La situación gravitatoria en Berazategui y otros cuentos

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La situación gravitatoria en Berazategui y
otros cuentos micropatrióticos.
Fabían César Casas
La situación gravitatoria en Berazategui y otros
cuentos micropatrióticos by Fabián César Casas is
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Prólogo
Parece ser que, en los últimos años, se puso de
moda un tipo de literatura que se podría definir
como “literatura del conurbano bonaerense”. Esta
literatura se caracteriza por jugosas y sanguíneas
descripciones de paisajes, personajes y situaciones
que quedan del lado de afuera de la Capital
Federal. Es como si el conurbano acunara
escritores con el fin de que estos lo cuenten desde
adentro del mito -porque al conurbano se le
atribuyen tantas características fantásticas y tantos
seres extravagantes (delincuentes por doquier,
gente que vive como en el siglo XVII, avances
tecnológicos que seguramente no llegan,
minotauros, sirenas, hadas, topos, faunos) que ya
alcanza el estatus de Mitología)- y así aniquilar toda
leyenda.
O alimentarla. Porque después de todo, el
conurbano tiene calle, tiene picardía, tiene malicia, y
le divierte tanto como lo ofende que quienes no lo
conocen lo contemplen como si se tratara de una
bestia irracional.
Y así como mi Lanús tiene a Sergio Olguín,
Berazategui tiene a Fabián César Casas y a sus
cuentos de Ciencia Ficción Justicialista. Así los
llama él, y así son.
El humor de Casas es superlativo. Es permanente
pero sutil, no asfixia ni obliga. Cuando uno lo lee
queda con la sensación de que se burla de sí
mismo, de su geografía, de sus creencias políticas y
de sus preferencias literarias, y que lo hace porque
ama todo eso, y porque entiende que la risa sonrisa o carcajada-, a veces es un signo de
respeto profundo. Y como se burla de sí mismo y de
aquello que integra su mundo, puede darse el lujo
de reírse también de quienes no piensan como él,
de quienes están en la vereda de enfrente. Pero es
tan inteligente que -me parece- no da lugar a
sentimientos de ofensa.
Si por algún capricho de algún dios insoportable yo
tuviera que destacar una única cualidad de Casas
como escritor -una segunda cualidad, digamos,
porque ya mencioné el humor superlativo;
tomémoslo como una gambeta mía al dios
insoportable e inventado por mí, ¡Ole!- mencionaría
la capacidad de hacer ficción fantástica con la
política y con sus circunstancias y consecuencias
sociales. Los cuentos La semana aleatoria y
Televisores del mar son sólo dos ejemplos de esto.
Cuando yo era chica iba a misa con mi nona, y en
misa me daban una hojita con los textos bíblicos del
día, y en un rincón de la hojita había un chiste -por lo
general muy malo- bajo el título “Mirando la Palabra
con una sonrisa”. Sólo porque no me gustan los
títulos con gerundio, y porque -a diferencia del chiste
de la Iglesia- los cuentos de Casas son buenísimos,
y porque el título “Mirando la Política con una
sonrisa” me parece francamente un espanto, y
porque después de todo ese título no alcanza para
describir los cuentos de Casas, no lo utilizaré para
titular este prólogo. Así que olvidemos esto.
Berazategui, aquí tienen a su embajador literario.
No lo dejen escapar.
Aunque creo que él no iría a otro lado.
Gilda Manso.
Agradecimientos
Agradezco a mi ciudad, repleta de astronautas
temporalmente desocupados. Sé que Berazategui
no solo estará presente en la aventura espacial de
la humanidad sino que algún día incluso se venerará
esta micro nación en alguna colonia remota de la
galaxia. Quizá ese planeta exóticamente poblado
sea conocido como Bera 5, o algo así.
Agradezco a mi mentor Sergio Gaut Vel Hartman,
quien me empujó a escribir y me corrigió y aconsejó
con paciencia de maestro. Agradezco también a
Eduardo Carletti, no solamente por haber publicado
mis cuentos en su prestigiosa revista Axxón, sino
porque gracias a Axxón pude disfrutar de tanta
buena ciencia ficción de excelentes autores de todo
el mundo. Una mención especial debo hacer a mis
queridos compañeros de Heliconia Literaria, que
han escuchado estos cuentos en nuestras
frecuentes tertulias y me han dado ánimo e
inspiración.
Esta obra se baja libremente de
http://www.fabiancasas.com.ar
Quien no hay escarmentado, puede leer también
mis blogs http://fabianteperdona.blogspot.com y
http://sablelaser.blogspot.com
Y si aún se pretende más, recomiendo los blogs
heliconios http://brevesnotanbreves.blogspot.com y
http://quimicamenteimpuro.blogspot.com
Berazategui, febrero de 2012
Breve guía de Beraza.
Aquí se dan algunas claves para mejor entender los
relatos que siguen ya que las referencias
geográficas, tan cerradas sobre esta escasa
comunidad, podrían desorientar al lector extranjero.
De hecho, eso sucederá inevitablemente porque
como se comproborá al pie, habremos fracasado
en este propósito mínimo. Lo único que quizá se
logre es dar una panorama espiritual del
berazateguense promedio (categoría estadística
incomprobable y de utilidad relativa, hay que
admitirlo) que tampoco aportará demasiado.
Paciencia.
Origenes.
Berazategui, en un principio, no se llamaba así. Dos
siglos atrás, la gente de Quilmes se refería a estos
parajes australes como "Las lomas del sur". Los
habitantes del actual Berazategui eran
denominados "lomeños", "lomasureños" y
posteriormente, "lománticos". Años más tarde, los
inmigrantes japoneses convirtieron la franja que
abarca desde Plátanos hasta El Pato en una
sucesión interminable de quintas y viveros de flores
exquisitas. Fue por ese entonces, cuando el musical
gentilicio dejó de usarse entre los jóvenes. En esas
épocas de salvajismo intelectual, los muchachos
criollos creían que, al llamarse a sí mismos
"lománticos", realizaban una injusta y
contraproducente propaganda sobre los
inmigrantes orientales.
El desengaño en Bera.
Siempre se supo que berazateguenses comparten
casi unánimemente la misma experiencia
traumática: el desengaño precoz.
Por ejemplo, raramente algún niño supera los tres
años sin descubrir que los reyes son los padres. Así
se llega, a corta edad, a la melancolía y el cinismo.
¿Son los habitantes de Berazategui gente triste?
Para nada. Se los puede contar entre los más
alegres del país; lo cual no dice mucho en términos
más amplios, como Latinoamérica y el Caribe,
repletos de gente alegre, pero es algo. Y siempre
fue así.
Bástenos mencionar el legendario corso de la
avenida 14. Durante decenas de carnavales
anuales, alegres comparsas nativas sacudían hasta
los cimientos del Banco Provincia al son del
frenético ritmo de tambores y entonados coros
guturales. “Allí vienen los Chuma-chuma!”
exclamaban repletos de gozo los niños, imitando a
sus ídolos con todo tipo de palos y cañas que
levantaban hacia el cielo como lanzas guerreras
tehuelches. En esas mágicas noches, se podía ver
a lo más selecto de la burguesía local mezclándose
con gente que raramente paseaba por la arteria
céntrica pues se venían desde Hudson, Villa
España o los Manzanos a darse una vuelta por el
centro únicamente para la ocasión, los maravillosos
carnavales de la 14. De esta manera, cada corso
era una especie de asamblea popular, donde uno
veía a todos los vecinos de la ciudad, no solamente
los del centro.
La gente mayor recordará que antes aún del
apogeo de la avenida 14, los festejos
carnavalescos se realizaban en otra calle. Eran los
temidos corsos de la 31! Muchos pretenden olvidar
ese pasado, tal vez demasiado pagano y salvaje
para ser recordado a hijos y nietos, El corso de la
31 era un desfile de muñecos, magos,
espadachines, carrozas repletas de bailarines
embanderados de lentejuelas de colores, sabrosas
mujeres y, atención, travestis en ropa interior (que
en aquel entonces carecían de nombre apropiado) .
Y era una maravilla ver a esas “mujeres” depiladas
de apuro danzar entre tules, al ritmo de los
tambores, mientras pasaban frente a la iglesia local.
Los niños se encargaban de revolear papelitos y
hacer sonar matracas y silbatos y era así que toda
la concurrencia reía y bailaba en la calle. El corso se
ha ido desvaneciendo a lo largo de las décadas
pasadas, pero su alegría menguante aún arranca
sonrisas entre los niños de estos días.
Claro está entonces que en Berazategui no se
profesa la tristeza, sino todo lo contrario.
¿Y dónde obtiene entonces el berazateguense
promedio ese combustible para el alma, cuando
sabemos, por ejemplo, que ningún joven de la
ciudad ingresa a la adolescencia con el corazón
intacto? Al contrario, ya las “viejas” penas de amor
lo han convertido en un experto paciente de amigos
y tíos, confesores entusiastas aunque
incompetentes, por supuesto. ¿Cómo se soporta la
existencia sabiendo que la vida no es sino una
sucesión de mentiras que se demuelen a nuestro
paso errático?
Tal vez la respuesta tenga algo que ver con otra
característica de los "lománticos": la absoluta
insensatez a la hora de decidir las jugadas inútiles
que ensayarán contra el destino. A pesar de todo lo
que les pasa, parece mentira, son gente
esperanzada.
Discriminación
Muchos extranjeros creen que los berazateguenses
son discriminados por provenir de hogares
humildes, de barrios carenciados o familias de
inmigrantes. Algo hay de cierto en la presunción,
pero no es la pobreza típica de la zona la principal
causa del desprecio al que se somete al natural de
Berazategui.
Al berazateguense se lo desprecia antes que nada
por impresentable. El aspecto de desaliño y
descuido no está relacionado con el origen humilde
de quien lo porta. Aunque ambos males coincidan,
ninguno es causa del otro. Se dan, simplemente... Y
como si esto fuera poco, raro es que el natural de la
Capital Del Vidrio se moleste en quitarse de encima
el mote de "grasún". Las nobles mujeres de esas
tierras del sur son mentadas, injustamente, como
"pardas", por ejemplo, aún cuando sean rubias o
morenas: un claro ejemplo del daltonismo social de
los vecinos del norte. No es que en Berazategui
sean pobres, ni desprolijos... el problema es su
indolencia! Ningún vecino del conurbano comprende
la indiferencia con la cual el lomeño se deja
embarrar los zapatos en las paradas del blanquito
(el coletivo 300) y las calles de tierra. Resulta una
experiencia intransferible quizá la melancólica
marcha de los jóvenes que dejan rair sus camperas
infladas contra el paredón de la Rigolleau o los
temibles ligustros de Villa Mitre. Cierto es que si
uno se remonta lo suficiente puede encontrar, tal vez
en olvidadas escuelas filosóficas, algún concepto
que explique este estado espiritual de casual
indiferencia por el cuidado personal, el cuerpo y la
vestimenta. Así podría decirse que el
berazateguense milita, sin quererlo, en un
estoicismo informal, qué otra cosa, que le da
sustento filosófico a su descuidado transcurrir en el
universo.
La semana aleatoria: Crónica de un
experimento social.
Todo el mundo se queja del lunes, pero ese mal
universal alguna vez fue temporalmente derrotado.
Los hombres y las mujeres de la primera
administración comunal de Berazategui
protagonizaron acaso la más revolucionaria mejora
en la vida social de todos los tiempos. El
asombroso experimento que la Municipalidad
pondría en marcha el primero de marzo de 1984
determinaría el triunfo definitivo de la imaginación
sobre el poder, como el arte sobre los efectos
especiales, o el talento sobre los sintetizadores y
samplers. Bastó una sola hora de debate en el
Honorable Concejo Deliberante para sancionar la
legendaria ordenanza.
Desde esa fecha en adelante, la semana sería
aleatoria. De esta manera, Berazategui derrotó al
lunes. Rápidamente se organizó un calendario móvil
que se armó sobre una tela naútica donada por un
vecino de pasado marino, todo un símbolo que
alcanzó su completo tamaño profético cuando tres
trabajadores municipales desplegaron el
almanaque gigante desde la terraza del palacio
municipal, cubriendo por completo la fachada sur,
dedicada exclusivamente a los ventiletes de los
baños. Así zarpó la imaginaria nave de la revolución
social, tripulada por los jóvenes ediles y pilotada por
el querido intendente. Ocupando toda la extensión
de la tela, resultando un alto de 15 metros en total,
se situaba el número identificador de la fecha,
conformado por una o dos cifras de chapa pintada
de negro o rojo, según correspondiera. Arriba del
número, se colocaba un cartel con el nombre del
mes, el cual quedaba fijo durante todo el transcurso
del corriente. Debajo de la fecha, y más grande que
el cartel del mes, se colocaba el trozo de chapa
pintado que decía el día de la semana que le
correspondía. Todas las noches, una comisión
formada por los representantes de las fuerzas
cívicas asistía a la extracción de la bolilla que
determinaría que día de la semana sería el
siguiente, cuyo reinado comenzaría a la
medianoche exacta. Un boy scout de la agrupación
General Paz era el encargado de anunciar en viva
voz pueril el día de la semana extraído. Entonces
una suerte de algarabía se apoderaba del hall
municipal, donde las voces de alegría y sorpresa
“Menos mal que mañana es miércoles, que tengo
turno con el dentista”, se mezclaban con las de
desilusión “Uh… con el lindo día que va a ser! Mirá
si no podría haber tocado sábado, para ir al parque
Pereyra”. La vida de la joven comuna se vio
entonces saludablemente sacudida por el impacto
de la nueva normativa. El público vivía cada día
desconociendo qué le depararía el siguiente. Podría
ser lunes, domingo, jueves, o incluso el mismo
martes que estaban viviendo, pues nada impedía
que un mismo día se repitiese tanteas veces como
el azar lo quisiera, pero transcurrido el primer mes
se vio que las leyes de la matemática secreta del
cosmos no tenían una capítulo especial para la
ciudad de Berazategui. Una comisión formada por
dos profesores de álgebra y geometría del Instituto
Politécnico se abocaron a vigilar la aparición
estadísticamente esperable de los diferentes días a
medida que se producía el sorteo diario. Las
consecuencias comerciales fueron las primeras en
evidenciarse en una ciudad acostumbrada a girar
alrededor de la principal arteria, es decir, la calle
14. Las carnicerías pasaron a vender asado todos
los días, puesto que potencialmente cada día de
mañana podía ser un domingo. Las panaderías, de
la misma manera, duplicaron la venta de pan,
porque el día siguiente podía ser lunes. El periódico
“La Palabra”, que aparecía los jueves, comenzó a
imprimir ediciones de emergencia puesto que cada
cierre de redacción podía terminar en prensa.
Finalmente se convirtió en un diario. El tambo
Barzola acomodó su régimen de entrega de lácteos
para que no faltara leche ningún día de la semana,
por muy domingo que fuera en el resto del mundo.
Felizmente, las frutas y verduras provenían de las
quintas de Hudson, donde regía, por supuesto el
calendario local. Pronto se evidenciaron los
cambios profundos que la semana aleatoria
causaba en el tejido social. Los niños dejaban de
hacer los deberes para mañana, esperanzados en
la aparición de un domingo o sábado como día
siguiente. Por otro lado, las parejas de novios
recuperaban la frescura perdida tras meses, o años,
de estrictas citas jovianas. Cada día de mañana era
una incertidumbre deliciosa o amenazante, según el
caso. Los domingos en particular perdieron su
poder cáustico sobre el blando tejido del alma
sureña para dar lugar a la esperanza, fundada por la
experiencia, de que el día siguiente difícilmente
fuera lunes. Incluso se había dado el caso de
repetición de domingos, y fines de semana largos
de tres días. Los detractores y contreras
empedernidos, metástasis del riñón opositor, se
empecinaban en negar la vigencia de la semana
aleatoria, acudiendo a la propalación subversiva de
las transmisiones radiales de las emisoras de la
capital a viva voz por los combinados hogareños y
los pasacasettes de sus autos. “¿No ven, boludos,
que para el resto del país es martes?” “Vayan a
laburar, manga de vagos” eran los gritos
admonitorios que se oían a veces, durante el fin de
semana local, desde los alrededores de los centros
de recreación, como el club Ducilo o, ya en el colmo
de la desfachatez temeraria de estos agitadores,
las mismísimas piletas de Plátanos, localidad cuna
del intendente.
Tras siete u ocho meses de continua felicidad y
mientras algunos estaban pensando en los festejos
del primer aniversario de la semana aleatoria, bajo
el slogan “En esta ciudad desalojamos a la tristeza”,
la intelectualidad que solía reunirse en la biblioteca
Manuel Belgrano exponía sus temores. Para
algunos, era evidente que Berazategui no resistiría
por mucho tiempo más la embestida de los grupos
hegemónicos que pugnaban por impedir que el
ejemplo revolucionario se propagara por el resto del
país. Florencio Varela y Almirante Brown ya habían
empezado a estudiar los respectivos proyectos de
ordenanza para adoptar la semana aleatoria.
