Reseñas de Libros FRANCOIS-XAVIER GUERRA, Le Mexique de Vancien régime a la réuolution, París, 1985; 2 tomos, 445 y 543 p. La Sorbonne. Esa excelente tesis de Doctorado de Estado le valió a F.X. Guerra ganar por oposición la cátedra de Historia de Améri­ ca Latina que dejó vacante la jubilación de Francois Chevalier. Tal recompensa premió justamente una labor de 12 años. Me apresuro a decir que considero indispensable la publicación en México de esta gran obra que pertenece a la corriente que podemos llamar “a la Tocqueville”, en la histo­ riografía de la revolución mexicana. De uri& vez prefiero exponer la tesis y los resultados obtenidos por el autor, sin insistir demasiado —para aligerar la reseña— sobre el carácter científico de una metodología que une a la observancia de los cánones de la erudición clásica el manejo de un corpus biográfico de 8 000 personas y entes colectivos (comunidades, pueblos) o sea 100 000 da­ tos informatizados que pueden contestar a un número ilimi­ tado de preguntas cruzadas. El corpus está publicado en los anexos del tomo II. Aunque el método evoque inevitablemente el conocido trabajo de Peter Smith (Los laberintos del poder. El Colegio de México 1981-(1979)), se trata de un trabajo absolutamente diferente. 1. El desarrollo del trabajo El corpus incluye: 1) hombres con cargos políticos, 2) milita­ res, 3) opositores al porfiriato (clubes y partidos, sindicalis­ tas, periodistas, manifestantes, huelguistas), 4) los levanta­ mientos y los levantados; la toma de control de pueblos y ciudades por los diversos bandos; los enfrentamientos mili­ tares más importantes, 5) las élites locales con cargos meno­ res. El corpus no es anónimo, es abierto, sitúa los datos en el espacio y en el tiempo. Eso permite mucho más que una exploración estadística: permite escoger cualquier corte cro­ nológico, o cualquier acontecimiento, o zona regional. A los datos clásicos (fecha y lugar de nacimiento y defunción, familia, estudios, profesión...) se sumaron datos de militancia o pertenencia política e intelectual, con precisión tempo­ ral y geográfica, lo que permite seguir una evolución; datos de “relación”: ligas con otros actores (parentesco, amistades, promoción, clientela, etcétera). A partir de un corpus que pretendía abarcar los años 1900-1930, Guerra pensaba estudiar la revolución mexicana, precedida en una primera parte por el porfiriato y seguida en una tercera, por los primeros años post-revolucionarios. Al trabajar su primera parte, empezó a construir un modelo para el sistema político porfirista y quiso, antes de pasar a su tema principal, la revolución, entender cómo fue que, al fi­ nal, se había fragilizado tanto dicho sistema. Al intentar varias definiciones para el porfiriato, Gue­ rra resentía la impresión extraña que todos resentimos algu­ na vez, como lectores de Cosío Villegas: la convicción tran­ quila y compartida por la mayoría de los contemporáneos que se trataba de un régimen aceptado, que violaba sin cesar los principios mismos que proclamaba. O sea un abismo entre la teoría —los principios demo­ cráticos de la Constitución liberal— y la práctica: elecciones manipuladas, división de poderes inexistentes, libertades fundamentales burladas. ¿Cuál era la significación real del “teatro” democrático para el funcionamiento del sistema? Al preguntarse Guerra si alguna vez habían existido eleccio­ nes, separación se poderes, libertades, contesta que no. O sea que el régimen de Díaz, como los pocos gobiernos estatales anteriores, descansó en relaciones de poder real, diferentes a las señaladas por la Constitución. Había entonces que invertir la perspectiva y no enjui­ ciar la práctica porfiriana a partir de la letra constitucional; había que arrancar a partir de poderes con origen social y no político. El manejo de las biografías del corpus confirma las clarividencias de Bulnes, de Molina Enríquez, de Sierra y de Rabasa: la sociedad mexicana funcionaba con ligas perso­ nales, relaciones múltiples y abigarradas cuya permanencia engendraba conjuntos de individuos relacionados que pode­ mos calificar de “actores colectivos” (los “pueblos” eran los más visibles, pero no los únicos). Tal sociedad privilegiaba las moléculas, no los átomos. Sin embargo no era homogé­ nea ya que el sistema teórico de referencia de todos los siste­ mas políticos, desde 1814, era otro: un pueblo de ciudadanos iguales frente a la ley, unidos únicamente por solidaridades libremente adquiridas, sometidos