el río de la mar dulCe. imaGinarioS Sobre la amazonia: loS dilemaS

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el río de la mar dulCe.
imaGinarioS Sobre la amazonia:
loS dilemaS entre un paraíSo
y un infierno verde
roBErto PinEda caMacho1
El agua dulce es la verdadera agua mítica
Gaston Bachelard
los cronistas misioneros: la amazonia como paraíso
a
ño 1541: Gonzalo Pizarro parte, en el mes de febrero, de
Quito con destino al país de la Canela, al oriente de la ciudad, allende los páramos de las grandes montañas y nevados que la rodean: allá tiene la ilusión de encontrar fabulosas cantidades de
este precioso recurso, según lo advirtieran los indios.
Lo acompañan por lo menos 350 expedicionarios españoles y un gran
número de indios. Ayudado por indios cargueros y las apacibles llamas,
cruza la cordillera y el frío de los páramos; cuando se descuelga hacia el
manto verde que se vislumbra en el horizonte, encuentra cada vez más
obstáculos: pero estos no provienen de los indios infieles, que se resistirían
tenazmente a su presencia, como ocurría en otras partes, sino de la dificultad de abrir trochas en este cada vez más denso e imbricado bosque. Pronto
comprende que sus previsiones han sido, al menos, parcialmente fallidas.
Sus caballos tropiezan con lianas y matorrales; sus cascos se entierran
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Profesor del departamento de Antropología de la Sede Bogotá. Antropólogo de la Universidad de los Andes, magíster en Historia de la Universidad Nacional, y doctor de la Universidad de París III, Francia. [email protected]
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entre el follaje semidescompuesto que cubre el suelo; sus mil cerdos y casi
dos centenares de perros de guerra se convierten también en una pesada
carga. Las llamas no pueden avanzar, a pesar de las amenazas de los perros
y del látigo de los hombres.
En un momento determinado, él, Pizarro, gobernador de Quito, hermano del gran conquistador del Perú, se enfrenta, además, a un mundo
de aguas hasta entonces ignoto; decide enviar el 21 de diciembre de 1541
al capitán Francisco de Orellana −que ha empeñado toda su fortuna para
participar en la empresa− a explorar río abajo para determinar los rumbos
subsiguientes de su fastuosa expedición que amenaza ruina.
El avance del capitán Orellana implicó que unos hombres que no tenían gran experiencia en construir un bergantín tuvieran que ingeniarse
un barco con las puntillas y las herraduras de los caballos; uno de ellos,
fabricante de santos en España, se estrena como astillero principal.
Por fin, Orellana se embarcó en el pequeño bergantín −corto de provisiones y con unas pocas pero milagrosas ballestas− que lo conduce por
un laberinto sinuoso de aguas. Cada vez más abajo, cuando desciende, topa
ríos y más ríos y una floresta igualmente densa y penetrante. También en
un momento −a los cuarenta días− Orellana se enfrenta a su propio dilema:
avanzar o regresar a donde ha dejado a su capitán y huestes que probablemente lo esperan. Pero echar marcha atrás es imposible, tan difícil como
reversar el curso del tiempo.
Convoca a las huestes, es decir, a los miembros de su grupo para que
enfrente de un improvisado notario −como era la costumbre española, que
hemos heredado nosotros− se deje constancia de esta decisión. Ya prevé
que su coterráneo de Trujillo lo acusare de traición, un cargo que podría
llevarlo a la horca.
Ahora el Real no tiene otra obsesión que sobrevivir, no tiene otra alternativa que navegar por este ignoto río, como si fuesen unos náufragos
destino al Hades. Durante meses ranchearán los pueblos, y hacen la guerra
a miles de indios sorprendidos por la existencia de esos seres para ellos
extraños, intrigados por esa gigantesca Canoa que quizás sea una gran
“Cobra” que no se asemeja a los seres maravillosos que pueblan el río, a los
Hombres delfines, que señorean las aguas del Amazonas: quizás sea una
Gran Boa, que lleva entre su vientre unos monstruos barbados, de lenguas
ignotas, unas especies de curupiras pero de las aguas.
Para los expedicionarios también es nueva la experiencia sonora;
cantos de batracios, de aves, y los rugidos de otros animales, asordinan o
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susurran, como cantos de cuna, su travesía; delatan y anuncian su paso,
cual réplica de los tambores que también se oyen en la lontananza. Cuando no caen torrenciales aguaceros, gigantescas estrellas y constelaciones
iluminan su paso; pero ellas no significan nada; son hombres de tierra, y
no marineros de grandes ríos. Pero el silencio que se experimenta durante largas jornadas, casi como si fuese un desierto, también los desespera,
acongoja, casi que los acobarda, una expresión quizás inapropiada para estos “héroes” forzados. Sus sueños, sin duda, se conforman de otra materia,
la del río, la de los grandes ríos de agua dulce.