Incluso se había formado una mesa coordinadora
cuyos integrantes estaban pensando en un sistema
unificado de día semanal para todo el conurbano.
La mayor parte de los gremios provenientes de la
combativa CGT Brasil habían saludado con alegría
la iniciativa. Sin embargo, el gobierno nacional
guardaba un silencio preocupante. Algunos de los
políticos locales, otrora militantes de la izquierda
peronista, sostenían que había que prepararse para
defender la conquista lograda contra el sistema
semanal fijo. Como era de esperarse, a pesar del
intenso debate interno, la iglesia local se expidió a
favor del sistema antiguo, amparándose en su
discutible autoría papal. “Ya tenemos la iglesia en
contra, nos la quieren dar como al General en el 55”
dijo el famoso militante y fotógrafo social “Pampa”
López, durante un acto a favor de la insurrección
sandinista realizado en el centro cultural Rigolleau.
Para muchos, fue una declaración de guerra. Por
esa altura, además, arreciaban a las denuncias
difamatorias contra el sistema. Se decía que los
sorteos del día estaban comprados; que los boy
scouts eran hijos de funcionarios municipales
interesados en hacer salir un día antes que otro; que
los dueños del bingo habían ofrecido una fortuna a
los ediles para que privatizaran el sorteo y toda
clase de denuncias con muy poco fundamento, pero
bastante aptitud mediática. Los rumores iban y
venían desde los centros neurálgicos de la ciudad
hasta los suburbios: las calles
del centro, la 14, la Mitre y la 21, eran escenarios
casi diarios de actos a favor del gobierno y
repentinas caravanas de opositores que hacían
sonar sus bocinas mientras gritaban “¡Negros,
vayan a trabajar!” La calle 148, ex 31, era un
polvorín. Las multitudes que salían de la misa del
domingo se encontraban con la populosa fila de
compradores de la fábrica de pastas “La Torinesa”,
mayoritariamente comprometida con el almanaque
local, armándose trifulcas interminables. “¡Si no es
domingo, para qué van a la iglesia, culos rotos!”,
“¡Por cada domingo de mentira, van a pagar cinco
lunes seguidos, negros cabeza!” eran algunos de
los insultos que cruzaban los bandos enfrentados.
La señal inequívoca del inminente golpe la dio una
columna publicada en el New York Times a cuyo
título “Argentina sigue siendo un país poco
previsible” seguía un artículo donde se decía que en
algunas de sus ciudades los lugareños no sabían ni
en qué día vivían. Al conocerse la noticia, un grupo
enfurecido partió del corralón municipal a bordo de
un camión de recolección para ir a confiscar un
ejemplar de la publicación imperialista. No lo
consiguieron ni en el quiosco de la catorce ni en el
puesto de Ducilo, de manera que fueron para
Quilmes a ver si había algún quiosco que lo
vendiera. La administración de la vecina ciudad, de
signo político contrario, aprovechó la inofensiva
incursión para multar al camión municipal y a su
conductor por llevar gente en la caja. Siguió una
discusión que finalmente demandó la intervención
de la policía, terminando los cinco obreros
municipales presos. Durante horas se debatió en la
Municipalidad sobre los pasos a dar para recuperar
a los compañeros capturados. Los más moderados
aconsejaban prudencia, mientras que los más
exaltados decían que no valía la pena vivir en una
comunidad libre a costa del encierro de sus
habitantes. A medida que avanzaba la noche, la
gente comenzó a reunirse en el playón de la
Municipalidad. Primero eran unos pocos, luego
cientos. Ya a esa altura se había suspendido el
sorteo, por primera vez en la historia del proyecto, y
todos velaban las luces encendidas del despacho
del intendente y la secretaría de gobierno. Hacia la
madrugada, miles de vecinos portando antorchas y
estandartes con consignas diversas “No pasarán”;
“En bolas pero libres”; “Barrio Marítimo Presente”;
se prestaban a apoyar al intendente y resistir
cualquier intento de intervención. Pero a pesar del
apoyo popular, los rumores eran sombríos. Algunos
habían visto un helicóptero aterrizar en el club de
Golf, aparentemente portando tropas. Todos querían
ver al intendente, pero nadie se asomaba a la
ventana del segundo piso. De pronto sonó la sirena
del cuartel de bomberos. Minutos más tarde
pasaron dos autobombas raudas rumbo al río. La
gente de desbandó tratando de ver qué sucedía.
Aparentemente, ése fue el momento en que
secuestraron al intendente, aunque algunos
sostienen que se entregó para evitar
derramamientos de sangre. Hacia las cinco de la
mañana, el único rumor que circulaba era el de la
renuncia del máximo líder comunal. Cuando la
certeza de lo peor abarcaba los ateridos corazones
de los vecinos, se anunció por la radio local la
renuncia del intendente y su pedido de asilo en
México. El gobierno provincial había intervenido el
partido de Berazategui y un nuevo intendente se
haría cargo del gobierno comunal. Más tristes que
enfurecidos, los vecinos fueron dejando lentamente
la plaza municipal, siendo reemplazados por los
festivos locales partidarios de la intervención.
Cuando ya clareaba, unos desaforados hombres
vestidos de traje descolgaron la tela del almanaque
municipal y la prendieron fuego. Al día siguiente
nadie escuchó la radio para saber qué día era. Pero
no hacía falta: todos lo sabían.
Era lunes, otra vez.
La secta impublicable
En un barrio de monobloks de Berazategui funciona
una secta de artistas secretos. Los hay pintores,
escritores, actores y poetas; también músicos. Los
Artistas Secretos de los Monobloks, al igual que la
mayoría de los artistas públicos, no viven de su arte.
Algunos son kioskeros, vendedores de seguros o
médicos. Incluso, hay que decirlo, hay una prostituta
y un conductor radial entre ellos. El lema del artista
secreto es que únicamente la obra de arte es lo que
importa; el resto, es decir la humanidad y el mismo
artista, resultan totalmente despreciables. Esta
gente llega así a la secta luego de descubrir, por
puro azar o gracias a la sutil inducción de algún
vecino, la execrable forma de vida de los artistas
públicos, quienes hacen su arte solamente con el
ridículo motivo de pavonear sus plumas. Los artistas
secretos han renunciado a toda forma del ego. Se
sabe que la vida depara esos descubrimientos
solamente para quienes han doblado la curva, pero
se da también esa vislumbre en algunos espíritus
jóvenes que iluminan el mundo por tanto fuego que
emanan. Lo cierto es que los artistas secretos han
renunciado también a toda forma de publicación.
Nunca se los verá exponiendo sus pinturas, ni
concursando en certámenes literarios. Por eso
resultaría inútil e impertinente nombrar por su
verdadero nombre al joven que nos concede esta
entrevista. Lo llamaremos simplemente,
Bartolomeo.
- ¿Qué te motivó a sumarte a los artistas
secretos?
- Básicamente la certeza de la contingencia de toda
obra de arte. Anclarse a la autoría nominal es como
tratar de salvarse de un naufragio inflando globos…
- Entiendo, entiendo. Y por eso tu obra
permanece anónima…
- Claro, porque es lo único que realmente vale. Si yo
fuera y firmara mis poemas, eso volvería inauténtico
lo que escribo. Estaría diciendo “oigan, todo lo que
puse es mentira, solamente quería ganar dinero, o
cogerme una morocha, por caso”
- ¿Pero no te gustaría ser leído más allá de tu
círculo secreto?
Bartolomeo nos mira con un gesto extrañado.- No,
por supuesto que no. ¿Qué ganaría con eso?
- Reconocimiento… ¿fama?
Bartolomeo ríe francamente. -¿Y de qué me serviría
eso? ¡Tengo todo el reconocimiento que necesito!
Mi obra ha sido leída y valorada por los mejores
literatos de la humanidad. No creo que la
vulgarización vaya a mejorar eso. ¿Qué podría
sumar una millonada de mediocres que comprara
un libro mío para leerlo superficialmente, no
entenderlo y encima darse el lujo de criticarlo o
comerciar con él?
- Cuando te referís a los mejores literatos de la
humanidad…
- Mis pares – interrumpe Bartolomeo.
- Exacto… ¿Cómo sabés que son los mejores?
- ¡Porque los he leído! Yo aún estoy verde, pero aquí
en el barrio hay un par que escriben mejor que
Borges, Saramago, Pessoa y toda la sarta de
mediocres que reverencia el público.
-¿No es un poco extremo pintar a Borges como
mediocre?
- Buen, por ahí me zarpé, Tal vez no haya sido
mediocre, pero Borges ha hecho demasiadas
concesiones al público. Por eso les gusta, no por su
genio.
- Bueno, pero no le estás negando al público
cierto criterio estético para elegir el valor
literario…
-¡El público! – interrumpe nuevamente Bartolomeo,
esta vez con más energía – El público mira
concursos televisivos, escucha cumbia villera,
compra automóviles por el prestigio y se perfuma
para parecerse al actor que vende la marca de la
fragancia. ¿Vos creés que esa horda de salvajes de
pronto se vuelve una masa de sabiduría a la hora de
leer?¡Fijate el ranking de ventas de las editoriales!
-Pero por ejemplo, al mostrar sus obras de arte
entre ustedes… ¿no le están negando al resto
de la humanidad la apreciación de un objeto
estético invalorable?
- Sí, es cierto. Justamente porque no se lo merecen.
Antes, de vez en cuando liberábamos alguna obra,
siempre en forma anónima. Una noche, por ejemplo,
me tocó llevar a un museo y abandonar en la sala
una pintura de la más importante artista plástica
viva.
- Me imagino que era un cuadro sin firma.
- Por supuesto. Bueno lo dejamos ahí porque la
verdad es que era demasiado bello, más que
bello… trascendente. Probablemente establezca
una bisagra en la historia de la plástica occidental.
A su lado, el Guernicka o la Gioconda serían
estampitas de San Cayetano recortadas del Esquiú
Color.
-¿Dónde está esa obra?
-No lo sabemos. Jamás apareció exhibida.
Seguramente está perdida en algún archivo,
esperando por un ser humano capaz de apreciar
todo su valor. – la voz de Bartolomeo trastabilla – tal
vez.. tal vez la hayan destruido. Bárbaros – balbucea
el joven.
- Ustedes entonces nunca publican…
-¡Jamás! – interrumpe Bartolomeo, ya francamente
ingresando en la insolencia – Nunca jamás
publicamos. Ha habido algunos traidores. Pero les
hemos hecho sentir la justicia…
-¿Cómo? – Preguntamos súbitamente, dándole
al muchacho un poco de su propia medicina.
- Si es un varón y nos enteramos de que anduvo
firmando, publicando sus obras o peor aún,
mandándola a certámenes, directamente lo
garchamos, por puto reventado del orto – dice
Bartolomeo, poseído- Si es una mina, le colgamos
un cartel en la puerta del departamento que dice
“Aquí vive la gorda”
- Pero “gorda” no es necesariamente un
insulto...
- Para una boluda capaz de publicar su obra para
que un tipo le de bola y se case y le haga un par de
hijos a la muy conchuda y le preste la camioneta
para ir al shopping, sí es un insulto, ¿entendés? –
grita Bartolomeo, de pie y agitando los brazos. -- -Ahora bien, si todo eso que decís es verdad,
¿por qué hay un miembro de la secta que sí
publica sus ensayos y cuentos y aún así lo
siguen aceptando?
Bartolomeo, lívido, deja caer su mandíbula durante
un segundo, luego se recompone y nos mira. ¿Quiénes son ustedes? ¿Quién les dijo eso? -
- Sabemos de buena fuente que un periodista
de apellido…
- ¡Callesé! ¡No pronuncie su nombre! ¡No sabe el
riesgo en que está poniendo a un artista
valiosísimo! ¡Cállese, por favor se lo pido! El pobre
hombre tiene que trabajar… todos trabajamos. Pero
él no conseguía nada, de manera que nos pidió una
dispensa para ganarse la vida como escritor. Ajá,
pero entonces… - ¡” Entonces” las pelotas! –
Interrumpe el maleducado – le dimos la dispensa
bajo juramento de muerte de que jamás publicaría
su obra real. Todo lo que leen de él es basura
comercial. Nada de lo realmente bueno que escribió
ha salido de este edificio.
-¿Es quien nosotros suponemos?
- Si usted sabe quién es, le recomiendo que cierre
la boca. Por su bien – amenaza el mocoso.
Por fin nos vamos de este barrio irrespetuoso,
infestado de ratas, bienes de dudoso valor artístico
y jóvenes insolentes y lunáticos que inventan
complots y supuestas estafas al público. Como si
fuera tan fácil publicar basura disfrazada de arte,
El país que ocupa la isla de Smara
El país que ocupa la isla de Smara, a cuatrocientas
millas al este del Golfo de San Jacinto, es
frecuentemente ignorado por las caóticas guías
turísticas de la Melanesia. El olvido de tanto editor
especializado tiene su razón: Las Provincias Unidas
de San Jacinto nunca tuvieron representación
alguna en la diplomacia mundial. Tampoco hay
delegaciones en los foros de comercio ni en las
justas deportivas internacionales. Los
sanjacinteños, o “sanjas” como suelen llamarse a sí
mismos estos simpáticos aunque enigmáticos
descendientes de españoles, apenas intercambian
algunos bienes con los estados vecinos. El país se
extiende por sesenta mil kilómetros cuadrados, los
cuales se dividen políticamente en treinta y seis
provincias. La población nativa alcanza el número
de un millón y medio de habitantes. En una zona del
planeta con tanta riqueza étnica, asombra al experto
estudioso, descuidado turista o mero náufrago, la
homogénea composición de la sociedad
sanjacinteña. Todos los pobladores pertenecen al
mismo grupo étnico. De tez oscura, de gruesas
cejas y tempranamente calvos, los naturales se
confunden a primera vista con los indonesios,
pueblo imperante en esta zona del pacífico. Sin
embargo, el examen concienzudo revela una
sorpresa. Los sanjas son los descendientes de un
grupo de náufragos sudamericanos, rioplatenses
para mayor precisión, que formando parte de la
expedición de Hipólito Bouchard en 1818, hubieron
de enfrentar, con variada fortuna, una espantosa
tormenta tropical de las típicas que azotan la isla de
Smara en la temporada de tifones. El corsario
argentino guiaba a su flota, en un raid de
propaganda y financiamiento a favor de la joven
nación americana a través de los mares del mundo,
cuando un barco esclavista del imperio británico
tuvo la mala fortuna de toparse con la fragata
argentina, mensajera de libertad y garantía de
justicia. El buque negrero fue capturado
prácticamente sin combate. El capitán inglés y el
empresario africano fueron juzgados por tráfico
ilegal de personas, según las leyes de las
Provincias Unidas del Río de la Plata. Ambos fueron
ejecutados y la nave confiscada. La fragata “MaríMarí”, con el aparejo intacto, tripulación saludable y
su carga de treinta mujeres mozambiqueñas en
buen estado, hay quien asegura muy buen estado,
fue incorporada a la escuadra argentina. En su
derrota por los mares del sur, finalmente la
calamidad se ensañó sobre los marinos. Los
vientos enloquecidos azotaron durante dos días y
dos noches a la escasa formación, finalizando el
vendaval súbitamente con una nave perdida. La
Marí Marí, desmembrada del resto de la flota,
navegó a la deriva durante una semana hasta
naufragar finalmente en los callos australes de la
isla de Smara. Hasta aquí coinciden los relatos
sanjeños sobre el origen de su nación. Poco se ha
avanzado más allá. Los historiadores locales
difieren y polemizan, en forma constante y
vehemente, sobre el encadenamiento de sucesos
que finaliza en la moderna San Jacinto. Ya
repasada su historia, prestemos atención ahora a la
actualidad del país que nos ocupa. La ciudad
capital, “La perla del pacífico”, nos recuerda a la
antigua Berlín de posguerra. El distrito federal se
extiende hacia el centro de la isla albergando treinta
y cuatro secciones, o “barriadas”; cada una de ellas
separada del resto por un muro que varía su
composición, pudiendo concretarse esta división en
un hormigón severo, una ubicua malla de alambre o
la muy difundida ligustrina. Sucede que cada zona
alberga a los habitantes que han elegido vivir allí
aunados bajo la simpatía hacia el mismo partido
político. Así, la capital refleja en pequeña escala la
inteligente división provincial del resto del país,
donde la gente se afinca a libre elección en la
provincia administrada por el partido político que
mejor la representa, excepción hecha, por supuesto,
del Territorio Nacional Anarquista del Cabo Oriental,
donde
unos seiscientos pobladores viven sin
representación partidaria alguna. La prolongada
historia institucional del país ha afianzado las
relaciones entre las zonas políticas afines. El tráfico
se realiza por arterias y portales abiertos en los
muros de circunscripción, anunciados por estos
mensajes: “Usted está ingresando en la zona
socialista democrática: Bienvenido”, “Zona radical,
tierra de civismo y progreso”, “Zona neoliberal.
