejilla.
Ella negó con la cabeza, quedándose poco a poco profundamente dormida, y, por una vez,
Richfire deseó poder quedarse a verla despertar.
V
Joanne inhala el aire fresco y puro, pero nada le llena los pulmones. Las lágrimas no dejan
de caer por sus mejillas. Se tiende sobre la nieve haciéndose un ovillo. Sabe que tenía que dejarle, igual que sabía que no podía resistirse a él. Pero no es propio de ella ceder de esa forma
a los impulsos carnales, no está bien. Por eso le ha abandonado. El frío empieza a calar en la
ropa, intenso, imparable. Pero ella no lo siente, el dolor abarca todo su cuerpo sin dejar espacio
a nada ni a nadie más. Desea no tener que levantarse nunca de allí. Del frío, del blanco, del
hielo, de su corazón.
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EL MERCENARIO
EL MERCENARIO
Nº2 Marzo ‘12
por Ricardo Castillo
Alric Brewersen es un mercenario y su deber encontrar respuestas, para las que tendrá que
usar su espada si no quiere morir en el intento.
I
A
lric Brewersen avanzaba, no sin dificultad, por la nevada ladera de la montaña. Hacía un
par de días que habíamos abandonado el camino que conducía a las cumbres, refugiándonos a la sombra del bosque para evitar ser vistos por ojos inadecuados. Alric, de cabello oscuro
muy corto y barba espesa, era un hombre grande, o al menos lo era para mí. Debía medir de alto
unos tres codos y medio, y era ancho de espaldas, con brazos fibrosos y fuertes, pero sin llegar a
parecer uno de esos gigantones montaraces.
Precisamente por ellos nos encontrábamos allí. Mi nombre es Godert, y mi casa se encontraba
en Norringe, un pueblo maderero ubicado en la falda de la sierra, en la parte alta del río Dalalven.
Vivíamos de talar los altos árboles y dejarlos caer, río abajo, para que los recogieran en Ramnusfel. Nunca teníamos problemas y vivíamos bastante tranquilos, hasta que, hace un par de meses,
empezamos a sufrir incursiones de los montaraces. Nadie en Norringe recordaba nunca haber
tenido conflictos con la tribu de la montaña, los boriberg, era un hecho sin precedente. Llegaban
a cualquier hora y atacaban con fiereza. Las primeras veces nos pillaban desprevenidos, pero a la
tercera empezamos a patrullar y estar atentos ante su llegada. Y aunque minimizábamos daños,
ellos seguían haciendo lo mismo. El objetivo de sus ataques no era matarnos ni robarnos, lo único
que hacían era llevarse a alguien. Cuando tenían al pobre desgraciado, volvían corriendo a su refugio en la montaña. Ante eso da igual que plantes cara luchando, ya que siempre conseguían roÁnima Barda - Pulp Magazine
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RICARDO CASTILLO
dear a alguno y capturarlo. Observamos que
los ataques se producían cada semana, más o
menos, así que decidimos avisar a la capital,
Ramnusfel, para que enviara ayuda. Aldercy,
la Alta Cástor gobernante, nos prometió que
enviaría alguna solución. Ésta consistió en
publicar un cartel buscando alguien que se
ofreciera a ir hasta Norringe para averiguar
qué pasaba con los montaraces y ayudarles a
derrotarlos. Todo esto a cambio de unas cincuenta monedas de oro.
Y esa era nuestra “ayuda”, Alric Brewersen,
un mercenario aventurero que se encontraba
haciendo de matón para un comerciante, y
que, cansado de la suprema idiotez de éste,
le pegó un puñetazo y decidió probar suerte
como caza recompensas. Nosotros no éramos un pueblo de grandes soldados, nuestros
hombres se caracterizaban por su habilidad
cortando árboles y su puntería con el arco en
la caza. Así que, a falta de un tipo fornido y
diestro con las armas, decidieron enviarme a
mí, que era el joven más hábil con las flechas,
amén de conocer la zona al dedillo y de ser un
buen cazador.
Allí estábamos, pasando a través del bosque para llegar lo más sigilosamente posible
hasta el asentamiento montaraz, conocido
como Bergen. Yo iba delante, marcando el camino, con una flecha y el arco en la mano, por
si las moscas. Detrás iba Brewersen, enfundado en su capa, con un par de pieles adicionales encima, la capucha echada y el rostro
tapado a medias para cortar el frío. Él no estaba tan acostumbrado como yo a las gélidas
temperaturas de esa zona. La mano izquierda, que lucía un grueso guante al igual que la
derecha, la llevaba apoyada sobre el mango
de su espada de doble filo. Era un arma lo
suficientemente ligera para blandirla con un
solo brazo y lo suficientemente larga como
para resultar intimidante. Junto a ella, sujeta sobre el costado izquierdo, a la altura de
los riñones, llevaba una espada corta, que en
combate empuñaba con la siniestra, amenazando la vida del oponente mientras lanzaba
precisos tajos con la diestra.
Yo sabía esto porque, además de ver las
armas cuando se apartaba la pesada capa, a
mitad de camino nos habíamos tropezado con
un explorador montaraz, que no debía de ser
muy bueno pues nos lo encontramos de bocas
al rodear una piedra. Brewersen desenvainó,
intercambió un par de cuchilladas y luego salió corriendo tras de él, porque el pobre diablo
había salido huyendo al ver la destreza del
mercenario.
—Ya estamos cerca —volví la cabeza para
ver a Alric e hice un gesto en dirección a las
rocas de delante—. Justo detrás empieza el
sendero que se interna entre las montañas.
Hay una pequeña explanada con varias cuevas, allí los encontraremos.
—Bien. Estoy harto de tener las botas caladas por la maldita nieve. Acabemos con esto
y volvamos —la áspera voz del mercenario
sonó amortiguada por la lana burda que le
protegía la boca del frío.
Según nos aproximábamos a las rocas,
nuestro paso se hacía más lento y cuidadoso. Caminábamos agazapados, yo con el arco
ligeramente tensado, listo para disparar, y
Brewersen con la mano derecha sobre la empuñadura de la espada. Al acercarnos, vimos
que lo que desde lejos parecían grandes rocas
eran dos monolitos, hincados verticales sobre
la helada tierra y que tenían pintados en rojo
dos símbolos incomprensibles.
—Esto antes no estaba —le expliqué—. Los
monolitos sí, es la forma que tienen de marcar su territorio, pero la pintura no. Lo descubrimos un mes antes del primer ataque,
mientras perseguíamos a un oso. Llegamos
hasta aquí y nos encontramos con esos dibujos. Nadie sabe lo que son, ¿los reconoce?
—Jamás he visto esos garabatos —miró
durante unos instantes a la roca, para luego
girarse hacia mí y sonreír—. Vamos a preguntarles a ellos.
Echó a andar al tiempo que desenvainaba
la espada. Yo tardé unos segundos en reaccionar, porque esperaba una aproximación
prudente y sigilosa. Apreté el paso para ponerme a la altura de Alric.
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EL MERCENARIO
El asentamiento se encontraba unos metros más adelante, tras un giro de la senda.
Me resultó extraño no ver ningún vigía apostado por las rocas, pero aún así permanecí
con la vista en las alturas. Llegamos al recodo y nos asomamos con cuidado por entre
las rocas. La tribu consistía en unas cuantas
chozas de madera desperdigadas por una
pequeña explanada rodeada de escarpadas
paredes rocosas. En éstas se veían varios
agujeros, presumiblemente entradas a las
cuevas que discurrían por debajo de la montaña. Tras unos segundos de atenta observación, Alric y yo nos miramos, extrañados. Las
hogueras estaban encendidas, manteniendo
su vigor, pero allí no había nadie, el poblado
estaba vacío. O al menos eso parecía a simple vista. Brewersen me hizo una señal con
la mano para que mantuviera mi posición, y
aguardamos unos segundos, a la espera de
ver algún montaraz. No nevaba, y la temperatura no era lo suficientemente baja como
para que estuvieran todos resguardados. Y la
ausencia de centinelas tampoco era normal.
—¿Una trampa? —susurré en dirección al
mercenario.
—No lo creo. Es poco probable que nos hayan visto venir.
Alric decidió abandonar el escondite, y se
internó en la planicie desenvainando la espada corta. Titubee un segundo, dudando de
qué sería lo más adecuado. Decidí cubrirle de
cerca y salí tras sus pasos al tiempo que tensaba la cuerda del arco. Todo estaba muy silencioso. Brewersen iba delante, asomándose
con cautela al interior de las tiendas.
—Vacío, aquí no hay nadie. ¿Estás seguro
de que es aquí, muchacho? ¿No se habrán ido?
—No tengo ninguna duda, es el único sitio
de las montañas cercanas donde poder guarecerse en condiciones. Además no hemos visto
movimiento ni pisadas, y una tribu montaraz
emigrando hace mucho ruido, créeme.
Brewersen no parecía muy convencido.
Gruñó un poco por lo bajo y señaló con su espada en dirección a las cavernas.
—Veamos qué hay allí dentro.
Atravesamos la explanada en absoluto silencio, mirando en todas direcciones y con los
músculos en tensión. A medio camino Alric
se detuvo de golpe, e indicó con la cabeza una
de las cuevas más grandes; Desde el exterior
se percibía el ligero resplandor de las llamas.
Variando el rumbo, nos dirigimos, a un ritmo más ligero, hacia allí. Al aproximarnos
alcanzamos a oír el chisporroteo propio de las
antorchas. Brewersen me miró, dándome a
entender que me preparara para la acción, y
luego se asomó con cautela al interior. No vio
nada al principio de la gruta, así que me hizo
una seña para que avanzara. Eché un último
vistazo a los alrededores, por si surgía algún
visitante inesperado, y fui tras él.
Las paredes, iluminadas por teas, mostraban símbolos en rojo muy similares a los que
habíamos visto en los monolitos. No tuvimos
que recorrer mucha distancia antes de toparnos con las primeras señales de vida humana en forma de pesadas respiraciones. En
un lateral del pasaje se formaba un pequeño
ensanchamiento, el cual no tenía otra salida
que la apertura en la que estábamos nosotros. Cubiertos por las grandes estalagmitas
que crecían del suelo, miramos a ver qué ocurría en el interior.
La tribu al completo se encontraba allí
reunida. Estaban todos de espaldas a nosotros, mirando en la misma dirección y en un
silencio que sólo puedes encontrar en los cementerios. Al frente, al fondo de la cavidad,
se hallaba un extraño individuo subido a un
promontorio de piedra. Era alto, muy alto,
casi tanto como los montaraces, y mucho más
estrecho de espaldas. Vestía una especie de
túnica negra con mangas y llevaba echada la
capucha. Desde que puse mis ojos sobre aquel
ser supe que algo no iba bien. Al examinarlo
con más atención me di cuenta de que tanto
sus mangas como la parte bajo del manto no
tenían un final definido, eran como brumosos. Intenté verle el rostro, pero únicamente
se percibía sombra, una oscuridad insondable y sin fin. Aquella criatura era como un
agujero en mitad del espacio, absorbía la luz
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RICARDO CASTILLO
de su alrededor. Lancé una rápida ojeada a
Brewersen, y comprobé que mi compañero se
hallaba igual de sorprendido que yo; arrugaba la nariz en una mezcla de asco e incomprensión.
Esa distracción nos costó el desastre. Mi
cabeza había asomado más de la cuenta entre las estalagmitas y ahora los montaraces
se habían girado en nuestra dirección. La oscura figura levantó un brazo y todos se pusieron en marcha hacia nosotros.
—¡Retrocedamos hacia la salida! —me
apremió Alric—. ¡El estrechamiento de la
cueva volverá el número en su contra!
No me lo pensé dos veces y eché a correr
hacia la entrada. Brewersen me seguía de
cerca. A una orden suya nos detuvimos para
plantar cara al enemigo. Los gigantones venían detrás, a paso ligero. Me sorprendió
comprobar que ninguno de ellos portaba
arma alguna.
—¡Dispara ya, Godert!
Las flechas comenzaron a salir sin parar.
Los años de práctica y mi natural habilidad
daban sus frutos en momentos de tensión
como aquel; entraba en un estado automático de concentración en el que sólo existían la
flecha y mi objetivo. Los proyectiles impactaban siempre donde yo quería: ojos, cuello,
corazón, pulmones… Cinco salvajes habían
recibido ya su ración cuando lancé un vistazo
alrededor. Alric había comenzado su danza
mortal. Lanzaba estocadas y tajos a un ritmo
feroz, esquivando los puñetazos, patadas y
agarres de sus oponentes. El primer desgraciado recibió un corte que le separó la cabeza
del torso, bañando los alrededores en sangre.
El segundo apartó de un empellón el cuerpo
del caído, lanzándolo contra Alric, que lo esquivó con facilidad apartándose de su trayectoria. El montaraz aprovechó la ocasión para
agarrar el brazo derecho del mercenario. A
pesar de la altura y la fortaleza del hombre,
el bárbaro lo alzó con soltura, como si de un
saco de verduras se tratase. Brewersen no
se revolvió, únicamente descargó un preciso
golpe sobre la muñeca del brazo que lo atena-
zaba. Él cayó al suelo, con la mano aún aprisionando su brazo derecho. La sangre que
manaba de la extremidad cercenada le salpicó el rostro y la ropa. Entonces me percaté
de todas las cosas raras y preocupantes que
estaban sucediendo.
La primera era el silencio tan absoluto,
solo roto por nuestros jadeos y las pesadas
respiraciones de los montaraces. Habíamos
herido a varios y no se oía ni un solo gemido.
La segunda eran los extraños ojos velados de
blanco de nuestros enemigos. Todos parecían
tener los ojos ciegos propios de los más ancianos, aunque daban claras señales de ver
perfectamente. Y la tercera, y con seguridad
la más inquietante, era que los contrincantes
heridos no disminuían su marcha. Mis flechas habían atravesado varios rostros y provocado heridas mortales, pero ellos seguían
en pie, avanzando en tropel hacia nosotros.
El rival de Alric, al que le había amputado la
mano, no parecía sufrir el más mínimo dolor.
El único que estaba quieto, y aparentemente muerto, era el del corte en el cuello. Estas
tres cosas hicieron que mi concentración saltara por los aires.
Alric blasfemó sonoramente al asimilar la
situación. Sacudió con violencia el brazo para
liberarse de la mano, lanzó un par de estocadas para estorbar a los salvajes y se dio la
vuelta.
—Corre.
De nuevo no tuve que pensármelo dos veces. Mis pies volaron hacia el exterior sin parar a echar la vista atrás. Me giré un poco
cuando hube puesto varios metros de distancia entre la cueva y yo. Tuve que detenerme
en seco, ya que mi compañero no me seguía.
Brewersen apenas había alcanzado la nieve cuando los bárbaros cayeron sobre él. Se
debatía a espadazos por la libertad, pero era
inútil contra unos enemigos que no sufrían
dolor ni temían la mordedura del acero. A sus
pies yacían tres cadáveres decapitados cuando los demás le rodearon. Reducirle fue mi
simple: haciendo uso de su fuerza y tamaño
superior, uno le agarró el brazo derecho, otro
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EL MERCENARIO
le sujetó el izquierdo y un tercero le aporreó
con violencia y el puño cerrado la cabeza.
Al cuarto golpe Alric parecía inconsciente o
muerto. No pude comprobarlo, ya que estaba
ocupado en huir del poblado como alma que
lleva el diablo.
II
He de admitir que el tiempo que siguió a mi
huida de Bergen lo pasé inundado por una terrible vergüenza. Cuando atravesé los monolitos que delimitaban el dominio montaraz,
continué corriendo en dirección a Norringe.
Llevaba sólo unos metros cuando recapacité.
¿Y si Alric seguía vivo? ¿Y si los boriberg se
ofendían por nuestra incursión y contraatacaban? Mi pueblo estaría desprevenido, podría
ser una masacre. Además estaba el asunto
del misterioso ser oscuro y los blanquecinos
ojos de los salvajes. La balanza se inclinó a
favor de cumplir con mi obligación, así que
forcé a mis temblorosas piernas a desandar
el camino hecho.
Decidí esconderme entre la nevada vegetación, para dar un ver cómo reaccionaban los
montaraces y si salían o no en busca de venganza. Busqué el árbol con mejor visibilidad,
y me encaramé a sus ramas sin ninguna complicación. Allí esperé, quieto como una rama,
hasta que, media hora después, vi como el ser
oscuro atravesaba los monolitos de la entrada. Sentí un escalofrío al verle, pues a la luz
del día resultaba aún más inquietante que la
cueva. La ausencia de luminosidad de aquella criatura era espeluznante. Me percaté de
que no andaba, ni tampoco balanceaba los
brazos, sino que, simplemente, se deslizaba
totalmente inmóvil. Parecía flotar sobre el
suelo con las piernas envueltas en esa extraña bruma, que ahora pude ver que tenía matices azulones y púrpuras. El ser pasó de largo por mi lado, descendiendo sin preocuparse
en absoluto por el terreno. Al volver la vista
hacia la entrada de Bergen, vi que el camino
que había recorrido la criatura estaba marcado. Tras de sí dejaba un anormal rastro humeante de nieve derretida. Anoté el detalle
en mi cabeza; si alguien había visto u oído
hablar de alguien así, recordaría sin duda ese
aspecto. Claro que a lo mejor cambiaba si no
se encontraba sobre terreno nevado.
Tuve que dejar de lado mis cavilaciones,
pues llegó a mis oídos el sonido del tosco idioma boriberg. Miré sorprendido hacia la entrada y allí encontré a dos centinelas apostados entre los monolitos. Hablan y actuaban
de forma normal, lo que me supuso que la
presencia del ser oscuro y el extraño mutismo
de los montaraces estaban íntimamente relacionados. Decidí que había llegado el momento de colarme en el poblado para averiguar
qué había pasado con Alric. Bajé del árbol,
cuidándome mucho de no partir ni una sola
rama, y me dirigí hacia el flanco derecho de la
entrada. Por allí las rocas eran menos escarpadas que en el otro lado, y eso me permitiría
escalarlas para internarme sin ser visto en la
tribu. La subida no era fácil, pero con paciencia y mucha atención, conseguí acceder a la
parte superior del sendero. Desde allí oteé los
alrededores en busca de más centinelas, pero
no encontré ninguno. Con precaución, avancé
saltando entre los peñascos como una cabra,
hasta que llegué a uno desde el que divisaba
todo Bergen.
Suspiré aliviado. Vi que Brewersen seguía
con vida. Después sufrí un vuelco en el estómago. Se hallaba atado a un madero vertical,
al lado de una figura en similares condiciones. El vecino de Alric estaba algo desmejorado: sólo tenía la mitad superior del cuerpo,
que colgaba desmadejada de una fuerte soga
atada a los brazos. El resto parecía haber
sido arrancado con violencia. La similitud de
la situación hizo que me temiera lo peor para
Brewersen. Colocados en semicírculo, la tribu
le observaba. Conté al menos veinte varones
y trece mujeres, más los dos guardias de la
entrada. Apartados a un lado, tumbados en
fila, estaban los cadáveres de los cuatro hombres que Alric había matado. Cerca de ellos,
sentados o tumbados sobre mantas, estaban
otros siete montaraces; los que habíamos herido durante el combate. Vi al que perdió la
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RICARDO CASTILLO
mano contra Brewersen, y también a otro que tenía media flecha clavada en el ojo. Al fin y al
cabo nuestro ataque había sido de alguna utilidad.
Un montaraz especialmente grande y fuerte, probablemente el jefe, y que agitaba una poderosa hacha de doble filo, avanzó hasta ponerse enfrente de Alric, el cual se retorcía intentando
librarse de sus ligaduras. El boriberg alzó los brazos al cielo, gritando algo en su lengua, y
todos los demás le corearon a voces. Un
gruñido gutural reverberó en toda la explanada, haciendo retumbar, incluso, las
piedrecitas de la roca sobre la que me encontraba. De una de las grutas cercanas
surgió el culpable del estruendo. Sacaba
varias cabezas al más alto de los montaraces y, aunque parecía tener forma humana, su rostro era grotesco y deforme.
Los músculos, anchos como el tórax de un
hombre, se marcaban bajo la pálida piel.
Tres boribergs conducían a la criatura,
tirando de gruesas cadenas que pendían
de argollas enganchadas a manos y cuello. Avanzaron lentamente, llevando a la
bestia hacia los postes. No había que ser
ningún sabio para deducir lo que ocurriría a continuación.
Sin demora, saqué una flecha del carcaj y la puse en el arco. No era un tiro
fácil, pero la inmediatez de la catástrofe
me apremiaba a intentar la proeza. Respiré profundamente al tiempo que tensaba la cuerda. Ahora no existía nada más
para mi, de nuevo era sólo la flecha y mi
objetivo. Con el chasquido, el proyectil
salió disparado. Recorrió el espacio que
me separaba de Alric y fue a clavarse con
precisión justo a su espalda, en la parte
posterior del poste. Había una distancia
considerable y el disparo no había sido
todo lo certero que pretendía. La punta
de acero había cortado en parte la atadura de Brewersen, pero eso no era suficiente para dejarle libre. Estalló la sorpresa
entre los espectadores, que dirigieron sus
ojos hacia mi posición. El líder irguió el
hacha, apuntándome, mientras bramaba órdenes a los salvajes. Una terrible confusión se extendió por el campamento, todos corrían buscando sus armas. Los únicos que se mantuvieron
en su sitio fueron el jefe, que seguía vociferando, y los encargados de mantener sujeta a la
bestia. Alric, por su parte, tensaba y contorsionaba sus poderosos brazos, tratando de romper
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EL MERCENARIO
las cuerdas. El cabecilla se percató de ello, y se giró bramando hacia la bestia. Los hombres
soltaron las cadenas y el gigante, en un colosal rugido, estiró sus enormes brazos por encima
de su cabeza.
Mis dedos buscaron otro proyectil con rapidez. Visto el regular resultado de mi primer
disparo, para el segundo elegí un objetivo más fácil. Cortando el aire con un zumbido, la flecha se hincó profundamente en el cuello
del líder, por encima de la clavícula. Al
mismo tiempo, Alric soltaba de un tirón
los restos de soga que le mantenía preso, para después abalanzarse sobre el
malherido bárbaro. Sujetó el hacha del
enemigo con una mano, y con la otra descargó un golpe seco sobre el antebrazo de
éste. Pude oír el crujido del hueso desde mi elevada posición. Aprovechando la
inercia que generó al encogerse de dolor,
Brewersen arrancó el arma de la mano
laxa del boriberg y le lanzó una patada
al rostro, poniendo fin al forcejeo. El salvaje deforme avanzaba a trompicones
hacia Alric, aplastando por el camino a
los tres que le sujetaban. Alric mantuvo la posición hasta tenerle casi encima.
Cuando la bestia llegó a su altura, intentó aplastar al mercenario con un golpe
descendente de su enorme brazo. Alric lo
esquivó apartándose a un lado, hacia el
lateral de la criatura. Con el mismo brazo, el gigante trazó una parábola ascendente hacia Brewersen. Pero éste ya no
se encontraba allí, pues había visto venir el golpe y lo había evitado poniéndose
fuera de alcance. El descomunal bárbaro avanzó con todo el peso de su cuerpo,
haciendo un barrido con brazo que había
dejado atrás. Alric lo evitó por los pelos
rodando por el suelo hacia las piernas de
su oponente. Arremetió con el hacha, hiriéndole en las costillas, a la vez que se
escabullía por debajo del brazo extendido
de la bestia, para quedar a su espalda.
Profiriendo un bramido de dolor que
helaba la sangre, la criatura se volvió loca, y empezó a descargar golpes en todas direcciones sin ton ni son. Uno pilló desprevenido a Brewersen, que salió volando por los aires y se
estampó contra el suelo. La bestia, soltando espumarajos sanguinolentos, se cernió sobre el
conmocionado mercenario. Para evitar un desastre, tensé la cuerda y disparé a la criatura.
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El gigante paró su embestida al clavársele
la flecha en el ojo. Se retorció, presa de una
ira asesina. Ese tiempo bastó a Alric, que se
levantó con agilidad y lanzó el hacha en un
poderoso tajo ascendente, que abrió en canal
a su enemigo.
La colosal pelea me había distraído del
resto de la batalla. Los bárbaros, tanto hombres como mujeres, se habían pertrechado
ya con sus armas, y se lanzaban en carrera
hacia Brewersen y hacia mí. Una lluvia de
pivotes con punta de acero les recibió por mi
parte. Los proyectiles surcaban el cielo, hincándose en sus extremidades y en sus rostros, perforando pulmones y órganos vitales.
Cuando hube matado a más de media docena, los supervivientes se lo pensaron mejor y
comenzaron a buscar cobertura. En el centro
del poblado, junto a los postes, Alric estaba
inmerso en su baile de muerte. El hacha de
doble filo mataba indiscriminadamente, amputando manos, piernas y cabezas, abriendo
profundas heridas en la carne, segando la
vida de todos aquellos que osaban enfrentarse al furibundo mercenario.
Mis enemigos seguían acercándose, así que
reanudé mi tarea. Un frío me atenazó el estómago cuando, al llevar la mano a la espalda,
no encontré ninguna flecha. Había vaciado el
carcaj y no había recuperado ni un solo proyectil. A parte del arco, mis únicas armas
eran una hachuela de cortar madera y un pequeño cuchillo de caza. Aquello sólo me dejaba una salida posible y satisfactoria: atravesar corriendo la tribu y unirme a Brewersen
en su vorágine destructiva, abriéndome paso
por el camino con lo que tenía.
Coloqué el arco a mi espalda y, poniéndome
en pie, empuñé mis armas. Quizás fue mi instinto de supervivencia el que me avisó, pero lo
cierto es que me giré bruscamente para encarar a dos bárbaros que me atacaban por la espalda. El fragor de la contienda, que sin duda
era lo que les había alertado, me había hecho
olvidar por completo a los dos centinelas de la
entrada. El primero en llegar trató de ensartarme con su lanza, la cual desvié por los pe-
los con mi hachuela. Sin darle una segunda
oportunidad, proyecté una cuchillada desde
abajo hacia su mandíbula. El arma penetró con facilidad, y probablemente le llegó al
cerebro, pues quedó muerto al instante. Me
deshice como pude del cuerpo inerte y planté
cara al segundo centinela, que barría la distancia entre los dos con feroces mandoblazos.
Me eché para atrás con dos barridos consecutivos, y en el espacio de tiempo que tardó en
recomponer su postura, me abalancé sobre
él, pegándome a sus brazos y bloqueándole la
posibilidad de alcanzarme con la espada. Esa
maniobra le pilló desprevenido, y no pudo hacer nada mientras yo hundía el cuchillo en
sus tripas y la hachuela en su garganta. Me
llamó la atención comprobar que sus ojos volvían a ser normales, no tenían ya señal de la
neblina blanca.
Liberando mis armas de un tirón antes de
que el cadáver las arrastrara en su caída, me
deslicé pendiente abajo en mi carrera desesperada por llegar hasta Alric. Éste mantenía
a los bárbaros a distancia con la poderosa
hoja del hacha. Cuando uno trataba de acercarse, no tardaba en encontrar la muerte a
manos del mercenario.
Varios boriberg me cerraron al paso, pero
yo era mucho más ágil y ligero, y les evitaba con facilidad, rodando por el suelo y desjarretando con precisos golpes de cuchillo a
sus tendones. Brewersen me vio venir e hizo
un hueco en el círculo de enemigos que le
rodeaban, embistiendo de forma inesperada
contra ellos. Una vez juntos, luchando espalda contra espalda, hicimos frente al mermado poblado montaraz. Alric daba hachazos
a diestro y siniestro, mientras yo fintaba y
acuchillaba sin parar. A pesar de la masacre,
el ánimo de los enemigos no decayó, y, hasta que no hubimos acabado con el último de
ellos, la batalla no terminó.
Mis músculos estaban agarrotados por el
esfuerzo, apenas me veía capaz de alzar las
armas una vez más. Tenía varias heridas menores y un corte por encima de la ceja que me
llenaba la cara de sangre, pero por lo demás
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estaba indemne. Alric sangraba profusamente por un tajo del hombro y otro en la pierna,
pero, aparte de eso y del enorme hematoma
morado de su frente, no parecía mal herido.
Mientras yo me tambaleaba por el poblado,
rematando enemigos y recogiendo mis flechas
del suelo y de los cuerpos, Brewersen registró
las casuchas y las cuevas, en busca de sus armas y de posibles prisioneros. Al pasar por la
zona de los postes de sacrificio, reconocí en
el medio cadáver colgante al hombre raptado por los boriberg en la última incursión a
Norringe. Corté sus ataduras y decidí enterrarlo, para que al menos pudiera alcanzar
la casa de los dioses con algo de dignidad. En
esa tarea me encontraba enfrascado cuando
salió Alric de una de las cuevas, pertrechado
con sus armas y su capa.
—Ya sabemos lo que hacían con los cautivos —me dijo, haciendo un gesto con la cabeza al cuerpo del coloso caído—. Las grutas no
son muy profundas. Allí dentro no queda nadie vivo. Tampoco hay nada de interés, sólo
he visto huesos y esas extrañas pinturas.
—¿Alguna pista del extraño visitante?
—Nada, ese rarito no nos ha dejado ningún
recuerdo. Se esfumó en cuanto me tuvieron
prisionero.
—Yo lo vi salir. Estaba encaramado a un
árbol, a la espera de ver qué hacían los boriberg, cuando se marchó ladera abajo…
—Ya me lo contarás por el camino —me
miró ceñudo—. Y también hablaremos de tu
heroica huida.
—Estamos vivos, ¿no?
III
Partimos de vuelta a Norringe sin perder
un minuto, dejando a nuestra espalda una
nube negra de humo nacida del fuego que
consumía Bergen. Por el camino le conté el
siniestro comportamiento del ser sin luz.
Intercambiamos suposiciones sobre la posible relación entre éste, la neblina de ojos y
la ausencia de dolor de los bárbaros. Él me
comentó que el cabecilla boriberg, después de
sacarle de la inconsciencia a base de torta-
zos, le acusó de atacar a la tribu durante un
trance divino, y le condenó a ser devorado por
el “elegido de los dioses”, que sin duda se trataba del gigantón animal que casi lo aplasta.
Con una teoría más o menos sólida, llegamos
a mi pueblo.
Allí tuvimos que relatar nuestra aventura
durante el festín de la noche, y hubo risas y
horror a partes iguales. Procuramos quitar
un poco de dramatismo a la inquietante figura negra, para no alterar demasiado el sueño
de la gente. La versión completa, incluidas
nuestras conclusiones, se la contamos a parte al consejo de notables, formado por jefe del
pueblo y a los ancianos, que fruncieron ceños
y se miraron preocupados.
Al día siguiente, tras un sueño de doce horas, el consejo me ordenó acompañar a Alric
de vuelta a Ramnusfel para justificar ante la
Alta Cástor el cumplimiento de las obligaciones de Brewersen, así como para informar de
lo acontecido, del ser sin luz y de la preocupación de los habitantes de Norringe. Reabastecí mi carcaj con flechas recién hechas y me
hice con un morral que llené de provisiones
y algo de oro para el camino de vuelta. La
ida no sería problema, ya que usaríamos una
de las balsas que utilizamos para guiar grandes cantidades de troncos río abajo. En poco
tiempo, y sin esfuerzo, llegaríamos a la capital. Pero la vuelta tenía que hacerla a pie,
siguiendo el curso del río, y eso me llevaría
algo más de tiempo.
El pueblo entero salió a despedirnos, y los
notables nos rindieron honores de héroes. El
trayecto lo hicimos sin mayor complicación,
disfrutando del paisaje y del río. Alric aprovechó para contarme algunas de sus aventuras, y yo por mi parte alabé la serenidad de
la vida en la montaña. O al menos así había
sido hasta ahora.
IV
En la capital perdí dos días, pues Aldercy,
la gobernante de Ramnusfel, tardó en concedernos la audiencia. Cada uno relató su
versión en presencia de la Alta Cástor y sus
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consejeros, que se asombraron y alarmaron
en los momentos adecuados. Cuando terminamos, alabaron nuestra valentía y cumplieron con el trato, dando a Alric su merecida
recompensa. A mí me despidieron con promesas de poner en manos de sus mejores investigadores aquella extraña aparición. Jamás
se me olvidará la forma en que Alric me habló al salir del palacio. Sonaba como si cargara a sus espaldas con todo el peso del mundo.
—No te entusiasmes, muchacho. Anotarán
tu caso y lo archivarán en el olvido, nunca
volverás a saber nada de investigadores o
expertos de Ramnusfel —suspiró—. Así es
como esto funciona para ellos.
Las palabras de Brewersen me provocaron
una profunda sensación de malestar. Sin ningún tipo de aspavientos, con una simple inclinación de cabeza y un “Suerte en tu camino,
hasta la vista”; dejé al mercenario frente a la
puerta de una taberna y emprendí el camino
a casa.
V
El trayecto de vuelta fue una ocasión perfecta para reflexionar, practicar con el arco
y disfrutar del silencio y la tranquilidad del
bosque. Las vías que llevaban hasta Norringe trazaban una curva, aprovechando para
pasar por otras poblaciones cercanas. Es por
ello que, al coger la ruta del río, estaba seguro de que iría prácticamente solo.
Efectivamente, así fue, y no me crucé con
un alma en todo el viaje. Sabiendo que aquello era una ocasión fuera de lo normal y que
no encontraría otra oportunidad durante el
desempeño de mis labores diarias, me permití el lujo de retrasarme algo más. No fue
mucho, pero sí fue suficiente.
Supe que algo no iba bien a una media hora
de Norringe. Desde donde yo estaba podía
verse una columna de humo tan negra como
la que habíamos provocado en Bergen, y salía
justo de donde se suponía que estaba el pueblo. Apreté a correr, con la sangre golpeándome en las sienes. El olor a quemado inundaba mis pulmones, y a cada paso se volvía
más intenso. Cuando estuve aún más cerca,
el ambiente se empezó a llenar de ceniza y
minúsculas brasas incandescentes. Al poco
tiempo alcancé a oír el crepitar de las llamas.
Norringe ardía. No era un incendio inicial,
ni tampoco parcial; el pueblo entero se consumía hasta los cimientos inundado por un fuego absoluto. Todo estaba envuelto en llamas,
nada se había salvado. En mitad de las calles
se veían cuerpos humanos que parecían antorchas gigantescas. El calor era sofocante y
el humo me producía ahogo. Era como ver el
infierno.
Recuperando un poco la cordura, me alejé
de Norringe en busca de aire fresco. Cuando
pude volver a respirar sin toser, lejos ya del
incendio, me dejé caer en el suelo, abandonándome a ese pozo negro que es la desesperación. Allí perdí el sentido del tiempo y del
espacio, creo que incluso llegué a quedarme
dormido. Volví a ser consciente de mí alrededor cuando el fuego desapareció. Retorné al
pueblo para ver el resultado. Sólo quedaban
rescoldos y humo, restos ennegrecidos y cadáveres calcinados. Como un fantasma, vagué entre las ruinas, con la vista flotando de
un lado a otro sin ver nada. Hubo un destello
de lucidez que me advirtió de lo raro que resultaba la repentina extinción del fuego, pero
aparté ese pensamiento porque no me importaba lo más mínimo. Me senté enfrente de la
Sala de los Notables, de la cual no quedaban
más que unas cuantas vigas. Mi mente regresó para tomar las riendas y se puso a hacer
su trabajo. “¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha
podido hacer esto? ¿Qué voy a hacer ahora?”.
Una tras otra las posibles respuestas cruzaban por mi cabeza. Me llevó un rato, pero al
final tomé una decisión.
Lo primero que hice fue intentar adentrarme en las ruinas de la Sala. Escondido bajo
el suelo, se hallaba un cofre pequeño con el
oro del pueblo, el que se recaudaba entre los
habitantes y se usaba para fines comunes.
Por fortuna, pude recuperarlo sin dificultad.
Estaba bien protegido y a resguardo, así que
el fuego apenas le había causado daño. El in-
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EL MERCENARIO
terior estaba repleto de monedas de oro y alguna que otra joya. Era una pequeña fortuna. Lo
cerré lo mejor que pude y lo guardé en mi morral.
Lo siguiente fue examinar los alrededores del pueblo. Tenía la sospecha de que sabía quién
había sido el culpable. Se vio confirmado cuando encontré un rastro que llegaba y otro que se
iba en dirección sur, una especie de senda de nieve quemada. Maldije en voz baja, jurando que
no descansaría hasta que diera con aquel maldito ser y le hiciera pagar por aquello.
Por último, cogí una de las balsas del río, que no habían sido alcanzadas por el fuego, y me
dejé llevar por la corriente hacia Ramnusfel.
VI
Alric Brewersen estaba enzarzado en una disputa con otro hombre, a punto de llegar a las
manos. Lo encontré en la misma taberna que lo había dejado, sólo que ahora olía a alcohol y
tenía los ojos enrojecidos. Tenía agarrado al otro por la pechera, zarandeándolo entre voz y
voz.
El mercenario se detuvo al verme llegar, mirándome de hito en hito.
—¿Qué haces tú aquí?
—Tengo que hablar contigo, Brewersen. Es urgente.
—Dame un momento, muchacho, en seguida estoy contigo.
Y, con último zarandeo, propinó un puñetazo al hombre, tumbándole sobre la mesa.
—Vamos arriba.
Una vez en su habitación, Alric, que iba desarmado, se sentó sobre la cama, dejándome a mí
la única silla. Le conté lo que me había encontrado al llegar a Norringe, el fuego, los cadáveres
y el rastro del ser sin luz. El ceño de Brewersen se fue frunciendo según avanzaba mi relato,
prestándome cada vez más atención. Cuando acabé, eché mano del morral y puse el cofre sobre la mesa. Antes de que el mercenario pudiera decir nada, seguí hablando.
—Alric, he venido hasta aquí con un solo objetivo. Quiero contratarte. En este cofre se encuentra el dinero que el pueblo de Norringe ha ido ahorrando a lo largo de los años, empleándolo en casos de necesidad, en situaciones como esta —abrí la tapa y le mostré el interior—.
Es una pequeña fortuna, suficiente para retirarte por el resto de tus días. Lo único que quiero
es que me ayudes a encontrar a esa maldita criatura. Ni siquiera te pido que la mates, únicamente que me acompañes tras su pista, en dirección al sur. Tú conoces mejor que yo el mundo,
y necesito alguien que me guíe. ¿Qué me dices? ¿Te interesa?
Brewersen miró el contenido del cofre, y después me miró a mí. Se pasó la mano por la
barba, con aspecto de sopesar los pros y los contras. Luego suspiró, negó con la cabeza y, alargando el brazo, cerró el arca.
—Guárdate ese dinero, chaval —extendí mis manos en señal de suplica y balbuceé una
queja, pero Alric me cortó en seco, haciendo un ademán para que me callara—. Una venganza
así es peligrosa, es una insensatez —se levantó de la cama y, echando mano de la espada y el
cinturón, que colgaban de un clavo en la pared, se dirigió hacia el armario que contenía sus
pertrechos—. Conserva el dinero, lo necesitaremos por el camino. Encontraremos a esa sabandija de negro y le enseñaremos a meterse el fuego por donde le quepa. Prepárate, salimos
en una hora.
