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Arthur Conan Doyle
LA AVENTURA DEL SOLDADO DE LA PIEL DECOLORADA
Las ideas de mi amigo Watson, aunque
limitadas, son extraordinariamente pertinaces.
Desde hace tiempo ha venido hostigándome
para que escriba uno de mis casos.
Quizá he provocado yo mismo esa persecución,
por haberle hecho notar muchas veces
la superficialidad de sus relatos, acusándole
de inclinarse hacia el gusto popular, en vez
de ceñirse rigurosamente a los hechos y a las
cifras. «¡Pruebe de escribir usted mismo,
Holmes!», me ha solido replicar, y ahora,
después de tomar la pluma en la mano, me
veo forzado a reconocer que, en efecto, empiezo
a darme cuenta de que es preciso presentar
el asunto de manera que pueda interesar al lector. Es difícil que el siguiente caso
no interese, porque se cuenta entre los más
raros de mi colección, aunque Watson no
tenga notas del mismo en la suya. Ya que
hablo de mi viejo amigo y biógrafo, aprovecharé
la oportunidad para hacer notar que, si
en mis variadas y pequeñas pesquisas echo
sobre mí la carga de un acompañante, no lo
hago ni por sentimentalismo ni por capricho,
sino porque Watson posee algunas notables
características propias suyas, a las que no ha
concedido importancia, llevado de su modestia
y del aprecio exagerado en que tiene mis
propias realizaciones. Un confederado capaz
de prever siempre las conclusiones a que usted
va a llegar y el curso de la acción que va
a emprender es siempre peligroso; pero
aquel otro al que todas las novedades que se
producen le caen como una sorpresa continua,
y para el que (1 porvenir es siempre un
libro cerrado, resulta en verdad una ayuda
leal.
Veo por mis libros de notas que fue durante
el mes de enero de 1903, apenas terminada la guerra con los bóers, cuando recibí
la visita de mister James M. Dodd, un británico
corpulento, sano, quemado del sol, bien
plantado. El bueno de Watson me había
abandonado para seguir a una esposa, único
acto suyo egoísta que yo recuerdo del tiempo
en que estuvimos asociados. Yo estaba, pues,
a solas.
Yo tengo por costumbre sentarme de espaldas
a la ventana y hacer sentar a mis visitas
en la silla de enfrente, de modo que les
de la luz en la cara. Míster James M. Dodd
mostró no saber cómo empezar la conversación.
No intenté acudir en ayuda suya, porque
su silencio me dejaba más tiempo para observarlo
a él. He comprobado que resulta
hábil despertar en los clientes una sensación
de poder, y por eso le hice ver algunas de las
conclusiones a que yo había llegado.
- Veo, señor, que viene usted de Sudáfrica.
- Así es, míster Holmes; usted es brujo.
- Del Cuerpo de Voluntarios de Caballería
Imperial, si no me equivoco. Del regimiento
de Middlesex, sin duda alguna.
- Así es, míster Holmes; usted es brujo.
Me sonreí al escuchar la expresión de su
asombro.
- Cuando un caballero de apariencia varonil
entra en mi habitación, con el rostro de
un matiz que el sol de Inglaterra no podrá
darle jamás, y a eso se agrega el detalle de
que lleva el pañuelo dentro de la manga, en
lugar de llevarlo en el bolsillo, no resulta difícil
de establecer su profesión. Lleva usted la
barba corta, y ese detalle da a entender que
no pertenece usted al ejército profesional.
Tiene todo el aspecto de un jinete. En cuanto
a situarlo en el Cuerpo de Middlesex, ya su
tarjeta me ha hecho saber que es usted corredor
de bolsa en la calle Thorgmorton. ¿A
qué otro regimiento podía usted agregarse? 'Lo ve usted todo.
- No veo más de lo que ven todos, pero
me he adiestrado en fijarme en lo que veo.
Bueno, míster Dodd, usted no ha venido esta
mañana a visitarme con objeto de hablar
acerca de la ciencia de la observación, ¿verdad?
¿Qué es lo que le ocurre en Tuxbury Old
Park? -¡Míster Holmes…!
- No hay en ello misterio alguno, querido
señor. Su carta estaba fechada en ese lugar,
y como usted solicitaba esta entrevista en
términos ¡muy apremiantes, resulta claro que
había ocurrido algo importante de una manera
repentina.
- Así es, en efecto. Pero yo escribí la carta
por la tarde, y de entonces acá han ocurrido
muchas cosas. Si el coronel Emsworth no
me hubiese echado de allí a puntapiés… ¡Que le ha echado a puntapiés!
- Bueno, en realidad, lo que hizo viene a
ser lo mismo. Este coronel Emsworth no se
para en barras. Fue en sus tiempos de militar
el más exigente ordenancista que había en el
ejercito, y aquellos eran tiempos en los que
se empleaba un lenguaje duro. Yo no habría
estado junto al coronel, de no haber sido por
atención a Godfrey.
Encendí mi pipa y me arrellané en mi
asiento, diciéndole:
- Explíquese claramente.
Mi cliente se sonrió con malicia y me contestó.
- Es que yo había acabado por suponer
que usted lo sabe todo sin que se lo digan.
Pero, en fin, voy a ponerle al corriente de los
hechos, y quiera Dios que sea usted capaz de
explicarme el alcance que tienen. Me he pasado
la noche en vela y dándole vueltas en el
cerebro al asunto, pero cuanto más lo pienso,
más increíble me resulta… Cuando en el mes
de enero de mil novecientos uno, es decir,
hace dos años, me incorporé, el joven Godfrey
Emsworth servía en el mismo escuadrón.
Era hijo único del coronel Emsworth, el de la
Cruz Victoria de la guerra de Crimea. Llevaba
en sus venas sangre combativa, y no es extraño
que se alistase de voluntario. No había
en todo el regimiento mozo de mejores dotes.
Nos hicimos amigos, con esa amistad
que únicamente llega a establecerse cuando
dos personas viven idéntica vida y comparten
las mismas alegrías y dolores. Era mi camarada.
Esta palabra significa mucho en el ejército.
Durante un año entero de rudo pelear
aguantamos juntos las duras y las maduras.
Hasta que, durante la acción que tuvo lugar
cerca de Diamond Hill, en los alrededores de
Pretoria, le metieron a él una bala de grueso
calibre. Recibí una carta suya desde el hospital
de Ciudad de El Cabo y otra desde Southampton.
Pues bien: acabada la guerra y ya
todos de regreso, le escribí al padre preguntándole
por el paradero de Godfrey. No me
contestó. Espere y volví a escribirle. Esta vez
recibí una carta concisa y huraña. Godfrey
había emprendido un viaje alrededor del
mundo, y no era probable que regresase antes
de un año. Y nada más… Yo no me quedé
satisfecho, míster Holmes. Todo ello me resultó
condenadamente raro. Godfrey era un
buen muchacho, y no podía hacer de lado a
un camarada de ese modo. No concordaba
con su manera de ser. Resulta que, además,
yo estaba enterado de que tenía que heredar
una suma importante de dinero, y que su
padre y él no siempre se entendían bien. El
viejo era en ocasiones agresivo, y el joven
Godfrey era demasiado entero para aguantarlo.
No, yo no me di por satisfecho, y decidí
llegar hasta la raíz del asunto. Pero como mis
propios casos requerían mucha atención tras
dos años de ausencia, no me fue posible ocuparme
del caso de Godfrey hasta esta misma
semana. Pero, puesto que lo he tomado ya en
mano, me propongo abandonar todo hasta
llevarlo a feliz término.
Míster James M. Dodd me produjo la impresión
de que era una de esas personas a
las que es preferible tener de amigo que de
enemigo. Sus ojos azules tenían una expresión
dura, y su cuadrada mandíbula se había
tensado mientras hablaba. -¿Y qué ha hecho
usted? -le pregunté.
- Mi primer paso consistió en ir hasta su
residencia, Texbury Old Park, cerca de Bedford,
para ver por mis propios ojos cómo se
presentaba el terreno. Por eso le escribí a la
madre; no quería tratar más con el venado
del padre. Fue un ataque frontal: que Godfrey
era mi camarada; yo tenía un gran interés,
que ella se explicarla por lo que habíamos
pasado juntos; que iba a pasar por el pueblo,
y si ella no ponía objeción alguna, etcétera.
La contestación fue atentísima y en ella se
me ofrecía alojamiento para pasar la noche.
Eso fue lo que me llevó el lunes allí… El viejo
palacio de Texbury se halla en un lugar inaccesible,
a diez kilómetros de distancia de
cualquier punto. En la estación no había coche
alguno, de modo que me vi obligado a
cubrir el trayecto a pie, cargado con mi maletín,
y era ya casi oscurecido cuando llegué. Es
un gran edificio solitario que se alza dentro
de un extenso parque. Yo diría que pertenece
a toda clase de épocas y de estilos, porque
empieza en una base isabelina que es mitad
de madera, y acaba en un pórtico de la época
victoriana. En el interior es todo artesonados,
tapices y viejas pinturas medio borrosas; es
decir, una casa en sombras y de misterio.
Había un despensero, el viejo Ralph, que parecía
tener tantos años como la casa misma,
y su mujer, que era quizá más vieja, había
sido la niñera de Godfrey, y yo le había oído a
éste hablar de ella como de una madre, a la
que quería casi tanto como a su madre; por
eso me sentí atraído hacia ella a pesar de su
raro aspecto. También simpaticé con la madre,
que era una mujer pequeña y cariñosa
como una ratita blanca. Con el único que no
hice migas fue con el coronel… Tuvimos desde
el primer momento nuestros más y nuestros
menos, y sentí impulsos de regresar en
el acto mismo a la estación. Si no lo hice, fue
porque tuve la sensación de que sería hacerle
el juego a él. Me pasaron inmediatamente a
su despacho y allí me lo encontré, corpulento,
cargado de espaldas, tez oscura, larga barba
revuelta, sentado detrás de su mesaescritorio
llena de papeles. Su nariz de venas
rojas se proyectaba como el pico de un buitre,
y dos ojos grises, agresivos, se clavaron
en mí por debajo de unas cejas tupidas y salientes.
Comprendí por qué Godfrey hablaba poco
de su padre. «Veamos, señor -me dijo con
voz áspera-; me agradaría conocer las verdaderas
razones de esta visita.» Le contesté
que ya las había explicado en la carta que
había enviado a su esposa. «Sí, sí; en ella
decía usted que había conocido a Godfrey en
África, y, como es natural, no tenemos más
pruebas que su palabra.» «Tengo cartas suyas
en el bolsillo.» «¿Quiere tener la amabilidad
de mostrármelas?» Repasó las dos que
yo le entregué, y luego me las devolvió, preguntándome:
«Bien, ¿y qué?» «Yo quiero mucho a su
hijo, señor. Nos unen muchos lazos y recuerdos.
¿No es, pues, natural, que yo me asombre
de su repentino silencio y que desee saber
qué ha sido de él?» «Creo recordar, señor,
que he mantenido ya correspondencia
con usted, y que le comuniqué lo que había
sido de él. Ha emprendido un viaje alrededor
del mundo. Después de lo que pasó en África,
su salud estaba quebrantada, y tanto su madre
como yo fuimos de opinión que precisaba
un descanso completo y un cambio. Tenga
usted la amabilidad de transmitir esa explicación a cualquier otro amigo que pudiera interesarse
en el asunto.»
«Desde luego -le contesté-. Pero yo le
pediría que tuviese la amabilidad de darme el
nombre de la línea de navegación y del vapor
en que ha embarcado y de la fecha en que lo
hizo. De ese modo estoy seguro de que conseguiré
hacer llegar hasta él una carta.» Esta
petición mía pareció desconcertar e irritar a
mi huésped.
Sus tupidas cejas salientes se abatieron
sobre sus ojos y tamborileó impaciente con
sus dedos encima de la mesa. Por último,
alzó la vista con la expresión de un jugador
de ajedrez que ha visto hacer a su adversario
una jugada amenazadora y acaba de descubrir
la jugada suya con que ha de parar el
golpe. «Míster Docid -contestó-, son muchos
los que se sentirían ofendidos por su infernal
obstinación y que juzgarían que esta insistencia
suya de ahora linda con una maldita impertinencia.
» «Atribúyalo, señor, al cariño
que profeso a su hijo.» «Exacto, pero he llegado
ya al límite de lo que puedo tolerar por
esa razón. Tengo que pedirle que abandone
sus pesquisas, En todas las familias existen
ciertas intimidades y propósitos que no siempre
pueden ser confiados a los extraños, por
muy buena que sea la intención de éstos. Mi
esposa tiene gran interés en que usted le
cuente cosas de la vida pasada de Godfrey,
pero yo he de rogarle que haga caso omiso
de su presente y de su futuro. Tales pesquisas
suyas no conducen a ninguna finalidad
útil, y nos colocan en una situación delicada y
difícil». De modo, míster Holmes, que me
encontré con el camino ce- rrado. No había
modo de seguir adelante. Lo único que me
quedaba era simular que aceptaba la situación,
haciendo interiormente promesa (le no
descansar hasta aclarar qué había sido de mi
amigo. La velada fue tristona. Cenamos tranquilamente
los tres, en una vieja habitación,
oscura y ajada. La señora me preguntó ansiosamente
acerca de su hijo, pero el anciano
parecía huraño y deprimido. Todo aquello me
aburrió de tal manera, que me excusé lo antes
que me fue posible hacerlo dentro, de las
buenas formas, y me retiré a mi dormitorio.
Era ésta una habitación amplia y desnuda,
situada en la planta baja, tan lóbrega como
todo el resto de la casa; pero, míster Holmes,
después de dormir durante un año en el veld,
se vuelve uno poco exigente en esas materias.
Descorrí las cortinas y me asomé a mirar
al jardín, fijándome en que hacía una noche
hermosa, con la media luna brillante en el
cielo. Después me senté junto a la viva
hoguera de la chimenea, con la lámpara colocada
a mi lado en una mesa, y traté de distraer
mis pensamientos con la lectura de una
novela. Pero me cortó la lectura la entrada de
Ralph, el viejo despensero, que me traía un
nuevo suministro de carbón. «Pensé que,
quizá se le acabase durante la noche el que
tiene, señor. El tiempo es, crudo y estas
habitaciones son frías.» Vaciló antes de retirarse
de la habitación, y al volver yo la vista,
me encontré con que estaba en pie y que su
arrugada cara me miraba con expresión de
ansiedad. «Señor, yo le ruego que me perdone,
pero no pude menos de escuchar lo que
usted habló de mi joven míster Godfrey durante
la cena. Ya sabrá usted, señor, que fue
mi mujer la que le crió, de modo que yo casi
podría decir que soy su padre adoptivo. Es,
pues, natural, que nosotros nos interesemos
por el señorito. ¿De modo que, según dice
usted, se portó como un valiente?» «Hombre
más valeroso no lo hubo en todo el regimiento.
En cierta ocasión me sacó de debajo mismo
de los rifles de los bóers, y quizá si él no
lo hubiese hecho, yo no estaría aquí en este
momento.» El anciano despensero se frotó
las arrugadas manos. «Sí, señor, sí; eso va
perfectamente con la manera de ser de míster
Godfrey. Siempre fue valeroso. No hay en
el parque un solo árbol al que no haya trepado.
Nada era capaz de detenerle. Fue un muchacho
magnífico, y también, señor…, también
de hombre fue magnífico.» Me puse en
pie de un salto y exclamé: «¡Cómo! Dice usted
que fue.
Habla como si él hubiera muerto. ¿Qué
misterio encierra todo esto? ¿Qué ha sido de
Godfrey Emsworth?»
Agarré al anciano por los hombros, pero
él se echó atrás. «No entiendo lo que usted
dice, señor. Si algo quiere saber de míster
Godfrey interrogue usted al amo. Él lo sabe.
Yo no debo entremeterme.» iba a retirarse de
la habitación, pero yo le detuve por el brazo y
le dije: «Escuche. Va usted a contestarme a
una sola pregunta antes que se retire, porque
de lo contrario soy capaz de retenerle a usted
aquí toda la noche. ¿Ha muerto Godfrey?» No
fue capaz de sostener mi mirada. Parecía
estar hipnotizado. La contestación salió de
sus labios como si yo se la hubiese arrancado.
Y fue terrible e inesperada. «¡Pluguiera
Dios que hubiese muerto!», exclamó, y
arrancándose mis manos se precipitó fuera
de la habitación. Ya se imaginará usted, míster
Holmes, que no Volví a mi silla en un estado
de ánimo muy feliz. Me pareció que las
palabras del anciano sólo podían tener una
interpretación. Era evidente que mi pobre
amigo habíase visto envuelto en algún acto
criminal, o, por lo menos, vergonzoso, y que
afectaba al honor de la familia. Por eso, aquel
anciano severo había enviado a su hijo lejos,
ocultándolo al mundo, a fin de evitar algún
escándalo público.
Godfrey era un mozo temerario, y que se
dejaba llevar fácilmente por los que le rodeaban.
Había caído, sin duda, en malas manos
que le habían extraviado y conducido a la
ruina. Si se trataba verdaderamente de eso,
la cosa era lamentable; pero aun en un caso
así, era deber mío buscarle hasta dar con él,
a fin de ver si yo podía serle de alguna ayuda.
Me hallaba ensimismado y meditando con
ansiedad en el asunto, cuando alcé la vista y
me encontré de pronto con el mismismo Godfrey
Emsworth, que estaba en pie delante de
mí.
Mi cliente se había detenido, como persona
presa de profunda emoción. Yo, al darme
cuenta de su estado, le dije:
- Prosiga, por favor. Su problema ofrece
algunos rasgos muy fuera de lo corriente.
- Míster Holmes, mi amigo estaba de la
parte de afuera de la ventana, con la cara
apretada contra el cristal.
Le he dicho antes que yo me asomé a
mirar cómo estaba la noche. Al hacerlo dejé
las cortinas parcialmente descorridas. La figura
de mi amigo quedaba encuadrada dentro
de esa abertura de las cortinas. La ventana
llegaba hasta el suelo mismo, de modo que
pude ver toda su figura, pero fue su rostro el
que atrajo la mirada mía. Estaba mortalmente
pálido; jamás he visto yo a un hombre de
rostro tan blanco. Creo que esa debe de ser
la blancura de los fantasmas; pero sus ojos
se cruzaron con los míos, y en verdad que
eran ojos de una persona viva. En el momento
en que él cayó en la cuenta de que yo le
miraba dio un salto atrás y desapareció en la
oscuridad… Míster Holmes, en el aspecto de
ese hombre hay algo que me produjo una
impresión dolorosa. No se trata simplemente
de cara cadavérica que se destacaba en la
oscuridad, tan blanca como el yeso. Era algo
más sutil; algo como vergonzoso, furtivo,
algo como, culpable; en fin, algo completamente
distinto de la franqueza y hombría que
yo conocí en aquel mozo. Me quedó en el
alma una sensación de horror… Pero, el hombre
que ha estado haciendo la guerra un año
o dos, teniendo por contrario en el juego al
hermano bóer, sabe conservar templados los
nervios y actuar con rapidez. Apenas había
desaparecido Godfrey, cuando yo ya me
había abalanzado hacía la ventana. El cierre
de ésta funcionó con dificultad, y tardé algún
tiempo en poder levantarla hacia arriba. Acto
contiguo me escabullí por la abertura y corrí
por el camino del jardín hacia la dirección que
yo pensé que podría haber tomado mi amigo…
El camino era lago y la luz mala, pero me
pareció que algo se movía delante de mí. Seguí
corriendo y le llamé por su nombre, pero
fue inútil. Al llegar al final del camino me encontré
con que éste se bifurcaba en varias
direcciones, yendo a parar a distintos edificios
adyacentes a la casa. Me quedé indeciso,
y estando así escuché con toda claridad el
ruido de una puerta que se cerraba. No se
había producido en la casa, a mis espaldas,
sino enfrente de mí, en algún sitio envuelto
en la oscuridad. Aquello me bastó, míster
Holmes, para adquirir el convencimiento de
que lo que yo había visto no era una visión.
Godfrey había huido de mí corriendo y se
había metido en algún sitio, cerrando después
la puerta. De eso estaba yo seguro. Ya
no me quedaba a mí nada que hacer. Pasé
una noche intranquila, dando vueltas en mi
cabeza al asunto y tratando de encontrar alguna
explicación en la que encajase todo lo
sucedido. Al día siguiente encontré al coronel
de temperamento más conciliador, y como su
esposa me hizo notar que en aquellos alrededores
existían lugares dignos de verse, aproveché
la oportunidad para preguntarles si les
resultaría molesto que yo pasase allí otra noche
más. La gruñona conformidad dada por el
anciano me proporcionó un día entero para
dedicarme a observar. Yo estaba ya completamente
convencido de que Godirey se ocultaba
por allí cerca; pero me quedaba todavía
por averiguar el sitio y la razón de aquel ocultamiento…
Era la casa tan espaciosa y tan
llena de recovecos, que podía esconderse
dentro de ella un regimiento entero sin que
nadie advirtiese su presencia. Si el secreto
estaba allí, me resultaría difícil penetrarlo.
Pero la puerta que yo había oído cerrarse
estaba, con toda seguridad, fuera de la casa.
Era preciso que yo explorase el jardín, por si
podía descubrir algo. Ningún obstáculo se me
presentaba para ello, porque los dos ancianos
se hallaban atareados cada cual a su manera,
y me dejaron en libertad para pasar el tiempo
como bien me pareciese… Había varios pequeños
edificios que servían de dependencias
de la casa, pero al fondo del jardín se alzaba
un edificio aislado y de regular capacidad; lo
suficiente como para servir de vivienda a un
jardinero o a un guarda de caza. ¿Sería aquel
lugar del que procedía el ruido de la puerta
que se cerró? Me acerqué al edificio despreocupadamente,
como si me estuviese paseando
sin rumbo fijo por el parque. Al hacerlo,
salió de la puerta un hombre pequeño,
vivaracho, de barba, chaqueta negra y sombrero
hongo; es decir, que no tenía aspecto
alguno de jardinero. Con gran sorpresa mía,
aquel hombre cerró la puerta con llave después de salir y se metió ésta en el bolsillo.
Luego me miró con expresión algo sorprendida
y me preguntó: «¿Es usted visita en esta
casa?» Le dije que, en efecto, estaba de visita
y que era amigo de Godfrey. Y agregué:
«¡Qué pena que se encuentre viajando, porque
seguramente le habría agradado hablar
conmigo!» «Ya la creo que sí. Estoy seguro
de que le habría agradado -me contestó con
expresión de culpabilidad-. Espero que repita
usted la visita en alguna ocasión más propicia.
» Siguió su camino, pero, al darme yo
media vuelta, me fijé en que se había detenido
y me estaba vigilando medio oculto por los
arbustos de laurel que había en el extremo
más alejado del jardín. Me fijé detenidamente
en la casita al pasar por delante, pero las
ventanas estaban cerradas con gruesas cortinas,
y me dio la impresión de que no había
nadie dentro. Si yo me mostraba demasiado
audaz, pudiera echar a perder mi propio juego,
e incluso me exponía a que me diesen
orden de marcharme de la casa, porque tenía
la sensación de que me vigilaban. Por eso me
volví paseando al edificio principal y dejé para
la noche hacer nuevas averiguaciones.
Cuando todo estuvo oscuro y tranquilo,
me deslicé por la ventana de mi cuarto y
avancé todo lo silenciosamente que me fue
posible hasta la misteriosa casita… He dicho
ya que las ventanas estaban cubiertas con
gruesas cortinas, pero ahora me las encontré
también cerradas con persianas. Sin embargo,
a través de una de ellas salía un poco de
luz, y por eso concentré mi atención en ella.
Tuve suerte, porque la cortina no había sido
corrida del todo, y podía ver el interior de la
habitación por una grieta que tenía la persiana.
Era un cuarto bastante alegre, en el que
ardían una lámpara y un buen fuego en la
chimenea. Frente por frente de mí estaba
sentado el hombrecito al que yo había encontrado
por la mañana. Fumaba en pipa y estaba
leyendo un periódico. -¿Qué periódico era?
-pregunté yo.
Mi cliente pareció molestarse porque yo
le hubiese interrumpido el relato, y preguntó:
-¿Tiene eso importancia?
- Es de lo más esencial.
- Pues no me fijé.
- Sin embargo, quizá se fijase usted en si
era un periódico de hojas anchas o uno de
esos otros de tamaño mas reducido, como
suelen ser los semanarios.
- Ahora que usted me menciona ese detalle,
la verdad es que no era de hojas grandes.
Quizá fuese The Spectator. Pero yo no
estaba para pensar en esa clase de detalles,
porque de espaldas a la ventana había otro
hombre sentado, y yo podría jurar que ese
otro hombre era Godfrey. No le veía la cara,
pero reconocí la inclinación de sus hombros,
que me era sumamente familiar. Estaba apoyado
sobre el codo, en actitud de gran melancolía,
y miraba hacia el fuego de la chimenea.
Vacilaba yo en lo que debería hacer,
cuando sentí un golpe seco en el hombro y
me encontré junto a mí al coronel Emsworth.
«¡Venga por acá señor!», me dijo en voz baja.