Inversores extranjeros bienvenidos”, “Zona
conservadora. No se permite la venta ambulante!” y
así. Es imposible intentar un esbozo de la historia
local sin balancear cuidadosamente el fuerte
impacto que han tenido las comunicaciones en los
isleños. La generación de energía insular se realiza
cómodamente gracias al betumen obtenido en los
yacimientos situados en la zona norte, en la
provincia “Peronistas de Perón”, eterna
contendiente de las vecinas “Patria Socialista” y
“Santa Evita”. Si bien el producto que virtualmente
mana de los afloramientos rocosos no es apto para
su refinación y obtención de naftas, el mismo se
consume íntegramente en la usina local,
produciendo electricidad para todos los isleños.
Esta relativamente generosa provisión de energía,
ha permitido un desarrollo singular en las
manufacturas del país. Tal capacidad les ha
permitido a los sanjas adquirir esporádicamente
bienes de consumo provenientes del resto del
mundo. Aún careciendo de emisoras de radio o
televisión locales, los sanjas son ávidos
consumidores de televisión satelital y radio de onda
corta; esto les permite mantenerse al tanto de las
novedades de la madre patria, a la cual se sienten
indisolublemente unidos. No existe acontecimiento
argentino que no repercuta de alguna manera en la
sociedad sanjeña. Triunfos o fracasos deportivos,
conflictos sociales, cambios políticos y económicos,
todo aspecto de la actualidad argentina tiene su
correlato local. A la ola de inseguridad del 2007 le
han seguido una serie de estremecimientos
políticos que aún hoy mantienen en vilo a los
órganos deliberativos de la pequeña nación.
Recientemente, las rutas de algunas regiones
fueron cortadas por simpatizantes del campo,
aunque la producción local agropecuaria está
reducida a las huertas comunales que cada pueblo
posee. A falta de tractores y maquinaria pesada
que impidiera el paso de las bicicletas, palanquines
y tranvías, los partidarios locales del campo
argentino dispusieron un sistema de cortes basado
en el honor del damnificado. Los transeúntes
llegaban al punto del piquete, jalonado por un cartel
indicador improvisado por los atareados rebeldes:
“Usted ha llegado a un piquete agrario. Dése por
impedido de continuar su viaje” y allí, dándose por
aludidos, los lugareños procedían a retornar a su
punto de origen o bien a sentarse y vociferar contra
la impiedad y salvajismo de los revoltosos
campesinos. Aunque no se conocen delitos
mayores en la isla, la ola de inseguridad creciente
ha provocado severos cambios en las costumbres
de San Jacinto, especialmente en la Perla del
Pacífico. “¿Hasta cuándo seguiremos soportando
esto?” se preguntan los pasacalles que, en las
regiones de centro y derecha, se atan a los pocos
semáforos, que por otra parte, ya nadie respeta una
vez que ha caído la noche. Dicen los sanjas que
ésta es una medida desesperada para evitar
atracos, violaciones o asesinatos; y hay que darles
la razón, por cuanto a la fecha no se ha registrado ni
uno solo de estos crueles delitos. Es el sueño de
todo joven sanja adquirir la mayoría de edad para
poder emprender un viaje a Sudamérica, a la patria
de sus ancestros. Encandilados por las imágenes
que reciben a través de Argentinísima Satelital y
Canal 7, cada año son cientos los muchachos y
muchachas que se proponen la emigración que
cambiará sus vidas. Sin embargo, el viaje a
Sudamérica no es trámite fácil para un habitante de
la isla de Smara, lejos como está la ínsula de toda
ruta comercial importante, y a la cual los aviones
desprecian aún como aeródromo de emergencia.
Tarde o temprano los chicos retornan tras haber
consumido tempranamente su dinero, copia
artesanal bastante fidedigna del billete de 1 Austral
que llegara una vez con los restos de basura
arrojada desde un pesquero de altura. Así finalizan
precozmente estos viajes juveniles, sin alcanzar
siquiera las doradas y prometedoras orillas de
Papúa-Nueva Guinea. Los locales alegran sus días
con la música de tango y el folklore criollo, con
campeonatos de truco, taba (levemente adaptada a
la anatomía del lobo marino) y el pato. Las bandas
musicales locales, las tanguerías de la zona
izquierdosa de la capital, la ópera de los bacanes y
el pericón de los barrios conservadores, visten
musicalmente los fines de semana, en los cuales no
falta la pasión deportiva por excelencia: el fútbol.
Los partidos son el entretenimiento de los
habilidosos atletas y colaboradores varios que
desarrollan casi una profesión de fe basada en el
deporte. Las contiendas comienzan con un primer
tiempo; siguen con el entretiempo, el segundo
tiempo y la batahola final, donde decenas de
simpatizantes profesionales representan fielmente
el papel de agitadores y barrabravas, invadiendo el
campo y corriendo con amenazas e insultos a los
deportistas. Cada domingo la fiesta se renueva con
eterno entusiasmo y se comenta durante toda la
semana. Compitiendo en fervor con el fútbol y la
política, la fe religiosa del sanja es digna de
encomio y admiración. A pesar de que no existen
representantes locales de la Santa Sede, los
Sanjacinteños se reconocen en su mayoría
católicos. Una Biblia recuperada del naufragio
original ha servido como instrumento de formación
de varias generaciones de religiosos que convocan,
cada lunes, a rezar el rosario en forma sincrónica
con la emisión del canal satelital católico. Como en
cualquier parte del mundo, también aquí la iglesia
se renueva y se pone al día con los adelantos
científicos y sociales. A la polémica moda del
tercermundismo católico, que finalmente llevó a la
provincia socialista a permitir la religión, siguió la
ola vigente de incluir en la formación del seminario
la instrucción sexual, y particularmente la técnica y
estrategia de sodomización de menores.
Preguntado un prelado si esto no acarrearía
problemas con la justicia y eventualmente no
constituía un pecado, el mismo respondió que peor
pecado era perder la conexión con nuestras raíces,
aludiendo a la Argentina como oriente de toda
iniciativa cultural. “San Jacinto mira a la Argentina
porque somos argentinos” dice la frase que corona
la pirámide de mayo local y que parece sintetizar
por sí misma el pensar de este pueblo ignoto de los
mares del sur. Recientemente San Jacinto ha
experimentado un acontecimiento que ha puesto en
vilo a sus pobladores y casi precipita a la pequeña
nación a la catástrofe.
II
En las vísperas de la navidad del año dos mil ocho,
arribó al puerto de La perla del Pacífico una nave de
vela, tripulada por cuatro jóvenes marineros,
quienes, desconociendo las características del
puerto, chocaron contra una roca, abriendo un
rumbo en el casco. Sin embargo pudieron alcanzar
el muelle. Hubo una confusión inicial pues ellos
creían haber llegado a Guadalcanal y por lo tanto
intentaban hablar inglés con los trabajadores del
puerto. Finalmente, al ver las balandras de pesca
cercanas, las cuales portaban nombres tan
encantadores como “golondrina del este”, “caña
hueca” o “gracias a mis viejos”, los muchachos se
identificaron como ciudadanos argentinos. Pronto la
noticia corrió por toda la ciudad. ¡Visitantes de la
madre patria! Pablo, Juan, Jorge y Ricardo, o “los
argentinos”, pasaron
a protagonizar la vida pública de la capital en
apenas unas horas. El señor Uribelarrea, director
del magnífico hotel y restaurante internacional
“Varela Varelita” los nombró invitados de honor,
negándose bajo amenaza de suicido a cobrar un
solo peso por la estadía a los ilustres visitantes;
pero el buen hombre recuperó con creces los
gastos pues, al día siguiente, todo el hotel se ocupó
con periodistas, políticos y gente diversa que quería
conversar o simplemente tomarse una foto con los
cuatro jóvenes rubios, bronceados y atléticos que no
cesaban de dar entrevistas, contar cosas de la
Argentina e incluso referir los chistes de moda en
Buenos Aires. Así los san jacinteños se pusieron al
día con la actualidad que no era tratada por los
programas satelitales habituales: La azarosa vida
de Mariana de Melo, una luchadora social devenida
en actriz de televisión o la epopeya de “bailando por
un sueño”, una obra de caridad conducida por un
estudioso y carismático especialista en deportes
que ayudaba anímicamente a toda la Argentina
desde su programa televisivo dedicado a resaltar
los valores de la auto-superación y la solidaridad.
Cuando el encantador Juan fue visto saliendo del
excéntrico bar “La Unión Soviética”, en la zona
comunista, abrazado a la cantante local Guillermina
Perez, la prensa local estalló en impresiones de
último momento de los pasquines mimeográficos: el
romance de una nativa con un argentino era un
hecho. En menos de una semana, sendas mujeres
locales, de excelentes familias de la zona neoliberal,
conquistaron el corazón de los tres argentinos aún
libres. De pronto el pueblo sanja se encontró
viviendo al latido eufórico de los acontecimiento
sentimentales de la cuatro parejas. No faltó, por
supuesto, el nubarrón que oscureciera el cielo de
felicidad que se tejía para los tórtolos. Acusaciones
de infidelidad, el asedio constante de las doncellas
que no se resignaban a ver cómo otras se
quedaban con el preciado botín y el evidente
rechazo de Jorge, Ricardo y Pablo hacia la
excéntrica novia comunista de Juan, hicieron
peligrar la armonía del grupo. Pronto quedó en claro
que lo único que deseaban las damas era irse con
sus novios a vivir a la Argentina. Todo entusiasmo
llega al clímax para luego decaer. Así, con el pasar
de los meses, la sociedad sanja se fue
acomodando nuevamente al trámite bucólico y
apaciguado de la vida insular, volviendo de a poco
a sus ocupaciones habituales; porque lo de los
argentinos sería muy entretenido, pero no daba de
comer. Otras noticias esperaban por su lugar en la
discusión cotidiana de la Isla: El plan quinquenal, los
aberrantes hechos de corrupción que salpicaban al
gobernador de la provincia desarrollista, quien
utilizando fondos públicos, se construyera una casa
en la playa para, según él, vigilar el posible
desembarco de submarinos rusos, la salud del astro
del deporte local, el boleador Elías Jaramillo, o la
inminente aparición de la tercera novela de la saga
“Aventuras del gauchito Crespín: la furia del tifón” de
la escritora María de los Dolores Gutiérrez. Pasó
una semana sin noticias de los argentinos. El hotel
Varela Varelita fue vaciándose de curiosos para
empezar a funcionar de manera habitual, como
hospedaje para algún que otro viajante de comercio
australiano. Simultáneamente, el servicio dedicado
a los visitantes ilustres fue volviéndose más austero,
pero sin mermar en calidad. No faltó el prefecto de
puerto quien les insinuó a los huéspedes de honor
de la Nación que resultaría conveniente hacer algo
con el descuidado velero de bandera argentina, el
Gokú, que ya por entonces era francamente más
naufragio que embarcación.
III
Fue por esos días que Pablo y Juan, quienes habían
desarrollado una amistad con el presidente
del consejo de diputados sanjeño, enseñándole a
jugar tenis, le confesaron al primer magistrado que
ellos habían llegado a la isla con una misión secreta
y que ahora, luego de la atenta evaluación que
habían hecho del país y su gente, estaban en
condiciones de confiarle los detalles del encargo
que traían: La presidenta de los argentinos saldría
de gira en el próximo mes por Australia, Malasia y
otras naciones amigas. Si eventualmente fuera
invitada a visitar San Jacinto, ella estaría dispuesta
a hacer una escala para conocer el país y saludar a
sus líderes. Los cuatro argentinos, más que nada
Juan y Pablo, estaban a cargo de los primero
contactos. “¡Pero amigos, cómo no me avisaron
antes!” preguntó sorprendido el señor Moisés
Peres, cuyo árbol genealógico siempre fue un
enigma para la sociedad local. La respuesta de los
muchachos fue la cuestión delicada de la seguridad.
El mundo fuera de la isla se había vuelto un territorio
inseguro y no era el deseo de la presidenta exponer
innecesariamente a un país amigo al riesgo de
integrarse al desgraciado club de las capitales del
mundo que sufren endémicamente el azote del
terrorismo internacional. Por eso ellos tenían como
mandato directo de la presidenta la tarea de
verificar las condiciones de seguridad imperantes
en la isla, en caso de que la visita se concretara.
Nuevamente la noticia tardó menos de un día en
llegar desde La perla hasta los más extremos
parajes de la isla. La prensa se abalanzó
nuevamente sobre los jóvenes argentinos. También
hicieron lo propio las mujeres, los empresarios
gastronómicos, los exportadores, los futuros
importadores de artículos argentinos, deportistas,
artistas, bailadores de tango y todo aquél que
aspirase a pasar un minuto, tan solo, en compañía
de la mandataria Argentina. Los pobres chicos
tuvieron que contratar, ad honorem, a un manager
local que les organizara la agenda. A la mañana,
entrevistaban a personalidades oficiales para
coordinar el protocolo, tarea que enseguida
delegaron en su amigo el señor Peres, para poder
descansar al menos hasta el mediodía. Luego del
tardío desayuno, los argentinos dedicaban su
tiempo a visitar bodegas, bares, casinos y toda
aquella atracción turística candidata a ser incluida
en la agenda de la visita presidencial. Esta tarea se
demoró mucho pues el grupo no se decidía ante la
abundancia de buenas opciones de calidad. Otro
gran problema fue la super-oferta de obsequios
para la Presidenta argentina. Lamentablemente, los
chicos no pudieron expedirse sobre cuál de todas
las artesanías isleñas debería aceptar como regalo
la presidenta, pero finalmente accedieron a llevarse
un ejemplar de cada una de las piezas en oro y
turquesas para que las evaluara un experto en
diplomacia de obsequios que conocían en Sydney.
Un viajante australiano accedió a llevar el paquete a
la isla continente a cambio de que los muchachos le
cuidaran una plata que le andaba abultando
innecesariamente el bolsillo. La noche no dejaba
mucho descanso para el cuarteto sudamericano:
cada vez debían comer en un restaurante distinto,
probando las exquisiteces locales, aún a riesgo de
perder la línea. Cualquiera podría suponer que aquí
finalizaba la febril jornada de los diplomáticos
argentinos, pero no era así. Eran tantas las
muchachas que se ofrecían voluntarias para asistir a
la presidenta en su futura estadía que los argentinos
debían entrevistar personalmente a las chicas, a
veces varias a la vez, en el hotel donde apenas
lograban descansar. El cuerpo diplomático organizó
entonces un almuerzo de trabajo en el comedor del
hotel Varela Varelita, al cual asistieron Pablo y Juan,
los diputados provinciales y otros visitantes menos
ilustres, entre los que se contaban los hermanos
Piercing y Mesi Wu , dos marinos malayos que
solían proveer de repuestos eléctricos a la empresa
de energía local. Fue en el momento de servirse el
gazpacho, cuando el señor Rocamora, diputado por
el sector Socialista Maoísta, planteó la conveniencia
de una conversación telefónica previa entre el
Presidente de
San Jacinto y la Señora Presidenta de la República
Argentina, como para que ambos mandatarios se
conocieran, al menos por la voz, y de paso la
presidenta recibiera personalmente la invitación a
visitar la isla. Sí, estaría bueno – dijo Pablo –
lástima que no haya aquí teléfonos celulares
satelitales. Por supuesto que nosotros traíamos un
par de equipos, pero se nos arruinaron en el viaje.
No creo que podamos concretar esa conversación
tan conveniente. Los comensales aprobaron
rápidamente la merecida puesta en su lugar que le
impartió el joven diplomático argentino al eterno
moscardón de la provincia pro-China. Sin embargo,
uno de los hermanos Piercing-Wu se levantó de su
asiento, inclinó su cuerpo como quien pide la
palabra, y dijo amablemente, en ese cocoliche tan
cantarín con el cual los chinos pronuncian el español
con matices mandarines. – ¡Nosotros tenemos un
Nokia satelital! ¡Sería un gran honor para los
hermanos Wu poder prestárselos! Un repentino
ataque de tos se apoderó de Juan, alarmando a los
contertulios y sus servidores. Cuando pasó el
tumulto, El señor Piercing Wu extrajo de su bolsillo
un aparato notable, una maravilla de la tecnología
asiática, que permitía hablar con cualquier teléfono
del mundo, incluso desde la isla de Smara, virgen
aún de antenas celulares. La concurrencia retuvo el
aliento: ese teléfono tenía el poder de traer a San
Jacinto nada menos que la voz de la máxima
autoridad de la madre patria. Pablo tomó el teléfono
con mano temblorosa. ¡Adelante, llame! – pidió un
diputado, con la mirada fascinada por el milagro
inminente. Pablo dudó, paseando la mirada
nerviosa entre la concurrencia. Tal vez no recuerde
el número – sugirió alguien en voz baja ¡Sí, hombre!
