La promesa del asombro, Héctor Croxatto, un pionero de la ciencia

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«La promesa del asombro,
Héctor Croxatto, un pionero de la ciencia experimental en Chile»
María Ester Roblero Cum
© Inscripción Nº 93.543
Derechos reservados
Septiembre 1995
I.S.B.N.956-14-0387-0
Primera edición: 1.000 Ejemplares
Diseño:
Publicidad Universitaria UC
Pedro Alvarez
Fotografía portada:
Ornar Faúndez
Impresión:
Andros, Productora Gráfica
C.I.P. Pontificia Universidad Católica de Chile
Roblero, María Ester
La promesa del asombro: Héctor Croxatto, un pionero de la ciencia experimental en Chile / María Ester
Roblero.
1. Croxatto, Héctor, 1908-. 2. Médicos-Chile-Biografías.
1. Semblanza biográfica de Héctor Croxatto, un pionero de la Ciencia Experimental en Chile.
1995
610.92 dc 20
RCAA2
SUMARIO
PRIMER CAPITULO
4
David Croxatto
SEGUNDO CAPITULO
19
Eduardo Cruz Coke
TERCER CAPITULO
32
Viola Avoni Mendel
CUARTO CAPITULO
47
Monseñor Carlos Casanueva
QUINTO CAPITULO
62
Los péptidos vasoactivos
SEXTO CAPITULO
75
Juan Gómez Millas
EPILOGO
90
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
P
R
I
M
E
R
C
A
P
I
T
U
L
O
David Croxatto
L
I
as rutas del cerro Ñielol no resultaban extrañas para esos tres niños que, a
pesar del frío del invierno, subían entre las piedras y el barro hasta donde
el señor Ovalle juntaba leña. Sus caras estaban enrojecidas por el aire de la
mañana, y con las manos descubiertas protegían unos frascos vacíos.
Que se fueran a su casa, mejor, había sido el consejo tantas veces desoído del
guardabosque. Cortar troncos a la intemperie le parecía una faena tremenda. Qué
habría dado a esa hora de la mañana por estar junto a la cocina caldeada de los
niños Croxatto. Pero ellos, como si nada, lo miraban serios, como de costumbre
y pedían su autorización para hurgar entre las piedras, como si el permiso fuera
indispensable.
- No sé... hagan lo que quieran, no es problema mío. Claro que no me explico
cómo don David se los permite. ¡Debería reunirse con los otros padres y prohibirle al profesor...!
Pero los niños ya se habían alejado de él, sin decir palabra, veloces hasta unos
matorrales.
Osvaldo, el mayor, corría delante de sus hermanos. El menor casi lo alcanzaba,
hundiendo los pies en las hojas secas que cubrían la tierra. Sin embargo, Héctor,
el segundo, avanzaba con prudencia, con demasiada prudencia según les iba pareciendo a los otros. Y como siempre, una vez se reunía con ellos en el punto donde
estaban los insectos, se agachaba hasta casi tocar el suelo con la cara.
- ¡Miren, una raíz de verdad! -dijo Arnaldo y levantó en su mano los restos de una
planta seca.
- Esa debe haber sido una crucífera- agregó Osvaldo, repitiendo la lección de la
última clase de botánica. Héctor levantó la vista y entrecerró los ojos para ver
mejor la raíz.
- Imposible -alegó con seguridad Arnaldo-. Las crucíferas no son así...
- Es que yo nunca he visto una crucífera.
- ¿Qué no? ¿Qué no? Si los yuyos que crecen en la cancha de fútbol del liceo son
crucíferas...
- ¿Quién te lo contó?
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Héctor, Tito como lo llamaban en la familia, continuaba mirando la raíz que recién había caído de la mano de Arnaldo. La rescató de entre las hojas del suelo y
la metió en su frasco para llevársela a la clase del profesor de ciencias.
En el camino de regreso se puso a pensar que quizá el profesor no querría mostrárselas a sus compañeros de curso. Porque ¿cómo no se le había ocurrido a él
mandarlos al cerro a buscar hojas y raíces? No. Seguramente no querría hacerlo.
Botó la raíz y apuró el paso. Debían llegar a almorzar a la casa.
II
Por las calles de Temuco, la gente reconocía a los hijos del dueño del almacén.
A ver si botando el pelillo se parecerán a su padre, decían. Porque era claro que
a los tres flacuchos -y también a Raúl, el hermanito que por su corta edad no era
incluido en las excursiones- les faltaba mucho por crecer para alcanzar la estatura
de don David Croxatto, quien llamaba la atención por el porte macizo, la enorme
cabeza y sobre todo, por su elegancia. Siempre con su abrigo oscuro y el infaltable bastón, gozaba de un ceremonioso respeto en la ciudad.
Había llegado a Temuco el año 10, junto a su esposa, la señora Angela Rezzio, y
sus dos hijos mayores. Para ese entonces llevaba varios años en Chile.
Nacido en Cassana, cerca de Génova, don David dejó su tierra después de oír de
boca de su padre una definitiva y crítica sentencia. Los terrenos de la familia no
bastaban para ser divididos entre los once hermanos. Había llegado para ellos,
como para tantos otros italianos, el tiempo de emigrar.
Pero a diferencia de la mayoría de los inmigrantes, don David pisó tierra americana con un negocio planificado desde antes de la partida. El mayor de sus hermanos había conocido en Italia al cónsul chileno, quien le comentó que Valparaíso,
un puerto de su sureño y lejano país, se parecía mucho a Génova.
-Las casas allá miran el mar desde los cerros -dijo el cónsul.
Y eso bastó para que el mayor de los once Croxatto viajara a conocer Chile.
«Efectivamente -escribió-, Valparaíso es una ciudad bonita, y la gente aquí parece
civilizada». Fue fácil entusiasmar a David, su hermano, quien viajó para colaborar en un singular negocio.
La tienda que el hermano mayor instaló en Valparaíso se llamó «La Gioconda», y
ésta abasteció de ropa de fiesta a las señoras elegantes de la zona. Plumas de avestruz, blondas, sombrillas, guantes de encajes y muchos otros sofisticados accesorios llegaban directo desde Milán y París, para satisfacer el gusto de las familias
acaudaladas que se habían asentado en Valparaíso con el auge de las salitreras.
América no defraudó a los Croxatto durante los primeros años. Pero Chile tenía
guardada una sorpresa para estos italianos. Una noche de 1906, un rugido que salió del fondo de la tierra despertó a don David y a su mujer. Sin comprender qué
estaba ocurriendo, sólo alcanzaron a tomar en brazos al pequeño Osvaldo, de un
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
año de edad, y a correr en pijamas hacia la calle. Fue allí donde escucharon los
gritos que jamás en su vida podrían olvidar.
- ¡Terremoto, terremoto!
«La Gioconda», con todas sus plumas y vuelos adentro, se vino abajo. También
la casa, que ya en escombros fue consumida por las llamas. Desde la calle, el inmenso hombre se sintió aplastado por esta fuerza desconocida de la naturaleza,
que remecía, derrumbaba y prendía fuego; tanto que ni siquiera intentó rescatar la
caja de fondos donde estaban todos sus ahorros.
A los pocos días, apenas repuesto del impacto del terremoto, don David partió
en busca de ayuda. Pero pronto comprendió que sería imposible reconstruir su
negocio.
Menos ahora que estaba sin dinero. Tal parecía que la suerte familiar, había cambiado para siempre, y a esas alturas, debió resignarse a trabajar como jornalero en
cualquier ocupación que le permitiera alimentar a la familia que crecía. Doña Angela esperaba al segundo hijo, Héctor, que nació al año siguiente del terremoto.
En 1910, en pleno centenario de la independencia de Chile, todo indicaba que el
país al fin se levantaría después de la catástrofe. Los buenos augurios llegaban
desde Santiago, donde el sonido de fierros, tablas y martillos prometía una celebración a todo dar. Allá, en el corazón del país, la construcción de la Biblioteca
Nacional, del Museo de Bellas Artes, la Estación Mapocho y la Estación Central,
era índice de futuro esplendor.
Mientras tanto, en Quilpué, una familia de italianos recién llegados miraban con
buenos ojos el momento económico que comenzaba a vivirse en Chile. Cuando
don David Croxatto conoció a los Carozzi, ellos habían logrado la instalación de
una moderna fábrica de fideos. Sin embargo, su instinto les decía que no sólo en
Santiago había que centrar los esfuerzos, sino también en la llamada ciudad de la
frontera, en el sur, donde terminaba el país civilizado. Allí se había levantado un
cuartel militar: «EI Tucapel», y los Carozzi preveían un auge en la zona.
Así fue como don David llegó a Temuco, para montar un local de exhibición de
fideos dentro de una enorme feria levantada con motivo del centenario. La novedad de estos productos causó verdadera conmoción; hasta entonces los chilenos
no sabían lo que era un fideo. Cientos de personas se congregaron ante el quiosco
para admirar los paquetes de cartón azul que contenían caracolitos de masa, y los
manojos de tallarines atados con una cinta roja.
El resultado del puesto de fideos fue doble para la familia Croxatto Rezzio: don
David ganó la medalla de oro de la exposición, y se decidió a instalar un almacén
en la zona.
Desde entonces ni doña Angela ni los hijos vieron jamás descansar a ese hombre
corpulento, a quien los vecinos de Temuco saludaban con gran respeto. Su caminar erguido daba cuenta de una vida de esfuerzos, pero también de logros. La
puntualidad con que levantaba la cortina de fierro de su negocio hacía asegurar a
todos: «Deben ser las ocho en punto de la mañana, porque en todos estos años don
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
David jamás se ha retrasado en abrir su negocio».
III
En el comedor, una mesa bien puesta esperaba a los hijos, que ese día sábado se
sentaron frente a los platos de loza con las manos y la cara recién lavadas. Alguno hubiese querido contar la aventura de esa mañana, o repetir el mensaje del
guardabosque. Pero a la hora de almuerzo los niños sólo podían abrir la boca para
comer.
Además, no era posible interrumpir las instrucciones que don David daba entonces a doña Angela, quien debía viajar a Concepción.
- Tito va contigo- dijo el padre, mirando a su segundo hijo. Aunque el pequeño,
de sólo ocho años, quiso preguntar ¿por qué yo?, no lo hizo. No era temor, sino
un inmenso respeto lo que don David le inspiraba. Pocas cosas tenía claras con
respecto al futuro, pero al igual que sus hermanos intuía que la felicidad guardaba
relación con responder a las expectativas de su padre.
Sin embargo, esta vez Tito no tenía ganas de obedecer. Alojarían de seguro en
casa de una amiga de la familia, y por su cabeza desfilaron las escenas de los
próximos días. Pasaría varias horas sentado en los salones de las amistades y de
la parentela; le dirían: «¡qué grande está el bambino!» a cada rato; y no tendría
con quién jugar. El silencio con que sus hermanos recibieron la noticia del viaje a
Concepción le confirmó que el panorama no era envidiado por ninguno.
Sin embargo, días más tarde, al llegar a Concepción, sus posibilidades de pasarlo
bien mejoraron. En la casa de la amiga de su madre se encontró con una nutrida
colección de «El Peneca»: él jamás había tenido esa revista en las manos y sentado sobre una alfombra gris, en medio de la sala, sufría pensando que ese par
de días en la ciudad no bastarían para devorar las páginas llenas de historias e
ilustraciones.
De pie junto a la puerta, la señora Angela repitió varias veces el nombre de Tito.
No dejaba de asombrarse de esa capacidad de concentración de su hijo, para quien
el resto del mundo dejaba de existir cuando estaba interesado en algo.
- Tito ... vamos a llegar tarde a tomar el té.
- ¡No, no, ahora no! - se quejó desesperado, con «El Peneca» entre los brazos.
