Presagio Me había citado con ella, la única persona de la que me

Anuncio
Presagio
Me había citado con ella, la única persona de la que me había enamorado en toda mi vida,
Belén. Quedamos en un bar que había sido cómplice de nuestra relación. Ahora quedaban bien
lejana aquella época de la que pensé que sería eterna, la obsolescencia programada que tienen
muchas cosas, había hecho caducar lo nuestro. Decidí beber antes de aquel encuentro para poder
aguantarlo, para poder soportarme a mí mismo ya que iba a perder lo único que sabía que había
hecho bien en toda mi vida. Sabía que aquella noche lo que Belén quería, era dejarme. Hacía una
semana que absorto en un continuo estado de embriaguez, me había dejado volar de bar en bar,
de concierto en concierto. Deambulaba como un zombie, oscuro, desgastado. Estaba a punto de
cumplir un año más de vida en unas horas y 100 años de trabajo al corazón en unos minutos y yo
mientras, desperdiciando los instantes que nos brinda la vida.
Una brisa de aire me devolvió a la realidad recorriéndome por el cuello y me hizo girar la
vista hacia la entrada. Como yo, varios tipos fijaron su mirada hacia la puerta. Belén entraba, con
su pelo despeinado, ondulado y sus ojos verdes, como dos faros, alumbrando a un barco en plena
tormenta. Incluso cuando no se arreglaba, era tan atractiva que dolía. Recordé la primera vez que
la vi y el guiño que me dio el alma. Había perdido aquella alegría junto con la locura intentando
rescatarme. Mi incapacidad para mirar hacia atrás incluso cuando la tenía delante, me convertía
en un zafio apuntó de perder todo con una mala mano al juego. Al verla supe que esta ultima vez,
venía para contarme que no pensaba quedarse. Fui a saludarla intentando acercarme a sus labios,
pero ella agachó la cabeza esquivándome. Comenzó a hablar con la voz temblorosa pero
punzante. De fondo, una de mis canciones favoritas acompañaba: Kashmir de Led Zeppelin. Le
pedí al camarero que subiese el volumen, levantando la copa hacia el cielo. Una vez más había
intentado huir, centrando mi atención en cosas efímeras en aquel momento. Cuando miré a Belén
ella rompió a llorar. Algunos del bar se dieron la vuelta para cotillear que pasaba, y ya de paso
proceder con una mirada condenatoria.
— ¡¿Acaso hay alguien que te importe, Rober?! ¡¿Cuándo vas a madurar?!—gritó Belén
con lágrimas en los ojos.
— No tengo un mapa, no me gusta seguir planes todos los días. Si madurar implica seguir
una estrategia, no me va hacer las cosas así. Me gustaría saber en qué momento parar. Yo…
—Lo sé Rober, pero estoy cansada —musitó entre lagrimas—. No puedo seguir fingiendo
que cada cosa que haces mal, no ha pasado. No puedo seguir luchando cada día, ni cuidar de ti de
esta manera y que tu ni tan si quiera estés ahí.
—Belén, estoy aquí. Intentaré cambiar.Déjame al menos intentarlo— supliqué.
Presagio
Belén negando con la cabeza, desesperada, salió del bar y yo como un coyote que va tras el
correcaminos, salí tras ella. No recordaba un marzo tan frio como aquel desde hacía años. Belén se
paró un segundo y supe que ese era el punto final.
—Ya es demasiado tarde. Yo no merezco esto.
Mis súplicas ya no servían. Me devolvió una última mirada con aquellos enormes ojos
verdes. Fue entonces cuando me vi a mi mismo a través de los ojos de Belén. Vi un bala perdida
que hace daño a las personas que realmente le quieren.
Ella, resignada a vivir en la cuerda floja en la que vivía conmigo, marchó a paso decidido,
aprendiendo a odiar, bajando por la Calle del Pez. Atravesando el festival de luciérnagas de las
noches de Madrid, vi como la mujer de mi vida se iba. El orgullo me impedía retroceder y partir de
cero, lo único que sabía hacer era evitar sentir y matar de raíz las penas con lo que fuera. Pedir
perdón no estaba nunca entre mis opciones. Como adicto a todo, adicto a la vida, adicto a la
música, al amor, al alcohol…lo único que conseguiría hacerme escapar, era huir. Debí caminar
horas y horas, como si nada pudiera hacerme daño, con la soledad manchándome, escarbándome.
Consumiendo, bebiendo con la seguridad de que la botella tenía un fondo y de que uno ya estaba
lo suficientemente vacio.