»Caminó en silencio hasta la casa y yo le
seguí, entrando ambos en mi dormitorio. Al
pasar por el vestíbulo echó mano a un horario
de trenes, y dijo: A las ocho treinta sale un
tren para Londres. El coche está esperándole
a usted a las ocho junto a la puerta. »Estaba
blanco de ira, y yo me encontré no hará falta
decirlo, en una posición tan difícil que hube
de limitarme a algunas frases incoherentes de
disculpa, tratando de excusarme con la gran
preocupación que yo sentía por mi amigo. El
coronel me dijo con rudeza: Este asunto no
admite discusión. Ha cometido usted un acto
sumamente censurable, introduciéndose en la
intimidad de nuestra familia. Usted se encontraba
aquí en calidad de huésped y se ha
convertido en espía. Nada más tengo que
agregar, señor, fuera de que no deseo volver
a verle a usted. »Míster Holmes, al oír aquello
perdí los estribos y rompí a hablar acaloradamente:
Yo he visto a su hijo, y tengo la
seguridad de que usted lo oculta del mundo
por alguna razón que a usted solo le interesa.
No puedo imaginarme a qué móviles puede
usted obedecer aislándole a él de esta manera;
pero estoy seguro de que mi amigo se
encuentra imposibilitado de obrar con libertad. Le prevengo, coronel Emsworth, que no
renunciaré a mis esfuerzos para llegar al fondo
del misterio, mientras no tenga la seguridad
de la salud y del bienestar de mi amigo.
Desde luego, no me dejaré intimidar por nada,
en absoluto, de cuanto usted pueda decir
o hacer. »Aquel viejo tenía en ese momento
una expresión diabólica y llegué a pensar que
estaba a punto de agredirme. He dicho ya
que es un gigantón de aspecto agresivo y de
rostro enjuto; aunque yo no soy poca cosa,
quizá me habría resultado difícil defenderme
de él. Sin embargo, después de dirigirme una
furibunda y larga mirada, giró sobre sus talones
y salió de la habitación. Yo, por mi parte,
tomé por la mañana el tren que se me había
señalado, muy resuelto de venir directamente
a consultar con usted y a pedirle consejo y
ayuda, para lo cual le escribí pidiéndole una
cita.»
Tal era el problema que mi visitante me
expuso. Según habrá podido ya observar el
lector astuto, ofrecía pocas dificultades para
su solución, porque en la raíz del problema
sólo existía una serie muy limitada (le alternativas.
Sin embargo, por elemental que fuese,
ofrecía puntos (le interés y de novedad
que disculpaban que yo lo dejase registrado
por escrito. Y ahora, empleando mi método
familiar de análisis lógico, ¡)asaré a reducir
paulatinamente el número de soluciones posibles.
- Dígame: ¿cuántos criados había en la
casa? -le pregunté.
- Pues, por lo que yo vi, deduzco que no
había más que el viejo despensero y su mujer.
El género de vida que allí se llevaba era
de lo más sencillo. -¿De modo que en la casita
independiente no había ningún criado?
- Ninguno, a menos que actuase como tal
el hombrecito de la barba. Sin embargo, me
dio la impresión de ser una persona muy superior
a ese cargo.
- He ahí un detalle muy sugestivo. ¿Se fijó
usted en si llevaban de comer desde una
casa a la otra?
- Ahora que usted me habla de eso, es
cierto que vi al viejo Ralph ir por el camino
del jardín en dirección a la casita, llevando
una cesta. En aquel momento no se me ocurrió
la idea de que la cesta pudiera contener
alimentos. -¿Realizó usted alguna pesquisa
en el pueblo?
- Sí. Hablé con el jefe de estación y también
con el mesonero del pueblo. Me limité a
preguntarles si tenían algunas noticias de mi
antiguo camarada Godfrey Emsworth. Ambos
me aseguraron que estaba realizando un viaje
alrededor del mundo; que había regresado
a casa y que casi enseguida volvió a salir para
reemprenderlo. Es evidente que la explicación
es aceptada por todos. -¿Nada habló
usted de sus sospechas?
- Nada.
- Obró usted muy cuerdamente. No hay
duda de que estamos en la obligación de investigar
el caso.
Regresaré con usted a Texbury Old Park.
-¿Hoy mismo?
En aquel momento andaba yo ocupado
en poner en claro el caso que mi amigo Watson
ha relatado con el título de La Escuela de
la Abadía, en la que tan de cerca se halla
comprometido el duque de Greyminster.
También había recibido una misión procedente
del sultán de Turquía que me obligaba
a una actuación inmediata, porque pudieran
seguirse las más severas consecuencias
políticas de no hacerlo así. Por consiguiente,
y según consta en mi Diario, sólo en los comienzos
de la semana siguiente pude ponerme
en camino para cumplir mi compromiso
en Bedforshire en compañía de míster James
M. Dodd. Mientras nos dirigíamos a la estación
de Euston recogimos a un caballero grave
y taciturno, de aspecto de hierro gris, con
el que previamente había yo hecho los arreglos
necesarios.
- Es un viejo amigo -le dije a Dodd-. Quizá
su presencia sea absolutamente innecesaria,
y puede también que resulte esencial. De
momento no hace falta entrar en más detalles.
Los relatos de Watson tendrán, sin duda,
acostumbrado al lector a que yo no pierda el
tiempo en palabras inútiles y a que no ponga
en claro mis pensamientos mientras no tengo
resuelto el caso que llevo entre manos. Dodd
pareció sorprendido, pero no se habló más
acerca del asunto, y los tres proseguimos
juntos el viaje. Ya en el tren pregunté a Dodd
algo que yo deseaba que oyese nuestro
acompañante.
- Dice usted que vio la cara de su amigo
en la ventana con absoluta claridad, con una
claridad tal que tiene seguridad absoluta de
que era él.
- No cabe la menor duda. Apretaba la nariz
contra el cristal. La luz de la lámpara se
proyectaba de lleno sobre él. -¿No podría
tratarse de alguien que se le pareciese?
- No, no; era él.
- Pero usted afirma que estaba cambiado,
¿no es así? -únicamente en cuanto al color.
Su cara era… ¿cómo diré…?, de una blancura
como de barriga de pescado.
Estaba blanqueada. -¿Con el mismo tono
blanco por toda ella?
- Creo que no. Lo mejor que vi de todo
fue su frente apretada contra la ventana. ¿Le llamó usted?
- Me hallaba demasiado sobresaltado y
horrorizado en aquel momento. Acto continuo,
y según se lo he dicho ya, salí en persecución
suya, pero sin conseguir alcanzarle.
Para mí, el caso se hallaba prácticamente
completo, y tan sólo me faltaba un incidente
pequeño a fin de redondearlo. Cuando, después
de un considerable trayecto en coche,
llegamos a la vieja casa, extraña y retirada,
que mi cliente había descrito. Fue Ralph, el
anciano despensero, quien nos abrió la puerta.
Yo había comprometido el coche para todo
el día y había pedido a mi anciano amigo que
permaneciese dentro del mismo hasta que le
llamásemos. Ralph, viejecito arrugado, vestía
el convencional traje de chaqueta negra y
pantalones negros con raya blanca, con una
única y curiosa variante. Llevaba guantes de
cuero color castaño, de los que se despojó
instantáneamente al vernos, dejándolos encima
de la mesa del vestíbulo al entrar nosotros. Según mi amigo Watson ha podido
hacer notar, poseo una agudeza anormal en
mis sentidos; husmeé un aroma débil, pero
acre. Parecía centrado en la mesa del vestíbulo.
Me di media vuelta, coloqué allí mi
sombrero, lo tire al suelo, me incliné para
recogerlo y me di maña para acercar mi nariz
a menos de treinta centímetros de distancia
de los guantes. Sí, indudablemente que aquel
curioso olor a brea salía de ellos. Seguí adelante
para entrar en el despacho con mi caso
ya resuelto. ¡Que lástima que no tenga más
remedio que mostrar las cartas que tengo en
mano cuando relato yo mismo un caso! Watson
lograba presentar sus deslumbrantes
finales ocultando esa clase de eslabones de la
cadena.
El coronel Emsworth no estaba en la
habitación, pero acudió con bastante rapidez
al recibir el mensaje de Ralph. Oímos en el
pasillo sus pasos rápidos y firmes. La puerta
se abrió de par en par y entró precipitadamente,
con la barba enmarañada y las facciones
contraídas, convertido en el anciano
más terrible que yo he encontrado nunca.
Tenía en la ti lam) nuestras tarjetas, las rompió
en pedazos y las pisoteó. -¿No le tengo
dicho, condenado entremetido, que se considere
arrojado de esta casa? No vuelva jamás
a tener la audacia de mostrar aquí su maldita
cara. Si vuelve a entrar sin licencia mía estaré
en mi de techo recurriendo a la violencia.
¡Le mataré a tiros, señor! ¡Por Dios, que lo
haré! En cuanto a usted, señor -prosiguió
volviéndose hacia mí-, considérese incurso en
la misma advertencia. Estoy al tanto de la
innoble profesión que ejerce, pero debe usted
ocupar sus celebrados talentos en algún otro
terreno. Aquí no hay lugar para ellos.
- No puedo marcharme de aquí -dijo mi
cliente con firmeza- hasta que sepa de los
propios labios de Godfrey que no se halla
coartada su libertad.
Nuestro huésped, mal de su agrado, tiró
de la campanilla.
- Ralph -dijo-, telefonee a la policía del
condado y diga al inspector que envíe un par
de guardias. Dígale que hay en la casa asaltantes.
- Un momento -le dije yo-. Míster Dodd,
ya sabrá usted que el coronel Emsworth se
encuentra en su derecho al dar ese paso, y
que dentro de su casa nosotros podemos
consideramos fuera de la ley. Por otro lado, él
debe reconocer que usted ha obrado movido
enteramente por el interés que le inspira su
hijo. Yo me atrevo a esperar que, si se nos
conceden cinco minutos de conversación con
el coronel Emsworth, conseguiré con toda
seguridad alterar su punto de vista en este
asunto.
- Yo no soy hombre que cambia fácilmente
-repuso el veterano soldado-. Ralph, haga
lo que he dicho. ¿Qué diablos espera para
hacerlo? ¡Llame usted a la policía!
- No hará nada de eso -dije yo, descansando
mi espalda en la puerta cerrada-.
Cualquier interferencia de la policía acarrearía
la catástrofe misma que usted tanto teme.
Saqué mi libro de notas y escribí una única
palabra en una hoja stielta, que entregué
al coronel Emsworth, diciéndole:
- Esto es lo que nos ha traído hasta aquí.
Se quedó mirando fijamente el escrito
con cara de la que había desaparecido toda
expresión, fuera sólo la de asombro. -¿Cómo
lo sabe usted? -jadeó, dejándose caer pesadamente
en su sillón.
- Por mi profesión, debo poner en claro
las cosas. De eso me ocupo.
El coronel se sumió en profundas meditaciones,
mientras su mano huesuda tiraba de
su barba enmarañada.
De pronto hizo un gesto de resignación.
- Pues bien: si ustedes desean hablar con
Godfrey, hablarán, No era ese mi propósito,
pero me han obligado a ello. Ralph, diga a
Godfrey y a míster Kent que iremos a visitarlos
dentro de cinco minutos.
Al cabo de ese tiempo avanzamos por el
camino del jardín y nos encontramos delante
de la casa del misterio, que se alzaba al final
de aquél. Un hombrecito de barba nos esperaba en la puerta, dando muestras de considerable
asombro, y nos dijo:
- Ha sido muy repentino, coronel Emsworth,
y echará a perder todos nuestros planes.
- No puedo evitarlo, míster Kent. Se nos
ha hecho fuerza. ¿Puede recibirnos míster
Godfrey?
- Si; está esperando dentro.
Giró sobre sus talones y nos condujo a
una habitación delantera, espaciosa y sencillamente
amueblada. Un hombre nos esperaba
en pie, vuelto de espaldas al fuego. Al
verlo, mi cliente avanzó precipitadamente con
la mano extendida. -¡Godfrey, viejo, esto es
magnífico!
Pero el otro le hizo una señal con la mano
indicándole que se retirase.
- No me toques, Jimmie. Mantente a distancia.
¡Sí, tienes motivos para mirarme con
asombro! ¿Verdad que ya no parezco el elegante
cabo honorario Emsworth, del escuadrón
B?
Desde luego que su aspecto era extraordinario.
Veíase que había sido un hombre
bello, de facciones bien marcadas y quemadas
por el sol africano; pero sobre esa superficie
oscura veíanse ronchones extrañamente
blancuzcos como si su piel hubiese sido blanqueada.
- Aquí tienes la razón de que no me
agrade recibir visitas -dijo-. Por ti, Jimmie, no
me importa, pero hubiese preferido que no
viniese tu amigo. Me imagino que habrá mediado
alguna razón de peso, pero con ello me
encuentro en situación de inferioridad.
- Yo quería asegurarme de que no te
ocurría nada, Godfrey. Te vi la noche aquella
en que te pusiste a mirar por la ventana y no
pude dejar el asunto tranquilo hasta ponerlo
todo en claro.
- El viejo Ralph me dijo que estabas allí,
y no me pude contener sin echarte un vistazo.
Calculé que no me verías y tuve que refugiarme
corriendo en mi madriguera cuando oí
que alzabas la ventana.
- Pero, ¡por vida de…!, ¿qué es lo que
ocurre?
- Es una cosa larga de contar -dijo él, encendiendo
un cigarrillo-. ¿Recuerdas aquel
combate por la mañana, en Buffelsspruit, en
los alrededores de Pretoria, sobre el ferrocarril
oriental? ¿No supiste que yo había sido
herido?
- Sí; lo supe, pero no me dieron nunca
detalles.
- Tres de nosotros quedamos separados
del grueso de las fuerzas. Recordarás que era
un territorio muy abrupto. Éramos Simpson,
al que llamábamos el calvo Simpson, Andersen
y yo. Estábamos limpiando el terreno de
hermanos bóers, pero éstos se hallaban acechando
y nos aislaron a tres. Los otros dos
fueron muertos. A mí me atravesó el hombro
una bala de grueso calibre. Yo, sin embargo,
me aferré a mi caballo, y éste galopó en un
trayecto de varios kilómetros antes de que
me desmayase y rodase desde la silla al suelo.
»Cuando recobré el conocimiento estaba
oscureciendo, y me incorporé, sintiéndome
muy débil y enfermo.
Con gran sorpresa mía, me -,,! cerca de
una casa que estaba cerrada, una casa bastante
grande con a 11 -cha escalinata y muchas
ventanas. Hacía un frío de muerte. Ya
recordarás que todas las noches hacía un frío
entumecedor, un frío muy distinto de la temperatura
cruda, pero sana. Pues bien: yo estaba
entumecido hasta el tuétano, y mi única
esperanza consistía, al parecer, en llega r
hasta aquella casa. Me puse en pie, tambaleando,
y avancé arrastrandome, consciente
apenas de lo que hacía. Conservo un confuso
recuerdo de que subí lentamente los peldaños
de la escalinata, de que entré por una puerta
abierta de par en par y penetré en una habitación
muy espaciosa que contenía varias
camas, y que me tumbé en una de ellas con
un suspiro de satisfacción. La cama estaba
sin hacer, pero eso no me produjo la menor
inquietud. Me cubrí con las ropas de la cama
el cuerpo, que temblaba de frío, y un instante
después me encontraba profundamente dormido. »Me desperté a la mañana siguiente, y
tuve la impresión de que en lugar de recobrar
el sentido en un mundo normal, habría
irrumpido dentro de una pesadilla extraordinaria.
Por las amplias ventanas, sin cortinas,
penetraba un torrente de sol africano, y hasta
los más pequeños detalles de aquel gran
dormitorio enjalbegado y desnudo se distinguían
con nitidez y realce. Estaba ante mí un
hombre pequeño, parecido a un enano, de
cabeza enorme y bulbosa, que chapurreaba
con gran excitación en holandés, accionando
con dos manos horribles que se me antojaban
esponjas de color castaño. A sus espaldas
había un grupo de personas que parecían
sumamente divertidas con la situación pero al
mirarlas sentí correr por mi cuerpo un escalofrío.
Ni una sola (1, -ellas era un ser humano
normal. Todas estaban contorsionadas, hinchadas
o desfiguradas de manera fantástica.
La risa de aquellos monstruos extraordinarios
era espantosa de oír. »Por lo visto, ninguno
de ellos era capaz de hablar en inglés, pero
urgente aclarar la situación, porque aquel ser
de cabeza monstruosa estaba enfureciendo
cada vez más y lanzando gritos de bestia salvaje;
me había puesto las manos deformes
encima y me sacaba a rastras de la cama, sin
hacer caso de la sangre que manaba de nuevo
de mi herida. Aquel pequeño monstruo
tenía la fuerza de un toro, y no se lo que me
habría hecho si no hubiera acudido, al oír el
barullo, un hombre anciano que se veía que
ejercía autoridad. Pronunció en holandés algunas
frases severas y mi perseguidor se
alejó reculando. Luego, aquel hombre me
miró presa del mayor asombro, y me preguntó:
¿Cómo diablos ha venido usted aquí? ¡Espere
un momento! Me doy cuenta de que
está usted rendido de cansancio y que es
preciso curar esa herida que tiene en el hombro.
Soy médico, y voy a vendarle en seguida.
Pero, ¡por Dios vivo!, que está usted aquí
en un peligro mayor que el que le amenaza
en el campo de batalla, porque se encuentra
en el hospital de leprosos y ha dormido usted
en la cama de un leproso. ¿Para qué voy a
decirte más, Jimmie? Por lo visto, todos
aquellos pobres seres habían sido evacuados
el día anterior, ante la inminente batalla.
Luego, al avanzar los británicos, el médico
superintendente había vuelto a llevarlos allí.
Éste me aseguró que, aunque él se creía inmune
a la enfermedad, no se habría atrevido
a hacer lo que yo había hecho. Me alojó en
una habitación reservada, me trató cariñosamente
y cosa de una semana después fui
llevado al hospital general de Pretoria. »Ahí
tienes mi tragedia. Yo aguardaba contra toda
esperanza. Los terribles síntomas que tú ves
en mi cara no vinieron a anunciarme que no
me había salvado hasta que no me encontré
de vuelta en mi casa. ¿Qué iba a hacer? Me
encontraba en esta casa solitaria. Disponíamos
de dos servidores en los que podíamos
confiar por completo. Contábamos con una
casita dentro de la cual yo podía vivir. Míster
Kent, que es médico, se manifestó dispuesto
a permanecer a mi lado bajo juramento de
guardar el secreto. En esas condiciones, el
asunto parecía sencillo. La alternativa que se
me ofrecía era espantosa: separación para
toda la vida entre gentes desconocidas sin
una sola esperanza de liberación. Pero era
imprescindible guardar el más absoluto secreto,
porque, de lo contrario, hasta en esta
tranquila región campesina se habría levantado
un alboroto, y yo me habría visto arrastrado
a mi suerte horrible. Era preciso ocultarlo
incluso de ti, Jimmie. No llego a comprender
cómo mi padre ha alterado su resolución.
El coronel Emsworth me señaló a mí con
el dedo.
- Éste es el caballero que me forzó a ello.
Al decirlo desdobló la hoja de papel en la
que yo había escrito la palabra lepra.
- Me pareció que este señor sabía tanto,
que lo más seguro era dejarle que lo supiese
todo.
- Y, en efecto, ha sido lo más seguro -le
dije-. ¿Quién sabe si de todo esto no redundará
en beneficio? Creo haber entendido que
la única persona que ha examinado al enfermo
ha sido míster Kent. ¿Me permite, señor,
preguntarle si es usted una autoridad competente
en esta clase de enfermedades? Según
tengo entendido son, por naturaleza, tropicales
o semitropicales.
- Sé de ellas lo que es corriente que sepa
un médico instruido -me contestó, con cierta
tiesura.
- No pongo en duda, señor, que sea usted
un hombre de absoluta competencia, pero
estoy seguro de que convendrá conmigo en
que en un caso así tiene importancia conocer
otra opinión más. Me parece que ha huido de
esto por temor a que hiciesen presión sobre
usted, para obligarle el apartamiento del enfermo.
- Así es, en afecto -dijo el coronel Emsworth.
- Preví esta situación -dije yo, explicándomey me he hecho acompañar de un amigo
en cuya discreción podemos confiar por
completo. En cierta ocasión, yo pude rendirle
un favor profesional, y el está dispuesto a
aconsejarme más bien como amigo que en su
calidad de especialista. Se llama sir James
Saunders.
Ni siquiera la perspectiva de celebrar una
entrevista con lord Roberts habría despertado
mayor admiración y placer en un simple subalterno
que los que ahora se reflejaban en la
cara de míster Kent.
- Sin duda alguna que me sentiré muy
orgulloso -murmuró.
- Pues entonces voy a pedir a sir James
que venga hasta aquí. En este momento se
encuentra en el coche, fuera de la puerta.
Mientras tanto, coronel Emsworth, podríamos
reunirnos en su despacho, donde yo le darla
las explicaciones necesarias.
Aquí es donde yo echo en falta a mi Watson.
Él es capaz, recurriendo a habilidosas
preguntas y exclamaciones de asombro, de
elevar a la categoría de prodigio mi arte sencillo,
que no es otra cosa que la sistematización
del sentido común. Siendo yo quien relata
mi propia historia, no dispongo de semejante
ayuda. Sin embargo, voy a exponer
aquí el proceso que siguió mi pensamiento, y
tal como lo expuse a mi pequeño auditorio,
en el que estaba incluida la madre de Godfrey,
dentro del despacho del coronel Emsworth.
He aquí lo que yo dije:
- Mi razonamiento arranca de la suposición
de que, una vez que se ha eliminado del
caso todo lo que es imposible, la verdad tiene
que consistir en el supuesto que todavía subsiste,
por muy improbable que sea.
Puede ocurrir que los supuestos subsistentes
sean varios, y en ese caso se van poniendo
a prueba uno después de otro hasta
que uno de ellos ofrezca base convincente.
Vamos a aplicar esta norma al caso en cuestión.
Tal y como a mí me lo presentaron al
principio, existían tres explicaciones posibles
de la reclusión o encarcelamiento de este
caballero en uno de los edificios subalternos
de la mansión paternal. Consistía una de las
explicaciones en que estaba oculto por algún
crimen, o en que estaba loco y su familia deseaba
no verse en la obligación de llevarlo a
un asilo o en que se hallaba afectado de alguna
enfermedad que obligaba a mantenerle
apartado. No se me ocurrieron otras soluciones
adecuadas. Por tanto, era preciso comparar
y sopesar cada una de ellas con las demás.
»La suposición del crimen no aguantaba
un análisis. En este distrito no se había dado
la noticia de ningún crimen cuya solución
constituyese un misterio: de eso estaba yo
seguro. De haberse tratado de un crimen que
permanecía años sin descubrirse, es evidente
que la familia habría estado interesada en
desembarazarse del delincuente y en enviarle
al extranjero más bien que mantenerle oculto
en casa. No se me ocurría ninguna explicación
para esta última línea de conducta. »Lo
de la locura ya era más plausible. La presencia
de otra persona en la casita hacía pensar
en un cuidador.
El hecho de que cerrase la puerta al salir
reforzaba la suposición y sugeria la idea de
que se ejercía fuerza.
Por otro lado, esta fuerza no podía ser
muy enérgica, porque en ese caso el joven no
habría podido librarse de ella para ir a echar
un vistazo a su amigo. Usted recordará, míster Dodd, que yo le fui tanteando en busca de
detalles y preguntándole, por ejemplo, qué
periódico estaba leyendo míster Kent. Si lo
que leía hubiese sido The Lancet o The Britisb
Medical Journal, ese dato me habría servido
de ayuda. Sin embargo, nada tiene de ¡legal
guardar a un loco dentro de una casa particular,
siempre que esté atendido por una persona
calificada para ello, y siempre que las
autoridades hayan sido debidamente notificadas.
¿De dónde, pues, nacía este anhelo desesperado
de guardar secreto? Tampoco aquí
la teoría se amoldaba por completo a los
hechos. »Quedaba la tercera posibilidad, en
la que todo parecía encajar, por extraña e
improbable que pareciese. La lepra no es cosa
rara en África del Sur. Quizás este joven,
por alguna casualidad extraordinaria, la
hubiese contraído. En tal caso, su familia se
verla en una situación espantosa, porque
ellos querían librarle del aislamiento. Sería
precisa una gran reserva para evitar que corriese
el rumor de lo que ocurría, con la subsiguiente
intervención de las autoridades. Un
médico legal, a condición de pagarle bien,
podría encargarse del paciente, no siendo
difícil encontrar quien se prestase a ello. No
existía razón alguna para que el enfermo no
pudiera salir de su reclusión después de oscurecido.
Una de las consecuencias corrientes
de esta enfermedad es el blanqueo de la piel.
El caso era importante, tan importante, que
me decidí a actuar como si estuviese ya demostrado.
Mis últimas dudas desaparecieron
cuando al llegar aquí me fijé en que Ralph,
que es quien lleva las comidas, usaba guantes
impregnados en materias desinfectantes.
Bastó una sola palabra para hacerle ver a
usted, señor, que su secreto había sido descubierto,
y si yo la escribí en lugar de pronunciarla,
fue para demostrarle que podía
confiar en mi discreción.
Me hallaba yo finalizando este pequeño
análisis del caso, cuando se abrió la puerta y
fue pasado al despacho el gran dermatólogo
de austera figura. Por esta vez sus facciones
de esfinge se habían relajado y había en su
mirada calor de humanidad. Se adelantó hasta el coronel Emsworth y le dio un apretón de
manos, diciéndole:
- Con frecuencia me toca llevar malas noticias,
y es muy raro que pueda darlas buenas.
