CONFLUENCIAS: CHEJOV Y CARPENTIER Luis Álvarez Álvarez Las crónicas venezolanas de Alejo Carpentier son resultado de una labor de cronista cultural que abarca desde 1951 a 1959, y que convirtieron su columna del El Nacional de Caracas en un mirador atento y crítico de los movimientos más variados de la cultura del planeta. En el caleidoscopio formidable de temas que esa columna abarcó, vale la pena examinar su percepción de la cultura rusa durante esos casi diez años de cronista. A primera vista, llama la atención la constelación de intelectuales de ese país que fueron focalizados por el autor de Los pasos perdidos. Un recuento deshilvanado, incompleto y sin orden cronológico alguno, permite al lector contemplar un desfile integrado por figuras tan destacadas -en la danza, la literatura, el cine, la música, la pintura, el teatro, la reflexión científica- como Serge de Diaghilev, Anna Pavlova, Vaslav Nijinski, George Balanchine, Serge Lifar, Pushkin, Antón Chejov, León Tolstoi, Fiodor Dostoievski, Nicolás Gogol, Leonid Andreiev, Serguei Essenin, Máximo Gorki, Vladimir Maiakovski, Alexei Tolstoi, Turgueniev, Serguei Eisenstein, Vsevolod Pudovkin, Piotr I. Tchaikovski, Feodor Chaliapine, Nikolai Rimsky-Korsakov, Serguei Rachamninov, Aram Jachaturian, Serguei Prokofiev, Mijail Glinka, Mussorgski, Vasili Kandinski, Marc Chagall, Konstantín Stanislavsky, Vsevolod Meyerhold, Anatole Lunacharsky, Nicolás Berdiaev, Iván Michurin, Iván Pavlov, o Sergio Voronoff. Este listado, por demás incompleto, pone en evidencia, tanto como una información de determinada amplitud, un interés por direcciones diversas de la cultura del lejano país. Una de las causas de esa atracción se hace evidente en un pasaje de un artículo carpenteriano sobre Nicolás Gogol: Claro está que El cosaco (Taras Bulba), libro clásico en las letras rusas, es obra aparte. Pero en ella cumplió el novelista con una labor documental cuya necesidad se hace sentir siempre en la incipiente producción de una literatura nueva. Desde este punto de vista, el desarrollo de la literatura rusa en el siglo XIX presenta analogías sorprendentes con el desarrollo más reciente de las literaturas de nuestra América. Allá, como acá, había toda una tradición que no estaba fijada, y necesitaba de hombres que nombraran las cosas para que las cosas fueran -y, por ende, se universalizaran-. Allá, como acá, hubo que esperar muy largo tiempo para que la creación literaria eligiera caminos propios -y no siempre propios-, y se fuese estructurando de manera continuada y coherente. De ahí que El cosaco de Gogol viene a ocupar un lugar paralelo, dentro de la literatura rusa, al que ocupan, en las nuestras, novelas como La vorágine o Don Segundo Sombra. Literatura adánica, de visión primera, con función de nombrar y definir.[1] [o1] Carpentier, pues, experimenta -como décadas antes lo había hecho Martí- una fascinación que, entre otros factores, se asienta sobre las afinidades que pueden advertirse -más allá de las enormes diferencias culturales- entre dos culturas en proceso de consolidación en la modernidad, en particular en la del siglo XIX. Sería imposible en un breve artículo abarcar todas las vertientes y modos de valoración carpenteriana en relación con la cultura rusa. Es conveniente, sin embargo, detenerse al menos en uno de los artistas que focalizó su interés crítico: Antón Chejov, sobre el cual su valoración también se revela como marcada por una perspectiva intercultural, pues también sobre este gran narrador y dramaturgo ruso, la lectura carpenteriana está matizada por la preocupación por nuestra América y la evolución de su cultura; a ello hay que agregar que, según se transparenta en la prosa de Carpentier, este leyó no solo la narrativa y el teatro de Chejov, sino también su epistolario y sus cuadernos íntimos: llegó a tener, pues, un conocimiento en extremo detallado del eminente artista ruso. Así, el 6 de junio de 1958, publica un comentario en su columna de La Nación acerca de una selección realizada por el editor Pierre Seghers con veinte narraciones de extensión diversa de autores latinoamericanos, presentada por Juan Liscano. Lo que más interesa a Carpentier es la muestra que en ese texto se ofrecía sobre el desarrollo de las letras de América: "Digamos de paso que no se trata de una antología sistemática, sino de una selección inteligentemente establecida con el objeto de mostrar al lector europeo, a través de excelentes textos, las distintas tendencias del género europeo, a través de excelentes textos, las distintas tendencias del género narrativo en nuestro continente".