Reseñas de Libros

Anuncio
Reseñas de Libros
FRANCOIS-XAVIER GUERRA, Le Mexique de Vancien régime a
la réuolution, París, 1985; 2 tomos, 445 y 543 p. La
Sorbonne.
Esa excelente tesis de Doctorado de Estado le valió a F.X.
Guerra ganar por oposición la cátedra de Historia de Améri­
ca Latina que dejó vacante la jubilación de Francois Chevalier. Tal recompensa premió justamente una labor de 12
años. Me apresuro a decir que considero indispensable la
publicación en México de esta gran obra que pertenece a la
corriente que podemos llamar “a la Tocqueville”, en la histo­
riografía de la revolución mexicana.
De uri& vez prefiero exponer la tesis y los resultados
obtenidos por el autor, sin insistir demasiado —para aligerar
la reseña— sobre el carácter científico de una metodología
que une a la observancia de los cánones de la erudición
clásica el manejo de un corpus biográfico de 8 000 personas
y entes colectivos (comunidades, pueblos) o sea 100 000 da­
tos informatizados que pueden contestar a un número ilimi­
tado de preguntas cruzadas. El corpus está publicado en los
anexos del tomo II.
Aunque el método evoque inevitablemente el conocido
trabajo de Peter Smith (Los laberintos del poder. El Colegio
de México 1981-(1979)), se trata de un trabajo absolutamente
diferente.
1. El desarrollo del trabajo
El corpus incluye: 1) hombres con cargos políticos, 2) milita­
res, 3) opositores al porfiriato (clubes y partidos, sindicalis­
tas, periodistas, manifestantes, huelguistas), 4) los levanta­
mientos y los levantados; la toma de control de pueblos y
ciudades por los diversos bandos; los enfrentamientos mili­
tares más importantes, 5) las élites locales con cargos meno­
res.
El corpus no es anónimo, es abierto, sitúa los datos en el
espacio y en el tiempo. Eso permite mucho más que una
exploración estadística: permite escoger cualquier corte cro­
nológico, o cualquier acontecimiento, o zona regional. A los
datos clásicos (fecha y lugar de nacimiento y defunción,
familia, estudios, profesión...) se sumaron datos de militancia o pertenencia política e intelectual, con precisión tempo­
ral y geográfica, lo que permite seguir una evolución; datos
de “relación”: ligas con otros actores (parentesco, amistades,
promoción, clientela, etcétera).
A partir de un corpus que pretendía abarcar los años
1900-1930, Guerra pensaba estudiar la revolución mexicana,
precedida en una primera parte por el porfiriato y seguida en
una tercera, por los primeros años post-revolucionarios. Al
trabajar su primera parte, empezó a construir un modelo
para el sistema político porfirista y quiso, antes de pasar a su
tema principal, la revolución, entender cómo fue que, al fi­
nal, se había fragilizado tanto dicho sistema.
Al intentar varias definiciones para el porfiriato, Gue­
rra resentía la impresión extraña que todos resentimos algu­
na vez, como lectores de Cosío Villegas: la convicción tran­
quila y compartida por la mayoría de los contemporáneos
que se trataba de un régimen aceptado, que violaba sin cesar
los principios mismos que proclamaba.
O sea un abismo entre la teoría —los principios demo­
cráticos de la Constitución liberal— y la práctica: elecciones
manipuladas, división de poderes inexistentes, libertades
fundamentales burladas. ¿Cuál era la significación real del
“teatro” democrático para el funcionamiento del sistema? Al
preguntarse Guerra si alguna vez habían existido eleccio­
nes, separación se poderes, libertades, contesta que no. O sea
que el régimen de Díaz, como los pocos gobiernos estatales
anteriores, descansó en relaciones de poder real, diferentes a
las señaladas por la Constitución.