Y de esta forma dieron comienzo mis famosas aventuras al lado de Alric Brewersen.
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RUBÉN POZO VERDUGO
Nº4 Mayo ‘12
HISTERIA
por Rubén Pozo Verdugo
El oscuro pasado que se esconde tras las pesadillas. Una mujer inquietante y otro día
lleno de dificultades para Jack. El psiquiátrico que irradia locura y terror abre de nuevo
sus puertas para ti. ¿Te atreves a entrar?
L
entamente se abrió la puerta de madera seguido del sonido inconfundible de los goznes
chirriantes. En el interior de la habitación, la oscuridad lo dominaba todo con mano de
hierro sumiéndolo bajo un tupido velo de incertidumbre.
—¿Hola? ¿Hay Alguien? —preguntó asustado a las tinieblas, recibiendo como respuesta su
propio eco.
Alargó la mano, palpando con insistencia aquella pared rugosa como si se tratara de un nuevo
socio en el club de los invidentes; cuando de pronto, notó algo que le resultaba familiar, su tacto
a plástico barato y su inconfundible forma provocaron que casi inmediatamente lograra dibujar
el objeto en su mente. “Ya te tengo”, pensó para sí mismo.
Activó el interruptor e inmediatamente se encendieron las luces de la entrada de su pequeño
apartamento. Una de ellas parpadeaba, incesante y molesta. “A ver cuando cambio esa estúpida
bombilla”.Atisbó el polvo en suspensión que le resultaba bastante molesto pero sin duda eran ya
parte de la casa, al igual que podría haberlo hecho cualquier mueble.
—¡KATTY!¡MOLLY! —gritó—. ¡¿Qué cojones pasa en esta casa?! ¡¿No hay nadie?!
Entonces, a través de la penumbra del pasillo, vio el movimiento rápido de un pequeño cuerpecito seguido de una carcajada fina y delicada como un pañuelo de seda. El hombre esbozó una
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HISTERIA
sonrisa y se dirigió hacia la oscuridad del pasillo.
—Molly, cariño. Sé que eres tú, te acabo
de ver correteando por el pasillo —dijo en un
tono juguetón—. ¿No vas a saludarme?
Aventurándose por el pasillo, el hombre siguió la dulce risa de su hija, que constituían
un rastro inconfundible, como unas tiernas
miguitas de pan. Cuando la penumbra pasó
a ser oscuridad y la densidad de esta no le
permitía atisbar nada, este alargó el brazo y
activó otro de los interruptores que había por
el pasillo, ya que había estado tantas y tantas veces allí que prácticamente conocía su
ubicación exacta.
Al encenderse las luces seguido del tintineante sonido de los halógenos, se presentó
ante él una estampa que consiguió helar su
sangre y erizar cada poro de su piel. Las paredes estaban todas manchadas de sangre y
un espeluznante rastro se dirigía por el pasillo hasta la puerta entreabierta del dormitorio principal.
—Oh Dios mío… —fue lo único que acertó
a pronunciar—. Joder… ¡¡¡KATTY!!! ¡¡¡MOLLY!!! —gritó mientras se dirigía raudo y veloz a través del pasillo, siguiendo el rastro de
sangre hasta el dormitorio principal.
Una vez recorrido todo el pasillo, empujó
la puerta como lo habría hecho un jugador
de rugby. Esta salió despedida violentamente, produciendo un gran estruendo al chocar
contra la pared.
Sus ojos se abrieron tanto que parecía que
en cualquier momento se deslizarían y caerían al suelo, dejando en su lugar dos oscuros y húmedos pozos. Su piel se erizó todavía
más y una gota de sudor frío recorrió su frente. Su cuerpo estaba paralizado por el miedo
y sentía como sus piernas temblaban involuntariamente, como si fuera el producto de
pequeñas descargas eléctricas.
Ante sus ojos atónitos se encontraba la
cama y, sobre ella, los cuerpos desnudos, desmembrados y mutilados de Katty y Molly.
Bajo los firmes pechos de Katty, ahora
manchados del vital y bermellón líquido, se
encontraba su vientre abierto, del cual brotaban los intestinos, más parecidos a sanguinolentos cables de alta tensión. La mirada del
cuerpo era aterradora y sus ojos estaban fijos
en el infinito con un rictus de pavor.
El cuerpo de Molly, frágil y tierno como
solo puede ser el cuerpo de una niña estaba
empapado en sangre, uno de los brazos había
desaparecido y se encontraba brutalmente
destripada, igual que su madre.
Entre la dantesca escena y aquel hombre
se encontraba una niña. Esta se hallaba mirando la macabra escena con mirada perdida. Su vestido lucía un aspecto antiguo, sin
embargo parecía de recién comprado. Su cabello era brillante y dorado como hilos de oro
que caían sobre sus hombros, y sostenía una
preciosa rosa roja en la mano. Lentamente,
fue levantando la mano en la cual sostenía
aquella brillante flor, señalando a un punto en la habitación donde se encontraba un
hombre girado contra la pared. Éste sostenía
un largo y afilado cuchillo manchado con la
sangre inocente de aquellas personas a las
que siempre había amado, mientras movía el
tronco con un movimiento repetitivo y oscilante, como lo haría un metrónomo.
—¡TÚ! —gritó el hombre con vehemencia
mientras se dirigía hacia él con los ojos llenos
de ira y lágrimas.
—Tenía que hacerlo. No pude evitarlo. Ella
me dijo que lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera. Me dijo que no eran buenas conmigo.
Intentaban traicionarme. Ella me dijo que
lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera… —
era lo único que manaba de la boca de aquel
hombre con el cuchillo en la mano, mientras
seguía con aquel movimiento armónico e imperturbable.
—¡Te voy a matar hijo de…! —Su corazón
se paró en el instante en el que giró violentamente al hombre y pudo ver su rostro. En ese
momento se dio cuenta de que aquel rostro
era el suyo.
—Ella me dijo que lo hiciera…
Un potente zumbido inundó su cabeza de
golpe. La escena parecía ahora un lienzo re-
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RUBÉN POZO VERDUGO
cién pintado al que se le ha rociado con un
cubo de agua. Notaba como su corazón latía
con una vigorosidad y rapidez pasmosa.
Entonces fue cuando vino el grito.
Abrió los ojos violentamente, de ellos irradiaba una ira desmesurada que sería capaz
de atemorizar al mismísimo diablo. De sus
pulmones salía aquel cálido aire transformado en un grito gutural y desgarrador. Intentó
levantarse pero descubrió que estaba atado
de pies y manos a una camilla. Su desconcierto era total y su raciocinio se había perdido por los laberintos de su mente. Mientras
tanto, él seguía gritando y zarandeando con
fuerza la camilla, intentando liberarse.
De pronto, la puerta de aquel diminuto antro se abrió de repente y, como por arte de
magia, comenzaron a entrar más y más enfermeras que acabaron inundando la sala. La
mayoría se pusieron a su alrededor intentando evitar las violentas convulsiones para poder administrarle un sedante, pero sin éxito.
Apenas había pasado un minuto cuando
apareció un hombre. Este era alto aunque de
complexión normal. Tenía pelo negro como un
pozo de brea y sus ojos azules como un cielo
sin nubes eran preciosos, casi hipnóticos. Entonces, una de las correas cedió, liberando su
brazo. Este agarró a una de las enfermeras
por el cuello, apretando con todas sus fuerzas
cuando aquel muchacho saltó sobre su cuerpo. Al liberar a la joven, aquel hombre al cual
no había visto desde que estaba allí encerrado le propinó una inyección en el cuello.
Notaba ahora el líquido fresco circular por
su torrente sanguíneo, sintiendo una desagradable sensación. Luego no tardó en sentirse desorientado y relajado por igual. Por
último fue forzado y empujado a los brazos
de Morfeo gracias al sedante, hasta que desfalleció.
jugaban en el aire, haciendo acrobacias casi
imposibles. Agarró su vaso, redescubriendo
que había acabado hace poco con el café. Algo
angustiada se levantó y dirigió hacia la barra
autoservicio, donde en una esquina se encontraba la cafetera. Mientras dirigía sus pasos
hacia allí descubrió a un hombre entrando
rápidamente dentro de aquella estancia. Su
pelo oscuro como la noche más aterradora y
aquellos fulgentes ojos azules la cautivaron
de inmediato. No reconocía su rostro, y a juzgar por su mirada perdida, debía ser nuevo
en el lugar.
—Los bollos salen del horno a las ocho, esta
cafetera endemoniada empieza a escupir ese
ardiente sucedáneo de café a los cinco minutos antes de salir los dulces, llegas tarde a tu
primera sesión de grupo y yo me llamo Eva,
encantada.
Jack quedó perplejo ante el aluvión de información que acababa de recibir de aquella
mujer a la cual no había visto nunca y que
lo trataba con una confianza que casi podía
tacharse de demasiado familiar. Miraba la
figura de aquella mujer. Su esbeltez estaba
escondida bajo aquella holgada bata blanca
que mucho dejaba a la imaginación; su pelo,
corto y castaño no llamaban la atención realmente, hasta que descubrió sus ojos. Como
si jamás hubiera visto unos, centró toda su
atención en ellos. Aquel pálido tono azul había llamado su atención como una luz sobre
una luciérnaga.
—Esto…yo…tengo que…
—“Reunión de grupo”. Ala Oeste, habitación 302. Llegas diez minutos tarde y cuando
acabes pásate por aquí, te estaré esperando.
—Jack seguía sin salir de su asombro y en su
cara se gesticulaba un rictus de incredulidad.
—Esto… Gracias —dijo antes de salir corriendo a través del pasillo.
II
Un intenso aroma a café y bollería fresca
impregnaba cada rincón de aquella cafetería.
Eva miraba casi hipnotizada por la ventana, observando como una pareja de pájaros
III
El murmuro del aire acondicionado dominaba aquella pequeña habitación. Hacía
treinta minutos que Jack Mauler había entrado y había comenzado la sesión de terapia
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en grupo. Ésta consistía en que cada uno de
los diez que allí se encontraban comentaran
sus inquietudes y miedos además de compartirlo con el resto del grupo, para así empatizar y dejar atrás sus temores e inquietudes.
Él había estado apuntando primero con ímpetu todo aquello que manaba de la boca de
aquellos dementes, para luego pasar a apuntar con desdén no más de tres palabras por
persona.
Jack se encontraba con la mirada fija en un
objeto en particular de la habitación, cuando
el sonido de una de las sillas al arrastrarse
provocado por el último de los pacientes que
iba a exponer sus problemas rompió el hechizo que le tenía cautivado.
—Ho…ho…hola. Soy Steve.
—Hola Steve —contestaron todos los pacientes al unísono.
—Tengo que deciros que anoche soñé nuevamente que intentaba follarme a Glory, la
chica de mantenimiento. Ella tenía… —Jack
dejó de prestar atención casi desde el principio a sus estúpidas palabras inconexas, volviendo a mirar con fascinación aquel objeto.
Se trataba de una de las sillas. Al entrar ya
se había dado cuenta, pero no fue hasta casi
la mitad de la sesión cuando se puso a divagar sobre quién se tendría que haber sentado
en aquella silla vacía. La única de las diez
que permanecía sin huésped. “¿Podrá ser del
hombre de anoche?”, se preguntó mentalmente a sí mismo. “¿Sería él la persona que
tendría que estar ahí sentada, contándome
su vida?”.
—…entonces la apuñalé por la espalda!!
Y luego me masturbaba mientras veía como
bajo ella se hacía un charco de sangre cada
vez más grande y más grande y más…
—¡Steve! —interrumpió Jack de inmediato—. Gracias, creo que ya es suficiente. Puedes sentarte. —Una vez sentado aquel hombre, Mauler se levantó—. Bueno, la sesión
por hoy ha finalizado. Gracias por vuestra
sinceridad y comprensión. Gracias a vosotros por haberme acogido tan bien desde el
primer día y, sobre todo, gracias por abriros
conmigo; eso hará infinitamente más fácil mi
trabajo.
—¡TRABAJO! ¡PALABRAS TERMINADAS EN —AJO! —gritó un hombre alto y
delgado de semblante quijotesco—. ¡ABAJO!
¡BADAJO! ¡CUAJO! ¡ESTROPAJO! ¡YERBAJO! ¡ESPUMARAJO!...
—Podéis salir cuando queráis —dijo mientras mostraba una sonrisa ahogada en su
rostro—. Nos vemos el martes.
IV
Jack circulaba por los pasillos a paso ligero dirigiéndose hacia la cafetería. Observaba
con meticulosidad cada ínfimo detalle, para
poderlo usar más tarde como referencia y no
perderse en aquel laberinto con forma de palacete.
“Recuerda, al ver el cuadro de American
Gothic, a la derecha”, pensó al contemplar la
obra, observando los ojos del granjero como si
le persiguiera con la mirada. “
—Luego, azulejo roto del suelo, izquierda y
luego derecha —murmuró en voz muy baja,
casi un susurro—. He de fijarme en otra cosa,
si no el día que arreglen el azulejo y aún no
recuerde el camino estaré vendido —dijo antes de encontrarse y abrir la puerta de la cafetería.
Al abrirla de par en par solo encontró ante
sí el hedor a sudor y largas mesas vacías de
comensales, salvo una. En esa mesa, junto a
la ventana enrejada, se encontraba aquella
chica con la que había estado charlando fugazmente aquella mañana. Ésta se percató
de su presencia y le hizo un ademán para que
se aproximara. Jack primero se acercó a uno
de los frigoríficos de puerta acristalada y sacó
un par de botellines de cola y se dirigió hacia
la mesa.
—Hola, temía que no estuvieras por aquí.
No tuve ocasión de presentarme en el desayuno, soy Mauler, Jack Mauler.
—Lo sé, no se hace otra cosa que hablar de
ti y de tu hazaña ayer con Trece.
—¿Con…quién?
—¿No lo sabes? Bueno, tampoco me extra-
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ña. Trece es el psicótico perturbado que tenemos alojado en la celda número trece. Lo
encontraron en estado de shock y cubierto de
sangre en su apartamento. Había apuñalado
y destripado a su mujer y su hija a sangre fría
y según decía “Se lo había dicho una niña”.
No recuerda nada desde que entró aquí, ni
su nombre, ni su edad, ni donde viene. Nada.
—¿Has dicho…una niña? —preguntó Jack
intrigado después de pegar un trago largo de
su refresco.
—Sí, bueno. Al menos fue lo que él dijo.
Pero…
La frase de Eva quedó incompleta al abrirse las puertas de la cafetería. Entraba el Doctor Tucker. Su cara y unas marcas en el lado
derecho del rostro desvelaban que no hacía
mucho que acababa de despertarse. Se dirigía dando pasos indecisos, como un zombie,
hacia la máquina de café.
—¡Mierda! —dijo enfurecida pero en un
tono muy bajo—. El Director Tucker. Tendría que estar pasando consulta —dijo para
sorpresa de Jack—. Si te pregunta algo, tú
no me has visto. Nos vemos más tarde, o esta
noche, o mañana, o algún día.
Eva se levantó agachada, como si se tratara de un experimentado hombre del ejército,
y se lanzó a la carrera hacia la otra parte de
la cafetería. Mientras tanto, Jack contemplaba expectante aquella cómica huida, digna
de cualquier película de humor barata viendo como su figura se perdía tras una de las
puertas. El tacto de una mano fría y arrugada en su hombro le sobresaltó. Se trataba de
Tucker, que se sentó justo frente a él, donde
antes se encontraba Eva.
—Buenos días, doctor Mauler. ¿Cómo ha
ido su primera sesión en grupo? ¿Se han portado bien los chicos?
—Buenos días, doctor Tucker. Los pacientes se portan bien, dentro de sus posibilidades, claro está. Aunque aún no estoy acostumbrado al trato con ellos estoy seguro de
que en breve ya tendré más confianza con
ellos.
—Me contaron su pequeña hazaña de ano-
che, muy bien. Ese es el espíritu competente
que quiero en este centro. Iniciativa. Enfrentarse al toro por los cuernos, como hizo usted
con Trece. Poca gente es capaz de ello.
—¿Por qué lo dice? Estaba atado, no tiene
ningún mérito.
—Ese hombre rompió con fuerza bruta una
de las correas y casi le parte el cuello a una
de las enfermeras, señor Mauler. No muestre
esa falsa modestia. Ese hombre es peligroso
incluso atado. Fue entrenado para ello.
—¿Fue entrenado? Creía haber oído que
ese hombre no tenía pasado, o al menos, no
lograba recordarlo. ¿Cómo puede usted decir
eso?
—Hay que ser observador, mi joven amigo.
La mente no es el único que nos dice de dónde
somos y a dónde vamos. El físico es importante. Ese hombre tiene una fuerza extraordinaria para su complexión física, aparte de
otros rasgos identificativos. ¿No se ha dado
cuenta?
—No he tenido el placer de estar mucho
tiempo con él, doctor.
—Pues fíjese bien, Mauler. Tiene un tatuaje de los Navy SEAL en la espalda con
un número de identificación grabado debajo.
Ese tatuaje únicamente los tienen los que
han pertenecido o pertenecen a dicho cuerpo.
Creo que debería hacerle una visita. No tiene
desperdicio.
—Sí, eso haré —dijo mientras se levantaba
de la silla repentinamente—. Y ahora mismo,
he de recuperar el tiempo perdido.
Jack se despidió del doctor Tucker con un
fuerte apretón de mano. Mauler se giró y comenzó a andar por la cafetería cuando su jefe
le dijo:
—Una cosa más. Nunca atraviese la línea
amarilla.
V
Las enormes rejas se deslizaban a través
de las guías semioxidadas del suelo. Al entrar en la sala, pudo contemplar ante él un
largo y enorme pasillo. Había desnudas puertas metálicas a ambos lados del corredor, y
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HISTERIA
apenas un ojo de buey permitía mirar en su
interior. Una línea blanca separada un metro
y medio de la puerta constituía una frontera
moral que no debía ser cruzada e irradiaba
un peligroso poder. Una vez cerrada la reja
por la cual había accedido al corredor, se dirigió a través de este, buscando la celda número trece.
“3…4…5…”,
contaba
mentalmente.
“10…11…12…”.Paró en seco ante la puerta
de hierro que había bajo un brillante y dorado trece. Atisbaba la puerta con miedo,
recordando la violencia que mostró la noche
anterior aquel hombre. Recordaba su grito
desgarrador lleno de ira. Escuchaba su corazón, bombeando sangre despiadadamente.
Se sentía mareado y comenzaba a tener nauseas, pero el deber le llamaba. Dio un par de
pasos y paró justo antes de llegar a la línea
blanca. Giró la cara y miró hacia el techo,
donde una cámara vigilaba todos sus movimientos. Jack simplemente tuvo que asentir
con la cabeza para que la puerta se abriera
automáticamente.
Ahora, ante él, se encontraba un enorme
hueco negro, casi una puerta de bajada al inframundo. De su interior manaba un intenso
olor a sudor y algo que creyó identificar como
orina a la par que un susurro ligero y repetitivo, como el piar de un pájaro. De repente,
una tétrica y mortecina luz se encendió dentro de la habitación, mostrando al hombre
que se hallaba en su interior.
Tenía una espesa barba que cubría la parte inferior de la cara. Sobre su rostro caían
los mechones de pelo largo y apelmazado. Su
cuerpo, fuerte y definido, se encontraba en
una esquina de la habitación enrollado sobre
si mismo y murmuraba unas palabras que no
llegaba a escuchar.
Al mirar al suelo, contempló una línea
amarilla perfectamente definida que dividía
el habitáculo en dos. Comenzó a recordar las
palabras del señor Tucker en el interior de su
cabeza con miedo y curiosidad. “Nunca atraviese la línea amarilla”.
—¿Hola? ¿Estás bien? Soy el Doctor Mau-
ler, encantado de conocerte.
Aquel hombre harapiento, en lugar de contestar, continuó con su rosario particular
mientras se movía como un péndulo.
—Oye, he venido a ayudarte —dijo con firmeza mientras daba un par de pasos—. Lo
digo en serio. Puedo ayudarte.
—Nadie puede ayudarme.
—Yo sí puedo, por eso he venido hasta aquí,
juntos…
Entre paso y paso, casi sin darse cuenta,
Jack ya había traspasado la línea amarilla
que le separaba del reo. Éste, como accionado
por un resorte dio un salto tremendo hacia el
psiquiatra, derribándolo.
—Tenía que hacerlo. No pude evitarlo. Ella
me dijo que lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera. Tiene que creerme por favor, tiene que
hacerlo. Ella me dijo que lo hiciera. Ella me
dijo que lo hiciera.
—¡SEGURIDAD! ¡SACADME DE AQUÍ!
De repente, se encendieron todas las luces
y el sonido de una grave y molesta alarma
comenzó a sonar, inundándolo todo.
VI
—Joder, Mauler, mire que se lo advertí. No
cruce la línea amarilla. ¡¿En qué demonios
estaba pensando?! Ese hombre podría haberlo matado si hubiera querido. Han hecho falta cinco hombres, señor Mauler, CINCO para
poder derribarle —bramó enfurecido, con
cada palabra que salía por su boca su cabeza se tornaba un poco más roja, marcándose
incluso una inmensa vena como una cañería
en la cabeza.
—Pero se veía tan frágil e indefenso que…
—¿Frágil? ¿Indefenso? ¿Se está quedando
conmigo? Parece ser que usted no recuerda el
incidente de anoche, ¿verdad? Tiene que ser
eso...
—Ya le he pedido disculpas, doctor Tucker
—dijo avergonzado—. Lo siento mucho, pasé
la línea sin darme cuenta. No volverá a ocurrir.
—Eso espero, señor Mauler. Eso espero. No
quisiera perder a alguien con tanto talento
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como usted.
La tez de Jack se tornaba cada vez más
blanca, casi como un bloque de mármol. Pensando en las palabras que acababan de salir
de la boca de su jefe.
—Eso quiere decir… ¿Qué aquí han muerto
médicos?
—¿Cómo se quedaría más tranquilo, señor
Mauler? ¿Contándole la verdad o contándole
una mentira piadosa?
—La verdad… —dijo dubitativo y poseído
por la curiosidad.
—Sí. No sería el primero ni el último que
muere a manos del ataque fortuito de uno
de los pacientes del recinto. Solo esperemos
que no suceda lo mismo que hace un año…
—añadió reflexivo, mientras desviaba la mirada hacia los volúmenes antiguos de su librería—. Vaya a su habitación. Su jornada
concluye por hoy. Descanse y no vuelva a dormirse y llegar tarde a una terapia en grupo.
—Pero… ¿Usted cómo…?
—Estas paredes tienen ojos y oídos, señor
Mauler.
VII
La penumbra reinaba en el interior de la
habitación únicamente violada por un haz
de luz que entraba por el ojo de buey. En la
misma esquina en la que lo había encontrado el psiquiatra, se encontraba él. Doblegado
sobre sí mismo, éste no paraba de gimotear,
intentando aún comprender porqué lo hacía.
Escuchó un ruido en el exterior de la celda
y rápidamente alzó la cabeza, mostrando su
rostro magullado y un colorido moratón en
la mejilla. “No ha sido nada”, le tranquilizó
pensar. Apenas había vuelto a agachar la cabeza, volvió a escuchar de nuevo otro ruido,
esta vez proveniente de aquella misma habitación.
En cuanto alzó la cabeza, pudo contemplarlo. Aquella niña, de dorados cabellos y
brillantes ojos azules le miraba con aquella
expresión tímida tras la línea amarilla.
—No te acerques…
La niña se limitó a sonreír.
—Fuiste tú, maldita hija de puta —sentenció—. FUISTE TÚ LA QUE ASESINÓ A
MI FAMILIA. —Comenzó a gritar—. TÚ ME
OBLIGASTE, TÚ, TÚ, TÚ.
La niña volvió a sonreír, esta vez andando hacia él. Cada vez que daba un paso, sus
pequeños zapatitos emitían aquel peculiar
sonido, banda sonora de museos en silencio.
—No te acerques… ¡NO…TE…ACERQUES!
Apenas la niña hubo traspasado la línea
amarilla, aquel hombre se abalanzó sobre
ella intentando derribarla y cuando apenas
quedaban centímetros para poder rozar su
frágil cuerpo, el hombre salió despedido hacia la otra punta de la habitación, golpeándose duramente contra el muro.
Aquel hombre, luchador de grandes batallas en el pasado las cuales quedaron tras el
muro del olvido, se encontraba ahora en el
suelo, llorando y quejándose por el fuerte golpe que acababa de sufrir en su espalda.
La niña se acercó paso a paso, no tenía prisa. En cuanto ella entró, la guillotina comenzó su mortal viaje.
Cuando lo tuvo delante simplemente le
miró extrañada y, con una siniestra sonrisa
en la cara, estiró su bracito ofreciéndole la
rosa que entre sus manos se encontraba. El
hombre la miró, desconcertado, para luego
mirar aquella brillante y preciosa flor. Ésta
le atraía salvajemente, como una fuerza superior que le obligaba a hacerse con ella.
Extendió el brazo y, con delicadeza, quitó
la rosa de la mano de aquella tierna niña. Él
quedó ahora absorto mirando la flor. La recordaba bien, era la que siempre veía en sus
pesadillas. La misma niña, la misma rosa, el
mismo final.
Entonces, ante la incrédula mirada del
interno, la flor comenzó a marchitarse. Sus
pétalos se desprendían suavemente desde el
extremo y caían oscuros y muertos sobre el
suelo. Entonces comenzó a escuchar aquella
risa aguda proveniente de la niña. Los cabellos de ésta comenzaron a oscurecerse, su tez
blanca y fina se volvía ahora de un tono mor-
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HISTERIA
tecino, parecida a la cera de una vela; sus ojos comenzaron a brillar de un color bermellón e
intenso.
El hombre, sin decir nada, se levantó. Su mirada se había quedado clavada en la pared que
había frente a él. Dirigió sus pasos hacia el muro y, cuando apenas quedaban unos centímetros de diferencia entre ambos, comenzó a darse cabezazos contra la pared.
La sangre brotaba vivamente de su frente, mientras que la niña le miraba con ojos crueles
y sin mostrar otra reacción que una oscura felicidad. El hombre continuaba golpeándose una
y otra vez sin mencionar palabra alguna o exteriorizar ningún dolor. De repente, todas las
alarmas se activaron, y del exterior comenzaban a oírse pasos rápidos y agitados mientras la
macabra escena continuaba en el interior de la celda.
El hombre continuaba golpeándose la cabeza hasta que, de repente, escuchó un crujir de
huesos y solo pudo dar un par de golpes más antes de caer muerto en el suelo, rodeado de su
propia sangre y mirando hacia el cielo, el lugar donde ahora se acababa de reencontrar con su
familia. Fue entonces cuando una tímida lágrima brotó de los ojos de aquel hombre, limpiando la sangre del rostro y mostrando un surco de pureza en él.
Cuando los operarios por fin lograron llegar y abrir la puerta, ya era demasiado tarde. Encontraron a aquel hombre de mirada obnubilada por la sangre y ya segado por la hoz de la
parca.
Mientras, en el jardín, una de las flores del inmenso y precioso rosal se marchitaba, dejando
caer los pétalos lacios hacia la fresca hierba impregnada del rocío de la noche.
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J. R. PLANA
ROY BURTON SIEMPRE DICE...
Nº9 Diciembre ‘12
B
por J. R. Plana
ueno, ya veis, no digo que haya estado en todas partes y que haya hecho de todo, pero sí sé
que vivimos en un planeta muy sorprendente, y que un hombre tiene que ser muy imbécil
si piensa que estamos solos en este universo, y más después de ver lo que tenemos ahí fuera. —El
hombre silba mientras se recoloca en el taburete y toca un acorde suelto en la guitarra. Camisa a
cuadros sobre camiseta y vaqueros. Podría ser un camionero, o un leñador. Francamente, podría
ser cualquier cosa—. Vaya tela, ¿eh? En fin, esto es This Life, una canción que habla de cómo
vivir la vida.
Empieza a tocar y a cantar. No tiene cables ni micrófono, y la guitarra es acústica, pero eso
no importa, puesto que el Grim´s Grill está vacío y se le oye alto y claro. Los únicos ocupantes,
además de él, que se entrega con pasión y voz cascada sobre la gastada tarima y bajo un único
y triste foco, son tres personas, dispersas por el sucio y maloliente bar de atmósfera cargada.
El primero es un hombre con una cazadora de cuero marrón, sentado en una mesa que tiene
todas las sillas encima menos la suya. Está tumbado, con la cabeza oculta sobre el brazo, y una
botella vacía tirada delante. El segundo está dos mesas más a la derecha, enfrente de la tarima,
parece un capataz de obras de carreteras, y tiene la mano extendida sobre el tablero, jugando
con un cuchillo de caza que clava entre sus dedos y bebiendo un trago de algo que parece whisky
cada vez que se corta. La tercera y última persona es una mujer, una chica rubia que bebe
Ánima Barda - Pulp Magazine
ROY BURTON SIEMPRE DICE...
y fuma sobre la barra con aspecto taciturno.
Ella desentona. No por ser guapa, ni tampoco
por los vaqueros, las botas ni la camiseta,
desentona porque parece demasiado lista
para estar allí. Y es que están en el Grim´s
Grill & Beer, la mejor parrilla a este lado
del… Bueno, eso ya da igual. Lo importante
es que es un cuchitril oscuro y mal ventilado,
dejado de la mano de Dios, donde las únicas
luces son el foco que ilumina la tarima y el
fluorescente parpadeante que está a la puerta
de los baños, donde los teléfonos públicos.
El tipo de la guitarra acaba la canción
rasgueando las cuerdas con ímpetu.
—¡Muchas gracias! Eso es todo por hoy,
próximos pases en el infierno. A partir de
mañana y para toda la eternidad.
Y se baja del escenario de un salto y con la
guitarra en la mano. Nadie parece notarlo.
Sus botas crujen sobre la madera al pasar
al otro lado de la barra, y la guitarra se queja
cuando la deja sobre ésta.
—Te invito a una copa —le dice a la
mujer—. No te importa, ¿verdad?
—No creo —responde ella.
—Entonces deja de beber eso. —Desaparece
detrás del mostrador y se oye el ruido del
vidrio al chocar y cajas arrastrándose. Su
mano surge de abajo con una botella—. Mejor
así.
Coge el vaso de ella y lo tira a un lado.
Luego saca otro y llena los dos hasta el borde.
—Por nosotros —dice él elevando el vaso.
Ella le corresponde con el mismo gesto y los
dos beben hasta apurar el vaso—. Qué mierda
más buena.
La chica asiente y le tiende el vaso. Vuelve a
llenarlos y vuelven a beber, así unas cuantas
veces, sin decirse nada más. Se limitan a
observarse con disimulo mientras vacían un
vaso tras otro.
Ella piensa que podría parecer un hombre
formal si se afeitara y se cortara el pelo, o
quizá si se hiciera una coleta. Lo que no tiene
arreglo es la mandíbula dura, que le hace
inevitablemente cara de bruto. Varonil sí,
pero bruto también.
Sólo Dios sabe lo que piensa él, aunque los
vistazos rápidos al escote de la rubia puedan
dar pistas.
—Grim era un cabrón, pero sabía esconder
el buen alcohol —afirma él intentando sacar
conversación.
—Supongo que sí. —Da una larga calada al
cigarrillo—. ¿Fumas? —pregunta ofreciéndole
con la otra mano el paquete.
—No —responde, cogiendo un cigarrillo.
—Da igual. Yo tampoco. —Le empuja el
mechero, acercándoselo—. ¿Cómo has dicho
que se llamaba él? —Con la cabeza señala
al rincón de los baños, dónde dos piernas
desmadejadas asoman por la esquina y la luz
aséptica e intermitente del luminoso deja ver
unas manchas rojas y oscuras en la pared.
—Grim.
—Grim, eso. Parece que perdió los nervios.
—Sólo cogió el camino fácil. Nunca fue muy
valiente, siempre estaba quejándose de todo.
—¿Le conocías?
—He tocado en este tugurio unas cuantas
veces, así que se podría decir que sí, conocía
al viejo Grim. Era sucio y desagradable, pero
que me despellejen si no freía el mejor pollo
de todo el condado.
La mujer asiente, pensativa. Tiene la cara
de quien no presta mucha atención.
—¿Te dedicas a esto? —pregunta, señalando
la guitarra con la cabeza.
—Eso parece. —Se pone el cigarrillo en
los labios y ofrece la mano por encima de la
barra—. Roy Burton. Músico de carretera.
—Julia. —Se dan un firme apretón.
Roy mantiene la mano agarrada unos
segundos más de la cuenta.
—¿Julia y ya está? ¿Nada más?
—De momento Julia a secas.
—Muy bien —dice, levantando las manos
en señal de rendición—. Como quieras, Julia.
¿Eres de por aquí?
—No, ¿y tú?
—Amiga, Roy Burton es de todas partes y a
la vez de ninguna. Mi hogar está donde esté
yo y esta guitarra. —Ella camufla la risa tras
un largo trago de alcohol—. Aunque suelo
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J. R. PLANA
pasar bastante por aquí. De hecho, estaba
a unos cuantos kilómetros, en Densfield,
cuando empezaron a pasar esas cosas, a
abrirse esas… esas… rajas, fajas…
—Fallas.
—Como sea. El caso es que estaba tomando
unas cervezas con Nake y oímos un fuerte
chillido. Estamos acostumbrados a oír gritos,
la gente grita por todo, pero este era especial,
era un auténtico aullido, el tipo que berreaba
tenía que estar pasándolo realmente mal.
Así que salimos afuera listos para entrar en
acción y lo vimos. Era raro, ¿sabes? Muy raro.
—Roy deja la vista perdida en algún punto
del infinito mientras sigue hablando—. La
carretera seguía en su sitio, pero había un
trozo que no. No era un agujero, porque los
agujeros tienen paredes y fondo, y suelen
estar oscuros. Esto tenía luz y no tenía
paredes. Como una ventana, ¿entiendes? —
Vuelve a mirar a Julia mientras señala hacia
los ventanales del bar—. Como esas, una
ventana, pero en vez de a la calle, a otro sitio
totalmente distinto.
—Entiendo el concepto...
—Pues eso, como ventanas. Y allí, agarrado
a los bordes con apenas la punta de los dedos,
estaba el hombre de los gritos, con el cuerpo
metido entero en ese agujero y llorando como
un bebé. Antes de que pudiéramos hacer algo,
el tipo perdió el agarre y se soltó, perdiéndose
en ese sitio. Lo que había al otro lado no era
de aquí, no sé si me entiendes. No era la
tierra. Tenía colores muy extraños, como de
una foto pasada. En fin, Nake y yo tampoco
nos quedamos a averiguarlo, salimos de
allí cagando leches. Por el camino, antes de
separarnos, vimos unas cuantas rajas más,
que se iban abriendo por todas partes: en el
suelo, en el cielo, en los edificios, en la gente.
Había un hombre que se quedó partido por
la mitad por una raja, y un edificio que se
derrumbó entero cuando se abrió una en
los cimientos. Tía, qué pasada. —Roy da
un trago y chasca la lengua en señal de
aprobación—. Cuando llegué a casa y puse la
tele y comprendí que iba en serio, que estaba
pasando por todas partes. Oí la historia de
cómo había empezado, lo del laboratorio
científico y eso, y entonces me dije: “Roy, esto
es el fin del mundo, más vale que te enteres.
Disfruta de lo que quede mientras puedas”.
Así que hice un par de cosas y me vine aquí,
a ver si conseguía comerme una buena ración
de pollo antes de palmarla. Pero el idiota de
Grim ya se había volado la tapa de los sesos.
Maldito imbécil. La verdad es que eso de
ahí fuera es una puta locura, con la gente
histérica y esas cosas cargándose el mundo.
—Roy se calla un momento para apurar el
cigarrillo—.Y tú, Julia, ¿cómo has llegado
hasta aquí? ¿Dónde te pilló todo esto?
Julia tarda en contestar, paladeando cada
palabra antes de soltarla.
—¿Te ha dicho alguien alguna vez que
hablas demasiado?
—Todos los malditos días. En serio.
—Está bien… Te lo contaré si me dejas
acabar
Estaba trabajando. Cuando las cosas se
pusieron feas, cogí lo primero que pude, lo
metí en la mochila y salí pitando de allí. Mi
coche se lo tragó una falla, así que se lo robé
a un hombre que trataba de huir cuando
una de esas criaturas lo cogió por los tobillos
y empezó a merendárselo. Luego conduje.
Conduje, conduje y conduje, esquivando
locos y fallas, hasta que el coche se quedó sin
gasolina, a un par de kilómetros de aquí y
así…
—Wow, wow, wow, un minuto preciosa,
¿criaturas? ¿Qué criaturas?
—¿Ves? No sabes escuchar.
—¡Oh, claro que sé escuchar! ¡Ese es el
problema, que he escuchado algo que no
quería saber!
—¿No has visto ninguna? ¿No? Son como
pulpos, pero con patas además de tentáculos,
y cuando aparece uno se tira sobre lo primero
que ve y empieza a comérselo.
—La leche.
—Atropellé a uno con el coche. Fue
divertido.
Los dos apuran su vaso y Roy vuelve a
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ROY BURTON SIEMPRE DICE...
llenarlos.
—No deja de tener gracia. —Julia le
interroga con la mirada—. El follón este,
digo. Mira, Julia, soy un tipo razonable. Te
lo aseguro, muy lógico y todo eso, es sólo que
he vivido algunas cosas muy poco razonables
y eso me está afectando a la jodida azotea.
Lo que está pasando es una maldita broma
del cosmos, coño. ¿No lo ves? Es una señal,
una forma de decirnos: “Os lo dije, tíos, os
estabais pasando”.
—¿De qué demonios estás hablando?
— ¿Quién no sabe escuchar ahora?
—¡Cállate y aprende a hablar!
—Pides cosas muy complicadas.
—Ya lo sé, los tíos sois así de inútiles.
—Venga, Julia, no me dirás que tiene
sentido callarse para aprender a hablar,
¿qué eres, una filosofa china o algo así? Lo
que estaba tratando de decirte es que es
una broma del cosmos que por culpa de los
de las batas, que supuestamente nos hacen
avanzar como raza, estemos ahora con el
mundo rajándose como una maldita piñata,
¿lo pillas?
—Oh, por favor, es más complicado que
todo eso.
—¿Ah, sí? Vamos, pues adelante,
explícamelo.
—Olvídalo, Roy. No quiero hablar del tema.
—¿Qué? No me jodas, ¿el mundo se está
yendo a la mierda y tú no quieres hablar?
¡Suéltalo ya y no me toques los cojones!
—¿Alguna vez te enseñaron modales, Roy
Burton?
—Mi madre era una buena mujer, una
gran mujer, y mi padre un capullo, pero me
quería. No, nunca me enseñaron modales y
tampoco quise aprenderlos, y ahora, ¿hará
usted, señorita, el favor de contarme a qué
cojones se refería con que es más complicado?
—Cielo santo, que habré hecho yo para
merecer esto en mis últimas horas.
—Nena, aún no sabes la suerte que has
tenido.
—De acuerdo, te lo contaré. —Julia respira
profundamente y suelta el aire poco a poco—.