Por esto me felicito más de esta oportunidad.
No es lepra. -¿Cómo?
- Es un caso bien claro de seudolepra o
ictiosis, una afección de la piel que le da apariencia
de escamas, fea y obstinada, pero
posible de curar y, desde luego, no infecciosa.
Sí, míster Holmes, la coincidencia es muy
notable. Pero ¿es, en verdad, una simple coincidencia,
o están en juego fuerzas sutiles de
las que es muy poco lo que sabemos? ¿Estamos
seguros de que la aprensión que este
joven ha venido sufriendo terriblemente desde
que se encontró expuesto al contagio no
ha podido producir una acción física que estimula
precisamente lo que se teme? En todo
caso, yo respondo con mi reputación profesional.
¡Pero la señora se ha desmayado!
Creo que lo mejor seria que míster Kent no
se aparte de ella hasta que se haya recobrado
de esta impresión de alegría.
La aventura de la piedra preciosa de Mazarino
Fue agradable para el Dr. Watson encontrarse
una vez más en la desordenada
sala del primer piso en Baker Street, la cual
había sido el punto de partida para tantas
rememorables aventuras. Miró alrededor suyo
hacia las gráficas científicas sobre la pared, el
banco de ácidos químicos calcinados, el estuche
de violín recostado en el rincón, el balde
para carbones, que contenía viejas pipas y
tabaco. Finalmente, sus ojos se posaron en la
fresca y sonriente cara de Billy, un joven pero
muy sabio y diplomático ayudante, quien lo
había ayudado en parte a cubrir los espacios
de soledad y aislamiento que rodeaban la
saturnina figura del gran detective.
- Parece que nada ha cambiado, Billy.
Nunca cambies. ¿Espero que se pueda decir
lo mismo de él?
Billy echó una mirada con cuidado sobre
la cerrada puerta de la habitación.
- Creo que está acostado y durmiendo dijo.
Eran las siete de la tarde de un hermoso
día de verano, pero el Dr. Watson estaba suficientemente
familiarizado con la irregularidad
de las horas de su viejo amigo para no
sentirse sorprendido con la idea. -¿Eso significa
un caso, supongo?
- Sí, señor, está muy complicado en este
momento. Estoy asustado por su salud. Se
pone pálido y delgado, y no come nada.
"¿Cuándo estará disponible para cenar, Sr.
Holmes?" preguntó la Sra. Hudson. "Siete y
media, pasado mañana", le contestó. Usted
sabe sus maneras cuando está compenetrado
en un caso.
- Sí, Billy, lo sé.
- Está siguiendo a alguien. Ayer salió como
un obrero en busca de trabajo. Hoy era
una anciana.
Honestamente me atrapo, lo hizo, y debo
conocer sus maneras por ahora -Billy apuntó
con una sonrisa burlona a un hinchado parasol
reclinado contra el sofá-. Eso es parte del
vestido de anciana - dijo. -¿Pero de qué se
trata todo esto, Billy?
Billy disminuyó su voz, como uno que
discute grandes secretos de estado.
- No está en mi mente contarle, señor,
pero no debería ir más lejos. Es este caso de
la corona de diamantes. -¡Qué! ¿El robo de
cientos de miles de libras?
- Sí, señor. Deben regresarlo, señor. Porque,
tenemos al Primer Ministro y el Secretario
de Estado ambos sentados en ese sofá. El
Sr. Holmes fue muy amigable con ellos. Prontamente
los puso en su cuidado y prometió
hacer todo lo que pudiera. Entonces está Lord
Cantlemere… -¡Ah!
- Sí, señor, usted sabe que significa. Es
un arrogante, señor, si puedo decirlo. Puedo
permanecer con el Primer Ministro, y no tengo
nada contra el Secretario de Estado, quien
parece un hombre civilizado y de complaciente
estilo, pero no puedo permanecer con su
señoría. Ninguno puede, ni el Sr. Holmes,
señor.
Verá, él no cree en el Sr. Holmes y estaba
en contra de emplearlo. El piensa que fallará.
-¿Y el Sr. Holmes lo sabe?
- El Sr. Holmes siempre sabe lo que hay
que saber.
- Bien, esperemos que no falle y que Lord
Cantlemere resulte sorprendido. Pero debo
decir, Billy, ¿Qué es esa cortina que tapa la
ventana?
- El Sr. Holmes la puso hace tres días.
Tenemos algo gracioso tras de ella.
Billy avanzó y retiró la cortina que apantallaba
la alcoba de la arqueada ventana.
El Dr. Watson no pudo reprimir un grito
de asombro. Allí había un maniquí de su antiguo
camarada, vestido con camisón, la cara
volcada tres cuartos hacia la ventana y hacia
abajo, como que estuviera leyendo un libro
invisible, mientras el cuerpo estaba profundamente
hundido sobre un sillón. Billy desprendió
la cabeza y la sostuvo en el aire.
- La pusimos en diferentes ángulos, pero
esta es la que parecía más real. No debería
atreverme a tocarla si la persiana no estuviera
baja. Pero cuando está arriba puede verlo
desde la otra calle.
- Nosotros usamos algo parecido una vez
hace tiempo.
- Antes de mi tiempo -dijo Billy. Luego
apartó las cortinas y miró hacia la calle-. Ahí
hay personas que nos observan a lo lejos.
Puedo ver a uno en este momento por la ventana.
Véalo usted mismo.
Watson avanzó un paso cuando la puerta
de la habitación se abrió, y a lo largo, la delgada
forma de Holmes emergió, con su pálida
y dibujada cara pero con sus pasos y su porte
tan activos como siempre. Con un solo brinco
ya estaba en la ventana, y cerró las persianas
una vez más.
- Eso lo habrá hecho, Billy -dijo-. Ahora
estás en peligro de muerte, mi muchacho, no
puedo hacerlo sin ti ahora. Bien, Watson, es
bueno verte en tu viejo cuarto una vez más.
Has venido en un momento crítico.
- Así lo deduzco.
- Puedes irte, Billy. Ese chico es un problema,
Watson. ¿Cuan lejos estoy justificado
a permitir que esté en peligro? -¿Peligro de
qué, Holmes?
- De muerte súbita. Estoy esperando algo
esta noche. -¿Esperando qué?
- Ser asesinado, Watson. -¡No, no, está
bromeando, Holmes!
- Incluso mi limitado sentido del humor
puede cultivar una mejor broma que esa.
Pero debemos permanecer cómodos mientras
tanto, ¿No deberíamos? ¿Está permitido el
alcohol? El gasógeno y los cigarros están en
su antiguo lugar. Déjeme ver una vez más en
el acostumbrado sillón. ¿Espero, que no haya
aprendido a despreciar mi pipa y mi lamentable
tabaco? Ha debido tomar el lugar de la
comida en estos días. -¿Pero por qué no come?
- Porque las facultades se refinan cuando
se está muy hambriento. Porque, seguramente,
como un doctor, mi querido Watson, debes
admite que la digestión gana en el almacenamiento
de sangre tanto que pierde en el
cerebro. Yo soy un cerebro, Watson. El resto
de mí es meramente un apéndice. En consecuencia,
es el cerebro el que debo considerar.
-¿Pero, y este peligro, Holmes?
- Ah, sí, en caso de que algo ocurra, debería
quizás estar bien que cargues en la
memoria con el nombre y la dirección del
asesino. Puedes dárselo a Scotland Yard, con
mi cariño y una oración de despedida. Sylvius
es el nombre… Conde Negretto Sylvius. ¡Escríbalo,
hombre, escríbalo! Moorside Gardens
136, N.W. ¿Lo tiene?
La honesta cara de Watson fue crispándose
con ansiedad. Conocía demasiado bien
los inmensos riesgos tomados por Holmes y
era consciente que lo que él dijera sería más
una subestimación que una exageración.
Watson era siempre un hombre de acción,
y se elevó a la ocasión.
- Inclúyame, Holmes. No tengo nada que
hacer por un día o dos.
- Su moral no mejora, Watson. Ha agregado
la mentira a sus otros vicios. Alberga
cada señal de un médico ocupado, con llamadas
sobre los pacientes a cada hora.
- No son casos importantes. ¿Pero no
puede arrestar a este hombre?
- Sí, Watson, puedo. Eso es lo que lo
preocupa. -¿Pero por qué no lo hace?
- Porque no sé dónde está el diamante.
- Ah! Billy me contó… ¡la corona de gemas
perdida!
- Sí, la gran piedra amarilla de Mazarino.
He lanzado mi red y he atrapado al pez. Pero
no tengo la piedra. ¿Cuál es el sentido de
atraparlos? Podemos hacer al mundo un mejor
lugar pisándole los talones. Pero no es eso
lo que busco. Es la piedra lo que quiero. -¿Y
es este Conde Sylvius uno de sus peces? -Sí,
y él es un tiburón. Muerde. El otro es Sam
Merton, el boxeador. No es una mala persona,
Sam, pero el Conde lo ha usado. Sam no
es un tiburón. Es un gran y obstinado pez.
Pero está siendo atrapado por mi red como
todos los demás. -¿Dónde está este Conde
Sylvius?
- He estado a su lado toda la mañana.
Debería haberme visto como una anciana,
Watson. Nunca fui tan convincente. De hecho
levantó el parasol por mí una vez. "Con su
permiso, madame" dijo, en un tono medio
italiano, usted sabe, y con la maneras agraciadas
del sur cuando está de humor, pero un
diablo encarnado en el otro estado. La vida
está llena de caprichosos hechos, Watson.
- Debió ser una tragedia.
- Bien, quizás debió serlo. Lo seguí al viejo
taller de Straubenzee en las Minorías.
Straubenzee hizo el rifle de aire, una hermosa
pieza de arte, como yo lo entiendo, y como
puede imaginarse está en la ventana
opuesta en este preciso momento. ¿Ha visto
al maniquí? Por supuesto, Billy se lo ha mostrado.
Bien, debería obtener un proyectil a
través de su preciosa cabeza en cualquier
momento. ¿Ah, Billy, qué es esto?
El chico reapareció en la sala con una tarjeta
sobre una bandeja. Holmes la ojeó con
sus elevadas pestañas y con irónica sonrisa.
- El hombre por sí mismo. Era difícil de
esperar. ¡Captó la ofensa, Watson! Un hombre
de audacia.
Posiblemente haya oído hablar de su reputación
como un tirador de grandes juegos.
Sería ciertamente un final triunfante para su
excelente record deportivo si me agrega a su
bolsa. Es una prueba de que siente mi punta
del pie detrás de su talón.
- Envíe por la policía.
- Probablemente lo haga. Pero no ahora.
¿Quisiera asomarse cuidadosamente por la
ventana, Watson, y verificar si alguien está
esperando en la calle?
Watson observó cautelosamente rodeando
el borde de la cortina.
- Sí, hay un tipo rudo cerca de la puerta.
- Ese debe ser Sam Merton… el leal aunque
mejor dicho vanidoso Sam. ¿Dónde está
este caballeroso Billy?
- En la sala de espera, señor.
- Tráelo cuando suene el timbre.
- Sí, señor.
- Y si no estoy en la sala, tráelo igual.
- Sí, señor.
Watson esperó hasta que la puerta se cerrara,
y entonces se volvió encarecidamente
hacia su compañero.
- Mire, Holmes, esto es sencillamente imposible.
Este es un hombre desesperado,
quien no se adhiere a nada. Quizás haya venido
a matarlo.
- No debería estar sorprendido.
- Insisto sobre permanecer con usted.
- Sería horrible en el camino. -¿En su
camino?
- No, mi querido amigo… en mi camino.
- Bien, no puedo dejarlo.
- Sí, usted puede, Watson. Y lo hará,
porque nunca ha fallado en jugar el juego.
Debo asegurarme que jugará hasta el final.
Este hombre ha venido por sus propios propósitos,
pero debe permanecer por mí - Holmes
tomó su anotador y garabateó algunas
líneas-. Tome un coche de alquiler hasta Scotland
Yard y déle esto a Youghal de la División
de Investigaciones Criminales. Regrese
con la policía. El arresto del cómplice seguirá
después.
- Lo haré con alegría.
- Antes de que regrese debería tener suficiente
tiempo para encontrar donde está la
piedra - tocó la campana-. Creo que deberíamos
salir por la habitación. Esta segunda
salida es excesivamente útil. Quiero preferiblemente
ver a mi tiburón sin que me vea, y
tengo, como recordará, mi propia forma de
hacerlo.
Fue, en consecuencia, una habitación vacía
a la cual Billy, un minuto después, condució
al Conde Sylvius.
El famoso tirador, deportista, y hombre
de ciudad era una persona morena, con un
formidable bigote oscuro sombreando una
cruel y delgada boca, y transpuesta por una
larga y curvada nariz como el pico de un
águila. Estaba bien vestido, pero su brillante
corbata, su resplandeciente alfiler, y sus relucientes
anillos eran extravagantes para su
efecto. Cuando la puerta se cerró tras de él,
miró alrededor con feroces y sobresaltados
ojos, como uno que sospecha una trampa a
cada paso. Entonces se puso violento al notar
la impasible cabeza y el collar del camisón
que se proyectaba por encima del sillón en la
ventana. Primero su expresión fue una de
puro asombro. Entonces la luz de una horrible
esperanza centelleó en sus oscuros y sangrientos ojos. Tomó un vistazo a su alrededor
para ver que no hubiera testigos, y entonces,
en puntas de pie, levantó su gruesa vara, y
se aproximó a la silenciosa figura. Se estaba
agachando para su salto y estallido final
cuando una fría y sardónica voz lo saludo
desde la puerta abierta de la habitación: -¡No
lo rompa, Conde! ¡No lo rompa!
El asesino trastabilló, asombrado en su
convulsa cara. Por un instante levantó su
cargado bastón una vez más, como si pudiera
volcar su violencia desde la imagen hacia el
original; pero había algo en esos firmes ojos
grises y sonrisa burlona que causaron que su
mano se posara a un lado.
- Es un objeto hermoso -dijo Holmes,
avanzando hacia la imagen-. Tavernier, el
modelador francés, lo hizo. El es tan bueno
para las figuras de cera como su amigo
Straubenzee es para los rifles de aire. -¡Rifles
de aire, señor! ¿A qué se refiere?
- Ponga su sombrero y la vara en el costado
de la mesa. ¡Gracias! Por favor, tome
asiento. ¿Podría tener la amabilidad de quitarse su revolver también? Oh, muy buen, si
prefiere sentarse sobre él. Su visita es realmente
oportuna, porque de mala manera
quería tener unos pocos minutos de charla
con usted.
El Conde frunció el ceño, con pesadas y
amenazadoras cejas.
- Yo, también, deseaba tener algunas palabras
con usted, Holmes. Es por eso que
estoy aquí. No negaré que intentaba embestirlo.
Holmes meció sus piernas en el borde de
la mesa.
- Más bien deduzco que tenía alguna especie
de idea en su cabeza -dijo. -¿Pero por
qué estas atenciones personales?
- Porque ha salido de su camino para fastidiarme.
Porque ha puesto sus criaturas sobre
mi camino. -¡Mis criaturas!!Le aseguro
que no! -¡Absurdo! Los tengo vigilados. Dos
pueden jugar el mismo juego, Holmes.
- Hay un pequeño punto, Conde Sylvius,
pero quizás querría amablemente darme un
sobreaviso cuando me visita. Puede entender
eso, con mi, rutina de trabajo, debo encontrarme
en familiares términos con la mitad de
la galería de bribones, y entenderá que las
excepciones son odiosas.
- Bien, Sr. Holmes, entonces. ¡Excelente! Pero le aseguro que está equivocado
acerca de mis supuestos agentes.
El Conde Sylvius rió desdeñosamente.
- Otras personas pueden observarlo tan
bien como usted. Ayer fue un viejo deportista.
Hoy fue una anciana mujer. Ellos me vigilan
todo el día.
- Realmente, señor, usted me elogia. El
viejo Barón Dowson dijo la noche anterior a
que fuera colgado que en mi caso lo que la
ley ha ganado el escenario lo ha perdido. ¿Y
ahora usted me halaga por mis pequeñas
interpretaciones? -¿Fue… fue usted? -Holmes
se encogió hombros.
- Puede ver en el rincón el parasol que
tan educadamente me sostuvo en la Minorías
antes de que empezara a sospechar.
- Si lo hubiese sabido, nunca…
- Hubiera visto esta horrible casa nuevamente.
Estaba consciente de ello. Todos
hemos descuidado oportunidades para lamentar.
¡Como sucedió, no lo sabe, así que
aquí estamos!
Las nudosas cejas del Conde se acumularon
más pesadamente sobre sus amenazantes
ojos.
- Lo que dice sólo empeora la situación.
¡No eran sus agentes pero usted actuando,
entrometido! Admite que me ha estado acosando.
¿Por qué? -Venga, Conde. Usted solía
disparar a leones en Algeria. -¿Y bien? -¿Pero
qué? -¿Qué? ¡El deporte… la excitación… el
peligro! -¿Y, sin dudas, liberar al país de la
peste? -¡Exactamente! -¡Mis razones en pocas
palabras!
El Conde se puso de pie, y su mano involuntariamente
retrocedió a su bolsillo. ¡Siéntese, señor, siéntese! Hay otra, más
práctica, razón. ¡Quería ese diamante amarillo!
El Conde Sylvius se apoyó en su silla con
una malévola sonrisa. -¡Sobre mi cadáver! dijo.
- Usted sabía que estaba tras suyo por
eso. La verdadera razón por la que está aquí
esta noche es para encontrar cuanto sé acerca
del asunto y cuan lejos mi eliminación es
absolutamente esencial. Bien, debería decir
que, desde su punto de vista, es absolutamente
esencial, porque lo sé todo, excepto
una cosa, que está dispuesto a contarme. ¡Oh, efectivamente! ¿Y por favor, cuál es el
hecho faltante?
- Donde está la corona de diamantes.
El Conde miró tajantemente a su compañía.
-¿Oh, usted quiere saberlo, no es cierto?
¿Cuán endemoniado debo ser para permitirme
contarle donde está?
- Puede, y debe. -¡Por supuesto!
- No puede engañarme, Conde Sylvius Los ojos de Holmes, cuando lo contemplaba,
se contrajeron y se iluminaron hasta que se
volvieron como dos amenazantes puntos de
acero-. Es absolutamente de vidrio.
Puedo ver hasta el fondo de su mente. ¡Entonces, por supuesto, puede ver donde
está el diamante!
Holmes aplaudió con sus manos con diversión,
y luego apuntó un sarcástico dedo. ¡Entonces lo sabe. Lo admite!
- Yo no admito nada.
- Ahora, Conde, si es razonable podemos
hacer negocios. Si no, saldrá herido.
El Conde Sylvius lanzó sus ojos hacia el
techo. -¡Y usted habla acerca de engaños! -
dijo.
Holmes lo observó atentamente como un
maestro jugador de ajedrez quien medita su
culminante movida.
Entonces abrió el cajón de la mesa y sacó
un relleno anotador. -¿Sabe lo que guardo en
este libro? -¡No, señor, no lo sé! -¡Usted! ¡Yo! -¡Sí, señor, usted! Usted está aquí… toda
acción de su vil y peligrosa vida. -¡Maldito
sea, Holmes! -gritó el Conde con flameantes
ojos-. Hay límites para mi paciencia!
- Está todo aquí, Conde. Los hechos reales
de la muerte de la anciana Sra. Harold,
quien le dejó la herencia de Blymer, la cual
tan rápidamente apostó. -¡Está soñando!
- Y la completa historia de vida de la Srita.
Minnie Warrender. -¡Tonterías!!Usted no
hará nada con eso!
- Aquí tenemos mucho más, Conde. Aquí
esta el robo en el tren de lujo hacia el Riviera
el 13 de Febrero de 1892. Aquí esta el cheque
falsificado en el mismo año en el Crédito
Lyonnais.
- No; usted se equivoca en eso. ¡Entonces tengo razón sobre los otros! Ahora,
Conde, usted es un jugador de cartas. Cuando
el otro compañero tiene todos los triunfos,
es tiempo de arrojar la mano. -¿Qué tiene
que ver toda esta conversación con la gema
de la cual habló?
- Gentilmente, Conde. ¡Contenga esa fervorosa
mente! Déjeme llegar a los puntos en
mi propia y monótona manera. Tengo todo
esto contra usted; pero, por sobre todo, tengo
un limpio caso contra ambos, usted y su
farsante peleador en el caso de la corona de
diamantes. -¡Ciertamente!
- Tengo el chofer que lo llevó hasta Whitehall
y el chofer que lo trajo de vuelta. Tengo
al comisionado que lo vio cerca del caso.
Tengo a Ikey Sanders, quien rehúsa interceder
por usted. Ikey lo ha delatado, y el juego
ha terminado.
Las venas saltaron en la frente del Conde.
Sus oscuras y peludas manos se cerraron
con fuerza en una convulsión de emoción
controlada. Trató de hablar, pero las palabras
no tomaban forma.
- Esa es la mano que estoy jugando -dijo
Holmes-. Están puestas en la mesa. Pero una
carta está perdida. Es el Rey de Diamantes.
No sé donde está la piedra.
- Y Nunca lo sabrá. -¿No? Ahora, sea razonable,
Conde. Considere la situación. Está
encerrándose por veinte años. También Sam
Merton. ¿Qué tiene de bueno alejarse del diamante?
Nada en el mundo. Pero si lo toma…
bien, ello compondría un crimen. No queremos
ni a usted ni a Sam. Queremos la piedra.
Dénosla, y tanto como me concierna puede
mantenerse libre tanto tiempo como se comporte en el futuro. Si hace otro desliz… bueno,
será el último. Pero en este tiempo mi
encargo es conseguir la piedra, no a usted. ¿Pero si me rehúso?
- Porque, entonces… ¡Que pena…! Será
usted y no la piedra.
Billy apareció en respuesta a un timbre.
- Creo, Conde, que sería bueno tener a
su amigo Sam en esta conferencia. Después
de todo, sus intereses deberían estar representados.
Billy, verás un gran y feo caballero
afuera, en la puerta de entrada. Pregúntale si
quiere subir. -¿Y si el no quiere venir, señor?
- Sin violencia, Billy. No seas rudo con él.
Si le dices que el Conde Sylvius lo quiere seguramente
vendrá. -¿Qué es lo que va a
hacer ahora? -preguntó el Conde cuando Billy
desapareció.
- Mi amigo Watson estuvo conmigo. Le
dije que tenía un tiburón y un pez en mis
redes; ahora estoy trazando la red y juntándolos.
El Conde se levantó de su silla, y su mano
fue tras su espalda. Holmes sostuvo algo
que sobresalía del bolsillo de su camisón.
- No morirás en tu cama, Holmes.
- He tenido a menudo la misma idea.
¿Acaso importa? Después de todo, Conde, su
propia salida se parece más a una perpendicular
que a una horizontal. Pero esas anticipaciones
del futuro son mórbidas. ¿Por qué
no nos rendimos al incontenible deleite del
presente?
Una repentina luz de bestia salvaje emanó
en la oscuridad, amenazantes ojos de un
maestro criminal. La figura de Holmes pareció
agrandarse mientras él se ponía tenso y listo
para disparar.
- No es bueno que manosee el revolver,
mi amigo -dijo con una voz calma-. Conoce
perfectamente bien que no se atrevería a
usarla, incluso si le diera el tiempo para jalarlo.
Sucio, cosas ruidosas, revólveres, Conde.
Mejor la vara a los rifles de aire. Ah! Creo que
oigo las pisadas de su estimable compañero.
Buen día, Sr. Merton. Permanecía aburrido en
la calle, ¿No es cierto?
El galardonado boxeador, un duramente
edificado joven con una estúpida, obstinada y
endurecida cara, permanecía torpemente en
la puerta, mirando con expresión desconcertada.
La cortés manera de Holmes era una
nueva experiencia, y aunque vagamente notaba
que era hostil, no sabía como contrarrestarla.
Se volvió hacia su astuto camarada
en busca de ayuda. -¿Qué es este juego,
Conde? ¿Qué es lo que quiere este hombre?
¿Qué pasa? -Su voz era profunda y ronca.
El Conde se encogió de hombros, y fue
Holmes quien respondió.
- Si puedo ponerlo en pocas palabras, Sr.
Merton, debería decir que todo está arreglado.
El boxeador seguía en la misma dirección
observando a su socio. -¿Este hombre está
tratando de ser gracioso, o qué? No estoy de
humor.
- No, no lo espero -dijo Holmes-. Creo
que puedo prometerle que se sentirá incluso
menos divertido cuando la noche avance.
Ahora, mire aquí, Conde Sylvius. Soy un
hombre ocupado y no puedo perder tiempo.
Me voy a esa habitación. Por favor siéntense
como en sus casas en mi ausencia. Puede
explicarle a su amigo cual es la situación del
asunto sin la limitación de mi presencia. Debería
practicar la Barcarole de Hoffman sobre
mi violín. En cinco minutos regresaré por su
respuesta final. ¿Ha comprendido la alternativa,
no? ¿Lo apresamos a usted, o nos entrega
la piedra?
