A vueltas con la cuestion judia - Elisabeth Roudinesco

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En este libro la autora traza una
historia general del odio al judío,
primero
en
las
sociedades
teocráticas (que aspiran a asimilar
al enemigo) y luego en las
sociedades
surgidas
de
la
Ilustración, cuando el racismo
legitima la destrucción física del
elemento
«corruptor».
La
politización
del
antisemitismo,
unida a la perversión de la ciencia,
permitirá la industrialización de la
muerte
en
los
campos
de
exterminio nazis. La investigación
de Roudinesco tiene dos polos de
referencia: el origen francés del
antisemitismo moderno y la guerra
que libra Israel desde su fundación.
Pero no sólo desfilan por estas
páginas franceses e israelíes,
culpables o perseguidos, sino
también Freud, Hannah Arendt,
Jung, Ernest Jones, Heidegger,
Chomsky, Paul de Man y Víctor
Farías. Desde el momento en que
los nazis quisieron destruir un
fragmento de humanidad, todos los
seres humanos están implicados.
Elisabeth Roudinesco
A vueltas con la
cuestión judía
ePub r1.0
Titivillus 30.07.15
Título original: Retour sur la question
juive
Elisabeth Roudinesco, 2009
Traducción: Antonio-Prometeo Moya
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Se han dicho sobre los judíos
cosas infinitamente
exageradas y a menudo
contrarias a la historia. ¿Cómo
negar las persecuciones de
que han sido víctimas en el
seno de diferentes naciones?
Por el contrario, son los
crímenes de las naciones los
que debemos expiar,
concediéndoles los derechos
imprescriptibles del hombre
de los que ningún poder
humano pueda despojarlos. Se
les atribuyen vicios,
prejuicios, un espíritu sectario
e interesado […]. Pero ¿no
deberíamos atribuirlos más
bien a nuestras propias
injusticias? Después de
haberlos excluido de todos los
honores, incluso del derecho a
la estimación pública, no les
hemos dejado más que los
objetos de especulación
lucrativa. Restituyámoslos a la
felicidad, a la patria, a la
virtud, concediéndoles la
dignidad de hombres y
ciudadanos; pensemos que
nunca será político, dígase lo
que se diga, el condenar al
envilecimiento y a la opresión
a una multitud de personas que
viven entre nosotros.
MAXIMILIEN DE
ROBESPIERRE,
23 de diciembre de 1789
Que Céline haya sido un
escritor dado al delirio no me
lo hace antipático, pero sí que
ese delirio se expresara
mediante el antisemitismo;
todo antisemitismo es en
última instancia un delirio, y
el antisemitismo, aunque sea
delirante, es el error capital.
MAURICE BLANCHOT, 1966
INTRODUCCIÓN
«Nazis, eso es lo que sois, echáis a
los Judíos de sus casas, sois peores que
los árabes».
Lanzada en diciembre de 2008 por
jóvenes
Judíos
fundamentalistas
instalados en Hebrón, Cisjordania, esta
acusación se dirigía a otros Judíos,
soldados del ejército israelí (Tsahal)
que habían recibido orden de expulsar a
sus compatriotas. Ni unos ni otros
habían conocido el genocidio[1].
«Nazis peores que los árabes»: esta
frase
contiene
los
significantes
fundamentales de la pasión que no deja
de extenderse de un extremo a otro del
planeta desde que el conflicto palestinoisraelí se ha convertido en el referente
principal de todos los debates
intelectuales y políticos de la escena
internacional.
En el núcleo de estos debates —y
con un fondo de asesinatos, matanzas y
ofensas—, los Judíos extremistas
insultan a otros Judíos y los califican de
«peores que los árabes». Ello indica
hasta qué punto odian a los árabes, y no
sólo a los palestinos, a todos los
árabes, esto es, al conjunto del mundo
árabe-islámico, incluso a aquellos que
no son árabes, pero que hacen suyo el
islam[2] en todas sus modalidades:
jordanos, sirios, paquistaníes, egipcios,
magrebíes, iraníes, etc. Judíos racistas,
pues, dado que en la frase en cuestión se
dice que los que ellos llaman árabes —
musulmanes e islamistas por igual— son
como los nazis, sólo que algo mejores;
pero también Judíos que llaman a otros
Judíos peores que los árabes, es decir,
los comparan con los mayores asesinos
de la historia, con aquellos genocidas
responsables de lo que en hebreo llaman
la Shoá, la catástrofe —el exterminio de
los Judíos de Europa— que tan
determinante fue en la fundación del
Estado de Israel[3].
Cuando franqueamos las murallas,
las alambradas, las fronteras, no cabe
duda de que encontramos la misma
pasión, generada por extremistas que,
aunque no representan toda la opinión,
no por ello son menos influyentes. Del
Líbano a Irán y de Argelia a Egipto, los
Judíos suelen ser tratados de nazis o
identificados con los exterminadores del
pueblo palestino. Cuanto más se califica
a los Judíos en su conjunto de genocidas
poscoloniales, adeptos al imperialismo
americano, o de islamófobos[4], más se
recupera la literatura surgida de la
tradición antisemita europea: «Los
Judíos», dicen, «descienden de los
monos y los cerdos». Y más aún: «Los
Judíos han corrompido Estados Unidos,
los cerebros Judíos han mutilado los
cerebros americanos. El Judío Jean-Paul
Sartre ha difundido la homosexualidad.
Las calamidades que causan estragos en
el mundo, las tendencias bestiales, la
concupiscencia
y
el
comercio
abominable con los animales proceden
del Judío Freud, del mismo modo que la
propagación del ateísmo se debe al
Judío Marx.»[5]
En este mundo no hay reparos en
leer Mein Kampf, o Los protocolos de
los sabios de Sión, o Los mitos
fundacionales del Estado de Israel[6],
ni en negar la existencia de las cámaras
de gas, ni en denunciar presuntas
conspiraciones judías para dominar el
mundo. Todo cabe aquí: jacobinos,
defensores del capitalismo liberal,
comunistas, masones, todos están
presentes como agentes de los Judíos,
según puede verse, por ejemplo, en el
artículo XXII de la Constitución de
Hamas, que representa un retroceso
completo en relación con la de la
OLP[7]: «Desde hace ya mucho tiempo,
los enemigos [los Judíos] vienen
trazando planes y aprobándolos para
llegar a donde están actualmente […].
Gracias al dinero, controlan los medios
mundiales, las agencias de información,
la prensa, las editoriales, las emisoras
de radio […]. Ellos estuvieron detrás de
la Revolución Francesa, de la
revolución comunista y de la mayor
parte de las revoluciones de las que
hemos oído y oímos hablar aquí y allá.
Gracias al dinero, han creado
organizaciones secretas que se instalan
en todo el mundo para destruir las
sociedades y favorecer los intereses del
sionismo, como la francmasonería, los
clubs de rotarios, los Lions Clubs, la
B’nai B’rith, etc. Gracias al dinero, han
conseguido tener el control de los
Estados colonialistas y son ellos quienes
los han empujado a colonizar numerosas
regiones para explotar sus riquezas y
expandir allí su corrupción.»[8]
Si nos volvemos ahora hacia el
corazón de Europa, y nos fijamos
concretamente en Francia, vemos que las
injurias brotan con la misma violencia.
Muchos ensayistas, literatos, filósofos,
sociólogos y periodistas apoyan la causa
israelí cubriendo de insultos a quienes
defienden la causa palestina, mientras
que éstos los injurian a su vez; unos y
otros no dejan de tratarse mutuamente de
nazis, negacionistas, antisemitas y
racistas. Por un lado, los fustigadores
del «negocio de la Shoá», del «Estado
sionista genocida», del «nacionallaicismo»,
de
los
«renegados
colaboracionistas»,
de
los
«judeólatras», de los «judeonistas»
(judíos sionistas), por el otro los que
denuncian
a
los
«renegadoizquierdoislamo-nazifascistas»[9].
En pocas palabras, el conflicto entre
israelíes y palestinos —vivido como
una división estructural entre los Judíos
y el mundo árabe-islámico, pero también
como una fisura interna en la judeidad
de los Judíos, o incluso como una
ruptura entre el mundo occidental y el
mundo antiguamente colonizado— está
hoy en el centro de todos los debates
entre intelectuales, sean o no conscientes
de él.
Y se comprende por qué. Desde el
exterminio de los Judíos por los nazis
—acontecimiento trágico que dio lugar a
una nueva organización del mundo de la
que surgieron la Declaración Universal
de los Derechos Humanos y el Estado de
Israel en Palestina—, las ideas de
genocidio y crimen contra la humanidad
se han vuelto aplicables a todos los
Estados del planeta. En consecuencia, y
de manera creciente, el discurso del
universalismo llamado «occidental» se
ha puesto seriamente en entredicho.
Dado que el mayor de los salvajismos
conocidos —es decir, Auschwitz—
surgió en las naciones más civilizadas
de Europa, todos los pueblos humillados
por el colonialismo o por las distintas
formas de explotación capitalista, así
como todas las minorías oprimidas (en
razón de su sexo, del color de su piel, de
su identidad), podían arrogarse el
derecho a poner en duda los valores
presuntamente «universales» de la
libertad y la igualdad. En su nombre, en
efecto, los Estados occidentales habían
cometido las peores atrocidades y
seguían
gobernando
el
mundo,
perpetrando
crímenes
y
delitos
condenados por la declaración de
derechos que ellos mismos habían
estatuido.
Asistimos así a una nueva polémica
sobre los universales. Tanto si nos
interesamos por el altermundialismo,
por la historia del colonialismo y del
poscolonialismo, por la de las minorías
llamadas «étnicas» o «identitarias»,
como si analizamos la construcción o la
deconstrucción de las determinaciones
de género o de sexo (homosexualidad,
heterosexualidad), tanto si insistimos en
la necesidad de estudiar el hecho
religioso o la desacralización del mundo
como si tomamos partido por la historia
recordada frente a la historia erudita,
empezamos siempre por remitirnos a la
cuestión del exterminio de los Judíos en
la medida en que sin duda fue el
momento fundador de una reflexión
sobre los conflictos identitarios. De ahí
la exacerbación del antisemitismo y del
racismo que aparece paralelamente a
una nueva reflexión sobre el ser judío.
Por las estructuras laicas de sus
instituciones, Francia pareció durante
mucho tiempo quedar al margen de esta
clase de conflictos, hasta el punto de que
antaño hizo soñar a los Judíos
asquenazíes que vivían en Alemania, en
Rusia o en la Europa oriental: en
Francia se vive como Dios, venían a
decir. Y si vivías allí ya no tenías que
preocuparte por las plegarias, los ritos,
las bendiciones, las preguntas sobre la
interpretación de delicadas cuestiones
dietéticas. Rodeado de escépticos,
también tú podrías relajarte al caer la
tarde, exactamente como miles de
parisinos en su café favorito. Pocas
cosas son más agradables, más
civilizadas que una terraza tranquila en
el crepúsculo.
Pero los tiempos cambiaron desde
que el modelo laico francés se puso en
entredicho, conforme el conflicto
palestino-israelí se convertía en un
problema importante en el seno de la
sociedad civil y, con la aparición de
reivindicaciones
identitarias
y
religiosas, la República tropezaba con
nuevas dificultades para asimilar a
inmigrantes que llegaban de sus antiguas
colonias. Incluso en los últimos tiempos
parece ser víctima de la manía de
evaluar los orígenes, lo cual incita, al
margen de la política, a acoger a las
personas en función de criterios
llamados étnicos, sexuales o de
«pertenencia comunitaria». Puede que
esta manía de las mediciones no sea en
el fondo sino volver a la exclusión, pues
la patria de los derechos del hombre, la
primera que emancipó a los Judíos, en
1791, estuvo también, alrededor de
1850, entre las primeras que generaron
tesis antisemitas, y ya en 1940 traicionó
su propio ideal con la instauración del
régimen de Vichy.
Volver pues sobre la cuestión judía,
es decir, sobre las diferentes formas de
ser judío en el mundo moderno después
de que el antisemitismo, a fines del
siglo XIX, se convirtiera en el motor de
una revolución de la conciencia judía.
Pero
volver
histórica,
crítica,
desapasionadamente, según el espíritu
ilustrado. Para responder de manera
definitiva a la pregunta de quién es
antisemita y quién no. Y para contribuir
con serenidad a eliminar del debate
intelectual las insensateces, los odios y
los insultos que proliferan alrededor de
estos temas.
En el primer capítulo, «Nuestros
primeros padres», se establece una clara
distinción entre
el
antijudaísmo
medieval (hostigador) y el antijudaísmo
ilustrado (emancipador y contrario al
oscurantismo religioso), precisamente
porque algunos quisieran hoy identificar
el segundo con el primero para
desacreditarlo mejor: todos antisemitas,
dicen, desde Voltaire hasta Hitler. En el
segundo, «La sombra de los campos y el
humo de los hornos», se analizan las
etapas de la construcción del
antisemitismo europeo, que fue político
en Francia (de Ernest Renan a Édouard
Drumont) y racial en Alemania con Ernst
Haeckel.
Seguidamente,
«Tierra
prometida, tierra conquistada» traslada
al lector a Viena, donde surgió la idea
sionista, que fue concebida por sus
iniciadores (Theodor Herzl y Max
Nordau) como una descolonización, por
el mundo árabe como un proyecto
colonialista y por los Judíos de la
diáspora como un nuevo factor de
división: una idea, tres reacciones igual
de legítimas.
En
«Judío
universal,
Judío
territorial», el conflicto de la
legitimidad se plasma en un célebre
debate entre Sigmund Freud y Carl
Gustav Jung. «El genocidio, entre la
memoria y la negación» vuelve sobre las
condiciones en las que se fundó un
Estado de los Judíos en Palestina, en
1948, fundación que reflejaba la
necesidad no sólo de instituir una
memoria judía de la Shoá, sino también
de someter a Adolf Eichmann en
Jerusalén a un juicio durante el que se
enfrentaron dos grandes figuras de la
judeidad moderna (Hannah Arendt y
Gershom
Scholem),
mientras
subterráneamente se instalaba en Europa
la idea de que el genocidio había sido
una invención de los Judíos. En esta
andadura se analizan las tomas de
posición de algunos intelectuales sobre
el tema «después de Auschwitz qué»: de
Jean-Paul Sartre a Maurice Blanchot,
pasando por Theodor W. Adorno, Pierre
Vidal-Naquet y Jacques Lacan: qué
decir, qué hacer, qué pensar, cómo
redefinir la identidad judía.
«Un delirio devastador»: tal es la
forma en que se presenta aquí el
negacionismo,
discurso
«lógico»
construido como enunciado de una
verdad delirante que falsifica la verdad
y al que Noam Chomsky, lingüista de las
estructuras profundas, creyó oportuno
dar un voto de confianza significativo.
El último capítulo, «Figuras de
inquisidores», expone las causas
antisemitas promovidas por algunos
revisionistas, sin más finalidad que
sembrar la confusión y reducir el debate
sobre la cuestión judía a un conflicto de
legitimidad inscrito en las coordenadas
del bien y del mal.
1. NUESTROS
PRIMEROS PADRES
Como subraya muy bien Hannah
Arendt, no hay que confundir el
antisemitismo, ideología racista que se
desarrolla a fines del siglo XIX, con el
antijudaísmo, que se gestó en el
Occidente cristiano después de que el
cristianismo pasara a ser religión estatal
durante el reinado del emperador
Teodosio, a fines del siglo IV. Es en esta
época, o sea, más de cuarenta años
después del Concilio de Nicea,
celebrado en 325 a instancias del
emperador Constantino, cuando el
cristianismo cristaliza como religión
oficial, impuesta por el poder secular:
Jesús había anunciado el reino y la
Iglesia había llegado. Los paganos,
antaño perseguidores de los primeros
cristianos, son ahora los perseguidos,
como también se erradican los vestigios
de la cultura grecolatina: se prohíben los
juegos olímpicos, se condena a muerte a
los homosexuales, llamados entonces
sodomitas y considerados perversos
porque atentaban contra las leyes de la
procreación.
El antijudaísmo cristiano que se
desarrolla entonces en toda Europa —
hasta el siglo de la Ilustración— se basa
en los mismos principios, sólo que para
los monarcas cristianos el judaísmo no
es en ningún caso un paganismo. El
Judío no es, pues, ni el enemigo del
exterior, ni el bárbaro de allende las
fronteras, ni el infiel (musulmán), ni el
hereje (albigense, cátaro), ni el otro,
ajeno a uno mismo. Es el enemigo del
interior, inscrito en el núcleo de una
genealogía —el primer padre, según la
tradición cristiana—, dado que ha
generado el cristianismo y que el
fundador de la nueva religión era judío.
El Judío que porta el judaísmo es,
pues, tanto más detestable cuanto que
está a la vez dentro y fuera. Dentro
porque subsiste en el seno del mundo
cristiano, fuera porque no reconoce la
verdadera fe y vive en una comunidad
que no es la de los cristianos. Para que
el cristianismo sea la única religión
monoteísta universal —y Cristo deje de
ser portador de un nombre judío— aún
habrá que desembarazarlo de su origen
judío, considerado pérfido. El tema
sexual del Judío pérfido, perverso, de
costumbres desnaturalizadas —pues se
dice que las mujeres judías se acuestan
con machos cabríos— está presente en
todas partes durante las persecuciones
antijudías de la época medieval y es la
razón por la que la figura del Judío se
asocia a menudo a la del sodomita y el
incestuoso.
Prueba de ello es la sorprendente
leyenda de la maldición judía, recogida
por Jacobo de Vorágine hacia 1260, que
hace de Judas un duplicado de Edipo,
destructor del génos (dinastía) de los
Labdácidas y por lo tanto del orden
familiar, al combinar incesto y
parricidio. Hela aquí
resumida.
Embarazada de Rubén, Ciboria sueña
que parirá un niño maldito, marcado por
el vicio, que acarreará la ruina del
pueblo judío. Tras el nacimiento de este
niño, al que llaman Judas, se deshace de
él poniéndolo en una cesta que arroja al
mar. Pero la frágil embarcación llega a
una isla cuya reina, que es estéril,
adopta al niño. Ya mayor, al enterarse de
que no es hijo de sus padres, Judas huye
a Jerusalén y entra al servicio de Poncio
Pilatos. Cierto día que a éste le apetece
comer las manzanas de un huerto vecino,
Judas va a buscarlas y se pelea con el
propietario, sin saber que se trata de
Rubén. Lo mata y Pilatos lo obsequia
con los bienes y la esposa de Rubén.
Cuando descubre que ha matado a su
padre y se ha casado con su madre,
Judas se dirige a Jesús y se hace
discípulo
suyo.
Pero
acaba
traicionándolo y arrepintiéndose[10].
Resumiendo: en la larga historia del
mundo medieval, el Judío encarna a la
vez al diablo y a la bruja, es asesino de
su padre y marido de su madre, pero
también los dos sexos, en el sentido de
que reúne los dos en uno. Además, a
menudo se presenta como un animal que
integra una dualidad muy particular de
macho y hembra: es la alianza del
escorpión y la cerda. En el orden
humano, suprime la diferencia de los
sexos y de las generaciones por ser
incestuoso y estar doblemente sexuado
(masculino/femenino), y en el orden
animal borra la barrera de las especies
procediendo a un acoplamiento que no
existe en la naturaleza. Señor de los
venenos, la usura y el saber, lúbrico y
glotón, encarna pues el horror absoluto.
Acusados de deicidas hasta el
Concilio de Trento[11], los Judíos
formaron en Europa una «comunidad»
que no tenía asignado ningún territorio.
Una comunidad a la vez visible e
invisible, una comunidad errante. No
pudiendo ejercer más que oficios
prohibidos a los cristianos, los Judíos
fueron acusados de realizar toda clase
de prácticas repugnantes, relacionadas
con su condición de supresores de la
diferencia sexual y de la separación de
las especies: bestialismo, asesinatos
rituales, incestos, rapto de niños,
profanación de la hostia, ingestión de
sangre humana, contaminación de aguas,
instrumentalización de los leprosos,
propagación de la peste, conspiraciones
diversas. Pero sobre todo, y por la
misma razón, fueron considerados
poseedores de los tres grandes poderes
que son característicos de la humanidad:
poder económico, poder intelectual y
poder para pervertir la sexualidad. Con
objeto de contrarrestar la capacidad que
se les atribuía, también fue necesario
obligarlos bien a convertirse, bien a
aceptar una humillación continua:
«quemar el Talmud», llevar el redondel,
el sombrero amarillo o la insignia del
deshonor, ser encerrados en guetos, o
juderías, rigurosamente vigiladas[12].
Este antijudaísmo —que no quería
exterminar a los Judíos, sino
convertirlos, perseguirlos o expulsarlos
— no era un antisemitismo en sentido
moderno, dado que se extiende en un
momento de la historia humana en el que
es Dios quien gobierna el mundo y no
los hombres.
El antijudaísmo cristiano de la
época medieval supone, en efecto, el
principio de una soberanía divina, de un
Dios único (monoteísmo), mientras que
el antisemitismo, que hará del Judío el
espécimen de una «raza» y no el
servidor de una alianza divina —por
vergonzosa que sea—, se basa en la
transformación del judío religioso en un
Judío identitario, portador de un
estigma, es decir, de un «resto»: la
judeidad.
Encarnado hasta el siglo XVIII por la
monarquía de derecho divino y
transmitida por la Iglesia católica
romana[13], el Dios de los cristianos
decidía el futuro del mundo, mientras
que el Dios de los Judíos, invisible y no
representable, seguía prometiendo a su
pueblo la llegada de un mesías y el
regreso a la tierra prometida. Mientras
Occidente fue cristiano, judíos y
cristianos tuvieron un mismo Dios,
aunque la relación de unos y otros con
ese Dios no fue de la misma naturaleza.
Pues si el cristianismo es una
religión de fe individual y colectiva,
representada por una iglesia —y más
concretamente por la Iglesia católica
romana—, el judaísmo es una religión
de pertenencia que se acompaña de un
culto a la memoria, de un pensamiento
hecho de glosas y comentarios, y de
obediencia
a
ritos
ancestrales:
indumentarios,
corporales
(circuncisión), alimentarios (cashrut),
conductuales (Sabbath). Se basa en la
primacía de una alianza primigenia y
renovada sin cesar entre un Dios y el
pueblo elegido por él.
Dicho de otro modo, la religión
judía es diferente de los dos
monoteísmos a los que ha dado origen.
Desde que existen, los Judíos (con
mayúscula) no se consideran únicamente
judíos (con minúscula), es decir,
creyentes de una religión llamada
judaísmo, sino una población mítica y
una nación, procedentes del reino de
Israel, luego de Judea (Sión), con
Jerusalén como ciudad santa. En
consecuencia, según la ley judaica
(Halajá), todo Judío sigue integrado en
su pueblo, aunque haya dejado de
practicar el judaísmo y aunque rechace
su judeidad convirtiéndose. Y cuando un
no Judío se convierte al judaísmo, es ya
judío por toda la eternidad, quiera o no
quiera.
Ser judío, pues, no es como ser
cristiano, porque incluso cuando el
Judío abandona su religión sigue
formando parte del pueblo judío y por
consiguiente de la historia de este
pueblo: tal es su judeidad, su identidad
de Judío sin dios, por oposición al
judaísmo de quienes siguen siendo
practicantes. Esta idea no aparece en
ninguna otra religión: en efecto, según la
ley judaica, se sigue siendo judío (en el
sentido de la judeidad) incluso cuando
se ha dejado de ser judío (en el sentido
del judaísmo). Y se es judío de manera
definitiva, sin posibilidad de volver
atrás, ni por filiación materna ni por
conversión.
El periodista y satírico alemán
Ludwig
Börne,
convertido
al
luteranismo en 1818, luego afincado en
Francia, patria de los derechos humanos
y de la emancipación de los Judíos,
resumía así el principio de esta
identidad, siempre sospechosa y
siempre dividida: «Unos me reprochan
que sea judío, otros me elogian por
serlo, otros incluso me lo perdonan,
pero ninguno lo olvida.»[14]
Y este pueblo, desde sus orígenes
míticos, se caracteriza por el culto que
rinde a su propia memoria. No deja de
recordar las catástrofes (Shoá) que
desde siempre le ha enviado Dios y que
continuamente lo condenan al exilio, a la
dispersión (diáspora o galut) y en
consecuencia a la pérdida del territorio
y de sus lugares sagrados: destrucción
por Nabucodonosor del primer templo,
construido por Salomón, cautividad de
Babilonia, regreso del cautiverio,
construcción del segundo templo,
destruido luego por Tito —y del que no
quedará más que un muro de lágrimas y
sollozos (el muro de las lamentaciones)
—, persecución por los romanos, que
llamarán Palestina a Judea[15], y luego
por los cristianos.
La historia del pueblo judío es la
historia de un sufrimiento incesante, de
un infortunio profundo y una lamentación
infinita que se traduce, entre expulsiones
y matanzas, en el sueño, nunca realizado
sin catástrofes, de volver a la tierra
prometida: «Te dispersará el Eterno
entre todos los pueblos, de un extremo a
otro de la tierra […]. Te dará el Eterno
un corazón pávido, unos ojos decaídos y
un alma angustiada.»[16] Hasta el
nacimiento del sionismo, consecuencia
de la desacralización del mundo
europeo, el pueblo judío seguirá siendo
el pueblo de la memoria y del recuerdo,
que espera sin cesar una entrada en la
historia.
Y al anunciarse la nueva religión (el
cristianismo), que había sido generada
por el propio judaísmo y que en cierto
modo era su relevo, se hará necesario
que los judíos fijen la Ley oral (Torá),
tanto en Jerusalén como en Babilonia,
mediante textos y comentarios (Mishná y
Guemará), a fin de que el judaísmo sea
un cuerpo ortodoxo de reglas unificadas
(Talmud). Acuérdate de la tierra
prometida (Eretz Israel) por Yavé a los
antiguos hebreos, el pueblo de la Biblia,
errante y nómada; acuérdate de la tierra
continuamente perdida y reconquistada;
acuérdate del Eterno y de su unicidad;
acuérdate de Noé, padre del arca y de la
alianza, de Abraham, el antepasado
común de los tres monoteísmos[17], de
Moisés, fundador de la ley; acuérdate de
lo que queda del Judío cuando el pueblo
judío es dispersado y cuando el Judío ya
no es del todo judío. «El año que viene
en Jerusalén»: tal es el destino complejo
de los judíos.
En este sentido, la mística judía
siempre
ha
comportado
cierto
mesianismo del regreso y la retirada,
dado que la redención prometida por
Dios sólo puede advenir de dos
maneras: o por una regeneración
espiritual que conduce al exilio interior
o por una ruptura concreta y colectiva
que debe traducirse en la partida hacia
Tierra Santa, una tierra que sólo puede
concederla Dios por boca de un nuevo
mesías.
Tal fue por lo demás la opción de
Sabbatai Zevi, que, en el imperio
otomano, a mediados del siglo XVII, se
proclamó mesías. Después de someterse
a serias mortificaciones y pasar
numerosas veces de un estado de
lamentación a un estado de exaltación,
desafió la ley judaica al precio de
merecer el herem[18]. Ayudado por su
discípulo Natán de Gaza y renunciando a
impregnarse espiritualmente de la
presencia íntima de Dios, sublevó a las
comunidades judías de Oriente hasta el
extremo de convencerlas de que
contribuían al renacimiento del antiguo
reino de Israel. Ya encarcelado, aceptó
convertirse al islam, antes de ser
desterrado a Dulcigno[19] en 1676,
abandonado por sus secuaces.
Al final de un magnífico estudio
dedicado a las grandes corrientes de la
mística judía, Gershom Scholem
describe que, en su última fase, el
jasidismo, que había continuado el
sabbatianismo, acabó transformando la
investigación teórica, léase búsqueda
mística, en una fuente inagotable de
relatos: todo se volvió historia —dice
—, esto es, historia rememorada. Y
cuenta esta anécdota que pone en boca
de un narrador (Maggid) hebreo:
«Cuando el Baal Shem Tov tenía que
realizar una labor difícil, se dirigía a
cierto lugar del bosque, encendía una
hoguera y se sumía en silenciosa
oración; y lo que tenía que llevar a cabo
se cumplía. Cuando el Maggid de
Meseritz, una generación después, se vio
en la misma coyuntura, se dirigió al
mismo lugar del bosque y dijo: “Ya no
sabemos encender la hoguera, pero
sabemos recitar la oración”. Y lo que
tenía que llevar a cabo se cumplió. Una
generación después, el rabí Moisés Leib
de Sassov tuvo que llevar a cabo la
misma tarea. También él fue al bosque y
dijo: “Ya no sabemos encender la
hoguera, tampoco conocemos los
misterios de la oración, pero conocemos
el lugar exacto del bosque donde
ocurrieron estas cosas, y seguro que eso
es suficiente”. Fue suficiente. Pero
cuando transcurrió otra generación y el
rabí Israel de Rishin tuvo que afrontar la
misma labor, se quedó en su casa
sentado en su sillón y dijo: “Ya no
sabemos encender la hoguera, ya no
sabemos recitar las oraciones, ya no
conocemos el lugar del bosque, pero aún
sabemos contar la historia”. Y la
historia que contó tuvo el mismo efecto
que
las
prácticas
de
sus
predecesores.»[20]
Más allá del jasidismo, la anécdota
testifica lo que es la pertenencia
identitaria vivida por los Judíos y
definida como un «resto» y como un
«¡acuérdate!», que hace a la vez posible
e imposible el regreso a Tierra Santa.
Jacques Le Goff cuenta cómo se
portaba Luis IX, a mediados del
siglo XIII, con los enemigos de la fe, que
eran los herejes, los infieles y los
judíos. Consideraba a los primeros los
peores, porque habían practicado la fe y
habían renegado de ella, pasando así a
ser
traidores,
falsos,
apóstatas
«contaminados por la mancha de la
perversión». Aconsejaba quemarlos o
expulsarlos del reino. Tenía a los
segundos por enemigos «llenos de
inmundicia», pero poseedores de un
alma, ya que creían en una religión. En
cuanto a los judíos, «abominables y
repletos de ponzoña», proponía
esclavizarlos a perpetuidad, hacer de
ellos parias y excluidos, «sometidos al
yugo de la servidumbre».
Sin embargo, desde este punto de
vista, la religión judía no se consideraba
una herejía (como la de los albigenses o
los cátaros) ni una religión propia del
enemigo exterior (como la de los
sarracenos). Era conocida y reconocida,
puesto que había generado la religión
cristiana. En consecuencia, los judíos
debían ser protegidos y reprimidos al
mismo tiempo. Y a poco que aceptaran
la conversión, serían reincorporados al
seno de la cristiandad. «¿Cómo
caracterizar la actitud de San Luis ante
los judíos?», se pregunta Le Goff. «Hoy
disponemos
de
dos
términos:
antijudaísmo y antisemitismo. El
primero se refiere exclusivamente a la
religión y, fuera cual fuese la
importancia de la religión en la
sociedad judía y en la conducta de San
Luis hacia ella, es insuficiente. El
conjunto de problemas a los que
concierne esta conducta sobrepasa el
marco estrictamente religioso y pone en
juego un odio y una voluntad de
exclusión que van más allá de la
hostilidad hacia la religión judía. Pero
hablar de “antisemitismo” es inadecuado
y anacrónico. No hay nada racial ni en la
actitud ni en las ideas de San Luis. Hay
que esperar hasta el siglo XIX para que
las teorías raciales pseudocientíficas
permitan desarrollar mentalidades y
sensibilidades racistas, antisemitas. No
me parece que el término “antijudío”
caracterice la conducta de San Luis.
Pero esta concepción, esta práctica y
esta política antijudías formaron la base
del antisemitismo posterior. San Luis es
un jalón en la trayectoria del
antisemitismo cristiano, occidental y
francés.»[21]
He aquí una excelente lección de
método. En efecto, hay dos formas de
abordar la cuestión judía. Una consiste
en acumular hechos y acontecimientos y
en confundir rupturas y filiaciones; en
cambio, la otra propone subrayar los
cambios de paradigma en el interior de
una continuidad aparente, para que un
enunciado cualquiera no diga cualquier
cosa, sin más finalidad que encontrar en
él lo que se busca de antemano: las
pruebas no deben adelantarse nunca a la
conclusión.
En otras palabras, para tratar la
cuestión judía no hay que privilegiar ni
la ficción de una historiografía judía
consistente en presentar una visión
apologética de las víctimas perseguidas
desde la noche de los tiempos por
verdugos siempre idénticos a sí mismos,
ni la de una historiografía antijudía
basada en la constatación de una
conspiración judía cuyos artífices
aspiran al dominio del mundo. Antes
bien, se trata de demostrar, para superar
los dos enfoques, que se alimentan
mutuamente, conforme van apareciendo
nuevos debates sobre la judeidad y el
antisemitismo.
En virtud de estas delimitaciones,
por las que nos abstendremos de
inventar una genealogía de la
conspiración contra los Judíos (paralela
a la mitología de la conspiración
atribuida a los Judíos), diremos que
aunque la historia de la persecución de
los Judíos es antigua y está probada, no
ha sido la misma en todas las épocas,
como tampoco los Judíos han sido
siempre iguales a lo largo de su historia.
Sin abandonar esta perspectiva,
podremos
llamar
«historia
del
antisemitismo» a la historia de la
persecución de los Judíos, siempre que
precisemos
que
la
palabra
antisemitismo, tal como se definirá
cuando se invente en 1879, a raíz de su
difusión masiva como ideología racial y
como movimiento político, no podrá
aplicarse
retrospectivamente
al
antijudaísmo cristiano y menos aún al
antijudaísmo de la Ilustración, como
veremos.
Por decirlo de otro modo, el término
antijudaísmo
comporta
variantes
paradigmáticas según las épocas que se
estudien. Así, la política de San Luis
sobrepasa el simple antijudaísmo
medieval y apunta al Judío detrás del
judío, sin decirlo de manera manifiesta,
sin que se pueda confundir esta política
antijudía con el antisemitismo. El
antijudaísmo de la Ilustración, por su
lado, no contiene ninguna política
antijudía, sino una voluntad, común a
Judíos y no Judíos, de reformar la
condición del judaísmo tanto como la de
la vida de los Judíos en la sociedad.
En cambio, diremos que, en la
actualidad, el lenguaje del antisemitismo
se enuncia también, en grados diversos
y a veces de manera inconsciente, en la
casi totalidad de los discursos del
antijudaísmo cristiano, islámico o ateo.
Esto se debe al hecho de que el
antisemitismo ha acabado por integrar,
en su misma definición, los significantes
principales del odio al Judío. Por este
motivo, la palabra puede conservarse
como término genérico que permite
designar todas las formas de discurso
antijudío.
Un episodio de la historia del
antijudaísmo cristiano —el de la
limpieza de sangre— muestra que a
fines del siglo XV, momento que señala
en cierto modo el fin de la Edad Media,
la temática de la raza estaba presente en
España, en la designación de ciertos
hombres considerados infames, entre
ellos los judíos y musulmanes conversos
(marranos
y moriscos)
y los
descendientes de los leprosos. Incitados
a convertirse, los judíos de la península
ibérica, los sefarditas, eran en realidad
sospechosos de seguir practicando
clandestinamente sus antiguas prácticas,
a pesar de hacer alarde público de su
conversión. En tanto que herejes, podían
ser castigados por los tribunales de la
Inquisición. Y como tenían poder en la
sociedad, los «cristianos viejos» los
calificaban de impuros o marranos.
De ahí la aparición de los «estatutos
de limpieza de sangre», que autorizaban
a los conversos, presentando varios
documentos —fe de bautismo, pruebas
de que se descendía de padres
conversos—, a incorporarse a la
cristiandad. En realidad, la referencia a
la limpieza de sangre, en las sociedades
del antiguo régimen, remitía al linaje y a
la herencia y no a la raza biológica en el
sentido del siglo XIX. Pero, en última
instancia, la idea de que una identidad
pudiera depender de un estigma
definido, incluso después de un
compromiso espiritual que habría
debido liberar de los signos distintivos
(sombrero amarillo o redondel),
indicaba que la condición de converso
era en sí misma sospechosa: la
profesión de fe no bastaba para hacer
del judío un verdadero cristiano, como
tampoco la del musulmán, por otro lado.
Fueran o no sinceros, los cristianos
nuevos no eran en definitiva, a los ojos
de los demás cristianos, sino impostores
o apóstatas. Así, se promulgaron leyes
discriminatorias que estuvieron vigentes
durante dos siglos[22], lo cual no impidió
la gran expulsión de 1492: en virtud del
decreto de la Alhambra, ciento cincuenta
mil sefardíes fueron condenados a un
destierro forzoso —a otros países de
Europa, a África del Norte y al imperio
otomano—, mientras otros cincuenta mil
se hicieron cristianos sin llegar en
ningún momento a pertenecer plena y
cabalmente a la comunidad de los
católicos.
Terrible situación la de los
marranos. En tanto que judíos
conversos, son a la vez cristianos
nuevos y nuevamente judíos. En España
y Portugal, convertidos por obligación,
practican su fe en secreto. Pero si
emigran, deben (re)convertirse al
judaísmo, aun estando bajo sospecha
ante los demás judíos de seguir siendo
culturalmente cristianos. En este sentido,
el
marranismo
puede
definirse
estructuralmente como un lugar de paso
o de transición entre dos existencias[23].
Continuamente convertido, el marrano es
en todas partes un extraño que rompe
consigo mismo y prisionero tanto de su
pasado como de su futuro: es judío para
los cristianos y cristiano para los judíos,
camino perfecto bien para alumbrar la
impugnación de la fe, la religión y el
dogma, bien para fabricar auténticos
fanáticos del dogma.
En este crisol tan particular se cuece
en Ámsterdam, a mediados del
siglo XVII, el deísmo de Spinoza, que
conducirá al ateísmo. Ni judío ni
converso, Baruch de Spinoza surgió de
esa comunidad marrana que había huido
de la península ibérica para escapar a la
Inquisición. En 1656, cuando aún no
había publicado nada, discutió la
inmortalidad del alma y el carácter
divino de las Escrituras, recusando así
los principios fundamentales de la fe
judía y cristiana. Faltó poco para que un
fanático lo matara. Para evitar el
escándalo,
los
parnassim[24]
le
ofrecieron
toda
clase
de
compensaciones: «Si hubiera querido»,
escribe Henry Méchoulan, «habría
podido retirarse a cualquier ciudad
cercana, con un capital aportado por la
comunidad, incluso habría podido seguir
practicando exteriormente una fe que ya
no era la suya. Pero Spinoza rechazó la
componenda. Al romper con la fe de sus
padres, quiso obrar con espíritu
universalista.»[25]
Por rechazar la apariencia engañosa,
Spinoza llevó a término una ruptura que
lo conduciría al spinozismo. Dicho de
otro modo, ratificó su propia exclusión
(herem), cumpliendo con ella el
requisito de la elaboración futura de su
doctrina. Y ello porque su herem
suponía un no retorno (schamatta)
deseado por ambas partes. Por parte de
los jueces recibió violentas maldiciones
que no se encuentran en el enunciado de
ningún otro herem de la época: «Con la
ayuda del juicio de los santos y los
ángeles,
excluimos,
expulsamos,
maldecimos y execramos a Baruch de
Spinoza con el consentimiento de toda la
santa comunidad, en presencia de
nuestros sagrados libros […]. Que sea
maldito de día, que sea maldito de
noche; que sea maldito durante el sueño
y la vigilia […]. Quiera el Eterno no
perdonarlo jamás […]. Que su nombre
sea borrado de este mundo y por
siempre jamás […]. Sabed que no
debéis tener con Spinoza ninguna
relación, ni escrita ni oral. Que no se le
preste ningún servicio y que nadie se le
acerque a menos de cuatro codos. Que
nadie permanezca bajo el mismo techo
que él y que nadie lea ninguno de sus
escritos.»[26]
Se comprende así que Spinoza, en su
obra filosófica, arremeta violentamente
contra la religión judía, subrayando que
el odio universal que concitan los Judíos
se debía en parte a su forma de
diferenciarse de los demás pueblos, por
su apego a ritos destinados a su propia
conservación. Al hacer esto, no
criticaba otra cosa que la intolerancia y
el odio de que hacían gala los Judíos al
«execrar» a quienes osaban poner en
duda sus dogmas.
Y a través de este juicio Spinoza
denunciaba en última instancia las
formas de intolerancia religiosa propias
de los Estados teocráticos, mostrando
además que los hijos de Israel (los
hebreos)
habían
inventado
una
democracia auténtica que había acabado
por degradarse. Volviendo al argumento
de la queja, la lamentación y la
catástrofe —como hicieron después
Voltaire, Marx, Freud y muchos otros—,
concluía que en razón de su dispersión y
de esta manera de vivir al margen de
otros pueblos que le era propia, los
Judíos habían atraído el odio de las
naciones, lo cual, por otra parte, les
había permitido subsistir en tanto que
pueblo. Y, como hará también Rousseau,
especulará sobre el posible regreso de
los Judíos a Israel: «Si los principios
mismos de su religión no ablandaran su
corazón,
creería
sin
reservas,
conociendo la mutabilidad de las cosas
humanas, que a la menor ocasión los
judíos restablecerían su imperio y Dios
volvería a elegirlos.»[27]
En resumen, contra lo que afirman
hoy algunos fiscales del pensamiento,
hostiles a la Ilustración, Spinoza fue tan
poco antisemita que David Ben Gurion
propuso, a mediados de los años
cincuenta, que el Estado de Israel
anulase
solemnemente
su
[28]
excomunión . Fue en vano.
Como es sabido, el espíritu de la
Ilustración aparece con el Renacimiento,
cuando se diluye la vieja representación
de un cosmos dominado por el poder
divino. A partir de Galileo, el
heliocentrismo se pone en lugar del
geocentrismo. Dios no puede ya ejercer
el mismo poder sobre los hombres. El
hombre está entonces condenado a
concebirse como responsable de su
destino y del gobierno de sus
semejantes. Comienza así en Europa la
crítica del oscurantismo religioso, de
Spinoza a Voltaire, pasando por Kant,
Montesquieu, Diderot y D’Holbach. Se
tratará a partir de ahora de iluminar el
mundo y no de contribuir a oscurecerlo,
de hacer del hombre un ser racional,
capaz de usar libremente su juicio para
recusar las creencias y los falsos
saberes.
En el siglo XVIII, gracias a las
críticas de los filósofos ilustrados
contra el oscurantismo religioso, las
conversiones
forzosas
dejan de
percibirse como solución a la
integración de los Judíos. La
emancipación y luego la adhesión
voluntaria a otro orden del mundo —el
de la ciudadanía humana y laica—
aparecen entonces como la única forma
posible que tienen los Judíos para salir
del encierro sacrificador que había
hecho de ellos el enemigo irreductible
de la criatura que habían engendrado.
De aquí la consolidación, sobre todo
en Alemania, el país de la reforma
luterana, de un gran movimiento, la
Haskalá, dedicado a reformar el
judaísmo en un sentido humanista,
basado en el uso de la razón
(Aufklärung) y no en la sumisión y la
exclusión. Los Judíos pueden ya, como
proclama Moses Mendelssohn, padre
fundador de la Ilustración judía, ser a la
vez «judíos y alemanes», y no «judíos en
privado y alemanes por fuera»[29]. No
vivir dos filiaciones que se excluyen
mutuamente, sino dos identidades
afirmativas claramente definidas, una
vinculada a una fe más interiorizada y
depurada de signos exteriores (ritos
alimentarios, obligaciones diversas), la
otra a la tierra: «Adaptaos a las
costumbres del país en que estéis
desterrados; pero respetad sin falta la
religión de vuestros padres. Soportad
estas dos cargas como mejor
podáis.»[30]
En Francia, para cumplir el
programa de la Ilustración, se
comprometen a ir más lejos todavía y a
renunciar a «la carga de las dos
identidades»: sólo debe contar el sujeto
de derecho en su universalidad, liberado
de la influencia religiosa o comunitaria
y, en consecuencia, autorizado a
practicar el culto que elija[31].
Al mismo tiempo, se trata de invertir
la genealogía propia del antiguo orden
monárquico y de pensar el cristianismo
no ya como realización de un
mesianismo liberador capaz de vencer
al
judaísmo
—por
conversión,
persecución o expulsión—, sino al
contrario, como expresión de la más
cruda intolerancia hacia las demás
formas de pensamiento y por ende hacia
la otra religión, la «religión madre», la
del «primer antepasado»: «Judaísmo y
cristianismo», dirá Diderot, «son dos
religiones enemigas; una trabaja para
establecerse sobre las ruinas de la otra;
es imposible elogiar una religión que se
esfuerza por aniquilar aquella en la que
se cree y que se profesa.»[32]
Esta inversión permite, obviamente,
criticar tanto el oscurantismo de la
primera religión como el de la segunda:
«No esperemos encontrar entre los
Judíos», añade Diderot, «precisión en
las ideas, exactitud en el razonamiento,
rigor en el estilo, en pocas palabras,
nada de cuanto caracteriza a una sana
filosofía. Por el contrario, encontramos
una mezcla confusa de los principios de
la razón y la revelación, oscuridad
afectada y a menudo impenetrable,
principios que conducen al fanatismo, un
respeto ciego por la autoridad de los
doctores y por la antigüedad, en
resumen, todos los defectos que
anuncian una nación ignorante y
supersticiosa.»[33]
Si la emancipación, en Alemania,
conduce a la creación de un humanismo
«germano-judío»[34],
en
Francia
desemboca en la invención de un
humanismo
laico,
de
tendencia
universalista: el sujeto de los derechos
del hombre no será sujeto —vale decir,
ciudadano— más que desjudaizado si es
judío y descristianizado si es cristiano.
Pero también podrá ser judío, cristiano
o lo que quiera, a título privado.
En la Ilustración francesa hay varias
tendencias, pero en conjunto los
filósofos coinciden en un punto. Todos
piensan, unos más y otros menos, que los
Judíos dejarán de estar ligados a una
religión
hecha
de
tiranía
y
supersticiones
cuando
cese
la
persecución de que son objeto y cuando
las religiones —todavía enemistadas
entre sí— dejen de gobernar el mundo
para someterse finalmente al imperio de
la razón. No más guerras sanguinarias
entre protestantes y católicos, no más
noches de San Bartolomé, no más
hogueras ni procesos por brujería, no
más herejes ni infieles: que Dios sea
accesible o no, que exista o sea una
invención de los hombres, no debe
servir ya para dividirlos.
Unos la toman con la Biblia y
censuran más a los antiguos hebreos que
a los Judíos de su época; otros, en
cambio, definen los perfiles de un nuevo
porvenir para los Judíos.
Entre los primeros, D’Holbach es el
más violento, pero también el más ateo.
Trata al Dios de los hebreos de bárbaro
y a sus adeptos de sacerdotes
supersticiosos, bandidos, ladrones y
asesinos[35]. Voltaire es el más irónico,
pero también el más polemista y
blasfemo: «No encontraréis en ellos
sino un pueblo ignorante y bárbaro que
después de muchos años se aferra a la
más sórdida avaricia, la más detestable
superstición y el odio más inconmovible
a los pueblos que los toleran y
enriquecen. Pero no hace falta
quemarlos.»[36]
Es verdad que Voltaire machaca a
los Judíos por vivir sometidos a la
religión madre, pero afirma amarlos y
sentir compasión por ellos, dado que
han sufrido persecuciones. De resultas,
después de haber vilipendiado la
religión hebraica, la toma no sólo con lo
que él considera sectas —papistas,
calvinistas,
tomistas,
molinistas,
jansenistas—, sino también y sobre todo
con el cristianismo, la religión «más
absurda y sanguinaria». Y acto seguido,
rasgo de humor más bien pérfido,
recomienda a todos la religión de
Mahoma, «más sencilla, sin clero, sin
misterios. No adoraban en ella a un
Judío que aborrecía a los Judíos; no
caían en la extravagante blasfemia de
decir que tres dioses forman un solo
dios; por último, no comían lo que
adoraban y no expulsaban a su creador
en el bacín».
Entre los que figuran en la segunda
perspectiva, Jean-Jacques Rousseau es
el más visionario en lo que se refiere al
posible destino de los Judíos, y
Montesquieu el más riguroso en el
enfoque de las relaciones entre
perseguidores y perseguidos.
Al
contrario
que
sus
contemporáneos, Rousseau piensa que la
emancipación y la igualdad, aunque
necesarias, no bastan para resolver el
problema de la singularidad del pueblo
judío. Hará falta, dice, que tengan un
Estado propio: «No creeré nunca haber
entendido las razones de los Judíos
mientras no tengan un Estado libre,
escuelas, universidades donde puedan
hablar y discutir sin riesgo. Sólo
entonces sabremos lo que tienen que
decir.»[37]
En cuanto a Montesquieu, afirma que
el problema judío no existe sino porque
quienes persiguen a los judíos tienen un
problema con la religión madre: «Hacen
que los cristianos, lo mismo que
nosotros, se obstinen de un modo
implacable en su religión. La religión
judía es un antiguo tronco que produjo
dos ramas que han cubierto toda la
tierra, y me refiero al mahometismo y el
cristianismo; más bien es como una
madre que engendró dos hijas agobiadas
por mil plagas: pues en asuntos de
religión, los más cercanos son los
peores enemigos. Pero por muchos
malos tratos que haya recibido, no deja
de regocijarse por haberlas lanzado al
mundo; se sirve de una y otra para
abarcar el mundo entero, mientras que,
por otro lado, su venerable antigüedad
abarca todas las épocas.»[38]
En noviembre de 1791, al término de
los memorables debates sostenidos en la
Asamblea
Constituyente
desde
septiembre de 1789, los Judíos
franceses de todas las creencias pasan a
ser ciudadanos, con libertad para
practicar su culto y con todas las demás
libertades inherentes a su nueva
condición.
Rabaud Saint-Étienne abrió el fuego:
«Pido la libertad para todas esas
personas proscritas desde siempre,
vagabundas, errantes por el globo, esas
personas condenadas a la humillación:
los Judíos».
La proposición fue apoyada
inmediatamente por el abate Grégoire,
luego por el conde de ClermontTonnerre,
luego
por
Mirabeau,
Robespierre, Barnave, contra el parecer
de los diputados de la reacción. Muchos
asambleístas propusieron a continuación
que los turcos, los musulmanes y
hombres de todas las «sectas» fueran
dotados de los mismos derechos. Poco
después, el diputado Regnault pedirá
que se llame al orden a quienes hablen
en contra de los Judíos: pues sería como
contravenir la propia Constitución.
El 13 de noviembre de 1791, Luis
XVI, que había estado a favor de la
emancipación de los Judíos, ratificó la
ley declarándolos ciudadanos franceses.
La Ilustración había generado esta
importante decisión.
En estas condiciones, es totalmente
aberrante calificar de antisemita el
antijudaísmo de la Ilustración que, al
contrario que el propio del Antiguo
Régimen, no quería ni eliminar, ni
excluir, ni perseguir a los Judíos, sino
más bien denunciar los perjuicios
causados por las tres religiones
monoteístas —judaísmo, cristianismo e
islam (o «mahometismo[39]»)—, así
como las costumbres anticuadas y
condenables
de
quienes
las
practicaban[40]. En lo referente a los
Judíos, la gran consigna del nuevo siglo
fue su posible «regeneración»: la cual,
por otra parte, será recuperada por los
fundadores del sionismo: inventar un
Judío nuevo, libre de rezos, rituales,
circuncisiones
y
obligaciones
alimentarias. No ya odiar a los Judíos,
sino amarlos, a pesar de ellos mismos a
veces, hasta el punto de desearles un
destino mejor que el de víctimas
encerradas en la espiral del rechazo, la
persecución y la estigmatización.
Amar a los Judíos, pues, será desear
que, por encima de todo, sean hombres
antes que Judíos: hombres libres y no
sujetos alienados por sus tradiciones.
Los mismos Judíos suscribirán este
deseo para no suscitar más el odio, ni
estar, a su vez, sometidos a la maldición
de ser judíos: «El pueblo de Israel»,
dirá Theodor Lessing en 1930, «es el
primero, quizá el único, que ha buscado
en sí mismo el origen culpable de sus
desgracias. En lo más profundo de cada
judío se esconde esta tendencia a
concebir todo infortunio como un
castigo.»[41]
Desde que algunos pensadores
franceses —filósofos o historiadores—
se convencieron, a comienzos de la
década de 1970, de que la Ilustración no
había sido, en Alemania y en Francia,
más que el crisol del que habían surgido
dos totalitarismos, el nazismo y el
estalinismo, se ha vuelto moneda
corriente decir que Marx, tras los pasos
de Spinoza, Voltaire y Hegel, es uno de
los
padres
fundadores
del
antisemitismo[42]. Al mismo tiempo, la
Revolución de 1789, que sin embargo
había emancipado a los Judíos, es más
detestable aún porque fue el origen de
todos los baños de sangre posteriores:
el Terror, la epopeya napoleónica, el
bolchevismo,
el
estalinismo,
la
«solución final» y por último el
terrorismo islámico. En consecuencia, a
todos los pensadores subversivos o
radicales de la segunda mitad del
siglo XX que se atrevieron a comentar
las obras de Nietzsche, Marx o Freud, se
les reprocha el haberse adherido a esta
deplorable herencia. Así, no es
sorprendente que, en este contexto, el
bicentenario de la revolución de marras,
ahora objeto de odio, se haya celebrado
en 1989 bajo el signo de la
contrarrevolución: más Joseph de
Maistre que Robespierre[43].
Aunque es totalmente legítimo
exponer, por ejemplo, que el espíritu de
emancipación es susceptible de
convertirse en lo contrario, y aunque es
coherente señalar las contradicciones
internas de los ideales de la democracia
y de los Derechos Humanos para
actualizar su «lado oscuro»[44], cuesta
aceptar sin más ni más la idea de que el
Gulag y el genocidio estaban ya en Marx
y por lo tanto en Robespierre, y por lo
tanto en Voltaire y en Rousseau, y por lo
tanto en Spinoza: en pocas palabras, que
el antisemitismo estaba… donde no
estaba.
Y sin embargo, en virtud de esta
lógica, un pequeño artículo de cuarenta
páginas publicado en 1843 en respuesta
a otros dos de Bruno Bauer, y dedicado
a la cuestión de la emancipación de los
Judíos en Alemania, se ha convertido en
una especie de manifiesto racista,
animado por un plan exterminador.
Incluso se ha afirmado en nombre del
psicoanálisis que Marx no fue más que
un «homosexual latente», «antimarxista»
y «criminal», deseoso de eliminar a los
Judíos con objeto de asumir mejor el
pecado de un padre culpable de haberse
convertido al protestantismo para poder
ejercer la profesión de abogado[45]:
fascinante manera, vive Dios, de querer
ser más marxista que Marx, aunque
estigmatizando la homosexualidad.
Se sabe que el padre de Marx,
Herschel Levy, hijo del rabino Marx
Levy, fue bautizado en Tréveris en 1824
con el nombre de Heinrich Marx, seis
años antes del nacimiento de su célebre
hijo. Patriota prusiano, admirador de
Voltaire y de D’Holbach, no había
tenido inconveniente en renunciar a su
judaísmo en la medida en que su
conversión era para él como dar un paso
hacia la civilización y una forma de
liberarse de todo prejuicio judío. En
cuanto al hijo, totalmente ateo, sólo
soñaba con liberar a la humanidad de la
religión, «opio del pueblo».
Algunos autores, a semejanza de
Pierre-André Taguieff, no han dudado en
bucear en la correspondencia privada
del fundador del comunismo para
incriminarlo y malinterpretar más
todavía el significado de su hostilidad
hacia el judaísmo. Sin duda han
encontrado lo que buscaban. Marx, tan
polemista como Voltaire, suele burlarse
en sus cartas tanto de sus enemigos
como de sus amigos: ruso «atrasado»,
polaco
«imbécil»,
francés
«sin
cerebro», etc. En cuanto a los Judíos,
correligionarios suyos, les endosa de
buena gana epítetos y adjetivos de una
crueldad insólita: «Judío de bolsa»,
«Judío Süss de Egipto», «maldito
Judío»,
«cerdo
Judío»,
«Judío
charlatán», «Judío grasiento», «Judío
eslavo», «Judío negro», etc. A propósito
de Ferdinand Lassalle, socialista alemán
y compañero de viaje, no elude ningún
improperio. Pero Lassalle no disimula
el desprecio que siente por el pueblo de
la Biblia, que era el suyo. Y fustiga a los
Judíos del mismo modo que Marx, como
hará más tarde Karl Kraus, el gran
periodista vienés[46].
La cosa está clara: la negativa a ser
judío, la repugnancia hacia el texto
bíblico —plagado de homicidios— y el
rechazo de los ritos, considerados
grotescos y alienantes, fueron los
principales ingredientes de un «autoodio
judío» a través del cual se manifiesta, en
el siglo XIX —y mucho más en Viena
que en otros lugares[47]—, el humor
mordaz de los Judíos desjudaizados que
vuelven contra ellos mismos el odio que
suscitaban en otros. Y para los Judíos
germanófonos,
esos
asquenazíes
herederos de la Haskalá que no creían
ya ni en la elección ni en el judaísmo, ni
en ninguna tierra prometida, este
autoodio fue la última etapa de la
catástrofe: «Odio a los Judíos», decía
Lassalle, «y odio a los periodistas. Por
desgracia, yo soy las dos cosas.»[48]
En 1842, el problema de la
emancipación de los Judíos se planteaba
de manera apremiante en Alemania. En
efecto, el país estaba compuesto de una
acumulación de Estados autónomos,
diferentes entre sí, y los Judíos no
gozaban de derechos civiles, como
ocurrirá en 1871, tras la unificación
alemana.
En este contexto de afirmación de
las ideas liberales, Bruno Bauer, que
pertenecía al círculo de los jóvenes
hegelianos, se esforzó por demostrar a
los Judíos que debían renunciar a su
religión. Mientras los Judíos siguieran
siendo judíos, venía a decir, estarán
incapacitados
para
emanciparse.
También deben renunciar a la
perpetuación de sus ritos antes de
reclamar la laicización del Estado. A
diferencia de los cristianos, cuya
religión es universal, los Judíos, por su
apego a la ley mosaica, eran, según
Bauer, particularistas incapaces de
acceder a los derechos humanos.
Contra esta argumentación, el joven
Marx replicó que los Judíos podían
perfectamente
emanciparse
sin
necesidad de apartarse del judaísmo,
pero que harían bien en comprender que
la obtención de los derechos cívicos no
es más que una ilusión mientras el
Estado tenga raíces teológicas. Sólo un
Estado aconfesional, pensaba, estará en
condiciones de garantizar la libertad de
cada ciudadano, incluida la libertad de
culto. En consecuencia, la cuestión de la
emancipación de los Judíos no es más
que un caso particular de la cuestión de
la emancipación humana.
Favorable en este sentido al modelo
francés, Marx, a petición del presidente
del consistorio de Colonia, no vacila en
redactar un escrito en favor de los
Judíos prusianos, dirigido a la Dieta:
«Por grande que sea mi repugnancia por
la religión israelita, las ideas de Bauer
me parecen demasiado abstractas. Se
trata de abrir más brechas en el Estado
cristiano
y
de
introducir
fraudulentamente lo racional, tanto como
se pueda. Al menos es conveniente hacer
una tentativa y la exasperación crece con
cada petición rechazada con quejas.»[49]
En la segunda parte de su artículo, la
más breve y la más comentada, Marx
sostenía que el «Judío de todos los
días», el «Judío real», no estaba ya
condicionado por su pertenencia al
judaísmo, sino por prácticas de vida que
sus perseguidores le habían impuesto y
que habían hecho de él un «Judío de
dinero», sometido voluntariamente a la
ley de bronce del capitalismo: «El dios
de los Judíos se ha secularizado, se ha
convertido en dios universal. La letra de
cambio es el dios real del Judío. Su dios
es solamente la letra de cambio
ilusoria». En consecuencia, sólo la
emancipación de la religión —y por
ende de todo Estado teológico-político
— permitirá a los Judíos emanciparse
socialmente: «La emancipación social
del Judío es la emancipación de la
sociedad respecto del judaísmo.»[50]
Marx, pues, no es antisemita en
absoluto y no habría que recurrir a su
correspondencia para apoyar esta tesis,
ni siquiera cuando resulta penoso leerla.
En cuanto a la evocación peyorativa del
Judío adorador del dios dinero —rasgo
común a los textos del antisemitismo
establecido—, lejos de ser un signo de
esta actitud, refleja por el contrario un
conflicto que opone, en el siglo XIX, el
«Judío del dinero» al «Judío del
intelecto». Lo que Marx critica no es al
Judío en cuanto tal, sino aquello en lo
que se ha convertido el Judío en el
mundo burgués. Ataca ciertamente los
principios de una sociedad basada en el
culto al dinero —de la que los Judíos
reales son ya protagonistas de pleno
derecho después de haber sido
perseguidos—, pero no hace del dios
dinero la emanación de una esencia
judía, corruptora de la humanidad.
Según él, lo que hay que abolir es la
sociedad burguesa, no al Judío, que, una
vez abolido el judaísmo, podrá entrar
por fin en la historia y renunciar a su
condición de Judío abstracto para
convertirse en Judío histórico.
El Marx maduro, el del Capital,
evocará la dialéctica de la dominación y
la explotación, recordando esta escisión
interna en su judeidad de Judío que
detesta el judaísmo. Las mercancías,
dirá entonces, son «Judíos de alma
circuncisa», «medios prodigiosos para
hacer del dinero más dinero»[51]. A esta
invisibilidad del Judío circunciso por
dentro, transformado en mercancía, le
opondrá la visibilidad sufriente del
cuerpo del obrero fabril, nuevo pueblo
elegido, enajenado del Capital, como
los Judíos lo habían estado de Yavé.
Finalmente, Marx, tal vez sin
saberlo, siguió ligado, al pensar el
advenimiento del comunismo y el
proletariado, no a la religión judía en
cuanto tal, sino a la historia de su
pueblo, que, al crear el judaísmo, dio a
luz a su enemigo, el cristianismo. Según
este mismo proceso, el judaísmo
convertido
al
Capital
estaba
engendrando, a sus ojos, a otro pueblo
elegido, destinado a subvertirlo: «Si el
Judío Karl Marx», dirá Hannah Arendt,
«podía expresarse como los radicales
antijudíos es porque esta especie de
antijudaísmo tenía muy poco que ver con
el verdadero antisemitismo […]. La
fuerte influencia ejercida por el
marxismo en el movimiento obrero
alemán es una de las razones por las que
encontramos tan pocas huellas de
antisemitismo en los movimientos
revolucionarios alemanes.»[52]
Los representantes de la Ilustración
francesa insistían en la necesidad de
vincular lo particular a lo universal y de
liberar al individuo de toda forma de
soberanía —religiosa, monárquica,
territorial, etc.— para hacer de él un
sujeto libre, capaz de pensar por sí
mismo y de acceder así a la dignidad
suprema. En este sentido, según los
ideales de 1789, el pueblo se
identificará con una nación, es decir, con
una colectividad social no definida por
fronteras o raíces, sino por la referencia
a un Estado de derecho, encargado de
representarlo.
Desde este punto de vista, el término
nación se emparenta con el de patria,
que designaba a la vez la tierra natal y el
país de elección, el país que el
ciudadano de los derechos del hombre
elegía libremente, para servirlo y
defenderlo al precio de la vida. Así, el
nuevo héroe de la Ilustración, semejante
a los antiguos griegos, podía
identificarse con una nación que no tenía
nada de nacionalista y con una patria a
cuyo ideal servía al margen de todo
recogimiento identitario.
Tal fue el credo de la Ilustración
francesa y que se repitió durante toda la
epopeya revolucionaria: unir el pueblo
(la nación) a la élite (el sujeto libre)
para servir a la patria, es decir, a la
Revolución, a la República, a la
igualdad de todos los hombres y en
consecuencia del género humano. Se
debe a Montesquieu la expresión más
contundente de esta idea de lo universal
abstracto que quería, respetando las
diferencias, apartar al ser humano de
todo particularismo identitario, religioso
o sexual: «Si supiera de algo que me
fuera útil a mí», decía Montesquieu,
«pero fuese perjudicial para mi familia,
lo alejaría de mi espíritu. Si supiera de
algo que fuera útil para mi familia, pero
que no lo fuera para mi patria,
procuraría olvidarlo. Si supiera de algo
que fuera útil para mi patria, pero fuese
perjudicial para Europa, o que fuera útil
para Europa pero perjudicial para el
género humano, lo tendría por un
crimen.»[53]
En virtud de este principio, la
Francia revolucionaria fue el primer
país de Europa que emancipó a los
Judíos, lo que suponía que la religión
judía entraba en la misma categoría que
las demás religiones. Sin embargo, los
Judíos del siglo XIX, fuera cual fuese su
nacionalidad, se encontraron ante un
dilema: tener que elegir entre la
universalidad humana y la particularidad
judía.
El judaísmo, ya lo hemos dicho, es
en efecto la única religión que afirma
que se sigue siendo judío (en el sentido
de la judeidad) aunque se deje de ser
judío (en el sentido del judaísmo). Más
allá de la filiación religiosa, los Judíos,
a diferencia de los cristianos, son, pues,
un pueblo y forman una nación, aunque
ésta no esté ligada a ningún territorio.
En estas condiciones, ¿cómo ser otra
cosa que judío? Mendelssohn había
entendido el dilema cuando recomendó a
sus correligionarios que fueran a la vez
«judíos y alemanes».
De hecho, en Alemania lo mismo
que en Francia, los Judíos adeptos al
humanismo de la Ilustración optaron con
frecuencia por convertirse. Para los
Judíos alemanes era la única forma de
acceder a los derechos cívicos; para los
Judíos franceses fue una elección
patriótica, pero también una forma de
escapar al odio que suscitaban en el
seno de la sociedad civil. Tanto en un
lado como en otro, las conversiones y
los cambios de nombre dieron lugar a
una auténtica adaptación y en
consecuencia a una renuncia a la
judeidad. Pero no por ello, conforme se
volvían menos visibles, dejaban de ser
acusados, en cuanto aparecía una crisis
social o económica, de disimular o de
fomentar conspiraciones contra la
nación que los había emancipado o
tolerado. La sociedad civil que los
había integrado tan a la perfección era
pues capaz, a la menor conmoción, de
señalar a los judíos como elemento
indeseable,
de
estigmatizarlos
calificándolos de especuladores, pueblo
dentro del pueblo, nación dentro de la
nación.
Y como los Judíos adaptados
acabaron por ser totalmente invisibles
en el seno de la sociedad civil, para
lanzarlos de nuevo al oprobio hubo que
sustituir esta invisibilidad adquirida con
la adaptación por una nueva visibilidad.
Pero ¿cómo distinguir a un Judío de un
no Judío, cuando ya no se podía
identificar mediante ningún signo de
filiación religiosa o indumentario? Tal
será la importante pregunta que
movilizará a los antisemitas.
Fue en Francia, patria de los
derechos humanos y de la emancipación
de los Judíos, donde nació la idea
antisemita, a mediados del siglo XIX,
antes incluso de que se inventara el
término, que apareció veinte años más
tarde, en el mundo alemán. Y el
antisemitismo fue allí una fuerza tan
poderosa como la que había engendrado
la emancipación radical.
Pero, para que nazca, hará falta un
cambio radical de paradigma.
2. LA SOMBRA DE LOS
CAMPOS Y EL HUMO DE
LOS HORNOS
Tras haber sido depositaria de todas
las aspiraciones de los pueblos
europeos a elegir libremente su destino,
la palabra nación se convirtió en lo
contrario, a medida que el ideal
patriótico insuflado por el espíritu
ilustrado se transformaba en un proyecto
comunitario centrado en la vinculación
con el suelo. Así, el término
nacionalismo, derivado de nación y
acuñado en 1797 por el abate Augustin
de Barruel, enemigo jurado de los
jacobinos,
para
designar
peyorativamente el ideal patriótico
identificado con una «conspiración
masónica»[54], acabó convirtiéndose,
cuarenta años más tarde, en una doctrina
basada en el chovinismo, la exclusión de
la alteridad y la primacía de lo
colectivo sobre la individualidad.
Sin embargo, la aspiración de ser
una nación libre había sido en toda
Europa, hasta 1850, un ideal de
progreso y libertad. Lo prueba el gran
movimiento revolucionario de 1848.
Juventud de los pueblos, juventud de las
revoluciones, juventud del liberalismo,
juventud del socialismo, aurora del
comunismo. Los europeos reclaman en
todas partes la abolición de los antiguos
regímenes monárquicos que habían sido
restaurados, desde 1830, en todos los
países en que las guerras napoleónicas
habían contribuido a la expansión de los
ideales de 1789: «Un fantasma recorre
Europa», escriben Marx y Engels en
1848, «el fantasma del comunismo.
Todas las fuerzas de la vieja Europa se
han unido en santa cruzada para acosar a
ese fantasma…»[55] Como es sabido,
estas revoluciones fueron severamente
reprimidas y la aspiración de los
pueblos a elegir su propio destino se
transformó en una voluntad de unificar
no a todos los hombres, europeos y no
europeos, sino a las naciones
enfrentadas entre sí.
Desde entonces, cada nación,
replegada ya en sí misma, puede ser
identificada con la suma de sus
particularismos. Así, el nacionalismo
pasó a ser una doctrina contraria al ideal
original del que había sido portador:
«La Constitución de 1795», decía
Joseph de Maistre ya en 1796,
«exactamente como sus antepasadas, se
ha hecho para el Hombre. Ahora bien,
no hay ningún Hombre en el mundo. En
el curso de mi vida he visto franceses,
italianos, rusos, etc. Pero, en cuanto al
Hombre, declaro no haber tropezado con
ninguno en toda mi vida. Si existe, yo no
me he enterado.»[56]
En la Francia burguesa de la segunda
mitad del siglo XIX, dedicada a poner en
la picota al socialismo, Valmy y las
insurrecciones de los hambrientos, el
término adquirió un significado nuevo.
Lejos de servir para designar la unión
del pueblo y de la patria, fue utilizado
alrededor de 1850 para definir a una
comunidad aglutinada por un alma
colectiva, por las similitudes y por la
identidad genealógica. Y se designó con
el nombre de raza a esta entidad
caracterizada
por
una
situación
histórica. Más tarde, con la aparición
del darwinismo, se insuflará una
dimensión biológica a esta idea nueva,
propiciando el paso de una concepción
historicista o morfopsicológica del
origen de los pueblos (de las razas) a
una concepción organicista. No bastará
ya una designación cultural o identitaria,
sino que se añadirá otra ligada a la
antropología física: color de la piel,
forma del cráneo, de las orejas, de la
nariz, de los pies.
En contra del espíritu de la
Ilustración, los eruditos alemanes y
franceses adeptos al historicismo
buscarán la forma de desembarazarse a
la vez del universalismo y del problema
del origen de las religiones, tratando de
descubrir mediante el estudio de las
lenguas el mecanismo para laicizar la
teología. Arrinconaron a Dios, la fe y
los mitos, y se esforzaron por demostrar
la aparición de las civilizaciones según
una ciencia de las lenguas, la filología,
cuyo cometido era reflejar el alma
nacional de los pueblos y el cuerpo
orgánico de las naciones. Así inventaron
la pareja infernal de arios y semitas,
convencidos de que estos dos pueblos
imaginarios fueron portadores de una
identidad secreta cuyos valores, al
parecer, se han venido transmitiendo
desde la noche de los tiempos, hasta el
punto de que cada nación europea
podría encontrar ahí sus orígenes[57]. De
este modo, reinventaron el mito
ancestral de la guerra de razas, y en
consecuencia el de la dialéctica de la
conquista y el sometimiento de una raza
por otra[58].
Desde este punto de vista, los
semitas, esto es, los hebreos (y por lo
tanto los Judíos), tuvieron el privilegio
de inventar el monoteísmo, pero como
siguieron siendo nómadas fueron
incapaces de acceder a la creación, al
saber, al progreso y a la cultura. En
cambio, los arios, que eran politeístas
—y que fueron confundidos con los
indoeuropeos—, se presentan adornados
con todas las virtudes del dinamismo, la
razón, la ciencia y la política. Sólo el
cristianismo fue capaz de realizar una
síntesis armoniosa entre el monoteísmo
judío, salvado por Jesús, y el dinamismo
ario, fuente de futuro[59].
Aquí se advierte bien cómo funciona
estructuralmente la pareja infernal que
dará origen al antisemitismo. Aunque los
Judíos son, entre los semitas, el primer
pueblo, el de la primera religión, se
vuelven nómadas sin creatividad,
nocivos, errantes e inútiles, tras haber
sido despojados por los cristianos de lo
más sublime que tenían: el monoteísmo.
En consecuencia, son considerados
inferiores a los presuntos arios, los
cuales, por definición, son los únicos
capaces de unir las cualidades del
monoteísmo,
importadas
por
el
cristianismo, a las (intrínsecas) de una
tradición
indoeuropea
rebautizada
arianismo. De ahí su superioridad.
Fueran cuales fuesen las variantes
—arianizar el cristianismo, semitizar el
arianismo, inventar etapas intermedias
—, se tratará siempre, para los
portavoces de este enfoque, de
demostrar que el cristianismo es
superior al judaísmo no como religión,
sino como civilización; que la lengua es
una cuestión de raza y que el judaísmo,
como identidad cultural, no se prolonga
en el cristianismo, sino en el islam,
cultura considerada tan semita como la
de los Judíos. Desde este punto de vista,
los musulmanes son infames, en la
medida en que pertenecen al campo del
semitismo, pero los Judíos lo son
todavía más, dado que engendraron el
islam. La tesis del «primer antepasado»
aparece aquí perpetuada, aunque en
versión laica y además «racial».
Pasamos así del antijudaísmo al
antisemitismo y luego al racismo: los
Judíos no se enfocan ya como adeptos a
una religión, sino como semitas —y,
entre los semitas, como los peores—, es
decir, parte de una raza históricamente
inferior a todas las demás.
Este encadenamiento revela las
razones profundas por las que el
racismo
tiene
por
matriz
el
antisemitismo o, por decirlo de otro
modo, por las que todo racismo es en
principio
la
expresión de
un
antisemitismo. Señalemos ante todo que
si el racismo y el antisemitismo son dos
manifestaciones distintas —una se
refiere a una alteridad manifiesta y la
otra a una alteridad sin estigmas
aparentes—,
las
dos
acaban
coincidiendo siempre, aunque por
caminos tortuosos. Pero primero viene
el antisemitismo y después el racismo.
Como el judaísmo es la primera religión
monoteísta y abrahámica, y engendró las
otras dos, cuando se catalogó a los
Judíos como raza semita, hacia 1850,
los Judíos siguieron siendo los primeros
antepasados, los primeros padres, no
sólo por haber engendrado los otros dos
monoteísmos, sino por haber pasado a
ser el soporte original de todas las
proyecciones raciales primarias.
Constatamos, además, que el paso
del antijudaísmo al antisemitismo tiene
por corolario histórico la invención del
racismo[60], popularizado a su vez por el
colonialismo. Volveremos sobre esto.
Hacia 1848, fascinado por la pareja
infernal del ario y el semita, Ernest
Renan se consagra a una gran
demostración filológica, sin saber que
por ella será uno de los padres
fundadores del antisemitismo. Profesor
de filología, entusiasta del orientalismo
y hondamente influido por los trabajos
de Johann Gottfried Herder y Franz
Bopp, fue uno de los mayores hebraístas
de su tiempo, profundo conocedor de
lenguas antiguas y culturas arcaicas, que
según él revelan el secreto del
funcionamiento de las sociedades
modernas. Por aquellas fechas concibe
el insensato proyecto de hacer de la
filología la ciencia exacta de las cosas
del espíritu y por lo tanto del género
humano. Con este enfoque y después de
liberarse del yugo de la religión,
publicó, en 1855, su principal estudio
sobre el tema: la Histoire générale et
système
comparé
des
langues
sémitiques[61].
Cuando se leen las quinientas
páginas de esta obra dedicada al origen
de las lenguas y de la humanidad,
cuando se recorre esta tremenda saga
que nos lleva del estudio de la Biblia al
de los pueblos semitas e indoeuropeos,
impresionan
el
rigor
de
sus
demostraciones y la pasión que mueve al
autor a reconstruir una sorprendente
mitología que según él debe abrir el
camino hacia una ciencia de las raíces
de la naturaleza humana. En el núcleo de
este monumento de erudición, saturado
de referencias bibliográficas y de
términos griegos, hebreos y arábigos,
vemos desplegarse la terrible fábula del
semita y el ario, entre «lo sublime y lo
odioso»[62]. Nos enteramos así de la
vida de los hebreos, los arameos, los
jeveos, los jeteos, los ferezeos, los
gergeseos, los jebuseos, y descubrimos
con estupor hasta qué punto la ciencia
recién promovida puede servir de apoyo
a una urdimbre de leyendas que
pretenden demostrar que las lenguas no
son otra cosa que el fruto de la
conciencia humana, que toda teoría de la
lengua reside en su historia y,
finalmente, que las lenguas no son sino
la ejemplificación de la existencia de
una desigualdad natural entre los
diferentes elementos de la especie
humana. Ni el menor entusiasmo, ni la
menor
emoción,
ni
el
menor
romanticismo, ni el menor abandono de
la razón: tal es el estilo de Renan, una
pasión fría.
Cuatro años antes de que Darwin
publicara El origen de las especies, este
gran estudioso, ferviente humanista,
afirma tranquilamente que la humanidad
está compuesta, desde sus orígenes, por
tres clases de razas[63]: las inferiores,
pertenecientes a la época arcaica y hoy
desaparecidas; las civilizadas, china y
asiática, materialistas, apegadas al
comercio, incapaces de todo sentimiento
artístico y poseedoras de un instinto
religioso poco desarrollado; y, por
último, las razas nobles, divididas en
dos ramas: la semita y la aria. Los
semitas, inventores del monoteísmo,
experimentaron pronto una gran
decadencia y dieron origen al islam, que
«simplifica el espíritu humano»,
mientras que los arios, superiores en
todo, después de asimilar el monoteísmo
se convirtieron en señores del género
humano, los únicos capaces de asegurar
el avance del mundo: «Si la raza
indoeuropea no hubiera aparecido»,
escribe Renan, «es evidente que el más
alto grado de desarrollo habría sido
algo semejante a la sociedad árabe o
judía, una sociedad sin filosofía, sin
reflexión, sin política.»[64]
A juzgar por las apariencias, tal vez
digan algunos que las imprecaciones
antijudaicas de los hombres de la
Ilustración —de Voltaire a Marx— son
hoy más insoportables que el discurso
erudito de Renan, pulido y elegante,
siempre preocupado por respetar la
verdad de los pueblos y su historia. Pero
no nos engañemos. Los excesos verbales
de los unos no son más que la expresión
de una voluntad emancipadora que
quiere rescatar al hombre de la religión,
mientras que la elegancia histórica del
otro anticipa la aparición de una
doctrina de exterminio. En este sentido,
restablece, más allá de las diferencias,
la tradición de las persecuciones
antijudías del cristianismo. Que Renan
haya sido el primero en Francia en
incorporar el antijudaísmo cristiano a
una presunta ciencia de la desigualdad
histórica de los semitas no debe
sorprendernos. Alejado de la religión
hasta el punto de ser calificado de
blasfemo por la Iglesia católica por
haber escrito una biografía histórica de
Jesús, no por eso será menos defensor
de su mayor prejuicio. Sustituirá al
«pérfido judío» por el semita venido a
menos, volviendo así admisible la idea
de la decadencia y por lo tanto la de la
inferioridad: «La deuda contraída con
Renan por el antisemitismo francés es
indiscutible», escribe Zeev Sternhell,
«cuesta imaginar el éxito de Drumond y
su herencia, hasta las leyes raciales de
1940, sin la respetabilidad que, gracias
a Renan, adquirió la idea de la
inferioridad de los semitas.»[65]
Y cuando en 1882 Renan tome
partido por el derecho de los pueblos a
disponer de su propia suerte, sólo será
para seguir combatiendo el espíritu de la
Ilustración. Pues lo que él llamaba
nación no era la patria de los
constitucionales, sino más bien el alma
del nacionalismo, esa idea de nación
que presuponía que todo hombre debía
pertenecer a un cuerpo colectivo
orgánico y jerarquizado. Y Renan
odiaba Alemania. En realidad, se
adhirió
a
la
democracia
por
nacionalismo francés[66].
Nada que ver con la rebelión de
Nietzsche contra la Ilustración francesa.
Entusiasta de la filología, el filósofo
alemán no cedió nunca a la pasión
antisemita, en contra de lo que pretenden
quienes lo presentan como un precursor
del nazismo[67]. Nietzsche no apreciaba
ni el cristianismo («religión de
esclavos»), ni el socialismo, ni la
democracia, ni las masas, ni el
nacionalismo, ni siquiera la religión
judía en sentido estricto. Pero si critica
las Luces es para encender otras nuevas,
más sombrías y deslumbrantes al mismo
tiempo. Esperaba que la superación de
las Luces por otras Luces diera lugar a
una «fusión de las naciones» capaz de
producir un nuevo hombre europeo.
Por eso, en 1878, precisamente
cuando se forma el antisemitismo
alemán, condena la persecución de los
Judíos por ser una de las facetas más
detestables del nacionalismo, la que
«consiste en conducir a los Judíos al
matadero como chivos expiatorios de
todos los males posibles, públicos y
privados. Desde que lo importante no es
ya conservar las naciones», dice, «sino
producir y educar a una raza europea lo
más fuerte posible, el Judío es un
ingrediente tan útil y tan deseable como
cualquier otro vestigio nacional…».
Después de elogiar a Spinoza y de
celebrar el ingenio de los Judíos
librepensadores, añade, defendiendo lo
diametral opuesto a Renan y a los
adeptos de la pareja infernal: «Gracias a
sus esfuerzos debemos en gran medida
que una explicación del mundo más
natural, más razonable y en todo caso
liberada del mito haya podido por fin
alzarse de nuevo con la victoria, y que
no se haya roto la cadena de la
civilización que nos ata hoy a las Luces
de la antigüedad grecorromana. Si el
cristianismo ha hecho lo imposible por
orientalizar Occidente, el judaísmo ha
contribuido a occidentalizarlo de nuevo:
de donde resulta que la misión y la
historia de Europa es, en cierto modo,
una continuación de la historia
griega.»[68]
Finalmente, en 1887, en una carta a
Theodor Fritsch, al que consideraba un
imbécil, carga contra el antisemitismo
propiamente dicho: «Créame: esta
repugnante invasión de hoscos diletantes
que creen tener algo que decir sobre el
valor de los hombres y las razas, esta
sumisión a autoridades —como Eugen
Dühring, Richard Wagner, Ebrard,
Wahrmund, Paul de Lagarde, el cual es
el menos autorizado y el más injusto en
cuestiones de moral y de historia—, a
las que todas las personas sensatas
condenan con frío desprecio, estas
continuas y absurdas falsificaciones y
distorsiones de conceptos tan vagos
como “germánico”, “semita”, “ario”,
“cristiano”, “alemán”, todo esto acabará
por enfadarme en serio y por hacerme
perder la templanza irónica con que he
observado hasta el presente las
veleidades virtuosas y los fariseísmos
de los alemanes actuales. Para concluir,
¿qué cree usted que siento cuando los
antisemitas se permiten pronunciar el
nombre de Zaratustra?»[69]
El mismo año que Renan, el conde
Arthur de Gobineau, escritor mediocre y
diplomático fracasado, marcado por el
romanticismo y poseedor del fatalismo
típico de los enemigos de la Ilustración,
publica su célebre Ensayo sobre la
desigualdad de las razas humanas, que
en aquel momento apenas tiene
resonancia. En vez de basar la presunta
desigualdad en la pareja infernal del
ario y el semita, se entrega a un
encendido elogio de los Judíos
—«pueblo libre y fuerte que ha dado al
mundo tantos doctores y mercaderes»[70]
—, a fin de fustigar mejor a las que él
llama razas inferiores, en sentido
morfopsicológico o fisonómico, no en
sentido biológico. Postula así la
existencia, en el origen de la especie, de
una raza arquetípica —los arianos o
arios—, verdadera casta aristocrática o
«raza pura» que dio origen a los pueblos
más civilizados del mundo. Por eso
alega que la mezcla de razas —o
mestizaje— ha redundado siempre en la
decadencia de las civilizaciones.