La expedición del río los llevará a recorrerlo durante casi nueve meses. Meses de hambre, de penuria, de constante guerra. Unas pocas decenas de hombres hambrientos, valientes y ambiciosos, descubrirían para los
europeos lo que un siglo después sería descrito como el lugar mismo del
Paraíso Terrenal.
Hacia 1540 ya era conocido el río de La Plata, pero este río era absolutamente ignoto aunque ya algunos españoles y portugueses habían observado en sus viajes por el litoral atlántico, por lo que sería la tierra del Brasil,
su gigantesco delta, que llevaría −a Vicente Yáñez Pinzón− a llamarlo Santa María de la Mar Dulce.
Una vez que arriban a la desembocadura, Orellana tiene conciencia
que ha descubierto uno de los grandes ríos jamás navegado y visto por
mortal alguno; el trujillano se dirige a Isla Española donde se encuentra
con el gran cronista de Indias, el español Gonzalo Fernández de Oviedo.
Con celeridad parte directamente hacia España; en Sevilla se cruza con el
cosmógrafo y geógrafo del rey, Sebastián Caboto, a quien también le cuenta de su descubrimiento. Con estos datos, el gran Caboto realizó uno de los
primeros, si no el primero, mapas del Amazonas, que suma a sus grandes
logros como descubridor y cosmógrafo.
A su vez, Fernández de Oviedo, consciente de la importancia del descubrimiento, escribe una famosa carta al cardenal Pietro Bembo, dándole
cuenta de este río donde campean las Amazonas, “mujeres flecheras que
estaban allí por gobernadoras”: destaca que ha sido un viaje similar en importancia al del malogrado Magallanes alrededor del orbe, que en 1519
había también conmovido al mundo europeo.
Como Orellana preveía, Pizarro lo acusa de traición; gracias probablemente a esas circunstancias, su capellán y acompañante, el dominico
Fray Gaspar de Carvajal, escribió la primera relación del río Amazonas;
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su viaje por el río se titula “Relación del descubrimiento del río de las
Amazonas”2.
Este texto −escrito bajo unas circunstancias en las cuales Carvajal se
ve obligado a rememorar su experiencia− nos dará por primera vez una
visión del río de las Amazonas en su totalidad, de lo que ha encontrado en
términos de islas, de animales y de gente.
Esta crónica nos muestra que existía una gran cantidad de poblaciones nativas a lo largo de las orillas del río Amazonas; poseían grandes caciques que dominaban sobre extensas provincias; son señores naturales que
tienen potestad sobre pueblos e incluso esclavos; tienen abundante comida,
por ejemplo cercos de tortugas, donde los peninsulares saciarán a la fuerza
su inagotable hambre.
El dominico nombra e identifica por primera vez el río Negro, cuyas
aguas al juntarse con el río Amazonas, abajo de la actual ciudad de Manaos, se distinguen claramente, durante muchos kilómetros, de las de este.
También nos cuenta que en la parte baja del río Amazonas, hacia el
área del río Tapajós, se enfrentan con unas aguerridas mujeres que él denomina Amazonas. Hasta el ilustrado Charles de la Condamine no podría,
dos siglos más tarde, deshacerse de ellas.
Asimismo, encuentra una población que posee picotas con calaveras
humanas; durante gran parte de la jornada viven en guerra u hostilidad
con los indios; un nuevo bergantín que arman en plena travesía, quedaría
un día como un puerco espín, lleno de flechas enemigas.
El capellán exalta la figura del capitán de la expedición: posee un gran
don de lenguas; fue considerado, sobretodo en la parte alta del río, como
Hijo del Sol, como un verdadero Dios, al contrario de las secciones río abajo en las cuales la guerra y el hambre serían el signo de los expedicionarios.
Aunque registra la presencia de seres maravillosos de la cosmología
medieval −Amazonas, Antropófagos−, también encuentra que esos indios
que le hacen la guerra −y alguna de cuyas flechas lo deja tuerto− son también hombres de carne y hueso, un poco monstruosos en ciertos casos, o
por lo menos con comportamientos bizarros, como aquellos hombres que
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Gaspar de Carvajal, Descubrimiento del Río de las Amazonas según la relación hasta ahora
inédita de Fr. Gaspar de Carvajal, con otros documentos referentes a Francisco de Orellana
y sus compañeros publicados a expensas del Excmo. Sr. Duque de T’serclaes de Tilly; con
una introducción histórica y algunas ilustraciones por José Toribio Medina (Valencia: Estudios Ediciones y Medios, Edym, 1992).