Holmes se retiró, levantando su violín del
rincón por el que pasaba. Unos pocos momentos
después, las melancólicas notas del
mayor hechizo vinieron débilmente a través
de la cerrada puerta de la habitación. -¿Qué
es esto, entonces? -preguntó Merton ansiosamente
a su compañero cuando se volvió¿Sabe acaso de la piedra?
- El sabe condenadamente demasiado
sobre ello. Pero no estoy seguro que sepa
todo. -¡Por Dios! -La lívida cara del boxeador
se tornó una sombra blanca.
- Ikey Sanders nos ha delatado. -¿Qué ha
que? Le haré pedazos por eso si soy colgado.
- Eso no nos ayudará de mucho. Necesitamos
mentalizar lo que hay que hacer.
- Cuidado -dijo el boxeador, mirando
suspicazmente a la puerta de la habitación-.
Es un tramposo que quiere vigilarnos. ¿Se
supone que no nos está escuchando? -¿Cómo
puede escucharnos con esa música?
- Es correcto. Quizás alguien detrás de la
cortina. Demasiadas cortinas en esta habitación
- Mientras miraba alrededor repentinamente
observó por primera vez la imagen en
la ventana, y permaneció quieto y apuntando,
demasiado asombrado para pronunciar palabra.
-¡Tonterías! Es solo un muñeco -dijo el
Conde. -¿Es falso, no es cierto? ¡Bueno, me
asusta! Madame Tussaud no está ahí. Es el
espíritu viviente de ella, vestida y todo. ¡Pero
las cortinas, Conde! -¡Oh, te desconciertan
las cortinas! Estamos perdiendo nuestro
tiempo, y no hay demasiado. El puede encarcelarnos
por esta piedra. -¡Diantre si puede!
- Pero él nos dejará irnos si solamente le
decimos donde está el botín. -¡Qué! ¿Dárselo?
¿Darle cientos de miles de libras?
- Es lo uno o lo otro.
Merton sacudió su rapada calva.
- Está solo. Hagámoslo. Si no tuviera su
luz no tendríamos nada que temer.
El Conde sacudió su cabeza.
- Está armado y listo. Si le disparamos a
duras penas podríamos alejarnos de un lugar
como este. Además, es suficiente como para
que la policía sepa cualquier evidencia que él
tenga. ¡Espera! ¿Qué es esto?
Había un vago sonido que parecía venir
de la ventana. Ambos hombres se agazaparon,
pero todo estaba calmo. Excepto por la
única extraña figura sentada en la silla, la
habitación estaba ciertamente vacía.
- Hay algo en la calle -dijo Merton-. Mire,
jefe, usted tiene el cerebro. Seguramente
encontrará la forma de salir. Si asestarle un
golpe no lo es entonces es todo suyo.
- He engañado a mejores hombre que él
-contestó el Conde-. La piedra está aquí en
mi bolsillo secreto.
No tomé riesgos al dejarlo. Puede estar
fuera de Inglaterra esta noche y dividido en
cuatropiezas en Ámsterdam antes del Domingo.
No sabe nada de Van Seddar.
- Pensé que Van Seddar se iría la próxima
semana.
- Lo estaba. Pero ahora debe salir en el
próximo ferry. Uno u otro de nosotros debe
escabullirse con la piedra hacia la calle Lima y
decirle.
- Pero el falso fondo no está hecho.
- Bien, debe tomarlo como está y arriesgarse.
No hay ni un momento que perder nuevamente, con el sentido de peligro que se
convierte en un instinto en el deportista, se
detuvo y observó duramente hacia la ventana.
Sí, era seguro que desde la calle venía
ese débil sonido.
- Respecto a Holmes -continuó-, podemos
engañarlo suficientemente fácil. Verás,
el condenado tonto no nos arrestará si le damos la piedra. Bien, le prometeremos la piedra.
Lo pondremos sobre el camino equivocado,
y antes de que descubra que está por mal
camino estará en Holanda y nosotros fuera
del país. -¡Eso suena genial! -exclamó Sam
Merton con una amplia sonrisa.
- Puedes irte y decirle al holandés que se
mueva. Yo veré a este tonto y lo llenaré con
confesiones falsas.
Le diré que la piedra está en Liverpool.
Como me aturde esa melancólica música; ¡Me
pone de los nervios!
En el momento en que encuentre que no
está en Liverpool ya estará en cuartos y nosotros
sobre el agua azul.
Regresa, fuera de la línea de la cerradura.
Aquí está la piedra.
- Me extraña que no se atreva a llevarla.
-¿Dónde puedo mantenerla segura? Si pudiéramos
sacarla de Whitehall alguien más podría
seguramente alejarla de mí.
- Echémosle una mirada.
El Conde Sylvius lanzó algo así como una
mirada poco halagadora hacia su socio e hizo
caso omiso de las manos sucias que se extendían
hacia él. -¿Qué… piensas que voy a
robártelo? Mire, señor, me estoy cansando de
sus métodos.
- Bien, bien, sin ofensas, Sam. No podemos
permitirnos una disputa. Ve por la ventana
si quieres ver la adecuada belleza. ¡Ahora
sostén la lámpara! ¡Aquí! -¡Gracias!
Con un simple salto Holmes brincó de la
silla del maniquí y atrapó la preciosa gema.
La sostuvo en una sola mano, mientras que
con la otra apuntaba un revolver a la cabeza
del Conde. Los dos villanos retrocedieron en
absoluto asombro. Antes de que se recobraran
Holmes presionó la campana eléctrica. ¡Sin violencia, caballeros… sin violencia, les
ruego! ¡Consideren el amueblado! Debe ser
evidente para usted que en su posición es
imposible. La policía está esperando abajo.
La perplejidad del Conde sobrepasó su
furia y su temor. -¿Pero cómo dedujo…? balbuceó.
- Su sorpresa es muy natural. No estaba
enterado que una segunda puerta de mi habitación se dirige directamente detrás de la
cortina. Me imaginé que debió oírme cuando
desplacé la imagen, pero la suerte estaba de
mi lado. Me dio una chance de escuchar a su
graciosa conversación que hubiese sido penosamente
embarazosa si estuvieran percatados
de mi presencia.
El Conde brindó un gesto de resignación.
- Lo subestimamos, Holmes. Creo que
eres el mismísimo diablo.
- No tan lejos, de cualquier forma Holmes respondió con una cortés sonrisa.
El lento intelecto de Sam Merton sólo
gradualmente fue apreciando la situación.
Ahora, con los sonidos de pesados pasos viniendo
por las escaleras, rompió el silencio. ¡Un polizonte! -dijo-. ¡Pero, digo, que hay
acerca de ese violín! Yo lo oí. -¡Tonterías,
tonterías! -respondió Holmes-. Tienes perfectamente
la razón. ¡Encendámoslo! Estos modernos
gramófonos son una memorable invención.
Hubo un apresuramiento de la policía, los
grilletes chasquearon y los criminales fueron
llevados al coche.
Watson se demoró con Holmes, felicitándolo
por esta fresca hoja añadida a sus laureles.
Una vez más su conversación fue interrumpida
por el imperturbable Billy con su
tarjetero.
- Lord Cantlemere, señor.
- Tráelo, Billy. Este es un eminente noble
que representa los más altos intereses -dijo
Holmes-. Es una excelente y leal persona,
pero sin embargo del viejo régimen. ¿Deberíamos
enderezarlo? ¿Nos atreveríamos a
aventurar sobre él con una despreciada libertad?
No sabe, debemos conjeturar, nada de
lo que ocurrió.
La puerta se abrió para admitir una delgada
y austera imagen con una cara feroz y
bigotes encorvados de la era victoriana y de
una reluciente negrura que duramente correspondería
con los redondeados hombros y
endeble caminar. Holmes avanzó amablemente y agitó una apática mano. -¿Cómo le
va, Lord Cantlemere?
Está helado para este momento del año,
pero seguramente caliente puertas adentro.
¿Puedo tomar su abrigo?
- No, gracias; no me lo quitaré.
Holmes apoyó su mano insistentemente
sobre la manga. -¡Permítame! Mi amigo el Dr.
Watson le asegurará que estos cambios de
temperatura son de los más tendenciosos.
Su señoría se agitó libremente con un
poco de impaciencia.
- Estoy cómodo, señor. No necesito quedarme.
Vengo simplemente a observar e interiorizarme
como está progresando la tarea
que se le encargó.
- Es difícil… muy difícil.
- Me temo que no lo encuentre.
Hubo una distintiva burla en las palabras
y maneras del viejo cortesano.
- Todo hombre encuentra sus limitaciones,
Sr. Holmes, pero por lo menos nos cura
de la impotencia de la autosatisfacción.
- Sí, señor, he estado desconcertado.
- Sin duda.
- Especialmente sobre un punto. ¿Posiblemente
pueda ayudarme en él?
- Solicita por mi consejo cuando ya ha
avanzado el día. Pienso que usted tiene sus
propios y suficientes métodos. Sin embargo,
estoy listo para ayudarlo.
- Verá, Lord Cantlemere, no tenemos dudas
en enmarcar un caso contra los actuales
ladrones.
- Cuando los atrape.
- Exactamente. Pero la cuestión es…
¿Cómo deberemos proceder contra el receptor?
-¿No es algo prematuro?
- Es bueno tener nuestros planes listos.
Ahora, ¿Qué nos recomendaría como evidencia
final contra el receptor?
- La posesión de la piedra. -¿Usted lo
arrestaría por eso?
- Indudablemente.
Holmes raramente reía, pero estaba tan
cerca como su amigo Watson podía recordar.
- En ese caso, mi querido señor, estoy en
la penosa necesidad de avisarle que esta bajo
arresto.
Lord Cantlemere estaba muy enfurecido.
Alguno de los antiguos fuegos ardieron sobre
sus lívidas mejillas.
- Se está tomando una gran libertad, Sr.
Holmes. En cincuenta años de vida oficial
nunca recuerdo tal hecho en un caso. Soy un
hombre ocupado, señor, involucrado en importantes
asuntos, y no tengo tiempo o gusto
de bromas. Debo decirle francamente, señor,
que nunca he sido un creyente en sus poderes,
y que siempre fui de la opinión que el
asunto era más seguro tenerlo en las manos
de la fuerza policial regular. Su conducta confirma
todas mis conclusiones. Tengo el honor,
señor, de desearle buenas noches.
Holmes velozmente cambió su posición y
se puso entre el colega y la puerta.
- Un momento, señor -dijo-. Dejarlo ir
con la piedra Mazarino sería una ofensa mayor
que encontrarlo en posesión temporal de
ella. -¡Señor, esto es intolerable! Déjeme
pasar.
- Ponga su mano en el bolsillo derecho de
su abrigo. -¿Qué quiere decir, señor?
- Venga… venga, haga lo que le digo.
Un instante después el asombrado colega
permaneció, parpadeando y balbuceando, con
la gran piedra amarilla en su temblante palma.
-¡Qué! ¡Qué! ¿Cómo es esto, Sr. Holmes?
-¡Muy mal, Lord Cantlemere, muy mal! exclamó Holmes-. Mi viejo amigo aquí presente
le dirá que tengo un impulsivo hábito
de practicar bromas. También que nunca
puedo resistir una situación dramática.
Me tomé la libertad… la gran libertad, debo
admitir… de poner la piedra en su bolsillo
al comienzo de nuestra entrevista.
El viejo colega clavó los ojos desde la
piedra a la sonriente cara tras de él.
- Señor, estoy desconcertado. Pero… si…
es por cierto la piedra Mazarino. Somos gratamente
sus deudores, Sr. Holmes. Su sentido
del humor puede, como admite, ser algo
pervertido, y su exhibición memorablemente
inoportuna, pero por lo menos debo retirar
cualquier reflexión que hice sobre sus asombrosos
poderes profesionales. Pero cómo…
- El caso está medio concluido; los detalles
pueden esperar. Sin duda, Lord Cantlemere,
su placer en contar este exitoso resultado
en el enardecido rol de su regreso será
una pequeña expurgación de mi broma pesada.
Billy, muéstrale la salida a su señoría y
dile a la Sra. Hudson que estaría agradecido
si pudiera enviar una cena para dos tan pronto
como sea posible.
La aventura de Los Tres Gabletes No creo
que alguna de mis aventuras con el Sr. Sherlock
Holmes se haya resuelto tan abruptamente
y de manera dramática, como la que
se asocia con The Three Gables (NdT: Los
Tres Gabletes). No había visto a Holmes por
varios días y no tenía idea del nuevo canal
por el cual sus actividades habían sido dirigidas.
Estaba de un humor locuaz esa mañana,
sin embargo, y precisamente me había sentado en el sillón consumido en un lado del
fuego, mientras se encrespaba con su pipa en
la boca sobre la silla opuesta, cuando nuestro
visitante arribó. Si hubiera dicho que un toro
bravo había arribado sería dar una clara impresión
de lo que ocurrió.
La puerta había sido abierta violentamente
y un enorme negro había estallado en la
habitación. Hubiera sido una figura cómica si
no hubiera sido terrorífico, porque estaba
vestido en un traje de etiqueta con una corbata
ondulante de color salmón. Su ancha
cara y nariz achatada estaban empujadas
hacia delante, y sus sombríos ojos negros,
con un destello ardiente de malicia en ellos,
se volvían de uno hacia el otro. -¿Cuál de
ustedes, caballeros es el señor Holmes? preguntó.
Holmes elevó su pipa con una lánguida
sonrisa. -¡Oh! ¿Es usted, no es cierto? -dijo
nuestro visitante, acercándose con unos desagradables
y sigilosos pasos alrededor del
ángulo de la mesa- Verá, señor Holmes, mantenga
sus manos fuera de los negocios de
otros. Deje a otra gente manejar sus propios
asuntos. ¿Comprende eso, señor Holmes?
- Siga hablando -dijo Holmes-. Está bien.
-¡Oh! ¿Está bien, no es cierto? -gruño el salvaje-.
No sería tan condenadamente bueno si
pudiera recortarlo en pedazos. He manipulado
a gente de su tipo mucho antes, y ellos no
parecían tan bien cuando terminé con ellos.
¡Mire esto, señor Holmes!
Balanceó un enorme y nudoso bulto de
un puño bajo la nariz de mi amigo. Holmes lo
examinó de cerca con un aire de gran interés.
-¿Dónde nació? -preguntó- ¿O viene gradualmente?
Pudo haber sido la helada frialdad de mi
amigo, o pudo haber sido el ligero estrépito
que hice al levantar el atizador. En cualquier
caso, los modales de nuestro visitante se volvieron
menos extravagantes.
- Bien, le he dado suficientes consejos dijo-. Tengo un amigo que está interesado
sobre el camino de Harrow, usted sabe a lo
que me refiero, y no tiene intención de tener
que interrumpir los hechos por usted. ¿Lo
comprende? Usted no es la ley, y yo no soy la
ley tampoco, y si usted viene estaremos a
mano. No lo olvide.
- Lo he buscado por algún tiempo -dijo
Holmes-. No le pregunté si quería sentarse,
porque no soporto su olor. ¿Pero no es usted
Steve Dixie, el matón?
- Ese es mi nombre, señor Holmes, y usted
seguro conseguirá transmitirlo si me ofrece
alguna insolencia.
- Es ciertamente lo último que necesita dijo Holmes, permaneciendo frente a la abominable
boca de nuestro visitante-. Usted fue
el asesino del joven Perkins en las afueras de
Holborn… ¡Pero qué! ¿No se va?
El negro se había enfurecido, y su cara
estaba dura como plomo.
- No escucharé tales comentarios -dijo-.
¿Qué tenía que hacer con este Perkins, señor
Holmes? Estaba entrenando en el Bull Ring en
Birmingham cuando este muchacho se metió
en problemas.
- Sí, ya le contó al magistrado acerca de
eso, Steve -dijo Holmes-. Lo he estado observando y a Barney Stockdale… -¡Que Dios
me ayude! Señor Holmes…
- Esto es suficiente. Salga de aquí. Lo visitaré
cuando yo lo desee.
- Buenos días, señor Holmes. ¿Espero
que no haya ningún rencor acerca de esta
visita?
- Serán a menos que me diga quién lo
envió.
- Por qué, no hay secreto acerca de ello,
señor Holmes. Fue el mismo caballero que
usted acaba de mencionar. -¿Y quién lo puso
a él?
- No lo sé, señor Holmes. El dijo "Steve,
ve a ver al Sr. Holmes, y cuéntale que su
vida no será segura si va por el camino de
Harrow". Esa es toda la verdad -y sin esperar
por más preguntas nuestro visitante cerró la
puerta de la habitación tan precipitadamente
como había entrado. Holmes sacudió las cenizas
de su pipa con una calmada sonrisa.
- Estoy contento de que no haya sido forzado
a romper su lanuda cabeza, Watson.
Observé sus maniobras con el atizador. Pero
él es realmente un amigo inofensivo, un bebé
de gran musculatura, pero tonto y fanfarrón,
y fácilmente acobardable, como acaba de ver.
Es uno de la pandilla de Spencer John y ha
tomado parte en algún sucio trabajo de última
hora que resolveré cuando tenga tiempo.
Su superior principal, Barney, es una persona
más astuta. Ellos se especializan en asaltos,
intimidaciones y otros por el estilo. ¿Lo que
quisiera saber es, quién está atrás de ellos en
esta particular ocasión? -¿Pero por qué quieren
intimidarlo?
- Es este caso de Harrow Weald. Esto me
decide a observar el asunto, porque si alguien
se toma la molestia, debe haber algo en él. ¿Pero qué es?
- Le iba a contar cuando tuvimos este interludio
cómico. Aquí está la nota de la Sra.
Maberley. Si tiene el cuidado de acompañarme
nos conectaremos con ella y saldremos de
inmediato.
ESTIMADO SR. SHERLOCK HOLMES -leí-:
He tenido una sucesión de extraños incidentes
ocurridos en conexión con esta casa, y
que valoraría su consejo. Me encontrará en
casa mañana en cualquier momento. La casa
está a un corto trecho de la estación Weald.
Creo que mi difunto esposo, Mortimer Maberley,
fue uno de sus antiguos clientes.
Fielmente suya, MARY MABERLEY La dirección
era "The Three Gables, Harrow
Weald". -¡Así que es eso! -dijo Holmes-. Y
ahora, si puede disponer de tiempo, Watson,
nos pondremos en camino.
Un corto viaje en tren, y un aún más corto
paseo en coche, nos llevó a la casa, una
quinta de maderas y ladrillos, permaneciendo
en su propio acre de pastizal no desarrollado.
Tres pequeñas proyecciones por encima de
las ventanas superiores hacían un poco convincente
intento de justificar su nombre. Detrás
había un bosque de melancolía, pinos a
medio crecer, y todo el aspecto del lugar era
pobre y depresivo. Con todo, encontramos el
lugar bien abastecido, y la señora que nos
recibió fue una persona simpáticamente mayor,
quien albergaba toda impresión de refinamiento
y cultura.
- Recuerdo a su esposo, madame -dijo
Holmes- pese a que fue hace varios años
desde que usó mis servicios en un asunto
trivial.
- Probablemente esté más familiarizado
con el nombre de mi hijo Douglas.
Holmes la observó con gran interés. ¡Querida! ¿Es usted la madre de Douglas Maberley?
Lo conocí levemente. Pero por supuesto
todo Londres lo conoce. ¡Que magnifica
criatura era! ¿Dónde está él ahora? ¡Muerto, Sr. Holmes, muerto! Era un agregado
en Roma, y murió de neumonía el mes
pasado.
- Lo siento. Uno no podría conectar la
muerte con tal hombre. Nunca he conocido a
nadie tan vitalmente animado. Vivió intensamente…
¡Todas sus fibras!
- Demasiado intensamente, Sr. Holmes.
Eso fue su ruina. Usted lo recordará como
era… gallardo y majestuoso. No ha visto la
caprichosa, malhumorada y cavilante criatura
en la que se desarrollo. Su corazón se partió.
En un solo mes me pareció ver a mi galante
muchacho transformarse en un cínico y desgastado
hombre. -¿Una aventura amorosa…
una mujer?
- O un demonio. Bien, no fue para hablar
de mi pobre muchacho que le pedí que viniera,
Sr. Holmes. -El Dr. Watson y yo estamos
a su servicio.
- Han habido varios sucesos muy extraños.
He estado en esta casa más de un año,
y he deseado la ventaja de tener una vida
retirada por lo que he visto poco a mis vecinos.
Hace tres días recibí una llamada de un
hombre que decía ser un comprador. Dijo que
esta casa sería exactamente a la medida de
uno de sus clientes, y que si pudiera renunciar
a ella por su dinero no habría objeción.
Me pareció muy extraño ya que aquí hay varias
casas vacías en venta que aparecen ser
igualmente elegibles, pero naturalmente estaba
interesado en lo que decía. En consecuencia
mencioné un precio que era quinientas
libras más del que me dio. Inmediatamente
cerramos la oferta, pero añadió que su
cliente deseaba comprar el amueblado cuando pusiera un precio sobre él. Algunos de los
muebles son de mi antiguo hogar, y son, como
verá, muy buenos, por lo que le ofrecí
una buena suma. A esto también estuvo de
acuerdo. Siempre quise viajar, y el convenio
era tan bueno que realmente parecía que
debería ser mi propia dueña por el resto de
mi vida… Ayer el hombre arribó con los
acuerdos todos escritos. Afortunadamente se
los mostré al Sr. Sutro, mi abogado, quien
vive en Harrow. Me dijo: "Este es un documento
extraño. ¿Está segura que si usted
firma no puede legalmente retirar algo de la
casa… ni siquiera sus propias posesiones privadas?"
Cuando el hombre regresó en la tarde
apunté hacia esto, y le dije que sólo ofrecía
vender el amueblado. »No, no, todo -dijo
él »¿Pero mis ropas? ¿Mis joyas? »Bien, bien,
algunas concesiones pueden hacerse para sus
efectos personales. Pero nada puede salir de
esta casa sin ser comprobado. Mi cliente es
un hombre muy liberal, pero tiene sus fruslerías
y sus propias maneras de hacer las cosas.
Es todo o nada con él. »Entonces será
nada -dije. Y ahí terminó el asunto, pero todo
el hecho me pareció ser más inusual que lo
que pensaba…
Aquí se produjo una extraordinaria interrupción.
Holmes levantó su mano por silencio. Entonces
caminó a zancadas a través de la
habitación, abrió de golpe la puerta, y arrastró
a una gran y delgada mujer quien era
asida por los hombros. Ella entró con un torpe
forcejeo como una enorme y torpe gallina,
desgarrada, graznando, fuera de su gallinero.
-¡Suélteme! ¿Qué está haciendo? -chilló. ¿Por qué, Susan, qué es esto?
- Bien, Señora, venía a preguntar si los
visitantes iban a quedarse para el almuerzo
cuando este hombre me empujó.
- La he estado escuchando por los últimos
cinco minutos, pero no quise interrumpir
su tan interesante narrativa. Solo un pequeño
jadeo, ¿Susan eres, no? Su respiración es
demasiado pesada para ese tipo de trabajo.
Susan tornó en malhumorada pero
asombrada la cara sobre su captor. -¿Quién
es, de todos modos, y que derecho tiene para
empujarme de ese modo?
- Era simplemente que deseaba preguntar
en su presencia. ¿Usted, Sra. Maberley,
mencionó a alguien que me iba a escribir para
consultarme?
- No, Sr. Holmes, no lo hice. -¿Quién envió
su carta?
- Susan lo hizo.
- Exactamente. Ahora, Susan, ¿A quién
era que le escribió o envió un mensaje diciendo
que su ama estaba preguntando por
mi consejo?
- Es una mentira. Yo no envié ningún
mensaje.
- Ahora, Susan, la gente jadeante puede
no vivir mucho, usted sabe. Es una cosa inmoral
decir mentiras. ¿A quién se lo contó? ¡Susan! -gritó su ama-. Creo que eres una
mala y traicionera mujer. Ahora recuerdo que
la vi hablando con alguien sobre la cerca.
- Esos eran mis propios negocios -dijo la
mujer malhumoradamente. -¿Suponga que le
digo que era a Barney Stockdale a quién le
habló? -dijo Holmes.
- Bien, si lo conoce, ¿Por qué pregunta
por él?
- No estaba seguro, pero ahora lo sé.
Bien ahora, Susan, valdrá diez libras si me
dices quién está detrás de Barney.
- Alguien que puede fijar miles de libras
por cada diez que tiene en el mundo. ¿Entonces, es un hombre rico? No; sonrió…
una mujer rica. Ahora que hemos llegado tan
lejos, puede darnos el nombre y ganarse un
tenner -Lo veré
en el infierno primero. -¡Oh, Susan! ¡Tu lenguaje!
- Me voy de aquí. Ya he tenido suficiente
de todos ustedes. Enviaré por mi caja mañana
-y se retiró por la puerta.
- Adiós, Susan. Un calmante es el mejor
remedio… ahora -continuó, tornándose repentinamente
de lívida a severa cuando la
puerta se hubo cerrado tras de la excitada y
furiosa mujer-. Esta pandilla significa negocios.
Mire cuan cerca juegan su juego. Su
carta tiene el matasellos de las 10 PM. Y con
todo Susan le comunica a Barney. Barney
tiene tiempo de ir a su empleador y obtener
instrucciones; él o ella (me inclino por lo último
de acuerdo a la ironía de Susan cuando
pensó que había cometido un error) forma un
plan. Black Steve es llamado, y soy puesta en
alerta a las once en punto de mañana. Así tan
rápido trabajan, usted sabe. -¿Pero qué es lo
que ellos quieren?-Sí, esa es la pregunta.