[2] La recensión sobre ese libro compilado por Seghers y el prólogo a dicho texto por Juan Liscano, le dan pie para señalar, entre los diversos influjos que ha recibido la literatura latinoamericana, lo siguiente: "[.] una tercera influencia demasiado olvidada por los críticos e historiadores literarios más recientes: influencia del cuento ruso, anterior a la Revolución. En efecto: cierta cuentística latinoamericana de los años 20 no se explica si se ignora que, en aquellos días, se tradujeron por vez primera a nuestro idioma los cuentos de Anton Chejov y de Andreiev, y que éstos tuvieron una inmensa difusión en el continente".[3] La valoración sobre Chejov aparece, más de una vez, bajo una luz intercultural, hasta el punto de que se hace evidente que -al margen de que el escritor ruso era muy admirado por Carpentier- de lo que se trata es de proyectar su significado para los artistas latinoamericanos. En octubre de 1954, Carpentier escribe de nuevo sobre Chejov, ahora sobre su humanísima y nada pretensiosa correspondencia. Por una parte, apunta: "Si sencillos se nos muestran sus relatos, más simples aún nos parecen sus cartas, nacidas de las diarias vicisitudes de la existencia, pero donde se revelan, paso a paso, las emociones de un hombre generoso, siempre dispuesto a dar consejos a los principiantes [.]".[4] Y en renglón seguido parece trasvasar el mensaje de Chejov a sus propios lectores de nuestra América: "Muchas novelas latinoamericanas, perfectamente planteadas, con magníficos argumentos, se han resentido de una total ausencia de «sangre fría» por parte de un autor que se empeñaba en enfatizar con exclamaciones y frases sonoras lo que debió presentarse en un sencillo párrafo de prosa llana".[5] Como en el caso del artículo "Cuentos de nuestra América", no siempre su evocación crítica de Chejov se produce en un texto dedicado a él, sino que aparece en el transcurso de una reflexión de otro carácter, como en el caso siguiente en que el artículo "Evolución del mecanismo dramático", del 14 de enero de 1955, desemboca a la vez en una ponderación relacionante entre Chejov y la cultura latinoamericana. Hay que subrayar en el siguiente pasaje la intervinculación entre el balance teórico del teatro en la primera mitad del siglo pasado, y la voluntad evidente de dirigirse a un destinatario latinoamericano en función de la cultura propia: [.] desde el año 1930, aproximadamente, los dramaturgos se acostumbraron, cada vez más, a barajar las nociones de tiempo, escribiendo piezas en que el segundo acto, a lo mejor, ocurría antes del primero, cuando la acción no era sometida a una auténtica recurrencia, remontándose, de escena en escena, hasta los orígenes del conflicto presente. Estos experimentos fueron utilísimos, por cuanto rompieron los mecanismos de la «narración» tradicional, ilustrada por el juego de los actores, revelando que las constantes afectivas del Hombre tenían una permanencia que desafiaba las contingencias transitorias de cualquier época. O sea que un héroe, por mucho que se le vistiera con ropas de antaño; por mucho que luciera corazas, cascos con cimera y coturnos, habría observado, en realidad, un comportamiento muy semejante al de cualquier contemporáneo nuestro. La historia de Fedra se repite cada día; Coriolano es un personaje muy actual; y en cualquier provincia latinoamericana podríamos encontrar las Tres hermanas de Chejov.[6] Por otra parte, no deja de interesarse por la obra del dramaturgo ruso en sí misma: el 3 de noviembre de 1954 había escrito, de modo concluyente: "Sólo el mal teatro nvejece. Ibsen, Chejov, Strindberg, soportan perfectamente el paso del tiempo, sin perder nada de su calidad".