Había entonces que invertir la perspectiva y no enjui­
ciar la práctica porfiriana a partir de la letra constitucional;
había que arrancar a partir de poderes con origen social y no
político. El manejo de las biografías del corpus confirma las
clarividencias de Bulnes, de Molina Enríquez, de Sierra y de
Rabasa: la sociedad mexicana funcionaba con ligas perso­
nales, relaciones múltiples y abigarradas cuya permanencia
engendraba conjuntos de individuos relacionados que pode­
mos calificar de “actores colectivos” (los “pueblos” eran los
más visibles, pero no los únicos). Tal sociedad privilegiaba
las moléculas, no los átomos. Sin embargo no era homogé­
nea ya que el sistema teórico de referencia de todos los siste­
mas políticos, desde 1814, era otro: un pueblo de ciudadanos
iguales frente a la ley, unidos únicamente por solidaridades
libremente adquiridas, sometidos voluntariamente al poder
que se habían dado. O sea frente a una sociedad de actores
colectivos aún mayoritarios, los “ciudadanos” en el sentido
moderno de la palabra; minoritarios pero convencidos, deci­
didos a destruir el mundo anterior.
¿Cómo acabar con él? Construyendo al Estado, forjan­
do a la nación, pueblo nuevo de “ciudadanos”. En tal óptica
individualista, el porfiriato deja de aparecer como el Antiguo
Régimen de la Revolución de 1910 y, sí, funciona como una
empresa revolucionaria aunque realista y capaz, hasta 18901900, de hacer concesiones a la sociedad existente.
Al plantearse ese diagnóstico muy en la línea del glorio­
so Tocqueville, Guerra abandonó su proyecto inicial (19101930) y se dedicó al porfiriato y a antecedentes que remontan
al Siglo de las Luces, y a España “puente obligado entre la
Francia de la Ilustración y de la Revolución y la América
Contemporánea” (t I, p. 21).
Al recorrer “la evolución social” de México en el siglo
XIX, se detuvo sobre dos aspectos: el “pueblo”, la comunidad
pueblerina, actor esencial del viejo mundo; los “lugares so­
ciales” (algo como las antiguas “sociedades” que tenían
como prototipo la Sociedad de Amigos del País y más tarde
logias masónicas, clubes políticos, etc.) en los cuales apare­
cen los actores políticos modernos.
Entonces el porfiriato deja de aparecemos como el Anti­
guo Régimen y se revela como compromiso, equilibrio provi­
sional entre dos mundos heterogéneos, pero muy reales am­
bos. Sus 34 años de paz pusieron fin a una crisis de 50 años,
pero su propio éxito modernizador tenía que modificar el
compromiso logrado entre 1876 y 1890. ¿En qué sentido ocu­
rrió la modificación? Para contestar a la pregunta, estudió
Guerra el porfiriato. Lo estudió por sí mismo, en su especifici­
dad, y no en contrapunto de la revolución. La revolución
silenciosa pero inmensa, realizada por el porfiriato, la llama
él “las subversiones de la paz”.
Quien dice subversión, no apunta que marcha inevitable a la
ruptura. Otros países han recorrido semejante camino sin
conocer una revolución.
Es cuando el corpus informatizado se volvió muy útil
para entender cómo se llegó a la revolución. Guerra pudo
localizar y fechar la movilización progresiva de actores polí­
ticos adormecidos por el compromiso porfiriano. La dimen­
sión individual que el corpus restituye a cada actor permite
entender los numerosos fenómenos recurrentes así como las
escasas (e importantes) novedades. Detrás de los múltiples
actores individuales se descubren los conjuntos más amplios
de los cuales esos actores son la cabeza o uno de los elemen­
tos.
La revolución aparece entonces como:
1) Consecuencia del juego de los “actores” del sistema
político. La salida es incierta.
2) Entrada progresiva y aparentemente irresistible de
actores “antiguos” (pueblos, clanes familiares) por la rup­
tura del pacto que los ligaba al régimen, y de actores moder­
nos (los “ciudadanos”, hijos de la modernización porfiriana).
3) Unificación de todos esos elementos por el renaci­
miento de la política moderna (entre paréntesis desde 1876).
Como tela de fondo: la crisis económica.