Pero adivinando que su alegato no tenía probabilidad de triunfo, se dejó conducir
hasta la calle. No sospechaba que a esa temprana edad despertaría en él una emoción mucho más fuerte que la estimulada por las imágenes de la revista.
Al comienzo sólo se atrevió a mirar la larga trenza rubia que caía sobre el pecho
de la niña que tomaba el té frente a él.
- Saluda a Tito, Viola -le dijo la madre a la jovencita que, con una altivez que hirió
a Héctor, volteó la cabeza.
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Este niñito vino a molestarnos justo ahora que íbamos a la matiné- murmuró
Viola a su hermana. Y mientras se lo decía fijó sus ojos furiosos sobre la cara del
niño, que entrecerraba los suyos para verla mejor.
De regreso a la casa donde alojaba en Concepción, «El Peneca. le pareció incoloro y silencioso. Sentado otra vez sobre la alfombra gris, con sus piernas apenas
tapadas por los pantalones cortos, pensó que esa niñita de la trenza era una princesa.
En Temuco, Tito se cuidó mucho de nombrar a Viola ante sus hermanos. Pero no
pudo evitar sonrojarse al escuchar decir a doña Angela que Violita, la hija de los
Avoni Mendel, estaba convertida en una dama.
IV
Después del intendente o del gobernador, para don David los profesores del Liceo de
Temuco revestían la más alta dignidad del pueblo. No era necesario que se lo repitiera
a sus hijos. Ellos lo sabían. Por eso bajaban la voz para llamar «Catana» al profesor
de castellano, a quien le quedaban, según cálculos realizados en la sala de clases,
unos veinte pelos en la cabeza.
Estudiar mucho era un imperativo moral en la casa de los Croxatto. Los niños presentían que don David anhelaba volver a Italia para rendir buenas cuentas de los descendientes de la familia nacidos en América. Tampoco era necesario que lo repitiera;
bastaba oír el entusiasmo con que se refería a las generaciones anteriores, todas de
diez o más hermanos, donde jamás faltaron los curas ni las monjas.
Pero para Héctor sacar buenas notas implicaba bastante esfuerzo. A veces se sentía
intimidado por el desplante de sus compañeros, que saltaban como lanzados por un
resorte para adelantarse a responder las preguntas de los maestros. Quizá era menos
inteligente que los demás, pensaba, aunque a medida que pasaban los años fue dándose cuenta de que su lentitud para entender se relacionaba con la creciente dificultad
para descifrar letras y números anotados sobre el pizarrón.
Rara vez hablaba del futuro con sus hermanos y amigos. De cuando en cuando la voz
ronca del rector del liceo hacía referencias al bachillerato. En la casa se hablaba de
algún primo que había partido a Santiago a estudiar en la universidad y Tito presentía
que por esos mismos senderos viajaban las aspiraciones de don David. Pero aún no
llegaba el momento de ponerse a pensar, creía él. En el colegio estaba demasiado ocupado intentando hablar francés tan bien como el profesor de ese ramo, y comentando.
«Amores y amoríos», de Benavente, para el señor Ortega, profesor de literatura.
Una mañana de invierno, cuando tenía trece años, se sorprendió aún en la cama cuando la gruesa cortina de fierro del almacén marcó las ocho de la mañana. Al intentar
incorporarse notó que habían puesto paños húmedos sobre su frente y que su madre
había pasado la noche en vela junto a él.
·Tu padre mandó a buscar a un doctor, porque la fiebre no baja-, le dijo la señora
Angela.
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Por la tarde llegó hasta su cama un militar. En la mano llevaba el clásico maletín
de médico, y después de saludarlo le mostró un estetoscopio.
- ¿Sabes para qué sirve esto?- le preguntó, acercándole el instrumento. -Voy a
escuchar los sonidos de tu corazón.
Se sentó en la cama junto a él y Tito se extrañó de la delicadeza con que sus
manos seguras y adultas le examinaban la espalda y el cuello. Jamás olvidaría la
voz del doctor militar. Mientras daba las indicaciones a doña Angela, porque esta
pulmonía era de cuidado, tuvo la sensación de que los médicos eran personas que
irradiaban dominio sobre el mundo, que inspiraban seguridad y confianza a la
hora de entregarse a sus consejos.
Durante la convalecencia muchas veces se sorprendió recordándolo. y a la niña
rubia de la trenza. Y al primo que había partido a Santiago a estudiar medicina.
- EI invierno es muy duro allá -le decía el primo-, si tienes poca plata vas a pasar
caminando horas y horas... Necesitarás un buen par de zapatos, un impermeable...
Es caro vivir en Santiago.
Y Tito nuevamente recordaba al médico militar. A Viola con su trenza. Al profesor
de francés. A don David que trabajaba de sol a sol en el almacén. A Viola con su
trenza al regresar del Colegio Alemán.
El, con uniforme y maletín. Don David viajando a Italia a contar que tenía un hijo
que sería médico. Viola enamorada de él. El y Viola juntos en Santiago...
V
Tito viajó junto a un grupo de alumnos del Liceo de Temuco a rendir el bachillerato. Sus buenas notas le parecían motivo de sobra para tener esperanzas. Pero, en
el fondo de su alma, no se sentía tan seguro; en cierta forma, envidiaba a Monreal,
la lumbrera del grupo, y quien tenía el mejor promedio del colegio. Y también
a Abarzúa, su compañero de curso, porque con desplante y buen humor siempre
salía airoso de las situaciones. Monreal soñaba con ser abogado. Abarzúa, con ser
médico al igual que Tito.
Quizás fue su propia inseguridad lo que le jugó la mala pasada.
- Refiérase al «que» relativo -indicó el profesor que tomaba el examen de castellano. Tito buscó en su mente alguna respuesta, pero sólo encontró espacios en
blanco.
- ¿En qué circunstancias se aplica el «que» relativo?- insistió impaciente el examinador, mientras Tito, desesperado, pensaba que el «Catana» jamás pasó esa
materia.
-¿Cuándo es indicado utilizar el «que» relativo? Si no conoce la respuesta, dígalo
joven-, casi gruñó el hombre.
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Tito salió de ese examen con los ánimos a ras de piso. Pensaba en su padre que
meses antes había partido a Italia y que seguramente estaría contando a la familia sobre ese hijo suyo que sería médico; sobre ese hijo que lo hacía sentirse tan
orgulloso.
- Estamos en 1924... veinte años es mucho tiempo sin ver a la familia -le había
dicho antes de viajar.
Sólo la destreza con que luego resolvió los problemas de la parte matemática del
bachillerato le devolvieron en algo su confianza. Pero finalmente, los resultados
coronaron sus malos presentimientos: obtuvo el peor puntaje de todo el grupo que
viajó desde Temuco a rendir la prueba. No obstante, igual le bastó para inscribirse
en la carrera de medicina de la Universidad de Chile.
Don David, a su regreso de Italia, se encargó de hablar con un compatriota a quien
apreciaba mucho para que recibiera en pensión a Tito, y anunció su deseo de ir a
dejarlo hasta la misma puerta de la casa donde se quedaría en la capital, tan lejos
del hogar.
Ese verano, antes de volver a Santiago, Héctor vio nuevamente, después de siete años, a Viola. Si el desdén de la vez anterior lo hirió, en esta oportunidad la
cosa anduvo mucho peor. El quinceañero, demasiado flaco, demasiado angosto
de hombros, demasiado piticiego, demasiado evidente en su amor, tenía harta a
Viola, quien a los dieciséis años soñaba con un hombre y no con un mocoso que
quería ser médico. Mal que mal ella, que había tenido que dejar el colegio debido
a una grave enfermedad de su padre y trabajar como la más moderna de las muchachas de su época, se sentía toda una mujer.
Sin embargo, este revés amoroso no empañó el entusiasmo con que Héctor enfrentó su partida a la capital. Para él era el inicio de una aventura. Y con gran
ilusión se quedó solo en Santiago, en una casa de dos pisos ubicada en Avenida
Matta con Vicuña Mackenna.
A la soledad de las primeras noches, en que cerraba los ojos imaginando a sus tres
hermanos juntos en Temuco, se unió la angustia -que lo acompañaría por largo
tiempo- de fracasar y causar daño a sus padres.
Si bien todos aseguraban que no eran buenos tiempos para la economía mundial,
él estaba al tanto que su familia atravesaba, además, por una mala racha. Mientras
don David estuvo en Italia, el almacén quedó a cargo de un pariente que hizo lo
imposible por evitar los efectos de la crisis. Apenas tuvo noticias de que Federico
Santa María, famoso por su influencia en el precio internacional del azúcar, había
comprado casi toda la producción cubana, se animó a seguir una corazonada.
- Se va a disparar el valor del kilo-, aseguraban, además, los entendidos.
Contagiado por el ambiente de especulación, el hombre a cargo del negocio familiar creyó acertado invertir gran parte de los fondos en azúcar, cuyo precio, lejos
de subir, bajó. Cuando don David estuvo de vuelta, debió enfrentar irrecuperables
pérdidas. Nuevamente vio desaparecer ante sus ojos los frutos del trabajo de toda
una vida.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Angela Rezzio, madre de Héctor Croxatto
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Y Tito, solo en Santiago, sentía que era el peor momento para dar gastos en vano
a su familia. No podía defraudarlos.
VI
Si en algo acertó el primo de Tito, que había venido a estudiar a Santiago, fue en su
recomendación de aperarse de un buen par de zapatos. Efectivamente, una vez instalado en casa del amigo de su padre, Héctor caminaba horas para llegar a la Escuela
de Medicina, ubicada en la calle Independencia. Los cinco centavos que debía pagar
para viajar en el segundo piso del tranvía «Maestranza-Avda.Matta» era un exceso
para su escuálido presupuesto, y dejaba ese lujo sólo para los días de lluvia. El resto,
caminaba hasta la Alameda, cruzaba hacia el Parque Forestal, y de ahí seguía derecho
hasta el puente que anunciaba la llegada a Independencia.
Leía durante todo el trayecto, fascinado aún con el poder mágico de sus lentes. Si
algo le había costado en su juventud fue precisamente reconocer el defecto a la vista;
pensaba que los ojos eran los órganos que le permitirían descubrir el mundo y sus
maravillas, y asumir una miopia severa le causó dolor. Pero apenas tuvo los cristales
afirmados sobre la nariz supo que la tecnología hace posible algunos sueños. En su
caso, leer sin que eso le provocara el cansancio de antes.
El frío matinal apenas si estremecía al muchacho cuando abría la tosca puerta que
daba a Avenida Matta. La razón era muy simple. En la casa no existía agua caliente,
y su anfitrión, de austeridad franciscana, lo invitó desde el comienzo a adquirir un
saludable hábito. Todas la mañanas, un baño de tina en agua fría. Así, con el cuerpo
casi anestesiado por la inmersión matutina, enfrentaba los frecuentes dos grados bajo
cero con que Santiago, en invierno, despierta a su gente.
Durante el primer semestre se sintió provinciano y huérfano. Solo, sin conocer a
nadie entre los cuatrocientos alumnos inscritos en la carrera, tuvo conciencia de la
audacia de su propósito. Aunque algunos de sus compañeros tenían su misma edad, e
incluso quince años, es decir uno menos que él, le parecían hombres de experiencia
en sus severos trajes de vestir, camisa blanca y corbata impecable. Los que más lo
extrañaban eran aquellos que añadían el bastón y el sombrero a su indumentaria.
Las cosas no pudieron empezar peor ese año. Todo el contingente de estudiantes
fue separado en dos grupos. En uno, los con apellidos de la a hasta la m, en el
otro, de la n hasta la z. Croxatto no figuraba en la listas. Sólo la cara de horror del
jovencito, su súplica llorosa, conmovió al encargado, que aseguró que por primera vez en su vida haría vista gorda al reglamento.