[7] La obra de Chejov, por otra parte, le da pie a expresar una noción equilibrada de la literatura, lejos de los espasmos sobredimensionadores que, a partir de una hiperbolización deformante del concepto de escritor engagé, se habían puesto de moda en la primera mitad del siglo XX, hasta llegar a su paroxismo en los esquematismos -a veces tan vocingleros- del realismo socialista. La aproximación de Carpentier a Chejov entrañaba algo más que una preferencia personal. También resultaba un modo de expresar concepciones personales sobre la creación literaria, lo cual era posible dada la singularidad misma del gran dramaturgo y narrador ruso. En "Ciencia y literatura", de mayo de 1953, Chejov le permite enfocar el tema de su artículo, de modo que su propia posición queda evidenciada con peculiar fuerza: Anton Chejov, que había meditado acerca de los procesos de la creación literaria, solía decir que el novelista «nada tenía que demostrar; nada tenía que probar», puesto que «con plantear había cumplido plenamente su misión». Y yo añadiría que la observación misma de los escritores empeñados en desarrollar una tesis en las cuatrocientas páginas de una novela, o a lo largo de los tres actos de un drama, viene a confirmar el principio del admirable autor del Tío Vania y de Las tres hermanas -esta última, obra de «planteamientos» por excelencia-. Basta que un novelista quiera demostrar algo, para que se vea en peligro de no demostrar cosa alguna. O, si es hombre de genio, se expone a que la expresión de su genio ahogue totalmente, o haga olvidar, la demostración.[8] [o2] Esta idea se retoma dos años después, en su artículo "Actualidad de Chejov" donde Carpentier expresa su admiración con una frase admirable: "El «ayer» de Chejov se sitúa siempre en la hora que vivimos"[9]-, la obra del autor de El jardín de los cerezos le da pie para dejar sentada una comprensión muy especial de la creación literaria y su función, en un pasaje que es toda una proyección de sus personales convicciones estéticas, ese tema todavía por estudiar en la obra de Carpentier: Racine decía que en materia de literatura y de teatro, «toda la invención consistía en hacer algo con nada». Chejov nunca nos sitúa ante conflictos sobrehumanos; no sabía engolar la voz. No pretendía «demostrar» cosa alguna. \Creía -lo dijo muchas veces-que «con plantear un problema, bastaba». Un problema que hacía reflexionar, que nos seguía a nuestras casas, luego de terminada la representación. La solución quedaba a nuestro cuidado -a nuestra inteligencia, a nuestro poder de ser mejores de lo que somos. De ahí que, presintiendo el precepto de Unamuno, buscara «lo universal en las entrañas de lo local; y en lo local y circunscrito, lo eterno». El mundo de pequeños funcionarios, de muchachas provincianas, de personajes apagados, que quiso presentarnos, pertenece tal vez, históricamente, al pasado. Pero sus hombres, sus mujeres quedan. En cualquier pequeña ciudad de nuestra América suspiran sus «tres hermanas» -hermanas, a su vez, de las tiernas doncellas pueblerinas, cantadas por un Ramón López Velarde-. Y no por vestir la casaca de los funcionarios de ayuntamiento de un tiempo pasado, dejaron de ser actuales algunos de sus mejores personajes.[10] Todavía el 13 de abril de 1957, en "Una frase de Chaplin", Carpentier comienza señalando -aun antes de citar la frase del famoso artista de cine que da pie al artículoque "una respuesta del gran actor me llamó poderosamente la atención por coincidir exactamente con una frase de Antón Chejov incluida en sus cuadernos íntimos cuadernos cuya edición limitada ha alcanzado a pocos lectores-".[11] Y añade ideas que amplían los juicios que en años anteriores ha venido expresando como convicción estético-literaria: Antón Chejov decía: «El novelista, el dramaturgo, nada tienen que resolver, nada tienen que demostrar. Con plantear los problemas, cumplen ampliamente su deber». Pero muchos son, en esta época, los que piden al novelista y al dramaturgo «que tracen caminos», que «traigan soluciones», que «demuestren cómo el hombre podría rebasar tales o cuales crisis». Lo cual me parece pedir mucho. Un novelista no es forzosamente un filósofo, un sociólogo, un político. Es un hombre dotado de una retina aguzada por su innata vocación de observador, que tiene el poder de describir, pintar o evocar satisfactoriamente, con mayor o menor habilidad, estilo personal y dominio de sus medios de expresión. Ofrecer un cuadro exacto, desgarrador, dramático, de una ciudad en estado de sitio, no implica una capacidad especial para analizar las causas determinantes de ese sitio, trayendo soluciones válidas al conflicto. Un economista o un estratega serían más indicados que un novelista parra culminar tamaña tarea. Muchas veces hemos visto cómo las prédicas idealistas de un poeta o un escritor estaban totalmente desajustadas con una realidad cuyos mecanismos secretos vinieron a revelarse a la luz de la investigación histórica [.]