II. Resultados
3 partes principales Gastante equilibradas (4, 3 y 4 capítu­
los):
IFicción y Realidad de un Sistema Político
1) la constitución como marco de referencia;
2) los actores políticos del porfiriato;
3) lazos y solidaridades;
4) pueblo moderno y sociedad tradicional.
II Las subversiones de la p a z (1876-1911)
1) El destino contrastado de los pueblos;
2) un país en transición;
3) las mutaciones culturales.
III Raíces y razones de un derrumbe
1)
2)
3)
4)
el despertar del radicalismo
el pleito de las élites
la movilización de la sociedad
la revolución maderista
A través de una demostración espléndida en todos los
casos —o casi todos, para no excluir la falla del presente
lector—, Guerra, quien maneja la bibliografía de una mane­
ra soberana, puede afirmar los siguientes puntos:
1. El porfiriato saca a luz una ficción; afirma su respeto por
la Constitución de 1857, esa cumbre del liberalismo y la
viola porque no puede actuar de otro modo. La Constitu­
ción es un catálogo, un programa de transformación de
la sociedad, más que la regulación del poder político. Ese
desfase entre la sociedad y su ley suprema engendra, des­
de Comonfort, la ficción del sistema político mexicano.
Eso ha sido escrito muchas veces a propósito del federa­
lismo o de la separación de los poderes. Otra ficción es el
no reconocimiento legal de las comunidades pueblerinas
o la exclusión política de los católicos practicantes que
forman la gran mayoría de la población.
2. El porfiriato es el ejercicio del poder por las élites libera­
les que pertenecen a dos generaciones, la que participó
en las guerras civiles y en la extranjera y la que sigue.
¡ Todos son liberales triunfantes instalados en el poder.
Esas élites no son homogéneas. Las relaciones y las
clientelas dan su cohesión al conjunto. La progresiva
parálisis de las estructuras políticas mina esa cohesión,
así como el acceso al poder, después de 1895, de una
generación más acomodada y, por lo mismo, menos apta
a pasar los compromisos necesarios con los actores so­
ciales.
3. El estudio de los actores políticos lleva a la estructura del
poder real en la sociedad. Las palabras claves son “pa­
rentesco, amistad, fidelidad, favor, desgracia, lealtad” y
nos alejan mucho del mundo político moderno. El contac­
to difícil entre estos dos mundos engendra casi todos los
conflictos del siglo XIX. La hazaña de don Porfirio fue, a
partir de las lealtades “chinacas”, tejer una gran red
unificada cubriendo todo el país y capaz de integrar
actores colectivos (como los pueblos y la Iglesia católica).
Al lado de esas solidaridades fundamentales e intercla­
sistas, tenemos a las sociedades modernas cuyo modelo
perfecto es la logia masónica con su ideal de hombreindividuo. Ese ideal da su fuerza profunda a la acción de
los liberales, herederos de las luces y de la Revolución
Francesa. De ahí el choque tan rudo entre la sociedad
tradicional y las élites culturales liberales.
4. Existe otra ficción; es doble y rebasa el porfiriato: el “pue­
blo” y la “nación”. Para los liberales, el “pueblo” lo forman
los individuos que se conciben como tales (“ciudadanos”,
átomos) y han dejado a un lado los valores tradicionales.
Aunque sean muy pocos, el pueblo son ellos y nadie más.
Las multitudes pueblerinas y católicas no son el pueblo.
El pueblo teórico es la élite “ilustrada”, o sea liberal, “la
voz de la nación”. Para constituir la nación y aumentar
al pueblo, había que conservar el poder. Por eso las elec­
ciones tenían que ser ficticias, para no entregar el poder
al enemigo. Por eso no había más mecanismo de traspa­
so del poder que el pronunciamiento inaugurado en las
guerras de independencia. En este mundo, el cacique es
el intermediario necesario entre la sociedad tradicional y
el Estado moderno. Engrane indispensable, pero poder
ilegal, vergonzante, disimulado, manifiesta crudamente
la ficción democrática. Consecuencia de la ficción, el
cacique contribuye a perpetuarla. La “ficción aceptada”,
tal es la esencia del régimen de Díaz. Mantiene todos los
principios de la política moderna y todas las institucio­
nes de la Constitución, referencia ideal. Al mismo tiem­
5.