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los dilemAs entre un PArAíso y un infierno verde
parados en canoas lanzan humo (quizás tabaco) hacia sus naves; incluso,
en algunas localidades tienen grandes estatuas presuntamente representantes de sus antiguas deidades.
Orellana decide retornar a América y obtiene del Rey de España, Carlos V, la gobernación de la Nueva Andalucía. Regresa en tres naves; acercándose a la costa de Brasil, sus marineros prueban el agua de la Mar, hasta
comprobar que cada vez es más dulce, dada la fuerza con que el Amazonas
se lanza al océano; ello les permite constatar la cercanía de la costa y de la
Mar de agua dulce, del Gran Río.
Entretanto, una de sus naves naufraga; no obstante, Orellana penetra
por una de las bocas del río Amazonas. Quizás arriba en invierno, cuando
las aguas del río alcanzan su mayor altura, explayándose en grandes lagos
a ambos lados del río. A pesar del ruido de los tambores, al parecer no logran contacto alguno con los nativos y tampoco encuentran un buen sitio
para fundar la Nueva Andalucía.
La segunda nave, acosada quizás por la desesperación de la espera
incierta de su capitán, al parecer penetraría también por el río, y jamás
se sabrá de su destino. ¿Habría desertado hacia un ignoto destino o sus
hombres cautivados por la manigua? ¿O habría naufragado por efecto de la
pororoca, las mareas que ascienden como grandes olas en contravía de las
aguas del río Amazonas?
Durante el retorno hacia las islas del Caribe, Orellana muere, y queda enterrado también el mal hado de la Nueva Andalucía. ¿Qué hubiera
pasado, nos preguntamos ahora, si Orellana se hubiera logrado asentar y
fundar la Nueva Andalucía, a pesar que el Tratado de Tordesillas concedía
a Portugal un franja en este verdadero país de los Antípodas (América),
¡trazada por el Papa cuando aún no se sabía siquiera si América era continente o era un rosario de islas!?
Dejaré de lado el viaje de Lope de Aguirre, o exactamente la expedición
comandada por Pedro de Ursúa al Amazonas en el año 1561, viaje complejo
y fracasado, recientemente analizado por Carlos Páramo, quien destaca, entre otros aspectos, la transformación del vasco en un Diablo o en una especie
de Deidad que desafiaría hasta al mismísimo gran monarca y emperador,
Felipe II, inaugurando el primer gran proyecto de rebeldía americana3.
3
Carlos Páramo. Lope de Aguirre o la vorágine de Occidente. Selva, mito, racionalidad (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2009).
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Pasemos a la siguiente expedición que se hace por el río Amazonas
bajo instancias de la Corona española en 1639; podríamos decir −excepción del viaje de Ursúa− que durante casi cien años no tenemos un conocimiento detallado del largo curso del río Amazonas, de sus casi 6 000
kilómetros de longitud. Este segundo viaje se efectúa desde Quito hasta la
población de Belém do Pará, en la desembocadura del Amazonas, encabezado por el sacerdote jesuita Cristóbal de Acuña; previamente una expedición portuguesa, a cuyo mando estaba el capitán Pedro Texeira, había
ascendido hasta Quito, y sorprendido a sus autoridades, a su vez como
reacción al viaje de dos frailes españoles salidos de Quito. El Rey ordenó el
reconocimiento del río, en un periodo en el cual Portugal dependía de la
Casa Real española.
Acuña nos describe, como un naturalista, como un etnógrafo moderno, con lujo de detalles la región, las islas, la canela y los pueblos indígenas, entre otros. Al contrario del viaje de 1541, su travesía es pacífica.
Los indios, incluso, ya tienen, a través de redes, algunas herramientas de
acero. Tienen también grandes corrales de tortuga, capturan los amistosos
manatíes, poseen hachas del duro caparazón de las tortugas. Conformas
grandes y admirables poblados. Hay gigantes, enanos, toda una plétora de
seres maravillosos.
Según Acuña, los naturales son gente apta para la evangelización; su
territorio debería ser objeto de las misiones jesuitas. Presenta la Amazonia
como un “paraíso”, fundando una tradición a este respecto. Por esa misma
época, diez y seis años después, Antonio de León Pinelo publicará un libro
famoso para la época, El paraíso en el Nuevo Mundo4, y dirá que en la Amazonia está probablemente el paraíso.