¿Cómo no lo va a recordar? Es su jefa inmediata.
Deben hablar todos los días! - contestó una
diputada indignada por la falta de fe de alguna
gente. En eso Juan se irguió del asiento y arrancó
de la mano de Pablo el teléfono. ¡No Pablo! No
molestes a la presidenta ahora. ¡En Buenos Aires
son las dos de la mañana! Un suspiro recorrió la
mesa. Era cierto. Nadie querría incomodar de esa
manera al primer presidente extranjero, y nada
menos que argentino, con quien conversarían los
sanjas en toda su historia. - ¡Esta noche! ¡Esta
noche entonces! – Propuso radiante el señor
Rocamora. Todos los demás aplaudieron. Apenas
una par de horas después de retirarse el primer
diputado, toda la capital comentaba el inminente
suceso. Al caer el sol, el país entero haría silencio
con la esperanza de oír aunque sea un eco lejano
de la histórica conversación. El ajetreo posterior es
difícil de reconstruir. Se sabe que durante la tarde,
Jorge y Ricardo se entrevistaron con los hermanos
Wu para alquilarles otro teléfono satelital, para tener
como respaldo por si el primero fallaba; tal era el
celo que ponían los argentinos en su misión. La
recepción de la señal satelital en los teléfonos se
probó durante toda la tarde, con el asesoramiento
de los hermanos Wu y los técnicos locales. Incluso
se hizo una llamada a Malasia, a la casa paterna de
los Wu, para verificar el correcto funcionamiento del
sistema. Como si esto fuera poco, a pedido de
Juan, se hizo una llamada desde el primer teléfono
al segundo, con lo cual se despejaron todas las
dudas: el sistema funcionaba perfectamente. Todo
estaba listo para las diez de la noche, la hora
elegida para la llamada que comenzaría una nueva
era. Preventivamente, el manager del los jóvenes
argentinos suspendió todos los deberes de la tarde,
procurando de esta manera no forzar el estado de
salud de los ilustres visitantes y mantenerlos en
forma para la noche.
IV
La tarde transcurrió en calma, incluso los chicos
tomaron una siesta. La cena, habitualmente servida
a las 20:30, se re-programó para después del
llamado, aunque al día siguiente hubiera que
madrugar. El recinto designado se acondicionó
rápidamente para albergar las casi trescientas
personas que presenciarían el acto. Para el público
se pusieron sillas, sillones de mimbre, un banco de
palmera y hasta se entraron al salón, con gran
esfuerzo, las sillas de hierro del jardín. Sin medir
esfuerzos, se trajo de la peluquería vecina al hotel
una silla giratoria para el señor Peres. Un diván de
cuerina, donado por el estudio psicoanalítico y
quiromántico de María de la Rueda e hija, fue la
comodidad elegida para el argentino que hiciera el
contacto inicial. Cerca de las 21 se prendió el turbo
ventilador de pié parta ir refrigerando el lugar y a las
21:30 se dejó ingresar a la gente que
ordenadamente formaba fila desde temprano. La
grata sorpresa era que se había removido parte de
la exposición de plástica de la artista local Susana
Pereyra, especialista en pintura nocturna sobre
terciopelo negro, dejando lugar entre sus
cautivantes cuadros para un retrato al óleo de la
Presidenta argentina, pintado por el hijo del barman
del hotel a partir de sus recuerdos de las
apariciones de la bella mujer en los noticieros de
canal 7. La figura femenina, con la mirada seria
pero dulce a la vez, solemne pero atractiva, parecía
escrutar la zona de la sala donde se haría la
comunicación. Para las 22:15 todo el público
presente se había saludado, intercambiado
opiniones y puesto al día con las últimas noticias del
circuito extra-oficial. A las 22:30 aún no habían
aparecido los jóvenes argentinos que harían el
prodigio. Cuando el murmullo creció para
transformarse en una franca gritería, la voz del señor
Rocamora pidió silencio con la fuerza de toda su
investidura. Ya estaba el magistrado dispuesto a
amonestar a la dignísima concurrencia por su falta
de ubicación y recato cuando una exclamación
recorrió la sala. Llegaron por fin los chicos. Pablo,
Ricardo y Jorge recorrieron el pasillo dejado al
medio de la sala hasta llegar junto al cuadro de la
Presidenta. Estaban vestidos para la ocasión por la
sastrería de Vieytes, cuyo dueño les suplicó que
portaran esos magníficos fracs, piqués marfil y
moños blancos. La peluquería Remedios de los
Arces era la responsable de las luminosas
cabelleras rubias que en ese ámbito, destacaban
como soles indómitos de juventud. Tres dioses, tres
hijos de la madre patria, tres embajadores…. - ¡Un
momento! ¿Por qué solo tres? Qué pasa con el
cuarto? - Preguntó Rocamora, a la sazón convertido
en promotor del evento. El señor presidente Peres,
que cerraba la comitiva, se aproximó a la primera
hilera de butacas y asientos varios y golpeó las
palmas reclamando silencio. - Lamentablemente,
Juan no nos podrá acompañar porque se siente mal
de la digestión. – dijo el primer mandatario, mirando
severamente al señor Uribelarrea, director del hotel.
– Esperemos que pronto mejore. El señor ministro
de salud pública ya le aplicó las primeras
cataplasmas, de manera que habremos de dejar
paso a la sabia labor del tiempo que lo curará sin
que quepa duda, que grave no es la cosa. – El
presidente levantó la mirada y aflojó el gesto adusto
para dar paso a una sonrisa - Pero ahora,
conciudadanos y visitantes de nuestros países
amigos, estimados representantes de la prensa
extranjera, demos la calurosa bienvenida a estos
jóvenes que no cesan de brindar felicidad y buen
augurio a nuestra modesta nación. – estallaron los
aplausos espontáneos de la concurrencia, mientras
el señor Uribelarrea se señalaba a sí mismo con
cara de mártir, moviendo visiblemente los labios de
tal manera que
parecía pronunciar “yo no tuve la culpa” a las pocas
personas que le prestaban fugazmente la atención.
– Bueno… Bien… Bueno… Les decía… no señora,
hay una lista de oradores… no podemos hablar
todos por teléfono con la presidenta. Bueno… - el
señor Peres logró que amainara el entusiasmo para
seguir diciendo – Este día histórico será recordado
por muchas generaciones. Es la primera vez que un
sanjacinteño hablará por un teléfono satelital, por
primera vez con una persona de otro país, por
primera vez con una persona de otro continente, y
esa persona, además, ¡será la Excelentísima
señora presidenta de la República Argentina! - los
aplausos repentinos rápidamente degeneraron en
una gritería infernal. El entusiasmo amenazaba
desbordar el salón, donde la temperatura ya era
francamente insoportable. Pero la sabiduría de viejo
estadista del señor Cúbalo, del frente socialista
Carlos Marx, pudo encauzar nuevamente la noche
hacia su destino trascendental. En efecto, el líder
reformista empezó a entonar las estrofas del himno
nacional de San Jacinto, que no es otro que el
mismísimo Himno Nacional Argentino. En unos
pocos segundos, todos se sumaron a la feliz idea y
así el salón empezó a emanar sobre la perfumada
bahía nocturna de la Perla del Pacífico la música
deliciosa del canto coral patrio. Los marinos a
bordo de las barcas, las palangreras que en la playa
alistaban el cebo para la pesca del día siguiente, los
enamorados furtivos que se escondían en las
dunas… todos se sumaron a ese coro que
reclamaba lo mejor del pueblo sanja. Adentro del
salón, los tres muchachos argentinos cantaban
entusiasmados las primeras estrofas, mas luego, al
proseguir el himno con el estridente pasaje donde
se canta “De los nuevos campeones los rostros
Marte mismo parece animar; La grandeza se anida
en sus pechos, A su marcha todo hacen temblar.”, el
entusiasmo pareció decrecer en los rostros de los
chicos. Seguramente preocupados por el retraso
que esto suponía, hay que pensar que aún faltaban
diez minutos de canción, lo cierto es que pronto
dejaron de cantar y se empezaron a ocupar de los
detalles de la comunicación en sí. Realmente se los
veía nerviosos. No debe haber costumbre o
familiaridad alguna que desbaste el desafío de
mantener una conversación, aunque no sea la
primera, con un jefe de estado. Por fin terminó el
Himno y, tras los aplausos, la gente guardó un
emocionado silencio, como el que guarda aquél que
de regreso del altar donde se la concedido la
eucaristía, deja disolver en su boca el dulce sabor
de lo sagrado. De pronto comenzó el verdadero
milagro. Pablo empezó a marcar los dígitos del
teléfono de la presidenta, un secreto de estado que
en esta isla, solo él y acaso sus compañeros
conocían. Si antes había silencio, entonces en ese
momento el tiempo se detuvo. Nadie osaba mover
un solo músculo de su cuerpo por el temor de
provocar un ruido, una interferencia, una desgracia
electromagnética o incluso digestiva que malograra
la llamada. - ¡Hola Señora presidenta! – exclamo
Pablo – Habla Pablo… ¡ah, sos vos! ¿Qué hacés
atorrante? ¿Todo bien? Yo laburo siempre, no como
vos… ¿Qué hacés con el teléfono de tu madre?
¿No tenés para comprarte uno…? Qué vas a ganar
trabajando...apostando es la única forma en que
ganarás, y encima en contra de tu equipo. ¿Ya
saben tus compañeros gallinas que apostás a favor
de boquita? … sí, justo… Sueñen, hijos nuestros.
¡Eso es lo que son! Bien, sí. Perfecto. Sí, están
todos acá conmigo… todo bien… ¿vos? … ah…y
sí, mejor… ya se sabía que la cosa no iba… muy
pendeja… no te hagás drama… el mundo está lleno
de minas…cuchame, ¿me podés dar con tu vieja?
Acá hay gente esperando… Les mando, cuidate…
chau. Beso…. ¿Qué? ¿Maracas? ¿Nosotros? ¡Mirá
quien habla! ¡Maracas ustedes, que no clasificaron!
Chau, chau… - la gente cruzaba miradas entre
divertidas y aterradas – ¡Hola señora Presidenta!
Pablo habla… Sí, lo que pasa es que tuvimos un
problema con el
barco… Sí, sí… al final llegamos. ¡Estamos en San
Jacinto! No… lo que pasa es que no teníamos
teléfonos… sí, ya sé. Bien, todos bien… Sí, pero
igual tenemos tiempo… ¿no? – en este punto de la
conversación, si antes nadie se movía, ahora nadie
respiraba. Todos contuvieron el aliento. – Menos
mal, le agradezco. Usted no sabe lo bien que tomó
esta gente la noticia de su gira…. Noooooo! No,
señora. No le dijimos a nadie! Ya sé… sí, la
seguridad… es que acá son todos amigos. No sabe
cómo la quieren a usted… cien por ciento. Sí, lo
recomiendo…. Sí, usted tenía razón, hay que venir. –
Algunos tímidos grititos de entusiasmo recorrieron
las primeras filas – bueno, justamente… yo la
molestaba para saber si usted tendría un minuto
para hablar con el señor Presidente de San
Jacinto… - el ruido de una persona desplomada,
presa del desmayo, fue la única interrupción en ese
silencio sepulcral – Sí, está acá, cerca de mí…
Moisés Peres… Peres, con “ese”. Acá al lado…
bueno, sí, después la vuelvo a llamar. Hasta luego…
como usted ordene, señora…¿Quién me quería
consultar algo?…¿Aníbal?... Bueno, si puede
arreglarse hasta que yo llegue…sino que me llame
a este celular, que le explico cómo se hace…
Gracias, serán dados. – Pablo retiró el teléfono del
oído, lo bajó y puso su mano tapando el micrófono.
Mirando solemnemente al presidente de San
Jacinto, le dijo – La Presidenta de la República
Argentina pide hablar con su excelencia. – Fue la
apoteosis. Algunos guardaron silencio, otros
murmuraban; algunas señoras, las más jóvenes,
daban grititos histéricos. Alguna que tendría el
corset muy apretado, cayó desmayada haciendo
ruido a miriñaque derrumbado. Cuando cesaron los
aplausos, el presidente de San Jacinto se atusó el
bigote, pasó la palma de su mano izquierda por la
cola de su frac impecable y se acercó al teléfono
con paso seguro, auque el temblor de la mano
denunciaba su lógico nerviosismo. La sala
prácticamente estalló en una hoguera de luz
destellante. Un gesto imperioso del presidente
acabó con los flashes y el ruido de las cámaras
fotográficas. Señora Presidenta, le comunico con su
excelencia el señor Presidente de la República de
San Jacinto – dijo Pablo, y le entregó el teléfono al
Sr. Peres. El primer magistrado alargó una mano
cuyo pulso logró controlar. Tomó el teléfono y dijo: ¡Excelentísima Señora Presidenta, es un gran honor
para mí saludarla en nombre del Pueblo de San
Jacinto! El Público enloqueció. El ministro de
comunicaciones en persona conectó el interruptor
que permitió, a partir de ese momento, la
amplificación del sonido del auricular para que el
mismo pudiera ser oído por toda la concurrencia. Su excelencia, el gusto es mío. Lo saludo en
nombre del pueblo argentino. – dijo la voz del otro
lado. El timbre y profundidad, seguramente
deformados por el paso a través del espacio sideral
en su trayectoria de subida y bajada del satélite, no
reflejaban el delicioso matiz femenino que la
presidenta utilizaba en sus alocuciones públicas
emitidas por canal 7. Tal vez tampoco contribuía la
hora de la mañana, pero lo cierto es que la
Presidenta sonaba un tanto machona, aunque
encantadora como siempre.. - Señora presidenta,
este llamado histórico para nosotros tiene por
finalidad contribuir a estrechar los lazos que unen a
cada ciudadano de mi patria con su querido país, al
cual veneramos como hogar de nuestros ancestros.
Pero además quiero expresarle personalmente el
beneplácito por su próxima visita. No puedo
expresarle con palabras la felicidad infinita que
compartimos todos los sanjacinteños por su
prometida presencia. - Señor Peres. Le agradezco
tanto la invitación. Yo también tengo unas ganas
locas de visitarlos, porque ya me dijeron que
ustedes son gente recopada y la verdad que el resto
de la gira es medio plomo, así que va a estar
rebueno que yo pueda ir por allá.
La familiaridad de la presidenta argentina
entusiasmó al público. Una muchacha de la primera
fila , haciendo gala de una extensa cultura televisiva,
explicó el significado de algunos términos
desconocidos, como “recopada” y “medio plomo”.
La voz distorsionada de la presidenta siguió
diciendo: - Bueno amigazo, que siga bien y nos
vemos pronto. Cualquier detalle lo arregla con mis
embajadores. Le mando un beso. Chau Chau! Hasta luego querida señora – saludó, algo
confundido, el presidente Peres. A continuación de
los aplausos, abrazos y llantos emocionados, se
largó la fiesta. Los diarios anunciaron el
acontecimiento inminente en ediciones especiales.
En menos de un mes, la Presidenta Argentina
arribaría a San Jacinto. El itinerario definitivo ya
estaba listo para ensayarse. Una comisión se
despachó rápidamente al viejo aeródromo de Kala-
Ton, cercano unos cuarenta kilómetros de La Perla.
El rudimentario aeropuerto había sido construido
durante la segunda guerra mundial por los
japoneses, pero no llegó a utilizarse nunca. Los
nipones estaban ya muy debilitados cuando
invadieron San Jacinto y tras unas dos semanas de
heroica resistencia nativa, debieron huir en el barco
que los trajo, no sin antes probar el valor de la
población civil que los hostigó duramente
arrojándoles aceite hirviendo desde las azoteas.
Desde los gloriosos días de la invasión japonesa y
la reconquista, el aeródromo envejecía
pacíficamente sin mayor mantenimiento que la
pintura a la cal prodigada anualmente por la
Dirección Nacional de Museos. Aún así, se decidió
que la pista serviría para recibir el avión
presidencial argentino, tal como dieron fe Juan y
Jorge, quienes ya eran veteranos de volar varias
veces a bordo del famoso Tango 01.
V
Tras un mes de febriles preparativos, llegó el día
más esperado. Durante el día anterior, la sociedad
sanja había logrado, en medio de la febril actividad,
cumplir con un compromiso de honor: despedir a los
cuatro jóvenes que zarparían a la madrugada para
investigar la seguridad de otra nación insular
cercana, cuyo nombre no se podía revelar dado el
secreto presidencial. La gente los colmó de regalos
y las novias quedaron en puerto, tristes y ansiosas
por el pronto regreso de los maravillosos solteros.