Aquel viernes 20 de marzo del 2015, era el concierto de nuestra banda: Los Desechables.
En unas horas tendría 30 años, edad que significaba para muchos una responsabilidad, y para mí
no había hecho plantearme nada. Habíamos empezado a subir como la espuma y nuestro nombre
se encontraba en el cartel de muchas de las grandes salas de conciertos del territorio nacional. La
noche ejerció su efecto, y yo fuera de mi cuerpo, como mirándome con prismáticos, una vez más,
volvía a ser el títere que era cuando todas las sustancias ingeridas hacían su efecto. Estuvimos
fumando fuera antes de ensayar, reíamos recordando el desastre del pasado concierto. Él éxito
nos había hecho perder la esencia, nos habíamos perdido a nosotros mismos.
Lo que recuerdo con mayor nitidez de aquel momento pre-concierto, fue ver una gaviota.
Estaba subida en un árbol que había en frente de la sala de conciertos Soma. ¡Una gaviota en
Madrid! Por un momento pensé que sería una alucinación o una paloma inmensa, Madrid del mar
quedaba bien lejos. Olía a libertad aquella gaviota. Para mi asombro, la gaviota me miraba
fijamente, como una señal, vaticinando mi ridícula muerte, a la que en aquel momento era
completamente ajeno.
—Me encantaría ser una gaviota, para poder volar, meterme en el mar cuando quiera y no
tener que llevar a cabo ningún tipo de obligación.— Dije mirando a Juan, Jorge y Mariano. Le di un
Presagio
buen manotazo en el hombro a Mariano, que era el que tenía más cerca-. No sé qué tal se dará
hoy, pero esta gaviota es un presagio.
— ¡Debe de haberse cansado del mar, y quería algo de rock & roll! –Mariano miró
asombrado a la gaviota y soltó una fuerte carcajada—. Por un momento pensé que estabas muy
tocado Rober. El último concierto fuiste un verdadero desastre tío.
Entramos en la sala de conciertos. Juan empezó a calentar la voz, con sus míticos gritos de
<< ¡Buenas noches Desechables de Madrid! >>. Seguro que esa noche no volvía solo a casa. Y una
vez más nos diría <<No me esperéis, vuelvo enseguida>>.
En mi cabeza perduraba la ruptura de horas atrás, pero me obligaba a mi mismo a esbozar
una sonrisa por careta. No veía otra imagen que la de ella, enajenado a lo que iba a pasarme, cogí
torpemente entre mis sudorosas y frías manos, el cable de mi Fender Starcaster. Recordé al mirar
la guitarra el momento en el que la compré, en Edimburgo, en una tienda de música con Belén.
Encontrarme con aquella guitarra, fue un flechazo. Me había llevado al éxito, éxito que me estaba
destruyendo, ya que era incapaz de vivir sin drogarme y Belén ya no estaba en aquel concierto, ni
estaría en los siguientes. Había descuidado amigos y había defraudado a mi familia con mis
adicciones. Fue entonces cuando al ir a conectar el cable en el amplificador, una descarga atravesó
el cable, llegando a través de la guitarra a mi cuerpo. Sentí un estallido, mi cuerpo ardía por
dentro. A Juan se le desencajaron los ojos de las orbitas y esa fue la última imagen que tuve de
aquella noche.
Tenía mucho frio, estaba amaneciendo, los primero rayos de sol debían de estar
despertando a media ciudad y acostando a muchos trasnochadores. El ruido de la gente por la
calle y los coches pitando, terminaron por hacerme abrir los ojos. Extrañamente no me dolía la
cabeza, ¡qué paranoia más grande aquella! De todas las veces que me había despertado sin saber
donde estaba, aquella era sin duda la que más se me había ido de madre. Tenía un vértigo
inmenso, estaba subido en un balcón en plena gran vía, y sorprendentemente tenía el sentido de
la visión agudísimo. Veía hasta el señor del estanco esculpiendo un moco que acababa de sacarse.
Me acordé de repente del momento en el que conecté la guitarra al amplificador, debí haberme
electrocutado, o tal vez fue el efecto de las drogas. Fuera lo que fuere, no sentía síntoma alguno, a
excepción de lo extraño de la situación.