Superado ese incidente, Héctor comprendió que a codazos y gritos debía obtener
apuntes en la subasta que, según le habían informado, se realizaba a comienzos de
cada año en el patio de la Escuela de Medicina. Por aquellos años, cuando apenas
sí existían los textos de estudio, las notas tomadas a mano por los alumnos de los
cursos superiores aumentaban las probabilidades de éxito académico.
Efectivamente, entre las enormes columnas que sostenían la fachada de la escue12
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
la, Héctor se encontró en medio del remate. Era un panorama espectacular: los
alumnos agitaban sus brazos con el fin de agarrar apuntes y cuadernos. Sobre una
silla, otros mostraban sus productos.
- ¡Con estos apuntes obtuve un siete en anatomía! -vociferaban.
- ¡De mi puño y letra, textuales las clases del profesor Muhm! A sólo cinco pesos
las cien páginas.
De entre ese tumulto que se arrebataba los papeles, Héctor salió con un montón
de notas de botánica y un libro de química biológica escrito por el profesor Adeodato García Valenzuela. A los pocos días ya sospechaba que de poco y nada le
servirían. Comprobó aquello de que la unión hace la fuerza: sus compañeros de
curso comenzaron a formar pequeños grupos de estudio. Complementaban apuntes tomados en clases y se proveían de textos que iban consiguiendo. Pero él, provinciano y además tímido, se ubicó en franca inferioridad a la hora de establecer
contactos.
Su primer amigo fue un condiscípulo que vivía en un ambiente de pobreza casi
sórdida; de apellido Cabrera, que tenía varios años más que él. Veinticinco o más,
según especulaba Héctor. Había conseguido como caridad apuntes de un grupo
de estudio que, si bien ya no aceptaba a otros miembros, se compadeció de este
humilde y esforzado estudiante. Cabrera invitó a Croxatto a compartir su tesoro,
y lo convidó a su casa ubicada en una callejuela cerca de Irarrázaval con Vicuña
Mackenna.
Al llegar, Tito se sorprendió por un olor putrefacto que salía precisamente del
interior de la casa. Pero mayor fue su estupor al comprobar que por la mitad de la
diminuta sala, que hacía las veces de comedor, dormitorio y cocina, pasaba una
acequia. Allí, sobre el suelo desnudo, Cabrera tenía un camastro, en el que dormía
y se sentaba a estudiar su carrera de medicina.
Aparte de la compañía ocasional de Cabrera, Tito pasó ese primer año en Santiago
en la más profunda soledad; con terror de salir mal en algún examen y derrochar
el dinero de sus padres. Ni un solo sábado o domingo salió de paseo. Aprovechaba
el silencio reinante en la casa donde alojaba, para estudiar y copiar apuntes. Sin
embargo, pronto ese ambiente monacal también se acabó. Su anfitrión decidió
hacer, por primera vez en la vida, un gasto extra. Y se compró un fonógrafo y un
disco. Sólo uno. Se trataba de un concierto en violín, que no dejó de hacer girar a
partir del día en que lo tuvo en su poder.
Quizá fue el agua fría de la bañera, el concierto de violín que rompió su concentración, o la falta de velador o mesa donde tener sus libros, lo que instó a Héctor a
sugerir a don David la posibilidad de mudarse. Afortunadamente un tío, Eugenio
Croxatto, apareció en forma providencial y hospedó al futuro médico de la familia.
13
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
VII
El profesor de Química Fisiológica, el doctor Adeodato García, iniciaba su clase
con un pequeño discurso al auditorio:
- De esta sala no saldrán ni los mal educados ni los sediciosos. Créanme caballeros, de todos ustedes sólo un tercio podrá obtener su título.
Además de su reconocida sapiencia académica y fervor anticatólico, este profesor
-con paradójica estampa de profeta bíblico- sumaba a su currículum la fama de
intransigente ante los atrasos de sus alumnos. Bastaban dos inasistencias por lista,
para que ellos quedaran automáticamente excluidos del examen.
Una mañana, Tito se alarmó al no ver movimiento de alumnos, al llegar a la clase
de don Adeodato. La puerta de la sala estaba cerrada, pero según sus cálculos,
aún no era la hora. Presintió que había llegado demasiado adelantado, y comenzó
a leer paseándose por el pasillo. De pronto, Gatti, uno de los mozos de la escuela,
se le acercó corriendo:
-¡Croxatto! ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no entró a su clase?
- Es que aún no llega nadie... Mire, yo estoy muy extrañado...
- ¡Pero si están todos adentro! La clase debe estar por terminar, ¿qué le ha pasado
a usted, siempre tan puntual?
A Héctor comenzó a latirle el corazón a prisa. Dios mío, voy a reprobar el ramo.
Reprobar significa repetir el año... no es posible.
- Sabe Gatti, voy a hablar con el profesor. Tendrá que entender... Voy a enfrentar
así esto...
No alcanzó a terminar su frase cuando la puerta de la sala se abrió y un tropel de
alumnos comenzó a dispersarse por el pasillo. Contra la fuerza de esta corriente
humana, Héctor, a empujones, se abalanzó en dirección al profesor, quien esa
mañana le pareció más vigoroso e imponente que otras veces. A punto estaba de
pescarle la chaqueta, en actitud de súplica, cuando divisó a Abarzúa, su compañero en el Liceo de Temuco, quien le hacía desesperadas señas. Justo a tiempo para
callarse y permanecer inmóvil.
-¡Cállate Croxatto! -susurró Abarzúa-. Cuando él pasó lista, yo contesté por ti. No
la embarres ahora.
Abarzúa siempre aparecía providencialmente en momentos de necesidad.
- ¡Mil gracias, mil gracias... ! -respondió Tito. Pero vio que Abarzúa, sin darle
más importancia al asunto, también salía de la sala. Curiosamente, a pesar de
haber sido compañeros de liceo en Temuco, rara vez estudiaban juntos. Abarzúa
conocía a mucha gente en Santiago y siempre tenía entretención en agenda.
Tito, en cambio, aterrado ante la posibilidad de salir mal, se concentró en el estudio. Y aunque la anatomía no era su materia favorita, ante la falta de libros o
14
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
apuntes para apoyar las clases de los otros ramos, esta asignatura -con su pabellón
de disección a mano- se presentaba como más posible de abordar. Claro que también
tenía sus costos. Conseguir cadáveres no era una cuestión simple y eso lo obligó a
aliarse con otros alumnos para comprar primero, y proteger después, los cuerpos de
los indigentes muertos y no reclamados.
Antes de las seis de la mañana, Tito se reunía con otros cinco o seis estudiantes en el
frente del pabellón de anatomía. Hacían una «vaca» -o recolección de plata sacada de
los bolsillos- y luego negociaban con algunos de los mozos del lugar.
- ¿Nos tiene algo hoy, Jarita?
- Claro, como siempre no más... Pero esos chiquillos de ahí me están ofreciendo treinta pesos. Quizás ustedes tendrían un poquito más...
- Pero Jarita, si sabe que somos pobres, como usted...
- Claro, pero es que después también me tengo que quedar cuidando al fina’o... No
ven que otros grupos se roban a los muertos.
Seis pesos cada uno. Más de lo que tenía Tito muchas veces. Pero ese ramo era su
única posibilidad de éxito en los exámenes de final de año y le dedicaba mañanas
enteras.
Jarita tenía razón. Comenzó a ser cada vez más frecuente el robo de partes del cadáver en preparación. El grupo de Tito remató cierta vez un cuerpo entero, con todas
sus vísceras, y al día siguiente lo encontraron con un brazo menos y sin cabeza. Fue
preciso, entonces montar guardia junto al muerto, lo que aumentó el número de horas
consagradas a disecar los constituyentes anatómicos de las distintas partes del cuerpo: articulaciones, músculos, nervios, vasos...
El ramo que más temía era el de Fisiología. Teodoro Muhm, el profesor, era toda una
eminencia en la Escuela de Medicina. Sumaba a su ascendencia alemana, la formación adquirida en Europa, y en sus clases citaba los últimos documentos publicados
en revistas extranjeras a las que él se había suscrito. No obstante su gran talento y
preparación, Muhm no confiaba en el futuro de las ciencias en Chile. En gran parte,
porque consideraba que a los chilenos les faltaba mucha tenacidad y cultura general.
Para ratificar esta impresión solía interrogar a los alumnos, antes de iniciar su clase,
sobre cualquier materia que él consideraba elemental.
Una mañana, Tito estaba acomodándose para tomar apuntes sobre la espalda de un
compañero, que también se había quedado de pie en esa enorme sala de gradas, cuando escuchó al profesor Muhm que iniciaba su acostumbrado interrogatorio. Esta vez
las preguntas se referían a las proteínas del plasma sanguíneo. Tito se sorprendió,
pues ese tema lo había estado leyendo últimamente durante sus largas caminatas por
el Parque Forestal, nada menos que del libro texto escrito por el profesor García Valenzuela.
-A usted señor, a usted le estoy preguntando -escuchó decir a Muhm con su inconfundible acento alemán. Y mientras miraba a su alrededor, e intentaba descubrir quién
era la víctima esta vez, sintió a sus compañeros que lo zamarreaban diciendo:
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Héctor Croxatto aparece en el centro, designado con un círculo.
- Oye, si es a ti a quien indica.
- ¿A mí?
- Sí, a usted señor. ¿Cómo se llama? -le dijo Muhm, mirándolo fijamente.
- Croxatto, profesor, Héctor Croxatto.
- Muy bien, señor Rozato, responda.
- Bueno..., -y titubeando de nervios, al comienzo, y envalentonado por la familiaridad del tema que había requeteleído durante sus caminatas, después, hizo un
discursito improvisado, con su voz que, ya por ese final de adolescencia, sonaba
como en estéreo.
Muhm guardó silencio. El curso en pleno también. Algunos miraban sorprendidos
a este tímido compañero.
- Muy bien, señor Rozato. Pero muy bien- aplaudió Muhm.
El incidente subió los bonos de Héctor. Y aunque esto, de todas maneras, era beneficioso para él, también trajo su complicación. A partir de aquel día, cada vez
que Muhm no quedaba conforme con alguna respuesta, señalaba:
- A ver, dónde está el señor Rozato. Ah, ahí está. Bien, qué puede agregar usted
señor Rozato...
Héctor generalmente sabía las respuestas. Ese librito de García Valenzuela, que
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
remató el primer mes de clases, lo sacaba de muchos de los callejones en los que
lo encerraba Muhm.
Así y todo, el día del examen final Muhm hizo una pregunta que Tito no pudo
responder bien. Sorprendido por la repentina caída de su mejor alumno, intentó
llevarlo a otras materias. Sin embargo, Héctor estaba cada vez más confundido.
Interrogado sobre el oído interno quiso contestar apelando a sus conocimientos de
anatomía, pero de todas formas Muhn se veía decepcionado.
- No ha estado nada de bien, señor Rozato. Pero, verá, usted me ha dado buenas
respuestas durante el año. Lo tendré en consideración y lo aprobaré, mas con una
nota mínima.
Esa nota en fisiología fue la más baja que obtuvo en toda su carrera de medicina.
Quién hubiera dicho entonces que llegaría a ser Premio Nacional de Ciencias por
sus estudios y aportes a esa asignatura.
Afortunadamente, ese mismo año rindió un examen brillante en anatomía. Más
considerando que debió referirse, nada menos, que al nervio trigémino:
- El trigémino es un nervio mixto; por sus filetes sensitivos inerva la cara y la
mitad anterior de la cabeza; por sus filetes motores inerva los músculos masticadores. Se forma por dos raíces colocadas en la cara inferior de la protuberancia
anular, en el punto en que ésta se confunde con los dos pedúnculos cerebelosos
medios ...