En la cima de la pirámide sitúa a la
raza blanca, superior en todo, por su
belleza, su inteligencia y su capacidad
de resistencia, y en la base de la escala,
a la raza negra, salvaje y abyecta. En el
centro pone a la raza amarilla, obesa y
apática, siempre a merced de los goces
materiales o de impulsos sensuales.
Pero, como buen católico, conserva la
idea de la unicidad original de la
especie humana, subrayando que en el
caníbal más repugnante pervive una
chispa del fuego divino. Ningún pueblo
puede evolucionar, dado que la raza
determina la condición humana: no es
posible, pues, ningún progreso y, como
contrapartida, toda colonización es
inútil.
En realidad, y a diferencia de Renan,
Gobineau no se preocupa por dar un
contenido racional a sus tesis. No las
sistematiza más que para aplicarlas al
análisis
de
la
sociedad
posrevolucionaria, a la que detesta. Lo
mismo arremete contra los socialistas
que contra los liberales, partidarios,
unos y otros, de la Declaración de los
Derechos del Hombre. Y los compara,
cuando se tercia, con seres de raza
amarilla, únicamente buenos para
satisfacer sus necesidades naturales.
Con esto lleva a cabo una sabia mezcla
de razas y clases sociales. En la parte
inferior de la escala, dice, se encuentra
la «turba», campesinos y obreros,
equiparables a los negros; en el centro,
los
burgueses,
industriosos:
los
amarillos; en la cúspide, la nobleza o la
raza blanca, única capaz de grandeza,
pero en vías de extinción.
No es de extrañar que las tesis de
Gobineau, después de haber sido
veneradas por los nazis y otros
colaboracionistas, por las mismas
razones que las de Édouard Drumont,
hayan sido rescatadas desde los años
ochenta no sólo por los exponentes de la
Nueva Derecha, sino también por los
denunciadores
del
presunto
antisemitismo de la Ilustración. Como el
conde elogiaba a los Judíos, vienen a
decir en pocas palabras, poco importa
su doctrina de la desigualdad, ya que no
es, al fin y al cabo, más que la
confirmación
de
la
diversidad
estructural de las culturas, abordable en
los mismos términos que la antropología
moderna. Y para fundamentar una
afirmación de este calibre echarán mano
de alguna cita de Claude Lévi-Strauss,
procurando descontextualizarla[71]. En
Raza e historia, en efecto, Lévi-Strauss
subraya que Gobineau concebía la
desigualdad de las razas de manera
cualitativa y no cuantitativa, lo que
podría ser interesante, pero añade
inmediatamente que cometió el error de
confundir la raza con la cultura y que,
por ello mismo, quedó encerrado en el
círculo infernal de la «legitimación
involuntaria de todas las tentativas de
discriminación y explotación»[72]. A
continuación, Lévi-Strauss disuelve los
conceptos de raza y de desigualdad,
exponiendo que la existencia de la
diversidad de las culturas es uno de los
principios fundadores de la idea de
humanidad: lo contrario de las tesis de
Gobineau.
En realidad, la obra gobiniana
apuntalaba sin el menor esfuerzo la tesis
de la desigualdad que había de
convertirse en uno de los principales
ingredientes del antisemitismo. Añadía a
la de Renan el elemento que le faltaba y
sin el cual la idea de raza, en sentido
biológico, no habría podido utilizarse
para reemplazar a la antigua fórmula
morfopsicológica. Poco importa que los
Judíos no figuren ahí como tales. Pues
bastará que aparezca el darwinismo
social y luego el eugenismo, doctrina
centrada en la presunta mejora de la raza
humana, para que se reúnan las
condiciones necesarias para la aparición
del antisemitismo político, basado en
una concepción del mundo antimoderna,
antidemocrática,
antiliberal
y
nacionalista. De las discusiones
exquisitas, reservadas hasta entonces a
elegantes orientalistas, atentos a la alta
autoridad de la Biblia y que se
cercioraban puntillosamente del origen
del primer antepasado, pasamos, en cosa
de quince años, y sobre un fondo de
crisis sociales e identitarias, a la
expresión realista, peligrosa y populista
de un antisemitismo de masas: el
«socialismo de los imbéciles», dirá
August Bebel[73].
En Alemania, después del fracaso de
la Revolución de 1848, las clases
medias aspiraban a una reforma
profunda de la cultura y la sociedad.
Mientras numerosos radicales, salidos
de la extrema izquierda, hostiles al
liberalismo, evolucionaban hacia un
ideal pangermánico, los liberales,
alineados con Bismarck y su política de
unificación basada en el modelo
prusiano,
abrazaron
la
causa
nacionalista por razones de seguridad
económica, pero también por adhesión a
un realismo derivado de la desilusión
que siguió al optimismo de la juventud
de los pueblos[74]. Así, en 1870, una ola
de pesimismo antimoderno inundará
Alemania en el momento mismo en que
Francia sufría una derrota humillante y
que no tardará en desembocar en una
reacción nacionalista y germanófoba.
Fue entonces cuando, a uno y otro
lado
de
las
nuevas
fronteras
establecidas por el tratado de paz entre
los dos países, los Judíos fueron
considerados responsables de todas las
desgracias que parecían abatirse sobre
ambos. En una Alemania poderosa y
unificada, pero reducida a una
Kleindeutschland dominada por Prusia
y de mayoría protestante, se les acusó de
haber contribuido a una modernización
social y cultural contraria al antiguo
ideal imperial de la Grossdeutschland,
de mayoría católica (pues esta
«Panalemania» comprendía Austria), y a
la tradición romántica goetheana.
En Austria, en cambio, los Judíos
procedentes de todas las comunidades
diseminadas por los imperios centrales
se habían integrado en la burguesía
liberal, adoptando la lengua y la cultura
alemanas. Entre 1857 y 1910 Viena fue
la
gran
metrópoli
judía
de
Mitteleuropa[75]. Pero precisamente en
este nuevo contexto la integración de los
judíos en la sociedad vienesa repercutió
no sólo en el crecimiento del
antisemitismo, sino también, y mucho
más que en otros lugares, en la
intensificación del famoso autoodio
judío (jüdischer Selbsthass), sobre todo
entre los intelectuales como Karl Kraus,
Otto Weininger y muchos otros: «Esta
modalidad característicamente austriaca
de rechazo del yo, esta duda judía, este
vehemente impulso de negarse a uno
mismo», escribe Arnold Zweig,
«aparece al principio cuando la vida de
la sociedad no judía produce o refleja
una atracción real, coloreada, mágica, y
una humanidad humana.»[76]
Desde 1873, a raíz de la crisis
económica,
los
Judíos
vieneses
urbanizados sufrieron un rechazo
violento y fueron acusados de ser
responsables
no
sólo
de
la
desestabilización de los mercados, sino
también de la decadencia del
patriarcado. Dicho de otro modo, fueron
considerados responsables, una vez más,
de un proceso de transformación social
que iba a conducir lógicamente a una
evolución de las costumbres y a una
organización nueva de la familia. A fin
de cuentas, ¿no era el pueblo judío un
pueblo errante, sin patria ni fronteras,
siempre dispuesto a practicar el
asesinato ritual, a propiciar las
relaciones sexuales perversas, movido
por el incentivo del lucro[77]?
De hecho, los efectos de la
desintegración política del imperio
austrohúngaro hicieron de Viena, durante
el fin de siglo, como dice Carl
Schorske[78], «uno de los caldos de
cultivo ahistórico más fértiles» de la
época. En consecuencia, los hijos de la
burguesía judía, ante el impacto del
antisemitismo y el crecimiento del
nacionalismo pangermánico, rechazaron
las ilusiones liberales de sus padres y se
volcaron sobre otras aspiraciones:
fascinación por la muerte y la
intemporalidad en Freud, sueño de una
tierra prometida en Theodor Herzl o
Max Nordau.
En Francia, país vencido y luego
debilitado por la guerra civil, se señaló
a los Judíos en tanto que conspiradores
que contribuyeron a la derrota de la
nación, en connivencia con el enemigo
germánico. Los nacionalistas de todas
las tendencias vieron entonces en el
antisemitismo «el denominador común
capaz de servir de plataforma a un
movimiento de masas»[79], como dice
Zeev Sternhell. Contra la democracia
liberal y la sociedad burguesa, algunos
socialistas y anarquistas vencidos por la
represión versallesca; contra el fantasma
de la Revolución de 1789 y el marxismo
alemán internacionalista, la derecha
radical antiuniversalista, hostil a los
comuneros y apegada a los ideales de la
antigua Francia monárquica.
El adjetivo «antisemita» fue
utilizado por primera vez en Alemania
en 1860, por Moritz Steinschneider,
eminente Judío orientalista de Bohemia,
que con ese término quiso dar nombre al
prejuicio que había contra los semitas
(antisemitisch Vorurteil). A propósito
de un artículo dedicado a la obra de
Renan y escrito por otro filólogo judío
(Heymann Steinthal), Steinschneider
denunciaba la teoría «antisemita» que
alegaba que los pueblos semitas
padecían taras culturales y raciales[80].
Diecinueve años después, en 1879,
la palabra había salido de la esfera de
los debates eruditos y en la pluma de
Wilhelm Marr se había constituido en
núcleo de una nueva concepción del
mundo: el Antisemitismus. Publicista
mediocre salido de las filas de la
extrema
izquierda,
Marr
había
evolucionado hacia el anarquismo y el
ateísmo antes de fundar una liga cuya
misión era expulsar a Palestina a los
Judíos de Alemania y sobre todo
estigmatizarlos como clase peligrosa
para la pureza de la raza germánica.
En unos años, y hasta la Primera
Guerra Mundial, el antisemitismo se
difundió por toda Europa con multitud
de variantes: biológico, higiénico y
racial en Alemania, nacionalista y
católico en Francia.
Sus partidarios formaron ligas por
doquier y lanzaron una prensa
especializada en la denuncia y la injuria,
y dirigida a un amplio público que
buscaba chivos expiatorios. Publicaron
multitud de folletos contra el espíritu de
la Ilustración, recuperando por su
cuenta, a diversos niveles, los
principales elementos del antijudaísmo
cristiano, con intención de aglutinarlos
en un programa político contestatario,
antiliberal, monárquico, antimarxista,
populista, xenófobo, antiuniversalista,
antimoderno,
antiemancipador
y
antiprogresista.
El
concepto
de
antisemitismo abarcaba ya únicamente a
los Judíos, no a los demás semitas,
como los árabes, antaño asociados a
aquéllos. Añadiendo a las tesis de
Renan las de Gobineau y sus herederos,
señalaron a los Judíos como
representantes de una raza inferior,
identificable por sus estigmas y
totalmente consagrada, desde la noche
de los tiempos y a través de la presunta
influencia de sus tres fuerzas pulsionales
—la sexualidad pervertida, el dinero y
el intelecto—, a la destrucción de los
pueblos «arios» civilizados.
En Francia, en Alemania y luego en
toda Europa se multiplicaron las ligas
antisemitas o «antisemíticas» para
estigmatizar a la hipotética «raza judía»,
de la que los pueblos deberían
desembarazarse a toda costa. La era de
las conversiones, de la asimilación y la
integración, que había ocasionado tantas
divisiones entre los Judíos europeos —y
más aún entre los Judíos alemanes—,
concluía con el advenimiento de un
gigantesco plan de erradicación. El odio
al Judío fue reemplazado por las
premisas de una política de exterminio
que tomaría cuerpo cincuenta años más
tarde.
El libro más abyecto que se haya
escrito nunca contra los Judíos se debe a
Édouard Drumont, periodista católico y
monárquico, inspirado en los escritos de
Hippolyte Taine y que detestaba tanto a
la burguesía liberal como la herencia de
la Ilustración y la de la Revolución de
1789. Auténtico manual fundador del
antisemitismo organizado, La Francia
judía, publicado en 1886[81], se propone
reconstruir en seis partes y con espíritu
objetivo una verdad al parecer oculta
desde siempre: la historia de la
destrucción de los pueblos civilizados
de Europa por los Judíos. Y para
presentar al mundo la prueba de la
veracidad de su tesis, recupera por su
cuenta toda la temática conspiratoria del
antijudaísmo cristiano: los Judíos
propagan la peste, contaminan las aguas,
cometen crímenes rituales, descuartizan
niños, etc.
No obstante, integra la historia de
esta conspiración en la larga epopeya de
la lucha a muerte que libran desde el
origen de los tiempos los semitas y los
arios. Y concluye que la mayor victoria
conseguida por los arios frente al azote
semita fue la expulsión de 1394. Entre
esta fecha y el estallido de la
Revolución de 1789, viene a decir,
Francia, «gracias a la eliminación de
esta ponzoña, consiguió ser una gran
nación europea»[82]. A partir de
entonces, asegura, empezó a decaer.
Drumont describe al semita como a
un ser vil, codicioso, astuto, femenino,
aferrado a sus instintos, nómada, y al
ario como a un auténtico héroe, hijo del
cielo, que desafía a la muerte y está
poseído por un ideal caballeresco. En
contra de la tesis de Renan que afirma
que los semitas inventaron el
monoteísmo, explica que el verdadero
semita no es ya el sarraceno, que al
menos es capaz de heroísmo, sino el
Judío bárbaro, reconocible por la
pestilencia que emana, consecuencia de
su «apetito inmoderado por la carne de
cabrito y de oca»[83].
El semita es, pues, el Judío y nada
más que el Judío, un ser que pertenece a
una «raza» antes que ser practicante de
una religión[84]. El ario ha dado origen
al cristiano, que inventó el monoteísmo.
El discurso antisemita fundado por
Drumont instaura, pues, la separación
definitiva entre judaísmo y cristianismo,
por una parte, y, por la otra, entre
judaísmo y «mahometismo». En cuanto
al protestantismo, Drumont lo compara
con
un
«semijudaísmo»:
«El
protestantismo hizo de puente para que
los judíos entraran no en la sociedad,
sino en la humanidad. La Biblia,
relegada a un segundo plano en la Edad
Media, ocupó su lugar junto a los
Evangelios. El Antiguo Testamento se
puso a la altura del Nuevo. Detrás de la
Biblia apareció el Talmud.»[85]
Según este punto de vista, los negros
o los árabes «mahometanos» son
ciertamente pueblos inferiores, pero
menos peligrosos para la civilización
aria, es decir, cristiana, que los Judíos:
por ello, si unos deben ser sojuzgados,
los otros, esto es, la «raza semítica»,
deben ser eliminados. Pues al no
disponer de un territorio propio, los
semitas no se adaptan sino para destruir
a los pueblos que los acogen. Dicho de
otro modo, en contra de Gobineau, al
que no cita, Drumont es menos racista
que antisemita, lo que confirma la
hipótesis de que el antisemitismo es la
matriz del racismo moderno, que será su
consecuencia.
Aunque se proclama europeo en su
cruzada contra los Judíos, Drumont
califica de judío todo lo que no es
«francés». En consecuencia, los
inmigrantes son Judíos. Pero esto no
basta. Para que un no Judío pueda
equipararse a un Judío, tendrá que ser o
francmasón, o ateo, o republicano, o
protestante,
o
jacobino.
Así,
Cambacérès es considerado judío
porque se considera francmasón, y lo
mismo sucede con Léon Gambetta,
porque es republicano y de origen
italiano. Por obra y gracia de este
razonamiento,
Francia
estaba
«judaizada» por los cuatro costados,
toda vez que, por culpa de Voltaire y del
abate Grégoire —el primero por
anticristiano y el segundo por apóstata
—, los Judíos se apoderaron de todo a
causa de su emancipación. En este
sentido, a Drumont le trae sin cuidado el
antijudaísmo de la Ilustración, dado que
este antijudaísmo tenía por objeto
liberar a los Judíos de la carga de la
religión.
Haciéndose eco de la tesis de
Barruel y de buena parte de los
enemigos de la Ilustración, Drumont hizo
nacer el «semitismo» en el siglo XVIII,
lo que significa que la Revolución no
fue, según él, más que una conspiración
de los Judíos contra la auténtica Francia,
cristiana y aria[86]. Pero como también
pretende basarse en el pueblo insurrecto
de «cepa francesa» frente a los liberales
«judaizados» y en la Francia cristiana
frente a los socialistas cosmopolitas,
también «judaizados», acusa a los
primeros, es decir, a los versalleses, de
haber aplastado la Comuna de 1871 y a
los segundos de haber corrompido la
revuelta de los comuneros en beneficio
de los primeros. Gracias a lo cual, la
destrucción de la Comuna fue obra de
los Judíos: «Así pues, la Comuna tuvo
dos caras. Una irracional, irreflexiva,
pero valerosa: la cara francesa. La otra,
mercantil, codiciosa, saqueadora: la
cara judía. Los federados franceses se
batieron bien y encontraron la muerte.
Los
comuneros
judíos
robaron,
asesinaron e incendiaron para ocultar
sus robos.»[87]
Los Judíos, para Drumont, no son
sólo seres cosmopolitas, sucios,
lúbricos y hediondos, sino también
portadores
de
toda
clase
de
enfermedades orgánicas y mentales, que
evidencian la corrupción de su sangre y
de su alma: escorbuto, sarna, escrófulas,
neurosis: «Examinad a los especímenes
que más se ven en París, intermediarios
políticos, bolsistas, periodistas, y los
veréis consumidos por la anemia. Los
ojos desorbitados, las pupilas febriles
del color del pan tostado reflejan
enfermedades hepáticas: el Judío, en
efecto, tiene en el hígado la secreción
que produce un odio de mil ochocientos
años.»[88]
No contento con revisar la historia
explicando que las víctimas son los
perseguidores y los verdugos las
víctimas[89], Drumont inventa un estilo,
un vocabulario y una sintaxis basados en
el insulto y la delación. Inaugura así ese
nuevo modo de expresión periodística al
que hice referencia más arriba y que
será como la marca de fábrica de La
Libre Parole, su periódico, y durante el
caso Dreyfus, antes de renacer, con más
violencia si cabe, durante el período de
entreguerras y hasta 1945, con los
panfletos de Louis-Ferdinand Céline y
los llamamientos a matar de Robert
Brasillach. Drumont elabora listas,
revela nombres, propala rumores y pinta
los retratos de la Antifrancia:
Rothschild, Fould, Crémieux, Kahn,
Halévy, lacayos de Marx, Heine o
Disraeli. En pocas palabras, funda el
lenguaje del antisemitismo que luego se
repetirá hasta la saciedad, semejante a
una estructura que da origen a un
discurso, siempre el mismo y casi
inalterable, a pesar de sus múltiples
metamorfosis.
Y, para ser generoso, Drumont
arrastra a su lucha al escritor francés
más popular del siglo XIX, jugando así
la carta del romanticismo contra el
clasicismo: Victor Hugo contra Voltaire.
Haciendo hablar a los muertos, explica
que el gran poeta, al que un año antes se
han dedicado unas honras fúnebres a
escala nacional, era un auténtico
antisemita, defensor de los valores
cristianos. Hugo, vendrá a decir, cada
vez que hablaba de los Judíos, los
calificaba
sistemáticamente
de
«inmundos». Concreta, además, que fue
víctima de un Judío que se coló en su
casa y lo asesinó después de impedirle
«volver a Cristo»[90].
La elección de Hugo no es casual.
Al hacer a los Judíos regicidas (1793),
ejecutores del pueblo (1871) y asesinos
del escritor más célebre del siglo XIX,
clarín de conciencias y libertades,
Drumont trata de reunir, para
combatirlos, los ideales fundadores de
las dos Francias: la medieval por un
lado, simbolizada por Juana de Arco y
el cristianismo, y la popular por el otro,
la de los oprimidos, los menesterosos,
los rebeldes. Ahora bien, como es
sabido, Hugo era con diferencia el
símbolo de esas dos Francias: en su
vida, porque había sido monárquico de
joven, liberal en la madurez y
republicano cuando se hacía viejo; y en
su obra, porque no había dejado de
hablar de sus heroicas metamorfosis,
aunque sufriendo por no saber resolver
el conflicto ancestral entre judaísmo y
cristianismo. Al describir el odio que
despertaban los Judíos, Hugo, en efecto,
había afirmado que no podía «dejar
tranquilamente que los hombres fueran
Judíos, es decir, perseguidos».
Para levantar a todo el pueblo de
Francia contra los Judíos, Drumont
invocaba pues a Hugo. Pero omitía decir
que si a veces, comentando la Biblia o
reinventando la leyenda del «crimen
ritual», el novelista y poeta había
indicado, sin desmarcarse, que los
cristianos consideraban a los Judíos
bribones y deicidas —«amo, luego
odio»—, también había afirmado que
había que bendecirlos después de
maldecirlos y que la maldición que
pesaba sobre ellos era una tragedia:
«Sobre los Judíos pesa una maldición;
en los gitanos hay un misterio. Los
Judíos son la tragedia, los gitanos son el
drama.»[91]
Por si fuera poco, el autor de La
Francia judía callaba igualmente que el
poeta lanzó en 1882 un llamamiento en
favor
de
los
Judíos
rusos
perseguidos[92], como también callaba la
famosa carta dirigida en 1843 al
director del Archivo Israelita, al día
siguiente de la representación de los
Burgraves, que dicho director había
criticado por la forma en que se
presentaba a los judíos: «El siglo XIII»,
decía Hugo, «es una época crepuscular.
Hay en ella densas tinieblas, poca luz,
violencia, crímenes […]. Los judíos
eran bárbaros, los cristianos también,
los cristianos eran los opresores, los
judíos eran los oprimidos, los judíos
reaccionaban […]. Hay que pintar las
épocas tal como son. ¿Quiere decir esto
que los judíos, en nuestros días,
degüellan y se comen a los niños?
Señor, en nuestros días, los judíos como
usted están llenos de ciencia e
ilustración, y los cristianos como yo
estamos
llenos
de
aprecio
y
consideración hacia los judíos como
usted. Indulte pues los Burgraves, señor,
y permítame estrecharle la mano.»[93]
Drumont concluía su obra con un
llamamiento a que Francia encontrase
por fin un «jefe justiciero», capaz de
aniquilar a los «Judíos podridos de
dinero»: «¿He preparado nuestro
renacimiento? Lo ignoro. En todo caso,
he cumplido con mi deber respondiendo
con insultos a los insultos sin cuento que
la prensa judía endereza a los
cristianos.»[94]
Que Drumont tuviera necesidad de
dar la vuelta a las cosas, haciendo del
odio a los Judíos un odio procedente de
los Judíos, muestra con claridad que el
discurso antisemita, en su estructura más
profunda, surge de una revisión perversa
o delirante de la historia que, a fuerza de
exageraciones, se transforma siempre en
una negación de la realidad, que es
sustituida por una fábula aprendida de
memoria. De esta negación nacerá el
negacionismo, después del genocidio
nazi.
Pero en 1886, con cuarenta y dos
años de edad y cuando el antisemitismo
se consolidaba en toda Europa en forma
de movimiento político, Drumont era
realmente el hombre que pedía el
momento.
Pobre, desclasado, revanchista,
enemigo de los ricos y los intelectuales,
no dejó de reprochar a la sociedad —y
por lo tanto a los Judíos— la locura
maníaco-depresiva de su padre,
internado en Charenton en 1862, y la
insignificancia de su madre, mujer
medio retrasada de la que se
avergonzaba. Educado en la estupidez y
privado de afecto, era feo, sucio, miope
y deforme, y sufría por todo ello hasta el
punto de proyectar sobre los Judíos sus
propios defectos.
Cuando lo acusaron, a él, el
cristiano a machamartillo, de no ser más
que un lacayo de los jesuitas, invocó los
manes de su padre el republicano, un
adepto de Voltaire, un hombre por el que
no sentía más que desprecio. Y cuando
fue desafiado a duelo por Arthur Meyer,
un periodista al que había injuriado, del
arañazo que recibió sacó una gloria
complementaria: «El día más feliz de mi
vida», dijo. Reducido a la miseria
durante años, por pereza y por su
incapacidad
para
elevarse
espiritualmente, buscó siempre consuelo
entre mujeres feas y de condición
humilde para maltratarlas mejor.
Enriquecido luego gracias a sus escritos,
se volvió más huraño.
Tal era el hombre que se veía a sí
mismo como redentor de la nación
francesa, apoyado por un sector
importante de la prensa y de la derecha
intelectual: por Alphonse Daudet, que lo
respaldó sin tregua, turnándose con su
hijo Léon, fustigador de las teorías
freudianas, luego por Edmond de
Goncourt, y finalmente por la cohorte de
los antidreyfusistas: Maurice Barrès,
Charles Maurras, Paul Bourget, etc.
En cuanto a Georges Bernanos, éste
consideraba La Francia judía una obra
maestra literaria, un acontecimiento en
la historia del pueblo francés, que por
fin había sido capaz de expresarse
liberándose del yugo de la República:
«La Francia judía daba en el clavo,
golpeaba al régimen en las raíces
mismas de la vida, donde más le dolía».
Y en el más puro estilo drumontiano
añadía: «No se equivocaba Clemenceau.
Desde el fondo de su despacho, en
medio de sus ridículos cachivaches
chinos, este sujeto cruel y mágico,
experto en venenos, devorado por el
desprecio, acechaba con sus ojos de
verdugo mongol la angustia de sus
cómplices, observaba temblando de
odio y de placer el brote de ese chorro
de sangre dorada.»[95]
En 1939, al acusar a LouisFerdinand Céline de recibir dinero de
los alemanes para difundir una
«repugnante propaganda antisemita»,
Bernanos afirmó que los Judíos, a su
vez, eran racistas, recuperando de ese
modo la tesis antisemita de que los
Judíos, al considerarse el pueblo
elegido, habían inventado el racismo:
«No debemos odiar ni despreciar a los
Judíos. Lo cual no impide que el
racismo judío sea un hecho judío. Son
los Judíos los que son racistas, no
nosotros.»[96]
Además del Yo acuso de Zola, que
después de 1898 puso fin a su carrera
política y luego a la de los
antidreyfusistas, sólo una cosa perturbó
realmente a Drumont, un arma con la que
no había soñado: el humor, el ingenio
del humor judío. Recurriendo a este
humor, sus adversarios supieron
vapulearlo, propalando por todas partes
la leyenda de que este desdichado
personaje de nariz ganchuda y cráneo
braquicéfalo no era en realidad más que
un… «judío renegado», un «semita
camuflado», descendiente de una ilustre
familia de ópticos de Colonia: los
Dreimond. A este rumor que lo persiguió
hasta el fin de sus días respondió con ira
y desmesura… y sin el menor sentido
del humor: «Mi obra soy yo, mi obra es
mi raza y mi raza es mi origen.»[97]
Esta biblia del odio es todavía hoy,
junto con los Protocolos y Mein Kampf,
el principal punto de referencia de todos
los portavoces del antisemitismo
organizado de todo el mundo, en todas
sus variantes.
Escritor místico, desesperado e
intensamente exaltado, Léon Bloy se
enfrentó a Drumont en un libro
sorprendente, Le salut par les Juifs[98].
Rechazaba toda idea de erradicación o
de persecución. Desde su punto de vista,
los Judíos, depositarios de las virtudes
atribuibles al «primer antepasado»,
habían degenerado por culpa de la
estigmatización que pesaba sobre ellos:
«He pasado horas leyendo, como
muchos otros, las lucubraciones
antijudías del señor Drumont y no
recuerdo que haya citado esta frase
sencilla (salus ex judaeis est) y
formidable de Nuestro Señor Jesucristo
que trae San Juan en el capítulo IV de su
Evangelio.»[99]
Y para poner de manifiesto la
desdicha moral y física de los Judíos, y
preconizar un ideal de conversión al
cristianismo, único capaz, según él, de
salvar a la vez a Judíos y cristianos,
para que los segundos no fueran los
huérfanos de los primeros, Bloy hacía
una descripción apocalíptica del gran
Mercado de los Judíos de Hamburgo.
Utilizando el lenguaje del antisemitismo,
tanto para adoptarlo como para
refutarlo, contaba sobre todo la historia
de una aparición. En medio de la ropa
usada, de la inmundicia y del
chamarileo, vio a tres viejos infames,
tres «judiones» que le recordaron, en
una especie de transfiguración de lo
abyecto en sublime, a la tríada bíblica
de los patriarcas sagrados: Abraham,
Isaac y Jacob: «Quién imaginaría —
apenas me atrevo a escribirlo— a estos
tres personajes mucho más que humanos,
de cuyo costado han surgido todo el
pueblo de Dios y el mismo verbo de
Dios».
En contra de Drumont, Bloy rendía
así homenaje por última vez a ese
antijudaísmo cristiano que ya estaba
desapareciendo
y del
que
se
consideraba el adepto más desesperado
en
un
mundo
condenado
al
antisemitismo, en otras palabras, a una
escisión criminal entre los dos primeros
monoteísmos. Pues, en su sentir, la
abyección en que se tenía al Judío
—«viejo hebreo, sórdido y encorvado,
que encontraba el oro en la
inmundicia»— era también lo que, en el
cristianismo, lo hacía digno de
compasión. A estos tres «incomparables
crápulas» hallados en Hamburgo
encomendaba, pues, la salvación en
Cristo crucificado, al recordar, en
vísperas del advenimiento de una
modernidad sin Dios, que la salvación
de los cristianos pasaba por la salvación
de los Judíos: «Les debo el homenaje de
un recuerdo casi afectuoso por haber
evocado en mi espíritu las imágenes más
grandiosas que puedan entrar en el
humilde habitáculo de un espíritu
mortal.»[100]
A raíz de la publicación de su libro,
Bloy recibió el apoyo de Bernard
Lazare, escritor y periodista judío[101],
que acabó siendo uno de los grandes
personajes de la lucha por Dreyfus.
Entre el visionario de las catacumbas,
atormentado por la locura, y el ateo
radical que apelaba a una revolución
spinozista se estableció una extraña
relación. Lazare compartía con Bloy un
antidrumontismo
visceral[102].
Sin
embargo, durante años había atacado a
los Judíos extranjeros, oponiendo a su
«bárbara perversión» la figura del Judío
civilizado: el israelita. Pero abandonó
el esteticismo de la vanguardia literaria
en beneficio de un compromiso más
proletario y transformó su desprecio por
los pobres en devoción. Su encuentro
con Bloy le permitió pasar del autoodio,
manifiesto en su Histoire de
l’antisémitisme[103], a una aceptación de
su identidad de Judío que lo indujo a dar
la vuelta a sus planteamientos. Hannah
Arendt trazó un interesante retrato suyo
calificándolo de «paria consciente»[104].
En cualquier caso, éste fue el lugar
tan singular que ocupó Léon Bloy en la
historia de la cuestión judía en Francia.
Durante las dos guerras mundiales,
los admiradores de Drumont no
vacilaron en asociar las tesis de Hitler a
las de su héroe, aunque silenciando las
diferencias entre los dos discursos.
Poco importaba entonces que Drumont
fuera un católico combativo, ajeno a la
doctrina de la «raza superior», la
mística nórdica y el anticristianismo
visceral que caracterizaba el nazismo,
ya que lo esencial era agrupar todas las
tendencias europeas del antisemitismo.
Pero los dos hombres se parecían, por
sus orígenes y por un fracaso convertido
en revanchismo insurreccional: la misma
exaltación del populismo, el mismo
espíritu de destrucción, la misma
pulsión asesina hacia el Judío «de dos
caras», maestro de la economía,
inventor de la Revolución, artesano de
la intriga, maestro del intelecto y de los
secretos de la sexualidad. Sólo que, en
Hitler, la pasión antisemita se había
transformado, desde el final de la
Primera Guerra Mundial, en una
voluntad fría y racional de pasar al acto
y de exterminar legalmente a los Judíos,
no limitándose ya a proyectar su
eliminación en el plano de las palabras:
«El antisemitismo basado en motivos
puramente sentimentales», decía en
1919, «encontrará su expresión final en
los pogromos. El antisemitismo de la
razón, en cambio, debe conducir a una
lucha legal y metódica y a la eliminación
de los privilegios que posee el Judío, a
diferencia de otros extranjeros que
viven entre nosotros. Pero el objetivo
final e inmutable debe ser la eliminación
de los Judíos en general.»[105]
En 1967, después de un largo
eclipse, los amigos de Édouard
Drumont, reunidos ante su tumba, en el
cementerio parisino del Pére-Lachaise,
celebraron la gloriosa memoria de aquel
«francés de raza, auténtico francés de
Francia…». Fundaron una asociación a
la que fueron a parar todas las
variedades del neofascismo, los
herederos de Maurras, los integristas
católicos; todos tenían en común el odio
a Charles de Gaulle, a la Resistencia, a
la descolonización y a la independencia
de Argelia. Fue entonces cuando
Emmanuel Beau de Loménie, con el
apoyo del editor Jean-Jacques Pauvert y
el filósofo Jean-François Revel, futuro
académico y fanático fustigador de
Marx, de Freud, de Sartre y del espíritu
de la Ilustración, tuvo la idea de
publicar,
con
una
presentación
complaciente y un talante conspirador,
una antología de textos de Drumont en la
que éste figurase, no como antisemita,
sino como anticapitalista tergiversado
por «la alta autoridad de la Sorbona» y
cuya «rehabilitación sería necesaria,
conmovedora y la mejor medida para
explicar a las generaciones futuras las
causas de nuestros fracasos y los medios
de nuestra posible recuperación»[106].
Pero el comentario más incongruente
de la posguerra sigue siendo el de
Georges Bernanos, eterno defensor de
Drumont.
Escritor
de
talento
excepcional, pero siempre enemigo de
todo —del comunismo, de la
democracia, del liberalismo, del
capitalismo, de los burgueses, los
republicanos y los socialistas—,
Bernanos había arremetido contra
Maurras, contra Action Française,
contra el franquismo, contra el Pacto de
Múnich y contra el nazismo antes de
exiliarse a Paraguay en 1938, para
apoyar luego, desde 1940, la
Resistencia gaullista.
Poco después del exterminio de los
Judíos[107], atormentado siempre por el
miedo a la decadencia de Europa y al
advenimiento de la «brutalidad»
norteamericana, anatematizó el nuevo
régimen parlamentario que surgió con la
Liberación, subrayando que por lo
menos el de Vichy podía alegar en su
defensa el haber estado al servicio del
ocupante. Y, a propósito del movimiento
sionista y del regreso de los Judíos a
Palestina, reiteró, acentuándolos hasta la
caricatura, los objetivos que había
sostenido durante el período de
entreguerras:
«Hay una cuestión judía. No soy yo
quien lo dice, los hechos lo prueban.
Que después de dos milenios el
sentimiento racista y nacionalista judío
sea tan evidente para todo el mundo que
nadie, al parecer, haya encontrado
extraordinario que en 1918 los aliados
victoriosos pensaran en restituirles una
patria, ¿no demuestra que la toma de
Jerusalén por Tito no solucionó el
problema? Los que hablan así son
tachados de antisemitas. Cada vez me
produce más horror esta palabra, Hitler
la ha deshonrado para siempre […]. Yo
no soy antisemita, lo que por otra parte
no significa nada, pues los árabes
también son semitas. Yo no soy
antijudío, en absoluto […]. No soy
antijudío, pero enrojecería de vergüenza
si escribiese, contra lo que pienso, que
no hay problema judío o que el
problema judío no es más que un
problema religioso. Hay una raza judía,
eso se reconoce por signos físicos
evidentes. Si hay una raza judía, hay una
sensibilidad judía, un pensamiento
judío, un sentido judío de la vida, de la
muerte, de la sabiduría y de la felicidad
[…]. No existe la raza francesa. Francia
es una nación, es decir, una obra
humana, una creación del hombre […].
Pero existe una raza judía. Un judío
francés incorporado a nuestro pueblo al
cabo de varias generaciones será sin
duda racista, porque toda su tradición
moral y religiosa se basa en el racismo,
pero es un racismo humanizado poco a
poco y el Judío francés acaba siendo un
francés judío.»[108]
La famosa frase se ha comentado
muchas veces. Los admiradores de
Bernanos no han dejado, desde 1947, de
disculparle todo rasgo antisemita por el
hecho de haber puesto en la picota a la
Alemania de Hitler. Pero al mismo
tiempo olvidan que cuando expresaba el
horror que le producía una palabra
considerada «deshonrada», Bernanos no
condenaba a Hitler más que para
rehabilitar a Drumont y odiar a
Alemania: a toda Alemania y no sólo a
la de los nazis. Quiero decir que esta
declaración en forma de negación daba a
entender que podía existir un
antisemitismo honorable. Pero ¿cuál?
Con estas declaraciones como
mínimo ambiguas, en las que se plasma
el horror del odio al otro[109], un horror
que no hace sino reflejar, sin sublimarlo
nunca, el sórdido autoodio que
caracteriza a los personajes de sus
novelas, Bernanos anunciaba la
aparición de una nueva modalidad
expresiva del discurso antisemita. Este
discurso, convertido en impronunciable
después de Auschwitz, en efecto, no
puede expresarse, por lo menos en las
sociedades occidentales, más que de
manera
«honorable»,
es
decir,
disfrazada, negada, inconsciente.
Aunque fue en Francia donde se
inventó el antisemitismo político, que
culminó con la aventura populista del
general Boulanger en la década de 1880
y después mientras duró el caso Dreyfus,
antes de dar marcha atrás en 1930, fue
en Alemania[110] donde germinó el
antisemitismo
biológico
—un
antisemitismo «racialista» y por lo tanto
racista—, que cuarenta años más tarde
alimentará el nazismo. Con él, el antiguo
concepto
de
raza,
en sentido
genealógico, adquiere un significado
nuevo, llamado «científico».
A fines del siglo XIX, fascinados por
la difusión del darwinismo y
atormentados por el terror que les
producía la posible decadencia de las
sociedades y los individuos, las más
altas autoridades de la ciencia médica
alemana fomentaron la implantación de
una biocracia. Tratando de superar los
conflictos políticos, querían gobernar a
los ciudadanos con ayuda de las
ciencias biológicas, del mismo modo
que sus maestros historicistas habían
creído explicar el origen de la jerarquía
de las razas mediante la filología. Más
igualitarios y menos apegados que estos
últimos a los mitos genealógicos, se
consideraban más herederos de la
Ilustración que portavoces de un regreso
al pasado. Y como eran conscientes de
los
desastres
que
causaba
la
industrialización en el alma y el cuerpo
de un proletariado cada vez más
explotado en fábricas malsanas,
deseaban purificar las estructuras
culturales alemanas y combatir todas las
formas consideradas «degeneradas[111]»,
vinculadas al ingreso del hombre en la
modernidad industrial.
Materialistas
y
hostiles
al
oscurantismo
religioso,
estos
investigadores inventaron una extraña
figura científica: el hombre nuevo,
regenerado por la razón y la superación
de sí mismo. En esto fueron imitados por
los comunistas[112] y por los fundadores
del sionismo, sobre todo por Max
Nordau[113], que veía en el regreso a la
tierra prometida la única forma de
liberar a los Judíos europeos del
envilecimiento en que los había sumido
el antisemitismo.
Partidarios de la emancipación de
las mujeres y del control de la natalidad,
estos investigadores ilustrados —
médicos, biólogos, sociólogos, etc.—
pusieron en práctica un programa estatal
de regeneración de las almas y los
cuerpos, un programa eugenésico con el
que invitaron a la población a
purificarse
mediante
matrimonios
controlados desde el punto de vista
médico. Incitaron a las masas a
desprenderse de sus vicios: tabaco,
alcohol y toda clase de sexualidad
desordenada. Fueron igualmente los
artesanos de un gran plan de medicina
preventiva para tratar las enfermedades
que corroían el cuerpo social: sífilis,
tuberculosis, etc.
Algunos, como Magnus Hirschfeld,
pionero de la emancipación de los
homosexuales, se adhirieron a este
programa. Hirschfeld estaba convencido
de que la ciencia podía crear un tipo
nuevo de homosexual, liberado por fin
de la herencia perversa que lo incluía en
una raza maldita. Al igual que los
fundadores del sionismo, quería crear un
hombre nuevo: «el nuevo homosexual».
En 1911 hizo un llamamiento en favor de
la protección de las madres, del derecho
al aborto y del perfeccionamiento físico
y psíquico de la raza humana[114].
En el momento en que se constituye
el movimiento de higiene racial,
aparecen en su interior dos corrientes
principales que se oponen. La primera,
representada por el ilustre médico
Rudolf Virchow, se basaba en una
medicina orientada a las ciencias
naturales e interesada en promover un
programa progresista de prevención de
las enfermedades y las epidemias.
Liberal en materia de costumbres, hostil
al antisemitismo, a Gobineau y al
colonialismo, Virchow fundó en 1869 la
Sociedad de Antropología de Berlín,
acercando así esta disciplina a la
biología. Insistió en la necesidad de
trabajar con la diversidad de las
culturas, desarrollando la idea de que
las enfermedades eran evolutivas, por
los mismos motivos que lo eran las
razas.
La otra corriente, surgida de las tesis
de Ernst Haeckel, propagador del
darwinismo en el mundo germanófono,
se basaba por el contrario en los
escritos gobinianos, que conocieron así
un éxito póstumo. Deseoso de aplicar a
las sociedades humanas la teoría de la
selección de las especies, Haeckel
quería integrar el conjunto de las
ciencias humanas en la zoología. Frente
a la escuela darwiniana anglosajona,
preocupada por la competencia y basada
en una concepción liberal de la
selección natural —aunque a pesar de
todo
también
«racialista[115]»—,
Haeckel ideó una clasificación de las
razas
humanas,
mezclando
el
monogenismo y el poligenismo[116].
Convencido de que el mundo humano se
parecía al mundo animal, pensaba que la
humanidad, a pesar de su unicidad
original, estaba dividida en varias
especies. Así, afirmaba que las
diferencias entre los humanos superiores
y los humanos inferiores eran mayores
que las que había entre los humanos
inferiores y los animales superiores[117].
Entre los inferiores, según él, estaban
los retrasados, los locos y los pueblos
de color: negros, aborígenes, hotentotes.
Además, consideraba que la humanidad
se dividía en doce especies y treinta y
seis razas, agrupadas a su vez en cuatro
clases: los salvajes, los bárbaros, los
civilizados y los cultos. En su opinión,
sólo las naciones europeas creaban
clases cultas y, en consecuencia, les
correspondía ejercer sobre el resto del
mundo una misión civilizadora.
Todas estas tesis posdarwinianas
impregnaron las distintas variedades
europeas del nuevo imperialismo
colonial de fines del siglo XIX:
comercial y diferencialista entre los
ingleses, cultural y asimilador entre los
franceses, exterminador (aunque tardío y
de corta duración) entre los alemanes,
que poco después reorientaron su
pulsión expansionista contra una Europa
presuntamente «judaizada[118]».
Desde 1920, en una Alemania
destrozada y empobrecida por la crisis
económica, los herederos de la
biocracia prosiguieron este programa
añadiéndole la eutanasia y prácticas
sistemáticas de esterilización. Pasaron
así de la Ilustración a la Antiilustración
y de un cientificismo biológico a una
ciencia criminal sin otro objeto que la
puesta en práctica de una voluntad
genocida[119].
Obsesionados y aterrorizados por la
decadencia de su «raza», inventaron la
idea del «valor vital negativo»,
convencidos de que algunas vidas no
merecían vivirse: las de los individuos
aquejados de una enfermedad incurable,
una deformidad, un impedimento o una
anomalía, las de los enfermos mentales
y, por último, las de las razas llamadas
inferiores. La figura del hombre nuevo,
ideada por la ciencia más evolucionada
del mundo europeo, se transformó así en
una figura abyecta, la de la raza de los
señores vestidos con uniforme de las
SS. Fue así como el nazismo,
recuperando por su cuenta y riesgo las
teorías
biológicas
anticristianas
elaboradas por los posdarwinistas y el
antisemitismo político francés exento de
catolicismo, se propuso «despoblar» el
mundo de todas las razas que no eran
«arias», entre ellas la peor, la de los
Judíos, definida como propia del reino
de la subanimalidad: gusanos, piojos,
microbios, virus, etc. El antijudaísmo se
fusionó con el antisemitismo, pues
judaísmo y cristianismo no eran, desde
el punto de vista nazi, más que las dos
caras de un mismo semitismo cuyo
emblema sólo debían llevar los Judíos y
del que los cristianos no podían
liberarse más que convirtiéndose al
«arianismo».
Ni el antijudaísmo cristiano ni el de
la
Ilustración
sobrevivieron
al
exterminio de los Judíos por los nazis.
Por eso el antijudaísmo posterior a 1945
no ha sido más que la expresión de una
prolongación de la pasión antisemita:
enmascarada en los Estados de derecho,
reivindicada en el resto del mundo.
Los nazis llamaron «solución final»
(Endlösung) a la puesta en práctica del
genocidio de los Judíos y «tratamiento
especial»
(Sonderbehandlung)
al
proceso de exterminio. Mataron el
idioma alemán hasta el extremo de que
algunas
palabras
son
ya
impronunciables. Y creyeron haber
«regulado» la cuestión judía aniquilando
a los Judíos: una forma de obedecer la
orden fin de siècle de que el
antisemitismo no acabaría más que con
la desaparición de los Judíos. Borraron
inmediatamente las huellas del acto con
el
que
habían
perpetrado
la
aniquilación. Cuando fueron derrotados
destruyeron los instrumentos del crimen
—las cámaras de gas— e hicieron
desaparecer a los testigos «portadores
de secretos», creyendo que así crearían,
para el futuro, las condiciones de una
reconstrucción corrompida del pasado.
Al obedecer a Hitler, que se había
inspirado en Los protocolos de los
sabios de Sión, pensaban que podrían
propalar la idea de que la guerra «había
sido deseada y provocada únicamente
por los financieros internacionales de
origen judío o que trabajaban por los
intereses judíos»[120].
Contra
estas
expresiones
(Endlösung, Sonderbehandlung) que
por su banalidad burocrática tendían a
eclipsar el horror de la muerte
administrada, y contra la destrucción de
las huellas de la destrucción, la historia
conservará el nombre general de
Auschwitz —idéntico en todos los
idiomas— para designar lo que los nazis
quisieron enmascarar. Y los testimonios
de los supervivientes no tardarán, contra
los negacionistas, en invertir el proceso
de borrado que habían deseado éstos.
Más allá de la sombra de los
campos y del humo de los crematorios,
Auschwitz[121] acabará siendo, con el
paso de los años, el significante clave
del exterminio con el que habían
soñado, sin creer que pudiera
conseguirse, los fundadores del
antisemitismo.
3. TIERRA PROMETIDA,
TIERRA CONQUISTADA
El sueño de la reconquista de
Sión[122] es tan antiguo como la historia
de la dispersión de los Judíos,
obsesionada por el mesianismo del
regreso y la retirada, como testifica la
aventura de Sabbatai Zevi. Incluso
podría decirse que es inherente a la
existencia del pueblo judío: «pueblo
desdichado», pueblo shlemihl[123],
sometido desde la noche de los tiempos
a la voluntad de un Dios misterioso que
no deja de prometer a sus elegidos la
llegada de un mundo mejor: «Yo no soy
bien recibido en ninguna parte», dice el
Judío Schlemihl, «en todas partes soy
extranjero, quisiera abarcarlo todo y
todo se me escapa, soy un infeliz.»[124]
Moses Hess, el amigo de Marx, y Lev
Pinsker, autor de un célebre folleto
publicado anónimamente en 1882,
también pensaban así de sí mismos[125].
Y sin embargo el sionismo, como
movimiento laico de emancipación de
los Judíos de la diáspora, no surgió del
judaísmo, ni de ninguna escatología,
sino más bien de la desjudaización
progresiva de los Judíos europeos, que
por otro lado fue consecuencia de la
secularización de ese mismo mundo[126].
Impulsados por la Ilustración y
movidos por un ideal de alejamiento de
la religión, los Judíos emancipados del
siglo XIX pensaban que podían
integrarse en la sociedad burguesa de
varios modos: como ciudadanos de
pleno derecho en Francia, como
individuos
pertenecientes
a
una
comunidad en Inglaterra, luego en
Estados
Unidos,
como
súbditos
judeoalemanes en el mundo germánico,
como minorías en los imperios centrales
o en el mundo mediterráneo y árabeislámico. Muchos se cambiaban el
nombre según el país al que emigraban:
germanización o afrancesamiento de
nombres polacos, rusos, rumanos, etc.
Finalmente, muchos abandonaron la
circuncisión o se convirtieron sin ser
obligados a ello.
Pero a medida que el nacionalismo
reemplazaba los viejos ideales de la
«juventud de los pueblos», empezaron a
ser rechazados no ya por su religión,
sino por su raza y, por lo tanto, por esa
filiación identitaria invisible que se
resistía a las conversiones y que, al
mismo tiempo, los forzaba a definirse, a
ellos también, en calidad de oriundos de
una nación. Si las naciones europeas,
durante siglos, sólo habían tenido que
vérselas con Judíos, es decir, con un
pueblo de parias[127] consciente del
rechazo que suscitaba y que pensaba su
unidad o su universalidad sin referencia
a fronteras, pronto tuvieron que
entenderse con un pueblo que ahora
pretendía concebirse como nación: la
nación judía. Pero ¿qué es una nación
sin fronteras? ¿Qué es un pueblo sin
territorio? ¿Qué son una nación y un
pueblo compuestos por sujetos o
individuos que no son ciudadanos de
ninguna parte, a fuerza de ser
ciudadanos de diversas naciones?
Después de haber sido el principal
vehículo de una empresa de exterminio
del hombre por el hombre, el
antisemitismo ha persistido desde 1945
bajo formas nuevas, mientras que el
sionismo ha dado lugar, en Palestina, a
un Estado condenado a una guerra
perpetua, en la medida en que el mundo
árabe lo considera de naturaleza
colonial y los Judíos sionistas la
culminación de un proceso de
legitimación incondicional[128].
En
cuanto al antisionismo —movimiento de
oposición política e ideológica al
sionismo—, al principio fue obra de
muchos Judíos europeos que se oponían
a la conquista de una nueva tierra. Entre
ellos había personalidades tan diferentes
como Lord Edwin Montagu, Charles
Netter y Sigmund Freud, pero también
marxistas y socialistas, herederos de la
Haskalá, reagrupados en el Bund,
movimiento fundado en Vilna en 1897, y
orientados hacia una lucha encarnizada
contra
todas
las
formas
de
antisemitismo.
Así como el antisemitismo había
sido la matriz del racismo, éste sirvió de
teoría biológica en la implementación de
la conquista colonial. De este modo, el
colonialismo
contribuyó
a
la
mundialización del antisemitismo, como
dice magistralmente Hannah Arendt[129].
Como se consideraba a los Judíos
responsables de toda clase de
conspiraciones, fueron acusados de ser
agentes de esta potencia contra aquella
otra. Bastaba, por ejemplo, que
Inglaterra quitara Egipto a los franceses
para
que
se
les
considerase
responsables a ellos. Así surgirá la tesis
de un espíritu de conspiración
internacional atribuido al «imperialismo
de los Rothschild».
Durante la segunda mitad del siglo
XX, mientras el sionismo se identifica de
manera creciente con una nueva forma
de colonización, el colonialismo decae a
medida que sus víctimas vuelven contra
sus opresores europeos, y a menudo con
su apoyo, las armas de un ideal de
libertad que les había permitido
sojuzgarlas.
En este sentido, hay que señalar que
ninguna de las tres potencias coloniales
europeas más antiguas —Inglaterra,
España y Portugal— acuñó la palabra
colonialismo para caracterizar esa
ideología imperialista que se basa en
una teoría racial que mezcla el
gobinismo con el darwinismo social. En
efecto, el término se inventó en Francia
en 1902[130] para justificar a posteriori
un fenómeno de expansión que había
empezado a mediados del siglo anterior
y que consistía en someter a los pueblos
no europeos —negros, árabes, asiáticos
—,
considerados
inferiores:
expediciones a Tonkín, Madagascar,
Congo,
Marruecos,
Túnez,
departamentalización de los territorios
adquiridos en Argelia. El movimiento se
expandió en el momento del estallido
del antisemitismo drumontiano, para
desplegarse
finalmente
bajo
la
modalidad de una conquista laica y
republicana a comienzos del siglo XX,
después de que el antisemitismo político
sufriera su más aplastante derrota con el
reconocimiento de la inocencia del
capitán
Dreyfus.
Restituido
su
esplendor, el ejército francés podrá
esgrimir de manera creciente, y esto
hasta 1914, las armas de una temática
racial[131].
Los republicanos llamaron «misión
civilizadora» a esta vasta empresa de
conquista territorial, dirigida, según
ellos, a extender los derechos del
hombre y el ciudadano a los
«indígenas», es decir, a hombres a los
que no consideraban sus iguales ni
ciudadanos de pleno derecho.
Fue Ernest Renan, el inventor de la
pareja infernal de los semitas y los
arios, y más tarde afecto a la República,
quien dio, en 1870, la mejor definición
de lo que fue luego esta doctrina: «La
conquista de un país de raza inferior por
una raza superior no tiene nada de
chocante […]. Así como las conquistas
entre razas iguales deben censurarse, la
regeneración por las razas superiores de
las razas inferiores o envilecidas figura
en el orden providencial de la
humanidad.»[132] Esta tesis será recogida
más tarde por Jules Ferry, gran
organizador de la epopeya colonial:
«Las razas superiores», dirá en 1885,
«poseen un derecho en relación con las
razas inferiores […]. Tienen el derecho
de civilizar a las razas inferiores.»[133]
El razonamiento de Ferry se basaba
en la idea de que el universalismo
republicano es superior a toda forma de
diversidad regional, lingüística, racial,
familiar y cultural. En nombre de la
lucha contra esta diversidad, había
defendido, en 1881, el principio de la
educación gratuita y obligatoria de todos
los niños franceses. Partidario del
colonialismo, volvió en su contra el
ideal republicano surgido de la
Revolución de 1789 y abrazó por su
cuenta y riesgo, frente al miedo a una
división política entre las dos Francias
—jacobinos contra monárquicos—, las
tesis desigualitarias de los enemigos de
la Ilustración.
Durante la Tercera República
aparecieron varias tendencias. Para
unos, deseosos de sentar en el banquillo
a la Ilustración sustituyendo el
universalismo de los derechos por las
leyes de la «herencia», el colonialismo
debía limitarse a una simple empresa de
explotación de riquezas y dominación de
pueblos, necesaria para la supervivencia
de Europa. A los ojos de los demás, en
cambio, la Ilustración seguía siendo el
vehículo de un proyecto igualitario que
permitía liberar de viejos despotismos a
los pueblos conquistados: «Francia, esa
nación generosa cuya opinión gobierna
la Europa civilizada y cuyas ideas han
conquistado el mundo», escribía Francis
Garnier ya en 1864, «ha recibido de la
providencia la más elevada misión, la
emancipación, el llamamiento a la
Ilustración y a la libertad de las razas y
los pueblos todavía esclavos de la
ignorancia y el despotismo.»[134]
La tercera tendencia, minoritaria, era
hostil a toda forma de colonización y de
colonialismo. Fue sobre todo el caso de
Georges
Clemenceau,
que
fue
dreyfusista y publicó el Yo acuso de
Zola: «La conquista», decía en 1885,
«es el abuso puro y simple de la fuerza
que da la civilización científica frente a
las civilizaciones rudimentarias para
apropiarse del hombre, torturarlo,
quitarle toda su fuerza […] en beneficio
del presunto civilizador. No es el
derecho, es su negación.»[135]
Vencida por Alemania en 1870 y
perdidas Alsacia y Lorena[136], Francia
se empeñó en una vigorosa política
colonial. Victoriosa en las mismas
fechas, Alemania también se volvió
imperialista, lo que no impidió que,
como en Francia, surgieran voces que se
oponían a esta política, sobre todo la de
Virchow, pero también la del geógrafo
Friedrich Ratzel: «Se ha convertido en
norma deplorable», señalaba en 1891,
«que los pueblos poco avanzados
perezcan cuando entran en contacto con
pueblos extremadamente cultos. Esto es
aplicable a la gran mayoría de los
australianos, los polinesios, los
asiáticos del norte, los americanos del
norte y numerosos pueblos de África del
Sur y América del Sur […]. Los
indígenas son muertos, perseguidos,
proletarizados y se destruye su
organización social […]. Los blancos
sedientos de tierras se multiplican entre
poblaciones
indias
débiles
y
parcialmente desintegradas.»[137]
Vencida en 1918, Alemania será
obligada a devolver a Francia Alsacia y
Lorena, pero también a renunciar a sus
posesiones africanas. Desde entonces,
en un contexto de crisis general de los
Estados-naciones, el antisemitismo
prenderá de nuevo en toda Europa: un
antisemitismo político y biológico, ya lo
hemos visto, surgido de la alianza entre
la tradición drumontiana francesa y la
biocracia alemana.
Aunque el antisemitismo organizado
y el colonialismo tienen en común, a
fines del siglo XIX, una teoría
desigualitaria de la raza, las dos
doctrinas difieren en cuanto a sus
objetivos. El primero es intrínsecamente
exterminador y se propone de entrada la
aniquilación de la «mala raza» —y
conducirá a Auschwitz cuando las
circunstancias se presten a ello—,
mientras que el segundo comporta un
proyecto
de
sometimiento,
de
explotación, de discriminación o de
«regeneración», en cuyo nombre, por lo
demás, el Estado conquistador no
vacilará en cometer matanzas, es decir,
en promover la extinción de las razas
llamadas «inferiores».
En consecuencia, sería un error
identificar la ideología colonialista con
una prefiguración del nazismo y de
Auschwitz. Sin embargo, desde 1945, el
cuestionamiento
simultáneo
del
colonialismo y del exterminio de los
Judíos conducirá a los pueblos
colonizados y a los historiadores de la
colonización a establecer vínculos entre
las políticas de destrucción de los
pueblos vírgenes, emprendidas tanto por
los esclavistas como por sus sucesores,
y el embrutecimiento progresivo de los
Estados europeos.
Entre la acuñación de la palabra
genocidio por Raphael Lemkin en 1944
y su adopción por la Organización de las
Naciones Unidas en 1948, en el marco
de una reformulación de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, se
abrió un amplio debate que dio lugar a
un nuevo enfoque del fenómeno colonial
y de todas las formas anteriores de
destrucción masiva de personas y
culturas[138].
Y la crítica de los valores llamados
«occidentales» no hará sino acentuarse a
comienzos del siglo XXI. Así, en el seno
de la ONU, acabará por plantearse
progresivamente un nuevo reparto del
mundo
tras
el
proceso
de
descolonización.
La
caída
del
comunismo en 1989, la destrucción del
World Trade Center el 11 de septiembre
de 2001 y el crecimiento del poder del
continente asiático no harán más que
poner de manifiesto este movimiento de
fondo[139].
Si el sionismo y el antisemitismo han
perdurado como respuesta a la cuestión
judía, otros compromisos trazaron otros
destinos,
encarnando,
contra
un
patriotismo de la nación, un patriotismo
del
exilio:
el
comunismo,
el
intelectualismo crítico y estético, el
feminismo, el socialismo, el regreso
redentor al judaísmo o a su historia
recordada[140] y, por último, el
psicoanálisis, cuyo vínculo con el
sionismo consiste en haber sido creado,
entre 1896 y 1904, por Judíos vieneses
enfrentados, en el corazón de
Mitteleuropa, en una situación histórica
muy particular —la agonía del imperio
austrohúngaro—, perfectamente descrita
por Robert Musil o Stefan Zweig.
En ningún otro lugar como en Viena,
en esta época, en este punto de paso
entre Oriente y Occidente, hubo tanto
apasionamiento por las metamorfosis
posibles de la identidad humana:
investigaciones sobre las relaciones
entre sexualidad y pulsión de muerte,
fascinación por la decadencia de las
sociedades y la degeneración del
hombre condenado al egotismo,
obsesión por la feminización de los
varones y la masculinización de las
mujeres, culto a los mitos fundadores,
sueño de tierras prometidas y de tierras
conquistadas… «El sionismo tuvo que
nacer en Viena y en Austria», dirá
Joseph Roth. «Lo inventó un periodista
vienés. Nadie más habría podido.»[141]
Nacido en 1860 en el imperio
austrohúngaro, Theodor Herzl, padre
fundador del sionismo, apodado el
nuevo Moisés del pueblo judío, era una
mezcla de Savonarola y Sabbatai Zevi.
Se había criado en el seno de una
familia liberal e integrada que no
respetaba
las
prescripciones
alimentarias y para la que el judaísmo
era un piadoso recuerdo que sólo
ordenaba respetar el ritual de las
festividades[142]. Después de haberse
arruinado con la crisis económica de
1873, el padre se fue de Budapest y se
instaló en Viena, donde el hijo estudió
derecho, aunque soñaba con ser un
dramaturgo famoso, si bien no tenía más
talento que el de saber transformar
magistralmente su vida en una continua
representación teatral. En efecto, Herzl
era un actor prodigioso, capaz de
fascinar tanto a las multitudes como a
sus interlocutores del momento.
Apegado infantilmente a su madre y
sujeto a crisis de entusiasmo y
melancolía, sentía por la sexualidad una
especie de repulsión que se traducía en
odio por su pene circunciso y en
vergüenza por su condición judía.
Mientras fue estudiante, rodeado de
antisemitismo, no dejó de sentirse
humillado,
haciendo
suyos
los
argumentos de sus enemigos: admiraba
el ideal wagneriano y el pangermanismo
«ario», tratando así de evadirse, como
dirá Stefan Zweig, «de lo meramente
judío hacia lo espiritual», obedeciendo
el
«impulso
inconsciente
de
emanciparse de todo lo que había
tornado estrecho el judaísmo, del
exclusivista y frío afán de ganar
dinero»[143].
Pero, por lo que sabemos, muy
pronto fue víctima del autoodio
(Selbsthass) judío, pasión suicida y tan
tortuosa y ambivalente como la que
sintió por su mujer, Julie, inestable,
colérica, demente, que amenazaba sin
cesar con cortarse las venas, con
envenenarse o con tirarse por la ventana.
De este turbulento matrimonio nacieron
tres hijos: Pauline, la mayor, morirá
durante las peregrinaciones de sus
padres después de haber sido internada
varias veces. Hans, el varón,
experimentará numerosas conversiones
—fue baptista, cuáquero, unitariano—,
hasta que finalmente volvió a la
sinagoga, pero cuando se enteró de la
muerte de su hermana se suicidó
pegándose un tiro. Trude, la menor,
maníaco-depresiva, fue asesinada por
los nazis en Theresienstadt, en 1942,
mientras que su hijo, el único nieto de
Theodor, se negó a instalarse en
Palestina y se suicidó ahogándose en
Washington.
Instalado en París en 1891 como
corresponsal del gran periódico vienés
Neue Freie Press, Theodor Herzl fue
testigo de la crisis del partido político
del general Boulanger, del crecimiento
del movimiento anarquista y sobre todo
del tremendo auge del antisemitismo
drumontiano. Trató a Drumont en el
salón de Alphonse Daudet y estableció
con él un nexo de empatía, llegando a
admirar La Francia judía, según él el
ensayo más brillante que se había
escrito en la época sobre la «cuestión»,
después del de Eugen Dühring. Es
evidente que había interiorizado el odio
a los Judíos y a sí mismo hasta el punto
de considerar que los antisemitas tenían
razón al querer librarse de aquellos
intrusos: «Debo a Drumont una buena
parte de mi libertad conceptual, dado
que es un artista». Y más aún:
«Comprendo
la
esencia
del
antisemitismo. Nosotros los Judíos,
aunque no por culpa nuestra, somos un
cuerpo extraño en las diferentes
naciones en que vivimos. En el gueto
hemos adoptado una serie de
comportamientos
antisociales.
El
hostigamiento ha corrompido nuestro
carácter y para corregirlo hará falta un
antihostigamiento. En realidad, el
antisemitismo es consecuencia de la
emancipación de los Judíos. Fue un
error por parte de los libertarios
doctrinarios creer que es posible la
igualdad de las personas mediante un
decreto de la Gaceta […]. Cuando los
Judíos no se ocupan ya del dinero y
ejercen profesiones que les estaban
prohibidas hasta entonces, se apropian
en gran medida de los medios de
sustento de la clase media. Sin embargo,
el antisemitismo, fuerza pujante e
inconsciente entre las masas, no
perjudicará a los Judíos. Yo creo que
ayudará a templar el carácter
judío…»[144]
Estas palabras, tomadas de una carta
fechada en mayo de 1895, un mes
después de que Alfred Dreyfus fuera
deportado a la Isla del Diablo, indicaba
ya cuánto se había horrorizado Herzl de
lo que sin embargo había sido el
acontecimiento liberador más importante
de la larga historia de la persecución de
los Judíos. Al detestar la democracia, al
despreciar la Declaración de los
Derechos del Hombre y el Ciudadano, y
más aún el acto fundador de 1791 por el
que los Judíos habían adquirido en
Francia, y por primera vez en el mundo,
unos derechos que los convertían en
ciudadanos completos, rechazaba en
bloque la Ilustración del mismo modo
que antes había odiado su propia
judeidad.
Así daba curso a las fuerzas oscuras
de la pasión antisemita para aceptar su
imposición y transformar en orgullo de
ser judío su autoodio judío. Y como los
antidreyfusistas habían conseguido que
se condenara al Judío francés más
integrado y más representativo de las
grandes virtudes de la integración
republicana, el hecho aportaba a sus
ojos una prueba definitiva de que la
emancipación,
en
todas
sus
modalidades, era la peor solución a la
cuestión judía. Poco le importaba, en
estas condiciones, la batalla que
libraban los dreyfusistas en favor de la
verdad. Poco le importaba la lucha de
un Bernard Lazare, por ejemplo; lo
único que contaba para él era la frase
que dijo el capitán en el momento de su
detención: «Me acosan porque soy
judío».
Inmerso en su proyecto de
transformar el antisemitismo en fuerza
motriz,
Herzl,
aunque
no
se
comprometió en el caso Dreyfus,
decidió en 1895, a raíz de una
«iluminación[145]», poner en práctica un
vasto programa de evacuación de los
Judíos europeos hacia otros territorios:
Argentina, Uganda y, finalmente
Palestina. Lo más insólito de esta
historia es que al principio consiguió
convencer a las potencias coloniales —
el imperio otomano, los Estados
europeos—, y luego a millares de Judíos
de la diáspora, de que su proyecto era
factible.
Hay que señalar que en esta época
estaba en su apogeo el frenesí
migratorio de los Judíos. Huyendo de
los pogromos de la década de 1880, los
Judíos del este (Ostjuden), procedentes
del imperio ruso y aferrados a sus ritos,
se refugiaban en Viena, en Berlín o en
París. Rechazados tanto por los Judíos
occidentales integrados y desjudaizados
como por los antisemitas organizados en
partidos políticos, no tenían más
remedio que soñar con la tierra
prometida, la tierra de la Biblia. Y
cuando, a raíz del impacto del caso
Dreyfus, los Judíos integrados se
pusieron a su vez a soñar con un nuevo
exilio fuera de Europa, pareció que
llegaba el momento de hacer posible lo
que aún no era más que una utopía. No
es de extrañar, pues, que en estas
condiciones los primeros en emigrar
fueran los religiosos del Este, en busca
de una tierra santa, ni que éstos entraran
pronto en conflicto con los otros
emigrantes, laicos conservadores o
socialistas, que aspiraban a construir un
Estado-nación. Así tuvieron lugar, entre
1882 y 1940, las cinco grandes
aliyot[146] preestatales que dieron lugar
a la fundación del Estado de Israel, un
Estado a la vez laico, religioso y
democrático.
Herzl era evidentemente el hombre
clave del momento. Vienés extraño y
medio loco, hizo realidad lo que no
había sido más que un sueño, del mismo
modo que Freud, a fines del siglo XIX,
transformó el mundo de los sueños en un
lugar de deseo, con objeto de
desacralizar el oscuro universo de las
predestinaciones y los oráculos.
Herzl pudo ser el iniciador de este
proyecto quizá porque no tenía ningún
conocimiento serio ni de judaísmo, ni de
geografía, ni de la diferencia entre los
Judíos del Este, a los que reprochaba
que propiciasen el antisemitismo, y los
del Oeste, a los que detestaba. La tierra
prometida con la que soñaba —es decir,
Eretz Israel— sólo existía en la
tradición bíblica y particularmente en la
Mishná. Ahora bien, Herzl apenas
conocía la Biblia y muy poco el Talmud.
Hablaba alemán, húngaro, inglés y
francés, pero muy poco yiddish y menos
hebreo. No sabía nada de los Judíos
mediterráneos, los sefardíes que
hablaban árabe, ya instalados en
Palestina.
Pero deseaba esa tierra como lugar
de una posible regeneración de los
Judíos y de él mismo: no una tierra
sagrada, heredada directamente de la
leyenda de los antiguos hebreos, sino
una tierra conquistada en la que
pretendía construir un Estado-nación
según el modelo de los Estados
europeos de los que quería huir y de la
que le preocupaba poco que estuviera
poblada por sus «auténticos» habitantes:
los árabes de Palestina. En realidad,
Herzl soñaba con una tierra mítica cuyo
recuerdo se había transmitido en el
mundo judío de generación en
generación, desde que los romanos
habían tratado de erradicar el judaísmo
de Judea, dando a ésta el nombre de
Syria Palestina.
Su obsesión acabó por tener razón
frente a la realidad y su negación de la
realidad fue más inflexible que todas las
formas de racionalidad. En pocos años
(entre 1896 y 1904), movido por la
fuerza de su imaginación y la tenacidad
de su deseo, consiguió transformar un
mito en una realidad, una tierra soñada
en
un
Yishuv
(comunidad
de
colonos[147]) y hacer verosímil en su
presente y para el futuro la creación de
un «Estado para los Judíos» —o Estado
de los Judíos (Judenstaat)— sin haber
tenido siquiera que inventar la palabra
sionismo[148]: «Este sencillo deseo de
obrar», escribe Hannah Arendt, «fue un
elemento de una novedad tan
sorprendente, un elemento tan totalmente
revolucionario en la vida judía que se
extendió como un incendio forestal. La
duradera grandeza de Herzl consiste
precisamente en su deseo de hacer algo
acerca del problema judío, en su deseo
de obrar y resolver el problema en
términos políticos.»[149]
Después de fundar en Basilea, en
1897, la Organización Sionista Mundial,
tropezó con una viva oposición por
parte de la élite judía de las ciudades
europeas, de los bancos y de todos los
que preferían la diáspora al exilio, pero
no dudó en movilizar contra ellos el
lenguaje del antisemitismo más vil
tratándolos de Mauschel[150]: «El
Mauschel es antisionista. Lo conocemos
desde hace mucho tiempo y sólo con
mirarlo, sin acercarnos siquiera y menos
aún, el cielo nos perdone, tocarlo, basta
para ponernos enfermos […]. Pero, a
propósito, ¿quién es el Mauschel? Un
individuo,
queridos
amigos,
un
personaje que aparece regularmente, el
temible compañero del Judío, del que es
tan inseparable que siempre se toma al
uno por el otro […]. El Mauschel es una
nauseabunda desfiguración de la
naturaleza humana, algo incalificable,
bajo y repugnante […]. El Mauschel es
la maldición de los Judíos. En nuestros
días no basta ya con alejarse de la
religión para desembarazarse del
Mauschel. Es la raza lo que se pone en
tela de juicio.»[151]
El golpe demoledor de este hombre,
que amaba tanto a los antisemitas, fue
inspirarse en Moses Hess y en Pinsker
para acendrar de algún modo la idea
bíblica de la unicidad del pueblo judío e
imponerla mediante la célebre fórmula
del Estado de los Judíos: «Somos un
pueblo, un solo pueblo [ein Volk].»
Con unas palabras que tendrán
fortuna, Herzl llamaba así a los Judíos
diseminados por el mundo a entrar en la
Historia, a abandonar su inmovilismo,
su insistencia en la memoria judía y en
el autoodio; puesto que los consideraba
un pueblo, su pueblo, los invitaba a
emanciparse por su propia cuenta, a
concebirse parte de una nación y de un
Estado con el mismo derecho que los
demás pueblos: «¿Qué es el sionismo y
qué quiero hacer?», dirá en 1899. «Lo
que quiero es dar a los Judíos de todas
las naciones un rincón del mundo donde
puedan vivir en paz, donde ya no sean
acosados, humillados y despreciados
[…]. Quiero, por último, librarlos de
esta mugre moral; que puedan utilizar
sus verdaderas dotes intelectuales y
morales y que mi pueblo no sea ya el
“sucio Judío”, sino el pueblo ilustrado
que por fin puede ser.»[152]
Fundador del sionismo político, no
estuvo más que una vez en Palestina, en
1898, pero desde Europa, donde no dejó
de ganar adeptos, hizo de la cuestión
judía una cuestión nacional, creando una
nueva patria, definiendo ya, antes
incluso de todo proceso de emigración
organizada, lo que sería la instalación
de los Judíos en el nuevo territorio. En
su libro explicaba cómo se organizarían,
a través de la Jewish Company, el
transporte
de
pobladores,
la
construcción de viviendas, la modalidad
del hábitat, la adquisición de tierras y,
finalmente, los nuevos estilos de vida
necesarios para construir un Judío
depurado, soberbio y magnífico, capaz
de liberarse de todas las humillaciones
que habían sufrido sus antepasados
desde el origen de los tiempos.
También estaba dispuesto a ayudar a
las potencias imperiales en su vasta
empresa de colonización y a hacer del
nuevo hogar enclavado en el corazón del
mundo árabe el aliado del dominio a
perpetuidad de Occidente sobre Oriente:
«Un fragmento de muralla frente a Asia
[…] el centinela de la civilización frente
a la barbarie.»[153]
En 1902 incluso se atrevió a
publicar un relato[154] en el que
imaginaba la Palestina futura como un
modelo de sociedad basada en la
cooperación, sin ejército ni cárceles.
Describía en él la armonía perfecta
existente entre los Judíos y los naturales
del lugar y contaba que éstos se sentían
muy contentos de integrarse en una
sociedad mayoritariamente judía, pues
les permitía conservar sus costumbres y
su religión. A causa de este escrito fue
atacado por Ahad Haam[155], partidario
de un sionismo espiritual y por lo tanto
de la conservación de un judaísmo no
«diaspórico» en tierra santa antes que de
la creación de un Estado europocéntrico
para los Judíos. Aunque Herzl se dejaba
llevar por un sueño idílico que hará
decir a sus detractores que «no se daba
cuenta de que había árabes en
Palestina», estos detractores, a pesar de
ser mucho más realistas, no abordaban
más que él la cuestión, crucial en el
futuro, de la presencia árabe en aquella
tierra. Y cuando Max Nordau, al
defender a Herzl, les acuse de hablar de
los árabes igual que los antisemitas o
los adeptos de la Inquisición, tampoco
él aportará ninguna solución al
problema[156]. También él era, frente a
Ahad Haam, partidario de crear en
Palestina un Estado de corte europeo y
no un foco centrado en el particularismo
hebraico.
Todas estas polémicas muestran
claramente que el sionismo tuvo su
papel en la conquista colonial y que es
así como los árabes enfocaron el
proyecto. Por eso es difícil sostener que
el sionismo como tal y en sus diversos
componentes
(cultural,
religioso,
político, espiritual) no es más que una
coartada del colonialismo. Nacido de
una respuesta a una situación vivida
como intolerable, el sionismo no buscó
realmente ni someter a pueblos
indígenas considerados inferiores ni
imponerles una cultura o una
civilización. Sólo tenía por objetivo
instalar a «un pueblo sin tierra en una
tierra sin pueblo»[157]. Y al margen de lo
que hayan podido decir sus diferentes
representantes —unos favorables a la
coexistencia, otros a la exclusión—, el
proyecto contenía en potencia su propia
negación. Los Judíos, pueblo sin tierra,
supieron adaptarse, al realizar el
proyecto sionista, a una tierra ocupada
por otro pueblo. Prolongación de la
tragedia: una tragedia judía.
Revolución identitaria interna en la
historia de la conciencia judía, rebelión
contra la memoria judía hecha de
«lamentaciones», el sionismo fue a la
vez un fenómeno colonial, dado que se
proponía apoderarse de un territorio
contra la voluntad de sus habitantes, y un
proceso de autodescolonización, puesto
que su objetivo fue que los Judíos
accedieran a una nueva forma de
emancipación. De este modo, como ha
subrayado Alain Dieckhoff, se inscribía
«en la larga línea de movimientos de
defensa frente a las persecuciones
religiosas que habían conducido a los
puritanos a América del Norte o a los
calvinistas holandeses a África del
Sur»[158].
Sólo que esta experiencia es única
en el mundo. Pues al concebirse como
nación y luego al aceptar la creación, en
1917, de un foco nacional, preludio de
la fundación de un Estado en 1948, los
Judíos europeos comprometidos con el
sionismo,
mezcladas
todas
las
tendencias, obedecieron en definitiva a
la conminación de los antisemitas, que,
desde fines del siglo XIX, no habían
hecho más que expulsarlos de todos los
países de Europa. Y al mismo tiempo, al
pasar de la condición de parias a la de
conquistadores, no pudieron menos de
convertirse, desde el punto de vista de
los pueblos expulsados de sus tierras, en
perseguidores y por lo tanto en
colonialistas. Y después de haber sido
reducidos por los nazis a menos de la
mitad, víctimas de un espantoso
genocidio, serán aún más detestados por
el mundo árabe-islámico, que los
considerará responsables, desde 1948,
de la destrucción del pueblo palestino.
Así como el antisemitismo catapultó
la simiente de una revolución identitaria
de la conciencia judía y de una ruptura
con el ideal de la Ilustración europea,
así el sionismo tuvo por efecto el
despertar del nacionalismo árabe,
promovido al principio por los
cristianos de Oriente, luego, en el
período de entreguerras, por los
musulmanes, y por último, decenios más
tarde, por los islamistas. Es tanto como
decir que el sionismo introdujo en
Oriente, no la paz soñada por Herzl,
sino una guerra perpetua cada vez más
criminal y cuyas consecuencias serán
catastróficas para el conjunto del
mundo.
Desde 1898, Rachid Rida[159]
interpretó la utopía herzliana como una
voluntad de unir a los creyentes con
fines políticos. Y como era partidario de
un califato árabe, es decir, de un
proyecto de unión de todos los
musulmanes del mundo para concentrar
su poder espiritual y político en el
islam, dijo inspirarse en el sionismo
para perfeccionar su visión moderna del
nacionalismo árabe[160].
Sin embargo, el primer análisis
importante del sionismo que se hizo en
el mundo árabe fue realizado en 1905
por un cristiano maronita, admirador de
Barrès y enemigo del «peligro judío
mundial». Oriundo de Jaffa, educado en
Francia, funcionario del sanjacado[161]
de Jerusalén y fundador, junto con
Eugène Jung, antiguo administrador
francés en Tonkín, de la Liga de la Patria
Árabe, Nagib Azoury es famoso por
haber escrito unas líneas premonitorias,
de un tono altamente hegeliano, en el
preámbulo de una obra apenas leída en
su época: Despertar de la nación árabe
en el Asia turca: «Dos fenómenos
importantes de la misma naturaleza y sin
embargo opuestos, que todavía no han
llamado la atención de nadie, se
manifiestan en este momento en la
Turquía asiática: son el despertar de la
nación árabe y el esfuerzo de los Judíos
por reconstruir a gran escala el antiguo
reino de Israel. Estos dos movimientos
están destinados a combatirse a
perpetuidad, hasta que uno de los dos
venza al otro. Del resultado final de esta
lucha entre dos pueblos que representan
dos principios contrarios dependerá la
suerte del mundo»[162].
Dos
principios
opuestos
y
destinados a enfrentarse hasta el infinito,
hasta que llegue la muerte: una auténtica
tragedia que además dará origen a un
conflicto sin fin en el que las dos partes
enfrentadas —palestinos e israelíes—
tendrán sus propias razones, tan
legítimas unas como otras, como los
griegos y los troyanos en el poema de
Homero. Imposible elegir un campo en
contra del otro, dado que ninguno de los
dos tiene otra opción que vivir con el
otro; o morir con el otro.
Al mismo tiempo que este combate
perpetuo, se desarrolla otra lucha, más
salvadora en apariencia, pero también
más tenebrosa: ésta tiene lugar en el
seno del pueblo judío. Sus premisas se
encuentran en un pasaje del Génesis que
describe el combate nocturno de Jacob
con el ángel. Solo en la noche, el hijo de
Isaac y nieto de Abraham lucha hasta el
alba con un misterioso adversario cuyo
sexo desconoce y del que no sabe que es
a la vez Dios y el emisario de Dios
(Elohim y el ángel). Al comprobar que
no vencerá al hombre, el ángel le golpea
en la articulación del muslo y lo deja
cojo. Al amanecer, mientras busca la
forma de escapar, Jacob le pide que lo
bendiga a cambio de revelarle su
nombre. El ángel le dice: «No te
llamarás ya en adelante Jacob, sino
Israel, pues has luchado con Dios y con
hombres y has vencido.»[163]
Vencedor de su adversario, pero
herido de por vida, el tercer patriarca
encarna la idea de que la más alta
victoria del hombre es la que obtiene
sobre sí mismo, sobre su arrogancia, su
voluntad de poder, temática recogida
por Freud. Y el nombre de este
personaje —Jacob vencido y vencedor
— es el que se dará en 1948 al Estado
de los Judíos soñado por Herzl: Israel.
Un Estado condenado a un combate
perpetuo contra los hombres y en lucha
continua consigo mismo.
Si una trama secreta une el Estado
de los Judíos con la lucha de Jacob y el
ángel, otra trama, no menos misteriosa,
relaciona a fines del siglo XIX los
destinos de Joris-Karl Huysmans,
Marcel Proust y Oscar Wilde. Marcados
por el decadentismo, estos tres
escritores tienen en común el haber
inventado tres personajes que, cada cual
a su manera, se inscriben en la larga
historia de los perversos, donde se
encuentran
mezcladas
las
configuraciones mixtas de lo abyecto y
lo sublime: los Judíos, los sodomitas,
los criminales sexuales, los anormales,
los marginados, los místicos, los locos,
los creadores rebeldes.
Identificado con su retrato, que es de
una belleza pasmosa, Dorian Gray se
entrega secretamente al vicio y al
crimen, mientras lleva una vida fastuosa
y conserva los rasgos de su eterna
juventud. Cae en la abyección cuando
lee A contrapelo, cuyo protagonista,
Jean Des Esseintes, se ha retirado del
mundo después de haber llevado una
existencia malsana. Rodeado de objetos
preciosos y de flores exóticas, se ha
metamorfoseado en un perseguido
voluntario dedicado totalmente a una
beatitud diabólica que lo ha conducido a
la
autoaniquilación.
Robert
de
Montesquiou, célebre dandy parisino
del que Des Esseintes había sido el
doble literario, servirá de modelo a
Palamède de Guermantes, barón de
Charlus, personaje clave de En busca
del tiempo perdido, a su vez heredero
del Vautrin de Balzac y principal
encarnación de la «raza maldita» de los
sodomitas[164]. Afeminado, empolvado,
avergonzado de su vicio, Charlus
desprecia a los débiles, siente un placer
enfermizo destruyendo amistades y goza
vengándose de quienes no le han
ofendido. Odia a los Judíos, a los que
acusa de destruir la sociedad, lo que no
le impide frecuentar a Charles Swann,
ferviente defensor del capitán Dreyfus y
algunos de cuyos rasgos psicológicos —
sobre todo el masoquismo— se tomaron
de Herzl.