Si bien el arribo de Presidenta estaba previsto para
las primeras horas de la tarde, ya desde la
madrugada diversos grupos de entusiastas
comenzaron a congregarse en las sendas de
acceso al aeródromo. Las fuentes consultadas
difieren sobre el origen de los desgraciados
acontecimientos que ensombrecieron la jornada.
Hay quien atribuye la culpa de iniciar la catástrofe a
los grupos de izquierda revolucionaria. Otros, en
cambio, apuntan la mirada inquisidora a la derecha
interesada en acaparar a la presidenta para su
propio beneficio. Columnas provenientes de todas
las regiones del país pugnaban por ganar la calle y
llegar antes que las otras al aeródromo.
Vendedores ambulantes intentaban sortear los
piquetes agrarios que algunos oportunistas
sembraron a lo largo del recorrido de la caravana
que llevaría a la querida Presidenta al hotel
capitalino. Cerca del mediodía comenzaron las
agresiones; las canciones ofensivas que las
diversas facciones entonaban en contra de las
demás fueron subiendo de tono. De pronto, en la
zona aledaña al aeródromo reinó el caos. Los
militantes se arrojaban todo tipo de proyectiles,
como empanadas, mates y termos de agua
hirviendo. Las corridas y desmanes dieron lugar a la
intervención de los cadetes recién
recibidos de la recientemente fundada Escuela de
Policía y Seguridad Presidencial de San Jacinto,
quienes debieron secuestrar los equipos de sonido,
la radio del disk jockey y los sánguches de miga,
siguiendo el estricto procedimiento recomendado
en estos tumultos. Así siguieron las peleas y
saqueos de los kioscos y puestos de vendedores
de velas y estampitas. La desgracia hizo su
aparición cuando una voz aterrorizada anunció por
altoparlante que si los revoltosos no se calmaban,
acudirían los seminaristas a imponer la paz por la
fuerza. Las madres, desesperadas, abrazaron a sus
hijos y formaron un cordón para proteger a los
púberes, taponando de esa manera la única vía de
escape de la zona militar. En el impasse producido,
las autoridades, preocupadas por el retraso
evidente del arribo tan esperado, decidieron enviar
un radio al barco de los muchachos, para averiguar
qué pasaba. Entre que el mensaje llegó al palacio
de comunicaciones, se pasó al radioperador, éste
se comunicó con el barco, se recibió la respuesta,
que a su vez tuvo que regresar al palco oficial del
aeródromo, pasaron unos sesenta minutos
angustiantes. Entonces, un locutor anónimo anunció
que la Presidenta venía en hidroavión y que el
mismo había sido desviado a la bahía de la Perla.
Por fin, entonces, la gente se dispersó. Siguieron
horas de tensa espera. El avión nunca llegó. Se
dice que la comitiva que acompañaba a la
Presidenta le pidió que suspendiera la escala en
San Jacinto debido a los desmanes producidos. Es
muy probable. La noche llegó cuando ya los fuegos
se apagaban. Poco a poco cada cual fue
regresando a su región o barrio. A la madrugada
existían aún algunos grupos rebeldes de
vendedores ambulantes alcoholizados que miraban
el horizonte, adivinando en cada estrella que se
alzaba, las luces de navegación de un avión
fantasma que nunca terminaba de llegar. Como
saldo de aquel día negro, aún quedan heridos
rehabilitándose, quienes exhiben, con desgracia o
con orgullo, las cicatrices de esa jornada. Nunca se
supo qué fue de aquellos jóvenes que apostaron tan
fuerte por una San Jacinto que no estuvo a la altura
de su confianza; pero el silencio avergonzado de la
gente expresa un inocultable sentimiento de culpa
de esta sociedad isleña. Tras la renuncia del Señor
Peres, El nuevo presidente de la junta colegiada de
gobierno, Don Juan de Morelos, expresó así el
sentir nacional “Está visto que aún nos falta mucho
por aprender. Quiera Dios, o por la minoría, la
naturaleza, que mi patria algún día sea digna de
volver a formar parte de la Argentina que todos
queremos” Por el bien de esta Patria Grande de la
Melanesia, nosotros nos sumamos esperanzados a
su deseo. Así sea.
Viaje al asteroide del General
El primer día del año 1998 amaneció gloriosamente
despejado. Mirando la mañana desde el balcón de
su casa, el subsecretario de Ciencia y Técnica de la
Municipalidad de Berazategui, el doctor Juan Otto,
se dijo que ese sería, en fin, otro día peronista.
Contento como estaba, decidió conectarse a
Internet para ver qué se decía en los círculos
científicos sobre el clima venidero. Enchufó el
módem, abrió el Netscape y se puso a esperar que
cargara la página del Yahoo. Entre los resultados de
su búsqueda climática, por capricho del buscador,
obtuvo un enlace muy interesante hacia el sitio de
efemérides astronáuticas que publicaba la revista
digital argentina “Axxón”, especializada en ciencia
ficción. Y allí, en medio de los ocultamientos y
conjunciones, bien situado en medio de noviembre,
estaba el notición del año: el asteroide 8230,
“Perón”, completaría en noviembre su mejor
aproximación a la Tierra en miles de años. Juan
Otto salió corriendo de su casa a ver al jefe
comunal. Lo encontró tomando mate con el guardia
del estacionamiento. La primera sorpresa para el
Intendente fue que el General Perón tuviera un
asteroide consagrado a su honra, la segunda fue
que nadie más lo supiera. “¿Vos estás seguro,
Juancito?”, preguntó el alcalde de Berazategui. “Lo
dice Internet”, aseguró el subsecretario. “Vení
conmigo” dijo el intendente. Pegó una chupada
sonora al mate, agradeció al Guardia y se llevó a
juan Otto a su despacho. Los acontecimientos se
sucedieron en forma vertiginosa. Luego de una
semana de intenso trabajo y consultas de todo tipo,
se convocó una reunión secreta del gabinete
municipal y los ediles justicialistas. La mayoría tuvo
que suspender sus vacaciones en la costa para
regresar ese martes de enero a la ciudad castigada
por el calor insoportable del estío. Se reunieron a la
noche, en el Salón de la secretaría de protocolo y
Ceremonial, único sitio con aire acondicionado en
todo el palacio municipal. Allí, el querido Intendente
se dirigió a sus seguidores. “Compañeros, amigos
míos: el asteroide Juan Domingo Perón pasará
cerca de nuestro planeta a fin de este año. Vamos a
mandar a ese planetoide una nave espacial y
pondremos en su superficie inmaculada una placa
recordatoria en homenaje al líder. Elegimos hacer
esto no porque sea fácil o porque nos venga bien,
sino por todo lo contrario, porque es difícil: un
desafío a nuestro genio y voluntad. Antes de que
termine este año, pondremos el nombre de
Berazategui, de esta comunidad y de su Intendente
en ese asteroide. La lista de quienes quieran
acompañarme en esta empresa sin precedentes
será grabada en metal y brillará por toda la
eternidad, ya que en el espacio no hay óxido.”
Lo que sucedió a continuación de los diez segundos
de asombrado silencio fue un ciclón de ideas y
movimientos que se tranquilizó recién hacia
mediados de julio de ese año. Para ese entonces,
la maquinaria del poder oculto pero imparable del
municipio de Berazategui, capital nacional del
vidrio, ya había logrado asegurar la misión espacial
destinada a conmover a todo el movimiento
justicialista y al mundo. Todo se hizo a pulmón y con
el trabajo desinteresado de decenas de voluntarios
quienes, guardando el más absoluto secreto,
movieron influencias, pagaron sobornos y hasta
chantajearon a funcionarios de toda la nación para
lograr el objetivo. El resultado fue que la Universidad
Tecnológica Nacional grabó la placa y adaptó el
impulsor del cohete que la llevaría al asteroide 8230
en una trayectoria cuidadosamente planeada. El
cerebro detrás la intensa matemática necesaria
para la proeza fue un astrónomo paraguayo,
Plutarco Menéndez, que le debía unos pesos al
cuñado del Intendente por unos fuegos artificiales
que vendiera accidentalmente húmedos,
malogrando así el final de un épico recital de
Ramona Galarza. Todo el personal municipal se vio
contagiado del furor por sumarse a la aventura
espacial. El tráfico de influencias y la venta de
lugares en la lista para poner el nombre en la placa
de bronce pronto hicieron peligrar la propia
viabilidad del proyecto. “si esto sigue así, jefe, la
placa no cabrá en el cohete” advertía Juan Otto,
devenido en responsable de la noble empresa.
Hubo que realizar un sorteo en el bingo de
Berazategui, dedicado por una noche
exclusivamente a la tarea de asignar lugares en el
bronce a los entusiastas que accedieron a oblar un
jugoso aporte a la causa. Así se logró financiar el
gasto del armado del cohete.
Todo fue bien hasta que se probó el impulsor en el
campo de la fábrica Sniafa. El territorio sigue
declarado, aún hoy, treinta años después de aquel
intento, como tectónicamente inseguro. La
explosión del cohete arrasó unas doscientas
hectáreas de bosque subtropical, rompió todos los
vidrios de los barrios aledaños y catapultó una
chimenea abandonada cuyos escombros cayeron
en el distante Río de la Plata, aguas adentro. Hubo
gente herida a bordo del vapor de la carrera, que
llevaba pasaje a Montevideo y hubo de volver a
puerto, ya que continuar la travesía, la gente habría
caído presa del pánico en aquella época de
revoluciones frecuentes y asonadas militares. Una
vez pagadas algunas indemnizaciones y silenciado
bastantes bocas, el dinero remanente no alcanzaba
para pensar siquiera en un segundo intento.
Además,
todo el instrumental y el equipo auxiliar habían
resultado destruidos en la explosión. Tampoco se
hallaron nunca los restos de la única víctima, el
astrónomo guaraní que pagó con su vida un lugar en
el agradecimiento y la memoria del pueblo que
alguna vez, sin querer, decepcionó.
Cuando todo parecía perdido sin remedio, volvió la
esperanza.
Un ingeniero que trabajaba en la compañía satelital
Limpsat, ex chofer de la línea municipal de
colectivos, la 603, había logrado acceder al
software de la misión espacial Europea que pondría
en órbita en apenas un mes a un satélite de
comunicaciones. Este personaje, cuyo nombre se
mantiene aún en el anonimato, dijo que podría
desviar el satélite que la multinacional lanzaría en
octubre y usarlo para meter la sonda de
contrabando en el mismo cohete. Cuando el satélite
alcanzara su órbita definitiva, la sonda escondida en
el interior, del cual se había removido secretamente
un pack de baterías, se lanzaría por sí misma hacia
el preciado asteroide.
Los esfuerzos se sumaron de todos lados y,
finalmente, se llegó a un plan de misión secretísimo
y originalmente prometedor. Algún rumor se filtró,
porque el Palacio Municipal fue asaltado
furtivamente en dos ocasiones, las cuales quedaron
registradas oficialmente como “intento de robo”;
aunque todos sospecharon de la impotente mano
de la CIA que desesperaba por encontrar datos
sobre la misión espacial secreta del municipio.
Finalmente se llevó a cabo el lanzamiento,
presenciado por las autoridades municipales en la
Guyana Francesa, aunque los trece funcionarios,
incluyendo a Corina Freites, la secretaria privada,
tuvieron que disfrazarse de nativos para no levantar
sospechas ante las autoridades del centro de
lanzamiento, ubicado en medio de la selva
ecuatorial. En teoría se estaba poniendo en órbita
un satélite de comunicaciones privado, pero no bien
se separó del impulsor principal el cohete Ariane, el
vehículo experimentó una anormalidad que en tierra
se interpretó como un mal posicionamiento sin
remedio alguno que llevaba a la nave en una órbita
excéntrica. En realidad, la misión espacial
berazateguense había comenzado. La misión fue
todo un éxito e incluso el Intendente llegó a recibir un
telefax con la fotografía del asteroide en el momento
en que la sonda hizo impacto, levantando una casi
imperceptible estela de polvo. Se convocó a la
prensa para hacer el anuncio al día
siguiente, puesto que el mundo, pero en particular
cada vecino de Berazategui, merecía conocer la
proeza científica y técnica de un municipio que
podría parecer al ojo desprevenido una ciudad más
del conurbano bonaerense, pero que en realidad
era la cuna de una nueva humanidad, noble,
cristiana, pero sólidamente científica y sobre todo,
justicialista.
Juan Otto estuvo inicialmente de acuerdo y se
mostró entusiasmado, pero al día siguiente era otra
persona. Algo durante la noche o la madrugada le
había cambiado el ánimo por completo: llegó
apresuradamente para detener el anuncio con el
argumento de que Limpsat podría hacer juicio por
su satélite perdido y el municipio no podría afrontar
la indemnización. Nadie le quería hacer caso, pero
el subsecretario fue tan persuasivo que, finalmente,
se decidió mantener todo en secreto hasta que en
un futuro el supuesto crimen proscribiera. El
Intendente se contentó con la foto del impacto de la
sonda y la copia hecha sobre carbónico de la placa
recordatoria que ahora adornaba la superficie del
asteroide del General. Quienes lo han visitado en su
despacho juran que las conserva en una vitrina,
sobre terciopelo azul.
Los envidiosos de la vecina ciudad de Quilmes han
lanzado últimamente una falsa cadena de email,
diciendo que el asteroide 8230 en realidad se llama
Peroná, con tilde en la “á”, en honor a un personaje
del carnaval veneciano, y que la computadora del
Dr. Otto, quien presumía de moderno porque
navegaba por Internet, carecía de una placa gráfica
adecuada y por eso no mostraba las vocales con
tilde, dando lugar al equívoco que llevó a
Berazategui al espacio. Nadie le dijo nunca nada al
Intendente de esa versión poco probable. Cierto o
no, ningún asteroide, que al fin y al cabo así como
vienen se van, logrará eclipsar el brillo de los
triunfos astronáuticos del pueblo.
Berazategui, a diferencia de otras superpotencias
del globo, aún no ha clausurado su incipiente
carrera espacial.
Que sirva de ejemplo.
La situación gravitatoria en
Berazategui
La historia de la ciencia está recorrida por otro
relato siempre paralelo y subterráneo, un lugar
donde las fronteras del mundo científico se
desdibujan y se pierden. Sean los experimentos de
algunos alquimistas serios, como Avogadro, o los
nunca bien descriptos avances del genial Tesla, lo
cierto es que la actividad científica oficial ha tenido
siempre un lugar para la subversión. A ese lugar
sombrío y reprimido pertenecen los episodios nunca
terminados de precisar, como la terapia con
crotoxina, la fusión fría o la gravedad positiva.
Emblema de la ciencia del tercer mundo, siempre
con el handicap de su origen y la oposición de los
intereses de los países centrales, la investigación
malograda sobre las posibilidades de la gravedad
positiva aún perdura en la memoria científica de la
patria. Repasemos brevemente el concepto: Desde
los días de Newton, el mundo sabe que entre los
cuerpos dotados de masa se ejerce una atracción
gravitatoria, es decir, una fuerza que arrastra los
objetos hacia un centro de masa común. La teoría
newtoniana sobre la gravedad fue ampliada por
Einstein, quien la incluyó en su descripción del
espacio tiempo como continuo donde se manifiesta
esta fuerza peculiar. A pesar de los esfuerzos
realizados, nunca se pudo explicar del todo la
naturaleza de la gravedad, ni tampoco se pudo
detectar una hipotética partícula de intercambio, el
gravitón, que la transportaría a través del universo.
Sin embargo, los baches de la teoría gravitatoria
estándar pudieron haberse salvado por el trabajo de
dos sabios vecinos de la ciudad de Berazategui,
según se puede reconstruir de la investigación
histórica de la escasa y joven ciencia
berazateguense. En efecto, habría sido por los años
sesenta cuando el profesor Dinelli, vecino del barrio
de los monoblocks y habitué del bar “Moreno”,
diera forma a la idea que le diera el dueño de la
modesta casa de refección, entre copa y copa de
Hesperidina. “Moreno”, como se conocía al italiano
de edad indefinida cuyo verdadera nombre era Pier
Luigi Canazzotti, quien juraba haber sido ingeniero
en Italia hasta ser expulsado por los nazis, tenía sus
propias ideas sobre la gravedad. La ayuda del
profesor Dinelli, quien a la sazón impartía clases de
Análisis Matemático en el Instituto Politécnico, joya
pedagógica del municipio, aportó el elemento que
faltaba para darle forma científica a las
indudablemente geniales elucubraciones de Moreno
sobre una de las fuerzas fundamentales del
universo. Era una tarde de diciembre. En los
lejanos Estados Unidos de América los astronautas
daban los primeros y tímidos pasos en su larga
carrera hacia la Luna, cuando Moreno sentenció una
frase que luego se haría famosa entre el reducido
círculo de acólitos a la física teórica de Berazategui.