Esta percepción de la Amazonia como paraíso y los indios del Amazonas como potenciales buenos cristianos −para realizar el Reino de Dios
en la tierra− será promovida por los misioneros jesuitas españoles y portugueses, e incluso por los franciscanos, aunque esto no significa que dejasen de percibir muchas de sus costumbres como idolatrías y prácticas
demoniacas.
Pero ya desde un época muy temprana la cuenca del Amazonas, e incluso ciertos sectores de la alta Amazonia, eran el escenario de las redadas
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Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo: comentario apologético, historia
natural y peregrina de las Indias Occidentales islas de tierra firme del mar océano (Lima:
Imprenta Torres Aguirre, 1943).
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los dilemAs entre un PArAíso y un infierno verde
de esclavos portugueses, y en ciertos lugares de los españoles, quienes esclavizaron a los indios, a través de la “guerra justa” y “las tropas de rescate”;
la Amazonia portuguesa se convirtió en el coto de caza de los traficantes
de esclavos luso-brasileños que crearon una verdadera hecatombe para las
grandes poblaciones indígenas de las várzeas −o bajos− del río Amazonas
y los habitantes del río Negro. Desaparecerían en pocas décadas, como si
hubiese caído un meteorito similar al que extinguió a los dinosaurios; o se
replegaron en el interior del bosque, como parece indicar la arqueología
contemporánea. Los jesuitas portugueses tuvieron que convivir y legitimar la esclavitud, en una relación ética compleja como se pone de presente
en las cartas del padre Viera.
La idea del Amazonas como un paraíso también está presente en ese
fascinante escrito del padre João Daniel, misionero jesuita que viviría largos años −a mediados del siglo XVIII− en la Amazonia, titulado O tesouro
descoberto no máximo rio Amazonas5. El padre Daniel fue deportado,
como todos los jesuitas de los territorios portugueses, hacia 1757; permaneció recluido en las cárceles de Lisboa por veinticinco años (1757-1783)
hasta su muerte; durante ese tiempo escribió, para fortuna nuestra, su extraordinario libro.
João Daniel también insiste con la idea de que la Amazonia es un espacio apto para construir el reino de Dios, que los indígenas son gente bien
dispuesta y proporcionada como la europea y que no son una generación
de “macacos con visos de naturaleza humana” como ya empezaba a percibirse por la nueva generación de escritores que aparecen en el siglo XVIII,
que son los científicos y los naturalistas.
Describe con gran detalle la flora, la fauna, a los indios; registra sus
creencias, e incluso el lugar presumible del Paraíso. Es un hombre de su
época: piensa también que el diablo acecha y que los indios están dedicados a las idolatrías.
Pero también este excepcional jesuita −como un hombre ilustrado−
diseña artefactos y máquinas propias para el Amazonas y despliega todo
un programa “moderno” para el “desarrollo” −diríamos hoy− de la región.
Explica los problemas del arte de la navegación, elabora una especie de
programa de colonización, entre otros aspectos.
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Daniel João, O tesouro descoberto no máximo rio Amazonas (Belém: Contraponto Editor Prefeitura da Cidade de Belém, 2004).
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los naturalistas ilustrados y los indios “degenerados”
Bajo este acápite, me voy a referir a tres grandes expediciones en la
región. La primera es el viaje del naturalista francés Charles de La Condamine (enviado por la Academia de París a medir el arco del meridiano del
Ecuador); hacia 1746 baja −también desde Quito− por el río Amazonas.
En su relación de viaje −su comunicación en la Academia de Ciencias de
París− afirmaría: “los indios de la región tienen por base la insensibilidad,
dejo a vuestra elección si debe honrarse con el nombre de apatía o con el
nombre de estupidez, nacida sin duda esta situación del escaso número de
ideas que tienen más allá de su deseo, pasan la vida sin salir de la infancia
de la que conservarán todos los defectos”6.
Pero el viaje de este naturalista, que mide y cuantifica el curso del
río Amazonas, tiene un singular interés porque no solo describe la savia
de ciertos árboles llamados caucho −“árboles que lloran”− por los indios
Omaguas de Maynas y sus usos entre los indios del alto Amazonas, o las
propiedades del veneno curare, sino que envía muestras del látex a la Academia de París. Con ello anuncia la explotación de la goma elástica que
invadirá a la Amazonia a partir de la segunda mitad del siglo XIX, convirtiéndola en la fuente de este oro verde para el mundo imperial europeo y
norteamericano, para las industrias de punta de neumáticos, de zepelines,
de los cables eléctricos que −cual sistema nervioso− pululan en las capitales del mundo y permiten la comunicación entre hombres y mujeres y entre
las bolsas.