Y, para que se comprenda mejor
hasta qué punto los «sodomitas» forman
un pueblo universal, capaz a la vez de
integrarse en todos los demás y de
concebirse como una comunidad basada
en una diferencia electiva, los compara
con otra «raza maldita», los Judíos,
también ellos identificados por los
antisemitas con los invertidos[165]. Al
igual que los Judíos, los «sodomitas»,
según Charlus, son seres dobles,
víctimas de un eterno combate consigo
mismos. Y, al igual que los sionistas,
sueñan con reconstruir su ciudad de
origen: Sodoma. Pero en cuanto lleguen,
profetiza Charlus pensando en los
Judíos, abandonarán la ciudad para no
tener el aspecto de sus habitantes, se
casarán y tendrán queridas. No irían a
Sodoma más que los días de suprema
necesidad. Todo sucederá en la tierra
prometida como en Londres, en Roma,
en Petrogrado o en París.
Max Nordau, médico y periodista
vienés, instalado en París en 1880 y
corresponsal, como Herzl, de la Neue
Freie Press, dará una versión infame y
grotesca de este decadentismo que le
fascinaba, porque le parecía que
comportaba los estigmas de un autoodio
ontológico, en una obra realmente
perversa, Degeneración[166], que, al
igual que La Francia judía, será un gran
éxito de librería en la última década del
siglo XIX.
Alumno de Jean-Martin Charcot, con
el que defendió su tesis doctoral en
medicina, sobre la histerectomía,
Nordau admiraba sobremanera no sólo
al alienista Bénédict-Augustin Morel,
acuñador del término, sino también y
principalmente a Cesare Lombroso, gran
maestro italiano de la criminología,
socialista y judío, que se inspiró en el
darwinismo para elaborar su idea del
«criminal nato». Según él, el crimen era
fruto de una disposición instintiva
propia de ciertos sujetos que, en vez de
evolucionar normalmente, regresaban
hacia el estado animal. Basándose en
esta «constatación» sin fundamento
científico, Lombroso había extendido su
tesis a todos los fenómenos humanos y
sociales, convencido de que el «genio
creador» era de la misma naturaleza que
el «genio criminal».
En realidad, la doctrina de la
degeneración hereditaria había invadido
todos los dominios del saber en esta
época. Aspiraba a aplicar el análisis de
los fenómenos patológicos —locura,
crimen, neurosis, neurastenia— a la
observación de «estigmas» reveladores
de «taras» sociales o individuales cuya
consecuencia era la degradación de la
humanidad y la decadencia de la nación.
Partiendo de esta base se podían trazar
dos caminos antagónicos: uno llevaba al
genocidio y la eugenesia[167], el otro a la
higiene y la reparación. Por un lado, la
selección y la erradicación para
preservar la «buena raza», por el otro la
redención basada en la regeneración de
las almas y los cuerpos.
La tesis de la degeneración
impregnó con tanta intensidad a los
Judíos europeos que para escapar a su
origen no se contentaron ya con cambiar
de nombre. Convencidos de ser
portadores de los estigmas de su «raza»,
los más adaptados comenzaron a
recurrir a la cirugía plástica, en
expansión desde la Primera Guerra
Mundial, para modificar ciertos rasgos
faciales, sobre todo la nariz y las orejas.
Seguidor de esta doctrina, Nordau se
dedicó a fustigar en toda su obra las dos
lacras fin de siècle que él consideraba
responsables de la decadencia de la
cultura europea: el egotismo y la
imbecilidad. Y arremetió contra todos
los escritores de su tiempo —Zola,
Ibsen, Huysmans, Wilde, Nietzsche y
Mallarmé— a los que se acusaba de
producir obras malsanas, de corromper
el espíritu de los lectores y de
arrastrarlos por la pendiente funesta del
crepúsculo de los pueblos. Llegó
incluso a condenar sus rasgos físicos,
que él tenía por repugnantes, con
términos idénticos a los del discurso
antisemita. Finalmente, fustigó a los
homosexuales,
imaginando
las
catástrofes que se producirían si llegase
el día en que obtuvieran el derecho a
casarse legalmente[168]. Estas posiciones
le valieron la crítica educada pero
categórica de Lombroso, que en ningún
caso, afirmó, había tratado de
descalificar las obras de los ingenios
literarios modernos. Por el contrario,
recordó, las había elogiado…
Cuando se encontró con Herzl, en
1896, Nordau se comprometió con
fervor con el sionismo político. Pasando
de la condena de la degeneración al
culto a la regeneración, se convenció de
que el antisemitismo era una bendición
para los Judíos europeos, olvidando que
había afirmado que las naciones
pequeñas no podrían sobrevivir nunca a
la competencia de las grandes,
organizadas en imperios.
Gracias a Drumont, era posible,
según Nordau, construir un Judío nuevo,
liberado de los oropeles de una
judeidad de diáspora, un Judío «viril» y
no ya «afeminado», un Judío dotado de
las cualidades del ario, capaz de
cultivar los campos, de vivir al aire
libre, de practicar deportes: «Sin
Drumont», afirmó en 1897 en La Libre
Parole, «nunca me habría sentido judío.
No voy a la Bolsa y desde los catorce
años no he puesto los pies en una
sinagoga […]. Pero los libros de
Drumont me han transformado por
sugestión. Gracias a él, me he
encontrado a mí mismo […]. ¿Qué hay
[…] en el fondo de las doctrinas de
Drumont? Una idea nacionalista. El
antisemitismo
francés
querría
renacionalizar Francia, el sionismo
quisiera renacionalizar Israel. Cada cual
en su esfera, perseguimos el mismo
objetivo. Démonos la mano.»[169]
A pesar de su éxito, el libro de
Nordau no tardó en caer en el olvido,
después de haber sido muy bien acogido
por Charles Maurras: «Ha dicho usted la
palabra exacta sobre la situación actual
de nuestra Europa. No hay otras, es
Degeneración. Puede aplicarse casi en
todas
partes
[…].
Sí,
todos
degenerados: los parnasianos y los
simbolistas, los decadentes y los
egotistas, los místicos prerrafaelitas y
los místicos tolstoianos, los ibsenianos,
los wagnerómanos […]. Todo este
maravilloso mundo es un mundo de
verborreicos y degenerados. Están
condenados a perecer y ya están
muertos.»[170]
Sin embargo, sería un error ver en la
prosa de Nordau la prefiguración de la
idea de «arte degenerado» que
concibieron los nazis en 1937. Cercano
a las tesis hereditarias de la
psicopatología de fines del XIX, Nordau
fomentaba la regeneración y no la
erradicación. En este sentido, volvía a
conectar con el espíritu de la Ilustración
que había rechazado anteriormente. Sólo
que esta prosa se había vuelto realmente
ilegible y a Freud se debió el haber
reducido a humo la doctrina de la
degeneración, que pese a todo
compartían todos los psicólogos de su
época.
Aliado y amigo de Herzl, Nordau
desempeñó un papel central en la
construcción del ideal sionista del nuevo
Judío. Y aunque se opuso a los
partidarios de un sionismo más global,
no por ello dejó de pensar que el pueblo
judío debía su «inmortalidad» a la
perennidad de un «secreto» transmitido
de generación en generación: el orgullo
judío. Su concepción organicista de la
evolución de las sociedades no le
impidió abrazar el imaginario propio
del sionismo, según el cual la historia
mítica procedente de la alta autoridad
bíblica debía ponerse al servicio de una
política nacionalista. Mediante la
invención de una nueva noción de
pueblo judío, se trataba, tanto para Herzl
como para Nordau, de convertir en
historia lo que no era más que una
gigantesca fantasía sobre los orígenes,
con objeto de hacer entrar a los Judíos
en la política.
Al «un solo pueblo» únicamente le
faltaba, ya localizada la tierra, unirse
una vez más, imponiendo a los «Judíos
nuevos» una lengua nueva. Tal fue la
obra de Eliezer Ben Yehouda, Judío
lituano (nacido Perlman) que transformó
el hebreo, lengua muerta de la Torá, en
una lengua franca, el hebreo hablado,
que fue adoptado en 1907 como lengua
oficial del movimiento sionista. Con el
árabe y el inglés, se convertirá, bajo
mandato británico, en una de las tres
lenguas oficiales del país.
Con cada aliyah, los inmigrantes
adquieren la costumbre de transformar
el patronímico. La hebraización de los
nombres se convierte para ellos en una
forma de romper con su judeidad de
origen, fuente de humillación, y de
sentirse por fin orgullosos de ser judíos,
física e intelectualmente. Así se instauró
una ruptura entre dos modalidades de
ser judío: por un lado los sionistas,
contrarios al «alma de la diáspora», por
otro los Judíos de la diáspora, hostiles
al nacionalismo, y tanto unos como otros
soñando, según la época, con pasar de
una condición a otra.
Los herederos de los dos padres
fundadores no cesaron de despellejarse
entre sí, pero la idea de regeneración se
había abierto camino y el sionismo
ideado por Herzl y Nordau se ramificó
en múltiples corrientes enfrentadas que
ponían de manifiesto tanto su vitalidad
como sus contradicciones: liberales,
marxistas,
espiritualistas,
socialdemócratas,
religiosos
y
revisionistas (ultraderecha), es decir, no
sionistas o antisionistas.
Ciudadano
del
imperio
austrohúngaro y residente en París,
Nordau pasó a ser súbdito de un país
enemigo en 1914. Así que se vio
obligado a abandonar Francia para
refugiarse primero en España y luego en
Gran Bretaña. Fue testigo, como Zweig
y Freud, del desmantelamiento de los
imperios centrales y del ocaso de ese
mundo europeo con cuyo final tanto
había soñado, sin ni siquiera darse
cuenta de que se había distanciado de él.
No comprendió la evolución política de
la nueva generación de militantes para
los que el sionismo era también un
asunto intelectual, cultural y espiritual.
Antes de que terminara la Primera
Guerra Mundial, el orbe árabe,
enardecido por el belicoso impulso del
inolvidable
Thomas
Edward
Lawrence[171],
utopista
europeo
enrolado como coronel en el ejército
inglés, esperaba que las potencias
victoriosas favorecieran el crecimiento
de un nacionalismo que pudiera
conducirlo a la independencia. Pero en
virtud de los acuerdos secretos firmados
en mayo de 1916 por Mark Sykes y
François Georges-Picot, Francia y Gran
Bretaña se comprometieron, con la
participación de Rusia, a orquestar una
política de desmembramiento colonial
del imperio otomano que fue
denunciada, nada más estallar la
Revolución de Octubre, por el nuevo
gobierno bolchevique.
Los británicos querían Palestina, el
Mar Rojo y el Golfo Pérsico, y los
franceses el Líbano y Siria. Deseoso de
perpetuar el monopolio británico sobre
la región, Lloyd George hizo suya la
tesis del derecho de los pueblos a
decidir su destino, tesis cara al
presidente Wilson, con la esperanza de
acelerar la entrada de Estados Unidos en
la guerra. De este modo apoyó el
nacionalismo
árabe,
aunque
favoreciendo la expansión del sionismo.
Empeñada por su parte en salvaguardar
los Santos Lugares y en proteger a los
cristianos de Oriente, Francia se vio
entonces obligada a aceptar la
hegemonía inglesa, aunque apoyando a
los nacionalistas árabes, que le eran
hostiles, y no a los sionistas.
En este contexto, el 2 de noviembre
de 1917, Sir Arthur Balfour, ministro
británico de Asuntos Exteriores,
escribió una carta al barón de
Rothschild, con el consentimiento de
Jaim Weizmann[172], en la que anunciaba
la creación de un foco nacional judío en
Palestina, preludio de la futura
fundación de un Estado. Así, el pueblo
inglés daba a un pueblo sin tierra la
tierra de un tercer pueblo, tierra poblada
a la sazón por campesinos árabes,
explotados por funcionarios turcos[173].
El
mandato
británico
fue
oficializado por la Sociedad de
Naciones en abril de 1922. Ni los
árabes ni los colonos judíos de Palestina
quedaron satisfechos con este nuevo
reparto territorial que en realidad los
dividía. A pesar de los encuentros entre
Faisal, Lawrence y Weizmann, que
querían unificar sionismo y «arabismo»
y encontrar una solución práctica a la
situación real de los Santos Lugares[174],
y a pesar del angustioso llamamiento a
la unidad lanzado por Elie Eberlin,
discípulo de Bernard Lazare, los dos
pueblos acabaron enfrentados bajo la
férula de las potencias europeas: no les
quedaba ya más que aprender a vivir
juntos o destruirse desde dentro o desde
fuera.
Gershom Scholem[175] juzgó con
severidad la aceptación de este estado
de cosas por parte del sionismo: «El
sionismo ha concretado su posición,
libremente o coaccionado. En realidad,
libremente, al ponerse al lado de las
potencias en declive y no al de las
fuerzas en expansión […]. ¿Puede un
movimiento de renacimiento nacional
contentarse con ponerse a la sombra de
los vencedores en la guerra? […]. El
sionismo será barrido por el
imperialismo o será consumido por las
llamas de esta revolución que viene de
Oriente». Ésta fue también la posición
de Martin Buber y de Hannah
Arendt[176].
Durante todo su mandato los
británicos no dejaron de inclinar su
política en favor del nacionalismo
árabe, mientras los Judíos, en sucesivas
olas migratorias y víctimas del
antisemitismo europeo, encontraban
refugio en la nueva patria inventada por
Herzl[177]. Desde 1927, la traducción al
árabe de Los protocolos de los sabios
de Sión causó estragos en las filas de
los antisionistas de Oriente Próximo,
que poco a poco adoptaron las tesis
emanadas del antisemitismo europeo. Y
más aún porque los propios sionistas no
habían dejado de desacreditar en ningún
momento a los Judíos de la diáspora,
tratándolos de viles «cosmopolitas»
apegados a las «potencias del dinero».
En 1939, la inmigración judía fue
suspendida
oficialmente
en
Palestina[178]; no por ello dejó de existir,
aunque de manera clandestina, durante la
Segunda Guerra Mundial. En esta época
los sionistas empezaron a tomar el
nazismo como significante de referencia,
no sólo para oponerse unos a otros, sino
también para estigmatizar al enemigo
árabe, utilizando así el antisemitismo
como motor de sus conflictos internos y
externos, del mismo modo que Nordau y
Herzl se habían apoyado en Drumont
para reivindicar su orgullo judío.
Fue entonces cuando se produjo la
«catástrofe» en Europa, el monstruoso
paso al acto criminal, descrito por
primera vez en directo el 19 de enero de
1942 por el rabino de Grabow: «Matan
a los Judíos de dos maneras,
fusilándolos y con gas. Al cabo de unos
días se llevan a miles de Judíos de Lodz
y hacen lo mismo con ellos. No piensen
que todo esto lo cuenta un hombre
aquejado de locura. Es, ay, la trágica, la
horrible verdad. “Horror, horror,
hombre, rásgate las vestiduras, cúbrete
la cabeza de ceniza, corre por las calles
y baila”[179]».
4. JUDÍO UNIVERSAL,
JUDÍO TERRITORIAL
En agosto de 1929 se produjeron en
Hebrón algunos tumultos, en el curso de
los cuales los árabes acabaron con una
de las más antiguas comunidades judías
del Yishuv. Ante las reivindicaciones
nacionalistas
de
esta
población
desposeída de su tierra, los dirigentes
de los movimientos sionistas estaban
divididos en relación con la conducta
que convenía seguir. Unos, como
Vladimir Zeev Jabotinsky[180] —
apodado «Vladimir Hitler» por Ben
Gurion—, pensaban que los árabes
estaban marcados por un determinismo
biológico que les impediría por siempre
aceptar la presencia de Judíos y que en
consecuencia había que construir una
«muralla de acero» militar entre las dos
comunidades, mientras que los otros —
militantes de la izquierda socialista—
recomendaban, por el contrario, crear un
Consejo
Legislativo
Palestino,
compuesto a partes iguales por Judíos y
árabes. Era «reconocer a los árabes un
derecho legal sobre Palestina», escribe
Georges
Bensoussan,
«concesión
enorme según los dirigentes judíos,
unánimemente convencidos de que el
derecho histórico de los Judíos no era
comparable al derecho de residencia de
los árabes»[181].
Ni las insurrecciones, ni las
matanzas, ni otras violencias, que no
dejaban de multiplicarse, permitían
resolver el terrible problema del acceso
a los Santos Lugares, prohibidos a los
inmigrantes. Y aunque la prensa hebrea
cargaba con dureza contra los Judíos
ortodoxos de Hebrón, a los que acusaba
de dejarse degollar sin resistencia,
algunos sionistas de derechas, y sobre
todo el célebre Abraham Schwadron,
archivista y coleccionista de autógrafos,
invocaban el respeto a las víctimas sin
aportar pese a ello la menor solución a
la tragedia palestina: «Los santos de
Hebrón», escribe, «[…], que ni siquiera
trataron de defenderse y que no hicieron
nada por matar a ninguno de sus
agresores, murieron de una muerte
absolutamente inmoral.»[182]
En este contexto, Jaim Koffler,
miembro vienés del Keren Hayesod[183],
se dirigió a Freud para pedirle, como a
otros intelectuales de la diáspora, que
apoyara la causa sionista en Palestina y
el derecho de los Judíos a acceder al
Muro de las Lamentaciones. Gracias a la
intervención de Jaim Weizmann, que
quería organizar la enseñanza oficial del
psicoanálisis en Israel, Freud era, desde
1925, miembro del consejo de
administración de la Universidad de
Jerusalén, al igual, dicho sea de paso,
que su discípulo inglés David Eder[184].
Freud, sin embargo, declinó la
invitación de Koffler: «No puedo hacer
lo que usted desea. Mi negativa a
interesar al público por mi personalidad
es inamovible y a la luz de las críticas
circunstancias actuales no me parece
recomendable. Quien quiera influir en la
mayoría debe tener algo clamoroso y
entusiasta que decir y las reservas que
tengo sobre el sionismo no me lo
permiten en mi caso. Los esfuerzos
acometidos libremente cuentan con toda
mi simpatía, estoy orgulloso de nuestra
Universidad de Jerusalén y me alegro de
la prosperidad de que gozan los
poblados de nuestros colonos. Pero, por
otra parte, no creo que Palestina pueda
llegar a ser nunca un Estado judío, ni
que el mundo cristiano, como tampoco
el mundo islámico, esté dispuesto algún
día a poner los Santos Lugares bajo la
custodia de los Judíos. Más sensato me
parecería fundar una patria judía en un
suelo con menos peso histórico; sí, ya sé
que para un proyecto tan racional jamás
se podría contar con el entusiasmo de
las masas ni con la cooperación de las
clases pudientes. Admito también, con
pesar, que el fanatismo poco realista de
nuestros compatriotas tiene su parte de
responsabilidad en el despertar de la
desconfianza de los árabes. No puedo
sentir ninguna simpatía por una piedad
malinterpretada que hace de un
fragmento de la muralla de Herodes una
reliquia nacional y que por ella se
enfrenta a los sentimientos de los
habitantes del país.
»Juzgue usted mismo si con un punto
de vista tan crítico soy la persona
indicada para desempeñar el papel de
consolador de un pueblo quebrantado
por una espera injustificada.»[185]
Es evidente que la carta del
fundador del psicoanálisis disgustó a los
miembros del Keren Hayesod, porque en
otra carta, dirigida a Abraham
Schwadron, Koffler subrayaba: «La
carta de Freud, a pesar de su sinceridad
y su estilo cordial, no nos es favorable.
Y como aquí, en Palestina, no hay
secretos, es probable que salga de la
colección de autógrafos de la Biblioteca
de la Universidad para hacerse pública.
Ya que no puedo ser útil al Keren
Hayesod, por lo menos no quisiera
perjudicar a su causa. Si desea usted, a
título personal, leer ese manuscrito, para
devolvérmelo a continuación, se lo
mandaré con el doctor Manka Spiegel,
que hará un viaje de turismo por
Palestina».
Schwadron respondió en hebreo a
Koffler, a modo de posdata a la carta
que escribió a éste: «Sí, no hay ningún
secreto en Palestina, pero como no estoy
naturalizado, mi colección no recibe
ayudas y apenas es consultada por el
público […]. Ni enseñada ni entregada a
quien sea, es decir, para ser más
exactos, a un no sionista, me libera de
mi responsabilidad: le “ordeno como
los mensajeros celestes (Daniel 2, 14)
que se dé prisa”. Le prometo, en nombre
de la Biblioteca, que “ningún ojo
humano la verá” (Job 7, 8).»[186]
La promesa de que ningún ojo
humano vería la carta, considerada
desfavorable a la causa sionista, fue
respetada durante unos sesenta años.
Pero como la mejor forma de ocultar un
documento es destruirlo, esta carta, por
el hecho mismo de que sobre su
localización y su existencia pesara
cierto misterio, dio lugar a múltiples
rumores. En realidad no contenía más
que un secreto a voces, porque Freud se
había manifestado sobre el particular en
otras ocasiones. Así, el mismo día (26
de febrero de 1930) escribió a Albert
Einstein para decirle exactamente lo
mismo: que detestaba la religión, que
era escéptico a propósito de la creación
de un Estado judío en Palestina, que se
solidarizaba con sus «hermanos»
sionistas —a veces los llamaba
«hermanos de raza»— y que simpatizaba
con el sionismo, con cuyo ideal no
comulgaba, sin embargo, en razón de sus
«sacrosantas extravagancias»: «Quien
quiera influir en la masa debe tener algo
clamoroso y entusiasta que decir y mi
moderada opinión sobre el sionismo no
discurre en ese sentido».
Freud se declaraba orgulloso de
«nuestra» universidad y de «nuestros»
kibutzim, pero no creía en la creación
de un Estado judío, porque, repetía, los
cristianos y los musulmanes nunca
aceptarían confiar santuarios a los
Judíos.
También
deploraba
el
«fanatismo poco realista de nuestros
hermanos judíos», que contribuía a
«despertar la desconfianza de los
árabes»[187].
Para señalar, por lo demás, que
seguía
solidarizándose
con
las
iniciativas sionistas —y más aún
después de la llegada al poder de los
nazis—, Freud, con ocasión del
decimoquinto
aniversario
de
la
fundación del Keren Hayesod, no dudó
en enviar a Leib Jaffé una carta de
elogio: «Le aseguro a usted que sé muy
bien hasta qué punto su fundación es un
instrumento eficaz, potente y beneficioso
para la instalación de nuestro pueblo en
la tierra de sus antepasados […]. Veo
ahí un signo de nuestra invencible
voluntad de vivir, que lleva ya dos mil
años enfrentándose a una opresión
asfixiante.»[188] En 1934, se alegró de
que el sionismo no fuera un pretexto
para resucitar la antigua religión y
manifestó cierto entusiasmo por la
posible creación de un Estado laico.
En resumen, Freud prefería su
posición de Judío de la diáspora,
universalista y atea, a la de guía
espiritual apegado a una nueva tierra
prometida: «Aunque les doy las gracias
por haberme acogido en Inglaterra,
quisiera pedirles que no me trataran
“como a un guía de Israel”. Desearía ser
considerado únicamente un humilde
hombre de ciencia y de ningún otro
modo. Aunque soy un buen Judío que
nunca ha renegado del judaísmo, no
puedo olvidar mi postura totalmente
negativa hacia todas las religiones,
comprendido el judaísmo, lo cual me
diferencia de mis colegas judíos y me
incapacita para el papel que ustedes
quieren adjudicarme.»[189]
Freud estaba al corriente del gran
movimiento regeneracionista de los
Judíos que habían inaugurado los padres
fundadores. Conocía a sus hombres y sus
ideas. Pero aunque nunca hubiera
renegado de su judeidad, no concebía
que el regreso a la tierra de los
antepasados pudiera aportar ninguna
solución al problema del antisemitismo
europeo. En este sentido, cabe señalar
su intuición magistral al sugerir que la
cuestión de la soberanía sobre los
Santos Lugares estaría un día en el
centro de un conflicto casi irresoluble,
no sólo entre los tres monoteísmos, sino
también entre los dos pueblos hermanos
que vivían en Palestina[190]. Temía, y
con razón, que una colonización abusiva
terminase por enfrentar, alrededor de un
pedazo del muro idolatrado, a árabes
antisemitas y a Judíos racistas.
No se encuentra en Freud ninguna
huella de las grandes imprecaciones que
salpican los discursos de Nordau sobre
el futuro del «nuevo Judío». Para Freud,
los Judíos europeos no eran seres
patológicos, corrompidos por siglos de
opresión. Puesto que nunca había sido
partidario ni de la teoría de la
degeneración ni de la psicología de los
pueblos, no pensaba que sólo el
afincamiento en una tierra fuese capaz
de dotar a los Judíos de un cuerpo
biológico renovado o de un psiquismo
purificado de las presuntas «taras»
resultantes de su envilecimiento.
En 1909, cuando el desdichado Hans
Herzl fue a verlo para pedirle consejo
sobre su futuro, Freud lo instó a
emanciparse del modelo paterno: «Su
padre es un hombre que ha transformado
sueños en realidad», le dijo. «Las
personas de esta clase son escasas y
peligrosas. Yo diría sencillamente que
están en oposición a mi labor
investigadora, que consiste en despojar
a los sueños de su misterio, en volverlos
claros y vulgares. Estas personas hacen
lo contrario, mandan en el mundo
mientras se quedan al otro lado del
espejo psíquico.»[191]
Freud consideraba el sionismo una
utopía peligrosa, pero también una
patología, esto es, una forma de
compensar los sentimientos nacionales
frustrados por el antisemitismo, y
tampoco había dejado de horrorizarse,
cosa lógica, de todas las formas del
autoodio judío, llegando incluso a
pensar que la obra de Theodor Lessing
era una abyección. Sabía, sin embargo,
que el fenómeno existía y lo juzgaba una
enfermedad típicamente judía, sobre
todo entre los vieneses. Veía asimismo
en el complejo de castración la raíz
inconsciente, no sólo del antisemitismo,
sino también del autoodio judío y del
odio a las mujeres: «Pues ya desde muy
pequeño el niño oye decir que a los
Judíos les cortan algo en el pene, un
pedazo de pene, imagina el infantil
sujeto, y esto le da el derecho de
despreciar a los Judíos. Tampoco la
idea de superioridad sobre la mujer
posee más honda raíz inconsciente.»[192]
Por ello, cómodo con su identidad,
sin sentirse humillado como su padre, y
después de haber prometido en la
infancia que lo vengaría, identificándose
con
el
semita
Aníbal,
Freud
recomendaba a todos sus íntimos que no
se convirtieran nunca y aceptaran ser a
la vez judíos y alguna otra cosa. Pues a
sus ojos, la negación de uno mismo,
creyendo en una posible metamorfosis
identitaria, era la peor solución a la
cuestión judía, la cual, por otra parte, no
tenía
ninguna
necesidad
de
«solucionarse». En resumen, lejos de
extraer del antisemitismo la energía
necesaria para aceptar su dictamen y
renunciar a la emancipación interior en
la diáspora, en nombre de un «orgullo
judío» —como hicieron Herzl y Nordau
inspirándose en Drumont—, Freud no se
proclamaba judío más que cuando tenía
que afrontar el prejuicio antisemita y
nunca para evadirse a una tierra
ancestral: «Mi idioma es el alemán»,
dijo en 1926. «Mi cultura, mis escritos
son
alemanes.
Me
consideraba
intelectualmente alemán hasta que
percibí el avance del antisemitismo en
Alemania y en la Austria alemana.
Desde entonces prefiero llamarme
judío.»[193]
Al mismo tiempo, considerando la
judeidad un estado transhistórico —algo
así como «lo propio del Judío»—, veía
en ella una fuente de resistencia a todos
los fenómenos de masificación: «Debía
precisamente a mi naturaleza judía las
dos cualidades que me han sido
indispensables a lo largo de mi difícil
existencia. Por ser Judío me hallé libre
de muchos prejuicios que restringen a
otros en el empleo del intelecto; como
Judío me sentía preparado para formar
parte de la oposición y no estar de
acuerdo con la mayoría compacta.»[194]
Freud compartía, pues, con Hannah
Arendt la idea de que los Judíos estaban
capacitados para invertir su situación y
pasar de su condición de perseguidos a
la de «parias conscientes», que les
permitía someterse en la adversidad y en
consecuencia hacer que toda la
humanidad se beneficiase de la fuerza
caracterológica de una singularidad
rebelde. Reiteró esta afirmación en
1930, en el prólogo para la edición
hebrea de Tótem y tabú: «A ninguno de
los lectores de este libro le resultará
fácil situarse en el clima emocional del
autor, que no comprende la lengua sacra,
que se halla tan alejado de la religión
paterna como de toda otra religión, que
no puede participar de los ideales
nacionalistas y que, sin embargo, nunca
ha renegado de la pertenencia a su
pueblo, que se siente judío y no desea
que su naturaleza sea otra.»[195] Y
añadió que estaba convencido de que
este libro sobre el origen de las
religiones sería acogido favorablemente
en un país que había sabido favorecer el
espíritu del judaísmo moderno y
mantener viva la lengua sacra.
Se equivocaba. A pesar del apoyo
de Weizmann, le fue imposible conseguir
que se enseñase el psicoanálisis en la
Universidad de Jerusalén, tras haber
elegido para ello a Moshe Wulf[196],
instalado en Palestina al mismo tiempo
que Max Eitingon. Y lo que es peor, por
iniciativa de Judah Magnes[197], enemigo
encarnizado de la doctrina freudiana y
partidario de la psicología experimental
heredada del modelo norteamericano,
ésa no obtuvo ningún reconocimiento
oficial, ni siquiera mientras los
psicoanalistas judíos de Europa eran
perseguidos por los nazis y obligados a
emigrar. Más tarde, los mejores
pensadores del país —Gershom
Scholem y Martin Buber entre los más
destacados— olvidaron la obra
freudiana y hubo que esperar al año
1977 para que se crease una cátedra de
psicoanálisis, por iniciativa de Anna
Freud, que favoreció básicamente los
trabajos clínicos de inspiración
anglófona más que las investigaciones
eruditas del corpus freudiano[198].
La tierra prometida en que pensaba
Freud no conoce fronteras ni patria. No
está rodeada de murallas ni tiene
necesidad de alambradas para afirmar
su soberanía. En la interioridad del
hombre, en la interioridad de su
conciencia, está tejida con palabras, con
fantasías y escenas trágicas: Edipo en
Tebas, Hamlet en Elsinor.
Heredero de un romanticismo
convertido en científico, Freud tomó sus
conceptos de la civilización grecolatina
y de la Kultur alemana. En cuanto al
territorio que quería explorar, él lo
situaba en un allá imposible de
delimitar: el de un sujeto desposeído de
su dominio sobre el universo, separado
de sus orígenes divinos, inmerso en la
enfermedad de su yo.
Se comprende entonces por qué
Freud, durante toda su vida, estuvo
preocupado por la posibilidad de que el
psicoanálisis se identificara con una
«ciencia judía», es decir, según él, con
una categoría dependiente de la
psicología de los particularismos. Él lo
definió como una teoría científica y
universal del inconsciente y del deseo.
Freud no quería que su doctrina quedara
encerrada en un gueto, aunque fuera el
regenerado, el prometido por el
sionismo. Él, el Judío infiel, quería unir
en un mismo pueblo, en el seno del
psicoanálisis, a los Judíos y a los no
Judíos, «el aceite y el agua». Y para
demostrar que éste no dependía en
absoluto de un genius loci, estuvo
dispuesto a todo, por ejemplo a confiar
a Carl Gustav Jung, es decir, a un no
Judío abiertamente antisemita, la
dirección
de
la
International
Psychoanalytical Association (IPA), que
había fundado en 1910: «Y por eso es
tanto más valiosa su adhesión. Casi diría
que sólo al sumarse él pudo el
psicoanálisis eludir el peligro de
convertirse en un asunto nacional
judío.»[199] Y de nuevo, en diciembre de
1908: «Nuestros camaradas arios nos
son indispensables, pues de lo contrario
el psicoanálisis sucumbirá a manos del
antisemitismo.»[200]
Pero lo más sorprendente es que, en
1913, cuando Jung abandone el
movimiento para fundar su propia
corriente, Freud, furioso y herido, dará
un viraje completo sin ni siquiera darse
cuenta de su repudio. Durante un tiempo,
efectivamente, atribulado por una
especie de rejudaización imaginaria de
su doctrina, declaró que sólo los buenos
Judíos, es decir, los discípulos del
primer círculo surgido de Mitteleuropa,
serían capaces de conducir bien en el
futuro la política de su movimiento. Pero
al final confió la pesada tarea de dirigir
la IPA a Ernest Jones, el único no Judío
del comité secreto.
En 1917, ya ferozmente anglófilo y
no menos ferozmente antijunguiano, se
declaró favorable a la fundación de un
foco nacional en Palestina, bajo mandato
británico: «Lo único que ahora me
alegra auténticamente es la toma de
Jerusalén y el experimento de los
ingleses con el pueblo elegido.»[201] Hay
que decir que Lord Balfour consideraba
a Freud uno de los más grandes
pensadores de los tiempos modernos.
Por último, en una carta de febrero
de 1926, dice a Enrico Morselli que no
se sentiría avergonzado de que se viese
en el psicoanálisis el «producto directo»
de la «mente judía»: «No estoy seguro
de que su opinión, que considera el
psicoanálisis un producto directo de la
mente judía, sea correcta, mas, si así
fuese, tal hecho no me avergonzaría.
Aunque hace mucho tiempo que estoy
separado de la religión de mis
antecesores, nunca he perdido el
sentimiento de solidaridad con mi
pueblo y me percato con satisfacción de
que se considera usted discípulo de un
hombre de mi raza: el gran
Lombroso.»[202]
Como todos sus contemporáneos,
Freud hablaba de buen grado de «raza
judía», de «semitismo», de «filiación
racial», incluso de «diferencias» entre
los Judíos y los «arios», llamando con
frecuencia «arios» a los no Judíos, lo
que nos indica hasta qué punto se habían
tomado en serio los delirios filológicos
del siglo XIX. Y cuando se enfadaba con
sus primeros discípulos de la Wiener
Psychoanalytische Vereinung (WPV), los
trataba de «Judíos» incapaces de ganar
amigos para la nueva doctrina[203].
Sin embargo, el empleo de estas
expresiones no le condujo nunca a
promover una psicología de la
diferencia. En una carta a Sándor
Ferenczi, fechada en 8 de junio de 1913,
se posiciona sobre esta cuestión en los
siguientes términos: «En cuanto al
semitismo, hay ciertamente grandes
diferencias respecto del espíritu ario.
Tenemos todos los días la confirmación
de esto. Es indudable asimismo que de
uno y otro saldrán concepciones del
mundo diferentes y un arte diferente. Sin
embargo, no debería haber una ciencia
particular aria o judía. Los resultados
deberían ser idénticos y sólo la
presentación podría variar […]. Si estas
diferencias
interfirieran
en
la
concepción científica de las relaciones
objetivas, entonces habría algo que no
cuadraría.»[204]
La relación que mantuvo con Max
Eitingon revela la situación en que se
encontraba en 1933, cuando el
psicoanálisis fue motejado de ciencia
judía, es decir, tres años después de que
dijera que el sionismo era una utopía
peligrosa. Es verdad que había tenido
razón al predecir una andadura compleja
al futuro Estado judío, pero en lo
referente a Europa y sobre todo a
Alemania no fue muy lúcido al optar por
la política de Jones y no por la mucho
más clarividente de su discípulo sionista
y socialista.
Nacido en 1881, en Mohilev,
Bielorrusia, Max Eitingon era hijo de un
rico comerciante en pieles. En febrero
de 1921, después del hundimiento de los
imperios centrales, fundó, por amor a
Freud y al psicoanálisis, la mayor obra
de
su
vida:
el
Berliner
Psychoanalytisches Institut (BPI), primer
instituto educativo, que serviría de
modelo a los que se fundarían
posteriormente en todo el mundo,
integrados en la IPA. En señal de
agradecimiento, Freud le regaló el anillo
de oro que reservaba para los iniciados.
Al cabo de los años, Eitingon
encontró su destino al frente de su
Instituto, organizando además, en el
marco de una policlínica, servicios
terapéuticos
gratuitos
para
los
necesitados (y de pago para los demás
pacientes). En 1930 se había convertido,
según expresión de Ernest Jones, en «el
corazón de todo el movimiento
psicoanalítico internacional».
Sin embargo, a partir de enero de
1933, aislado en el seno del BPI, fue
inducido a dimitir por algunos
psicoanalistas no Judíos —sobre todo
Felix Boehm y Carl
MüllerBraunschweig—, que aprovecharon la
situación para adherirse al nazismo y
ocupar el puesto de los colegas
excluidos por las llamadas leyes de
arianización de la medicina y la
psicoterapia.
Conservador, hostil a la izquierda
freudiana alemana —Otto Fenichel,
Ernst Simmel, etc.— y deseoso de
fortalecer
la
plataforma
anglonorteamericana, Jones se apoyó en
Boehm para favorecer una política de
colaboración con el nuevo régimen. Ésta
consistió en llevar a cabo, bajo el
nazismo, una práctica neutral, por así
decirlo, del psicoanálisis, a fin de
preservar éste de todo contacto con las
demás escuelas de psicoterapia,
integradas ya en el seno del nuevo BPI
«arianizado».
En 1935, en nombre de esta tesis
considerada de «salvaguarda del
psicoanálisis», Jones aceptó presidir en
Berlín la sesión de la Deutsche
Psychoanalytische Gesellschaft (DPG),
en el curso de la cual los Judíos fueron
obligados a dimitir. Un solo no Judío se
negó a tal infamia: se llamaba Bernhard
Kamm. Abandonó la DPG por
solidaridad con los excluidos. Tras
exiliarse poco después, se instaló en la
ciudad estadounidense de Topeka, en
Kansas, en la famosa clínica de Karl
Menninger,
auténtico
punto
de
confluencia de todos los psicoterapeutas
exiliados de Europa.
El psicoanálisis no tardó en
calificarse de «ciencia judía». Los nazis
pusieron entonces en práctica, bajo la
batuta de Matthias Heinrich Göring,
primo del mariscal, un auténtico
programa de destrucción no sólo de los
terapeutas no exiliados, sino también de
su vocabulario, de sus palabras y
conceptos. El epíteto tan temido por
Freud no se aplicó más que a su
doctrina, nunca a las otras escuelas de
psiquiatría
dinámica
fundadas
igualmente por Judíos. Y puesto que el
psicoanálisis era la única doctrina de la
psique que reivindicaba la herencia de
una judeidad sin dios, separada de sus
raíces —y en consecuencia patrimonio
de un humanismo universalista—,
estuvo, en cuanto tal, condenada a la
erradicación.
Fue como si, queriendo exterminar
el idioma y el vocabulario del
psicoanálisis —y no sólo a sus
representantes judíos—, los nazis
hubieran tenido en el punto de mira lo
que había de universal en él. Así como
al exterminar al Judío por ser judío
exterminaban al Hombre, también al
erradicar el idioma del psicoanálisis
tendían a suprimir lo que en esta
doctrina afectaba a la universalidad del
Hombre. En la raíz de toda
manifestación de odio radical, absoluto
y pasional al psicoanálisis descubrimos
siempre el síntoma de un antisemitismo
reprimido o inconsciente.
Hostil a esta línea, Eitingon exigió,
antes de tomar una decisión, que Freud
le expusiera por escrito sus propias
orientaciones. Y Freud respondió con
una carta fechada en 21 de marzo de
1933, en la que subrayaba que su
discípulo podía elegir entre tres
soluciones: 1) cesar las actividades del
BPI; 2) contribuir a su conservación
bajo la férula de Boehm «para
sobrevivir en tiempos desfavorables»;
3) abandonar el barco, a riesgo de dejar
que los junguianos y los adlerianos se
apoderasen de la joya, lo cual obligaría
a la IPA a descalificarla[205].
Por aquellas fechas, Freud había
optado ya por la segunda solución. El 17
de abril se alegró de que Boehm lo
hubiera librado del psicoanalista
Wilhelm Reich, disidente y marxista,
personaje al que detestaba y que fue
excluido de la IPA antes de emigrar a
Noruega y después al otro lado del
Atlántico, y de Harald Schultz-Hencke,
adleriano nazi, que no tardó en volver al
seno del BPI.
Ante tamaña ceguera, consistente en
creer que el psicoanálisis podría
sobrevivir bajo el nazismo, Eitingon
decidió seguir siendo fiel tanto al
freudismo como al sionismo. Sin
reprochar nada a Freud, abandonó
Alemania y se instaló en Jerusalén en
abril de 1934. Allí coincidió con el
escritor Arnold Zweig y fundó una
sociedad psicoanalítica y un instituto
basado en el de Berlín, poniendo así las
bases de un futuro movimiento
psicoanalítico israelí. A pesar de los
esfuerzos de Freud, no obtuvo ningún
apoyo de la Universidad Hebrea de
Jerusalén.
En unos años, la vieja Europa se
quedó sin ninguno de los pioneros
germanófonos
del
psicoanálisis.
Convertidos
en
anglófonos
y
pragmáticos, se vieron obligados a
emigrar a Estados Unidos y, ante la
cólera de Freud, a transformar una
doctrina centrada en la exploración del
inconsciente, la subjetividad y la pulsión
de muerte en un instrumento terapéutico
al servicio de una higiene de la
felicidad: lo contrario de lo que había
constituido la revolución del sentido
íntimo, inventada en Viena a comienzos
del siglo XX por Judíos de la Haskalá,
agrupados alrededor del padre fundador,
el cual, a raíz del Anschluss, no tendrá
más remedio que refugiarse en Londres
con toda su familia.
En el momento de despedirse de sus
discípulos vieneses, que rechazaban la
política de Jones, Freud pronunció estas
palabras: «Cuando Tito destruyó el
primer templo de Jerusalén, el rabino
Yohanán ben Zakai pidió autorización
para abrir en Jabné una escuela
consagrada al estudio de la Torá.
Nosotros vamos a hacer lo mismo. De
todos modos, estamos acostumbrados a
ser perseguidos por nuestra historia,
nuestras tradiciones y algunos de
nosotros por la experiencia personal,
con una excepción». Y Freud señaló
entonces a Richard Sterba, único no
Judío del círculo que, al igual que
Kamm, había dicho no a Jones[206].
Así pues, Freud, que había
rechazado la denominación de ciencia
judía para calificar su doctrina y que
había terminado por aprobar la política
de Jones en Alemania frente a la de
Eitingon, invocaba en Viena, patria del
sionismo y de la teoría del inconsciente,
la tradición del judaísmo, cuando
anteriormente se había declarado el peor
enemigo de la religión y había sido
escéptico respecto de la idea de fundar
un Estado judío en Palestina. Lo que
había salvado al judaísmo, vino a decir
en
1938,
salvará
también
al
psicoanálisis. Transmisión de una
herencia, estudio de los textos,
aceptación del exilio y la dispersión: tal
era el destino judío del universalismo
freudiano, una judeidad sin territorio,
aferrada al saber.
¿Cómo no recordar en este punto esa
escena tan conmovedora que cuenta Elie
Wiesel en La noche? Un día, en
Auschwitz, los SS ahorcaron a un niño
—el pequeño Pipel, con su cara de
ángel— por el simple placer de hacerlo
y obligaron a los prisioneros a
presenciar el acto: «¿Dónde está
Dios?», preguntó un hombre. Y el joven
deportado[207] que había perdido la fe se
dijo: «Está aquí: colgado en esta
horca.»[208] Por este acontecimiento y
por su confrontación con la pulsión de
muerte que le había impulsado a no
querer socorrer ni siquiera a su padre,
que ya agonizaba, y después a verse a sí
mismo como a un cadáver que
sobrevivía, Wiesel sustituyó la pérdida
de Dios por la necesidad de dar
testimonio: rezar es creer en Dios,
escribir es creer en el hombre. En
Auschwitz, como es sabido, los Judíos
decidieron juzgar al Dios que había
permitido aquellas cosas y lo
condenaron a muerte. Después de dictar
sentencia, el rabino invitó a los
presentes a una lectura de la Torá.
Así, aunque Dios haya muerto,
aunque el templo se destruyera, aunque
Viena, cuna del psicoanálisis, se haya
borrado del mapa, queda la transmisión
y en consecuencia la esperanza: el
testimonio, la lectura del texto sagrado,
la conservación de la memoria. Pues lo
que es eterno entre los Judíos no es
Dios, sino el hombre que recuerda, es
decir, el Judío que sabe, capaz de
perpetuar la alianza por la palabra y la
escritura.
A su llegada a Londres, en 1938,
cuando el representante inglés del Keren
Hayesod le pidió una nueva carta de
apoyo, Freud respondió una vez más
diciendo que no. Las persecuciones
antisemitas no habían modificado en
absoluto su opinión. Todavía se
solidarizaba con su pueblo del mismo
modo,
pero
seguía
detestando
igualmente la religión, incluido el
judaísmo, el que pese a todo había
invocado en el momento de poner fin a
la gran aventura vienesa. Pero seguía
negando que la idea de un Estado judío
—o para los Judíos— fuera viable,
precisamente porque un Estado así, al
remitirse a un «ser judío», no podría ser,
a sus ojos, verdaderamente laico.
Escribió a Eitingon: «Yo ya no
entiendo este mundo. ¿No ha leído usted
que en Alemania se preparan para
prohibir a los Judíos que pongan a sus
hijos nombres alemanes? Su única
respuesta debería ser exigir que los
nazis renuncien a esos nombres tan
apreciados como son Johann, Josef y
Maria.»[209]
Si la posición de Freud ante la
política de Jones había sido como
mínimo ambigua, la de su hija Anna lo
fue más todavía. En el congreso de la
IPA que se celebró en París en julio de
1938[210], repitió las palabras de su
padre sobre Ben Zakai delante de todos
los psicoanalistas europeos, cuya suerte
ya estaba echada. Después, en el
discurso de clausura, Jones proclamó el
triunfo de la política de la presunta
«salvaguarda» del psicoanálisis en
Alemania y se felicitó por la
«autonomía» de la nueva DPG. A partir
de aquel día, y a pesar del genocidio,
los diferentes presidentes de la IPA
nunca reconocieron que esta política fue
desastrosa y en todo momento la
presentaron, por el contrario, bajo la luz
más optimista. Hubo que esperar hasta
1985 para que en Alemania se
organizara una exposición sobre este
capítulo del pasado, aunque con la
condición de que el nombre de Jones no
se pusiera en entredicho[211]: esta nueva
censura
tuvo
repercusiones
considerables.
En enero de 1940, cuando Anna
Freud pidió a Eitingon que reuniera las
cartas de su padre, Arnold Zweig envió
a su amigo las que había recibido de
Freud. Con mucha delicadeza, le llamó
la atención a propósito de una fechada
en 10 de febrero de 1937, en la que el
maestro vertía opiniones crueles sobre
Mirra, la mujer de Eitingon. Herido en
lo más hondo, el más lúcido de los dos
en relación con el nazismo y con la
necesidad del psicoanálisis de negarse a
colaborar con lo peor —fueran cuales
fuesen sus modales— no quiso
conservar de Freud otro recuerdo que el
de un ser querido.
Murió tres años más tarde, cuando el
mundo berlinés al que tantos servicios
había prestado no era ya más que noche
y niebla.
Desde 1933, mientras criticaba el
sionismo, aunque felicitándose por sus
éxitos y por haberse equivocado
respecto del nazismo, Freud extrajo, sin
embargo, en un retorno laico a la
historia judía, el fermento de una ética
racional capaz de responder al
hundimiento de la vieja Europa de la
Ilustración. En efecto, fue durante este
período cuando se dedicó a la redacción
de su última obra, Moisés y la religión
monoteísta[212], que apareció el año de
su fallecimiento, en Londres y en
Ámsterdam.
En cierto modo, era una réplica a
Herzl. Éste se había identificado con el
profeta eternamente obligado a combatir
el becerro de oro para ayudar a su
pueblo a salir de la esclavitud, y había
comparado su historia con la tragedia de
un conductor (Führer) que se negaba a
comportarse
como
un
seductor
(Verführer).
En 1922, el historiador berlinés
Ernst Sellin había adelantado la idea de
que Moisés había sido víctima de un
asesinato colectivo, cometido por su
pueblo, que prefería adorar a los ídolos.
Convertida en tradición esotérica, la
doctrina mosaica había sido transmitida
por un círculo de iniciados y fue en este
caldo de cultivo donde nació la fe en
Jesús, profeta asesinado igualmente y
fundador del cristianismo.
No hacía falta tanto para seducir a
Freud, que se sentía fascinado por todas
estas historias sobre el asesinato del
padre. A esto añadió la tesis del origen
egipcio de Moisés, sostenida por
historiadores de la Aufklärung deseosos
de dar una interpretación racional (y no
religiosa) de la historia del profeta.
Según la perspectiva adoptada por
Freud, el texto bíblico no hacía sino
desplazar el origen del monoteísmo a un
tiempo mítico, atribuyendo su fundación
a Abraham y sus descendientes. Alto
dignatario egipcio y partidario del
monoteísmo, Moisés se puso al frente de
una tribu semita, dando así al
monoteísmo una forma espiritualizada.
Y, para diferenciarla de las demás,
introdujo el rito egipcio de la
circuncisión, indicando de este modo
que Dios había elegido, en virtud de esta
alianza, al pueblo escogido por Moisés.
Pero el pueblo no soportaba la nueva
religión, mató al hombre que se
arrogaba el papel de profeta y con el
tiempo reprimió el recuerdo del crimen,
que volvió a repetirse con el
cristianismo.
Freud recogía aquí el hilo de la tesis
del antiguo antijudaísmo cristiano para
interpretarlo a contracorriente de su
enfoque clásico, el del pueblo deicida.
Hizo del judaísmo la religión del padre
y del cristianismo la religión del hijo, y
a los cristianos herederos de un
asesinato reprimido por los Judíos: «El
antiguo Dios, el Dios-padre, pasó a
segundo plano. Cristo, su hijo, ocupó su
lugar, como habría querido hacer en
tiempos pretéritos cada uno de los hijos
sublevados.»[213]
Siempre según Freud, Pablo de
Tarso, continuador del judaísmo, había
sido también su destructor: al introducir
la idea de redención, exorcizó el
fantasma de la culpabilidad humana
aunque negando la idea de que el pueblo
judío fuera el pueblo elegido. Por
último, renunció al signo manifiesto de
la elección: la circuncisión. La nueva
religión pudo así ser universal y
dirigirse a todos los seres humanos.
Pero Freud fue aún más allá. En
efecto, afirmó que el odio a los Judíos
se había alimentado de su creencia en la
superioridad del pueblo elegido y de la
angustia de castración que la
circuncisión producía en tanto que signo
de la elección. Este rito, según él, tendía
a ennoblecer a los Judíos y a que éstos
despreciaran a los demás, los
incircuncisos.
Desde este mismo punto de vista,
tomaba al pie de la letra, desplazando su
significado, el reproche principal del
antijudaísmo, es decir, la negativa judía
a admitir el asesinato de Dios. El pueblo
judío, decía, se obstina en negar el
asesinato del padre y los cristianos no
dejan de acusar a los Judíos de ser
deicidas, dado que ellos se liberaron de
la culpa original cuando Cristo, sustituto
de Moisés, se sacrificó para redimirlos.
En otras palabras: si el cristianismo es
una religión del hijo que reconoce el
asesinato y la redención, el judaísmo
sigue siendo una religión del padre que
se niega a reconocer el asesinato de
Dios. Y no por ello los Judíos dejan de
ser perseguidos por el asesinato del
hijo, del que son inocentes. Freud
concluía alegando que esta negativa
exponía a los Judíos al resentimiento de
los demás pueblos[214].
Después de haber admitido que la
historia de los Judíos no era separable
de la del antijuidaísmo de los cristianos,
Freud añadía que el antisemitismo de las
naciones
modernas
era
un
desplazamiento hacia los Judíos del
odio al cristianismo: «Cabe tener
presente que todos esos pueblos, hoy
destacados enemigos de los judíos, no
se convirtieron al cristianismo sino en
épocas relativamente tardías, y muchas
veces fueron compelidos a hacerlo por
sangrienta imposición. Podría decirse
que todos ellos fueron, en cierto
momento, “mal bautizados”; que bajo un
tenue barniz cristiano siguen siendo lo
que eran sus antepasados, adoradores de
un politeísmo bárbaro. No lograron
superar todavía su rencor contra la
nueva religión que les fue impuesta,
pero la han desplazado a la fuente desde
la cual les llegó el cristianismo […]. En
el fondo, el odio de estos pueblos contra
los judíos es un odio a los cristianos, y
no debe sorprendernos que esta íntima
vinculación entre las dos religiones
monoteístas se haya expresado tan
claramente en la persecución de ambas
por la revolución nacionalsocialista
alemana.»[215] Dicho de otro modo:
aunque el judaísmo, religión «fósil», era
superior al cristianismo por su fuerza
intelectual pero no apto para la
universalidad, había que concebirlos
juntos para heredar una cultura
judeocristiana capaz de oponerse al
antisemitismo moderno.
La novedad del posicionamiento
freudiano consistía, en realidad, en
poner al día las raíces inconscientes del
antisemitismo, partiendo del propio
judaísmo y no enfocándolo sólo como un
fenómeno exterior a él. Una forma de
volver a abordar la problemática de
Tótem y tabú, del que el Moisés era
continuación.
Si la sociedad había sido
engendrada por un crimen cometido
contra la persona del padre, poniendo
fin al reinado despótico de la horda
salvaje, y luego, por la instauración de
una ley en que se revalorizaba la figura
simbólica del padre, esto significaba
que el judaísmo repetía el mismo guión.
Después del asesinato de Moisés, había
engendrado el cristianismo, basado en el
reconocimiento de la culpabilidad: el
monoteísmo no era, pues, sino la historia
interminable de la instauración de esta
ley del padre sobre la que Freud había
construido toda su doctrina.
Obedecía así la orden de regresar a
la alta autoridad de la Biblia y a la
religión de sus padres. Pero lejos de
adoptar la solución de la conversión
como respuesta al antisemitismo, o la
del sionismo, se redefinía como Judío
sin dios —Judío de reflexión y
conocimiento—, aunque negando el
autoodio judío. De este modo separaba
el judaísmo del sentimiento de judeidad
propio de los Judíos descreídos,
eludiendo tanto la alianza como la
elección.
Pero desde el momento en que
desjudaizaba a Moisés para hacerlo
egipcio, Freud asignaba a la judeidad,
entendida a la vez como esencia y como
filiación, una posición de eternidad.
Freud poseía ese sentimiento por el que
un Judío sigue siendo un Judío en su
subjetividad, incluso considerándose
apartado del judaísmo, y no dudaba en
identificarlo
con
una
herencia
filogenética.
Puesto bajo el signo de la
especulación y del estudio crítico de los
mitos, este testamento freudiano en
forma de novela de los orígenes da lugar
a
múltiples
interpretaciones
contrapuestas.
En
1991,
el
historiador
estadounidense Yosef Hayim Yerushalmi
se puso a «escuchar a Freud» y publicó
el comentario más erudito y más
completo que se haya hecho sobre esta
obra. Aunque rejudaizando el enfoque
freudiano de la judeidad, subrayaba que
Freud había hecho del psicoanálisis la
prolongación de un judaísmo sin dios:
una judeidad interminable[216]. Y
acusaba a la IPA de no haber dicho
nunca nada sobre el genocidio de los
Judíos ni sobre la destrucción del
psicoanálisis en Alemania: «Por lo que
sé, entre 1939, fecha en la que ya no
había nada que perder, y el fin de la
Segunda Guerra Mundial, ninguna
autoridad
oficial
de
ninguna
organización psicoanalítica alzó la voz
para denunciar la aniquilación de los
Judíos, ni siquiera la del psicoanálisis,
ya que una comprende a la otra, en la
Alemania nazi y en los países que
estaban bajo su dominio. Fue como si
establecer un vínculo directo entre los
Judíos y el psicoanálisis hubiera sido
tabú.»[217]
Entre los investigadores israelíes,
especialistas en historia judía, la obra
freudiana apenas fue apreciada. Martin
Buber reprochaba a Freud su escaso
rigor científico[218] y Gershom Scholem
prefería a Carl Gustav Jung —al menos
durante un tiempo—, que pasó a ser un
ferviente sionista conforme crecía su
antisemitismo y su apoyo a la Alemania
nazi. También él deseaba la expulsión de
los Judíos de Europa, hasta el punto de
no ver lo que se anunciaba.
Mientras
los
freudianos
colaboracionistas se preocupaban por la
presunta pureza del psicoanálisis, los
discípulos alemanes de Carl Gustav
Jung adoptaron posiciones divergentes.
Gerhard Adler, James Kirsch y Max
Zeller se opusieron al nuevo régimen y
no tardaron en exiliarse a Londres o a
California. Otros, en cambio, se
convirtieron en militantes de la nueva
psicoterapia hitleriana. Entre ellos,
Gustav Richard Heyer y Walter Cimbal.
Racista y antisemita, Heyer había
fundado un grupo junguiano en Múnich
en 1928 y recibió con entusiasmo el
advenimiento antes de ser miembro del
partido, en 1937. En el Instituto Göring
llevaba el uniforme y proclamaba el
culto a la «sangre y el suelo», oponiendo
el carácter sano y creativo de la
psicoterapia alemana al psicoanálisis
«judío», grosero y materialista. En
cuanto a Walter Cimbal, era, como
Achelis o Haeberlin, un representante
puro del espíritu völkisch. La
individualidad, según él, no podía
realizarse más que mediante un
grandioso regreso a la raíz primordial
de un inconsciente profundo, el «único
capaz de asegurar la unidad de los
miembros
de
una
misma
comunidad»[219].
El caso de Jung es mucho más
complejo.
En 1933,
Ernst Kretschmer,
psiquiatra alemán, hostil al régimen,
dimitió de la dirección de la Allgemeine
Ärtzliche
Gesellschaft
für
Psychotherapie (AÄGP). Fundada en
1926, esta organización tenía por objeto
unificar las diferentes escuelas de
psicoterapia europeas, bajo la égida del
saber médico. Su órgano de difusión era
una revista, el Zentralblatt für
Psychotherapie,
que
empezó
a
publicarse en 1930. Con la llegada de
Hitler al poder, la rama alemana de la
sociedad y el Zentralblatt, que se
editaba en Leipzig, fueron obligados a
nazificarse, bajo la batuta de Göring.
Fue entonces cuando los psicoterapeutas
alemanes, deseosos a la vez de
complacer al régimen y de proseguir sus
actividades nacionales y europeas,
pidieron a Jung que dirigiese la AÄGP,
de la que ya era vicepresidente. Jung
quería consolidar el dominio de la
psicología analítica sobre el conjunto de
las escuelas de psicoterapia y aceptó la
presidencia. Quería proteger, desde
Zúrich, tanto a los psicoterapeutas no
médicos, marginados hasta entonces por
Kretschmer, como a los colegas judíos
que habían perdido el derecho de
ejercer en Alemania. En realidad, había
sido elegido por los facultativos
alemanes por la confianza que inspiraba
a los promotores de la psicoterapia aria,
rabiosamente opuestos al pensamiento
freudiano.
Apoyado por Cimbal y Heyer, Jung
se lanzó así a una aventura a la que
habría podido sustraerse fácilmente.
Como muestra una carta de 23 de
noviembre de 1933, dirigida a su
discípulo Rudolf Allers, que también
acabó emigrando a Estados Unidos,
aceptó todas las condiciones dictadas
por Göring para la dirección del
Zentralblatt:
«Necesitamos
con
urgencia un jefe de redacción
“normalizado” que sobre todo sepa
olfatear, mejor que yo y sin riesgo de
equivocarse, lo que puede decirse y lo
que no. En todo caso habrá que andarse
con pies de plomo […]. Hay que
procurar que la psicoterapia se quede en
el interior del Reich alemán y que no se
instale fuera, sean cuales fueren las
dificultades que encuentre». Y Jung
añadía: «Göring es un hombre muy
amable y muy razonable, lo cual
representa el mejor de los presagios
para nuestra colaboración.»[220]
Jung comenzó entonces a publicar
textos favorables a la Alemania nazi en
el Zentralblatt «arianizado», del que
era ya director, con Cimbal de
secretario general. El primero apareció
en 1933 con el título de «Geleitwort»
(editorial) y en él defendía el enfoque
«clásico» de la diferencia entre las
razas y las mentalidades, pues cada una
estaba dotada de una psicología
específica: «La tarea más noble del
Zentralblatt será, pues, respetando
imparcialmente todas las colaboraciones
que se presenten, crear una concepción
de conjunto que haga a los hechos
fundamentales del alma humana más
justicia de la que ha tenido hasta ahora.
Las diferencias que de hecho existen, y
que por lo demás son reconocidas desde
hace mucho por personas clarividentes,
entre la psicología germana y la
psicología judía, no deben eliminarse, la
ciencia no se beneficia con ello. Hay en
psicología, más que en ninguna otra
ciencia, una “ecuación personal”, y su
desconocimiento adultera los resultados
de la práctica y de la teoría. Hay que
entender, y me gustaría que se entendiera
correctamente, que no se trata de una
vulgar depreciación de la psicología
semita, del mismo modo que tampoco
depreciamos la psicología china cuando
hablamos de la psicología propia de los
habitantes del Lejano Oriente.»[221]
Consciente de su delicada posición,
Jung trató de demostrar que el
diferencialismo que defendía no tenía
ninguna relación con el racismo
diferencial del nacionalsocialismo. Pero
perdía el tiempo. En el mismo número
del Zentralblatt, Göring se deshacía en
elogios hacia el Mein Kampf, mientras
Walter Cimbal proponía, en nombre de
las tesis junguianas, un auténtico
programa antisemita de nazificación de
la psicología y la psicoterapia en
Alemania.
Lejos de dimitir tras esta primera
afrenta, Jung siguió por el mismo
camino. En una carta a Cimbal, fechada
en 2 de marzo de 1934, acusaba a
Göring de haber cometido un «grave
error táctico al poner ante las narices de
los abonados extranjeros un manifiesto
relacionado con la política interior
alemana»[222]. No impugnaba el
contenido de este manifiesto, sino el
«desliz».
El 26 de junio de 1933, de paso en
Berlín para asistir a un seminario,
accedió a una entrevista radiofónica con
su discípulo Adolf von Weizsäcker,
neurólogo, psiquiatra y ahora nazi. Éste
presentó al maestro de Zúrich diciendo
que era un eminente protestante de
Basilea y el «mayor investigador de la
psicología moderna». Con mucha
habilidad, afirmó que su teoría del
psiquismo era más creadora y estaba
más cerca del «espíritu alemán» que las
de Freud y Adler. A continuación invitó
a Jung a hacer un retrato elogioso de
Hitler y de la buena juventud alemana, y
a condenar las democracias europeas,
«atrapadas en el parlamentarismo». Jung
finalizó la entrevista proponiendo a las
naciones que se enriquecieran poniendo
en práctica un programa de renovación
del espíritu basado en el culto al jefe:
«Como decía Hitler hace poco, el jefe
debe ser capaz de estar solo y debe
tener el valor de seguir su propio
camino […]. El jefe es el portavoz y la
encarnación del espíritu nacional. Es la
punta de lanza de todo el pueblo en
movimiento. El bien de la masa exige
siempre un jefe, sea cual fuere la forma
del Estado.»[223]
Adepto a una teoría de la diferencia
de las razas, Jung consideraba que el
psiquismo individual era el reflejo del
alma colectiva de los pueblos. En otras
palabras, lejos de ser un ideólogo de la
desigualdad al estilo de un Vacher de
Lapouge o de un Gobineau, se
presentaba como un teósofo en busca de
una ontología diferencial de la psique.
En realidad quería elaborar una
«psicología de las naciones», capaz de
dar cuenta a la vez del destino del
individuo y de su alma colectiva.
Dividió el arquetipo en tres instancias:
el animus (imagen de lo masculino), el
anima (imagen de lo femenino) y el
Selbst (el yo), verdadero centro de la
personalidad. Los arquetipos, según él,
formaban la base de la psique, una
especie de patrimonio mítico, propio de
una humanidad organizada alrededor del
paradigma de la diferencia.
Con esta idea de arquetipo, Jung,
obviamente,
se
apartaba
del
universalismo freudiano, incluso cuando
pretendía encontrar lo universal en las
grandes mitologías humanas y en el
simbolismo alquímico o esotérico. Y es
verdad que el arquetipo en cuestión
tenía sin duda más que ver con el
pattern
de
los
culturalistas[224]
estadounidenses
que
con
el
diferencialismo
racial
del
nacionalsocialismo. Pero en el contexto
histórico del advenimiento del nazismo
en Alemania las dos tesis se solapaban.
Pertrechado con su psicología
arquetípica, Jung clasificaba a los
Judíos en la categoría de los pueblos
desarraigados,
condenados
al
peregrinaje y tanto más peligrosos
cuanto que, para escapar a su
desnacionalización psicológica, no
dudaban en invadir el universo mental,
social y cultural de los no Judíos.
La aparición del primer artículo de
Jung en el Zentralblatt provocó un
escándalo entre sus colegas suizos. En
febrero de 1934, Gustav Bally,
psiquiatra y psicoanalista, amigo de
Ludwig Binswanger y analizado por
Hanns Sachs en el BPI, publicó en la
Neue Zürcher Zeitung un ruidoso ataque
contra
Jung.
Le
reprochaba
fundamentalmente
que
ponía
su
concepción del psiquismo al servicio
del nazismo: «¿Y cómo va a distinguir la
psicología germana de la psicología
judía? ¿Qué valor tendría para la
investigación en ciencias humanas el
hecho de considerar “diferentes” las
obras del Judío Husserl […], de aplicar
un criterio racial a los trabajos de los
psicólogos de la Gestalt?»[225] Bally
terminaba el artículo con estas palabras:
«Jung apela al destino que lo ha
colocado en ese puesto. Seguramente es
ese destino el que ha querido que,
gracias a su popularidad, la política
nacionalsocialista haya podido anotarse
un éxito en materia científica».
Esta vez el mensaje estaba claro.
Jung habría podido entonces tomar
conciencia del engranaje en que estaba
metido y presentar la dimisión. Pero, en
vez de hacerlo, replicó a Bally con dos
artículos que aparecieron en la misma
publicación, en marzo de 1934:
«Zeitgenössisches» (De actualidad) y
«Nachtrag» (Posdata). En ellos se
comparaba con Galileo y con Einstein,
«mártires» de la ciencia, condenando de
paso no el contenido de los artículos de
Cimbal y de Göring, sino la estrategia
editorial de los mismos. Sobre todo
reafirmaba su adhesión plena y absoluta
a las tesis de la psicología de las
naciones, rechazando la psicología
«uniformadora» de Freud y Adler: «La
universalidad
engendra
odio
y
resentimiento contra los oprimidos y los
incomprendidos […]. ¿De dónde
procede esta susceptibilidad ridícula
cuando alguien se atreve a hablar de la
diferencia psicológica entre Judíos y
cristianos?»[226]
A
raíz
de
la
polémica
desencadenada por Bally, Jung empezó a
sentirse perseguido. Entonces se lanzó a
decir que los Judíos eran responsables
del antisemitismo que se abatía sobre
ellos.
En este contexto evolucionó hacia
una concepción desigualitaria del
psiquismo arquetípico. Hasta entonces
se había conformado con un simple
diferencialismo. Pero en abril de 1934
publicó en el Zentralblatt un largo
artículo titulado «Zur gegenwärtigen
Lage der Psychotherapie» (Acerca de la
situación actual de la psicoterapia[227]),
en
el
que
justificaba
el
nacionalsocialismo
afirmando
la
superioridad del inconsciente ario sobre
el inconsciente judío. Este texto,
pronazi, antifreudiano y antisemita, se
volverá tristemente célebre y tendrá un
peso enorme en la suerte posterior de
Jung y del movimiento junguiano. Todos
los ingredientes estaban allí reunidos
para transformar la teoría freudiana en
un pansexualismo obsceno, vinculado a
la «mentalidad» judía. Al hacer esto,
Jung parecía olvidar que un cuarto de
siglo antes había defendido el
psicoanálisis de argumentos que lo
reducían a una «epidemia» surgida de la
«decadencia» de la Viena imperial. He
aquí el pasaje central de este escrito:
«Los Judíos y las mujeres tienen esta
particularidad en común: al ser
físicamente más débiles, buscan
defectos en la armadura de sus
adversarios y, gracias a esta técnica que
se les ha impuesto durante siglos, están
mejor protegidos donde los otros son
más vulnerables […]. El Judío, que,
como el chino culto, pertenece a una
raza y a una cultura trimilenaria, es
psicológicamente más consciente de sí
mismo que nosotros. Por este motivo, no
tiene miedo, en términos generales, de
depreciar
su
inconsciente.
El
inconsciente ario, en cambio, está
cargado de fuerzas explosivas y con la
simiente de un porvenir todavía por
nacer. No puede, pues, devaluarlo ni
tacharlo de romanticismo infantil, so
pena de poner su alma en peligro.
Jóvenes aún, los pueblos germánicos
pueden producir nuevas formas de
cultura y este porvenir duerme todavía
en el inconsciente oscuro de cada ser,
donde reposan gérmenes rebosantes de
energía y prestos a inflamarse. El Judío,
que tiene algo de nómada, no ha
producido jamás y jamás producirá sin
duda una cultura original, pues sus
instintos y sus dotes exigen para
desarrollarse un pueblo anfitrión más o
menos civilizado.
»Y ello porque, según mi
experiencia, la raza judía posee un
inconsciente que no puede equipararse
al inconsciente ario más que en ciertas
condiciones.
Exceptuando
a
determinados individuos creativos, el
Judío medio es demasiado consciente y
está demasiado diferenciado para ser
portador de las tensiones del futuro. El
inconsciente ario tiene un potencial
superior al inconsciente judío: tal es la
ventaja y el inconveniente de una
juventud todavía próxima a la barbarie.
El gran error de la psicología médica ha
sido aplicar sin distinción categorías
judías —que ni siquiera son válidas
para todos los Judíos— a eslavos y a
alemanes cristianos. En consecuencia,
no ha visto en los tesoros más íntimos de
los pueblos germánicos —en su alma
creadora e intuitiva— otra cosa que
pantanos primitivos y superficiales,
mientras que mis advertencias se han
considerado
sospechosas
de
antisemitismo. Esta sospecha procedía
de Freud, que no entendía la psique
germánica, como tampoco la entendían
sus discípulos alemanes. ¿Es que no les
ha abierto los ojos el grandioso
fenómeno del nacionalsocialismo, que
todo el mundo contempla con
pasmo?»[228]
El mismo año, evocando la
temporada que había pasado en África
Oriental diez años antes, dio una
conferencia sobre la cuestión de los
«pueblos primitivos», incapaces de
pensar por sí solos de forma racional. Y
afirmó entonces, siempre en virtud de su
teoría de la diferencia arquetípica, que a
los indígenas les gustaba que les dieran
latigazos: «Al principio de mi estancia,
me asombraba la brutalidad con que
eran tratados, ya que el látigo era
moneda corriente; no me parecía que
fuera
necesario,
pero
acabé
convenciéndome de que sí lo era; y
desde entonces siempre tuve mi látigo
de piel de rinoceronte al alcance de la
mano. Aprendí a fingir pasiones que no
sentía, a gritar a pleno pulmón y a
patalear de cólera. No hay más remedio
que suplir de este modo la deficiente
voluntad de los indígenas.»[229]
Así encontramos en Jung el vínculo
genealógico que une racismo y
antisemitismo. Si los Judíos «nómadas»
tienen un inconsciente inferior al de los
«arios», venía a decir este hombre,
entonces los negros, mucho más
simpáticos en principio porque son
«primitivos», no se parecen en ningún
caso a los blancos civilizados y menos
aún a los Judíos desjudaizados. Por
consiguiente, hay que mantenerlos en el
único estado que conviene a su
«arquetipo»: el de colonizados que
desean el látigo.
En su correspondencia del año 1934,
Jung dijo varias veces que ya no podía
abrir la boca para hablar de los Judíos
sin que lo acusaran de antisemita. Como
los ataques se redoblaran, los atribuyó a
una polémica anticristiana: «El simple
hecho de que yo hable de diferencias
entre la psicología judía y la psicología
cristiana», escribió a James Kirsch,
«basta para que todo el mundo haga
circular la idea preconcebida de que soy
antisemita […]. Se trata simplemente de
una susceptibilidad enfermiza que hace
casi imposible toda discusión. Como
usted sabe, Freud ya me acusó de ser
antisemita porque yo era incapaz de
aprobar su materialismo sin alma. Por
culpa de esta propensión a ver
antisemitismo en todas partes, los Judíos
acabarán por
generar
realmente
[230]
antisemitismo.»
Pese a reprocharles que creaban las
condiciones de su persecución, Jung
hacía como que les ayudaba a ser
mejores Judíos. En una carta a su
alumno Gerhard Adler, fechada en 9 de
junio de 1934, aprobaba una idea de
este último, según la cual Freud era en
cierto modo culpable de apartarse de su
arquetipo judío, de sus «raíces» judías.
En otras palabras: de acuerdo con su
teoría, Jung recusaba el modelo
freudiano del Judío universal, del Judío
sin religión, del Judío de la Ilustración.
Condenaba la figura moderna del Judío
desjudaizado, culpable, según él, de
haber renegado de su «naturaleza» judía:
«Cuando critico la faceta judía de
Freud, no critico a los Judíos, sino esa
censurable capacidad de los Judíos para
renegar de su propia naturaleza y que se
manifiesta en Freud.»[231]
Deseoso de llevar a los Judíos al
terreno de una psicología de la
diferencia, Jung, a diferencia de Freud,
se volvió un ferviente sionista y siguió
con interés creciente la suerte de sus
discípulos judíos exiliados en Palestina.
Pensaba que gracias a la nueva tierra
prometida, por fin podrían ser
junguianos.
A Erich Neumann, instalado en Tel
Aviv, le escribió una carta, fechada en
22 de diciembre de 1935, en la que
fustigaba a los intelectuales judíos
europeos, «siempre en busca del no
Judío». En cambio, valoraba a los
Judíos palestinos porque finalmente
habían
encontrado
su
«suelo
arquetípico»:
«Su muy positiva
convicción de que la tierra palestina es
indispensable para la individuación
judía es muy valiosa para mí. ¿Cómo
conciliar eso con el hecho de que los
Judíos en general hayan vivido mucho
más tiempo en otros países que en
Palestina
[…]?
¿Estarán
tan
acostumbrados los Judíos a ser no
judíos que necesitan en concreto el suelo
palestino
para
recordar
su
judeidad?»[232]
Desde 1936, Jung soñaba con dimitir
de la dirección de la AÄGP y del
Zentralblatt. Lo hizo en 1940, cuando la
organización quedó, hasta el final de la
guerra, bajo el control de la Alemania
nazi. Su sede, hasta entonces en Zúrich,
pasó a estar en Berlín, mientras que el
Zentralblatt quedó bajo el dominio
exclusivo de Göring.
Después de haber publicado el
artículo citado más arriba, Jung cambió
de opinión respecto de la psique
alemana. Alemania pasó a ser a partir de
ese momento la malvada Alemania, el
crisol donde se acumulaban todos los
maleficios que devastaban Europa. En
cuanto a Hitler, idealizado en 1933 con
los rasgos de un magnífico despertador
del alma germánica, fue comparado
desde entonces con un siniestro
embaucador, «marioneta» o «autómata»,
auténtico arquetipo de la arianidad
alemana. Hitler, según él, no tenía
«psicología personal» y como sólo tenía
con las mujeres una relación malsana,
estaba literalmente poseído por un
anima maléfica, de esencia germánica.
Tal fue a las claras el significado de su
estudio de 1936 dedicado a Wotan y de
la larga entrevista que concedió en 1938
al célebre periodista estadounidense
Henry Knickerbocker[233].
Jung se revolvió contra Alemania y
contra su Führer utilizando los mismos
argumentos con que los había
glorificado dos años antes. Prodigio de
pacotilla, inmerso en la polvareda del
arquetipo, la psicología de Jung acabó
así en el callejón sin salida en que
acaban todas las modalidades del
pensamiento diferencialista. Proyectaba
en la figura del otro los términos de una
negatividad que oscilaba entre la
inclusión simbiótica y la exclusión
radical. De este círculo infernal no
podía salir ninguna forma de alteridad
real.
Convencido a partir de 1940 de que
Hitler era «el arquetipo de la psicología
alemana», Jung multiplicó desde
entonces
las
declaraciones
germanófobas, haciendo del Führer un
monstruo violento, comparable a un
Wotan resucitado, culpable sobre todo
de haber matado a Europa y perseguido
a los Judíos. La malvada Alemania
fantaseada por Jung debía, pues, una
reparación a los no alemanes y en
particular al propio Jung[234].
Consumada la victoria aliada, Jung
no entendió los ataques que llovieron
sobre él. ¿Cómo podía ser culpable él,
que había condenado hasta entonces a la
malvada Alemania? Para responder a
sus detractores, publicó en 1946 un
breve trabajo en inglés, Essays on
Contemporary Events[235], en el que
reproducía algunos textos suyos de
preguerra, con una introducción y un
epílogo.
Pero si Jung no se sentía responsable
de sus actos era porque había expulsado
de su sistema todo lo que había extraído
de la concepción llamada «occidental»
de la conciencia. Un acontecimiento nos
muestra sin embargo que quería purgar
su pasado. Con motivo de las
conferencias organizadas en Zúrich en
1946 por Hermann von Keyserling,
también teórico de una caracterología de
las naciones, coincidió con el rabino
Leo Baeck, que había escapado del
exterminio tras haber seguido a su
comunidad religiosa a Therensienstadt.
Conocedor del pasado del psicólogo, se
negó a ir a su casa de Küsnacht. Pero
Jung fue a verlo a su hotel y, después de
una viva discusión, dijo: «Es cierto, di
un patinazo». Baeck refirió la
conversación a Gershom Scholem, que
aceptó entonces la invitación de Jung a
participar en los encuentros Eranos en
Ascona[236].
Jung fue así redimido por el perdón
del mayor historiador de la mística
judía, también hostil a Freud.
Convencido de que el psicoanálisis y el
marxismo habían contribuido a una
desacralización del mundo que era
perjudicial para el judaísmo y por lo
tanto para el sionismo, Scholem prefería
pese a todo la religiosidad junguiana al
materialismo freudiano, aunque, llegado
el caso, alineaba a Freud, de manera
positiva, en la categoría de los «hijos
del pueblo judío»[237].
Durante años Jung pudo seguir
reuniendo a su alrededor, con motivo de
los
encuentros
Eranos[238],
a
investigadores,
psicólogos
e
historiadores de las religiones, entre
ellos Henry Corbin, Mircea Eliade[239] y
Lancelot White. Su dedicación a una
vasta reflexión sobre los intercambios
posibles entre filósofos orientales y
occidentales le permitió olvidar el
pasado. Nunca pareció entender que
había tenido una participación real en el
nazismo, jamás renunció a su psicología
arquetípica, jamás hizo el menor
comentario sobre el genocidio de los
Judíos, jamás quiso reconocer que tuvo
objetivos
antisemitas.
Todo
su
arrepentimiento consistió en confesar lo
del «patinazo[240]».
Por razones opuestas a las que
habían movido a Freud a criticar el
sionismo, Jung sólo abrazó esta causa
porque odiaba a los Judíos de la
diáspora —a los que consideraba
nómadas y envilecidos— y porque
quería, para «salvarlos» de su judeidad,
fijarlos en un territorio y en una raza. El
«sionismo» de Jung no fue, pues, otra
cosa que la perpetuación enmascarada
de un antisemitismo cuya existencia,
tanto en sus escritos como en su
colaboración con el nazismo, nunca
quiso reconocer.
Como ya he señalado, los dirigentes
de la IPA se negaron a analizar y criticar
la política de Jones. En consecuencia,
no hicieron ningún análisis serio de la
cuestión judía[241]. Yosef Yerushalmi, el
único pensador de la historia judía que
se tomó en serio el Moisés de Freud,
llegó a afirmar que los psicoanalistas
judíos que emigraron a Estados Unidos
no fueron capaces de tener presente en
sus curas la cuestión fundamental del
antisemitismo inconsciente: «¿Cuántos
hombres y mujeres se tienden todavía en
el diván y se preguntan si el analista,
cuyo nombre no revela su origen, es o no
judío, pero no se atreven a plantear
abiertamente la pregunta porque este
tema les parece más embarazoso y
explosivo que la sexualidad? ¿Cuántos
sentimientos antisemitas no sólo se
reprimen, sino que conscientemente se
ocultan en el proceso de transferencia
con un analista judío, y cuántas otras
cosas quedan sin decirse por el mismo
motivo?»[242]
Pero ha habido cosas más trágicas
aún. En julio de 1977, cuando la IPA
celebró su primer congreso en Jerusalén,
con presidencia francesa[243], y se fundó
la muy esperada cátedra Sigmund Freud
en la Universidad Hebrea, Anna Freud
preparó un discurso que fue leído en la
sesión de clausura y cuyo contenido
asombró a buena parte del público. No
rendía homenaje ni a Eitingon ni a Wulf,
padres fundadores procedentes de la
vieja Europa. No hablaba más que de
técnicas de cura, perversiones, estados
límite, valores terapéuticos de la
clínica, eficacia, fisiología, psicología,
metodología, tratamiento de los niños,
etc., olvidándose por completo de citar
los trabajos de su padre dedicados a la
cuestión judía. Ni una sola palabra
sobre el Moisés, ni sobre Tótem y tabú,
ni una palabra sobre Viena ni sobre
Berlín, y menos todavía sobre la historia
conjunta de sionismo y psicoanálisis, ni,
desde luego, sobre Auschwitz, ni sobre
la transformación de la IPA después de
este acontecimiento.
Y entonces, de súbito, al final del
discurso,
recordando
que
el
psicoanálisis había sido atacado
innumerables veces, reivindicó su
categoría de «ciencia judía»: «Se ha
reprochado al psicoanálisis que sus
métodos sean imprecisos, que llegue a
conclusiones
sin
prestarse
a
comprobaciones experimentales, que no
sea científico, incluso que es una
“ciencia judía”. Sea cual fuere el valor
que se conceda a estas denigraciones,
creo que este último calificativo, en la
presente
circunstancia,
puede
considerarse un título de honor.»[244]
Así pues, la propia hija de Freud,
repetía por su cuenta y riesgo, queriendo
darle la vuelta, la infame expresión
utilizada por los nazis para destruir el
idioma y la doctrina psicoanalíticos. A
fuerza de censurar, de olvidar y de
reprimir los años negros, los amos de la
IPA —y Anna Freud en primer lugar—
habían hecho del psicoanálisis una
«ciencia judía» sin comprender siquiera
la carga simbólica que podía tener un
calificativo así en aquel lugar: en la
propia
Jerusalén,
donde
los
descendientes de Herzl y los
descendientes de Freud habrían podido
acordarse, aunque sólo fuese durante
unos segundos, de sus dos antepasados
vieneses. No importaba: Israel había
reprimido durante mucho tiempo el
nombre de Freud y la internacional
freudiana acababa de escarnecer su
doctrina.
Un gran intelectual de nacionalidad
estadounidense, Edward Said, nacido en
Jerusalén en el seno de una familia
cristiana de Palestina, profesor de
literatura comparada en la misma
universidad que Yerushalmi y miembro
del Consejo Nacional de Palestina entre
1977 y 1991, se acordó de esta
represión cuando pronunció una
magnífica conferencia sobre el Moisés
en el Museo Freud de Londres en
diciembre de 2001: «Freud y el mundo
extraeuropeo»[245]. Lector asiduo de la
obra freudiana, Said proponía una
interpretación del Moisés que hacía
hincapié en su deconstrucción de la
concepción occidental del orientalismo.