voluntariamente al poder que se habían dado. O sea frente a una sociedad de actores colectivos aún mayoritarios, los “ciudadanos” en el sentido moderno de la palabra; minoritarios pero convencidos, deci­ didos a destruir el mundo anterior. ¿Cómo acabar con él? Construyendo al Estado, forjan­ do a la nación, pueblo nuevo de “ciudadanos”. En tal óptica individualista, el porfiriato deja de aparecer como el Antiguo Régimen de la Revolución de 1910 y, sí, funciona como una empresa revolucionaria aunque realista y capaz, hasta 18901900, de hacer concesiones a la sociedad existente. Al plantearse ese diagnóstico muy en la línea del glorio­ so Tocqueville, Guerra abandonó su proyecto inicial (19101930) y se dedicó al porfiriato y a antecedentes que remontan al Siglo de las Luces, y a España “puente obligado entre la Francia de la Ilustración y de la Revolución y la América Contemporánea” (t I, p. 21). Al recorrer “la evolución social” de México en el siglo XIX, se detuvo sobre dos aspectos: el “pueblo”, la comunidad pueblerina, actor esencial del viejo mundo; los “lugares so­ ciales” (algo como las antiguas “sociedades” que tenían como prototipo la Sociedad de Amigos del País y más tarde logias masónicas, clubes políticos, etc.) en los cuales apare­ cen los actores políticos modernos. Entonces el porfiriato deja de aparecemos como el Anti­ guo Régimen y se revela como compromiso, equilibrio provi­ sional entre dos mundos heterogéneos, pero muy reales am­ bos. Sus 34 años de paz pusieron fin a una crisis de 50 años, pero su propio éxito modernizador tenía que modificar el compromiso logrado entre 1876 y 1890. ¿En qué sentido ocu­ rrió la modificación? Para contestar a la pregunta, estudió Guerra el porfiriato. Lo estudió por sí mismo, en su especifici­ dad, y no en contrapunto de la revolución. La revolución silenciosa pero inmensa, realizada por el porfiriato, la llama él “las subversiones de la paz”. Quien dice subversión, no apunta que marcha inevitable a la ruptura. Otros países han recorrido semejante camino sin conocer una revolución. Es cuando el corpus informatizado se volvió muy útil para entender cómo se llegó a la revolución. Guerra pudo localizar y fechar la movilización progresiva de actores polí­ ticos adormecidos por el compromiso porfiriano. La dimen­ sión individual que el corpus restituye a cada actor permite entender los numerosos fenómenos recurrentes así como las escasas (e importantes) novedades. Detrás de los múltiples actores individuales se descubren los conjuntos más amplios de los cuales esos actores son la cabeza o uno de los elemen­ tos. La revolución aparece entonces como: 1) Consecuencia del juego de los “actores” del sistema político. La salida es incierta. 2) Entrada progresiva y aparentemente irresistible de actores “antiguos” (pueblos, clanes familiares) por la rup­ tura del pacto que los ligaba al régimen, y de actores moder­ nos (los “ciudadanos”, hijos de la modernización porfiriana). 3) Unificación de todos esos elementos por el renaci­ miento de la política moderna (entre paréntesis desde 1876). Como tela de fondo: la crisis económica. II. Resultados 3 partes principales Gastante equilibradas (4, 3 y 4 capítu­ los): IFicción y Realidad de un Sistema Político 1) la constitución como marco de referencia; 2) los actores políticos del porfiriato; 3) lazos y solidaridades; 4) pueblo moderno y sociedad tradicional. II Las subversiones de la p a z (1876-1911) 1) El destino contrastado de los pueblos; 2) un país en transición; 3) las mutaciones culturales. III Raíces y razones de un derrumbe 1) 2) 3) 4) el despertar del radicalismo el pleito de las élites la movilización de la sociedad la revolución maderista A través de una demostración espléndida en todos los casos —o casi todos, para no excluir la falla del presente lector—, Guerra, quien maneja la bibliografía de una mane­ ra soberana, puede afirmar los siguientes puntos: 1. El porfiriato saca a luz una ficción; afirma su respeto por la Constitución de 1857, esa cumbre del liberalismo y la viola porque no puede actuar de otro modo. La Constitu­ ción es un catálogo, un programa de transformación de la sociedad, más que la regulación del poder político. Ese desfase entre la sociedad y su ley suprema engendra, des­ de Comonfort, la ficción del sistema político mexicano. Eso ha sido escrito muchas veces a propósito del federa­ lismo o de la separación de los poderes. Otra ficción es el no reconocimiento legal de las comunidades pueblerinas o la exclusión política de los católicos practicantes que forman la gran mayoría de la población. 