¿Quién tenía la casa antes que usted?-Un
Capitán de mar retirado llamado Ferguson. ¿Algo memorable acerca de él?-Nada que
haya oído. -Me preguntó si tanto pudo enterrar
algo. Por supuesto, cuando la gente entierra
los tesoros hoy en día lo hacen en el
banco de la oficina de correos. Pero siempre
hay algunos lunáticos sobre eso. Sería un
mundo aburrido sin ellos. Primero pensé que
había enterrado algo de valor. ¿Pero por qué,
en ese caso, deberían querer su amueblado?
¿No parece tener un Rafael o un manuscrito
de Shakespeare sin saberlo?
- No, no lo creo, no tengo nada más raro
que un juego de té de Crown Derby.
- Eso duramente justificaría todo este
misterio. Excepto, ¿Por qué no deberían decir
abiertamente que es lo que quieren? Si codiciaran
su juego de té, pueden seguramente
ofrecer un precio por él sin comprar lo que
está encerrado, almacenado y puesto en barriles.
No, como yo lo leo, hay algo que usted
no sabe y que lo tiene, y que no se lo daría si
lo supiera.
- Eso es como yo lo leo -dije.
- El Dr. Watson está de acuerdo, entonces
así está establecido. -¿Bien, Sr. Holmes,
qué puede ser?
- Veamos si por el puro análisis mental
podemos obtener un punto fino. Ha estado en
esta casa un año.
- Casi dos.
- Aún mejor. Durante este largo período
nadie quiso nada de usted. Ahora repentinamente
en tres o cuatro días tiene urgentes
demandas. ¿Qué deduce de ello?
- Sólo puede significar -dije- que el objeto,
cualquiera que sea, sólo ha venido a esta
casa.
- Es correcto una vez más -dijo Holmes-.
Ahora, Sra. Maberley ¿Ha recibido un objeto
recientemente?
- No, no he comprado nada nuevo este
año. -¡De veras! Eso es algo notable. Bien,
creo que tenemos que permitir que se desarrollen
algunos asuntos hasta que tengamos
datos más claros. ¿Es este abogado suyo un
hombre calificado?
- El Sr. Sutro es el más calificado. ¿Tiene usted otra criada, o era la honrada
Susan, quien azotó la puerta de entrada?
- Tengo una jovenzuela.
- Trate y consiga que Sutro permanezca
una noche o dos en la casa. Quizás posiblemente
quiera protección. -¿Contra quién? ¿Quién sabe? El asunto es ciertamente oscuro.
Si no puedo encontrar quien está detrás,
deberé aproximarme al asunto desde la otra
punta y tratar de llegar al principal. ¿Le dio
este comprador alguna dirección?
- Simplemente su tarjeta y su ocupación.
"Haines-Johnson, Martillero y Tasador".
- No creo que lo encontremos en el directorio.
Los hombres honestos de negocios no
disimulan su lugar de negocios. Hágame saber
cualquier nuevo desarrollo. He tomado su
caso, y usted puede confiar en ello que veré a
través de él.
Cuando atravesamos el pasillo los ojos de
Holmes, que no se perdían nada, brillaron
sobre varios baúles y estuches que estaban
apilados en una esquina. Las etiquetas brillaron
sobre él.
- "Milano", "Lucerna". Estos son de Italia.
- Son las cosas del pobre Douglas. -¿No
las ha desempaquetado? ¿Hace cuanto que
las tiene?
- Arribaron la semana pasada.
- Pero usted dijo… porque, seguramente
este debe ser el enlace perdido. ¿Cómo sabemos
que no hay nada de valor ahí?
- No puede ser posible, Sr. Holmes. El
pobre Douglas sólo tenía su paga y una pequeña
anualidad. ¿Qué podía tener de valor?
Holmes estaba perdido en sus pensamientos.
- No se demore más, Sra. Maberley -dijo
al fin-. Llévese estas cosas arriba a su habitación.
Examínelas tan pronto como sea posible
y vea que contienen. Vendré mañana y oiré
su reporte.
Era absolutamente evidente que The
Three Gables estaba bajo una estrecha vigilancia,
por lo que dimos vuelta alrededor de
la alta cerca y al final de la línea estaba el
negro boxeador profesional permaneciendo
en las sombras. Nos acercábamos calmos
cuando repentinamente, una grotesca y amenazante
figura nos observó desde ese solitario
lugar. Holmes golpeteó con su mano en el
bolsillo. -¿Buscando su arma, señor Holmes?
- No, por mi botella de perfume, Steve. ¿Es gracioso, señor Holmes, no lo es?
- No sería gracioso, Steve, si lo atrapara.
Le di bastantes avisos esta mañana.
- Bien, señor Holmes, he hecho caso
omiso de lo que dijo, y no quiero hablar más
acerca de ese asunto del señor Perkins. Suponga que si puedo ayudarlo, señor Holmes,
lo haré.
- Bien, entonces, dígame quién está detrás
suyo en este trabajo. -¡Qué Dios me
ayude! Señor Holmes, le dije toda la verdad
antes. No lo sé. Mi jefe Barney me dio órdenes
y eso es todo.
- Bien, solo recuerde, Steve, que la señora
en esa casa, y todo bajo ese techo, están
bajo mi protección. No lo olvide.
- Está bien, señor Holmes. Lo recordaré.
- Lo tenía completamente asustado en su
propia piel, Watson -remarcó Holmes cuando
caminábamos-.
Creo que traicionaría a su empleador si
supiera quién es. Fue afortunado que tuviera
algo de conocimiento de la legión de Spencer
John, y que Steve fuera uno de ellos. Ahora,
Watson, hay un caso de Langdale Pike, y me
voy a verlo ahora. Cuando regrese quizás
pueda resolver el asunto.
No vi más de Holmes durante el día, pero
bien puedo imaginar como lo pasó, porque
Langdale Pike era su libro humano de referencia sobre todos los asuntos de escándalos
sociales. Esta extraña y lánguida criatura pasaba
sus horas de vigilia en el arco de la ventana
de un club de la calle Saint James y era
el recepcionista tan bien como el transmisor
de todos los chismes de la metrópolis. Hizo,
como se dice, un formal ingreso con los párrafos
con los que contribuye todas las semanas
a la basura que satisface a un público
inquisitivo.
Si bien nunca ha bajado a las túrbidas
profundidades de la vida de Londres, si había
algún extraño remolino o espiral, era señalado
con automática exactitud por este dial
humano sobre la superficie. Holmes discretamente
ayudo a Langdale con su conocimiento,
y en una ocasión fue ayudado a su
vez.
Cuando me encontré con mi amigo en su
habitación temprano a la mañana siguiente,
era consciente desde su porte que todo estaba
bien, pero nada menos que una desagradable
sorpresa nos estaba esperando. Tomó
la forma del siguiente telegrama:
Por favor venga inmediatamente. Casa
de cliente desvalijada en la noche. Policía en
posesión.
SUTRO
Holmes silbó.
- El drama ha llegado a una crisis, y más
rápido de lo que esperaba. Hay un gran poder
de maneja detrás de este negocio, Watson,
que no me sorprende después de lo que escuché.
Este Sutro, por supuesto, es su abogado.
Tuve un error, me temo, en no preguntarle
si quería pasar la noche de guardia. Este
amigo ha claramente probado un extremo
roto. Bien, no hay nada que hacer excepto
otro viaje a Harrow Weald.
Encontramos a The Three Gables con un
diferente establecimiento del ordenado grupo
familiar del día previo. Un pequeño grupo de
haraganes se habían congregado en la puerta
del jardín, mientras un par de alguaciles estaban
examinando las ventanas y las camas
de geranios. En el interior nos encontramos
con un gris caballero, quién se introdujo co-
mo el cooperativo abogado con un rubicundo
y bullicioso Inspector, quien saludo a Holmes
como un viejo amigo.
- Bien, Sr. Holmes, no hay chances para
usted en este caso, me temo. Sólo un común
y ordinario robo, y bien sin la capacidad del
pobre viejo policía. No se necesita el empleo
de expertos.
- Estoy seguro que el caso está en muy
buenas manos -dijo Holmes-. ¿Simplemente
un robo común, dijo?
- Exactamente. Conocemos bastante bien
quienes son los hombres y donde encontrarlos.
Es la banda de Barney Stockdale, con el
gran moreno en él… han sido vistos por los
alrededores. -¡Excelente! ¿Qué tomaron?
- Bien, parece que no han tomado mucho.
La Sra. Maberley fue cloroformizada y la
casa fue… ¡Ah! Aquí está la señora.
Nuestra amiga de ayer, mostrándose
muy pálida y enferma, había entrado en la
habitación, inclinada sobre una pequeña doncella.
- Me dio un buen consejo, Sr. Holmes dijo ella, sonriendo tristemente-. ¡Que pena,
no le hice caso! No deseaba molestar al Sr.
Sutro, y entonces estaba desprotegida.
- Solamente oí de ello esta mañana explicó el abogado.
- El Sr. Holmes me aconsejó de tener algunos
amigos en la casa. Rechacé su consejo,
y ahora tengo que pagar por ello.
- Se ve paupérrimamente enferma -dijo
Holmes-. Quizás pueda escasamente igual
decirnos lo que ocurrió.
- Está todo aquí -dijo el Inspector, golpeteando
una abultada agenda.
- Aún… si la señora no está demasiado
exhausta…
- En realidad hay poco para decir. No
tengo duda de que esa traicionera Susan
había planeado una entrada para ellos. Deben
conocer la casa pulgada por pulgada. Fui
consciente por un momento de la esponja de
cloroformo que fue puesta sobre mi boca,
pero no tengo noción por cuanto tiempo estuve
sin sentido.
Cuando me levanté, un hombre estaba
en la cabecera de la cama y otro estaba levantándose
con un fardo en su mano de entre
el equipaje de mi hijo, el cual estaba parcialmente
abierto y tirado sobre el piso. Antes
de que pudieran alejarse salté y lo agarré.
- Tomó un gran riesgo -dijo el Inspector.
- Me le pegué encima, pero me sacudió,
y el otro quizás me golpeó, porque no puedo
recordar nada más.
Mary la criada oyó el ruido y comenzó a
gritar por la ventana. Eso atrajo a la policía
pero los malvivientes se habían alejado. ¿Que fue lo que tomaron?
- Bien, no creo que algo de valor se haya
perdido. Estoy segura que no había nada en
el baúl de mi hijo. -¿No dejaron ninguna pista
los hombres?
- Había solamente una hoja de papel que
pude haber desgarrado del hombre del que
me aferré. Estaba echado todo estrujado sobre
el piso. Tenía la escritura de mi hijo.
- Lo que significa que no es de mucho
uso -dijo el Inspector-. Ahora si ha estado en
el robo…
- Exactamente -dijo Holmes-. ¡Que fuerte
sentido común! Nada menos, sería curioso si
puedo verlo.
El Inspector extrajo una hoja doblada de
un pliego de papel de su libreta de notas.
- Nunca paso nada, a menos que sea algo
trivial -dijo con algo de pompa-. Ese es mi
consejo, Sr.
Holmes. En veinticinco años de experiencia
he aprendido mi lección. Siempre está la
chance de encontrar huellas o algo.
Holmes inspeccionó la hoja de papel. ¿Qué piensa de esto, Inspector?
- Parece ser el final de alguna extraña
novela, hasta donde puedo ver.
- Puede ciertamente probar ser el final de
un extraño cuento -dijo Holmes-. Ha notado
el número en el tope de la página. Es el doscientos
cuarenta y cinco. ¿Dónde están las
singulares doscientas cuarenta y cuatro páginas
restantes?
- Bien, supongo que los ladrones tienen
esas. ¡Sería demasiado bien para ellos!
- Parece un extraño hecho irrumpir en
una casa en orden para hurtar tales papeles.
¿No le sugiere nada a usted, Inspector?
- Sí, señor, sugiere que en su apuro los
malvivientes tomaron lo primero que tenían a
mano. Les desearía la mayor alegría por lo
que consiguieron. -¿Por qué deberían ir a las
cosas de mi hijo? -preguntó la Sra. Maberley.
- Bien, ellos no encontraron nada de valor
en la planta baja, así que intentaron suerte
en el primer piso. Así es como yo lo leo.
¿Qué piensa usted, Sr. Holmes?
- Debo pensarlo, Inspector. Venga conmigo
a la ventana, Watson.
Entonces, mientras permanecíamos juntos,
leyó un fragmento del papel. Comenzó
en el medio de una frase y decía algo como
esto: "…su cara sangraba considerablemente
de los cortes y porrazos, pero no era nada
comparado con el sangrado de su corazón
mientras veía esa adorable cara, la cara por
la que había estado preparado para sacrificar
su vida, prestando atención a su agonía y
humillación. Ella sonrió… ¡Sí, por el Cielo! Ella
sonrió, como el despiadado demonio que era,
mientras la miraba. Fue en ese momento que
el amor murió y el odio nació. El hombre debe
vivir por algo. Si no es por tu contención,
mi señora, entonces será seguramente por tu
destrucción y mi completa venganza." ¡Extraña gramática! -dijo Holmes con una
sonrisa mientras le entregaba en mano el
papel de regreso al Inspector-. ¿Notó como el
"él" cambió repentinamente a "mí"? El escritor
estaba tan compenetrado con su propia
historia que se imagino a si mismo en el momento
supremo del héroe.
- Me parece poderosamente poca cosa dijo el Inspector mientras lo reponía en su
libro- ¡Qué! ¿Se va, Sr. Holmes?
- No creo que haya algo más para mí que
hacer ahora que el caso está en sus calificadas
manos. Por cierto, Sra. Maberley, ¿Usted
dijo que desearía viajar?
- Siempre ha sido mi sueño, Sr. Holmes.
-¿Adónde le gustaría ir… El Cairo, Madeira, el
Riviera?
- Oh, si tuviera dinero iría alrededor del
mundo.
- Exactamente. Alrededor del mundo.
Bien, buenos días. Le enviaré algunos renglones
en la tarde.
Cuando pasamos la ventana vi al avanzar
la sonrisa del Inspector y el sacudón de cabeza.
"Estos astutos tipos siempre tienen un
toque de locura". Eso fue lo que leí en la sonrisa
del Inspector.
- Ahora, Watson, estamos en la última
vuelta de nuestro pequeño viaje -dijo Holmes
cuando regresábamos por el bullicio del centro
de Londres una vez más-. Creo que tendremos
más claro el asunto inmediatamente,
y sería bueno si puede acompañarme, porque
es seguro tener un testigo cuando se está
confrontándose con una señora tal como Isadora
Klein.
Tomamos un taxi y salimos acelerados
hacia alguna dirección en Grosvenor Square.
Holmes había estado compenetrado con sus
pensamientos, pero se avivó repentinamente.
- A propósito, Watson, ¿Supongo que lo
ve todo claramente?
- No, no puedo decir eso. Solamente
puedo deducir que estamos yendo a ver a la
señora que está detrás de estas acciones. ¡Exactamente! ¿Pero el nombre de Isadora
Klein no lo conduce a nada? Ella era, por supuesto,
la belleza celebrada. Nunca hubo una
mujer que se compare. Ella es puramente
española, la sangre real de los magistrales
conquistadores, y sus gentes han sido los
líderes en Pernambuco por generaciones. Se
casó con el anciano rey del azúcar alemán,
Klein, y actualmente es la más rica como bien
la más amada viuda sobre la tierra. Entonces
hubo un intervalo de aventuras donde ella se
rindió a sus propios gustos. Tenía varios
amantes, y Douglas Maberley, uno de los más
notables hombres en Londres, fue uno de
ellos. Fue por todas cuentas más que una
aventura con él. No era una mariposa de la
sociedad pero un fuerte y orgulloso hombre
que daba y esperaba todo. Pero ella es la
"belle dame sans merci" de la ficción (NdT:
bella dama desgraciada). Cuando su capricho
estaba satisfecho el asunto se terminaba, y la
otra parte en el asunto si no podía tomar para
si sus palabras ella sabía como devolverlos
a sus casas.
- Entonces esa fue su propia historia… ¡Ah! Está juntando las piezas. He oído que
ella está por casarse con el joven Duque de
Lomond, quien podría ser su hijo. Su madre
Grace puede pasar por alto la edad, pero un
gran escándalo sería un hecho diferente, así
que es imperativo… ¡Ah! Aquí estamos.
Era una de las más finas casas esquineras
de West End. Un lacayo al estilo máquina
tomó nuestras tarjetas y regresó con la palabra
de que la señora no estaba en casa.
- Entonces esperaremos hasta que regrese
-dijo Holmes festivamente.
La maquina se rompió.
- Que no esté en casa significa que no
está para usted -dijo el lacayo.
- Bien -respondió Holmes-. Eso significa
que no tendremos que esperar. Déle amablemente
esta nota a su ama.
Garabateó tres o cuatro palabras sobre
una hoja de su agenda, la dobló y se la entregó
en mano al hombre. -¿Qué decía, Holmes?
-pregunté.
- Simplemente escribí: "¿Debería ser la
policía, entonces?". Creo que eso debería
permitirnos entrar.
Lo hizo… con increíble celeridad. Un minuto
después estábamos en un cuarto al estilo
de las Noches de Arabia, vasto y maravilloso,
con una oscuridad a medias, seleccionada
con una ocasional luz eléctrica rosa.
La señora había llegado, lo sentía, a ese
tiempo de la vida cuando incluso la más soberbia
belleza encuentra a la media luz mejor
bienvenida. Se levantó del sofá cuando entramos:
alta, majestuosa, una figura perfecta,
una hermosa cara como si fuera una mascara,
con dos maravillosos ojos españoles
que parecían asesinarnos a ambos. -¿Qué es
esta intrusión… y este insultante mensaje? preguntó, sosteniendo el pliego de papel.
- No necesita explicación, madame. Tengo
demasiado respeto por su inteligencia para
hacerlo… sin embargo debo confesar que la
inteligencia ha sido sorprendentemente defecto
de tardanza. -¿Cómo es eso, señor?
- Suponiendo que sus intimidantes empleados
pudieron asustarme por mi trabajo.
Seguramente ningún hombre se ocuparía de
mi profesión si no fuera que el peligro lo
atrae. Fue usted, entonces, quien me forzó a
examinar el caso del joven Maberley.
- No tengo idea de lo que está diciendo.
¿Qué tengo que ver con intimidantes empleados?
Holmes se alejó cansadamente.
- Sí, he sobrestimado su inteligencia.
¡Bien, buenas tardes! -¡Deténgase! ¿A dónde
va?
- A Scotland Yard.
Estábamos a medio camino de la puerta
antes de que nos alcanzara y sostuviera su
brazo. Se tornó en un momento del acero al
terciopelo.
- Venga y siéntese, caballero. Hablemos
sobre este asunto. Siento que debo ser franca
con usted, Sr.
Holmes. Tiene los sentimientos de un caballero.
Cuán rápido el instinto de mujer es
buscarlos. Lo trataré como a un amigo.
- No puedo prometer el recíproco, madame.
No soy la ley, pero represento a la
justicia tanto como mis débiles poderes lo
permitan. Estoy listo para oír, y entonces le
diré como actuaré.
- No hay dudas de que fui una estúpida al
amenazar a un valiente hombre como usted.
- Lo que fue realmente estúpido, madame,
es que se ha puesto en el poder de una
banda de malvivientes, quienes pueden extorsionarla
o dejarla. -¡No, no! No soy tan
simple. Puesto que prometí ser franca, debo
decir que ninguno, excepto Barney Stockdale
y Susan, su esposa, tiene la menor idea de
quién es su empleador. Para ellos, bien, no es
el primero… -ella sonrió y cabeceo con un
encantador e íntimo coqueteo.
- Ya veo. Lo ha testeado antes.
- Son buenos sabuesos quienes corren en
silencio.
- Tales sabuesos tienden tarde o temprano
a morder la mano que los alimenta. Serán
arrestados por este robo. La policía ya está
detrás de ellos.
- Ellos tendrán lo que les corresponda.
Eso es por lo que pagaron. Yo no debo aparecer
en el asunto.
- A menos que la inserte en él.
- No, no, no debería. Usted es un caballero.
Es un secreto de mujer.
- En primer lugar, debería devolver el
manuscrito.
Ella rompió en una ondulación de risa y
caminó a la chimenea. Allí había una masa
calcinada que se rompió con el atizador. ¿Debería devolver esto? -preguntó. Tan picaresca
y exquisita parecía cuando se paró
frente a nosotros con una sonrisa desafiante
que sentí que de todos los criminales de Holmes era la única que había sido difícil de enfrentarse.
De cualquier manera, él estaba
inmune a los sentimientos.
- Ello sella su destino -dijo fríamente-.
Está muy compenetrada en sus acciones,
madame, pero se ha sobrepasado en esta
ocasión.
Ella tiró el atizador estrepitosamente. ¡Cuán duro es! -gritó- ¿Debería contarle toda
la historia?
- Me imagino que yo podría contársela.
- Pero usted debe mirarla con mis ojos,
Sr. Holmes. Debe darse cuenta desde el punto
de vista de una mujer quien ve toda la
ambición de su vida sobre la ruina en el último
momento. ¿Es tal que una mujer sea inculpada
si se protege a si misma?
- El pecado original era suyo. -¡Sí, sí! Lo
admito. Era un muchacho querido, Douglas,
pero era tan arriesgado que pudiera no encajar
en mis planes. El quería matrimonio… matrimonio,
Sr. Holmes… con un vulgar sin dinero.
Nada menos le hubiera servido. Entonces
se volvió pertinaz. Porque lo que le di le hizo
pensar que aun debía darle, y a él solamente.
Era intolerable. Al final tuve que hacerle darse
cuenta.
- Empleando rufianes para pegarle bajo
su propia ventana.
- Parece ciertamente conocer todo. Bien,
es verdad. Barney y los muchachos lo condujeron,
y era, lo admito, un poco grosero
hacerlo. ¿Pero que fue lo que hizo entonces?
¿Podría creer que un caballero haría de tal un
acto? Escribió un libro en el cual describía su
propia historia. Yo, por supuesto, era el lobo;
él la oveja. Estaba todo ahí, bajo diferentes
nombres, por supuesto; ¿Pero quién en todo
Londres podría equivocarse en reconocerlo?
¿Qué opina de ello, Sr. Holmes?
- Bien, estaba dentro de sus derechos.
- Era como si el aire de Italia hubiera entrado
en su sangre y hubiera traído con él el
viejo espíritu de crueldad italiano. Me escribió
y envió una copia de su libro que debía tener
la tortura de la anticipación.
Habían dos copias, dijo… una para mí,
una para su editor. -¿Cómo sabe que el editor
no lo ha comprendido?
- Sabía quien era su editor. No es su única
novela, usted sabe. Descubrí que no había
oído nada desde Italia.
Entonces vino la repentina muerte de
Douglas. Mientras tanto como que los otros
manuscritos estuvieran en el mundo no
habría seguridad para mí. Por supuesto, debía
estar entre sus efectos, y esos deberían
ser regresados a su madre. Puse toda la banda
a trabajar. Uno de ellos entró en la casa
como sirviente. Quería hacer las cosas honestamente.
Real y verdaderamente lo hice. Estaba
lista para comprar la casa y todo en ella.
Ofrecí cualquier precio que ella pidiera. Solamente
intente el otro método cuando todo lo
demás había fallado. Ahora, Sr. Holmes, concediendo
que fuera demasiado duro para
Douglas… ¡Y Dios sabe, me arrepiento de
ello! ¿Qué más puedo hacer con todo mi futuro
comprometido?
Sherlock Holmes arrugó sus hombros.
- Bien, bien -dijo- supongo que deberé
compensar una felonía como usualmente.
¿Cuánto costaría viajar alrededor del mundo
en primera clase?
La señora fijo sus ojos con asombro. ¿Podría ser hecho con cinco mil libras? -¡Bien,
se podría pensar eso, ciertamente!
- Muy bien. Pienso que debería firmarme
un cheque por esa cantidad, y veré que llegue
a la Sra. Maberley.
Su deuda es darle un pequeño cambio de
aire. Mientras tanto, señora -agitando un dedo
índice de precaución- ¡Tenga cuidado!
¡Tenga cuidado! No puede jugar con herramientas
filosas para siempre sin cortarse esas
delicadas manos.
El Vampiro de Sussex Holmes acabó de
leer cuidadosamente una nota que le había
llegado en el último reparto de correo. Luego,
con una risita contenida, que era en él lo más
cercano a la risa, me la tendió. -Como ejemplo
de mezcla de lo moderno y lo medieval,
de lo práctico y lo demencialmente fantástico,
creo que éste debe ser indudablemente el
límite -dijo-. ¿Qué le parece, Watson? Leí lo
que sigue: 46 0ld Jewry 19 de noviembre.
Asunto: Vampiros.
Señor: nuestro cliente, el señor Robert
Ferguson, de Ferguson Muirhead, mayorista
de té, de Mincing Lane, nos ha dirigido una
consulta con fecha de la presente en relación
a los vampiros. Dado que nuestra firma está
enteramente especializada en impuestos de
maquinaria, el asunto difícilmente queda dentro
de nuestra esfera de actividades, y, en
consecuencia, hemos recomendado al señor
Ferguson que le visite a usted y le exponga el
caso. No nos hemos olvidado del éxito de su
intervencion en el caso Matilda Briggs.