Sabemos, en efecto, que en su libro
magno, Orientalismo, publicado en
1978 y promotor de los estudios
angloamericanos
sobre
el
poscolonialismo, había tratado de
demostrar
que
los
trabajos
especializados de los orientalistas
europeos estaban plagados de temores y
de sentimientos de superioridad del
Occidente colonial hacia un Oriente más
imaginario
que
real:
tesis
interesantísima que venía a sumarse, por
otro lado, a la de Frantz Fanon sobre la
fenomenología del colonizado[246].
Fuera como fuese, en la charla
pronunciada en el Museo Freud, Said
subrayaba que la concepción freudiana
de la condición egipcia de Moisés se
apartaba tanto del viejo orientalismo
como de la manía semita de Renan y
Gobineau, y abría el camino hacia una
exploración
crítica
del
mundo
extraeuropeo. En otras palabras, puesto
que el Estado de Israel había reprimido
a Freud reprimiendo al mismo tiempo su
concepción de una judeidad surgida de
una
genealogía
no
judía
(la
«egipteidad»), los no Judíos de Israel y
Palestina, excluidos de su identidad por
el Estado judío —unos como ciudadanos
israelíes sin nacionalidad, los otros
como despojados de su territorio y de
todo Estado—, tenían derecho a
considerarse freudianos, es decir,
herederos de una larga tradición de
Judíos disidentes, de Judíos no judíos,
profetas y rebeldes continuamente
excomulgados: Spinoza, Marx, Heine.
No podía haberse expresado mejor.
Y es la razón por la que Edward Said,
aun reconociendo la legalidad del
Estado de Israel, siempre fue partidario,
en tierra palestina, de un Estado
binacional que permitiera reunir en un
solo pueblo los tres monoteísmos
(judaísmo, cristianismo, islam) y los dos
enemigos hereditarios (Judíos y no
Judíos) para que vivan juntos.
Pero la lección apenas se ha
entendido a día de hoy.
5. EL GENOCIDIO,
ENTRE LA MEMORIA Y
LA NEGACIÓN
El exterminio de los Judíos fue hasta
tal punto único en la historia de la
humanidad que hubo que inventar una
palabra para designarlo: genocidio.
Cuando Raphael Lemkin, jurista polaco,
políglota y de familia judía, utilizó el
término por primera vez, en 1944, en
una obra titulada El dominio del Eje en
la
Europa
ocupada,
respondía
directamente a una preocupación de los
aliados y en particular de Winston
Churchill, que había calificado aquellos
asesinatos de «crímenes sin nombre». Y,
en efecto, se trataba de nombrar
finalmente lo que se descubría —un
crimen en masa organizado— y que los
vencedores de los nazis no habían
querido tener en cuenta, ni siquiera
cuando fueron informados al respecto en
enero de 1942, fecha en la que los jefes
nazis habían decidido, en la conferencia
de Wannsee, aplicar la «solución final».
En 1942, los periódicos más conocidos
de Estados Unidos empezaron a difundir
la noticia y, en agosto, los jefes de las
potencias
aliadas
recibieron
la
confirmación de que en la Polonia
ocupada se estaba procediendo a
exterminar en masa a la población judía.
En diciembre, diversos informes
hablaban del uso de nuevas técnicas de
exterminio con gas[247].
Sin embargo, deseosos de ganar la
guerra enseguida y soñando ya con un
nuevo reparto del mundo, los aliados
prefirieron no intervenir directamente
contra las deportaciones en masa, cosa
que habrían podido hacer, por ejemplo,
bombardeando las vías férreas. Además,
la organización científica y técnica de
estos asesinatos era tan impensable en
esta época que, para convencerse,
esperaron a disponer de «pruebas
materiales». Pero cuanto más esperaban,
más aumentaba el proceso exterminador,
pues los jefes nazis, conscientes de que
podían perder la guerra en el terreno
militar, se empeñaron en no perder la
otra guerra: la de la aniquilación de los
Judíos, que en su sentir era más
importante que las demás.
Las «pruebas» no se obtuvieron
hasta que los diversos ejércitos de
liberación entraron en el corazón de las
tinieblas. El cine pasó a ser desde
entonces un arma indispensable para
establecer los hechos, antes incluso que
los testimonios escritos u orales de los
propios nazis[248] y luego los de los
supervivientes de los campos de
exterminio y de los campos de
concentración: Primo Levi, Jean Améry
(nacido Hans Mayer), Bruno Bettelheim,
Robert Antelme, David Rousset, etc.
Durante años se sucedieron centenares
de testimonios.
Sin embargo, el tribunal de
Núremberg no admitió la palabra
genocidio, a pesar de las presiones de
Lemkin
sobre
la
delegación
estadounidense. Reunido desde el 8 de
agosto de 1945, el tribunal admitió tres
clases de crímenes en la acusación
contra los principales dignatarios nazis:
crímenes contra la paz, crímenes de
guerra y crímenes contra la humanidad,
entre los que se contaban el asesinato, el
exterminio,
la
esclavización,
la
deportación y todos los actos inhumanos
cometidos contra poblaciones civiles
perseguidas en razón de su religión o de
su raza. Es verdad que el exterminio de
los Judíos entraba en esta definición,
pero por el mismo motivo que todos los
perpetrados por los nazis.
Sólo el 9 de diciembre de 1948
adoptó la ONU la normativa sobre la
represión y el crimen de genocidio, que
se definió entonces como acto cometido
con la intención de destruir en todo o en
parte a un grupo nacional, étnico, racial
o religioso en cuanto tal: 1) Asesinato
de miembros del grupo. 2) Agresión
grave contra la integridad física o
mental de miembros del grupo. 3)
Sometimiento intencional del grupo a
condiciones
de
existencia
que
comporten su destrucción física total o
parcial. 4) Medidas tendentes a impedir
los nacimientos en el seno del grupo. 5)
Traslado forzoso de niños del grupo a
otro grupo.
Como se ve, el término describía un
crimen más amplio que el de crimen
contra la humanidad, ya que incluía la
idea de que se atentaba no sólo contra
civiles en razón de su raza o su religión,
sino contra un grupo en cuanto tal, por su
existencia misma. Desde entonces quedó
claro que sólo un Estado podía ser
acusado de genocidio, ya que ningún
individuo estaba en condiciones de
cometer un crimen de tal amplitud, por
muchos cómplices que tuviera. En el
concepto de genocidio quedaba, pues,
incluida la idea de intencionalidad
estatal. La Declaración Universal de los
Derechos Humanos, proclamada el 10
de diciembre de 1948 por la Asamblea
de la ONU, tuvo en cuenta los fallos
dictados por el tribunal de Núremberg y
la adopción del concepto de genocidio.
En el preámbulo se define a los
hombres como pertenecientes a una sola
«familia humana» y en consecuencia a
un génos (especie, género, linaje), y el
desconocimiento de sus derechos se
equipara a un «acto de barbarie» que
repugna a la conciencia humana, que se
considera universal.
Aunque la invención de la palabra
fue útil para calificar un crimen de
nuevo cuño, apenas sirvió para definir
lo específico del genocidio cometido
por los nazis contra los Judíos. Por lo
demás, tampoco había sido ésa la
intención de Lemkin. Deseoso de
vincular el exterminio de los Judíos a la
larga historia de las matanzas
perpetradas por hombres contra otros
hombres, abarcaba en su definición no
sólo el genocidio de los armenios
cometidos por los turcos —que Hitler
consideraba modélico—, sino también
todos los crímenes del estalinismo,
incluida la hambruna planificada en
Ucrania,
así
como
todas
las
consecuencias culturales de tales
crímenes. Además, se proponía revisar
toda la historia de la humanidad en
función de este nuevo paradigma y
escribir en tres volúmenes una historia
general de los genocidios desde la
antigüedad.
El problema de un cometido así es
que resulta difícil reescribir la historia
sirviéndose de un sistema de conceptos
que apenas coincide con lo que se
quiere describir. Si, como ya vimos al
principio, resulta peligroso calificar
retrospectivamente de antisemitismo
todas
las
formas
antiguas
de
antijudaísmo, es casi
imposible
transformar en genocidio todas las
matanzas perpetradas por el hombre
desde el origen de los tiempos: fueran
cuales fuesen su amplitud y su crueldad.
Además de caer en el anacronismo, una
empresa así correría el riesgo, por un
lado, de judicializar la historia haciendo
entrar todos los asesinatos en la
acusación retrospectiva de genocidio y,
por el otro, de olvidar que para que se
hubiera podido producir un genocidio
real —distinto de todas las formas de
matanza colectiva anteriores— habría
hecho falta previamente que se
constituyeran Estados-naciones, que
surgiera
el
antisemitismo,
el
nacionalismo moderno, el colonialismo,
el racismo y finalmente la ciencia, y por
consiguiente la posibilidad de que los
Estados pervirtieran esta misma ciencia
con fines de exterminio.
Tal fue el error de Lemkin, el
subestimar estos datos históricos cuando
pensó que podía incluir el genocidio en
la familia del tiranicidio, el homicidio y
el parricidio, y que la destrucción de
Cartago, las matanzas de los albigenses
y los valdenses, incluso las cruzadas,
entraban en la categoría jurídica del
genocidio[249].
En
este
sentido,
señalemos que la ONU se mostró más
razonable que el inventor del concepto
al dar una definición más restringida del
nuevo tipo de delito.
Desde que se adoptó la calificación,
la ONU sólo ha reconocido cuatro
genocidios y sólo tres en el plano
jurídico: el de los armenios, el de judíos
y gitanos (cometido por los nazis), el de
los tutsi de Ruanda (cometido por los
hutu) y el de los bosnios (cometido por
los serbios). Pero Serbia, en tanto que
Estado, no ha sido señalada como
culpable de genocidio.
Aunque consideradas crímenes
contra la humanidad, la ONU no calificó
de genocidio ciertas grandes matanzas
de Estado del siglo XX, a pesar de las
expectativas de las víctimas y la
violencia de los debates que se
desataron alrededor de la decisión.
Como ya hemos visto, aunque al cabo de
los años ha sido necesario redefinir el
concepto de genocidio —extendido ya a
los exterminios planificados de todas
clases—, es difícil, sin vaciarlo de
contenido, incluir en él por ejemplo las
matanzas ordenadas por Pol Pot contra
su propio pueblo, en nombre de la
Kampuchea democrática: ¿se trataba de
destruir el génos del pueblo camboyano
o de exterminar lo que se creía que era
una clase social? Para dar el nombre de
genocidio a una matanza así habría que
equiparar la pertenencia de clase a una
identidad vinculada a un génos y hablar
entonces de autogenocidio, lo cual no
parece muy pertinente. Y sin embargo
está claro que el horror es el mismo,
hasta el punto de que hoy se habla de
genocidio para calificar estas matanzas.
Ya se trate del colonialismo francés,
de las matanzas de los indios
americanos o de la esclavización, es
preferible no hablar de genocidios ni
siquiera cuando lo piden las víctimas,
pues la calificación supone la voluntad
previa, por parte de un Estado, de
exterminar a un pueblo porque no se
desea que exista y no sólo porque se le
sojuzgue o se le persiga. La diferencia
es importante[250].
Visto de cerca, el término genocidio
califica bien un crimen contra la
humanidad tendente a la aniquilación de
un pueblo por parte de un Estado no sólo
por lo que piensa, sino por lo que es, es
decir, por su génos, su identidad, su ser,
su historia, su genealogía. En este
sentido, la destrucción planificada de
los Judíos de Europa se ajustaba
perfectamente a esta definición y no fue
casualidad que el término fuese acuñado
por un Judío polaco que, para concebir
su alcance, se vio obligado a pensarlo a
partir del exterminio de su propio
pueblo.
Sabemos que los nazis no querían
sólo destruir a los Judíos residentes
dentro de tales o cuales fronteras.
Querían eliminar a todos los Judíos, al
margen de la delimitación geográfica y
de la presencia real de las víctimas. Lo
que se proponía la «solución final» era
la destrucción no sólo del origen mismo
del Judío, localizado genealógicamente
—antepasados, abuelos, padres, hijos,
niños por nacer, Judíos ya muertos y
enterrados[251]—, sino también del Judío
genérico, al margen de los territorios,
con su lengua, su cultura, su religión:
exterminio vertical desde los primeros
padres, exterminio horizontal desde la
diáspora (dispersión). Y en el génos
judío, convertido en paradigma de la
mala raza, se incluía todo lo que no era
el génos ario. Los nazis pretendían así
reemplazar
al
pueblo
elegido
fabricando, con el mito ario, una figura
pervertida de la doctrina de la elección:
«El nazismo», escribía Pierre Vidal-
Naquet en 1987, «es una perversa
imitatio, una imitación perversa de la
imagen del pueblo judío. Había que
romper con Abraham, y en consecuencia
también con Jesús, y buscar un nuevo
linaje en los “arios”. Intelectualmente
hablando, la Nueva Derecha actual no
razona de otro modo.»[252] Por lo que se
refiere a la decisión de exterminar a los
Judíos en las cámaras de gas, es un claro
testimonio de la confluencia operada en
el nazismo entre una política antisemita
y un programa de eutanasia aplicado a
todas las categorías de humanos «no
arios».
En este sentido, se puede sostener
que hay claramente una especificidad en
esta destrucción de los Judíos europeos
cometida por los nazis: es la única en
toda la historia de la humanidad que
encaja de manera estricta en el concepto
de genocidio, en la medida en que, más
allá de los Judíos, el crimen del que
éstos eran víctimas incluía todos los
demás. En Auschwitz, el hombre no
mataba a su semejante por razones
simplemente humanas, sino para
erradicar al hombre mismo y, con él, el
«concepto de humanidad»[253]. El
genocidio de los Judíos fue, pues, como
tal, el del Hombre, y éste es el motivo
por el que hay un antes y un después de
Auschwitz. Y si Auschwitz da nombre a
la singularidad del crimen nazi es
porque éste da nombre al mismo tiempo
al crimen contra la propia humanidad.
La cámara de gas se inventó claramente
para el Judío, porque a través del Judío
el nazismo quería aniquilar lo
humano[254].
Esta fractura, que hace de Auschwitz
un acontecimiento único, se debe al
hecho de que el exterminio de los Judíos
no tenía más finalidad que satisfacer un
odio perverso, patológico, léase
paranoico, al Judío, como ser excluido
del mundo humano. No hubo ninguna
otra razón en el origen del plan: ni la
eliminación de un enemigo, ni la
conquista de un territorio, ni el
sometimiento de un pueblo, ni siquiera
saciar un ansia de poder ancestral[255].
No hay duda de que sólo las categorías
freudianas permiten enfocar tal acto
genocida en su dimensión colectiva e
individual.
Después de la victoria de los
aliados, diversos intelectuales, alejados
de los lugares del crimen, estuvieron en
condiciones de pensar, y sobre todo de
poner en palabras, este acontecimiento:
Hannah Arendt, Karl Jaspers, Theodor
Adorno, Max Horkheimer, Jean-Paul
Sartre, Günther Anders, Maurice
Blanchot, Jacques Lacan, Dwight
Mcdonald[256]. Freud, como se sabe,
había muerto antes de haber podido
descubrir su principio, más allá de lo
que representó la publicación del
Moisés.
Adorno y Horkheimer se embarcaron
en 1947 en una larga digresión sobre los
límites de la razón y los ideales del
progreso[257]. Sostenían que la aparición
de la cultura de masas y de la
planificación biológica de la vida corría
el peligro de generar nuevas formas de
totalitarismo si la razón no conseguía
autocriticarse ni superar sus tendencias
destructoras: tal había sido, por lo
demás, el mensaje freudiano en 1930.
Anders[258], por su lado, comparaba
Auschwitz e Hiroshima, subrayando que,
entre un acontecimiento y otro, la
ciencia más avanzada podía servir para
destruir totalmente a la humanidad. Pero
señalaba asimismo que la utilización del
átomo, en aquellas circunstancias, no
ponía de manifiesto ningún proceso
genocida y que, por lo demás, Claude
Eatherly, que había pilotado el Straight
Flush para reconocer el terreno antes
del lanzamiento de la bomba, había
expiado la «culpa» de Estados Unidos al
negarse a ser el «héroe de Hiroshima».
Periódicamente
caía
en estados
melancólicos. Ningún nazi reaccionó
nunca de este modo.
En cuanto a Sartre, escribió en
Francia el primer gran libro sobre la
cuestión judía después de Auschwitz,
preguntándose a la vez sobre el ser
judío, auténtico e inauténtico, y sobre la
pasión antisemita[259]. Recordaba mucho
más la herencia drumontiana que el
exterminio, en la medida en que
consideraba, como filósofo y no como
historiador, que el genocidio no
modificaba la naturaleza del problema.
El antisemitismo auténtico no podía, en
su opinión, sino conducir a la peor de
las abyecciones. ¿Cómo no darle la
razón? Y en el meollo de la obra hacía
de Louis-Ferdinand Céline el prototipo
del perfecto antisemita francés, a pesar
de que, como es sabido, Sartre fue uno
de los grandes defensores del Viaje al
final de la noche[260]. Céline le
respondió en la más pura tradición del
escupitajo
antisemita:
«Asesino,
miserable,
asqueroso,
alcahuete
incordiante, asno gafudo […], cagarruta
del genio de mi culo […], maldito
mamarracho, ventosa babosa, ojete de
Caín uf […], tenia, condenada rabadilla
podrida […], cobra, ingrato, borrico
maldito», etc[261].
Mascarón
de
proa
de
la
intelectualidad
neoyorquina
de
izquierdas, Dwight Mcdonald renunció
al marxismo para abrazar la causa
libertaria en el momento en que Sartre lo
descubría[262]. Y entonces comenzó a
afirmar que el exterminio de los Judíos
era el gran tema moral de la época, que
inauguraba una fractura en la historia del
antisemitismo y que el estalinismo no
era de la misma naturaleza que el
nazismo, tesis que recogería Hannah
Arendt[263].
La actitud de Maurice Blanchot fue
diferente, pero igual de interesante por
su radicalidad extrema. Nacido en 1907
en el seno de una familia católica de la
Francia profunda, había descubierto la
filosofía alemana en 1925 al asistir en
Estrasburgo a los cursos de Emmanuel
Lévinas. Entre el futuro gran filósofo del
judaísmo y la judeidad y el joven
estudiante que sería una de las figuras
más importantes de la literatura francesa
de la segunda mitad del siglo XX nació
una amistad que no hizo más que
aumentar
durante
los
siguientes
cincuenta años: un estado de gracia al
que rendirá homenaje Jacques Derrida,
amigo de los dos, el benjamín de los
tres.
Nacionalista,
robespierrista,
anticapitalista
y
fervientemente
monárquico, Blanchot entró pronto en
política en calidad de editorialista de
diferentes periódicos de la extrema
derecha de Maurras. En esta época
escribió artículos contra los Judíos, los
freudianos,
los
marxistas,
los
estalinistas, los hitlerianos, y más tarde
contra Léon Blum y el Frente Popular.
Llamaba, contra todos los moderados y
un poco a la manera de Bernanos, a una
purificación de la nación francesa que,
en su sentir, se había convertido en una
«torre
de
Babel»,
en
una
[264]
«abyección
».
Durante la ocupación alemana se
convirtió en otro hombre y se orientó
hacia la ficción. Cuando Lévinas fue
hecho prisionero por los alemanes y
encerrado en un campo, Blanchot acogió
en su casa a la mujer y a la familia de
aquél y se encargó de ponerlos en lugar
seguro. Aunque siguió colaborando en
revistas de la Francia de Vichy, para las
que pese a todo sólo escribía crónicas
literarias, tomó conciencia de la
necesidad de romper radicalmente con
lo que había sido hasta entonces. El
encuentro y amistad con Georges
Bataille y luego con Dionys Mascolo,
Marguerite Duras y Robert Antelme[265]
desempeñaron un papel importante en
esta transformación. Esto se ve en
Thomas el oscuro, novela empezada en
1932 y modificada dos veces: en 1940,
con la derrota de Francia, y en 1950,
después de Auschwitz. Auténtico
manifiesto
de
una
literatura
antipsicológica que se inspiraba en la
tradición vanguardista —de Proust a
Kafka, pasando por Thomas Mann—, la
novela comenzaba con esta frase, que se
hizo célebre: «Thomas se sentó y miró
el mar».
Héroe humano y monstruoso,
inmerso en fuerzas nocturnas, Thomas,
cuyo nombre evoca al apóstol incrédulo
de Jesús, se enfrenta a la muerte: a la
suya y a la de dos mujeres que optan,
una por cortarse el cuello con un estilete
y la otra por morir de hambre. Después
de esto se deja arrastrar por la nada:
«Pienso, dijo Thomas, y el Thomas
invisible, inexpresable, inexistente en
que me he convertido hizo que ya no
estuviera nunca donde estaba, y en ello
ni siquiera hubo nada de misterioso. Mi
existencia pasó a ser por entero la de un
ausente […] mi vida era la de un hombre
totalmente
emparedado
en
hormigón.»[266]
Desde entonces Blanchot no dejó de
escribir sobre la muerte, sobre su
momento y su avance hacia el interior de
la vida, aunque negándose durante
cuarenta años a intervenir en el espacio
público: ni fotos ni participación en
debates. Vivió retirado del mundo, pero,
a modo de «compañero invisible»[267],
estaba presente en todas partes con la
pluma: en cartas dirigidas a sus amigos,
a sus enemigos, a la prensa o a
interlocutores, en sus textos, en sus
diversos compromisos. Con esta
ausencia del mundo parecía expiar su
culpa pasada, expiando la colectiva de
Europa en relación con los Judíos. Sin
embargo, no había cometido el menor
delito ni delatado a nadie. En la
intimidad, rodeado de sus íntimos y sin
crear escuela, fue el escritor más vivo
que existía y el más radiante.
Comprometido en la posguerra con
la lucha anticolonialista, en 1960
redactó el célebre Manifesto de los 121,
«sobre el derecho a la insumisión en la
guerra de Argelia», que terminaba con
estas palabras: «La causa del pueblo
argelino, que contribuye de manera
decisiva a destruir el sistema colonial,
es la causa de todos los hombres
libres.»[268] Los firmantes fueron
tachados de burgueses por la extrema
izquierda, de anarquistas por la derecha,
mientras que los herederos de la Francia
de Maurras, partidarios de la Argelia
francesa —entre ellos Thierry Maulnier,
antiguo compañero de Blanchot—,
respondieron con una contrapetición en
la que se insultaba a Sartre[269]. Por lo
que se refiere al texto sobre la
insumisión, se inscribía en la justa línea
de la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Manifiesto de Marx y
Engels: una obra maestra literaria. Y
Blanchot afirmó que lo había firmado en
tanto que escritor y no «como autor
político»[270].
Por el camino de la lucha
anticolonial y luego por su compromiso
político en Mayo de 1968, Blanchot se
puso a teorizar sobre la cuestión del
exterminio de los Judíos como un
absoluto de la Historia, como una
fractura que determinaba en profundidad
las condiciones mismas del trabajo
filosófico y literario. Aunque de acuerdo
con Adorno, subrayaba que la
humanidad
murió
totalmente
en
Auschwitz y que, desde entonces, todo
escrito, fuera cual fuese la fecha de su
redacción, era «antes de Auschwitz».
Pues si la vida continuaba después de
este acontecimiento, no podía ser más
que una supervivencia de la que cada
texto debía dar testimonio[271].
De ahí la idea de concebir el ser
judío como un peregrinaje o una cultura
del rechazo: una diferencia. Opuesto a
todo antisionismo, que según él
amenazaba siempre con transformarse en
antisemitismo, y pese a estar cerca de
Jacques Derrida, que, para evitar un
posible patinazo, evolucionaba hacia un
pensamiento susceptible de incluir el
tercer
monoteísmo
en
el
judeocristianismo —y por consiguiente
el mundo árabe-islámico en tanto que
parte a la vez interna y externa del
mundo occidental[272]—, Blanchot dio
apoyo a Israel: no a la política de sus
gobernantes, sino al significante Israel,
considerando que lo que encubría este
término era más vulnerable que el de
libertad enarbolado por los palestinos:
«Suceda lo que suceda, estoy con Israel.
Estoy con Israel cuando Israel sufre.
Estoy con Israel cuando Israel sufre de
hacer sufrir.»[273]
La adopción de la palabra genocidio
permitió a los pueblos colonizados u
oprimidos apropiarse de una forma
diferente de su historia e instaurar un
memorial de sus sufrimientos pasados
que pronto entraría en competencia con
el de los Judíos, sobre todo después de
la fundación del Estado de Israel, vivida
por ellos como la victoria de los
opresores sobre los condenados de la
tierra: los árabes de Palestina. Los
«pueblos sin historia», explotados por
un Occidente vencedor de la barbarie, y
considerados iguales a sus explotadores
por la Declaración Universal, no
tardaron en despertar para hacer valer
sus derechos.
En este contexto, la palabra
genocidio, cuyo significado estaba
claro, vino a chocar con otros términos
con connotación religiosa. En el mundo
anglófono,
dominado
por
la
interpretación protestante de la Biblia,
se ha adquirido la costumbre de llamar
Holocausto al exterminio de los Judíos.
Ahora bien, esta palabra designa el
«sacrificio por el fuego de un animal
macho de pelaje uniforme» y remite
asimismo a las acusaciones medievales
de crímenes rituales practicados por los
Judíos, así como a las hogueras en las
que se les quemaba en otros tiempos
para
castigarlos
por
crímenes
imaginarios. La palabra no era, pues,
apropiada, pero se impuso. Y lo mismo
ha sucedido con el término Shoá, que
remitía a la historia del judaísmo y a las
diferentes catástrofes que Dios había
enviado a su pueblo para castigarlo.
Esta última palabra fue oficialmente
adoptada por el Estado de Israel el 12
de abril de 1951, con motivo de la
fijación del día nacional de la memoria.
No tardó en imponerse, sin sustituir
por ello a genocidio[274]. Y sin embargo
el exterminio de los Judíos de Europa no
fue ni un sacrificio ni una catástrofe
enviada por Dios, sino una destrucción
concertada y concebida por hombres
hostiles
al
judeocristianismo
y
radicalmente ajenos a toda idea de Dios.
Ahora bien, la adopción de términos
como Holocausto o Shoá tendía a
favorecer el culto al recuerdo, la
evocación de los sufrimientos más que
el
estudio
racional
de
aquel
acontecimiento
histórico
sin
precedentes. La memoria contra la
historia.
Así como el sionismo había
contribuido
al
despertar
del
nacionalismo árabe, así la guerra civil
de 1948, en el curso de la cual los
palestinos tuvieron que exiliarse, fue
vivida por las víctimas como el
equivalente de la Shoá. Ellos llaman
Naqba (catástrofe) a la destrucción de
su sociedad, dado que también ellos
cultivan una historia de la memoria en la
que identifican a los Judíos con racistas
genocidas. A esta historia rememorativa,
vivida con dolor, las autoridades
israelíes opusieron una negativa: la
Naqba no existe, dijeron, es una ficción
inventada en su totalidad por la
propaganda árabe, por los antisemitas,
por los antisionistas. Ha habido que
esperar a los trabajos de los nuevos
historiadores israelíes, que se basan en
documentos de su país, para establecer
su veracidad[275].
Sea como fuere, en el curso de una
guerra en la que desde luego no hubo
nada comparable a la Shoá, pero en la
que sin embargo se produjeron
matanzas, alrededor de ochocientos mil
palestinos
fueron
brutalmente
expulsados de su lugar de residencia,
sus bienes fueron confiscados y sus
casas devastadas. ¿Qué configuración
podemos dar a un Estado que se funda
en tales condiciones?
La Declaración de Independencia
del 14 de mayo de 1948 proclamaba que
el Estado de Israel, que no tenía
constitución, era a la vez judío y
democrático. Siendo judío, apelaba por
una parte a la Biblia, y por lo tanto a un
origen mítico y religioso (el primer
monoteísmo), y por la otra al sionismo,
movimiento
espiritual,
laico
y
nacionalista. Pero, como Estado
democrático, se consideraba también un
Estado de derecho, basado en una
ciudadanía de naturaleza incluyente.
Abierto a la inmigración judía
procedente de todos los países de la
diáspora, como Estado judío —y de los
Judíos, como había dicho Herzl—, este
Estado pretendía también asegurar la
más completa igualdad social y política
a todos sus habitantes, sin distinción de
raza, religión ni sexo: es decir, a los no
Judíos. Pero aunque apelaba a
principios universales que permitían
garantizar a cada ciudadano plena
libertad de conciencia, de culto, de
educación y de cultura, para definir esta
libertad no se remitía a la definición
surgida de la Declaración de los
Derechos Humanos, sino a las
enseñanzas de los profetas de Israel.
Desde su fundación, pues, este
Estado estaba atravesado por una
contradicción propia de la historia
misma del pueblo judío: se remitía a un
particularismo (el judaísmo) y a un
universalismo (la democracia). Pero
además estaba moldeado por la cuestión
judía, dicho de otro modo, por el
antisemitismo, y en particular por su
forma más criminal: la Shoá. Concebido
al principio para dar una nación a los
Judíos víctimas del antisemitismo de
fines del siglo XIX, este Estado, según
estipulaba
su
Declaración
de
Independencia, debía ser también el de
todos los supervivientes del genocidio.
Pero, como Estado judío —
constituido en favor de los Judíos—,
¿podía garantizar la igualdad de todos
sus ciudadanos? Este tema no se ha
resuelto todavía, a pesar de las
múltiples tentativas de los diversos
juristas israelíes que durante décadas se
han afanado por elaborar una
constitución capaz de permitir al Estado
librarse de su carácter híbrido. En
consecuencia, las minorías no Judías —
los drusos, los circasianos, los armenios
y sobre todo los árabes israelíes, los
más numerosos, llamados también
«palestinos del interior» (musulmanes,
laicos o cristianos)— no recibieron los
mismos privilegios que los Judíos.
Reconocidos en calidad de ciudadanos,
no tienen la nacionalidad israelí al
ciento por ciento, que está reservada a
los Judíos. El Estado israelí puede,
pues, calificarse de Estado democrático
para los Judíos y de Estado judío para
los árabes, como recuerda el jurista
Claude Klein[276], dentro de la gran
tradición del humor judío.
En vísperas de la fundación de este
Estado, que unas veces se calificará de
«judío», porque había sido concebido
para los Judíos, y otras de «hebreo», por
referencia a la lengua nacional, se
suscitaron
numerosas
discusiones
alrededor de su futuro nombre. Durante
un tiempo se impuso la palabra «Judá»,
pero finalmente se prefirió «Israel», por
el nombre que dio el ángel a Jacob, el
tercer patriarca. La elección no fue
gratuita, porque el nombre comportaba
el recuerdo ancestral de la lucha entre el
ángel y el hijo de Isaac, entre Dios y el
elegido de Dios: una lucha interminable
e interna del pueblo judío. En cuanto a
los símbolos nacionales, se inspiraron
en la tradición bíblica: la bandera,
adornada con una estrella de David,
ostenta el color azul del taled para rezar;
el escudo oficial reproduce el
candelabro de los siete brazos, símbolo
de la aspiración del pueblo judío a la
paz. En lo referente al himno nacional
(Hatikva), expresa el deseo bimilenario
del pueblo judío de recuperar Jerusalén
y la tierra prometida de Sión.
Obligado a hacer concesiones a los
ultraortodoxos, que querían asegurar una
presencia sólida del judaísmo en el seno
del Estado, Ben Gurion confió a la
autoridad rabínica la administración de
los derechos civiles, creando un aparato
jurídico específico —doce tribunales y
una corte de casación— para regular los
asuntos matrimoniales de los ciudadanos
judíos, sobre la base del derecho
religioso (la Halajá). Así, para
determinar quién es judío se aplicó la
ley judía que dice que el Judío sólo lo
es cuando nace de madre judía o
convertida al judaísmo. Igualmente,
sigue siendo judío el Judío que, nacido
en las mismas condiciones, ya no
practica la religión judía aunque, por su
situación personal, esté obligado a
obedecer los ritos religiosos.
Además, para reforzar el «carácter
judío» del Estado —en el sentido de
identidad nacional— y tratar de
exorcizar el inevitable conflicto entre
religiosos y laicos, Ben Gurion
promulgó leyes que garantizaran la
observancia de los ritos alimentarios,
del Sabbath y de las fiestas en todos los
sectores de la vida pública. Y cuando,
en 1953, se creó el memorial Yad
Vashem, que enumeraba y honraba a las
víctimas de la Shoá, se adquirió la
costumbre de celebrar al mismo tiempo
la Pascua judía (Pésaj), la fundación del
Estado de Israel (Fiesta de la
Independencia) y el recuerdo de los
muertos del genocidio y de la heroica
sublevación del gueto de Varsovia. Así
se aunaron, en una misma evocación,
acontecimientos muy distintos: culto a
los muertos y celebración de un
renacimiento, recuerdo de una acción
heroica, invocación de la tradición
religiosa: «Si es así», dirá Pierre VidalNaquet, «y tengo poderosas razones para
temerlo, no pienso sólo que es
políticamente peligroso, sino que es
históricamente peligroso.»[277]
Con los años y los diferentes
«retornos», no dejaba de plantearse la
cuestión de saber quién es judío:
¿puede, por ejemplo, seguir llamándose
judío quien practica voluntariamente
otra religión? En 1970 se votó una
enmienda a la ley del regreso que
definía al Judío como «el nacido de
madre judía o convertido al judaísmo y
que no practica otra religión». Esta
opción respetaba la división producida
desde la Haskalá en el meollo de la
conciencia judía: significaba en efecto
que se podía ser judío sin ser creyente
(en otras palabras: sin ser practicante
del judaísmo), pero que era imposible
seguir siéndolo cuando se adoptaba otra
religión sin que mediara coacción
alguna. Pero esta enmienda no resolvía
el problema, irresoluble todavía, de los
niños nacidos en Israel de padre judío y
de madre no judía y no convertida. Así,
en estos casos, los matrimonios mixtos
estaban prohibidos por la ley judía. Pero
como el Estado era democrático y había
tribunales civiles, no se prohibió el
concubinato manifiesto. En cuanto a los
derechos de los homosexuales a la vida
en común y a la adopción de niños,
acabaron por reconocerse, ante la
desesperación de los Judíos ortodoxos.
Desde entonces y por primera vez en
la historia, se produjo una ruptura en la
realidad entre el Judío universal (de la
diáspora) y el Judío territorial
convertido en ciudadano de una nación
con la creación de un Estado judío. Y, de
hecho, el conflicto interno de este
Estado se reveló casi tan grave como el
que lo oponía a sus enemigos, pues era
percibido como una amenaza, no sólo
para el futuro de la sociedad israelí,
sino para el destino de una diáspora
judía superviviente de los campos[278].
Para unos, los laicos, el Estado de
Israel estaba condenado, desde el
principio, a caer en el integrismo y por
lo tanto a perecer; para los otros, los
religiosos, corría el peligro de volver a
desaparecer por la pérdida de su «alma
judía» y de su alianza electiva con
Dios[279]. En ambos casos se perpetuaba
el terror a la desaparición: por la
catástrofe o por una nueva dispersión.
En cuanto al recuerdo de la Shoá, estaba
presente en todas partes: «De manera
periódica, y según las circunstancias»,
subrayaba Idith Zertal en 2002, «las
víctimas de la Shoá se recuerdan y
tienen un papel central en el debate
político israelí, en particular en el
contexto del conflicto árabe-israelí y
más concretamente cuando hay crisis
graves, léase guerras. De hecho, desde
1984 y hasta la crisis actual, que
comenzó en octubre de 2000, no ha
habido guerra o conflicto armado que la
sociedad israelí no haya percibido,
definido y conceptualizado en términos
relacionados con el genocidio.»[280]
Todo sucedía finalmente como si los
Judíos
modernos
—los
Judíos
«posteriores a la catástrofe» o Judíos de
la Shoá— estuvieran poseídos por el
miedo a su desaparición. A principios
del siglo XIX, el filósofo Nachman
Krochmal ya había examinado la
cuestión antes de que Freud la recogiese
para resolverla magistralmente. Y había
llegado a la conclusión de que los
Judíos
no
corrían peligro
de
desaparecer porque, al no tener
territorio ni identidad nacional, no
habían dejado, desde su origen, de
completar el ciclo del auge y la
decadencia para renacer cada vez
gracias
a
la
fuerza
de
su
espiritualidad[281].
Pero esta profecía se volvió caduca
desde el momento en que la mitad de los
Judíos se adaptaba a una nación como
las demás, con un territorio y un Estado.
Antes, cuando no había Estado, eran
perseguidos,
parias,
nómadas,
advenedizos, integrados. Pero luego, en
tanto que pueblo con un Estado, los
Judíos de Israel se enfrentaron entre sí y
tuvieron enemigos o adversarios como
los tienen todos los ciudadanos
integrados en un Estado. Y si vamos a
los detalles, aunque después de 1945 no
había catástrofes de envergadura que
amenazasen a los Judíos de la diáspora,
protegidos en todas partes por leyes
contra el odio racial, la única catástrofe
que amenazaba a los Judíos israelíes
procedía de la política de sus
gobernantes, que iba a ser, tras un
primer
período
esplendoroso,
crecientemente desastrosa y cada vez
más criticada por los mismos israelíes,
en
particular
por
intelectuales,
historiadores, escritores brillantes: «Si
la guerra amenaza la supervivencia
física de Israel», escribe Ilan
Greilsammer, «su existencia territorial,
la paz, por su lado, amenaza
mortalmente el tejido social israelí y
acarrea el peligro de causar su
disolución o su implosión. Algunos
aconsejan hacer las paces incluso con
los árabes hostiles a la existencia de
Israel… Para que el Estado judío deje
de existir por autodestrucción, a
consecuencia
de
un
proceso
interno.»[282] Terrible constatación.
Todos los debates sobre el
genocidio y sobre el miedo a
desaparecer indican claramente que en
el momento en que se redactó la
Declaración Universal de los Derechos
Humanos para poner fin a toda forma de
racismo, y extender a todos los pueblos
el mensaje de la Declaración francesa
de 1789, se inició un vasto movimiento
de oposición a su universalidad que no
hizo más que crecer con el paso del
tiempo. Cuanto más afirmaban esta
universalidad los países democráticos
que no dejaban de burlarla con políticas
de explotación en los países pobres,
sobre todo de África, más tendía la
población de estos países a relativizar,
de manera desmedida, esos principios
de justicia, derecho e igualdad que
emanaban de la Declaración, en vez de
apropiárselos.
Recordemos que después de haber
conseguido imponer la idea sionista al
mundo occidental, sin vacilar en
cooperar
con
el
imperialismo
colonialista, Herzl, siempre visionario y
paradójico, había fantaseado con
resolver la cuestión racial al mismo
tiempo que la judía, y había descrito el
proyecto, en 1902, en su inverosímil
novela titulada Altneuland: «Hay un
problema, una desgracia nacional cuyo
profundo horror sólo puede calcular un
Judío y que no ha tenido solución hasta
el presente. Es el problema de los
negros […]. Hombres que, por ser
negros, son cazados como animales,
deportados, vendidos. Sus descendientes
han vivido lejos de su país, odiados y
despreciados porque eran de otro color.
No tengo empacho en decirlo aunque se
burlen de mí: después de haber vivido el
regreso de los Judíos, quisiera ayudar a
preparar el regreso de los negros.»[283]
Los herederos de Herzl apenas lo
siguieron en este terreno.
En 1952, Claude Lévi-Strauss, en un
escrito célebre, Raza e historia, puso en
guardia a los valedores de los derechos
universales, haciendo hincapié en el
peligro que había en suponer que una
raza pudiera ser superior a otra. Al
mismo tiempo, impugnó la idea de raza
—que, origen de todos los racismos, se
abandonó en fecha posterior—[284] y
subrayó que de un rasgo biológico no
podía deducirse ninguna propiedad
cultural o psicológica. No impugnó el
darwinismo,
pero
denunció
las
desviaciones de un evolucionismo que
amenazaba siempre con volver en su
contra un ideal totalizador de progreso,
demasiado dispuesto a negar los valores
positivos de la diversidad cultural.
Pues, sin respeto por estas diversidades,
ninguna teoría universal del hombre
podría explicar la unidad del género
humano. Y lo demostró la barbarie nazi,
que se basaba en un desigualitarismo tan
radical que no se proponía sólo
exterminar a los Judíos, sino también a
todo el género humano[285].
En este contexto, los pueblos
colonizados vivieron de manera
creciente la fundación de un Estado
judío para los Judíos como un acto de
opresión. Después de haber sido casi
aniquilados, los Judíos expulsaban de su
tierra a los palestinos, que no habían
sido en absoluto responsables de la gran
matanza y en los que las democracias
occidentales desahogaban su sentido de
culpa por no haber sido capaces de
frenar la «solución final». Y el padre
fundador de este nuevo Estado, David
Ben Gurion, era muy consciente de ello,
ya que poco después de su victoria hizo
esta sorprendente declaración: «Si yo
fuera un dirigente árabe, no firmaría
jamás un acuerdo con Israel. Es lógico:
les hemos quitado su país. Es cierto que
Dios nos lo ha prometido, pero esto a
ellos ni les va ni les viene. Nuestro Dios
no es el suyo. Ha habido un
antisemitismo, han existido Hitler y los
nazis, pero ¿qué tienen que ver con
ellos? Ellos sólo ven una cosa: que
hemos venido y les hemos quitado su
país.
¿Por
qué
habrían
de
conformarse?»[286]
He aquí cómo evocó Edward Said,
poco antes de morir, lo que había sido
para Siri Husseini Shahid, madre de
Leila Shahid, el mundo palestino
anterior a la Naqba, que venía a ser
como el «mundo de ayer», reconstruido
por Stefan Zweig en sus memorias, para
los Judíos europeos de los años
1905-1914: «Vemos pastores, cocineros,
tías, primos, campesinos […] parientes,
amantes, objetos amados: las casas, las
escuelas, las granjas, los lugares de
excursión y de reuniones sociales que
fueron conquistados y transformados por
Israel en “bienes extranjeros” o pura y
simplemente destruidos […]. Este libro
merece tener un lugar en el museo de la
memoria, al lado de otros recuerdos,
para que ni la amnesia ni el presunto
progreso histórico puedan jamás borrar
sus testimonios.»[287]
El material reunido por el tribunal
de Núremberg abrió asimismo el camino
al estudio de la cuestión del exterminio.
Incluso cuando los supervivientes
guardaban silencio, prefiriendo reprimir
el horror a transmitirlo a sus íntimos,
durante los años posteriores a la
victoria aliada, una época en que todas
las víctimas del nazismo vivían
aturdidas, los historiadores se volcaron
de nuevo sobre la cuestión judía.
Durante la segunda mitad del siglo, el
discurso antisemita fue oficialmente
desterrado de todos los países
democráticos e imposibilitado por una
serie de leyes que prohibían la
incitación al odio racial y castigaban los
insultos y las injurias contra los Judíos,
los negros, los árabes, etc. A medida
que los Judíos de la diáspora,
protegidos por estas leyes, volvían a
encontrar el orgullo de ser judíos,
cambiaron de actitud ante los principios
de la integración, sobre todo en Francia,
donde había sido escarnecida por el
régimen de Vichy. En vez de afrancesar
sus nombres o disfrazar sus orígenes, los
reivindicaron, del mismo modo que
trataron,
sin ser
creyentes
ni
practicantes, de resucitar, a través de
ritos laicizados, un recuerdo de la
antigua Yiddishlandia, desaparecida en
la tormenta.
Como los primeros sionistas,
muchos, hijos de deportados o no, se
comprometieron con luchas progresistas
convirtiéndose en anticolonialistas y
luego en comunistas, trotskistas o
maoístas. También revalorizaron la idea
revolucionaria que había conducido a la
emancipación de los Judíos en Francia.
Pero muchos otros Judíos, nacidos
después de la guerra, volvieron a
conectar con la aventura de los Judíos
de la diáspora gracias al psicoanálisis,
bien como practicantes, bien como
pacientes: la cura fue para ellos una
forma de enfrentarse a su cuestión judía.
Y el papel de Lacan fue determinante en
Francia en esta experiencia, en una
época en que los psicoanalistas de la
International
Psychoanalytical
Association (IPA) se encontraban en un
callejón sin salida a propósito del
pasado colaboracionista de Jones.
Marcado por la gran obra de Adorno y
Horkheimer, Lacan no dejó, en efecto,
de situar su retorno a Freud bajo el
signo de un después de Auschwitz.
Antinazi desde el principio y
totalmente lúcido desde el período de
entreguerras, Lacan no estuvo en la
Resistencia, pero sentía horror por todo
lo que sonaba a racismo y a
antisemitismo, hasta el punto, por otro
lado, de no sentir ninguna turbación por
haber buscado la forma de conocer a
Maurras en su juventud, después de
haber tratado a Pierre Drieu la Rochelle
en 1932, y finalmente por haber
manifestado toda la vida una gran
admiración por Heidegger, aunque
deformando el significado de sus
escritos cuando se inspiraba en ellos, en
particular cuando se puso a hacer una
traducción salvaje de Logos, haciendo
decir a este texto lo contrario de lo que
decía[288]. En 1936 había asistido,
pasmado, a las Olimpíadas de Berlín, y
nada más acabar la Segunda Guerra
Mundial concibió la idea de redactar un
estudio clínico sobre el «caso» Rudolf
Hess.
Lo cierto es que pensaba que el
mensaje freudiano de los comienzos
debía actualizarse a la luz de Auschwitz,
que en aquel momento confirmaba que
Freud había tenido razón en la cuestión
de la pulsión de muerte[289]. Pero Lacan
pensaba asimismo, como Freud, dicho
sea de paso, que la emigración a
Estados Unidos de los psicoanalistas
europeos había sido una catástrofe para
el freudismo, que había cambiado de
rostro. Obligados a adaptarse, los
emigrados habían acabado por abrazar
los ideales pragmáticos de una
psiquiatría higiénica, centrada en la
adaptación del sujeto a la sociedad,
olvidando que la investigación del
deseo y del inconsciente era totalmente
extraña a las doctrinas del bienestar
social[290].
Tal es el motivo por el que, al fundar
la Escuela Freudiana de París (EFP), en
1964, afirmó que el marxismo y el
hegelianismo no bastaban para entender
el Holocausto: pues en esta tragedia
moderna, decía, aparecía la forma
suprema del sacrificio al Dios oscuro
(identificado con el gran Otro). Y decía
que Spinoza era el único filósofo capaz
de pensar el sentido eterno del sacrificio
en el amor intellectualis. Pero después
de haber puesto a este filósofo en un
lugar de excepción, llamó además a una
superación de la filosofía por el
psicoanálisis recordando el contenido
de su célebre artículo «Kant con
Sade»[291], inspirado por la lectura del
escrito de Adorno en el que éste expone
hasta qué punto la inversión perversa de
la Ley conduce a hacer de la ley la ley
del crimen. Pero rechazaba igualmente,
a pesar de emplear la palabra
holocausto, toda teologización de la
cuestión del genocidio, fuera religiosa o
atea; ni sometimiento sacrificial del
hombre ni acontecimiento insensato
supresor del orden divino. Lacan
universalizaba Auschwitz haciendo de él
la tragedia del siglo, común a toda la
humanidad[292].
Él, el no Judío identificado con
Spinoza, venía a decir a los notables de
la IPA, atrincherados en su ideal
adaptativo, que ya no eran los
portadores del mensaje de la
universalidad judía que Freud les había
legado y que, después de Auschwitz,
debía replantearse de manera radical.
La investigación de las causas del
genocidio y el interés por los
testimonios de las víctimas iban de la
mano con la necesidad de castigar a los
genocidas y por lo tanto de acorralarlos
en los países en que habían encontrado
refugio. Pero la cuestión del castigo se
planteó en Israel de manera paradójica.
Además, la ley de 1950, que permitía
perseguir a los criminales de guerra y a
los autores de crímenes contra la
humanidad, no podía aplicarse más que
a los Judíos supervivientes de los
campos que habían sido obligados a
cooperar con los nazis. Entre ellos, los
miembros de los consejos judíos
(Judenräte), los kapos y otros auxiliares
de los campos, incluidos, naturalmente,
los Sonderkommandos[293]. En un primer
momento, la búsqueda de cómplices
tendió, pues, una vez más, a purificar la
sociedad israelí de toda deshonra
procedente del mundo europeo. Pero al
hacer esto se corría el riesgo de cometer
la peor de las injusticias: juzgar a las
víctimas y no a los asesinos. Pues los
Judíos que habían cooperado con los
nazis no se parecían en nada a los
colaboracionistas clásicos, por ejemplo
los del régimen de Vichy. En efecto,
estos individuos no habían tenido más
alternativa que la muerte: al cooperar no
hacían sino retrasar el momento de su
propio exterminio, y ellos lo sabían.
En 1950, una mujer de veintiséis
años, Elsa Trank, fue juzgada por
«crímenes» que había cometido en
Birkenau ocho años antes. Por
indicación de los nazis, había mantenido
el orden y la disciplina en las filas de
los deportados, a veces golpeándolos.
Pero, conforme prestaba declaración,
los jueces la vieron como a una víctima
obligada a convertirse en verdugo[294].
En consecuencia, no podía haber otra
sentencia que la libre absolución para
quienes, de un modo u otro, habían
estado en los campos condenados a una
muerte segura.
Más grave fue la denuncia
presentada contra Israel Kastner, antiguo
dirigente socialista procedente de
Hungría, por Malchiel Grünwald,
húngaro de nacimiento y emigrado a
Palestina antes del genocidio. El
denunciante, sionista de derechas y
criado en un medio modesto, había
perdido a parte de su familia en los
campos de exterminio. El acusado,
intelectual cultivado y hombre de mundo
y de encanto indudable, se había
convertido en una importante figura
política de la clase dirigente israelí.
Durante las horas sombrías del
exterminio, había cooperado con los
nazis para organizar la salvación de
1685 Judíos privilegiados, entre ellos su
propia familia, abandonando a su suerte
a muchos otros Judíos con menos
recursos. Su deseo de reconocimiento
era en cierto modo el síntoma de la
terrible culpabilidad que padecía por
aquel episodio. En cuanto a su rival, que
lo trataba de «cadáver putrefacto»,
quería
simplemente
que
fuese
«exterminado». El Estado tomó partido
por el denunciado y contra el
denunciante, que fue condenado por
difamación. Pero el problema de los
consejos judíos no se resolvió con este
veredicto. En marzo de 1957 Kastner fue
abatido de un tiro en una calle de Tel
Aviv.
Era el momento de poner fin a este
género de juicios y de procesar a un
auténtico verdugo. Como dice Idith
Zertal: «Gracias al juicio de Grünwald
contra Kastner se incoó el caso contra
Eichmann, con objeto de corregir los
efectos devastadores de casos anteriores
—cosa que consiguió— y de demostrar
la capacidad del nuevo Israel, un Israel
diferente, que perseguía desde ahora por
crímenes de guerra y crímenes contra la
humanidad no ya a las víctimas judías
sino a un criminal nazi de relieve. Tal
fue la última gran obra nacional de Ben
Gurion.»[295]
Cuando éste decidió capturar en
Argentina
a
Adolf
Eichmann,
responsable de la «solución final» en
Alemania y en todos los países
ocupados, su principal objetivo fue
glorificar el heroísmo combativo de los
israelíes, oponiendo sus hechos de
armas a la supuesta pasividad de los
Judíos europeos, que, según se decía, se
habían dejado conducir al matadero.
Pero también quería legitimar más aún
el Estado de Israel, llamar al orden a los
aliados para que lo apoyaran y por
último decir al mundo que nunca más
debería tolerarse la menor vuelta a la
legalidad de los partidarios de la
destrucción de los Judíos.
En este sentido, el proceso fue un
triunfo irrefutable, a pesar de todas las
críticas que se formularon contra su
presunta ilegalidad, empezando por la
de Erich Fromm. En efecto, en una carta
publicada en el New York Times,
afirmaba este conocido psicoanalista
que el secuestro de Eichmann había sido
un acto ilegal, «del mismo tipo de los
que se imputaban a los propios nazis (y
a los regímenes de Stalin y Trujillo). Es
verdad que no hay provocación peor que
los crímenes cometidos por Eichmann.
Pero precisamente en estos casos de
provocaciones extremas es cuando han
de ponerse a prueba el respeto a la ley y
la integridad de los demás países»[296].
Disidente del freudismo clásico y
decidido antiuniversalista, Fromm,
expulsado de Alemania por el nazismo,
había pasado del sionismo al
antisionismo.
En 1948, al igual que Hannah
Arendt, había pedido el regreso de los
palestinos a sus territorios. Pero en
1963 no dudó en comparar la situación
de Estados Unidos con la de la
Alemania de los años treinta,
subrayando, después del proceso no
deseado por él, que Eichmann no era
consciente de las órdenes que había
cumplido, que en el fondo no era más
que un hombre corriente. Cada hombre,
venía a decir, tiene en su interior un
Eichmann reprimido. Nada más inexacto
que este juicio que, basado en una
psicología conductista, daba a entender
que cualquiera, a poco que las
circunstancias se lo permitan, es capaz
de convertirse en genocida[297]. Esta
tesis
fue
después
confundida,
injustificadamente, con la de Hannah
Arendt sobre la «banalidad del mal».
Pero el verdadero escándalo que
rodeó el proceso vino de la insensatez
con que fue recibido, por algunos Judíos
israelíes, estadounidenses, alemanes y
franceses, el comentario que hizo al
respecto Hannah Arendt, enviada a
Jerusalén por la revista New Yorker para
cubrir el acontecimiento.
Sionista de primera hora, pero
siempre dispuesta a criticar los errores
de la política israelí, Hannah Arendt
era, como Judah Magnes, favorable al
entendimiento con los árabes, lo cual no
le impedía pensar que existiera un
«pueblo judío». Aunque rechazó las
desviaciones patrioteras de la doctrina
de la elección, no dudó en considerar,
basándose en los trabajos de Gershom
Scholem, que la espiritualidad era
indispensable para la transmisión de la
cultura y el espíritu judíos. Sin embargo,
no imaginaba que los Judíos se
contentaran con comentar los textos
sagrados. Por el contrario, debían
penetrar en la historia real.
En 1944 había redactado un
escrito[298] que suscitó una fuerte
polémica. En él señalaba que el
sionismo era portador de dos versiones
contradictorias de la política judía —
una progresista, la otra nacionalista— y
que había triunfado la segunda. En
consecuencia, la indiferencia ante la
diáspora entre los Judíos de Palestina
iba de la mano, según ella, con la
incomprensión
de
la
política
imperialista en Oriente Próximo. El
texto fue rechazado por Clement
Greenberg, director de la muy
conservadora revista Commentary:
«Piensa
que
hay
demasiadas
implicaciones antisemitas, no que las
haya puesto usted conscientemente, pero
un lector malpensado podría deducirlas
con facilidad.»[299]
Por primera vez, pues, desde la
fundación de un Estado judío, un Judío
ultraconservador
acusaba
de
antisemitismo a una Judía mucho más
competente que él en este tema, y que se
había atrevido a criticar el nacionalismo
sionista. Y esta acusación era tanto más
malintencionada por cuanto ella se creía
simpatizante y protectora: Hannah
Arendt, decía Greenberg, no se da
cuenta de que es antisemita. Fue como el
prólogo de lo que sucedería después, ya
volveremos sobre ello, la cantilena
preferida de los fiscales revisionistas y
conservadores de la segunda mitad del
siglo XX, consistente en denunciar un
antisemitismo que no existe, sobre todo
entre los partidarios de la Ilustración.
La acusación parecía verosímil
porque Hannah Arendt, durante su
juventud, en Alemania, había tenido una
relación sentimental con Martin
Heidegger. Ahora bien, el filósofo no
sólo había sido antisemita, sino que en
1933 había dado su apoyo al régimen
nazi en su «Discurso del rectorado»[300].
Para sus adversarios, Arendt pasaba a
ser, dadas las circunstancias, un blanco
privilegiado: culpable de haber amado a
un nazi y no haberse arrepentido de ello,
culpable de antisionismo por haber
criticado cierto nacionalismo judío (ya
criticado anteriormente por otros
judíos). Heidegger era detestable y su
mujer, Elfriede, era aún peor. Y por más
que él la despreciara, Hannah no lo
atacó. Nunca se rindió a los argumentos
de su gran amigo Karl Jaspers, que la
incitaba a tener más lucidez[301].
A raíz de una profunda reflexión
sobre las revoluciones, Arendt había
afirmado claramente su predilección por
la concepción estadounidense de la
libertad, basada en las comunidades,
más que por la concepción francesa,
que, por el carácter del Estado-nación,
vinculaba la libertad a la igualdad. Pero
después de haber emigrado a Estados
Unidos, e identificada con la postura de
Bernard Lazare, paria consciente y
rebelde, no cesó de criticar la política
del país del que acabó siendo ciudadana
de pleno derecho. Así por ejemplo,
denunció el macarthismo con la mayor
firmeza. Como no se sentía ni totalmente
judía ni totalmente alemana, pero sí más
judía que alemana, prefería definirse
como «la que viene de otro lugar»,
siempre ajena a una integración
demasiado normativa. Por este motivo
había corrido el riesgo de ser
considerada
antisemita
por
los
nacionalistas judíos, Judía por los
antisemitas, conservadora por los
marxistas,
comunista
por
los
conservadores. Fuera como fuese, para
unos era una sionista peligrosa, para
otros una antisionista implacable.
Mucho más allá de toda expresión
de compasión por los sufrimientos
ancestrales de su pueblo, había sido la
primera teórica de la historia judía en
pensar seriamente la cuestión del
antisemitismo moderno, que distinguía
del antijudaísmo cristiano. Según ella,
en efecto, y con toda razón, el
antisemitismo, nacido a mediados del
XIX, no había sido sólo un arma contra
los Judíos, sino el mayor germen de
descomposición que había conocido el
mundo europeo: había conducido tanto a
la destrucción de los Judíos como a la
de Alemania y del humanismo
europeo[302]. Antes incluso de la
publicación de los trabajos modernos
sobre la historia del colonialismo y de
la esclavitud, Arendt fue la primera en
condenar estos fenómenos, pero también
en diferenciarlos del genocidio, como
hará más tarde Pierre Vidal-Naquet
cuando responda a los partidarios de
identificar todas las formas de
carnicería y opresión del hombre contra
el hombre. Incluso reconoció que el
genocidio de los Judíos no tenía el
mismo significado para los pueblos
asiáticos o africanos que para las
poblaciones del ámbito occidental[303].
Al igual que Freud, cuya obra
desconocía, hasta el punto de
confundirla con la de sus divulgadores
baratos, Arendt rechazaba la idea
sionista de la supremacía de los Judíos
territoriales sobre los Judíos de la
diáspora. No oponía pues el «ser
israelí» al «ser judío», como tampoco
admitía que la creación de un Estado
pudiera equivaler a una revolución
copernicana en la historia de la
conciencia judía. Habiendo puesto ya
las bases de una reflexión sobre el
genocidio, consideraba que su deber de
Judía era asistir al proceso de uno de
los mayores responsables del exterminio
de los Judíos y de la destrucción del
mundo europeo. También estaba de
acuerdo con la celebración del proceso,
hasta el punto, por otra parte, de no
cuestionar la pena de muerte. En ningún
momento confundió a víctimas y
verdugos, ni siquiera cuando criticó
duramente el comportamiento de los
consejos judíos, basándose en la obra de
Raul Hilberg[304], cuya primera edición
acababa de publicarse en Estados
Unidos.
Además, diferenciaba entre los
responsables de los consejos judíos —a
los que reprochaba, sin pretender
juzgarlos, el haber cooperado con los
nazis en diversos grados— y los
internos que, una vez integrados en la
maquinaria genocida, no tuvieron otra
alternativa que la muerte y no
precisamente la «buena muerte» de la
tradición griega.
Desde este punto de vista, y al igual
que Hilberg, dicho sea de paso, atacó a
Leo Baeck, con el que ya se había
enfrentado y que veía en el nazismo la
continuación de la eterna persecución
contra los Judíos, pueblo elegido por
Dios y distinto de los demás a causa de
su talento. Baeck negaba así la
diferencia
entre
antijudaísmo
y
antisemitismo, hasta el punto de pasar
por
alto
la
fractura
concreta
representada por el genocidio de los
Judíos.
Cuando Baeck comprendió que el
exterminio de los suyos era inevitable,
decidió mentirles para hacerles más
soportable el trago final: «Cuando se
planteó la cuestión de saber si los
auxiliares judíos debían ayudar a
detener a los Judíos para deportarlos,
decidí que era preferible que se
encargaran ellos del asunto, porque al
menos iban a ser más amables y
comprensivos que la Gestapo y les
harían la experiencia más soportable.
Apenas teníamos autoridad para
oponernos
eficazmente
a
estas
órdenes.»[305] De este modo, Baeck no
sólo había privado a los suyos del
derecho a enfrentarse a la muerte, sino
que su actitud había contribuido además
a forjar la leyenda de que los Judíos se
habían dejado conducir al matadero
como borregos, una idea que había sido
aprovechada por los genocidas durante
su juicio. En efecto, Eichmann, Höss y
muchos otros afirmaron que los propios
Judíos deseaban su exterminio o que,
por lo menos, fueron los principales
responsables del mismo[306].
Hannah Arendt no tardó en darse
cuenta de que ni el fiscal Gideon
Hausner ni su equipo estaban a la altura
de la tarea que se les había
encomendado.
Esperaban
que
compareciera un monstruo, surgido
directamente de la larga tradición de los
vampiros y otros sádicos sedientos de
sangre, y quedaron chasqueados cuando
vieron ante sí a un imbécil y un
fracasado que afirmaba que nunca había
perseguido a los Judíos «por placer ni
por pasión», y que se presentaba no sólo
como un buen sionista en busca de una
«solución humana» a la cuestión judía,
sino además como una «víctima» de
superiores que se habían «aprovechado
de su obediencia», convirtiéndolo en un
desdichado ejecutor. Y se quejaba con
toda la inocencia del mundo de las
atrocidades a que lo habían sometido
desde que lo habían secuestrado en
Argentina: «Se lanzaron sobre mí, me
pusieron inyecciones para dejarme
inconsciente y me llevaron al aeropuerto
de Buenos Aires; desde allí, me sacaron
de Argentina en avión. Evidentemente,
esto sólo se puede atribuir al hecho de
que me consideraban responsable de
todo.»[307]
En esta época había ya una
abundante literatura de inspiración
psiquiátrica y psicoanalítica que se
centraba en los criminales nazis para
inventarles una infancia acorde con una
concepción equivocada de la idea de
perversión, que estos autores entendían
como una desviación monstruosa de la
pulsión sexual. Desde este punto de
vista, muchos autores elaboraban
impresionantes catálogos clínicos de las
diferentes prácticas sexuales de los
genocidas. Así, los biógrafos de Hitler
que querían hacerse los psicólogos lo
presentaban como un coprófago lleno de
taras mentales[308]. En cuanto a
Eichmann, decían que a los diez años
había construido un aparato de torturar
niños. Además, se le atribuían abusos
sexuales y violaciones[309]. Nunca se
insistirá bastante en lo mucho que las
presuntas descripciones clínicas de los
verdugos, inventadas por autores poco
escrupulosos y avaladas a menudo por
psicoanalistas, han contribuido durante
años a falsear las categorías freudianas
y en consecuencia la definición
estructural de la perversión y sus
diferentes metamorfosis.
Así pues, los jueces de Jerusalén,
influidos por toda una ideología de la
presunta «inhumanidad monstruosa» del
nazismo y de los genocidas, se quedaron
atónitos al ver ante ellos a un
funcionario trivial, lleno de tics y
obsesiones, básicamente grotesco e
idiota, incapaz de sentir afecto y sin el
menor sentido de la responsabilidad. El
verdugo tenía conciencia de sus actos,
los juzgaba abominables, pero acusaba a
otros de ser los auténticos responsables.
Por consiguiente, se declaraba inocente
porque no se sentía culpable de lo que
se le acusaba[310].
Muchos psiquiatras presentes en
Núremberg habían calificado a los
genocidas de «autómatas esquizoides y
asesinos», dotados de una normalidad
escalofriante, aunque señalando que el
sistema nazi, al promover una inversión
axiológica del bien y el mal, había
engendrado aquella clase de criminales.
Sin querer basarse en estos expertos,
que ella juzgaba además inadecuados,
Arendt señaló que Eichmann era
espantosamente normal: «Hubiera sido
tranquilizador creer que Eichmann era
un monstruo […]. No se habría llamado
a corresponsales de prensa de todos los
rincones del mundo con el solo fin de
exhibir a una especie de Barba Azul
sentado en el banquillo. Lo turbador de
Eichmann era precisamente que había
muchos que se le parecían y que no eran
ni perversos ni sádicos, que eran y son
todavía
espantosamente
normales.
Desde el punto de vista de nuestras
instituciones y de nuestra ética, esta
normalidad es mucho más aterradora
que todas las atrocidades juntas, pues
supone que esta nueva clase de criminal
[…] comete crímenes en tales
circunstancias que le es imposible saber
o sentir que hace el mal.»[311]
Por este motivo, Arendt pensaba que
Eichmann era «inconsciente» del
significado de sus actos, aunque
consciente de haberlos cometido. En
consecuencia, no merecía vivir, dado
que negaba la diversidad humana: si el
nazismo es el mal radical, decía, el mal
según Eichmann es «banal» y de ningún
modo demoníaco. Este mal no emana de
Dios, sino de los hombres y los nazis
son seres humanos que, mediante el
genocidio de los Judíos, declararon que
ciertos seres humanos eran superfluos en
tanto que seres humanos y por lo tanto
que el ser humano en cuanto tal podía
ser superfluo.
Pero Arendt señalaba asimismo que
los actos de un criminal de esta
naturaleza hacían dudar del castigo y
que era absurdo castigar con la muerte
al responsable de crímenes tan
desmesurados. Porque Eichmann no
soñaba más que con eso: ser ahorcado
en público y gozar de su propia
ejecución para creerse inmortal como un
dios. Hasta el extremo de que, ya en el
cadalso, provocó a sus jueces afirmando
que volvería a verlos en el futuro,
olvidando que asistía a su propia
muerte: «Como si, en aquellos últimos
instantes, resumiera la lección que nos
ha enseñado este largo estudio sobre la
maldad humana: la espantosa, indecible,
impensable banalidad del mal.»[312]
Precisamente por manifestar una
normalidad
extrema
encarnaba
Eichmann la esencia misma de la
perversión: goce en el mal, ausencia de
afecto, gestos automatizados, lógica
implacable, culto al detalle y a las
anécdotas
más
insignificantes,
capacidad inusual para cargar con
crímenes odiosos teatralizándolos para
mostrar mejor que el nazismo había
hecho de él un ser abyecto. Y
haciéndose el kantiano decía la verdad,
porque, para él, el carácter infame de la
orden recibida no contaba en absoluto
ante el carácter imperativo de la orden
propiamente dicha. Así llegó a ser
genocida sin experimentar la menor
culpabilidad.
La genialidad de Arendt —que,
repito, no había leído ni una línea de
Freud— consistió en comprender hasta
qué punto el antisemitismo era también
una cuestión del inconsciente. No cabía
la menor duda de que Eichmann era
antisemita, pero negaba su antisemitismo
y se decía amigo de los Judíos. Era
evidente que había sido uno de los
principales responsables del genocidio,
pero negaba esta responsabilidad aun
reconociendo haber sido el ejecutor de
un exterminio abyecto. No mentía, no
disimulaba, no se ocultaba: ponía en
escena una sinceridad atroz, unida a una
estupidez total.
Había allí algo que interesaba a esta
filósofa judeoalemana que había
escapado del infierno y que, lejos de
Israel, no dudaba en criticar tanto las
desviaciones nacionalistas del sionismo
como el culto exagerado a una memoria
victimista. Es evidente que Arendt se
equivocaba en un aspecto, al olvidar que
los miembros de los Judenräte no
habían sido conscientes de su
cooperación con los nazis y que, aunque
lo hubieran sido, no habría cambiado
nada, como creía ella, en el proceso de
exterminio. También, sin duda, su
concepción de la banalidad del mal
podía prestarse a confusión y hacer
creer, por ejemplo, que cualquier
funcionario podía convertirse en
genocida. En realidad, la idea de
banalidad del mal puede ilustrar a la
perfección la tesis de Bebel de que el
antisemitismo es el socialismo de los
imbéciles. Un antisemita está siempre y
desde el principio poseído por la
idiotez[313], sea cual fuere el grado de su
patología o criminalidad. Y Arendt
demuestra muy bien que Eichmann es,
por encima de todo, un ser totalmente
idiota.
Sólo que su libro, muy adelantado a
su época, hacía un análisis magistral del
fenómeno genocida y de su principal
organizador que no convenía en absoluto
a los Judíos de los años sesenta: ni a los
de la diáspora, en busca de una nueva
identidad
entre
comunidad
y
universalismo, ni a los del Estado de
Israel, deseosos de presentar una imagen
heroica de sí mismos. Y, además, en
aquellas fechas era inadmisible que se
quisiera retratar a un verdugo cuando las
víctimas estaban todavía empezando a
dar sus versiones.
En consecuencia, este informe sobre
el proceso de Jerusalén fue acogido en
todo el mundo con una lluvia de críticas,
lo cual no honra a los detractores de
Arendt. Estupefacta por las calumnias
que cayeron sobre ella y que ponían en
su boca lo contrario de lo que había
escrito, Arendt decidió responder. Pero
acabó comprobando que cada artículo
de prensa de sus adversarios imitaba a
otro anterior, multiplicando así las
inexactitudes, un proceso inevitable en
la época de la toma del poder de los
medios, de su intrusión en debates
intelectuales reservados hasta entonces a
un público restringido y culto.
En Estados Unidos, los Judíos
conservadores la acusaron de sentirse
fascinada por el verdugo, de olvidar a
las víctimas y de vilipendiar a los
miembros de los consejos judíos[314].
Afirmaron que el libro se convertiría en
la biblia de los antisemitas ávidos de
endosar a los Judíos los crímenes de los
nazis. En Israel, los allegados a Hausner
le reprocharon que invirtiera el
significado de la Shoá e hiciera del
criminal un ser virtuoso y de las
víctimas asesinos. En Francia, el
traductor del libro, Pierre Nora, creyó
oportuno añadir un prefacio ambiguo.
Hizo un resumen de la polémica, aunque
guardándose de tomar partido[315].
Y cuando Le Nouvel Observateur
dedicó un excelente dosier al proceso,
varios intelectuales de renombre
publicaron una carta colectiva con seis
puntos, en la que manifestaban su
indignación: «¿Hannah Arendt es nazi?».
Tal fue la pregunta que formularon
Robert Misrahi, Vladimir Jankélevitch,
Madeleine Barthélemy-Madaule, Olivier
Revault d’Allones y algunos otros[316].
Decían que la filósofa era masoquista y
malintencionada, la acusaban de mentir,
de decir falsedades evidentes, de ser
indiferente a la suerte de los Judíos, etc.
Éliane Amado Lévy-Valensi invitaba a
«promover un debate» y a devolver al
libro su significado inconsciente. Con lo
cual tachaban a la autora, a la vez, de
esquizofrénica y paranoica, presa del
autoodio judío y de la pasión antisemita,
incapaz de comprender el sacrificio de
los miembros de los consejos judíos.
En medio de esta tormenta
interpretativa que ponía de relieve que
los acusadores no habían entendido el
análisis innovador de la autora, sólo
Pierre Vidal-Naquet tuvo valor para
ponerse de su parte. Afirmó que el libro
no se había leído correctamente, que
casi todos los hechos relacionados con
los consejos judíos eran conocidos y
exactos, y que la genialidad de la autora
consistía en haber retratado a un
genocida en conformidad total con los
análisis que ya había adelantado a
propósito del totalitarismo. Y subrayaba
hasta qué punto era brillante este
informe sobre la banalidad del mal, pues
permitía, en efecto, comprender que el
lenguaje totalitario —esa perversión de
la lengua alemana, que dirá después
Saul Friedlander— era a su vez una
mixtificación que había autorizado al
verdugo a creerse kantiano y a
considerarse inocente de los crímenes
que había cometido[317].
La verdadera crítica, la más
dolorosa para Arendt, fue la que
escribió Gershom Scholem. Es verdad
que éste no tenía el mismo concepto del
sionismo que ella, pero estaban unidos
por una admiración recíproca, por
intercambios familiares y por su común
amistad con Walter Benjamin. En
relación con el sabbatianismo[318],
Scholem había demostrado su genio al
analizar el problema de la locura de su
fundador, convertido al islam. Había
sabido entender con sutileza las
oscilaciones del discurso místico, entre
la sombra y la luz, y había planteado con
firmeza el problema de la redención por
el pecado, aunque recomendando la
necesidad de restaurar en el judaísmo un
pensamiento mesiánico reprimido por el
racionalismo. Además, había sido uno
de los pocos que analizaron, sobre todo
en relación con el destino de Walter
Benjamin, cuyo marxismo reprobaba, las
paradojas inherentes a la doble
búsqueda de lo universal y lo territorial,
del materialismo y el espiritualismo.
Sabía que el exilio era uno de los
grandes temas en juego en el combate de
Jacob con el ángel, en la lucha entre el
hombre espiritual y el hombre natural,
entre el que no dice su nombre (Dios) y
el que, en el momento de su lesión y de
su triunfo, recibe el nombre de Israel, el
nombre del que sabe combatir a Dios.
Conocía asimismo, y mejor que nadie, el
Angelus novus de Paul Klee, con el que
Benjamin se había identificado y cuyos
ojos están vueltos a la vez hacia el
futuro y hacia el pasado[319]. En
resumen, era el mejor situado para
comprender lo que se jugaba en aquel
proceso: la necesidad, para los
supervivientes de la Shoá —Judíos de
Israel y de la diáspora—, de establecer,
juzgando al verdugo, un nexo entre
historia y memoria, y para los
investigadores de todo el mundo, de
promover nuevas reflexiones sobre la
cuestión judía, sobre el antisemitismo,
sobre el nazismo, sobre el totalitarismo.
Sin embargo, tras evolucionar hacia
cierto nacionalismo, Scholem estaba
convencido de que la única solución de
la cuestión judía residía en un regreso,
no al judaísmo ortodoxo, sino a una
judeidad centrada en la adhesión
voluntaria a la fe, a la religión y a la
doctrina de la elección: «Siempre he
considerado el sionismo laico como una
vía legítima, pero rechazo esa propuesta
estúpida que dice que los Judíos
deberían ser “un pueblo como los
demás”. Si eso ocurriera, sería el fin del
pueblo judío. Yo soy de la opinión
tradicional que dice que, aunque
quisiéramos ser un pueblo como los
demás, no lo conseguiríamos. Y si lo
consiguiéramos, sería nuestro fin […].
No entiendo a los ateos, jamás he
podido entenderlos, ni en mi juventud ni
en mi vejez. Creo que el ateísmo no es
comprensible más que si se acepta el
dominio de las pasiones desbocadas,
una vida desprovista de valores.»[320]
Que es tanto como decir que Scholem
estaba muy alejado de la posición de los
Judíos desjudaizados de la diáspora,
que llevaban una «existencia galútica»
de «Judíos no judíos» o de Judíos sin
dios[321]: ni el marxismo ni el freudismo
ni el sionismo laico habían despertado
su simpatía.
En consecuencia, el nazismo no fue
para él más que la experiencia de una
destrucción sistemática de la imagen de
Dios en el hombre. Es verdad que
Scholem pensaba que se podía juzgar a
Eichmann, pero en su opinión era
preferible no ejecutarlo. Sin ser
partidario de abolir la pena de muerte,
el gran teórico de la mística pensaba que
aquella ejecución no iba a ser de
ninguna utilidad para el Estado de Israel
ni iba a resolver el problema de saber
por qué tantos Judíos se habían dejado
exterminar[322]. ¿No se corría el peligro
—decía— de que se acusara a los
Judíos de querer vengarse por haber
sido débiles?
Desde este punto de vista dirigió a
Arendt una crítica en toda regla que, por
desgracia, carecía de argumentos serios.
Le reprochaba, por ejemplo, que no
amara al pueblo judío, que fuera
marxista y que no sintiera ninguna
empatía por Leo Baeck. Impugnaba, sin
analizarla, la idea de banalidad del mal
y además reconocía no sacar nada de la
idea perversa de que Eichmann se había
atrevido a llamarse sionista[323],
haciendo como que buscaba una
solución a la cuestión judía.
Herida por la carta del anciano
maestro, Hannah Arendt le respondió
con acritud. Le recordó que no era
marxista, que su fidelidad al sionismo y
a la judeidad seguía intacta, que su
posición era la de una foránea en el
exilio y, por último, que su concepción
del amor se refería a individuos, lo cual
excluía que pudiera amar a un pueblo en
detrimento de otro. Lamentaba constatar
que su interlocutor, por el que tanto
respeto sentía, malinterpretara sus tesis
hasta el punto de ser incapaz de criticar
la desastrosa falta de separación, en
Israel, de Estado y religión. Y añadía:
«El mal cometido por mi pueblo me
aflige, naturalmente, más que el mal
cometido por otros pueblos.»[324]
En esta correspondencia, la pregunta
por la cuestión judía adoptaba un nuevo
sesgo, en la medida en que la filósofa
judía desacralizaba la causa sionista no
sólo analizando la personalidad del
verdugo, sino poniendo de relieve, en
relación con un proceso que quería ser
«fundador», la profunda división
existente entre los Judíos de la diáspora
y los Judíos de Israel, y entre los Judíos
deseosos de adherirse al ideal de un
Estado salvador y otros Judíos que
querían, por el contrario, distanciarse de
esta referencia al territorio.
Desconocida por los mayores
pensadores franceses —de Sartre a
Derrida,
pasando
por
Foucault,
Canguilhem, Deleuze y Althusser—, la
obra de Hannah Arendt no empezó a
leerse en Francia hasta los años
ochenta[325]. Para los freudianos era
antifreudiana, para los marxistas y
feministas era conservadora, para los
Judíos sionistas era antisionista y para
todos cuantos reducían la filosofía de
Heidegger a una epopeya hitleriana
había sido cómplice del nazismo a causa
de su silencio. Para los historiadores era
filósofa, para los filósofos era
politóloga, para los especialistas del
judaísmo no era bastante judía y para los
materialistas de todos los colores, ateos
y antirreligiosos, estaba demasiado
determinada por el judaísmo. En
resumen, en el campo intelectual francés
de los años 1960-1980 no había apenas
sitio para una obra tan paradójica ni
para una mujer de juicios tan libres. En
este caso, Vidal-Naquet fue, una vez
más, un pionero.
Hay que señalar también que los
debates franceses y alemanes sobre el
totalitarismo no tardarían en ir contra las
opiniones de Hannah Arendt, sobre todo
cuando Ernst Nolte y François Furet
aproximaron los dos totalitarismos. Uno
y otro identificaban el comunismo con el
estalinismo, como si el estalinismo
estuviera contenido en la obra de Marx y
en el ideal comunista. Los dos
consideraban además que el comunismo
era con diferencia mucho más criminal
que el nazismo, porque era posible
atribuir a esa «ideología nefasta» una
tasa de mortalidad humana mucho más
elevada que la causada por el nazismo.
Leyendo a estos dos historiadores se
podía pensar tranquilamente que el
comunismo era responsable de todas las
matanzas acaecidas en Europa desde
1917 y luego en China, en Camboya, en
Vietnam, etc.: los muertos de la guerra
civil, las víctimas del hambre, los
muertos de las dos guerras mundiales,
los muertos de las guerras coloniales,
etc.
Alumno de Martin Heidegger y de
Eugen Fink, Nolte sostenía no sólo que
el comunismo y el nazismo eran sistemas
idénticos, sino que el nazismo había
sido la consecuencia alemana de la
victoria de la Revolución Bolchevique
en Rusia. Desde este punto de vista,
relativizaba el nazismo transformándolo
en un simple anticomunismo y, por
añadidura, subrayaba que el Gulag,
anterior a la Shoá, había sido el primer
modelo del exterminio de los Judíos.
Esta tesis revisionista, atacada luego por
Jürgen Habermas, tendía a exonerar a
Alemania de toda responsabilidad en la
génesis del nazismo y a reducir el
comunismo al estalinismo.
Furet avaló este posicionamiento
revisando la historia de la Revolución
Francesa y afirmando que si el Terror de
1793 estaba ya en activo en las
insurrecciones de 1789, eso significaba
que el bolchevismo estaba presente en la
Declaración de los Derechos del
Hombre y luego en el robespierrismo, y
que, en consecuencia, la Revolución de
1789 conducía directamente al Gulag:
tesis recogida luego por numerosos
filósofos franceses, deseosos de
transformar la Ilustración en un
pensamiento oscurantista, generador de
antisemitismo[326].
Por lo que se refiere a Alain
Besançon, que había sido, como Furet,
miembro del partido comunista francés
hasta 1956, y estuvo por lo tanto
marcado por un sólido estalinismo,
sostiene una tesis casi idéntica, basada
en un comparatismo igual de ineficaz. La
diferencia es que añadía a su enfoque
una perspectiva que él llamaba
«psicoanalítica». Tras calificar el
nazismo y el comunismo de «gemelos
heterocigóticos», decía que el primero
era fruto de un romanticismo pulsional,
alegando que el genocidio no había sido
más que la realización de la pulsión de
marras, y que el comunismo era la
mayor perversión del siglo. A diferencia
del nazismo, venía a decir, el
comunismo no pide al hombre que dé
conscientemente el paso moral del
criminal. Era pues, intrínsecamente, más
perverso que el nazismo, dado que hacía
pasar el exterminio de las víctimas por
una necesidad moral: en un caso (el
nazismo) se honraba a las víctimas, en el
otro se olvidaban[327].
Una vez que pasaron las polémicas,
Arendt recibió en Estados Unidos el
apoyo de una nueva generación de
intelectuales de izquierda, judíos y no
judíos, que criticaban a la vez la
expansión
del
imperialismo
estadounidense en el Tercer Mundo y la
política crecientemente imperialista del
Estado de Israel ante los palestinos.
Éstos, con la proclamación de la
constitución de la OLP en 1964,
declararon «ilegal» la fundación de
Israel[328]. Después de la guerra de los
Seis Días, que consolidó el triunfo de la
potencia militar israelí en Oriente
Próximo[329], los Judíos de la diáspora
se sintieron obligados a optar por una
posición: o ser aliados incondicionales
de Israel, corriendo el riesgo de
evolucionar hacia un nacionalismo
identitario, o situarse en la oposición, a
riesgo de apartarse de toda vinculación
con el sionismo, es decir, de criticarlo
en cuanto tal, hasta el punto de negar el
crecimiento muy real del antisemitismo
árabe.
Tanto en un lado como en otro
despuntaba una vez más, para los judíos,
la gran obsesión de la desaparición, la
dispersión y la catástrofe. Unos querían
«olvidar la Shoá», otros, en cambio,
preferían reconstruir su recuerdo para
que la «bestia inmunda» no volviera a
surgir nunca más de las entrañas del
alma humana. En cuanto a los árabes,
despojados de sus tierras, acabaron por
considerar al Estado judío un Estado
colonialista y racista[330]. Paralelamente
se produjo en Israel un aumento del
racismo antiárabe.
En junio de 1982 el ejército israelí
invadió Líbano y en septiembre del
mismo año, protegida por el ejército, la
milicia falangista cristiana, dirigida por
Elie Hobeika, con intención de vengar
otras matanzas, así como el asesinato de
Bashir Gemayel, jefe de la milicia de
las fuerzas libanesas, penetró en los
campos de refugiados palestinos de
Sabra y Chatila para pasar a cuchillo a
mujeres, niños y ancianos.
