El accidente fatal… Desde pequeño sabía que tenía miedo de los que eran diferentes a mí. Era realmente una fobia. Había revelado una forma de racismo que no me gustaba. Cuando me cruzaba con un paralítico, un negro, un chino, un árabe, un ciego o cualquier otro, me entraba pánico. Me siento casi indiferente ante los demás. Hago atletismo en un club privilegiado en París, porque mi madre es diputada en esta ciudad. Siempre la vida me ha parecido sencilla y dulce. Voy al cole en el distrito dieciséis. Soy uno de los alumnos más populares del liceo y no tengo muy buenas notas, aunque quiero estudiar derecho para ser abogado. Lo siento, he olvidado presentarme, me llamo Paulo, tengo dieciocho años y soy un deportista. Mi madre se llama Carolina y tengo una hermana de nueve años. No me acuerdo de mi padre… murió de una crisis de asma cuando yo tenía dos años. El fin de semana pasado estuvimos en el centro de París con mi banda de amigos y nos encontramos a cuatro árabes mendigando. El que parecía ser el jefe nos preguntó si teníamos la amabilidad de darle un euro. Yo no tenía monedas, y Julián, el más orgulloso, fuerte y tonto de nosotros, creía que nos estaba agrediendo, así que se puso a golpearle. No podía hacer nada, estaba totalmente paralizado por lo que acababa de ver. No entendía por qué le estaba dando puñetazos ni por qué los otros árabes no le defendían. Hoy en el liceo hemos tenido un testimonio sobre el peligro en carretera. Nos ha visitado una tetrapléjica que se llama María y que ¡solamente podía mover los ojos! Estaba allí con su enfermera, quien nos traducía lo que intentaba decir. Como he dicho, tengo fobia a los paralíticos, aunque esa chica me fascinaba. Durante toda la hora no pude pensar ni un segundo que había sido como nosotros, corrido y saltado al salir de clase. Nos explicaba que una tarde había una fiesta a la que iban todos sus amigos. Para hacer como los demás, había acudido. Habían bailado, comido y bebido demasiado, pero… a las cinco de la mañana su amiga quiso regresar a casa con ella. Estaba tan borracha que no le había contestado. Su amiga conducía el scooter cuando en la autopista, un coche que no habían visto llegó y… ¡ACCIDENTE! María salió propulsada a la cuneta y su amiga la dejó allí por muerta. Dos días más tarde la había encontrado un automovilista que pasaba por aquel lugar, pero ya era demasiado tarde. Cuando el doctor le dijo que se quedaría paralítica de por vida, no pudo expresar su tristeza. No podría moverse y eso según ella es lo más difícil. Después de su accidente, estaba huérfana de amigos, todos los que había tenido antes se burlaban de ella y hacían como si no existiera. Cuando María acabó su historia, toda la clase aplaudió. Después nos dieron folletos sobre una asociación de ayuda a los paralíticos, los ciegos, sordos… esos folletos que me atormentarían durante un tiempo. La semana siguiente mi madre no regresó a casa, estaba de viaje por trabajo. Solo nos quedamos mi hermana y yo con la criada. Tampoco quería ir al liceo después de la intervención de María. Siempre me encontraba contemplando el folleto. Aunque tenía miedo, quería y debía ir. Mis amigos no comprendían por qué no quería verlos, pero yo, después de eso, tenía que reflexionar. Cogí el coche de mi madre y me fui a las profundidades de mi ciudad natal, las afueras de París. Allí vivían pobres, negros, árabes, chinos… lo que me daba miedo porque era algo que no conocía. Cuando regresé a casa, llevaba la cabeza llena de ideas para ayudar a esa chica que no podía hablar y en la cual podía ver reflejada la razón de mi fobia. En ese momento, no miraba la carretera, no vi al niño que atravesaba… y no pude evitarle. Estaba echado en el suelo y no se movía. Salí del coche corriendo y me precipité sobre él. Lo encontré inconsciente y sus piernas parecían rotas. Llamé al SAMU y a los bomberos, que llegaron en seguida. Tuve un pensamiento para María. El médico del SAMU me preguntó si quería ir con ellos al hospital. Dije que sí. Dentro de la camioneta, observaba al niño con los ojos cerrados y una máscara de oxígeno en la boca. La enfermera me preguntó si lo conocía, pero no, no lo conocía antes del accidente. Y además no sabía si estaba vivo y si podría andar como antes. Quería gritar, gritar. ¿Por qué me pasaba eso a mí? ¡No había hecho nada malo! Cuando llegamos al hospital, tuve que esperar a que la operación del niño se terminara para saber lo que tenía y si era grave. Estaba atormentado, como si un demonio me persiguiera y no pudiera escaparme. No sabía nada de ese niño, y me dije que si quedaba paralizado como María, tendría una buena razón para ir a la asociación. Cuando el médico salió de la sala de operación con la cara preocupada, yo ya supe que no era una buena noticia. -Entonces Doctor, ¿cómo va el niño?