6.
7.
8.
po, pasa un compromiso con la Iglesia y los sentimientos
religiosos de la población; otro compromiso con los pue­
blos, al frenar o parar la desvinculación hasta 1890-1900,
como lo ha notado Molina Enríquez.
Digo hasta 1890-1900, porque después, el compromiso
con la sociedad tradicional está amenazado por la re­
anudación de la ofensiva liberal. La modernización no
quiere, no puede esperar más. La desvinculación de los
pueblos, lanzada a fines del siglo XVIII y prudentemente
suspendida por el gran conocedor de su país que fue don
Porfirio, se reanuda: baldíos, colonización, reformas
constitucionales en los Estados contra la autonomía mu­
nicipal, etc. A la hora de la crisis revolucionaria, todas
las tensiones agrarias engendradas por 150 años de polí­
tica ilustrada, se manifiestan claramente.
La modernización capitaneada por la élite liberal no se
limita al campo. El progreso es tan importante como el
orden. La política porfiriana prolonga el despotismo ilus­
trado. El Estado crece e interviene en todos los campos.
Al mismo ritmo crece su clientela de funcionarios y espe­
cialistas. La economía y la sociedad sufren cambios con­
siderables. México está en plena transformación cuando
las crisis modernas lo golpean rudamente, a la hora de la
fragilidad máxima.
La división ideológica de las élites liberales es anterior al
porfiriato: positivistas contra “jacobinos”. En 1867 Gabino Barreda organiza los estudios preparatorios y supe­
riores. El fenómeno es continental, sobre el modelo fran­
cés. Positivistas y “jacobinos” se enfrentan sobre los
principios. Para los primeros, críticos lúcidos de la “fic­
ción democrática,, y de la “esquizofrenia del país”, es ne­
cesario adaptar las instituciones a las circunstancias:
por ejemplo, limitar el voto a los alfabetas o a los propie­
tarios. Para los “jacobinos” los principios son sagrados
y es preferible el traspaso de “la voluntad del pueblo” a
la “voluntad del caudillo” al reconocimiento de la hete­
rogeneidad de la sociedad.
La educación liberal tiene un papel importantísimo en el
porfiriato. La educación tiene por fin principal la forma­
ción de “ciudadanos”, la creación del “pueblo”. Por eso la
historia es una materia fundamental. El número de los
maestros conoce en los últimos 15 años una expansión
superior a la de cualquier otro grupo social. Maestros y
estudiantes descubren con amargura el abismo que exis­
te entre los principios enseñados y la realidad política.
Movilizarán contra el régimen el “pueblo” que él mismo
constituyó.
9. El anticlericalismo no es un apéndice fácilmente separa­
ble del liberalismo. Es una parte esencial del programa
de las Luces. Cuando en 1900 nace el movimiento de los
clubes liberales, descubre que el programa de Voltaire es
más necesario que nunca; que la política de conciliación
porfiriana ha permitido una gran expansión católica y
clerical. Esa toma de conciencia (el “clero, aquí está el
enemigo”) se orienta rápidamente contra el sistema polí­
tico y se radicaliza: PLM.
10. La sucesión presidencial es la piedra de toque de la demo­
cracia ficticia. Funciona como catalizador de la crisis. Se
enfrentan los porfiristas clásicos y jacobinos (detrás de
Keyes) y los positivistas científicos (detrás de Limantour). Desde 1902 Díaz se encuentra en un callejón sin
salida; sus últimas reelecciones se explican más por eso
que por la voluntad de mantenerse en el poder. Lógica­
mente la parálisis invade todo el sistema, después de que
la unidad de la élite liberal, condición indispensable de la
estabilidad política, ha desaparecido.