Esta invasión israelí no tenía nada
que ver con el presunto genocidio del
pueblo líbano-palestino, ni con la
destrucción del gueto de Varsovia, como
afirmaron muchos que quisieron
«nazificar» a sus enemigos. Pero la
actitud del ejército israelí en el
momento de las matanzas desató en
Israel una ola de protestas. Bajo la
dirección del juez Itzhak Kahane, una
comisión investigadora estableció que
aunque los asesinatos hubieran sido
cometidos
únicamente
por
los
falangistas, la conducción de la campaña
militar israelí fue delictiva.
Ariel Sharon vio comprometida su
responsabilidad personal por no haber
intervenido y dimitió. Este episodio de
la guerra inacabable agravó las
dificultades en Israel y, en consecuencia,
las de los Judíos de la diáspora y sus
aliados, que se sintieron obligados los
unos a relativizar la importancia del
acontecimiento y a sostener aún más
incondicionalmente la política israelí al
precio de cerrar los ojos, los otros a
adoptar una actitud cada vez más crítica,
al precio de oírse llamar malos Judíos
o, peor todavía, «alterjudíos», a mayor
alegría de los verdaderos antisemitas de
la época: los negacionistas.
Con Sabra y Chatila murió la
inocencia de Israel[331].
6. UN DELIRIO
DEVASTADOR
Entre 1950 y 1966 nadie podía
imaginar en Francia, con excepción de
algunos grupos neonazis y de nostálgicos
del régimen de Vichy, que se pudiera
negar el genocidio de los Judíos, y nadie
se atrevía a declararse antisemita
públicamente. Como no era ya expresión
de la política de ningún partido ni una
opinión autorizada, el antisemitismo se
había convertido en una forma
individual de pensar o de no pensar la
cuestión judía: era sobre todo asunto del
inconsciente y en consecuencia tanto
más patológico, vergonzoso y pasional
cuanto que estaba reprimido hasta el
punto de enunciarse en lapsus,
negaciones o salidas de tono. Da fe de
ello un episodio conmovedor que le
ocurrió a Jacques Derrida. Nacido en
Argelia, había experimentado de niño la
humillación de ser judío, sobre todo en
1942, cuando, tras la abolición de la ley
Crémieux[332], fue expulsado del
colegio. En 1952, con veintidós años y
domiciliado en Francia, fue recibido por
la muy tradicionalista familia de Claude
Bonnefoy y en medio de una
conversación de buen tono oyó una
alusión antisemita.
Unos días después escribió una carta
a su amigo en la que apuntaba las
diferencias entre el antisemitismo que
había conocido en Argelia y el que
imperaba en la metrópoli: «Soy judío
[…]. No tenía derecho a ocultarlo,
aunque para mí la cuestión sea artificial
[…]. Hace unos años estaba muy
“sensibilizado” ante este tema y
cualquier alusión de carácter antijudío
me sacaba de mis casillas. Era capaz de
reacciones violentas […]. Todo esto ya
se ha aplacado un poco. En Francia he
conocido
personas
completamente
ajenas al antisemitismo. He aprendido
que en este dominio eran posibles la
inteligencia y la honradez. He aprendido
que
ese
dicho
que
circula
desgraciadamente entre los Judíos —“el
que no es judío es antijudío”— no era
verdad. Este tema se ha vuelto menos
candente para mí, ha pasado a segundo
plano. Otros amigos no judíos me han
enseñado a relacionar el antisemitismo
con toda una serie de determinantes
[…]. El antisemitismo parecía en
Argelia más insuperable, más concreto,
más
terrible.
En
Francia,
el
antisemitismo forma parte o quiere
formar parte de una doctrina, de un
conjunto de ideas abstractas. Sigue
siendo peligroso, como todo lo que es
abstracto, pero se acusa menos en las
relaciones humanas. En el fondo, los
franceses antisemitas no son antisemitas
más que con los Judíos que no conocen
[…]. Si un antisemita es inteligente, no
cree en su antisemitismo. Sabe
perfectamente que todo eso no es
serio.»[333]
Si los franceses inteligentes y
antisemitas no creían, según Derrida, en
su antisemitismo en una época en que el
genocidio de los Judíos no se había
identificado aún como tal, el
antisemitismo no estaría menos presente
en
Francia,
silenciosa
e
inconscientemente,
catorce
años
después, cuando empezó a estudiarse la
cuestión del exterminio concreto de los
Judíos.
En diciembre de 1966, una encuesta
realizada por el Instituto Francés de
Opinión Pública dedicada a la cuestión
judía indicaba que el 19% de los
franceses pensaba que los Judíos «no
eran franceses como los demás», y en
particular los comunistas (hasta un
28%). Alrededor del 10% expresaba
abiertamente su antipatía por los Judíos
y sólo el 9% se declaraba antisemita.
Pero el 50% afirmaba que no votaría
por un candidato judío a la presidencia
de la república, el 31% pensaba que
había «demasiados en política» y el
81% insistía en la presencia de Judíos
en el comercio. Por último, un francés
de cada cien calificaba el genocidio de
«medida en última instancia saludable»,
mientras que la tercera parte estimaba el
número de muertos entre 5 y 6
millones[334].
Durante
el
año
académico
1966-1967, a los veintidós años, treinta
y cinco antes de confrontar mis
experiencias con las de Derrida, me
habían destinado a un puesto de
profesora en el Centro de Hidrocarburos
de Boumerdés, en Argelia, con la misión
de reorganizar un curso de lengua
francesa para alumnos apenas más
jóvenes que yo, que se preparaban, bajo
la dirección de docentes soviéticos,
para ser técnicos e ingenieros
especializados en el petróleo. Aquellos
jóvenes habían conocido la violencia de
la guerra. Unos habían visto cómo los
militares franceses torturaban o
ejecutaban a sus padres, otros habían
sido testigos de matanzas perpetradas en
la guerra de las vilayas (provincias).
Después de haber sido víctimas, algunos
se convirtieron en agresores; por
ejemplo, habían violado a la profesora
que me había precedido en el puesto
porque se había atrevido, según ellos, a
evocar el destino de George Sand y a
cantar las excelencias del amor libre.
Aquellos alumnos deseaban recibir
una enseñanza clásica, calcada de los
programas de los liceos franceses.
Cuando decidí añadir a la lista de
autores del patrimonio nacional los
nombres de algunos autores argelinos en
francés —Mohamed Dib o Kateb Yacine
—, no ocultaron su malestar. Ellos sólo
querían que se les enseñara la cultura
del antiguo colonizador, que, pese a
todo, detestaban. Me negué a su petición
y resolví añadir al programa el nombre
de Frantz Fanon. Obligados a leer Los
condenados de la tierra, la mayor parte
me señaló que se trataba de un «negro».
La experiencia fue para mí más bien
violenta, porque yo me sentía heredera
de Sartre y de los quintacolumnistas del
FLN. Había llegado a Argelia con una
imagen bastante maniquea de la
situación poscolonial y convencida de
que tenía la obligación de reparar, con
una buena enseñanza, las faltas
cometidas por la colonización. Después
de unas negociaciones más bien largas,
mis alumnos aceptaron mi programa, a
condición de que pudieran recitar
alejandrinos
libremente.
Estaban
enamorados del teatro y les encantaban
las tragedias de Racine y de Corneille.
Me habría gustado que estudiaran las
obras de Jean Genet, sobre todo Los
biombos[335]. Pero tuve que desistir.
Durante la guerra de los Seis Días, y
ante mi tremenda sorpresa, las paredes
de algunas aulas, entre ellas la mía, se
llenaron de cruces gamadas. Los
profesores franceses, a quienes se
llamaba por entonces «pies rojos»,
porque habían militado por la
independencia de Argelia antes de
afincarse allí como docentes, se negaron
mayoritariamente a ver en aquel acto una
expresión de antisemitismo. Muchos
estaban fascinados por la Revolución
Cultural China y acudían de buen grado
a la embajada china en Argel, donde
proyectaban películas de propaganda
que exaltaban la vida y la obra de Mao.
Asistí entonces a una representación de
Oriente
rojo,
un
espectáculo
nauseabundo
que
me
alejó
inmediatamente de todo compromiso
maoísta. En aquella coyuntura política la
hostilidad hacia Israel era tan intensa y
la culpa frente a los antiguos
colonizados tan angustiante que nadie se
atrevía a tocar el asunto de las cruces
gamadas. Me acuerdo de una
conversación que sostuve con un
profesor, antiguo desertor del ejército
francés[336], que me explicó que un
símbolo variaba de significado según el
contexto en que se utilizaba. Así, el
relativismo cultural
servía para
justificar que una cruz gamada pudiera
ser expresión legítima de la sublevación
de un pueblo aplastado por el
imperialismo
norteamericano-israelí.
Nada de aquello, decían, remitía al
nazismo o al antisemitismo.
Hubo fuertes discusiones entre la
minoría en la que me encontraba, y que
se negaba a proseguir las clases en unas
aulas pintarrajeadas de aquel modo tan
abyecto, y quienes, por el contrario, se
negaban a suspender las actividades
semanas antes del fin del año
académico[337].
Al final pedí a mis alumnos que
limpiaran las paredes a la mayor
brevedad posible. Me acusaron de
odiarles y de ser una enemiga sionista.
Yo entendía que los jóvenes argelinos
pudieran considerar enemigos a los
israelíes, pero no que para designarlos
necesitaran invocar el principal
significante del exterminio de los Judíos
europeos. Y para hacerles comprender
lo que quería decir, les di un cursillo
sobre la Segunda Guerra Mundial y
sobre los campos de la muerte. Les di
numerosos detalles que no dejaron de
recordarles los episodios traumatizantes
de su infancia. Limpiaron las paredes
con mucha dignidad, afirmando que no
sabían nada de aquella historia. Y
obviamente me preguntaron si yo
también, al igual que ellos, y en tanto
que judía, había perdido algún familiar
en aquel caos.
Pensaron, pues, que era judía porque
era contraria al antisemitismo. Y sin
duda era ambas cosas, pero no del modo
que creían ellos. Yo era judía en el
sentido de la judeidad y no del
judaísmo; y, a fuer de materialista y sin
verdadera religión, me sentía heredera
tanto del catolicismo, religión del deseo
y del arte admirada por mi padre, como
del protestantismo, religión del libre
albedrío profesada por mi madre, cuyo
padre pertenecía a la alta sociedad
protestante, y del judaísmo, religión del
libro, del saber y de la inteligencia. A lo
cual añadía los dioses griegos, mis
preferidos, porque eran los dioses de la
historia, la tragedia, la filosofía y la
astucia. Nacida en el seno de una familia
de Judíos republicanos integrados,
resistentes gaullistas desde el principio,
en mi infancia, al contrario que mis
condiscípulos, hijos de deportados y
siempre silenciosos, había oído hablar
constantemente del exterminio, del
antijudaísmo romano y cristiano, de la
emancipación, del antisemitismo y del
caso Dreyfus[338].
Nadie de mi entorno había sido
exterminado y nadie había llevado la
estrella amarilla. Mis padres, desde
1938, habían sido resueltamente
contrarios al Pacto de Múnich y se
daban perfecta cuenta de las intenciones
criminales de Hitler. Habían tomado
además todas las precauciones posibles
para proveerse de falsas partidas de
bautismo y toda clase de papeles
destinados a ocultar su origen para
combatir mejor al ocupante. Durante
muchos años jamás se me había ocurrido
que tuviera que definirme en Francia
como judía o no judía y necesité aquella
experiencia argelina para tomar
conciencia no de la existencia concreta
del antisemitismo, sino de su presencia
estructural —y por lo tanto interminable
— en el corazón de la subjetividad
humana.
En resumen, los jóvenes argelinos
me habían hecho comprender que al
tomar a los israelíes por Judíos, se
identificaban con los nazis y por lo tanto
con los antisemitas, sin saber nada de la
Shoá. El antisemitismo estaba inscrito
en su inconsciente y este antisemitismo
apuntaba al Judío en sentido general y
no al enemigo territorial. Recuerdo que
les dije que la lucha contra el
antisemitismo no debía ser sólo un
asunto de Judíos, sino de toda persona
digna de este nombre. Y que yo no
adoptaba aquella actitud en tanto que
judía: cualquiera habría podido y
debido reaccionar de aquel modo.
Ante
el
relativismo
cultural
profesado
por
un
militante
anticolonialista que veía en las cruces
gamadas el signo de una rebelión justa
contra el imperialismo, y en contacto
con aquellos jóvenes herederos del
horror colonial pero capaces de llegar a
tener conciencia de su historia mediante
el conocimiento de una historia que no
era la suya, adquirí la certeza de que
jamás había que ceder en la cuestión de
la función simbólica[339]. De allí surgió
también mi convencimiento de que, en
historia, las ideas de «contexto»,
«mentalidad» o «contextualización» no
debían utilizarse gratuitamente. Si era
evidente que no había que interpretar el
antijudaísmo
cristiano
como
un
antisemitismo anticipado porque había
que situarlo en el contexto de una época,
también saltaba a la vista que la idea de
contexto se adulteraba si aceptábamos
que el antisionismo se relacionara con
los signos exteriores del nazismo con el
pretexto de que, en el «contexto del
mundo árabe», una cruz gamada o Los
protocolos de los sabios de Sión no
tenían el mismo significado que en el
contexto del mundo occidental. En
realidad, y con la coartada del
«contexto», la experiencia me demostró
más bien que a partir de la guerra de los
Seis Días el antisionismo amenazaba
con ser el vehículo de un antisemitismo
que no quería decir su nombre.
Recordemos igualmente que, en el
conflicto entre israelíes y palestinos, el
proceso de nazificación del adversario
no había hecho más que aumentar desde
1945.
Durante la experiencia que estoy
contando tomé conciencia también de
que había dos formas de criticar a
Israel: una consistía en cuestionar su
existencia, la otra en cuestionar su
política. Ahora bien, el hecho de
cuestionar la existencia de Israel
pertenece a una actitud negacionista que
puede autorizar a pasar del antisionismo
al antisemitismo y que por ello mismo
prohíbe toda crítica política. Sin
embargo, atacar la política colonialista
de Francia jamás ha conducido a
cuestionar la existencia de este país[340].
Esta concienciación no fue ajena a la
admiración que sentiría más tarde por la
obra de Claude Lévi-Strauss y, en
términos más generales, por lo que se
llamaría estructuralismo, que, en sus
variantes modernas, posmodernas o
deconstructivistas, me parecería con el
tiempo, después de la aventura
sartreana, el mejor baluarte que podía
levantarse frente a todas las formas de
barbarie basadas en el psicologismo, el
sociologismo, el conductismo, el
cientificismo y otros conocimientos
llamados cognitivos, naturalistas o
afectivos del ser humano.
Si es verdad, como afirma Aimé
Césaire, que Hitler es el «demonio del
hombre blanco» porque aplicó en
Europa procedimientos bárbaros que
hasta él sólo habían afectado a los
negros, los árabes o los asiáticos, no es
menos cierto que si no se tiene cuidado,
los excolonizados pueden, por las
mismas
razones
que
los
excolonizadores, acabar poseídos por el
demonio de Hitler, es decir, por el
antisemitismo[341].
Poco
importa
entonces que este demonio se inventara
en Europa en el siglo XIX: esté donde
esté, debe combatirse.
A partir de los años ochenta, los
estudios sobre la Shoá aumentaron
considerablemente. Sin embargo, cuanto
más se estudiaba la historia del
exterminio y al mismo tiempo se
renovaba el doble enfoque de la
cuestión judía y la cuestión colonial,
más se desarrollaba una forma nueva de
antisemitismo que ponía en duda las
conquistas de la historiografía: me
refiero al negacionismo. Paralelamente
se desplegaba a ambos lados del
Atlántico
un
nuevo
tipo
de
argumentación consistente en identificar
toda crítica de la política israelí y todo
antisionismo con un antisemitismo:
Hannah Arendt había pagado las
consecuencias y otros, después de ella,
también serían sus víctimas y serían
llamados «nuevos antisemitas» por el
hecho de apoyar la causa palestina o por
vincularse
al
marxismo,
al
anticolonialismo
o
al
[342]
altermundialismo
. Es verdad, como
ya hemos dicho, que el discurso del
antisemitismo
puede
surgir
del
antisionismo. Y más aún cuando este
antisionismo se basa en un islamismo
radical. Pero para que haya una
verdadera
correspondencia
entre
antisionismo y antisemitismo es
necesario que la crítica se enuncie en un
discurso que recoja los significantes del
odio al Judío. La acusación de
antisemitismo pierde sentido cuando no
se basa en una argumentación sólida.
Dicho de otro modo, si el antisemitismo
está por todas partes, no está en ninguna,
y si todo antisionismo se identifica con
un antisemitismo, entonces se corre el
riesgo de confundir al que se opone a
una política con el que odia a los Judíos,
y de dar a entender que apoyar a Israel o
su política viene a ser como combatir el
antisemitismo. En este dominio, la
defensa es tan inútil como el anatema.
Poner en la picota al Estado de Israel
porque podría no ser más que una
invención artificial de Occidente para
eternizar el espíritu del colonialismo es
tan estéril como ver en él el único
horizonte posible para los Judíos de la
diáspora: una especie de tierra
prodigiosa que encarna la lucha contra
la barbarie tercermundista[343].
Los dirigentes de la OLP tomaron
conciencia de estas contradicciones,
dado que en 1969, en su tercera carta
constitucional, definen así el objetivo de
su lucha: «Al Fatah no lucha contra los
Judíos como comunidad étnica o
religiosa, sino contra Israel como
expresión de una colonización basada en
un sistema teocrático, racista y
expansionista.»[344] Es verdad que la
comparación de Israel con un Estado
racista y colonialista era discutible,
como ya he tenido ocasión de señalar,
pero los Judíos en general no eran el
objetivo de este texto, que tenía el
mérito de diferenciar antisemitismo,
lucha contra Israel y lucha contra el
sionismo.
Si el antisemitismo, después de la
Segunda Guerra Mundial, pasó a ser en
Europa un tema inconsciente, el
negacionismo[345] fue su perpetuación en
forma de delirio, un delirio que
proyectaba no sólo exterminar por
segunda vez a los Judíos mediante el
intento de matar su recuerdo[346], sino
también negar toda legitimidad al Estado
de Israel, que, como es sabido, se alzaba
sobre unos cimientos frágiles y
discutibles. Poco a poco se producirá, a
pesar de lo que aleguen las diferentes
cartas constitucionales de la OLP, una
confluencia
progresiva
del
negacionismo de la extrema derecha
europea y el antisionismo procedente
del mundo árabe. Los Judíos, dirán
entonces ambas partes, han mentido para
culpabilizar a Occidente y posibilitar la
fundación de un Estado «criminal» cuyas
víctimas son los palestinos. Y así como
el colonialismo, a fines del siglo XIX,
había
sido
la
plataforma
del
antisemitismo, también lo será el
antisionismo: como si el antisemitismo
fuera tan indestructible que pudiera
servir a dos causas tan contrarias.
La
asombrosa
historia
del
negacionismo comenzó en 1948 con
Maurice Bardèche, cuñado de Robert
Brasillach, hombre de Vichy, antisemita,
anticomunista y antisionista. En su forma
primitiva, este discurso presenta la
historia no sólo invirtiendo los
significantes y las causalidades, según el
principio de una negación idéntica a la
de los genocidas, sino introduciendo
además en esta inversión una temática
conspiracionista. En otras palabras, en
vez de contar los hechos tal como se
desarrollaron,
los
negacionistas
empiezan siempre por explicarlos de
acuerdo con una interpretación delirante.
Por ejemplo, Maurice Bardèche
presenta la liberación de Francia en
1944 como un momento desastroso de la
historia del país. Mientras que Pétain,
dice, quería proteger a los Judíos de una
persecución de la que ellos mismos eran
responsables, los aliados, en cambio,
sumieron a Occidente en el caos:
raparon a las mujeres, las violaron,
masacraron
poblaciones
civiles
alemanas con bombardeos abominables.
Para juzgar a los vencidos, después de
haberlos
asesinado
salvajemente,
inventaron en Núremberg un proceso
infame que se basaba en testimonios
falsos. Así dieron origen al mito del
holocausto, verdadera impostura cuyo
objetivo era ocultar la realidad del
nuevo dominio de los Judíos sobre el
mundo[347].
Las tesis de Bardèche no son más
que la continuación clásica de las del
régimen de Vichy, que luego serán
recogidas por los movimientos de
extrema derecha, aunque se contradigan.
Estas tesis no habrían tenido ninguna
incidencia historiográfica si no hubieran
sido sostenidas —e incluso inventadas
— por otro discurso: el muy curioso de
Paul Rassinier, resistente socialista y
anarquista, deportado y torturado en
Buchenwald en 1943 y que, al cabo de
los años, amargado por los fracasos de
una vida gris y revanchista, se unió a
Bardèche y se adhirió también a esa
idea de que la historia escrita por los
vencedores no es más que una
impostura, una falsificación de la
realidad. No sólo decía Rassinier que
los comunistas se habían comportado en
los campos como asesinos más activos
que los nazis, sino que sostenía que
nadie había podido constatar en ninguna
parte la existencia de las cámaras de
gas[348]. Desde entonces se amplió la
inversión y el método negacionista se
perfeccionó. Todos los testimonios
verdaderos fueron desestimados como
fabulaciones —tanto los de los Judíos
como los de los nazis—, mientras los
«expertos» hacían evaluaciones que se
esforzaban por demostrar, «pruebas» en
mano, que era materialmente imposible
proceder a ningún gaseamiento de
Judíos[349]. «Para estar al nivel de los
medios», escribirá Vidal-Naquet, «era
necesario aliarse de hecho y de derecho
con los únicos grupos a quienes podía
interesar ideológicamente una tesis así:
la extrema derecha antisemita, bien de la
variedad católica integrista, bien de la
variedad paleonazi o neonazi, más una
fracción del mundo árabe-islámico en
lucha contra Israel por buenas o malas
razones.»[350]
El movimiento se expandió a partir
de 1965, después de la muerte de
Rassinier, y en particular cuando Pierre
Guillaume, exmilitante de Socialismo o
Barbarie, personalidad «perversa y
megalómana»[351], fundó la librería La
Vieille Taupe[352], que, hasta su cierre,
en 1972, será punto de reunión de una
secta ultraizquierdista encabezada sobre
todo por Serge Thion, especialista en el
Sudeste
Asiático
y
sociólogo
comprometido
con
las
luchas
anticolonialistas.
Al
igual
que
Guillaume, se unirá a la extrema derecha
después de haber sido despedido en
2000 de su cargo de investigador en el
CNRS[353]. En cuanto a Gabriel CohnBendit, militante libertario, se arrepintió
muy pronto[354].
Con la entrada en escena de Robert
Faurisson, el negacionismo adquirió un
talante nuevo[355].
Alumno de Jean Baufret, curtido en
la crítica literaria y acostumbrado en su
juventud
a
hacer
declaraciones
prohitlerianas
o
a
organizar
expediciones de castigo contra sus
compañeros, Faurisson ha estado
obsesionado desde siempre por la
conspiración judía y por la censura que
practicaban los editores que se negaban
a publicar los panfletos de Céline.
Deseoso de celebridad y convencido de
que todas las vanguardias literarias eran
imposturas, empezó su carrera con una
interpretación
presuntamente
psicoanalítica del famoso soneto de las
vocales de Arthur Rimbaud que publicó
en la revista Bizarre, dirigida por JeanJacques Pauvert. Después de dedicarse
a criticar las supuestas incongruencias
de Lautréamont, se le ocurrió demostrar,
pruebas en mano, que el Diario de Ana
Frank era un texto inventado de arriba
abajo, y por las mismas razones, dicho
sea de paso, que todos los testimonios
elaborados por los nazis sobre los
campos de exterminio. A partir de 1978
empezó a interesar a los medios
mayoritarios por su historia de la
inexistencia de las cámaras de gas.
Un año después, con ocasión de la
emisión televisiva de un serial
estadounidense
bastante
malo,
Holocausto, buena parte de la prensa
francesa tuvo la ocurrencia de enfrentar,
según un supuesto objetivismo basado
en el famoso principio del a favor y en
contra, a los partidarios y a los
negadores del genocidio. Pero Pierre
Vidal-Naquet dio un toque de atención a
esta insensata iniciativa alegando que
aunque un historiador digno de este
nombre tenía la obligación de
desenmascarar a los falsarios, no debía
dialogar con ellos por ningún concepto,
para tenerlos al margen de la comunidad
de los investigadores.
No pensaba lo mismo Noam
Chomsky, lingüista respetado y ya
célebre en el mundo entero por haber
reformado la teoría del lenguaje y
rechazado definitivamente las teorías
estructurales de su maestro, Roman
Jakobson, el lingüista más eminente del
siglo XX (y que no compartió nunca sus
orientaciones). Revolución nihilista,
basada en la idea de una posible
universalidad
comunicativa
del
lenguaje, la llamada teoría «generativa»
de Chomsky tenía por objeto elaborar la
gramática de una lengua como modelo
explícito de la misma, separando las
secuencias «gramaticales» de las series
llamadas «agramaticales». Y para llevar
a cabo esta operación de liquidación de
todo significado del lenguaje como
portador de un inconsciente, reintrodujo
en la lingüística un ideal comunicativo
rechazado por Saussure: la idea del
sujeto intuitivo, surgido de la psicología
más conductista, es decir, la más
simplista.
Con el fin de explicar el fenómeno
del lenguaje, la nueva lingüística se
basaba en una naturalización del espíritu
humano, para construir una gramática de
la competencia asociada a una gramática
de la actuación, que comprende dos
modelos: el de la emisión (hablante) y el
de la recepción (oyente). Este
planteamiento epistemológico conducirá
a la esclerosis total de la disciplina
lingüística y a su atrincheramiento en la
neuropsicología:
«Los
primeros
estructuralistas», dice Tzvetan Todorov,
«estaban inmersos en la pluralidad de
las lenguas y eran capaces de citar
ejemplos en sánscrito, en chino, en
persa, en ruso, en alemán. Pero Chomsky
ha sido la negación total y radical de
todo esto, dado que él ha trabajado en
todo momento con el inglés, es decir,
con su lengua nativa. Aun cuando ha
sido un buen especialista de lo que hace,
su influencia ha resultado desastrosa, ya
que ha redundado en una esterilización
impresionante del campo de la
lingüística.»[356]
A petición de Serge Thion, Chomsky
apoyó a Faurisson en un escrito que
sirvió de prefacio (y por lo tanto de
aval) a una nueva publicación
negacionista de este último en la que los
Judíos eran acusados de inventar su
propio exterminio. Hijo de un eminente
profesor de lengua hebrea, Chomsky no
careció de valor a la hora de denunciar
los estragos que causaba el colonialismo
y el imperialismo estadounidense, en un
contexto en que la mezcla de
antisionismo y antisemitismo era
particularmente explosiva. Sin embargo,
después de inventar una teoría de la
cognición que vaciaba la subjetividad
humana de toda forma de relación
significativa con la lengua y el lenguaje,
confundía el análisis político con la
moral y rechazaba todo lo que pudiera
parecerse a un orden simbólico.
Asimismo, se negaba a jerarquizar los
grandes sistemas de gobierno inventados
por los seres humanos.
Metiendo en un mismo saco el
nazismo, el comunismo y el capitalismo,
apenas hacía diferencias entre el primer
sistema, que se basaba en la producción
industrial de cadáveres, el segundo, que
era la corrupción de un ideal
emancipador, y el tercero, que se centra
en el beneficio y la comercialización de
los sujetos[357]. Y arremetía contra el
último, que en su opinión era más
criminal que los otros dos, dado que era
de las democracias obligadas a ser
«morales».
Este
arte
del
comparatismo
deductivo había llevado a Chomsky a
denunciar los «baños de sangre»
causados por los países occidentales
entre los oprimidos del mundo entero y a
compararlos con los del Archipiélago
Gulag[358], con objeto de relativizar los
efectos devastadores del genocidio
practicado en Camboya por los jemeres
rojos[359]. Asimismo, y basándose
nuevamente en su teoría del lenguaje,
comparaba sin cesar, estableciendo
correlaciones ilegítimas, lo que no
puede ser comparado —ni debe serlo—,
y luego se asombraba de las críticas que
se le dirigían y en las que veía una
«conspiración», francesa las más de las
veces.
Hablando de su compromiso,
explicaba en 1983 que la política de su
país le parecía aterradora, añadiendo a
continuación que la política de todos los
Estados del mundo le parecía igual de
espantosa. Y, sin darse cuenta de sus
incongruencias, afirmaba: «Supongamos
que un intelectual alemán hubiera escrito
en 1943 unos artículos sobre
atrocidades cometidas por ingleses,
estadounidenses o judíos; aunque
hubiera sido exacto lo que decía, no nos
habría impresionado gran cosa.»[360]
En nombre de la libertad de
expresión, y para proteger a Faurisson
de eventuales «persecuciones» por parte
del Estado francés, tachado de
liberticida,
Chomsky
avaló
el
negacionismo admitiendo además que no
había leído el libro al que prestaba su
apoyo[361] y en el que el autor, una vez
más, aseguraba que las cámaras de gas
no existían porque no existen. Y
presentaba como prueba el hecho de que
todos los deportados volvieron de los
campos (sic) y de que los testimonios de
los nazis —sobre todo el del médico de
las SS Paul Kremer— habían sido
inventados de arriba abajo por los
aliados, al igual que el Diario de Ana
Frank, la autobiografía de Rudolf Höss y
el informe de Kurt Gertein[362].
Y, como es lógico, Faurisson
encontraba un placer maligno señalando
los errores de los furibundos partidarios
de una revisión de la historia de la
cuestión judía, consistente en hacer que
los textos del pasado digan cualquier
cosa. Así, con gran júbilo por su parte,
denunció el disparate cometido por un
representante regional de la LICRA que
había protestado ante el gobierno de
Francia a causa de la emisión televisiva
de El mercader de Venecia de
Shakespeare: «No sólo es esta obra de
un carácter tal que incita al odio
antisemita», subrayaba el representante
de la LICRA, «sino que el realizador,
Jean Le Poulain, con su puesta en escena
y su forma de interpretar el papel de
Shylock, ha acentuado el carácter
antisemita de esta obra que se emitió a
una hora de gran audiencia». Le Poulain,
acusado de antisemitismo, respondió
amenazando con presentar una demanda
contra la LICRA, señalando que su
interpretación
del
personaje
shakespeariano tendía, por el contrario,
a expresar la soledad y la desesperación
de un hombre abandonado, repudiado
por el racismo y el odio[363].
Sabemos que con esta obra, escrita
entre 1594 y 1597, en una época en que
la reina Isabel I había restablecido
cierta tolerancia hacia los Judíos
conversos refugiados en Inglaterra,
Shakespeare puso en escena, en un
contexto veneciano lleno de conflictos y
tensiones entre comunidades, una lucha a
muerte entre cristianos y Judíos que
acababa con la derrota de Shylock,
usurero sublime y feroz que había
exigido de su alter ego Antonio,
cristiano melancólico, que su deuda le
fuera satisfecha con una libra de carne.
Pero esta derrota, que mostraba la
crueldad del antijudaísmo cristiano, era
también el triunfo de la razón sobre la
venganza y del amor sobre la codicia.
Héroe ambivalente y torturado,
Shylock encarnaba la posición del Judío
europeo de fines del siglo XVI, obligado
a una doble identidad de perseguidor y
perseguido: personaje orgulloso de su fe
que desprecia la de sus opresores y que,
con sus quejas, ponía un rostro humano a
la alteridad judía, entre la búsqueda
identitaria y la emancipación: «¿Es que
un Judío no tiene ojos? ¿Es que un Judío
no tiene manos, órganos, proporciones,
sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no
está nutrido de los mismos alimentos,
herido por las mismas armas, sujeto a
las mismas enfermedades, curado por
los mismos medios, calentado y enfriado
por el mismo verano y por el mismo
invierno que un cristiano? Si nos
pincháis, ¿no sangramos? Si nos
cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos
envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos
ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Si un
Judío insulta a un cristiano, ¿cuál será la
humildad de éste? La venganza.»[364]
Faurisson disfrutaba con la ceguera
de
quienes
denunciaban
un
antisemitismo imaginario, acusándolos
de querer «instaurar una policía del
pensamiento».
En cuanto a la inconsciencia de
Chomsky, que estaba convencido de que
en los años setenta se había restablecido
en Francia una censura digna del antiguo
régimen, es tentadora la idea de
interpretarlo como un patinazo. Pero no
lo es: Chomsky no lamentará haberlo
hecho e incluso tendrá la desfachatez de
hacerse pasar por una víctima del
mundillo intelectual francés, adoptando
una postura idéntica a la de Faurisson e
incluso acusando al Estado de Israel de
negacionista[365].
Sin estar pese a todo poseído por el
autoodio judío, Chomsky era indiferente
a todas las reflexiones de sus
contemporáneos sobre la cuestión.
Sentía un profundo respeto por su padre,
que lo había iniciado en la lengua
hebrea, pero cuyos estudios consideraba
poco serios[366], amaba a su madre y se
sentía totalmente judío. Pero no
perdonaba a su país que lanzara la
bomba atómica sobre Hiroshima, un
acontecimiento que lo traumatizó en la
adolescencia, e incluso odiaba a la
Europa
continental
por
haber
engendrado el genocidio de los Judíos.
Despreciaba todo lo que procedía de
aquel lugar maldito y prefería prestar
atención a otros continentes. Juzgaba
ridículos a los filósofos de la Escuela
de Frankfurt, el psicoanálisis le parecía
una idiotez, tenía a Freud por un
charlatán y pensaba que el cine de
Hollywood era de pacotilla. Además,
desde los años setenta no dejaba de
poner en la picota al surrealismo, al
dadaísmo, al estructuralismo, al
existencialismo, a la fenomenología y a
todos los pensadores franceses que
habían tenido una acogida triunfal en los
departamentos de literatura de las
universidades estadounidenses[367]. No
encontraba palabras lo bastante duras
para
condenar
su
«impostura»,
convencido además de que la
universidad francesa estaba poblada por
analfabetos predarwinianos, ignorantes
de su historia y de la filosofía
alemana[368]. «Intocable e inmune a la
crítica», dice Pierre Vidal-Naquet,
«ignorante de lo que había sido el
nazismo en Europa, envuelto en un
orgullo imperial y en un patrioterismo a
la americana digno de esos “nuevos
mandarines” que él mismo denunciaba
en otra época, Chomsky acusaba de
liberticidas a todos los que no pensaban
como él.»[369]
Convencido de haber puesto el dedo
en la llaga de «la tremenda censura» del
gobierno francés y de haber descubierto
que en Francia no había derechos
civiles, arremetía contra la «vida
intelectual francesa», contra sus medios
informativos, sobre todo los de
izquierdas, contra sus revistas y contra
uno de sus principales historiadores,
Pierre Vidal-Naquet, afirmando, en el
prefacio del libro que no había leído,
que Faurisson tenía todo el derecho del
mundo a ser discutido por la comunidad
de los investigadores galos: «Como ya
he dicho, no conozco bien sus trabajos.
Pero por lo que he leído, en gran parte a
causa de la naturaleza de los ataques que
se le dirigen, no encuentro ninguna
prueba capaz de apoyar esas
conclusiones. No encuentro ninguna
prueba creíble en los documentos que he
leído relacionados con él, ni en textos
publicados ni en correspondencias
privadas. Hasta donde puedo opinar,
Faurisson es una especie de liberal
apolítico». Poco después dudaba del
antisemitismo de Faurisson.
En el mismo texto, Chomsky, que a
pesar de todo no dejaba de criticar la
ausencia de derechos civiles en Estados
Unidos[370], se jactaba de los méritos de
la primera enmienda de la Constitución
de aquel país, porque impedía que se
persiguiera el negacionismo: «En
Estados Unidos, Arthur Butz (que podría
considerarse
el
equivalente
estadounidense de Faurisson) no ha sido
víctima de los ataques despiadados que
se han lanzado contra Faurisson. Cuando
los historiadores revisionistas (noholocaust) celebraron un simposio
internacional hace unos meses en
Estados Unidos, no tuvieron que
vérselas con nada parecido a la histeria
que ha rodeado en Francia el caso
Faurisson.»[371]
Para comprender el motivo de esta
actitud tan exagerada, consistente en
afirmar que Faurisson era no sólo una
víctima de la intelectualidad francesa,
sino también un autor más serio que la
mayoría de los pensadores franceses del
siglo XX, hay que leer el comentario que
hizo sobre este asunto el mejor discípulo
de Chomsky, el físico belga Jean
Bricmont, autor, junto con Alan Sokal,
de una obra dedicada a las supuestas
«imposturas» de la intelectualidad
francesa[372].
En un artículo publicado en 2008, y
deseoso de resumir «objetivamente» la
polémica, también él valoraba la
posición de Faurisson subrayando que
«su investigación era más de carácter
histórico que sociológico o filosófico».
Y acusaba a Vidal-Naquet de haber
propiciado con sus ataques la difusión
de las tesis faurissonianas al tratar de
excluir de la escena francesa los
argumentos de un «Judío estadounidense
anarquista», más idóneo que ningún
francés para encarnar los ideales
republicanos. Y añadía: «Emplear esa
calificación
[investigación]
no
presupone ningún juicio de valor sobre
ella. Dado que soy físico, recibo a
menudo cartas o informes extravagantes
de investigadores “independientes” que
tratan de cuestiones de física. Al leer
estos escritos no tengo ningún medio que
me permita adivinar las intenciones de
los autores, pero no veo motivo alguno
por el que no deba referirme a ellos
como trabajos de física, aunque no
tengan ningún valor.»[373] En otras
palabras: según el método de la
negación y de las comparaciones
ilegítimas, Bricmont afirmaba que la
cuestión de la existencia o inexistencia
del genocidio dependía de un debate
científico y que por ello mismo ningún
negacionista debía ser excluido del
campo de la historiografía.
Bricmont ya se había manifestado
sobre el mismo tema en el año 2000 al
prologar un libro de Norman Finkelstein
en el que se expresaba, bajo la forma de
concesión retórica, la voluntad de
incluir en el campo de la historiografía a
uno de los negacionistas más temibles
del mundo anglófono, David Irving:
«Por innobles que sean las opiniones y
motivaciones de sus autores», decía
Finkelstein, «la literatura negacionista
no está totalmente exenta de interés.
Deborah Lipstadt acusa a David Irving
de ser uno de los negacionistas más
peligrosos (recientemente ha perdido un
juicio promovido por él mismo por esta
afirmación y otras del mismo corte).
Pero Irving, bien conocido por ser un
admirador de Hitler y un simpatizante
del nacionalsocialismo, a pesar de todo
ha
hecho
una
contribución
“indispensable”, como indica Gordon
Craig, refiriéndose a su libro, La guerra
de Hitler, aunque descartando sus tesis
sobre el holocausto nazi por “estúpidas
y totalmente desacreditadas”.»[374]
Como se ha visto, el discípulo
expresaba en 2008 la misma opinión que
su maestro, explicando así el porqué del
prefacio al libro de Faurisson. Un
negacionista era por lo tanto, según
Chomsky, un historiador como cualquier
otro. Había que tomarlo en serio. Con su
gesto,
Chomsky
había
querido
rehabilitar
el
negacionismo.
Evidentemente, es inevitable alegrarse
de que haya perdido la batalla, pero
creo
que
tenemos
derecho
a
preguntarnos por la naturaleza del odio
que
este
«Judío
estadounidense
anarquista» ha sentido siempre por los
intelectuales de la Europa continental,
judíos o no judíos, y por todos los
Estados democráticos, hasta el extremo
de instrumentalizar en favor de
Faurisson la lucha de los palestinos por
el reconocimiento de sus derechos
nacionales.
Sabemos que los Judíos de Estados
Unidos se han definido desde siempre,
incluso después de la Shoá, más como
estadounidenses judíos que como Judíos
estadounidenses. Identificados con la
nación estadounidense, a diferencia de
los Judíos de Francia, más integrados,
participaron en pocas aliyot, pero
fueron, en cambio, los mejores
defensores del Estado de Israel,
mientras
estallaban
divergencias
fundamentales que enfrentaban a
conservadores y liberales, a Judíos
inmigrantes (o hijos de inmigrantes) y
Judíos
nacidos
en
suelo
estadounidense[375]. A causa de esto,
sólo los creyentes ortodoxos volvieron a
la tierra prometida, convencidos de que
toda Palestina les pertenecía, según
estipulaba la ley de Dios. De ahí el
proceso de colonización salvaje,
imposible de contener, y que será
imitado por otros fanáticos, llegados de
los antiguos países comunistas.
En este sentido, la actitud de
Chomsky era paradójica. Como no se
sentía ligado como Judío a la diáspora
europea, a la que detestaba, acusaba a
los
Judíos
estadounidenses,
de
izquierdas y de derechas, de vivir una
historia de amor insensata con el pueblo
de Israel[376].
En 1967, después de la guerra de los
Seis Días y a propósito de la de
Vietnam, sostenía, como si fuera una
tesis nueva y revolucionaria, que «el
recurso a la violencia es ilegítimo salvo
cuando está legitimado por la necesidad
de eliminar un mal mayor». Y contra
Hannah Arendt, a la que reprochaba su
«absolutización de la democracia»,
había afirmado que China era el único
país en que había auténtica libertad[377].
Nihilista y relativista, fascinado por los
«otros mundos», ajenos al Occidente
judeocristiano, se proclamaba unas
veces maoísta y marxista, otras
antimaoísta y antimarxista, sin sentir por
otro lado la menor simpatía, ni siquiera
crítica, por el Estado de Israel, toda vez
que la compleja cuestión de las
relaciones entre judaísmo, judeidad,
sionismo, antisemitismo y antisionismo
apenas tenía sentido para él. Chomsky
estaba básicamente contra todo y sólo la
protesta siempre moralizante contra
esto, aquello y todo lo contrario
encontraba gracia a sus ojos de lógico
de la insignificancia.
Así, unas veces decía que Hamas
estaba
más
dispuesto
a
las
negociaciones que Estados Unidos e
Israel y otras que era al revés. Unas
veces afirmaba que los palestinos
debían abandonar su aversión a Estados
Unidos y otras les aconsejaba que no
cedieran nunca en nada. Y lo mismo se
mostraba favorable a la creación de un
Estado binacional como a la creación de
dos Estados; y en última instancia nunca
tomaba partido por una solución viable
al conflicto palestino-israelí. Israel era
en su opinión unas veces una tierra
donde reinaba el apartheid, otras un
simple peón instrumentalizado por
Estados Unidos, otras un país receptivo
donde
él
podía
debatir
democráticamente con sus amigos de
extrema izquierda sobre las matanzas
cometidas, en nombre de la democracia,
por los estadounidenses y los israelíes.
En el fondo, la cuestión judía no
interesaba a Chomsky, salvo cuando se
trataba de apoyar a Faurisson, para
demostrar así que Francia —y con ella
la Europa de la Ilustración— era a la
vez
antiamericana,
reaccionaria,
antisemita y antidemocrática, puesto que
había dado lugar a tres plagas: el Gulag,
la Shoá y el capitalismo.
A partir de los años noventa, y a
medida que fracasaban las tentativas de
paz en Oriente Próximo, a pesar de los
acuerdos de Oslo y de las fructíferas
negociaciones entre Yasser Arafat y
Yitzak Rabin[378], el negacionismo se ha
ido extendiendo en el mundo árabeislámico, a causa del auge del islamismo
radical en la región y del paulatino
reemplazo de la OLP y Al Fatah por
Hamas[379]. De ahí el éxito del libro del
filósofo Roger Garaudy[380], antiguo
deportado y exestalinista convertido al
islamismo, Los mitos fundacionales del
Estado de Israel.
El objetivo del autor era denunciar
«la herejía del sionismo político, que
consiste en sustituir el Dios de Israel
por el Estado de Israel, imbatible
portaaviones
nuclear
de
los
provisionales amos del mundo: Estados
Unidos»[381]. La obra estaba llena de
citas, no siempre completas, destinadas
a hacer comprender a los lectores que el
autor era una víctima de Occidente,
tolerante con todas las religiones no
integristas, heredero del gaullismo y
denunciador de la ingente conspiración
mediante
la
que
los
Judíos
desjudaizados de la diáspora y sus
cómplices sionistas habían hecho creer
en la existencia de las cámaras de gas.
De este modo, el negacionismo, aliado
con el antisionismo y el islamismo, ha
pasado a ser una fuerza política con la
que también se ha aliado Faurisson,
hasta el extremo de convertirse en actor
grotesco, al lado del humorista
Dieudonné Mbala Mbala y otros
tránsfugas de la ultraderecha y la
extrema izquierda[382].
El negacionismo procede de la
voluntad genocida en la medida en que
su discurso tiene por única función negar
el exterminio de los Judíos, es decir,
borrar su rastro. Es, pues, un intento de
proseguir, por medio del discurso, con
el ocultamiento de la matanza. Es
consustancial al genocidio propiamente
dicho porque permite perpetuar el
crimen para convertirlo en crimen
perfecto: sin dejar rastro, sin recuerdo
ni memoria. Además, en virtud de esta
misma perspectiva negadora, los
jerarcas nazis se tomaron muy en serio
la ocultación de su crimen, incluso a
costa de organizar su propio suicidio. A
diferencia de los generales japoneses
que se suicidaban sin ocultarlo y de
acuerdo con el ritual feudal del harakiri,
para que el pueblo pudiera revivir la
derrota de la que se sentían
responsables, Hitler y sus secuaces
dieron instrucciones para que después
de la aparatosa escena del búnker
hicieran desaparecer sus cadáveres —es
decir, el rastro de su suicidio—, una
forma de pervertir el acto suicida de
tipo sacrificial.
Si
el
negacionismo
es
la
continuación del genocidio por otros
medios, es comprensible que algunos
Estados —Alemania, Austria, etc.—
hayan concebido la idea de instituir una
ley que permita condenar explícitamente
su negación, en la medida en que ésta
podría ser una incitación a la
continuidad del espíritu genocida.
La ley Gayssot[383], introducida en el
código penal francés en 1990, y muy
diferente, por su objetivo, de la ley
Pleven de 1972, sobre la incitación al
odio racial, apuntaba igualmente a
resolver el problema del antisemitismo
por la vía jurídica, pero con peligro de
que el legislador cargue con la
responsabilidad de zanjar una cuestión
que no depende del derecho, sino del
trabajo intelectual. Y aunque permite
acusar y condenar a los autores de libros
o de declaraciones negacionistas, hay
que señalar que éstos —Robert
Faurisson y Paul Rassinier— ya habían
sido condenados por falta moral y en
virtud del artículo 1382 del código
civil[384].
Como muchos intelectuales y
juristas, estoy en contra de esta ley, que
dio lugar a otras leyes de nefasto
recuerdo[385]. Es verdad que ha
permitido prohibir en Francia la
difusión de libros negacionistas. Pero al
hacer un delito del negacionismo, se
limita la libertad de quienes quieren
combatirlo por escrito y que se
arriesgan mientras tanto a ser acusados a
su vez de tolerancia hacia el
negacionismo. Quiero decir que, en este
dominio, cuanta más libertad de
expresión haya, más eficaz será la lucha
contra la abyección. En los países donde
no existen estas leyes, la situación no es
muy diferente de la de Francia. Ninguna
propaganda negacionista ha obtenido
nunca la menor legitimidad en ninguna
institución
universitaria:
los
negacionistas se reúnen solos, como una
secta, estén protegidos o no por los
regímenes que promueven oficialmente
el negacionismo[386]. En este sentido, ni
Chomsky ni Bricmont se han salido con
la suya.
La libertad de expresar opiniones de
este jaez existe en diversos grados en
los Estados de derecho, pero cada
Estado ha dictado leyes que restringen
esta libertad: mucho más en Europa,
lugar del exterminio, que al otro lado
del Atlántico[387]. Pero para que esta
libertad exista incondicionalmente, es
necesario que la ley no sustituya a la
libertad de expresión, que sigue siendo
el mejor recurso, el más ilimitado y el
más racional, para contrarrestar el
efecto de las opiniones negacionistas, y
en consecuencia antisemitas.
Con el crecimiento del negacionismo
han aparecido otras formas de negación
e incluso se han multiplicado en la vida
pública francesa. Lo testifican las
declaraciones de Raymond Barre en una
entrevista de France Culture, realizada
por Raphaël Enthoven y emitida el 1 de
marzo de 2007.
Político centrista respetado por
todos y jefe de un gobierno de derechas
entre 1976 y 1981, Raymond Barre no
tenía nada de negacionista delirante,
nada en común, digamos, con ningún
joven argelino traumatizado por la
violencia de la guerra. Nació en 1924,
en el seno de una familia de
comerciantes católicos afincados en
Saint-Denis, en la Isla de la Reunión,
donde pasó su infancia. Era jovial,
culto, inteligente, desbordaba elegancia
y nada en su actitud permitía imaginar
que pudiera estar poseído, sin ser
consciente de ello, claro, por una forma
de pasión antisemita: la normalidad
misma.
Sin embargo, el 3 de octubre de
1980, tras un atentado criminal[388] en
una sinagoga de la calle Copernic de
París, hizo una declaración pasmosa
cuyo significado no podía escapar a
nadie en el país más freudiano del
mundo: «Este odioso atentado», dijo,
«ha querido golpear a los israelitas que
acudían a la sinagoga y ha golpeado a
franceses inocentes que pasaban por la
calle Copernic.»[389]
Durante veintisiete años se mantuvo
en el olvido el salvajismo de esta frase,
que había irrumpido en el discurso de un
primer ministro ofuscado por el horror
de un acto terrorista. La clase política
quiso creer que se trató de un desliz
inocente sin mayores consecuencias.
Y hete aquí que el 1 de marzo de
2007 Raphaël Enthoven pidió al
interesado, que moriría unos meses más
tarde,
que
recordara
aquel
acontecimiento. Se quedó estupefacto al
oír que el anciano, por lo general
hombre razonable, se ponía a elogiar a
Maurice Papon, condenado en 1998 por
crimen contra la humanidad, y a Bruno
Gollnisch,
miembro
del
Frente
Nacional, concejal de su municipio y
condenado también por declaraciones
negacionistas, en aplicación de la ley
Gayssot.
En cuanto al caso de la calle
Copernic, no sólo no se arrepintió de
sus declaraciones, sino que las
reivindicó:
«P: ¿Lamenta haber dicho aquello?
»R: No, recuerdo perfectamente el
clima en que lo dije. No olvide que en la
misma declaración dije que la
comunidad judía no puede separarse de
la comunidad francesa. Cuando se cita,
hay que citar por entero. Y la campaña
que hizo el lobby[390] judío más
vinculado a la izquierda se debía a que
estábamos en un clima electoral y a mí
aquello no me impresionó y pueden
seguir repitiéndolo.
»P: Pero ¿por qué franceses
inocentes?
»R: Pues sí, porque eran franceses
que iban por la calle y fueron
alcanzados porque otros quisieron volar
una sinagoga. Los que querían atacar a
los Judíos habrían podido volar la
sinagoga y a los Judíos. ¡Pero no! Hacen
un atentado a ciegas y hay tres franceses
no Judíos. Y esto no quiere decir que los
Judíos no sean franceses.
»P: Sí, pero ¿inocentes?
»R: Porque lo esencial de los que
cometieron el atentado era castigar a
Judíos culpables.
»P: ¡Según ellos!
»R: Según ellos, naturalmente. Para
mí, los franceses no estaban en absoluto
relacionados con ese asunto. Además,
ninguno de mis amigos judíos —porque
los tengo— me ha hecho el menor
reproche. He de decir que sobre este
asunto pienso que el lobby judío —no
sólo en lo que me atañe— es muy capaz
de montar operaciones indignas y tengo
que decirlo públicamente.»[391]
Convencido de que era perseguido
por un lobby que no existía más que en
sus fantasías, Raymond Barre fue
incapaz aquel día de darse cuenta del
significado de su propio discurso.
Proclamaba su buena fe con toda la
sinceridad del mundo. Sin embargo,
desde el fondo de su inconsciente, su
pasión reprimida se expresaba sin
inhibiciones en el sintagma «francés
inocente, Judío culpable»[392].
Ningún escritor, ni siquiera el
dotado con el mejor humor judío, habría
podido inventar un diálogo así. En el
orden del análisis textual, estamos ante
un verdadero caso de manual.
Antes, en la primavera de 2000, se
había producido otro caso que había
dividido no el mundo político, sino a la
comunidad intelectual, hasta el extremo
de poner de manifiesto no sólo las
pasiones que rodean el conflicto
palestino-israelí, sino también la crisis
profunda que la atraviesa en lo referente
a la cuádruple problemática de la
identidad judía, la búsqueda de orígenes
y raíces, la obsesión por las listas,
heredada de Drumont, y por último la
definición de un antisemitismo de tipo
nuevo,
innombrable,
ilocalizable,
negado, reprimido, y que relaciona la
denuncia del genocidio y la pérdida de
la grandeza soberana de la Francia
eterna —de su glorioso idioma y su
magnífico sistema docente republicano,
con sus guardapolvos y su latín— con
una franca repulsa por los comunistas
equiparados al «ojo de Moscú», por la
socialdemocracia, por los progresistas
en general, por los antirracistas, por los
árabes, por el mestizaje, por la
gamberrocracia
de
los
barrios
periféricos y por la vulgaridad
pequeñoburguesa.
Homosexual declarado, identificado
por voluntad propia con el barón de
Charlus, con los hermanos Goncourt,
con Gobineau o con Charles Maurras,
Renaud Camus es autor de una
cuarentena de libros para conocedores y
es maestro en el arte confesional gracias
a unos diarios en los que ha venido
expresando, sin rodeos ni censura, sus
cóleras, sus caprichos, sus sentimientos
íntimos y sus prácticas sexuales.
Enuncia así, so pretexto de un buen
sentido ingenuo teñido de perversidad
aristocrática y falsamente infantil, una
serie de declaraciones que presenta
como sabios juicios estéticos.
En La campagne de France[393]
defendía a los «franceses de pura cepa»
frente a los inmigrantes y se lanzaba a
hacer contabilidad de los periodistas
«judíos» que trabajaban en France
Culture, aunque alegando que el nazismo
y la Shoá le habían producido
escalofríos: «Los colaboradores judíos
de Panorama[394], de France Culture,
exageran un poco, de todas formas: por
un lado suelen ser cuatro de cinco en
cada programa, o cuatro de seis o cinco
de siete, lo que en un puesto nacional y
casi oficial constituye una clara
sobrerrepresentación de un grupo étnico
o religioso establecido; por otro, se
hace de manera que por lo menos un
programa por semana se dedique a la
cultura judía, a la religión judía, a
escritores judíos, al Estado de Israel y
su política, etc.». Y más abajo: «Los
pequeños comerciantes de los barrios
periféricos sufren quince o veinte veces
seguidas agresiones a mano armada de
jóvenes que siempre tienen el mismo
origen étnico. Si destacan este detalle y
dicen desconfiar de adolescentes o
jóvenes de esta procedencia, son
tachados de racistas. Y los medios, si
acceden a informar de estos hechos, se
sienten obligados a no mencionar el
origen de los agresores.»[395]
Obviamente, estas declaraciones no
tenían nada que ver con las que hizo
Raymond Barre en fecha posterior. Se
trataba, por el contrario, de una forma
de hablar totalmente controlada. Camus
pensaba sinceramente que había
demasiados Judíos entre los cronistas
de France Culture y estaba convencido
de que los medios ocultaban el hecho de
que los jóvenes árabes de los arrabales
agredían a los comerciantes.
Es esta convicción lo que hay que
indagar. Para quien haya conocido el
célebre Panorama, la argumentación de
Camus no se sostiene. Fanáticos de la
literatura y de los debates de ideas, los
cronistas de este programa no dejaban
de discutir entre ellos, no alardeando de
su judeidad ni de ninguna cultura judía,
sino analizando durante toda la emisión
obras sobre las que estaban en total
desacuerdo: Blanchot, Bataille, el
nouveau roman, las vanguardias, el
feminismo, el surrealismo, la revista Tel
Quel, Foucault, la sexualidad, Rank,
Freud, Philip Roth, Claude Simon,
Sollers, Lévinas, Derrida, Althusser,
Reich, Marcuse, Adorno, Arendt,
Heidegger, Benjamin, etc. Además,
habían adquirido la costumbre de lanzar
andanadas de críticas a los invitados.
Yo, por ejemplo, recuerdo haber pasado
en 1993 alrededor de una hora con aquel
estupendo equipo, que organizó, a
propósito de mi libro sobre Lacan, un
pugilato verbal insólito: al final del
programa, uno de los cronistas,
totalmente agotado, tuvo que tenderse
sobre la moqueta, implorando piedad.
Otros autores fueron atacados, igual que
yo, con la misma violencia, y no tenían
más remedio que defenderse como
mejor podían.
Que Renaud Camus imaginara que un
programa así estuviera dominado por
Judíos, hasta el punto de elaborar una
contabilidad nauseabunda, significa que,
en su sentir, sólo los Judíos, ajenos a la
literatura de «cepa francesa», podían
reinar en una emisora pública sin ser
censurados. Por lo tanto daba a entender
que France Culture era una radio judía,
una radio que enmascaraba los crímenes
de los árabes en los arrabales.
La publicación del libro, su retirada
y luego su reaparición en los
escaparates[396] originó una tormenta en
los medios intelectuales franceses,
canadienses y estadounidenses[397], de la
cual dan fe centenares de debates y
artículos. Apoyado por la derecha y la
extrema izquierda literarias, por varios
periodistas de Libération y de
Marianne, así como por investigadores
y filósofos conservadores, soberanistas
o, en su defecto, libertarios y apolíticos,
Renaud Camus fue atacado por otro
sector de la intelectualidad, lacaniano,
foucaultiano, althusseriano, sartreano,
etc., y por la totalidad de los periodistas
de Le Monde.
Jacques
Derrida,
Jean-Claude
Milner, Bernard-Henri Lévy, Serge
Klarsfeld, Jean-Pierre Vernant y
Philippe Sollers estuvieron entre los
primeros firmantes de un escrito
publicado por Claude Lanzmann que
calificaba de «criminales[398]» los
pasajes de La campagne de France
dedicados a la lista de los cronistas
judíos[399]. De ahí la furia de los dos
principales defensores de Camus:
Pierre-André
Taguieff
y
Alain
Finkielkraut.
Siempre dispuesto a rastrear el
antisemitismo en las obras de Spinoza,
Voltaire, Marx, Deleuze, Genet,
Nietzsche, los comunistas, los maoístas,
los trotskistas, los árabes, los
musulmanes y los Judíos partidarios de
un Estado palestino, el primero adujo
que las declaraciones comprometedoras
se debían a la «ingenuidad» del
autor[400]. En cuanto al segundo,
seducido por el esteticismo maurrasiano
de Camus, afirmó, en calidad de Judío,
que «los grados de filiación nacional»,
la negativa de Camus a «reconocer el
papel de la herencia en la identidad y su
dedicación crispada a lo poco que
queda de “conocimiento por el tiempo”
adquieren otro sentido que el —
esencialista, racista, criminal— que ha
querido
verse
aquí
precipitadamente»[401].
Este caso no fue en realidad más que
el indicio revelador de la reaparición
masiva
del
viejo
antisemitismo
procedente del mundo de las letras y
cuyo negacionismo era la fachada
inmunda. Ahora bien, este ascenso del
drumontismo en Francia se produjo en
un momento en que el populismo de
siempre se maquillaba con los
remozados colores del Frente Nacional.
Invocando a Léon Bloy, cuando en
realidad era más bien heredero directo
de Drumont, Marc-Édouard Nabe se
dedicó en 1985[402] a rehabilitar a los
escritores colaboracionistas, alegando
que los panfletos antisemitas de Céline
tenían un valor literario superior al de
sus novelas y que más valía reeditarlos
en vez de leer y admirar el Viaje al final
de la noche. Dándoselas de ser el
hombre más perseguido de Francia y
creyéndose probablemente el mayor
escritor del patrimonio nacional, durante
quince años estuvo denunciando a los
Judíos, los homosexuales, los africanos
—a los que comparaba con «simios
degenerados»—, los transexuales, los
blancos, los árabes, el mundillo
intelectual, etc[403].
Pero lo más interesante es que en
1999, en un texto en que no aparecía la
palabra «judío», Nabe recogía por su
cuenta la famosa tesis de que los Judíos
son responsables, por culpa de Freud,
Marx y Einstein, de la destrucción de la
humanidad y, más aún, de la invención
de una fábrica de cadáveres: «Tomad a
Freud, al innoble Freud, por ejemplo. El
que os fascina. El curandero de los
Edipos adiposos, el despabilador de los
atemorizados, el tercero en discordia de
ese espantoso trío de bribones sobre el
montón de crímenes del que vivimos
sonambulescamente desde hace casi cien
años. Marx-Einstein-Freud: trípode
maldito tan metido en nuestra repostería
íntima que hoy ya no podemos calcular
su veneno sin sentir sudores. Toda la
mierda ha salido de estos tres anos, no
nos engañemos: ¡la cagada total, los
veinticinco centímetros marrones! Puede
que algún día lleguemos a imaginar lo
que habría podido ser el siglo XX sin
estos Hermanos Marx de la depresión.
La bomba, el complejo, lo social: ¿qué
más podría soñarse para destruir un
universo?»[404]
Diez años después, Nabe rizó el rizo
con motivo de unas declaraciones sobre
Barack Obama que ponían de manifiesto
que sus resortes son los mismos que los
de sus congéneres: «Durante toda su
campaña Obama ha reiterado su apoyo
continuo a Israel. Quiere una Jerusalén
israelí y tropas de refuerzo en los santos
lugares ocupados por los sucios
palestinos… ¡Todo por Israel! El 78%
de los Judíos yanquis ha votado por él.
Podemos confiar en ellos: no habrían
elegido a un negro si no hubieran estado
seguros de que es su hombre […]. Si han
llegado a elegir a un negro es que los
yanquis ya no saben qué hacer… Obama
no ha sido elegido porque fuera negro,
sino porque los blancos que tienen el
poder se han dado cuenta de que
promoviendo a un negro, Estados
Unidos podría correr un tupido velo
sobre sus marranadas y volver a estar en
cabeza. Su imagen estaba tan
ennegrecida por sus crímenes que hacía
falta un negro para limpiarla. Obama ha
blanqueado Estados Unidos.»[405]
Ahora entendemos que como
Estados Unidos está dominado por los
Judíos, sus ciudadanos han elegido, no a
un negro auténtico, sino a un «negro
blanqueado», un mestizo, el único capaz
de rejudaizar Estados Unidos en
beneficio del sionismo.
Mientras el negacionismo pasaba a
ser la comidilla de los historiadores del
mundo entero y se extendía como una
mancha de aceite por el mundo árabe,
muchos sionistas se dieron cuenta de que
el sionismo no era ya una respuesta a la
cuestión
judía.
Así
nació
el
postsionismo, basado en el modelo de la
posmodernidad.
Puesto que no querían adherirse a
los grandes relatos del origen —ley del
regreso, vocación israelocéntrica, etc.
—, algunos intelectuales judíos israelíes
se volvieron cada vez más críticos con
el nacionalismo de sus gobernantes.
Sabían que tarde o temprano tendrían
que preguntarse si un Estado podía
calificarse de judío a pesar de ser laico,
es decir, equiparable a los demás
Estados democráticos y por definición
imposible de reducir a la judeidad, por
muy separada que se halle ésta del
judaísmo. A esta esfera de influencia se
unió la brillante escuela historiográfica
israelí que se llamó de «los nuevos
historiadores»[406]. Cuando falleció
Pierre Vidal-Naquet, en el verano de
2006, muchos le rindieron homenaje al
lado de Stéphane Hessel, antiguo
resistente y uno de los redactores de la
Declaración Universal de 1948, y de los
dos grandes representantes de la causa
palestina: Leila Shahid y Elias
Sambar[407].
En el momento del negacionismo
faurissoniano, y tras los pasos de la tesis
que
denunciaba
el
«nuevo
antisemitismo», apareció en Francia una
forma de revisionismo de la que ya he
hablado y que consistía en considerar
antisemita todo discurso que ponía en
tela de juicio la política israelí y toda
tentativa de enfocar la cuestión judía de
otro modo que mediante la adhesión a un
sionismo idealizado, como si el Estado
de Israel se hubiera vuelto, con la
memoria de la Shoá, el único referente
identitario posible para los Judíos de la
diáspora: una conminación a la
fusión[408].
Desde este punto de vista, el
sociólogo Shmuel Trigano acuñó, junto
con Muriel Darmon, el neologismo
«alterjudío», para designar al mal Judío,
oveja negra y descarriada a la que
negaba toda pertenencia a la identidad
judía, a la historia judía, al pueblo
judío: Judíos prescritos, en cierto modo,
indignos, irrecuperables y que había que
desterrar del orbe de la judeidad. La
denominación tenía claramente por
objeto estigmatizar a todos los que
criticaban la política israelí, a fin de
mezclarlos con quienes negaban a Israel
el derecho a existir y la realidad del
genocidio. Trigano situaba entre los
«alterjudíos» a personalidades que no
tenían nada que ver entre sí: Judíos
franceses de derechas, de izquierdas, de
centro,
periodistas,
escritores,
directores de periódico, filósofos,
intelectuales y por último los
historiadores israelíes «postsionistas»,
cuya heterogeneidad posicional no hacía
falta exponer. Todos eran acusados de
querer satanizar a Israel. En resumen:
Trigano, como Renaud Camus, Nabe y
muchos otros, no parecía darse cuenta
de que el solo hecho de contar a los
Judíos —y por lo tanto de «elaborar
listas»— los insertaba en la línea de la
herencia drumontiana[409].
Entre los más estigmatizados
figuraba el sociólogo Edgar Morin, que
en 2002 había firmado, junto con
Danielle Sallenave y Sami Naïr, un
artículo contra la política israelí en el
que subrayaban que les «costaba
imaginar que los Judíos de Israel,
descendientes de víctimas de un
apartheid llamado gueto, guetificaran a
los palestinos. “El oprimido de ayer, el
opresor de mañana”, decía Victor Hugo
[…]. La conciencia de haber sido
víctima es lo que permite a Israel
convertirse en opresor del pueblo
palestino. La palabra Shoá, que
singulariza el destino judío de víctima y
trivializa todos los demás (el del Gulag,
el de los gitanos, el de los negros
esclavizados, el de los indios de
América), pasa a ser la legitimación del
colonialismo, el apartheid y la
guetificación de los palestinos»[410].
Es verdad que el texto adolecía de
ciertas exageraciones, aunque la
referencia a Hugo fuera justa. Cometía
también el error de arremeter contra los
«Judíos de Israel» en su conjunto y no
contra la política del Estado, olvidando
que ésta era criticada con frecuencia por
los Judíos israelíes. Pero no merecía
concitar tanto odio. Y, sobre todo, no
contenía ninguna declaración antisemita.
Los autores, sin embargo, fueron
denunciados ante los tribunales por
«difamación
racial»
por
las
asociaciones France-Israël y Abogados
Sin Fronteras.
Así pues, unos Judíos denunciaban a
otros Judíos, para alegría de los
antisemitas y otros negacionistas que no
podían sino aplaudir a esta policía del
pensamiento, esta nueva caza de brujas.
Con el mismo talante se publicó en
2007 un curioso Diccionario del
antisemitismo, dedicado a revisar la
historiografía llamada ortodoxa y a
señalar por fin a los auténticos
antisemitas que pueblan el planeta.
Fundador del llamado «Círculo de
zetética»[411], el autor, Paul Éric
Blanrue,
periodista,
pretendía
desenmascarar redes, conspiraciones,
imposturas o relaciones consideradas
«peligrosas»
o
capaces
de
desnaturalizar el poder político[412].
Ofrecía además una «lista» de más de
quinientas personalidades consideradas
antisemitas, cuyos nombres, según él,
habían sido ocultados por la historia
oficial. Incluía sobre todo, dedicándoles
largos apartados, no sólo agentes o
pensadores de todos los países y de
todas las épocas —que no eran en
absoluto antisemitas—, sino también
escritores a los que acusaba de haber
presentado personajes dudosos en sus
obras. En esta lista, al lado de Hitler,
Goebbels,
Céline
o
Rabatet,
encontrábamos los nombres de Moisés,
Tácito, Beaumarchais, Shakespeare,
Cervantes, Goethe, Spinoza, Diderot,
Voltaire, Sade, Dumas, Baudelaire,
Marx, Freud, Proust, Deleuze, LéviStrauss, Gandhi, Clemenceau, Philip
Roth, Salvador Allende e incluso el
escritor francés Pierre Assouline, por
haber escrito en su biografía de Marcel
Dassault que éste dijera sin rodeos:
«Con dinero se consigue todo.»[413]
En el prefacio, escrito en un tono
muy «zetético», Yann Moix, escritor y
periodista, denunciaba a su vez a los
autores
culpables:
«Estoy
muy
orgulloso: mi escritor favorito, Charles
Péguy, no figura en esta Antología.
Cuando vemos la cantidad de
personalidades que aparecen en estas
páginas y que han hecho, durante toda su
vida o una sola vez en el curso de su
existencia,
declaraciones
abyectas
contra los Judíos, su caso resulta
demasiado
inusual,
singular,
excepcional, para ser señalado.»[414]
Después de hacerse el fiscal de
presuntos antisemitas, Blanrue hizo gala
de un antisionismo violento. En 2009,
deseoso de desenmascarar a los
responsables del gran «desbarajuste de
la República» en beneficio de las
camarillas judías estadounidenses e
israelíes, se adhirió a las tesis de
Thierry Meyssan, ejemplificadas en un
bestseller, La gran impostura[415], que
negaba la realidad de los ataques
terroristas contra el Pentágono el 11 de
septiembre de 2001.
Arremetiendo contra los Judíos y su
nefasta influencia, Blanrue aspiraba a
incluirse en la misma órbita que dos
autores académicos estadounidenses,
John Mearheimer y Stephen Walt, que
habían demostrado el papel del lobby
proisraelí
en
la
política
neoconservadora de Estados Unidos.
Los dos, sin embargo, habían recibido
las pullas de Chomsky, que les
reprochaba no haber ido suficientemente
lejos en el análisis de la influencia del
sionismo en Estados Unidos… Después
de haber fantaseado que Francia estaba
sometida a una auténtica dictadura
intelectual, el lingüista había acabado
convenciéndose de que ningún sector de
la sociedad civil estadounidense
escapaba ya a la influencia del
sionismo[416].
En
realidad,
Blanrue,
más
chomskyano que Chomsky, inventaba un
presunto
discurso
judío
contra
Occidente que no era inversamente
proporcional al presunto discurso
antisemita cuya génesis había atribuido a
la práctica totalidad de escritores,
pensadores y agentes políticos de la
cultura mundial: de Moisés a Philip
Roth, pasando por Freud, De Gaulle y
Shakespeare.
Es verdad que estos libros no
alcanzan nunca el reconocimiento
universitario, como tampoco los de los
negacionistas. Y que la prensa en
general, como por otra parte los editores
y los distribuidores, suelen ser
prudentes al respecto. Pero esto no
impide que entre 2001 y 2009, un
período en que, tras la destrucción del
World Trade Center, la histeria
interpretativa sustituyó al análisis
crítico, la «zetética» se reflejara en las
tesis aberrantes de algunos autores
totalmente integrados en la comunidad
investigadora. A fuerza de ver
antisemitismo donde no lo hay, se acaba
siempre, a base de inversiones
perversas, por proyectar en los Judíos
las
conspiraciones
o
discursos
imaginarios que se habían creído
descubrir en aquellos a quienes se había
puesto la etiqueta de infames.
«La pasión antisemita», decía Sartre
en 1946, «se adelanta a los hechos que
deberían engendrarla, va a buscarlos
para alimentarse de ellos […]. El
antisemitismo no es sólo el goce de
odiar, sino que procura placeres
positivos.»[417]
De buena gana añadiría yo que esa
pasión no tiene necesidad de objeto para
existir, en la medida en que es pulsional
y está traspasada por el deseo de la
muerte radical de uno mismo y del otro.
Entre los propios Judíos se traduce bien
por una tentativa de abolir una judeidad
que se tiene por vergonzosa, bien, por el
contrario, por una revalorización
arrogante de la condición judía. Y
cuando la situación se presta y la pasión
da lugar a un movimiento político, el
resultado no puede ser peor.
Como es puro goce, esta pasión no
desea otra cosa que ella misma y ésa es
su fascinación, que puede proporcionar
al delator que no tiene nada que
denunciar el placer de gozar de su
propia manía acusadora. Por eso mismo,
cuando una persona se deja arrastrar por
ella, corre peligro de sostener sobre la
cuestión judía un discurso parecido al
que pretende criticar.
En otras palabras, y como bien dijo
Pierre
Vidal-Naquet acerca
del
negacionismo, siempre es posible
presentar interpretaciones de textos,
relatos o investigaciones críticas con el
aspecto de la verdad —hasta el extremo
de llegar a seducir a los lectores por su
lógica—, pero que son puros inventos,
totalmente carentes de validez. En lo
referente a los detalles, estas ficciones
no son siempre falsas y a veces incluso
se basan en fuentes auténticas o se
fundamentan en referencias fidedignas,
pero una vez que se completan, el
conjunto es puro engaño y pura ilusión.
Fenómeno mundial, el negacionismo
ha adquirido en Francia, con Faurisson y
otros dementes literarios, un carácter tan
delirante como devastador. Pero ha sido
asimismo en Francia donde este mismo
negacionismo se ha combatido con una
fuerza que no se ha dado en ningún otro
lugar: «Donde crece el peligro», decía
Hölderlin, «crece también la salvación».
7. FIGURAS DE
INQUISIDORES
Siempre he pensado, como he dicho
en otra ocasión, que cierta forma de
odio a la idea revolucionaria —la de
1789— puede compararse con cierta
forma de odiar a los Judíos[418].
Además, durante todo el siglo XIX, el
discurso contrarrevolucionario tuvo en
todo momento por corolario la temática
del contubernio judeomasónico[419]. Y
cuando el antisemitismo pasó a ser un
movimiento político y luego literario, el
odio se volcó tanto sobre los Judíos
como sobre quienes los habían
emancipado.
Desde la década de 1930, con el
ascenso del nazismo y del fascismo en
Europa, los Judíos volvieron a ser
objeto de discriminación, una política
que prosiguió durante el régimen de
Vichy: la policía francesa los entregaba
al ocupante nazi, mientras los
intelectuales eran bien colaboracionistas
y antisemitas (Louis-Ferdinand Céline,
Lucien Rebatet, Robert Brasillach,
Pierre Drieu la Rochelle, etc.), bien
resistentes comunistas, gaullistas o
socialistas (Louis Aragon, Paul Eluard,
Jean Paulhan, Jean Cavaillès, Georges
Canguilhem, Marc Bloch, etc.). Los
restantes mantuvieron una postura crítica
(Jean-Paul Sartre, André Gide, André
Malraux, etc.) sin comprometerse con la
Resistencia, física o literariamente.
Según este punto de vista, en Francia
se representa sin cesar, desde 1894, y
con las metamorfosis más inesperadas,
el drama inicial del dreyfusismo y el
antidreyfusismo. Sabemos que fue el
caso Dreyfus lo que dio lugar al
sionismo, porque Herzl y Nordau, sus
dos padres fundadores, los dos
periodistas y escritores, frecuentaban
los círculos literarios parisinos.
Fernand Braudel señaló en cierta
ocasión la extrañeza de esta división
estructural tan característica de la
excepción francesa. La unidad del país
—decía— nunca ha estado asegurada.
En consecuencia debe reconstruirse sin
cesar, dado que sin ella corre el riesgo
de disolverse. La historia de Francia es,
pues, la de una batalla interior
continuamente
recomenzada:
protestantes
contra
católicos,
revolucionarios contra monárquicos,
comuneros
contra
versalleses,
colonialistas
contra
anticolonialistas[420].
Ahora bien, sin la Revolución de
1789, que emancipó a los Judíos
convirtiéndolos, por primera vez en el
mundo, en ciudadanos con igualdad de
derechos, ni habría existido el caso
Dreyfus ni habría contribuido éste a la
aparición de la autoconciencia de la
clase intelectual —Zola contra Barrès,
Clemenceau contra Drumont—, ni habría
podido producirse nunca con tanta
vehemencia una batalla tan sangrienta
como la que enfrentó a resistentes y
colaboracionistas, a De Gaulle y Pétain,
a comunistas y fascistas.
En otras palabras: la excepción
significa no sólo que Francia es capaz
de lo mejor y de lo peor —Valmy y
Vichy—, sino también que la categoría
que se concede en Francia, desde el
antiguo régimen, a la lengua, a las
palabras, al vocabulario y al léxico es
de una importancia crucial. Todo
combate en Francia es un asunto
literario y ésta es la razón por la que el
antisemitismo concierne a la literatura y
a la filosofía: hay una lengua del
antisemitismo y una estructura de su
discurso. Y es igualmente la razón por la
que el negacionismo francés, en su
versión más delirante y más mediática,
ha surgido, como hemos visto, de la
cabeza de un profesor de literatura,
deseoso, en primer lugar, de interpretar
los escritos de Rimbaud y de
Lautréamont.
Lejos de considerar su lengua como
un instrumento de comunicación, los
cenáculos franceses —conservadores o
progresistasla han valorado siempre
convirtiendo su forma escrita en el
símbolo de una nación homogénea y
luego de la República. De ahí la
importancia que se concede no sólo a la
Academia, cuyo papel consiste en
legislar sobre el «hablar bien» y el
«escribir bien», sino también a los
escritores y a los intelectuales. Con esta
primacía de la lengua fue con lo que
tropezó Chomsky en Francia cuando
quiso defender la libertad de expresión
de un Faurisson sin haber leído sus
escritos o cuando quiso oponer a la
potencia formal de la lingüística
saussuriana
una
lógica
de
la
insignificancia.
No es de extrañar, pues, que la
escena de la lucha a muerte se repitiera
una vez más con los acontecimientos de
Mayo de 1968, cuando la idea
revolucionaria volvió a estar de
actualidad. Y tampoco es de extrañar
que después de este episodio, tan
importante para el desarrollo de la
segunda mitad del siglo XX, el drama se
haya repetido en forma de farsa desde el
momento en que la búsqueda de la
verdad —con el conflicto palestinoisraelí como telón de fondo— se ha
visto sustituida por la injuria, el
hostigamiento verbal, la inquisición, el
odio: el discurso del antisemitismo en
vez de la reflexión sobre la cuestión
judía. En suma, la pasión en estado puro.
Y como Francia es asimismo, y por
razones que ya he expuesto, el único
país en que el freudismo ha sido
considerado por unos una revolución del
espíritu y el lenguaje, a través del
surrealismo y la renovación lacaniana, y
por otros, a modo de reacción, una
práctica ortodoxa que se opone a toda
forma de revuelta «edípica[421]», se
puede pensar que es bastante lógico que
el primer libro violentamente hostil al
movimiento de Mayo fuera escrito por
dos psicoanalistas ultraconservadores
—Bela Grunberger y Janine ChasseguetSmirgel— que en 1969 se impusieron la
misión de acusar de «malos Judíos» no
sólo a los estudiantes contestatarios,
sino a toda la juventud freudiana de
Francia que había preferido la
enseñanza lacaniana a la de la Société
Psychanalytique de Paris (SPP), más
ortodoxa y por lo demás muy honorable.
Con el seudónimo de André
Stéphane, estos dos autores la tomaron
con la revuelta estudiantil en una obra
titulada El universo contestatario: los
nuevos cristianos. Se trataba de un
panfleto de una violencia increíble que
se proponía explicar que la protesta
estudiantil no sólo acarreaba una
experiencia concentracionaria —nazi y
estaliniana—, sino que además era
expresión de un nuevo cristianismo
antijudaico, y por lo tanto antisemita,
caracterizado por una regresión a la
etapa anal.
En resumen, los dos miembros de la
SPP, obsesionados por el ano, los
zurullos y otras materias fecales,
pretendían erguirse en inquisidores de
las maniobras de unos jóvenes a los que
calificaban de terroristas y que, como
buenos hitlerianos cristianos, sólo
aspiraban a vengar a los árabes de
Palestina, humillados durante la guerra
de los Seis Días, por el glorioso ejército
israelí.
Al mismo tiempo atacaban a toda la
«modernidad» de una época que según
los autores había perdido el sentido del
deber, de la obediencia, la familia y la
paternidad. Y naturalmente Jacques
Lacan, pensador no judío, procedente de
un medio cristiano, era señalado como
gran responsable de este estado de
delicuescencia de la sociedad francesa,
junto con su cómplice de antisemitismos,
Karl Marx. Por lo que se refería a todos
los que participaban en aquella
revolución «anal», estaban presentes —
desde Jean-Luc Godard hasta Maurice
Clevel, pasando por Herbert Marcuse—
en tanto que adeptos perversos a un
masoquismo primario.
Pero
Chasseguet-Smirgel
y
Grunberger no se contentaban con
denunciar la presunta estupidez del
pensamiento filosófico francés —de
Sartre a Foucault—: negaban además la
existencia de todo vínculo entre
judaísmo y cristianismo para hacer del
cristianismo no una religión en toda
regla, sino una especie de secta surgida
de un cisma y convertida en prototipo de
todas
las
disidencias
llamadas
antijudías, entre ellas el junguismo y el
lacanismo: aquél porque venía de un
protestante, éste porque había sido
fundado por un católico.
Pero ¿qué hacer entonces con las
disidencias judías de Freud, los Adler,
los Ferenczi, los Rank, los Reich, etc.?
¿Qué hacer con Spinoza y los
fundadores de la ego psychology? Los
autores se guardaban muy mucho de
responder. Y, sin saber que Marcuse era
judío,
remitían
el
revisionismo
contestatario a los cubos de basura del
cisma cristiano. Siempre basándose en
el mismo razonamiento, daban una
curiosa interpretación de la presunta
estructura
de
lo
«cristianocontestatario», subrayando que los
cristianos estaban al parecer menos
capacitados que los Judíos para tratar su
neurosis, en la medida en que su
religión, basada en el «cisma» de los
hijos, les prohibía resolver su conflicto
edípico. En razón de esta filiación, eran
doblemente culpables: de su analidad,
consecuencia
de
su
espíritu
contestatario, y de su antisemitismo,
fruto de su cristianismo. Así que era
inevitable compararlos —por haberse
atrevido a levantar barricadas en el
Barrio Latino— con los «profanadores
de cementerios judíos»[422].
Dedicaban varias páginas a Daniel
Cohn-Bendit, jefe indiscutible, según
ellos, del «universo contestatario». Es
verdad que los dos psicoanalistas
señalaban que el joven era judío. Pero,
deseosos de demostrar que toda rebelión
derivaba del gran cisma cristiano,
explicaban que Cohn-Bendit era
anarquista antes que judío[423].
En este
punto
hacían una
interpretación del discurso de Mayo del
68 que luego se repetirá multitud de
veces con multitud de variantes. Al
señalar que Cohn-Bendit había optado
por la nacionalidad alemana, subrayaban
que era más alemán que judío[424]. Por
lo tanto, los manifestantes que habían
ideado la consigna «Todos somos Judíos
alemanes» no se identificaban en modo
alguno con la judeidad de su dirigente.
En el inconsciente de todos, venían a
decir los autores, los rebeldes de Mayo
se oponían al padre, es decir, al Judío en
tanto que prototipo de la religión del
padre. También ellos eran antisemitas.