Vamos a ver, ¿y si te dijera que yo soy culpable
de que esté ocurriendo esto?
—Te diría que eres una chica demasiado
guapa para eso.
—Roy, por favor, hablo en serio.
—¡Por favor! No me jodas, Julia.
—Escúchame, Roy, yo tengo algo que ver
en el fin del mundo.
—Estás loca… ¿Es ese tu problema?
—Soy parte del equipo científico que
trabajaba en los laboratorios donde se
organizó todo el lío.
—Está bien, está bien, parece que no estás
de broma. Voy a necesitar otro de estos. —
Aboca la botella sobre su vaso y lo llena.
Luego hace lo mismo con el de Julia—. Y creo
que tú también.
—Es todo complicado de explicar, así que
omitiré las partes aburridas. El doctor Evans
era el jefe. Estaba convencido de que había
encontrado la forma de demostrar que las
Teorías de las supercuerdas son pamplinas.
Llevaba años trabajando en ello y por fin
estaba todo preparado para llevarlo a cabo.
Bien, el experimento funcionó. Al principio.
Pero luego pasaron dos cosas: la primera,
demostró que las Teorías de las supercuerdas
son acertadas, y la segunda, rasgo el tejido de
nuestro universo, lo hizo colisionar con otros y
alteró las vibraciones de las once dimensiones,
haciendo que empezaran a abrirse fallas y
agujeros que conectan este mundo con otros
paralelos. ¿Lo has entendido?
—Creo
que
sí…
Espera…
No,
definitivamente no.
—Bah, da igual, no lo entiendo ni yo. Y
está claro que el doctor Evans tampoco lo
terminaba de coger.
—Qué cabrón. Espero que disfrutara con el
experimento.
—Ya lo creo que sí. Su cara era todo un
poema, tendrías que haberlo visto cuando
comprendió que acababa de demostrar lo que
pretendía rebatir, segundos antes de asimilar
que se había cargado nuestro universo. Luego,
el espacio se plegó a su alrededor, se le puso
la piel del revés y una falla le partió en dos.
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J. R. PLANA
Así —añade, dibujando una línea vertical con
la mano—, de la cabeza a los pies.
—Entonces brindo por él. —Roy apura
el vaso—. Y dime una cosa, esos pulpos de
los que hablas, ¿qué son? ¿Extraterrestres?
¿Seres de otra dimensión?
Julia se encoge de hombros.
—Ni pajolera idea.
—¡Ja! Muy bien, doctora, así me gusta.
Puedo llamarte Doc, ¿no?
—Realmente no tengo el doctorado, pero si
a ti te hace ilusión…
—Claro que sí, Doc, ya me dirás tú quién
va a venir a decirte lo contrario. Qué cojones,
tú serás doctora y yo puedo ser el presidente,
y a la mierda todo. ¡Brindemos! —Y vuelve a
llenar los vasos.
Se sirven hasta vaciar la botella, y se
aseguran de que no quede ni gota. También
se fuman un par de cigarrillos más.
—Así que nuestra dimensión se está
rajando por todos lados.
—Exacto.
—Qué bien. ¿Tenías hipoteca?
—Sí.
—Mira la parte buena. Ahora ya no. Ni
tampoco casa, pero eso es lo de menos. ¿Sabes
lo que suele decir Roy Bur…?
Un crujido ensordecedor les hace llevarse
las manos a la cabeza por instinto, el aire se
llena de olor a ozono y el local parece temblar.
La barra del bar se rasga de una punta a otra,
como si alguien tirara de los lados, y en lugar
de madera se ve un cielo estrellado surcado
por auroras boreales. Roy salva su guitarra
de caer al otro lado por los pelos, pero no los
vasos y la botella, que pasan a otro lado y
se pierden flotando en el aire. Julia y él se
quedan mudos de horror, mirando con los
ojos muy abiertos la enorme falla.
—Cristo y su madre. De acuerdo —consigue
decir Burton—. Es hora de largarse de aquí.
Con paso firme y ligero, Julia recoge su
mochila, Roy se cuelga la guitarra al hombro y
salen del Grim´s Grill casi corriendo, dejando
a su suerte a los dos de dentro, que parecen
no haberse enterado de nada.
Afuera, el cielo esta rojizo, surcado por
varias fallas que muestran escenarios
irreales. Las casas son bajitas y la carretera
larga, la típica calle principal de pueblo,
la que lo atraviesa de punta a punta. Un
hombre con un cartón colgado del cuello, en
el que pone “Arrepentíos”, avanza hacia ellos
esquivando coches abandonados y haciendo
sonar una campana.
—Bueno, no sé —dice Roy de repente,
mirando al loco y recuperando la
respiración—. Tampoco está mal. Quiero
decir, me siento bien. No estoy asustado, no
tengo miedo en absoluto. Me siento algo así
como… afortunado, quizá invencible. Mira la
parte buena, hay quien está peor.
—Yo también tengo una actitud muy
positiva al respecto —responde Julia. Se
oye otro crujido y un agujero se abre a unos
metros del otro hombre.
Del agujero sale un ser morado y chaparrudo,
que se desplaza con unas pequeñas piernas y
ayudándose de seis tentáculos. Su cabeza es
un bulbo enorme surcado por dientes. Corre
en línea recta hacia el hombre de la campana
y con un asombroso salto se le engancha a
la cabeza. El loco lanza alaridos mientras la
criatura le muerde una y otra vez y la sangre
le resbala por la frente.
—Oh, Dios mío, no. ¡Por favor! ¿Qué es eso?
¡No me digas!
—Ves, eso es lo que te decía. Con tentáculos.
—Tienes razón, es como un pulpo —observa
Roy, que lo mira frunciendo el ceño—. ¿A qué
sabrá?
—No sé, pregúntaselo.
—El pulpo, no el hombre —protesta—.
Seguro que sabe a pollo.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Y yo que sé. Has dicho que te quedaste
sin gasolina, ¿no? —Julia asiente—. Puedes
venir conmigo, si quieres.
—¿Y a dónde irás?
—Tampoco lo sé. ¿A dónde va la gente
cuando el mundo se derrumba?
—Supongo que a un sitio que se mantenga
en pie.
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ROY BURTON SIEMPRE DICE...
—Seguro que al parque de atracciones no.
Así que estará vacío, ¿vamos?
Roy se calla y mira fijamente a Julia,
frunciendo el ceño. Casi se pueden oír los
engranajes crujir en su cabeza.
—Estoy pensando… Has dicho que esas
rajas son como portales a otros planetas, ¿no?
—Dimensiones. A otras dimensiones.
—Me da igual, el caso es que la gente que
las atraviesa aparece en otros lugares.
—Supuestamente sí…
—De camino aquí —dice, señalando al
principio del pueblo—, he visto un agujero
apartado del camino, en el campo. Estaba a
pie de suelo, abierto ahí en medio, entre los
matorrales, como una puerta. Al otro lado se
veía un paisaje más o menos agradable.
—Estás loco…
—¿Tienes algún plan esta tarde?
—Roy…
—Atravesémoslo. Metámonos en esa jodida
falla, y a ver dónde aparecemos. Total, no
puede estar peor que esto.
Julia va a replicar, pero se queda callada.
Mira al pulpo, que va ya por la cintura
del hombre. Una pierna se sacude con un
espasmo. La campana tintinea al masticarla,
aún agarrada por la mano.
—Tienes razón, aquí ya no hay mucho más
que hacer.
—Esa es mi doctora. Ve subiéndote a la
burra, voy a entrar a por unas cosas.
—¿La burra? —Julia echa un vistazo en
derredor hasta que se fija en una enorme
Harley Davidson que hay aparcada junto al
Grim´s Grill—. ¿Has venido en eso?
—Sí —responde entrando en el restaurante
con la guitarra en el hombro—. ¡Súbete y
mantente alejada del bicho!
Julia mira con aprensión al pulpo, que se
está terminando los pies. Se coloca la mochila
al hombro y se acerca a la motocicleta. Es
negra, con una calavera pintada en un lado
y dos alforjas colgando detrás. Se acerca a
curiosear, preguntándose qué clase de cosas
lleva un músico en las alforjas de la moto.
Son de cuero y con chorreras, con un ancho
enganche metálico. Julia agarra el enganche
de la que está en el lado derecho y lo abre.
Un vuelco sacude su corazón cuando reconoce
la culata oscura de una pistola, que asoma
entre varias cajas con balas pintadas. Deja
caer la solapa y se aparta de la motocicleta.
¿Por qué lleva Roy una pistola? ¿En qué lío se
está metiendo?
No tiene tiempo de pensar más, pues se
oye la puerta del restaurante al abrirse y los
pasos de las pesadas botas de Roy, que en
seguida aparece doblando la esquina.
—Arrancando.
Lleva puesta una cazadora de cuero marrón
que a Julia le resulta vagamente conocida.
Además de la guitarra en la espalda, en la
mano derecha sujeta una escopeta recortada
de dos cañones que tiene una salpicadura de
sangre en la boca, un par de cajas de cartuchos
bajo el brazo y dos botellas de alcohol en la
izquierda.
—¿Qué has cogido? —pregunta Julia,
incómoda con el descubrimiento del arma.
—Algunas provisiones para el camino. —Se
aparta la cazadora y deja a la vista un enorme
cuchillo de caza sujeto al cinto con su funda—.
Esto, para trinchar pavos. —Llega hasta la
Harley y abre la alforja izquierda—. Esto,
por si nos encontramos más como ese —dice,
enseñando la escopeta y señalando al pulpo
con la cabeza—. Grim no la va a necesitar
más. —Mete la escopeta y los cartuchos en
la alforja, la cierra y abre la otra—. Esto —
dice levantando las botellas—, por si se nos
tuerce el plan y hay que improvisar algo para
alegrar la fiesta.
Al meterlas dentro la pistola queda más a
la vista, y Julia aprovecha para preguntar,
haciéndose de nuevas.
—¿Y eso? —Señala al arma.
—Ya estaba aquí cuando llegué. Nos será
útil —contesta Roy subiéndose a la moto—.
Esa cosa está empezando a mostrar interés
en nosotros, más nos vale ponernos en
movimiento.
—¿No es tuya la moto? —pregunta Julia
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subiéndose a la Harley al ver que el pulpo comienza a moverse hacia ellos, dejando un rastro
de restregones rojos en el suelo.
—Se la devolveré algún día.
—¿Igual que el cuchillo y la cazadora? —Roy hace rugir la Harley y Julia pasa instintivamente
los brazos agarrándole.
—Nena, hazme caso, no creo que vayan a necesitarlo más.
—¡Se lo has robado!
—Bueno —contesta él arrancando la moto y acelerando—, nadie es perfecto.
La Harley embiste al pulpo, que sale despedido despachurrándose contra un coche cercano.
Todo se llena de sangre y baba morada.
La motocicleta resuena por el pueblo desierto como el bramido de un gigante, tanto que Julia
teme que el mundo se rasgue aún más sólo por eso. Se agarra a Roy con fuerza cada vez que él
da un acelerón, y él responde riendo y dando más gas a la Harley.
Recorren la calle y salen del pueblo. La carretera se pierde en la distancia, atravesando
la llanura y escondiéndose tras las montañas del horizonte. Al poco, Julia ve a un lado de la
carretera la falla de la que ha hablado Roy. Efectivamente, está a ras de suelo y lo que hay al
otro lado resulta menos amenazador que un cielo lleno de auroras boreales.
—Ya llegamos —dice Roy.
Frena la motocicleta y encara al agujero.
—Roy, ¿estás seguro?
Éste se gira un poco, lo suficiente para ver parte del rostro de la doctora, que mira la grieta
con clara inquietud. Un acelerón rugiente de la moto es toda respuesta por parte de Burton, y
el universo decide que es buen momento para empezar a abrir agujeros alrededor de la pareja.
El suelo tiembla y se empiezan a oír crujidos, el sonido de la realidad al rasgarse. La Harley
vuelve a ponerse en movimiento, dando un brusco salto cuando pasa del asfalto a la tierra, y
dejando tras de sí la marca negra de goma de neumático.
Julia grita y se sujeta a Roy, y él acelera más. La falla cada vez está más cerca. Otra se abre
sobre sus cabezas, mostrando un universo de objetos flotantes y criaturas que levitan, y una
unos metros por delante, a la derecha, en la que se ve una gigantesca montaña azul que vomita
piedras.
—¡Roy, nos vamos a matar! —vocifera Julia, totalmente asustada.
—¡Ja! —responde Roy por encima del ruido del motor—. ¿Sabes lo que siempre dice Roy
Burton en un momento como este?
—¡¿Qué?! ¡¿Qué estás diciendo?!
—¡Roy Burton siempre dice a la mi…!
Con un zumbido y una violenta succión, la Harley desaparece dentro de la falla, un segundo
antes de que esta se pliegue en dos y desaparezca.
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DETENIENDO FLECHAS
CON BALAS
Nº4 Mayo ‘12
por Juanjo de Goya
Una misteriosa rueda de prensa ha convocado en Londres a medios de todo el globo. Los
periodistas están inquietos e intrigados por el secretismo con el que se les ha citado, pero
ni uno solo se imagina las consecuencias de lo que están a punto de retransmitir en directo para el mundo entero.
E
n unos minutos tendrá lugar la enigmática rueda de prensa que ha emplazado a cientos
de periodistas de todo el mundo en la sede central de la EMA. Allí se encuentra en directo
nuestra enviada especial, Coraline Johnson. Muy buenos días, Coraline. ¿Se conoce ya el motivo
por el que la Administración de Magia ha convocado a los medios internacionales?
Micrófono en mano, una mujer de larga melena negra ataviada con un ceñido jersey gris de
cuello vuelto, con el que se intuía su esbelta silueta, apareció en pantalla, sucediendo a su compañero en plató.
—Buenos días, Robert. No tenemos ni una sola pista; la causa sigue siendo un misterio. En la
sala de conferencias en la que nos encontramos los más de cuatrocientos periodistas acreditados
circulan rumores acerca de un posible descubrimiento de suma importancia del Instituto HADA
sobre el origen del control de los elementos, pero no hay nada confirmado. Lo único que sabemos
a ciencia cierta es que en la rueda de prensa participarán al menos ocho personas, ya que se
han dispuesto micrófonos, vasos y botellas de agua para ocho conferenciantes. No hay nombres
ni identificaciones, por lo que no podemos determinar quiénes serán. La EMA está dirigiendo
el asunto con suma discreción y parece que ha conseguido su propósito, manteniendo el secreto
hasta el último momento.
La imagen volvió a plató, donde el apuesto presentador del informativo, con un traje negro,
camisa blanca y corbata, tomó el relevo.
—Seguimos la información de cerca y volveremos a dar paso a nuestra compañera Coraline en
la sede de la EMA en cuanto haya novedades.
Sin dejar de mirar el televisor portátil que sujetaba con la mano izquierda, Roy hizo un gesto,
simulando una tijera, uniendo los dedos índice y corazón de la mano derecha.
—Perfecto, Cora —dijo—. Estamos fuera.
Adam bajó la cámara y se frotó el hombro.
—¿Cuánto falta para la siguiente conexión, Roy?
Ánima Barda - Pulp Magazine
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JUANJO DE GOYA
Roy era el realizador de exteriores de los
informativos de la cadena de televisión Real
Vision Network (RVN), un pequeño canal
que acababa de lanzarse a la aventura de la
televisión por cable en Estados Unidos. Se
encargaba del control técnico y de la coordinación entre la unidad móvil y el estudio.
Pasaba de los cuarenta, su incipiente calvicie
lo demostraba, y estaba considerado como un
gran profesional.
—Saldremos en cuanto comience esto. Si es
que empieza de una puta vez.
La rueda de prensa discurría ligeramente
retrasada. La EMA (European Magic Administration ‘Administración Europea de Magia’) había programado el inicio para las doce
del mediodía, pero ya pasaban treinta minutos y ningún portavoz había aparecido para
explicar por qué.
—Esto es muy raro. Se traen algo gordo entre manos —dijo Adam mientras anclaba la
cámara al trípode fijo—. He grabado muchas
ruedas de prensa de la EMA, y nunca antes
se habían salido del horario estipulado. Son
bastante serios con este tipo de cosas.
Adam era un operador de cámara relativamente joven, rondaba los treinta y pocos,
pero tenía mucha experiencia. Llevaba trabajando desde los dieciocho y había pasado
por varias cadenas de televisión antes de llegar a la RVN.
—Será una tontería, como siempre. Y espero que no dure mucho. A las dos tendríamos
que estar grabando en Hyde Park para salir
en el informativo de las tres —añadió Roy.
—¿Qué se nos ha perdido allí? —preguntó
Cora, interesada por el siguiente desplazamiento, jugueteando con el micrófono.
Acostumbraba a salir del estudio sin conocer el plan que la cadena tenía definido para
las noticias del día; desconocerlo hacía mucho
más ameno y excitante su trabajo. Algunos la
tachaban de poco profesional, pero Roy se lo
permitía. Era su jefe inmediato, y mientras
las conexiones en directo o las grabaciones
salieran como Roy quería, no había por qué
discutir. Llevaban casi un año trabajando
juntos y no habían tenido ningún problema
hasta el momento. Pese a que Cora era una
recién graduada en Comunicación, y sólo tenía veinticinco años, se desenvolvía como si
llevase trabajando en ello toda su vida.
—Esta mañana la policía ha reportado un
asesinato. Al parecer, alguien al que aún no
se ha identificado mató a una corredora ayer,
antes de medianoche.
—¿Cómo ha sido?
—Magia.
—¿Otro? ¿Cuántos van ya?
—Ni se sabe.
—¿Y cómo ha sido?
—Le llenaron los pulmones de fuego.
—Jesús.
Tras años de profesión, un periodista terminaba por insensibilizarse ante las noticias
más dramáticas y crueles. Era fundamental
no implicarse personalmente; de otro modo
se perdía la objetividad. Sin embargo, Coraline aún sufría cuando tenía que cubrir asesinatos. Aunque lamentablemente ocurrían
con frecuencia.
—Hay mucho loco suelto —dijo Adam—. El
mundo cada vez está peor.
—Haremos un par de tomas del lugar exacto, y a ver si grabamos algunas opiniones.
Imagino que se habrán acercado unos cuantos curiosos.
La sala de conferencias estaba abarrotada.
Las cámaras ocupaban los pasillos laterales
y toda la parte de atrás. El pasillo central debía quedar libre para el tránsito. El equipo de
RVN contaba con un lugar privilegiado, justo en el centro, con un encuadre perfecto de
la alargada mesa colocada sobre una tarima
de madera donde se sentarían los conferenciantes que aún no tenían nombre ni rostro.
Lo habían conseguido siendo los primeros, o
casi, en llegar a la sede de la Administración.
Los más de trescientos asientos disponibles
estaban ocupados por los periodistas, pero no
había para todos y muchos se veían obligados a esperar de pie o agachados. Más de uno
había tenido que salir; el ambiente estaba
considerablemente cargado y hacía bastante
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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS
calor. Cora y Roy tenían sus butacas junto a
la cámara, centradas y en la parte trasera de
la sala, cerca de la puerta.
—Mirad, algo ocurre. Parece que ya va a
empezar —dijo Adam.
Por una entrada lateral próxima a la mesa
empezaron a desfilar los que parecían ser los
conferenciantes. Encabezando la hilera de
cuerpos estaba George Allen, actual Director
General de Administración Europea de Magia (EMA).
—Empieza a grabar, Adam —comandó
Roy.
Un fuerte murmullo se extendió por la sala.
—Realización, esto se pone en marcha
—Roy se comunicaba con el estudio de la
RVN—. De acuerdo, marcaré el directo en
cuanto comiencen a hablar.
—Dios —murmuró Adam.
—¿Qué pasa, Adam? —preguntó Coraline.
—¿Ves a aquel hombre alto y rubio? El segundo por la derecha.
—¿El que camina detrás de Allen? —murmuró Cora.
—Sí. Ese es Ancel Silberschatz, el Director
de la Agencia Americana de Magia.
—Apuesto por un comercio libre de esencia
mágica —pudo escuchar Cora en boca de un
cámara de otra cadena situado junto a Adam.
—Y el tercero es Sergey Vasiliev, Director
de la Agencia Rusa de Magia.
—Peces gordos —musitó Coraline.
Adam era un fanático de la magia y estaba
al tanto de todo lo que se publicaba al respecto. Por eso conocía los nombres y apellidos de
esos señores.
Sobre el escenario aparecieron seis hombres y dos mujeres. En silencio compartido,
fueron ocupando los lugares que parecían haber acordado de antemano. Como si se tratase de un uniforme, todos vestían de traje,
incluso las mujeres; una de ellas con falda.
—Seguro que van a anunciar la creación de
una administración de magia mundial, o algo
así —sugirió Adam en voz baja.
El runrún que se formaba con el cuchicheo
de los cientos de periodistas fue desapare-
ciendo una vez que los conferenciantes se
acomodaron en sus respectivos lugares.
—Listos para el directo —avisó Roy a través de su intercomunicador en conexión con
el estudio.
Cora retiró el capuchón de su bolígrafo y
preparó su manida libreta para tomar notas.
A su lado, Roy se perdió en la pantalla del
televisor portátil que sujetaba con la mano
izquierda. Tras el presentador del informativo se mostraba el logotipo de la EMA, así que
parecía que estaban a punto de dar paso en
directo a la rueda de prensa.
—Muy buenos días. En primer lugar, les
pido disculpas por el retraso con el que empezamos.
George Allen tomó la palabra. En seguida
su voz herrumbrosa, amplificada por los altavoces, cubrió la sala de conferencias y los
murmullos más rezagados se apagaron. Todos los objetivos y miradas se posaban en su
rostro, caracterizado por una perilla blanca y
unas superpobladas cejas que trataba de disimular con unas gafas de montura gruesa de
pasta. El traje le quedaba excesivamente justo, pero hábilmente desabrochó el único botón de la chaqueta y su prominente barriga,
aunque oculta tras la mesa, se lo agradeció.
—Permítanme que les presente a todos los
que estamos hoy aquí. A su izquierda, en el
extremo —dijo estirando su brazo derecho y
señalando a un hombre joven y enjuto con los
ojos rasgados—, Lau Kwan, Presidente de la
Administración Nacional de Magia en China.
A su lado, Thiago Valadao, Director del Instituto elemental de Brasil. —El hombre de piel
mulata y gafas redondas saludó con un gesto,
agachando la cabeza—. A mi derecha tienen
a Ancel Silberschatz, Director de la Agencia
Americana de Magia.
«Rubísimo y guapísimo», pensó Cora mientras anotaba su nombre con ciertas complicaciones al toparse con el apellido. Para ser
Director de la Agencia Americana de Magia,
Ancel parecía muy joven. Cualquiera dudaría
que tuviese más de treinta y cinco, aunque
en realidad pasaba de los cuarenta. Su ros-
Ánima Barda - Pulp Magazine
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JUANJO DE GOYA
tro era anguloso, con el maxilar y los pómulos
bien definidos, y miraba con ojos severos.
—El que les habla es George Allen, Director General de la EMA. Este caballero a mi
lado —dijo, girando la cabeza y estirando su
brazo izquierdo en dirección a un hombre
de piel pálida, se diría enfermo, casi un fantasma—, es Sergey Vasiliev, Director de la
Agencia Federal Rusa de Magia. Y el último
de los hombres de la mesa es Hideo Tetsuo,
Director de la Administración Japonesa de
Exploración Mágica.
—Joder, va a ser una bomba —comentó
Roy sin perder de vista la pequeña pantalla
del televisor portátil—. ¿Qué se traerán entre manos?
Todos los presentes estaban asombrados.
La misteriosa y enigmática rueda de prensa convocada por la EMA tomaba un rumbo
que nadie se había esperado. Hasta ahora se
conocían determinados acercamientos entre
administraciones para abrir rutas de diálogo y establecer pautas para posibles colaboraciones futuras, pero no se tenía constancia
alguna de proyectos de gran envergadura en
los que estuviesen involucradas las principales agencias de magia, obviando el Instituto
HADA, en el que toda administración que se
preciase había invertido capital. El instituto se dedicaba al estudio de las cualidades
mágicas y de las esencias que permitían utilizar los elementos, e incuestionablemente
los asistentes pensaron en la entidad. En los
rostros de los periodistas se apreciaba gran
expectación y ninguno perdía detalle del desarrollo de la rueda de prensa. Seguramente,
las identidades de las dos mujeres que faltaban por presentar arrojarían un poco de luz.
Y como ellas eran las dueñas de los únicos
rostros que aún no tenían nombre, Allen no
se demoró y prosiguió con las presentaciones.
—A su izquierda se sienta Joyce Swan
Taylor, Fundadora, Presidenta y CEO de la
compañía Ad Infinitum.
Apenas un puñado de personas en la sala
sabía que Ad Infinitum se dedicaba al desarrollo de la tecnología necesaria para conte-
ner la esencia mágica, el verdadero estado
de la materia y la parte vital de los cuatro
elementos. La tecnología con la que trabajaban era desconocida por prácticamente todo
el mundo, pero sin su existencia sería imposible vender esencias mágicas, lo que haría
imposible el uso de magia para la inmensa
mayoría de la población.
Joyce Swan Taylor poseía un elegante cuello que se acentuaba al tener el pelo recogido
en una coleta alta en la parte trasera de su
cabeza, como de hecho tenía. No era una mujer atractiva y para contrarrestarlo utilizaba
excesivo maquillaje.
Por otro lado, la mujer que estaba sentada
a su lado, en el extremo de la mesa, apenas
iba maquillada. Sus labios eran carnosos y
portaban una mueca difícilmente descifrable;
quizá estaba nerviosa. En su rostro ovalado
se marcaban las mejillas y brillaban dos ojos
de un azul clarísimo. Cuando se pronunció
su nombre, se apartó la melena castaña de la
cara recogiéndola tras las orejas.
—Y, por último, la Doctora Audrey Allaire,
miembro del Instituto HADA.
—¿Doctora? Pero si es una niña —comentó
a su compañero el periodista sentado delante
de Coraline.
—No me suena. Y eso de Ad Infinitum tampoco —susurró el otro en respuesta.
George Allen hizo una pausa, deteniéndose
a observar los rostros y las expresiones de los
presentes. Parecía impaciente por continuar,
pero concedió unos segundos a los cuchicheos
que se extendían por la sala. Después, respiró hondo y exhaló el aire muy despacio.
—Dentro de tres meses —comenzó diciendo cuando le pareció oportuno seguir—, habrán pasado treinta y cuatro años desde que
se descubrieron las esencias y el uso de magia se extendió, un hito sin precedentes en la
Historia de la Humanidad. Durante todo este
tiempo, muchos se han preguntado por qué
no hemos permitido el acceso a la magia al
común de la población y por qué solo unos pocos privilegiados se pueden permitir comprar
esencias mágicas y utilizarlas a su antojo; in-
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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS
cluso se ha llegado a dudar de la existencia
de las agencias de regulación. —Allen hizo
una nueva pausa, escrutando las caras de los
periodistas. Era consciente de que también
se encontraban allí representantes de medios
escépticos que de tanto en tanto publicaban
reportajes tratando de desvirtuar la gestión
de las Administraciones—. Como imagino
que todos ustedes sabrán, este último año ha
habido un incremento preocupante del número de incidentes provocados por el uso inadecuado de magia en todo el mundo, y dada
la situación, viéndonos incapaces de contener
la escalada de violencia sistemática, hoy, señoras y señores, les anuncio la creación del
Oficio Elemental y de la prohibición absoluta
del uso de magia hasta que la creciente amenaza sea detenida.
El rostro de George Allen se ensombreció
ante la confusión que se apoderó de la sala.
El resto de sus acompañantes en la mesa
mantenían un gesto serio. Coraline giró la
cabeza, buscando a Adam; sus ojos brillaban
con asombro. Parecía un niño pequeño que no
entendía muy bien lo que le estaban diciendo.
—Como habrán advertido, dada la presencia de mis homónimos de las principales administraciones del mundo —estiró los brazos
y miró a izquierda y derecha—, hoy será un
día importante. Anoten esta fecha como el
día en el que el Oficio Elemental comienza su
andadura en pro de exterminar el uso indebido de magia en el mundo entero.
Durante un instante, la sala al completo
enmudeció. Después reinó la algarabía.
—¿Policía anti—magia? —dijo Roy—. Me
parece que ya no vamos a tener que ir a Hyde
Park. Con esto vamos a tener semanas y semanas de programación cubierta.
—¿Pueden prohibir el uso de magia? —farfulló Coraline.
Adam estaba boquiabierto; no movía uno
sólo de sus músculos. Su mirada estaba concentrada en la cámara, que enfocaba a George Allen, quien con las manos trataba de
tranquilizar los ánimos y retomar el control.
—¿Qué labor tendrá el Oficio Elemental?
—gritó una voz de las primeras filas.
—El Oficio Elemental perseguirá y castigará el uso inadecuado de esencias mágicas.
—¿Castigará?
—¿Con qué autoridad?
—¿Quiénes formarán el Oficio Elemental?
Varias voces peleaban por ser la siguiente
pregunta contestada.
—Calma; por partes. Todas las preguntas
serán contestadas —dijo Allen para organizar a los ansiosos periodistas—. Levanten la
mano e iremos resolviendo las cuestiones una
a una.
Siguiendo sus indicaciones, unos cuantos
de los presentes alzaron su brazo.
—Usted primero —dijo George Allen, señalando a una mujer con gafas de la primera
fila.
—Tenía entendido que la compra de esencias, aunque cara, era libre. ¿A partir de ahora dejarán de comercializarse? ¿Cómo es posible? ¿Van a retirar todas del mercado?
—A esa pregunta les contestará la señora
Taylor —respondió Allen, invitando a Joyce
Swan a hablar.
Casi en un movimiento conjunto, todas las
miradas se posaron en la CEO de Ad Infinitum.
—Usando la mecánica de contención que
actualmente se emplea para comprimir y
contener esencias —su voz sonaba segura y
confiada; creía firmemente en cada una de
sus palabras—, todas las que ahora mismo se
encuentran en el mercado serán retiradas y
liberadas, volviendo así a su estado natural,
inofensivo e inservible. Ad Infinitum limitará
la producción de la tecnología de contención
al uso exclusivo del Oficio Elemental.
Los periodistas miraron con asombro a
Joyce e inmediatamente se levantaron varios
brazos.
—Usted —dijo Allen, señalando a un hombre tremendamente obeso del lado derecho
de la sala.
—¿El Oficio Elemental detendrá los crímenes mágicos usando magia? —preguntó.
—Así es —contestó Allen—. La única for-
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JUANJO DE GOYA
ma de detener a aquellos individuos que se
sirven de la magia para cometer delitos es
mediante el uso de la misma. De otra forma,
los integrantes se verían en condiciones de
inferioridad y eso podría tener consecuencias
fatales para el objetivo final, que no es otro
que erradicar el problema.
George Allen señaló con el dedo a otro hombre.
—¿Quiénes formarán el Oficio Elemental?
—El Oficio Elemental, coordinado regionalmente por divisiones y supervisado por las
administraciones de magia en cada país que
se lleve a cabo una operación, estará integrado por miembros del Instituto HADA y de Ad
Infinitum. Usted, pregunte —dijo Allen, ofreciendo el turno a una mujer.
—¿Con qué autoridad y quién pondrá los
límites a las actuaciones de los miembros del
Oficio?
—Con la autoridad necesaria —respondió
Allen—. Todas las administraciones de magia gozan de la aprobación de los gobiernos
de sus respectivos países. Los equipos de gobierno del mundo están al tanto de la creación del Oficio Elemental y de la importancia
de sus objetivos.
—Es esencial que la autoridad del Oficio
Elemental sea absoluta para erradicar el
problema al que nos enfrentamos —añadió
Sergey Vasiliev, el Director de la Agencia Federal Rusa. Tenía una voz potente, pero su
inglés estaba definido por un notable acento
ruso.
—Así termina la libertad —murmuró Cora.
George Allen señaló a un hombre que se
sujetaba el brazo alzado con la mano del otro
brazo.
—¿Y qué ocurrirá cuando la amenaza sea
eliminada?
—El Oficio Elemental será disuelto y se reestructurará la gestión de esencias mágicas
—respondió Allen.
—¿La población volverá a tener acceso al
uso de magia? —preguntó el mismo hombre.
—Depende —se apresuró a decir Allen—.
Tenemos que estudiar nuevas medidas de or-
ganización y escuchar la opinión del resto de
administraciones.
Lau Kwan y Hideo Tetsuo, representantes
de las administraciones de magia de China y
Japón asintieron al mismo tiempo.
—Su turno —dijo George Allen, haciendo
un gesto con la cabeza a una joven periodista.
—¿Hasta dónde están dispuestos a llegar
para solucionar la ola mundial de crímenes?
—Hasta donde haga falta. Hemos llegado a
una situación insostenible y como culpables
indirectos debemos actuar con contundencia
—añadió, señalando a un hombre.
—¿Qué tipo de personas formarán parte
del Oficio Elemental?
—¿Audrey? —murmuró Allen, girando la
cabeza hacia el extremo izquierdo de la mesa.
La Doctora Allaire sonrió tímidamente; parecía nerviosa. Lo más probable es que fuesen sus primeras palabras en público ante
una sala tan concurrida.
—El Oficio Elemental estará integrado por
profesionales que se han dedicado al estudio
de la magia durante al menos diez años. Solo
podrán acceder los mejores y más experimentados en el campo. —Audrey hizo una pequeña pausa para llevarse el vaso de agua a los
labios y humedecer garganta y lengua—. Que
el Instituto HADA participe en la iniciativa
es una garantía de experiencia.
—Usted, pregunte —dijo Allen, señalando
a un hombre.
—¿No creen que un anuncio de esta índole
desembocará en un aumento de la violencia?
George Allen dirigió su mirada hacia Thiago Valadao, Director del Instituto Elemental
de Brasil, y su movimiento fue acompañado
por el del resto de los presentes.
—Con efecto inmediato, el Oficio Elemental
comenzará su labor en servicio de la magia y
de su buen uso. —En su inglés apenas había
rasgos que denotasen su origen brasileño—.
No se tolerará ni un minuto más que algo tan
puro como las esencias mágicas se utilicen
para crear caos.
—Ahora mismo se están llevando a cabo
las primeras operaciones de control y restau-
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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS
ración —quiso añadir Allen a la respuesta de
Thiago Valadao.
Coraline Johnson alzó su brazo y se unió al
resto de periodistas que tenían intención de
hacer una pregunta.
—Adelante —indicó Allen a una mujer con
el pelo rizado sentada en el centro de la sala.
—¿Cuánto cuesta el Oficio Elemental y
quién o quiénes lo están financiando?
—Audrey —dijo Allen mirando a la mujer
del extremo derecho (según la perspectiva de
los medios) —, ¿me permites contestar?
Puede que Allen tuviese un afán excesivo
de protagonismo, pero la joven Doctora asintió encantada. Al contrario que el Director de
la EMA, prefería pasar desapercibida en la
medida de lo posible.
—Dado que más del cuarenta por ciento del
presupuesto es capital privado, y que sus inversores prefieren mantener su nombre en el
anonimato, no podemos revelarles cifras concretas. Pero puedo asegurarles que cada una
de las agencias de magia hoy aquí presentes
harán aportaciones mensualmente provenientes de sus presupuestos. La inversión ha
sido y será fuerte, pero la situación es límite
y hay que actuar antes de que se nos vaya
de las manos. Estableceremos las bases necesarias para que futuras generaciones puedan
disfrutar de lo que nosotros no hemos sabido
disfrutar.
Satisfecho con su respuesta, George Allen
se apoyó en el respaldo de su silla mientras
señalaba a otro periodista.
—Si ahora mismo se están llevando a cabo
operaciones, ¿cómo es posible que no se haya
sabido nada del Oficio Elemental hasta hoy?
¿Y desde cuándo lleva en marcha?
Allen dio un trago a su vaso de agua.
—Nos hemos encargado de que el programa se desarrollase en estricta confidencialidad. ¿Por qué? Bueno —el Director de la
EMA se encogió de hombros—, nos pareció
contraproducente desvelar información que
podría perjudicar al buen hacer y a los objetivos futuros: no queríamos crear falsas esperanzas. Hemos buscado evitar filtraciones y
optamos por mantener la misma política hasta el día de hoy; se ha trabajado con el personal indispensable y con severas cláusulas de
silencio. Que el Oficio Elemental germinase y
madurase en diferentes países de forma independiente nos ha ayudado a que no se hiciese
público.
Tras la respuesta, los brazos de los periodistas volvieron a alzarse. Con la cabeza, sin
articular palabra, Allen concedió el turno a
una mujer de las primeras filas.
—¿Desde dónde se coordina la acción mundial del Oficio Elemental?
—La EMA ha puesto a disposición del Instituto HADA y de Ad Infinitum, así como del
resto de administraciones de magia que lo estimen oportuno, varios pabellones dentro de
su recinto. Pero como gracias al uso de magia
los miembros del Oficio se pueden desplazar
a cualquier parte del mundo en segundos, no
es más que un punto de referencia simbólico.
Ancel Silberschatz, Director de la Agencia
Americana de magia, se aproximó a George
Allen y le susurró algo en el oído. En respuesta, él miró su reloj de pulsera.
—Al fondo, usted —dijo Allen, apuntando
hacia un hombre al final de la sala, próximo
a Roy.
—¿Por qué ahora? Desde que se descubrieron las esencias y se empezó a utilizar magia,
siempre ha habido crímenes.
A duras penas se escuchó su voz en el otro
extremo de la sala de conferencias.
—Perdone, pero desde aquí no le hemos escuchado. ¿Podría alguien acercarle un micrófono?
Inmediatamente, un chico joven en el que
nadie se había fijado entregó un micrófono a
un periodista de la última fila para que viajase de mano en mano hasta llegar al hombre que tenía el turno de palabra. El resto de
periodistas aprovechó el receso para ordenar
las notas que habían tomado. Mientras tanto, en la mesa que aunaba todas las miradas
segundos antes, los directivos cruzaron miradas e intercambiaron algunas frases que los
micros no captaron.
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JUANJO DE GOYA
—¿Ahora? ¿Se me escucha? —probó el micro el periodista.
—Perfecto. Adelante —respondió Allen.
—Preguntaba por qué se ha decidido restringir y prohibir el uso de magia ahora. Siempre ha
habido crímenes por culpa de la magia desde que se descubrió.
—Todo tuyo —dijo Allen, echándose hacia atrás.
En seguida, Ancel Silberschatz tomó la palabra.
—Desde el albor de la Humanidad nos ha interesado la magia. Somos una especie curiosa,
es algo innato en nuestra naturaleza,
y siempre hemos querido ir más allá,
buscando respuestas a preguntas incontestables. Antes no era posible más
que en los cuentos, pero ahora, bueno,
más bien durante las últimas décadas,
se han dado las condiciones ideales
para poder alcanzar uno de nuestros
más ambicionados deseos: controlar
los elementos. Actualmente contamos
con el conocimiento, la tecnología y los
medios necesarios para conseguirlo. Y,
siendo así, ¿por qué no íbamos a intentarlo? Creímos que la humanidad sería
lo suficientemente responsable como
para que se le permitiera usar las
esencias. En un principio, su uso era
muchísimo más restrictivo de lo que es
hoy y no iba mal, pero fuimos abriendo
el abanico para que más gente pudiera
disfrutar de la magia en su día a día
y la situación ha terminado por colapsarse. Queremos terminar esta etapa
y volver a empezar. —Ancel hizo una
pausa y recorrió con la mirada la sala
de conferencias de un lado a otro—.