11. Eso abre la puerta a la movilización de la sociedad y a la
reaparición del “pueblo” ausente desde 1876, o sea las
élites políticas modernas (maestros, estudiantes, obreros
tocados por la pedagogía liberal de los clubes y del magonismo). Las últimas y mayores olas de movilización son
la ola reyista que desembocaba sobre un movimiento
plebiscitario, de tipo pre-populista, y el antirreeleccionismo de Madero quien asume totalmente el modelo teórico
de la Constitución.
Madero —el héroe de Guerra— en algo se separa del
liberalismo del siglo xixy del magonismo: su liberalismo
no es un proyecto de reforma de la sociedad para adap­
tarla a la Constitución; es primero la democracia, una
democracia de las mayorías, del pueblo real y no del
pueblo imaginario. Es lo que explica su éxito y su carác­
ter de unión de todas las tendencias y de todos los grupos:
católicos y ex-magonistas, estudiantes y maestros, etc.
Aquí está la fuente de legitimidad de Madero.
12. La naturaleza de la Revolución está hecha de una trini­
dad: un descontento social grave, un lenguaje político
unificador, un vacío de poder. Fue posible por esa excep­
cional acumulación de crisis, no por alguna fatalidad
que condenara al porfiriato: crisis económica moderna
nacida en e e u u (1907); crisis alimenticia de tipo antiguo
que golpea los sectores tradicionales; crisis política de la
sucesión. La insurgencia maderista triunfa primero en
la zona más moderna, el Norte minero. Se propaga des­
pués por contacto, ya que el régimen es militarmente im­
potente (nunca existió por la fuerza militar) y políticamenabandonado por las élites políticas porfirianas clásicas.
13. Cuando Madero entró a la ciudad de México, su legitimi­
dad era indiscutible. Pero los riesgos que él mismo había
analizado en la Sucesión Presidencial seguían presen­
tes: los “ciudadanos” armados se considerarían pronto
como “la voluntad del pueblo” y la democracia quedaría
como el sueño de Madero. La heterogeneidad del antirreeleccionismo cargaba divisiones futuras que se mani­
festarían claramente durante este largo “periodo inter­
medio” que es la Revolución Mexicana. ¿Por qué inter­
medio? Porque luego vendrá el nuevo compromiso, la
reconstrucción de un sistema político (el SPM) con su
nueva ficción: modus vivendi con la Iglesia católica y
con los pueblos; clientelas y lealtades; unificación de la
élite política en forma de “familia revolucionaria”. O sea
una forma original y completa (está resuelto el problema
de la sucesión presidencial) de resolver el problema esen­
cial de la política contemporánea: la relación entre las
sociedades tradicionales y el Estado moderno quien pre­
cede a la Nación.
III Guerra y Tocqueville
Hace tiempo ya, en un famoso ensayo publicado en la Hispanic American Historical Review y luego en N exos, Charles
Hale habló de una com ente “a la Tocqueville” en la historio­
grafía de la revolución mexicana. Era inevitable ya que la
revolución mexicana, como la francesa, plantea un enigma,
¿por qué el proceso de continuidad entre el Antiguo Régimen,
alias “el porfiriato”, y el nuevo, alias “el sistema Político
Mexicano”, tuvo que tomar la vía revolucionaria? O para
citar a otro historiador francés preocupado por el sentido del
hecho revolucionario: “¿qué significa la inversión política de
los revolucionarios? La acción revolucionaria queda por elu­
cidar. Hay, en el concepto de revolución, algo que correspon­
de a su “vivido” histórico, sin obedecer a la secuencia lógica
de efectos y causas: es la aparición de una modalidad prácti­
ca e ideológica de acción social; un tipo de crisis política la
vuelve posible pero no necesaria”.1
Guerra, buen lector de Furet y, como Furet, buen lector
de Augustin Cochin y de Alexis de Tocqueville,2 se niega a
trabajar con clisés. Se niega a considerar la conciencia revo­
lucionaria, como el producto normal de un descontento legíti­
mo, como la cosa más natural del mundo. Si no hay una
ruptura económica y social radical entre el porfiriato y lo que
sigue, si en los otros países de América Latina la moderniza­
ción se da sin revolución, queda un solo hecho mayor, el
hecho político: la ruptura es política cuando los revoluciona­
rios abogan por la “democracia”.