De este modo se borraba del libro el
principal símbolo del 68. Y eludiendo la
palabra anarquía para destacar la
referente a la judeidad, ausente de las
declaraciones
de
Marchais,
los
manifestantes quedaban identificados
con la judeidad exiliada, aunque
afirmando que no había que confundir a
los alemanes con los nazis. Contra toda
forma
de
germanofobia
y de
antisemitismo, proclamaban, por encima
del recuerdo de la Shoá, la necesidad de
la reconciliación de Francia y
Alemania: se confesaban europeos,
antinacionalistas,
antipatrioteros
e
internacionalistas. Tal era su «revuelta
contra el padre»: no una degeneración
anarquista,
terrorista,
antisemita,
estaliniana
o
nazi,
sino,
más
sencillamente, la expresión de una
aspiración a una sociedad menos rígida,
menos caciquil y más abierta a las
libertades individuales de las mujeres,
los homosexuales, los niños, los locos,
los marginados, etc.
Esta obra, única en la historia del
psicoanálisis francés, recibió réplicas
de la mayoría de los psicoanalistas de
todas las tendencias, incluidos los de la
SPP. Por este motivo se ocultaron los
autores tras un seudónimo[425]. Desde
que se publicó causó tal indignación que
algunos lo rebautizaron L’univers con et
stationnaire (el universo gilipollas y
estacionario). Anne-Lise Stern publicó
en Le Nouvel Observateur una carta
titulada «Un lapsus de SS»: «¿Cómo
expresar mi sublevación, mi asco, mi
sensación de impotencia […]? Muchos
colegas psicoanalistas, no de los
menores, los comparten pero renuncian a
expresarlos, por excelentes razones. Yo
no puedo, no debo». Y al final de la
carta puso un triángulo con su número de
deportada[426]. Michel de Certeau,
jesuita e historiador, afirmó: «Una
extraordinaria jerga psicoanalítica pone
a la sabiduría del fatuo una indumentaria
molieresca. Eso le pasa a un libro donde
la seriedad de los actores es el motor
mismo de lo cómico. Las sangrías y las
lavativas se han sustituido por la
analidad y la evitación del padre […].
Es
realmente
fabuloso
ser
psicoanalista.»[427]
Un libro de esta clase habría tenido
que ir a parar, lógicamente, a las
mazmorras de la historia. Pero no fue
así. Pues la fuerza del discurso del odio
no cesa de abatirse, con el paso del
tiempo, sobre la revuelta estudiantil y,
más aún, sobre la famosa consigna
«Judíos alemanes», pronto comparada
con una declaración «altermundialista»,
«islamista»,
«antisoberanista»,
«antipatriótica y hostil a la nación
francesa»[428]. Apoyado por la revista
Contrepoint[429], el libro fue aclamado
como una obra maestra por Alain
Besançon, Jean-François Revel y
muchos otros. Y para la reedición de
2004 los autores añadieron un prefacio
en el que explicaban que habían sido
precursores en la denuncia de la caída
de la familia patriarcal y en la de los
lacanianos y otros pensadores de los
años setenta que habían apoyado a los
estudiantes. Subrayaban, además, que
habían optado por arremeter contra el
islam antes que contra el cristianismo
para exponer mejor hasta qué punto la
religión de Mahoma se había
convertido, más que la de Jesús, en la
punta de lanza del antijudaísmo, y en
consecuencia del antisemitismo. E
invocaban el apoyo que les daban
ciertos pensadores de la derecha
conservadora: Trigano, Taguieff[430], etc.
Sólo el convencimiento de que los
Judíos son racialmente superiores a los
no Judíos permite explicar que Judíos
freudianos que se afirman como tales
hayan podido adoptar, en nombre del
freudismo y de la identidad judía, los
símbolos del antisemitismo y del
antifreudismo. Como Anna Freud en
1977, pero por otros caminos, hicieron
del psicoanálisis una «ciencia judía»
reservada a los «buenos» Judíos, lo que
equivalía a desconocer no sólo la
cuestión de la judeidad freudiana, sino
también la totalidad de los trabajos de
los historiadores sobre la judeidad
vienesa[431].
Europa central, destruida por el
nazismo, no existía en la reflexión de los
dos autores, que parecían haber
olvidado que Freud era judío, que su
doctrina
había
surgido
de
la
deconstrucción del orden patriarcal y
que su concepción de la judeidad,
expuesta en el Moisés, era el polo
opuesto de este fárrago interpretativo
basado en la analidad y el goce del
excremento.
Este discurso no era, pues, diferente
del de los antisemitas, convencidos
también ellos de que los Judíos eran,
por definición, entusiastas del oro
intestinal y de las lavativas. Y de hecho
los cristianos ocupaban, en las
declaraciones de los dos autores, el
lugar atribuido a los Judíos por los
antisemitas. Tal es el motivo de que, en
el prefacio a la reedición del libro, y a
pesar de la atenuación de las
declaraciones
anticristianas,
siga
presente la temática de la conspiración
jesuítica: a Michel de Certeau, en
efecto, se le llamaba de forma
peyorativa «el reverendo padre»[432],
porque se había atrevido a escribir que
el pueblo había tomado la palabra en
1968 como en 1789 había tomado la
Bastilla.
Cuando conocí a Janine ChasseguetSmirgel, en 1985, para recoger sus
opiniones, mientras preparaba el
segundo volumen de mi Historia del
psicoanálisis en Francia, me llamó la
atención que acusara a Lacan y a los
lacanianos de haber desviado el
psicoanálisis de su esencia judía. Y
cuando le señalé que había sido él, y no
los freudianos de la IPA, quien había
vuelto a poner en circulación, en su
escuela, la pregunta por la cuestión
judía, acogió la noticia con tono de
lamentación. Y como estaba convencida
de que entre ella y yo tenía que haber
alguna clase de connivencia judía,
repuso que los Judíos eran ya
minoritarios
en
la
comunidad
psicoanalítica francesa, olvidando que
siempre lo habían sido y que aquél no
era el problema[433]. Entonces, para
demostrarme que tenía razón, quiso
detallarme el número de Judíos que
había en su sociedad, pretendiendo
además hacer una selección entre los
«buenos» y «malos» Judíos —estos
últimos, cristianizados por Lacan— y
entre los asquenazíes y los sefardíes, los
primeros según ella más nobles que los
segundos, que se parecían a los árabes.
Después de varios encuentros y
cuando, con motivo de una reunión
pública,
manifesté
que
ningún
historiador debería pasar por alto el
tema de la colaboración de los
freudianos con los nazis —como
tampoco el conflicto entre Jones, Freud
y Eitingon—, me respondió: «Quien
critica a Jones, critica a Freud, y quien
critica a Freud es antisemita». Abandoné
la sala en el acto, totalmente estupefacta,
no sin haber señalado antes que aún
faltaba
mucho
para
que
los
psicoanalistas estuvieran en condiciones
de analizar la historia de su movimiento.
Era la primera vez que me acusaban
de ser antisemita[434] y que esgrimían,
para intimidarme, el símbolo de una
judeidad inquisitorial. Tuve entonces la
sensación de que en lo sucesivo sería
posible recurrir a esta construcción
revanchista para arrojar a la cara de
cualquiera los seis millones de Judíos
exterminados por los nazis. Comenzando
por la cara de los propios Judíos. El
recurso a la figura del Judío
inquisitorial amenazaba con helar de
terror la del Judío de la Shoá.
Esta mutación era consecuencia de
la ampliación de la brecha abierta entre
los Judíos de la diáspora y los Judíos
territoriales. Es verdad que los primeros
no
constituían
una
comunidad
homogénea, pero el Estado de Israel se
había convertido para ellos en una
referencia
identitaria
innegable.
Asimismo, se sentían obligados a
«tomar partido» entre el anatema y la
apología: los unos hostiles a ese Estado
y críticos bien de su política, bien de su
legitimidad,
mientras
los
otros
establecían con la tierra prometida una
relación integradora. En cuanto a los
Judíos territoriales, unidos en una
nación, eran tan diferentes entre sí, a
causa de su múltiple origen y de la
oposición entre laicos y religiosos, que
les costaba convivir. Aunque ya no
criticaban, después de tanto tiempo, la
legitimidad de su Estado, no por ello
estaban menos divididos en cuanto a la
política que había que adoptar ante la
guerra perpetua. La cuestión judía,
inducida primero por el antisemitismo,
lo era ahora por el conflicto entre Israel
y el mundo árabe.
Consciente de esa brecha, y de los
desastres que generaba, me había dado
cuenta de que muchos intelectuales
franceses de mi generación, y que en
algunos casos siguen siendo amigos
míos, estaban tomando partido: unos
renegaban de la rebeldía de su juventud
(y caían en el apoyo incondicional al
nacionalismo israelí), otros adoptaban
un radicalismo antiisraelí próximo al de
Chomsky, llegando incluso al extremo de
creer que el islamismo podía ser el
vehículo de una nueva liberación: a
fuerza de criticar la Ilustración y de
reprochar
a
las
democracias
occidentales el haber pisoteado los
derechos humanos, habían acabado por
confundir el ideal comunista con el
oscurantismo religioso. Los primeros
creían ver en toda crítica del sionismo
un antisemitismo más peligroso que el
de Drumont y los nazis, mientras que los
segundos no dejaban de tratar a los
primeros de «filosemitas», pues
consideraban que Israel era por su
propia naturaleza un Estado colonialista,
genocida y racista, olvidando que tenía
divisiones internas.
Había llegado, pues, la hora de los
fiscales y había llegado al mismo tiempo
que la de los negacionistas y los
enemigos de la Revolución. En
consecuencia, comenzó una caza del
antisemitismo de una manera muy
curiosa, en literatura, en cine, en
ciencias humanas, en psicoanálisis y en
filosofía. Ya no tenía mucho que ver con
el combate necesario contra el
antisemitismo,
porque
quienes
pretendían hacer batidas ya no sabían
distinguir entre los antisemitas y quienes
no lo eran.
Los acontecimientos de Mayo fueron
la oportunidad para que los jóvenes
intelectuales que invocaban tanto la
revolución estructuralista como el
compromiso anticolonialista, comunista,
feminista, maoísta, situacionista o
libertario entraran en la escena política
poniendo al día las polémicas
interpretativas que ya habían sido
abordadas tras la Liberación por
revistas como Critique y Les Temps
modernes.
¿Qué es la modernidad en literatura?
¿Qué es el compromiso? ¿Es posible
leer, apreciar y comentar obras de
pensadores y escritores antisemitas que
delataban a los Judíos, que eran
favorables
al
nazismo
o
al
colaboracionismo? ¿Había que leer el
Viaje al final de la noche de Céline a la
luz de sus panfletos? ¿O había que
ensalzar sus novelas olvidando el resto
de su obra, obscena y repugnante, que
pese a todo no dejaba de estar presente
en sus escritos posteriores al genocidio?
Que el antisemitismo sea una pasión o
un delirio no es ninguna excusa. Un
delirio debe ser escuchado o curado, un
delirio antisemita debe ser combatido.
Al volver de su temporada en
Sigmaringen más loco que nunca, Céline
siguió emponzoñando la vida intelectual
francesa hasta su muerte, publicando
textos cada vez más flojos literariamente
y que, en todo caso, tenían ya muy poco
que ver con la exuberancia barroca y
desesperada de las dos grandes novelas
anteriores a los panfletos[435]: «¡Pues
bien, hablad entonces de Augsburgo
[Auschwitz]!», escribía en 1952, «¡no
eran placas granujientas! ¡Era la
escabechina total! ¡Todos los pellejos
para las lámparas de los AA [SS]!
¡Pantallas y encuadernaciones de piel
curtida, flautas, valquirias, sabbaths de
Ondinas y hornos de gas! ¡Declaro que
yo no tengo la culpa! ¡Ni de mi trasero
ni de Augsburgo! ¡Yo no declaré la
guerra!»[436] En realidad, a fuerza de
acorralar al microbio judío para
entregarlo, Céline había ahogado su
genio literario en el antisemitismo, hasta
el extremo de que sus novelas
posteriores a Auschwitz apenas se
diferenciaban ya, formalmente, de sus
panfletos: eran sencillamente delirantes
y este delirio se expresaba con el
lenguaje del antisemitismo. Después de
Auschwitz, Céline no hará más que
corromper su propia escritura, ya
destruida por los panfletos.
A esta abyección celiniana me
gustaría oponer un relato único en su
género, Ô vous frères humains, escrito
por Albert Cohen después del genocidio
y en el que, sin hablar de Auschwitz,
describía la humillación que sentía un
niño judío de Marsella, el día que
cumplía diez años, en 1905, cuando era
insultado por un vendedor ambulante,
contrario a Dreyfus.
Inspirándose en el poema de
François Villon, Albert Cohen recoge
aquí la idea sartreana de que un Judío se
define por el odio que suscita en los
demás. Pero, en vez de adoptar una
posición fenomenológica, da a entender,
con el mismo lenguaje de Céline o de
Drumont —y a la manera de un Shylock
que hubiera sobrevivido a la catástrofe
—, el gran dolor de la condición judía
ante un antisemitismo en continua
renovación. El Judío de la Shoá contra
el Judío inquisitorial: «Muerte a los
Judíos Muerte a los Judíos Sucios
Judíos Sucios Judíos. Así decía la clara
inscripción ante la que yo sabía perdida
mi vida […]. El sucio Judío estaba
dolido, el sucio Judío tenía la boca
entreabierta de desdicha […]. Era un
dolor de sucio Judío, incluso de judezno
o de judión […]. Antisemitas, almas
caritativas, busco el amor al prójimo,
decidme, ¿sabríais dónde está el amor al
prójimo?»[437]
Tales eran los interrogantes de los
años 1945-1960, que fueron recogidos,
aunque de manera diferente, en Mayo
del 68 e incluso en 1980, por los
intelectuales franceses: esos a los que
Chomsky detestaba.
Dos secuencias célebres estructuran
esas preguntas que se formulaban
alrededor del recuerdo del exterminio:
por una parte, cómo escribir después de
Auschwitz
con
las
palabras
adecuadas[438], por la otra, cómo
reinventar un arte cinematográfico capaz
de expresar un acontecimiento así sin
caer en la simple restitución de unos
hechos imposibles de representar.
Si se debe a Sartre el haber definido
magníficamente la pasión antisemita en
relación con la cuestión de la identidad
judía, corresponde a Alain Resnais el
mérito de haber sido el primero[439] en
realizar un documental sobre el
exterminio, mostrando el horror en
bruto:
cadáveres
amontonados,
esqueletos,
supervivientes
medio
muertos o medio vivos, en suma, algo
parecido a lo real del genocidio[440].
Sartre hablaba del Judío, de los Judíos,
de la cuestión judía y del antisemitismo
sin evocar el exterminio y remitiéndose
a Drumont, mientras que Resnais
exponía el exterminio en blanco y negro,
sin nombrar a los Judíos ni mencionar el
antisemitismo: el genocidio de los
Judíos se convertía así en el exterminio
del hombre mismo en su más grande
universalidad[441].
En el texto de Jean Cayrol que
acompañaba las imágenes de Noche y
niebla[442] no aparecía más que una sola
vez la palabra judío. Resnais mostraba,
pues, lo que Sartre no nombraba y
viceversa.
Unos años después, el texto del
filósofo y el documental del cineasta
formaban un conjunto inseparable. Pero
Noche y niebla planteaba además, y por
primera vez, un tema que no tardó en ser
determinante para los cineastas de la
nouvelle vague: François Truffaut,
Jacques Rivette, Jean-Luc Godard. Si se
había preguntado cómo escribir después
de Auschwitz y cómo pensar Auschwitz,
podía formularse legítimamente otra
pregunta: ¿en qué condiciones era
posible filmar Auschwitz? Y en este
contexto Luc Moullet, inspirándose en
Fuller, dijo: «La moral es una cuestión
de travellings.»[443]
En 1961, en un artículo célebre que
inició el gran debate sobre las
condiciones éticas de un cine nuevo,
Rivette atacó violentamente Kapo de
Gillo Pontecorvo, primera película
occidental en la que, a través de una
ficción, se ponía en escena el sistema de
campos
de
concentración.
No
reprochaba a este honrado cineasta
italiano de izquierdas el haber elegido
ese tema. Antes bien pensaba que todo
podía filmarse o reconstruirse y que en
este dominio no había que poner ningún
límite al arte cinematográfico. Por el
contrario, atacaba la opción estética del
cineasta, la forma que había elegido
para la película: la muerte se exponía de
un modo precioso, en primer grado, con
realismo,
emoción
y
buenos
sentimientos, como en un folletín
cualquiera. Así, tomaba al espectador
por testigo de lo que él llamaba una
«abyección», es decir, una ausencia de
ética cinematográfica que volvía
obscena toda la película: «Se ha citado
mucho, y casi siempre de un modo
ridículo, una frase de Moullet […]. Se
ha querido ver ahí el colmo del
formalismo… Sin embargo, ved en
Kapo el plano en que Emmanuelle Riva
se suicida arrojándose sobre la
alambrada electrificada. El hombre que
en ese momento decide hacer un
travelling hacia delante para enfocar el
cadáver en contrapicado, procurando
que la mano levantada quede
exactamente en un ángulo del encuadre
final, ese hombre merece el mayor de
los desprecios.»[444]
En realidad, Godard había dado la
vuelta a la proposición de Luc Moullet,
alegando no que la moral fuera cuestión
de travellings, sino que «el travelling es
una cuestión de moral». Para toda una
generación de cinéfilos, a la que
pertenezco, como Serge Daney y muchos
otros amigos míos, esa consigna llevaba
consigo un ideal de subversión que
volví a encontrar en la aventura
estructuralista y después de haberme
enfrentado a la cuestión de mi judeidad
durante el episodio argelino de las
cruces gamadas. En efecto, si la mirada
en el cine es el vehículo de una moral y
no al revés, eso significa que después de
Auschwitz no se puede estetizar
impunemente
la
abyección.
En
consecuencia,
cada
gesto
cinematográfico debía estar asociado a
una ética, a una forma de concebir el
mundo y su representación, so pena de
caer en la obscenidad[445].
Mayo del 68 fue en realidad un
momento en que, para muchos jóvenes
intelectuales de mi generación, la
cuestión de la adhesión a un ideal
revolucionario pasaba más por la
pregunta por el lenguaje y las formas
que por un compromiso directamente
político. Tal es el motivo por el que
todo era para nosotros una cuestión de
significantes. En el «Todos somos
Judíos alemanes» volvía a conjugarse la
adhesión a la idea godardiana de que el
travelling es una cuestión de moral y de
que la herencia de Auschwitz no podía
pensarse sin inventar una nueva forma
de llamarnos judíos, lo fuéramos o no.
Había que oponer una judeidad de la
Ilustración no sólo a los antisemitas
obligados a enmascararse o a reprimir
su antisemitismo, sino también a esa
figura nueva del Judío inquisidor,
estuviera o no encarnada por un Judío
real.
En este sentido, El universo
contestatario no merecía sino lo que
Rivette dijo de Kapo. Pero que la obra
hubiera sido escrita por practicantes del
inconsciente
que
hacían
del
psicoanálisis una «ciencia judía»
invocando a Freud, y que éste se
instrumentalizara como símbolo de una
cohorte de inquisidores que, so pretexto
de restaurar la «Ley del padre», se
dedicaba a denunciar salvajemente lo
más interesante que la judeidad vienesa
había
aportado
al
mundo
contemporáneo, era ciertamente una
extraña paradoja.
Había otras preguntas, planteadas ya
al término de la Segunda Guerra
Mundial. ¿Era concebible, después del
exterminio, seguir publicando los textos
antisemitas de Drumont, de Rebatet, de
Brasillach y muchos otros? Pero, sobre
todo, ¿qué hacer con la obra de Martin
Heidegger? ¿Podíamos leer Ser y
tiempo[446] olvidando el apoyo dado a
Hitler y al nazismo por este gran
filósofo que no se arrepentía de nada y
cuya obra, plagada de referencias
secretas al nacionalsocialismo, era de
una importancia crucial para la historia
de la cultura europea desde el período
de entreguerras[447]? Esta obra era de
una riqueza tal que podía leerse
perfectamente sin que estas referencias
resultaran ofensivas para quien no
tratara de analizarlas a fondo. En otras
palabras, la filosofía era grande y el
filósofo innoble, como había subrayado
Sartre: «Heidegger era filósofo antes
que nazi […]. “Heidegger, dice usted, es
miembro del partido nacionalsocialista,
luego su filosofía debe de ser nazi”. No
es eso. Heidegger no tiene carácter, ésa
es la verdad. ¿Se atreverá a decir
entonces que su filosofía es una apología
de la pusilanimidad? […]. Tampoco es
eso. ¿No sabe usted que hay hombres
que no están a la altura de sus
obras?»[448]
Pero no bastaba con decir que el
hombre no estaba a la altura de su
pensamiento. Había que ir más allá y
afirmar, por encima de la postura
sartreana, que cuanto más importante era
el pensamiento, más necesario se hacía
confrontarlo con la ignominia de un
compromiso[449]. Tal es el motivo por el
que el antisemitismo de Heidegger y su
apoyo al hitlerismo —nunca confesados,
nunca lamentados— serán objeto, en el
campo intelectual y político francés, de
un cuestionamiento recurrente: hasta el
delirio.
Había dos frases pronunciadas en
1949 que no dejaban de comentarse, las
únicas con las que Heidegger hacía
alusión al genocidio. La primera daba a
entender que las cámaras de gas eran de
la misma naturaleza que la bomba de
hidrógeno y que la industrialización de
la agricultura: «La agricultura es hoy una
industria alimentaria motorizada, en
esencia lo mismo que la producción de
cadáveres en las cámaras de gas y en los
campos de aniquilamiento, lo mismo que
el bloqueo de un país para que pase
hambre, lo mismo que la fabricación de
bombas de hidrógeno». La segunda
distinguía dos formas de morir, una
acarreada por la esencia del ser, la otra
por el aniquilamiento: «Centenares de
miles mueren en masa. ¿Mueren?
Perecen. Se les mata. ¿Mueren? Pasan a
ser artículos en stock en la producción
de aniquilamiento. ¿Mueren? Son
liquidados discretamente en campos de
aniquilamiento. Y sin eso: millones
perecen hoy de hambre en China.»[450]
Desde 1945 y a través de numerosas
polémicas, Heidegger, condenado en
Alemania por su adhesión al nazismo y
atacado por Adorno por su obra
filosófica[451], se había convertido en
figura de referencia para la filosofía
francesa. Antiguo resistente, Jean
Beaufret estaba convencido de que el
alemán, cuya obra le maravillaba, nunca
había sido nazi[452], lo cual no impedía
que la mayoría de sus comentaristas —
Emmanuel Lévinas, Jacques Derrida,
Élisabeth
de
Fontenay,
Alain
Finkielkraut y muchos otros— se tomara
muy en serio la cuestión. En olas
sucesivas y en el curso de casi diez
años, la politización de Heidegger fue
objeto de múltiples debates en el
interior del mundo universitario,
conforme el responsable de la
traducción francesa de sus obras,
François Fédier, heredero de Beaufret,
iba presentando al maestro como un
Dios intachable, atacado por todas
partes a causa de su genio.
En realidad, Heidegger era el único
filósofo del siglo de la Shoá del que
podía decirse con certeza que era un
«caso». Su antisemitismo no presentaba
ninguna
duda,
su
apoyo
al
nacionalsocialismo
había
sido
voluntario, por lo menos entre 1932 y
1935, y su compunción era muy poco
creíble[453].
Cuando apareció Hitler, quedó
deslumbrado, ya que vio plasmada en él
una estetización política de su
pensamiento. Y como la lengua alemana
era en su sentir la única capaz de
redescubrir la verdad original del griego
de los presocráticos, eso significaba que
el nazismo —basado en el principio de
la elección aria— podía aportar al
hombre una doctrina de salvación que le
permitiera transformar el mundo. Y esta
tesis servía de base a la idea de que
eran necesarios el desmantelamiento
(Abbau) y la destrucción (Destruktion)
del poder soberano de la metafísica
occidental, dado que ésta había ocultado
el origen verdadero y mítico
(presocrático) del ser-ahí del hombre.
Pero esta doctrina podía interpretarse
igualmente, si se desconocía la adhesión
nazi del filósofo, como una revolución
del pensamiento que, por su crítica del
cogito cartesiano, prolongaba la de
Husserl, su maestro. En pocas palabras,
nada permitía afirmar que esta obra
pudiera reducirse a lo que había sido el
compromiso de Heidegger. Por su
apoliticismo, su atemporalidad, su
rechazo de toda historicidad (en
beneficio de una «historialidad»),
parecía «prescrita» del discurso y de los
actos de su autor. También podía
funcionar como una doctrina ajena al
compromiso político de su iniciador. Y
por eso mismo eran posibles todas las
interpretaciones.
Incluso las dos frases relativas a los
campos podían leerse también como una
crítica del nazismo: una indicaba que las
fábricas de aniquilamiento eran fruto de
la ciencia y de la técnica, y que el
fenómeno podía perpetuarse fuera de
Alemania, en particular en todos los
regímenes democráticos. La otra vendría
a significar, por qué no, que los nazis
habían prohibido morir de muerte
natural a los que habían exterminado. El
problema es que la palabra Judío estaba
ausente de los dos textos, que la ciencia
y la técnica —y no su utilización
pervertida— se condenaban por su
naturaleza destructora, que el genocidio
se relativizaba y que las democracias
modernas, basadas en los derechos
humanos, no eran otra cosa, según las
palabras heideggerianas, que dictaduras
camufladas, poseídas por la pulsión de
muerte.
En 1987, cuatro meses después de la
condena de Klaus Barbie por crímenes
contra la humanidad, y mientras el
debate sobre el negacionismo estaba en
su apogeo, la polémica sobre el nazismo
de Heidegger adquirió en Francia un
sesgo diferente con motivo de la
publicación de un libro meteórico,
Heidegger y el nazismo[454], del filósofo
chileno Víctor Farías, que había sido un
fiel discípulo del maestro hasta que
renegó de él a título póstumo. Mientras
tres generaciones de filósofos se habían
apropiado de su obra, a través de
múltiples debates especializados, para
transformarla en lo que no era —hasta el
extremo
de
que
las
lecturas
interpretativas se habían vuelto casi tan
ricas
como
el
original—,
un
desconocido, surgido del mundo
latinoamericano, invertía la tendencia
aportando información nueva[455]. Pero
el libro se servía de esta información
para reducir toda la obra heideggeriana
a un panfleto nazi, lo cual transformó un
debate de especialistas en un tema de
opinión pública. Todos los medios —
televisión, radio, prensa— invitaron a
los
intelectuales
franceses
a
manifestarse al respecto: a favor o en
contra de Heidegger.
Puesto que ahora se verificaba que
el filósofo, exaltado por tantos
pensadores de prestigio, había sido
hitleriano antes incluso de la aparición
del nazismo, es decir, desde 1911, dado
que había nacido, dice Farías, en una
ciudad donde se enfrentaban «católicos
y católicos viejos» y por aquella época
había sufrido «malestares cardíacos sin
causa fisiológica»[456], y como estaba
demostrado que su obra era el
equivalente de Mein Kampf, la cuestión
que se planteaba era si también lo eran
aquéllos y sus escritos. Y si se
demostraba
que
todos
los
heideggerianos franceses de todas las
tendencias eran cómplices de un nazi,
podían legítimamente ser sospechosos
de antisemitismo.
Escrito por el filósofo Christian
Jambet[457], el prefacio no tenía mucho
que ver con el contenido del libro: «Si
el nudo central del hitlerismo es la
“solución final”, si los campos de
exterminio, con sus cámaras de gas, son
la esencia del nazismo, ¿qué significado
tiene la biografía de un filósofo que
consiente todo esto?»[458] Jambet, que
sentía horror por la filosofía de
Heidegger, venía a decir lo mismo que
Lacoue-Labarthe, que se contaba entre
los herederos de Heidegger y por
entonces acababa de dedicar un estudio
al tema. Pero lo formulaba a la manera
«heideggeriana», señalando que «lo que
se pone de manifiesto —y desde
entonces no deja de manifestarse— en el
apocalipsis de Auschwitz es Occidente
y su esencia». Y añade: «En concebir
este acontecimiento es en lo que fracasó
Heidegger.»[459]
Jacques Derrida fue el más afectado
por este asunto[460]. También él
publicaría entonces sus propias
reflexiones sobre la «pregunta»: «Voy a
hablar del espectro, de la llama y las
cenizas. Y de lo que para Heidegger
quiere decir evitar.»[461] Más conocido
por entonces en Estados Unidos que en
Francia, Derrida encarnaba en todo el
mundo, en particular desde la muerte de
Sartre y de Foucault, la tradición crítica
de la Ilustración francesa, representada
en su caso por la deconstrucción[462] y la
idea de que la mejor forma de recibir la
herencia de un pensamiento era serle
infiel: ni liquidación ni hagiografía, ni
anatema ni apología.
De este modo, siendo un lector infiel
del pensamiento heideggeriano, se sentía
judío, como Freud y como Arendt, pero
convencido también de que estaba
poseído por lo que «quedaba de
judaísmo en el mundo». El significante
judío estaba según él tanto más presente
en su vida y sus reflexiones cuanto que
parecía ausente de su obra. Se había
distanciado en 1967 de Beaufret, cuya
evolución no apreciaba, y por su origen
argelino se sentía un «Judío negro y
árabe»[463]. Admiraba a Nelson
Mandela, que, según él, había sabido
volver el modelo democrático inglés
contra los partidarios del apartheid[464],
y arremetía contra todas las formas de
imperialismo y tiranía de lo Uno.
Sin cuestionar la legitimidad del
Estado de Israel, no dudaba en reprobar
la política de sus sucesivos gobernantes,
hasta el punto de haber sido tachado a
veces de ser «mal Judío»[465]. En
resumen, soñaba con una Europa donde
se pudiera criticar la política israelí sin
ser motejado de antisemita, donde
pudieran apoyarse las aspiraciones de
los palestinos a «recuperar su tierra sin
aprobar por ello los atentados suicidas
ni la propaganda antisemita que tiende
—demasiado a menudo— a dar nueva
credibilidad
a
los
monstruosos
Protocolos de los sabios de Sión en el
mundo árabe»[466].
Además, no cesaba de afirmar que
Occidente debía añadir al pensamiento
griego una reflexión sobre los tres
monoteísmos, una forma de señalar, con
Lévinas y en contra de Heidegger, hasta
qué punto el retorno a los griegos
pasaba por un regreso a Jerusalén[467],
aunque también por la deconstrucción
del falocentrismo propio de los tres
monoteísmos, cuya común esencia
excluía de su campo a la mujer en tanto
que différance[468]: «Los judíos
ortodoxos», me dijo en 2001, «y no
precisamente los menos sutiles, te dirán
que si se abandona la circuncisión, se
corre el riesgo de perder algo esencial
para el judaísmo. En términos más
generales, si se abandona la circuncisión
(literal o figurada, aunque todo se juega
alrededor de la letra, tanto en el
judaísmo como en el islam), se está en
camino de abandonar el falocentrismo.
Esto sería aplicable a fortiori a la
ablación […]. De todos modos, el
falocentrismo y la circuncisión vinculan
islam y judaísmo. A menudo he señalado
la irreductibilidad profunda de la pareja
judeoislámica, es decir, su privilegio,
con frecuencia negado, respecto de la
pareja confusamente acreditada del
judeocristianismo.»[469]
Atacado en medio de la tormenta,
Derrida se defendió en los medios
franceses, lo cual contribuyó a aumentar
aún más su notoriedad. Señaló más que
nada que el peligro de aquellos
contenciosos era la posibilidad de que
llegara a prohibirse en las universidades
todo estudio serio de la obra de
Heidegger y a reducir ésta a Mein
Kampf; y de que las bibliotecas se
quedaran poco a poco no sólo sin los
libros del filósofo alemán, sino también
sin los de sus comentaristas[470]. Un año
antes, en un libro polémico que tuvo
cierto éxito, había sido comparado con
un destructor nihilista y antidemócrata,
al lado de Lacan, Bourdieu y
Foucault[471].
Esta andanada fue una bagatela en
comparación con la que recibió por las
mismas fechas en Estados Unidos.
Detestado tanto por los conservadores
(que
lo
consideraban
nihilista,
antidemócrata, antiamericano y hostil a
Israel) como por los filósofos de la
escuela positivista y analítica (que lo
consideraban un «literato»), era
igualmente rechazado por Chomsky y sus
partidarios, que lo tenían por un
impostor, por lo demás demasiado
favorable a la democracia occidental y
al «imperialismo norteamericano».
También fue atacado violentamente por
la prensa estadounidense, tras la
revelación, a título póstumo, del pasado
de su amigo Paul de Man.
Nacido en Bélgica en 1919, éste
había emigrado al otro lado del
Atlántico al acabar la Segunda Guerra
Mundial. Profesor de literatura europea
en diversas universidades, fue en 1966,
durante un famoso simposio celebrado
en la Universidad Johns-Hopkins de
Baltimore[472], el primer introductor del
estructuralismo en ese país, lo cual le
valió enemistades y ser acusado de
formalista, nihilista y apolítico. Por su
lado, él reprochaba a los enfoques
académicos o psicologistas que negaran
la autonomía de la forma literaria, y
consideraba organismos anquilosados
los departamentos de lengua y literatura
inglesas. Era muy amigo de Derrida.
Ahora bien, en el verano de 1987, un
investigador belga, Ortwin de Graef,
descubrió doscientas crónicas literarias
escritas por el joven De Man entre 1940
y 1942 y publicadas en la prensa valona:
casi todas de menos de una página y
veinticinco más extensas. En esta época,
el rey Leopoldo III había aceptado
someterse
al
ocupante
nazi,
considerándose un cautivo en su propio
país. Su consejero Henri de Man, tío de
Paul, antiguo dirigente del Partido
Obrero belga, partidario de superar el
marxismo, estaba convencido de que el
nacionalsocialismo iba a imperar en
Europa mucho tiempo. Y ejerció una
influencia importante en su sobrino[473].
Entre los textos exhumados en 1987,
sólo uno, «Los Judíos en la literatura
actual», es propiamente antisemita. Paul
de Man criticaba en él «el antisemitismo
vulgar», que en su opinión tendía a
perseguir la literatura «judaizada» o
«contaminada».
Pero
encontraba
reconfortante que los intelectuales
occidentales hubieran sabido defenderse
de la «influencia judía». Y añadía: «La
creación de una colonia judía, aislada
de
Europa,
no
comportaría
consecuencias deplorables para la vida
literaria de Occidente. Ésta perdería en
total algunas personalidades de poco
valor y continuaría, como en el pasado,
desarrollándose según sus grandes leyes
evolutivas.»[474] De Man trataba, pues,
de diferenciar el antisemitismo bueno
del malo: expresión aterradora e
imperdonable,
dirá
Derrida,
esforzándose por entender el significado
de la actitud de su amigo.
De Man había ocultado a sus amigos
durante toda su vida sus actividades de
cronista literario en un periódico
colaboracionista de la Bélgica ocupada
y había muerto sin dar explicaciones.
En 1987, sus adversarios, lejos de hacer
un juicio equitativo para determinar las
condiciones en las que había cometido
aquel delito cuarenta y cinco años antes,
lo acusaron de colaboracionista, nazi y
antisemita, pero para condenar en
realidad la deconstrucción, es decir,
para acometer la Destruktion en sentido
heideggeriano.
Nada más hacerse público este
aspecto del pasado de De Man, los
deconstructores, con Derrida a la
cabeza, fueron acusados de ser
cómplices de un nazi y de haber querido
destruir
la
enseñanza
de
las
humanidades en los departamentos de
románicas
de
las
universidades
americanas
para
asegurarse
la
hegemonía «falsificadora» en aquel
continente. Un personaje ducho en esta
clase de campañas, Jeffrey Mehlman,
sobre el que volveremos, afirmó que la
«deconstrucción en general era un vasto
proyecto destinado a amnistiar las
políticas de colaboración de la Segunda
Guerra Mundial»[475]. En otras palabras:
para sus detractores, De Man no era más
que una especie de Rabatet que había
emigrado, ocultado su infamia y
conspirado contra Estados Unidos.
En cuanto a Chomsky, todavía
convencido de que los intelectuales
franceses hostigaban a Faurisson,
aprovechó la polémica para decir a
Edward Said, concienzudo conocedor
de Foucault, de Barthes, de Freud y del
pensamiento europeo, que era necesario
distanciarse de aquella nefasta ideología
estructuro-deconstruccionista:
«Yo
apreciaba a Derrida», dirá Said, «y
teníamos una buena relación personal
[…]. Pero se había vuelto “derridiano”
[…]. Se desliga de sus trabajos
(recuerdo haber tenido una discusión
con Chomsky sobre ello), más por
ambigüedad y autocomplacencia que por
querer
en
serio
comprometerse
políticamente en relación con ciertos
problemas del momento, fuera Vietnam,
Palestina o el imperialismo. En todo
momento daba la impresión de querer
escurrir el bulto.»[476]
Tachado de nazi en razón de su
heideggerismo, acusado luego de haber
sostenido una amistad sospechosa con
un antiguo colaboracionista, Derrida
replicó señalando que esos juicios
retrospectivos se parecían mucho a una
utilización de la Shoá y de la cuestión
judía[477]. Pero acabó comprobando,
como Hannah Arendt antes que él, que
cada artículo repetía lo que decían otros
y que la maquinaria mediática era
implacable. Es verdad que el rumor de
que el deconstruccionismo era una
conspiración nazi contra Occidente que
contaba con la complicidad de
Heidegger cayó pronto en desuso y que
todo el asunto contribuyó en última
instancia a dinamizar el compromiso
político de Derrida. Pero no concluyó
por eso e incluso volvió a estar de
actualidad en Francia, en 2005, por obra
y gracia de Emmanuel Faye, germanista
y profesor de filosofía.
Aunque dedicó al nazismo de
Heidegger un estudio más serio y más
erudito que el de Farías, Faye no dudó
en afirmar no sólo que debía prohibirse
en todo el mundo la enseñanza de los
escritos afectados, sino que el término
deconstrucción era hijo de la
Destruktion en sentido heideggeriano:
«Una obra así [la de Heidegger] no
puede seguir estando en las bibliotecas
de filosofía: su lugar es más bien el
fondo reservado a la historia del
nazismo y el hitlerismo». Y más aún:
«De allí nació la “deconstrucción”, que,
asimilando el Abbau y la Destruktion
heideggerianos, partió de Francia a la
conquista de los “departamentos de
humanidades” de las universidades
estadounidenses, con el apoyo inicial de
Paul de Man (colaboracionista y
antisemita belga). La aventura permitió a
Heidegger abrir sucursales en Estados
Unidos y luego en el resto del
mundo…»[478]
Lo más sorprendente del asunto es
que nadie pareció interesarse realmente
por Farías: lo coronaban de laurel pero
en ningún momento fue invitado a
explicarse en los medios. Sin embargo,
obsesionado también él por alguna
fantasía conspiratoria, decidió, después
del caso Heidegger, dedicarse a
desmitificar la llamada «historia
oficial» de su país y aportar pruebas de
que Salvador Allende, muerto el 11 de
septiembre de 1973 tras un combate con
la junta militar dirigida por Augusto
Pinochet, no era en el fondo sino un
creyente de la «solución final»,
antisemita, homófobo y verdugo de las
«razas inferiores»: en suma, un nazi
disfrazado de socialista. Pero ¿cómo
conseguir que una fábula así tuviera
visos de verdad?
Para responder a esa pregunta,
Farías se dedicó a exhumar los trabajos
de juventud de Salvador Allende, quien,
ya comprometido con la izquierda, había
presentado en 1933 en la Universidad de
Santiago una tesis doctoral dedicada a la
cuestión de la higiene mental y la
delincuencia.
Allende exponía en ese texto las
teorías que habían sido adoptadas en
Europa a fines del siglo XIX. Y cita
sobre todo a la escuela italiana, en
particular a Lombroso, inspirador de
Max Nordau, y que había escrito que la
criminalidad «específica de los Judíos
eran la usura, la calumnia y la falsedad,
asociadas a una notable ausencia de
asesinatos y de delitos pasionales».
Reproduciendo
esta
frase
y
atribuyéndosela a Allende, Farías
sostenía que el expresidente chileno
había sido nazi durante toda su vida. De
este modo quería desmitificar una de las
figuras más populares —junto con la del
Che Guevara— del antifascismo
latinoamericano. En su ensayo se
adivinaba entre líneas la presencia de
una persuasión delirante. Así como antes
había reducido a panfleto nazi la obra de
un filósofo cuya cobardía y cuyo
antisemitismo habían planteado un serio
problema a todos los filósofos de la
segunda mitad del siglo XX, ahora
trataba de nazi a un mártir. Pero la
historia no había recordado más que el
proceso contra Heidegger, sin que nadie
o casi nadie advirtiera el vínculo que
unía los dos casos[479].
Si una polémica alrededor de una
obra así había podido perturbar hasta tal
punto el campo intelectual y mediático
francés, y si el proceso póstumo contra
Paul de Man había podido convertirse
tan fácilmente en un proceso contra la
deconstrucción, era evidente que desde
los años ochenta se estaba gestando una
revolución neoconservadora de larga
duración.
Se alimentaba del hundimiento del
comunismo, para felicidad de los nuevos
fiscales del pensamiento, deseosos de
explotar, contra la tradición ilustrada, la
relación conflictiva entre Israel y la
diáspora. Todo era como si para
responder a la manía negacionista, al
rechazo del espíritu revolucionario y a
la crisis del sionismo fuera necesario
revisar el conjunto de la cultura europea
para descubrir antisemitismo donde no
lo había —preferentemente en la
izquierda—, a fin de ocultarlo mejor
donde se presentaba con formas nuevas
o camufladas.
Ya se había presentado a Hannah
Arendt como sospechosa de sentir
simpatías por los verdugos y ahora se
pretendía decir que casi todos los
pensadores de la Ilustración, al igual
que sus herederos, habían sido
antisemitas, empezando por Spinoza,
Voltaire, Marx y Freud y terminando por
Lacan, Derrida, Blanchot, Gide, Lévi-
Strauss, Sartre y Deleuze.
En 1982, a Jeffrey Mehlman,
brillante académico estadounidense,
traductor
sin
rival,
innegable
especialista en literatura francesa, en
deconstrucción y en French Theory, se
le ocurrió aplicar el método estructural
de descodificación psicoanalítica de la
textualidad a autores a los que había
amado tanto que había acabado por
odiar. Este paso de la idolatría al
anatema había coincidido, según diría él
mismo tiempo después, con una especie
de autoanálisis que le había llevado a
descubrir, entre 1974 y 1980, que no era
la persona que creía ser[480]. Por ello no
dejó de levantar el brazo armado del
Judío inquisidor contra la potencia
intelectual francesa, dedicándose, desde
entonces, no sólo a descubrir el rastro
vergonzoso de un antisemitismo
reprimido en el menor término
vagamente sospechoso, sino también a
inventar antisemitismo cuando éste no
existía y, más aún, a no perdonar en
ningún caso los errores de quienes los
habían cometido y confesado.
Así, en un artículo de revista y luego
en un libro titulado Legs de
l’antisémitisme
en
France[481],
arremetió contra autores tan dispares
como Jean Giraudoux, André Gide,
Maurice Blanchot y Jacques Lacan.
Identificándose con Gershom Scholem
sin ningún rubor, se dedicó en este texto
a pillar «en flagrante delito[482]» a los
autores mencionados, para darle la
vuelta a la imagen del antisemitismo que
se habían forjado las humanidades
francesas. No ocultaba, pues, sus
intenciones. Dejando a un lado las
vociferaciones de Céline y otros
colaboracionistas, juzgados en última
instancia poco peligrosos, quería
demostrar que, subrepticiamente, y en
los escritos de sus novelistas,
dramaturgos
y
pensadores
más
prestigiosos, la Francia de Drumont y de
Vichy estaba presente donde menos se
esperaba.
Y la
selección
de
personalidades no era baladí.
Giraudoux era la principal figura de
una renovación de la escena cuyo
símbolo, desde hacía más de un siglo,
era el Théâtre-Français. Gide, fundador
de La Nouvelle Revue Française,
soberano de la casa Gallimard y premio
Nobel de Literatura, era por sí solo el
símbolo de la Francia literaria, heredera
de Zola y de Voltaire, hasta el extremo
de que cuando Otto Abetz llegó a París
en junio de 1940, dijo que la ciudad
estaba poseída por tres potencias: la
NRF, la masonería y los grandes bancos.
Si Mehlman había elegido a Gide y a
Giraudoux por su popularidad, su
clasicismo o su academicismo, se
acordó de Blanchot y de Lacan por todo
lo contrario. Los dos representaban a la
otra Francia, la de la modernidad, el
formalismo, la subversión, la estructura:
la herencia de Mallarmé, de Rimbaud,
del surrealismo.
Al explorar la obra de estos cuatro
autores, para demostrar que habían sido
los mayores antisemitas del siglo XX,
Mehlman se convertía en otro Robert
Paxton encargado de revelar a los
lectores de los años ochenta no sólo que
seguían teniendo la Francia de Vichy
pegada a la piel sin que lo supieran,
sino, peor aún, que los tribunales de
depuración se habían equivocado de
reos: los «verdaderos» antisemitas
habían conseguido librarse del castigo y
ocupaban las estanterías de las
bibliotecas de Francia y de Navarra,
como
fantasmas
shakespearianos
surgidos del fondo de una conciencia
culpable. Pero Mehlman olvidaba
claramente que en aquellas fechas, como
ya he señalado, los estudios sobre la
cuestión de la colaboración, el
genocidio y la identidad judía estaban en
plena expansión en Francia.
Escritor y diplomático nacido en
1882, Giraudoux se había negado,
durante el gobierno del Frente Popular, a
dirigir la Comédie-Française, pero
había aceptado ser comendador de la
orden de la legión de honor. Se
comprometió en política al comienzo de
la Segunda Guerra Mundial presidiendo
un consejo superior de información.
Germanófilo pero antinazi, no estuvo
con Pétain ni con la Resistencia, y
falleció en septiembre de 1944, antes de
poder dar cuenta de su postura. No hay
duda de que su obra contiene rasgos
antisemitas: ahí tenemos ese libro de
inspiración racista, publicado en 1939,
en el que Giraudoux se hacía el portavoz
de una política de inmigración
controlada, dirigida a preservar Francia
de un excesivo mestizaje con otras
razas, entre ellas la de los Judíos: «Han
entrado en nuestra tierra, por culpa de
una infiltración cuyo secreto he tratado
en vano de descubrir, unos cien mil
askenasis [sic] escapados de los guetos
polacos o rumanos, cuyas reglas
espirituales rechazan, aunque no su
particularismo […]. Por allí por donde
pasan siembran la acción clandestina, la
malversación,
la
corrupción,
y
representan amenazas continuas para el
espíritu de claridad, buena fe y
perfección que es propia del artesanado
francés. Horda que se las apaña para ser
despojada de sus derechos nacionales y
merecer así todas las expulsiones, y
cuya constitución física, inestable y
anormal atesta nuestros hospitales.»[483]
Armado con este «razonamiento»,
Giraudoux pedía un Ministerio de la
Raza para garantizar el bienestar de
Francia: «Estamos totalmente de
acuerdo con Hitler en proclamar que una
política no alcanza su forma superior si
no es racial.»[484]
Un texto
sin ambigüedades:
Mehlman podía frotarse las manos.
Tenía a un auténtico antisemita y no iba
a dejarlo escapar. En consecuencia,
partiendo de la lectura de un volumen de
ensayos sobre literatura, publicado en
1941, hizo del dramaturgo el nuevo
teórico de la pareja infernal de los
semitas y los arios, alegando que su
teatro no era más que otra versión de la
política exterminadora de Vichy. Incluso
la protagonista de La loca de Chaillot
fue añadida a esta interpretación. Ante
una inmunda pléyade de acreedores,
estafadores y especuladores, ¿no era la
delirante condesa la encarnación de una
Europa demente de la que Giraudoux, a
título póstumo, seguía creyéndose el
gran portavoz, dado que encargaba a su
heroína la misión de expulsar de la
escena del mundo a los reyes de la
economía, es decir, a los Judíos? No
sólo atribuía Mehlman a un personaje de
ficción unas intenciones antisemitas que
no estaban en el texto, sino que a este
estudioso le importaba poco que la obra
hubiera sido representada por primera
vez el 22 de diciembre de 1945, por la
compañía de Louis Jouvet, en beneficio
y en recuerdo de los deportados. Lo
esencial para él era descubrir el
mensaje oculto, incluso en textos de
ficción en los que no había nada que
descubrir. Como la Francia de la
Liberación continuaba en secreto la
política de Vichy, la condesa loca
expresaba a título póstumo el
antisemitismo reprimido de Giraudoux.
André Gide, en cambio, nunca había
escrito ningún texto antisemita. Sin
embargo, cuando se le observaba de
cerca, se apreciaba su culpabilidad,
según Mehlman, dado que en su diario,
con fecha de 27 de enero de 1914, había
hablado de «raza judía» y de «literatura
judía». Pasando por alto que estas
expresiones eran frecuentes en aquella
época, Mehlman no dudaba en hacer
depositario de la herencia drumontiana
al fundador de la NRF.
Cuando abordaba a Lacan, el juicio
por antisemitismo adquiría un sesgo
cómico. Y con razón. Puesto que
conocía su obra, Mehlman no había
conseguido encontrar en el pasado del
renovador del psicoanálisis ninguna
«falta» que le permitiera ejercer sus
dotes de inquisidor. Convencido de que
había que localizarla a cualquier precio,
le dio por decir que toda la obra
lacaniana
estaba
llena
de
un
antisemitismo reprimido. Y en apoyo de
esta tesis citaba un pasaje anodino del
Seminario de 1964 en el que Lacan,
recordando su «Kant con Sade», situaba
su regreso a Freud bajo el signo de un
«después de Auschwitz» y de un
reconocimiento de la figura del Judío de
la Shoá. Mehlman no había memorizado,
pues, más que una sola frase de este
Seminario. Veámosla, al final de la cita:
«¿No les presenté ya a Freud la última
vez como figura de Abraham, de Isaac y
de Jacob? Léon Bloy, en La salvación
por los Judíos, los encarna en tres
viejos que, según una de las formas de
la vocación de Israel, se dedican,
alrededor de una lona, a esa ocupación
que llaman chamarileo. Clasifican.
Ponen una cosa a un lado y otra a otro.
Freud pone a un lado las pulsiones
parciales y a otro el amor. Dice: no es
lo mismo.»[485]
Acusando a Bloy de ser cómplice de
Drumont —es decir, lo mismo que
Drumont—, Mehlman quería demostrar,
partiendo de una interpretación del no es
lo mismo, que el retorno de Lacan a
Freud no había sido sino la tachadura de
toda huella de un retorno a Bloy. Lacan
era fundamentalmente bloyano, es decir,
drumontiano, y su freudismo era la
«sutura de este error garrafal»:
antisemitismo, pues[486]. Cuando conocí
personalmente a Jeffrey Mehlman,
después de que tradujera al inglés mi
Historia del psicoanálisis en Francia,
le dije lo que pensaba de su forma de
leer la obra lacaniana. Poco después se
olvidó de Lacan, en busca de otros
horizontes. Sin embargo, el rumor de un
Lacan antisemita y vichysta fue recogido
por otros, sobre todo en la reedición de
El universo contestatario. Dejó de
circular muy pronto.
Pero al que Mehlman no perdonaba
absolutamente nada era a Maurice
Blanchot, el escritor al que más había
admirado cuando aún idealizaba a la
intelectualidad francesa. Desde la
conmoción que había sufrido al
enterarse, gracias a Sternhell, en 1974,
de lo que todo el mundo sabía ya —la
juventud fascista de Blanchot—, no dejó
de perseguirlo para vengarse, llegando
al extremo de afirmar que su apoyo a
Israel y su interés manifiesto por la
mística judía eran «filosemitismo», esto
es, un antisemitismo disfrazado. Sin
embargo, Blanchot había confesado su
«falta» una vez más, en diciembre de
1992, en una carta dirigida a Roger
Laporte[487] en la que afirmaba que
«incluso el nombre de Maurras era la
expresión de una deshonra». No hacía
falta más para que Mehlman acusara a
Blanchot de denunciar a Maurras para
denunciarse mejor a sí mismo. No sólo
era imperdonable Blanchot: también lo
era su inconsciente.
Así, apoyado por una pequeña
facción
de
la
intelectualidad
francesa[488] que estaba en contra de la
comunidad judía más ilustrada[489], este
excelente académico estadounidense
estuvo transformando la obra de
Blanchot en un monumento al
antisemitismo durante treinta años. Y, a
través de Blanchot, Mehlman atacaba
también a Derrida, dado que durante el
caso Paul de Man había afirmado que el
deconstruccionismo servía para ocultar
el pasado nazi de Europa. Sin embargo,
Derrida no compartía las posiciones de
su amigo Blanchot: ni sobre Israel ni
sobre la imposibilidad de escribir
después de Auschwitz, ni siquiera sobre
la absolutización de la fractura
representada por el genocidio. No
importaba, pues los dos, al parecer, eran
ya cómplices, por nazis y por
antisemitas.
Durante unos años, desde 1990, el
gran intérprete del ser judío después de
la Shoá, amigo de Derrida, de Lévinas y
de Israel, pasó a ser así, en opinión de
sus inquisidores, un destructor que por
la omnipotencia de su invisibilidad y de
sus metamorfosis había acabado
invadiendo la literatura y la filosofía
francesas: mucho más que Céline, que
no dejaba de glorificarse por entonces
no por el Viaje sino por los panfletos.
¿Nos atreveremos a decir que el
Blanchot desfigurado por sus detractores
se había convertido en cierto modo en el
equivalente de aquel Judío que, según
Drumont, infestaba Francia? A quienes,
a golpe de interpretaciones freudianas,
arrojaban a la cara de este hombre los
seis millones de exterminados, se les
habría podido replicar con estas
palabras de Lévinas: «El judaísmo
aporta este magnífico mensaje. El
remordimiento —expresión dolorosa de
la imposibilidad radical de reparar lo
irreparable— anuncia el arrepentimiento
generador del perdón que repara. El
hombre encuentra en el presente con qué
modificar, con qué borrar el pasado. El
tiempo pierde su irreversibilidad
misma. Se postra, debilitado, a los pies
del hombre como un animal herido. Y lo
libera.»[490]
Si Blanchot fue arrastrado por el
fango durante toda su vida por un
pecado de juventud mil veces expiado, y
si Paul de Man lo fue por no haberlo
confesado nunca, Jean Genet fue reo de
un juicio por antisemitismo, a título
póstumo, por las razones contrarias: por
su apoyo incondicional al pueblo
palestino.
La transformación de Genet en
escritor antisemita y, más aún, en oficial
nazi,
involucrado
en
el
colaboracionismo entre 1940 y 1944, y
luego en el terrorismo durante los quince
últimos años de su vida (1970-1986),
comenzó al otro lado del Atlántico[491],
doce años después de la muerte de
Sartre, que había sido el primer filósofo
que había consagrado un estudio
monumental[492] a este poeta y
dramaturgo cuya juventud había sido la
de un personaje de Los Miserables.
Continuó en Francia desde 2001, con la
publicación de dos obras[493] de Éric
Marty, semiólogo especializado en
Barthes y adepto de un enfoque
lacaniano de los textos literarios. Hacía
de Genet una especie de miembro de la
Gestapo, anulador de la diferencia de
los sexos y las generaciones, incapaz de
aceptar la «ley del padre», afectado de
«rivalidad mimética» negativa y cuya
homosexualidad no era sino la
manifestación de un antisemitismo
apenas reprimido: pederasta, perverso y
por lo tanto nazi.
El objetivo de esta serie de
intervenciones era político. El autor se
basaba en el «caso Genet», primero para
comparar a la prensa francesa con un
«doctor Mabuse» que había organizado
una conspiración contra Israel, luego
para negar la responsabilidad (incluso
pasiva) de Ariel Sharon en la matanza
de los campos de Sabra y Chatila
(Líbano) en 1982 y finalmente para
acusar a los palestinos de haber
inventado una «metafísica del exilio» (la
Naqba) por odio a los Judíos y los
israelíes[494]. El autor reunía aquí las
tesis de los dos autores de El universo
contestatario[495], mientras que su estilo
entroncaba más con el de Jeffrey
Mehlman.
Una vez más se emplazaba ante un
tribunal de depuración a una figura
emblemática del medio literario, en una
época en que, casi veinte años después
de su muerte, su producción y sus
diversos compromisos se habían
comentado en obras eruditas y sin el
menor espíritu hagiográfico[496]. ¿Tan
nazi, tan antisemita y tan terrorista era
Jean Genet, uno de los dramaturgos más
importantes de la segunda mitad del
siglo XX, que hacía falta darle muerte
para garantizar la supervivencia del
Estado de Israel?
No sólo una comisión parlamentaria,
en el mismo Israel, se había pronunciado
sobre la responsabilidad de Ariel
Sharon en la matanza libanesa, sino que
ningún comentarista serio negaba ya la
realidad de la Naqba. En cuanto a la
acusación lanzada contra la prensa
francesa, ponía de manifiesto una manía
conspiratoria de la que ya he tenido
ocasión de hablar.
Después de esta publicación, otro
investigador[497], afecto según él a la
escuela de la revista Annales y al rigor
desapasionado de una tradición
positivista, quiso escribir por fin una
«biografía desmitificadora» de Genet
para demostrar no sólo que el hombre
era un hitleriano, y de pequeño un «niño
mimado», sino que toda su producción
teatral era nazi. Lo cual habían pasado
por alto, en su opinión, todos sus
comentaristas: Sartre, Derrida, Foucault,
Bataille, etc. Ya era hora, decía, de
recordar que este embustero patológico
no era sino un colaboracionista, del
mismo pelaje que Rebatet, Brasillach o
Céline. ¿No había tenido la desfachatez
de librarse de la deportación mientras
millones de Judíos eran exterminados,
en particular dos grandes poetas
franceses, Max Jacob y Robert Desnos?
Una vez más, los medios desempeñaron
un papel importante en el debate, a cuyo
término, hay que recordarlo, estas tesis
fueron invalidadas[498].
Durante la primera parte de su vida,
como se sabe, Genet llevó la existencia
de esos hombres infames cuya historia
Foucault proyectó escribir un día,
señalando que encarnaban el aspecto
maldito de las sociedades humanas. En
razón inversamente proporcional a la de
los hombres ilustres, decía, sus vidas
son innombrables. Y cuando adquieren
renombre suele ser a causa de una
criminalidad considerada bestial o
monstruosa[499].
Nacido en 1910, abandonado por su
madre y sin ningún conocimiento de su
origen,
Genet,
pupilo
de
la
Beneficencia, fue colocado en una
familia de acogida del Morvan, sin más
expectativas, cuando saliese de la
escuela, que ser criado o mozo de
labranza. Muy pronto odió el Estado
republicano, aunque profesaba una
pasión incontenible por la lengua
francesa y se sentía llamado a un destino
excepcional. La lengua era su única
familia, madre y padre a la vez, lo
masculino y lo femenino mezclados. Las
palabras, los libros, la cultura, el arte, la
belleza, los nombres de las plantas —
rosa, retama (genêt en francés)— fueron
para él tanto un patrimonio genealógico
como un territorio de exilio que le
permitía
entregarse
a
fantasías
transgresoras que lo acercaban a seres
más humildes que él, pero también más
peligrosos, víctimas o verdugos:
prostitutas y prostitutos, travestidos,
sodomitas, criminales, vagabundos,
mercenarios. En sus narraciones y en su
producción teatral les dará nombres
comunes
«mayusculados[500]»
—
Mimosa, Querella, Divina, Ojos Verdes,
Diferente, Santa María de las Flores—
para que tengan derecho a una
denominación imponente antes de
entregar el alma o de subir al patíbulo.
Incapaz de adaptarse a las
condiciones de vida que le habían
asignado, se dedicó a fugarse y a los
quince años entró en la historia de la
neuropsiquiatría infantil, entonces en
plena expansión. Examinado por un
psiquiatra de la escuela de Georges
Heuyer, que lo catalogó en la categoría
de los débiles mentales y los inestables,
se sometió a un «tratamiento» de
psicoterapia en el Patronato de la
Infancia del Centro Henri-Rolet, que no
consiguió más que agravar su caso.
Después de algunos vagabundeos y de
tres meses de encierro en la prisión de
la Roquette, fue enviado a la colonia
penitenciaria agrícola de la Mettray, uno
de aquellos «presidios infantiles» que
fueron suprimidos con la Liberación[501].
Enrolado en el ejército de Oriente
Próximo, descubrió el mundo árabe,
entonces
en
pleno
despertar
nacionalista, el rigor del colonialismo,
uno de cuyos agentes era él, y los
escritos de Lawrence de Arabia, por el
que sintió una fascinación ambigua.
Entre 1933 y 1940 llevó una vida
errante y de ratero, recorriendo toda
Europa en una época en que el
continente estaba sacudido por el
nazismo. El pequeño ladrón de telas y
de libros era considerado un criminal,
un desertor, un vagabundo peligroso
precisamente mientras los asesinatos en
masa y las persecuciones eran
organizados legalmente por Estados
cada vez más homicidas y en países
condenados a la guerra. También se
consideraba víctima de una injusticia
cuando, al volver a Francia, fue una vez
más condenado a prisión por haber
robado una docena de pañuelos en la
Samaritaine y una edición de las obras
completas de Proust en una librería.
Genet se alegró de que Francia, de
la que sólo amaba la lengua, estuviera
ya sometida al yugo nazi. Y como el
Estado que lo había tachado de criminal
se había vuelto mucho más criminal que
él, pudo por fin metamorfosearse en otro
hombre. El encuentro con Jean Cocteau
le permitió acceder a la condición de
escritor y la escritura lo salvó de una
vida miserable.
El 19 de junio de 1943, mientras
millones de Judíos eran exterminados en
toda la Europa del Este y la prensa
colaboracionista los denunciaba con
ahínco creciente, Genet, que sólo
pensaba en su libertad, tuvo que
enfrentarse nuevamente al saber
psiquiátrico, encarnado esta vez en la
persona de Henri Claude[502], gran jefe
de la medicina mental en el hospital de
Sainte-Anne. En su informe, de una
idiotez supina, incluyó al poeta en la
categoría de la «locura moral», dando a
entender que sus aspiraciones a la vida
literaria apenas eran creíbles, aunque se
envanecía de tener sólidos protectores
en el medio intelectual parisino: ni
demente ni perverso, decía, sino
afectado de una «ceguera moral» que le
hacía vivir en la oscuridad, lejos de las
realidades de la vida. Y añadía que los
«locos morales» de su especie
representaban un peligro para la
sociedad y que la justicia debía
mostrarse severa para impedir que
causaran daños[503].
De nuevo ante los tribunales y
condenado a tres meses de prisión,
reincidió una vez más cuando robó una
edición del Gran Meaulnes y el 25 de
diciembre, en el momento en que
aparecía su primera gran obra[504], fue
trasladado al campo de Tourelles,
entonces dirigido por la Milicia
francesa, bajo la supervisión de la
policía alemana. Allí estaban agrupados,
antes de ser deportados, presos políticos
y presos comunes, los segundos
despreciados
por
los
primeros.
Dispuesto a todo, incluso a enrolarse en
la Wehrmacht para reforzar el Muro
Atlántico, Genet recurrió a su amigo
François Sentein, escritor fascista, que
intercedió ante Joseph Darmand. Éste lo
puso en libertad el 14 de marzo de
1944[505].
Desde aquel día dejó de ser un
ladrón. Un mes más tarde conoció a
Sartre y a Simone de Beauvoir, y luego a
Marguerite Duras, a Juan Goytisolo y
muchos otros escritores comprometidos
con la izquierda o con la extrema
izquierda. En ellos encontró una
verdadera familia, la familia de las
letras en la que había soñado con
integrarse robando libros y haciendo de
su lengua materna su único progenitor.
Indultado en 1948 por el presidente
Vincent Auriol, gracias a la intervención
de multitud de intelectuales, pasó de la
condición de paria forzoso a la de paria
voluntario.
Aunque se estaba integrando en el
orden literario escribiendo una obra
barroca, pornográfica, poseída por el
goce del mal y el culto a lo sagrado, y
centrada en una dialéctica del amo y el
esclavo que no hacía sino parodiar la de
Hegel, dado que no conducía a ninguna
solución, Genet no dejaba de ser lo que
siempre había sido: un fuera de la ley
del pensamiento y de la norma que
vomitaba sobre los ricos, los burgueses
y la democracia y no soportaba ser
ahora honorable, célebre, admirado y
pronto rico y conocido en todo el
mundo. Sublimaba así con la escritura
sus pulsiones asesinas.
Protegido por Sartre, mantenido por
la editorial Gallimard, buscado por los
mejores dramaturgos de la época, se
infligía todas las crueldades que no
había sufrido en la infancia: no vivía en
ninguna
parte,
se
abandonaba
físicamente, se vestía con harapos
(aunque también, ocasionalmente, con
ropa elegante), elegía a sus amantes
entre saltimbanquis y marginados,
preferentemente árabes. Y por encima de
todo le gustaba irritar a su círculo
llamándose todavía ladrón, delincuente
y traidor, cuando ya no lo era. Mediante
metamorfosis continuas fingía ser el que
no era (o el que ya no era), aunque
seguía siendo odioso e insomne, sufría a
menudo de melancolía y siempre andaba
en busca de enemigos declarados.
También era un escándalo permanente
para sus amigos, pero sobre todo para la
derecha francesa y sus escritores. Tal
fue igualmente la grandeza del gaullismo
y sobre todo, obviamente, de André
Malraux: haberle concedido el derecho
de expresarse sin censurarle en ningún
momento. Soñando con la libertad bajo
el nazismo, no dejó, después de
encontrarla con la democracia, de
aspirar a todas las formas de
enclaustramiento y disciplina de las que
antes había sido víctima. De ahí su gusto
por los asesinos, los santos y los
guerreros de la época medieval: nada
era más sublime para él que imaginar el
bárbaro ayuntamiento de Gilles de Rais
y Juana de Arco.
Paria voluntario, Genet no conoció
la suerte de los escritores malditos y
sodomitas de fines del siglo XIX —
Rimbaud, Verlaine, Wilde—, de los que
era heredero. Menos aún la de Sade,
príncipe de los perversos, encerrado
durante casi treinta años por tres
regímenes distintos. Tampoco la época
era la misma. Lo quisiera o no, Genet
fue en este sentido y contra sí mismo un
escritor posterior a Auschwitz, un
escritor de la Shoá. Y tal es el motivo de
que durante la segunda mitad de su vida
estuviera obsesionado, si no por la
cuestión judía, sí al menos por la del
exterminio de los Judíos, es decir, por
Hitler, figura del mal absoluto. Pero
Hitler no le interesaba más que como
personaje singular sobre el que
proyectaba sus fantasías eróticas. Al
arrasar Francia, Hitler había «vengado»
a Genet de las humillaciones reales e
imaginarias que le habían infligido y por
este motivo le concedía extrañas
«gratificaciones» convirtiéndolo en
sodomita castrado, disfrazado de
fantasma o manchado con la sangre
menstrual de Juana de Arco en su
hoguera[506]. Más aún, lo reducía a un
bigote, teñido con l’Oréal, cuyos pelos
negros y rígidos tenían nombres
criminales:
estrangulamiento,
ira,
espumarajo, despotismo, crueldades,
víboras, desfiles, prisiones, puñales[507].
Pero Genet conocía asimismo el
precio de esta venganza y, aunque fuera
incapaz de sentir compasión por los
supervivientes de los campos, estaba
obsesionado por lo real del exterminio:
alambradas, hornos crematorios, uñas
arrancadas, pieles tatuadas y curtidas
para servir de pantallas de lámpara. Los
crímenes en masa le horrorizaban y sólo
admiraba a los criminales solitarios, a
los aristócratas del mal.
Genet había tenido trato con
fascistas durante la ocupación, pero
nunca había comulgado con el ideal
hitleriano, ni denunciado a nadie, ni
incitado al asesinato de Judíos. Nunca
escribió ningún texto antisemita, nunca
fue colaboracionista, nunca adoptó el
lenguaje del antisemitismo, y por último
nunca, en tiempos posteriores, prestó el
menor apoyo a los islamistas radicales
ni a los negacionistas. Por lo demás, el
compromiso político no le interesaba.
Genet era incapaz de adherirse a la línea
de ningún partido, era inasimilable, un
maestro del disfraz, siempre en estado
de metamorfosis. Pero los Judíos
seguirían siendo para él un enigma,
porque, por la maldición que pesaba
sobre ellos, y que a sus ojos era signo
de una elección sagrada, habían
conseguido vencer al mal absoluto.
Incluso eran el único pueblo que había
realizado ese milagro al cabo de los
siglos: despertar odio para asegurar su
propia supervivencia[508].
Sin embargo, lejos de amar a los
Judíos,
Genet
envidiaba
sus
padecimientos, lo cual era una forma de
percibirlos como rivales. Por este
motivo, después de la victoria de los
aliados dirigió a los supervivientes de
la Shoá un himno barroco, impregnado
de una obscenidad macabra y venenosa:
«Se nos maltrató tanto y tan
cobardemente en la cárcel que envidio
vuestros suplicios […]. Un simple
empujón de sus gendarmes cobró vida
gracias a la sangre ardiente de los
héroes del Norte, creció hasta
convertirse en una planta de belleza,
tacto y habilidad maravillosos, una rosa
cuyos pétalos tortuosos, retorcidos y que
ostentan el rojo y el rosa bajo un sol
infernal tienen nombres terribles:
Majdanek,
Belsen,
Auschwitz,
Mauthausen, Dora. Me descubro. Pero
seguiremos
siendo
vuestro
[509]
remordimiento.»
A partir de 1970, en sus últimos
años de vida, durante los que ya no
escribía, Genet dio apoyo a los Panteras
Negras estadounidenses, a los miembros
del grupo alemán Facción del Ejército
Rojo[510] y finalmente a los fedayines de
Al Fatah: los primeros y los segundos
estaban casi todos por entonces en la
cárcel, y los últimos habían sido
despojados de su territorio. Cuando
defendió a los primeros, evocó el Yo
acuso de Zola y cuando redactó un texto
en favor de los segundos acusó al
Estado alemán de haber reprimido su
pasado nazi[511]. También organizó un
nuevo escándalo dando la sensación de
que celebraba las virtudes de la Unión
Soviética. Y cuando se trasladó a
Chatila para describir los montones de
cadáveres, pudo dar rienda suelta por
fin al odio que sentía no por los Judíos
en cuanto tales, sino por Israel como
Estado. Describió los montones de
cadáveres con las mismas palabras que
había empleado para evocar el
exterminio y añadió una frase, luego
censurada, en la que reprochaba a los
Judíos el no haber sobrevivido a su
maldición más que para convertirse, con
el Estado de Israel, en un pueblo de
colonizadores[512].
En 1976 se explicó a propósito de su
extraña erotización de Hitler. Tras
subrayar que su admiración se había
«agotado», añadió que el hueco no había
sido llenado con nada: «Me sentía
vengado […] pero sé también que en el
interior del mundo blanco había un
conflicto que me superaba con
diferencia […]. Además, yo sólo podía
identificarme con los oprimidos de
color y con los oprimidos que se
rebelaban contra el Blanco.»[513]
Y en su último libro, Un captif
amoureux[514], publicado póstumamente,
tomó partido por los palestinos, con los
que se había alojado en varias
ocasiones, sólo porque los consideraba
víctimas de un Estado colonial y
subrayando que si algún día obtenían un
territorio, sería enemigo declarado de
ellos. Invitado por Leila Shahid, hizo
suyas, en su propia lengua, las tesis
expuestas tanto por Edward Said como
por los nuevos historiadores israelíes,
según las cuales los palestinos eran
«víctimas de víctimas»: «Las víctimas
clásicas de los años de las
persecuciones antisemitas y del
Holocausto», dirá Said, «han pasado a
ser, en su propia patria, verdugos de
otras poblaciones que por este hecho se
han convertido en víctimas de
víctimas.»[515] Y Tom Seguev añadirá:
«Los árabes, que eran hombres libres,
partieron al exilio como infelices
refugiados, mientras los Judíos se
apoderaban de las casas de los
expatriados para comenzar una nueva
vida de hombres libres.»[516]
Al redactar este testamento, a veces
delirante, en el que afirmaba que los
palestinos habían causado un colapso en
su vocabulario, Genet invocaba por
última vez el fantasma de Hitler para
darle a besar al Leproso y salvarlo de
haber quemado a los Judíos[517]. El
pasaje es oscuro, insostenible y
provocador, y parecía escrito por un
sadiano
moribundo
que
hubiera
adivinado que algún día sus más feroces
enemigos se dedicarían a tratarlo de
nazi, de agente de la Gestapo y de
antisemita: goce último para un escritor
perverso que condenaba a los Estados
asesinos, culpables de una inversión
perversa de la Ley. Pero también
imaginaba que habría podido ser un
«viejo rabino educado en la fe
talmúdica», heredero del pueblo del
origen y que busca a sus antepasados
entre los peleteros: «Habría llevado los
rizos hasta el pecho: esto es lo que echo
de menos.»[518] Y ante este rabino
afeminado que él quería ser para poder
engendrar un hijo, futuro agente del
Mosad, inventó otra pareja, la formada
por su amigo Hamza y su madre, que él
comparaba con una pietà. ¡Extraña
familia recompuesta! Hijo de su lengua
materna y padre de una obra en continua
caída, Genet se sentía, en vísperas de su
muerte, como el cautivo de un terceto
crepuscular en el que se emparejaban
los tres monoteísmos: María madre de
Dios, rabino de Yavé con rizos, Jesús de
Al Fatah. Por eso era incapaz de hacer
de su última obra el manifiesto que
habían esperado sus amigos palestinos y,
entre los de primera fila, Yasser Arafat.
¿Era antisemita?
Sartre había respondido a esta
pregunta hacía mucho tiempo: «Genet es
antisemita. Mejor dicho, juega a serlo.
Suponemos que le cuesta mantener la
mayoría de las tesis del antisemitismo.
¿Negar los derechos políticos a los
Judíos? Pero él se burla de la política.
¿Excluirlos de las profesiones liberales,
prohibirles todo comercio? Eso sería
como decir que se niega a robarles,
cuando los comerciantes son sus
víctimas […]. ¿Quiere entonces
matarlos en masa? Pero las matanzas no
interesan a Genet. Los asesinatos con
que sueña son individuales […]. Israel
puede dormir tranquila.»[519]
En efecto, Genet jugaba a ser
antisemita: y sin duda más le valía a
Israel un enemigo declarado de la
envergadura de Genet que los falsos
amigos inquisidores.
En ese testamento abordaba, por lo
demás, una cuestión esencial que sus
acusadores pasaron por alto[520]. El
destino de los Judíos víctimas —venía a
decir— está indisolublemente unido al
de los palestinos, víctimas de las
víctimas. Y, para señalar de forma más
clara todavía la existencia de este
vínculo, asociaba dos consignas y cuatro
palabras tan imposibles de unir como de
desunir: Palestina vencerá / Israel
vivirá[521].
En su lenguaje poético, Genet, sutil
conocedor de la aventura de Herzl y
lector de la Biblia, interpretaba el
conflicto palestino-israelí no sólo como
metáfora del combate nocturno de Jacob
con el ángel, sino también como la
repetición hasta el infinito de esa lucha a
muerte que había sido causa del
sionismo: «Una tierra sin pueblo para un
pueblo sin tierra». Y concluía, lleno de
furia, que los Judíos serían siempre
vencedores porque dominaban la lengua.
El verdadero vencedor sería siempre
quien supiera alzarse con la victoria no
por la fuerza física, sino por la fuerza
del espíritu. En un caso, un pueblo sin
Estado estaba condenado a vencer para
subsistir, y en el otro, un pueblo cuyo
Estado no conseguía nunca darse nombre
tenía la victoria asegurada por la
soberanía de su verbo, lo cual
significaba que los Judíos tenían
garantizada la supervivencia eterna,
marcada sin cesar por el miedo a la
desaparición o a la fosilización. Freud
no había dicho otra cosa.
Anarquista,
materialista,
ateo,
antisionista, homosexual y perverso,
Genet defendía la causa palestina por
los mismos motivos que Chomsky, en
términos tales que no se entendían. Pero
lejos de odiar la lengua y la cultura
europeas o estadounidenses, y más que
presentarse como gran maestro de un
soberanismo de la insignificancia,
vinculaba su destino de antigua víctima,
fascinada por los verdugos, al de los
tres monoteísmos y, más aún, al del
primer pueblo, a la vez elegido y
maldito.
¿Qué Judíos? ¿Qué Estado? ¿Qué
catástrofe? ¿Qué pueblo?
En 1993, en una novela muy audaz,
Operación
Shylock,
el
escritor
estadounidense Philip Roth, motejado
igualmente de antisemita —como Genet,
como Freud, como Derrida—, trató de
responder a esta pregunta en la ficción
poniendo en escena la gran obsesión
judía de la identidad, la elección, la
dispersión y la catástrofe. Inventó un
doble de sí mismo, llamado Moshe
Pipik, junguiano y postsionista. Para
resolver el nuevo problema judío ligado
a la desastrosa escisión entre Israel y la
diáspora, Pipik, el sosias loco, siempre
en busca de un territorio y de una
usurpación, quería fundar un movimiento
semejante al antiguo sionismo: el
diasporismo. Apoderándose de la
identidad del verdadero Roth, narrador
freudiano, neurótico, sin territorio y
amigo del escritor israelí Aharon
Appelfeld, superviviente de la Shoá[522],
proponía trasladar a Europa a todos los
Judíos asquenazíes de Israel. Éstos
podrían entonces regenerar el viejo
continente, que había perdido su alma al
exterminarlos. Con este retorno a la
verdadera tierra prometida resucitaría el
genio de la historia judía: el jasidismo,
la judeidad, la Haskalá, el sionismo, el
socialismo,
el
comunismo,
el
psicoanálisis, las obras de Heine, de
Marx, de Freud, de Spinoza, de Rosa
Luxemburgo, de Proust, de Kafka.
En vez de conmemorar anualmente
«el año que viene en Jerusalén», estos
Judíos nuevos podrían celebrar por fin
el recuerdo de su partida liberadora y
restituir a los árabes sus tierras, dejando
allí a los sefardíes, instalados desde
hace mucho, así como a los fanáticos,
racistas o fundamentalistas: «el año
pasado
en
Jerusalén»,
dirían,
conscientes de haber conseguido
finalmente una victoria histórica sobre
Hitler y Auschwitz. Pues más vale
perder un Estado, sugiere Roth, que
perder el alma arriesgándose a
desencadenar una guerra nuclear[523].
Podríamos
imaginar
una
continuación para esta confesión del
gran escritor judío de la diáspora de
fines del siglo XX. Pero sería menos
divertida y más trágica. Hablaría de la
difusión, en la opinión pública israelí,
de las extravagantes tesis de Yoram
Hazony, contrarias tanto a las del
narrador freudiano como a las de su
sosias falsamente junguiano.
Nacido de padres israelíes que
habían emigrado a Estados Unidos en
1965, Hazony se había instalado en
Israel veinte años más tarde,
completando así un ciclo bastante
clásico
entre
algunos
Judíos
estadounidenses. Vinculado a la revista
Commentary y marcado por las
enseñanzas del rabino Meir Kahane[524],
que preconizaba una política racista,
favorable a la gran Israel y a la
expulsión de todos los palestinos del
país, había fundado en 1994, con otros
intelectuales de la misma tendencia, el
Centro Shalem e iniciado un vasto
programa de reflexión sobre la historia
judía y las instituciones políticas
israelíes.
Convertido en guía de un
movimiento neosionista, hostil tanto a la
izquierda israelí como a los nuevos
historiadores postsionistas y a los
mejores escritores de Israel —Amos Oz,
David Grossman, etc.—, Hazony
publicó a fines del año 2000 y durante la
segunda Intifada[525] una obra muy
antidiáspora en la que revisaba la
historia del sionismo desde Theodor
Herzl, con objeto de promover una
rejudaización radical del Estado de
Israel: concentración de la enseñanza
escolar en los valores judíos, culto al
patriotismo judío, olvido de la Haskalá
y de la Ilustración, valoración de las
características propias del pueblo judío
y del «alma judía». Es tanto como decir
que este extraño retorno a Herzl se
parecía mucho a un retorno a Drumont,
contra el que Herzl había ideado el
regreso a Sión.
Hazony arremetió violentamente
contra Aharon Appelfeld, el amigo de
Philip Roth, acusado de haber criticado,
en su autobiografía, la disciplina que le
habían impuesto mientras hacía el
servicio militar. Desde este mismo punto
de vista, Hazony denunciaba la
conspiración instigada por los malos
Judíos[526] laicos y universalistas contra
la existencia de Israel en tanto que
Estado judío. Y proponía resolver de
una vez para siempre la cuestión de la
naturaleza de este Estado, discutida
desde hacía sesenta años, eliminando de
sus
fundamentos
el
principio
democrático. A sus ojos, esta palabra —
democracia— se había vuelto nociva,
habida cuenta del crecimiento del doble
peligro representado por una parte por
los Judíos desjudaizados y, por la otra,
por los árabes. Según Hazony, el Estado
de Israel no debía ser ya israelí, sino
judío, y debía estar reservado
únicamente a los ciudadanos judíos, a
condición, sin embargo, de que
aceptaran rejudaizarse e identificarse
con una nación judía, dos eufemismos
para referirse a una «raza judía».
El problema es que esta tesis,
tendente a transformar el Estado de
Israel, bien en una teocracia comparable
a una república islámica, bien en una
dictadura basada en el racismo y el
apartheid, bien en ambas cosas a la vez,
fue adoptada por sus dirigentes
conservadores, frente a una Autoridad
Palestina desbordada a su vez por
Hamas. Nuevamente, una doctrina
«racialista» ideada por académicos, que
habría tenido que ser objeto de debate
entre eruditos, acababa poniéndose al
servicio de una política basada en la
guerra perpetua.
Freud había predicho una pesadilla
así cuando había expresado su temor a
que en la Tierra Prometida (entre el
Muro de las Lamentaciones y la Cúpula
de la Roca) se enfrentaran Judíos
racistas y árabes antisemitas.
Y como la pesadilla se ha hecho
realidad a comienzos del siglo XXI, los
israelíes tienen ante sí un auténtico
desafío: o hacen de su Estado una
democracia más laica y más igualitaria,
manteniendo el nombre de Israel, pero
admitiendo que un Estado de derecho
sólo puede ser no judío para ser
realmente democrático, o afirman el
carácter judío del Estado aceptando al
mismo tiempo que deja de ser israelí y
democrático para ser religioso y racial.
En el primer caso seguirían siendo
judíos en el sentido del judaísmo o de la
judeidad, aunque serían ciudadanos
israelíes con los mismos derechos que
los no judíos: hombres entre otros
hombres, capaces de dar un territorio a
un pueblo que fue despojado del mismo.
En el segundo caso dejarían de ser
ciudadanos israelíes, asumiendo el
hecho de ser Judíos en el sentido de
nación, de etnia, de raza, con un Dios
vengador y homicida. Sería un medio
seguro de perder lo esencial de lo que
ha forjado la universalidad del pueblo
judío y su capacidad para resistir a
todas las catástrofes: una manera única
de legar a la humanidad la idea de que
ningún hombre puede reducirse a su
comunidad, a sus raíces, a su territorio.
Pues tal es la historia de Jacob,
patriarca bíblico, profeta del islam, que
dio nombre a Israel: herido por Dios,
vencedor de Dios y de sí mismo, elegido
por Dios para ser un hombre entre los
demás hombres.
AGRADECIMIENTOS
Quisiera dar las gracias a todos los
que han contribuido de una manera o de
otra a la elaboración de este libro:
Laure Adler, Jacques-Martin Berne,
Stephane Bou, Mireille Chauveinc,
Raphaël Enthoven, Liliane Kandel,
Guido Liebermann, Arno Mayer,
Maurice Olender, Benoît Peeters,
Michel Rotfus.