El profesor se enderezó en su silla. Héctor continuó describiendo las dos raíces,
el nervio masticador con sus núcleos y trayectos, el nervio sensitivo, con sus
terminaciones y trayectos, y los ganglios de Gasser, oftálmico, de Meckel, esfenopalatino, ótico ...
Concluida su respuesta, el profesor guardó silencio.
¿Cuántas preparaciones de anatomía ha hecho usted este año, señor Croxatto? Ciento siete preparaciones, profesor.
Los miembros de la comisión examinadora se miraron entre sí. Héctor, no obstante, no prestó demasiada importancia al asombro de los maestros. Sabía que entre
sus compañeros de curso otros dos lo aventajaban, batiendo el récord en el estudio
de la anatomía con ciento once preparaciones.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
REFLEXION
«Superarse es algo vital en cualquier ser humano. Pero no basta. Porque la capacidad de superación es un atributo, mientras que el anhelo de vencer y alcanzar
metas cada vez más altas para servir mejor al prójimo, es una virtud. Y se autoimpone a fuerza de desear la virtud para uno mismo y para ejercitarla.
«Sin espíritu de servicio la competitividad deriva en afán de destrucción. Para
demostrar que uno se ha superado es inevitable sacar del camino a los que parecieran estar ensombreciendo aquellos logros. Esta idea la ha desarrollado maravillosamente hien el escritor CS. Lewis, quien nos invita a preguntarnos: ¿Qué
tipo de persona queremos formar a través de la educación? ¿Un ser altamente
competitivo? ¿O un ser que ve en el prójimo alguien a quien servir y con quien
colahorar?
«Pienso que, dadas las constantes y siempre presentes críticas al sistema educativo, esta debiera ser la idea central: un correcto modelo de educación debe
levantarse sobre un valor cristiano a veces olvidado como es el amor al prójimo.
Parece obvio, pero no lo es. La educación en Chile ha estado en permanente
remozamiento durante este siglo, no obstante da la impresión que sus reformas
tienden a cumplir la famosa frase de El Gatopardo: «Todo tiene que cambiar,
para que todo siga igual». Y mientras tanto, los jóvenes aprenden y memorizan
materias, sin saber por qué. Eligen profesiones movidos por mil criterios. Pero
a la hora de las grandes vacilaciones, del momento de decidir, ¿prima el afán de
servicio? ¿Tienen conciencia de que ellos están haciendo la sociedad? No... y ese
es un error del sistema educativo».
En conversaciones con la autora, marzo de 1993.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
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Eduardo Cruz Colee
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I
lgo pasaba en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Si bien
era frecuente observar a los estudiantes discutiendo acaloradamente de
política, por esos días los ánimos estaban mucho más caldeados y el motivo era simplemente un nombre:
Eduardo Cruz Coke. Ese joven médico, de sólo 26 años, postulaba a la cátedra de
Química Fisiológica que dejaba, al jubilar, don Adeoato García.
Muchos alumnos no veían con buenos ojos la posible elección de Cruz Coke. Le
precedía su fama de hombre conservador y católico, etiquetas poco acordes con
las nuevas ideologías que comenzaban a imponerse también en Chile por los años
veinte.
- En una universidad plural y democrática no debe darse cabida a recetas anquilosadas sobre la felicidad del hombre, -decía el discurso de algunos muchachos en
el patio del edificio.
Su amistad con renombrados sacerdotes, como Julio Restat, Carlos Casanueva,
Miguel Miller y Fernández Pradel, molestaba además a quienes, sin ser de la nueva izquierda, favorecían el anticlericalismo reinante. Los llamados «come curas»
no olvidaban que ese joven médico había sido uno de los fundadores de la asociación de estudiantes católicos.
Sin embargo, para las autoridades académicas, y para otro grupo importante de
alumnos, el postulante era el más idóneo para el cargo. Ayudante del profesor
Juan Noé, tenía puestos sus ojos en los descubrimientos científicos que día tras
día se anunciaban en Europa. Su conversación era extraordinaria y sorprendente,
pues siempre sabía algo nuevo, algo que recién había pasado por allá lejos, y que
implicaba un remezón en el fondo del conocimiento acumulado.
Pero además, Cruz Coke, a esa temprana edad, exhibía importantes logros profesionales. Había publicado unos «Apuntes sobre Microscopia» y participado en la
campaña contra el tifus exantemático en Valparaíso el año diecinueve. Contaba,
también, con el voto incondicional de su maestro, el doctor Juan Noé, a quien el
gobierno de Montt trajo desde Italia para erradicar el paludismo en el país.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Noé sabía por experiencia propia cuánto daño se hace a la ciencia cuando los
profesores no estimulan el progreso de sus discípulos. De hecho, él mismo se había embarcado en la aventura de atravesar los hemisferios, junto a una familia ya
formada, en gran parte para zafarse de otros científicos europeos que se portaban
como verdaderos tiranos con sus ayudantes.
En concreto y a pesar de la polémica en torno suyo, Cruz Coke ganó la elección y
fue nombrado profesor titular de Química Fisiológica y Patológica de la Facultad
de Medicina en 1925.
II
Héctor apenas le había divisado. Sabía más de él por un compañero suyo, Jorge
Mardones, sobrino del sacerdote Julio Restat. Y aunque ya había cursado el ramo
con el profesor Adeodato García, decidió asistir como oyente a su primera clase.
Nunca olvidaría aquella mañana. Vio entrar al doctor Cruz Coke a la sala con un
paso apresurado y nervioso. Sin solemnidad alguna. El silencio reinó inmediatamente en la concurrida habitación y todos los ojos se concentraron en ese rostro
anguloso, de mirada inquieta y transparente.
- Para alguien que viene como yo, con más entusiasmo que méritos, a desempeñar
esta cátedra de Química Fisiológica, una primera clase es algo así como un primer
beso...
Desde los dos o tres metros de distancia en que se encontraba, Héctor sintió que
recorría a paso veloz el puente imaginario que lo comunicaba con la interioridad
de ese profesor. Y que casi podía tocar su talento, su mística, y las prodigiosas virtudes intelectuales que hasta entonces no había encontrado en ningún otro
maestro de la Universidad.
No fue el único que sufrió igual impresión. Un poco más allá, otro alumno de segundo año, que también había asistido por curiosidad a la primera clase de Cruz
Coke, pensó que ése era el hombre que andaba buscando.
Sí, definitivamente Jorge Mardones estaba impresionado. Desde que había terminado la educación secundaria en el Colegio Alemán, extrañaba ese halo de fascinación por el saber que trasuntaban sus profesores. Extrañaba, por ejemplo, al
padre Martín Gusinde, el brillante sacerdote, etnólogo y antropólogo, que había
sido su maestro de Ciencias Naturales, quien le enseñó a palpar dentro de sí el
espíritu de investigación en interminables excursiones botánicas. Y al cura que
le hacía clases de matemáticas, quien debido al talento de Mardones, confiaba en
estar formando a un ingeniero. Pero a Jorge Mardones las matemáticas se le presentaban como celosas a la exploración. En cambio la ciencia..., la ciencia sí que
prometía develar misterios.
-La ciencia nació en Grecia, a orillas de ese Pireo divino que todavía nos encanta con el recuerdo de su genio... -señalaba mientras tanto Cruz Coke. Elevaba y
abría los brazos en ademán de verdadera plegaria, con un convencimiento total en
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
la inagotable capacidad de sorprender que tiene la naturaleza. Así, casi sin notas
en la mano, casi sin tocar el pizarrón, escribió aquel día la mejor clase de toda la
carrera universitaria de un grupo de jóvenes.
Héctor escuchó por primera vez nombrar a Warburg y aludir a su técnica respirométrica. A Otto Meyerhoff y a su ciclo metabólico. Y otras extraordinarias
novedades, como las planteadas por Windaus en torno a las recién descubiertas
vitaminas.
- Avanzaremos en este ramo expandiendo el horizonte -aseguró el maestro al
terminar la clase, y Tito salió de la sala con el convencimiento de que el suyo, al
menos, recién se había abierto.
Quizás sus ojos se cruzaron con los de Jorge Mardones. Quizás no alcanzaron a
confiarse su gran impresión de esa mañana. Pero para ambos quedaría registrada
en la memoria como el punto de partida en el cronograma de su vocación.
III
-¿Qué tiene que ver San Juan de la Cruz o Paul Valéry con las revelaciones de
Kendall sobre la estructura de las hormonas suprarrenales, o el papel del ácido
ascórbico? -se preguntaban francamente molestos algunos observadores de este
proceso de cambio que había iniciado Cruz Coke.
Es claro que no todos lograban entender al nuevo académico. Más de alguien
murmuró por los pasillos que este recién llegado era un lunático; pero eso sólo
consiguió aumentar la fascinación que despertaba en un grupo cada vez mayor de
alumnos.
Para Héctor Croxatto, Jorge Mardones y otros jóvenes apasionados por su vocación científica, Cruz Coke era la primera puerta que los llevaba hacia lo desconocido. El estudio de los cadáveres en que se habían concentrado durante todo el
primer año, les parecía, a la luz de las lecciones de Eduardo Cruz Coke, una necesaria pero superada etapa. Ahora era la vida, la vida con su torrente impetuoso, la
que contenía aquellos enigmas que este maestro les invitaba a visitar.
A medida que iba finalizando el segundo año de la carrera, crecía la admiración
que Héctor sentía por Cruz Coke. El «iluminado» -como años más tarde le llamaría la revista de sátira política Topaze, caricaturizándolo con una vela encendida
sobre la cabeza-, se transformó en su paradigma, que, obviamente, hacía aparecer
muy opacos al resto de los profesores.
Hacia mediados de octubre se animó a ir hablar con él para ofrecerse como ayudante. Imaginaba que conseguirlo sería muy difícil; no obstante, sabiendo que
por las tardes el profesor trabajaba en el Instituto Sanitas, recién fundado por él
y otros médicos con el fin de investigar y crear nuevos fármacos, se dirigió hasta
Agustinas cerca de la esquina con Cienfuegos.
Encontró a Cruz Coke en el laboratorio. Antes de que alcanzara a advertirle sobre
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
el motivo de su visita, se vio embarcado junto al maestro en un verdadero safari
por la tecnología. En Sanitas se hacían estudios clínicos avanzados y novedosos,
que daban un definitivo apoyo al diagnóstico médico. Esa tarde, Héctor vio placas
con muestras hematológicas, frascos con muestras de orina, tubos con cultivos
microbianos de secreciones orgánicas donde había que identificar microorganismos y procesos.
Animado por la vitalidad de Cruz Coke, se atrevió finalmente a abordarlo:
- Doctor, yo he venido a verle con el ánimo de servir como ayudante en su clase
de Fisiología.
Cruz Coke reaccionó como si ya lo supiera.
-¿Habla usted algún idioma, Héctor?-, preguntó sorprendiendo al joven.
-Hablo italiano... y leo bastante bien el francés, pero... -Héctor guardó silencio,
porque aún no entendía bien la intención de la consulta. Cruz Coke, mientras tanto, parecía buscar algo entre los papeles de su escritorio.
Al fin, extendió hacia él un documento y le dijo:
- En su primera función como ayudante de Química Fisiológica le rogaría que
analizara este trabajo. Mire usted, ha sido publicado el mes pasado en Europa y
creo que contiene interesantes antecedentes.
Así, sin preguntas ni resistencias, Héctor salió del Instituto Sanitas convertido en
ayudante de Cruz Coke. Al igual que él, Jorge Mardones, René Honorato, José
Calvo, Ignacio Matte Blanco y Alberto Gallinato, se acercaron al nuevo profesor
con la pretensión de colaborar en sus ayudantías. Si bien todos se sorprendieron
por la rápida acogida que el maestro les dio, mayor fue su incredulidad al escucharle decir:
- He conseguido para ustedes un pequeño sueldo que la Universidad les cancelará
al final de cada mes.