El segundo texto que quisiera resaltar aquí fue redactado por el gran
científico brasileño del siglo XVIII, Alexandre Rodrigues Ferreira, natural
de Bahía y educado en la Universidad de Coimbra en el Reino de Portugal;
es uno de los grandes naturalistas americanos de todos los tiempos; por encargo real pasó diez años en la Amazonia, principalmente en el río Negro,
y produjo otro texto fundamental titulado Viagem Filosófica ao Rio Negro7.
Aunque describe con mucho mayor detalle la complejidad del río Negro y el
conocimiento de los nativos, este naturalista −influido por las ideas de Buffon y de los científicos europeos de su época− caracterizaba también a los
naturales del Amazonas como gente degenerada, como gente de segundo
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Charles Marie de La Condamine, Viaje a la América meridional por el río Amazonas (Quito:
Ed. Abya-Yala, 1993).
Alexandre Rodrigues Ferreira, Viagem Filosófica ao Rio Negro (Belém: Museu Paraense
Emílio Goeldi, 1983).
el río de lA mAr dulce. imAginArios sobre lA AmAzoniA:
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orden, si bien sus acuarelistas registraron los poblados del río Negro, a los
indios −incluyendo muchos del Vaupés y del Yapurá−; obtuvo una gran
colección botánica, zoológica y etnográfica. Los naturalistas franceses se
aprovecharán de parte de sus colecciones, cuando las tropas napoleónicas
se toman Portugal y saquean asimismo sus jardines naturales y primeros
gabinetes de curiosidades para llevar sus especímenes y artefactos a París.
Nuestro tercer viajero es el alemán Alexander von Humboldt; este naturalista recorrió el río Orinoco hasta sus cabeceras y parte del alto río Negro. Con Humboldt se inaugura la producción de un conocimiento en cierta
medida participativo e integral de la América española, de las montañas andinas y de la selva, con base en la herencia del romanticismo alemán; aunque
destaca y exalta la estética de las selvas tropicales, sostendría, en algunos de
sus libros, que la Amazonia y en general las selvas tropicales de América no
son aptas para la civilización; ella solamente se podría presentar en las montañas de los Andes, equivalentes a las regiones templadas del orbe.
Este panorama es fundamental para que entendamos que llegado el
siglo XIX, y estoy obviamente haciendo una síntesis muy apretada, unas
grandes pinceladas o quizás brochazos de maestro de obra, el Amazonas y los trópicos fueron percibidos como una zona inepta incluso para
el crecimiento adecuado de los animales o de los hombres. Esta sería la
visión de los caucheros y de parte de los letrados de Manaos, cuya belle
époque como consecuencia del ciclo del caucho −o de la siringa− aún nos
impresiona y conmueve.
reto y secuencia de vivir en los trópicos
A mediados del siglo XIX, nos encontramos en una especie de transición hacia una nueva visión del trópico húmedo, marcada en gran parte
por la impronta del colonialismo europeo que penetraba en el interior de
África y otras regiones tropicales; y que a través del Tratado de Berlín, en
1886, se dividiría el llamado continente negro.
A mediados del siglo XIX, los naturalistas europeos contarían con
nuevos medios para conservar, en especies de cajas in vitro, las plantas tropicales y trasladarlas a los grandes jardines botánicos, verdaderos jardines
de plantas, cuya finalidad era en gran medida económica, como habían
sido en gran parte las metas de las expediciones botánicas españolas durante el siglo XVIII.
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Toda una plétora de grandes científicos −entre ellos, Alfred R. Wallace, Henri Bates, Richard Spruce− explorarían el Amazonas, por su propia
cuenta o peculio, pero con la expectativa del interés de las metrópolis por
sus colecciones botánicas, de fauna o etnográfica, no solo de las autoridades sino del público en general. Algunos de ellos vivirían de las conferencias públicas que presentaban −a su regreso− en las grandes capitales, a
un público entusiasta por los mundos tropicales por razones intelectuales,
vitales y comerciales.
El surgimiento de la fotografía, de las nuevas técnicas de grabado, y
luego del fonógrafo y del cine (a finales del siglo XIX), creó un ámbito que
propició un entusiasmo entre las elites y sectores cultos por los primitivos
de todo orden, considerados el reflejo de su propio origen.
Con la creación de las grandes líneas de vapores mercantes −especializados no solo en sus líneas según su destino sino en los tipos de productos transportados− hacia las diferentes regiones del planeta se consolidaría
no solo la red de comercio de los bienes europeos o de consumo de los productos tropicales, sino que muchas firmas europeas se establecerían con su
propio personal, en grandes regiones tropicales de África, Asia y también
en la Amazonia.