Una vez que el Oficio Elemental consiga controlar la magia restante, solo
nosotros tendremos la llave para iniciar una gestión óptima y mucho más
adecuada de las esencias; tenemos que
pensar también en las futuras generaciones. ¿Quién sabe de lo que serán capaces dentro de cien años nuestros descendientes si les
servimos un uso eficiente y no destructivo de la magia? El Oficio Elemental es un punto de
partida que nos permitirá enmendar errores pasados. Nuestro objetivo es establecer una línea
dura de actuación y concienciar a la población de que la magia no es algo que se pueda usar sin
consecuen...
Parecía un discurso ensayado frente al espejo decenas de veces, pero se vio interrumpido por
un inoportuno apagón. La sala se quedó a oscuras, solamente iluminada por los pilotos rojos de
las cámaras apostadas junto a la puerta y algunos aparatos, como el pequeño monitor portátil
Ánima Barda - Pulp Magazine
DETENIENDO FLECHAS CON BALAS
de Roy.
—¿No hay luces de emergencia? —preguntó Roy sin perder de vista la pantalla del televisor,
donde volvía a aparecer en imagen el presentador trajeado.
Cora se encogió de hombros en la oscuridad.
—Parece que no.
—Realización —se comunicó Roy—, se ha ido la luz de la sala.
El murmullo intranquilo que se extendió precedió a un enmudecimiento absoluto cuando la
estancia sumida en la penumbra se iluminó gracias a las refulgentes llamas anaranjadas de
una inmensa serpiente de fuego que se arrastraba por el techo.
—¡Dios! —exclamó Adam.
—¡Sigue grabando, Adam! —vociferó Roy—. ¡Algo ocurre, Realización! ¡Volved aquí, ya!
El hombre fijó su mirada en la pantalla, donde casi de inmediato pudo ver cómo la serpiente
de fuego recorría de un lado a otro la sala. El grueso de periodistas entró en pánico y muchos
gritaron asustados. Una parte se levantó e intentó salir, pero el pasillo estaba bloqueado por
las cámaras y las puertas parecían cerradas.
La flamígera serpiente trazó un par de círculos y se detuvo sobre la alargada mesa de los
conferenciantes. De pronto, una voz errática y profunda pudo escucharse con absoluta claridad:
—Magia libre.
Lo último que pudo verse en pantalla antes de que la señal se perdiera fue un estallido de
fuego que bañó la sala de conferencias con una ola abrasadora.
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CRIS MIGUEL
LAWLESS TOWN
Nº3 Abril ‘12
por Cris Miguel
En Lawless Town cada vez hay más crímenes y violencia. Eve se beneficia de ello. Sólo
el dinero inclina la balanza. Eve es una cazarrecompensas
E
stoy revisando una vez más al objetivo que me han mandado que encuentre. Arrastro el
dedo en la pantalla una y otra vez, pero no cambia el hecho de que sólo haya dos tristes fotografías y un nombre. Realmente no necesito nada más, el resto lo buscaré por mi cuenta; como
siempre hago. Separo de una patada la silla de la cocina y me pongo en pie. Tengo que ir a ver a
John. Fuera está lloviendo, es habitual, me pongo el casco, eso parará algo la lluvia; el pelo que
sobresale me lo meto por la cazadora y arranco.
La ciudad, Lawless Town, está sumida en su reiterado color gris. Zigzagueo entre los coches,
es uno de los motivos por el cual tengo moto, no soy más que una sombra en el oscuro y húmedo
asfalto. Llego al apartamento de John menos mojada de lo que preveía. Me quito el casco y la
chaqueta y los arrojo de cualquier manera entre los trastos que ocupan una de las mesas.
—¡Ehh! Ten más cuidado que estás chorreando -me increpa.
Me limito a mirarle desafiante. John no es mi socio, yo no tengo socios, no cometo el mismo
error dos veces; ni siquiera somos amigos. Yo le pago y él me da lo que le pido, así de sencillo.
—Quiero que busques información sobre Tom Wallas —le digo.
—De acuerdo, ¿y quién es?
—Si lo supiera no te estaría pidiendo información.
Teclea en el ordenador durante varios minutos. No suele tardar demasiado así que deambulo
por la estancia, que es un amasijo de cables y cacharros donde lo único que sobresale son distintas pantallas.
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LAWLESS TOWN
—¡Mira! —me dice.
Al volverme para dirigirme hacia él chocó
con uno de sus trastos, el robot que utiliza
como asistente.
—¡Joder! No decías que pensaba por sí solo,
¿qué coño hace detrás de mí sin avisar?
—Los humanos también piensan por sí
mismos y tampoco avisan —intenta bromear
aunque su tono de voz va decayendo y la frase se reduce a un irónico y triste comentario-.
Te acabo de mandar todo lo que he encontrado, lo estándar: dónde trabaja, horarios, rutinas…
—Está bien ya tienes tu dinero —digo dándole a aceptar en el móvil.
—¿Por qué le buscas? —pregunta con un
atisbo de esperanza en sus ojos.
—Adios John.
En mi trabajo no hago preguntas, por eso
nunca respondo a ellas. La información es peligrosa y vincula demasiado. Saber lo justo
y necesario me permite actuar con mayor libertad, sin remordimientos; aunque éstos los
dejé hace tiempo guardados en el fondo de un
cajón junto al resto de mis sentimientos.
Ha parado de llover cuando salgo; sin embargo el cielo está tan cubierto que parece
que la noche se va a cernir sobre nosotros,
aunque no son más de las doce de la mañana.
Al llegar a casa me siento de nuevo en la
mesa de la cocina mientras espero que se materialice mi dosis nutricional de hoy, que ya
se está preparando en el microondas. Pongo
toda la información que tengo en la mesa, que
se enciende débilmente pasando del verde
desvaído al blanco electrónico. Amplío con la
yema de los dedos los horarios que ha encontrado John, echando a un lado las fotografías,
las cuales no me interesan especialmente, ya
que me basta una sólo vistazo para no olvidarme de una cara. Me levanto a por mi suculenta comida que no se aleja demasiado de
las antiguas barritas de proteínas. Saco un
vaso de uno de los armarios y me sirvo una
copa de ginebra. Me ayudará a entrar en calor y a dejar todas las sombras atrás, concentrándome únicamente en mi objetivo: Wallas.
Me vuelvo a sentar frente a toda la información, que no es muy extensa pero me servirá.
Estos casos suelen ser bastante simples y la
sorpresa es mi principal baza. Pongo los pies
sobre la silla de enfrente y me termino la comida, si a esto se le puede llamar comida, en
dos bocados. Enciendo un cigarro, la nicotina
calma mis nervios. Me recojo el pelo en un
moño suelto dejando algunos mechones rubios sobre mi cara, y me concentro para idear
la mejor manera de atrapar al señor Wallas.
Entro en el pub unas cuantas horas después. Llego pronto, sólo hay dos mesas ocupadas, me siento en un taburete al fondo de
la barra alejada del único cliente que la ocupa. Dejo el paraguas en el paragüero que hay
en un rincón, y mi gabardina negra en el perchero; ya que no sé cuánto tiempo tendré que
pasar aquí. El camarero, un robot de último
diseño, me pregunta qué quiero tomar; soy
mujer de costumbres, así que le pido un gintonic. Observo al robot, no estoy habituada a
esto, de hecho he visto muy pocos, sólo las personas más ricas y los negocios más prósperos
pueden contar con algo así; y no son muchas.
La economía de la ciudad no es muy boyante,
además cada vez hay más delincuencia, algo
que no lamento porque me viene bien para
mi trabajo. Imperan los barrios pobres o medios, por eso me encuentro tan rara aquí. En
un pub de lujo, en la manzana donde están
las mejores empresas. En este momento mi
objetivo entra por la puerta acompañado de
dos hombre más, compañeros de trabajo. Había decidido esperarle aquí, para evaluarle
antes de abarcarle, lo cual pensaba hacer en
el parking antes de que se fuera a casa. Paso
el tiempo ojeando los periódicos, aunque más
bien arrastro el dedo por la barra pasando
páginas.
Cuando veo que empiezan a apurar sus
copas, pago, pasando el móvil por el código
de barras que hay al lado de mi vaso ya vacío, y me voy. Ya es noche cerrada pero hay
más luz por las nubes, aún, abundantes en
el cielo. Los tacones de mis botas es lo único
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CRIS MIGUEL
que suena en la calle que está perfectamente iluminada, un símbolo más del barrio en
el que me encuentro. La plaza de su parking
está en el segundo piso del subsuelo, salgo
del ascensor y me dirijo hacia su coche. Estoy
en tensión, el silencio es absoluto, cojo una
de las pistolas que tengo en el muslo, debajo de la falda, más vale prevenir que curar.
Me apoyo en una columna a esperar de cara
a la puerta. El aparcamiento está desierto,
sólo queda el coche del señor Wallas, como no
espero ningún tipo de imprevisto, me enciendo un cigarrillo, sin dejar la pistola. Suelto
el humo y apoyo mi cabeza sobre la columna,
estoy acostumbrada a este trabajo, llevaba
años haciéndolo, pero la paciencia no es una
de mis virtudes y la incertidumbre me seguía
poniendo nerviosa. En estos momentos da
igual la fama que tengas, ni cuánto dinero
esté en juego, el vuelco en el estómago es el
mismo siempre.
Un grito desgarra el aire, sólo tardo una
fracción de segundo en saber de dónde proviene, de los ascensores. Echo a correr en esa
dirección. El ruido se intensifica, una pelea.
Me cago en la puta. Deseo que sean dos borrachos, pero en esta zona de la ciudad es
poco menos que probable. Abro la puerta que
limita los ascensores con el aparcamiento de
un empujón. Me quedo unos segundo contemplando la escena, mi objetivo está acorralado en la pared mientras un hombre lo tiene
sujeto por el cuello y le está pegando en el
estómago. Ha oído la puerta, pero antes de
que tenga tiempo de girarse, le doy una patada en la corva derecha, lo que le hace doblar
la rodilla y soltar a mi objetivo. Casi no tengo tiempo de esquivar el codazo que lanza al
tiempo que se gira hacia mí, pero lo hago, y
le propino una patada en el costado derecho
que había dejado desprotegido al girarse. Se
dobla ligeramente y aprovecho para pegarme
a él, golpeando en su cuello, justo debajo de
la mandíbula, y empujándole contra el suelo.
Mientras está tirado, me permito mirar a mi
alrededor, mi objetivo no está por ninguna
parte. Mierda. Salgo al aparcamiento y oigo
un coche derrapar por la curva de la rampa
que da paso al primer piso. Genial, acabo de
perder un dinero precioso. Me vuelvo iracunda para seguir pegando al que se ha interpuesto entre una cifra con muchos ceros y mi
móvil.
—¿Ha escapado? —pregunta sujetándose
el costado derecho y apoyándose en la puerta.
Mi ira aumenta y la sonrisa que tiene de
suficiencia me crispa aún más. Nuestras miradas se cruzan unos segundos, lo suficiente
para que mi único impulso sea sacar la pistola y pegarle un tiro; sin embargo cuando empuño el arma él ya no está, y me quedo sola
entre las sombras del aparcamiento con muchos fantasmas que luchan por abrirse paso
en mi cabeza.
A la mañana siguiente decido levantarme
temprano. Tras el fracaso de anoche tengo
que idear una nueva estrategia e informar
de que voy a tardar un día más. Cada día
que pasa odio más esta ciudad, hasta hace
no mucho yo era la única cazarrecompensas
de Lawless Town, o al menos siempre me daban los mejores trabajos y nunca me cruzaba
con la competencia. Está claro que eso está
cambiando… No era de extrañar, decir que
la sociedad en la que vivíamos era egoísta
era un puto eufemismo. Todos buscaban su
propio beneficio sin importar lo que le pasara
al vecino. Yo, de hecho, soy el ejemplo perfecto de ello. Una vez que te internas en el
bucle de la inconsciencia social es difícil salir, lo mejor es cerrar y tirar la llave; si nadie te importa, nadie puede hacerte daño.
Me pongo unos vaqueros cualquiera, una
camiseta cualquiera y la cazadora de cuero; y al igual que ayer me encamino a casa
de John. Esto no es tan sencillo como esperaba, así que también espero conseguir
más información que pueda utilizar. John
se sorprende al verme, no es habitual que
venga dos días seguidos. Una lluvia de preguntas cae sobre mí y demuestro lo experta
que soy en permanecer indiferente. Como
sospecho John se aburre de no obtener nin-
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LAWLESS TOWN
gún tipo de respuesta por mi parte, y en
unos minutos se calla y se pone a trabajar.
—Esto no te va a gustar —John rompe el
silencio.
—¿Qué pasa?
—Hace unas horas ha comprado un robot
guardaespaldas.
—¿Un robot guardaespaldas? ¿Qué me estás contando?
—¿No los conoces? —John teclea y me enseña la empresa que los fabrica—W.S está
creciendo mucho últimamente.
—Tengo cosas mejores que hacer que estar
navegando.
—¡Es verdad! Matar gente —le miro fijamente, pero él no despega la vista del ordenador-. Ah, no tienes de qué preocuparte, el modelo que ha comprado no es de los superiores.
Es capaz de detectar cuando hay una amenaza pero no ataca, sólo avisa a la policía.
—¿A la policía? Como si eso fuera fiable…
—digo irónicamente.
—No hay nada más que te pueda servir,
pero investigaré más.
—No, no hace falta. Con esto me sirve. Sólo
accede a las cámaras de seguridad de su trabajo.
—Eso es sencillo, son estándar. ¿Vas a ir
directamente?
—A veces los planes más simples son los
que mejor salen.
—Pues esperemos que te salgan mejor que
anoche. —me provoca sonriendo.
—Cuidadito —contesto pegándole un puñetazo flojo en el brazo-. Nadie se toma esas
confianzas conmigo.
—Al menos dime qué salió mal.
—Adiós John
Me pongo el casco y vuelvo a casa. Me cambio de ropa y me armo, llevo dos pistolas con
sus cargadores y el resto son dagas y cuchillos que llevo escondidos estratégicamente
por todo mi cuerpo. No conozco otro estilo de
vida, pero tampoco lo quiero, me gusta valerme por mí misma; aunque lo que me gusta y
lo que no hace tiempo que dejó de importar.
Llego al edificio de Wallas a la hora de
comer. Entro como si formara parte de mi
rutina, en el ascensor pulso el 8. En cuanto
se abren las puertas empieza a sonar una
alarma. Avanzo por el pasillo con paso ligero hacia su despacho. Me cruzo con varias
personas que no reparan en mí y se dirigen
a las escaleras debido al sonido incesante
de la alarma. ¿Qué está pasando? Imploro
para mí que sea John el que lo ha provocado, para facilitarme la entrada, pero en el
fondo se que no es así. No me he dado cuenta pero he empezado a correr. Sólo me faltan dos puertas. Empuño la pistola y entro
en el despacho de Wallas. Mi intuición no
ha fallado, el despacho está absolutamente
desordenado y, obviamente, no hay ni rastro
de él. ¿Cómo puede haberse adelantado otra
vez? Me dispongo a salir corriendo cuando el
ruido se intensifica y me choco con el robot
“guardaespaldas” que entorpece mi camino.
—¡Puto trasto! —le pego un tiro y salgo corriendo hacia el ascensor, pero ya sin la estruendosa banda sonora.
Lamentándome por mi estupidez y mi lentitud salgo del ascensor derribando por poco
a una mujer que estaba esperándolo parsimoniosamente. El vestíbulo está empezando
a llenarse de gente, tanto por los que han bajado al oír la alarma como por los más madrugadores que ya han vuelto de comer. Me
aseguro que las pistolas no se ven mientras
llego a la puerta sin parar de correr. Miro a
un lado y a otro, ¿qué espero encontrar, al
hombre del saco? Sintiéndome sumamente
impotente me fijo en el coche que pasa. ¡No
puede ser! Le hago una foto a su matrícula y
corro hacia mi moto. Por lo menos podré encontrarlos sin dificultad.
Programo la pantalla para que me indique
la localización del coche, y me pongo en marcha. En cuanto me incorporo a la carretera
se pone a llover. Me alejo de la ciudad, las
afueras son un amasijo de escombros que aún
están sin limpiar, el paisaje es gris y en el
aire se respira el abandono. Hubo una vez en
que la estampa era verde y el sol salía a menudo, al menos eso es lo que recordaba de las
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CRIS MIGUEL
historias que me contaba mi padre antes de
dormir. Ahora todo es sombrío, incluido las
almas de los seres humanos que habitamos
este lugar; aunque está en nuestra naturaleza, independientemente del clima. Quizás
ahora esté más a flor de piel. Me concentro
en la carretera, no hay mucho tráfico, no se
suele salir de los límites de la ciudad a no ser
que sea para grandes recorridos. Todos están
concentrados con su propia existencia sea o
no patética. Muchas veces me pregunto cuál
es la diferencia entre nosotros y los robots,
respuesta que en ocasiones se reduce al mero
acto de respirar. Tomo la salida de la derecha.
El coche parece haberse detenido. Varios kilómetros más adelante veo que hay una especie de casa, aunque es muy pequeña para denominarla así. Freno y dejo la moto a un lado
de la carretera. Me acerco con cuidado, fuera
no hay ni rastro de mi objetivo. Cojo la pistola del cinturón, no me queda otra que entrar
a la descubierta. Piso el porche con cautela
apoyándome en la pared. Los fantasmas vuelven a taladrarme la cabeza, ahora haciendo
de mi mente su territorio. Respiro y entro.
—¡Suéltalo, es mío! —mi objetivo está maniatado a una silla en un rincón de la sala.
—Voy un paso por delante, has perdido. —
Otra vez esa media sonrisa.
—Déjate de juegos o te mato
—No eres capaz —dice acercándose. Me
agarra las muñecas suavemente y hace que
deje de apuntarle-. Lo ves —me mira directamente a los ojos.
Esas palabras son como un resorte y hace
que descargue toda mi rabia en un rodillazo,
el cual le pilla por sorpresa; sin embargo se
nota que está entrenado, y me agarra aún más
fuerte de las muñecas, estampando mi mano
derecha contra la pared. El dolor es como un
pinchazo y no puedo evitar soltar la pistola.
Nuestras miradas se vuelven a cruzar. Aprovecho ese segundo para pegarle un puñetazo
en el estómago con la mano izquierda, lo que
hace que me suelte el otro brazo y me permita darle en la nariz. Me separo de la pared
intentando coger alguno de mis cuchillos, la
distracción me sale cara porque él, limpiándose la sangre de la cara, arremete contra mí
mandándome directamente al suelo. Suerte
que caigo bien y puedo arrastrarlo conmigo,
sino con su envergadura el asunto se hubiese
puesto feo. Nos revolcamos por la sucia tarima forcejeando, él consigue ponerse encima
de mí inmovilizándome con el peso de su cuerpo. Le miro a los ojos, mis peores recuerdos se
personifican en su cara. Me tomo mi tiempo
para coger aire y retomar fuerzas. Valoro mis
opciones y le beso, de una patada lo aparto de
mí y ruedo por el suelo para zafarme. Consigo ponerme de pie con un rápido movimiento,
sé que no puedo perder esos valiosos segundos, empuño mi segunda pistola y disparo.
El silencio después de un tiro es sepulcral,
como si el ruido se pusiera de luto durante los
segundos que separan la vida de la muerte.
—Joder Eve, creía que lo necesitabas vivo.
¡Me cago en la puta! Estaba dispuesto a darte
la mitad. —Me mira desafiante.
—¡Cuánto lo siento! Mi trabajo era matarlo
de manera discreta —le digo. Él aporrea la
pared-. Así aprendes a no cruzarte en mi camino —me agacho para recoger mi otra pistola sin apartar los ojos de él.
—No eres la única que sabe hacer este trabajo… Casi te gano, Eve —sus ojos me atraviesan y me transportan a lo que parece un
millón de años atrás—La próxima vez no seré
tan benévolo. —Alzo una ceja.
—Ni yo, Clark. Ni yo.
Me subo el cuello de la cazadora y salgo por
la puerta. El aire húmedo me sienta bien en la
cara. Esquivo todos los charcos que hay en el
embarrado suelo. Miro al frente. Desde luego
no esperaba encontrarme con Clark, huyó de
esta asquerosa ciudad muy bien acompañado hace varios años. Me prohíbo a mí misma
pensar en él. Me subo a la moto y arranco. Sé
que si ha vuelto a la ciudad se tomará la molestia de cruzarse en mi camino, pero no será
hoy. Acelero. Aunque he tardado más de la
cuenta he logrado mi objetivo, y necesito esa
suma de dinero. A pesar de todo hay halos de
luz entre tanta oscuridad.
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EL PROMETIDO HUIDO
EL PROMETIDO HUIDO
Nº3 Abril ‘12
por Diego Fdez. Villaverde
Un joven con una recompensa por su cabeza llega a Avarittia, y los miembros del Gremio de Ladrones salen en su busca, pero no son los únicos detrás del desafortunado. En
Avarittia, las mentes deben estar tan afiladas como las dagas.
E
va corría lo más rápido que podía hacia su casa. Una tormenta veraniega caía sobre la ciudad, y todos los avarittios buscaban refugio en cualquier soportal, árbol, taberna o en sus
hogares. Los tenderos gritaban obscenidades mientras intentaban poner a salvo sus mercancías
de la lluvia, y algunos niños corrían y jugaban con la lluvia, salpicando en los charcos y tirándose
barro entre ellos.
Tras recorrer las encaladas calles del Barrio Blanco, llegó a su destino. Era una casita muy
humilde en la zona residencial, con un solo dormitorio, que compartía con su hermana gemela.
Tenía una pequeña cocina que hacía a la vez de comedor, un sótano que utilizaban como despensa y una buhardilla con la entrada escondida, en el que guardaban su pequeño botín. Al meter
la llave de la cerradura, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. El corazón le dio un
vuelco y oscuros recuerdos llegaron a su mente. Desenvainando su daga, la abrió lentamente.
—¿Eva, eres tú? —dijo una alegre Anna.
Eva suspiró aliviada, enfundó su arma y entró en la cocina. Anna estaba cortando una especie
de planta carnosa en la mesa con un vestido marrón y un delantal, mientras un grupo de cuatro
niñas de la calle, llenas de barro, las miraban boquiabiertas.
—¡Hala, son iguales! —exclamó una de ellas—. Bueno, ella tiene dos… —la más mayor del
grupo no la dejó terminar la frase con un rápido codazo.
—¿Anna, qué hacen aquí todas las niñas? ¿Y por qué has dejado la puerta abierta? —preguntó
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Eva.
—Bueno, respondiendo a la primera pregunta, lo que al principio empezó siendo una
inocente pelea de barro de chicos contra chicas, terminó siendo una autentica guerra
cuando uno de esos idiotas decidió que sería
divertido tirar una piedra envuelta en barro
a la pobre Flavia. —Eva cogió una rodaja de
su planta y se acercó a la más pequeña de
las chicas, que tenía una mano en la frente
y los ojos llorosos—. Yo lo estaba viendo todo
desde la puerta, ya sabes que me encanta ver
llover, y me pareció que se había hecho daño
de verdad; así que decidí que tenía que ver
esa herida.
Eva se acercó a ver a la chica llamada Flavia. La herida estaba entre ceja y ceja, lavada
y no parecía muy profunda. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y, entre sollozo y sollozo, se
veía que la niña había perdido sus primeros
dientes de leche.
—¿Y la puerta? —preguntó Anna.
—Les he dicho a esos gamberros que mi
puerta estaría abierta si querían pedir disculpas a Flavia, pero creo que no están por la
labor. Cariño, esto te va a escocer un poquito,
pero verás que luego es bastante fresco.
Anna frotó suavemente la rodaja de la
planta en la herida. La chiquilla se mordía
los labios mientras una de sus amigas le sujetaba la mano. En cierto modo, le recordaba
a su hermana y a ella de pequeñas.
—¿Verdad que ya está mejor? Ahora te voy
a poner una gasa y te voy a vendar la herida.
—Flavia asintió. Aún gimoteaba, pero había
dejado de llorar—. Flavia está siendo muy
valiente, ¿verdad Eva?
—Oh, sí muy valiente. —Eva no podía dejar de mirar a su hermana. Había algo hipnótico en la manera en la que trataba a los
heridos, con la disciplina de un militar y el
cuidado de una madre.
—¡Eva, estás empapada! —Anna aún no se
había fijado en su hermana—. Ve a cambiarte ahora mismo. Sólo falta que te resfríes.
Eva asintió y se fue al dormitorio a cambiarse. Quería hablar con su hermana, pero
tendría que esperar a que las visitas fueran.
Su dormitorio era grande, con dos camas, un
baúl enorme donde guardaba su ropa y las
herramientas de trabajo, y un armario donde
Anna guardaba las suyas. También tenían
un pequeño tocador con un espejo de cristal,
que Anna se había comprado como capricho.
Se desabrochó su camisa de lino blanca, la
puso encima de la silla y se quitó sus botas de
cuero basto. Se dejó el pantalón de tela negra
puesto, no estaba tan mojado y tampoco tenía
ninguno más que estuviera limpio. Eva no se
gastaba mucho en ropa, y los otros pantalones se le rompieron en una pelea mientras
trabajaba de camarera en la taberna gremial.
—¡Muchas gracias, señora Anna! —gritaron las niñas, y se oyó como la puerta se cerraba.
Eva no perdió el tiempo y fue a buscar a su
hermana a la cocina. Anna estaba limpiando el cuchillo en un barreño de agua encima
de una de las mesas, mientras tarareaba una
alegre cancioncilla. En el fuego había puesto
a hervir un pequeño cazo con agua, y, conociendo a Anna, seguro que era para preparar
una infusión.
—No me gusta que dejes entrar a cualquiera en nuestra casa, y menos que dejes la
puerta abierta —dijo Eva seriamente desde
la entrada.
—Bueno, y a mí tampoco me gusta que te
pasees por la casa con las tetas al aire, pero
nadie es perfecto, ¿no?
—Anna, lo digo en serio, a saber quién podría haber entrado.
—¿Quién, un ladrón? ¡Los conocemos a casi
todos! —Anna soltó una carcajada, y Eva luchó por no sonreír—. Además, esos niños necesitan que alguien les vigile
—Cierto, ¿qué tal sus padres? —Anna se
acercó a la mesa de la cocina y cogió una silla, la dio la vuelta y se sentó con los brazos
apoyados es el respaldo.
—Eva, la mayoría de esos niños son huérfanos de padres que fueron a la guerra, madres
muertas en los partos o simplemente sus dos
padres trabajan día y noche para sacarlos
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EL PROMETIDO HUIDO
adelante.
—Eres demasiado buena, Anna.
—Esta ciudad a veces es demasiado mala.
Las hermanas gemelas Garibaldi eran
idénticas en todo. Las dos eran pelirrojas con
el pelo rizado y de ojos verdes, tenían un rostro perfecto salpicado con algunas pecas, medían un metro setenta y, aunque carecían de
grandes curvas, lo compensaban con un cuerpo atlético. La diferencia más evidente es que
Anna era tuerta y llevaba un parche sobre
su cuenca derecha. Además, Anna era mucho
más dulce, atenta y alegre que su hermana
Eva. Mientras que ella lo único que le interesaba era abrir cerraduras y cómo salir airosa
de una pelea, Anna era una gran aficionada
a la botánica. Podían haberse permitido una
casa más grande, pero ésta tenía un gran
patio tapiado en la parte trasera de la casa,
donde podían cultivar una gran cantidad de
plantas; sin embargo, ninguna de ellas tenía
un fin ornamental. A un observador desinformado le parecería que su pequeño jardín no
estaba bien cuidado. Todas las plantas que
ella poseía tenían alguna propiedad útil para
su trabajo, ya fuera medicinal, como el acíbar
que había usado en la cura de la niña, o tóxicas, como la belladona o la tuera.
Anna sacó el agua del fuego, la vertió en
dos tazas de madera e introdujo en ellas unas
hojas de tilo. Puso una cerca de donde estaba
sentada Eva, con la esperanza de que la probara.
—Anna, necesito tu ayuda con un trabajo
—dijo Eva, cambiando a un tono más suave.
—¿Qué clase de trabajo? —le preguntó
Anna, mientras bebía su infusión—. ¡Hmm!
Esto necesita más tiempo para que repose.
—Al parecer un joven de Lirol, Dionisio, se
ha escapado de su casa. Sus padres habían
preparado un matrimonio de conveniencia
con una familia rica que sólo tiene una hija.
No sé muy bien los detalles, pero hay una
buena dote de por medio. Lo que sí sé es que
ofrecen una buena recompensa al que le lleve
a casa: cien monedas de oro. Y también sabemos que está aquí, en Avarittia, gastándose
el dinero de sus padres en bebidas y putas.
—¿Y supongo que pedirle por favor que
vuelva a su casa no vale? —volvió a preguntar Anna, mientras removía la taza con un
dedo.
—Puede, pero ¿quién se llevaría la recompensa? —Eva dio un sorbo a la infusión de
su hermana. Estaba asquerosa—. No, quiero
capturarle yo.
—Esto es nuevo, robar una persona. ¿Lo
sabe el maestre?
—Fue a quien le llegó la noticia. No es un
trabajo del gremio, pero me ha dado su visto
bueno.
Anna miró a los ojos a Eva. Sabía muy bien
cuando mentía, aunque esta no era una de
esas ocasiones.
—Volviendo al tema —prosiguió Eva—, le
he estado siguiendo estos tres días. Se aloja
en la posada La Gaviota Negra, y allí se toma
unas copas antes de salir con una cuadrilla
de amigos que se ha echado en la ciudad. Es
el único momento en el que está solo.
—¿Y qué vas a hacer? No puedes llevártelo
a rastras del local.
—Me preguntaba si tú podrías hacerme algún tipo de narcótico para echarle en su bebida… Nada fuerte, sólo quiero dejarle un poco
desorientado.
Anna arqueó las cejas, asombrada. Frunció
el labio, y levantó su único ojo, pensativa.
—Supongo que algo puedo hacer —dijo
Anna, mientras asentía para sí misma.
—Estupendo, pues si puedes para esta
misma noch…
—Quiero el treinta por ciento de la recompensa —la cortó Anna, mientras bebía la infusión.
—¿Qué? —Eva se levantó del asiento, enfadada—. Ni de broma. Un veinte a lo sumo.
—Un treinta, en el cual se incluye el alquiler de uno de mis vestidos. ¿O acaso vas a seducir a un noble vestida cómo un mendigo?
Eva no había pensado en ello. No tenía
nada que ponerse para simular el cortejo a
un noble, y desde luego no podía ir con sus
pantalones llenos de barro.
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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE
—Me parece justo —accedió Eva.
La posada de la Gaviota Negra estaba cerca del puerto y, debido a sus precios un tanto
elevados, en sus habitaciones normalmente
se alojaban comerciantes y nobles cuyos barcos habían hecho una escala en Avarittia.
Ciertamente el servicio y la bebida eran buenos, era un sitio tranquilo y elegante, y por
las noches la taberna se llenaba de gente adinerada buscando amistades que le proporcionaran enlaces comerciales en otras ciudades
o países.
Eva llegó a la posada en el ocaso, con el cielo encendido en un intenso color naranja. Su
hermana no había conseguido que se pusiera
un vestido elegante con el que se sintiera cómoda, así que le eligió un sencillo conjunto
de dos piezas: un corpiño y una falda de lana
merina, ambos de un color verde que resaltaba el color de sus ojos, además de una chaqueta abierta de ante negra en la cual llevaba
el narcótico escondido en una de las mangas.
Debajo de la falda, que planeaba quitársela
en cuanto saliera de la taberna, llevaba sus
pantalones puestos. Además del vestuario,
Anna le había dejado un collar, unos brazaletes y unos pendientes de oro sencillos, y le
había recogido el pelo en un moño. Eva puede
que no pareciera una duquesa, pero al menos
daba el pego como asistente de una.
Eva le había pedido a Ricco, su protegido
en el gremio de ladrones, que le esperara en
uno de los callejones de la posada. Era un
joven con una melena corta negra, no especialmente alto y que estaba intentando que
le creciera una barba. Él estaría escondido, y
sólo entraría en acción cuando ella le diera la
señal. Cómo si fuera a actuar en una función,
Eva estiró los músculos e hizo muecas con la
cara, y con la sonrisa más inocente que pudo
poner entró en el local.
La posada estaba elegantemente decorada.
Había tapices en las paredes, cortinas de terciopelo en las ventanas y manteles bordados
en las mesas, en las cuales hablaban, bebían
y jugaban a las cartas sus clientes. A Eva lo
único que le importaba era su objetivo, un
chico de pelo castaño rizado e imberbe, con la
cara y el cuerpo rechonchos. Estaba solo en la
barra, bebiéndose una copa de vino. Se acomodó cerca de él, a dos asientos de distancia.
—Camarero, quiero lo mismo que está tomando ese caballero —pidió Eva dulcemente.
—Oh, es sólo vino barato —se excusó el
joven—. Seguro que prefiere algo mejor que
esto.
—Bueno, así invitarme a esta copa no te
será tan caro. —Le dedicó una risita a su presa, mientras el camarero le servía una copa.
Odiaba el rol que estaba interpretando, pero
era la mejor manera de acercarse a un hombre como él.
—¿Qué te hace suponer que te voy a invitar? —respondió él con una sonrisa pícara.
—Quizá una buena conversación y unas
cuantas copas más —Eva dio unas palmitas
al asiento de al lado, y el chico se acercó.
—Mi nombre es Dionisio, encantado.
—Elisabeth —mintió Eva.
—¿Y qué hace una joven moza cómo tú sola
a estas horas? —el joven puso una mano sobre el hombro de Eva y empezó a moverla
suavemente.
“¿Moza?”, pensó ella.
—Mi padre está haciendo negocios en la
ciudad, y yo no tengo nada que hacer excepto
escuchar a dos viejos hablar sobre importaciones de hortalizas. Así que he salido a explorar.
—Vaya, ¿y qué es lo que más te gusta de la
ciudad? —Dionisio empezó a bajar la mano
por la espalda lentamente.
—Pues… —“Que gente como tú acaba
muerta en una semana y a nadie le importa”—. El paseo marítimo es bastante peculiar,
y la catedral de la Colina es espectacular. Y
encuentro a sus hombres bastante interesantes. —Eva sentía nauseas al escucharse decir
esas palabras.
—¿Ah, sí? —Su mano terminó de detenerse
en el culo de Eva, dándole un estrujón.
“Capullo”.
—¡Uy! Que rápido vas, y sólo estamos be-
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EL PROMETIDO HUIDO
biendo vino… —Eva apartó suavemente la
mano de Dionisio. No quería parecer asustada, pero desde luego no quería que le toqueteara el trasero—. ¿Qué te parece que pasemos a algo más fuerte? ¿Orujo, quizás?
—¡Me gusta cómo piensas! No he probado
el orujo de aquí. ¿Por qué no? ¡Camarero, dos
orujos!
Su hermana le había advertido de que el
narcótico que había preparado tenía un suave sabor amargo, y esperaba que el orujo lo
tapara. Sólo tenía que buscar la oportunidad
de envenenar su bebida. Y no quería alargar más esa farsa. Sin que Dionisio se diera
cuenta, se desabrochó un brazalete y lo dejó
caer al suelo.
—¡Oh, qué desastre! Debe de estar suelto…
—hizo un ademán de ir a recogerlo.
—Tranquila, yo te lo cojo. —Dionisio reaccionó como esperaba Eva, que con la velocidad de una serpiente sacó el frasco del narcótico, lo abrió, vertió su contenido en el orujo
y lo volvió a guardar en la manga de la chaqueta. Si alguien se dio cuenta, no debió de
importarle.
—Toma, aquí está. Tu brazalete.
—Qué amable. ¡Un brindis por tu caballerosidad!
—¡Salud! —dijeron los dos, y las copas de
madera hicieron un ruido seco. Mientras Dionisio se bebía el líquido, Eva lo miraba fijamente. Su hermana había dicho que el narcótico haría efecto en unos diez minutos, pero
no quería esperar tanto tiempo.
—Me preguntaba si te gustaría salir a la
calle a dar un paseo, y quizás acompañarme
hasta mi posada —coqueteó Eva.
—A sus pies, mi señora —Dionisio hizo un
amago de reverencia.
“No lo sabes tú bien”, pensó ella.
Eva ofreció su brazo y el joven lo tomó para
sí. Salieron de la posada juntos. Ella le guió
hasta el callejón donde les esperaba Ricco.
Cuando hubieron avanzado un poco, ella echó
un vistazo a su alrededor y, al no ver a nadie,
se paró en seco, miró a los ojos a Dionisio y
le dijo:
—Llevo toda la noche esperando este momento.
Él se la acercó, con sus labios preparados
para besarla… pero lo único que recibió fue
un golpe en la nuca con la empuñadura de la
daga de Ricco. Dionisio cayó redondo al suelo,
y lo arrastraron al callejón.
—Vaya, si que le has cazado pronto —
apuntó Ricco, mientras buscaba en la ropa de
Dionisio algo que saquear. Encontró una pequeña navaja y una bolsa de dinero con cinco
monedas de oro y cuatro de plata.
—Créeme, si por mí fuera hubiera sido más
rápido. —Eva se quitó la falda y se la dio a
Ricco. Éste le pasó su estoque y su daga, y
las puso en su cinturón—. Esperemos que los
narcóticos le hagan efecto y no se despierte
hasta que lleguemos al gremio.
Cogieron a Dionisio por los hombros y,
antes de que pudieran salir del callejón, un
hombre apareció por donde ellos habían venido.
—Dejad ese chico ahora mismo —les dijo,
mientras se acercaba a ellos. Ricco y Eva se
giraron para ver la nueva amenaza. Tal y
como iba vestido, con una armadura de cuero
y unos pantalones de tela negra, un guardia
no parecía. Tenía el pelo moreno y largo, recogido en una cola de caballo, y una barba
espesa. También llevaba dos dagas largas en
la cintura, en unas fundas de madera.
—¿Quién lo dice? —preguntó Ricco.
—Soy el guarda personal de Dionisio.
—He seguido a este hombre durante tres
días, y es la primera vez que te veo —dijo
Eva. Soltó el brazo a Dionisio y echó mano
de la empuñadura del estoque—. Hay una recompensa si se entrega este hombre a su familia, y estoy segura que no eres más que un
buitre siguiéndonos. Te sugiero que te marches si no quieres salir herido.
—Ahí te equivocas, muchacha —el hombre
desenvainó sus dagas, mientras caminaba
hacia ellos—. He venido desde Lirol porque
me han contratado para que este hombre no
regrese nunca con su familia. Al menos vivo.
“Un asesino”, pensó Eva. Ella empuñó sus
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armas, el estoque en la derecha y la daga en
la izquierda, y se puso en posición de ataque.
—Ricco, llévate al angelito a la casa gremial. ¿Podrás cargar con él?