Mire hacia mis pies, estirando los deditos pero… ¡No tenía pies! En vez de pies tenía patas y
bien naranjas, con dedos palmeados unidos por una membrana. Esto no podía estar pasándome a
Presagio
mí. Quería tirarme del pelo, agitarme la cabeza. Intente restregarme los ojos, pero al acercar lo
que se suponía que era mi mano, tenía plumas, grises y negras en el borde. Me metí una pluma en
el ojo, que me hizo ver las estrellas. Quise gritar, pero en lugar de gritar emití un graznido de
gaviota. Me puse a saltar estúpidamente, sin saber cómo manejarme en mi nuevo cuerpo de
gaviota, y me tope con el cristal de la puerta de aquel balcón. El reflejo me devolvió la imagen de
la que evidentemente era una gaviota, igualita que la que había visto antes de entrar en la sala de
conciertos. Aquella mañana si que no me gusto la imagen que vi de mí frente al espejo.
—Uuuuuuaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa—grazné desesperado, cuando en realidad lo que quería
era maldecir todo lo maldecible.
En ese momento un señor muy malhumorado, con un ojo mirando para Cuenca y en
calzones, fue directo a la puerta de aquel balcón, abriéndola bruscamente y desplazándome al filo
del abismo, con nueve pisos bajo mis pies.
— ¡Maldito pajarraco! ¡Largo!—gritó, agitando sus peludos brazos.
Sacando valor de donde no lo tenía, iba a tener que aprender a volar en cuestión de
segundos si no quería ser aplastada por aquel hombre peludo, que cada vez que agitaba los
brazos, su ojo apuntaba a Cuenca más desorbitado. Me planteé si muchas aves tenían que
aprender a volar con aquella presión. Nunca me había puesto en la piel, o mejor dicho, en las
plumas de una gaviota. Mis camaradas las gaviotas, y el resto de los animales, eran increíbles,
sobretodo, por soportar al ser humano y sus hábitos destructivos. Me sentí como Jean-Marie Le
Bris antes de volar en planeador y me di cuenta de lo importante que es una decisión a tiempo.
Una fuerte ráfaga de viento me hizo decidirme, y me recordó a una experiencia anterior, saltar en
paracaídas, pero esta vez sin paracaídas. Me sentí caer como un saco de patatas, agitando mis alas
de gaviota a lo loco, graznando, y despertando a todo el edificio. El suelo se acercaba
estrepitosamente, iba a ser papilla de gaviota, cuando entonces, abrí mis alas, y aprovechando las
corrientes de aire, alcé el vuelo. Conseguí pillarle el tranquillo a volar, y empecé a divertirme. Era
una sensación espléndida. Los rincones eran lugares. Nada pasaba desapercibido. Aquel anciano
madrugador con el periódico, aquella trabajadora trajeada que sabe que hoy es sábado, y en unas
horas podrá disfrutar de un merecido descanso. Los matices buenos y los malos se mezclaban por
las calles. La basura en los rincones, los coches contaminando el aire, la nube de polución que
respiraba, me hacía sentirme intoxicado por momentos. Me sentía espléndido por volar, pero
embriagado de tanta contaminación. La vida ahí abajo iba demasiado acelerada. Nadie repara en
el vagabundo que está con su gato enfrente del Rodilla. Y yo, era gaviota, que percibía la vida
Presagio
como debía haberla percibido antes y no podía explicarle a nadie como me sentía. Si me hubiese
sentado con Juan, Jorge y Mariano en aquel momento, habríamos hecho una canción de mi
absurda situación y hubiera sido una bizarra canción con gancho.
Estuve volando entre los edificios y la contaminación de la céntrica Madrid durante horas.
Ahora tocaba frenar, y por primera vez en mi vida, establecer un plan.
Hasta ahora, desconocía por completo a qué lugar nos deparaba la vida mortal cuando
llegaba nuestro momento. Desde luego lo que menos pensaba, era que en lugar de un Dios, iba a
ser el hado el que iba a declarar cual sería mi destino. Ahora era una gaviota, y tenía que
apechugar con ello. Aterricé, yendo a frenar en el asfalto de la carretera. Tuve que apresurarme,
un coche casi me atropella. Iba dando saltitos por la calle, esquivando a la gente para evitar ser
pisado, cuando me encontré con un periódico en el suelo. Para mi sorpresa vi que era sábado,
pero 20 de marzo del 2016. Había pasado un año desde la noche en la cual me despedí de mi
cuerpo humano. ¿Qué habría pasado con mi familia? ¿Qué habría pasado con Belén?
Fui volando hasta la casa de mis padres que quedaba cerca del Retiro, lugar en el que me
encontraba. Aterricé esta vez en uno de los maravillosos cactus que a mi madre le encantaba
tener de decoración en la terraza. Experimenté la nueva emoción de las púas de cactus por todo el
cuerpo (cosa que no me gusto nada). Las plumas hacían que las púas se quedasen atrapadas y bien
clavadas. Esperaba mejorar los aterrizajes para posteriores veces. Maripili, la tortuga que tenía
desde la infancia, estaba en la terraza y me miraba ¡Se estaba riendo! No sé si alguna vez habéis
visto una tortuga reírse, pero os juro que esta reía como una loca.