Somos, señor, de usted muy atentamente,
Morrison, Morrison y dodd. E.J.C.
- Matilda Briggs no era el nombre de ninguna
joven, Watson -dijo Holmes, en tono
reminiscente-. Era un buque relacionado con
la rata gigante de Sumatra. Es una historia
que el mundo no está todavía preparado para
oír. Pero, ¿qué sabemos de vampiros? ¿Entra
eso en nuestra esfera de actividades? Cualquier
cosa es mejor que la inactividad, pero
lo cierto es que parece como si nos hubieran
trasladado a un cuento fantástico de los hermanos
Grimm. Extienda el brazo, Watson, y
veamos qué nos cuenta la V. Me eché hacia
atrás y tomé el enorme fichero al que Holmes
había aludido. Lo sostuvo sobre las rodillas, y
su mirada fue pasando, lenta y amorosamente,
por el registro donde los viejos casos se
mezclaban con la información acumulada a lo
largo de su vida. -Viaje del Gloria Scott -leyó. Fue un feo asunto. Me parece recordar que
usted lo puso por escrito, Watson, aunque no
puedo felicitarle por el resultado. Victor
Lynch, el falsificador. Veneno… lagarto venenoso,
o gila. Un caso notable, ése. Vittoria, la
bella del circo. Vanderbilt y el ladrón ambulante.
Víboras. Victor, el asombro de Hammersmith.
¡Vaya, vaya! ¡Querido viejo índice!
Nada se le escapa.
Escuche esto, Watson: Vampirismo en
Hungría. Y también: Vampiros en Transilvania.
Recorrió impacientemente las páginas
con la mirada, pero al cabo de una breve lectura
ensimismada dejó a un lado el enorme
registro con un gruñido de decepción. ¡Basura, Watson! ¡Basura! ¿Qué tenemos
nosotros que ver con cadáveres andarines
que sólo se quedan en sus tumbas si se les
clava una estaca en el corazón? Es pura chifladura.
-Pero, indudablemente -dije yo-, el
vampiro no es necesariamente un muerto.
Una persona viva podría tener la costumbre.
He leído algo, por ejemplo, de viejos que
chupaban la sangre de jóvenes para apoderarse
de su juventud. -Tiene usted razón,
Watson. En una de esas referencias se menciona
esta leyenda. Pero, ¿vamos a prestar
seriamente atención a esta clase de cosas?
Esta agencia pisa fuertemente el suelo, y así
debe seguir. El mundo es suficientemente
ancho para nosotros. No necesitamos fantasmas.
Metemo que no podemos tomarnos
al señor Robert Ferguson demasiado en serio.
Quizá esta nota sea suya, y pueda arrojar
alguna luz sobre lo que le preocupa. Tomó
una segunda carta que había permanecido
olvidada sobre la mesa mientras había estado
absorto en la primera. Empezó a leerla con
una sonrisa divertida en el rostro, pero esa
expresiónse fue mutando en otra de intenso
interés y concentración. Cuando terminó,
permaneció algún rato perdido en meditaciones,
jugueteando con la carta entre los dedos.
Finalmente, se despertó sobresaltado de
su ensueño. -Mansión Cheeseman, Lamberley.
¿Dónde está Lamberley?-Está en Sussex,
al sur de Horsham.-No muy lejos, ¿eh? ¿Y la
mansión Cheeseman?-Conozco esa zona,
Holmes. Está llena de viejas casas que llevan
los nombres de los hombres que las construyeron
hace siglos. Tiene usted las mansiones
Odley, y Harvey, y Carriton… A la gente se la
ha olvidado, pero sus hombres viven en sus
casas.
- Precisamente -dijo Holmes, fríamente.
Era una de las peculiaridades de su modo de
ser, orgulloso y reservado, el que, si bien
almacenaba muy rápida y cuidadosamente en
el cerebrotoda nueva información, raras veces
daba muestras de agradecimiento a aquel
que se la hubiera proporcionado-. Estoy por
afirmar que sabremos muchas más cosas de
la mansión Cheeseman, en Lamberley, antes
de haber terminado con esto. La carta es, tal
como esperaba, de Robert Ferguson. A propósito,
dice que le conoce a usted. -¿Que me
conoce?-Mejor lea la carta. Me tendió la carta.
Llevaba el encabezamiento citado. Decía
así:
Querido mister Holmes: me ha sido usted
recomendado por mis abogados, pero, a decir
verdad, el asunto es tan extraordinariamente
delicado que resulta sumamente difícil hablar
de él. Concierne a un amigo mío en cuyo
nombre actúo. Este caballero se casó hará
como cinco años con una dama peruana, hija
de un negociante peruano al que había conocido
en relación con la importancia de nitratos.
La dama era muy hermosa, pero su cuna
extranjera y su distinta religión determinaron
siempre una separación de intereses y de
sentimientos entre marido y mujer, de modo
que, al cabo de un tiempo, el amor de mi
amigo hacia ella pudo enfriarse, y pudo considerar
aquel matrimonio como un error. Sentía
que había aspectos del modo de ser de su
mujer que nunca podría explorar ni entender.
Esto era tanto más penoso cuanto que ella
era la esposa más amante que hombre pueda
desear, y, según toda apariencia, absolutamente
leal.
Ahora vayamos al punto que le expondré
más claramente cuando hablemos. Lo cierto
es que esta nota pretende solamente darle
una idea general de la situación y averiguar si
está usted dispuesto a intervenir en el asunto.
La dama empezó a mostrar ciertos rasgos
extraños, totalmente ajenos a su carácter
habitual, que es dulce y apacible. El hombre
había estado ya casado, y tenía un hijo de su
primera mujer. El muchacho tenía quince
años, y era un chico muy simpático y afectuoso,
aunque desdichadamente lisiado a
consecuencia de un accidente en su infancia.
En dos ocasiones se sorprendió a la mujer en
el momento de atacar al pobre muchacho, sin
la menor provocación por parte de éste. Una
de las veces le golpeó con un bastón, causándole
un gran moretón en el brazo.
Eso no fue nada, sin embargo, si se compara
con su conducta con su propio hijo, un
niñito que aún no ha cumplido el año. En
cierta ocasión, hace cosa de un mes, este
niño había sido dejado solo por su aya durante
unos pocos minutos. Un fuerte grito del
niño, como de dolor, hizo volver al aya.
Cuando ésta entró corriendo en la habitación,
vio a su ama, la señora de la casa, inclinada
sobre el niño y, aparentemente mordiéndole
en el cuello. El niño tenía en el cuello una
pequeña herida por la que salía un hilillo de
sangre.
El aya quedó tan horrorizada que quiso
llamar al marido, pero la dama le imploró que
no lo hiciera, e incluso le dio cinco libras como
precio de su silencio. No dio ninguna explicación,
y de momento, no se habló más del
asunto.
Aquello dejó, sin embargo, una impresión
terrible en el aya, y, desde entonces, vigiló
estrechamente a su ama, y montó una guardia
más cuidadosa sobre el niño, al que quería
tiernamente. Le pareció que, del mismo
modo que ella vigilaba a la madre, la madre
la vigilaba a ella, y que, cada vez que se veía
obligada a dejar solo al niño, la madre esperaba
llegar hasta él. El aya guardó al niño día
y noche, y día y noche la silenciosa madre
vigilante parecía estar al acecho como el lobo
acecha al cordero. Esto le parecerá increíble,
y, sin embargo, le ruego que se lo tome con
toda seriedad, porque la vida de un niño y la
cordura de un hombre puede depender de
ello.
Finalmente llegó el día tremendo en que
los hechos no pudieron seguir siendo ocultados
al marido. Los nervios del aya no resistieron;
no podía seguir soportando la tensión, y
se lo contó todo al hombre. A él le pareció
aquello una historia tan descabellada como
ahora puede parecérselo a usted. Sabía que
la suya era una esposa amante, y, salvo por
los ataques contra su hijastro, una madre
amante. ¿Cómo, entonces, era posible que
hubiera herido a su querido niñito? Le dijo al
aya que estaba disparatando, que sus sospechas
eran las de una demente, y que no podían
tolerarse semejantes infundios contra la
señora. Mientras hablaban, se oyó un grito de
dolor. Aya y amo se abalanzaron juntos hacia
el cuarto del niño. Imagínese sus sentimientos,
señor Holmes, cuando vio a su mujer
levantarse de la posición de arrodillada, junto
a la cuna, y vio sangre en el cuello al descubierto
del niño y sobre la sábana. Profiriendo
un grito de horror, volvió hacia la luz el rostro
de su mujer y le vio sangre alrededor de los
labios. Era ella, ella, más allá de toda duda,
la que había bebido sangre del pobre niño.
Así está la cosa. La mujer está ahora
confinada en su habitación. No ha habido
explicaciones. El marido está medio enloquecido.
El sabe, como yo, muy poco de vampirismo,
aparte del nombre. Habíamos pensado
que era algún cuento fantástico de tierras
lejanas. Y, sin embargo, aquí, en Inglaterra,
en el corazón mismo de Sussex… Bueno, todo
esto podríamos discutirlo mañana por la mañana.
¿Acepta usted recibirme? ¿Querrá emplear
sus notables talentos en ayudar a un
hombre aturdido? Si es así, tenga la amabilidad
de cablegrafiar a Ferguson, Mansión
Cheeseman, Lamberley, y estaré en sus habitaciones
a las diez.
Sinceramente suyo,
Robert Ferguson.
P.S.-Creo que su amigo Watson jugaba al
rugby en el equipo de Blackheath cuando yo
era tres cuartos en el de Richmond. Es la única
referencia de orden personal que puedo
darle.
- Claro que lo recuerdo -dije, dejando la
carta-. El grandullón Bob Ferguson, el mejor
tres cuartosque nunca tuvo Richmond. Fue
siempre un tipo excelente. Es muy suyo el
preocuparse por el problema de un amigo.
Holmes me miró pensativamente y meneó
la cabeza. -Watson, jamás lograré alcanzar
sus fronteras -dijo-.
Hay en usted posibilidades inexploradas.
Haga el favor de enviar un cable, como
un buen chico: «Estudiaré su caso gustosamente.
» -¡Su caso! -No debemos permitir
que piense que esta agencia es un asilo de
retrasados mentales. Claro quees su caso.
Envíele el cable y olvídese del asunto hasta
mañana.
La mañana siguiente, puntualmente a las
diez, Ferguson entraba en nuestra salita. Yo
le recordaba como un hombre alto y flaco, de
miembros sueltos, con una veloz carrera que
le había permitido burlar a muchos defensas
contrarios. Creo que no hay cosa más penosa
que encontrarse con los restos naufragados
de un atleta que se ha conocido en su plenitud.
Su fuerte estructura estaba abatida, su
pelo rubio era ralo, y estaba cargado de
hombros. Temí suscitar en él impresiones
correlativas. -Hola, Watson -dijo; y su voz
seguía siendo grave y cordial-. No tiene usted
exactamente el mismo aspecto del hombre al
que yo tiré por encima de las cuerdas en Old
Deer Park. Supongo que yo también debo
estar un tanto cambiado. Pero han sido estos
últimos uno o dos días los que me han envejecido.
He visto por su telegrama, señor Holmes,
que es inútil que me presente como
emisario de otra persona. -Es más fácil el
trato directo -Desde luego. Pero puede usted
suponer lo difícil que resulta hablar así de la
mujer que uno está obligado a proteger y
ayudar. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a
acudir a la policía con semejante historia?
Pero hay que proteger a los niños. ¿Es que
está loca, señor Holmes? ¿Llevará esto en la
sangre? ¿Ha conocido usted algún caso parecido
en su carrera? Por el amor de Dios, deme
algún consejo, porque ya no doy más de
mí. -Es muy natural, señor Ferguson. Ahora
siéntese y cálmese, y deme algunas respuestas
claras. Puedo asegurarle que yo sí puedo
dar muchísimo más de mí, y que confío en
encontrar alguna solución. Ante todo, dígame
qué pasos ha dado. ¿Sigue su mujer cerca de
los niños? -Tuvimos una escena terrible. Es
una mujer amantísima, señor Holmes.
Si alguna vez una mujer ha amado a su
marido en cuerpo y alma, ésa es ella. Le partió
el corazón el que yo hubiera descubierto
ese secreto, ese horrible e increíble secreto.
Ni siquiera dijo nada. No dio a mis reproches
otra respuesta que una expresión como enloquecida
y desesperada en sus ojos al mirarme,
luego se fue corriendo a su habitación y
se encerró en ella. Desde entonces se ha negado
a verme. Tiene una doncella llamada
Dolores que ya estaba a su servicio antes de
que se casara… Es una amiga más que una
criada. Le lleva la comida. -Entonces, ¿el niño
no está en peligro inmediato? -La señora Mason,
el aya, ha jurado que no le dejará ni de
día ni de noche. Puedo confiar por entero en
ella. Más que por él estoy inquieto por el pobrecito
Jack, porque tal como le dije en mi
nota, ha sido atacado por ella dos veces. ¿Pero sin sufrir heridas? -No. Le golpeó salvajemente.
Es una cosa todavía más terrible si
se tiene en cuenta que es un pobre inválido
inofensivo -las duras facciones de Ferguson
se dulcificaron al hablar de su chico-. Uno
pensaría que la condición del muchacho
ablandaría el corazón de cualquiera. Una caída
en la niñez y la columna vertebral deformada,
señor Holmes. Pero, por dentro, el
más dulce y afectuoso de los corazones.
Holmes había tomado la carta del día anterior
y la estaba releyendo. -¿Qué otros ocupantes
tiene su casa, señor Ferguson? -Dos
criados que no hace mucho que están a nuestro
servicio. Un mozo de cuadras, Michael,
que duerme en la casa. Mi mujer, yo mismo,
mi chico Jack, el pequeño, Dolores y la señora
Mason. Eso es todo. -Conjeturo que no
conocía usted bien a su esposa en la época
de su matrimonio. -Hacía sólo unas pocas
semanas que la conocía. -¿Cuánto tiempo ha
estado con ella la doncella Dolores? -Algunos
años. -Entonces, ¿Dolores debe conocer mejor
que usted el carácter de su mujer? -Sí,
podría decirse que sí.
Holmes anotó algo.
- Imagino -dijo- que puedo ser más útil
en Lamberley que aquí. Es eminentemente un
caso de investigación personal. Si la dama
permanece en su habitación, nuestra presencia
no puedeirritarla ni incomodarla.
Naturalmente, nos alojaremos en la posada.
Ferguson tuvo un gesto de alivio. -Esto
es lo que yo esperaba, señor Holmes. Hay un
tren excelente que sale a las dos de la estación
Victoria, si puede venir. -Claro que iremos.
Ahora tenemos un bache de trabajo.
Puedo concederle indivisamente mis energías.
Naturalmente, Watson nos acompaña. Pero
hay uno o dos puntos de los que quisiera estar
seguro antes de partir. Esa desdichada
dama, tal como lo entiendo, ha atacado,
aparentemente, a ambos niños: a su propío
hijo y al del primer matrimonio de usted.
-Así es. -Pero estos ataques toman formas
diferentes, ¿no es cierto? Golpeó a su hijastro.
-Una vez con un bastón, y otra muy salvajemente
con las manos. -¿No dio ninguna
explicación de porqué le golpeaba?-Ninguna,
salvo que le odiaba. Una y otra vez dijo esto.
-Bueno, no se desconoce esto en las madrastras.
Celos póstumos, por decirlo de algún
modo. ¿Escelosa la dama por naturaleza? -Sí,
es muy celosa… Es celosa con toda la fuerza
de su vehemente amor tropical. -Pero el muchacho…
Tiene quince años, creo haber entendido,
y probablemente estará muy desarrollado
mentalmente, puesto que su cuerpo
está tan limitado en la acción. ¿No dio él ninguna
explicación de esos ataques? -No. Declaró
que no había ninguna razón para ellos. ¿Hicieron buenas migas en otro tiempos?-No;
nunca hubo amor entre ellos.
- Y, sin embargo, dice usted que es un
chico muy afectuoso. -En todo el mundo no
puede haber otro hijo tan ferviente. Mi vida
es su vida. Está absorto entodo lo que digo y
hago. Holmes anotó nuevamente algo.
Permaneció un rato perdido en sus pensamientos.
-Sin duda, usted y su hijo eran
grandes camaradas antes de este segundo
matrimonio. Estaban muy cerca el uno del
otro, ¿no es cierto?-Sí, muy cierto. -Y el chico,
siendo tan afectuoso de naturaleza, estaría
muy apegado, sin duda, a la memoria
desu madre. -Sí, mucho.
- Parece ser, desde luego, un interesantísimo
muchacho. Otro punto acerca de esos
ataques. ¿Losextraños ataques contra el niño
pequeño, y las agresiones contra su hijo, se
produjeron en los mismos períodos?-En el
primer caso, así fue. Fue como si se hubiera
adueñado de ella una especie de frenesí, y
hubiera descargado su furia contra ambos. En
el segundo caso Jack fue la única víctima. La
señora Mason no tenía quejas en torno al
niño. -Eso, ciertamente, complica las cosas. No acabo de seguirle, señor Holmes. Probablemente no. Uno se forma teorías provisionales,
y espera a que el tiempo o nuevos
conocimientos las desbaraten.
Una mala costumbre, señor Ferguson,
pero el hombre es débil. Me temo que su viejo
amigo, aquí presente, haya dado una visión
exagerada de mis métodos científicos.
Sin embargo, en el punto en que estamos,
me limitaré a decir que su problema no me
parece insoluble, y que puede contar con que
estaremos en la estación Victoria a las dos.
Era ya entrada la tarde de un triste y brumoso día de noviembre cuando, tras dejar el
equipaje en la posada Chequers, de Lamberley,
viajamos en coche por un largo y serpenteante
camino arcilloso de Sussex, y llegamos
finalmente a la vieja casa de campo aislada
en que vivía Ferguson.
Era un edificio grande y complicado, muy
antiguo en su parte central, muy nuevo en
las alas, con altas chimeneas estilo Tudor y
un techo picudo de lajas de Horsham cubiertas
de liquen. Los peldaños de la entrada estaban
redondeados por el desgaste, y los viejos
azulejos que adornaban el pórtico tenían
el emblema de un queso y un hombre, en
honor al constructor original (1). En el interior,
los techos estaban estriados por macizas
vigas de roble, y los suelos irregulares se
combaban en pronunciadas curvas.
Un olor a cosa vieja y enmohecida invadía
todo aquel vetusto edificio.
Había una gran sala central, y a ella nos
condujo Ferguson. Allí, en una gran chimenea
anticuada cuyo manto de hierro llevaba inscrita la fecha 1670, brillaba y chisporroteaba
un espléndido fuego de troncos.
Mirando a mi alrededor, vi que la habitación
era una singularísima mezcla de fechas y
sitios. Lasparedes medio artesonadas podían
muy bien haber pertenecido al caballero
campesino del siglo diecisiete. Estaban ornamentadas,
sin embargo, en la parte inferior
por una línea de acuarelas modernas elegidas
con gusto, mientras que en la parte superior,
donde un yeso amarillentoocupaba el lugar
del roble, colgaba una hermosa colección de
utensilios y armas sudamericanos, que se
había traído sin duda consigo la dama peruana
que estaba en el piso de arriba. Holmes se
puso en pie, con esa pronta curiosidad que
surgía de su impaciente cerebro, y la examinó
con bastante atención. Volvió con mirada
pensativa. -¡Vaya! -exclamó- ¡Vaya! Un spaniel,
que había permanecido en una cesta en
un rincón, se echó a andar lentamente hacia
su amo, avanzando con dificultad. Sus patas
traseras se movían irregularmente, y la cola
le arrastraba por el suelo.
Lamió la mano de Ferguson. -¿Qué ocurre,
señor Holmes?-El perro. ¿Qué le ocurre?Eso quisiera saber el veterinario. Una especie
de parálisis. Meningitis espinal, pensó él. Pero
se le va pasando. Pronto estará bien… ¿no es
verdad, Carlo?Un temblor de asentimiento
recorrió la cola fláccida. Los ojos tristones del
animal nos miraron a todos sucesivamente.
Sabia que estábamos hablando de su caso. ¿Le vino de repente?-En una sola noche. ¿Cuánto tiempo hace? -Puede que cuatro meses.
-Muy notable. Muy sugerente. -¿Qué ve
usted en ello, señor Holmes?-Una confirmación
de lo que ya pensaba. -Por el amor de
Dios, ¿qué piensa usted, señor Holmes?
¡Puede que para usted sea un simpleejercicio
intelectual, pero para mí es la vida o la muerte!
¡Mi mujer una asesina frustrada! ¡Mi hijo
en constante peligro! No juegue conmigo,
señor Holmes. Esto es terriblemente serio,
demasiado serio. El grandullón tres cuartos
de rugby temblaba de pies a cabeza.
Holmes le puso la mano en elhombro, tranquilizadoramente.
-Me temo que la solución,
señor Ferguson, sea cual sea, le reserva un
dolor -dijo-. Se lo atenuaré todo lo que pueda.
Por el momento no puedo decir más, pero
espero tener algo definitivo antesde salir de
esta casa. -¡Dios quiera que así sea! Si ustedes
me disculpan, caballeros, subiré a la
habitación de mi mujer, y veré si se ha producido
algún cambio. Estuvo ausente algunos
minutos, durante los cuales Holmes reanudó
su examen de los objetos curiosos de la pared.
Cuando nuestro anfitrión volvió, estaba
claro, por su expresión abatida, que no había
hecho ningún progreso. Le acompañaba una
joven, alta, esbelta, de tez morena. -El té
está listo, Dolores -dijo Ferguson-. Cuídese
de que su ama tenga todo lo que desee.
- Está muy mala -exclamó la muchacha,
mirando a su amo con ojos indignados-. No
pide comida. Está muy mala. Necesita un
médico. Me daba miedo estar sola con ella sin
un médico. Ferguson me miró con una interrogación
en los ojos. -Me encantaría ser de
alguna utilidad. -¿Recibirá su ama al doctor
Watson?-Que venga. No se lo preguntaré.
Necesita un médico. -Entonces, iré con usted
de inmediato. Seguí a la muchacha, que temblaba
presa de un fuerte nerviosismo, por las
escaleras y por unviejo pasillo. A su extremo
había una maciza puerta lacada de hierro. Se
me ocurrió, al verla, que si Ferguson trataba
de llegar por la fuerza junto a su mujer la
cosa no le resultaría fácil. Lamuchacha se
sacó una llave del bolsillo, y las pesadas
planchas de roble crujieron sobre susviejos
goznes. Entré, y ella me siguió rápidamente,
cerrando la puerta detrás suyo. En la cama
había una mujer, evidentemente con mucha
fiebre. Estaba consciente sólo a medias, pero
cuando entré unos ojos asustados, pero hermosos,
me miraron con miedo. Al ver a un
extraño, pareció sentir alivio, y con un suspiro
dejó caer nuevamente la cabeza sobre la
almohada. Avancé hacia ella pronunciando
algunas palabras de confortación, y permaneció
quieta mientras le tomaba el pulso y la
temperatura. Uno y otra estaban altos, y, sin
embargo, miimpresión fue que su condición
era más de excitación mental y nerviosa que
no de auténtica enfermedad. -Ha estado así
un día, dos días. Temo que se muera -dijo la
muchacha. La mujer volvió hacia mí su hermoso
rostro encendido. -¿Dónde está mi marido?Está abajo, y le gustaría verla. -No le
veré. No le veré -y pareció entrar de nuevo
en el delirio-. ¡Un diablo! ¡Un diablo! ¡Oh!
¿Qué puedo hacer con ese demonio? -¿Puedo
ayudarla en algo?-No. Nadie puede ayudarme.
Se acabó. Todo está destruido. Haga lo
que haga, todo estádestruido. La mujer debía
sufrir alguna extraña ilusión. Yo era incapaz
de imaginarme al honrado Bob Fergusón como
diablo o demonio.
- Señora -dije-, su marido la quiere a usted
tiernamente. Está muy apenado por lo
que ocurre. De nuevo volvió hacia mí aquellos
ojos magníficos. -Me quiere. Sí. Pero, ¿es que
yo no le quiero a él? ¿No le quiero hasta el
punto de sacrificarmeantes que romper su
querido corazón? Así es como le quiero. Y, sin
embargo, él podría pensar demí… pudo
hablarme de aquel modo… -Está muy dolorido,
pero es incapaz de entender.
- No, no puede entender. Pero debería
confiar. -¿Por qué no habla con él? -sugerí. No, no; no puedo olvidar aquellas palabras
terribles, ni su expresión. No le veré. Ahora
váyase. No puede hacer nada por mí. Dígale
solamente una cosa. Quiero a mi hijo. Tengo
derecho a mihijo. Este es el único mensaje
que puedo enviarle.
Se volvió de cara a la pared y no dijo
más. Volví a la sala de abajo donde Ferguson
y Holmes seguían todavía sentados junto al
fuego. Ferguson escuchó pensativamente mi
narración de la entrevista. -¿Cómo puedo
mandarle a su hijo? -dijo-. ¿Cómo voy a saber
qué extraño impulso puede entrarle?
¿Cómo podré jamás olvidar cómo se levantó
del lado de la cuna con sangre en los labios?