—Eva, puedo ayudarte…
—Es una orden, Ricco. ¿Podrás con él? —
insistió ella. El callejón era demasiado estrecho, y podría resultar una molestia tener un
compañero en esta pelea.
—Creo que sí. —Ricco puso un brazo de
Dionisio sobre sus hombros y le rodeó con el
suyo la espalda—. Pero tardaré bastante.
—¡No te lo llevarás a ninguna parte! —gritó el asesino, cargando contra ellos.
Eva no era de las que se quedan esperando,
así que corrió a su encuentro. La chica lanzó
una rápida estocada a su oponente, pero el
asesino se paró en seco y desvió el estoque
con una de sus dagas, intentando apuñalar
a Eva en el cuello con la otra. Ella bloqueó
el ataque con su propia daga, y lanzó unos
cuantos tajos con el estoque para obligarle a
retroceder.
—¡Vete, Ricco! —gritó Eva.
Ricco asintió y se puso en marcha, alejándose del callejón lentamente. Eva tenía que
hacer lo posible por detener a ese hombre,
pues el suelo aún estaba embarrado y podría
seguir las huellas de Ricco, que se movería
despacio mientras cargara él sólo con Dionisio. Y aunque era un excelente ladrón, como
luchador dejaba bastante que desear.
El asesino volvió al ataque, pero ella paraba todos sus envites con el estoque mientras
esperaba a que apareciera un hueco en sus
defensas.
—Eres bastante buena para ser una mujer
–se burló.
—Pues tú eres bastante malo, para ser un
asesino profesional —contestó Eva, y después le sacó la lengua.
Ofendido, lanzó una serie de cortes contra
ella, que rechazó con mucha facilidad. En la
última parada, ella contraatacó con fiereza,
replica que el asesino evitó agachándose.
La ladrona entonces trató de herir las piernas del asesino, que evitó con un salto hacia
atrás. Con otro hacia delante, embistió a Eva
con las dos dagas por delate, y ésta tuvo que
bloquearlas con la empuñadura de sus dos
armas. La fuerza del ataque y el barro la deslizaron hacia atrás, y a punto estuvo de perder el equilibrio. El asesino siguió empujando, pero Eva encontró suelo firme y fijo con
fuerza sus piernas.
—Muy solicitado está el pobre Dionisio
—dijo Eva, mientras mantenía el agarre—.
Unos quieren secuestrarle, otros matarle…
—Cosas de nobles —le contestó su oponente—. Ya sabes, si el chico muere, otro se casará con su prometida. Y con ella irá su enorme
dote.
—Ah, el amor —suspiró Eva. Entonces levantó los brazos con todas sus fuerzas y desequilibró al asesino.
Rápidamente, ella realizó con la daga un
corte veloz en la frente de su rival. Él se separó de ella, mientras se tocaba con una mano
la herida. No era grave, pero empezaba a sangrar bastante, y si la sangre llegaba a los ojos
perdería visibilidad, poniéndole en una gran
desventaja. Desesperado, lanzó a Eva una
de las dagas. Ella no esperaba el ataque, y lo
evitó lateralmente demasiado tarde. Aunque
el arma no llegó a clavarse, le causó un buen
tajo en el brazo izquierdo, que obligándola
a soltar la daga. Eva se agachó a recoger su
arma mientras le apuntaba con el estoque.
—Dime, ¿tus dagas están envenenadas? —
le preguntó con cierto miedo Eva.
—No sé a quién te enfrentas normalmente, pero en Lirol no hacemos esas cosas —el asesino empezó a correr hacia ella.
—¡Pues has de saber que en Avarittia
nunca jugamos limpio! —En vez de coger su
daga, agarró un poco de barro y se lo lanzó
a la cara. El asesino, desorientado, se llevó
las dos manos a los ojos. Eva aprovechó esta
oportunidad para clavarle el estoque en un
brazo y, con la mano izquierda, le pego un puñetazo en la frente donde tenía la herida.
El asesino cayó al suelo de espaldas y cuando pudo abrir los ojos tenía la punta del estoque de Eva el cuello.
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—¿Cómo te llamas? —le preguntó Eva.
—Giulio.
—Giulio, en el fondo somos bastante parecidos —dijo Eva, usando un tono diplomático—.
Un trabajo nada honrado, peligroso y a veces mal pagado. Al mismo tiempo, entiendo que no
podrás volver a Lirol sin el trabajo completado, así que no puedo arriesgarme a que mates a
mi objetivo antes de que llegue a casa.
—Si vas a matarme, hazlo rápido.
—Bien mirado, eso solucionaría mis problemas. —Eva le clavó ligeramente el estoque en el
cuello—. Pero no, sólo soy una ladrona, no quito la vida a la gente.
Entonces, elevó su arma hasta el hombro derecho de Giulio y lo atravesó con la punta, retorciéndolo lentamente. El hombre gritó de dolor, pero ella no se detuvo.
—¡Zorra!
Eva enfundó sus armas y cogió las dagas del asesino, para cerciorarse de que ya no era un
peligro. La sangre brotaba de su herida y discurría por su brazo, manchando el barro de la
calle de rojo.
—Saliendo del callejón a mano izquierda, dos calles más allá, hay un hospicio regentado por
sacerdotes donde te curarán las heridas. Disfruta de la piedad de Avarittia. Es escasa.
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MENTA CON HIELO
MENTA CON HIELO
Nº9 Diciembre ‘12
por Eleazar Herrera
En las tierras de más allá del mar, el correo postal suele ser muy puntual. Allí, que
nunca es invierno, los mensajeros no tienen que atravesar senderos helados y catacumbas
oscuras. Y así cualquiera.
Las navidades de Menta se van al traste cuando debe viajar hasta la región del Frío
Mortal para entregar, nada más y nada menos… ¡que una mísera carta!
P
ardiez, hace un frío… que pela.
A Menta nunca se le había dado bien la oratoria. Lo intentaba, pero siempre se quedaba
a medio camino entre el refinamiento y la estupidez. No conocía suficientes palabras para completar las frases, pues su trabajo no consistía en leer, pero poseía un sentido de la orientación
magnífico; allá donde iba, conseguía entregar una carta a tiempo, no importaba cómo. La oscuridad de las catacumbas no podían contra él, que siempre portaba una linterna —no era más
que un farolillo de llama titilante, pero Menta era un visionario y esperaba un futuro sin olor a
gitano—; en los días más lluviosos vestía su impermeable de flores y salía a caminar como si tal
cosa, aunque hubiera riadas aplastándole contra los árboles. Una vez el temporal fue tan intenso
que tuvo la brillante idea de entregar la carta en canoa, ¡y fue todo un avance en el correo postal!
Por eso, por ser tan listo y tan puntual, su majestad el rey Gordo lo hizo llamar inmediatamente la noche de Navidad, separándolo del pavo y de las patatas asadas, para que entregara una
carta a la reina de Frío Mortal, las tierras del hielo. «¿C-c-cuando debe llegarle a su majestad?»,
tiritó Menta a las puertas del castillo. La respuesta lo dejó helado, si cabe.
—¡Mañana al amanecer debe estar en las manos de Loreen! Antes de su gran concierto ante la
corte, claro —ordenó el rey, apoyando las manos en sus posaderas. Sonreía con todos los dientes,
como un tiburón. Un tiburón loco, matizó Menta.
—Pero señor —tuvo que objetar el mensajero—, Frío Mortal se encuentra a millas de aquí.
Solo llegar a la frontera me costará semanas. ¡Lo que vos me pedís es harto… fatal! ¡Y luego
están las montañas heladas, con sus estalagmitas, estalactitas y estalag…!
—¡Solo hay dos tipos, cazurro! —cortó su ancha majestad con un aspaviento—. Sé que puede
parecer una locura, pero eres el mejor mensajero que tengo. Confío en ti, mi querido lacayo. Esas
millas no son nada para ti.
—Señor, me halaga —comenzó Menta, reverenciándole. El rey sabía cómo camelarlo, pero él
no era un suicida. Quería tener tres hijos y una granja, no morir de hipotermia por una postal de
Navidad—, pero es imposible. Imposible. Tenía que habérmelo dicho antes.
—Te daré un caballo.
—Seguirá siendo imposible.
—Un caballo muy rápido.
—Majestad, mucho me temo que no está siendo razonable…
—¡Silencio! —bramó el rey Gordo, rojo de ira. Rebuscó en sus bolsillos durante largo rato ante
la atónita mirada de Menta. Finalmente sacó un sobre de sus posaderas y se lo tiró—. Haz lo
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ELEAZAR HERRERA
que tengas que hacer, ¡pero esta carta tiene
que llegar dentro de ocho horas a su destino!
¡Si no, prepárate para la peor de las muertes!
—¡Pero…!
—¡Ni pero ni peras, cartero desagradecido! ¡Soy tu rey! —Un hilillo de baba enfatizó
sus dos últimas palabras—. ¡Y lo que dice el
rey va a misa! ¿Entiendes? ¡No, qué vas a entender, si poco más y no sabes leer! Así va el
país. No sé qué he hecho para merecer esto,
de verdad que no lo sé. —La expresión del
rey se volvió trágica, como si llevara un gran
peso en sus hombros y no fuera la cabeza—.
Mi mujer está loca, mi hijo parece Tarzán
colgándose por los árboles y mi hija pequeña solo habla con las hormigas. Tú me dirás,
Claudio —añadió, dirigiéndose a Menta, que
desvió la mirada hacia el firmamento. ¿Quién
diablos era Claudio?—. Me haría tan feliz entregar esa carta… Ya me estoy imaginando
a Loreen leyéndola al calor de la chimenea,
dibujando mi rostro en su mente y pensando: «Ah, algún día debería visitar las Tierras
Normales…».
El rey Gordo siguió con su perorata un rato
más, pero Menta no escuchaba. ¡Ni siquiera
se acordaba de su nombre! Arrugó la carta
entre sus manos, indignado. Este rey, su rey,
además de tener un trastorno de personalidad muy serio, trataba a su pueblo como
desecho de letrinas. Y lo peor es que cuando
acabó su discurso no esperó ninguna respuesta por parte de Menta, sino que cerró de un
portazo.
Ahora, envuelto en tres mantas y con algo
de queso y pan en su mochila, Menta proseguía con su andadura hacia Frío Mortal.
Desde su posición podía ver los picos helados,
erguidos sobre el horizonte. Debían de tener
una altura terrible. Y del frío era mejor no
hablar.
«¡Pero un momento! », se dijo Menta a sí
mismo, deteniéndose. «¿Estoy loco o qué?
¡Contando que no haga ni un mísero descanso hasta el amanecer, ni siquiera habré llegado a la frontera! ¡Está a más de dos semanas
de camino!
»Voy a morir ».
Menta se sentó sobre un tronco partido,
resuelto.
—Mejor será que empiece a prepararme
para la peor de mis muertes.
Hizo una pausa.
—Y bueno… ¿Cómo se prepara uno para
ese tipo de cosas? ¿Debería darme golpes
fuertes para practicar? —Estuvo a punto de
levantarse y hacerlo, pero una voz tiró de él
de nuevo hasta su asiento—. Sí, es una locura, pero no sé qué hacer. ¡Y para el colmo estoy aquí en medio del bosque hablando solo!
¡Pardiez, este frío es helador! ¿Redundante?
¡No, qué va!
La histeria se apoderó de Menta. Nochebuena era para cenar en familia, jugar a las
cartas y esperar despierto al amanecer para
abrir los regalos, no para arriesgar la vida en
una empresa imposible. No podía dejar de repetírselo. En voz alta, mentalmente y al narrador, cualquier vía bastaba para descargar
el miedo que le atenazaba los músculos. Sin
embargo, el problema seguía allí y no desaparecería con unas cuantas palabras. Hundido,
se echó a llorar.
Ser mensajero no era un oficio peligroso,
pero disfrutaba explorando ciudades y descubriendo nuevas senderos. Y luego estaban
las sonrisas que recibía de los ciudadanos
afortunados: eran cálidas, de oreja a oreja, y
parecían decir: «Gracias por haber cruzado el
país para entregarme una carta de alguien
que me quiere». ¿Quién podía negarse a eso?
¿Qué clase de monstruo sin corazón sería él si
no volviera a casa en una nube de felicidad?
Menta clavó sus ojos húmedos en las estrellas, que brillaban intermitentemente. Ahora, todo eso iba a acabarse. «Yo reinaría mejor que ese patán insatisfecho. ¡Lo tiene todo
y no es feliz! », pensó con acritud mientras
arrancaba cachos de hierba. Normalmente se
contenía, pues sabía que los jardines con calvas no eran bellos a la vista, pero necesitaba
desfogarse. Gritar no era suficiente.
—¡Oye! ¿Qué crees que estás haciendo?
Menta se secó las lágrimas rápidamente y
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MENTA CON HIELO
miró a su alrededor.
—¿Quién… quién está ahí? ¿Eres un asesino del rey? ¡Bien, acaba conmigo! No tengo
miedo. Bueno, sí, pero voy a morir de todas
formas…
Un leve aleteo rumoreó su oreja, y un halo
de luz se posó en la punta de su nariz. Menta
bizqueó.
—Tienes cara de tonto.
—Tonto y muerto —recalcó él, adivinando
la silueta estilizada de un hada con cara de
pocos amigos.
No es que Menta fuera derrotista, pero sabía cuándo una aventura llegaba a su fin. El
hada se apoyó en sus caderas y revoloteó a su
alrededor.
—¿Te encuentras apurado, viajero?
—Veo muertes por doquier —balbuceó
Menta. No tenía ganas de pensar frases inteligentes.
—¡Eso ni siquiera tiene sentido! —refunfuñó ella, cruzándose de brazos—. Repetiré la
pregunta: ¿apurado te hallas, viajero?
—Yo no sabré hablar, pero tú tienes una
memoria horrible.
El hada le dio la espalda.
—¡Si no necesitas ayuda, me voy, pero deja
de arrancar la hierba!
Menta tardó un momento en asimilar sus
palabras. Sí, ¡claro que necesitaba ayuda!
¿Pero cómo podría dársela alguien tan pequeño? Él lo desconocía todo acerca de las hadas
y sus poderes; conocía a los genios y a los tritones de agua dulce, nada más. Como mucho,
dedujo Menta, y a juzgar por el ambiente en
que viven, las hadas podrían prepararle un
remedio casero para el dolor de pies.
Que ojalá tuviera dolor de pies, pero no.
El hada se giró, refulgiendo de indignación,
y lo primero que aprendió Menta era que podían leer el pensamiento.
—¡Cómo te atreves a subestimar el poder
de las hadas! ¡Somos milenarias! ¡Tenemos
una tradición que va más allá de… los… siglos… y sin duda tenemos un montón de poderes! Y también curamos el dolor de pies,
para que lo sepas.
—Eso está fenomenal —concedió Menta, asintiendo—, pero yo tengo un problema
más gordo. —Sin querer, se imaginó al rey—.
Como puedes leer el pensamiento, supongo
que ya estarás al tanto de…
—Puedo leer mentes, pero no soy adivina
—replicó el hada mordazmente—, así que
tendrás que ponerme al día.
Menta no tardó en contarle todo lo sucedido, explayándose en detalles como la frondosa y repugnante barba del rey Gordo o en las
gotas perladas del pavo que estaba a punto
de cenar antes de su llamada. El hada escuchó en silencio, de vez en cuando asintiendo
con la cabeza, hasta que terminó. Después se
sobrevino un tenso silencio.
—Pues sí que estás en apuros, sí —comentó ella.
—Vaya, gracias. No me había quedado claro.
—Pero tengo algo que puede salvarte la
vida. Con ello podrás llegar a la capital de
Frío Mortal en un par de horas y volver antes
de que salga el sol. ¿Qué me dices?
Menta abrió los ojos de par en par. ¡No era
posible! En un momento había pasado de estar perdido a tener la solución delante de sus
narices. Sonrió al hada, que le correspondió
con un guiño, y entonces reparó en algo que
lo volvió a tumbar.
Toda magia tiene sus cláusulas.
Carraspeó.
—¿Qué clase de conjuro es? ¿Y qué tengo
que darte a cambio, eh? ¿Medio riñón? ¿Mi
alma? ¿El segundo primogénito?
—¿El segundo primog…? —farfulló ella,
confundida—. ¡No tienes que darme nada!
Solo espera. Con un poco de magia traeré
unos zapatos de hada. ¡Llegarás en un pis
pas!
Menta se encogió de hombros, cauteloso.
No sabía nada del intrínseco mecanismo de
la magia de hada pero hoy en día nada era
gratis, y mucho menos los hechizos salvavidas. Si no tenía cuidado, acabaría poniéndose
los zapatos de algún demonio enfurecido que
le perseguiría hasta el fin de los tiempos.
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ELEAZAR HERRERA
En lo que él pensaba, el hada materializó
unos zapatos blancos de su talla. Emitían
una luz tenue, como una lámpara nocturna,
y poseían dos alas diminutas en los tobillos.
Extasiado, Menta fue a arrebatárselos, pero
el hada retrocedió.
—¡Ajá! Traidora, ahora es cuando viene la
factura… —empezó Menta con dedo acusador.
—¡No! ¡Solo iba a decirte que debes tener
cuidado! Las botas se desvanecerán al amanecer, así que si no has vuelto para entonces
tendrás que volver a pie. Lo siento.
—¿Y… ya está? ¿No vas a pedirme nada a
cambio?
—Nuestra magia se compone de felicidad
pura. Si te pidiera algo, los zapatos perderían
su poder.
Menta sonrió. «Mi trabajo también se compone de felicidad pura. Puede que no seamos
tan diferentes, criatura enana».
El hada resopló, pero le entregó los zapatos. Al contacto, Menta salió disparado hacia
arriba. ¡Se sentía tan… ligero!
—¡Recuerda: vuelve antes del amanecer!
—chilló el hada.
—¡Gracias por esto! ¡Me has salvado la
vida!
—Para asegurarme, te esperaré aquí —dijo
ella, sentándose sobre una voluta de aire—.
¡Buena suerte!
Segundos más tarde, un sobre se deslizó
delicadamente por las hojas de los árboles y
cayó en el regazo del hada, aprisionándola.
—¡Oh, no! —murmuró, horrorizada—. ¡La
carta! ¡Menta! ¡Menta!
Pero Menta ya sobrevolaba el bosque, traspasando el anillo de niebla que lo rodeaba, y
se dirigía hacia el témpano de hielo que era
Frío Mortal.
La temperatura descendía conforme se
aproximaba a la región, y las corrientes de
aire eran tan intensas que pataleaba para
no desviarse del camino. Había tomado la
decisión de ir en línea recta por precaución,
pues no quería aventurarse por atajos (aun-
que, ¿qué atajos podía haber en el cielo?). Las
estrellas se quitaban el sombrero al pasar;
algunas incluso se atrevían a seguir su estela hasta que, de un chispazo, saltaban a otro
universo.
—¡Adiós! ¡Lo siento! ¡Tengo prisa! —exclamaba Menta a su paso sin dejar de zapatear.
Atravesó la gélida frontera una hora más
tarde. Un extremo del cielo ya dejaba entrever las primeras luces del amanecer, aunque
el otro, cerca de la capital de Frío Mortal, permanecía al resguardo de la más profunda oscuridad. Menta aceleró el paso hasta quedar
por encima del bullicio nocturno de la ciudad.
Allí también era Nochebuena, y como tal, era
costumbre salir a celebrarlo.
Después de un par de traspiés, Menta logró aterrizar sin romperse la cabeza. Exuberante y cristalino, el palacio le recibió con las
puertas abiertas. Menta enarcó las cejas, sorprendido. No esperaba tanta amabilidad por
parte de los Frioleros. Sus rostros inexpresivos auguraban más una patada en el trasero,
pero nada más lejos de la realidad. Le hicieron pasar al salón de los invitados, donde no
tuvo que esperar más de unos minutos a la
mismísima reina Loreen, acompañada de un
séquito de andar por casa.
Menta contuvo las ganas de ahogar un grito. Era la mujer más rara que había visto en
toda su vida. De piel azulada por la terrible
temperatura a la que estaban sometidos, la
reina Loreen poseía una figura alta y estilizada como una muñeca de las nieves. Su cabello, violeta, se hallaba recogido en dos trenzas, y dulcificaba el corte rectangular de sus
facciones. Sin saber por qué, Menta tuvo la
sensación de que toda ella parecía una paradoja.
—Buenas noches, joven mensajero. Me
complace tenerte aquí en un día como hoy.
Pasa y ponte al fuego. Debes de estar helado.
Menta inclinó la espalda en una prolongada reverencia.
—Nada de eso, mi señora —repuso, intentando no tiritar. Volar le había dejado las
orejas congeladas—. Mi visita será breve.
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MENTA CON HIELO
Tengo una carta que entregarle de parte del
rey Gordo.
Loreen aplaudió, encantada, y la estancia
se volvió más cálida.
—¡Adelante! ¡Léela delante de todo el mundo!
Menta asintió, buscando en sus bolsillos.
«Oh, vaya. Juraría haberla dejado aquí…»,
se dijo sin despegar la mirada del suelo. La
expectación iba en aumento. Aquí y allá, la
carta parecía haberse escurrido por algún recoveco entre sus pieles. No quiso pensar en
que la había perdido. No después de haber
llegado tan lejos.
Y sin embargo, así fue.
—¿Mensajero? —La voz ambarina de Loreen retumbó por el salón—. ¿Qué hay de esa
carta?
—U-un momento, mi reina. Debe de… resulta… ¡Tengo tantos bolsillos!
Menta se echó a temblar. ¿Dónde se había
metido el maldito sobre? ¡No podía estar pasándole eso allí, delante de la reina y su séquito! «¡No! ¡No, no y no!», gritó para sí mismo, estirando sus ropas. Cayó de rodillas.
La reina Loreen, contenida, dio un paso hacia delante.
—¿Mensajero?
—La carta… La carta… —barbotó Menta a
punto de darse por vencido.
La luz del amanecer comenzó a ganar terreno. Menta miró intermitentemente sus
zapatos de hada y el ventanal. Y entonces
tuvo una idea.
Se incorporó y sonrió.
—Reina Loreen, soy Menta —se presentó,
hincando una rodilla en el suelo—, y he atravesado el océano en apenas cuatro horas para
hacerle llegar estas palabras. El rey Gordo
quiere desearle una feliz, felicísima Navidad,
y lamenta no haber podido personarse aquí;
asuntos de urgente delicadeza se lo impedían. Mi señor quería que esta fuera la primera postal de Navidad que recibe de un país
extranjero, ¿y qué mejor estampa que la de
un mensajero sin aliento?
»Sin embargo, el mérito no es del todo mío:
las hadas me han dado alas para cruzar el
firmamento, y de no ser por ellas y por su magia, jamás lo habría conseguido.
El silencio se instaló entre ellos. Menta
sostuvo sin vacilación la mirada de la reina
Loreen, que de vez en cuando pestañeaba,
perpleja. Después, y para el asombro de todos, esbozó una sonrisa.
—¡Oh, Menta! ¡Esta es la mejor postal que
he de recibir nunca! ¡Cuán magníficas palabras, qué exquisito lenguaje, cuánto corazón
en tan solo un muchacho! Hoy mismo contestaré a tu rey. Le hablaré de tu increíble hazaña. Has de ser recompensado por tu trabajo
y tu galantería. Ahora —añadió, elevando los
brazos—, ven con nosotras al comedor y únete a nuestra fiesta, ¡te lo ruego! Es lo menos
que puedo hacer.
Menta estuvo a punto de desplomarse de
la emoción. ¡Lo había logrado! ¡No había titubeado ni una sola vez! Eso sí que era una hazaña digna de recordar. Embotado de alegría,
aceptó el ofrecimiento de la reina. Necesitaba
el calor de una hoguera gigante para volver a
sentir sus pies.
—Majestad —recordó cuando el destello
del sol bañó su rostro—. Antes de ir con vos,
necesito papel y tinta urgentemente. He de
hacer llegar un mensaje antes de que salga
el sol, y…
La reina Loreen alzó la mano y Menta calló. Una de las damas del séquito avanzó hasta ellos y le entregó un pergamino enrollado
y una pluma.
—No queda mucho—comentó la reina—.
Debes darte prisa.
Menta asintió, retrocediendo unos metros
para escribir en la intimidad. Cuando hubo
terminado, se descalzó, ensartó el pergamino
en la suela de uno de los zapatos y observó
cómo se desvanecían en la luz del amanecer.
Estimada Hada Sin Nombre:
¡Llegué! ¡Lo conseguí! Eres la mejor.
¡Feliz Navidad a ti también!
Con cariño,
Menta
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EL PERGAMINO DE ISAMU
EL PERGAMINO DE ISAMU
Nº2 Marzo ‘12
por Ramón Plana
A Atsuo le han encomendado la tarea de escoltar a la esposa de su daimio en el viaje a
Edo. Varios ninjas velan por su seguridad, pues el peligro acecha en los bosques. En esta
misión, Atsuo tendrá que estar más alerta que nunca.
I
L
a luz del amanecer se filtraba en la sala tiñendo el ambiente con su suave tonalidad. En el
pequeño jardín un pájaro voló hasta la ventana, y miró curioso hacia el interior. Dentro,
dos hombres se estudiaban cuidadosamente. En silencio. Sólo se oía el tenue roce de sus pies, de
vez en cuando.
Ambos llevaban una espada de entrenamiento y pertenecían al clan Hirotoshi: Saito Takeshi
era instructor de esgrima, Gonnosuke Atsuo era samurái. Se conocían desde hacía tres años, y
desde entonces entrenaban juntos todos los días.
Atsuo deslizó el pie derecho hacía atrás con un elegante movimiento y simultáneamente llevó
el bokken abajo, a su espalda, ofreciendo el hombro izquierdo al ataque de su oponente. El espíritu de Takeshi vibró. Lentamente, cambió su guardia adelantando medio paso y levantando
el bokken por encima de su cabeza. En las formas del arte marcial, el cielo se preparaba para
atacar a la tierra.
La tensión llegó a su punto álgido con sus profundas respiraciones, luego se desencadenó la
tormenta. Con tremenda rapidez, Takeshi trazó un semicírculo y atacó con una serie de golpes que representaban elementos del cielo: lluvia y viento; Atsuo se desplazó por el semicírculo
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opuesto y paró los golpes representando árboles y piedras, realizando las técnicas con
energía.
El pájaro se sobresaltó con los primeros
golpes y voló asustado cruzando el jardín. La
ejecución de la forma de ataque fue brillante
en todos sus movimientos. Atsuo se vio obligado a tomar distancia cediendo posición, si
bien paró todos los golpes y terminó con una
postura ligeramente comprometida.
Ambos se estudiaron otra vez valorando
sus nuevas posiciones. Takeshi abatió el bokken retrocediendo y saludó.
—Enhorabuena, tu estrategia al utilizar la
postura de la tierra ha obtenido buenos resultados.
—Sí, ha funcionado, pero tu ataque me ha
descentrado y he comprometido mi posición
—dijo Atsuo.
—¡Vamos, Atsuo! —rió Takeshi—. No exageres, lo que pasa es que no quieres combatir más para que yo descanse, cortesía que te
agradezco. Debo decir que percibo un avance
en tu técnica —añadió—, y ello me alegra,
amigo mío. Tus desplazamientos son impecables. Gracias por permitirme entrenar contigo.
—Gracias a ti, Takeshi-sensei. Me haces
un gran honor —respondió Atsuo.
Y dando por terminado el ejercicio, cambiaron el bokken a la mano izquierda con un
ligero movimiento de muñeca, se saludaron
con una inclinación y abandonaron el dojo, a
donde empezaban a llegar samuráis de menor rango para ejercitarse en el combate.
El gran aprecio que ambos se tenían era
conocido en todo el clan. Saito Takeshi era
un hombre entrado en años, instructor de
esgrima del jefe del clan, Hirotoshi Katsuro.
Gozaba, además, de su confianza y amistad.
Por su parte Gonnosuke Atsuo era samurái,
y preceptor de arte y escritura de los hijos de
Katsuro: Saburo y Aiko.
Salieron al patio. Mientras, los habitantes y servidores de la casa iban apareciendo:
en el establo varios mozos cepillaban y alimentaban a los caballos, algunos artesanos
comenzaban a trabajar en sus talleres y sus
discípulos calentaban los hornos, en un espacioso jardín se reunían los samuráis y los
aprendices para que les fueran encomendadas las tareas, y los asistentes y ayudantes
recogían y ordenaban las habitaciones.
En una de las salas principales se iban reuniendo los consejeros del clan Hirotoshi. Tenían que tratar sobre las repercusiones que
la situación política tendría en su feudo y en
la ciudad de Edo, debían encontrar la postura
más conveniente para el clan en su relación
con los otros clanes y con el Shogun y estudiar la estrategia más adecuada.
Corría la primavera del año 1632. Durante
el mandato del tercer shogun, Tokugawa Iemitsu, el shogunato se estableció en la ciudad
de Edo, la fortificó y convirtió en la sede del
gobierno militar. Para ejercer un mayor control sobre los daimios, Iemitsu, impuso la política de que sus familias debían vivir de manera obligada en la ciudad de Edo, mientras
que los daimios debían alternar su residencia
entre Edo y sus respectivos feudos. De esta
manera les forzaba a mantener los gastos de
las dos residencias, más los frecuentes desplazamientos, debilitando así su poder económico y militar, y evitando cualquier intento
de rebelión contra el shogunato.
Lo que no pudo evitar fueron las intrigas
y los pactos entre clanes para arrebatar sus
feudos a otros daimios, llegando incluso a la
agresión y al exterminio de las familias para
quedarse con sus tierras y sus bienes. En esas
circunstancias, Tokugawa Iemitsu, aceptaba
al vencedor siempre y cuando no fuera lo suficientemente fuerte para atentar contra él.
Era una manera de tener ocupados y contentos a los daimios más ambiciosos.
Ante esta situación, los consejeros del clan
Hirotoshi intentaban equilibrar los dos grupos: el que permanecería en el feudo y el grupo que iría a Edo acompañando a la familia
del jefe del clan y a su servidumbre. En ambos lugares debía quedar una fuerza suficiente para atender la seguridad de las familias,
así como una fuerza armada capaz de defen-
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EL PERGAMINO DE ISAMU
der al feudo de los posibles ataques por parte
de bandidos, ladrones y otros clanes.
El jefe del clan, Katsuro, llamó a Atsuo
para comunicarle personalmente su decisión:
acompañaría a la familia del daimio y a su
servidumbre a Edo, en calidad de preceptor
de sus hijos, pero sin descuidar la seguridad
de los integrantes del grupo.
Para que pudiese moverse con libertad le
entregó un escrito firmado por la máxima autoridad militar de la ciudad, en donde se le
autorizaba a pasear por cualquier parte bajo
el pretexto de dibujar diversas láminas que
ilustrarían un libro para el Shogun. Este libro versaba sobre Edo, y en él se narraba el
origen de la ciudad, su territorio, su fauna
y flora, su evolución y su gente. Escrito por
varios eruditos, Katsuro había encargado su
edición manual a un taller de artesanos hacía
tres años, y pretendía regalárselo al Shogun,
ya que éste era un gran aficionado a la historia y a la pintura, y además le encantaban
las sorpresas. Katsuro, por recomendación de
sus consejeros, pretendía que todas las sensaciones del Shogun al oír el nombre del clan
Hirotoshi fueran agradables.
En Atsuo, por tanto, descansaría la seguridad de los integrantes del grupo y sus familiares en Edo, ayudado por una treintena
de samuráis del clan, cincuenta soldados y
una veintena de servidores. El grupo partiría
por la mañana, y Katsuro y su séquito se reunirían con ellos dos meses después. Takeshi
iría en este segundo grupo, protegiendo a su
señor con el resto de los samuráis, excepto un
retén que se quedaría en el feudo para no dejarlo desprotegido. Atsuo se retiró para hacer
los preparativos del viaje y seleccionar al personal necesario.
Su asistente, Fujio, le esperaba en la puerta de la gran sala. Se trataba de un joven de
quince años que Atsuo tomó como aprendiz
por amistad con su padre, un antiguo samurái que luchó en la batalla de Sekigahara con
el tío de Atsuo. El muchacho era espigado y
bien parecido, además de atento y resuelto.
Atsuo se había acostumbrado a dejarle a Fu-
jio la iniciativa en las tareas domésticas y el
trato con los servidores. Todos los días disponía de un rato para enseñarle esgrima, y al
final de la jornada continuaban con la caligrafía y la filosofía, disciplinas en las que ya
destacaba pese a su juventud.
Antes de dirigirse a las dependencias comunes para hablar con el encargado de los
servidores y el jefe de los samuráis, Atsuo le
encomendó a Fujio sus tareas.
—Prepárate a salir de viaje, tenemos que
ir a Edo por un tiempo. Empaqueta nuestras
cosas y ocúpate de ensillar nuestras monturas. También necesitaremos una caballería
para que lleve nuestro equipaje y lo necesario
para seguir allí con los estudios de Saburo y
Aiko. Habla con los muleros.
Fujio salió corriendo con una sonrisa, esos
viajes le gustaban más que la vida rutinaria
en la hacienda. Atsuo fue a las habitaciones
de Takeshi, y allí le encontró preparando un
envoltorio.
—Pasa Atsuo, iba a ir a verte ahora mismo. Me acabo de enterar que mañana partes
a Edo con la señora Yoko y los niños.
—Con tu permiso Takeshi, venía a informarte de ello y a pedirte consejo —dijo Atsuo.
—Verás, antes de nada quiero pedirte un
gran favor — Takeshi se quedó pensativo un
momento—. Hace tiempo que quería ir a Edo
a visitar a un buen amigo mío al que también te interesará conocer. Se llama Okamoto
Isamu, lo conocen como el Armero de Edo.
—He oído hablar de él —dijo Atsuo—. Ignoraba que le conocieses.
—Si, hace muchos años —la mirada de
Takeshi se perdió por breves momentos—,
cuando yo era un joven que buscaba encontrarme a mí mismo en el camino de la espada.
Él me enseñó el auténtico Bushido —volvió
de nuevo a la conversación—. Necesito que le
lleves esta katana para que la repare y afile.
La reconocerá nada más verla. ¿Me harás ese
favor?
—¡Por supuesto, Takeshi! —exclamó Atsuo—. Cuenta con ello, estaré encantado de
hacerte cualquier encargo. Además será un
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honor conocerle.
—Bien, te lo agradezco. Ahora vamos a comentar tu viaje y lo que te espera en Edo.
II
La mañana encontró al grupo preparado
para la partida. Atsuo se acercó a la cabecera
de la caravana y le cedió la dirección a Matsushiro, uno de los samuráis con más experiencia en el mando y un amplio historial de
batallas, persona de confianza de Takeshi. El
veterano samurái se lo agradeció ceremoniosamente y partió a revisar la colocación de los
estandartes y de los integrantes de la caravana; hizo comprobar la carga de las mulas, las
barras y enganches de los palanquines y pasó
revista a los samuráis, soldados y alabarderos. Con su celo demostró que no quería dejar
nada al azar.
Mientras, los caballos golpeaban el suelo con los cascos, inquietos por salir. Sobre
ellos, diez jinetes lucían sus armaduras ligeras, sujetando con firmeza las bridas. Detrás
de ellos iban seis samuráis a pie y los tres palanquines: uno con la señora del clan, Yoko,
otro con sus hijos Saburo y Aiko y un tercero
con las damas al servicio de la señora. Siguiendo a los palanquines iban otros cuatro
samuráis. Luego el personal de servicio con
las caballerías, equipajes, bultos y víveres;
cerrando la comitiva el grupo de soldados y
alabarderos, que cubrían la retaguardia. En
total llevaban una fuerza de combate de veinte samuráis y otros tantos entre soldados y
alabarderos.
Atsuo montaba su caballo, y Fujio se había
apropiado de una yegua joven y nerviosa de
las caballerizas. El preceptor se situó al lado
del palanquín de Yoko, y Fujio junto al de
Saburo y Aiko, con los que se puso a charlar.
Por fin Matsushiro dio la orden de partida y
la caravana comenzó la marcha. Tardarían
alrededor de tres días en llegar a Edo.
Mientras atravesaban el feudo del clan,
Atsuo iba pensando en su conversación con
Takeshi. Le sorprendió que su amigo conociera a Isamu, el Armero de Edo, y esperaba con
agrado la oportunidad de conocerlo él también. Llevaba la katana que aquél le había
confiado, envuelta entre sus ropas como un
fardo más. Dos soldados al final de la caravana llevaban la orden de no perder de vista los
bultos de Atsuo.
La mañana era luminosa, las tierras mostraban intensos colores según sus siembras,
bandadas de pájaros iban de un lado para
otro aprovechando las suaves corrientes de
aire llenas de insectos, los labradores dejaban de trabajar y se inclinaban al paso de la
caravana reconociendo los estandartes del
daimio y el palanquín de Yoko.
Un par de perros de la hacienda acompañó
al grupo hasta la linde de las tierras de labor
con el bosque, allí se quedaron contemplando
cómo se perdían en el sendero que atravesaba los árboles. Luego se volvieron a la casa.
Tres días antes, Katsuro decidió enviar a
su familia a Edo, y acto seguido mandó en
secreto a cinco exploradores para que fueran
revisando el camino y sus proximidades. Estos exploradores, expertos en ocultación y artes marciales, pertenecían a la familia Shinzo, cuya actividad ninja estaba al servicio del
clan Hirotoshi. Estaban dirigidos por Kaito,
y nadie en el clan sabía cómo se ponía Katsuro en contacto con ellos. Nadie, excepto quizá
Takeshi, a quién la familia Shinzo respetaba
tanto como al daimio.
Fue el maestro de armas, cuando le pidió
el favor a Atsuo para que le llevara la katana al armero de Edo, el que le advirtió en su
habitación.
—Mira todas las mañana debajo de tu silla
de montar —le dijo con seriedad -. Un amigo te dejará mensajes con información que te
será útil para la seguridad de la caravana. Si
quieres ponerte en contacto con él, utiliza el
mismo procedimiento.
Atsuo miraba a su alrededor en el bosque,
preguntándose por donde andarían los integrantes de la familia Shinzo. Se sentía más
tranquilo sabiendo que tenía aliados tan expertos por los alrededores.
El viaje transcurría tranquilo. Dejaron el
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EL PERGAMINO DE ISAMU
bosque llano y entraron en terreno abrupto, en donde el paso de los palanquines y las
caballerías se hizo más lento. La vegetación
seguía siendo exuberante, formada principalmente por abetos, cedros y coníferas; su amplio porte hacía que el sendero fuera serpenteando con frecuentes cambios de nivel. El
piar de los pájaros les acompañaba haciendo
más ameno el camino. Atsuo estaba atento,
la compañía de los gorriones le indicaba que
no había ojos indiscretos cerca del sendero. A
pesar de ello puso la mano con descuido sobre
la empuñadura de la katana.
Un poco más atrás, Fujio seguía en animada conversación con Aiko y Saburo, sus risas
coreadas por los trinos rebotaban en la bóveda del bosque. Matsushiro mandó adelantarse a dos exploradores, conocía el terreno
y sabía que estaban a poca distancia de una
zona despejada. El caballo de Matsushiro cabeceó inquieto mientras los dos hombres se
adelantaban en silencio, saliendo del sendero
para dar un pequeño rodeo.