Para los seis, esto sí que era mucho más de lo que habían soñado.
Con las primeras remuneraciones recibidas decidieron en forma unánime suscribirse a revistas extranjeras. Jorge Mardones solicitó una alemana; Ignacio
Matte, una publicación inglesa; y Héctor, una italiana.
A fines de 1925, Eduardo Cruz Coke publicó su libro «La Acidez Iónica en Clínica». Por primera vez en Chile se intentaba definir y explicar la función del pH en
el organismo. Si esto aumentó el prestigio que él ya tenía, también alcanzó a su
pequeño grupo de ayudantes que, poco a poco, se convirtió en una elite intelectual
dentro de la escuela. El resto de los alumnos comenzó a hablar de los «satélites»
de Cruz Coke.
22
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
IV
Héctor divisó a Cruz Coke quien caminaba, como siempre, a paso apresurado por
los pasillos de la Facultad. Además de sus clases y del trabajo de laboratorio que
realizaba en el Instituto Sanitas, repartía su jornada entre el hospital San Juan de
Dios -por ese entonces ubicado en la Alameda, al lado de la Iglesia de San Francisco-, y su consulta particular. De ahí que a nadie le extrañara demasiado verlo
permanentemente apurado.
- ¡Héctor! -saludó y le estrechó la mano con el entusiasmo habitual-. Me imagino
que no faltará mañana a mi casa.
- De ninguna manera, profesor. Usted sabe que no me perdería por nada su tertulia. Llevaré a mi hermano Arnaldo, que estudia Química y Farmacia. Le he hablado tanto de estas tardes de sábado en su casa, que él está deseoso de comprobar si
es verdad lo que yo cuento.
- No se desilusionará, se lo aseguro -respondió Cruz Coke, al alejarse-. Mire que,
además, les tengo una sorpresa.
Nada podía sorprender ya demasiado a Héctor, a estas alturas. Desde que Cruz
Coke lo había invitado por primera vez a las tertulias que realizaba los fines de
semana en su casa, esperaba con ansias el sábado para escuchar el tema elegido
para esa ocasión y para conocer a los demás convidados del maestro. Es más, por
el sólo hecho de estar en la biblioteca de Cruz Coke, Héctor se sentía transportado
a un fascinante mundo de ideas, de proyectos por realizar.
Eran horas de incontables atracciones. Junto con él, asistían al hogar de Cruz
Coke, ubicado en Providencia, los demás ayudantes que también se fascinaban
con la posibilidad de conversar con personajes de renombre. El matemático Ramón Salas Edwards iba a menudo, al igual que políticos famosos e influyentes
como Velasco Ibarra y Seoane; filósofos de la altura de Andrés Siegfried y Georges Dumas; o actores, escritores, y artistas, y por supuesto, científicos europeos
que estaban de paso por Santiago, como Federico Enríquez y el fisiólogo Lapicque. También en casa de Cruz Coke escuchó hablar por primera vez de la teoría
freudiana, de las obras de García Lorca, y de los recientes descubrimientos en
torno a la vitamina C. Todo esto acrecentaba en él un apasionamiento por la vida,
el mundo y el saber, como nunca antes había sentido por nada.
Quizás el recuerdo de un rostro de niña, de una larga trenza rubia, lo transportaba
hacia otros paisajes de ensueño, pero la nostalgia no alcanzaba a empañar la felicidad que sentía al pasar la tarde del sábado en la biblioteca de Cruz Coke. La
verdad es que como él, todo ese grupo de jóvenes anhelaba tener algún día una
biblioteca similar.
Claro que en esa casa también existía otro atractivo: las once que la señora Marta
Madrid preparaba para los invitados de su marido les parecía a estos muchachos
un premio, y devoraban con el voraz apetito acumulado durante esa larga semana
de estudio, caminatas y privaciones, todas las mermeladas caseras, queques y pan
fresco que les ponían delante. De esta forma, el rito del té completaba ese ideal
23
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
de vida que se iba fraguando en ellos junto a la chimenea de la biblioteca familiar.
Puede asegurarse que el ejemplo de Cruz Coke no sólo influyó en la formación
intelectual de sus discípulos, sino también sembró en ellos el ansia por un amor
para la vida entera: el anhelo por una esposa que se aliara a sus pensamientos
igual que Marta lo había hecho con él.
V
Habían pasado siete largos años desde la última vez que vio a Viola. Ya no llevaba
su larga trenza, sino un peinado muy moderno. Pero, curiosamente, cuando Tito
la recordaba, la veía en su imaginación como aquella primera tarde, mientras tomaban el té y eran niños.
Ahora, en el tren rumbo a Concepción, soñaba con verla otra vez. ¿Cómo estaría
ella? La indiferencia con que lo trató las veces anteriores no era un signo esperanzador, pero de todas formas soñaba con ella. Y tenía planeado, apenas pusiera un
pie en la ciudad, contactarse con una amiga común para sorprenderla. Para bien
o para mal, pensaba.
El calor del mes de febrero lo hacía cada cierto tiempo distraerse de la lectura de
su libro, para secar el sudor que le cubría la frente. Entonces pensaba un instante
en el motivo de su viaje, ese congreso de médicos al que asistía por recomendación del doctor Armas Cruz. También meditaba en torno a lo que Cruz Coke le
venía repitiendo con insistencia:
- En Chile, Héctor, se puede y se debe hacer investigación científica. Hasta ahora
hemos sido receptores del conocimiento; pero ha llegado la hora de protagonizarlo. Piénselo, Héctor, piénselo.
Cruz Coke había viajado a Europa después de asumir la cátedra de Química Fisiológica. En Berlín trabajó con los bioquímicos Warburg y Meyerhoff; con Hopkins,
en Londres, y con el fisiólogo Lapicque, en París. Junto a este último publicó un
importante trabajo, en 1927, sobre un nuevo método de diálisis clorofórmica.
- Piénsenlo -le repetía a su selecto grupo de ayudantes-; ustedes son jóvenes,
pero ya están haciendo su internado. Y pronto llegará el momento de escoger un
tema para hacer su memoria. Piénsenlo. El avance de la bioquímica durante estos
últimos años ha sido enorme y hoy ustedes pueden investigar en un sinnúmero de
apasionantes temas: identificación de hormonas y de vitaminas; cáncer, metabolismo... , piénsenlo.
Héctor creía palpar a veces la fascinación que el trabajo de laboratorio despertaba
en su maestro. Pero también sabía de su mortificación: no podía concentrarse en
él. Por un lado estaba el hospital, y por otro, su propia consulta.
- Pero ustedes están empezando. Y en Chile se puede y se debe investigar. Es necesario crear laboratorios, y estar en ellos. Mire, Héctor, ¿recuerda usted lo que
decía Paul Valéry? «La casualidad no sonríe jamás sino a aquellos preparados
para recibirla». Los grandes descubrimientos que desvían el curso de la historia
surgen del trabajo sistemático en el laboratorio, realizados por amantes de la di24
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
simetría.
«Sí, hay que impedir que se aburguese el alma», pensaba Héctor a medida que
avanzaba el tren. Pero, ¿cómo hacer compatible la medicina con la investigación?
El propio Cruz Coke no podía hacerlo.
- Pero ustedes están empezando, la ciencia los espera, piénsenlo.
VI
Viola intentaba cambiar la cinta de su máquina de escribir, pero algo pasaba con
ese carrete nuevo. Y mientras no conseguía hacer encajar los cilindros, sus dedos
se iban tiñendo con la tinta negra y roja de la cinta. Suspiró como dándose ánimo,
pero no alcanzó a intentar de nuevo porque su vieja amiga le hacía señas por la
ventana para que saliera a la calle. Y aunque Viola estaba algo apurada, porque ya
era mediodía, se apresuró a ir a saludar a su visita.
-¡Hola... -empezó a decir la amiga, pero Viola estaba mirando hacia la esquina,
desde donde venía caminando un joven elegante y muy trajeado, que no era de
ningún modo, pensó ella, de Concepción. Estaba a punto de preguntarle a su amiga si lo conocía, cuando, para su estupor, él cruzó hacia ellas.
«De seguro viene a preguntarnos por alguna calle», se dijo Viola, sin darse cuenta
de que su amiga la miraba sorprendida.
-¡Pero Viola -le dijo, cuando el joven ya estaba frente a ellas-, no te puedo creer
que no te acuerdes de él!
Viola no entendía qué estaba pasando, y nerviosa, intentaba limpiar con un papel
sus dedos manchados.
-¿Cómo, no reconoces a Tito?
Viola, casi paralizada por la impresión, creyó que se caía muerta. Con el tiempo
llegaría a reconocer que en ese instante se sintió absolutamente enamorada, pero
aquel mediodía de febrero, hizo honor a su carácter fuerte, logró sobreponerse y
disimuló el impacto. Después de una conversación muy formal, pudo responder
como la mujer de armas tomar que ella quería ser.
- Nos vemos en la tarde -le dijo Tito, al despedirse.
- En Penco tendría que ser, no más, porque me voy a pasar la tarde allá con mi
mamá y mis hermanas -contestó, rezando para que Tito aceptara la invitación.
Pero contra lo calculado, él guardo silencio.
- Es una lástima, Viola. Yo quisiera volver a verla esta tarde, pero estoy recién
llegado para asistir a un congreso. No quisiera ser descortés con los amigos de
mis padres que me alojarán estos días.
- Bueno, usted verá qué hace -le dijo ella, aparentemente tranquila, aunque en su
interior le daba pena no verlo en la tarde.
Sin embargo, horas después, cuando estaba sentada en el interior del tren que se
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
dirigía a Penco, vio desde la ventana que Tito corría y le hacía señas con el sombrero.
- ¡No podía dejar de verla! -le dijo. La madre de Viola sonrió complacida, porque
anidaba por años la esperanza de un entendimiento entre su hija y Tito.
Esa misma tarde, en la playa, se comprometieron. Hubo un beso, empezó el tuteo, y se anunció el noviazgo a la suegra. Y como Tito se agarró una insolación
brutal, ese congreso de médicos en Concepción figura en el currículum del doctor
Croxatto como el único del que desertó.
VII
Las cartas de amor y de ciencia comenzaron a llenar los cajones de Viola. En
ellas, Tito le repetía que ella era la ilusión más grande de su vida, pero que las
jornadas junto a él serían muy duras. La dedicación a la ciencia implicaba muchas
horas de trabajo y de estudio... iba a quedarles poco tiempo para la diversión, y,
además, jamás tendrían dinero. Pero quizás viajarían, soñaba él, porque el mundo
estaba lleno de laboratorios donde aprender.
El nombre de Cruz Coke estaba presente en cada página que Héctor escribía, y
Viola comenzó, en secreto, a temer que el profesor de su novio no aprobara esta
relación que podría distraer a Héctor del trabajo y del estudio. También sentía
miedo de que don David tampoco viera con buenos ojos el romance. ¡Ella estaba
tan apartada de ese mundo universitario que Héctor le describía en sus cartas,
que de verdad anidaba grandes inseguridades con respecto a sí misma! Esperaba
con gran nerviosismo el 21 de junio, fiesta de San Luis, la fecha en que viajaría
a Santiago acompañada por una de sus hermanas, y tendría oportunidad de estar
junto a Tito para confiarle todas estas aprensiones.
Una tarde, de regreso de la oficina donde trabajaba como secretaria, vio confirmados algunos temores.
- Viola -le dijo su madre al recibirla en la puerta-, viene un señor de Santiago a
conocerte.