El testigo de aquel momento histórico fue Hernán
Domenech, un alumno de cuarto año encargado
temporalmente, cual un moderno Juan Grillo, de
acompañar al profesor Dinelli durante los mediodías
para que retornara a horario, y en lo posible sobrio,
al dictado de sus clases de la tarde. Toda la
concurrencia del bar, es decir, el profesor, el joven
estudiante y el mismo Moreno, estaba atenta al
televisor Admiral cuya pantalla verdosa mostraba el
celeste y negro la transmisión del interior de una
nave Apollo en órbita alrededor de la Tierra. Los
astronautas acababan de cumplir un hito
importantísimo: habían logrado acoplar la nave
espacial con un módulo lunar. Con ese ensayo, la
carrera hacia la Luna estaba asegurada.
—Impresionante —dijo Dinelli, degustando un sorbo
de aperitivo.
—¿Sabe lo que pasa, Dinelli? —dijo Moreno,
saliendo detrás de la barra y soltándose el delantal
blanco—. La están pifiando.
—No sé…
—La están pifiando —repitió Moreno, dándole
énfasis a sus palabras con una sonora cachetada
que le propinó al televisor, arreglando de esta
manera, rústica pero efectiva, el sincronismo del
vertical.
—¿Usted dice por el acoplamiento? Si no practican
con eso nunca van a poder llegar a la Luna.
—No, la están pifiando con los cálculos, largándose
así… —Moreno arrojó el delantal sobre el
mostrador, indignado.
—¡Pero está todo calculado! Yo miré los elementos
orbitales y la transferencia de Hohmman; parecen
buenos…
—Olvidesé. Tarde o temprano van a tener que
utilizar una inyección translunar, con un encendido
adicional. Y ahí se les va a caer todo.
—Más a mi favor —dijo Dinelli—. Justamente, si
hacen una inyección translunar, pueden corregir la
trayectoria cuando quieran, es más seguro inclusive.
—Se la van a poner de cabeza contra el Mar de la
Tranquilidad —dijo Moreno, arremangándose la
camisa de rayitas azules y blancas. Ya había
comenzado a transpirar.
El profesor Dinelli apartó bruscamente el vaso y la
botella de Lusera de la mesa, tirando algunos
palitos salados al piso. Sacó una regla de cálculo
de su saco y un cuaderno. Se puso al buscar el lápiz
en el bolsillo de los pantalones cuando Moreno lo
interrumpió.
—Deje, profesor… no se gaste. Sus números darán
bien, pero los tres pobres tipos que manden a la
Luna se terminarán haciendo puré. En la NASA
están tomando mal el valor de la gravedad.
—No entiendo…
—Están tomando mal el campo gravitatorio —dijo
Moreno, meneando la cabeza con lástima—. El
vector es positivo, pero aún no se dan cuenta.
—Moreno, usted me dice que las los valores de G
son positivos para el sistema de referencia… ¡El
resultado es el mismo!
—Con la corrección relativista se va a los caños,
creamé.
—Pero igualmente, es imposible considerar
positiva a la gravedad… eso significaría que los
cuerpos se repelen —dijo Dinelli, algo amoscado.
—Y sí, es la verdad… se repelen.
—¡Mire! —dijo Dinelli, sujetando su vaso a la altura
de la frente, con la actitud desafiante de quien
podría soltarlo en cualquier momento.
—Miro y le digo: ese vaso está siendo repelido por
la Tierra.
El profesor miró el vaso, pensó un segundo, decidió
tomarse el contenido que le quedaba y luego lo
volvió a alzar frente a su cara. Entonces lo soltó. El
cristal templado de Rigolleau rebotó contra el piso,
hizo un par de piruetas y terminó enterito debajo de
una silla.
—La tierra no parece repelerlo mucho —dijo Dinelli,
volviéndose a sentar, quizá algo defraudado por la
renuencia del vaso a coronar con un merecido
estallido su brillante demostración.
—Usted se olvida de algo. Mejor dicho, desconoce
algo —dijo Moreno, aporreando una cubetera
demasiado fría para liberar los humeantes cubitos
de hielo.
—A ver, cuentemé.
—La repulsión del espacio.
—Nunca oí hablar de eso.
—Lógico, pero existe.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Mire, en Milán ya lo teníamos medido y todo,
siempre en secreto, pero cuando llegaron los
alemanes tuvimos que quemar todos los papeles.
—La repulsión del espacio.
—Sí —dijo Moreno, escanciando un poco de
Cinzano para su propio consumo—. ¿Va a querer
salamín?
—Dele —dijo Dinelli, como quien perdona.
—Bueno, la cosa es así. —Moreno empezó a
forcejear con la piel rebelde de un embutido
demasiado seco—. El espacio repele los cuerpos
masivos. Ése es el vector correcto de la gravedad,
el positivo. Un cuerpo planetario aislado en el
universo infinito recibe una repulsión pareja de
todas las direcciones. Ahora, la puta que lo parió,
casi me corto un dedo… bueno, ahora ponga otro
cuerpo similar, pongalé a un millón de kilómetros. —
Moreno consiguió pelar dificultosamente una
porción comestible de salamín.
—Se atraen.
—Sí, aparentemente se atraen pero no porque se
quieran, ¿me explico? La gravedad universal los
empuja uno contra otro porque los dos cuerpos…
—¡Se hacen sombra! Se apantallan entre sí… —
interrumpió Dinelli, como despertando de un sueño.
—¿Vio? ¿No está claro? No los une el amor, sino el
espanto —dijo Moreno para la inmortalidad. Su
frase calaría hondo no solamente en la ciencia local
sino que llegaría a ser inspiración del inmortal Jorge
Luis Borges, frecuentador secreto del bar Moreno.
—O sea que, según usted, todos los cuerpos se
repelen, pero se atraen porque es mayor la
repulsión del espacio.
—Exacto. La materia es opaca a la gravedad. Por
eso hace sombra.
—Pero. perdonemé, su teoría no explica un sistema
de n-cuerpos.
—¿Ah, no? Haga la prueba, hagalá —pronunció
Moreno, como pudo, mientras masticaba una rodaja
de salame.
El resultado fue que esa tarde Dinelli no dio clase,
sino que se dedicó a llenar un pizarrón con
tensores, ecuaciones diferenciales y cálculos tan
diversos y exóticos que sus alumnos no osaron
interrumpir su repentino fervor. La conclusión era
tremenda: Moreno estaba, básicamente, en lo
cierto. Los profesores de matemáticas, física y aún
los de química se dieron cita en el aula para
verificar los resultados. Todos terminaron
convencidos, si no de la realidad, por lo menos de
la coherencia del modelo Moreno de la gravedad.
La conclusión era unánime, la verificación definitiva
debía hacerse en órbita, pero si los cálculos eran
ciertos, había que hacer algunas correcciones
mínimas en el plan orbital para poder enviar una
nave a la Luna. Nadie apostaba por la incidencia
del error en un viaje de menos de un millón de
kilómetros, pero la opinión unánime era que debía
investigarse. Se adaptó el laboratorio de física del
Instituto Politécnico de Berazategui para hacer las
calibraciones de todos los aparatos que
intervendrían en la medición de la magnitud más
insospechada del siglo: la repulsión gravitatoria.
Pronto fue evidente que el andamiaje necesario
para la fase experimental excedía la capacidad del
reputado colegio. Se involucró entonces al flamante
Club Ducilo, quien donó temporalmente un tinglado
para instalar un laboratorio. Mientras tanto, la
urgencia de la hora convenció a Dinelli de la
necesidad de advertir cuanto antes tanto a la NASA
como a la agencia espacial soviética sobre el
peligro que afrontaban al seguir la carrera especial
desconociendo el factor imprevisto de la verdadera
naturaleza de la gravedad. Se juntaron en el bar de
Moreno el profesor Dinelli, sus compañeros
docentes y el alumno Domenech, joven privilegiado
por la fortuna que lo puso nuevamente en ese día al
frente de la misión de mantener sobrio a su
profesor. Allí, reunidos alrededor de una picada con
vermouth, los científicos de Berazategui escribieron
una comunicación del mismo tenor que aquella
redactada por Einstein y sus colegas en ocasión de
advertirle al presidente Roosevelt sobre la
necesidad de construir la bomba atómica. Al
finalizar el tipeo, hecho en una máquina de escribir
prestada por la Municipalidad y traída en brazos por
el joven Domenech, el grupo de entusiastas cayó en
la cuenta de que no conocían a nadie en las filas de
la NASA ni mucho menos tras la cortina de hierro.
¿A quién debían enviar las cartas? La desazón casi
desarma la iniciativa, pero la suerte, nuevamente,
se encargó de volver el tren a la vía del éxito. El
joven Hernán Domenech recordó que un vecino del
monoblock, el señor Martínez del departamento 5,
en breve viajaría a los Estados Unidos de América.
Quizás él podría hacer la gestión de entregarla en la
NASA.
—Es lo mismo que enviarla desde acá… Estados
Unidos es grande. Se va a perder —discrepó uno
de los contertulios.
—Bueno, pero el tipo ya estará allá. Por lo menos le
resultará más fácil.
—Yo tengo idea de que hay una sucursal de la
NASA en todas las ciudades importantes.
—En Houston hay.
—En California, también.
Pronto se aceptó la idea de Hernán, es decir,
mandar la carta por el vecino que viajaría a Nueva
York el mes entrante. El domingo, cuando Hernán se
encontró con su vecino y le explicó el plan, el futuro
viajero aceptó de inmediato una comisión tan
importante, más que nada porque conocía a la
familia del joven emprendedor y educado a quien
pretendía secretamente de yerno. De todas
maneras, la gestión fue breve, porque quiso la
casualidad que el señor Martínez mencionara el
asunto en la embajada de Estados Unidos en
Buenos Aires, en ocasión de retirar su visa. En ese
momento los representantes estadounidenses le
pidieron la carta y le aseguraron que llegaría en
menos de tres días al director de la agencia
espacial norteamericana. Un problema solucionado,
pero aún faltaba advertir a los rusos, dado que si
bien ellos eran mucho más reservados que los
americanos con sus planes espaciales, aún cabía la
posibilidad de que enviaran una misión tripulada a
nuestro satélite. Al día siguiente un hombre alto y
rubio llegó en un costoso vehículo negro al bar de
Moreno, donde se identificó como un miembro de la
embajada soviética y pidió el ejemplar de la carta
que le correspondía a la URSS. Por casualidad, el
impresionado Moreno había conservado la copia
carbónica en el cajón de la registradora. Se la
entregó de inmediato y el fornido visitante se lo
agradeció con un beso en cada mejilla, retirándose
inmediatamente sin decir más palabras.
Ya cumplido el deber humanitario de comunicar el
descubrimiento a los principales involucrados,
restaba la verificación experimental para completar
la comunicación científica. Para eso se consiguió el
auspicio de la fábrica Vianinni, quien donó su planta
de fabricación de pilotes de fibrocemento para la
instalación de los detectores que habrían de medir
la gravedad repulsiva del espacio. Así se edificó un
complejo en los campos aledaños al tambo de
Barzola. Este moderno centro experimental estaba
comunicado por un túnel con el tinglado del Club
Ducilo. Los pilotes se colocaron a lo largo del túnel
conteniendo una masa exactamente medida de
plomo puro. La desviación gravitatoria medida en
una longitud dada operaba como un campo
gravitatorio plano que de esa manera podría
compararse con el campo gravitatorio terrestre y
verificarse si el desvío esperado era aumentado o
disminuido por la acción repulsiva antes que
atractiva del espacio vacío. Los resultados estaban
prácticamente verificados cuando Moreno recibió la
visita de un funcionario de la NASA. El apuesto
americano fue convidado con una picada
improvisada luego de la cual fue invitado por el
mismo Moreno a visitar las instalaciones del
experimento. Luego de colaborar entusiasmado en
el empuje de la renoleta del barman, el científico
yanqui se dejó conducir por una avenida mitre que
encontró muy parecida a las autovías de la Florida.
Minutos después, llegaban al secreto bunker del
Club Ducilo. Allí, el extranjero agradeció la
recepción recibida a todo el personal reunido, un
grupo que había llegado a sumar veinte voluntarios
en pos de la ciencia. A cada uno le repartió un
ejemplar de la carta de agradecimiento del director
de la agencia espacial y un escudo de la misión
Gemini firmado por los astronautas. Sin dar
nombres, aludió a los oscuros intereses de “otras
potencias” que querrían sabotear este avance y
pidió mesura para tratar el tema así como
discreción en los descubrimientos. Felices por el
encuentro, los emprendedores científicos volvieron
al trabajo que se había convertido en la segunda
actividad, si no la primera, de todos ellos.
Lamentablemente, la catástrofe acechaba a la
espera de asestar el zarpazo demoledor a los
sueños de esta gente apasionada. Por un
lamentable error de planificación, el túnel pasaba
demasiado cerca del primer ducto cloacal que
llevaba los escasos pero intensos desechos de la
joven ciudad a la planta colectora de la rivera. Una
rotura imprevista del caño provocó la inmediata
inundación del túnel del experimento con las aguas
servidas. En un segundo, miles de envenenados
hectolitros de líquido oscuro se precipitaron hacia
las entrañas del complejo científico. Si bien nadie
perdió la vida, hubo que lamentar varios heridos y
sofocados. Los bomberos tardaron un día entero en
liberar a la última víctima, una joven alumna del
politécnico llamada María Laura Pérsico, que había
quedado encerrada en un tanque de fibrocemento
repleto de materia fecal. Un psicólogo de la policía
había convencido a la desesperada científica de no
quitarse la vida con un trago fatal de bismuto
radiactivo y esperar en cambio el auxilio que estaba
pronto a llegar. El colapso del túnel sepultó toda
esperanza de recuperación, puesto que no hubo
tiempo de rescatar el costosísimo instrumental que
se había sacado a pagar de una proveeduría
científica de la calle Córdoba. Ya repuestos del
susto y las heridas, el grupo de científicos
berazateguenses se hizo presente en el predio para
ver cómo los camiones municipales, cargados de
tierra, sepultaban literalmente el peligroso complejo
subterráneo y con él, las esperanzas científicas de
una comunidad apesadumbrada.
El tiempo implacable pasó como un soplo
arrastrando años y décadas como hojas de otoño.
Dinelli se jubiló como profesor, el joven Domenech
se fue a los Estados Unidos y finalmente llegó a
trabajar en la NASA como encargado de pintar de
la torre de lanzamiento del trasbordador. También
logró desposar a la hija del señor Martínez y terminó
viviendo con su suegro en La Florida. Moreno siguió
al frente de su bar durante unos cuantos años.
Luego lo vendió cuando ya su salud no le permitía
atenderlo. Los papeles que conservó finalmente
fueron analizados por computadoras en el centro de
cálculo científico de la Universidad de La Plata,
cargados allí gracias a la gestión de aquella
jovencita salvada de milagro del accidente, por
entonces devenida en Secretaria de Ciencia y
Técnica de la comuna. Los datos rescatados del
experimento eran parciales y nada definitivos, pero
alcanzaban para mostrar una anomalía que se
escapaba incluso de la hipótesis de la gravedad
repulsiva. Los datos parecían confirmar a Moreno,
pero insinuaban algo más que no terminaba de
esbozarse, pero que de todas maneras impedía
verificar la teoría. La última vez que Dinelli fue a
visitar a Moreno al hogar de ancianos de la calle 21,
ambos se abrazaron entre lágrimas.
—¡Qué cerca estuvimos, profe! —recordaba el viejo
barman.
—No hay que lamentarse, Moreno. Usted tenía
razón y ya se demostrará.
Estaban juntos cuando vieron y escucharon por el
Discovery Channel, esta vez en el televisor color con
sonido estéreo, la noticia de la revolución que se
había producido en las teorías cosmológicas a raíz
del descubrimiento de la materia oscura, que
causaría las anomalías medidas en las constantes
fundamentales del universo.
—¿Vio, Moreno? ¡La materia oscura!
—Sí. La misma que nos cagó a nosotros, profe.
Ambos próceres callaron pensativos, mientras
nuevas voces emprendían la eterna aventura de
describir nuestro misterioso mundo.
La industria automotriz en Bera 5
El quinto planeta del sistema N3W87, también
llamado Bera 5 posee solo dos continentes
habitados. La especie inteligente de Bera 5 es un
bípedo antropoide cuya población se concentra en
el continente sur, una planicie fértil donde florecen
múltiples formas de vida. A pesar de la diversidad
de la vida de la galaxia, los beranianos comparten
una costumbre muy específica con la lejana
humanidad que habita el sistema solar. Los
Beranianos aman los autos. Todos ellos son lo que
podría denominarse “Fierreros”. Cada habitante
adulto del continente sur de Bera 5 tiene un auto, sin
excepción. La industria automotriz allí es la principal
actividad económica. Pero no se fabrican tantos
autos como cabría suponer. Cada pieza es una
muestra exquisita de la ingeniería, confeccionada
con los mejores materiales y terminada a mano.