A los pocos minutos la caravana entró en
un claro. Atsuo reconoció una señal del clan,
tres piedras blancas colocadas en ángulo
apuntaban a un árbol, en su tronco se veían
dos rayas diagonales cruzadas y en cada uno
de sus cuatro ángulos un circulo. Era el Kamon o emblema de la familia Hirotoshi. Los
dos exploradores estaban acondicionando un
espacio. La zona parecía segura.
Los porteadores acercaron los palanquines
al resguardo de un cedro de enorme circunferencia. Lo servidores se pusieron a la tarea de encender un fuego y traer agua para
preparar la comida. Mientras los soldados se
ocupaban de descargar las caballerías, trabarlas y dejar vigilancia, los samuráis colocaron los estandartes y se distribuyeron estratégicamente, estableciendo varios niveles de
protección en torno a las personas de rango.
Por indicación de Atsuo, Fujio se ocupó de
sus monturas y revisó el equipaje. Se colocaron unos paneles de lienzo para cortar el
aire a las señoras. Finalmente Matsushiro
distribuyó los puestos de vigilancia y envió
tres soldados sendero adelante para buscar
huellas o indicios de que alguien se aproximara al claro.
Llevaban allí un rato cuando aparecieron
de vuelta los exploradores que había mandado Matsushiro. Su informe era tranquilizador, no habían visto nada sospechoso en un
amplio tramo del sendero. Luego de informar, se fueron con sus compañeros de armas
a descansar y reponer fuerzas.
Atsuo, para aprovechar el tiempo mientras
preparaban la comida, llamó a Saburo, Aiko
y a Fujio, y juntos comenzaron una sesión de
entrenamiento salpicada con comentarios y
observaciones sobre el código del samurái, el
bushido. Saburo era un muchacho despierto
con el genio de Katsuro, su padre, y cogía el
bokken con excesiva fuerza, lo que restaba
eficacia a su destreza. Akio era inteligente,
prefería el bo, el palo largo, al bokken y había desarrollado una gran precisión con esa
arma. Fujio utilizaba el bo y el bokken indistintamente, si bien sus avances con esta
arma eran notables.
Comenzaron emparejándose: Saburo con
Fujio y Aiko con Atsuo. Los cuatro se saludaron y empezaron a cruzar los bokken. Fujio
amagó un golpe a Saburo, y cuando éste modificó la postura para bloquearlo, le atacó con
rapidez buscando penetrar su guardia; Saburo rectificó mientras retrocedía, parando
los ataques de Fujio a cambio de perder algo
de estabilidad. Fujio empezó a reír y Saburo
encolerizándose atacó con demasiado ímpetu
acabando los dos en el suelo. Aiko perdió su
concentración ante el escándalo de Fujio y su
hermano, y Atsuo tuvo que intervenir.
—Está bien. Sentaros los tres y vamos a
pensar qué ha pasado para que acabéis así.
Saburo se controló, y mirando con furia a
Fujio se sentó en el suelo cruzando las piernas. Fujio miró al suelo, alternaba las ganas
de reír con un gesto de dolor. Sin poderlo evitar se frotó las posaderas, la zona que había
salido perdiendo al caerse al suelo con Saburo encima, mientras se sentaba con cuidado.
Aiko también se sentó, mirándolos con gesto
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RAMÓN PLANA
divertido.
—Saburo, ¿qué te ha ocurrido? —preguntó
Atsuo.
—Me enfadó que Fujio se riera de mí, sensei —contestó.
—Bien, ¿qué te tengo dicho cuando estás
en combate? —continuó Atsuo.
—Que mantenga la concentración y la calma —dijo el joven.
—Si lo hubieras hecho, habría sido Fujio
quien hubiese perdido el combate, ya que
al reírse perdió la concentración y tú podías
haberle atacado entonces con eficacia. Fujio,
dime qué es lo que has hecho tú mal.
—Menospreciar al enemigo riéndome de él,
sensei —contestó con cara compungida.
—¡Exactamente! No debéis olvidar que
respetando al enemigo os respetáis vosotros
mismos. No debéis dejar que os gobiernen las
pasiones. Y a ti Aiko, que te tengo dicho.
—Que no me distraiga en los entrenamientos, sensei.
—Bien, me alegra ver que todos, por lo menos, recordáis lo que os digo —dijo Atsuo con
ironía—. Ahora vais a hacer la forma primera entera, con todos sus golpes. ¡Vamos! Empezad ya.
Atsuo se levantó ocultando una sonrisa.
Comprobó que los tres se alineaban y comenzaban la serie de golpes y desplazamientos
que conformaban la forma primera de kenjutsu. Fue a sentarse con Matsushiro, que
miraba sorprendido como terminaba la práctica después de verla desarrollarse desde el
principio.
—Atsuo-san, no pensé que enseñar fuera
tan divertido. Siéntese por favor, será un privilegio.
—Gracias Matsushiro-san, me sentaré con
gusto. En cuanto a la enseñanza —se quedó
pensando un momento—, reconozco que sí es
divertido, sobre todo con estos tres jovencitos
que no dejan de sorprenderme cada día un
poco más.
En ese momento, se acercó una de las damas para decirles que la señora Yoko estaría
muy agradecida si ambos quisieran compar-
tir la comida con ella.
—Dígale a la señora que iremos con mucho
gusto —contestó Atsuo por los dos.
Se acercaron a la zona protegida del escaso
aire por los lienzos y tomaron asiento en los
pequeños taburetes que portaban los sirvientes de la señora. Les sirvieron una tacita de
sake templado y empezaron a charlar sobre lo
que encontrarían al final del viaje. La comida
discurrió con armonía, y la conversación versó sobre la variopinta y amplia comunidad
que se encontraba en la ciudad de Edo.
Llevaban un buen rato hablando, casi finalizando la comida, cuando los sentidos de
Atsuo le avisaron de que algo no iba bien. Disimulando su alarma, miró alrededor y se dio
cuenta de que el piar de los pájaros había cesado. Alertó a Matsushiro con la mirada. En
ese momento notó un siseo y una sombra, y
sin pensarlo ejecutó el golpe de la golondrina.
Una flecha de veinte centímetros se clavó en
el suelo, golpeada en el aire por la katana de
Atsuo, a escasa distancia de Yoko. Matsushiro saltó cubriendo a la señora con su cuerpo
mientras desenvainaba su espada y alertaba
a los samuráis.
Hubo un revuelo en el campamento. Se
notó un ligero tumulto en la vegetación próxima, en la zona noreste del claro. Cuando los
samuráis llegaron allí encontraron entre los
matorrales un cuerpo oscuro tirado en el suelo. Lo arrastraron hasta el claro. Matsushiro
y Atsuo se acercaron para ver que era un
hombre de unos veinticinco años, fornido, totalmente vestido de negro y con una herida
profunda en el cuello. En la espalda llevaba
un ninjato (sable corto) propio de los ninjas y
varias flechas en una bolsa a la cintura. En el
suelo a su lado una fukiya (cerbatana) indicaba que el ataque había partido de él. En sus
ropas y armas lucía un emblema compuesto
por un círculo partido en vertical, en la mitad
de la izquierda mostraba una mancha negra,
la mitad de la derecha una hoja de árbol.
—Es un ninja de la casa Gensai —dijo Matsushiro -. ¡Maldito sea! ¿Por qué querría matar a la señora Yoko?
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EL PERGAMINO DE ISAMU
Miró fijamente a Atsuo, y exclamó:
—¿Cómo te diste cuenta Atsuo-san? Sin ti
la señora estaría mal herida o tal vez muerta.
Yo no fui capaz de percibirlo, soy deudor tuyo
—y se inclinó con respeto.
—No me debes nada Matsushiro —dijo
Atsuo -, lo hice porque es mi deber. Hay que
avisar a Katsuro de lo que ha ocurrido para
que estén alerta. Además, este hombre está
muerto y no lo hemos matado nosotros, por
ello debemos redoblar la vigilancia.
—Si, está muerto. Alguien lo ha matado
de un golpe en el cuello, pero le dio tiempo a
lanzar el dardo —dijo Matsushiro, luego continuó, bajando la voz—. Nos están ayudando
Atsuo-san, pero… ¿quién?
Atsuo pensó en Shinzo Kaito, pero no quiso descubrirlo aún. Lo más prudente era que
nadie lo supiese de momento. Esperaría hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y en quién podía confiar.
Mientras, los sirvientes recogían el campamento para continuar la marcha, acuciados
por la sensación de riesgo después del ataque.
Los samuráis recorrieron las zonas próximas
al claro pero no encontraron huellas ni signos
de otras personas. La señora Yoko agradeció
a Atsuo su rapidez y habilidad que tan eficazmente la habían ayudado. Matsushiro envió
un mensajero al feudo para informar del ataque a Katsuro y tranquilizarlo sobre la salud
de Yoko. Luego partieron con rapidez.
El resto del trayecto lo hicieron con los
soldados desplegados, vigilando matorrales
y árboles. Taparon los palanquines con los
lienzos para que no se distinguiesen las figuras. Los samuráis se mantuvieron en alerta,
un grupo de ellos se armaron con arcos para
repeler posibles ataques desde lo alto de los
árboles.
Llegaron a la aldea en donde iban a pasar
la noche cuando estaba cayendo el sol. Las
sombras se alargaban y un tono anaranjado
se esparcía por las casas tiñéndolo todo. El
grupo de exploradores que les precedió habían preparado dos casas y un establo muy
amplio, los tres en un pequeño cerro que do-
minaba la aldea.
La vista era estupenda. Desde la casa principal se veía el sendero por el que habían llegado y el inicio del camino que seguirían al
día siguiente, y que discurría por un valle en
cuyo fondo rugía un caudaloso río. A media
jornada el sendero ascendería por la montaña para internarse en un bosque con abundante vegetación.
El grupo se mantenía alerta después del
encuentro en el claro. Matsushiro esperaba
a un mensajero que traería instrucciones de
Katsuro desde el feudo; mientras, colocó a
todos sus hombres para que nadie pudiera
acceder al cerro sin ser visto. Los soldados y
alabarderos encendieron pequeños fuegos, y
se situaron formando un círculo alrededor de
las dos casas y el establo. Los samuráis formaron dos anillos de vigilancia, el primero en
torno a la casa principal, y el segundo en el
pequeño patio interior. Dos samuráis permanecían en la estancia contigua a la de Yoko
en estado de máxima alerta.
Esa noche los miembros de la caravana tomaron una cena fría. Poco a poco las sombras
fueron extendiéndose por toda la aldea, hasta que la única iluminación fue la que ofrecían las hogueras, los faroles y las lámparas
de aceite. Fujio estaba en la casa colocando
sus equipajes y preparando las esteras para
pasar la noche. Atsuo se encontraba comprobando los distintos puestos de vigilancia, todo
se veía en calma. Se acercó al establo y comprobó que los animales estaban tranquilos.
A pesar de todo, algo le alertó. Hizo ademán
de salir y se deslizó a un lugar más lóbrego.
Permaneció totalmente inmóvil y en silencio.
De repente observó una zona más oscura entre las vigas del techo, la que juraría que se
había movido. Un suave roce a su izquierda
le hizo prepararse para el ataque, cuando un
suave susurro le frenó.
—No Atsuo-san, por favor, no se inquiete —dijo una voz desconocida para él—. Soy
Shinzo Kaito y me envía el señor Hirotoshi
Katsuro.
—¡Vaya! Buen susto me ha dado Kaito,
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RAMÓN PLANA
pero me alegro de oírle. Takeshi me dijo que
me dejaría un mensaje bajo la silla de montar.
—Y así debía haber sido —dijo Kaito.
—¿Quién nos ataco este mediodía en el claro? —preguntó Atsuo.
—Era Taiki del clan Gensai, lo vimos demasiado tarde —dijo Kaito—. Debía llevar
allí desde ayer. No pudimos impedirlo pero le
costó la vida.
—¿Quién puede tener interés en matar a la
señora Yoko? —inquirió Atsuo.
—No lo sabemos, estamos investigando ya
en Edo para descubrirlo —respondió Kaito
-. Tendremos que ser muy precavidos. ¡Psss
cuidado!
Un samurái se acercó al establo haciendo
la ronda de vigilancia. Ambos dejaron de hablar hasta que se alejó.
—Kaito, si usted ha llegado hasta aquí —
dijo Atsuo -, nuestra vigilancia no debe ser
muy buena.
Kaito sonrió en la penumbra.
—No crea Atsuo-san, usted no sabe lo que
me ha costado. Pero no se preocupe, cuatro
de mis hombres vigilan la aldea por orden de
Katsuro.
Atsuo le miró a la cara. Estaban a menos
de un metro de distancia y, aunque era de noche, la luz de los fuegos y las lamparillas de
aceite daban un poco de claridad en algunas
zonas del interior del establo. Pudo apreciar
que, aunque relajado, Kaito estaba vigilante,
su postura le permitiría desenvainar el ninjato que llevaba a la espalda a la mínima señal de peligro. A pesar de todo lo ocurrido ese
día parecía mantener una gran calma. Una
cosa le intrigaba aún a Atsuo.
—Dígame Kaito, ¿por qué ha venido hasta
el establo, si podía dejarme el mensaje debajo
de la silla?
El ninja se volvió hacia él y le miró a los
ojos.
—Verá Atsuo-san, sentía mucha curiosidad por conocerle a usted. He oído hablar
mucho del golpe de la golondrina, pero no he
conocido a nadie capaz de aplicar esa técni-
ca —le observó con admiración—. Usted ha
tenido que entrenar mucho para conseguir
esa perfección en el golpe. Quizá tanto como
nosotros —volvió a mirar hacia el exterior del
establo—, toda una vida entrenando. Pero no
se puede desarrollar una habilidad así, si no
se tiene la facultad necesaria, por eso le admiro: usted adivina el golpe y se anticipa.
—Gracias por su apreciación Kaito —dijo
Atsuo—. Por lo que me ha dicho Takeshi usted también tiene unas cualidades más que
notables.
—Me temo que tendremos que utilizarlas
todas —sonrió Kaito -. Será un placer luchar
a su lado Atsuo-san. Cuando nos enteremos
de algo le avisaré, siempre estaré cerca de
ustedes.
Al momento siguiente Atsuo estaba solo.
Miró hacía las sombras, pero no vio moverse nada. No le había visto irse, ni tampoco le
había oído.
Dejó pasar un rato y salió por la parte de
atrás. Poco a poco fue acercándose a los fuegos para charlar con los soldados. Se aseguró
de que no habían visto nada extraño. Luego
se fue hacia la casa dando un pequeño rodeo.
Mientras caminaba, su cabeza repasaba lo
ocurrido en ese día y recordaba unos comentarios del jefe del clan unas semanas atrás.
Hacía unos días que Katsuro les había
alertado por un comentario de un amigo, el
cuál le sugirió que un daimio influyente deseaba sus tierras, y para conseguirlas había
maquinado una estrategia simultánea en el
feudo del clan Hirotoshi y en la capital, Edo.
A grandes rasgos: pretendía eliminar a una
parte de los miembros de la familia y hacer
caer al clan en desgracia frente al shogun,
para luego justificar un ataque y posteriormente reclamar su feudo. La amenaza parecía, entonces, que era cierta. En ese momento, Atsuo se propuso descubrir al enemigo y
anular sus intenciones.
Con esa determinación, se retiró a descansar. El viaje a Edo prometía ser mucho más
complicado e interesante de lo que parecía al
principio.
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CRIS MIGUEL
HAMBRE, COMIDA,
SILENCIO.
por Cris Miguel
Nº6 Verano ‘12
Los muertos vuelven a la
vida para arrastrar a los
vivos con ellos. La ciudad
está infestada, y el grupo
de Catherine depende de
su agilidad y astucia para
sobrevivir en un mundo
desolado por la más terrible
de las plagas.
I
S
iento el asfalto bajo mi
cuerpo, la cabeza me martillea y no soy capaz de ver nada.
“Catherine”.
por Nombre Apellido Apellido
“Cathy”.
No lo oigo con claridad, pero
alguien está gritando mi nombre. Intento abrir los ojos y los
párpados me pesan demasiado.
Siento algo caliente sobre mi
brazo derecho. Al momento alguien me zarandea, pero la negrura no me deja ir, me quiere
para ella. Algo me abrasa en el
costado derecho, quisiera alargar la mano y ver qué es, echarme agua; pero mi cuerpo es un
peso muerto, sin autoridad.
“Vamos, yo te cubro”.
Quiero abrir los ojos, sé que están cargando conmigo, ya no estoy en el suelo. Sin embargo, la
pesadez y el escozor del costado hacen que me resigne a esta oscuridad que llega a parecerme
atractiva.
El destello me hace daño en los ojos, intento enfocar la vista y sólo veo hierro a mi alrededor.
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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO.
Ahora siento un hombro clavarse irremisiblemente en mi estómago. Conocería su cuerpo en
cualquier parte. Alargo la mano hacia su cuello y muevo un poco las piernas para que se dé cuenta de que estoy despierta. El ruido que hacen sus botas subiendo las escaleras de incendios cesa
para tenderme en un escalón sin soltarme del todo.
—¿Eh, estás bien? Menudo susto nos has dado… —me dice sujetándome la cara con sus manos.
—Sí, estoy bien —logro articular, algo aturdida aún.
Veo que unos pies se detienen a nuestra altura.
—¡Dormilona! Me alegro de que estés bien. Vamos, os espero arriba —nos dice Max con una
enorme sonrisa en la cara.
—De acuerdo, enseguida subimos
—le contesta Oliver sin soltarme la
cara y apartándonos un poco para
dejarle pasar.
Me siento mareada. Me levanto la
camiseta, el costado me quema. Llevo mis dedos por esa zona pero no
encuentro nada, ni un mísero arañazo. Absolutamente nada.
—¿Qué te ocurre? ¿Tienes algo? —
El miedo se vislumbra en los ojos de
Oliver que se inclina apartándome
la mano con delicadeza para comprobarlo el mismo.
—No tienes nada, cielo. —Me da
un beso en la curva de mi cintura y
me estremezco. Eso me devuelve un
poco a la realidad.
—¿Qué ha pasado? —le pregunto
desorientada. Soy incapaz de recordar nada desde que emprendimos el
camino de regreso al refugio y giramos esa esquina… la esquina. Estaba lleno.
—Te rodearon, perdiste el equilibrio, debiste darte en la cabeza al
caer contra el suelo… Me asusté muchísimo, te dije que te mantuvieras
detrás de mí… Si no fueras tan cabezota… —Apoyo los codos en mis rodillas y me sujeto la frente con una
mano—. Creía que te habían mordi-
do, no pude parar a mirarlo…
—Tranquilo, estoy bien. —Le cojo una mano entre las mías—. Siento haberte asustado. —Me
muerdo el labio, verle tan vulnerable… siempre ha sido lo peor de ir a explorar juntos.
Nos damos un intenso beso y subimos más lentamente de lo normal hasta el último piso.
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CRIS MIGUEL
En cuanto entramos por la ventana Megan y Esther me interceptan. Está claro que
Max ya les ha contado lo ocurrido. Intento
sonreír y quitarle hierro al asunto, hasta me
dejo mimar un poco por Esther, que tiene ese
instinto maternal propio de mujeres nobles
que están acostumbradas a estar siempre rodeadas de mochuelos. La miro y me hundo en
su hombro, no suelo sucumbir, mis defensas
siempre están alerta y soy yo la que cuida de
ellas, sobre todo de Megan que aún no ha salido de la adolescencia.
—Estoy bien, tranquilas. —En cuanto salen esas palabras de mi boca siento otra vez
la quemazón en el costado.
Sucumbiendo de nuevo al impulso, me levanto la camiseta y me masajeo la zona.
—¿Qué te ocurre? —Igual que ha hecho
Oliver, Esther me aparta la mano y se inclina
para inspeccionarme—. No tienes nada, niña
—me dice cariñosamente acariciándome el
brazo.
Asiento, doy un beso a Megan en la frente
y voy a buscar a Oliver y a Max. Los encuentro en la cocina, o lo que antes era la cocina,
que ahora escasamente cumple esas funciones. Me siento en la encimera y les observo,
ambos se han callado en cuanto me han visto
entrar.
—Vamos, dejad de mirarme como si fuera
un cachorro herido. ¿De qué hablabais?
—Si te encuentras bien, le estaba diciendo
a Oliver que mañana podríamos cambiarnos
de refugio —cuenta Max.
—Yo le he dicho que no, que es peligroso y
más si tú estás desorientada. Ellas no saben
luchar ni empuñar un arma… Te necesitamos entera —me dice Oliver y un destello fugaz de terror atraviesa su mirada.
—Tú decides. —Max me pasa la decisión.
—Estoy bien, podemos movernos mañana.
—Cathy, nos da igual esperar un día más
—dice Oliver mientras se acerca a mí y me
acaricia la pierna.
—Sabes muy bien que no da igual. No tenemos comida, y si dejamos pasar otro día
podrían llegar más a la zona que hemos ido
limpiando… Es más seguro ir mañana.
—De acuerdo, ahora cuando comamos algo
se lo decimos para que se preparen y se conciencien. —Max sale de la cocina dejándonos
solos.
Oliver esta frente a mí, cabizbajo, contemplando nuestras manos entrelazadas.
—No creo que sea seguro… —Le acaricio
la mejilla y echo su rebelde pelo rubio hacia
atrás con mis dedos.
—Para ti nunca es seguro, pero es que ya
no hay nada seguro. —Su barba me raspa la
mano—. Cuanto antes nos movamos, mejor
—digo convencida.
Él niega con la cabeza, derrotado. Sabe que
no vamos a ceder, que la decisión está tomada. Sus ojos azules me atraviesan y me odio a
mí misma por hacerle sufrir, por preocuparle. Pero sé que es lo mejor para el grupo, me
encuentro bien, salvo por el dolor en el costado, y mañana estaré en plenas condiciones
para enfrentarme a esos putos monstruos. Lo
estrecho contra mí pensando que si no le tuviera a él, hace tiempo que hubiese muerto.
Le debo todo. Y me insto a mí misma a que
mañana yo le protegeré ahí fuera, ya que él
estará intentando protegernos a todos.
II
Miro por la ventana. Ya ha oscurecido. Estamos todos en el salón, trazando el plan, el
recorrido y la forma de actuar correcta ante
imprevistos. Megan está asustada, no está
acostumbrada a salir fuera, de hecho, desde
que la encontramos, siempre se ha quedado
aquí con Esther. Es sólo una niña. Con suerte
mañana sólo tendrán que correr.
—Si las cosas se ponen feas, tras estas dos
manzanas hay una tienda en la esquina. Se
accede por el callejón de la parte de atrás.
Está limpia salvo alguna excepción, es prácticamente segura —explica Oliver—. Así que,
si tenemos que huir y escondernos, la parada
más cercana es esa.
Traga saliva, está nervioso. Le aprieto la
mano para darle fuerzas y prosigue con su
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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO.
explicación.
—Tras ese refugio no hay ninguno medianamente seguro después de cuatro manzanas. Por ahí hay muchas calles, es fácil escabullirse aunque siempre hay sorpresas,
grupos más numerosos de la cuenta… Iremos
en grupo, os cubriremos. Ambas llevaréis un
arma, pero usadla única y exclusivamente
para una gran emergencia. Nos puede costar
la vida a todos…
Le acaricio la pierna y continúo yo, hay que
dar ánimos, fuerza, no podemos tener miedo
y arriesgarnos a que Megan tenga un ataque
de pánico.
—Bueno, todo saldrá bien. Estamos acostumbrados a movernos y deshacernos de
ellos. Son lentos, mantened su boca y sus
uñas alejadas de vosotras y no pasará nada.
—Exacto. Nosotros somos más listos, más
rápidos y vemos mejor. Está chupado —me
apoya Max.
En verdad lo pienso, pero la mente turbada
de Oliver me contagia parte de su inquietud.
Puedo sentirla, lo transmite por todos los
poros de su piel, su mirada, su postura… no
quiere ir.
—Repito que no tenemos por qué hacerlo
mañana. He aconsejado a Cathy que es mejor que repose, pero ya los conocéis, son más
tercos que una mula… —se lamenta Oliver.
—¡Venga, tío! Cathy es fuerte, y ellas también. Cuanto más vueltas le demos peor —
anima Max.
—¿Os acordáis de cuando me encontrasteis? —Max, Oliver y yo asentimos, y Esther
continúa—: Ahora sólo estamos dos pisos por
encima, pero habéis convertido esto en nuestro hogar, en un lugar seguro. Estaba sola y
me salvasteis… —Se muerde el labio—. Me
fío de vosotros, lo que decidáis estará bien.
Guardo silencio, me acuerdo de ese día.
Max trabajaba con Oliver en el hospital cuando todo estalló. Reaccionaron rápido y fueron
a buscarme al trabajo. En el todoterreno de
Max nos alejamos de la ciudad a unos montes
cercanos. Pasamos un día entero en el coche,
intentando sintonizar la radio. Sin comida ni
agua volvimos a la ciudad y, apenas nos internamos, encontramos una marea entera de
esos bichos. Aún sin armas, sólo nos quedaba
correr, y eso hicimos, bordeamos la periferia
de la ciudad y allí había muchos menos que
dentro. El segundo día, ya provistos de algunas armas, empezamos a registras los pisos
y encontramos a Esther encerrada en su dormitorio.
Hemos perdido la noción del tiempo, pero
ha pasado lo suficiente como para haber acabado con los almacenes de las tiendas de los
barrios aledaños. Sin comida, tenemos que
movernos, otra vez. Max, Oliver y yo hemos
estado registrando alejándonos un poco más
cada día, saliendo antes y volviendo más tarde, y hemos encontrado un edificio de ocho
pisos que nos servirá. Pero está lejos, a varias
horas de camino a paso lento. No puedes correr como una loca con la ciudad llena de esos
bichos, no sabes qué te vas a encontrar en la
siguiente esquina.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta
Oliver sacándome de mis recuerdos.
—Bien, pesado. —Es automático, cada vez
que digo “bien” me escuece el costado. Realmente me debí de dar un golpe fuerte en la
cabeza.
—Es mejor que intentemos dormir algo,
mañana será un día largo —dice Oliver.
—¡Eso! Yo me encargo de la primera guardia —se ofrece Max.
Oliver y yo nos levantamos y vamos a nuestro pequeño cuarto, quizás sea la última noche que dormimos en una cama en mucho
tiempo. El edificio al que vamos es seguro,
todo lo seguro que puede ser en estos días,
pero no sabemos la calidad de las cosas de su
interior. Menos mal que tenemos a Esther,
que se encarga de poner todo medianamente
decente.
Me acurruco junto a Oliver, me besa en la
frente sin dejar de mirarme. Me duele el costado ahora que estoy tumbada sobre él. Me
estoy volviendo paranoica.
—Quiero que tengas cuidado mañana y no
te expongas en exceso… —me dice seriamen-
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CRIS MIGUEL
te.
—¿Ya estamos? —Siempre sobreprotegiéndome.
—Hazlo por el grupo, si te expones más
de la cuenta y te separas mucho de mí sólo
tendré ojos para ti… No podré proteger a los
demás.
—Está bien, deja de darle vueltas.
—Te quiero —me dice y me levanta la cabeza cogiéndome de la barbilla para besarme.
Yo sólo quiero dormir, así que enseguida
estoy sumida en un placentero sueño.
III
Abro tímidamente los ojos, el cielo empieza
a clarear. Está amaneciendo. Me doy la vuelta y estoy sola en la cama. Oliver siempre
se levanta antes. Me desperezo y voy en su
busca. Las chicas aún duermen y Oliver está
hablando con Max, sentado ambos en el suelo
del salón. Me acerco y les imito.
—¿Habéis dormido algo? —les pregunto.
—Sí, tranquila. ¿Cómo te encuentras? —se
interesa Max.
—Bien, fresca como una lechuga. —Sonrío
para quitarle hierro al asunto.
—Deberíamos despertarlas, tenemos que
aprovechar toda la luz —dice Oliver. Asiento
y voy a la habitación de al lado.
Tengo una sensación rara en el estómago,
además el costado me sigue escociendo aunque no hay nada. Las despierto con dulzura y
en unos minutos estamos listos para emprender el camino. Max les ha dado una pistola
cargada a cada una, él y Oliver llevan sendas
escopetas, y yo me conformo con una pistola
que rara vez utilizo. Estoy más a gusto con
el machete y varios cuchillos, aunque implica
acercarse mucho, demasiado.
Salimos al fresco de la mañana, a estas horas al menos el calor nos da un respiro. Oliver va delante y Max nos cubre la espalda, yo
voy al lado de ellas e intento tranquilizarlas
con una leve sonrisa, Megan asiente y seguimos sin decir una palabra a Oliver. La calle está prácticamente desierta, hay algunos
diseminados, pero nos movemos con la sufi-
ciente diligencia como para no darles tiempo
a alcanzarnos.
Oliver se para, haciéndonos un gesto para
que nos peguemos a la pared detrás de él.
—A partir de aquí la zona no es tan segura,
no os lo digo para que os pongáis nerviosas,
sólo abrid más los ojos si cabe. ¡Vamos!
Estamos en una gran avenida, no se diferencia de cualquier calle de la periferia de
cualquier ciudad; sin embargo, la desolación
impregna cada ladrillo. No sabemos cuánto
tiempo llevamos así, pero el deterioro es la
figura dominante del paisaje. Miro a mi alrededor, no hay rastro de ninguno. Me parece
extraño, porque pululan de un lado para otro
en busca de un pedazo de carne, pero ahora,
aquí, no hay nada.
Avanzamos lo más rápido que podemos exponiéndonos mínimamente. Oliver se acuclilla a tomar aire al lado de un coche. Todos
le imitamos, Max sin perder de vista la retaguardia.
—Que mal huele —se queja Megan tocándose la nariz.
—Ya… es normal, todo está muerto —contesto.
Supongo que ella sí notará el olor, pero yo
me he inmunizado, tengo el maldito aroma
pegado a la nariz día y noche, estén cerca o
no. Sólo huelo a descomposición y cadáver,
cuánto echo de menos mi perfume de vainilla.
Un grito sordo interrumpe mis estúpidos
pensamientos, miro a Megan y a Esther, que
están a mi lado apoyadas en el coche. Por un
segundo mis venas se hielan, pero cuando la
sangre vuelve a circular cojo un cuchillo del
cinturón y lo incrusto en la cabeza del muerto. Mierda.
—Esther, ¿estás bien? —pregunto, pero su
cuerpo se resbala hasta el suelo.
Se está sujetando el cuello con las manos
y entre los dedos se desliza espesa la sangre.
Joder. Miro a Megan que está a punto de gritar, consciente de lo que está sucediendo. Me
arrodillo ante Esther, pero Oliver estira el
brazo y le tapa la boca. Ya hemos hecho suficiente ruido.
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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO.
—Esther, mírame. —Le cojo la mano. Sé
que no puedo hacer nada, pero no quiero dejarla sola.
—Tenemos que irnos —dice Max—, vienen
algunos.
—No podeos dejarla —contesto intentando
no alzar mucho la voz.
—¡Joder, Cathy! ¿Cómo que no? —Me mira
perdiendo la paciencia—. ¡Hazlo!
—Esther… —Ella está inconsciente y su
pulso es cada vez más débil.
Lo hemos pactado, nosotros queremos lo
mismo. Alzo el cuchillo y se lo incrusto en
la sien, lo más rápido y efectivo. Megan se
retuerce entre los brazos de Oliver sin parar
de llorar. Limpio el cuchillo y me lo guardo.
Esto no debería haber ocurrido, cómo no le
hemos visto. Miro al suelo y Oliver nos hace
una seña con la cabeza para que volvamos a
ponernos en marcha.
—La tienda está aquí al lado, podemos parar para tranquilizarnos ahí.
Max y yo asentimos. Oliver me tiende a
Megan, la sujeto como puedo y le sigo. No soy
capaz de pensar, voy detrás de Oliver sin soltar ni un momento a Megan, que sigue llorando. Me escuece el costado, eso es lo único
que me distrae levemente de mi empeño en
continuar. Sin más sorpresas logramos entrar en la pequeña tienda de lo que en su día
fueron comestibles. Ahora no hay más que
estanterías vacías, polvo y porquería.
—Megan tranquilízate —digo sentándome
con ella apoyadas en el mostrador.
—Voy a echar un ojo, por si acaso —dice
Max.
—Megan, no puedes estar así, tenemos que
llegar a nuestro nuevo hogar. —Intento consolarla acariciándola el brazo.
—¿Hogar? ¡¿Qué hogar?! ¡Sólo hay…! —La
callo atrayéndola contra mi pecho.
Oliver nos mira desde arriba, visiblemente
nervioso. Esto se nos va de las manos. Si tenemos que estar pendiente de ella nos pondremos en peligro nosotros, y cerca de la nueva
zona hay grupos considerablemente grandes
que nos pueden dar problemas. El costado
me hierve. Inconscientemente me acaricio
la zona. Me permito pensar en Esther y los
remordimientos me escuecen más que el costado. Ya no está, nunca más… Ahora también me molestan los ojos. Respiro hondo y
me obligo a mantener la templanza, aún no
estamos a salvo.
—Megan, cariño, Esther querría que estuvieras a salvo. Tranquilízate, cuando estemos seguros dedicaremos unos minutos a
recordarla.
—¿Unos minutos? ¿No tienes corazón? —
Se sorbe los mocos—. No, claro que no. La
has matado… —Me quedo sin palabras ante
su tono acusador.
—Es nuestro pacto, ella lo quería así —intercede Oliver.
Se pone las manos en la cara y sigue llorando. Oliver me coge del brazo y me levanta. Me
lleva aparte sin soltarme.
—¿Estás bien?
—Joder, claro que no —digo susurrando—,
pero ahora no podemos lamentarnos. ¿Cómo
no nos hemos dado cuenta, Ol?
—No lo sé, hemos mirado esos coches un
centenar de veces… Ha sido mala suerte.
—¡Ey, chicos! —nos llama Max desde la
parte de atrás de la tienda.
Vamos a su encuentro, esquivando los trastos que hay en el suelo. Oliver se asoma primero a la pequeña habitación que hacía de
trastienda. Le sigo. Max está a una distancia
prudencial de una criatura que está tirada en
el suelo.
—Pero si pasamos por aquí hace un día y
estaba limpio… —se extraña Oliver.
—Lo sé… —Me pongo detrás de ellos para
verlo mejor. El cadáver viviente, además del
hedor habitual, está cruelmente tirado con lo
poco que conserva de sus extremidades.
—Acabad con él y vámonos, estamos perdiendo mucho tiempo —dice la parte más
práctica de mi persona.
—Es cierto, tenemos que…
—¡Aaaaaaaaaaaaah! —El grito de Megan
hace que salgamos velozmente del cuartucho.
Llego antes y tengo un segundo más para
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CRIS MIGUEL
asimilar lo que ven mis ojos. Un grupo de
criaturas la tienen cogida por los pies desde
el escaparate y la intentan arrastrar hasta la
calle.
—¡No! —Me lanzo a por ella. Me escuece el
costado más que nunca, pero lo ignoro.
Cojo el machete y un pequeño cuchillo de mi
cinturón y recorro la pequeña distancia que
nos separa. Está sujeta por cuatro de ellos.
Sin pararme a evaluar nada, me centro en
sus hediondas cabezas machete en mano. En
escasos segundos sus brazos dejan de tener la
poca vida que los movía. Max y Oliver arrastran a Megan al fondo de la tienda. Me separo de lo que antes era el escaparate. ¿Cómo
han conseguido romperlo? Con mis sentidos
embotados sigo a Max y Oliver sin perder de
vista el exterior. Oliver me mira con cara de
circunstancia, mientras Max sujeta a Megan
que ha perdido el color en las mejillas y está
en estado de shock con la mirada perdida.
—¿Está bien? —pregunto acuclillándome a
su lado.
Max a modo de respuesta levanta el fino
pantalón de lino que viste Megan.
—No puede ser, si no se mueve. Le tendría
que doler muchísimo. —Miro fijamente los
mordiscos que tiene en sus jóvenes piernas—.
¿Por qué no reacciona? —Me hago aire con la
mano, estoy sudando.
—Está en shock —contesta Max como si
fuera una explicación que me sirviera.
Me levanto y me pongo al lado de Oliver.
—¿Qué hacemos? —Mi voz no suena desesperada, pero en el fondo me siento así. Íbamos a cambiar de refugio, no estamos ni a
mitad de camino y ya hemos perdido a dos…
Me froto la frente.
—No lo sé. —Me coge por la cintura y yo
me zafo, además del intenso calor que noto,
el costado me escuece muchísimo.
—No me toques, estoy empapada…
—Todavía el sol no está en lo más alto —
me contesta, arqueo una ceja, serán las emociones.
—No podemos cargarla —digo, centrándome en lo importante.
—Me estás empezando a asustar… —Le
miro, sorprendida—. Lo de Esther vale, pero
Megan es plenamente consciente de la situación, y ¿qué vamos a hacer? ¿Matarla sin
más?
—¿Qué vamos a hacer si no? ¿Cargarla?
Apenas puede andar… —Noto que estoy elevando la voz, Max se acerca.
—¿Qué pasa? —inquiere.
—Cathy quiere acabar con Megan —Max
parece sopesar las palabras de Oliver.
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué? —exclama Oliver ojiplático.
—La han mordido por encima en los pies,
es cuestión de tiempo. Cosa que precisamente no tenemos si queremos llegar de día. —
Asiento, creo que mi cuerpo está a cuarenta grados, me vuelvo a quitar el sudor de la
frente con el dorso de la mano.
—Está bien —dice Oliver derrotado—. Encargaos vosotros, yo no pienso tocarla.
—Es supervivencia… —intenta explicar
Max.
—Es inhumano —le corta tajante Oliver y
se aleja hacia la entrada de la tienda.
—Lo haré yo —me dice Max.
Algo que le agradezco profundamente porque me siento muy mareada. Necesito aire,
aunque sea el aire contaminado de la ciudad.
El agobio no hace más que crecer en mi interior. Reviso una vez más mi costado. Nada.
¿Por qué me escuece tanto, entonces? Apoyo
un brazo en una de las estanterías. Oliver me
ve y se acerca preocupado.
—¿Qué te ocurre? Tienes mala cara. —Me
levanta el mentón con la mano.
—Estoy bien. —Me aparto de él—. Es el
puto calor.
—No hace tanto calor Cat… —Me toca la
frente—. Estás ardiendo.
—Joder, te lo estoy diciendo.
—A lo mejor tienes fiebre…
—No estoy enferma, es… —El grito de
Megan me interrumpe. Sé que es lo mejor,
pero algo se rompe en mi interior, es sólo una
niña…
Oliver debe notar mi aflicción porque me
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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO.
coge entre sus brazos y noto que su cuerpo se
relaja, supongo que será un alivio ver que tu
pareja no es tan desalmada como crees.
IV
Sin darle más vueltas, salimos lo más rápido que podemos por la puerta de atrás, que
da a un estrecho callejón. Los tres solos nos
movemos más rápidos, estamos acostumbrados, como si fuera una expedición más, pero
no lo es… Me obligo a no pensar en eso, ahora
no. Tengo que tener mis sentidos alerta y mi
mente despejada.