- ¿A mí? -preguntó ella sorprendida.
- Es un francés, dice que es amigo del doctor Cruz Coke y de Tito... , a él le dice
Hectorcito -advirtió la madre.
Efectivamente, en la salita, Viola se encontró con monsieur Pacotet, un enólogo
grande y gordo, de monóculo y bastón, que fue directo al grano:
- Yo aprecio mucho a este muchacho, lo he conocido en casa de Cruz Coke, y he
venido especialmente a comprobar si usted es la señorita adecuada para él. Porque, sabrá niña, que un espíritu como el de Héctor puede verse apagado por un
mal amor.
A los pocos días, Viola supo, por una carta de Tito, que monsieur había dado su
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
visto bueno. ¿A quién? Los novios dieron por sentado que todo había sido iniciativa del propio Pacotet, aunque también sospecharon que el doctor Cruz Coke y
Marta, su señora, recibieron de boca suya las primeras referencias de la novia de
su discípulo. Un par de meses después, en Santiago, Viola tuvo la oportunidad de
conocer al matrimonio Cruz Coke. Y aunque estaba muy impresionada por la estampa del profesor, que la transportaba hasta de un mundo de cultura desconocido
para ella, mucho más la cautivaba la actitud serena y solícita de Marta. Cuando
ambas estuvieron un rato a solas, le dijo:
- Viola, qué pena que usted y Héctor estén tan lejos. El noviazgo es una de las
etapas más lindas de la vida, ¿no podría hacer algo para venir a vivir a Santiago?
Quizá su familia tenga parientes aquí..., o tal vez pudiera conseguir un traslado
de su oficina.
Si bien Viola acogió con gran alegría la sugerencia, habría de pasar más de un
año, y otra fiesta de San Luis, antes de que ese proyecto se hiciera realidad. Por
lo que durante un tiempo, el noviazgo siguió por carta, y anecdóticamente, por
teléfono.
En efecto, una tarde, Héctor se encontró con Abarzúa, su amigo de Temuco, quien
le contó a modo de secreto:
-Oye, tengo una suerte. No te digo. Fíjate que hablo casi todos los días a mi
casa.
- Pero, ¡cómo! Si es carísimo -le respondió Héctor abismado.
- Mira, encontré un centro del Partido Conservador, y ahí puedo hablar. Nadie
dice nada.
- ¿Y no te cobran?
- Nada. Ni un peso.
- Oye, ¿y tú crees que podría ir a hablar yo también? ¡Sería increíble hablar con
mis padres, y con mi novia!
- ¡Por supuesto! ¿Por qué no?
La maravillosa posibilidad, sin embargo, prontó se acabó y en forma escandalosa. Aunque en el centro de ese partido no lograron descubrir a los autores de los
millonarios llamados de larga distancia, se inició una severa investigación que
mantuvo con el alma en un hilo a Héctor y a Abarzúa.
VIII
Este asunto de la memoria le venía dando vueltas en la cabeza desde hacía bastantes semanas. Cruz Coke decía: «En la formación de un científico no basta con
la lectura del material escrito, aunque éste sea fuente inspiratoria de nuevos horizontes. El científico se construye enfrentando la realidad, en un quehacer creativo
27
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
que se sostiene a sí mismo con la búsqueda de lo que está oculto detrás de las
apariencias». Por eso, el desafío estaba planteado para Héctor: debía realizar un
experimento, seleccionar un modelo que le permitiera resolver alguna incógnita.
Pero el problema aparecía inmediatamente: el único laboratorio existente en la
universidad era una gran sala dotada de medios muy elementales. Y los ayudantes
de Cruz Coke necesitaban otras condiciones más propicias para lanzarse a esa
aventura, en búsqueda de un nuevo saber. Más cuando en otras partes del mundo
se vivía un periodo de floración de descubrimientos bioquímicos: hormonas, vitaminas, procesos energéticos que sostienen la vida...
Una tarde, en el laboratorio de Sanitas, Héctor le planteó a Cruz Coke la posibilidad de aislar la vitamina D, o antiescorbuto, para lograr su identificación química, desconocida hasta esa fecha. Fue una circunstancia feliz. Cruz Coke ofreció
los laboratorios del Instituto Sanitas y así se abrió para Héctor el mundo mágico
de la investigación, en un lugar que tendría enormes influencias posteriormente.
Casi sin literatura precedente, y sin profesores al tanto de esta materia, la aventura en torno a la vitamina D incluyó al profesor Bancelin, físico contratado por
la Escuela de Ingeniería. El hombre trabajaba con radiación porque investigaba
acerca de estructuras moleculares. Se interesó por la tesis de Héctor y le prestó
gran ayuda, sobre todo a través de instrumental que sólo él poseía en Chile.
Para el resto de los académicos, y para qué decir de los médicos, todo lo relacionado con las recién descubiertas vitaminas seguía teniendo carácter de noticia
extranjera. Su descripción y alcances no se sospechaban aún en el país.
- Mi intención es demostrar si la vitamina D opera en el organismo tal como se
ha venido señalando en teoría durante estos últimos años. He pensado investigar
con embriones de pollo -explicaba Héctor-. Usted sabe que el fémur de los pollos
aparece al octavo o noveno día de incubación. Se podría cultivar este huesito en
un medio enriquecido con vitamina D, para verificar si se acelera el proceso de
calcificación.
- Deberá resolver dos dificultades más -le recordó también Cruz Coke, al comienzo de la investigación-. Primero, todo esto debe realizarse en la más absoluta
asepsia. Y, luego, viene lo más conflictivo: ¡no disponemos de vitamina D en
forma aislada!
Felizmente, en el Instituto Sanitas se logró activar la vitamina D irradiando con
luz ultravioleta al ergosterol.
Quizá la etapa más dura de todo este trabajo fue la del cultivo de fémures de
pollo. Pero de igual forma, más que los resultados obtenidos con esos huesos, el
logro que más conformó a Héctor fue el vencer las dificultades tecnológicas.
- Disponemos de tan poca técnica -se quejaba al final ante Cruz Coke.
- Este país le agradecerá si usted colabora en formar laboratorios -le insistía él,
que de cada viaje a Europa volvía con más conciencia de lo que faltaba por hacerse en Chile.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Hacia mediados de diciembre de 1930, un enorme sobre aguardaba a Viola a su
regreso de la oficina. Ella había seguido por carta todo el proceso de los huesos
derechos e izquierdos de las patas de los pollos, y su alegría fue enorme al comprobar que se trataba de la memoria impresa. Sabía todo el trabajo que quedaba
atesorado entre aquellas tapas, y también la suma de dinero que se había necesitado para imprimir los cien ejemplares que por esos años se exigían a los egresados.
Tres dedicatorias antecedían el trabajo:
«A mis padres queridos, que han sido mi mejor aliento, con inmensa gratitud y
cariño».
«Al profesor Eduardo Cruz Coke, mi maestro, que me hizo sentir por primera vez
la emoción de la ciencia».
«A mi Viola querida, la más bella ilusión y realidad de mi vida».
La presentación de la memoria ante la comisión examinadora se efectuó el 31 de
diciembre, a poco de marcarse en los relojes el inicio del año nuevo. La distinción
máxima obtenida coronó el largo estudio de su carrera de medicina, pero también
llevó a Héctor a cavilar esa misma noche sobre un asunto que recién, quizá durante la exposición de la tesis, había vislumbrado.
- Profesor -sugirió, apenas pudo, a Cruz Coke-, me he quedado pensando en aquello que usted mencionó hace un par de semanas. Sí, claro que sería interesante
experimentar con la vitamina C.
- Bueno, Héctor, pero nuevamente enfrentamos el problema de no tener la vitamina aislada. Y ya ve usted que esa reacción azul que usted consideró un buen signo,
también se logró con el trigo seco que no tiene vitamina C.
- Por eso he pensado que deberíamos provocar el escorbuto en algún animal.
-¿Cuánto tiempo podría tomar eso? -respondió Cruz Coke-. Pero, bien... Inténtelo.
En efecto, provocar el escorbuto no era tarea fácil. Se planificó un experimento
con cobayos, animales herbívoros, que habitualmente consumen un alimento rico
en vitamina C. Para provocarles el escorbuto había que evitar la ingestión de la
vitamina utilizando un alimento que no la incluyera. Se empleó con ese propósito
leche sometida a temperaturas de 140 grados y avena machacada. Héctor esperaba ver finalmente a sus cobayos con los mismos síntomas que hicieron sufrir a
los tripulantes de Hernando de Magallanes, aprisionados por falta de vientos en
medio del océano, sin frutas ni verduras frescas.
El mozo del Instituto Sanitas seguía con enorme interés este experimento. Mientras ayudaba a Héctor a limpiar las jaulas, éste le narraba la aventura de aquellos
marinos:
- Imagine, usted, la boca cárdena y sangrosa de esos pobres hombres privados
de agua fresca y, sobre todo, de fruta. Imagine que si eso volviera a ocurrir, y
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
supiéramos que la vitamina C alivia ese mal, nunca más habría escorbuto en el
mundo.
Un día domingo llegó muy temprano al laboratorio, para asear y controlar a sus
animales. Al aproximarse descubrió sobresaltado que los cobayos estaban sangrando por el hocico. Si bien llevaba semanas esperando ese resultado, casi quedó
sin respiración por el impacto del espectáculo. Había logrado provocar en ellos el
famoso escorbuto florido.
Casi no podía contener la emoción y lamentaba que faltaran tantas horas para el
lunes, cuando podría comunicar la noticia a Cruz Coke. Esa noche casi no durmió,
y escribió una larga carta a Viola, en la que describió, paso a paso, sus impresiones de la mañana.
Al fin, el lunes por la tarde vio a Cruz Coke que llegaba al Instituto Sanitas. Lo
aguardaba impaciente, y salió a su encuentro. Pero el profesor venía acompañado
de un ilustre visitante, el doctor Bernardo Houssay, académico argentino que llegaría a ser Premio Nobel de Ciencias.
- Venga a ver esto, profesor Houssay -dijo Cruz Coke, sin quitar la vista de encima de los cobayos de Héctor.
- ¡Pero ... ¿escorbuto?! -preguntó sobresaltado-, ¿cómo lo logró? Yo había visto
sólo por fotografías algo semejante.
Héctor les explicó detalladamente su experimento, pero antes de terminar fue interrumpido por Houssay, quien le dio fuertes palmadas en la espalda, y agregó:
- Bien, muy bien.
«Este ha sido el primer espaldarazo que me da la ciencia», pensó Héctor.
A los pocos días, gracias a una dieta rica en jugo de limón, los cobayos dejaron
de sangrar.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
REFLEXION
«Me choca oír hablar de «universidad docente» en contraposición a universidad
plena. Por definición, la Universidad es creadora de nuevos conocimientos y por
eso tiene el sello de universal. Reducirla a la formación de profesionales es un
error que causa un daño que no ha sido totalmente dimensionado por los burócratas que buscan «administrar» eficientemente las universidades. Es falaz creer
que una universidad puede subsistir sin investigación, porque lo prioritario en
una casa de estudios superiores es la formación y capacitación permanente de los
profesores, cuyo método por excelencia es la investigación. Los alumnos, como
preocupación universitaria, vienen después. Esto no tiene por qué escandalizar
a nadie. Un país es lo que son sus universidades: esta calidad no se importa y
así se lo he respondido a algunos economistas que creen que es numéricamente
indicado «comprar» la ciencia y la tecnología en vez de producirla en casa».
En conversaciones con la autora, invierno de 1993.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
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Viola Avoni Mendel
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n Santiago, se caminaba entre mendigos. A los pobres de siempre, que,
ahora, en plena crisis del año treinta eran aún más pobres, se unieron los
trabajadores de las salitreras que llegaron a la ciudad junto a sus familias.