Quizá su característica más notable sea la
durabilidad. Los beranianos hacen autos
prácticamente eternos. Lejos de fabricar el chasis
con materiales corrompibles, utilizan sustancias de
difícil degradación que duran eones sin romperse ni
fatigarse. Otra característica notable es que los
autos beranianos son modulares y convertibles a un
grado extremo. La mayor parte de las personas
compra un auto completo una sola vez en la vida.
Ese auto sufrirá miles de modificaciones y
actualizaciones, pero difícilmente sea reemplazado
en su totalidad. Hay caso de gente que tiene
unidades que datan de la época del petróleo, ahora
reconvertidas para rodar gracias a la energía
provista por el amplificador de incertidumbre. Hay
autos solares, eólicos, sintonizadores de cuerdas
viajeras y algunos movidos a energía oscura. El
beraniano típico es un gran consumidor de
autopartes de repuesto, las cuales utiliza para hacer
modificaciones constantes de su automóvil. Con
pocas horas de labor, por ejemplo, cambian el
aspecto interior y exterior de su coche para que se
parezca al móvil de un superhéroe de cómic. Ávidos
consumidores de la literatura terrestre, es frecuente
que los beranianos conduzcan por las coloridas
autopistas de Motorcity a bordo de réplicas locales
del Batimóvil, el furgón de Brigada A o la cupé de
Starsky y Hutch. También suelen verse réplicas de
vehículos históricos, como el Halcón Milenario y el
Ala X. Cualquier lector que tema de pronto por la
cantidad de accidentes que ocasionaría esta
diversidad de formas debe tranquilizarse: No hay
accidentes de tránsito en Bera 5. Los autos de ese
planeta están diseñados para nunca sobrepasar la
velocidad máxima permitida en la calle, pista o ruta
por la que ruedan. Debido a éste y otros controles,
es prácticamente imposible tener un accidente de
tránsito en Bera 5. Sus autos son los más seguros
del universo, pero las publicidades televisivas
apenas lo mencionan. Nadie en su sano juicio
compraría un auto peligroso y por lo tanto, la
seguridad es algo que se da por entendido. ¿Cuál
será entonces el argumento de venta preferido por
los publicistas a la hora del marketing? Las
empresas automotrices apuntan más que nada a
las ventajas técnicas de los diferentes modelos:
economía de consumo, respeto por el medio
ambiente, belleza artística de su configuración
básica, comodidad y algo que es difícil de traducir
al lenguaje terráqueo, pero que viene a ser el grado
de religiosidad con la cual el auto fue fabricado.
Esta característica está dada por la felicidad y
plenitud de comunión cósmica que experimenta el
trabajador a la hora de confeccionar el auto. Los
consumidores últimamente se inclinan más a
comprar unidades cuya fabricación ha hecho más
feliz a la gente. Claro que volcar todos esos
aspectos en una propaganda televisiva o radial lleva
bastante tiempo. Una publicidad típica dura entre
cinco y quince minutos terrestres, pero pueden
extenderse hasta una hora. Las propagandas se
pasan una vez por semana en horarios previamente
anunciados en las guías de los canales. A nadie en
Bera 5 se le ocurre pasar avisos comerciales fuera
de los horarios acordados; mucho menos la locura
de interrumpir sorpresivamente una película de
submarinos con una publicidad no deseada por el
espectador. Una vez, un publicista terráqueo viajó a
dar una conferencia en Motorcity. Los Beranianos lo
escucharon extasiados hasta que el pobre hombre
tuvo la mala idea de mostrar unas fotos de los autos
terrestres. Inmediatamente surgió la confusión y
luego siguieron las preguntas: “¿Cómo es posible
que usted venda autos con el argumento de que son
un Una Expresión de tu Personalidad cuando los
autos son de color gris?” “¿Qué clase de comprador
podría elegir ese auto color negro con cara de perro
malo?” “¿Por qué un auto debe ayudar al
comprador a conseguir parejas sexuales?” o
“¿Ustedes no le venden autos a las mujeres?” y
cosas así. Fue la última vez que invitaron publicistas
terráqueos. Para la gente de Bera 5, el auto es
fundamentalmente una herramienta para trasladarse
de un lugar a otro, cosa que hacen constantemente,
ya sea por trabajo o vacaciones. De hecho, las
utopistas hacia los lugares de veraneo situados en
el montañoso continente norte suelen verse
saturadas de automovilistas durante todo el año. En
el norte los esperan los pocos beranianos de a pie
en el planeta. Efectivamente, los habitantes
norteños no usan autos para nada. Muchos
atribuyen esta prescindencia a la tortuosa geografía
del continente boreal, repleto de montañas, ríos,
dunas y las pequeñas playas casi inaccesibles del
celeste mar ecuatorial. En un territorio así es más
eficiente caminar o navegar por agua. Sin embargo
la razón de la falta de autos suele ser mejor
explicada por los mismos norteños. ”Nosotros ya
hemos llegado donde queríamos ir” suelen decir con
una sonrisa.
Nuestra misteriosa galaxia no deja de
sorprendernos.
La nave de los sueños
Al final, el Jedi compró el auto.
Fue sin querer.
Resulta que fue y le prestó la plata a un amigo. Y el
amigo le devolvió un auto.
El jedi medio que se asustó cuando escuchó la
propuesta: “Te pago con un coche.” Después los
jedis de la cofradía de Berazategui le aclararon que
no usaba caballos para funcionar. Hay ciertas
versiones de la enciclopedia galáctica donde el
sistema solar ni figura. Es decir, hasta donde se
sabe, en ninguna. Así que no es raro que el jedi
estuviera medio confundido sobre coches y autos. Y
a lo mejor esto explica el resto. Porque, según lo
que el jedi siempre decía, él no quería tener auto.
“¡Loco, pero por veinte lucas te llevás una nave!” le
dijo su amigo. Y a su manera, algo de razón tenía.
Veinte Lucas es una buena parte del producto vital
del Jedi. O sea, la energía que ha invertido en
adquirir ese poder de cambio es, por lo menos,
interesante. Pero la generosidad de la oferta lo
aplastó, le destazó los miedos y le castró todo
prurito contra la adquisición de automóviles.
El Jedi se subió al auto repartiendo sonrisas. Su
amigo lo acompañó en el primer viaje. El Jedi
condujo el Renault por las calles de la ciudad bajo la
mirada complacida de su compañero.
“Te gustó guacho. Decí la verdad!”
El Jedi dijo que sí, que la cosa prometía. El confort
era estupendo y las ruedas giraban suavemente
mientras propulsaban el vehículo hacia una zona
despoblada.
Cuando llegaron a las afueras de El Pato, se
internaron por un camino vecinal que discurría entre
campos sembrados de girasoles.
“¡Pisalo nomás, vas ver cómo anda! ¡Esto vuela,
loco!”
El Jedi buscó el botón de ignición, pero no lo
encontró. Así que le preguntó a su amigo cómo
hacía para despegar.
El amigo lo miró.
“Pisalo! Apretá el acelerador, nomás”
Cuando iban a una velocidad algo excesiva para
seguir pegados a la tierra, el jedi volvió a preguntar
cuándo despegaría el auto.
El amigo le mostró un gesto de preocupación. Le
miró la cabeza, más precisamente el punto donde la
frente se convierte en cabellera, y luego nuevamente
a los ojos.
“Cómo que querés despegarlo, animal?”
“¿Pero no va a volar? ¿Acaso no es una nave?”
Su amigo le devolvió un gesto indescriptible.
Ahí se percató el jedi que esa nave plateada no
despegaría nunca. Había invertido sus ahorros en un
vehículo condenado a arrastrarse por siempre sobre
la superficie sólida del planeta.
Volvieron en silencio, andando despacio por la ruta
2.
Hoy en día suele verse al jedi yendo de allá para
acá, manejando su auto. Escucha la radio, lleva
amigos a las fiestas e incluso transporta bafles y
consolas de sonido. A bordo, todo es sonrisa y
diversión. Pero quien presta atención, podrá ver que
a veces hay un dejo de tristeza en el festejo.
En esos momentos el Jedi se relaja, afloja le
velocidad y mientras conduce suavemente por la
avenida Mitre, emite para sí un ruido imperceptible
con los labios.
Simula el rumor añorado de un motor de iones,
rumbo a las estrellas.
El código lógico argentino
Muchas personas suscriben la teoría de que se es
humano gracias al habla. Siguiendo esta línea de
pensamiento, los delitos contra la lengua serían en
cierta medida, delitos contra la esencia humana. En
un subsuelo de la lengua, hay una capa basal desde
donde se construye el idioma. Ese estrato de roca
dura que sostiene la estructura misma de la
humanidad fue formada en las profundidades
ancestrales del cerebro antropoide y encuentra su
representación en la lógica, la rama del
conocimiento que regula la forma en que la verdad
logra sobrevivir en el habla de los pueblos.
El habla hace humana a la horda, pero la lógica es
la misma esencia del lenguaje. Así, atentar contra la
lógica sería un crimen de lesa humanidad.
Está visto que este tipo de delito es penado
severamente en las sociedades más adelantadas.
Sin embargo, un inexplicable bache legal deja
impunes, en la nuestra, a diversos atentados
abominables y repetidos. Tal vez por eso los
miembros de la secta “Los Segundos Autonomistas
de Berazategui” o como se los solía abreviar “La
Segunda Fundación” (pues solían reunirse a
deliberar en la compañía de seguros homónima),
decían haber confeccionado un Código Lógico
Argentino. A continuación se resumen algunos de
sus puntos fundamentales, a modo de ejemplo.
1) Se prohíbe el uso de los pronombres “Nosotros” y
“Ellos”. Las penas aplicables van desde el
cachetazo hasta la sofocación mortal mediante la
llave Doble Nelson.
2) La mera pronunciación del artículo “los” y su
femenino “las” seguido de un gentilicio (“los
musulmanes”; “los porteños”, etc.) constituye un
delito cuya pena abarca desde el apercibimiento
verbal hasta la amputación de extremidades.
3) Se considera un serio agravante el uso no
autorizado de cuantificadores previos (“Todos los
uruguayos”, “Todas las pendejas del conurbano”;
etc.) Esto habilitará al oyente más cercano a
propinar un puñetazo al hablante. Tal correctivo
podrá ser repetido hasta lograr el silenciamiento del
delincuente.
4) La mera comparación temporal entre situaciones
sociales (“antes los chorros tenían código, no como
ahora”; “cuando yo era borrego, se podía salir a la
calle tranquilo”; etc.) que no fuera documentada de
inmediato con estadísticas confeccionadas por
personas habilitadas, será castigada con la
inmersión del hablante en una bañera de Coca o
Pepsi Cola y posterior depósito sobre un
hormiguero de guerreras rojas.
5) El uso de porcentajes ficticios (“En el noventa por
ciento de los trabas es encima, drogón”; “ni el diez
por ciento de esas notebooks será utilizada para
estudiar”) constituye el delito de falsificación
estadística agravada, punible con azotes con una
réplica en cuero vacuno del metro patrón.
Pero la suerte acompaña al delincuente como una
sombra furtiva. El Código Lógico Argentino se ha
perdido en alguna oficina ministerial y espera aún el
día de su aprobación. Mientras tanto, la humanidad
avanza desprotegida hacia una luz por ahora
distante.
Televisores del mar
Apenas había comenzado el mes de octubre del
año 1999 cuando una espantosa tormenta castigó
con saña la costa del mar uruguayo. Los desmanes
abarcaron desde techos y ranchos demolidos por el
vendaval hasta varios contenedores mal estibados
que se perdieron de un buque en altamar.
Luego pasaron dos días de relativa calma, y cuando
el sol tímido del tercer día se ponía en el mar del
cabo Santa María, una camioneta pick up que corría
por la ruta costera que une el pueblo de La Pedrera
con la pequeña ciudad balnearia de La Paloma,
encendió sus luces. Adentro, solo viajaban dos
hombres .
- Cargamos gas y listo, nos vamos. No decimos
nada de nada. – dijo el conductor
- Ni una palabra. – confirmó su acompañante
- Aunque nos pregunten… nada, eh?
- Por supuesto. Cargamos y nos vamos.
Cuando llegaron a la única estación de servicio de
La Paloma, el sol se había ocultado completamente
y el despachador interrogó mentalmente a las nubes
rojizas que se reflejaban en la aguas tranquilas de la
bahía. Mientras la camioneta se detenía frente al
surtidor, el joven Milton tomó la manguera y dijo a
modo de saludo. “Parece que mañana va a parar el
viento”. Los hombres respondieron apenas con un
movimiento de cabeza y una sonrisa fugaz. “¿Lo
lleno, no?”, preguntó el muchacho, a lo que el
conductor y su acompañante volvieron a asentir
silenciosos. “¿Qué tormenta tuvimos eh? ¡Este
invierno se quiere quedar! ¡Y ya estamos en
octubre!”. Nuevamente los tripulantes de la pick up
asintieron sin decir palabra. Cualquier ignorante de
la tenacidad del uruguayo a la hora de conversar
podría esperanzarse y creer que ambos hombres
lograrían evitar la charla del empleado. Viendo las
cañas de pescar, el joven arriesgó. “A ustedes los
agarró la tormenta también no? ¿Estaban
acampados?” El conductor asintió, el acompañante
en cambio negó con la cabeza. ¡Y esos televisores
que llevan atrás están empapados! Qué lástima!
¿No tenían para taparlos, no?
Cuando la camioneta arrancó y se fue a una
velocidad un poco excesiva para las calles
desiertas del pueblo, el empleado regresó radiante
a la oficina donde el dueño escuchaba, algo
aburrido, una retransmisión radial de un viejo
partido de fútbol de la liga rochense. “¡No sabe la
última novedad!” le dijo
- ¿Qué pasó? – respondió el dueño, interesado.
- ¡En la Pedrera están apareciendo televisores en la
playa!
El dueño dejó pasar un segundo. Miró la botella de
grapa que guardaba en el estante de los aceites y
luego de decidir que no había un faltante exagerado
en el contenido, bajó el volumen de la radio y le
preguntó al chico.
- ¿Cómo que aparecen televisores en la playa?
- Sí, los trae el mar. ¡Recién se fueron dos
pescadores para Rocha con la camioneta llena!
- De televisores…
- Sensei
- Qué?
- Marca Sensei , o Sansei o Sanyo… no, Sansei
creo – El dueño lo tomó por los hombros y lo
sacudió paternalmente.
- ¿Milton, dónde aparecen lo televisores? ¿Te
dijeron exacto?
- Sí, en La Pedrera, yendo para Punta Rubia a un
par de kilómetros desde las rocas grandes.
El dueño de la estación miró el cielo, evaluó la
claridad remanente y tomó el fanal de mano que
utilizaba para sus cacerías.
- Milton, escúchame bien lo que te digo. Yo voy a ver
qué es esa pavada de los televisores. Tú te quedas
hasta que yo vuelva y no le vayas a decir una sola
palabra a nadie. Si encuentro televisores, te traigo
uno.
- Muchas gracias, don Carlos!
- ¡Pero ni una palabra a nadie, ojo!
- Ni una palabra.
Don Carlos sacó su camioneta y arrancó raudo para
La Pedrera, mientras el joven Milton quedaba a
cargo de la estación de servicio… y del teléfono.
El dueño del Ancap estaba llegando ya a la entrada
de la ruta al desierto balneario La Pedrera, cuando
se vio rebasado por una rauda motocicleta con dos
jóvenes que parecían ir en su mismo destino.
Cuando don Carlos miró hacia atrás por el espejo
retrovisor, la usualmente intransitada ruta veraniega
parecía una autopista repleta de faros de autos que
lo seguían a una distancia cada vez más corta. Ya
llegando a la altura del hotel, fue alcanzado por el
pelotón. Estancieras, autos destartalados, más
motocicletas y cuanto vehículo se pudo aprontar
rápidamente llevaban a una pequeña multitud
entusiasta en busca de los ya famosos televisores.
De ahí en más, es decir, durante los cuatro
kilómetros que faltaban hasta la playa bendecida
por el naufragio electrónico, se corrió una especie
de rally improvisado que dejó a Don Carlos
bastante rezagado y cubierto de arena húmeda,
barro y pastos arrancados por los impacientes que
salían del camino de tierra para avanzar
francamente o por la arena o entre los pastizales
costeros. Cuando llegaron, los corredores
desmontaron de sus vehículos y enfocaron faros y
linternas hacia la playa sumida ya en la penumbra.
El primero que logró ver un bulto sobre la arena
largó un grito. En seguida todos vieron más de ese
maná negro que traían las olas, cientos de
televisores flotantes llegaban a la playa envueltos
algunos en sus originales bolsas de polietileno,
otros aún con el telgopor montado y muchos en sus
cajas de cartón. A los gritos y risas, decenas de
personas se lanzaron a capturan su televisor.