2. El porfiriato es el ejercicio del poder por las élites libera­ les que pertenecen a dos generaciones, la que participó en las guerras civiles y en la extranjera y la que sigue. ¡ Todos son liberales triunfantes instalados en el poder. Esas élites no son homogéneas. Las relaciones y las clientelas dan su cohesión al conjunto. La progresiva parálisis de las estructuras políticas mina esa cohesión, así como el acceso al poder, después de 1895, de una generación más acomodada y, por lo mismo, menos apta a pasar los compromisos necesarios con los actores so­ ciales. 3. El estudio de los actores políticos lleva a la estructura del poder real en la sociedad. Las palabras claves son “pa­ rentesco, amistad, fidelidad, favor, desgracia, lealtad” y nos alejan mucho del mundo político moderno. El contac­ to difícil entre estos dos mundos engendra casi todos los conflictos del siglo XIX. La hazaña de don Porfirio fue, a partir de las lealtades “chinacas”, tejer una gran red unificada cubriendo todo el país y capaz de integrar actores colectivos (como los pueblos y la Iglesia católica). Al lado de esas solidaridades fundamentales e intercla­ sistas, tenemos a las sociedades modernas cuyo modelo perfecto es la logia masónica con su ideal de hombreindividuo. Ese ideal da su fuerza profunda a la acción de los liberales, herederos de las luces y de la Revolución Francesa. De ahí el choque tan rudo entre la sociedad tradicional y las élites culturales liberales. 4. Existe otra ficción; es doble y rebasa el porfiriato: el “pue­ blo” y la “nación”. Para los liberales, el “pueblo” lo forman los individuos que se conciben como tales (“ciudadanos”, átomos) y han dejado a un lado los valores tradicionales. Aunque sean muy pocos, el pueblo son ellos y nadie más. Las multitudes pueblerinas y católicas no son el pueblo. El pueblo teórico es la élite “ilustrada”, o sea liberal, “la voz de la nación”. Para constituir la nación y aumentar al pueblo, había que conservar el poder. Por eso las elec­ ciones tenían que ser ficticias, para no entregar el poder al enemigo. Por eso no había más mecanismo de traspa­ so del poder que el pronunciamiento inaugurado en las guerras de independencia. En este mundo, el cacique es el intermediario necesario entre la sociedad tradicional y el Estado moderno. Engrane indispensable, pero poder ilegal, vergonzante, disimulado, manifiesta crudamente la ficción democrática. Consecuencia de la ficción, el cacique contribuye a perpetuarla. La “ficción aceptada”, tal es la esencia del régimen de Díaz. Mantiene todos los principios de la política moderna y todas las institucio­ nes de la Constitución, referencia ideal. Al mismo tiem­ 5. 6. 7. 8. po, pasa un compromiso con la Iglesia y los sentimientos religiosos de la población; otro compromiso con los pue­ blos, al frenar o parar la desvinculación hasta 1890-1900, como lo ha notado Molina Enríquez. Digo hasta 1890-1900, porque después, el compromiso con la sociedad tradicional está amenazado por la re­ anudación de la ofensiva liberal. La modernización no quiere, no puede esperar más. La desvinculación de los pueblos, lanzada a fines del siglo XVIII y prudentemente suspendida por el gran conocedor de su país que fue don Porfirio, se reanuda: baldíos, colonización, reformas constitucionales en los Estados contra la autonomía mu­ nicipal, etc. A la hora de la crisis revolucionaria, todas las tensiones agrarias engendradas por 150 años de polí­ tica ilustrada, se manifiestan claramente. La modernización capitaneada por la élite liberal no se limita al campo. El progreso es tan importante como el orden. La política porfiriana prolonga el despotismo ilus­ trado. El Estado crece e interviene en todos los campos. Al mismo ritmo crece su clientela de funcionarios y espe­ cialistas. La economía y la sociedad sufren cambios con­ siderables. México está en plena transformación cuando las crisis modernas lo golpean rudamente, a la hora de la fragilidad máxima. La división ideológica de las élites liberales es anterior al porfiriato: positivistas contra “jacobinos”. En 1867 Gabino Barreda organiza los estudios preparatorios y supe­ riores. El fenómeno es continental, sobre el modelo fran­ cés. Positivistas y “jacobinos” se enfrentan sobre los principios. Para los primeros, críticos lúcidos de la “fic­ ción democrática,, y de la “esquizofrenia del