- pregunté. -Bueno… tengo que decirle algo. En este momento tiene paralizada la parte derecha del cuerpo y la pierna izquierda está rota. Es joven pero… no podrá andar más. La pierna izquierda se va a curar, pero como el otro lado está paralizado, tendrá que moverse en una silla de ruedas toda su vida - me respondió. -¿No podrá hablar? -Sí, pero tendrá que hacer rehabilitación con una ortofonista porque hablará mal los primeros meses de su “nueva” vida. Usted, ¿es de la familia? -No, soy el que le ha causado esos daños. No lo conozco de nada, pero estoy dispuesto a pagar lo que sea para que viva lo mejor posible con su minusvalía. -Gracias. Raros son los que no se escapan cuando ven que han causado accidentes graves. Vamos a intentar saber quién es este niño, para encontrar y prevenir a sus padres. Buenas tardes – se despidió. -¡Espere! El niño… ¿duerme? ¿Puedo ir a visitarle? -Mmh, pareció dudar un momento y respondió: - Bueno sí, pero no hable mucho, está muy cansado y tiene que guardar un poco de energía. -Vale Doctor, tendré cuidado. -Vaya a recepción y pregunte a la enfermera por la habitación 126. -Gracias, y buena suerte. Estaba triste, aunque también feliz de que pudiera hablar. Me dirigí hasta la recepción y pregunté por la 126. Me paré a la entrada para tomar una gran inspiración de aire. Abrí la puerta y vi a un niño más pequeño de lo que yo creía, que me miraba con ojos desesperados. Estaba en la cama sentado, con la pierna izquierda escayolada y la otra parte de su cuerpo inmóvil, mientras me miraba. -Hola, -dije - ¿cómo te sientes? -Indispuesto. - respondió. - ¿Quién eres tú? -¿Quién soy? Soy el que te ha causado todos esos daños. Sabes, estaba atormentado por algo muy parecido a lo que eres ahora y no te he visto atravesar la calle. Lo siento, no puedes saber cómo. Ya sé que estás muy cansado pero no tienes que responderme si no quieres. ¿Cómo te llamas? -Jul…Ju…lio -dijo débilmente. -¿Julio? ¡Qué bonito! Dime, Julio, ¿dónde vives? -En las afueras de París… con mi padre porque mi madre está… -Lo siento. Tenemos algo en común, a mí me falta mi padre. ¿Cuántos años tienes? -Nueve En ese momento, me eché a llorar. Había destruido la vida de un niño de 9 años. Acababa de comenzar a vivir y yo había roto esa vida. Ahora no podría vivir como los de su edad. -¿Por qué lloras? -Porque ahora no vas a vivir como los niños de tu edad, y eso porque yo conduje sin tener carnet... Escucha, conozco una asociación donde se ocupan de los niños como tú. Silencio. -Pero, ¿quién va a pagar? Mi padre no tiene dinero… -Yo voy a pagar todo lo que necesites. Es mi obligación. No tendrás que sufrir por nada más que por tu minusvalía. Te lo juro. -Tú no me has di…dicho cómo te llamas. -Me llamo Paulo. Tengo 18 años y ahora no tengo miedo de los que son como tú. La puerta se abrió y un hombre que debía ser su padre entró. Parecía tan cansado como su hijo y tenía una barba de unos cuantos días. Le di mi número a Julio y le dejé con su padre. Al salir de la clínica, me sentí como liberado de un peso. Ese niño era mi castigo y mi súper-héroe. Estaba dispuesto a hacer todo lo que quisiera. Al día siguiente me fui a la asociación y pregunté por María. Le expliqué que había atropellado a un niño y al fin se me había revelado lo que no quería ver. Su enfermera me tradujo que ella estaba muy orgullosa de mí, porque era el único de mi cole dispuesto a ayudar a los paralíticos. Un mes después, Julio salió del hospital con su nueva silla de ruedas regalada por mí. Le conduje hasta la asociación donde se hizo nuevos amigos y amigas. Cuando regresé a mi casa, comuniqué a mi madre que quería vivir solo en las mismas afueras que Julio, para poder ocuparme de él y de todos los que tenían necesidad de mí. Mi madre pareció contenta de mi decisión, pero mi hermana se sentía un poco envidiosa del amor que podía dar a otros niños distintos a ella. Todos los días trabajo como voluntario en la asociación y he encontrado a una chica por la cual siento algo como amor. Mi vida ha cambiado de rumbo y ahora respeto a todos: ciegos, sordos,… Que vivan en paz y amor para siempre.