La revolución nace en la intersección de series múlti­
ples de acontecimientos muy diversos (una crisis económica
compleja: agrícola, financiera, minera, clim ática, social;
una crisis política incontenible). La situación se vuelve alea­
toria precisamente por el encuentro de tantos acontecimien­
tos; en el vacío del poder se precipitan fuerzas antiguas
revitalizadas y fuerzas nuevas. Madero es el médium quien
desencadena la libre actividad de la sociedad civil en un
campo hasta ahora reservado al Estado, el campo del poder.
La conciencia revolucionaria de 1911, como lo ha visto Bujlnes, es la ilusión de vencer a un poder que no existe ya más.
El escándalo de la represión porfirista empieza cuando la
tal represión ha dejado de ejercerse, como lo notó Bulnes,
otra vez. Cuando el niño dijo en voz alta que el rey andaba
desnudo, todos vieron de repente lo que sus ojos no acepta­
ban ver. La “cargada” se fue detrás del “niño” Madero
(Francisco I. I por Inocencio).
Nació entonces la conciencia y el mito revolucionario:
vivimos, hicimos una ruptura radical con el pasado; todos
los problemas son políticos; no hay desgracia humana que
no tenga solución política; todo cambio social se puede car­
gar a fuerzas conocidas, voluntarias y por eso mismo respon­
sables. Nace así una representación moral de la revolución
como juicio de Dios en la historia. La revolución castiga a los
malos, a los traidores, a los complotistas; por eso los hom­
bres se dividen en fieles y enemigos que hay que satanizar
como “emisarios del pasado”. Los revolucionarios, aunque
sean pocos, son el “pueblo”, aunque sea contra el pueblo real,
y contra los pueblos (católicos, campesinos, indígenas).
Lo que dice Guerra es que hay que analizar lo político
como tal, en lugar de explicarlo por un estado social que
presenta intereses contradictorios. Dejemos de considerarla
conciencia revolucionaria como producto natural de la opre­
sión y de la miseria; considerémosla como ideología activa,
heredera de las Luces y del liberalismo decimonónico.
La demostración de Guerra que podemos prolongar
hasta nuestros días, nos autoriza a aplicar el diagnóstico de
Furet a México: “La Revolución es un imaginario colectivo
en el poder, que no rompe la continuidad y no deriva hacia la
democracia pura, si no es para mejor asumir, en otro nivel, la
tradición absolutista. Recompone la legitimidad política y el
poder administrativo central”.3
Si tomamos en cuenta el contenido real de la ruptura re­
volucionaria, no podemos negar la importancia de la distor­
sión ideológica, la cual es un hecho mayor.4
Tocqueville afirma que la revolución estaba hecha en
un 75% antes de 1789; Guerra escribe algo semejante para
1910, al manifestar cómo el porfirismo inventó la forma de
autoridad y que triunfa en el siglo XX: un poder central
autoritario frente a individuos aislados.
El otro autor que inspira la reflexión de Guerra es
Augustin Cochin.5 Cochin, al rechazar la tesis historiográfica del complot masónico, le negó validez a toda historia
sicológica, escrita a partir de las intenciones conscientes de
los actores: no se puede explicar el jacobinismo por la sicolo­
gía de los jacobinos, ni al terror por las “circunstancias”. Eso
sería aceptar lo que dicen los actores. Lo que dicen es útil pero
no explica nada. La gran tesis de Cochin, al pretender conceptualizar el aspecto más difícil de agarrar en la revolución,
es decir el torrente de los acontecimientos, es que el jacobinis­
mo no es un complot, ni la respuesta política a una situación
nueva, sino que es un tipo de sociedad, la societé de penseé
(tipo club, logia) que transforma lo social en político y la
opinión en acción. O para citar a Cochin: “La sicología del
jacobino no nos dará la llave última del enigma revoluciona­
rio; sino la sociología del fenómeno democrático”.