país”, es ne­ cesario adaptar las instituciones a las circunstancias: por ejemplo, limitar el voto a los alfabetas o a los propie­ tarios. Para los “jacobinos” los principios son sagrados y es preferible el traspaso de “la voluntad del pueblo” a la “voluntad del caudillo” al reconocimiento de la hete­ rogeneidad de la sociedad. La educación liberal tiene un papel importantísimo en el porfiriato. La educación tiene por fin principal la forma­ ción de “ciudadanos”, la creación del “pueblo”. Por eso la historia es una materia fundamental. El número de los maestros conoce en los últimos 15 años una expansión superior a la de cualquier otro grupo social. Maestros y estudiantes descubren con amargura el abismo que exis­ te entre los principios enseñados y la realidad política. Movilizarán contra el régimen el “pueblo” que él mismo constituyó. 9. El anticlericalismo no es un apéndice fácilmente separa­ ble del liberalismo. Es una parte esencial del programa de las Luces. Cuando en 1900 nace el movimiento de los clubes liberales, descubre que el programa de Voltaire es más necesario que nunca; que la política de conciliación porfiriana ha permitido una gran expansión católica y clerical. Esa toma de conciencia (el “clero, aquí está el enemigo”) se orienta rápidamente contra el sistema polí­ tico y se radicaliza: PLM. 10. La sucesión presidencial es la piedra de toque de la demo­ cracia ficticia. Funciona como catalizador de la crisis. Se enfrentan los porfiristas clásicos y jacobinos (detrás de Keyes) y los positivistas científicos (detrás de Limantour). Desde 1902 Díaz se encuentra en un callejón sin salida; sus últimas reelecciones se explican más por eso que por la voluntad de mantenerse en el poder. Lógica­ mente la parálisis invade todo el sistema, después de que la unidad de la élite liberal, condición indispensable de la estabilidad política, ha desaparecido. 11. Eso abre la puerta a la movilización de la sociedad y a la reaparición del “pueblo” ausente desde 1876, o sea las élites políticas modernas (maestros, estudiantes, obreros tocados por la pedagogía liberal de los clubes y del magonismo). Las últimas y mayores olas de movilización son la ola reyista que desembocaba sobre un movimiento plebiscitario, de tipo pre-populista, y el antirreeleccionismo de Madero quien asume totalmente el modelo teórico de la Constitución. Madero —el héroe de Guerra— en algo se separa del liberalismo del siglo xixy del magonismo: su liberalismo no es un proyecto de reforma de la sociedad para adap­ tarla a la Constitución; es primero la democracia, una democracia de las mayorías, del pueblo real y no del pueblo imaginario. Es lo que explica su éxito y su carác­ ter de unión de todas las tendencias y de todos los grupos: católicos y ex-magonistas, estudiantes y maestros, etc. Aquí está la fuente de legitimidad de Madero. 12. La naturaleza de la Revolución está hecha de una trini­ dad: un descontento social grave, un lenguaje político unificador, un vacío de poder. Fue posible por esa excep­ cional acumulación de crisis, no por alguna fatalidad que condenara al porfiriato: crisis económica moderna nacida en e e u u (1907); crisis alimenticia de tipo antiguo que golpea los sectores tradicionales; crisis política de la sucesión. La insurgencia maderista triunfa primero en la zona más moderna, el Norte minero. Se propaga des­ pués por contacto, ya que el régimen es militarmente im­ potente (nunca existió por la fuerza militar) y políticamenabandonado por las élites políticas porfirianas clásicas. 13. Cuando Madero entró a la ciudad de México, su legitimi­ dad era indiscutible. Pero los riesgos que él mismo había analizado en la Sucesión Presidencial seguían presen­ tes: los “ciudadanos” armados se considerarían pronto como “la voluntad del pueblo” y la democracia quedaría como el sueño de Madero. La heterogeneidad del antirreeleccionismo cargaba divisiones futuras que se mani­ festarían claramente durante este largo “periodo inter­ medio” que es la Revolución Mexicana. ¿Por qué inter­ medio? Porque luego vendrá el nuevo compromiso, la reconstrucción de un sistema político (el SPM) con su nueva ficción: modus vivendi con la Iglesia católica y con los pueblos; clientelas y lealtades; unificación de la élite política en forma de “familia revolucionaria”. O sea una forma original y completa (está resuelto el problema de la sucesión presidencial) de resolver el problema esen­ cial de la política contemporánea: la relación entre