. El novelista no es forzosamente un profeta, un vidente, un mentor. Pedirle «soluciones», «caminos», «demostraciones», equivale, en muchos casos, a sobreestimar su capacidad analítica. Un gran novelista como John Dos Passos ha podido, en muchos casos, emitir conceptos políticos absolutamente erróneos. Barrès pretendió trazar caminos que, a la postre, no condujeron a ninguna parte. Trabajo de Zola no pasa de ser una vasta digresión utópica. Pero son tantos los que reclaman el gesto orientador, la voz de admonición, la «enseñanza», el «mensaje», que el escritor, en muchos casos, se cree obligado a incluir un edificante «ejemplo» en los últimos capítulos de su libro, saliendo del paso con una moraleja que demasiado se asemeja, en muchos casos, a las que cierran las fábulas de Iriarte y Samaniego -lo cual tampoco es una solución.[12] [o3] Es así que, al reflexionar sobre Chejov, se van transparentando intereses muy altos de Carpentier en temas de estética y poética. El humorismo, por ejemplo, es un tema mucho más frecuente en su crítica, de lo que estamos dispuestos a dar por sentado. Chejov le da pie a detenerse en la dualidad profunda que, en su día, Luigi Pirandello le atribuyó, en un ensayo memorable, al humorismo. El 26 de junio de 1957, apuntaba: Del mismo modo, las grandes obras cómicas -allí, precisamente, donde lo cómico parece mejor alcanzado- entrañan siempre una amargura latente. Si los cocus de Molière mueven a risa, no son, por ello, menos dignos de lástima. El pequeño personaje de Chejov que entra en una armería para adquirir una pistola, con el ánimo de suicidarse, y acaba comprando una red para cazar mariposas, es un sujeto profundamente triste.[13] Chejov, pues, para Carpentier, fue no solo un artista en extremo admirado: por ello mismo tal vez, se convirtió, más que un modelo propiamente dicho, en un estímulo para la reflexión sobre la esencia de la literatura y, sobre todo, sobre el proceso de creación y la ética profunda del artista, su conocimiento de sí, de sus límites y su poder. De este modo, siendo una verdad histórica que Carpentier nos recuerda, Chejov en efecto influyó sobre la narrativa latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. Pero también, y este es otro inapreciable componente de su legado, impulsó a Carpentier, su lector infatigable, a legarnos algunas de sus ideas más concluyentes sobre el hecho literario. -------------------------------------------------------------------------------- [1] Alejo Carpentier: "El centenario de Gogol", en: Alejo Carpentier: Letras y Solfa. Literatura. Autores. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 6, p. 38. [2] Alejo Carpentier: "Cuentos de nuestra América", en: Alejo Carpentier: Letras y Solfa. Literatura. Libros. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 7, p. 207. [3] Alejo Carpentier: "Cuentos de nuestra América", en: Alejo Carpentier: Letras y Solfa. Literatura. Libros. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 7, p. 208. [4] Alejo Carpentier: "La correspondencia de Chejov", en: Alejo Carpentier: Letras y Solfa. Literatura poética. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 8, p. 175. [5] Ibíd. [6] Alejo Carpentier: "Evolución del mecanismo dramático", en: Alejo Carpentier: Letra y Solfa. Teatro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, t. 4, p. 35. [7] Alejo Carpentier: "El ejemplo del Tenorio", en: Alejo Carpentier: Letra y Solfa. Teatro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, t. 4, p. 34. [8] Alejo Carpentier: "Ciencias y literatura", en: Alejo Carpentier: Letra y Solfa. Literatura poética. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001, t. 8, pp. 92-93. [9] Alejo Carpentier: "Actualidad de Chejov", en: Alejo Carpentier: Letra y Solfa. Teatro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, t. 4, p.93. [10] Ibídem, t. 4, p. 92. [11] Alejo Carpentier: "Una frase de Chaplin", en: Alejo Carpentier: Letras y Solfa. Cine. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 1, p. 53. [12] Ibíd., p. 56. [13] Alejo Carpentier: "Melancolía de lo cómico", en: Alejo Carpentier: Letras y Solfa. Literatura. Libros. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997, t. 7, p. 184.