En pleno invierno se veía a la gente apenas cubierta con sacos sobre la calle pelada, y a toda hora, el humo de la choca al fuego era la evidente señal de auxilio
de los estómagos vacíos.
- Viola -le decía Héctor a su novia-, le escribí a mi padre para anunciarle que nos
queremos casar. Pero él, tú sabes con qué pesar, me ha dicho que no tiene un centavo para ayudarme.
Estaban sentados en un banco del Cerro Santa Lucía. Viola desvió la mirada hacia
la tierra, para que Héctor no viera sus pucheros de pena. Llevaba un par de meses
viviendo en Santiago, porque al fin había conseguido un traslado, y la situación
tampoco era nada fácil para ella.
- ¿Almorzaste hoy?- preguntó Héctor, para cambiar el tema y consolarla.
- Sí, de verdad -respondió, como para calmar la preocupación de su novio. El
sabía que Viola contaba con dinero para comer sólo una vez al día; que caminaba
diariamente desde la primera cuadra de la calle Carmen, donde quedaba su pensión, hasta Moneda. y que un gasto tan pequeño, como cambiar las tapillas de los
zapatos, era un lujo para la joven.
-No importa, Tito -dijo finalmente ella; levantó la vista y con tono seguro, agregó:
-Vas a ver, todo se arreglará. Pronto será primavera y, quizá, de aquí al verano, ya
estemos casados. Además de la plata que te pagan en el Instituto Sanitas y de lo
que ganas con los pacientes de la consulta, algo saldrá.
- Sí -respondió-, y cada vez tendré menos tiempo para estar en el laboratorio.
Ayer estuve con Jorge Mardones y siente lo mismo: él va en las mañanas al San
Juan de Dios, en las tardes al laboratorio, a partir de las cinco a la consulta, y por
la noche, hace las visitas a domicilio. ¿Cómo vamos a desarrollar la ciencia en
Chile así?
- Bueno -le rebatió Viola-, así lo ha debido hacer el doctor Cruz Coke. ¿Por qué
los discípulos van a ser más que el maestro?
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Hay una diferencia, Viola -explicó él con un convencimiento que era cada vez
más patente-; el profesor Cruz Coke disfruta mucho de la relación médico paciente. El es un gran médico.
- ¿Y tú?
Viola venía adivinando la respuesta. Es más, creía que en esa carta que Héctor
envió a don David no sólo iba el anuncio del casamiento, sino también la insinuación de que dejaría finalmente la medicina por la investigación científica.
Viola soltera
Pero en vez de responder, Héctor se levantó sobresaltado. Como era tan frecuente
entre ellos, otra conversación de pareja quedaba interrumpida por el llamado del
deber.
- Vamos, Viola. Hoy tengo dos pacientes en la consulta.
Mientras se dirigían a toda velocidad al pequeño estudio ubicado cerca del cerro,
que Héctor había instalado junto a su compañero Ignacio Matte Blanco, Viola
recordó el artículo médico que había comenzado a traducir del alemán, la tarde
anterior.
- Tito, ¿de verdad necesitas esa traducción? Mira que si te preocupa que yo vaya
a la consulta contigo, por lo que pueda pensar la gente, no voy.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Lo necesito, Viola, te lo agradezco. Tú sabes que no entiendo bien el alemán.
Más tarde, cuando Viola ya estaba instalada con su trabajo de traducción en frente,
Héctor se acercó, y como para cerrar la conversación anterior, le dijo despacio:
- Violita, conmigo nunca vas a tener dinero.
- Y fiestas y diversión..., sólo para cada muerte de obispo -remedó ella, que ya
tenía muy asimilada la lección-. Pero no me importa, Tito -lo tranquilizó-, además
que ya me embarcaste en este asunto de la ciencia. Aunque yo no entienda nada,
siempre te ayudaré.
- Lo que sí harás conmigo es viajar -le aseguró él y rió, sin sospechar que, con
los años, el anuncio se cumpliría en extremo. Porque los dos juntos darían, de
congreso en congreso, tres veces la vuelta al mundo.
II
En el laboratorio del Instituto Sanitas, Héctor veía diariamente a Eduardo Cruz
Coke, quien además de su cargo como director técnico de ese centro, dirigía la
Clínica Médica del Hospital San Juan de Dios y formaba, junto a otros profesores, por petición especial de monseñor Carlos Casanueva, la Escuela de Medicina
de la Universidad Católica. Sin embargo, a pesar de esos afanes y muchos otros
que Cruz Coke asumía con pasión, seguía contactado con el extranjero; viajaba a
los más importantes laboratorios del mundo y publicaba sus trabajos en revistas
internacionales.
- En Chile se puede y se debe investigar, Héctor -le repetía. Y esa certeza sonaba
en los oídos del joven más bien como un desafío. No tanto por ser una labor para
pioneros, sino porque implicaba un cambio bastante radical en su proyecto de
vida. No sería lo mismo trabajar como médico, que como científico.
- ¿Qué es un hombre de ciencia, en definitiva? -se preguntaba Héctor durante sus
largos recorridos entre el laboratorio y la consulta, y la consulta y los domicilios
de los pacientes. Se respondía solo:
. Un señor que habla en un lenguaje que parece chino para el resto de las personas.
- Un hombre que, a ojos del público que juzga, debería descubrir algo notable,
por lo menos, para justificar sus largas horas vestido de blanco dentro de un laboratorio.
- Un marido que enclaustra, de paso, a su mujer; porque las largas horas de observación lo sumen en un ensimismamiento constante.
- Un padre que sacrifica el buen pasar de los hijos por dedicarse a una actividad
que jamás será lucrativa.
Cuando comentaba estas dudas con Cruz Coke, él le respondía:
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Mire, Héctor, llegará el día que en Chile se entienda que aquí se puede desarrollar la ciencia pura. Ese día usted se sentirá respaldado en su obstinación por
descifrar los misterios de la naturaleza.
Y entonces le recordaba alguna famosa anécdota que ilustrara sus palabras:
- ¿Sabía usted que cuando Franklin exhibió ante personajes de la corte de Francia el ascenso del globo aerostático por él construido, escépticos cortesanos le
preguntaron para qué servía un globo? Franklin contestó: «¿Y para qué sirve un
niño?» Eso es la ciencia básica, que no es igual que ciencia aplicada. Un niño,
pero con todo el potencial de un genio.
Pero como tantas veces ocurre en la vida, la toma de decisión por parte del joven
Croxatto fue precipitada por un acontecimiento trágico. Un día le llamaron a su
consulta para que fuera a examinar al niño de una familia numerosa y muy adinerada. Por la tarde acudió hasta ese hogar; se encontró con varios de sus miembros
enfermos, aunque evidentemente el más afectado por el cuadro era el pequeño.
Al ir por los cuartos, Héctor no dejaba de impresionarse con la gordura de todos
los presentes. Y finalmente, al examinar al niño -que tendría unos doce años, pero
tantos kilos como un adulto- dio un seguro diagnóstico: fiebre tifoidea.
- Ánimo -indicó a los padres-, este cuadro dura alrededor de cuarenta días y no
hay más que hacer.
Durante los dos próximos días, Héctor volvió a visitar al niño; confirmó su parecer, y también la impresión de que en esa casa se comía más que en todo el vecindario junto. Pero en realidad, eso era un dato curioso y no tenía nada que ver con
su diagnóstico, que le parecía ciento por ciento seguro. Dada la frecuencia de la
fiebre tifoidea, trataba el caso más bien como uno simple y trivial.
Sin embargo, una tarde en que había quedado de acudir a controlar al enfermo, no
lo hizo. Los cobayos del laboratorio lo retuvieron más de la cuenta.
A la mañana siguiente, muy temprano, tocó la puerta de la familia de obesos. Le
abrió la madre del niño, con el rostro absolutamente desencajado:
- ¡No era tifoidea! ·le gritó indignada- ¡Mi niño tiene peritonitis y se está muriendo! Por su culpa se han perdidos días y días, cuando ya debería estar operado.
Héctor, aún con su sombrero en la mano, no encontraba palabras para responder.
Pero al darse cuenta de que la mujer intentaba cerrarle la puerta en las narices,
llamó a voz en cuello al otro médico, que recién había divisado en el interior de
la casa:
- Doctor, por favor, explíqueme qué ha ocurrido. Necesito saberlo- imploró.
- Usted es muy joven todavía -le respondió él, con un tono complaciente que más
bien hirió a Héctor-, y estas cosas pasan a veces.
- Por favor, doctor -suplicó finalmente -, le ruego que me permita participar en la
operación como ayudante. Me siento en deuda con esta familia.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
En pocas horas estaban en el pabellón buscando el apéndice. Se encontraron con
un entorno congestionado y gran reacción del peritoneo, pero ninguna perforación. Así y todo, el veredicto del otro médico fue, sin lugar a dudas, apéndice.
Para Héctor, la situación no parecía tan clara, pero como la familia no quiso ni tan
sólo mirarle la cara, se fue completamente apesadumbrado.
- Viola -le dijo más tarde a su novia-, no creo poder vivir compartiendo, o lo que
es peor, postergando, a los enfermos por los cobayos. No sería justo.
Y se quedó con los cobayos.
III
Lo que estaba ocurriendo en 1931 en el Instituto de Educación Física de la Universidad de Chile, salía todos los días en el diario. Los alumnos entraron al recinto
ubicado en la calle Morandé, se atrincheraron y con revólver en mano expulsaron
a todos los profesores.
- Nunca más permitiremos en este Instituto un régimen militar- prometían los
amotinados, que curiosamente estudiaban para convertirse en inofensivos profesores de gimnasia y de economía doméstica.
Pero, aunque el golpe iba dirigido al gobierno del general Ibáñez -y a quienes
no habían impedido que ese instituto, fundado por don Joaquín Cabezas, pasara
a depender del Ministerio de Defensa-, los afectados resultaron ser los antiguos
maestros que, a gusto de los alumnos, fueron todos removidos. Sólo se salvaron
los que hicieron causa común con el estudiantado.
Entonces el decano, el doctor Luis Vargas Salcedo, llamó a Héctor Croxatto y a
Jorge Mardones para ocupar algunos puestos vacantes.
-Es una oportunidad increíble para mí -decía Héctor a Cruz Coke, al conocer la
oferta-, pero estoy dudando... mire usted que yo he venido preparándome como
bioquímico todo este tiempo; he asistido, incluso, a clases de matemáticas en la
Escuela de Ingeniería para vérmelas mejor con las fórmulas químicas, y ahora me
ofrecen la cátedra de Fisiología. Además, la nota más baja de mi carrera la obtuve
precisamente en esa asignatura, con el profesor Muhm.
- Anímese, Héctor -respondió Cruz Coke-, acepte el cargo y forme un buen laboratorio de investigación allá. Yo lo ayudaré.
A los pocos días, el «maestro» lo sorprendió con un libro de regalo: contenía
trabajos prácticos de Fisiología. Era el único texto realmente útil que se podía
encontrar en todo Chile.
- Con este sueldo sí que nos podemos casar -anunció Héctor a Viola, aunque ambos sabían que esa paga por horas de clases, no era en realidad lo que se llama un
sueldo.
- No me pagarán ni el tiempo dedicado al laboratorio ni el destinado a guiar las
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
memorias de los alumnos.
- Eso también es parte de la vida universitaria -le dijo alguien a modo de consuelo.
El caso es que, por lo menos, podía casarse y el matrimonio quedó fijado para
enero del año entrante, 1932 según el calendario, aunque Héctor no sabía de dónde iba a salir el dinero para afrontar los gastos de la ceremonia, que se realizaría
en Temuco, y de la luna de miel.