las sociedades tradicionales y el Estado moderno quien pre­ cede a la Nación. III Guerra y Tocqueville Hace tiempo ya, en un famoso ensayo publicado en la Hispanic American Historical Review y luego en N exos, Charles Hale habló de una com ente “a la Tocqueville” en la historio­ grafía de la revolución mexicana. Era inevitable ya que la revolución mexicana, como la francesa, plantea un enigma, ¿por qué el proceso de continuidad entre el Antiguo Régimen, alias “el porfiriato”, y el nuevo, alias “el sistema Político Mexicano”, tuvo que tomar la vía revolucionaria? O para citar a otro historiador francés preocupado por el sentido del hecho revolucionario: “¿qué significa la inversión política de los revolucionarios? La acción revolucionaria queda por elu­ cidar. Hay, en el concepto de revolución, algo que correspon­ de a su “vivido” histórico, sin obedecer a la secuencia lógica de efectos y causas: es la aparición de una modalidad prácti­ ca e ideológica de acción social; un tipo de crisis política la vuelve posible pero no necesaria”.1 Guerra, buen lector de Furet y, como Furet, buen lector de Augustin Cochin y de Alexis de Tocqueville,2 se niega a trabajar con clisés. Se niega a considerar la conciencia revo­ lucionaria, como el producto normal de un descontento legíti­ mo, como la cosa más natural del mundo. Si no hay una ruptura económica y social radical entre el porfiriato y lo que sigue, si en los otros países de América Latina la moderniza­ ción se da sin revolución, queda un solo hecho mayor, el hecho político: la ruptura es política cuando los revoluciona­ rios abogan por la “democracia”. La revolución nace en la intersección de series múlti­ ples de acontecimientos muy diversos (una crisis económica compleja: agrícola, financiera, minera, clim ática, social; una crisis política incontenible). La situación se vuelve alea­ toria precisamente por el encuentro de tantos acontecimien­ tos; en el vacío del poder se precipitan fuerzas antiguas revitalizadas y fuerzas nuevas. Madero es el médium quien desencadena la libre actividad de la sociedad civil en un campo hasta ahora reservado al Estado, el campo del poder. La conciencia revolucionaria de 1911, como lo ha visto Bujlnes, es la ilusión de vencer a un poder que no existe ya más. El escándalo de la represión porfirista empieza cuando la tal represión ha dejado de ejercerse, como lo notó Bulnes, otra vez. Cuando el niño dijo en voz alta que el rey andaba desnudo, todos vieron de repente lo que sus ojos no acepta­ ban ver. La “cargada” se fue detrás del “niño” Madero (Francisco I. I por Inocencio). Nació entonces la conciencia y el mito revolucionario: vivimos, hicimos una ruptura radical con el pasado; todos los problemas son políticos; no hay desgracia humana que no tenga solución política; todo cambio social se puede car­ gar a fuerzas conocidas, voluntarias y por eso mismo respon­ sables. Nace así una representación moral de la revolución como juicio de Dios en la historia. La revolución castiga a los malos, a los traidores, a los complotistas; por eso los hom­ bres se dividen en fieles y enemigos que hay que satanizar como “emisarios del pasado”. Los revolucionarios, aunque sean pocos, son el “pueblo”, aunque sea contra el pueblo real, y contra los pueblos (católicos, campesinos, indígenas). Lo que dice Guerra es que hay que analizar lo político como tal, en lugar de explicarlo por un estado social que presenta intereses contradictorios. Dejemos de considerarla conciencia revolucionaria como producto natural de la opre­ sión y de la miseria; considerémosla como ideología activa, heredera de las Luces y del liberalismo decimonónico. La demostración de Guerra que podemos prolongar hasta nuestros días, nos autoriza a aplicar el diagnóstico de Furet a México: “La Revolución es un imaginario colectivo en el poder, que no rompe la continuidad y no deriva hacia la democracia pura, si no es para mejor asumir, en otro nivel, la tradición absolutista. Recompone la legitimidad política y el poder administrativo central”.3 Si tomamos en cuenta el contenido real de la ruptura re­ volucionaria, no podemos negar la importancia de la distor­ sión ideológica, la cual es un hecho mayor.4 Tocqueville afirma que la revolución estaba hecha en un 75% antes de 1789; Guerra escribe algo semejante para 1910, al manifestar cómo el porfirismo inventó la forma de autoridad y que triunfa en el siglo XX: un poder central autoritario frente a individuos aislados. El otro