A Dominique Bourel, que leyó las
galeradas.
Y, naturalmente, a Olivier Bétourné,
mi editor.
ÉLISABETH ROUDINESCO (París, 10
de septiembre de 1944) es una
historiadora y psicoanalista francesa.
Hija del médico francés de origen judío
rumano
Alexandre
Roudinesco,
republicano, laico y asimilado, y de
Jenny Aubry (1903-1987), nacida con el
apellido Weiss, pediatra y psicoanalista
francesa de origen judío alemán, de la
alta burguesía y convertida al
protestantismo. Su hermana es la
feminista Louise Weiss.
Estudió en el Collège Sévigné, de París.
Cursó estudios superiores en la
Sorbona, licenciándose en Lengua y
Literatura. Posteriormente, realizó un
máster, que fue supervisado por Tzvetan
Todorov y su tesis doctoral, titulada
Inscription du désir et roman du sujet,
por Jean Levaillant en la Universidad de
París VIII-Vincennes, 1975.
Al mismo tiempo, tomó cursos de
Michel de Certeau, Gilles Deleuze y
Michel Foucault.
Luego, obtuvo su habilitación para
dirigir investigaciones (H. D. R.),
necesaria para supervisar y dirigir tesis
doctorales en 1991 con Michel Perrot
como supervisor. Eran miembros del
jurado: Alain Corbin, Dominique
Lecourt, Jean Claude Passeron, Robert
Castel y Serge Leclair. Este trabajo se
publicó bajo el título Généalogies.
De 1969 a 1981 fue miembro de la
Escuela Freudiana de París, fundada por
Jacques Lacan, formándose allí como
psicoanalista.
Así mismo, fue miembro del consejo de
redacción de Revue Poétique, de 1969 a
1979. Colaboró con Libération, de 1986
a 1996, y desde 1996 con Le Monde.
Es investigadora independiente invitada
en la Universidad de París VII Denis
Diderot. Élisabeth Roudinesco es una
historiadora de la psiquiatría del
siglo XX en lengua francesa.
Notas
[1]
Stéphane Amar, «Cette maison est à
nous, ce pays appartient au peuple
d’Israël», Libération, 6 de diciembre de
2008. <<
[2]
El islam es la tercera religión
monoteísta y fue fundada por Mahoma en
el siglo VII. Deriva del judaísmo y hace
suyos a sus grandes patriarcas bíblicos,
como Abraham y Moisés, de ahí que
también se denomine religión ismaelita,
por Ismael, hijo de Abraham. El
judaísmo es una religión de la Halajá, el
islam una religión de la sharía: en
ambos casos, la vida del creyente (el
derecho, el culto, la ética, el
comportamiento social) está gobernada
por la ley revelada por Dios. La palabra
musulmán designa a la persona que
profesa el islam. El adjetivo islámico
remite al islam como religión. El
islamismo es una doctrina política
surgida en el siglo XX, y el islamismo
llamado «radical», una agudización del
islamismo que quiere instaurar, en
nombre de la ley de Dios, un régimen
teológico-político en sustitución de los
Estados laicos. Pero el islam remite
también a una cultura, como las demás
religiones. El integrismo y el
fundamentalismo designan, en el
cristianismo, el seguimiento estricto de
una doctrina. El primer término se
aplica al protestantismo, el segundo al
catolicismo, pero los dos se han
extendido al judaísmo y al islam. <<
[3]
Escribo Judíos con mayúscula para
designar a los Judíos de la judeidad
(que forman un pueblo) y judíos con
minúscula para designar a los judíos que
practican la religión judía o judaísmo,
del mismo modo que escribo cristianos
y musulmanes. <<
[4]
El neologismo islamofobia designa
las actitudes difamatorias contra el
islam y es comparable a un racismo. La
Declaración Universal de los Derechos
Humanos no admite los atentados contra
el derecho a creer en Dios y considera
injuriosas estas actitudes. Islamofobia,
judeofobia, cristianofobia o, a la
inversa,
judeofilia,
islamofilia,
cristianofilia o filosemitismo son
neologismos equívocos que hay que
utilizar con precaución. <<
[5]
Cf. «Les racines de l’antisémitisme
arabe», extractos de prensa, Courrier
International, febrero-abril de 2009, n.
o extra, pp. 12-13. Y: declaraciones del
ulema egipcio Alla Said en 2009 contra
el sionismo y sus «cómplices»,
difundidas luego por la cadena de
televisión Al-Rahma, 2 de enero de
2009. <<
[6]
Los Protocolos son un documento
inventado en 1903 por un agente de la
policía
secreta
rusa,
Mathieu
Golovinski (1865-1920), con objeto de
demostrar la existencia de una supuesta
conspiración orquestada por un grupo de
sabios judíos para acabar con el
cristianismo [de los Protocolos hay
múltiples traducciones al castellano,
casi todas de los años treinta; véanse las
fichadas en Norman Cohn, El mito de la
conspiración judía mundial, Alianza,
Madrid, 1983, p. 307; y sobre todo en
José Antonio Ferrer Benimeli, El
contubernio
judeo-masónico-
comunista, Istmo, Madrid, 1982, pp.
144 y 147-150. Roger Garaudy, Les
mythes fondateurs de la politique
israélienne, Samiszdat, París, 1996
[trad. esp.: Los mitos fundacionales del
Estado
de
Israel,
Ojeda,
Barcelona, 2008]. No existe más que
una edición francesa de Mein Kampf,
publicada en 1934 [de Mi lucha sólo
hay una traducción completa en
castellano, de 820 páginas, publicada en
México en 1941; las demás versiones,
de unas 350 páginas y publicadas en
España, México, Chile y Argentina, se
basan en un resumen, distribuido por el
partido nazi alemán, que empezó a
publicarse en 1935]. <<
[7]
OLP: Organización para la
Liberación de Palestina, cuya carta
constitucional, de carácter laico y
promulgada en 1964, fue considerada
«caduca» en 1989 por Yasser Arafat,
fundador, en 1959, de Al Fatah,
principal organización de resistencia
nacional a la creación del Estado de
Israel. Con aquella declaración, Arafat
reconocía la existencia de este Estado.
Hamas: movimiento de resistencia
islámica, surgido de la rama palestina
de los Hermanos Musulmanes, que niega
la existencia del Estado de Israel. <<
[8]
Texto de la Constitución de
Hamas, 1988. Citado por Charles
Enderlin, Le grand aveuglement. Israël
et l’irrésistible ascension de l’islam
radical, Albin Michel, París, 2009. <<
[9]
En Internet constantemente circulan
insultos de este jaez, con la inevitable
invención de neologismos. <<
[10]
Jacobo de Vorágine (1230-1298) es
el autor de una célebre colección de
vidas de santos y santas, La légende
dorée, reeditada bajo la dirección de
Alain Boureau, Gallimard, París, pp.
222-223 [versión más reciente: Leyenda
de los santos, Universidad Pontificia de
Comillas, Madrid, 2007]. Freud no
conoció esta historia, como tampoco
Otto Rank, que no la menciona en Le
mythe de la naissance du héros, Payot,
París, 1983 [trad. esp.: El mito del
nacimiento del héroe, Paidós Ibérica,
Barcelona, 1992]. <<
[11]
El XIX Concilio Ecuménico,
convocado por el papa Pablo III en
1542, en respuesta a las peticiones de
Martín Lutero en el marco de la reforma
protestante. Este concilio señala la
ruptura entre la iglesia medieval y la de
los tiempos clásicos. El concilio se
manifestó contra el antijudaísmo de
Lutero, decretando: «Quien quiera saber
por qué el Hijo de Dios sufrió una
pasión tan dolorosa, encontrará que la
causa, además de la falta hereditaria de
nuestros primeros padres, fueron los
pecados y crímenes cometidos por los
hombres, no por los Judíos, desde el
origen del mundo». En 1959, Juan XXIII
suprimió de las letanías del viernes la
expresión «pérfidos Judíos». <<
[12]
Jean-Louis Schefer, L’hostie
profanée. Histoire d’une fiction
théologique, POL, París, 2007. Léon
Poliakov, Histoire de l’antisémitisme,
Seuil, París, 4 vols. (1956, 1961, 1968,
1977); ed. en 2 vols., 1991 [trad. esp.:
Historia del antisemitismo, Muchnik,
Barcelona, 1980-1986, 5 vols.]. La
primera expulsión de los Judíos de
Francia se produjo en 1306, durante el
reinado de Felipe el Hermoso; la
segunda fue decidida por Carlos VI en
1394. Cf. Gilbert Dahan (ed.),
L’expulsion des Juifs de France, 1394,
Cerf, París, 2004. <<
[13]
En 1054 se produjo el gran cisma en
el seno del cristianismo, que hasta
entonces había sido a la vez católico
(universal) y ortodoxo (se basaba en un
dogma). El cisma señala la separación
entre la Iglesia de Occidente (católica y
romana) y la de Oriente (ortodoxa). <<
[14]
Ludwig Börne, Lettres de Paris, 7
de febrero de 1832, citado por Hannah
Arendt, Sur l’antisémitisme (1951),
Seuil, París, 1984, p. 146 [trad. esp.:
Los orígenes del totalitarismo, Taurus,
Madrid, 1974; reedición en 3 vols.
(«Antisemitismo»,
«Imperialismo»,
«Totalitarismo»)
en
Alianza,
Madrid, 1981 y ss.]. Es la primera parte
de sus Origines du totalitarisme.
Ludwig Börne (17861837), cuyo
verdadero nombre era Leo Baruch, se
considera, con el mismo derecho que
Heinrich Heine, representante de un
movimiento literario radical que
contribuyó a las revoluciones de 1848.
Cf. capítulo 2. <<
[15]
Cf. Martin Goodman, Rome et
Jérusalem.
Le
choc
de
deux
civilisations, Perrin, París, 2009. <<
[16]
<<
Deuteronomio 28, 64-65. (N. del T.).
[17]
En el Génesis, el primer hijo de
Abraham es Ismael y lo tiene con Agar,
la sierva egipcia de Sara, su mujer. Pero
el elegido de Dios será Isaac, hijo de
Sara y Abraham. Ismael queda, pues,
excluido de la alianza, aunque los
musulmanes lo tienen por padre del
linaje y la lengua árabes, así como del
profeta Mahoma. <<
[18]
Al igual que Spinoza, pero por
razones opuestas. Cf. más abajo. El
herem es un procedimiento de exclusión
propio de la comunidad judía que la
tradición cristiana equipara a la
excomunión. <<
[19]
En el actual Montenegro. <<
[20]
Gershom Scholem, Les grands
courants de la mystique juive, Payot,
París, 1973, p. 368 [trad. esp.: Las
grandes tendencias de la mística judía,
Siruela, Madrid, 1996]. Israel ben
Eliezer, llamado Baal Shem Tov (17001760): fundador del nuevo judaísmo
jasídico (diferente del de la época
medieval), que preconizaba el regreso a
una espiritualidad religiosa cuyo
objetivo era confortar al pueblo judío en
las persecuciones. En este sentido, se
oponía al movimiento ilustrado judío o
Haskalá (véase más abajo), que tendía a
la desjudaización de los Judíos. Los dos
movimientos tenían en común la idea de
una posible «regeneración» de los
Judíos. Cf. también la Historia de los
judíos de Heinrich Graetz (1811-1891),
texto íntegro disponible en Internet [el
texto disponible en Internet está en
alemán: Geschichte der Juden]. <<
[21]
Jacques Le Goff, Héros du Moyen
Âge, le Saint et le Roi, Gallimard,
París, 2004, pp. 865-866. <<
[22]
Los decretos de limpieza de sangre,
que acabaron siendo leyes, fueron
derogados en 1865, aunque ya se habían
suspendido durante el breve reinado de
José Bonaparte (1808-1812). Cf. Yosef
Hayim Yerushalmi, «L’antisémitisme
racial est-il apparu au XX e siècle? De
la limpieza de sangre en Espagne au
nazisme: continuité et ruptures», Esprit,
n. o 150, marzo-abril de 1993. <<
[23]
El término se utiliza actualmente en
francés (marrane) para definir un modo
de resistencia interna a una institución
opresiva. <<
[24]
Miembros del Mahamad, el
organismo laico que gobernaba la
comunidad judía de Ámsterdam. <<
[25]
Henry
Méchoulan,
«
L’excommunication
de
Spinoza»,
Cahiers
Spinoza,
3,
Replique,
París, 1980, p. 133. <<
[26]
Ibíd., pp. 127-128. <<
[27]
Spinoza, Traité des autorités
théologiques et politiques (1670), en
Œuvres
complètes,
Gallimard,
París, 1954, p. 721 [trad. esp.: Tratado
teológico-político,
Alianza,
Madrid, 1986]. <<
[28]
Cf. Daniel Lindenberg, Figures
d’Israël,
Hachette-Littératures,
París, 1997, pp. 168-170. Sobre los
fiscales del pensamiento, véase el
capítulo 7. <<
[29]
Cf. Dominique Bourel, «Humanisme
juif et philosophie des Lumières. En
Allemagne: Moses Mendelssohn», en
Colloque des intellectuels juifs. L’idée
d’humanité, Albin Michel, París, 1994.
<<
[30]
Así comenta Hannah Arendt el
mensaje
de
Mendelssohn
en
«L’Aufklärung et la question juive»,
Revue de métaphysique et de morale,
año 90, n. o 3, julio-septiembre de 1985,
p. 391. Los judíos ortodoxos recusaron
los principios mismos de la Ilustración
judía preconizando valores opuestos a
los de la reforma. <<
[31]
Cf. asimismo Michael Löwy,
«Humanisme juif et philosophie des
Lumières», en L’idée d’humanité, op.
cit., pp. 148-159. <<
[32]
Artículo «Juif» de la Enciclopedia
(1750), presentado por el caballero de
Jaucourt. Si los soberanos de la
cristiandad utilizan la expresión «primer
antepasado» para designar el judaísmo,
los filósofos ilustrados hablan más bien
de «religión madre». <<
[33]
Ibíd. <<
[34]
Según la expresión de Dominique
Bourel. Cf. también Enzo Traverso, Les
Juifs et l’Allemagne. De la «symbiose
judéo-allemande» à la mémoire
d’Auschwitz,
La
Découverte,
París, 1992 [trad. esp.: Los judíos y
Alemania: ensayos sobre la «simbiosis
judío-alemana»,
Pre-Textos,
Valencia,
2005].
Y
Jacques
Ehrendfreund, Mémoire juive et
nationalité allemande. Les Juifs
berlinois à la Belle Époque, PUF,
París, 2000. <<
[35]
D’Holbach, L’esprit du judaïsme ou
Examen raisonné de la loi de Moïse et
de son influence sur la religion
chrétienne, Londres, 1770. <<
[36]
Voltaire,
Dictionnaire
philosophique ou la raison par
l’alphabet (1764), artículo «Juif»,
sección I, Flammarion, París, 1964
[trad. esp.: Diccionario filosófico,
Temas de Hoy, Madrid, 2000, 2 vols.].
Esta obra fue condenada por el
Parlamento parisino y por Roma. Cf.
asimismo el Essai sur les moeurs et
l’esprit des nations, 1753, Introducción
[trad. esp.: Ensayo sobre las
costumbres y el espíritu de las
naciones,
Hachette,
Buenos
Aires, 1959]. Todas las obras de
Voltaire están disponibles en Internet. <<
[37]
Jean-Jacques Rousseau, L’Émile ou
De l’éducation (1762), libro IV, Œuvres
complètes,
t.
IV,
Gallimard,
Bibliothèque de la Pléiade, París, p. 621
[trad. esp.: Emilio o la educación,
EDAF, Madrid, 1987]. <<
[38]
Montesquieu, Les lettres persanes
(1721), Œuvres complètes, t. I,
Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade,
París, p. 218 [trad. esp.: Cartas persas,
Alianza, Madrid, 2000]. <<
[39]
Según el uso de la época. <<
[40]
En contra de lo que afirma PierreAndré Taguieff, que descontextualiza las
citas de Voltaire y olvida el herem de
que fue víctima Spinoza para
transformar a los dos en judeófobos, es
decir, en antisemitas (La judéophobie
des modernes. Des Lumières au Jihad
mondial, Odile Jacob, París, 2008, p.
95).
El
rabino
conservador
estadounidense Arthur Hertzberg (19212006), violentamente hostil a toda forma
de laicismo a la francesa, ya había
sostenido en 1968 la tesis del presunto
antisemitismo de la Ilustración. Según
él, el antisemitismo fue inventado por
los filósofos ilustrados y los
revolucionarios de 1789, que, al
emancipar a los Judíos, se comportaron
en realidad como sus peores enemigos,
por querer imponerles una ciudadanía.
Al mismo tiempo, Hertzberg prefiere el
antijudaísmo cristiano al antijudaísmo
de la Ilustración, lo cual carece de
sentido si queremos comprender el
origen del antisemitismo. Cf. Les
origines de l’antisémitisme moderne,
Presses de la Renaissance, París, 2004.
El cardenal Jean-Marie Lustiger también
es partidario de esta tesis: «La
Ilustración conduce a Auschwitz».
Además, el 12 de diciembre de 1989 se
opuso a trasladar las cenizas del abate
Grégoire al Panteón. Y al mismo tiempo
le echa la culpa a Nietzsche, Marx y
Freud. Cf. Le choix de Dieu. Entretien
avec Jean-Louis Missika et Dominique
Wolton, Éditions de Fallois, París, 1987
[trad. esp.: Lustiger, La elección de
Dios, Planeta, Barcelona, 1989].
En la misma perspectiva, señalemos que
hoy es la extrema derecha cristiana,
aliada por lo demás con los
fundamentalistas judíos, quien quiere
aprovechar esta propensión actual a
calificar a Voltaire de antisemita, no
sólo para exculpar a Pío XII de haber
colaborado con los nazis, sino para
atribuir a Voltaire la paternidad del
antisemitismo hitleriano. Desde este
punto de vista, el «antijudaísmo
cristiano» podía perdonarse, dado que
la Iglesia católica ya entonó su mea
culpa en relación con el genocidio nazi,
mientras que el «ateísmo de la
Ilustración», heraldo del comunismo, el
socialismo y, en consecuencia, de todo
el izquierdismo moderno, no merece
más que condenas, porque fue, por
adelantado, responsable del genocidio.
Cf. Paolo Quintili, Voltaire. Il manifesto
dell’antisemitismo moderno, a cura del
padre della tolleranza, comentada por
Elena Loewenthal, Claudio Gallone
Editore, Milán, 1997. <<
[41]
Theodor Lessing, La haine de soi.
Le refus d’être juif, Berg International
Éditeur, 2001, p. 37. He traducido el
pasaje citado del original alemán. <<
[42]
Sobre todo Léon Poliakov, Histoire
de l’antisémitisme, Seuil, París, 1991, 2
vols. [trad. esp.: Historia del
antisemitismo,
Muchnik,
Barcelona, 1980-1986, 5 vols.], seguido
por
Pierre-André
Taguieff,
La
judéophobie des modernes, op. cit. Cf.
igualmente Arthur Hertzberg, Les
origines de l’antisémitisme moderne,
op. cit. Y especialmente Robert Misrahi,
Marx et la question juive, Gallimard,
París, 1972. Además, Michael Löwy,
que ha llegado a afirmar que el abate
Grégoire reveló su antisemitismo
cuando quiso «regenerar» a los Judíos,
en op. cit. Pero la tesis de un Marx
antisemita es muy anterior a toda esta
literatura. Cf. Franz Mehring, Vie de
Karl Marx (1918), traducción, notas y
prólogo de Gérard Bloch, PIE,
París, 1984 [trad. esp.: Carlos Marx,
Grijalbo, Barcelona, diversas ediciones
desde 1970]. Al igual que Gérard Bloch,
muchos autores han cuestionado este
enfoque, sobre todo Robert Mandrou,
Introducción a la reedición de À propos
de la question juive de Karl Marx,
seguido de La question juive de Bruno
Bauer, UGE, París, 1968 [trad. esp.: La
cuestión
judía,
Anthropos,
Barcelona, 2009. El texto de Marx,
también en Karl Marx y Arnold Ruge,
Los Anales franco-alemanes, Martínez
Roca, Barcelona, 1970, pp. 223-257].
La mejor exégesis es la de Élisabeth de
Fontenay, Figures juives de Marx,
Galilée, París, 1973, relacionada, por lo
demás, con la de Hannah Arendt,
L’antisémitisme, op. cit. Cf. asimismo
Zeev
Sternhell,
La
droite
révolutionnaire
(1978),
Fayard,
París, 1997. Y Lionel Richard,
«Anachronisme et contresens: Karl
Marx, juif antisémite?», Le Monde
diplomatique, septiembre de 2005. Cf.
igualmente el excelente análisis de Enzo
Traverso, Les marxistes et la question
juive, Kimé, París, 1997, prefacio de
Pierre Vidal-Naquet. El texto de Marx
puede
verse
en
Œuvres,
III
(Philosophie),
edición
preparada,
anotada y comentada por Maximilien
Rubel, Gallimard, Bibliothèque de la
Pléiade, París, pp. 346-381. <<
[43]
Cf. François Furet, Penser la
révolution
française,
Gallimard,
París, 1978 [trad. esp.: Pensar la
Revolución
Francesa,
Petrel,
Barcelona, 1980]; Le passé d’une
illusion. Essai sur l’idée communiste
au XXe siècle, Robert Laffont,
París, 1995 [trad. esp.: El pasado de
una ilusión: ensayo sobre la idea
comunista en el siglo XX, Fondo de
Cultura Económica, Madrid, 1995]. Y
para la crítica de la tesis de una
revolución que se ha vuelto odiosa,
Olivier Bétourné y Aglaia I. Hartig,
Penser l’histoire de la Révolution.
Deux siècles de passion française, La
Découverte, París, 1989. La idea
absurda de que Hegel, Marx y la
filosofía alemana están en el origen del
Gulag y al mismo tiempo del exterminio
de los Judíos procede de André
Glucksmann. Cf. Les maîtres penseurs,
Grasset, París, 1977 [trad. esp.: Los
maestros
pensadores,
Anagrama,
Barcelona, 1978]. <<
[44]
He abordado este tema en
Philosophes dans la tourmente, Fayard,
París, 2005 [trad. esp.: Filósofos en la
tormenta, Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 2007], y en La part
obscure de nous-mêmes. Une histoire
des pervers, Albin Michel, París, 2007
[trad. esp.: Nuestro lado oscuro. Una
historia de los perversos, Anagrama,
Barcelona, 2009]. <<
[45]
Robert Misrahi, Marx et la question
juive, Gallimard, París, 1972, pp.
223-227. Por el contrario, en el mundo
anglófono y germanófono es frecuente la
tendencia a rejudaizar a Marx y a hacer
de él un profeta de Israel, portador de un
mesianismo de nuevo cuño que ve al
proletariado como al pueblo elegido e
invita a los Judíos a emanciparse del
«becerro de oro capitalista». Cf.
nuevamente Enzo Traverso, Les
marxistes et la question juive, op. cit.
<<
[46]
Cf. Jacques Le Rider, Modernités
viennoises et crises de l’identité
(1990), PUF, París, 1994. Las famosas
citas tomadas de la correspondencia de
Marx fueron reunidas por Léon Poliakov
y repetidas luego hasta el infinito. <<
[47]
En este sentido, Marx es menos
representativo del autoodio judío que
los Judíos vieneses de fines del
siglo XIX, nacidos después de 1850. <<
[48]
Citado por Paul Giniewski, Simone
Weil ou La haine de soi, Berg
International, París, 1978, p. 287 [trad.
esp.: Simone Weil y el judaísmo,
Riopiedras, Zaragoza, 1999]. <<
[49]
Karl Marx, Œuvres, III, op. cit., p.
326. <<
[50]
Ibíd., p. 381 [véase Anales francoalemanes, op. cit., pp. 254 y 257]. <<
[51]
Élisabeth de Fontenay comenta de un
modo magistral estas dos referencias
marxianas a la historia judía. La frase
figura en la sección segunda del libro I,
capítulo IV, pero fue censurada por los
comunistas franceses y el pasaje quedó
como sigue: «El dinero, pues, no se
presenta aquí en conflicto con la
mercancía, como ocurre en el caso del
acaparador. El capitalismo sabe muy
bien que todas las mercancías, sea cual
fuere su aspecto y su olor, “en la fe y en
la verdad” son dinero y por añadidura
medios prodigiosos para hacer dinero.»
Cf. Karl Marx, Le Capital, libro I, t. I,
Éditions Sociales, París, 1972, p. 158, y
Garnier-Flammarion, 1969, p. 120.
Prefacio de Louis Althusser [trad. esp.:
El Capital, Siglo XXI, Madrid, 19751981, tomo I, vol. I, pp. 188-189; el
texto castellano trae la frase en
cuestión]. Véase igualmente Enzo
Traverso, Les marxistes et la question
juive, op. cit. <<
[52]
Exceptuando a Karl Eugen
Dühring (1823-1921), que, después de
haber sido atacado por Marx y Engels,
acusará a los Judíos de ser responsables
de su expulsión de la Universidad de
Berlín y en 1880 publicará uno de los
primeros
textos
antisemitas
de
inspiración biológica. Cf. Hannah
Arendt, L’antisémitisme, op. cit., pp.
86-87. <<
[53]
Montesquieu, «Mes pensées»,
Œuvres complètes, vol. I, Gallimard,
Bibliothèque de la Pléiade, París, p. 98.
Señalemos que en 1890 Friedrich
Engels condena con firmeza toda forma
de antisemitismo. Cf. Enzo Traverso,
Les marxistes et la question juive, op.
cit., p. 52. <<
[54]
Augustin de Barruel (1741-1820)
fue, en efecto, uno de los iniciadores de
esas teorías de la conspiración que no
dejarán de apuntar a los francmasones y
a los Judíos. Mémoires pour servir
l’histoire du jacobinisme, 1797-1798
[1.a trad. en España: Compendio de las
Memorias para servir a la historia del
Jacobinismo, por Mr. el abad Barruel.
Traducido del francés al castellano
para dar a conocer a la nación
española la conspiración de los
filósofos, francmasones e iluminados
contra la Religión, el Trono y la
Sociedad…, León, 1812]. <<
[55]
Karl Marx y Friedrich Engels,
Manifeste du parti communiste (1848),
Éditions Sociales, París, 1966, p. 25
[trad. esp.: Manifiesto del partido
comunista, Ediciones en Lenguas
Extranjeras, Pekín, 1965, p. 31]. <<
[56]
Joseph de Maistre, Considérations
sur la France, 1796 [trad. esp.:
Consideraciones
sobre
Francia,
Tecnos, Madrid, 1990]. <<
[57]
El mejor libro sobre el tema es
Maurice Olender, Les langues du
paradis. Aryens et sémites: un couple
providentiel,
Gallimard/Seuil,
París, 1989 [trad. esp.: Las lenguas del
paraíso: arios y semitas, una pareja
providencial,
Seix-Barral,
Barcelona, 2001]. Olender analiza los
trabajos
de
Johann
Gottfried
Herder
(1744-1803),
Ernest
Renan (1823-1898), Friedrich Max
Müller
(1823-1900),
Adolphe
Pictet (1799-1875), Rudolf Friedrich
Grau (1835-1893) e Ignaz Isaac
Goldziher (1850-1921), que fue el único
que criticó los fundamentos de la
utilización de la pareja infernal y uno de
los padres fundadores de la islamología
moderna. Escribe Jean-Pierre Vernant en
el prefacio del libro: «En estos dos
espejos-espejismos,
acoplados
y
asimétricos, en que los eruditos
europeos del siglo XIX se esfuerzan,
proyectándose en ellos, por distinguir
los rasgos de su propio rostro, ¿cómo no
ver hoy perfilarse la sombra de los
campos y el humo de los hornos?». <<
[58]
Sobre las metamorfosis de la
cuestión de la guerra de razas, cf.
Michel Foucault, «Il faut défendre la
société». Cours au Collège de
France,
1976,
Gallimard/Seuil,
París, 1997 [trad. esp.: Hay que
defender la sociedad. Curso del
Collège de France (1975-1976), Akal,
Madrid, 2003]. <<
[59]
El término semita deriva del nombre
de Sem, uno de los tres hijos de Noé
(los otros dos son Cam y Jafet),
antepasado de Abraham, de quien
descienden en teoría los hebreos, los
árabes, los arameos, los fenicios y los
elamitas. Las lenguas llamadas «arias»,
derivadas del sánscrito, son las propias
de los latinos, los eslavos, los griegos,
los celtas, los germanos y los persas,
todos
procedentes
del
grupo
indoeuropeo. De este modo se confunde
a los indoeuropeos, pueblos de Europa y
Asia, con los hipotéticos «arios», que no
existen más que en las construcciones
teóricas de los filólogos del siglo XIX,
deseosos de oponerlos a los semitas. <<
[60]
El término se debe a un colaborador
de La Libre Parole, el periódico de
Édouard Drumont, que lo utilizó por
primera vez en 1894. <<
[61]
Ernest Renan, Histoire générale et
système
comparé
des
langues
sémitiques, L’Imprimerie Impériale,
París, 1855. La obra tuvo numerosas
reediciones. Renan apoyó tiempo
después las tesis de Darwin, que, sin
embargo, contradecían radicalmente las
suyas. Cf. Charles Darwin, L’origine
des espèces par le moyen de la
sélection naturelle, ou la préservation
des races dans la lutte pour la vie
(1859), Flammarion, París, 1992 [trad.
esp.: El origen de las especies, CSIC,
Madrid, 2009]. <<
[62]
Según la expresión de Maurice
Olender. <<
[63]
En el sentido histórico, no biológico,
del término. <<
[64]
Ernest Renan, Histoire générale…,
libro 1, op. cit., p. 476. <<
[65]
Zeev Sternhell, La droite
révolutionnaire, op. cit., p. 20. <<
[66]
Ernest Renan, «Qu’est-ce qu’une
nation?» (1882) [trad. esp.: ¿Qué es una
nación?, Centro de Estudios Políticos,
Madrid, 1983; Sequitur, Madrid, 2001].
Citado por Zeev Sternhell, La droite
révolutionnaire, op. cit., pp. 19-20. <<
[67]
Debido a que su hermana, Elisabeth
Förster, antisemita y hitleriana, falseó su
obra. <<
[68]
Friedrich Nietzsche, Humain, trop
humain (1878-1879), Œuvres, t. I,
Laffont, París, 1993, pp. 651-652;
edición a cargo de Jean Lacoste y
Jacques Le Rider [trad. esp.: Humano,
demasiado
humano,
Edaf,
Madrid, 1984; se trata del aforismo 475.
En Internet está disponible la obra
completa de Nietzsche con el texto de
las ediciones críticas de Giorgio Colli y
Mazzino Montinari]. <<
[69]
Carta de Friedrich Nietzsche
aTheodor Fritsch, 29 de marzo de 1887.
Cf. Jacques Le Rider, L’Allemagne au
temps du réalisme. De l’espoir au
désenchantement (1848-1890), Albin
Michel, París, 2008, sobre todo las
páginas 422-432, dedicadas al presunto
antisemitismo de Nietzsche. Poco
después de esta carta, Theodor
Fritsch (1852-1933), discípulo de
Wilhelm Marr y primer traductor alemán
de los Protocolos de los sabios de Sión,
escribió una reseña de Más allá del
bien y del mal. Afirmó haber encontrado
en esta obra una «exaltación de los
judíos» y una «áspera condena del
antisemitismo», y calificó a Nietzsche
de «filósofo superficial», sin «ningún
conocimiento de la esencia de la
nación». <<
[70]
Joseph Arthur de Gobineau, Essai
sur l’origine des races humaines
(1855), t. I, Gallimard, Bibliothèque de
la Pléiade, París, 1983, p. 306 [trad.
esp.: Ensayo sobre la desigualdad de
las
razas
humanas,
Apolo,
Madrid, 1937; esta traducción, la única
completa en castellano, está disponible
en Internet]. <<
[71]
Ésta es en parte la tesis de PierreAndré Taguieff, que se queja de que
presenten la obra de Gobineau como una
teoría racista para uso de antifascistas y
que opone el «racialismo» bueno del
conde al «racialismo» malo de Vacher
de Lapouge y de los nazis:
«Desde 1945», dice, «era inevitable que
se produjera una inversión de esta
valoración ideológica: el antigobinismo
está integrado mecánicamente en el
antifascismo como uno de sus
componentes culturales. La obra de
Gobineau se ha vuelto vergonzosa para
Francia», La couleur et le sang.
Doctrines racistes à la française, Mille
et Une Nuits, París, 2002, p. 58. Cf.
asimismo el artículo francés de la
Wikipedia sobre Gobineau. Y el de Jean
Gaulmier
en
la
Encyclopaedia
Universalis. <<
[72]
Claude Lévi-Strauss, Race et
histoire (1952), Gallimard, París, 1987,
p. 10 [trad. esp.: Raza y cultura, Raza e
historia, Cátedra, Madrid, 1996]. LéviStrauss no ha ocultado nunca su
admiración por algunas obras de
Gobineau. <<
[73]
August Bebel
(1840-1913):
cofundador del partido socialdemócrata
alemán, conocido por sus alegatos en
favor de la diversidad de las culturas.
<<
[74]
Cf. Jacques Le Rider, L’Allemagne
au temps du réalisme, op. cit., pp.
137-142. <<
[75]
En 1857 vivían allí 7000 judíos, en
1910 habían pasado a 175.000. <<
[76]
Citado por Claude Klein en su Essai
sur le sionisme: de l’État des Juifs à
l’État d’Israël, en Theodor Herzl,
L’État des Juifs, La Découverte,
París, 2008, p. 129 [trad. esp.: Herzl, El
Estado
judío,
Riopiedras,
Zaragoza, 2004]. <<
[77]
En el discurso antisemita, el Judío es
siempre la encarnación de una
sexualidad que se considera perversa:
se le representa, pues, tan peligroso
como el homosexual o el travestido. El
peor Judío, para el antisemita, es la
mujer judía, el judío «feminizado», o el
Judío intelectual, incapaz de actividades
llamadas «viriles». El odio a las
mujeres y a los homosexuales es a
menudo el indicio de un antisemitismo
oculto. De ahí que el autoodio judío
vaya de la mano con el rechazo de la
hipotética «feminidad» del Judío. <<
[78]
Carl Schorske, Vienne fin de siècle,
Seuil, París, 1983 [trad. esp.: Viena finde-siècle, política y cultura, Gustavo
Gili, Barcelona, 1981].Véase también
Jacques Le Rider, Modernité viennoise
et crises d’identité, op. cit. <<
[79]
Zeev Sternhell, La droite
révolutionnaire, op. cit., p. 191. <<
[80]
Moritz Steinschneider (1816-1907),
Hebräische Bibliographie. Blätter für
neuere und ältere Literatur des
Judenthums, vol. III, Berlín, 1860.
Heymann (Hayim) Steinthal (18231899),
«Zur
Charakteristik
der
Semitischen Völker», Zeitschrift für
Völkerpsychologie
und
Sprachwissenschaft, 4, 1860. Cf. Gilles
Karmazyn,
«L’antisémitisme:
une
hostilité contre les Juifs. Genèse du
terme et signification commune»,
2002-2004. Artículo disponible en
Internet. <<
[81]
Édouard Drumont, La France juive.
Essai
d’histoire
contemporaine,
Marpon et Flammarion, París, 1886
[trad. esp.:, La Francia judía, traducida
de la 9.ª ed. francesa, Barcelona, 1889,
436 páginas]. De la primera edición, en
dos volúmenes de 1200 páginas en total,
se vendieron 65 000 ejemplares y la
obra tuvo ciento cincuenta ediciones.
Cito por la edición de 1887, ilustrada
con «escenas, vistas, retratos, mapas y
planos de nuestros mejores artistas»,
Librairie Blériot, 954 páginas. Cf.
Grégoire Kauffmann, Édouard Drumont,
Perrin, París, 2008. Sobre los
antisemitas franceses de derechas y de
izquierdas —Joseph Proudhon, Maurice
Barrès,
Jules
Guérin,
Alphonse
Toussenel, Gustave Tridon, Georges
Vecher de Lapouge, Charles Maurras,
etc.—, cf. Zeev Sternhell, La droite
révolutionnaire, op. cit. <<
[82]
Édouard Drumont, La France juive,
op. cit., p. 154. <<
[83]
Ibíd., p. 95. <<
[84]
Drumont se basa sobre todo en las
tesis de Théodule Ribot (18391916),
psicólogo francés, adepto a las teorías
de la degeneración hereditaria y de la
desigualdad de las razas. En una obra
célebre, L’hérédité (1873), afirmaba
que la formación de una nación era fruto
de leyes fisiológicas y psicológicas. He
llamado «inconsciente a la francesa» a
una configuración intelectual surgida de
esta doctrina, que reanudaron con tesón
antifreudianos como Marcel Gauchet,
Jacqueline Carroy y los autores del
Livre noir de la psychanalyse, Les
Arènes, París, 2005. Cf. Élisabeth
Roudinesco,
Histoire
de
la
psychanalyse en France, vols. 1 y 2,
Fayard, París, 1994; nueva edición,
Hachette, París, 2009 [trad. esp.: La
batalla de cien años: Historia del
psicoanálisis en Francia, Fundamentos,
Madrid, 1988-1993, 3 vols.]. Para la
recuperación de la tesis de la
degeneración por Max Nordau, véase
más abajo. <<
[85]
Édouard Drumont, La France juive,
op. cit., p. 157. «Quien dice judío, dice
protestante», dirá Alphonse Toussenel
en Les Juifs, rois de l’époque. Histoire
de la féodalité financière, publicado el
mismo año que La Francia judía
(1886). <<
[86]
Los actuales enemigos del espíritu
de la Ilustración, que aducen que ésta
«conduce a Auschwitz», no hacen sino
recuperar, dándoles la vuelta y sin
saberlo, las tesis de Drumont. <<
[87]
Édouard Drumont, La France juive,
op. cit., p. 318. <<
[88]
Ibíd., p. 107. <<
[89]
Tesis recuperada luego por los
genocidas nazis y que es enunciada
literalmente
por
Rudolf
Höss,
comandante del campo de Auschwitz.
Cf. Élisabeth Roudinesco, La part
obscure de nous-mêmes. Une histoire
des pervers, op. cit., en particular el
capítulo «Les aveux d’Auschwitz» [trad.
esp.: Nuestro lado oscuro. Una historia
de los perversos, op. cit., 2009, capítulo
4, «Las confesiones de Auschwitz», pp.
139-179]. <<
[90]
Édouard Drumont, La France juive,
op. cit., pp. 283 y 806. <<
[91]
Henri Meschonnic y Manako Ôno,
Victor Hugo et la Bible, Maisonneuve et
Larose, París, 2001, p. 22. <<
[92]
A raíz del asesinato del zar
Alejandro II, en marzo de 1881, los
Judíos rusos fueron acusados de
conspirar contra el régimen y
perseguidos. <<
[93]
Victor Hugo, Œuvres complètes,
publicadas bajo la dirección de Jean
Massin, Le Club Français du Livre,
París, t. 6, 1966, p. 1232. <<
[94]
Édouard Drumont, La France juive,
op. cit., p. 913. <<
[95]
Georges Bernanos, La grande peur
des bien-pensants (1930), Le Livre de
Poche, París, 1998, p. 169. Seguido de
«À propos de l’antisémitisme de
Drumont» (1939), «Encore la question
juive» (1944) y «L’honneur est ce qui
nous rassemble…» (1949). La temática
del judío envenenador, de aspecto
mongoloide, es típica del discurso
antisemita. Bernanos no ignoraba, al
escribir estas líneas, que Clemenceau
había sido uno de los actores
principales del dreyfusismo. <<
[96]
Ibíd., pp. 391 y 395. <<
[97]
Citado por Grégoire Kauffmann,
Édouard Drumont, op. cit., p. 17.
Bernanos atribuyó este rumor a Abraham
Dreyfus, autor teatral citado en La
Francia judía, y acusó al comunista
Paul Lafargue de haberlo propalado, lo
que le permitió abrazar (también él sin
el menor sentido del humor) la defensa
de un Drumont «víctima de los Judíos y
los comunistas», antes de añadir:
«Hacia 1908 circuló en las mismas
redacciones el rumor de que Maurice
Barrès
descendía
de
Judíos
portugueses», en La grande peur…, op.
cit., p. 39. <<
[98]
Léon Bloy, Le salut par les Juifs,
Mercure de France, París, 1892 [trad.
esp.: La salvación por los judíos,
Hyspamérica, Madrid, 1987]. <<
[99]
Ibíd., pp. 13-14. <<
[100]
Ibíd., pp. 40-41. <<
[101]
Bernard Lazare (1865-1903):
socialista
y
anarquista,
muy
antirreligioso, fue el primer dreyfusista
francés. Luego se acercó brevemente a
Theodor Herzl, aunque siguió siendo un
sionista socialista de la diáspora. <<
[102]
Véase el Cahier de l’Herne
dedicado a Léon Bloy, Éditions de
l’Herne, París, 2003, dirigido por
Christian Jambet. Pierre Glaudes (ed.),
Léon Bloy au tournant du siècle,
Presses Universitaires du Mirail,
Toulouse, 2003, sobre todo el artículo
de Rachel Goitein. <<
[103]
Bernard Lazare, Histoire de
l’antisémitisme. Son histoire et ses
causes (1894) [trad. esp.: El
antisemitismo, su historia y sus causas,
Centro de Publicaciones del Ministerio
de Trabajo y Seguridad Social,
Madrid, 1986], seguido de Contre
l’antisémitisme (1895). Las dos obras
se han reeditado en 1982 y 1983, en
condiciones dudosas, con sendos
prefacios del negacionista Pierre
Guillaume, en la editorial La Différence.
<<
[104]
Hannah Arendt, La tradition
cachée, Christian Bourgois, París, 1987,
pp. 194-199 [trad. esp.: La tradición
oculta, Paidós, Barcelona, 2004]. <<
[105]
Adolf Hitler, carta de 16 de
septiembre de 1919, citada por
Eberhard Jäkel, «L’élimination des Juifs
dans le programme de Hitler», en
L’Allemagne nazie et le génocide des
Juifs, Gallimard/Seuil, París, 1985, p.
101. <<
[106]
Emmanuel Beau de Loménie,
Drumont ou l’anticapitalisme national,
Pauvert, París, 1968, p. 12. <<
[107]
En un texto escrito en 1946-1947,
Bernanos se contentó con evocar «los
innumerables montones de cadáveres
judíos de esta guerra», al rendir
homenaje a un amigo judío de su hijo,
caído por Francia. Véase «L’honneur est
ce qui nous rassemble» (1949),
reeditado en La grande peur…, op. cit.,
p. 401. <<
[108]
Georges Bernanos, «Encore la
question juive», en La grande peur…,
op. cit., pp. 397-399. Aunque se
declaraba
incómodo
con
el
antisemitismo de Bernanos, Elie Wiesel
dijo en 1988: «No puedo estar resentido
con Bernanos, que tuvo la valentía de
oponerse al fascismo, de denunciar el
antisemitismo y de decir justamente lo
que dijo y escribió sobre la belleza de
ser judío, sobre el honor de ser judío y
sobre el deber de seguir siendo judío»,
ibíd., p. 13. <<
[109]
«En Bernanos», subraya Bernard
Lonjon, «el enemigo es el que odia a su
prójimo, haga lo que haga y diga lo que
diga», «La psychose de l’ennemi chez
l’écrivain», Société, 80, 2, 2003, p. 37.
<<
[110]
Sobre todo con Houston Stewart
Chamberlain (1855-1927), escritor de
origen inglés y de nacionalidad alemana,
yerno de Richard Wagner, que tuvo una
enorme influencia en Austria. Cf. Carl
Schorske, Vienne fin de siècle, op. cit.
<<
[111]
La acepción médica del término
francés dégénérescence (degeneración)
fue inventada en 1857 por el alienista
Bénédict-Augustin Morel (1809-1873)
para designar la desviación maligna del
tipo primitivo ideal. Max Nordau la
recuperó años después. <<
[112]
El hombre nuevo del comunismo
está llamado a regenerarse por el
trabajo manual. <<
[113]
Véase el capítulo 3. He abordado
también esta cuestión en Nuestro lado
oscuro, op. cit. <<
[114]
El llamamiento fue firmado por
Sigmund Freud y Havelock Ellis. <<
[115]
Cf. Hannah Arendt, L’impérialisme
(1951), Seuil, París, 1984. Segunda
parte de Los orígenes del totalitarismo.
Véase también André Pichot, Aux
origines des théories raciales. De la
Bible
à
Darwin,
Flammarion,
París, 2008. <<
[116]
En contra de los preceptos bíblicos
que defendían la idea de la unidad del
género humano (monogenismo fijista),
algunos filósofos de la Ilustración
(sobre todo Voltaire) adoptaron la tesis
poligenista, según la cual el origen del
hombre se basaba en la existencia de la
pluralidad
de
razas.
Aislando
arbitrariamente a los pueblos entre sí,
según el principio de un diferencialismo
peligroso, el poligenismo conducirá al
racismo, es decir, a la idea de la
desigualdad de las razas, cuando el
propio Darwin había sostenido la idea
monogenista sin pensar por ello al modo
fijista. <<
[117]
Esta tesis racista será recogida por
los seguidores del ecologismo profundo
y sobre todo por Peter Singer. La he
criticado en Nuestro lado oscuro, op.
cit. Haeckel fue también el inventor de
la palabra ecología (en 1866). Cf.
asimismo Élisabeth de Fontenay,
«Pourquoi les animaux n’aurient-ils pas
droit à un droit des animaux?», Le
Débat, 109, marzo-abril de 2000. <<
[118]
Robert Gerwart y Stephan
Malinowski,
«L’antichambre
de
l’Holocauste?»,
Vingtième
Siècle.
Revue d’Histoire, Presses de SciencesPo (París), 99, julio-septiembre de
2008. Los autores del artículo
establecen un nexo entre las matanzas
perpetradas por los alemanes en África
Sudoccidental en 1904 y 1907, y el
genocidio nazi. <<
[119]
Cf. Paul Weindling, L’hygiène de la
race, t. I, Hygiène raciale et eugénisme
médical en Allemagne, 1870-1933, La
Découverte, París, 1998; prefacio de
Benoît Massin. <<
[120]
Hermann Rauschning, Hitler m’a
dit, Les Lettres Latines, París, 1979, pp.
306-315 [trad. esp.: Hitler me dijo:
confidencias del Führer sobre sus
planes de dominio del mundo, Atlas,
Madrid, 1946]. Y Norman Cohn,
Histoire d’un mythe. La «conspiration»
juive et les Protocoles des sages de
Sion, Gallimard, París, 1967, p. 189
[trad. esp.: El mito de la conspiración
judía mundial, Alianza, Madrid, 1983].
<<
[121]
El nombre general de Auschwitz
simboliza el genocidio de los Judíos
cometido por los nazis, o sea, los 5,5
millones de Judíos exterminados en el
marco de la solución final. En cinco
años fueron deportados al campo de
Auschwitz 1,3 millones de hombres,
mujeres y niños y fueron exterminados
1,1 millones de los que el 90% eran
Judíos. Puesto bajo las órdenes de
Heinrich Himmler, Auschwitz era un
complejo industrial compuesto por tres
campos: Auschwitz I (el campo inicial),
campo de concentración abierto el 20 de
mayo de 1940; Auschwitz II-Birkenau,
campo de concentración y de exterminio
(cámaras de gas y hornos crematorios),
abierto el 8 de octubre de 1941;
Auschwitz III-Monowitz, campo de
trabajo para las fábricas de IG Farben,
abierto el 31 de mayo de 1942. El
dispositivo total se completaba con una
cincuentena de pequeños campos
dispersos por la región y situados bajo
la misma administración. El nombre de
Auschwitz es también el significante del
exterminio de los Judíos, los gitanos y
todos los representantes de las razas
consideradas «impuras». <<
[122]
El monte Sión es la elevación sobre
la que se construyó Jerusalén. <<
[123]
Término yiddish que designa a
quien tiene mala suerte. <<
[124]
Adalbert von Chamisso, La
véritable histoire de Peter Schlemihl
(1814), Aubier-Montaigne, París, 1966,
p. 84 [trad. esp.: La maravillosa
historia de Peter Schlemihl o el hombre
que vendió su sombra, Siruela,
Madrid, 1994]. <<
[125]
Lev Pinsker (1821-1891): judío
ruso-polaco adepto a la Haskalá.
Impresionado por los pogromos rusos de
1881, publicó en Berlín una obra
titulada Autoemancipación que lo
convirtió en guía intelectual del grupo
Amantes de Sión. <<
[126]
Cf. Georges Bensoussan, Une
histoire intellectuelle et politique du
sionisme,
1860-1940,
Fayard,
París, 2002. <<
[127]
Según el término empleado por
Hannah Arendt en La tradition cachée,
op. cit. <<
[128]
Sobre este punto, el mejor estudio
es el de Henry Laurens, La question de
Palestine, t. 1, 1799-1922: L’invention
de la terre sainte, Fayard, París, 2003;
t. 2, 1922-1947: Une mission sacrée de
la civilisation, Fayard, París, 2003; t. 3,
1947-1967: L’accomplissement des
prophéties, Fayard, París, 2007. <<
[129]
Hannah Arendt, Sur l’antisémitisme
, op. cit., p. 253. <<
[130]
<<
Parece que lo acuñó Charles Péguy.
[131]
Entre 1870 y 1913, el imperio
colonial francés pasó de un millón de
kilómetros cuadrados a trece millones, y
la población colonizada de siete a
cuarenta y ocho millones de personas.
Cf. Olivier Lecour-Grandmaison, La
République impériale. Politique et
racisme d’État, Fayard, París, 2009, p.
15. <<
[132]
Ibíd., p. 7. <<
[133]
Ibíd. Discurso ante la Cámara de
los Diputados, 28 de julio de 1885. <<
[134]
Francis Garnier, La Cochinchine
française en 1864, Dentu, París, 1864,
pp. 44-45. <<
[135]
Georges Clemenceau, discurso de
30 de julio de 1885 en la Cámara de
Diputados, citado por Olivier LecourGrandmaison, La République impériale,
op. cit., p. 7. <<
[136]
Alsacia y Lorena pasaron a
llamarse Elsass-Lothringen por el
tratado de Frankfurt, firmado entre
Francia y Alemania el 10 de mayo de
1871. <<
[137]
Citado por Sven Lindqvist,
Exterminez toutes ces brutes. L’odyssée
d’un homme au coeur de la nuit et les
origines du génocide européen, Le
Serpent à Plumes, París, 1999, pp.
189-190 [trad. esp.: Exterminad a todos
los salvajes, Turner, Madrid, 2004].
Friedrich Ratzel (1844-1904), zoólogo y
geógrafo alemán, autor de una
Antropogeografía (1891) que se
proponía restablecer el elemento
humano en la ciencia geográfica: «La
humanidad es una parte del globo». Se
oponía al imperialismo de la
Grossdeutschland en favor de la
creación de una Mittelafrika. Émile
Durkheim comentó esta obra en 1899.
<<
[138]
Sven Lindqvist, Exterminez toutes
ces brutes…, op. cit. Rosa Amelia
Plumelle-Uribe, La férocité blanche.
Des non-Blancs aux non-Aryens.
Génocides occultés de 1492 à nos
jours, Albin Michel, París, 2001. Sobre
la cuestión de la definición de
genocidio, véase el capítulo 4. <<
[139]
Esta evolución se vio durante la
primera conferencia sobre racismo que
se celebró en Durban del 1 al 7 de
septiembre de 2001, días antes de la
destrucción del World Trade Center. Se
confirmó
durante
la
segunda
conferencia, llamada Durban II, que se
celebró en Ginebra entre el 20 y el 25
de abril de 2009. Cf. a este respecto
Jean Ziegler, La haine de l’Occident,
Albin Michel, París, 2008 [trad. esp.: El
odio
a
Occidente,
Península,
Barcelona, 2010]. <<
[140]
Cf. Franz Rosenzweig, L’étoile de
la rédemption, Seuil, París, 1982 [trad.
esp.: La estrella de la redención,
Sígueme, Salamanca, 1997]. <<
[141]
Joseph Roth, Juifs en errance,
Seuil, París, 1986, p. 19 [trad. esp.:
Judíos
errantes,
Acantilado,
Barcelona, 2008]. <<
[142]
Cf. Ernst Pawel, Theodor Herzl ou
le labyrinthe de l’exil, Seuil,
París, 1992. <<
[143]
Stefan Zweig, Le monde d’hier.
Souvenirs d’un Européen, Belfond,
París, 1993, p. 29 [trad. esp.: El mundo
de ayer, en Obras completas, Juventud,
Barcelona, 1953, vol. IV, p. 1303].
Herzl tuvo una vida breve: murió en
1904, a los cuarenta y cuatro años, y su
mujer tres años más tarde, a los treinta y
nueve. Cf. Viviane Forrester, Le crime
occidental, Fayard, París, 2004 [trad.
esp.: El crimen occidental, Fondo de
Cultura
Económica,
Buenos
Aires, 2008]. <<
[144]
Citado por Ernst Pawel, Theodor
Herzl…, op. cit., pp. 182-183. <<
[145]
El hecho existió, en contra de lo que
adelanta Claude Klein en su comentario
al libro de Herzl, L’État des Juifs
(1896). Véase más abajo. <<
[146]
Aliyot, plural de aliyah,
inmigración. Aliyah significa «subida» y
remite al hecho de subir o de ser
llamado al facistol para leer la Torá
delante de los fieles. Fechas y
cantidades
de
inmigrantes:
1)
1882-1900, 25 000; 2) 1905, 40 000; 3)
1919-1923, 35 000; 4) 1924-1926,
60 000; 5) 1933-1940, 200.000.
Entre 1940 y 1948 se produjo la sexta
aliyah, clandestina, o aliyah beth. <<
[147]
La palabra significa literalmente
«instalación». <<
[148]
Theodor Herzl, Der Judenstaat:
Versuch einer modernen Lösung der
Judenfrage («El Estado judío: ensayo
de una solución moderna a la cuestión
judía») (1896), reeditado con el título
de El Estado judío. La palabra sionismo
se inventó hacia 1890 para sustituir al
término palestinofilia, y su acuñador fue
otro
Judío
vienés,
Nathan
Birnbaum (1864-1937), totalmente
opuesto a las tesis de Herzl y más tarde
antisionista. Según Walter Laqueur, la
invención del término tuvo lugar la
noche del 23 de enero de 1892. Cf.
Histoire du sionisme, Calmann-Lévy,
París, 1973 [trad. esp.: Historia del
sionismo, Instituto Cultural Mexicano
Israelí, México, 1982]. <<
[149]
Hannah Arendt, Penser l’événement
, Belin, París, 1989, p. 124. <<
[150]
La autora emplea la palabra
francesa youpin y luego, entre
paréntesis, Mauschel, que es el término
alemán utilizado por Herzl. Youpin es
una forma despectiva de decir «judío»
que procede del árabe magrebí.
Mauschel es una deformación del
yiddish Moyshe, Moisés, y otra forma
insultante de decir «judío». Esta palabra
ha desaparecido del alemán actual, pero
según el Wahrig Deutsches Wörtebuch
(ed. de 1980) el verbo mauscheln
significa tanto hablar yiddish como
hablar de un modo incomprensible. (N.
del T.). <<
[151]
Citado por Ernst Pawel, Theodor
Herzl…, op. cit., p. 325. <<
[152]
Citado por Claude Klein en L’État
des Juifs, op. cit., p. 131. <<
[153]
Ibíd., p. 47. <<
[154]
Theodor Herzl, Altneuland: Pays
ancien,
pays
nouveau
(1902),
StockPlus, París, 1980. El título alemán,
que podría traducirse por «Antiguo país
nuevo
(tierra
prometida/tierra
conquistada/tierra
colonizada)»,
condensaba, al igual que Judenstaat,
todas las ambigüedades del sionismo:
¿país de los Judíos o de los hebreos?
¿Estado judío, Estado de los Judíos o
Estado para los Judíos? Volveré sobre
esto en el capítulo 5. <<
[155]
Ahad Haam, nacido Asher
Guinzburg
(1856-1927):
judío
ucraniano, teórico del
sionismo
espiritual, opuesto a Theodor Herzl,
hostil a la Ilustración y a la adaptación,
instalado en Palestina en 1922,
favorable a la adopción del hebreo
como lengua nacional y fundador de una
sociedad secreta: los «Hijos de
Moisés». Cf. Henry Laurens, La
question de Palestine, t. I, op. cit., pp.
115-117. <<
[156]
Cf. Ernst Pawel, Theodor Herzl…,
op. cit., pp. 245-246. <<
[157]
Esta frase fue popularizada en 1901
por Israel Zangwill (1864-1926),
novelista y periodista inglés, feminista y
sionista, procedente de una familia de
inmigrantes rusos. <<
[158]
Alain Dieckhoff, «Max Nordau,
l’Occident et la question arabe», en Max
Nordau, escritos editados por Delphin
Bechtel, Dominique Bourel y Jacques Le
Rider, Cerf, París, 1996, p. 289. <<
[159]
Rachid
Rida
(1878-1924):
intelectual sirio educado en la tradición
islámica reformista. <<
[160]
Cf. Jean-François Legrain (ed.), À
propos du «Traité sur le califat» de
Rachîd Ridâ, CNRS-Maison d’Orient et
de Méditerranée, Lyon, 2006. <<
[161]
Sanjacado: división administrativa
del imperio otomano, a cargo de un
sanjaco o gobernador. <<
[162]
Este preámbulo se ha comentado de
distintas maneras, según el comentarista.
Cf.
Georges
Bensoussan,
Une
histoire…, op. cit., p. 201. Henry
Laurens, La question de Palestine, t. I,
op. cit., pp. 205-206. <<
[163]
Génesis 32, 24-31. El nombre Israel
está relacionado en hebreo con el verbo
combatir y significa «Dios combatirá».
<<
[164]
Joris-Karl Huysmans, À rebours
(1884), Gallimard, París, 1977 [trad.
esp.:
A
contrapelo,
Cátedra,
Madrid, 1984]. Oscar Wilde, Le
portrait de Dorian Gray (1890),
Gallimard, París, 1992 [trad. esp.: El
retrato de Dorian Gray, Espasa-Calpe,
Madrid, 2006]. Marcel Proust, Sodome
et Gomorrhe, À la recherche du temps
perdu, t. 3, Gallimard, Bibliothèque de
la Pléiade, París, 1988 [trad. esp.:
Sodoma
y
Gomorra,
Alianza,
Madrid, 1967]. <<
[165]
El tema del Judío, a la vez hombre y
mujer y capaz de todas las inversiones
sexuales, es uno de los principales
ingredientes del discurso antisemita.
Está presente en Drumont, sobre todo en
su retrato de Marat como «judía». Cf.
Élisabeth Roudinesco, «Antisémitisme
et contre-révolution (1886-1944)», en
colaboración con Henry Rousso,
L’Infini, 27 (1989). <<
[166]
Max Nordau, Dégénérescence
(1892-1893), Max Milo, París, 2006
(edición abreviada: 192 páginas).
Nacido Simon Maximilien Südfeld,
Nordau era, como Herzl, de origen
húngaro [trad. esp.: Degeneración,
Analecta, Pamplona, 2004, 908 páginas,
facsímil de la edición de 1902]. <<
[167]
En esta época apareció en Alemania
la corriente favorable a la higiene racial
de la que hablé en el capítulo 2. <<
[168]
Nordau fue sin duda el primero en
imaginar
un cambio
de
estas
características, que ni siquiera los más
progresistas se atrevían a concebir. <<
[169]
Declaraciones recogidas por
Gaston Méry, «Au jour le jour. Chez le
docteur Max Nordau», La Libre Parole,
17 de septiembre de 1997, citado por
Ernst Pawel, Theodor Herzl…, op. cit.,
p. 319. <<
[170]
Citado por Victor Nguyen, Aux
origines de l’Action Française.
Intelligence et politique à l’aube du XX
e siècle, Fayard, París, 1991, p. 570. <<
[171]
«Sin duda está usted al corriente de
las diferencias fundamentales que hay
entre los Judíos de Palestina y los
colonos judíos: lo que cuenta a los ojos
de Faisal es que los primeros hablan
árabe y los segundos yiddish», carta de
T. E. Lawrence a Mark Sykes, 7 de
septiembre de 1917. Citada por Henry
Laurens, La question de Palestine, op.
cit., p. 369. <<
[172]
Jaim Weizmann (1874-1952): judío
ruso-polaco, químico de renombre,
presidente de la Organización Sionista
hasta 1946 y principal artífice de la
alianza del sionismo con la política
británica. <<
[173]
Según la fórmula de Arthur
Koestler: «He aquí que una nación
promete a otra la tierra de una tercera
nación»,
citado
por
Georges
Bensoussan, Histoire intellectuelle…,
op. cit., p. 940. <<
[174]
Este proceso se describe con
detalle en Henry Laurens, La question
de Palestine, t. I, op. cit., pp. 473-477.
<<
[175]
(Gerhard) Gershom Scholem
(1897-1982):
nacido
en Berlín,
instalado en Palestina en 1923, profesor
en la Universidad Hebrea de Jerusalén,
miembro del Berit Shalom (1925),
organización por la paz y el desarrollo
de las relaciones entre judíos y árabes,
siempre fue partidario de fundar un
Estado único binacional. <<
[176]
Georges
Bensoussan,
histoire…, op. cit., p. 511. <<
Une
[177]
La población judía pasó de 83 000
a fines de 1918, a 164 000 en 1930, a
463 000 en 1940 y finalmente a 650 000
después de aprobarse la creación del
Estado de Israel. Durante este período,
la población árabe se duplicó, pasando
de 660 000 a 1.200.000. Para la historia
de estos acontecimientos, cf. Henry
Laurens, La question de Palestine, op.
cit. Y Georges Bensoussan, Une
histoire…, op. cit. <<
[178]
Comienza entonces, desde 1940, la
aliyah beth (o inmigración clandestina),
organizada
por
David
Ben
Gurion (1886-1973): afincado en
Palestina en 1906, padre fundador del
partido laborista y primer presidente de
gobierno de Israel entre 1948 y 1953,
luego entre 1955 y 1963, Ben Gurion es
sin lugar a dudas el mayor estadista de
la historia de Israel. Cf. sobre este tema
Alain Dieckhoff (ed.), L’État d’Israël,
Fayard, París, 2008. <<
[179]
Georges Bensoussan, Génocide
pour mémoire, Éditions du Félin,
París, 1989, p. 13. El 7 de diciembre de
1941, 900 Judíos de Kolo, en Polonia,
tuvieron «el privilegio de ser los
primeros gaseados de la solución final».
Claude Lanzmann, «Notes ante et antiéliminationnistes»,
Les
Temps
modernes, 592, febrero-marzo de 1997,
p. 14. <<
[180]
Zeev Jabotinsky (1880-1940):
nacido en Odessa, fundador en 1923 del
movimiento
sionista
revisionista,
situado a la derecha y hostil a los
socialistas. Frente al poder árabe,
preconizaba la creación de una «muralla
de acero», es decir, una fuerza militar de
corte fascista. <<
[181]
Georges
Bensoussan,
Une
histoire…, op. cit., pp. 627-629. <<
[182]
Citado en ibíd., p. 715. <<
[183]
Keren Hayesod: organismo fundado
en 1920 para favorecer la instalación de
inmigrantes en Palestina. <<
[184]
Sobre este tema, véase Guido Ariel
Liebermann,
Histoire
de
la
psychanalyse en Palestine et en Israël,
tesis doctoral dirigida por Élisabeth
Roudinesco, UFR-GHSS, Universidad
de París-VII Denis-Diderot, 2006.
David Montague Eder (1866-1936):
psiquiatra y psicoanalista, fundador, con
Ernest
Jones,
del
movimiento
psicoanalítico inglés; fue primo de
Israel Zangwill, militante sionista,
socialista y autor de novelas que le
valieron el sobrenombre de «el Dickens
judío». <<
[185]
El manuscrito original de esta carta,
fechada en 26 de febrero de 1930, y la
copia mecanografiada por una persona
desconocida se encuentran en la
Universidad Hebrea de Jerusalén, en la
colección Abraham Schwadron. Estoy
en deuda con Guido Liebermann, que me
mandó el documento, así como con
Michael Molnar, del Museo Freud de
Londres, con Patrick Mahony y con
Henri Rey-Flaud, por sus juiciosos
consejos. Jacques Le Rider, al
traducirla, dijo «malinterpretada», pero
habría
podido
decir
también
«descarriada». <<
[186]
Esta carta de 2 de abril de 1930
forma parte de la colección Schwadron.
<<
[187]
Carta de Sigmund Freud a Albert
Einstein, 26 de febrero de 1930, citada
por Peter Gay, Freud. Une vie, Hachette,
París, 1991, p. 688 [trad. esp.: Freud,
una vida de nuestro tiempo, Paidós
Ibérica, Barcelona, 2004]. <<
[188]
Carta de Sigmund Freud a Leib
Jaffé, 20 de junio de 1935, citada por
Peter Gay, Freud, un Juif sans dieu,
PUF, París, 1989, pp. 118-119 [trad.
esp.. Un judío sin dios, Ada Korn,
Buenos Aires, 1994]. <<
[189]
Citado por Jacquy Chemouny,
Freud et le sionisme, Solin, París, 1988,
pp. 127 y 266. Sobre la judeidad de
Freud hay abundante literatura. Cf. sobre
todo David Bakan, Freud et la tradition
mystique
juive
(1958),
Payot,
París, 1977. Marthe Robert, D’Oedipe à
Moïse, Calmann-Lévy, París, 1974 [trad.
esp.: Freud y la conciencia judía: de
Edipo
a
Moisés,
Península,
Barcelona, 1976]. Peter Gay, Freud, un
Juif sans dieu, op. cit. <<
[190]
Sobre la imposible solución de la
cuestión de los Santos Lugares, cf.
Charles Enderlin, Le rêve brisé, Fayard,
París, 2003. <<
[191]
Anécdota referida por Jacob
Weinshal, Hans Herzl, Tel Aviv, 1945.
Citada por Jacques Le Rider, Modernité
viennoise, op. cit., p. 309. <<
[192]
Sigmund Freud, «Analyse de la
phobie d’un garçon de cinq ans» (1909),
OCF, vol. IX, PUF, París, 1998, p. 31
[trad. esp.: «Análisis de la fobia de un
niño de cinco años», Obras Completas,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, vol. II,
p. 1381, nota]. Y Jacques Le Rider, Le
cas Otto Weininger. Racines de
l’antiféminisme et de l’antisémitisme,
PUF, París, 1982. <<
[193]
Sigmund Freud, entrevista con
George Sylvester Viereck, Glimpses of
the Great, Londres, 1930. Citado en
Ernest Jones, La vie et l’œuvre de
Sigmund Freud, vol. III, PUF,
París, 1969, p. 143. <<
[194]
Sigmund Freud, «Lettre du 6 mai
1926», Correspondance 1873-1939,
Gallimard, París, 1967 [trad. esp.:
Epistolario, Orbis, Barcelona, 1988,
vol. III, p. 410]. Y L’homme Moïse et le
monotheisme, Gallimard, París, 1986
[trad. esp.: Moisés y la religión
monoteísta, en Obras completas,
vol.
XXIII,
Amorrortu,
Buenos
Aires, 1987]. <<
[195]
Sigmund Freud, Totem et tabou
(1912-1913), Gallimard, París, 1993, p.
67 [trad. esp.: Tótem y tabú, en Obras
completas,
Biblioteca
Nueva,
Madrid, 1973, vol. II, p. 1746]. <<
[196]
Moshe
Wulf
(1878-1971):
psiquiatra y psicoanalista judío, nacido
en Odessa, fundador con Max
Eitingon (1881-1943) de la primera
Sociedad Psicoanalítica del futuro
Estado de Israel. Tras la muerte de
Eitingon, formó a la primera generación
de psicoanalistas israelíes, que poco
después lo expulsaron de la sociedad
que había fundado. <<
[197]
Judah Leib Magnes (1877-1948):
rabino reformado, procedente de la
comunidad judía de San Francisco,
afincado en Palestina en 1922.
Presidente de la Universidad Hebrea de
Jerusalén durante veinticuatro años. Cf.
Guido Liebermann, Histoire de la
psychanalyse…, op. cit. <<
[198]
Se debe al filósofo Yirmiyahu
Yovel una de las escasas contribuciones
israelíes a la cuestión de las Luces
sombrías de Freud. Cf. su Spinoza et
autres hérétiques, Seuil, París, 1991
[trad. esp.: Spinoza, el marrano de la
razón, Anaya & Mario Muchnik,
Madrid, 1995]. <<
[199]
Sigmund Freud y Karl Abraham,
Correspondance complète, 1907-1925,
Gallimard, París, 2006, p. 71 [trad. esp.:
Correspondencia,
Gedisa,
Barcelona, 1979, p. 59]. <<
[200]
Ibíd., p. 110 [ibíd., p. 90]. <<
[201]
Ibíd., p. 453 [ibíd., p. 295]. <<
[202]
Sigmund Freud, Correspondance,
1873-1939, op. cit., p. 396 [trad. esp.:
Epistolario, Orbis, Barcelona, 1988,
vol. III, p. 408]. <<
[203]
Cf. Peter Gay, Freud. Une vie, op.
cit., p. 252. <<
[204]
Sigmund Freud, Sándor Ferenczi,
Correspondance, t. I, 1908-1914,
Calmann-Lévy, París, 1992, pp. 519-520
[trad. esp.: Correspondencia completa,
vol.
II,
1912-1914,
Síntesis,
Madrid, 1993]. <<
[205]
Sigmund Freud, Max Eitingon,
Correspondance 1906-1939, Hachette,
París, 2009, p. 785. <<
[206]
Richard Sterba, Réminiscences
d’un psychoanalyste viennois, Privat,
Toulouse, 1986, pp. 145-146. <<
[207]
En 1944, Elie Wiesel, con dieciséis
años, fue deportado a AuschwitzBirkenau con su padre, su madre y su
hermana. Sólo él sobrevivió. Trasladado
a Buchenwald, fue liberado por el
ejército estadounidense. <<
[208]
Elie Wiesel, La nuit (1958), Minuit,
París, 2006, pp. 124-125 [trad. esp.: La
noche, El Aleph, Barcelona, 2002]. Y
Betty Bernardo Fuchs, «Judéité, errance
et nomadisme: sur le devenir juif de
Freud», Essaim, 9 (2009), pp. 15-25. <<
[209]
Sigmund Freud, Max Eitingon,
Correspondance, op. cit., p. 842. <<
[210]
Sobre este acto, cf. Élisabeth
Roudinesco, Jacques Lacan. Esquisse
d’une vie, histoire d’un système de
pensée, Fayard, París, 1993 [trad. esp.:
Jacques Lacan. Esbozo de una vida,
historia de un sistema de pensamiento,
Anagrama, Barcelona, 1995]. <<
[211]
Ibíd. <<
[212]
Sigmund Freud, L’homme Moïse et
la réligion monothéiste. Trois essais,
Gallimard, París, 1986 [trad. esp.:
Moisés y la religión monoteísta, en
Obras completas, vol. XXIII, Amorrortu,
Buenos Aires, 1987, y en Obras
completas, Biblioteca Nueva, Madrid,
vol. III, 1973]. <<
[213]
Ibíd., p. 180 [Obras completas,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1973,
vol. III, p. 3294]. <<
[214]
Jean-François Lyotard propone una
interpretación que dice que Freud hizo
del judaísmo una «figura prescrita», una
religión basada en el rechazo de la
realidad, y del cristianismo una
reanudación del totemismo y del
paganismo. Jean-François Lyotard,
«Figure forclose», L’écrit du temps, 5
(1984), pp. 65-105. Cf. Élisabeth de
Fontenay, Une toute autre histoire.
Questions à Jean-François Lyotard,
Fayard, París, 2006. <<
[215]
Sigmund Freud, L’homme Moïse…
op. cit., p. 185 [Obras completas, op.
cit., vol. III, p. 3296]. <<
[216]
Cf. Yosef Hayim Yerushalmi, Le
Moïse de Freud. Judaïsme terminable
et interminable, Gallimard, París, 1993.
Respuesta de Jacques Derrida: Mal
d’archive, Galilée, París, 1995 [trad.
esp.: Mal de archivo: una impresión
freudiana, Trotta, Madrid, 1997]. Yo
propicié el encuentro entre Yerushalmi y
Derrida a raíz de un coloquio
organizado
por
la
Sociedad
Internacional de Historia de la
Psiquiatría y el Psicoanálisis (SIHPP)
en el Museo Freud de Londres, en 1994,
sobre el tema Memoria documental.
Entre las mejores interpretaciones del
Moisés mencionaré la de Jacques Le
Rider, Freud, de l’Acropole au Sinaï. Le
retour à l’antique des Modernes
viennois, PUF, París, 2002. Y en un
registro muy diferente, la de Henri ReyFlaud, «Et Moïse créa les Juifs…», Le
testament
de
Freud,
Aubier,
París, 2006. <<
[217]
Yosef Hayim Yerushalmi, Le Moïse
de Freud, op. cit., p. 184. <<
[218]
Martin Buber, Moïse, PUF,
París, 1986 [trad. esp.: Moisés, Imán,
Buenos Aires, 1949]. <<
[219]
Cf.
Geoffrey Cocks,
La
psychotérapie sous le IIIe Reich, Les
Belles Lettres, París, 1987, p. 125. <<
[220]
C. G. Jung, Correspondance, t. I,
1906-1940 (Olten, 1972), Albin Michel,
París, 1992, pp. 181-182. <<
[221]
C. G. Jung, «Geleitwort», en
Zentralblatt für Psychotherapie, 6, 1
(1933), pp. 10-11. Reproducido
en C. G. Jung, Gesammelte Werke,
Walter Verlag, Olten y Friburgo de
Brisgovia, 1974, vol. 10, pp. 581-583.
Traducido con el título de «Éditorial»,
en Cahiers jungiens de psychanalyse,
82, primavera de 1995, pp. 9-10. <<
[222]
C. G. Jung, Correspondance, op.
cit., pp. 196-197. <<
[223]
C. G. Jung, «Une interview à
Radio-Berlin», 26 de junio de 1933, en
C. G. parle. Rencontres et interviews,
Buchet/Chastel, París, 1985, traducción
francesa revisada por Marie-Martine
Louzier-Sahler y Benjamin Sahler, pp.
55-61. La versión alemana de este texto
fue conocida en 1987 y analizada por
Matthias von der Tann en «A jungian
perspective on the Berlin Institute for
Psychotherapy: a basis for mourning»,
San Francisco Jung Institute Library
Journal, 8, 4 (1989). Véase Andrew
Samuels,
«Psychologie
national,
national-socialisme et psychologie
analytique: réflexions sur Jung et
(1989),
Revue
l’antisémitisme»
Internationale d’Histoire de la
Psychanalyse, 5, París, 1992, pp.
183-221. <<
[224]
«Culturalismo: con este término se
designan las tendencias de la
antropología que intentan descubrir, en
la diversidad de las culturas […], una
explicación del hombre basada en la
diferencia y lo relativo […]. La
corriente culturalista es esencialmente
norteamericana y la representan sobre
todo los trabajos de la escuela llamada
Cultura y Personalidad, en la que se
agruparon durante el período de
entreguerras Abram Kardiner, Ruth
Benedict, Margaret Mead, Ralph Linton
y Cora Dubois, en torno a un trabajo
colectivo de antropología cultural
centrado en dos grandes nociones: el
pattern y la personalidad básica. Por
pattern, concepto que introdujo Ruth
Benedict en 1934, se entiende la forma
específica que toma una cultura para
singularizarse con relación a otra […]»,
Élisabeth Roudinesco y Michel Plon,
Diccionario de psicoanálisis, Paidós,
Buenos Aires, 1998, trad. de Jorge
Piatigorsky, pp. 205-206. (N. del T.). <<
[225]
G. Bally, «Deutschestämmige
Therapie» (Psicoterapia de origen
alemán), Neue Zürcher Zeitung, 343, 27
de febrero de 1934, traducido
(correctamente) con un mal título:
«Psychothérapie de souche allemande»
(Psicoterapia de cepa alemana), en
Cahiers jungiens de psychanalyse, 82,
op., cit., pp. 10-12. <<
[226]
Los dos escritos están traducidos en
los Cahiers jungiens de psychanalyse,
op. cit., pp. 12-20. Jung repite la misma
tesis en varias cartas de 1934, como
puede verse en su Correspondance, op.
cit. <<
[227]
Carl
Gustav
Jung,
«Zur
gegenwärtigen
Lage
der
Psychotherapie»,
Zentralblatt
für
Psychotherapie, 7 (1934), pp. 1-16
[trad. esp.: «Acerca de la situación
actual de la psicoterapia», en C. G. J.,
Obras completas, Trotta, Madrid, vol.
10,
2001].
Reproducido
sin
modificaciones en C. G. J., Gesammelte
Werke, vol. 10, op. cit., pp. 181-201.
Traducido al inglés en C. G. J.,
Collected Works, Princeton University
Press, Princeton, 1970, vol. 10, con el
título de «Psychotherapy today». <<
[228]
Hay una buena traducción parcial
de este pasaje, debida a Jacqueline
Carnaud, en el libro de Yosef Hayim
Yerushalmi, Le Moïse de Freud, op. cit.,
pp. 103-104. Yo he traducido
directamente del texto alemán, con
ayuda de Jacques Le Rider. <<
[229]
C. G. Jung, L’homme à la
découverte de son âme, Albin Michel,
París, 1987, p. 111. <<
[230]
Carta de 26 de mayo de 1934,
Correspondance, op. cit., p. 216. <<
[231]
Ibíd., p. 219. <<
[232]
Ibíd., pp. 219 y 268-269. <<
[233]
C. G. Jung, «Wotan», en
Gesammelte Werke, vol. 10, op. cit., pp.
203219 [trad. esp.: «Wotan», en Obras
completas, Trotta, Madrid, vol. 10,
2001].
Entrevista
con
H. R. Knickerbocker con el título de
«Diagnostic
des
dictateurs»,
en
C. G. Jung parle, op. cit., pp. 96-115.
<<
[234]
Las obras de Jung fueron incluidas
por entonces en la famosa lista Otto.
[Lista Otto: libros prohibidos en la
Francia ocupada durante la Segunda
Guerra Mundial]. <<
[235]
C. G. Jung, Essays on
Contemporary Events: Reflexion on
nazi Germany (1949), Routledge,
Londres, 1989; presentación de Andrew
Samuels [cf. «Prólogo al libro
Reflexiones sobre historia actual» y
«Epílogo a Reflexiones sobre la
historia actual», ambos en Obras
completas, op. cit., vol. 10]. <<
[236]
Véase a este respecto Gerhard
Wehr, Carl Gustav Jung. Sa vie, son
œuvre, son rayonnement, Librairie de
Médicis, París, 1993, pp. 320-321 [trad.
esp.: Carl Gustav Jung. Su vida, su
obra,
su
influencia,
Paidós,
Barcelona, 1991] y Aniela Jaffé, Aus
Leben und Werkstatt von C. G. Jung.
Parapsychologie,
Alchemie,
Nationalsozialismus – Erinnerungen
aus den letzten Jahren, Rascher Verlag,
Zúrich, 1968 [trad. esp.: Personalidad y
obra de C. G. Jung, Monte Ávila,
Caracas, 1976]. Poco después Scholem
se distanció de Jung. <<
[237]
Gershom Scholem, Fidélité et
utopie, Calman-Lévy, París, 1978, pp.
47-50. <<
[238]
Eranos quiere decir en griego
banquete improvisado. Fundados en
1933 por Olga Fröbe Kapteyn, estos
encuentros se organizaban a orillas del
Lago Mayor, en una villa situada cerca
de Ascona (Suiza). Su objetivo era
establecer una comunicación entre
Oriente y Occidente para promover la
comprensión mutua de dos tradiciones
espirituales. <<
[239]
Mircea Eliade (1907-1986):
historiador rumano de las religiones,
conocido por su apoyo al fascismo
rumano durante la Segunda Guerra
Mundial y su hostilidad a la Ilustración,
a los Judíos, a los masones y a los
comunistas. <<
[240]
En sus recuerdos autobiográficos,
recogidos por Aniela Jaffé, guarda
silencio sobre este período de su
historia. C. G. Jung, Ma vie. Souvenirs,
rêves et pensées, recueillis par Aniela
Jaffé (1961), Gallimard, París, 2000
[trad.
esp.:
Recuerdos,
sueños,
pensamientos,
Seix
Barral,
Barcelona, 1991]. La impresionante
biografía de Deirdre Bair, Jung,
Flammarion, París, 2007, no aporta
ninguna aclaración sobre este tema. La
autora prefiere que creamos que Jung
era un inocentón que se dejó engañar por
los nazis, en vez de aceptar una verdad
ya
reconocida
por
todos
los
historiadores. Cf. Élisabeth Roudinesco,
«Carl Gustav Jung. De l’archétype au
nazisme. Dérives d’une psychologie de
la différence», L’Infini, 63, otoño de
1998. <<
[241]
El libro de Rudolf Loewenstein,
Psychanalyse
de
l’antisémitisme
(1952), PUF, París, 2001, prefacio de
Nicolas Weill, no aborda esta cuestión.
En Francia tuvo repercusiones, como
veremos en los siguientes capítulos.
Filósofa y psicoanalista formada en
Francia, hija de madre deportada,
instalada luego en Israel y partidaria de
una cultura ecuménica (cristianismo,
judaísmo, islam), Éliane Amado LévyValensi (1919-2006) dedicó al Moisés
de Freud una obra que trata de la
identificación de éste con el profeta: Le
Moïse de Freud ou la référence
occultée,
Éditions
Mónaco, 1984. <<
du
Rocher,
[242]
Yosef Hayim Yerushalmi, Le Moïse
de Freud, op. cit., p. 185. <<
[243]
La de Serge Lebovici. Sobre el
papel de éste ante la dictadura
brasileña,
cf.
Histoire
de
la
psychanalyse en France, op. cit. <<
[244]
Texto original mecanografiado y
titulado «Inaugural lecture», comunicado
por Guido Liebermann. Cf. Paul
Schwaber, «Title of honor: The
psychoanalytic congress in Jerusalem»,
Midstream, 24, 1978. Citado también
por Yosef Hayim Yerushalmi, Le Moïse
de Freud, op. cit., p. 187. Las cuatro
hermanas de Freud, como es sabido,
fueron exterminadas por los nazis. <<
[245]
Edward Said, Freud et le monde
extra-européen, Le Serpent à Plumes,
París, 2004 [trad. esp.: Freud y los no
europeos, Global Rhythm Press,
Barcelona, 2006]. Con presentación del
psicoanalista Christopher Bollas y un
comentario de Jacqueline Rose,
profesora de literatura en Londres,
traductora e introductora de la obra de
Lacan en el mundo anglófono y autora de
un libro excelente: The Question of
Zion, Princeton y Oxford University
Press, Nueva Jersey, 2005. <<
[246]
Edward Said, L’orientalisme.
L’Orient créé par l’Occident (1978),
Seuil, París, 1980 y 1997, prefacio de
Tzvetan
Todorov
[trad.
esp.:
Orientalismo,
DeBolsillo,
Barcelona, 2003]. Said modificó su tesis
en un posfacio de 2003. <<
[247]
Cf. Enzo Traverso, L’histoire
déchirée. Essai sur Auschwitz et les
intellectuels, Cerf, París, 1997, pp.
191-192 [trad. esp.: La Historia
desgarrada: ensayo sobre Auschwitz y
los
intelectuales,
Herder,
Barcelona, 2001]. <<
[248]
Los dos primeros testimonios
fueron el de Rudolf Höss, comandante
del campo de Auschwitz, que justificó el
exterminio diciendo que se había
limitado a obedecer los deseos de las
víctimas, y el de Kurt Gerstein, que, por
el contrario, trató de informar a los
aliados, antes de suicidarse en 1945, y
fue rehabilitado por Saul Friedländer.