Agradezco el suave aire que nos acompaña,
alivia mi sensación de mareo casi por completo. Nos perdemos entre callejuelas, nos encontramos a varios dispersados y acabamos con
ellos silenciosamente, sin problemas. Hasta
aquí el camino ha sido fácil, ahora viene lo
peor. Estamos cerca, pero las calles son más
anchas, están más pobladas y es más difícil
pasar desapercibido.
—Yo creo que lo mejor es intentar andar
por la acera pegados a la pared, e ir matándolos sin llamar la atención —dice Oliver.
—Suena muy fácil —intento bromear.
—Son dos manzanas, ya casi lo hemos logrado.
—Me pongo delante contigo y Max nos cubre la espalda. —Max asiente sin decir nada
y afrontamos la gran avenida.
Putos barrios nuevos con sus calles anchas.
Hay varios coches en mitad de la calzada.
Vamos por la acera y ponemos en práctica el
plan sin sobresaltos. No hay sombras, el sol
cae implacable sobre nosotros. Tenemos los
nervios a flor de piel, la adrenalina corre libre por nuestras venas.
—¡Mierda! —susurra Oliver.
Un todoterreno nos impide continuar. No
nos queda más remedio que rodearlo. Oliver
va obligatoriamente delante. En cuanto estamos en el culo del coche, expuestos en la
carretera, vemos que ha sido una mala idea.
Hay muchos. El pánico mueve nuestros brazos y como autómatas nos deshacemos de
ellos, pero siguen viniendo más.
—No os mováis, mantened la espalda pegada al coche, que no nos rodeen —alerta Max.
Suena demasiado bonito. De la parte de
arriba del 4x4 aparecen cuatro brazos que
intentan agarrarnos a Oliver y a mí. Nos separamos como un resorte para verlos. Están
demasiado altos como para matarlos.
—¡Joder! Tenemos que movernos. —Se nos
está yendo de las manos otra vez.
—Yo os cubro, avanzad —apremia Max.
Nos vamos abriendo paso, Oliver está a mi
izquierda, más expuesto que yo. Clavamos y
sacamos, clavamos y sacamos. Acabo con dos
que salen a nuestro encuentro, uno más alto
de lo normal.
—Joder —oigo decir a Oliver.
Me vuelvo lo más deprisa que mis reflejos
me permiten. Se le ha atascado el arma y no
puede sacarla de la cabeza de la criatura. Le
cubro y acabo con uno que se ha acercado
demasiado. No tardo ni dos segundos en sacar mi machete, pero eso es demasiado, pues
Oliver tiene otro muy cerca. Él consigue recuperar su largo cuchillo, sin embargo no le
da tiempo. No me lo pienso más, con la mano
izquierda empuño mi pistola y disparo.
—¿Qué coño…? —suelta Max.
—No podía esperar, no llegaba… —intento
excusarme.
El miedo atenaza mi garganta cuando me
doy cuenta de lo que esto implica. Nunca utilizamos pistolas, el ruido se puede oír a mucha distancia. De momento vemos que todos
los que están en la avenida, tanto los que
tenemos cerca como los que están en la otra
acera, nos miran y caminan hacia nosotros.
—¡Corred! —grita Max
No me molesto en guardar la pistola, el
daño ya está hecho. Veo que tanto Max como
Oliver sacan las suyas. Entre disparos y cuchilladas nos vamos abriendo paso, somos
pura ejecución. De reojo veo que Max echa
mano a la escopeta. No me fijo, pero imagino
que dejamos un reguero de muertos considerable porque ninguno logra detenernos.
—Ya estamos —dice Oliver.
Giramos a la derecha, ese es nuestro nue-
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CRIS MIGUEL
vo edificio, ahí está la escalera antiincendios;
sin embargo, nos separa una gran marea de
criaturas de nuestro objetivo.
—¡Joder! Pero qué…
—Los disparos —sentencia Max—. Que nadie se adelante, entre los tres podemos.
La tensión domina el momento. No las
tengo todas conmigo, pero no hay otra salida. Guardo la pistola para no gastar, y con
el machete en una mano y el cuchillo en la
otra, nos vamos abriendo paso. Estoy en medio de los dos, como siempre la más protegida. Desecho esa estúpida idea de la cabeza y
me concentro en acabar lo más rápido posible
con cada putrefacto cadáver que se aproxima
a nosotros. Los brazos me pesan, los músculos de los hombros me laten, sé que estoy agotada y no soy tan rápida como ellos. Me paro
dos segundos a tomar aire. Joder. Por detrás
vienen más, lentos pero alarmantemente demasiados.
—¡Daos prisa! —apremio, es el miedo quien
habla por mí.
Max mira hacia atrás, en una fracción de
segundo el terror invade sus ojos para automáticamente convertirse en determinación.
Ágil y certero limpia los que tiene a su alrededor. Casi podemos tocar ya la escalera.
—Yo os cubro que están cada vez más cerca
—dice Oliver.
Me alimento de la valentía de Max y me entrego a fondo para que esto se convierta sólo
en una fea anécdota. Apuñalo y clavo, siempre en la cabeza, siempre a por el cerebro.
Empujo el cuerpo de uno para sacar mejor
mi arma y conseguimos llegar a la escalera.
Max la baja con un fuerte ruido. Genial, como
casi no llamamos la atención. Sube él primero y gasta las pocas balas que le quedan de su
pistola. Pongo un pie en la escalera para subir con el corazón latiéndome a mil por hora.
Y, antes de que suceda, lo siento. Un grito
gutural sale de la garganta de Oliver.
—¡Noooooo…! —Quiero bajar, pero Max
me agarra el brazo.
—¡Es inútil!
—¡Y una mierda!
Con el coraje del que no tiene nada más que
perder me lanzó contra las tres criaturas que
rodean a Oliver. El dolor y la ansiedad dominan mis armas porque en un suspiro acabo
con ellos, cojo a Oliver por los hombros porque está tumbado boca arriba y lo arrastro a
los pies de la escalera.
—¡Oliver! —Me arrodillo junto a él. Tiene
una fea herida en el… costado—. Oh, joder.
¡Oliver! —grito. Instintivamente, me toco el
mío que me escuece con renovada intensidad.
¿Por qué no abre los ojos?
El corazón se me para de la impresión
cuando mis dedos encuentran la misma herida que la de Oliver. El costado me arde más
que nunca. Intento mirarla pero todo se vuelve más y más negro.
V
“Catherine”.
“Cathy”.
“Se ha movido, creo que está volviendo”.
Un destello de luz inunda mis ojos haciendo que lo vea todo blanco.
—¡Cat! ¿Cómo te encuentras? —Oliver me
aprieta la mano, estoy tumbada en una cama.
Intento contestar pero nada sale de mi boca.
—¿Ha despertado? —Veo una mujer.
¿Esther?
—Sí, ha gritado mi nombre, estaba delirando, y ahora se ha despertado.
—Mi niña, ¿sabes dónde estás? —me dice
Esther, niego con la cabeza.
—Ves, entiende, a lo mejor…
Percibo que Esther le toca el brazo negando
con la cabeza y se levanta.
—¿Está despierta? —Por la puerta aparece
Megan con Max.
—Sí, pero creo que no le queda mucho tiempo… —dice Esther.
Todo me da vueltas, veo la cara de Oliver,
tiene los ojos hinchados y las lágrimas recorren sus mejillas, me cambia el paño que tengo en la frente y siento un alivio pasajero.
—Estás ardiendo… —Sin previo aviso, se
desmorona—. Lo siento tanto, no sé ni cómo
pasó, de repente estabas en el suelo, no nos
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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO.
dio tiempo a nada. —Automáticamente lo recuerdo todo, sé que me mordieron en el costado
cuando fuimos de expedición, sé que voy a morir.
—Ol… —intento articular—, te quiero, ten… cuidado, y… —Cierro los ojos, la presión que
siento en la cabeza es demasiada, no la aguanto, me obligo a continuar—: Ol… no quiero
que… lo hagas tú… Max…
—Está bien —consigue decir entre sollozos.
Mi corazón se llena de pena, por hacer sufrir tanto al hombre que más he amado en la vida.
Mi cabeza va a estallar y puede que lo haga literalmente. Me rindo, todo es negro, todo es…
Hambre. Comida. Comida. Silencio.
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J. R. PLANA
DESCONTROL
Nº4 Mayo ‘12
por J. R. Plana
Cuatro tipos duros, un trabajo en plena calle y algunas balas. Si sabes lo que te conviene,
no te meterás de por medio.
E
s un golpe sencillo. Un objetivo, un guardaespaldas y un chófer. Pan comido para cuatro
hombres armados.
El plan no es brillante, pero sí eficaz. El trabajo es de Charlie “Grasas”, el obeso y mafioso dueño de los tres talleres “Tuercas y grasas” de la ciudad. Él pone el dinero y nosotros el músculo.
—Al, tengo un trabajo para ti —me dice al otro lado del teléfono—. Algo fácil, rápido y bien
pagado. Sin mucha sangre. ¿Te interesa?
—¿Quién más viene?
Un consejo: no vayas a una fiesta sin saber antes quiénes son los invitados. Si trabajas con
chapuzas, al final la palmas.
—Tres más. Uno es nuevo.
—Charlie, no quiero payasos.
—No me jodas, Al, yo nunca contrato payasos. Son tipos duros, buenos en esto. Ya sabes,
basura como tú. —El cabrón suelta una risotada de perro—. Si te interesa dímelo ya, y si no te
pueden ir dando por c…
—Cállate ya, gordo. Cuenta conmigo.
Se hace el silencio durante unos segundos. No le gusta que le llamen gordo.
—Pásate por aquí esta tarde y te cuento. Será mañana. Y escucha, como vuelvas a llam...
Colgué. A veces Charlie habla demasiado.
Somos cuatro, cuatro y una furgoneta de mudanzas menores. Uno va al volante, manteniendo
el motor en marcha. Dos fingimos descargar muebles. El tercero nos espera en la calle, solo y
disfrazado de barrendero. El objetivo, una mujer de cuarenta y algo, rubia y esposa de algún tipo
con dinero, entrará en escena a las 12 a.m. Según el informador, va en un mercedes de lunas
tintadas, con un chófer y un gorila que le abrirá la puerta. Nosotros tenemos un margen de unos
diez segundos, tiempo que tarda la tipa en recorrer el espacio que separa el borde de la acera con
la peluquería de doscientos pavos el peinado. Es imprescindible ser rápidos y discretos, así nadie
avisará a la policía antes de tiempo.
Son las 11:53 y estamos todos en posición. Nigel barre sin ganas la acera. Le hemos elegido
a él para el papel de barrendero porque da el pego, es el que menos pinta de peligroso tiene.
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DESCONTROL
El pobre diablo se está quedando calvo, pero
sigue empeñado en mantener su coleta de
siempre. Eso, junto con su nariz prominente,
mandíbula inexistente y nuez enorme, le da
un aspecto de lo más inofensivo. Siempre que
le miro no puedo evitar pensar en lo mucho
que le pega un saxo.
El fulano que descarga la vieja cómoda conmigo se hace llamar Lopes. Parece hispano,
de tez cetrina, pelo rapado y se cree el dueño
del puto mundo, el cabrón es un chulo histérico de pelotas. Embutido en el mono azul
parece un preso, y sonrío pensando en lo bien
que le sienta.
—¿De qué huevos te ríes, mamón? —me
suelta.
—Tú a lo tuyo, capullo.
Hace amago de soltar el mueble, pero el
crepitar de la radio seguido de la voz de Norman a través del auricular lo detiene.
—Tíos, estaos al curro. ¿Viene ya o no?
Norman es un viejo conocido mío. Hemos
estado juntos en varios trabajos. Fiable, preciso y con la sangre bien fría, muy bueno en lo
suyo. Además mide casi dos metros de carne
de gimnasio. Si estás en una pelea, créeme,
agradecerás tener a Norman de tu parte.
—Nada por aquí —oímos a Nigel—. Oh, espera… Me parece que sí.
—Si lo sé pregunto antes… —responde
Norman—. Venga gente, cada uno a lo suyo.
Nigel comienza a barrer con más intensidad, vigilando de reojo al coche negro. Éste
pone el intermitente a la derecha y se prepara para aparcar. La calle es ancha y de un
solo sentido, con tres carriles y ningún espacio para estacionamiento. Por eso hemos traído la furgoneta, para bloquear la huída si la
cosa sale mal.
El vehículo frena y se para justo detrás de
nosotros. Bien, eso es bueno. Lopes y yo enfilamos, con el mueble en vilo, hacia el portal
cercano, acercándonos disimuladamente en al
coche. El guardaespaldas no sospecha nada,
y sale del asiento del copiloto para abrir la
puerta a la mujer. Nigel barre de espaldas al
coche y, haciéndose el despistado, empuja el
carrito del barrendero hasta colocarlo pegado
al culo del vehículo. La rubia, que ya se está
bajando, mira con rabia a Nigel, que sigue,
aparentemente, en su mundo. El gorila, atento a todo, interpreta la mirada de su jefa, y se
adelanta para pedir al barrendero que quite
de en medio el cubo de basura. Nosotros, que
estamos a dos pasos de él, bajamos el mueble
al suelo simulando un descanso. Ya estamos
los tres cerca, ya hemos ganado tiempo. Empieza el baile.
Nigel se vuelve cuando el gorila le toca en
el hombro. Éste señala el carrito y le dice, de
malas formas, que lo aparte. Nigel pone cara
de no entender y le pregunta por qué. La señora, que está de pie al lado del coche como
si fuera tonta y necesitara ayuda para caminar, bufa con desagrado y niega con la cabeza, mirando hacia otro lado. El guardaespaldas mira con cara de mala leche a nuestro
socio y da un paso hacia él. Nigel mantiene la
compostura y espera a que el gorila se pegue
a él, amenazante. Sin amedrentarse lo más
mínimo, el falso barrendero se acerca aún
más al hombre mientras saca, con un rápido
movimiento, una pistola del bolsillo, y se la
hunde al tipejo a la altura del hígado. Esa es
nuestra señal.
De dos zancadas nos plantamos al lado de
la mujer y la agarramos cada uno de un brazo, empuñando con disimulo nuestras pistolas.
—Sea buena y haga el favor, acompáñenos
sin gritar —la digo—. Si no monta follón no
pasará nada.
El chófer se percata de lo que está ocurriendo y sale del vehículo con la cara blanca. Con
mucha calma, para no llamar la atención de
los transeúntes, le dejo ver la culata de la pistola y le hago un gesto con la cabeza para que
se quede donde está. Él titubea un segundo
y después obedece, quedándose quieto junto
a la puerta del conductor. La situación está
controlada. Nigel se ha separado un poco del
guardaespaldas y finge charlar con él mientras le apunta por lo bajo con la pistola. Nosotros llevábamos a la mujer hacia la furgoneta
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J. R. PLANA
apretando los cañones de las pistolas contra
su cuerpo.
El objetivo, un guardaespaldas y el chófer.
Tres para cuatro. “Fácil y rápido”, dijo Charlie. Los cojones.
Como por arte de magia y sin venir a cuento, un tiparraco grande como un armario,
vestido de traje y con gafas de sol sale de la
peluquería abriendo la puerta de un empujón. En la mano lleva una pistola de las grandes y la empuña con las dos manos al estilo
“FBI, deténgase o abriré fuego”. Éste, en vez
de eso, comienza a dar voces para que soltemos a la mujer, mientras nos apunta a Lopes
y a mí. A continuación tiene lugar una escena
que he visto cientos de veces en las películas
pero que nunca creí posible en la vida real:
todos comienzan a gritar.
—¡Las armas al suelo, las armas al suelo!
—grita el tipo de las gafas de sol.
—¡Me cago en tu vida, suelta la jodida pipa
o me cargo a la vieja! —vocifera Bob mientras
agarra a la mujer por el cuello para usarla
como escudo.
—¡Que me mata! ¡Que me mata! —grita
ella.
Eso es lo último inteligible que oigo, porque
empiezan todos a gritarse unos a otros y la
gente de la calle se da cuenta de la situación
y empieza a correr y chillar como locos. Nigel
grita, los dos guardaespaldas gritan y la señora habla en susurros porque Lopes la está
ahogando mientras grita.
Valoro la situación, tratando de encontrar
salidas que no desemboquen en una masacre.
Por el rabillo del ojo percibo que Norman se
está bajando de la furgoneta con la pistola en
la mano y mirando hacia mi izquierda. Un
rápido movimiento al otro lado del mercedes
y un chasquido hacen saltar mis alarmas.
—¡Cuidado! —grito, mientras me tiro al
suelo.
El conductor se asoma por encima del techo
del vehículo y dispara una escopeta contra
nosotros. Por fortuna me apuntaba a mí, así
que los perdigones pasan rozando el costado
derecho de Lopes, que pega un grito, aprie-
ta aún más a la mujer y comienza a disparar contra el tipo de las gafas de sol. El caos
se desata. Norman dispara al chófer, que se
parapeta tras la puerta del coche y responde a perdigonazo limpio. El guardaespaldas
de Nigel intenta arrebatarle la pistola con
una llave, pero el barrendero es más rápido
y aprieta el gatillo tres veces durante el forcejeo. El tipo de las gafas de sol, abrumado
por la lluvia de balas y maldiciones que lanza
Lopes como un poseso, entra en la peluquería
y responde a través del cristal de la puerta.
Yo por mi parte trato de ponerme a cubierto detrás del mueble que tan oportunamente
hemos dejado ahí en medio.
Lopes recula hacia la furgoneta. Sangra un
poco por el costado y está histérico como una
vieja a la que se le cuelan en la cola del super.
Bueno, quizá no sea una buena comparación.
El caso es que el capullo dispara sin apuntar
contra el guardaespaldas de la peluquería,
mientras arrastra como puede a la rubia, que
se ha desmayado. Oigo disparos al otro lado
del coche. Suena primero la pistola. ¡Blam,
blam! Luego contesta la escopeta y su ronquera. ¡Pam! Chuik, chuik. ¡Pam! Y de nuevo
otra vez la pistola.
Miro a Nigel, que está agazapado detrás
de los cubos de basura, y él me hace una señal hacia la peluquería y luego otra hacia la
furgoneta. Quiere que le cubra para intentar
llegar hasta aquí. Asiento, asomo la cabeza
un poco, cuento tres y empiezo a disparar
contra el local. Nigel aprieta a correr medio
encogido, pero el de las gafas es más rápido.
Veo como algo entra por el costado de Nigel y
sale por el otro lado. Él se tambalea, lanza un
grito y se desploma a un metro escaso de mí.
—¡Joder! —Abro fuego como un poseso
contra la peluquería y me acerco a Nigel sin
dejar de disparar—. ¡Vamos, colega, vamos!
¡Agárrate, ya casi está!
Lopes se da cuenta de lo que ocurre y hace
algo útil por primera vez en toda la mañana. Aún no ha llegado a la furgoneta, así que
suelta a la mujer en la acera y dispara contra
el de las gafas, que al verme en mitad de la
Ánima Barda - Pulp Magazine
DESCONTROL
calle desprotegido debe de haber empezado a
salivar.
Nigel se agarra como puede a mí y me lo
llevo casi a rastras a la puerta trasera de la
furgoneta. A Norman me lo encuentro apoyado en el capó del coche, disparando entre
los cristales. Ha conseguido hacer retroceder
al chófer, que busca cobertura detrás de un
buzón.
Dejo a Nigel en el suelo de la furgo y me
giro para coger a la rubia. Lopes sigue disparando, parapetándose entre cargador y
cargador detrás del mueble. La mujer está
al lado, tirada en el suelo como si fuera una
marioneta rota. La cargo como puedo y, sin
levantarme mucho, la llevo hasta el vehículo,
mientras oigo las balas del guardaespaldas
silbar a mí alrededor.
—¡Listo! ¡Vámonos, vámonos! —grito.
Lopes, haciendo honor a su valentía, se
sube corriendo el primero y cierra la puerta
trasera. Yo me cago en su madre y el tipo de
las gafas sonríe triunfal. Sin nadie que me
cubra soy un blanco fácil. Norman se percata de la situación y, entre blasfemias, baja al
suelo, cambia de posición y dispara contra
el guardaespaldas. Los tiros son precisos y
el tío cae al suelo apretando el gatillo. Ríete
ahora, gilipollas.
Mi alegría dura poco. Para matar al de
las gafas Norman ha perdido ligeramente
la cobertura del coche, y eso es todo lo que
necesita el chófer. Abandona su escondite y
corre hacia nosotros. La escopeta vomita tres
disparos, tres disparos que llenan todo de
metralla. Por suerte para mí, Norman estaba delante. Cae redondo, llenándolo todo de
sangre. Yo me agacho y disparo hacia el chófer, que detiene la carrera y se parapeta donde puede. Miro a mi compañero. Su cara está
descompuesta, llena de orificios y sangre negra. Le falta un ojo y parte de la mandíbula.
Agarro su pistola y la uso para cubrir mi
retirada. Vacío los cargadores mientras retrocedo hasta la puerta delantera de la furgoneta. El chófer dispara, pero no me alcanza.
Entro en el vehículo y aprieto el acelerador.
La furgoneta sale a toda velocidad y derrapando. Por el retrovisor veo como el conductor dispara una última vez y se gira hacia su
coche. No sé lo que llega a hacer, pues giro en
la siguiente calle y piso a fondo, esquivando
el tráfico entre pitadas y frenazos.
El plan era cambiar de vehículo un par de
manzanas más al este, pero las cosas se han
complicado y no hay tiempo para exquisiteces. Nigel está sudando y pálido como un
muerto, Lopes sigue histérico perdido, Norman ha muerto con la cabeza reventada y el
objetivo sigue inconsciente y manchada de
sangre en el suelo de la furgoneta.
El punto de entrega es un taller del “Grasas” ubicado a las afueras. En diez minutos
hemos llegado, y nos encontramos con su hijo
Freddie esperando en la puerta.
—Habéis tardado —nos dice con su voz de
bobalicón.
El idiota de Freddie es físicamente clavado
a su padre. Es decir, gordo y con mucho pelo,
además de ir vestido prácticamente igual,
con chaleco lleno de herramientas incluido.
Sólo les diferencian dos pequeños detalles. El
primero es que Freddie mide casi dos metros
cuando su padre no llega al metro setenta.
Y el segundo es que Charlie “Grasas” es un
tío listo y Freddie es más gilipollas que las
tuercas.
—No te quedes ahí parado y ayúdame —le
digo.
Abrimos las puertas traseras y Freddie los
mira a todos uno por uno.
—¿Y Norman? —pregunta.
—Le han matado —respondo.
—¿Qué ha pasado?
—Que alguien no supo contar bien. Cógela
—le digo señalando a la mujer.
La respuesta parece convencerle, porque
no dice nada más. Agarra a la mujer por la
cintura y la iza como si fuera un saco de algodón. Yo agarro a Nigel y a Lopes y les ayudo
a llegar hasta el taller.
Dentro nos espera Charlie. Está en el despacho, sentado en su silla de jefe mientras se
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fuma un puro.
—¿Qué coño ha pasado? ¿Por qué llegáis
tan tarde? —También nos mira uno por uno,
como si nos contara—. ¿Y Norman?
—Muerto —contesta su hijo.
Mira a su hijo se da cuenta de lo que lleva
a hombros. Abre mucho los ojos y pierde un
poco de color.
—¿Está muerta? —dice con un hilo de voz.
—No —contesto—. Se ha desmayado. Este
imbécil apretó demasiado.
Lopes no se da por aludido, pues está muy
ocupado en dejarse caer al suelo entre alaridos. A Nigel lo dejo con cuidado en una silla.
No dice absolutamente nada y respira con dificultad.
—Joder, grita como un gorrino —dice Charlie—. Freddie, siéntala y llévate la furgoneta
a la parte de atrás. Que nadie te vea.
El grandullón suelta a la mujer y sale de
nuevo. Por el camino se sube un poco los pantalones, que con tanto movimiento había bajado más de la cuenta.
—Hay que atender a Nigel. Le han atravesado de un balazo.
—Joder —repite Charlie, mientras se acerca para inspeccionar la herida—. ¿Qué ha pasado?
—Que no eran tres, eran cuatro —le explico—. Había otro tipo esperando.
Charlie me mira extrañado. Oigo que Lopes se revuelve. Le miro y veo que está tratando de levantarse.
—Eres un mamón, hijo de mala madre—le
suelta a Charlie—. Pendejo, tú sabías quién
era ésta y no nos lo dijiste. ¡Nos has chingado! ¿Crees que somos idiotas o qué?
Miro a Charlie con el ceño fruncido.
—¿De qué está hablando? —pregunto.
—De esta tipa, tío. De esta jodida tipa. ¿Sabes quién es? ¡Es la puta de Rafael Verlotti!
El tal Rafael es un tipo poderoso. Tiene
mucha pasta, gente peligrosa en nómina y
está metido en asuntos muy turbios. No es de
extrañar que tenga a su chica protegida por
tíos con escopetas.
—¿Nos has mandado a secuestrar a la chi-
ca de Verlotti? ¿Y armados con pistolas? —le
digo a Charlie—. ¿Estás loco? ¡Podían habernos reventado!
—Tranquilazos chicos, por favor. —Gesticula con las manos para que nos calmemos—.
Alguien me dijo que hoy sólo irían dos con ella
y no os dije nada para que no os asustarais…
—¡Asustarnos no, joder! ¡Se trata de ir
precavidos! —le grito—. Norman ha muerto,
¿entiendes? Si lo hubiéramos sabido se habría hecho de otra manera.
Si no conociera a Charlie casi podría decir
que se siente culpable.
—Siento lo de Norman, era un buen tipo…
—No sientas tanto, pingajo. Me han pegado un tiro por tu culpa y ahora lo vas a pagar.
Esta tía costará un buen rescate, así que yo
quiero la mitad.
—¿Estás gilipollas? —brama Charlie. Los
temas de dinero nunca se pueden tratar con
él—. Te daré el dinero acordado y te largarás
cagando leches, el rescate que se pida a Verlotti no es asunto tuyo.
Lopes echa mano de la pipa y apunta a
Charlie.
—Me darás lo que te pida o te vuelo la cabeza.
Lo malo de Charlie es que es muy rápido
para lo gordo que está. Antes de que Lopes
pueda disparar, Charlie le ha puesto otra pistola en la sien.
—Hazlo si tienes huevos, pedazo de mierda
—reta a Lopes.
—Bajad las armas. —No se me da bien hacer de mediador, pero hoy no me apetece ver
más cabezas abiertas—. Bajad las armas y
vamos a…
Se oyen tres detonaciones y el cristal de
la oficina estalla en mil pedazos. La cabeza
de Lopes estalla y Charlie cae al suelo con el
pecho abierto. De la pared de mi izquierda
saltan pedazos y yo me tiro cuerpo a tierra
completamente desorientado. Se oyen más
detonaciones, y más trozos de pared se separan del muro. Nigel hace un esfuerzo y se tira
a mi lado como puede.
—¿Qué pasa? —dice entre quejidos.
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DESCONTROL
—Creo que nos están disparando.
Los disparos siguen destrozando el mobiliario. Echo mano de mi pistola y me arrastro
hasta pegarme a la pared de la puerta. Asomo el ojo con cuidado y veo que al otro lado
está el chófer de la señora Verlotti. Nos ha
debido seguir y se ha traído con él a su amiga
la escopeta.
—Os voy a matar a todos, hijos de puta.
—Y para reforzar sus argumentos dispara
dos veces.
Saco la mano por encima, aprieto el gatillo
varias veces y la vuelvo a esconder. El conductor responde, aproximando peligrosamente. Trato de pensar algo, pero no se me ocurre
nada, nos tiene atrapados en la estrecha oficina del taller, él tiene una escopeta y munición y yo tres pistolas sin más cargadores que
los que llevan. Nigel está medio grogui, con la
mirada somnolienta fija en el techo. Madame
Verlotti sigue inconsciente, sentada encima
de la silla. Por suerte para ella, su conductor
ha apuntado al otro lado.
El chófer ha dejado de disparar, así que me
asomo otra vez y veo que está recargando la
escopeta escondido detrás de unas cajas. Me
levanto y disparo contra él, con la esperanza
de matarle o, al menos, hacerle retroceder. Él
se agazapa más y recula hacia las sombras,
fuera de mi ángulo de visión. Disparo las últimas balas y recojo la pistola de Lopes. El
taller ha quedado en silencio, ya no se oye el
sonido de los cartuchos entrando en la escopeta. Presto atención, con todos los nervios
en tensión y listo para disparar en cuanto vea
una sombra.
Entonces se oye un fuerte golpe y la figura
del chófer sale volando de entre las cajas para
aterrizar en el centro del taller. La escena me
resulta lo suficientemente rara como para inhibir el impulso de disparar nada más verle.
En lugar de eso, me quedo mirando boquiabierto como Freddie aparece corriendo entre
las cajas con un martillo en la mano. Es como
ver a un hipopótamo a la carga.
El chófer consigue ponerse de pie antes de
que Freddie llegue. Éste corre con el marti-
llo en alto y cuando llega hasta él descarga
un fuerte golpe a su cabeza. El conductor lo
deja pasar en el último momento, apartándose hacia el costado de Freddie y agarrándole
el brazo. El hombre continúa moviéndose en
círculo mientras sujeta el brazo, aprovechando la inercia de Freddie y haciéndole perder
el equilibrio. El grandullón se estrella de bocas contra el suelo. Antes de que haga nada
más, disparo contra la espalda del chófer. La
bala entra por su hombro izquierdo, y eso
basta para que Freddie se recupere y se levante embistiendo. El conductor se tropieza
pero no cae. Mantiene la postura echando
una pierna hacia atrás mientras Freddie se
recompone y alza el martillo por encima de
su cabeza. Antes de que descargue el golpe letal, el chófer bloquea el brazo del grandullón
a la altura del codo y agarra un destornillador de los que Freddie lleva en el chaleco con
la otra mano. Sin darle tiempo a reaccionar,
el chófer le hunde la herramienta en el ojo.
Freddie grita horrorizado y sin atreverse a
tocar el destornillador. El chófer ruge victorioso y se echa hacia atrás, a la espera de que
Freddie se derrumbe. Éste le mira con su ojo
bueno y, sin tambalearse, quejarse o mediar
palabra, hunde el martillo en la cabeza del
conductor con un golpe rápido. El crujido del
hueso roto se oye en todo el taller, el hombre
se desploma inerte. Freddie mira el cuerpo y
después cae redondo.
Nigel gime y yo me giro para ver cómo está.
Ha perdido mucha sangre y tiene el mismo
color que la pared. Me inclino sobre él.
—Ey, Nigel, no te duermas, aguanta. Esto
ya ha acabado, voy a ponerte algo y nos largamos de aquí.
Se oye una percusión. Noto presión y como
se me revienta algo en las tripas, y veo que
a Nigel se le abre un agujero en el cuello. No
siento dolor, al menos no ahora, y miro atontado como mi sangre empieza a manchar el
mono y el suelo. Miro hacia atrás y veo a la
rubia señora Verlotti, que está de pie y apuntándome con la pistola de Charlie.
—Te has despertado. —La tripa me empie-
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za a arder y la visión se me oscurece por los lados—. Que hija de…
Alzo la pistola y aprieto. La bala le da en la cara y la tira de espaldas, pero la rubia dispara
dos veces antes de caer. Yo me desplomo hacia atrás, sin fuerzas. Noto el sabor de la sangre en
la boca y ahora sí que duele. Noto el cuerpo de Nigel a mi espalda. Pobre desgraciado, mejor
que se hubiera dedicado a tocar el saxofón.
Me miro el pecho. Tengo dos orificios de entrada y uno de salida. La cosa pinta mal.
La habitación comienza a dar vueltas y todo se oscurece. Mientras la vida se me escapa por
los agujeros, no puedo evitar pensar en cómo Lopes ha perdido los nervios y la ha cagado.
Puto capullo aficionado. Ya lo decía yo, si trabajas con chapuzas al final la palmas.
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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS
LA GUERRERA DE LOS
SUEÑOS
por Ana Gasull
Nº5 Junio ‘12
A pesar de lo sobreprotegida que está, la
Princesa Aurora logra encontrarse con su
prima en una torre abandonada, justo en
la medianoche de su decimosexto cumpleaños. Allí, la espera una rueca y una maldición de su pasado.
I
A
urora miró a su alrededor para cerciorarse de que se encontraba sola en esa parte del
castillo, se cubrió el rostro con la capucha y cruzó el patio de los rosales, apresurándose
para llegar al otro lado. El suelo estaba mojado por la lluvia y los caracoles recién salían de sus
escondites. En otras circunstancias se habría detenido un rato para recoger unos cuantos y guardarlos como mascota, pero tenía demasiada prisa y temía que la encontraran fuera de la cama
a esas horas.
A su padre no le gustaba que estuviera sin supervisión, ya que temía un ataque en cualquier
momento; pero eso no iba a amargarle la aventura: era casi medianoche y, cuando dieran las
doce, sería su decimosexto cumpleaños oficialmente. El rey había mandado organizar una enorme fiesta en su nombre, a la que habían sido invitados todos los nobles y los lugareños, y a la que
asistirían, como invitadas de honor, las siete hadas de las gracias.
Pero no era ese el motivo de su vigilia.
Nastia la esperaba en la torre de música, donde hacía años que no ponía un pie; específicamente, desde que había decidido ser una princesa guerrera en vez de una doncella.
Oyó unos pasos que se acercaban y corrió a esconderse detrás de un banco de piedra. Amoth,
el guardabosque, fue aproximándose hasta detenerse casi encima de ella, pero no dirigió la visÁnima Barda - Pulp Magazine
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ANA GASULL
ta hacia el lugar donde se escondía. En vez
de eso, levantó la lámpara de cristal hacia el
cielo y suspiró. La vela titiló.
—Ya debe de estar Nastia haciendo de las
suyas de nuevo —susurró.
Aurora miró hacia donde lo hacía Amoth
y vio que había una luz parpadeante en una
ventana de lo alto de la torre. Él bostezó y
se giró para irse en dirección contraria, pero
antes, con voz apagada, dijo:
—Vaya con cuidado, Princesa: no es bueno
pasearse tan tarde por el castillo.
Aurora soltó el aire que había estado conteniendo y se relajó. Para cuando se dignó
a salir de su escondite, Amoth ya se había
difuminado en la oscuridad. Con el corazón
latiéndole con fuerza y la sangre desbordante
de adrenalina, se subió la falda del vestido
hasta las rodillas y echó a correr. Los zapatos
se le hundían en el lodo y se enganchaban, y
era como caminar siendo un pulpo.
Al llegar a la galería, se descalzó para no
dejar rastro y escondió las elegantes bailarinas que había llevado en la cena en un cobertizo donde guardaban escobas y trapos. Descalza, con las finas calzas de verano apenas
siendo una barrera entre el suelo y sus pies,
se dirigió a la entrada secreta. El castillo estaba repleto de ellas y el Rey le había enseñado todas y cada una por si algún día debía
huir. Esa era la mayor obsesión del monarca,
que un enemigo atacara a su única hija, que,
como heredera al trono, era el objetivo principal.
Con los nervios a flor de piel, se escurrió
por detrás de una enorme estatua de un guerrero y se agachó. Siguiendo unas casi imperceptibles marcas que había escritas sobre la
piedra, contó los ladrillos hasta llegar al que
buscaba. Con cuidado de no hacerse daño ni
romperse las uñas para que nadie sospechara al día siguiente, fue tirando de una de las
piedras más pequeñas hasta que la tuvo en
sus manos. Entonces, introdujo el brazo en el
agujero hasta que topó con una rosca del tamaño de su puño y la hizo girar en el sentido
de las agujas del reloj.
Poco a poco, las piedras fueron alineándose hasta formar un arco. Recogió la piedra
que había sacado de su sitio y la encajó entre
otras dos mucho más grandes. Luego, después de asegurarse una vez más de que nadie
la había visto, se adentró en el pasadizo. La
entrada se cerró a su espalda y una antorcha
se encendió a su derecha. La siguieron otras,
que iluminaron el pasillo con su fuego rojo y
vibrante.
Estaba nerviosa.
Nastia era su mejor amiga, la única que tenía. Sus madres eran hermanas y habían nacido con seis meses de diferencia, por lo que
habían crecido y se habían criado juntas.
La oyó tararear a medida que se acercaba.
Se le puso la piel de gallina con sólo pensar
en lo que harían sus padres si descubrían
que se iba a reunir con su prima en lo alto de
la torre de música una noche sin luna para
apreciar el descubrimiento que había hecho
la mayor en una de sus escapadas. A Nastia le gustaba explorar el reino y el castillo
de noche para sentirse libre de sus vestidos
y sus conocimientos, y la noche anterior había encontrado un objeto extraño y único, con
un pedal que hacía girar una rueda de forma
hipnótica. Y, sentada tranquilamente, haciendo girar la rueda mientras iba cantando
en voz baja, estaba una criada que se había
lanzado a sus pies al verla.
Cuando llegó al final del túnel, después de
subir escaleras y tener que agacharse demasiado en algunos trechos, se detuvo frente
a una pequeña puerta de madera. Tiró del
pomo hacia sí, le dio una patada en la parte
inferior y se abrió sin hacer ruido. Salió al
exterior, donde el aire era más fuerte y le golpeaba en la cara sin remordimiento. Desde
su posición, podía ver gran parte de la extensión del reino de Ímila, que dominaba todo el
este y el sur del Continente.
El cielo estaba vacío, carente de estrellas,
y la luna, que solía danzar por encima de sus
cabezas preñada de luz, había desaparecido
en el horizonte. Era un mal augurio con el
que empezar su cumpleaños, pero no creía en
Ánima Barda - Pulp Magazine
LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS
la adivinación y lo dejó pasar. En vez de eso,
se acercó al borde de la torre y miró hacia
abajo. La torre era idéntica a la suya, y en el
ventanal del cuarto más alto había un balcón
por el que se podía entrar a la alcoba sin problemas. Sólo debía descolgarse con cuidado y
aterrizar en el lugar adecuado.
Se frotó las manos antes de atreverse a
seguir. Luego, con muchísimo cuidado, saltó
por encima del borde y quedó suspendida en
el vacío. Le temblaban las rodillas a más no
poder, al igual que los brazos, que del esfuerzo a duras penas tenían la fuerza suficiente
para aguantarse firmes. Mantuvo los ojos
abiertos en todo momento y, cuando lo estimó
adecuado, se soltó de golpe y cayó rasgando el
viento. Milagrosamente, logró no caer con los
pies planos, pero aun así pudo notar como se
le fracturaba el tobillo.
Nastia acudió a su encuentro en cuanto oyó
su lamento, seguida de una mujer mayor cuyos ojos negros como el carbón resplandecían
en la oscuridad.
—¿Estás bien, Aru?
—El tobillo... —murmuró mientras se incorporaba.
La mujer se adelantó rápidamente.
—Apártese, Doncella Nastia, debo ver
ese tobillo inmediatamente. Princesa, por el
amor de nuestro dios Emro, no se mueva.
—Aru, esta es la vieja Mammie.
Mammie apartó las innumerables faldas
del vestido y rodeó su tobillo con los dedos.