El trabajar en el mundo de ultramar era una expectativa de los jóvenes europeos. Según sus capacidades, fungirían de capitanes o médicos,
maquinistas o fogoneros, o funcionarios de las casas ancladas en el interior de las selvas del Congo, del río Niger, o del Amazonas. En los vapores
irían también mujeres, a destinos inciertos, con la esperanza −en muchos
casos− de abrirse un espacio, un intersticio, en la vida social, aunque fuere
de patronas de Casas Verdes o prostitutas, huyendo de un mundo en que
la Revolución Industrial había enviado a mucha gente a las márgenes de
Londres o puertos o ríos del Imperio. El Amazonas no escaparía a su destino: llegarían a Belém, Manaos o Iquitos, en una historia todavía invisible.
La situación de penuria económica movilizaría también grandes contingentes de polacos, italianos, irlandeses y de otras nacionalidades hacia
Australia o América, del norte o del sur.
La difusión de la quina y de nuevas armas −fusiles de repetición− les
permitió a los europeos instalarse en las riberas de los grandes ríos −como
el Congo− y sujetar con las armas a los pueblos nativos. Pero el proceso no
sería lineal y las enfermedades, las fiebres, los imaginarios sobre los nativos
como “caníbales”, entre otros aspectos, fomentarían las ideas en torno a la
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influencia negativa del clima sobre la mentalidad europea, promoviendo
incluso una especie de delirio de su mente.
La vida en los trópicos era una buena oportunidad para los frenólogos para investigar, de forma empírica, la transformación de los cráneos
de los europeos en las tierras tropicales, dando origen a la idea de la Selva
como el corazón de las tinieblas, un mundo nebuloso, que evoca los orígenes, como se pone de presente en la gran obra del novelista y capitán
de barco Joseph Conrad, habitados por hombres monstruosos cuya demarcación respecto a los grandes antropoides −gorilas y chimpancés− no
estaba totalmente delineada.
la época del caucho: infierno verde
En 1908 un novelista brasileño, Alberto Rangel, publicaría una novela −en nuestro medio poco conocida− fundamental para comprender los
nuevos imaginarios que los letrados brasileños se forjaban de la Amazonia:
Inferno verde8. Rangel escribe este texto con base en la experiencia que se
vivía en los barracones del caucho en la Amazonia, que para entonces caracterizaban la economía extractiva de la región.
Es una novela dividida en once cuentos que se puede leer en su totalidad como novela o como cuentos. Es la historia de un ingeniero que se
desplaza al río Purus como agrimensor y muere en ese viaje expresando
las siguientes palabras: “Estoy en un infierno verde, estoy en un infierno
verde”.
El paradigma ha cambiado: ya no es el de la Ilustración sino el de la
Modernidad reciente. Al final de este último cuento, que da nombre al
libro, Rangel le otorga la oportunidad a la Naturaleza de que responda y
esta entonces se expresa como si fuera otro actor u otro sujeto de carne y
hueso, otro agente en la vida regional y local. La Selva declara en la novela:
Perdón, comprendo el estigma que me lanzas, fui un paraíso para la raza
indígena, una patria no muy buena para el caboclo. Soy hombre viril,
pero tú el explorador moderno, vive este infierno verde, yo respondo a
la violencia de los que me han usurpado, de los que me han violado, oh
infeliz invasor.
8
Alberto Rangel, Inferno verde: cenas e cenários do Amazonas (Manaos: Editorial Valer,
2001).
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Aquí, el novelista se refiere no solamente al explorador, al ingeniero,
sino a las relaciones sociales que se habían establecido a través del siringuero y el siringalista en el barracón del caucho (el trabajador y el patrón
cauchero).
En la perspectiva del novelista, la idea del Amazonas como un “infierno verde” no es la misma que las de los ideólogos del colonialismo africano;
para Rangel esta expresión significa que las relaciones sociales entre los
hombres en la época del caucho son similares metafóricamente a algunas
relaciones biológicas que se dan en la selva, por ejemplo a las de ciertas
plantas parásitas que terminan engullendo a sus árboles huéspedes.
Los novelistas de la selva inician una construcción del Amazonas en
otro marco, en el cual la región es un actor histórico; se ha transformado,
el otrora paraíso, en un Paraíso pero del Diablo del siringal.
En las páginas introductorias al libro de Rangel, Euclides da Cunha,
el gran escritor brasileño, autor de Los Sertones9, describe este verdadero
continente interior como un paraíso perdido, un lugar donde se escribió la
última página del Edén.