—Veo que la vida te ha tratado bien Rober—dijo Maripili irónicamente.
— ¡Maripili, que alivio poder hablar con alguien! Estoy desolado, he muerto hace un año y
no sé qué ha pasado desde entonces. Tampoco entiendo cual es el propósito de esta nueva vida
que me ha sido concedida, por favor Maripili, ayúdame.
— Hubo muchos años que te quise como a un hermano, pero entonces desapareciste de
casa. Ya nunca más me diste de comer, ya nunca más viniste a verme —me reprochó—. La
realidad de la vida es esta: yo anteriormente era una mujer importante con mucho éxito. Empecé
a descuidar a mis hijos, a mi familia, hice daño a muchos compañeros. Si tenía que pisar a alguien
para ascender, lo hacía sin remordimiento. Un día la mujer de mi amante me quito de en medio
con un tiro a quema ropa. Desperté en este cuerpo hace 30 años. Al principio estaba igual de
perdida que tú, pero prendí a vivir con ello. Después de 30 años creo que pronto llegará el
Presagio
momento para marcharme. He aprendido lo que hice mal, y he sido feliz con vosotros, pero
sobretodo, he aprendido lo que en una vida humana no aprendí, el sentido de las cosas.
Anonadado por la historia, comprendí que muchos otros como yo estarían en la misma
situación.
A las nueve salió mi madre a dar de comer a Maripili. Aproveché para meterme dentro de
casa de mis padres, sigilosamente, sin que mi madre me viera y me escondí. Observé a mi madre
colocarle el agua limpia a la tortuga, y la vi ponerse el abrigo. Con la máxima ternura que os podáis
imaginar, besó el marco de una fotografía en la que se me veía con una guitarra. Como si en aquel
frio marco, estuviese yo vivo. A veces nos pautamos rituales, que nos hacen seguir. Con una
mirada triste, fue hacia la puerta cerrándola tras de sí.
No había sido un hijo ejemplar. Mis padres siempre quisieron lo mejor para mí y yo
siempre rechacé sus esfuerzos. Empecé Biología pero lo abandoné, y como Biología, también
abandoné Psicología. Al final, tras intentar varias cosas que no me llenaban, retomé la música, era
lo único que sabía hacer. Mis padres siempre creyeron en mí y me apoyaron como guitarrista.
Cuando me vieron en el mundo artificial en el que me había introducido intentaron llevarme a un
centro de desintoxicación, pero yo lo rechacé y fue entonces cuando dejé de hablarles. Lo triste
era que les echaba inmensamente de menos, pero no podía defraudarles una vez más. Fui de lado
a lado de la casa, aproveché para comer algo. Estuve viendo las fotos que tantas veces antes
había visto, perennes al paso del tiempo. Pero había una foto que era nueva y que me dejo
totalmente aturdido. Vi a Belén en una foto con una bebé de unos meses. Me quedé con el pico
entreabierto, se me descolgaron las alas, me descompuse. Culpándome por no haber sospechado
nada y por todo lo que había echado a perder, sin apenas valorarlo cuando vivía. Ese bebé era
nuestra hija. Me despedí de Maripili y salí de casa de mis padres.
Fui volando lo más rápido que pude hasta la calle del Pez, calle en la que se encontraba el
piso de Belén. Ella tenía siempre esa manía que me ponía tan nervioso, de dejar las ventanas
abiertas de par en par para ventilar. Se me enfriaba hasta el alma por las mañanas, pero en
cuanto abría los ojos, perezoso entre las sábanas y la veía, tan despierta y cantando, no podía
quejarme, me rendía. Entre por la ventana de la habitación y allí la vi. Entre sus fotos, aún había
una foto nuestra del viaje que hicimos por Escocia. Me escondí debajo de la cama y las vi a las
dos. Belén canturreando y la pequeña entre sus brazos. Era lo más bonito que había visto en el
mundo, cualquier maravilla del mundo quedaba corta comparada con Belén y nuestra pequeña.
Belén cantaba, y las manitas de la pequeña buscaban a su madre. Me quede embobado,
Presagio
mirándolas. Belén no me había visto, pero fue nuestro perro Baloo el que deparó en mi presencia.
Corriendo vino a pegarme unos cuantos lametones, con esa bondad inmensa de la que están
dotados los animales. Entregando amor, de manera gratuita e incondicional.