Sus manos eran grandes y rugosas, llenas de
llagas, pero se movían con delicadeza y suavidad por encima de su piel.
—Quítese las calzas, por Emro.
—Pero señora...
—Haga lo que le digo, Princesa, o no podré curarla. Yo no sé qué os enseñan a las
jóvenes hoy en día, pero está claro que no lo
suficiente. ¿Cómo puede ser que no sepa usted curarse una fractura de nada? Y no estar
al tanto de los protocolos... Sepa usted, niña,
que no se pueden curar heridas con ropa de
por medio, que absorben cualquier tipo de
magia.
—Lo siento, señora.
—Su Majestad debería invertir más esfuerzos en su educación —sentenció al tiempo que
le quitaba las calzas sin pudor alguno—. En
los tiempos en los que su abuela era aún una
moza, estas cosas no pasaban: las criaturas
sabían valerse por sí mismas hasta el punto
que la difunta doncella Mafma se salvó a sí
misma la vida. Lo recuerdo muy bien.
Aurora y Nastia la miraron atónitas.
—¿Estaba usted viva cuando la abuela Mafma era una niña?
—¡Por supuesto que estaba viva! ¿Es que
no os enseñan nada en esa escuela de pacotilla?
Mammie tensó los dedos alrededor del tobillo de Aurora y esta sintió un agudo pinchazo que le recorrió el pie y subió por la pierna
hasta el muslo. Cerró los dientes para abstenerse de gritar.
—¿Qué debemos saber, Mammie? ¿Cómo
podía estar usted viva en los tiempos en que
la abuela era niña? —preguntó de nuevo
Nastia.
Nastia tiró del pie de Aurora y le untó un
ungüento pastoso y amarillento con brío. La
pastarada estaba tan fría que le caló hasta el
tuétano de los huesos.
—Nosotras, las hilanderas, vivimos mucho
más que el resto de simples mortales, pues
hemos sido bendecidas por la diosa Amza.
—¿Qué es una hilandera?
Mammie miró a Aurora entornando los
ojos.
—Desde luego... Tendré que hablar con su
madre, Princesa; no puede ser que sepa tan
poco y sea la heredera al trono. Llevará este
reino a la ruina si continúa así. Entremos —
añadió mientras se cubría los hombros con
un chal de color rosa con transparencias—,
aquí fuera empieza a hacer frío. Vaya verano,
que de noche enfría.
Mammie se adentró de nuevo en la torre y
Nastia ayudó a Aurora a levantarse.
—Está loca —susurró la Princesa.
Nastia se encogió de hombros y la ayudó a
caminar hasta la silla más cercana.
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ANA GASULL
La estancia no se parecía en nada al cuarto
de una princesa. Se trataba de una habitación circular, iluminada por antorchas que
estaban continuamente encendidas y apenas
parpadeaban y dibujaban sombras en las paredes. En el suelo había una alfombra vieja y
sucia, que antaño parecía haber sido bonita,
pero que en el presente se iba deshilachando
poco a poco. No había camas ni tocadores, ni
siquiera una pequeña fuente de la que brotaran las aguas cristalinas del río para poder
asearse y refrescarse los labios. Era una parte del castillo que, en realidad, a duras penas
conocía.
—Mira, Aru, esto era de lo que te hablaba
—anunció Nastia, apartándose los rizos pelirrojos que le caían por la frente—. ¿No es
hermoso?
Aurora se acercó con cautela, procurando
no apoyar el pie en el suelo. El dolor iba mitigando, pero aun no se había recuperado del
todo.
Frente a ella se encontraba el objeto que
Nastia le había descrito a la perfección durante las clases de costura. Se acercó un poco
más y lo admiró a la luz de las llamas.
—¿Qué es?
Mammie suspiró.
—Una rueca, Princesa.
—¿Y para qué sirve?
Nastia dio un salto en su sitio y aplaudió.
—Eso es lo más interesante, Aru. Sirve
para hilar.
—¿Hilar? —se extrañó.
—Sí, exacto. ¿Puedes creer que con esto antes hacían las telas de los trajes?
—¿Y por qué ya no se usa?
—Hay métodos más efectivos y rápidos —
se lamentó la vieja señora.
Nastia se sentó en el suelo e instó a Aurora para que hiciera lo mismo. Juntas, se alejaron un poco para tener mejor perspectiva.
Mammie se sentó en un taburete que descansaba medio olvidado, pero que había ido adquiriendo la forma de sus posaderas. Estaba
claro que la mujer pasaba allí todos los días
de su vida.
—Muéstrele a Aurora como funciona,
Mammie.
La rueda se puso a girar. Aurora no estaba segura de entender lo que hacía Mammie,
simplemente la veía moverse, sujetar el hilo,
luego hacer girar la rueda de la rueca con
presteza, luego... No se fijaba, en realidad. Tenía toda su atención puesta en el movimiento
circular de la rueda de madera, que no se detenía en ningún momento y creaba ilusiones,
fundiéndose con la atmósfera hasta crear un
círculo compacto que no hacía más que girar.
Se desdibujaron los colores del arco iris a su
alrededor, mientras Mammie seguía trabajando, demasiado concentrada para fijarse en
los ojos emocionados y llenos de curiosidad de
las niñas.
—Es hermoso.
—¿Cómo lo consigue?
—¿Podemos probar? —pidió Aurora repentinamente.
El movimiento de la rueda cesó.
—¿Queréis probar, Princesa? ¿De verdad?
—Me encantaría —susurró, incapaz de
apartar la mirada de ese objeto único.
—Este no es trabajo para las doncellas. Si
a Sus Majestades les llega...
—Papá y Mamá no lo sabrán —le aseguró.
—Es cierto —corroboró Nastia—, los tíos
no van a enterarse. No tienen porqué hacerlo; seremos discretas.
—Nunca se es lo suficientemente discreta,
Princesa. Y las damas jamás deben mentir, y
menos a sus padres.
—Mammie, la corte está llena de secretos
y mentiras.
—Usted no es la corte —la regañó—, usted es la princesa heredera del reino y debe
aprender a comportarse.
Las chicas se miraron.
—De acuerdo —aceptó finalmente Nastia—, no mentiremos. Pero déjenos probar,
por favor; tampoco será mentir, mentir... Debería saber que ocultar la verdad no es mentir...
—... sólo preservar la intimidad.
—Seréis mi muerte, criaturas —sentenció
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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS
en un susurro ronco.
Mammie se levantó y las invitó a sentarse
con un movimiento suave de los brazos. Aurora, sonriente y triunfal, empujó a Nastia.
—Tú primero, prima.
—¿Yo?
—Tú lo encontraste, tienes el derecho.
Siguiendo las instrucciones de la sirvienta,
se sentó en el taburete con elegancia contenida y se colocó tal y cómo había visto que hacía
la anciana. Mammie le deshizo la trenza antes de que Nastia pudiera protestar y le amarró el pelo en la nuca con la cinta de cuero.
—La cara siempre despejada, doncella: podríais resultar herida.
—¿Cómo?
—Nunca se sabe con el huso, niña.
Le dio la hebra de un hilo de algodón y le
dijo dónde colocarlo. Aurora esperaba impaciente que la rueda volviera a girar. Era como
un precursor de su destino... o una forma intrínseca que tenían los dioses de instruirla
en las artes de la vida. Estaba confundida,
lo oculto no se le daba nada bien. Una vez,
cuando era pequeña, la Reina había querido
que aprendiera a leer las cartas y había mandado traer al más ilustre Visionario, pero en
su pequeño cuerpo de siete años no había ni
una gota de talento para eso.
—Esto es más difícil de lo que parece, Aru
—hizo notar Nastia mientras movía las manos torpemente.
La rueda se puso en movimiento, echando
sobre el tablero los caprichos de la fortuna.
Le pesaban mucho los párpados y el sueño se iba apoderando de ella. Tal vez debiera
irse a la cama y volver a la noche siguiente.
La voz de Nastia le llegó distorsionada. Tal
vez había caído en el agua y era incapaz de
regresar a la superficie luminosa y vivaz del
castillo.
—¡No te duermas, Aru, esto es divertido!
—logró oír que decía Nastia.
Un destello de su melena pelirroja se perpetuó en la oscuridad hasta convertirse
en una bola de fuego, que se fue apagando,
transformándose en una llama de un triste
color verde pálido. Alargó los dedos para poder tocarlo.
—No se preocupe por la Princesa —la voz
de Mammie era un murmullo en su conciencia—, estará aburrida porque aun no es su
turno.
Quiso gritar negándolo, pero estaba demasiado aturdida. Alargó la mano para alcanzar
esa luz que se iba alejando de ella.
—Aru, ¿qué estás haciendo?
Sólo veía la rueca iluminada por la luz y
una voz fría como un témpano de hielo se coló
por las rendijas de su mente y le heló la sangre.
—¡Tócalo!
Alargó la mano un poco más.
—¡Aru, no!
La aguja pinchó su dedo. Una gota de sangre le resbaló por la piel hasta precipitarse
hacia el suelo. La luz se desvaneció y volvió a
encontrarse en el cuarto más alto de la torre,
pero ya era demasiado tarde. Nastia se había
levantado de un salto y permanecía inmóvil,
a la espera de cualquier señal. Mammie estaba situada a su lado, sonriendo de oreja a oreja mientras veía como se desvanecía su mundo y el aire se le escapaba de los pulmones y
se mezclaba con la noche de verano.
La misma voz volvió a susurrarle:
—Las ruecas se prohibieron para que no
murierais, Princesa. El maleficio de Maléfica
era ese...
El frío había desaparecido y empezaba a
hacer un calor sofocante.
Se desplomó.
Nastia se lanzó a su lado y chilló pidiendo
auxilio. En la lejanía, uno de los perros de
caza aulló, despertando al resto de la jauría.
—Ya es demasiado tarde —dijo Mammie.
Su rostro arrugado se estaba recomponiendo en el centelleante rictus de una mujer joven y hermosa. El cabello corto y canoso se
desenvolvió en una melena larga y rizada,
tan negra como sus ojos, las arrugas desaparecieron y sus labios se curvaron en una sonrisa letal, roja como el fuego de los infiernos.
—¿Quién sois vos? —exigió saber Nastia a
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la par que extraía un cuchillo de la capa de
su prima, que yacía en el suelo pálida como
una muerta. Su cuerpo había empezado a enfriarse.
—¿Yo? Yo sólo soy Maleficient. Mally, para
mi madre.
—¿Tú eres...?
—Puedes llamarme Maléfica, todos lo hacen.
—¡Socorro!
—Nadie vendrá —la avisó, como si se tratase de un hecho obvio.
—¡Aurora ha muerto!
Eso pareció surtir efecto. Se oyó un chillido
a lo lejos, seguido por varios otros que sonaron aterrorizados. Pero por encima de todo el
bullicio que se estaba armando, se oyó claramente a la Reina.
—¡Maléfica!
—¡Emro y sus barbas! —exclamó Maléfica
mientras soltaba una carcajada—. Esa mujer
tiene una memoria de elefante. No despertará, pequeña Nastia —dijo al ver que Nastia
intentaba hacerla reaccionar sacudiéndola
violentamente—. Y lo más gracioso es que
todo esto lo he conseguido gracias a ti y a tu
valiosa ayuda. ¿No es irónico?
Nastia agarró el cuchillo con fuerza y se
abalanzó sobre Maléfica, pero esta se echó
hacia atrás con destreza y se envolvió en una
horda de llamas verdes. Se desvaneció entre
ellas antes de que pudiera hacer nada.
La Reina entró en la estancia como una exhalación. La siguió el Rey, espada en alto. Al
ver que Maléfica se había esfumado y la Princesa estaba tirada en el suelo, la Reina soltó
una exclamación angustiada y corrió al lado
de su hija.
—Mi pequeña, mi Aurora...
La estancia se iluminó con una luz dorada
que abarcó toda la estancia. Junto a Aurora
apareció una mujer más bella que Maléfica,
cuyos cabellos plateados formaban un halo
alrededor de su rostro.
—No teman, Majestades, Aurora sigue
viva, ¿recuerdan?
—Las gracias... —murmuró el Rey.
—Exacto. Dormirá en un profundo sueño
hasta que reciba el primer beso de amor verdadero.
Sus últimos recuerdos eran difusos.
Incluían el rostro difuminado de una mujer
ya anciana y los rizos pelirrojos de su prima
haciéndole cosquillas en la nariz. Y había
algo más. Un fuerte mareo que la había atacado de repente y la había arrastrado al fondo de un abismo sin fin.
Podía sentir los cálidos rayos del sol acariciándole la piel. Suspiró, dispuesta a levantarse de la cama, cuando lo recordó todo.
Los flashes de luz y recuerdos se sucedieron
unos a otros a una velocidad vertiginosa, que
la obligó a permanecer quieta. Ahí estaba su
prima, haciendo girar la rueca, su irrefrenable deseo de acercarse, esa voz metida en su
cabeza... Y algo en lo que al principio no había reparado: un rostro guardado en algún
recoveco de su mente, intemporal, enigmático, inclinándose hacia ella. El rostro de una
mujer de ojos atormentados.
Abrió los ojos con cautela, temerosa de lo
que podía encontrarse, pero sobre su cabeza
se alzaban árboles enormes y centenarios.
Lo sabía porque podía respirar su vejez en el
aire. Se dio la vuelta y se ayudó con las manos para levantarse. Estaba sucia de tierra
de pies a cabeza.
Miró a su alrededor. Estaba rodeada de árboles que se alzaban hasta el cielo y tapaban
el sol, que se veía obligado a escurrirse entre las ramas y el tupido follaje del bosque.
Se secó las manos sudorosas en la falda del
vestido, pero no consiguió otra cosa que ensuciarse más.
Respiró hondo. Estaba sola y perdida, pero
confiaba en sí misma y sabía que podía salir de ese aprieto. Cerró los ojos y se concentró en el ruido del viento al pasar silbando y
chocar contra los troncos de los árboles; oyó
los pasos de los animalitos contra el musgo,
alejándose de ella, pero manteniéndose lo suficientemente cerca como para ser capaces de
observarla; sintió el olor penetrante de la na-
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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS
turaleza al crecer salvaje y a su antojo... Pero
cuando alzó el brazo por encima de la cabeza
y extendió la mano, no ocurrió nada. Volvió
a intentarlo, pero era como si alguien hubiese taponado el compartimiento donde estaba
guardada su magia y ahora no pudiera exteriorizarla.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero
se las enjugó rápidamente: era una princesa
guerrera, y sus maestros y sus progenitores
siempre le habían dicho que las princesas
guerreras no lloran, que eso era cosa de mortales.
Caminaría.
Con esa nueva determinación metida dentro de su espíritu, echó a andar hacia una
dirección cualquiera. Mientras marcaba un
árbol con una cruz, por si acaso se perdía y
debía deshacer sus pasos, captó el leve ruido
de un movimiento ondulante. Agua en movimiento. Con la esperanza palpitando en sus
sienes, tiró la piedra que había estado usando y empezó a correr en la dirección de la que
venía ese murmullo apagado. Era lo suficientemente lista como para saber que si seguía
el curso del agua, llegaría hasta algún lugar
habitado. Era algo con lo que ya estaba familiarizada, pero había estado tan preocupada
por lo que había ocurrido y en cómo había llegado hasta allí, que se le había pasado por
completo: había tenido que aprender a sobrevivir en diferentes medios como parte de su
educación; daba gracias a su intuición por
haberla obligado a dejar las clases de música
y pintura.
Para cuando llegó al arroyo, el sudor le goteaba por la frente y el cuello hasta llegar a la
clavícula. Se acercó y bebió con ansias, antes
de buscar otra piedra puntiaguda para marcar el árbol más cercano.
En realidad, sentía como si se estuviese
volviendo loca, pero mantenía ese pensamiento apartado a un lado mientras estaba
perdida. No necesitaba más problemas ni
más preguntas sin respuesta. Intentó colocarse bien el vestido, pero no sirvió de nada,
así que empezó a seguir el curso del arroyo.
El agua cristalina dejaba ver unos enormes
peces de colores anaranjados y azulados, que
se dejaban arrastrar por la corriente. Por lo
menos, si no encontraba cobijo, tendría qué
comer.
No se sentía cansada, sólo un poco indispuesta, pero eso no le impedía seguir hacia
delante.
El bosque se terminaba de forma abrupta
y dejaba paso a un prado cubierto de hierba
que crecía furiosa y verde, y flores silvestres
que se arremolinaban con el viento alrededor
de piedras y los troncos de los árboles desperdigados por todas partes, mientras se amoldaban a las enredaderas. A lo lejos, una gran
muralla se alzaba envolviendo una colina
donde descansaba un castillo. No era el suyo.
Como cuando corría por su propia casa al
encuentro de Nastia, se recogió la falda y
echó a volar en dirección a lo que parecía ser
una ciudad fortificada. Iba tan deprisa, que
cuando sus pies rozaban el suelo, la hierba
se levantaba entusiasmada y se mecía a la
par que el viento. El elaborado tocado que su
aya le había hecho para la hora de la cena estaba totalmente deshecho y los tirabuzones,
compuestos de tal forma que se asemejaban
a caramelo líquido cayéndole por la espalda,
le golpeaban en las mejillas y la nuca en olas
doradas. Tenía el pelo grasiento y el cuerpo
sudado; la frente brillante bajo los rayos del
sol.
Las puertas de la muralla estaban abiertas
y la invitaban a entrar: unos brazos acogedores llenos de promesas de seguridad y compasión. Se obligó a acelerar el paso a pesar
de no poder respirar por el esfuerzo y el miedo, hasta que cruzó el umbral y se encontró
dentro, rodeada de casas y tiendas y los habitantes del pueblo que caminaban tranquilos
y sonrientes.
Nadie se había fijado en ella aún.
Avanzó por la calle principal hasta encontrar otra secundaria que no pareciese demasiado peligrosa. Temía que la viejecita la hubiese seguido hasta allí con la intención de
terminar lo que había empezado. Porque no
Ánima Barda - Pulp Magazine
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ANA GASULL
estaba muerta, eso lo sabía seguro. Su padre se lo había contado al cumplir diez años y después
de que le hubiese preguntado por qué se empeñaba en protegerla tanto: sobre ella pesaba un
maleficio que provocaría que cayese dormida para siempre. Pero jamás habría imaginado que
eso ocurriría al pincharse un dedo; parecía una forma estúpida de morir, o entrar en un coma
profundo.
Lo único que no lograba comprender era cómo había terminado en ese lugar. Tal vez sólo se
tratase de un sueño, una realidad alternativa que su imaginación había creado para evitar que
entrase en estado de shock. Sin embargo, los objetos estaban demasiado definidos y los colores
eran extremadamente vívidos.
Se apartó el pelo del rostro mientras se detenía a admirar los enormes pasteles que se exhibían en una vitrina. No se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba hasta que no sintió
como se le contraía el estómago y este rugía con fuerza. Se rodeó con los brazos y dejó que,
finalmente, las lágrimas rodaran por sus mejillas, furiosas y asustadas.
—¿Qué te pasa?
Aurora alzó el rostro y se giró en la dirección de donde había venido la pregunta. Una chica
morena, con el pelo rizado hasta la cintura y los ojos del color de la miel, se acercó a ella, sonriendo dulcemente. Era de estatura media y constitución pequeña, de apariencia delicada, y
cuando se acercó, sus pasos eran pequeños y rítmicos, como si se moviera al son de la música
que sonaba solamente en su cabeza.
—Me quiero ir a mi casa —sollozó.
—¿No eres de por aquí?
—No sé donde estoy.
—Esto es Amel —dijo, abarcando todo a su alrededor con los brazos extendidos.
—¿Amel? ¿Amel, capital del reino de Guinna?
—Sí, claro... ¿Y tú de dónde eres?
La chica se acercó más y la agarró del brazo con suavidad y tiró de Aurora hacia sí. Luego
la obligó a caminar y la condujo por diferentes calles y callejones repletos a rebosar de gente.
—Yo soy Dahlia Ma-Ze, encantada —añadió cuando vio que estaba demasiado asustada
como para contestar.
Se mordió el labio inferior y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Yo soy de Ímila. Me llamo Aurora.
Dahlia se detuvo frente a una casita de dos pisos de madera, anexa a una sastrería, donde se
exponían telas y tejidos ostentosos y exóticos, lujosos, espléndidos y radiantes.
—¿Aurora? ¡Como la princesa de Ímila!
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CARLA Y LAURA
CARLA Y LAURA
Nº9 Diciembre ‘12
I
C
por Cris Miguel
ómo ha ido? —Laura asaltó a Carla en cuanto la vio salir del edificio de Estado.
—Nada… Necesitan sopesarlo. Te dije que era muy pronto. —La resignación acompañó
a su voz.
—¡Joder! ¿Pronto? Llevamos más de diez años así. Es más que suficiente… ¡No lo entiendo!
—Laura se sentía frustrada y engañada.
—Baja la voz. ¿Qué quieres, que te metan en una habitación de pensar? —Carla la agarró de
la muñeca y tiró de ella apretando el paso.
—No sé cómo puedes estar tan tranquila. ¡Te quedan seis meses para que te obliguen a volver
a hacerlo!
—¿Te quieres callar, o esperar a que lleguemos a casa? Yo no estoy tan tranquila, pero esto es
política, no vamos a solucionar nada gritando.
—Pues mi abuela me contó, que antes del apagón, la gente salía a la calle a gritar y a defender
sus ideales —dijo muy digna.
—¿Si? ¿Y dónde está esa gente ahora? —Laura frunció el ceño y miró al suelo—. Eres una
idealista. —Carla sintió la desazón de su amiga y la paso el brazo por los hombros.
Ánima Barda - Pulp Magazine
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CRIS MIGUEL
—Yo sólo quiero… —No le salieron las palabras.
Ninguna de las dos había elegido el mundo
donde les tocaba vivir. Un mundo recomponiéndose y curándose aún las heridas que no
habían cicatrizado. Un mundo devastado y
en periodo de construcción. Un mundo donde
Carla formaba parte del consejo de la Ciudad,
pero le era imposible cambiar el punto de vista de sus colegas. Con unos ideales anclados
en el miedo, con una única perseverancia, repoblar el mundo, repoblar la Ciudad.
Carla vivía con Laura siempre que sus calendarios hormonales lo permitían. Era la
poca libertad que poseían, ya que con el primer embarazo el Estado te obligaba a vivir
con un hombre. Las jóvenes no siempre aceptaban, sobre todo si ellas mismas no habían
crecido en una familia estructurada. Pero con
la posibilidad de negarse el Estado se hacía
cargo del bebé que lo llevaba con una familia
o a un orfanato, ya que llegó un momento que
había más niños que adultos.
Ahora no, cada vez había más adultos, afortunadamente. Y seguía habiendo más niñas
que niños porque era lo que les interesaba.
Carla cerró la puerta tras de sí y dejó el
abrigo en el perchero. Fue directa al sillón
donde ya estaba Laura con la cabeza entre
las manos.
—No te preocupes, encontraremos alguna
forma de evitarlo. —Sabía que era muy difícil
pero no podía ver así a Laura. La sujetó y la
recostó sobre su pecho.
—Sabes que no… Tú eres la única que puede y hasta el mes que viene no te conceden
otra vista con las sugerencias. —Entrecomilló con los dedos la palabra—. Carla… —Se
abrazó a ella y dejó correr una lágrima de impotencia.
—Vamos, no llores. —Le sujetó la cara entre sus delicadas manos—. No dejaré que te
obliguen a tener otro bebé, te lo prometo.
Laura la besó. Sabía que no lo decía para
consolarla en ese momento. Sabía que era
verdad. Confiaba en ella. Se abrió paso entre
sus suaves labios. Sabía a manzana.
—Es una imprudencia hacer esto, todavía es de día. —La apartó cariñosamente—.
Si nos pillan lo menos grave que nos puede
pasar es que me echen del consejo y adiós a
nuestros sueños.
—Lo sé… —Laura se sintió culpable y le
cogió la mano—. Lo siento. ¿Tienes hambre?
¿Te preparo algo? —Y, sin esperar respuesta,
Laura se levantó y fue a la cocina.
Carla tenía miedo, mucho. No era fácil ser
mujer en esa época, no era fácil estar en el
consejo y hacerse oír, no era fácil cambiar
su destino… y vivir con Laura lo complicaba
aún más. Pero no podía resistirse a ella. Y
sí defendía la libertad. Ella más que nadie;
lo mejor era predicar con el ejemplo, posicionarse en contra de las normas establecidas
por el Estado. Muchas veces se preguntaba
cómo se vivía antes del Cataclismo, antes de
que todo explotara en sus narices. Y tenía la
firme certeza de que esos hombres y mujeres
no estarían nada de acuerdo con cómo se vivía ahora.
—Cariño, ¿no me oyes? —Laura le tocó el
hombro, de pie detrás del sofá—. ¿Qué estabas pensando? —Carla se levantó y se puso
frente a ella.
—Nada… —Le cogió del mentón—. Eres
fuerte, pensar esas cosas no te sirven para
nada.
Le hizo sonreír. Que contestara sin esperar
una explicación. Con el tiempo habían logrado esa complicidad. Esa con la que miras a
alguien a los ojos y sabes, exactamente, cómo
se siente. Como respuesta Carla le cogió la
cara entre sus manos y la besó. Mientras estuviera ella seguiría teniendo fuerzas para
luchar.
II
Laura intentaba sacar temas de conversación insulsos. Reconocía esa mirada en sus
ojos. Su madre también la solía poner. De
preocupación, desesperanzada. Pero, al igual
que con su madre, no servía de nada abordar
el tema. Le quitaría importancia, miraría hacia otro lado y lo seguiría pensando intros-
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CARLA Y LAURA
pectivamente.
Su madre murió cuando estaba a punto de
cumplir los quince años. Por aquel entonces
las mujeres tenían embarazos hasta los cuarenta, y fue el último embarazo lo que se la
llevó. A ella y al bebé. De hecho a partir de
ahí el Estado bajó la edad hasta los treinta y
cinco, y según fue aumentando la Ciudad la
volvió a bajar hasta los treinta. En ese momento Laura decidió que intentaría por todos
los medios no convertirse en ganado y evitar
de alguna forma ese control exhaustivo de
natalidad. Algo que hasta la fecha ni ella ni
Carla habían conseguido. Ambas tenían tres
hijos, tres hijos que estaban en el orfanato de
la Ciudad. Tres hijos de un padre diferente,
de algún hombre que hubiese hecho méritos
y el Estado consideraba que sus genes eran
los más aptos. Tres hijos concebidos obligatoriamente “por el bien de la humanidad”.
Quizás por eso sentía repulsión por los
hombres. Tampoco ayudaba la idea que su
padre fuera el que había fecundado a Carla
la segunda vez. Automáticamente se distanciaron y ahora sólo lo veía de vez en cuando
en la Plaza, saludándose con un seco movimiento de cabeza.
La sirena sonó y la sacó instantáneamente
de sus pensamientos.
—No me dijiste que hubiera ningún acto
hoy —le dijo a Carla.
Como respuesta ésta se encogió de hombros. Dejó los platos en la encimera y ayudó a
Laura a ponerse el abrigo. Ambas lo odiaban,
pero debían ir, sino las encerrarían tres días
en la habitación de pensar.
El anfiteatro ya estaba casi a rebosar. Se
quedaron lo más atrás que pudieron pero era
inevitable no mirar. La tarima estaba en lo
alto, de forma circular, para que pudieran ser
vistos desde todos los ángulos. Una señora de
mediana edad con traje de chaqueta estaba
intentando hacer callar a los asistentes.
—Damas y caballeros, es un placer reunirnos una vez más para el milagro que es la
vida. Me alegra comunicarles que hoy disfru-
taremos de cinco parejas que tendrán el honor de contribuir a la construcción de nuestra
Ciudad. Alentemos con un fuerte aplauso a la
primera pareja, Michelle y Lucas.
La mujercilla bajó rápidamente por las escaleras, mientras que por las centrales subía
de la mano la pareja. Completamente desnudos.
—Parece su primera vez… —susurró Carla.
La chica era poco más que una niña. Tenía
la cara roja y los ojos hinchados de tanto llorar. Pero ahora no lloraba. Se había puesto la
máscara de la indiferencia. En cuanto llegaron al centro de la tarima, ella se arrodilló y
empezó a acariciarle con las manos y con la
boca. Las pautas básicas que te dan antes de
subir. El hombre, como era habitual, se excitó enseguida, después de varios meses de
celibato. Ella le dio la espalda y él la penetró.
Muchos del auditorio reían, la mayoría hombres, o mujeres que ya no estaban en edad de
concebir. El resto guardaba silencio. Se oían
las arremetidas de él, que enseguida empezó
a temblar y terminó. Quedaban cuatro parejas.
III
El camino de vuelta a casa lo hicieron en
silencio. Pragmático y tangible. La mayoría
de la gente no disfrutaba del espectáculo. Al
Estado le servía para mantener el celibato
hasta que les tocara a ellos contribuir “por el
bien de la humanidad”. No ejercían un control
absoluto. Pero el miedo era suficiente control.
De vez en cuando circulaban historias sobre
un amigo o vecino recluido en la habitación
de pensar. ¿Para esto había sobrevivido la
humanidad?
Ni Carla ni Laura encendieron ninguna luz
cuando llegaron a casa. Las de fuera alumbraban suficiente, y estaba prohibido tener
cualquier tipo de cortinas, para posibilitar
así que si un vecino se asomaba pudiera ver
lo que quisiera y denunciarlo, por supuesto.
Se desnudaron en silencio y se metieron
en la cama. Carla notó estremecerse a Laura
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CRIS MIGUEL
y se volvió hacia ella. Extendió la mano y le
secó la lágrima que corría rebelde hacia su
oreja.
—No puedo soportarlo más —susurró Laura—. ¿Qué nos diferencia de los animales?
—No te tortures… Saber por qué lo hacen.
Les permiten controlarnos…
—Que sepa por qué lo hacen no deja de molestarme…
Carla la enjugó las lágrimas y la atrajo hacia ella, como ninguna madre había hecho con
ellas mismas. Laura alzó la cabeza y la besó.
Ambas paladearon la sal de las lágrimas para
luego fundirse en sus lenguas y endulzar su
sabor. Laura dejó las preocupaciones a un
lado y se centró únicamente en el cuerpo cálido de Carla, que estaba grácilmente encima
de ella. La apretó fuerte contra el suyo, deslizando sus manos por la cintura y sus caderas. Carla se entregó a ella, se dejó llevar por
el calor y por el amor; pero sobre todo por la
ansiedad, la agonía de perderla. Le acarició
los pechos cuidadosamente con sus manos,
masajeándolos. Sus manos dejaron espacio a
sus labios, que los mordisquearon juguetones
mientras ella sonreía. Pasó su lengua por su
suave y plano abdomen, soplándola, haciéndola cosquillas. Llegó a su vientre, y aunque
la sábana y la manta teñían todo de negro,
sintió su hermosura y su calidez. Delicadamente Carla deslizó su mano, al mismo tiempo que la otra hacía surcos en el muslo. Era
tal el abanico de sensaciones, que a Laura le
costaba trabajo respirar. Abrió más las piernas y Carla se introdujo en la humedad de
ella. Primero uno, luego dos, tres.
Laura había aprendido a no hacer ruido,
ahogaba sus jadeos en la almohada. Carla
aumentaba el ritmo y con la otra mano dibujaba círculos en ese punto de ebullición tan
certero, a veces con la mano y otras con la
lengua. Rítmicamente. Laura no entendía
por qué el Estado consideraba eso un delito,
el placer. Y se empeñaba en transfigurarlo
y convertirlo en algo sucio y grotesco. Pero
Laura sabía que no era así. Estas sensaciones no podían ser malas. Carla, enterrada en
sus muslos, expolió su lengua, que se movía
frenética en círculos, absorbiendo en ocasiones. Y Laura se dejó ir. Sabía que, por mucho
que se contrajera, Carla siempre conseguía
que explotara. Carla lo notó, y sacó la mano
cuidadosamente de su amiga, de su amante.
La besó cariñosamente todo el cuerpo hasta
que estuvo a su altura de nuevo sobre la almohada.
—Te quiero —le susurró Carla al oído
mientras se enredaba en su pelo.
Laura embriagada se puso encima de ella,
meciéndose. La quería más que a nada y devolverle el placer es lo menos que podía hacer para compensar cómo la cuidaba. Laura
le mordió la tripa, Carla, sorprendida, se incorporó y ambas rieron. Carla con las manos
en la cara y Laura enterrándose súbitamente
entre las sábanas.
IV
Las dos salieron pronto a trabajar a la mañana siguiente. Carla al consejo y Laura al
orfanato Este. Sin embargo, sólo Laura volvió esa noche a casa a cenar. Lo primero que
pensó fue que las habían descubierto. Pero
desechó la idea porque, si no, la habrían cogido a ella también. Aun así sentía que las cosas no iban bien. Era más que una sensación.
La certeza era casi palpable. La impotencia
la corroía por dentro, porque aunque no había un toque de queda estipulado, era un secreto a voces que te investigaban si te veían
paseando por la calle a horas deshonestas de
la noche. Es más, Laura no podía ir al Consejo, no era un hombre, no eran pareja, no
eran nada a sus ojos. Hizo lo único que podía
hacer, irse a la cama con la incertidumbre.
Apenas había dormido. Unos surcos morados le recorrían las mejillas. Decidió que iría
a trabajar como cualquier día normal pero
volvería a casa para comer. Por si aparecía.
Sus mejores deseos se desvanecieron al
abrir la puerta y encontrar todo como lo había dejado. Sin rastro de Carla. Pero Laura
no era mujer que se amilanara, y con toda
su determinación se presentó en las escale-
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CARLA Y LAURA
ras del Consejo. El guardia no era el mismo
que acostumbraba a ver. Y los custodios de
la puerta se limitaron a negarle el paso. Laura cedió al histerismo y llamó a gritos a Carla. Algo que consiguió poner nerviosos a los
guardias que llamaron a un superior.
Fue el señor Fonseca quien apareció. Compañero de Carla. Alguien que incluso había
cenado en su casa.
—Álvaro, por favor, dime donde está Carla.
No sé nada de ella desde ayer por la mañana.
—Oh, lo lamento señorita. Los diez altos
cargos del consejo están deliberando y hasta
que no lleguen a un acuerdo ninguno podrá
salir.
—Entonces… ¿está bien? —Laura se había
quedado sin palabras.
—Sí, querida, su amiga se encuentra bien.
Laura emprendió el camino de vuelta a
casa tras despedirse. Algo en sus palabras,
en la forma en decir amiga le dejo patente
que no estaba reunida deliberando nada. Las
lágrimas se la escaparon por las mejillas. El
corazón se le oprimió. Y los días comenzaron
a ser grises.
Laura dejó de ir al orfanato, alegando que
estaba enferma. Nadie se preocupó por su
salud y lo atribuyeron a un simple resfriado.
Laura pasaba los días sentada en la mesa de
la cocina mirando la puerta. Hacía una semana desde que Carla desapareció.
V
Tenía los ojos tan hinchados que al principio creía que lo imaginaba. Pero la puerta se
estaba moviendo y al otro lado estaba Carla.
—¡Oh, Dios mío! —Laura se tiró a sus brazos y la llenó de besos, farfullando que estaba bien y que todo había sido una pesadilla.
Pero ante la quietud de Carla se separó—.
¿Qué te ocurre?
—Nada, estoy perfectamente. Sólo he venido a recoger mis cosas —dijo mecánicamente
mirándola a los ojos.
—¡¿Qué?! ¿Por qué? ¿Qué te han hecho? —
Laura no cabía en su asombro y la presión
del estómago que había desaparecido segun-
dos antes se volvió a instalar en ella.
—No digas tonterías, no me han hecho
nada. Hemos estado deliberando sobre una
nueva ley que se dictará en unos días. Hasta
que no nos hemos puesto todos de acuerdo no
nos han dejado salir.
—Oh… entonces… ¿por qué quieres irte?
¿Qué ha cambiado? —La pesadumbre le atenazaba las cuerdas vocales.
—Me he dado cuenta que en estos días no
te he echado casi de menos. A ver, somos amigas, pero ya tengo edad para emparejarme.
Así podré cuidar de mi próximo hijo.
—¡NO! —Laura derribó la mesa con el humilde frutero que había encima—. No me lo
creo. ¿Te han hecho olvidar? ¿Te acuerdas de
todo lo que hablamos?
—Sabes que no tienen medios para borrarme la memoria. Casi no tenemos electricidad,
¡por el amor de Dios! Claro que me acuerdo.
Simplemente quiero probar esta nueva vida.
—Laura vio un destello en los ojos de Carla,
no sabía cómo explicarlo, pero ella seguía ahí
dentro. Era ella.
Se dejó caer en el suelo abrazándose las rodillas y se echó a llorar. Carla aprovechó que
el interrogatorio había cesado para guardar
sus pocas pertenencias en una ajada maleta.
Laura la veía entre sus pestañas, entre sus
lágrimas. Era una extraña, pero estaba segura de que era ella. La reconocía y la seguía
queriendo. Automáticamente se le ocurrieron cientos de conspiraciones, llegando a la
conclusión de que lo hacía para protegerla.
Realmente eso esperaba. Estaba segura que
la habían encerrado en la habitación de pensar hasta que tomara una decisión. Y había
decidido salvarla, a su manera claro. Porque
para Laura vivir sin Carla no era una vida.
VI
Los gritos procedentes de la calle interrumpieron el debate. Carla siguió a sus compañeros fuera de la sala de auditorías y salió a
la calle. Muchas personas se habían aglomerado en torno a algo que Carla aún no podía
ver. Se abrió camino entre la gente, que se
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CRIS MIGUEL
apartaban cuando la veían. La escena era espantosa. Laura estaba ahí tirada inerte. Llena de
sangre que todavía se esfumaba de sus níveas muñecas. Estaba desnuda. Y en el suelo había
escrito un “Lo sé todo” acompañado de un corazón con una C en el centro. Carla estaba impertérrita. No mostró signos de ninguna emoción. Sus colegas la vigilaban mientras ordenaban a
los de seguridad que dispersaran a la gente y que cubrieran el cuerpo.
Carla aprovechó la confusión para ir hasta lo que hace dos días había sido su casa. Suya y de
Laura. Dentro estaba todo destrozado. Todo en el suelo, esparcido y roto. Todo menos un cojín
del sofá donde acostumbraban a acurrucarse. Encima había una hoja de papel doblada por la
mitad.
Sé que te viste obligada y te entiendo. Pero estar sin ti para mí es peor que morir. No sé cómo
nos descubrieron, ni se porque de repente ahora quieren meter sus asquerosas narices. Pero no
podemos dejarles. No puedes dejarles. Confío en ti, siempre lo he hecho y sé que sabrás hacerles
frente y que esto, lo que me he hecho, te sirva de aliciente. Porque esto no es vida. Está en tu
mano. Eres valiente, mucho más de lo que yo he sido nunca. Puedes con ellos. Puedes con todo.
Hazlo por mí, por nosotras.
Te quiero,
Laura.
Una lágrima mojó el papel que sostenía Carla. Con energías renovadas rompió el papel y
esparció los trozos. Lo haría, por ella. Por todos.
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