Como de forma pionera ha destacado Fred Espinosa, el libro de Rangel es importante para nosotros porque en un día del año 1922, José Eustasio Rivera, miembro de la Comisión de Límites de Venezuela y Colombia,
penetró al río Negro y allí recibió de monseñor Pedro Massa, como obsequio, un ejemplar de Inferno verde que conservará en su biblioteca personal; quizás sin saberlo signaba un rumbo −o reiteraba un camino− al gran
novelista de la selva colombiana10.
En 1924 Rivera publica La vorágine en la editorial Cromos de Bogotá y
lo hace a modo de denuncia. La crítica bogotana consideró la novela como
una especie de libro biográfico o, en ciertos casos, como un texto patriótico
que revelaba las pretensiones territoriales peruanas. El libro conmueve a la
opinión pública nacional. Un curita incluso tocará a la puerta de su casa en
Bogotá para rogarle que se case con Alicia, la protagonista que huye embarazada de Bogotá con Arturo Cova a los “desiertos” del llano.
9
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Euclides da Cunha, Los Sertones: campaña de Canudos (México: Fondo de Cultura Económica, 2003).
Freddy Orlando, Espinosa, “La Vorágine Escrita a Dúas Maos. Imaginario entre Euclides
da Chuna e José Eustasio Rivera”, tesis de maestría en Estudios Amazónicos, Universidad
Nacional de Colombia, Sede Amazonia, 2010.
el río de lA mAr dulce. imAginArios sobre lA AmAzoniA:
los dilemAs entre un PArAíso y un infierno verde
En realidad, Rivera se propone denunciar la situación del indio y del
cauchero, particularmente de la Casa Arana, y también de otras regiones
en este nuevo infierno verde, que, insisto de nuevo, es el tercer paradigma
que se forma en este contexto; aunque Rivera no escapa del todo a la dicotomía civilización/barbarie, cara a las élites latinoamericanas del siglo XIX
y a sus sucesores en la próxima centuria.
Por eso su indignación ante los comentarios del poeta Luis Trigueros
−que había sido cónsul en Manaos−: lo que no puede soportar de su crítica
no es tanto que se quede en trivialidades o en nimiedades frente a cómo
se adjetiva, las comas, etcétera, sino que no llame la atención −él, que fue
cónsul en Manaos− sobre los crímenes de la selva, que es lo que el novelista
intenta mostrar, o intenta −como dije− denunciar.
Rivera, recuerden ustedes, lamentablemente muere en 1928, cuando
su novela empieza a ser recibida, a ser leída o interpretada, de otra manera.
La novela es leída en el mundo no como una novela de denuncia social
sino como una gran parábola de la selva avasallante, como una especie de
mímesis en que la violencia está dada por la selva y no por el infierno verde
de las relaciones sociales. Como si triunfase, durante décadas, su lectura
como “corazón de las tinieblas”, donde los blancos mismos pueden correr
el signo de transformarse en salvajes.
Las fotos de las primeras ediciones de La vorágine −las imágenes de
Arturo Cova y del rumbero Silva− desaparecen y son sustituidas por imágenes de la selva. Así se inicia una construcción nacional, reiteremos, que
lee la selva bajo el tema únicamente de barbarie y civilización.
Esta tercera visión del Amazonas como selva verde “social” es retomada en 1930 por el novelista portugués Ferreira de Castro en su novela La
selva11, en la cual el autor, testigo de la vida de los barracones, y miembro
del Partido Comunista, denuncia también la situación de explotación de
los siringueros.
Muy joven, Ferreira de Castro migra de Portugal al Amazonas: allí
se interna en un barracón en el río Madeira, a los 12 años. Después de dos
años logra liberarse del barracón. En bellas páginas, el autor nos narra sus
recuerdos cuando logra abandonar esta Prisión Verde: a medida que se
alejaba de las pocas casas que conformaban el siringal, el farol que iluminaba la escalera de acceso al segundo piso −que tantas veces él cargó−, se
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José María Ferreira de Castro, “La selva”, en Novelas escogidas (Madrid: Aguilar, 1959).
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cátedra jorge eliécer gaitán
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roberto Pineda camacho
esfuma paulatinamente hasta desaparecer. Regresaba de nuevo a Belém,
con 14 años, lleno de proyectos literarios, como él confiesa, como el barco
que ocupaba iba lleno de caucho y siringueros.
En la ciudad, su acudiente quiso de nuevo enviarlo a otro siringal;
pero el joven se rebela, sus años en Vila Paraíso lo han en cierta forma
curtido; prefiere deambular solo y desamparado por las calles de Belém
que regresar a la selva, que regresar al Madeira u otros ríos selva adentro.