autor que inspira la reflexión de Guerra es Augustin Cochin.5 Cochin, al rechazar la tesis historiográfica del complot masónico, le negó validez a toda historia sicológica, escrita a partir de las intenciones conscientes de los actores: no se puede explicar el jacobinismo por la sicolo­ gía de los jacobinos, ni al terror por las “circunstancias”. Eso sería aceptar lo que dicen los actores. Lo que dicen es útil pero no explica nada. La gran tesis de Cochin, al pretender conceptualizar el aspecto más difícil de agarrar en la revolución, es decir el torrente de los acontecimientos, es que el jacobinis­ mo no es un complot, ni la respuesta política a una situación nueva, sino que es un tipo de sociedad, la societé de penseé (tipo club, logia) que transforma lo social en político y la opinión en acción. O para citar a Cochin: “La sicología del jacobino no nos dará la llave última del enigma revoluciona­ rio; sino la sociología del fenómeno democrático”. Guerra efectuó el mismo trabajo para los liberales mexi­ canos del siglo XIX y para sus herederos revolucionarios, siguiendo la filiación que une el maderismo y el reyismo al PLM y a los clubes. Se ve cómo el liberalismo heredó del pensamiento sistemático e intransigente de Rousseau: socie­ dad y poder deben ser absolutamente transparentes el uno frente al otro, y coincidir; como es eso imposible, se recurre a la “democracia pura” constitucionalista, una ficción de transparencia que llevó los liberales de la Reforma y luego del porfiriato (y luego de la revolución añadiría yo) a identifi­ car el pueblo a la opinión de los clubes y los clubes a sus dirigentes. El resultado es que la “voluntad del pueblo” es la de unos pocos hombres que “saben” y que el fraude electoral resulta moral (para impedir que el poder recaiga en los que no son el “pueblo”). La “voluntad general” se llama Juárez, Díaz, Carranza, Calles. En tal perspectiva, la revolución, antes que una batalla social o un cambio de propietarios, es el triunfo de un tipo de socialización política, fundado sobre la comunidad ideológi­ ca (ergo: la expulsión de los otros) y manipulado por apara­ tos. Guerra termina su libro a la hora del triunfo maderista, cuando esas sociedades (clubes, logias) son todavía herman­ dades imaginarias. Pero su trabajo nos permite entender como de generosas, más adelante, se transformarán en san­ grientas. El mecanismo está en plaza. clean Meyer El Colegio de Michoacán NOTAS: 1. 2. François Furet. Penser la Révolution Française, Paris, 1978, p. 40. Basta comparar el titulo de su libro con la obra mayor de Tocqueville L ’ancien régime et la révolution. 3. Furet op. cit., p. 108. 4. Sobre la ideologia, ver Jean Baechler Qu'est-ce que l’idélogie? Paris, 1974. 5. Les sociétés de Pensée et la Démocratie. Etudes d'histoire révolutionaire, Paris, 1921. La Révolution et la libre pensée, Paris, 1924. H e c t o r D ia z -P o la n c o , L a u r e n t G uye M o n ta n d o n , Agricultura y sociedad en el Bajío (S. xix). México, Juan Pablos Editor, 1984.139 Págs. El libro que comentamos debe entenderse como una unidad con otro anterior. Me refiero a Formación regional y burgue­ sía agraria en México, de Héctor Díaz-Polanco (México, Ed. ERA, 1982). Entre ambos conforman una historia de los cam­ bios económicos y políticos experimentados en Valle de San­ tiago, en el Bajío, en los últimos doscientos años. El libro anterior se ocupaba del siglo XX; el que reseñamos, como su título lo indica, del siglo XIX. Este segundo ensayo también tiene como paradigma más inclusivo al marxismo. A la luz de este enfoque y nutri­ dos por una rigurosa investigación documental, los autores pretenden indagar la particularidad del caso regional; la singularidad con que se manifiestan fenómenos generales que caracterizan a la economía y a la sociedad nacional y a su vez cómo estos fenómenos pueden influir o determinar “el devenir de totalidades mayores”. El estudio adopta una periodización que no difiere de las a menudo empleadas a nivel nacional, es decir: desde los primeros pasos de la república hasta la reforma; desde ésta hasta 1876 y finalmente el porfiriato. En el primer periodo Valle de Santiago —zona agrícola por excelencia— no escapa a la situación de crisis generali­ zada que afecta al país, esto es: estancamiento, depresión agropecuaria y catástrofe financiera de las haciendas. Este estado de caos económico creó una situación propicia para la transferencia de la propiedad. En su momento la Iglesia