-se estremeció al recordar-. El niño está seguro
con la señora Mason, y debe seguir con
ella. Una doncella de elegante uniforme, la
única cosa moderna que podía verse en la
casa, había traído un poco de té. Mientras lo
estaba sirviendo, se abrió la puerta y un jovencito
entró en lahabitación. Era un muchacho que llamaba la atención: cara pálida, cabello
rubio, expresivos ojos azul pálido que se
encendían en súbita llama de emoción y alegría
cuando su mirada se posaba en su padre.
Se abalanzó hacia él y le rodeó el cuello
con los brazos, con el abandono de una adolescente
enamorada.
- Oh, papá -gritó-, no sabía que ya estuvieras
de vueltas. Habría estado aquí esperándote.
¡Oh! ¡Qué contento estoy de verte!
Ferguson se liberó suavemente del abrazo,
con ciertas muestras de turbación. -Querido
muchacho -dijo, dando unos tiernos golpecitos
en la rubia cabeza-, he vuelto pronto porque
he podido convencer a mis amigos, el
señor Holmes y el doctor Watson, para que
vinieran a pasar la velada con nosotros. -¿Es
el señor Holmes, el detective? -Sí. El jovencito
nos miró de un modo penetrante y, según
me pareció, poco amistoso. -¿Qué me dice de
su otro hijo, señor Ferguson? -preguntó Holmes¿Podríamos ver al bebé? -Pídele a la
señora Mason que baje al niño -dijo Ferguson. El muchacho se marchó con un andar
extraño, bamboleante, que delató a mis ojos
médicos que sufría de una afección espinal.
Volvió al poco rato, y, detrás suyo, venía una
mujer alta y delgada que llevaba en sus brazos
a un hermosísimo niño, de ojos negros y
pelo rubio, una maravillosa mezcla de lo sajón
y lo latino. Ferguson, evidentemente estaba
loco por aquel niño, ya que lo tomó en
sus brazos y lo acarició tiernamente. -Y pensar
que alguien pueda tener el corazón tan
duro como para hacerle daño -murmuró, bajando
la mirada hacia la pequeña mancha
rojo vivo del cuello del querubín. Fue en
aquel momento cuando casualmente miré a
Holmes, viéndole una expresión singularísimamente
concentrada. Su cara estaba inmóvil,
como tallada en marfil, y sus ojos, que
por un momento habían mirado a padre e
hijo, estaban ahora enfocados, con vehemente
curiosidad, en algo que se encontraba al
otro extremo de la habitación. Siguiendo su
mirada, no pude suponer otra cosa sino que a
través de la ventana contemplaba el melancólico jardín mojado. Cierto que había una
persiana medio cerrada por la parte de fuera,
obstruyendo la visión, pero, con todo, era
indudablemente la ventana lo que Holmes
miraba con concentrada atención. Luego sonrió,
y su mirada volvió al bebé. En su cuello
regordete estaba la pequeña señal hinchada.
Sin decir nada, Holmes la examinó atentamente.
Finalmente, tomó y agitó levemente
uno de los pequeños puños que revoloteaban
ante su cara. -Adiós, hombrecito. Has tenido
un extraño comienzo en la vida. Aya, quisiera
tener unas palabras con usted en privado. Se
la llevó aparte y le habló vehemente durante
algunos minutos. Sólo pude oír las últimas
palabras, que fueron: «Espero que su inquietud
no tarde en quedar apaciguada.» La mujer,
que parecía ser una criatura de la especie
huraña y silenciosa, se retiró con el niño. ¿Como es la señora Mason? -preguntó Holmes.
-No muy convincente externamente,
como puede ver, pero tiene un corazón de
oro, y quiere muchísimo al niño. -¿Te gusta la
señora Mason, Jack? -Holmes se volvió repentinamente hacia el muchacho, cuya expresiva
cara se ensombreció. Negó con la
cabeza. -Jacky tiene agrados y desagrados
muy acentuados -dijo Ferguson, rodeando
con el brazo los hombros del muchacho-.
Afortunadamente, yo estoy entre sus agrados.
El chico apoyó arrulladoramente la cabeza
en el pecho de su padre. Ferguson lo separó
suavemente. -Vete ya, Jacky, pequeño dijo; y contempló a su hijo con mirada amorosa
hasta que hubo desaparecido-. Ahora,
señor Holmes -prosiguió, cuando el chico se
hubo ido-, realmente me doy cuenta de que
le he metido en un problema sin solución,
porque ¿qué puede hacer aparte de concederme
su simpatía? Debe ser un asunto extremadamente
delicado y complejo desde su
punto de vista.
- Es ciertamente delicado -dijo mi amigo,
con una sonrisa divertida-, pero ahora no se
merepresenta complejo. Ha sido un caso propio
para la deducción intelectual; pero cuando
esta deducción intelectual original se ve
confirmada punto por punto por numerosos
incidentes independientes, entonces lo subjetivo
se hace objetivo, y podemos decir confiadamente
quehemos llegado a la meta. De
hecho, ya había llegado a ella antes de salir
de Baker Street; el resto ha sido meramente
observación y confirmación. Ferguson se llevó
su manaza a la arrugada frente. -Por el amor
del cielo, Holmes -dijo, roncamente-, si es
usted capaz de ver la verdad de este asunto,
no me mantenga en la inquietud. ¿En qué
posición me encuentro? ¿Qué debo hacer? No
me importa cómo haya llegado usted a establecer
los hechos, mientras realmente los
conozca.
- Desde luego, le debo una explicación, y
la tendrá. Pero, ¿me permite llevar las cosas
a mimanera? ¿Puede recibirnos la dama,
Watson?-Está enferma, pero goza de toda su
razón. -Muy bien. Sólo en su presencia podremos
aclararlo todo. Subamos a verla. -No
me recibirá -exclamó Ferguson. -Oh, sí, lo
hará -dijo Holmes. Garrapateó unas pocas
líneas en un papel-. Usted, al menos, tiene la
entrée, Watson. ¿Tendrá la bondad de entregarle esta nota a la dama?Subí nuevamente,
y entregué la nota a Dolores, que abrió la
puerta cautamente. Al cabo de un minuto oí
un grito en el interior, un grito en el que parecían
mezclarse la alegría y la sorpresa, Dolores
sacó la cabeza por la puerta. -Les recibirá.
Escuchará -dijo. Ferguson y Holmes subieron
a mi llamada. Cuando entramos en la
habitación, Ferguson dio uno o dos pasos
hacia su mujer, que se había incorporado en
la cama; pero ella hizo con la mano ademán
de detenerle. Ferguson se dejó caer en un
sillón, y Holmes y yo nos sentamos a su lado,
después de una inclinación de cabeza a la
dama, que miró a Holmes con los ojos dilatados
por el asombro. -Creo que podríamos
prescindir de Dolores -dijo Holmes-. Oh, muy
bien, señora, si prefiere que se quede, no
tengo nada que objetar. Mire, señor Ferguson,
soy un hombre ocupado, con muchas
visitas, y mis métodos tienen que ser breves
y directos. La operación quirúrgica más rápida
es la menos dolorosa. Permítame que antes
que nada le diga algo que tranquilizará su
espíritu. Su mujer es muy buena, muy amante,
y ha sido tratada muy mal. Ferguson se
puso en pie con un grito de alegría. Demuéstreme esto, señor Holmes, y estaré
en deuda con usted para siempre. -Lo haré,
pero al hacerlo le heriré profundamente en
otra dirección. -No me importa, si libera de
culpa a mi mujer. Todo lo demás que hay en
el mundo no es nada comparado con eso.
- Permítame contarle, entonces, el curso
de los razonamientos que pasaron por mi
mente en Baker Street. La idea de un vampiro
me resultaba absurda. Y, sin embargo, su
observación era precisa. Usted había visto a
la dama levantarse de junto a la cuna del
niño con sangre en los labios. -Cierto. -¿No
se le ocurrió que puede chuparse una herida
con propósitos distintos al de extraer sangre?
¿Acaso no hubo una reina en la historia de
Inglaterra que chupó una herida para sacar
de ella el veneno? -¡Veneno! -Cosa corriente
en Sudamérica. Mi instinto percibió la presencia
de esas armas de la pared antes de
haberlas visto. Hubiera podido tratarse de
otro veneno, pero eso fue lo que se me ocurrió.
Cuando vi el pequeño carcaj vacío junto
al pequeño arco de cazar pájaros, eso era
exactamente lo que esperaba ver. Si el niño
resultaba pinchado con una de esas flechas
impregnadas en curare o en cualquier otro
alcaloide diabólico, moriría a menos que se
chupara el veneno de la herida. ¡Y el perro! Si
alguien fuera a usar un veneno como ése,
¿no lo probaría primero para comprobar que
no había perdido sus virtudes? No había previsto
al perro, pero al menos lo entendí, y
encajó en mi reconstrucción. ¿Entiende ahora?
Su mujer temía un ataque de esa clase.
Vio que se producía, y salvó la vida del niño;
y, sin embargo, no quiso contarle a usted la
verdad, porque sabía cuánto quería usted al
muchacho, y temió romperle el corazón. ¡Jacky!-Le estuve observando hace unos
momentos, cuando usted acariciaba al pequeño.
Su cara se reflejaba claramente en la
ventana, porque la persiana cerrada convertía
al cristal en espejo. Vi en esa cara tantos celos,
tanto odio cruel, como raras veces he
visto en un rostro humano. -¡Mi Jacky! -Tiene
usted que afrontarlo, señor Ferguson. Es todavía
más penoso por cuanto que ha sido un
amor deformado, un amor demencialmente
exagerado hacia usted, y probablemente
hacia su difunta madre, el que le ha inducido
a actuar. Su alma entera está consumida por
el odio a ese espléndido niñito, cuya salud y
belleza contrastan con su propia deficiencia. ¡Santo Dios! ¡Es increíble! -¿He dicho la verdad,
señora?La mujer sollozaba, con la cara
hundida entre las almohadas. En aquel momento
se volvió haciasu marido. -¿Cómo podía
decírtelo, Bob? Sabía qué golpe sería para
ti. Era mejor que esperara, y que lo supieras
por otros labios que los míos. Cuando este
caballero, que parece poseer poderes mágicos,
me escribió que lo sabía todo, me sentí
extremadamente feliz. -Creo que mi receta
para el señorito Jacky sería un año de viaje
por mar -dijo Holmes,poniéndose en pie-.
Sólo me queda una cosa oscura, señora. Podemos
entender perfectamente susataques
contra Jacky. La paciencia de una madre tiene un limite. Pero, ¿cómo se atrevió a dejar
solo al niño estos últimos dos días?-Se lo
había contado a la señora Mason. Ella sabía.
- Exacto. Eso pensé. Ferguson estaba
junto a la cama, conteniendo los sollozos, con
las manos tendidas, tembloroso. -Creo, Watson,
que es el momento de marchamos -dijo
Holmes, en un susurro-. Si coge usted de un
brazo a la excesivamente fiel Dolores, yo la
cogeré del otro. Eso. Ahora -añadió, cerrando
la puerta detrás suyo-, creo que podemos
dejar que arreglen entre ellos lo que queda
pendiente. Sólo tengo una anotación más
sobre este caso. Se trata de la carta que escribió
Holmes comorespuesta final a aquella
con que empezaba este relato. Decía así:
Baker Streeet, 21 de noviembre.
Asunto: Vampiros.
Señor: en respuesta a su carta del 19,
me permito comunicarle que he estudiado el
caso de su cliente, el señor Robert Ferguson,
de Ferguson Muirhead, mayoristas de té, de
Mincing Lane, y que el asunto ha sido llevado
a una satisfactoria conclusión. Agradeciéndole
su recomendación, soy de ustedes, atento,
seguro servidor, Sherlock Holmes.
FIN
La aventura de los tres Garridebs
Pudo haber sido una comedia, o puedo
haber sido tragedia. Le costó a un hombre su
razón, me costó el alquiler de sangre, y le
costó a otro hombre las penalidades de la ley.
Sin embargo allí había ciertamente un elemento
de comedia. Bien, deberán juzgarlo
por ustedes mismos.
Recuerdo la fecha muy bien, porque fue
en el mismo mes que Holmes rechazó una
orden de caballería por los servicios que quizás
algún día sean descriptos. Sólo me referiré
al asunto en cuestión, porque en mi posición
de compañero y confidente estoy obligado
a ser particularmente cuidadoso en evitar
cualquier indiscreción. Repito, de todas formas,
que esto me permite asegurar la fecha,
la cualfue a finales de Junio, 1902, poco
tiempo después de la conclusión de la guerra
en África del Sur. Holmes había pasado varios
días en cama, como es su hábito de tiempo
en tiempo, pero emergió esa mañana con un
largo documento de papel plegado en su mano
y un centelleo de diversión en sus austeros
ojos grises.
- Hay una chance para usted de hacerse
con algo de dinero, amigo Watson -dijo-. ¿Ha
escuchado alguna vez el nombre de Garrideb?
Admití que no.
- Bien, si puede colocar su mano sobre
un Garrideb, hay dinero en él. -¿Por qué?
- Ah, esa es una larga historia… más bien
una caprichosa, también. No creo que en todas
nuestras exploraciones de las complejidades
humanas nos hayamos en toda la vida
encontrado con alguna tan singular. El amigo
estará presente para un contra interrogatorio,
así que no abriré el asunto hasta que llegue.
Pero, mientras tanto, ese es el nombre
que queremos.
El directorio telefónico yacía en la mesa
al lado mío, y me volteé sobre las páginas en
una bien dicho búsqueda desesperada. Pero
para mi asombro ahí estaba este extraño
nombre en su debido lugar. Di una exclamación
de triunfo. -¡Aquí está, Holmes! ¡Aquí
está!
Holmes tomó el libro de mi mano.
- "Garrideb, N." -leyó- "Little Ryder
Street 136, Oeste". Lamento decepcionarlo,
mi querido Watson, pero este es el hombre
por sí mismo. Esta es la dirección sobre su
carta. Queremos algo para emparejarlo.
La Sra. Hudson había entrado con una
tarjeta sobre una bandeja. La tomé y la miré.
-¡Por qué, aquí está! -grité con asombro-.
Esta es una inicial diferente. John Garrideb,
Consejero en Leyes, Moorville, Kansas, Estados
Unidos de América.
Holmes sonrió cuando observó la tarjeta.
- Me temo que deberá hacer otro esfuerzo,
Watson -dijo-. Este caballero ya está
también en la trama, sin embargo ciertamente
no lo esperaba ver esta mañana. De cualquier
modo, está en posición de contarnos un
buen trato del cual quiero conocer.
Un momento después estaba en la habitación.
El Sr. John Garrideb, Consejero en
Leyes, era un poderoso hombre de baja estatura
con la cara redonda y fresca, recién afeitada,
característica de tantos hombres americanos
de negocios. El efecto general era regordete
más bien como un niño, así que uno
recibía la impresión de un joven hombre calmo
con una amplia sonrisa sobre su cara. Sus
ojos, sin embargo, estaban detenidos. Rara
vez en cualquier cabeza humana he visto un
par los cuales sugieren un mayor intensidad
de vida interior, tan brillantes estaban, tan
alertas, tan sensibles a todo cambio de pensamiento.
Su acento era americano, pero no
estaba acompañado por alguna excentricidad
en el habla. -¿Sr. Holmes? -preguntó, mirando
de uno al otro- ¡Ah, sí! Sus imágenes no lo
favorecen, señor, si puedo decirlo. ¿Creo que
tiene una carta de mi homónimo, el Sr. Nathan
Garrideb, no es cierto?
- Por favor, siéntese -dijo Sherlock Holmes-.
Deberíamos, me imagino, tener un
buen trato para discutir -tomó sus hojas de
papel plegado-. Usted es, por supuesto, el Sr.
John Garrideb mencionado en este documento.
¿Pero seguramente habrá estado en Inglaterra
algún tiempo? -¿Por qué dice eso, Sr.
Holmes? -me pareció leer una sospecha repentina
en esos expresivos ojos. -Su completa
vestimenta es inglesa.
El Sr. Garrideb forzó una sonrisa.
- He leído sobre sus trucos, Sr. Holmes,
pero nunca pensé que sería sujeto de ellos.
¿Dónde lee eso?
- Los hombros cortados de su traje, los
dedos del pie de sus botas… ¿Podría alguien
dudarlo?
- Bien, bien, no tenía idea de que era tan
obvio un británico. Pero los negocios me trajeron
aquí hace ya bastante tiempo, y entonces,
como usted dice, mi vestimenta es
aproximada a la de todo Londres. Sin embargo,
me imagino que su tiempo es de valor, y
no nos hemos encontrado para hablar acerca
del corte de mis calcetines. ¿Qué hay acerca
de ese papel que sostiene en su mano?
Holmes tenía de alguna forma irritado a
nuestro visitante, quien su regordeta cara
había asumido una mucho menor expresión
de amabilidad. -¡Paciencia! ¡Paciencia, Sr.
Garrideb! -dijo mi amigo en una apaciguante
voz-. El Dr. Watson podría decirle que esas
pequeñas digresiones mías algunas veces
prueban al final tener algo de relación con el
asunto. ¿Pero por qué el Sr. Nathan Garrideb
no vino con usted? -¿Por qué lo arrastró a
usted del todo? -preguntó nuestro visitante
con una repentina llamarada de furia- ¿Qué
rayos tiene que ver con esto? Aquí había un
poco de negocio profesional entre dos caballeros,
¡Y uno de ellos necesitaba llamar a un
detective! Lo vi esta mañana, y me contó de
este engaño que me había jugado, y es por
eso que estoy aquí. Pero me siento mal acerca
de ello, todos iguales.
- No hubo consideraciones sobre usted,
Sr. Garrideb. Era simplemente celo sobre su
parte de la ganancia al final… un final que es,
como yo lo entiendo, igualmente vital para
ambos. Sabía que tenía maneras de obtener
información, y, en consecuencia, fue muy
natural que debiera usarme.
La irritada cara de nuestro visitante se
aclaró gradualmente.
- Bien, eso es diferente -dijo-. Cuando fui
a verlo esta mañana y me dijo que había enviado
un detective, sencillamente pregunté
por su dirección y vine de inmediato. No
quiero a la policía entrometida en asuntos
privados. Pero si se contenta con ayudarnos a
encontrar al hombre, no puede haber daño
en ello.
- Bien, así es justo como lo interpreto dijo Holmes-. Y ahora, señor, puesto que está
aquí, hubiese sido mejor si teníamos cuentas
claras de nuestros propios labios. Mi amigo
aquí no sabe nada de los detalles.
El Sr. Garrideb me examinó con mirada
no demasiado amigable. -¿Necesita saber? preguntó.
- Usualmente trabajamos juntos.
- Bien, no hay razón entonces para que
deba guardar un secreto. Le daré los hechos
tan cortos como pueda hacerlos. Si viniera
desde Kansas no necesitaría explicarle quien
era Alexander Hamilton Garrideb. Hizo su
dinero en bienes raíces, y luego en el pozo de
maíz en Chicago, pero lo gastó comprando
tanta tierra como pudiera hacer en una finca,
extendiéndose a lo largo del Río Arkansas, al
oeste de Fuerte Dodge. Es una tierra de pastoreo,
maderera, cultivable y de minerales, y
precisamente toda clase de tierra que brinde
dólares al hombre que la posea. »No tenía
conocidos ni parientes… o, si los tenía, nunca
había oído de ellos. Pero tomó una especie de
orgullo en la rareza de su nombre. Eso fue los
que nos juntó. Yo estaba en la ley en Topeka,
y un día tuve una visita del anciano, y estaba
muerto de risa de encontrar otro hombre con
su propio nombre. Era su novedad favorita, y
estaba completamente dispuesto a encontrar
si habían más Garridebs en el mundo.
"¡Encuéntrame otro!" dijo. Le contesté
que era un hombre ocupado y no podía gastar
mi vida paseando alrededor del mundo en
busca de Garridebs. "Nada menos", dijo él,
"eso es justo lo que harás si las cosas salen
tan bien como la planeé". Pensé que estaba
bromeando, pero había un poderoso montón
de significado en las palabras, como estaba
pronto a descubrir. »Porque murió un año
después de decir esto, y dejó un testamento
tras de él. Era el extraño testamento que
había sido archivado en el Estado de Kansas.
Sus propiedades fueron divididas en tres partes
y tuve que tener la condición de encontrar
dos Garridebs quienes deberían compartir el
restante. Eran cinco millones de dólares para
cada uno, pero no podíamos poner un dedo
en él hasta que estuviéramos los tres.
- Era una gran chance que deslizara mi
práctica legal y me pusiera en camino de
buscar por los Garridebs.
No hay ninguno en los Estados Unidos.
Fui tras él, señor, con un peine fino pero nunca
pude atrapar un Garrideb. Entonces probé
en el viejo país. Indudablemente debían
haber suficientes nombres en el directorio
telefónico de Londres. Fui tras él hace dos
días y le expliqué todo el asunto. Pero era un
hombre solitario, como yo, con algunas relaciones
con mujeres, pero no hombres. Dijo
tres hombres adultos en el testamento.
Así que verá que hay una vacante, y si
pudiera ayudarnos a llenarlo estaríamos listos
para pagarle por sus costos.
- Bien, Watson -dijo Holmes con una sonrisa¿Dije que era algo caprichoso, no es
cierto? Debería pensar, señor, que sus obvias
maneras fueron advertir en las columnas de
los diarios.
- Lo he hecho, Sr. Holmes. Ninguna respuesta.
-¡Mi estimado! Bien, es ciertamente
un pequeño y curioso problema. Deberé tomar
una mirada en mi tiempo libre. Por cierto,
es curioso que haya venido de Topeka. Yo
solía tener un corresponsal… ahora está
muerto… el viejo Dr. Lysander Starr, quien
fue Mayor en 1890. -¡El buen Dr. Starr! -dijo
nuestro visitante-. Su nombre aún es honorable.
Bien, Sr. Holmes, debo suponer que
todo lo que podemos hacer es reportarnos y
permitirnos saber como progresamos. Cuento
con usted para oír novedades en un día o dos
-con esta seguridad nuestro americano se
inclinó de modo respetuoso y se marchó.
Holmes tenía encendida su pipa, y se
sentó por algún tiempo con una sonrisa curiosa
sobre su cara. -¿Bien? -pregunté al fin.
- Me estoy preguntando, Watson… ¡Sólo
preguntando! -¿Lo qué?
Holmes tomó la pipa de sus labios.
- Me estaba preguntando, Watson, qué
cosa sobre la tierra puede ser el objeto de
este hombre para decirnos tal maraña de
mentiras. Estuve cerca de preguntarle… porque
hubo varias veces cuando un bruto ataque
frontal es la mejor acción… pero juzgué
que sería mejor dejarle pensar que nos ha
engañado. Aquí hay un hombre con un traje
inglés raído en los codos y pantalones abultados
en la rodilla con una vestimenta añeja, y
aún por este documento y por su propia
cuenta él es un americano provinciano que
posteriormente desembarcó en Londres. No
hubieron avisos en las columnas del diario.
Usted sabe que no me pierdo nada en esa
sección. Son mi abrigo favorito para ofrecer
un ave, y nunca he pasado por alto un faisán
como ese.
Nunca conocí un Dr. Lysander Starr, de
Topeka. Lo toqué donde sabía que era falso.
Creo que este compañero es realmente un
americano, pero ha consumido su refinado
acento con años en Londres. ¿Cuál es su juego,
entonces, y que motivo yace detrás de
esta absurda búsqueda por Garridebs? Vale la
pena nuestra atención, porque, exceptuando
que el hombre es un bribón, es también ciertamente uno complejo e ingenioso. Debemos
encontrar si nuestro otro corresponsal también
es un fraude. Sólo llámelo, Watson.
Así lo hice, y oí una delgada y temblante
voz en el otro lado de la línea.
- Sí, sí, yo soy el Sr. Nathan Garrideb.
¿Está el Sr. Holmes ahí? Desearía mucho tener
unas palabras con el Sr. Holmes.
Mi amigo tomó el instrumento y oí el
usual y sincopado dialogo.
- Sí, ha estado aquí. Entiendo que no lo
conoce… ¿Hace cuanto?… ¡Solamente dos
días! ¿Supongo que su homónimo no estará
ahí?… Muy bien, iremos entonces, porque
más bien quisiera tener una conversación sin
él… El Dr. Watson irá conmigo… Entiendo por
su nota que no suele salir muy seguido…
Bien, estaremos alrededor de las seis. No
necesita mencionarlo al abogado americano…
Muy bien. ¡Hasta luego!
Era el crepúsculo de una adorable tarde
de verano, e incluso Little Ryder Street, uno
de los más pequeños apéndices de Edgware
Road, dentro de un molde de piedra del viejo
árbol de Tyburn de malvada memoria, se observaba
dorada y maravillosa por los inclinados
rayos del poniente sol. Esta casa en particular
a la cual nos habíamos dirigido era un
edificio grande, anticuado y georgiano de los
primeros tiempos, con una cara de ladrillos
planos rota solamente por dos profundos miradores
en la planta baja. Era en esta planta
baja que nuestro cliente vivía, y, por cierto,
la ventana baja confirmaba ser el frente de la
gigante habitación en la cual pasamos sus
horas de vigilia. Holmes apuntaba cuando
pasábamos las pequeñas placas de bronce las
cuales llevaban los curiosos nombres.
- Desaparecieron hace algunos años,
Watson -remarcó, indicando su descolorida
superficie-. Este es su nombre real, de todos
modos, y eso es algo para notar.