Desde entonces no dejará de soñar, como una pesadilla, esta posibilidad. Tendrían que pasar quince años para retomar el tema de la selva,
para expurgar su experiencia y trágicos recuerdos. Pero en siete meses, en
el año 1929, enfrentará sus demonios y dará luz a La selva. En ella, su principal protagonista, después de exiliarse en Brasil por motivos políticos (sus
ideas monarquitas), también llega al siringal de Vila Paraíso, en el mismo
río Madeira. Aunque se le promete el oficio de almacenista, propio de su
alcurnia y formación letrada, se le envía al trabajo raso, junto con los otros
siringueros. De esta forma es testigo directo de su abyecta situación. Integrado a las labores de almacenista, se solidariza y apoya la fuga de algunos
compañeros, a quienes se captura y ejecuta. Por fin, al cabo de los años, sus
ahorros y la ayuda de su madre lo liberan del barracón cuya experiencia
trágica lo marcaría de por vida.
Estos paradigmas (paraíso, mundo de degeneración o infierno verde) siguen siendo ventanas a través de las cuales nuestros contemporáneos
perciben la Amazonia. Forman puntos de vista con frecuencia traslapados,
imbricados de diverso grado y naturaleza, ninguno completamente desterrado de la historia de los imaginarios contemporáneos de la selva.
A ellos habría que añadir otra ventana, más reciente, pero articulada
con el tropos del paraíso; la de Selva Diversa y el aborigen como el Nativo
Ecológico, que se expresa, por ejemplo, en la reciente novela de nuestro
gran ensayista William Ospina, El país de la canela (2009), que recrea con
una nueva sensibilidad la expedición de Orellana por el Amazonas, que
con su fuerza poética nos hace sentir en un paraíso, mancillado por la barbarie europea.
En síntesis, uno de los aspectos interesantes de estas crónicas y de
estas novelas es que no solamente tejen relatos sino que nos construyen
un imaginario geográfico y este imaginario geográfico es simultáneamente
una topología moral de Colombia y de América del Sur, e influye, como
una selva de símbolos, en nuestro comportamiento sobre el bosque y sus
moradores pasados y presentes.
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el río de lA mAr dulce. imAginArios sobre lA AmAzoniA:
los dilemAs entre un PArAíso y un infierno verde
Desde tiempos inmemoriales, desde Babilonia los bosques allende los
muros de las ciudades (que suministraban leña y caza) han sido sometidos
al exterminio; los europeos destruyeron sus bosques, y ya desde la Edad
Media aniquilaron sus animales bestiales −los lobos− o los transformaron
y protegieron como cotos de caza para las realezas, aunque aquellos no
perdieron el encanto por la presencia de ermitaños, o de hombres salvajes,
o de escenarios donde los caballeros podían probar y hacer valer sus virtudes enfrentados a monstruos o toros salvajes.
El descubrimiento del Amazonas significó el encuentro con la Selva
más grande del planeta, con sus “hombres” salvajes y animales bestiales.
Durante casi cuatro siglos el río impuso el ritmo a la vida de sus habitantes.
Durante los últimos treinta años, como consecuencia de los delirios
del desarrollo de los Generales brasileños y sus continuadores, se inició
una nueva fase que amenaza con destruir sus bosques e incluso su mar
de aguas.
Una civilización, cuyas metáforas fundamentales se enraízan en la
vida de los pastores del Medio Oriente, implacablemente ha leído la Amazonia como un gran desierto e intentado transformarlo literalmente en
una gran pradera, de vacas, de bueyes o de soya.
Ahora, sin duda, la amenaza no está constituida por unas pequeñas
embarcaciones con un puñado de hombres hambrientos, sino es un Gigante, un verdadero Gigante. Pero el sistema nervioso de estos puede entrar,
para utilizar la expresión de Michael Taussig, en convulsiones. ¿Quizás
habría que esperar el apocalipsis ya en ciernes para que renazca de nuevo
el Edén en la Amazonia? La selva, como en la novela de Rangel, ¿no se
vengará de nosotros?
algunas lecturas sugeridas
Da Cunha, Euclides. 1909. A Margem da historia. Rio de Janeiro: Fundação
Biblioteca Nacional.
Freitas, Renan. 2008. Viagem das ideias. Manaus: Editora Valer.
Godim, Nydia. 2007. A invenção da Amazonas. Manaus: Editora Valer.
Reis, Arthur Cezar. A Amazonia e a cobiça internacional. São Paulo: Com-
panhia Editora Nacional.
Souza, Marcio. 2010. A Expressão Amazonense. Manaus: Editora Valer.
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