Cf. Élisabeth Roudinesco, La part
obscure de nous-mêmes, op. cit., p. 161
y todo el capítulo 6 [trad. esp.: Nuestro
lado oscuro, op. cit., p. 174]. <<
[249]
Raphael Lemkin, Qu’est-ce qu’un
génocide?,
Éditions
du Rocher,
Mónaco, 2008, pp. 242-243. <<
[250]
Tanto más cuanto que la noción de
crimen contra la humanidad ha sido
revisada varias veces desde 1945.
Dicha noción califica once tipos de
actos cometidos en el marco de una
agresión generalizada y sistemática
contra una población civil: asesinato,
exterminio, esclavización, deportación,
tortura, persecución organizada de orden
étnico, religioso, cultural, sexista,
prostitución, apartheid, así como todos
los crímenes llamados «inhumanos». <<
[251]
Destrucción de cementerios, de
monumentos, de arte, de la lengua, de
libros, de lugares de culto. <<
[252]
Pierre Vidal-Naquet, Les assassins
de la mémoire, La Découverte,
París, 1987, p. 164 [trad. esp.: Los
asesinos de la memoria, Siglo XXI,
México, 1994]. En un interesante libro
prologado
por
Vidal-Naquet
el
historiador estadounidense Arno Mayer
ha propuesto el término «judeocidio» en
La «solution finale» dans l’histoire, La
Découverte/Poche, París, 2002. <<
[253]
Hannah Arendt y Karl Jaspers,
Correspondance, Payot, París, 1996, p.
120. <<
[254]
No comparto sobre este punto la
posición de mi amigo Jean-Claude
Milner cuando afirma (con toda justicia)
que la cámara de gas se inventó para el
Judío, pero no aclara, me parece, lo que
se buscaba en el Judío. Cf. Les
penchants criminels de l’Europe
démocratique, Verdier, París, 2003
[trad.
esp.:
Las
inclinaciones
criminales de la Europa democrática,
Manantial, Buenos Aires, 2007].
Tampoco comparto la de mi amigo Alain
Badiou cuando sostiene que, con la
palabra «Auschwitz», toda una manada
de retóricos y propagandistas ha hecho
del exterminio de los Judíos el «fondo
comercial
de
su
propaganda
“democrática”». Prefacio a Ivan Segré,
La réaction philosémite, Lignes,
París, 2009, p. 15. <<
[255]
En este sentido, no estoy de acuerdo
con los análisis de Ivan Segré, que niega
esta singularidad, que según él depende
de una concepción «judía» de la historia
de la destrucción de los Judíos. Cf. Ivan
Segré,
Qu’appelle-t-on
penser
Auschwitz?, Lignes, París, 2009. <<
[256]
Enzo Traverso los repasa a
conciencia en L’histoire déchirée, op.
cit. <<
[257]
Max Horkheimer y Theodor W.
Adorno, La dialectique de la raison
(1947), Gallimard, París, 1974 [trad.
esp.: Dialéctica de la Ilustración,
Trotta, Madrid, 1994]. <<
[258]
Günther Anders, Avoir détruit
Hiroshima.
Correspondance
avec
Claude Eatherly, Laffont, París, 1962
[trad. esp.: Más allá de los límites de la
conciencia: correspondencia entre el
piloto de Hiroshima Claude Eatherly y
Günther
Anders,
Paidós,
Barcelona, 2003]. <<
[259]
Jean-Paul Sartre, Réflexions sur la
question juive (1946), Gallimard,
París, 2006 [trad. esp.: Reflexiones
sobre la cuestión judía, Seix Barral,
Barcelona, 2005]. <<
[260]
Louis-Ferdinand Céline, Le voyage
au bout de la nuit (1934) [trad. esp.:
Viaje al final de la noche, Edhasa,
Barcelona, 2003]. Las novelas de Céline
están publicadas en la «Bibliothèque de
la Pléiade» de Gallimard. <<
[261]
Louis-Ferdinand Céline, «Sartre
demi-sangsue, demi-ténia», Magazine
littéraire, 488, julio-agosto de 2009, pp.
80-81. Y «À l’agité du bocal», L’Herne,
Louis-Ferdinand Céline, 3 y 5, 1963.
<<
[262]
Enzo Traverso, L’histoire déchirée,
op. cit., p. 190. <<
[263]
Ibíd., pp. 189-191. Y Dwight
Mcdonald, «The responsibility of
peoples», Politics, vol. II, n. o 3, marzo
de 1945, pp. 82-93. <<
[264]
Maurice Blanchot, «La grande
passion des modérés», Combat, 9,
noviembre de 1936. <<
[265]
Robert Antelme (1917-1990): poeta
y resistente, marido de Marguerite Duras
entre 1939 y 1942, miembro, junto con
Dionys Mascolo, del grupo de
resistencia de François Mitterrand,
deportado a Buchenwald y Dachau, y
autor de un testimonio fundamental sobre
las condiciones de vida en los campos:
L’espèce
humaine,
Gallimard,
París, 1947 [trad. esp.: La especie
humana, Arena Libros, Madrid, 2001].
Antelme describe aquí la experiencia de
lo inhumano en un estilo desnudo y
despojado de todo psicologismo.
Blanchot se inspiró en él para escribir la
última versión de Thomas el oscuro. <<
[266]
Maurice Blanchot, Thomas l’obscur
(1941), Gallimard, París, 1950, p. 148
[trad. esp.: Thomas el oscuro, PreTextos, Valencia, 1982]. Blanchot
suprimió un centenar de páginas para la
última versión del libro. <<
[267]
Según la expresión de Christophe
Bident, Maurice Blanchot, partenaire
invisible, Champ Vallon, Seyssel, 1998.
<<
[268]
Firmado por Robert Antelme,
Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre,
Pierre Vidal-Naquet, Marguerite Duras,
Claude Lanzmann, Pierre Boulez, André
Breton, Nathalie Sarraute, Claude
Simon, Alain Robbe-Grillet, etc. Cf.
Maurice Blanchot, Écrits politiques,
1953-1993, Gallimard, París, 2008, pp.
49-54. <<
[269]
Cf. Christophe Bident, Maurice
Blanchot…, op. cit., p. 399. Durante la
segunda mitad del siglo XX, Sartre fue el
autor francés más insultado en su propio
país y en el extranjero, y también el más
célebre. Fue incluso acusado de
antisemita
por
una
profesora
universitaria estadounidense y de
criminal sexual por una periodista
francesa. <<
[270]
Ibíd., p. 77. Extremista siempre,
Blanchot, a pesar de los razonables
consejos de sus amigos, estaba
convencido de que el gaullismo era un
nuevo fascismo. <<
[271]
Maurice Blanchot, Après coup,
Minuit, París, 1983 [trad. esp.: Tiempo
después, Arena Libros, Madrid, 2003];
L’entretien
infini,
Gallimard,
París, 2006, p. 99 [trad. esp.: La
conversación infinita, Arena Libros,
Madrid, 2008]. <<
[272]
Jacques Derrida, L’autre cap,
Minuit, París, 1991 [trad. esp.: El otro
cabo, Serbal, Barcelona, 1992]. <<
[273]
Maurice Blanchot, «Ce qui m’est le
plus proche», Globe, 30, julio-agosto de
1988, p. 56. Sobre la trayectoria política
de Maurice Blanchot, cf. Christophe
Bident, Maurice Blanchot…, op. cit.
Sin recordar la trayectoria posterior de
Blanchot, Zeev Sternhell dijo que
durante el período de entreguerras fue la
«perfecta encarnación del espíritu
fascista», en Ni droite, ni gauche.
L’idéologie fasciste en France, Seuil,
París, 1983, p. 368. <<
[274]
Hay que decir que la película de
Claude Lanzmann Shoah (1985),
celebrada
justamente
por
los
historiadores más destacados, ha
contribuido mucho a laicizar el término,
a sacarlo de la historia del judaísmo y a
conciliar historia y memoria: «La
palabra se me aparece como algo
evidente, porque al no entender el
hebreo, no comprendía su sentido, lo
cual era una forma de no denominar». La
palabra le fue sugerida por un amigo
israelí, que le insinuó que hiciera, «no
una película sobre la Shoá, sino una
película que fuera la Shoá». Cf. Claude
Lanzmann, Le lièvre de Patagonie,
Gallimard, París, 2009, pp. 429 y 525
[trad. esp.: La liebre de la Patagonia,
Seix Barral, Barcelona, 2011]. <<
[275]
Sin embargo, los nuevos
historiadores
están
duramente
enfrentados entre sí no a propósito de la
realidad de la Naqba, sino de su
interpretación. Unos sostienen que es
fruto de la guerra, otros que fue
programada como «una limpieza
étnica», otros aún que no es más que un
ejemplo de política de apartheid. Estos
debates, de una gran violencia,
confirman, si es que había alguna
necesidad de hacerlo, que en Israel
existe libertad de investigación. Cf. Ilan
Pappé, La guerre de 1948 en Palestine,
La Fabrique, París, 2000. Y Dominique
Vidal, Le péché originel d’Israël.
L’expulsion des palestiniens revisitée
par
les
«nouveaux
historiens»
israéliens, Éditions de l’Atelier,
París, 2003. <<
[276]
Claude Klein, «La constitution,
encore la constitution», Les Temps
modernes, 651, noviembre-diciembre de
2008, p. 164. El libro de referencia para
esta cuestión es el coordinado por Alain
Dieckhoff, L’État d’Israël, op. cit. <<
[277]
Pierre Vidal-Naquet, Réflexions sur
le génocide. Les Juifs, la mémoire et le
présent, t. 3, La Découverte,
París, 1995, p. 287 [trad. esp.: Los
judíos, la memoria y el presente, Fondo
de
Cultura
Económica,
Buenos
Aires, 1996]. <<
[278]
Señalemos que la población total de
Judíos en el mundo, a principios del
siglo XXI, se ha calculado en unos 14
millones, repartidos en 28 países. La
mayoría vive en Israel (5 640 000), en
Estados Unidos (5 500 000) y en
Europa (1 200 000). Entre los países
europeos, es en Francia donde son más
numerosos: alrededor de 500.000. El
pueblo judío existe, pues, pero, a
diferencia de los demás, su existencia es
más «diaspórica» que nacional. <<
[279]
Cf. Marius Schattner, Israël, l’autre
conflict,
André
Versaille,
Bruselas, 2008. <<
[280]
Idith Zertal, La nation et la mort.
La Shoah dans le discours et la
politique d’Israël, La Découverte,
París, 2004, p. 9 [trad. esp.: La nación y
la muerte, Gredos, Madrid, 2010]. <<
[281]
En una obra notable, el historiador
Alain Dieckhoff definía Israel como una
«nación por antífrasis. Nación difunta,
pues, o más bien nación fantasma». Cf.
L’invention d’une nation. Israël et la
modernité
politique,
Gallimard,
París, 1993, pp. 118-119. Este tesis hace
pensar en la de Jacques Derrida a
propósito de Marx. Cf. Spectres de
Marx, Galilée, París, 1993 [trad. esp.:
Espectros
de
Marx,
Trotta,
Madrid, 1995]. El fantasma es,
efectivamente, la aparición de una fuerza
espiritual inusual que siempre produce
escalofríos. Es imbatible. <<
[282]
Ilan Greilsammer, «En Israël, entre
Juifs», Colloque des intellectuels juifs.
Comment vivre ensemble, Albin Michel,
París, 2001, p. 149. <<
[283]
Theodor Herzl, Pays ancien, pays
nouveau, op. cit., p. 188. <<
[284]
El concepto de raza fue abandonado
oficialmente por la Unesco en 1950 y
luego por la comunidad científica
mundial. Ha sido reemplazado por el
concepto de etnia, que plantea también
numerosos problemas. <<
[285]
Más tarde, en 1971, en Raza y
cultura, Claude Lévi-Strauss expondrá
que la evolución biológica de los
hombres y las poblaciones está
determinada en gran parte por su
organización cultural. Cf. Claude LéviStrauss, Race et histoire (1952), Race et
culture (1971), Albin Michel/Unesco,
París, 2001 [trad. esp.: Raza y cultura,
Raza
e
historia,
Cátedra,
Madrid, 1996]. <<
[286]
Nahum Goldmann, Le paradoxe
juif, Stock, París, 1976, p. 121 [trad.
esp.: La paradoja judía, Losada,
Buenos Aires, 1979]. <<
[287]
Siri Husseini Shahid, Souvenir de
Jérusalem, Fayard, París, 2005, pp.
18-19. <<
[288]
Cf. Élisabeth Roudinesco, Jacques
Lacan, op. cit. Estoy en deuda con Jean
Bollack por haberme aclarado lo de esta
traducción. <<
[289]
Sigmund Freud, Au-delà du
principe de plaisir (1920), Œuvres
complètes, t. XV, PUF, París, 1996, pp.
273-339 [trad. esp.: Más allá del
principio del placer, en Obras
completas,
Biblioteca
Nueva,
Madrid, 1973, vol. III, pp. 25072541].
<<
[290]
Lacan desconocía por entonces el
asunto de la presunta «salvaguarda» del
psicoanálisis en Alemania. <<
[291]
Jacques Lacan, Écrits, Seuil,
París, 1966; Le Séminaire, livre XI,
19631964, Les quatre concepts
fondamentaux de la psychanalyse,
Seuil, París, 1973, pp. 246-248 [«Kant
con Sade», en Escritos, Siglo XXI,
México, 1984, vol. II, pp. 744-770; la
referencia
a
Spinoza
en
El
Seminario, 11: Los cuatro conceptos
fundamentales
del
psicoanálisis,
Paidós, Buenos Aires, 1991, p. 283]. <<
[292]
Personalmente he demostrado que,
aunque Lacan no había leído la obra de
Hannah Arendt, coincidía con sus tesis.
<<
[293]
Sonderkommandos: literalmente,
«grupos (de operaciones) especiales»;
nombre aplicado, entre otros, a los
equipos de deportados obligados a
participar en el exterminio en las
cámaras de gas y en los crematorios y
luego exterminados a su vez por haber
visto lo que nadie debía ver. Muy pocos
sobrevivieron para prestar testimonio;
uno, inolvidable, aparece en la película
de Lanzmann. A propósito de estas
personas, Primo Levi habló de la peor
perfidia del nazismo, consistente en
hacer que los mismos Judíos metieran en
los hornos a los Judíos muertos, con
objeto de «demostrar» que los
genocidas eran los propios Judíos, como
llegó a decir Rudolf Höss. Cf. Schlomo
Venezia, Dans l’enfer des chambres à
gaz, Albin Michel, París, 2007. Y
Élisabeth Roudinesco, Nuestro lado
oscuro, op. cit., sobre todo el capítulo
sobre «Las confesiones de Auschwitz».
<<
[294]
Idith Zertal, La nation et la mort.
La Shoah dans le discours et la
politique d’Israël, La Découverte,
París, 2008, pp. 93-94 [trad. esp.: La
nación y la muerte,
Gredos,
Madrid, 2010]. <<
[295]
Ibíd., p. 126. <<
[296]
New York Times, 11 de junio de
1960. <<
[297]
Véase Erich Fromm, De la
désobéissance et autres essais, Laffont,
París, 1983 [trad. esp.: Sobre la
desobediencia y otros ensayos, Paidós,
Barcelona, 2001]. He criticado esta
tesis en Nuestro lado oscuro, op. cit.
Volveré sobre ella. <<
[298]
Hannah Arendt, «Réexamen du
sionisme» (1944), Auschwitz
et
Jérusalem, Tierce, París, 1991. <<
[299]
Pierre Bouretz, «Hannah Arendt et
le sionisme. Cassandre aux pieds
d’argile», Raisons politiques, 16
(2004), p. 128. <<
[300]
Martin Heidegger, Auto-affirmation
de l’Université allemande, edición
bilingüe, trad. de Gérard Granel, TER,
Mauvezin, 1982 [trad. esp.: La
autoafirmación de la universidad
alemana, Tecnos, Madrid, 1989]. El
filósofo francés François Fédier, que
siempre ha negado el nazismo de
Heidegger, tituló este texto en francés
del siguiente modo: L’université
allemande envers et contre tout
elle-même (La universidad alemana
contra viento y marea), dando a entender
así que Heidegger sostenía la idea de
que la universidad podía resistir al
principio del caudillismo, cuando, por
el contrario, proponía incorporarlo a
ella.
Martin
Heidegger,
Écrits
politiques, Gallimard, París, 1995. <<
[301]
Cf. Elisabeth Young-Bruehl,
Hannah Arendt, Anthropos, París, 1986,
pp. 389-401 [trad. esp. Hannah Arendt:
una
biografía,
Paidós,
Barcelona, 2006]. <<
[302]
Cf. Martine Leibovici, Hannah
Arendt, una Juive. Expérience politique
et histoire, Desclée de Brouwer,
París, 2002, prefacio de Pierre VidalNaquet. <<
[303]
Hannah Arendt, «Les techniques de
la science sociale et l’étude des camps
de concentration», en Les origines du
totalitarisme et Eichmann à Jerusalem,
Gallimard, París, 2002, pp. 845-860
[trad. esp.: Los orígenes del
totalitarismo, op. cit.; Eichmann en
Jerusalén, DeBolsillo, Barcelona, 2006.
La edición francesa no es una simple
yuxtaposición de los dos textos; trae un
prólogo y un epílogo del preparador de
la edición, Pierre Bouretz, e inéditos de
Arendt relacionados con Los orígenes,
además de fotos, bibliografías e
índices]. <<
[304]
Raul Hilberg, La destruction des
Juifs
d’Europe
(1961),
Fayard,
París, 1988 [trad. esp.: La destrucción
de los judíos europeos, Akal,
Madrid, 2005]. <<
[305]
Ibíd., p. 900. <<
[306]
Rudolf Höss teoriza esta infamia
afirmando que al exterminar a sus
víctimas, cumplía sus deseos. Cf.
Élisabeth Roudinesco, Nuestro lado
oscuro, op. cit. <<
[307]
Annette Wieviorka, Le procès
Eichmann,
Éditions
Complexe,
Bruselas, 1989, pp. 184-187. <<
[308]
Ian Kershaw ha invalidado todas
estas opiniones. <<
[309]
Victor Alexandrov, Six millions de
morts. La vie d’Adolf Eichmann, Plon,
París, 1960. <<
[310]
Más allá de las diferencias
psíquicas que los caracterizan —
Eichmann no se parece ni a Höss ni a
Mengele ni a Himmler ni a Göring—,
los genocidas y mandatarios nazis tenían
un rasgo en común y era que se negaban
a tomar en consideración los actos que
habían cometido. Es esta negación lo
que caracteriza su perversión y no su
«perfil psicológico». Cf. Nuestro lado
oscuro, op. cit. <<
[311]
Hannah Arendt, Eichmann
Jérusalem, op. cit., p. 303. <<
à
[312]
Ibíd., p. 277. <<
[313]
Para Flaubert, la idiotez era el mal
absoluto, es decir, el enemigo
invencible. Flaubert estuvo, junto con
Tocqueville, entre los primeros que
hicieron de la idiotez una perversión,
identificándola con el poder que
ejercían sobre el pueblo los prejuicios,
la opinión pública, los ideales de las
falsas ciencias. Jean-Paul Sartre recogió
en parte esta tesis. <<
[314]
En particular Norman Podhoretz y
la revista Commentary. <<
[315]
Pierre Bouretz presenta muy bien la
polémica. Cf. Hannah Arendt, Les
origines du totalitarisme et Eichmann à
Jérusalem, op. cit., pp. 979-1013. <<
[316]
Le Nouvel Observateur, 102, 25 de
octubre-1 de noviembre de 1966. <<
[317]
Pierre Vidal-Naquet, «La banalité
du mal», Le Monde, 13 de enero de
1967. Sobre este punto puede también
consultarse el prefacio de Vidal-Naquet
al libro de Martine Leibovici [citado en
la nota 1, p. 196]. <<
[318]
Se refiere a Sabbatai Zevi,
estudiado por la autora en el capítulo 1,
y en particular al libro de Gershom
Scholem Sabbatai Sevi: The Mystical
Messiah,
1626-1676,
Princeton
University Press, Princeton, 1973. (N.
del T.). <<
[319]
Gershom Scholem, Benjamin et son
ange (1972), Rivages, París, 1995 [trad.
esp.: Walter Benjamin y su ángel,
Fondo de Cultura Económica, Buenos
Aires, 2003]. Jean-Michel Palmier, Le
chiffonier, l’ange et le petit bossu,
Klincksieck, París, 2006. <<
[320]
Gershom Scholem, Fidélité et
utopie, op. cit., pp. 54-56. <<
[321]
«Existencia galútica»: de la palabra
hebrea galut, exilio. La expresión
«Judío no judío» es de Isaac Deutscher.
<<
[322]
El problema no es admisible como
problema y el proceso de Eichmann
contribuyó a hacerlo más inadmisible
todavía. Elie Wiesel fue el primero en
exponerlo. Cf. La nuit, op. cit. <<
[323]
Scholem, Fidélité et utopie, op.
cit., pp. 215-221. <<
[324]
Ibíd., p. 224. <<
[325]
Gracias sobre todo a Claude Lefort,
André Enegren, Jacques-Taminiaux,
Myriam Revault d’Allonnes, la revista
Esprit y más tarde Martine Leibovici y
Pierre Bouretz. Se debe a Olivier
Bétourné la primera edición unificada,
en Points-Seuil, de los tres volúmenes
de su obra principal, Los orígenes del
totalitarismo, hasta entonces publicados
por editoriales diferentes. Fue él quien
me dio a conocer esta obra, en 1986. Cf.
asimismo Françoise Collin, L’homme
est-il devenu superflu?, Odile Jacob,
París, 1999. <<
[326]
Les historiens devant l’histoire.
Les documents de la controverse sur la
singularité de l’extermination des juifs
par le régime nazi, Cerf, París, 1988.
Para la crítica de estas posiciones y el
desconocimiento de Furet de los
trabajos de Hannah Arendt, véase
Olivier Bétourné y Aglaia I. Hartig,
Penser l’histoire de la Révolution.
Deux siècles de passion française, op.
cit. De tanto «revisar» la historia de la
revolución a contracorriente de lo que
fue su dialéctica, de tanto ignorar la
diferencia entre los dos totalitarismos
—e identificar el genocidio de los
Judíos con el Gulag estaliniano—,
Stéphane
Courtois,
antiguo
«anarcomaoísta», discípulo de Nolte y
luego de Furet, acabó por calificar de
negacionismo la ceguera de los
comunistas ante los crímenes de Stalin
(Le Monde, 26 de diciembre de 1995).
Tesis recogida, y luego refutada, en Le
livre noir du communisme, Laffont,
París, 1997 [trad. esp.: El libro negro
del comunismo, Planeta, Barcelona, y
Espasa-Calpe, Madrid, 1998]. <<
[327]
Alain Besançon, Le malheur du
siècle: sur le communisme, le nazisme
et l’unicité de la Shoah, Fayard,
París, 1998. <<
[328]
Artículos 17 y 18 de la carta
constitucional de la Organización para
la Liberación de Palestina, 2 de junio de
1964: «El reparto de Palestina en 1947
y la fundación de Israel son decisiones
ilegales y artificiales sin que importe el
tiempo transcurrido, ya que son
contrarias a la voluntad del pueblo de
Palestina y a su derecho natural sobre su
patria. Se tomaron violando los
principios fundamentales contenidos en
la carta de las Naciones Unidas, entre
los que figura en primer lugar el derecho
a la autodeterminación. La Declaración
Balfour, el mandato y todo lo que se
derivó de aquí son imposturas. Las
reivindicaciones tocantes a los lazos
históricos y espirituales entre los judíos
y Palestina no se corresponden con los
hechos históricos ni con las bases reales
de un Estado. No porque el judaísmo sea
una religión divina ha de engendrar una
nación con una existencia independiente.
Además, los Judíos no forman un pueblo
con una personalidad independiente,
toda vez que son ciudadanos de países a
los que pertenecen». Como ya señalé
[véase nota 1, p. 12], Yaser Arafat
declaró «caduca» esta carta en 1989. <<
[329]
El 5 de junio de 1967, sintiéndose
amenazado, el gobierno israelí, de
mayoría derechista, decidió atacar a la
coalición formada por Egipto, Siria, Irak
y Jordania. Dirigido por el general
Moshe Dayan, el ejército israelí
(Tsáhal) conquistó en seis días el Sinaí,
el Golán, Cisjordania, Gaza y Jerusalén
este. <<
[330]
En 1975, a iniciativa de los países
árabes, africanos y del bloque soviético,
la Asamblea General de la ONU adoptó
una resolución que equiparaba el
sionismo con una forma de racismo y
discriminación. Fue anulada en 1991,
pero la denuncia prosiguió y fue
recogida por una ONG en la primera
conferencia de Durban, en Sudáfrica, en
vísperas de los atentados del 11 de
septiembre de 2001. <<
[331]
Según la expresión de Pierre VidalNaquet, Les assassins de la mémoire,
op. cit., p. 174. Cf. asimismo Amnon
Kapeliouk, Sabra et Chatila. Enquête
sur un massacre, Seuil, París, 1982. <<
[332]
Adolphe Crémieux (1796-1880):
abogado, presidente del consistorio
central de la Alianza Israelita Universal.
Autor de una ley de 1870 que concedía a
los Judíos de Argelia la ciudadanía
francesa y que fue abolida por el
régimen de Vichy. <<
[333]
Jacques Derrida, carta inédita de
agosto de 1952, IMEC [Institut
Mémoires de l’Édition Contemporaine],
cedida por Benoît Peeters. Cf. asimismo
Jacques
Derrida
y
Élisabeth
Roudinesco, De quoi demain…,
Fayard/Galilée, París, 2001, capítulo
dedicado al antisemitismo [trad. esp.: Y
mañana, qué, Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2003. Parte
de esta larga conversación en ocho
capítulos puede verse en Internet, en el
sitio
«Derrida
en
castellano»].
Señalemos que Jacques Derrida
establece aquí el vínculo entre
antisemitismo e idiotez. <<
[334]
Encuesta del IFOP, «Les Français et
le problème juif», citado en Le Nouvel
Adam, diciembre de 1966. Cf. Valérie
Igounet, Histoire du négationnisme en
France, Seuil, París, 2000, p. 116. <<
[335]
La obra acababa de montarse en el
Odéon-Théâtre de France en abril de
1966, con una puesta en escena de Roger
Blin que había sido un escándalo. Cf.
Jean Genet, Théâtre complet, edición
presentada, establecida y anotada por
Michel Corvin y Albert Dichy,
Gallimard, París, 2002 [trad. esp.:
Teatro de Jean Genet, Losada, Buenos
Aires, 2 vols., 1964-1966]. Sobre el
escándalo organizado sobre todo por los
antiguos partidarios de la Argelia
francesa y la valiente negativa de André
Malraux, a la sazón ministro de Cultura,
a prohibir la representación, cf. Edmund
White,
Jean
Genet,
Gallimard,
París, 1993, pp. 469-489 [trad. esp.: Los
biombos en el vol. 2. Genet, DeBolsillo,
Barcelona, 2005]. <<
[336]
Maurienne, Le déserteur, Minuit,
París, 1960. <<
[337]
Los cursos solían finalizar a fines
de junio. <<
[338]
Mi padre escribió un libro sobre el
tema y poseía una biblioteca muy
completa sobre el antisemitismo y la
cuestión judía, que hederé. Cf. Élisabeth
Roudinesco, Généalogies,
Fayard,
París, 1994. <<
[339]
Cf. Catherine Simon, Algérie, les
années pieds rouges, La Découverte,
París, 2009. <<
[340]
Pierre Vidal-Naquet señala esta
evidencia en Les Juifs, la mémoire et le
présent, op. cit. <<
[341]
Aimé Césaire, Discours sur le
colonialisme
(1950),
Présence
Africaine, París, 1955, pp. 13-14 [trad.
esp.: Discurso sobre el colonialismo,
Akal, Tres Cantos, 2006]. Y esta famosa
frase: «¿Hitler? ¿Rosenberg? No,
Renan». <<
[342]
La tesis del nuevo antisemitismo fue
sostenida en Francia por Jacques Givet,
La gauche contre Israël. Essai sur le
néo-antisémitisme,
Pauvert,
París, 1968. No tardó en ser recogida
por Pierre-André Taguieff y otros
autores, deseosos unas veces de revisar
la historia y de hacer de la Ilustración la
antesala de Auschwitz y otras de
descubrir antisemitismo donde no
existía. Volveré sobre esto en el capítulo
7. En Estados Unidos el debate se
desarrolló con una violencia extrema
alrededor de la revista Commentary, lo
cual explica también la actitud de Noam
Chomsky, como veremos. <<
[343]
Cf. Alain Dieckhoff, L’État d’Israël
, op. cit., p. 10. <<
[344]
Las cartas de la OLP están
disponibles en Internet. Volveré sobre la
cuestión del Estado judío en el capítulo
7. <<
[345]
Henry Rousso acuñó este término en
1987
para
reemplazar
el
de
revisionismo, que era inadecuado. Cf.
Le syndrome de Vichy, Seuil,
París, 1987. El negacionismo no es una
revisión de la historia como querrían sus
adeptos, sino un discurso patológico que
consiste en negar la existencia del
genocidio de los Judíos y más
concretamente de las cámaras de gas.
Señalemos,
además,
que
los
negacionistas no se interesan por el
exterminio de los enfermos mentales, los
gitanos o los Testigos de Jehová, lo que
muestra bien a las claras que su
negacionismo es
antisemitismo. <<
ante
todo
un
[346]
Según la expresión de Yosef Hayim
Yerushalmi, reproducida por Pierre
Vidal-Naquet. <<
[347]
Maurice Bardèche, Nuremberg ou
la Terre promise, Les Sept Couleurs,
París, 1948 [trad. esp.: Núremberg o la
tierra prometida, Asociación Cultural
Editorial Ojeda, Barcelona, 2006]. <<
[348]
Paul Rassinier, Le mensonge
d’Ulysse. Regard sur la littérature
concentrationnaire (1950), La Vieille
Taupe, París, 1979 [trad. esp.: La
mentira de Ulises, Ediciones Acervo,
Barcelona, 1961]. <<
[349]
Pierre Vidal-Naquet ha desglosado
en siete puntos el método de los
negacionistas, en Les assassins de la
mémoire, op. cit. Cf. asimismo, Valérie
Igounet, Histoire du négationnisme en
France, op. cit. <<
[350]
P. Vidal-Naquet, Les assassins, op.
cit., p. 158. <<
[351]
Según Pierre Vidal-Naquet, Les
assassins, op. cit., p. 157. <<
[352]
Inspirado en una famosa frase de
Hegel, recogida por Marx, para referirse
a la revolución y que curiosamente
recuerda la historia del combate de
Jacob con el ángel: «A menudo da la
sensación de que el espíritu se olvida,
se pierde, pero en el interior está
siempre en oposición consigo mismo. Es
progreso interior, y como dice Hamlet
del fantasma de su padre, “¡Buen
trabajo, viejo topo!”». <<
[353]
Sobre las relaciones anteriores de
Serge-Thion con Pierre Vidal-Naquet,
Edgar Morin y Nadine Fresco, cf.
Valérie
Igounet,
Histoire
du
négationnisme en France, op. cit., p.
258. <<
[354]
Abandonó la secta negacionista en
1981, reprobando las tesis de Faurisson.
<<
[355]
El negacionismo existe en muchos
países, pero el caso Faurisson es una
excepción en el contexto francés, ya que
este personaje empezó relacionado con
la historia de las vanguardias literarias y
la enseñanza impartida en los liceos
preparatorios para la École Normale
Supérieure. Volveré sobre esto en el
capítulo 7. <<
[356]
François Dosse, Histoire du
structuralisme, III. Le Chant du cygne.
De 1967 à nos jours, La Découverte,
París, 1992, p. 23 [trad. esp.: Historia
del estructuralismo, Akal, Tres
Cantos, 2004, 2 vols.]. Noam Chomsky,
Structures
syntaxiques,
Seuil,
París, 1969 [trad. esp.: Estructuras
sintácticas, Siglo XXI, Madrid, 1974];
Le langage et la pensée, Payot,
París, 1969 [trad. esp.: El lenguaje y el
entendimiento,
Seix
Barral,
Barcelona, 1973]. Sobre las incidencias
del chomkysmo en el psicoanálisis, cf.
Élisabeth Roudinesco, Histoire de la
psychanalyse en France, 2, op. cit.
Sobre la revolución del cognitivismo en
psiquiatría, cf. Élisabeth Roudinesco,
Pourquoi la psychanalyse?, Fayard,
París, 1999 [trad. esp.: ¿Por qué el
psicoanálisis?,
Paidós,
Barcelona,
2000].
Lingüista
de
formación, he asistido personalmente,
mientras preparaba la tesina de
licenciatura con Todorov, a la
degradación de toda una generación de
jóvenes lingüistas que se pasaron al
chomkysmo y que no se interesaron
desde entonces más que por frases como
«El perro se bebe la leche del gato, la
leche del gato es bebida por el perro, la
leche del gato que el perro bebe está
caliente, al gato no le gusta que el perro
se beba su leche y ha perseguido al
perro que se la bebía, etc.». Jean-Claude
Milner puso punto final a su carrera de
lingüista a raíz de la «revolución»
chomskyana. <<
[357]
Chomsky llama TINA (There is not
alternative: No hay alternativa) al
imperialismo capitalista, compuesto por
«gigantescas personas inmortales» (las
sociedades transcontinentales de la
economía, la industria y el comercio que
se reparten la riqueza del planeta), a las
que opone las «personas de carne y
hueso». Cf. Noam Chomsky, La
conférence
d’Albuquerque,
Allia,
París, 2001. <<
[358]
Novela en tres volúmenes de
Alexandr Solzhenitsyn, publicados, entre
1974 y 1976, en Seuil [trad. esp.:
Tusquets, Barcelona, 3 vols., 19982005]. <<
[359]
Noam Chomsky y Edward S.
Herman, Bains de sang, precedido por
L’Archipel Bloodbath [de Jean-Pierre
Faye], Seghers/Laffont, París, 1975
[trad. esp.: Baños de sangre, A. Q.,
Madrid, 1976]. Y Change, 24, octubre
de 1975, para las cartas de Chomsky a
Jean-Pierre Faye. <<
[360]
Noam Chomsky, «Les raisons de
mon engagement politique», Cahiers de
l’Herne,
Éditions
de
l’Herne,
París, 2008, p. 308. <<
[361]
Robert Faurisson, Mémoire en
défense contre ceux qui m’accusent de
falsifier l’Histoire. La question des
chambres à gaz, La Vieille Taupe,
París, 1980. Precedido de una
advertencia de Noam Chomsky. (Arno
Mayer, que había tratado en vano de
impedir que Chomsky redactara el
prefacio, me confirmó que éste no había
leído el libro.) Cf. igualmente Serge
Thion, Vérité historique ou vérité
politique, La Vieille Taupe, París, 1980.
<<
[362]
Rudolf Höss, Le commandant
d’Auschwitz parle, La Découverte,
París, 2004 [trad. esp.: Yo, comandante
de
Auschwitz,
Muchnik,
Barcelona, 1979]. Saul Friedländer,
Kurt Gerstein ou l’ambiguité du bien,
Casterman, París, 1967. <<
[363]
Le Monde, 5 de julio de 1980, p.
23. <<
[364]
William Shakespeare, El mercader
de Venecia, en Obras completas, trad.
de Luis Astrana Marín, Aguilar,
Madrid, 1972, p. 1066. Shakespeare se
inspiró en parte en el médico judío
converso Rodrigo López, que fue
ahorcado, decapitado y descuartizado
después de haber sido acusado,
injustamente, por el conde de Essex,
Robert Devereux (1566-1601), favorito
de la reina, de haber querido
envenenarlo. Devereux murió a su vez
decapitado. <<
[365]
De la Naqba. Como especifica Ur
Shlonsky: «Israël et le sionisme»,
Cahiers de l’Herne, 88, octubre de
2008, p. 330. Cf. asimismo, Noam
Chomsky, «Réponses à mes détracteurs
parisiens…», ibíd., pp. 29-227. <<
[366]
Robert F. Barsky, Noam Chomsky.
Une voix discordante, Odile Jacob,
París, 1998, p. 32 [trad. esp.: Noam
Chomsky: una vida de discrepancia,
Península, Barcelona, 2005]. <<
[367]
Noam Chomsky: «La vida
intelectual francesa no es en mi opinión
más que un star system con lentejuelas
de bisutería. Algo así como Hollywood.
Van de absurdo en absurdo —
estalinismo,
existencialismo,
estructuralismo, Lacan, Derrida—, unos
obscenos
(estalinismo)
y
otros
simplemente infantiles o ridículos
(Lacan y Derrida). Lo que más llama la
atención,
sin
embargo,
es
la
grandilocuencia y la autosatisfacción de
que alardean en cada etapa», cf. Cahiers
de l’Herne, op. cit., p. 23. <<
[368]
Robert Barsky, Noam Chomsky…,
op. cit., p. 254. <<
[369]
Pierre Vidal-Naquet, Les assassins,
op. cit., p. 99. <<
[370]
Lo cual no le impidió afirmar más
tarde que su país era el único en que
existía auténtica libertad de expresión.
<<
[371]
Noam Chomsky, «Quelques
commentaires élémentaires sur le droit à
la liberté d’expression», reed. en
Cahiers de l’Herne, op. cit., pp.
282-283. Por aquellas fechas se
utilizaba
el
inadecuado
término
«revisionismo» para designar el
negacionismo. <<
[372]
Alan Sokal y Jean Bricmont,
Impostures intellectuelles, Odile Jacob,
París, 1997 [trad. esp.: Imposturas
intelectuales, Paidós, Barcelona, 1999].
Entre los «impostores»: Henri Bergson,
Gilles Deleuze, Michel Foucault, Paul
Virilio, Jean Baudrillard, Jacques
Derrida, Régis Debray, Jacques Lacan,
etc. Yo escribí una réplica a este libro:
«Sokal
et
Bricmont
sont-ils
imposteurs?», L’Infini, 62, verano de
1998. <<
[373]
Jean
Bricmont,
«Chomsky,
Faurisson et Vidal-Naquet», Cahiers de
l’Herne, op. cit., p. 276. <<
[374]
Norman Finkelstein, L’industrie de
l’holocauste, La Fabrique, París, 2001,
prefacio de Jean Bricmont [trad. esp.:
La
industria
del
holocausto:
reflexiones sobre la explotación del
sufrimiento
judío,
Siglo
XXI,
Madrid, 2002]. Para una crítica seria de
este libro, véase Dominique Vidal,
«Ambiguïtés», Le Monde diplomatique,
565, abril de 2001. <<
[375]
Sobre este tema véase Françoise S.
Ouzan, Histoire des américains juifs,
André Versaille, París, 2008. <<
[376]
Entrevista de Noam Chomsky con
Frank Barat, junio de 2008, Agora Vox,
en Internet. Y Noam Chomsky, L’ivresse
de la force. Entretiens avec David
Barsamian, Fayard, París, 2008 [trad.
esp.: Lo que decimos, se hace: sobre el
poder de Estados Unidos en un mundo
en cambio. Conversaciones con David
Barsamian,
Península,
Barcelona, 2008]. <<
[377]
«The legitimacy of violence as a
political act?», debate entre Noam
Chomsky, Hannah Arendt, Susan Sontag
y otros, 15 de diciembre de 1967, en
Internet. <<
[378]
Yitzak Rabin (1922-1995): primer
ministro de Israel de 1974 a 1977 y de
1992 a 1995, asesinado por un Judío
israelí fundamentalista, Ygal Amir,
contrario a los acuerdos de Oslo.
Todavía se recuerda el célebre apretón
de manos que se dieron los dos hombres
en presencia de Bill Clinton, en
Washington, el 13 de septiembre de
1993. <<
[379]
Charles Enderlin,
aveuglement, op. cit. <<
Le
grand
[380]
En Egipto, Irán, el Líbano, etc. <<
[381]
Roger Garaudy, Les mythes
fondateurs de la politique israélienne,
op. cit., pp. 7-8. Para un análisis del
negacionismo de Garaudy, véase
Michael Prazan y Adrien Minard, Roger
Garaudy. Itinéraire d’une négation,
Calman-Lévy, París, 2007. A pesar de
algunos errores de bulto, la obra es
interesante. <<
[382]
Con motivo de las elecciones
europeas de junio de 2009, elaboraron
una lista que llamaron «antisionista, por
una Europa libre de censura, de
comunitarismo, de especuladores y de la
OTAN», una forma de señalar una vez
más a los Judíos como responsables de
todas las desgracias del mundo. <<
[383]
Se trata en realidad del artículo 9
de la ley 90-615 de 13 de julio de 1990,
que incluye un artículo, el 24 bis, en la
ley de 1881 sobre la libertad de prensa:
«Serán castigados con las penas
previstas en el apartado 6.o del artículo
24 quienes pusieren en duda por los
medios descritos en el artículo 23 la
existencia de uno o varios crímenes
contra la humanidad, tal como los define
el artículo 6 del estatuto del Tribunal
Militar Internacional adjunto al acuerdo
de Londres de 8 de agosto de 1945 y que
hayan sido cometidos bien por los
miembros de una organización declarada
criminal en aplicación del artículo 9 del
mencionado estatuto, bien por una
persona reconocida culpable de tales
crímenes por un tribunal francés o
internacional». <<
[384]
«Cualquier hecho que causare un
perjuicio a otro obliga al causante a
reparar la falta cometida». <<
[385]
«La loi menace-t-elle les
historiens?», entrevista con François
Chandernagor, L’Histoire, 306, febrero
de 2006. <<
[386]
Como ocurrió durante la
conferencia de Teherán sobre el
Holocausto en diciembre de 2006. <<
[387]
En Austria y en Alemania, como ya
he dicho, las leyes son aún más severas
que en Francia. Señalemos, en relación
con este particular, que no hay que
confundir la prohibición de enseñar, lo
cual, en el caso del negacionismo, el
racismo, el antisemitismo, etc., es una
medida saludable, con la prohibición de
publicar. David Irving fue duramente
criticado en Estados Unidos por una
denuncia que había presentado contra
Deborah Lipstadt, que era contraria a
cualquier ley que prohibiera las
declaraciones negacionistas. Cf. sobre
este tema Jacques Derrida y Élisabeth
Roudinesco, De quoi demain…, op. cit.
<<
[388]
<<
Cuatro muertos y veintiséis heridos.
[389]
Declaración a TF1, 3 de octubre de
1980. <<
[390]
Recordemos que la palabra lobby
no tiene en otros idiomas la connotación
peyorativa que tiene en francés. <<
[391]
Puede verse en Internet la
transcripción íntegra de la entrevista. <<
[392]
Raphaël Enthoven me ha
confirmado que su interlocutor no tenía
la menor conciencia del significado real
de sus declaraciones. Cf. asimismo
Claude Lanzmann, «Raymond Barre, un
“français innocent”», Les Temps
modernes, 642, febrero-marzo de 2007.
<<
[393]
Renaud Camus, La campagne de
France, Fayard, París, 2002. <<
[394]
Programa ya desaparecido en el que
se comentaba de forma muy viva el
estado
de
las
publicaciones
especializadas en ciencias humanas,
filosofía y literatura. <<
[395]
Renaud Camus, La campagne de
France, op. cit., pp. 48 y 55. <<
[396]
Estuve envuelta personalmente en
este asunto porque Olivier Bétourné, a
la sazón vicepresidente de la librería
Arthème Fayard, fue el responsable de
la retirada del libro. Volvió a ponerse a
la venta, pero sin las frases que pudieran
considerarse causa de incitación al odio
racial. Jacques Derrida y yo hablamos
largo y tendido del tema en De quoi
demain…, op. cit. <<
[397]
Renaud Camus solía recibir
invitaciones de las universidades del
otro lado del Atlántico. <<
[398]
Debo decir que la calificación era
exagerada y no del todo apropiada. El
escrito apareció en Le Monde de 25 de
mayo de 2000. <<
[399]
Le Monde, 25 de mayo de 2000. <<
[400]
Pierre-André Taguieff, La nouvelle
judéophobie, Mille et Une Nuits,
París, 2002, pp. 200-201 [trad. esp.: La
nueva
judeofobia,
Gedisa,
Barcelona, 2003]. Y La judéophobie
des modernes, op. cit. <<
[401]
Alain Finkielkraut, L’imparfait du
présent. Pièces brèves, Gallimard,
París, 2002, p. 54. <<
[402]
Marc-Édouard Nabe, Au régal des
vermines (1985), Le Dilettante,
París, 2006. <<
[403]
Morgan Sportès y Gérard Miller
tuvieron la valentía de atacar
frontalmente a Nabe en televisión en dos
ocasiones, una en Apostrophes, el 15 de
febrero de 1985, la otra en el programa
de Laurent Ruquier en 2006. <<
[404]
Marc-Édouard Nabe, Non, Éditions
du Rocher, Mónaco, 1999, p. 26. En el
discurso antisemita o negacionista se
recurre siempre a Hiroshima para
neutralizar el efecto Shoá. Lo mismo
ocurre con el Gulag estaliniano. <<
[405]
Declaración del 20 de enero de
2009, disponible en Internet. Estas
afirmaciones deben ponerse en relación
con las recogidas el mismo día por
Lorraine Millot, corresponsal del
periódico Libération en Moscú, en el
momento de la elección de Barack
Obama a la presidencia de Estados
Unidos. Al comprobar hasta qué punto
eran racistas muchísimos rusos, a veces
sin ni siquiera darse cuenta, la
corresponsal cita unas palabras de un
investigador de la Academia de
Ciencias, a quien no sorprendía la
situación: «El racismo se ha reforzado
en Rusia estos últimos tiempos e incluso
ahora pueden oírse comentarios como
“Si hoy hay un negro en la presidencia
de Estados Unidos, mañana habrá un
Judío en la de Rusia”». Sin duda es una
declaración racista, pero agazapado en
la sombra vemos perfilarse lo
fundamental de estas palabras: que el
racismo tiene siempre por matriz el
antisemitismo. <<
[406]
Ya he citado los trabajos de
algunos, sobre todo los de Idith Zertal.
<<
[407]
«Un historiador en la ciudad»,
homenaje celebrado el 10 de noviembre
de 2006 en la Biblioteca Nacional de
París. <<
[408]
Sobre este tema véase Régine
Azria, «L’État d’Israël et la diaspora,
une relation complexe», en Alain
Dieckhoff, L’État d’Israël, op. cit., pp.
333-349. <<
[409]
«Les alterjuifs», Controverses, 4,
febrero de 2007. No cito los nombres
que figuran en esta lista precisamente
porque su objetivo es señalarlos como
culpables exclusivamente ante los
Judíos, lo cual equivale a aplicar
métodos dignos de los antisemitas. Tariq
Ramadan había procedido del mismo
modo al querer elaborar, en un artículo
de denuncia, una «lista» de Judíos que
llamaba «comunitarios» y en la que, por
supuesto, figuraba al menos un no Judío.
Cf. «Critique des nouveaux intellectuels
communautaires», 3 de octubre de 2003,
artículo rechazado por Le Monde y
Libération. ¿Cómo distinguir a un Judío
de un no Judío? Tal es el problema
básico de los antisemitas y ya sabemos
con qué complicaciones tropezó el
Estado de Israel cuando tuvo que definir
quién era judío sin recurrir a los
«estigmas» físicos o nominales. <<
[410]
Edgar Morin, Sami Naïr, Danielle
Sallenave, «Israël-Palestine: le cancer»,
Le Monde, 3 de junio de 2002. <<
[411]
Neologismo inventado por el autor
para definir la presunta ciencia del
desenmascaramiento de imposturas. <<
[412]
Por ejemplo, Carla Bruni y Nicolas
Sarkozy. <<
[413]
Paul Éric Blanrue, Le monde contre
soi. Anthologie des propos contre les
Juifs, le judaïsme et le sionisme,
Éditions Blanche, París, 2007, prefacio
de
Yann
Moix.
Rebautizado
Dictionnaire de l’antisémitisme. <<
[414]
Ibíd., p. 7. <<
[415]
Thierry Meyssan, L’effroyable
imposture, Carnot, París, 2002 [trad.
esp.: La gran impostura: 11 de
septiembre de 2001: ningún avión se
estrelló contra el Pentágono, La Esfera
de los Libros, Madrid, 2002]. Titulado
Nicolas Sarkozy, Israël et les Juifs, el
libro de Blanrue, publicado por una
editorial belga en 2009, no fue
distribuido en las librerías, lo que dio
pie al autor para afirmar, en una
entrevista con Meyssan el 27 de mayo
de 2009 (red Voltaire, en Internet), que
ahora era víctima de los sionistas
después de haber sido felicitado por
B’nai Brith por su denuncia de los
antisemitas. <<
[416]
John Mearsheimer y Stephen Walt,
Le lobby pro-israélien et la politique
étrangère américaine, La Découverte,
París, 2007 [trad. esp.: El «lobby»
israelí y la política exterior de Estados
Unidos, Taurus, Madrid, 2007]. Noam
Chomsky, «Lobby israélien? Vous avez
dit: lobby israélien?», International
Solidarity Movement, 30 de marzo de
2006, en Internet. <<
[417]
Jean-Paul Sartre, Réflexions sur la
question juive, Gallimard, París, 2006,
pp. 19 y 29. <<
[418]
Pueden verse ecos incluso en la
carta constitucional de Hamas, en el
pasaje reproducido en la Introducción.
<<
[419]
Al que acabó añadiéndose la
conspiración jesuita. Los jesuitas, sobre
todos los de la Ilustración, se han
comparado a menudo con los Judíos. <<
[420]
Fernand Braudel, L’identité de la
France, 3 vols. Arthaud-Flammarion,
París, 1986, [trad. esp.: La identidad de
Francia, Gedisa, Barcelona, 3 vols.,
1993]. <<
[421]
Cf. Élisabeth Roudinesco, Histoire
de la psychanalyse en France, op. cit.
Sobre la reaparición del antisemitismo
en la historia del movimiento
psicoanalítico francés, ibíd., sección
titulada «Herencias». Véase igualmente
Pourquoi la psychanalyse, op. cit. <<
[422]
Bela Grunberger y Janine
Chasseguet-Smirgel,
L’univers
contestationnaire (1969), In Press,
París, 2004, p. 53. Esta nueva edición,
con un prefacio inédito y sin el subtítulo
sobre los nuevos cristianos. <<
[423]
Ibíd., p. 51. <<
[424]
El 3 de mayo, en L’Humanité,
Georges Marchais, secretario general
del partido comunista francés, pronunció
una frase que se haría célebre: llamó a
Cohn-Bendit «anarquista
alemán»,
estigmatizándolo así a la vez como
enemigo del comunismo y como enemigo
de Francia. El 21 de mayo, el gobierno
dictó contra el joven estudiante una
orden de expulsión que dio lugar a una
de
las
manifestaciones
más
impresionantes de la época, ya que su
consigna era: «Todos somos Judíos
alemanes». <<
[425]
Y no, como afirmaron los autores,
para «proteger a sus pacientes». <<
[426]
Anne-Lise Stern, Le savoir déporté.
Camps,
histoire,
psychanalyse,
precedido de Una vie à l’œuvre, por
Nadine Fresco y Martine Leibovici,
Seuil, París, 2004, p. 223. He
reconstruido todo este asunto en el
segundo volumen de mi Histoire de la
psychanalyse en France, op. cit. <<
[427]
Le Nouvel Observateur, 3 de mayo
de 1969. <<
[428]
Así, Paul Yonnet piensa que los de
Mayo del 68 que reivindicaron el
«Todos somos Judíos alemanes» son en
gran parte responsables del odio que se
desató en Francia contra la nación. Paul
Yonnet, Voyage au centre du malaise
français, Gallimard, París, 1993. Para
un análisis de estos discursos
anatematizadores, véase Serge Audier,
La pensée anti-68. Essai sur les
origines
d’une
restauration
intellectuel,
La
Découverte,
París, 2008. Debo decir por otra parte
que no estoy de acuerdo con el sutil
análisis de Jean-Claude Milner, que
alega que, en la consigna citada, el
adjetivo «alemán» oculta el significante
judío y que los manifestantes habrían
debido decir simplemente: «Todos
somos Judíos»: «Respecto de la
aparición del sustantivo judío, la
fórmula desempeña una función muy
concreta. Sirve para compensar el
peligro de fractura subjetiva que el
sustantivo judío comporta todavía, cf.
L’arrogance du présent. Regards sur
une décennie 1965-1975, Grasset,
París, 2009, pp. 174-175 [trad. esp.: La
arrogancia del presente, Manantial,
Buenos Aires, 2010]. Evidentemente,
este análisis honesto, inteligente y
personal no debe ser confundido en
ningún caso con el
de los
anatematizadores
que
apoyaron
L’univers contestationnaire». <<
[429]
Fundada en 1970 por Georges
Liebert, antimarxista y vinculado al
movimiento pro-Argelia francesa, y por
Patrick Devedjian, político procedente
de la extrema derecha y del grupo
Occident, la revista Contrepoint dio
origen en 1978 a la revista
Commentaire, dirigida por Jean-Claude
Casanova, tomando como modelo la
revista neoconservadora estadounidense
Commentary. <<
[430]
Pierre-André Taguieff, Les contreréactionnaires. Le progressisme entre
illusion
et
imposture,
Denoël,
París, 2007. <<
[431]
Con el mismo talante, Janine
Chasseguet-Smirgel denunció a los
homosexuales masculinos con una
violencia insólita, afirmando que la
perversión había llegado al colmo por
culpa de la cultura dominante. Por lo
demás, identificaba homosexualidad con
sodomía, recuperando el vocabulario de
la época medieval y condenando, por
ser «contra natura» y por lo tanto
«anal», toda forma de legalización de
las parejas homosexuales. «Entretiens
avec J. Chasseguet-Smirgel», RFP, t. 54,
1990, pp. 187-188. <<
[432]
Bela Grunberger y Janine
Chasseguet-Smirgel,
L’universe
contestationnaire, op. cit., p. 36. En los
medios ilustrados no es habitual
referirse a este historiador con esta
etiqueta. <<
[433]
Yo ya había analizado esta cuestión
en el primer volumen de mi Historia del
psicoanálisis en Francia y ella lo sabía.
<<
[434]
La escena tuvo lugar el 5 de mayo
de 1986, durante una reunión organizada
por Alain de Mijolla y a la que había
sido invitada con vistas a la celebración
de un coloquio sobre el psicoanálisis
durante la Segunda Guerra Mundial.
Unos meses más tarde apareció el
segundo volumen de mi Historia del
psicoanálisis en Francia, donde se
hacían públicos por primera vez el
nombre de los autores de L’univers
contestationnaire y la participación de
los psicoanalistas alemanes en la
llamada política de «salvaguarda» del
psicoanálisis, así como el caso de la
falsa colaboración de René Laforgue.
René Major me apoyó mucho en este
tema, criticando la actitud de la SPP, de
la que era miembro. Aprovecho esta
mención para volver a darle las gracias.
El coloquio se celebró el 3 de mayo de
1987, con el patrocinio de la Asociación
Internacional
de
Historia
del
Psicoanálisis (AIHP), diez días antes
del inicio del juicio contra Klaus
Barbie. La cuestión de la colaboración
de Ernest Jones con los nazis no se
abordó directamente. Cf. Élisabeth
Roudinesco,
«Au
temps
des
psychanazistes», Libération, 16-17 de
mayo de 1987. <<
[435]
Louis-Ferdinand Céline, Voyage au
bout de la nuit (1932), op. cit., y Mort à
crèdit (1936) [trad. esp.: Muerte a
crédito, Lumen, Barcelona, 2000]. Las
obras narrativas de Céline se han
publicado en la «Bibliothèque de la
Pléiade» de Gallimard. <<
[436]
Louis-Ferdinand Céline, Féérie por
une autre fois, Gallimard, París, 1952,
p. 60 [trad. esp.: Fantasía para otra
ocasión y Normance, DeBolsillo,
Barcelona, 2006]. <<
[437]
Albert Cohen, Ô vous frères
humains, Gallimard, París, 1972, pp.
172175 [trad. esp.: Oh vosotros,
hermanos
humanos,
Losada,
Madrid, 2004]. <<
[438]
Hannah Arendt, Jean-Paul Sartre,
Primo Levi y muchos otros se esforzaron
por hacerlo, como ya he expuesto
basándome en los trabajos de Enzo
Traverso. <<
[439]
George Stevens y Samuel Fuller,
que iban con el ejército estadounidense,
fueron los primeros cineastas que
filmaron la liberación de los campos.
Cf.
Antoine
de
Baecque,
L’histoire-caméra,
Gallimard,
París, 2008. <<
[440]
Utilizo aquí el concepto de «real»
en
sentido
lacaniano:
una
heterogeneidad prescrita que vuelve a la
realidad. <<
[441]
En este sentido, es ridículo acusar a
Alain Resnais y a Jean Cayrol de haber
ocultado la especificidad del genocidio.
Del mismo modo es absurdo acusar a
Sartre, como se ha hecho, de ocultar el
exterminio para favorecer una reflexión
sobre el antisemitismo drumontiano.
Claude Lanzmann ha defendido a Alain
Resnais con toda justicia. Cf. Le lièvre
de Patagonie, op. cit., p. 531. <<
[442]
Alain Resnais, Nuit et brouillard,
1955. La película había sido encargada
por Anatole Dauman y el Comité de
Historia de la Segunda Guerra Mundial,
para conmemorar el décimo aniversario
de la liberación de los campos. Fue la
primera película dedicada al recuerdo
de los muertos de la deportación. <<
[443]
Antoine de Baecque, La cinéphilie.
Invention d’un regard, histoire d’une
culture,
1944-1968,
Fayard,
París, 2003, p. 206. <<
[444]
Jacques Rivette, «De l’abjection»,
Les Cahiers du Cinéma, junio de 1961.
Gillo Pontecorvo (1919-2006), cineasta
italiano, autor de Kapo (1959), La
batalla de Argel (1966), Queimada
(1969) y Operación Ogro (1979). <<
[445]
Jean-Luc Godard fue el primer
cineasta que quiso definir una moral de
la representación de la Shoá, como muy
bien señala Antoine de Baecque en
L’histoire-caméra, op. cit., p. 100. <<
[446]
Martin Heidegger, Être et temps
(1927), Gallimard, París, 1992 [trad.
esp.: El ser y el tiempo, trad. de José
Gaos, Fondo de Cultura Económica,
México, 1951; Ser y tiempo, trad. de
Jorge
Eduardo
Rivera,
Trotta,
Madrid, 2009]. <<
[447]
He hablado de todos estos debates
en mi Histoire de la psychanalyse en
France, op. cit. Muchas otras obras
sobre el tema han aportado aclaraciones
interesantes: Denis Hollier (ed.), De la
littérature
française,
Bordas,
París, 1993. Gisèle Sapiro, La guerre
des écrivains, 1940-1953, Fayard,
París, 1999. Dominique Janicaud,
Heidegger en France, Albin Michel,
París, 2001, t. I, Récit, t. II, Entretiens
(con Kostas Axelos, Michel Deguy,
Jacques Derrida, Gérard Granel, JeanPierre Faye, Edgar Morin, Jean-Luc
Marion, Jean-Luc Nancy Philippe
Lacoue-Labarthe y otros). <<
[448]
Jean-Paul Sartre, «À propos de
l’existentialisme: mise au point», 29 de
diciembre de 1944. Michel Contat y
Michel Rybalka, Les écrits de Sartre,
Gallimard, París, 1970, p. 654. Hugo
Ott, Martin Heidegger. Une biographie,
Payot, París, 1990 [trad. esp.: Martin
Heidegger: en camino hacia su
biografía, Alianza, Madrid, 1992]. <<
[449]
Ésta será la postura de Maurice
Blanchot, Les intellectuels en question,
Fourbis, París, 1996 [trad. esp.: Los
intelectuales en cuestión, Tecnos,
Madrid, 2003]. Y de Philippe LacoueLabarthe, La fiction du politique
(1987), Christian Bourgois, París, 1988
[trad. esp.: La ficción de lo político,
Arena Libros, Madrid, 2002]. <<
[450]
Pasajes citados por Emmanuel
Faye, L’introduction du nazisme dans
la
philosophie,
Albin
Michel,
París, 2005, pp. 490 y 492 [trad. esp.:
Heidegger: la introducción del nazismo
en la filosofía, Akal, Madrid, 2009]. <<
[451]
Preguntado en 1963, Theodor
Adorno respondió: «Quien se haya
fijado en la continuidad de mi trabajo no
debería tener derecho a compararme con
Heidegger, cuya filosofía es fascista
hasta en los detalles más íntimos», cf. Le
jargon de l’authenticité (1964), Payot,
París, 1989, p. 30 [trad. esp.: La
ideología como lenguaje: la jerga de la
autenticidad, Taurus, Madrid, 1987]. <<
[452]
He descrito la trayectoria de Jean
Beaufret (1907-1982), analizado por
Lacan, en Jacques Lacan, op. cit., pp.
291-307 [pp. 326-339 de la edición
española citada]. Sobre la introducción
del pensamiento heideggeriano en
Francia, la obra de consulta es
Dominique Janicaud, Heidegger en
France, 2 vols., op. cit. A fuerza de
negar el nazismo de Heidegger, Beaufret
acabó induciendo a su antiguo alumno
Robert Faurisson, en dos cartas de 1978
y 1979, a dudar de la existencia de las
cámaras de gas. Cf. Michel Kajman,
«Heidegger et le fil invisible», Le
Monde, 22 de enero de 1988. <<
[453]
Se contentó con decir: cometí una
«solemne tontería». <<
[454]
Víctor Farías, Heidegger et le
nazisme, Verdier, Lagrasse, 1987,
prefacio de Christian Jambet [trad. esp.:
Heidegger y el nazismo, Muchnik,
Barcelona, 1989, con correcciones del
autor y con un prólogo suyo a la edición
española que sustituía al de Jambet;
última edición, nuevamente corregida y
aumentada, en Objeto Perdido, Palma de
Mallorca, 2009]. El libro, redactado en
español y en alemán, se publicó antes en
Francia, lo que confirma que el tema del
nazismo de Heidegger afectaba sobre
todo a Francia. <<
[455]
Por aquellas fechas no se había
traducido aún al francés el libro de
Hugo Ott y se pensaba en términos
generales que el nazismo de Heidegger
se limitaba al período de su rectorado y
no afectaba al resto de su obra. <<
[456]
Farías, Heidegger et le nazisme,
op. cit., pp. 24 y 34 [p. 43 y 52 de la 1.a
ed. española]. <<
[457]
La historia de la izquierda
proletaria y de sus filósofos fundadores,
unos sartreanos (Benny Lévy), otros
lacanianos o althusserianos (Christian
Jambet, Jean-Claude Milner, Robert
Linhart), está aún por escribir. He
hablado un poco de esta cuestión en un
capítulo de mi libro sobre Lacan. Cf.
igualmente
Jean-Claude
Milner,
L’arrogance du présent, op. cit. Benny
Lévy, Le nom de l’homme. Dialogue
avec Sartre, Verdier, Lagrasse, 1984;
L’espoir maintenant. Les entretiens de
1980, Verdier, Lagrasse, 1991 [trad.
esp.: La esperanza ahora: las
conversaciones de 1980, Arena Libros,
Madrid, 2006]. Alain Finkielkraut y
Benny Lévy, Le livre des livres.
Entretiens sur la laïcité, Verdier,
Lagrasse, 2006. Y Virginie Linhart, Le
jour où mon père s’est tu, Seuil,
París, 2008. <<
[458]
Farías, Heidegger et le nazisme,
op. cit., p. 9. <<
[459]
Philippe Lacoue-Labarthe, La
fiction du politique, op. cit., p. 59. <<
[460]
El 13 de noviembre de 1987 escribí
una carta a Derrida, en relación con el
libro de Farías, señalándole que el libro
era intelectualmente flojo, pero que
aportaba
información
que
yo
desconocía. Le comentaba el hiato que
había entre el texto de Farías y el
prefacio de Jambet (Archivos del
IMEC). En aquella época aún no había
estudiado la relación de Lacan con
Heidegger. Pero nunca he simpatizado
personalmente con este filósofo ni he
sentido ningún interés particular por su
pensamiento. Tuve que pedir disculpas a
Derrida después de haberle criticado
por ello. <<
[461]
Jacques Derrida, De l’esprit.
Heidegger et la question, Galilée,
París, 1987, p. 11 [trad. esp.: Del
espíritu. Heidegger y la pregunta, PreTextos, Valencia, 1989. Texto disponible
en Internet, en el sitio «Derrida en
castellano»]. <<
[462]
Utilizado por Jacques Derrida por
primera vez en 1967, en De la
grammatologie (Minuit, París), este
término remite a un trabajo del
pensamiento inconsciente («ello se
deconstruye»)
que
consiste
en
desmontar, sin destruir, un sistema de
pensamiento hegemónico o dominante.
Deconstruir es en cierto modo resistir a
la tiranía de lo Uno, del logos, de la
metafísica (occidental) en la lengua
misma en que se enuncia, con el mismo
material que se desplaza, que se mueve,
para hacer reconstrucciones móviles y
nunca estancadas. Derrida siempre ha
dicho que con este término quería
distanciarse
de
los
conceptos
heideggerianos de Destruktion y Abbau
(destrucción y desmantelamiento) [trad.
esp.: De la gramatología, Siglo XXI,
México, 2003, 7.ª ed.]. <<
[463]
Cf. Circonfession, de Jacques
Derrida y Geoffrey Bennington, Seuil,
París, 1991, pp. 57 y 279 [trad. esp.:
«Circonfesión», en Jacques Derrida,
Cátedra, Madrid, 1994]. <<
[464]
Su primer escrito sobre Mandela se
publicó en la misma fecha que De
l’esprit, en Psyché. Invention de l’autre
, Galilée, París, 1987 [véase «Psyche.
Invenciones del otro» en AA. VV.,
Diseminario: La desconstrucción, otro
descubrimiento de América, XYZ
Ediciones, Montevideo, 1987]. <<
[465]
En una carta inédita de nueve
páginas, dirigida a Claude Lanzmann y
fechada en 30 de enero de 2002, Derrida
explicaba que su condición de Judío le
permitía juzgar más severamente que
otros la política del Estado de Israel
(Archivos del IMEC). <<
[466]
Jacques Derrida, conferencia de 8
de mayo de 2004, en el marco de un
encuentro organizado por Le Monde
Diplomatique. Publicado en Le Monde
Diplomatique en noviembre de 2004.
<<
[467]
Derrida ha ido varias veces a
Jerusalén para reunirse con intelectuales
israelíes y palestinos. <<
[468]
Différance: concepto acuñado por
Derrida que se basa en la similitud
fónica de différance y différence (como
si en castellano dijéramos «diferenzia»)
y en el doble sentido del verbo «diferir»
(aplazar y diferenciarse). Cf. Jacques
Derrida, «La différance», conferencia de
enero de 1968, de la que hay tres
versiones en castellano: Redacción de
«Tel Quel», Teoría de conjunto, Seix
Barral, Barcelona, 1971; J. Derrida,
Márgenes de la filosofía, Cátedra,
Madrid, 1988, y en la red, en el sitio
«Derrida en castellano». (N. del T.) <<
[469]
<<
De quoi demain…, op. cit., p. 314.
[470]
Jacques Derrida, «Heidegger,
l’enfer des philosophes», entrevista con
Didier Eribon, aparecida en Le Nouvel
Observateur (6-12 de noviembre de
1987) y en Points de suspension,
Galilée, París, 1992, pp. 193-203. <<
[471]
Luc Ferry y Alain Renaut, La
pensée 68, Gallimard, París, 1986. <<
[472]
Cf. sobre este tema Élisabeth
Roudinesco,
Histoire
de
la
psychanalyse en France, vol. 2 op. cit.
<<
[473]
Sobre la trayectoria de Henri
(Hendrik) de Man, véase Zeev Sternhell,
Ni droite, ni gauche, op. cit. <<
[474]
Publicado en Le Soir, 4 de marzo
de 1941. Recogido por Jacques Derrida,
Mémoires pour Paul de Man, Galilée,
París, 1988, p. 190 [trad. esp.:
Memorias para Paul de Man, Gedisa,
Barcelona, 1989]. <<
[475]
Citado por David Lehman,
«Deconstructing de Man’s life»,
Newsweek, 15 de febrero de 1988, p.
63. Véase igualmente Signs of the Tmes.
Deconstruction and the Fall of Paul de
Man,
Poseidon
Press,
Nueva
York, 1991, pp. 24 y 79. Jeffrey
Mehlman, Genealogy of the Text.
Literature, Psychoanalysis and Politics
in
Modern
France,
Cambridge
University Press, Cambridge (Mass.),
1995. <<
[476]
Entrevista con Hassan Arfaoui, 25
de septiembre de 2003. Disponible en
Internet. <<
[477]
Jacques Derrida, «Biodegradables:
Seven diary fragments», Critical
Inquiry, 15, verano de 1989. Mémoires
pour Paul de Man, op. cit. «Réponse à
Élisabeth de Fontenay», Papiers du
Collège International de Philosophie,
sesión del 10 de marzo de 1990. Todo
este
contencioso
se
cuenta
detalladamente en la biografía de
Derrida escrita por Benoît Peeters y
cuya aparición está prevista para 2010
[Derrida, Flammarion, París, 2010]. <<
[478]
Emmanuel Faye, Heidegger.
L’introduction du nazisme dans la
philosophie, op. cit., pp. 513 y 515. <<
[479]
Víctor Farías, Allende, la face
cachée. Antisémitisme et eugénisme
(2005), Granchet, París, 2006 [Salvador
Allende, antisemitismo y eutanasia,
Maye, Santiago de Chile, 2005]. Toda la
información, así como la tesis de
Allende, están disponibles en Internet,
en el sitio de la Fundación Presidente
Allende [la dirección del sitio donde
figuran los escritos y discursos de
Allende
es:
http://www.salvadorallende.cl]. En 2006, la Fundación
presentó una demanda contra Farías por
atentar contra la memoria de un difunto.
Cf. asimismo Élisabeth Roudinesco, «La
mémoire salie d’Allende», Libération,
12 de julio de 2005. <<
[480]
Jeffrey Mehlman, «Blanchot
philosémite», coloquio sobre La figure
juive de la pensée contemporaine, 18
de mayo de 2008, Alliance Israélite
Universelle. <<
[481]
Jeffrey Mehlman, Legs de
l’antisémitisme en France, Denoël,
París, 1984. Traducción del autor. Su
artículo sobre Maurice Blanchot se
había publicado en la revista Tel Quel,
mal traducido en su opinión y por lo
tanto incomprensible. Lo cual no
impidió que parte de la prensa lo
recibiera
como
una
innovación
reveladora de los viejos demonios
franceses.
Respuesta
de
Jeffrey
Mehlman en L’Infini, 1, invierno de
1983, p. 123. <<
[482]
En 2005, Régis Debray comparó a
Mehlman con el gran historiador Robert
Paxton, autor del primer libro de
referencia sobre Vichy: La France de
Vichy, Seuil, París, 1973 [trad. esp.: La
Francia
de
Vichy,
Noguer,
Barcelona, 1974]. «Lo que fue Paxton
para nuestra historia lo es Jeffrey
Mehlman para nuestra historia literaria
[…] y hale hop, el flagrante delito»,
prefacio a Jeffrey Mehlman, Émigrés à
New York. Les intellectuels français à
Manhattan, 19401944, Albin Michel,
París, 2005, p. 10. <<
[483]
Jean Giraudoux, Pleins pouvoirs,
Gallimard, París, 1939, p. 66. <<
[484]
Ibíd., p. 26. <<
[485]
Jacques Lacan, Le Séminaire. Les
quatre concepts, op. cit., pp. 172-173
[p. 196 de la edición española citada].
<<
[486]
Jeffrey Mehlman, Legs de
l’antisémitisme en France, op. cit., pp.
49 y 58. <<
[487]
Jeffrey Mehlman,
philosémite», op. cit. <<
«Blanchot
[488]
Christophe Bident ha dedicado 500
páginas a esta cuestión y cuando se
repasan en su Maurice Blanchot,
partenaire invisible, op. cit., todos los
horrores que se han vertido sobre el
hombre y su obra, desde la publicación
del libro de Mehlman, se queda una
estupefacta. <<
[489]
Salomon Malka, «Maurice Blanchot
et le judaïsme», L’Arche, 373, mayo de
1988; Lévinas, la vie et sa trace, JeanClaude Lattès, París, 2002 [trad. esp.:
Emmanuel Lévinas: la vida y la huella,
Trotta, Madrid, 2006]. <<
[490]
Emmanuel Lévinas, «Quelques
réflexions sur la philosophie de
l’hitlerisme», ibíd., p. 155. Recordemos
que Lévinas no consideraba antisemita a
Blanchot ni siquiera en la época en que
éste escribía sus textos discutibles:
«Vivía el monarquismo de Blanchot
como una curiosidad, poco compatible
con el resto de su personalidad, pero
incompatibilidad
concebible»,
cf.
Christopher Bident, Maurice Blanchot,
op. cit., p. 41. <<
[491]
Harry E. Stewart y Rob Roy
McGregor, «Jean Genet’s “Douteuse
mentalité”», Romance Quarterly, vol.
39, 1992. Jean Genet. From fascism to
nihilism, Peter Lang Publishing,
American University Studies, 1994. Los
dos autores se apoyan en la psiquiatría
cognitivo-conductista para hacer de
Genet, además de un antisemita, un
desviado de mentalidad dudosa:
personalidad psicopática, sociópata,
asocial, perturbado y débil mental. <<
[492]
Jean-Paul Sartre, Saint Genet,
comédien et martyr, Gallimard,
París, 1952 [trad. esp.: San Genet,
comediante y mártir, Losada, Buenos
Aires, 2003]. <<
[493]
En realidad se trata de artículos
reunidos en dos volúmenes: Bref séjour
à Jerusalem, Gallimard, París, 2003, y
Jean Genet, post-scriptum, Verdier,
Lagrasse, 2006. <<
[494]
Éric Marty, Bref séjour, op. cit., pp.
57, 73 y 165. <<
[495]
En la reedición de L’univers
contestationnaire, op. cit., p. 21, Janine
Chasseguet-Smirgel elogiaba el valor de
que hacía gala Éric Marty al denunciar
el antisemitismo de Genet, olvidando
que hablaba de un lacaniano que, a
diferencia de Mehlman, había exonerado
a Lacan de todo antisemitismo y que
Lacan había sido uno de los
comentaristas del teatro de Genet, sobre
todo de El balcón. Cf. Jacques Lacan,
Le Séminaire, Livre V (1957-1958), Les
formations de l’inconscient, Seuil,
París, 1998, pp. 262-268 [trad. esp.: El
Seminario, 5: Las formaciones del
inconsciente,
Paidós,
Aires, 1999, pp. 271-276]. <<
Buenos
[496]
Entre las mejores obras de consulta
cito: Edmund White, Genet, Gallimard,
París, 1993; con una cronología
preparada por Albert Dichy [trad. esp.:
Genet, DeBolsillo, Barcelona, 2005.]
Hadrien Laroche, Le dernier Genet,
Seuil, París, 1997. Cf. asimismo
Michelle Perrot, Histoire des chambres,
Seuil, París, 2009 [trad. esp.: Historia
de las alcobas, Siruela, Madrid, 2011],
que trae un buen retrato de Genet y
señala que las habitaciones de hotel
fueron en su vida y hasta su muerte los
únicos lugares habitables para él,
símbolos de su existencia errante. <<
[497]
Ivan Jablonka, Les vérités
inavouables de Jean Genet, Seuil,
París, 2004. <<
[498]
Sobre todo por Albert Dichy, «La
part d’ombre de Genet», Le Monde, 20
de enero de 2005. «Il faut avoir le
courage de lire Genet sans défaillir»,
Magazine Littéraire, 436, 1 de
diciembre de 2006. Hadrien Laroche,
«Une interrogation radicale de la
responsabilité», ibíd. <<
[499]
Herculine Barbin, dite Alexina B.,
Gallimard, París, 1978, presentación de
Michel Foucault [trad. esp.: Herculine
Barbin, llamada Alexina B., Talasa,
Madrid, 2007]. <<
[500]
Como dice Jacques Derrida, otro
filósofo que dedicó un texto de lujo a
Genet. Lo califica de gran deconstructor
del saber absoluto, «casándolo» con
Hegel según un rito de escritura
funeraria calcado de la exégesis
talmúdica.
Cf.
Glas,
Galilée,
París, 1974. <<
[501]
Sobre el destino de los niños dados,
abandonados y separados, y sobre el
papel de Georges Heuyer (1884-1977),
remito al libro de mi madre, prologado
por mí: Jenny Aubry, Psychanalyse des
enfants séparés. Études cliniques,
1952-1986, Denoël, París, 2003. <<
[502]
Henri Claude (1869-1945):
psiquiatra francés, especialista en la
esquizofrenia, maestro de la primera
generación de psicoanalistas franceses,
partidario
de
un
psicoanálisis
«latinizado». <<
[503]
Edmund White, Genet, op. cit., p.
322. <<
[504]
Jean Genet, Notre-Dame des fleurs
(1943), L’Arbalète, París, 1948 [trad.
esp.: Santa María de las flores, Alba,
Barcelona, 2004]. <<
[505]
Reprochar a Genet, es decir, a un
hombre como cualquier otro, haberse
librado de la deportación, siendo un
preso común, mientras millones de
Judíos eran exterminados, va contra todo
el pensamiento judío anterior y posterior
a la Shoá. Sin embargo, es lo que hacen
sus detractores, convencidos de que
asomando la faz del Judío inquisidor
vengan a los Judíos. Pero la «venganza
judía» es una idea extraña a la tradición
del humanismo judío. <<
[506]
Jean Genet, Pompes funèbres
(1953), Gallimard, París, 1978 [trad.
esp.:
Pompas
fúnebres,
Alba,
Barcelona, 2004]. <<
[507]
Ibíd. <<
[508]
Recordemos que Emmanuel Lévinas
había llegado a considerar que el
nazismo era la mayor prueba que había
tenido que pasar el judaísmo, en la
medida en que la afrenta y el ultraje
habían «añadido a la humillación un
agrio sabor a desesperación», cf.
L’Herne, Lévinas, op. cit., 1991, p. 144.
<<
[509]
Jean Genet, L’enfant criminel
(1949), en Œuvres complètes, vol. 5,
Gallimard, París, 1979, p. 389 [trad.
esp.: El niño criminal, Errata Naturae,
Madrid, 2009]. <<
[510]
Rote Armee Fraktion (RAF),
organización terrorista de extrema
izquierda que promovía, desde 1968, la
guerrilla urbana y el asesinato de
rehenes para luchar contra el
«imperialismo americano» y sus aliados
de Alemania Federal (a los que además
reprochaban su pasado nazi). Sus dos
cabecillas principales, Andreas Baader
y Ulrike Meinhof, fueron encarcelados
en 1972 en la prisión de alta seguridad
de Stuttgart-Stammheim. Al parecer se
suicidaron en 1976, aunque las
circunstancias del hecho nunca han
estado claras. Recibieron el apoyo de
Michel Foucault y Jean-Paul Sartre, que,
aunque censuraban su línea política,
protestaron por las condiciones en que
estaban encarcelados. Panteras Negras o
Black Panther Party: movimiento
revolucionario
afroestadounidense,
fundado en 1966 por Bobby Seale y
Huey P. Newton, que se disolvió en
1982 a causa de las rivalidades internas,
de las que Genet fue testigo en
circunstancias difíciles. Cf. sobre este
tema el libro de White, Genet, op. cit.
<<
[511]
Jean Genet, «Violence et brutalité»
(1977). Recogido en L’ennemi déclaré.
Textes et entretiens, edición establecida
y anotada por Albert Dichy, Gallimard,
París, 1991. <<
[512]
Jean Genet, «La ténacité des Noirs
américains» (1977); «Violence et
brutalité» (1977); «Quatre heures à
Chatila» (1982). Recogidos en L’ennemi
déclaré, op. cit. <<
[513]
Jean Genet, «Entretien avec Hubert
Fichte», Die Zeit, 13 de febrero de
1976. Recogido en L’ennemi déclaré,
op. cit., p. 149. <<
[514]
Jean Genet, Un captif amoureux,
Gallimard, París, 1986 [trad. esp.: Un
cautivo
enamorado,
Debate,
Madrid, 1988]. <<
[515]
Edward Said, «Reflections on
twenty years of Palestinian history»,
Journal of Palestine Studies, XX, 4,
verano de 1991, pp. 12 y 15. Citado por
Hadrien Laroche, Le dernier Genet, op.
cit., p. 200. <<
[516]
Tom Seguev, Le septième million.
Les Israéliens et le génocide, Liana
Lévi, París, 1993, p. 218. Cf. asimismo
Hadrien Laroche, Le dernier Genet, op.
cit., p. 201. <<
[517]
Jean Genet, Un captif amoureux,
op. cit., p. 320. <<
[518]
Ibíd., p. 220. <<
[519]
Jean-Paul Sartre, Saint Genet, op.
cit., p. 230. Cuestionado violentamente
por Marty por haber negado el presunto
«antisemitismo» de Genet y apoyado
también la causa palestina, Derrida
respondió con una punzante cita de
Emmanuel Lévinas: «Invocar el
“holocausto” para decir que Dios está
con nosotros en todas las circunstancias
es tan odioso como el Gott mit uns
[Dios con nosotros] que figuraba en los
cinturones de los verdugos», cf.
Magazine Littéraire, 419, abril de
2003, p. 34. Declaraciones recogidas
por Alain David. <<
[520]
Lo señaló Hadrien Laroche. <<
[521]
Jean-Paul Sartre, Saint Genet, op.
cit., p. 454. <<
[522]
Aharon Appelfeld: escritor israelí,
nacido en Rumanía en 1932, emigrado a
Palestina en 1946, sionista de
izquierdas, autor de una cuarentena de
libros, discípulo de Gershom Scholem.
Es otro protagonista de la novela de
Roth, otro doble del autor. <<
[523]
Philip Roth, Opération Shylock,
Une confession, Gallimard, París, 1995
[trad. esp.: Operación
Shylock,
DeBolsillo, Barcelona, 2007]. <<
[524]
Meir David Kahane (1932-1990):
rabino y político estadounidense-israelí,
fundador de la Liga de Defensa Judía en
Estados Unidos y luego, en Israel, del
Kach, partido de extrema derecha,
excluido de la Knéset (Parlamento
israelí) en 1984 a causa de su racismo.
Fue asesinado por un extremista tras
haber exhortado a los Judíos
estadounidenses a que emigraran a
Israel. <<
[525]
Yoram Hazony, L’État juif.
Sionisme, post-sionisme et destin
d’Israël (2000), Éditions de l’Éclat,
París, 2007. La segunda Intifada se
produjo en septiembre de 2000, tras la
visita de Ariel Sharon a la explanada de
las mezquitas/Monte del Templo. Los
palestinos tomaron la visita por una
provocación, máxime cuando Yasser
Arafat había solicitado la víspera al
primer ministro israelí, Ehud Barak, que
no se efectuase. Arafat se enfrentaba por
esas fechas al fortalecimiento de Hamas,
impulsado en realidad por los sucesivos
gobiernos israelíes, y a la política
desastrosa para el proceso de paz que
promovía el presidente estadounidense
George Bush, un neoconservador
obsesionado por la idea de que su país
debía dirigir una cruzada mundial contra
las fuerzas del mal. <<
[526]
Esto recuerda la denuncia de los
«alterjudíos» en Francia. <<
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