Mientras se luchaba de esa manera contra las olas
como quien quita una preciada fruta abrillantada de
un pan dulce del mar, los improvisados pescadores
eran reforzados continuamente por más habitantes
de la Paloma que iban llegando sin pausa. La
cantidad de televisores que traía el agua era
increíble. Mientras seguía llegando gente desde el
pueblo vecino, ya algunos que habían colmado la
capacidad del auto o de la moto, decidieron
regresar al pueblo para vaciar la carga y retornar
luego a la playa en busca de otra tanda de
televisores. A toda velocidad volvían por la ruta
hacia La Paloma, entusiasmando a los de la mano
contraria que intentaban llegar por primera vez a
ese lugar dorado donde aparecía el
electrodoméstico más deseado por todos.
Temeroso de que la zafra de aparatos se acabara
antes de que pudiera regresar por más, don Carlos,
que ya había cargado todo espacio útil de su
camioneta con televisores, comenzó a ocultar
algunos televisores tras las dunas. Cuando tuvo una
cantidad respetable y un terrible dolor en los
brazos, decidió tapar los televisores atesorados con
una capa de arena. Mientras tanto, quienes recién
llegaban cargaban sus propios televisores y
emprendían también el rápido ida y vuelta que se
prolongaría toda la noche. Dado el frío imperante y
la mojadura que se estaba dando esa pobre gente,
se improvisó una fogata en la playa, para darse
calor y de paso alumbrar un poco más la noche.
Como siempre que los orientales se juntan,
inefablemente apareció la bienvenida botella de
grapa, que también ayudó a entrar en calor a los
pescadores ateridos.
Hubo escenas de violencia incipiente. Don Carlos
regresó por más y descubrió que su escondite
había sido violado y los televisores hurtados. Se
puso a increpar al resto de los recolectores
- ¡Ese televisor es mío! – le dijo a un veterano
señor.
- No, es mío… - contestó indignado el hombre
- No es de nadie, o alguno compró el televisor?
¡Los estamos robando del mar! – dijo una joven
algo compungida que pasaba portando el suyo
- Sí, pero cuando se agarra el televisor ya es de
uno, y yo tenía seis ahí atrás y ahora me los
sacaron!
- Eso le pasa por avaro.
- A quién le dices avaro, que si no fuera por mí ni se
hubieran enterado de que estaban los televisores
aquí!
Pronto hubo un contado de pelea. Pero ya cuando
los participantes se iban a las manos, se oyó el
sonido inconfundible del metal abollándose: el
primer choque de autos de la noche. Sin dejar de
discutir, todos acudieron al lugar del accidente
donde dos hombres de pie ante sus respectivos
vehículos, se acusaban recíprocamente de haber
causado el choque. De uno de los autos bajó Milton,
hermano menor del primer conductor. Dispuesto a
apoyar el reclamo, estaba a punto de injuriar
también él al alocado chofer de la camioneta rival
cuando vio descender del lado del acompañante a
una muchacha. La niña se había abrigado con una
gruesa campera, pero aún así parecía un ángel, una
joven walkiria que tenía un largo pelo dorado que
resbalaba por las curvas que su busto provocaba en
el abrigo. Luego de un segundo, Milton tragó saliva,
se creyó capaz de hablar nuevamente y dijo:
- ¡Bueno, calmémonos, que no es para tanto!
- ¿Calma? Este animal me destrozó la trompa de la
meharí.
- ¿Tu a quién le dices animal, eh? – desafió el
padre de la muchacha.
- Por favor, ignore a mi hermano, señor, No ha
querido ofenderlo. Estamos un poco nerviosos –
dijo Milton, incapaz de evitar llenarse la vista con el
pelo de la muchacha, el cual no dejaba de ondear
en la brisa reflejando el fulgor de la fogata cercana.
- Milton, qué haces aquí. Acaso no te dejé yo a
cargo del puesto? – intervino don Carlos
- Disculpe jefe, pero tuve que ayudar a mi hermano
que quería venir a buscar el también un televisor y
no ve bien de noche….
- ¡Ah! ¡Ahí tienes! ¡No ve bien y está manejando! ¡Y
luego la culpa es mía! – dijo el conductor de la
camioneta.
- Ve bien, pero si se pone nervioso entonces pierde
la focalidad, y a mí me da miedo de que vaya por
ahí y le agarren los nervios… por eso lo acompañé.
- Cómo no voy a estar nervioso, si este hombre me
cruzó el auto por donde yo estaba pasando! Y yo
tenía prioridad
- Pero no vés que esto es la playa? De qué
prioridad me hablas, muchacho! Pero si no tienes la
menor idea de cómo se maneja…
- No me importa, tú me has chocado y tienes que
pagar.
- Calma – repitió Milton.
- ¿”Calma” dices? A mí me parece que yo debo
despedirte, Milton, porque has dejado el puesto solo
– intervino nuevamente Don Carlos
- ¡Pero si vino su esposa y se quedó ella! Y me
mandó que le dijera que no se vaya a olvidar de
llevar un televisor para su suegra, y que se escuche
bien que la vieja no oye casi nada.
- ¿Quién me va a pagar el auto? ¡Yo no voy a poder
cobrar el seguro porque no cubre tránsito por la
playa! – dijo el hermano de Milton
- Hermano, deja quieto… no ha sido culpa de nadie.
Disculpen – Milton se atrevió a mirar a la muchacha
también – No es por su culpa, lo que sucede es que
se nos frustró la posibilidad de llevarnos un televisor
y bueno, eso explica el exabrupto de mi hermano…
vamos José, vamos. Ya hemos perdido bastante, el
auto y mi empleo, tan necesario para poder
completar mis estudios universitarios en
Montevideo, pero vayamos, José… que esta buena
gente no tiene la culpa de que nosotros no
tengamos fortuna esta noche.
- Mira Milton, el empleo lo sigues teniendo, por lo
menos hasta que me compenses el adelanto que te
di para los libros de derecho. Lo que no tienes, por
lo visto, es movilidad. Y yo tengo mi pickup llena de
televisores. Yo no los voy a poder alcanzar hasta La
Paloma
- ¡Si es por eso, aquí en esta camioneta hay
lugar…! - comenzó a decir la muchacha, ante la
mirada sorprendida del padre – nosotros podemos
llevarles el televisor. Incluso si quieren venir…
- Señorita, se lo agradecemos con todo el corazón,
¿verdad, José? Has visto que todo puede tener una
solución? Olvídate del auto, mañana volveremos por
él. Ahora vayamos por ese televisor que nos ha
prometido. – dijo Milton, sonriendo a la joven de la
cual hubiera dado la vida por obtener un solo beso.
El día siguiente amaneció despejado y ventoso. Los
televisores seguían llegando, pero en el pueblo de
La Paloma, comenzaron las decepciones. Primero
pasó que algunos incautos intentaron conectar los
televisores inmediatamente, logrando desde
chisporroteos y silencio hasta explosiones
importantes. Enseguida apareció un técnico que
Rocha que de paso a buscar sus televisores, les
advirtió a los que encontró en la playa que los
televisores no iban a funcionar nunca si es que les
había entrado agua de mar y sin una conversión que
había que hacerles para usar la norma de
trasmisión del Uruguay. Fue tanta la demanda que
el técnico pidió prestado el local de la churrería del
parque Andresito, donde improvisó un laboratorio
para las conversiones y ajustes de los televisores
rescatables. Así estaba la gente reunida trayendo y
llevando televisores cuando apareció un hombre de
a caballo, un pescador viejo de la zona del puerto
de los botes, hacia el oeste del Cabo Santa María.
El Jinete pegó una última chupada a su cigarro y se
apeó del caballo. Se tocó el ala del sombrero y
preguntó.
- ¿Esos son los televisores que andan apareciendo
en La pedrera?
- Son, sí… - le contestó el técnico.
- Y tienen control remoto?
- No, no vinieron los controles.
- Porque yo tengo un control remoto para eso, si
quiere probar.
- A ver?
El hombre le dio el control remoto, nuevito,
enfundado aún en su envoltorio original, bastante
sucio, pero se notaba íntegro. El técnico lo sacó de
la bolsa, le puso las pilas que venían dentro del
sobre y apunto hacia un televisor que estaba
probando.
Funcionó.
El técnico miró a los ojos al viejo pescador y le
preguntó: “Cuánto quiere por esto”
El viejo encendió otro cigarrillo mientras cerraba un
ojo. Echando el humo por la boca, dijo: “Un
televisor”
- ¿Qué? ¿Un televisor? ¿Por un control remoto?
- Usted tiene muchos televisores, pero controles,
ninguno. Tal vez no valga la pena tener control
remoto de eso. No lo sé, yo ni televisor tengo. Pero
me parece que acá hay un montón de botones más
que ahí. – dijo el viejo, señalando el frente del
televisor donde evidentemente no estaban todos los
botones necesarios para ajustar el televisor, los
cuales sí estaban en los controles remotos.
- Mire, se lo cambio porque me da lástima que
usted no tenga televisor, amigazo.
Cuando el pescador se volvía a su rancho en la otra
punta de la península, el técnico reflexionó sobre
dos cosas bastante extrañas: la primera era que el
pescador tuviera un control remoto, exactamente el
que iba con los televisores. La segunda es que se
hubiera llevado el televisor sin preocuparse de no
tener otro control remoto para sí mismo…. A menos
que sí tuviera. El técnico tomó su celular y llamó
inmediatamente a un amigo que vivía cerca de la
playa serena.
- ¿Juanchi, estás en la vuelta, tú? Ah, mira, cuando
te levantes de la siesta, agarras la bicicleta y te
vienes por la playa, fíjate si no está trayendo nada
raro el mar.
Esa misma tarde se confirmó que en las distantes
playas del Corumbá, unos seis kilómetros al oeste
del faro, el mar estaba trayendo miles de controles
remotos flotantes. Para evitar el abuso y el agio,
esta vez la junta local envió una delegación que
cercó la playa y juntó todos los controles remotos. A
la medianoche la paya estaba totalmente limpia y
solo quedaban dos viejos ediles de guardia,
sentados en sus reposeras y abrigados con mantas,
atentos por si venían más aparatos flotando con la
pleamar de las tres de la mañana.
Al día siguiente, en el salón de la junta local, se
comenzaron a repartir los controles remotos, uno
por familia. En la esquina nomás, se reunía una
multitud de vecinos que hacían todo tipo de
operaciones de trueque de controles remotos por
televisores o dinero. El alboroto fue tal que no tardó
en apersonarse el subcomisario con un agente. Al
ver la magnitud del tráfico de mercancía y dinero,
disolvió la asamblea popular y advirtió:
- Les voy avisando a todos que esos televisores son
malhabidos, y que la empresa de transporte ya
pidió el rescate, así que pronto vamos a tener que
decomisarlos.
La desesperación cundió en el pueblo. Las
habladurías, y chismes recorrían los lugares donde
los vecinos se reunían espontáneamente a
deliberar, ya sea el bar, la propia estación de
servicio, o el kiosko del técnico. Finalmente
terminaron todos en el salón parroquial de la iglesia,
que colmó como nunca sus bancas de feligreses
espontáneos. Don Carlos incluso cerró la estación
de servicio y se llevó con él al Milton, para ver qué
se podía hacer ante la amenaza del decomiso. Ya la
asamblea era una gritería que ni siquiera el cura
podía calmar, cuando don Carlos golpeó la mesa
con una botella de grapa, sin llegar a romperla, y
dijo: “Acá tenemos que consultar a un abogado que
nos defienda, y como nadie sensato va a ir a lo del
chupasangre traidor del doctor Estevarena que
como sabemos nunca terminó la sucesión de mi
madre y por eso no pude vender la chacra lindera a
la laguna, ahora perdida irremediablemente bajo las
aguas, propongo entonces que se haga cargo mi
fiel empleado Milton, que es estudioso de derecho y
tan buen alumno que podrá sacar adelante el pleito
mejor que cualquiera de esas sanguijuelas de
Rocha”. La gente aplaudió entusiasmada. Milton,
que solo había rendido dos materias de la carrera y
una de ellas era derecho romano y la otra era Inglés,
comenzó a tartamudear aterrado intentando
convencer a la gente que él no tenía idea de nada
de eso, cuando vio entre la multitud la cara pecosa y
el cabello rubio de Patricia, que lo miraba sonriendo
con ojos de admiración. Entonces el joven se paró
sobre la mesa y dijo “Agradezco a mi pueblo la
confianza que depositan en mí. Ahora mismo iré a la
comisaría a intimar al comisario para que cese en
su pretensión, puesto que así como nos asiste la ley
de gentes y el derecho del mar, también nuestro
derecho como ciudadanos a recoger de la playa lo
que el mar nos traiga es inmancillable e
irrenunciable.” La gente aplaudió a rabiar a su
paladín. Milton bajó dela mesa y trató de abrirse
camino entre las palmadas de ánimo y salutaciones
de los presentes hasta el lugar donde estaba
Patricia. La muchacha apenas lo tuvo cerca le dio
un sonoro beso en la mejilla y un abrazo, mientras
su padre los miraba complacido. Milton creyó estar
volando, cuando por fin alcanzó la calle y se
encontró de frente a la comisaría: la gente lo seguía
detrás a una respetuosa distancia. El joven tragó
saliva nuevamente y concluyó que ya nada podía
hacerse para zafar de la situación. De manera que
caminó rápidamente para que no se notara el
temblor de sus piernas e ingresó a la comisaría
subiendo la escalera de entrada en dos grandes
zancadas.
- Vengo a hablar con el comisario – dijo al agente
- El comisario no está. ¿Qué quiere?
- Si no está, lo esperaré. Esto es algo que debo
hablar con él
- Qué pasa, quién me busca? Dijo el comisario,
apareciendo por el pasillo que daba a los
calabozos. Mientras se acercaba a Milton, el
muchacho se preguntó cuándo dejaría de crecer
esa mole parecida a la cruza entre un indio charrúa
y un ropero de algarrobo.
- Buen día señor comisario. Vengo en nombre… me
mandan los vecinos para hablar del asunto de los
televisores.
- Nada que hablar, van a tener que devolverlos
todos. Pronto llegará la orden de requisa y voy a
tener que pedir la ayuda de la prefectura. – dijo el
comisario, quitándose las lagañas.
- Bueno, justamente yo le quería hablar de eso… empezó a decir Milton tratándose se imponer sobre
el ruido de la radio que acababa de encender el
cabo de guardia. – digo… ustedes no tienen
televisor acá, no?
- No, solo radio, y anda para la mierda – dijo el cabo
- ¿Qué le parece, señor comisario, si antes de
seguir discutiendo esto, no ponemos un televisor
aquí, de los grandes, para que el personal de
guardia pueda estar atento y entretenido mientras
cumple su deber?
El comisario pareció de golpe interesado
- No estaría mal. No. Pero igual le digo que…
- Y también deberíamos poner uno en el calabozo,
para que el detenido tenga posibilidad de
entretenerse acostado en su cama y distraer la
mente de las tentaciones del delito.
- Bueno, claro, somos democráticos. Pero los
calabozos son dos.
- Ah, no lo sabía – Milton no iba a preguntar dónde
estaba ese calabozo extra, pero presumía que sería
en Costa azul, precisamente en la casa del
comisario.
- ¡Que sean tres televisores entonces!
- Listo gurí, te traes los televisores y asunto
olvidado, y si viene la orden de requisa la usaré
para limpiarme el culo.
- Gracias señor comisario. – dijo Milton, algo
perturbado por la imagen mental que el comisario
evocara.
Al salir de la comisaría, Milton bajó lentamente por
la escalera buscando con la mirada a Patricia.
Cuando la vio, levantó los brazos y exclamó:
“ganamos” La multitud se le arrojó encima
vitoreando, pero él hizo un par de fintas para
esquivar a dos o tres entusiastas y logró recibir el
único abrazo que realmente le interesaba.
Minutos más tarde, sin soltar a la muchacha, se
acercó a donde Carlos y le dijo en vos baja que el
principal amenazado por la requisa era él, pues era
quien más televisores tenía. Don Carlos accedió de
inmediato a desprenderse de tres de los mejores
aparatos y llevarlos disimuladamente esa noche a la
comisaría.
La calma volvió al pueblo y esa fue una primavera
feliz, repleta de partidos y telenovelas para todos.
Luego llegó el verano y los turistas. Luego se fueron
y llegó el otoño y nuevamente el resplandor de los
televisores alumbró las ventanas nocturnas de las
casas del pueblo.
Milton y Patricia se casaron en la playa donde se
conocieron. Fue una puesta de sol memorable.
Curiosamente, nadie les regaló un televisor. No lo
necesitaban.
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