La casa tenía una escalera común, y allí
habían numerosos nombres pintados en la
sala, algunos indicando despachos y algunas
cámaras privadas. No era una colección de
aposentos residenciales, pero más bien la
morada de un soltero bohemio. Nuestro cliente nos abrió la puerta por sí mismo y se disculpó
diciendo que la encargada se fue a las
cuatro en punto. El Sr. Nathan Garrideb probó
ser una persona muy alta, inarticulada y
de espalda redonda, delgada y calva, de algunos
sesenta y pico de edad. Tenía una cadavérica
cara, con una deslucida piel muerta
de un hombre a quien el ejercicio le era desconocido.
Grandes y redondeados anteojos y
una pequeña barba proyectante combinada
con su encorvada actitud daban una expresión
de miope curiosidad. El efecto general,
sin embargo, era amigable, aunque excéntrico.
La sala era tan curiosa como su ocupante.
Parecía del estilo de un pequeño museo.
Tanto como ancho y profundo, con armarios y
gabinetes todo alrededor, atestados con especimenes,
geológicos y anatómicos.
Estuches de mariposas y polillas flanqueaban
cada lado de la entrada. Una gran
mesa en el centro estaba ensuciada con toda
clase de desechos, mientras que el alto tubo
de metal de un poderoso microscopio se erizaba entre ellos. Mientras ojeaba alrededor
me sorprendí en la universalidad de los intereses
del hombre.
Aquí había un estuche de monedas antiguas.
Allí, un gabinete de instrumentos de la
edad de piedra. Detrás de la mesa central, un
gran armario de huesos fósiles. Por encima,
una línea de cráneos de yeso con nombres
tales como "Neardenthal", "Heidelberg", "CroMagnon" impresos bajo ellos. Era claro que
era un estudiante de variadas materias. Mientras
permanecía en frente de nosotros, sostuvo
una pieza de cuero de gamuza en su
mano derecha con la cual estaba puliendo
una moneda.
- Siracusana… del mejor período -explicó,
sosteniéndola-. Se depreciaron enormemente
hacia el final.
A lo sumo la sostengo soberanamente,
aunque algunos prefieran la escuela alejandrina.
Encontrará una silla aquí, Sr. Holmes.
Por favor permítame limpiar esos huesos. Y
usted, señor… ah, sí, Dr. Watson… si tuviera
la bondad de poner esa vasija japonesa hacia
un lado. Usted ve alrededor mis pequeños
intereses en la vida.
Mi doctor me sermonea acerca de no salir
nunca, ¿pero por qué debo salir cuando tengo
tanto para sostenerme aquí? Puedo asegurarle
que el adecuado catálogo de uno de esos
gabinetes me tardaría unos buenos tres meses.
Holmes observó a su alrededor con curiosidad.
-¿Pero me dirá que nunca sale? -dijo.
- De vez en cuando conduzco a Sotheby's
o Christie's. Por lo contrario ocasionalmente
dejo mi habitación.
No soy muy fuerte, y mis investigaciones
son muy absorbentes. Pero puede imaginar,
Sr. Holmes, que increíble choque… placentero
pero increíble… fue para mí cuando oí de esta
incomparable buena fortuna.
Sólo necesita un Garrideb más para completar
el asunto, y seguramente podemos
encontrar uno. Tenía un hermano, pero está
muerto, y familiares femeninas son descalificadas.
Pero deben haber seguramente otros
en el mundo. He oído que maneja extraños
casos, y fue por eso que envié por usted. Por
supuesto, este caballero americano es realmente
directo, y debería haber tomado su
consejo primero, pero actué por lo mejor.
- Creo que actuó muy inteligentemente
sin embargo -dijo Holmes-. ¿Pero está realmente
ansioso de adquirir una finca en América?
- Ciertamente no, señor. Nada podría inducirme
a dejar mi colección. Pero este caballero
me aseguró que me la compraría tan
pronto como tengamos establecida nuestra
demanda. Cinco millones de dólares fue la
suma mencionada. Hay docenas de especimenes
en el mercado en el presente que llenarían
las grietas en mi colección, y los cuales
no puedo adquirir aunque quisiera por
unos pocos cientos de libras. Sólo piense lo
que podría hacer con cinco millones de dólares.
Porque, tengo el núcleo de una colección
nacional. Sería el Hans Sloane de mi época.
Sir Hans Sloane (1660-1753). Físico y
científico. Miembro fundador del Museo Británico
y el Museo de Historia Natural. Presidente de la Real Sociedad de 1727 a 1741. En un
viaje a Jamaica realizó varias anotaciones
sobre la flora y fauna del lugar, vestimenta y
fenómenos naturales tales como terremotos.
Coleccionó moluscos, insectos, plantas y
otros especimenes.
Sus ojos brillaron tras sus grandes anteojos.
Era muy claro que ningún esfuerzo sería
economizado por el Sr.
Nathan Garrideb en encontrar un homónimo.
- Meramente llamé para hacerme de su
conocimiento, y no hay razón por la cual deba
interrumpir sus estudios -dijo Holmes-. Prefiero
establecer un toque personal con aquellos
con quien hago negocios. Hay algunas
cuestiones que necesito preguntar, porque
tengo una muy clara narrativa en mi bolsillo,
y llené los espacios en blanco cuando este
caballero americano llamó. Entiendo que hasta
esta semana estaba ignorante de su existencia.
- Así es. Llamó el pasado Martes. -¿Le
contó de nuestra entrevista de esta mañana?
- Sí, vino directamente hacia mí. Había
estado muy enojado. -¿Por qué debería estar
enojado?
- Parecía pensar que había alguna consideración
en su honor. Pero estaba alegre de
nuevo cuando regresó. -¿Sugirió algún curso
de acción?
- No, señor, no lo hizo. -¿Tenía, o preguntó
por, cualquier dinero suyo? -¡No, señor,
nunca! -¿Vio algún posible objetivo que
tenga en vista?
- Ninguno, excepto lo que manifiesta. ¿Le contó de nuestra cita telefónica?
- Sí, señor, lo hice.
Holmes estaba perdido en sus pensamientos.
Pude ver que estaba desconcertado.
-¿Tiene algún artículo de gran valor en su
colección?
- No, señor. No soy un hombre rico. Es
una buena colección, pero no una muy valuada.
-¿No tiene temor a los ladrones?
- Ni menos. -¿Hace cuanto que ha estado
en estas habitaciones?
- Aproximadamente cinco años.
El contra interrogatorio de Holmes fue interrumpido
por un imperativo golpeteo en la
puerta. Tan pronto como descorrió el cerrojo
nuestro cliente el abogado americano estalló
excitadamente dentro de la habitación. -¡Aquí
está! -gritó, agitando un papel sobre su cabezaPensé que debía estar a tiempo de alcanzarlo.
¡Sr. Nathan Garrideb, mis felicitaciones!
Es usted un hombre rico, señor. Nuestro
negocio esta felizmente finalizado y todo está
perfecto. Respecto a usted, Sr. Holmes, solamente
podemos decir que sentimos si le
hemos dado algún problema.
Extendió con la mano el papel a nuestro
cliente, quien permaneció parado en una señal
de aviso. Holmes y yo nos inclinamos
hacia adelante y leímos sobre su hombro.
Esto es lo que decía:
HOWARD GARRIDEB CONSTRUCTOR DE
MAQUINARIA AGRICULTURAL Agavilladoras,
cosechadoras, harado a vapor y manual, taladros,
gradas, carreta de campesinos, carruajes
de cuatro puertas, y todos los demás
accesorios. Cotizaciones de pozos artesianos.
Empleado de Grosvenor Buildings, Aston. ¡Glorioso! -exclamó sin aliento nuestro anfitrión-.
Eso hace a nuestro tercer hombre.
- He abierto una investigación en Birmingham
-dijo el americano-, y mi agente me
ha enviado este aviso de un periódico local.
Debemos darnos prisa y poner las cosas. Le
he escrito a este hombre y le conté que lo
verá en su oficina mañana a la tarde, a las
cuatro en punto. -¿Quiere que lo vea? -¿Qué
dice usted, Sr. Holmes? ¿No piensa que debería
ser más sabio? Aquí estoy, un ambulante
americano con una historia maravilloso. ¿Por
qué debería creer lo que le conté? Pero usted
es un británico con sólidas referencias, y está
claro que él tomará nota de lo que diga. Podría
ir con usted si lo desea, pero tengo un
día muy ocupado mañana, y podría seguirlo
siempre si está en cualquier problema.
- Bien, no he hecho un viaje tal por años.
- No es nada, Sr. Garrideb. Ya he resuelto
nuestras conexiones. Se irá a las doce y
debería estar allí momentos después de las
dos. Entonces regresará la misma noche. Lo
único que tiene que hacer es ver a este hombre,
explicarle el asunto, y obtener una declaración
de su existencia. ¡Por Dios! -agregó
apasionadamente-. Considerando que vengo
todo el camino desde el centro de América,
es seguramente un pequeño esfuerzo si va
unos cientos de millas a fin de poner este
asunto al completo.
- Exactamente -dijo Holmes-. Creo que lo
que este caballero dice es muy cierto.
El Sr. Nathan Garrideb frunció sus hombros
con un aire desconsolado -Bien, si insiste
deberé ir -dijo-. Es ciertamente duro para
mí rehusar algo así, considerando la gloria de
esperanza que trajo a mi vida. -Entonces eso
está acordado -dijo Holmes-, y no hay duda
que me dará un reporte tan pronto como
pueda.
- Yo me encargaré de eso -dijo el americano-.
Bien -agregó mirando a su reloj-, debo
irme. Llamaré mañana, Sr. Nathan, y lo veré
salir a Birmingham. ¿Me acompaña, Sr. Holmes?
Bien, entonces, adiós, y tendremos
buenas noticias para usted mañana en la noche.
Noté que la cara de mi amigo se aclaró
cuando el americano dejó la habitación, y la
mirada de pensamientos confusos habían
desaparecido. -Desearía si pudiera observar
su colección, Sr. Garrideb -dijo-. En mi profesión
todos los elementos de curiosos conocimientos
son útiles, y esta habitación suya es
un almacén de ellos.
Nuestro cliente centelleó con placer y sus
ojos brillaron desde detrás de sus grandes
anteojos.
- Siempre he oído, señor, que usted es
un hombre muy inteligente -dijo-. Le daría
una visita ahora mismo si tuviera el tiempo.
- Desafortunadamente, yo no lo tengo.
Pero estos especimenes están tan bien etiquetados
y clasificados que duramente necesitaría
su explicación personal. ¿Si fuera capaz
de observarlo mañana, presumo que no
habría objeción en que les echara una ojeada
sobre ellos?
- No, para nada. Es realmente bienvenido.
Este lugar estará, por supuesto, cerrado,
pero la Sra. Saunders estará en el sótano
hasta las cuatro en punto y le dejará aquí con
su llave. -Bien, espero estar libre mañana en
la tarde. Si le pudiera decir una palabra a la
Sra. Saunders estaría todo en orden. ¿Por
cierto, quién es su agente inmobiliario?
Nuestro cliente estaba asombrado por esta
repentina pregunta.
- Holloway y Steele, en Edgware Road.
¿Pero por qué?
- Tengo un poco de arqueólogo cuando
voy a las casas -dijo Holmes, riendo-. Me
estaba preguntando si esta era de la Reina
Anna o georgiana. -Georgiana, sin ninguna
duda. -Realmente. Había debido pensar que
era anterior. De cualquier modo, es fácilmente
verificable.
Bien, adiós, Sr. Garrideb, y que tenga todos
los éxitos en su viaje a Birmingham. El
agente inmobiliario estaba cerrado, pero encontramos
que estuvo cerrado todo el día, así
que regresamos a Baker Street. No fue hasta
después de la cena que Holmes volvió al
asunto. -Nuestro pequeño problema se acerca
al final -dijo -. No hay duda de que ha delineado
la solución en su propia mente. -No
comprendo ni una palabra de ello.
- La cabeza está seguro suficientemente
despejada y la cola la veremos mañana
. ¿No ha notado nada curioso acerca del
aviso?
- Vi que la palabra "arado" estaba mal
escrita. -¿Oh, ha notado eso, no es cierto?
Venga, Watson, mejora todo el tiempo. Sí,
era un mal inglés pero un buen americano. El
impresor lo ha puesto como lo recibió. Entonces
el carruaje. Eso también es americano.
Y los pozos artesianos son comunes con
ellos más que con nosotros. Era un típico aviso
americano, pero pretendiendo ser de una
firma inglesa. ¿Qué piensa de ello?
"I can make neither head nor tail of it" en
el original, literalmente "no puedo hacer ni
cabeza ni cola de ello".
- Sólo puedo suponer que este abogado
americano lo puso por sí mismo. Cuál fue su
objetivo no lo puedo entender.
- Bien, hay dos explicaciones alternativas.
De todos modos, quería enviar a este
viejo fósil a Birmingham.
Eso está muy claro. Le debí haber dicho
que estaba claramente yendo a una búsqueda
sin sentido, pero, en segundo lugar, parecía
mejor despejar la escena dejándolo ir.
Mañana, Watson… bien, el mañana hablará
por sí mismo.
Holmes se levantó y se retiró muy temprano.
Cuando regresó a la hora del desayuno
noté que su cara estaba muy seria.
- Este es un asunto más grave de lo que
esperaba, Watson -dijo-. Es justo que le
cuente, aunque sé que será solamente una
razón adicional para que corra por su cabeza
dentro del peligro. Es lo que debería saber
Watson por ahora. Pero hay peligro, y debería
saberlo.
- Bien, no es el primero que compartimos,
Holmes. Espero que no sea el último.
¿Cuál es el peligro particular esta vez?
- Estamos contra un caso muy difícil. He
identificado al Sr. John Garrideb, Consejero
en Leyes. No es otro que `Killer' Evans, de
siniestra y homicida reputación.
- Me temo que no soy el sabio.
- Ah, no es parte de su profesión cargar
con un calendario portátil Newgate en su
memoria. He ido a ver a mi amigo Lestrade
en Yard. Pueden tener un faltante de intuición
imaginativa en ocasiones , pero lideran el
mundo con esmero y técnica. Tenía la idea de
que nos íbamos a poner en el camino de
nuestro amigo americano en sus registros.
Seguramente suficiente, encontré su regordeta
cara sonriéndome desde la galería de retratos
de truhanes. "James Winter, alias Morecroft,
alias Killer Evans' decía la inscripción
-Holmes sacó un envoltorio de su bolsilloGarabateé algunos puntos de su expediente:
cuarenta y cuatro años.
Nativo de Chicago. Se conoció que había
disparado a tres hombres en los Estados Unidos.
Escapó de la penitenciaria a través de la
influencia policial. Vino a Londres en 1893. Le
disparo a un hombre por encima de las cartas
en un club nocturno en Waterloo Road en
Enero de 1895. El hombre murió, pero fue
enseñado como el agresor. El fallecido fue
identificado como Rodger Prescott, un famoso
como falsificador y acuñador en Chicago. Killer
Evans fue liberado en 1901. Ha estado
bajo la supervisión policial desde entonces,
pero lo máximo que se sabe es que lleva una
vida honesta. Un hombre muy peligroso,
usualmente lleva armas y está preparado
para usarlas. Esa es nuestra ave, Watson…
una ave deportiva, debe admitir. -¿Pero cuál
es su juego?
- Bien, comienza a definirse. He estado
en la inmobiliaria. Nuestro cliente, como nos
contó, ha estado allí cinco años. Estuvo deshabitado
durante un año antes de eso. El anterior
inquilino era un caballero de nombre
Waldron. La aparición de Waldron era muy
recordada en la oficina. Repentinamente desapareció
y nada más se oyó de él. Era un
hombre alto y barbudo con todos los detalles
oscuros. Ahora, Prescott, el hombre a quien
Killer Evans disparó, era, de acuerdo a Scotland
Yard, un alto y oscuro hombre con una
barba. Como una hipótesis de trabajo, creo
que tenemos que tomar que Prescott, el criminal
americano, solía vivir en la misma
habitación en la que nuestro inocente amigo
ahora dedica a su museo. Así que al fin conseguimos
un eslabón, como ve. -¿Y el siguiente
eslabón?
- Bien, debemos salir y buscarlo.
Tomó un revolver de su escritorio y me lo
entregó en mano.
- Tengo mi preferida conmigo. Si nuestro
amigo del Lejano Oeste trata de vivir con su
sobrenombre, nosotros estaremos listos. Le
daré una hora para una siesta, Watson, y
entonces pienso que será tiempo para nuestra
aventura en Ryder Street.
Eran las cuatro en punto cuando alcanzamos
el curioso apartamento de Nathan Garrideb. La Sra. Saunders, la portera, estaba a
punto de irse, pero no tuvo ninguna duda en
admitirnos, por lo que la puerta se cerró con
una cerradura de resortes, y Holmes prometió
ver que todo estuviera seguro antes de
irnos. Poco tiempo después de que la puerta
exterior se cerrara, la gorra de la Sra. Saunders
pasó por el mirador, y sabíamos que
estábamos solos en el piso inferior de la casa.
Holmes realizó un rápido examen de la instalación.
Había un armario en el rincón oscuro
el cual sobresalía de la pared. Fue detrás de
este donde eventualmente nos agazapábamos
mientras Holmes en un susurro delineaba
sus intenciones.
- Quería que nuestro estimable amigo saliera
de su habitación… eso está muy claro, y,
como el coleccionista nunca salía, tomó algún
plan para hacerlo. Todo lo de esta invención
de los Garridebs no tiene aparentemente ningún
otro fin. Debo decir, Watson, que hay
cierta ingenuidad demoníaca sobre ello, incluso
si el extraño nombre del arrendatario le
diera una apertura que duramente podría
haber esperado. Tramó su estrategia con remarcada
astucia. -¿Pero qué es lo que quería?
- Bien, por eso estamos aquí para encontrarlo.
No tiene nada que ver con nuestro
cliente, tanto como puedo leer la situación. Es
algo conectado con el hombre al que asesinó…
el hombre quien pudo haber sido su
cómplice en los crímenes. Hay algún secreto
de culpabilidad en la habitación. Eso es lo que
leo. Primero pensé que nuestro amigo podía
tener algo más valioso en su colección de lo
que suponía… algo que valía la atención de
un gran criminal. Pero el hecho de que Rodger
Prescott de malvada memoria habitara
estas habitaciones apunta hacia una razón
aún más profunda. Bien, Watson, debemos
mantener la paciencia en nuestras almas y
ver lo que la hora nos brinde.
Esa hora no fue extensa en dramatismo.
Nos agazapamos cercanamente en las sombras
cuando escuchamos abrirse y cerrarse
con fuerza la puerta exterior. Entonces vino
el chasquido metálico y afilado de una llave, y
el americano estaba en la habitación. Cerró la
puerta suavemente tras de él, echó un mirada
filosa a su alrededor para ver que todo
estuviera seguro, tiró su sobretodo, y caminó
hacia la mesa central con las enérgicas maneras
de alguien que sabe exactamente lo
que tiene que hacer y como lo tiene que
hacer.
Empujó la mesa hacia un lado, desgarró
en ángulo la alfombra sobre la cual descansaba,
la enrolló completamente hacia atrás, y
entonces, sacando una palanqueta de su bolsillo,
se arrodilló y trabajó vigorosamente
sobre el piso. En poco tiempo oímos el sonido
de tablas deslizándose, y un instante después
un hueco se abrió en los tablones. Killer
Evans encendió una cerilla, alumbró una sección
de vela, y desapareció de nuestra vista.
Claramente nuestro momento había llegado.
Holmes tocó mi muñeca como una señal,
y juntos atravesamos la habitación hacia
la puerta-trampa abierta. Gentilmente cuando
nos movíamos, sin embargo, el viejo piso
pudo haber rechinado bajo nuestros pies,
porque la cabeza de nuestro americano, revisando
ansiosamente a su alrededor, emergió
repentinamente desde el espacio abierto. Su
cara se volvió hacia nosotros con un resplandor
de furia desconcertada, la cual gradualmente
se suavizó en una vergonzosa sonrisa
cuando se dio cuenta de que dos pistolas estaban
apuntadas hacia su cabeza. -¡Bien,
bien! -dijo fríamente cuando trepó a la superficie-.
Imagino que ha sido demasiado para
mí, Sr.
Holmes. Vio a través de mi juego, supongo,
y jugó conmigo como un tonto desde el
comienzo. Bien, señor, es todo suyo, me ha
derrotado y…
En un instante había sacado un revolver
de su pecho y disparado dos tiros. Sentí una
quemadura repentina como si un hierro al
rojo vivo hubiera sido presionado contra mi
muslo. Hubo una colisión cuando la pistola de
Holmes cayó en la cabeza del hombre. Tuve
una visión de él revolcándose sobre el piso
con sangre corriendo de su cara mientras
Holmes lo hurgaba en busca de armas. Entonces los delgados brazos de mi amigo me
rodearon, y me condujo hacia una silla. ¿Está herido, Watson? ¡Por amor de Dios,
dígame que no está herido!
Era peor la herida… eran peor muchas
heridas… que saber la profundidad de lealtad
y amor que yacía detrás de esa fría máscara.
Los ojos severos y claros se apagaron por un
momento, y los firmes labios se agitaron. Por
única vez alcancé a ver un gran corazón tan
bien como un gran cerebro. Todos mis años
de humildad pero de servicio inmediato culminó
en ese momento de revelación.
- No es nada, Holmes. Es un mero rasguño.
Rasgó mis pantalones con su navaja.
- Estás bien -gritó con un inmenso suspiro-.
Es absolutamente superficial -su cara se
puso como hilachas cuando observó a nuestro
prisionero, quien estaba levantándose con
una aturdida cara-. Por Dios, esto está bastante
bien para usted. Si hubiera asesinado a
Watson, no se iría de esta habitación con vida.
Ahora, señor, ¿Qué es lo que tiene para
decirme? No tenía nada para decir. Solamente
se sentó y frunció la cara. Me apoyé en el
brazo de Holmes, y juntos miramos hacia
abajo dentro del pequeño sótano que había
sido descubierto bajo la mesa. Aún estaba
iluminado por la vela con la cual Evans había
descendido.
Nuestros ojos cayeron sobre una masa
de maquinaria oxidada, grandes rollos de
papel, un desorden de frascos, y, ordenados
sobre una pequeña mesa, un número de pequeños
y limpios manojos.
- Una maquina impresora… un equipo de
falsificación -dijo Holmes.
- Sí, señor -dijo nuestro prisionero, tambaleándose
lentamente con sus pies y entonces
se hundió sobre la silla-. La más grande
falsificadora que Londres nunca vio. Esa es la
maquina de Prescott, y esos manojos en la
mesa son dos mil billetes de Prescott que
valen cien cada uno y son adecuados para
pasar por todos lados. Ayúdense a si mismos,
caballeros. Llámenlo un trato y déjenme largarme.
Holmes rió.
- Nosotros no hacemos así las cosas, Sr.
Evans. No hay ningún refugio para usted en
este país. ¿Usted le disparo a este hombre
Prescott, no es cierto?
- Sí, señor, y tuve cinco años por ello,
aunque fue él que me forzó a ello. Cinco
años… cuando debería tener una medalla del
tamaño de un plato de sopa. Ningún hombre
vivo puede distinguir un Prescott de un Banco
de Inglaterra, y si no lo hubiera sacado
hubiera inundado a Londres con ellos. Era el
único en el mundo que sabía donde los había
hecho. ¿Puede imaginar que quería llegar al
lugar? ¿Y puede usted imaginar que cuando
encontré a este loco y tonto cazador de bichos
con un extraño nombre usurpando encima,
y nunca alejándose de su habitación,
he tenido que hacer lo mejor que podía para
desplazarlo?
Quizás hubiera sido más astuto si lo
guardaba. Hubiera sido suficientemente fácil,
pero soy un hombre blando de corazón que
no puedo empezar a disparar a menos que
otro hombre tenga un arma también. ¿Pero
dígame, Sr. Holmes, qué es lo que hice mal,
de todos modos? No he usado esta instalación.
No he herido a este viejo cadáver. ¿En
qué me ha atrapado?
- Sólo intento de homicidio, por lo que
puedo ver -dijo Holmes-. Pero ese no es
nuestro trabajo. Ellos tomarán eso en la siguiente
etapa. Lo que queríamos en este
momento era solamente su atractiva personalidad.
Por favor llame a Yard, Watson. No
les será enteramente inesperado.
Así que esos fueron los hechos acerca de
Killer Evans y su rememorable invención de
los tres Garridebs.
Oímos posteriormente que nuestro pobre
y viejo amigo nunca superó el trauma de sus
sueños desaparecidos.
Cuando su castillo en el aire cayó, se enterró
bajo las ruinas. Lo último que oímos fue
de un sanatorio en Brixton. Era un día alegre
en Yard cuando el equipo de Prescott fue descubierto, porque, aunque sabían que existía,
nunca habían estado dispuestos, luego de la
muerte del hombre, a encontrar donde estaba.
Evans ciertamente hizo un gran servicio y
causó muchas preocupaciones a los hombres
de la División de Investigaciones Criminales
para dormir, porque el falsificador permanece
por sí mismo encasillado como un peligro
publico. Voluntariamente se había subscripto
a esa medalla del tamaño de un plato de sopa
de la cual el criminal había hablado, pero
un desagradecido banco tenía una visión menos
favorable, y el Killer regresó a las sombras
de la cuales había emergido.
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