Me subí en el lomo de Baloo, y grazné muy bajito, pero él no debía de haber sido humano
anteriormente, no me entendía. Allí, en el lomo de mi perro, sabiendo que mi pequeña y la mujer
de mi vida estaban al lado, comprendí y entendí con tristeza lo que había tenido delante de mis
ojos en vida humana, y había dejado escapar. No quería asustarlas. Acaricié a Baloo, y con el alma
rota me marche a volar, dirección al mar.
Estuve días volando, atravesando Andalucía, y llegue al mar. Si ahora era una gaviota, volar
era lo único que me permitía huir. Conocí a muchas almas atrapadas en cuerpos de gaviotas. Miles
de historias, miles de lecciones y así, con el tiempo a la espalda y volando acariciando las olas,
encontré la lección que había sido incapaz de aprender en vida humana. Ahora sabía qué quería,
pero estaba en otro cuerpo. Yo, en lo más hondo de aquel reducto indestructible que había
permanecido encerrado. No poseía bien alguno, pero sabía que con tener a mi gente, ya era rico.
No quería fama, quería una vida rodeada de la gente a la que quería.
Decidí volver a Madrid. Si no podía estar con Belén y con mi hija en cuerpo de humano, lo
estaría en cuerpo de gaviota. Era un largo viaje el que me esperaba. Había estado mucho tiempo
vagando por las costas, viendo nacer y despedirse el sol. Cada vez me sentía más gaviota. Siendo
mi vida una quimera, volando entre sueños y vigilia.
Madrid me recibió atardeciendo, con su frenético e imparable ritmo. Me deslicé volando
entre las calles hasta llegar a la casa de Belén. Debía de asegurarme que estaban bien. Las
persianas estaban subidas, pero no había movimiento en el piso. Esperé unas cuantas horas, como
un detective que espera en un coche, ansioso, impaciente. Fue entonces cuando aparecieron, los
tres. Era feliz por verlas a ellas, y a la vez estaba roto por ver que alguien ocupaba el que debía ser
mi sitio. Yo ya no estaba. Belén iba acompañada. Un hombre rubio, alto, atractivo, sin pico, ni
plumas como las que yo tenía, acompañaba a Belén y a nuestra hija. Yo no tenía nada que hacer.
¿A quién pretendía engañar? ¿Qué estaba haciendo allí espiándolas? Debía de quedar algo del
Rober antiguo, porque la única brillante idea que se me ocurrió fue ponerme a volar sobre la
cabeza de aquel tipo, y con toda la inspiración, me desahogue evacuando mis desechos. Mi
puntería consiguió dar en el clavo, recorriéndole por el cuello mis deyecciones. Aquel acto, me
había hecho retroceder como persona pero, ¡alguna ventaja tenía que tener ser gaviota!—
Presagio
pensé—. Después de desahogarme de aquella manera, vi como Belén le limpiaba, lo cual dio un
puntapié a mi conciencia y como si de un disparo se tratase, les vi besarse y caí fulminado. Mi
cuerpo mutilado, lleno de rasguños estaba en medio de la carretera.
Para ser asfalto, notaba el tacto suave de lo que recordaba como una cama en vida
humana. Tenía resaca, como si me hubiese caído un piano encima. Fui a aletear, pero no tenía
alas, ¡volvía a tener manos! Tenía nauseas, pero ¡estaba tan contento por volver a ser humano, y
por reconocer aquella casa! ¡Era la casa de Mariano! Estábamos desperdigados los del grupo,
entre sofás y colchones. Miré el calendario: era la mañana del viernes 20 de marzo de 2015, esto
ya lo había vivido. El espejo me devolvió mi imagen. Francamente tenía un aspecto espantoso
¿Habría sido todo un sueño? Aún me sentía capaz de volar. Mis bolsillos estaban repletos de
drogas. Lo que a continuación hice fue tirarlas al váter, ahogué aquello en lo nunca debí caer. Me
pegué una ducha, mientras el resto seguían cálcareos, durmiendo. Aquel era el primer día de mi
nueva vida. Lanzado, marqué el teléfono de Belén. Reía como un tonto, pletórico, con el teléfono
en la mano dando tono. Note una presencia, me espiaba. Había una gaviota que me miraba desde
el risco de la ventana. Con la certeza de que había cambiado mi vida, le sonreí agradecido. La
gaviota devolviéndome el gesto, inclinó su cabeza y antes de levantar el vuelo me dijo:
— ¡Aprovecha! El tiempo vuela. Es tu vida y hoy despiertas.
Fdo:
Cachalote
Descargar