Guerra efectuó el mismo trabajo para los liberales mexi­
canos del siglo XIX y para sus herederos revolucionarios,
siguiendo la filiación que une el maderismo y el reyismo al
PLM y a los clubes. Se ve cómo el liberalismo heredó del
pensamiento sistemático e intransigente de Rousseau: socie­
dad y poder deben ser absolutamente transparentes el uno
frente al otro, y coincidir; como es eso imposible, se recurre a
la “democracia pura” constitucionalista, una ficción de
transparencia que llevó los liberales de la Reforma y luego
del porfiriato (y luego de la revolución añadiría yo) a identifi­
car el pueblo a la opinión de los clubes y los clubes a sus
dirigentes. El resultado es que la “voluntad del pueblo” es la
de unos pocos hombres que “saben” y que el fraude electoral
resulta moral (para impedir que el poder recaiga en los que
no son el “pueblo”). La “voluntad general” se llama Juárez,
Díaz, Carranza, Calles.
En tal perspectiva, la revolución, antes que una batalla
social o un cambio de propietarios, es el triunfo de un tipo de
socialización política, fundado sobre la comunidad ideológi­
ca (ergo: la expulsión de los otros) y manipulado por apara­
tos. Guerra termina su libro a la hora del triunfo maderista,
cuando esas sociedades (clubes, logias) son todavía herman­
dades imaginarias. Pero su trabajo nos permite entender
como de generosas, más adelante, se transformarán en san­
grientas. El mecanismo está en plaza.
clean Meyer
El Colegio de Michoacán
NOTAS:
1.
2.
François Furet. Penser la Révolution Française, Paris, 1978, p. 40.
Basta comparar el titulo de su libro con la obra mayor de Tocqueville
L ’ancien régime et la révolution.
3. Furet op. cit., p. 108.
4. Sobre la ideologia, ver Jean Baechler Qu'est-ce que l’idélogie? Paris,
1974.
5. Les sociétés de Pensée et la Démocratie. Etudes d'histoire révolutionaire, Paris, 1921.
La Révolution et la libre pensée, Paris, 1924.
H e c t o r D ia z -P o la n c o , L a u r e n t G uye M o n ta n d o n ,
Agricultura y sociedad en el Bajío (S. xix). México, Juan
Pablos Editor, 1984.139 Págs.
El libro que comentamos debe entenderse como una unidad
con otro anterior. Me refiero a Formación regional y burgue­
sía agraria en México, de Héctor Díaz-Polanco (México, Ed.
ERA, 1982). Entre ambos conforman una historia de los cam­
bios económicos y políticos experimentados en Valle de San­
tiago, en el Bajío, en los últimos doscientos años. El libro
anterior se ocupaba del siglo XX; el que reseñamos, como su
título lo indica, del siglo XIX.
Este segundo ensayo también tiene como paradigma
más inclusivo al marxismo. A la luz de este enfoque y nutri­
dos por una rigurosa investigación documental, los autores
pretenden indagar la particularidad del caso regional; la
singularidad con que se manifiestan fenómenos generales
que caracterizan a la economía y a la sociedad nacional y a
su vez cómo estos fenómenos pueden influir o determinar “el
devenir de totalidades mayores”.
El estudio adopta una periodización que no difiere de
las a menudo empleadas a nivel nacional, es decir: desde los
primeros pasos de la república hasta la reforma; desde ésta
hasta 1876 y finalmente el porfiriato.
En el primer periodo Valle de Santiago —zona agrícola
por excelencia— no escapa a la situación de crisis generali­
zada que afecta al país, esto es: estancamiento, depresión
agropecuaria y catástrofe financiera de las haciendas. Este
estado de caos económico creó una situación propicia para la
transferencia de la propiedad. En su momento la Iglesia
Descargar