- De algo servirá este luto -le decía Viola, que aún iba de negro severo, tras la
muerte de su padre-. Al menos no tendré que usar vestido de novia.
IV
Héctor andaba por la calle, complicado con las cuentas que sacaba varias veces al
día. «Y pensar -se angustiaba- que recién en marzo comenzaré a recibir el dinero
por las clases en el Instituto de Educación Física».
Se encontró con Abarzúa.
- Tengo este enorme problema- le contó Héctor. Pero Abarzúa, como si no oyera,
comenzó con otro cuento:
- Mira, no sabes lo que me ha pasado. Mi interés por la pediatría se vio metido
entre paréntesis por otra oferta que terminó en fracaso. Fíjate Croxatto, que en
el Instituto Bacteriológico me pidieron hacerme cargo de todo, porque tenían la
intención de fabricar aquí la insulina. ¿Ubicas a Sordelli?
- ¿El médico argentino?
- El mismo. Bueno, querían mandar a alguien a Buenos Aires a aprender con él.
Yo acepté, pero respaldado por un buen contrato. Mal que mal iba a abandonar mi
vocación de pediatra.
- ¿Y? ¿Qué pasó?
- No resultó. Se echaron para atrás.
- ¡No te creo!
- Sí, así que, ¿cuánta plata necesitas para casarte?
Estaban en Miraflores esquina Alameda. Héctor miró a Abarzúa con incredulidad,
en vista de lo cual, Abarzúa fue más explícito:
- ¡Me tuvieron que pagar una enorme indemnización!, pues Croxatto. Así que te
puedo prestar la plata, te casas, y después me pagas.
Héctor no lo podía creer. Tenía el dinero en el bolsillo, y no lo podía creer. El
hecho es que pudo comprar pasajes en primera clase en el ferrocarril, para viajar
37
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
hasta Temuco, y partir luego de luna de miel, con opción de irse bajando de ciudad en ciudad y volver a retomar el tren.
Pero, como si la marcha nupcial estuviera de verdad sonando en el cielo con gran
anticipación, otra carta le sonrió a Héctor.
A los pocos días del encuentro con Abarzúa, cuando caminaba por calle Ahumada,
divisó que de una tienda, llamada «El Crack», un hombre gordo le hacía señas.
Al acercarse comprobó que se trataba del padre del niño que terminó sin apéndice
en el pabellón.
-Doctor Croxatto -exclamó el hombre, y lo agarró por los hombros-, hemos estado
muy acongojados por la forma en que nos portamos con usted. ¡Si ni siquiera le
pagamos sus honorarios!
- ¡Cómo se le ocurre! -respondió Héctor-, si para mí ésta ha sido la experiencia
más dolorosa de mi carrera de médico..., créame que si he dejado la medicina por
la investigación, ha sido en parte porque ese error hizo que me diera cuenta de
los hechos.
-Pero, doctor, si el niño ha estado cuarenta días en recuperación, tal como usted
dijo, con los mismos síntomas de la tifoidea. No sabemos bien qué ha pasado ...
Yo sólo quiero retribuirle en algo su preocupación. Supe que se va a casar.
- Sí -sonrió tímido Héctor-... Me llegó la hora.
- Pues entonces, pase -dijo el hombre, y abrió la puerta de su negocio-, tengo
pijamas, camisetas, ropa interior, pañuelos... Así fue como de la tragedia salió el
ajuar del novio.
La novia, en cambio, no tuvo tan buena suerte en ese aspecto. Además de estar
de luto, no tenía dinero, por lo que su traje para aquel día se redujo a un sencillo
vestido de crepe georgette blanco con tulipanes negros. Por tradición y respeto
llevaría también un sombrero negro. Por su justa cuota de coquetería, una camelia
blanca.
V
Al día siguiente del matrimonio, celebrado en Temuco junto a los Croxatto y los
Avoni -que sumaban unas treinta personas-, los novios llegaron hasta la estación
para partir de luna de miel.
- ¡Qué vergüenza! -decía Viola, con la cabeza escondida en el brazo de Héctor-.
¡Por favor, Tito! Diles que no nos tiren más arroz, que todo el tren se va a enterar
de que estamos recién casados.
Pero Héctor sólo reía complacido, aunque se notaba también algo tenso. La noche
anterior, miró a su padre y aprendió a reconocer las emociones que empiezan a
marcar la vida con puntos finales. «Es tan corta la vida», se decía Héctor ahora
casi sufriendo, mientras los granos de arroz rebotaban en el sombrero de Viola.
38
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
«La vida está llena de separaciones -seguía pensando-, y uno pasa por el mundo
sin alcanzar a entender el misterio del tiempo, del espacio, de la existencia».
Una vez en el interior del tren, Viola se sintió a salvo de la calurosa despedida de
los parientes.
- Esto sí que fue italiano, Tito -dijo a su marido, quien tomó su mano y guardó un
profundo silencio. Sorprendida por la repentina mudez, Viola se volteó a mirarlo
y comprobó que ya estaba concentrado en un libro.
- ¡Tito! -reclamó- ¿No me dirás que vas a leer todo el viaje?
- Sí, es que no te imaginas, Viola, lo interesante que resultan estas teorías sobre los reflejos condicionados. Mira, el autor es un científico ruso de apellido
Pavlov -y le enseñó entusiasmado la portada.
- Mi enemigo Pavlov, desde ahora -aclaró Viola-, venirse a meter a mi luna de
miel. Esta ciencia, -exclamó con resignación-, ya lo sé, ya lo sé... Será tu concubina. Claro que con mi beneplácito.
La señora Croxatto repetiría esa última frase los próximos sesenta años. A lo que
Héctor, siempre riendo, agregaría que se lo había advertido.
Durante la luna de miel les persiguió el recuerdo de esas clases en el Instituto de
Educación Física que Héctor debía comenzar a impartir en marzo. Así que una vez
instalados en Santiago, él respiró con el alivio de quien sabe que ahora sí, pasado
los ajetreos, puede ponerse manos a la obra.
Comenzó entonces una rutina de estudio, para él, y de organización doméstica,
para ella, en los altos de una casa ubicada en Santa Mónica con Cienfuegos.
Dormían en dos viejas camas de una plaza que habían sido de Héctor y Raúl cuando jóvenes, y con las mismas sábanas antiguas, porque no habían contado con
dinero para un ajuar. Se sentaban a comer sobre unos cajones de pino, porque tampoco tenían sillas. Sin embargo, contrastando con la pobreza del mobiliario, de
las paredes del nido colgaban dos cuadros de Juan Francisco González, quien, ya
para el año treinta, era un consagrado. y sobre la mesa de palo sin barnizar, lucía
flamante la vajilla Limoge y las copas Val Saint Lambert, regalos de don David,
quien, a la hora del matrimonio, abrió el baúl donde aún conservaba unos pocos
tesoros de los buenos tiempos. En otro rincón, un enorme piano daba la nota culta
al entorno. Había pertenecido a la madre de Viola y debido a su tamaño, sólo fue
posible entrarlo a la casa por la ventana del segundo piso.
Esta dupla de pobreza y autenticidad en la casa de los Croxatto Avoni no dejaba
de sorprender a los visitantes, como tampoco resultaba indiferente su generosidad. Porque junto a los recién casados se mudaron los dos hermanos de Héctor
que estudiaban en Santiago: Arnaldo y Raúl y un primo, Carlos Croxatto, que
había quedado huérfano.
- Todo lo que soy se lo debo a Tito -diría Carlos, años más tarde, convertido en
un ingeniero de renombre dentro de las empresas Angelini. En su memoria quedarían grabadas aquellas tardes, cuando, al regresar al hogar, se encontraba con
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Viola silenciosa, zurciendo los calcetines de su marido y de los tres alojados, y
con Héctor estudioso, que preparaba sus clases para el Físico.
Una enorme cocinera completaba con su toque más autóctono, este cuadro familiar
casi perfecto. Iba de aquí para allá intentando aprender a poner la mesa ·«como la
señora Viola lo había visto en casa de Cruz Coke»-, y a cocinar los soufles y las
mousses -«que la señora Viola había probado en casa de los Cruz Coke»-.
En honor a la verdad, desde antes del matrimonio, Viola se había propuesto apoyar a su marido tanto como lo hacía Marta con Eduardo Cruz Coke. Y se abocó
a imitarla en todo lo que le iba siendo posible. La tarea no era sencilla, porque
se trataba de la poseedora de uno de los mejores gustos de todo Santiago; y por
si fuera poco, habilidosa como nadie: Marta cosía sola toda su ropa, y bordaba
personalmente su mantelería.
- Pero mirando, todo se aprende ·Ie comentaba Viola a Héctor; éste se sentía feliz
de que su mujer compartiera la admiración que él sentía por los Cruz Coke.
-En mi casa también se servirá a la redonda ·informaba Viola al marido y a sus
cuñados, que no dejaban de embromarla con la situación-, y con dos tenedores,
como corresponde.
Cada vez que iba a almorzar o a cenar donde los Cruz Coke, Viola memorizaba el
menú. Flan de verduras -choclo o espinacas-; o de mariscos, bañado con crema;
pescado, pollo o carne; y un postre.
Primero, eso sí, Viola contemplaba la mesa puesta para veinticuatro personas,
adornada con algunos arreglos florales. También Viola se fijaba en los dos mozos
que atendían en forma impecable. Y luego, seguía con interés la conversación
variada y amena que jamás aburrió a un comensal.
VI
El 15 de marzo amaneció como toda fecha que se espera con ansias, demasiado
temprano. Eso obligó a Viola a repetir a su marido varias veces la misma pregunta:
- Pero Tito, ¿por qué te preocupas tanto? Si has preparado todo el verano estas
clases.
-Viola, es que yo cada vez tengo más clara la inmensa transformación que se produce en el organismo con el esfuerzo y el ejercicio. Me preocupo porque presiento
que estos alumnos no sospechan todo lo que tendrán que estudiar conmigo.
-Pronto se darán cuenta .respondió ella-, además, tú no estás solo en esto. Jorge
Mardones hará lo suyo en Bioquímica.
Sin embargo, estas palabras no lograron tranquilizar a Héctor, que -como siempre
antes de una primera clase o de una conferencia· caminaba por toda la habitación,
en silencio, con una expresión en el rostro que no dejaba lugar a dudas de la in40
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
mensa actividad que desarrollaba en esos momentos en su cerebro.
A la hora indicada, Héctor y Viola salieron rumbo al Instituto de Educación Física, y no sólo Héctor, como era de suponer. Ella quería asistir a las clases de su
marido, entender algo más de este lenguaje científico que tanto lo apasionaba, y
él, que necesitaba una opinión crítica, no se opuso.
- Llegamos hasta la puerta juntos, y de ahí en adelante, como si no nos conociéramos -fue el acuerdo.
Pero Viola conocía demasiado bien al nuevo profesor de fisiología, y sentada en
el último asiento de la última fila, donde ingenuamente creía que nadie se fijaría
en ella, elevaba plegarias para que todo saliera bien. Sin embargo, cuando Héctor
entregó el programa de estudios a los alumnos, éstos se espantaron .
- ¡Pero profesor! ·se atrevió a decir uno de los muchachos-, estas materias jamás
se han pasado en el Instituto de Educación Física.
Viola empalideció en la silla de la última fila. Los presentimientos de Héctor se
estaban cumpliendo. Sin embargo, él se notaba preparado para enfrentar los reclamos. Desde atrás escuchó su voz increíblemente potente, su maravillosa forma de
hablar, que ahora le sorprendía en su elegancia, igual que la primera vez.
- A lo largo de este curso tomaremos conciencia del milagro de cada movimiento. Sólo una contracción muscular desencadena procesos físicos no imaginados,
y ahora, en pleno siglo veinte, gracias al avance de la ciencia y de la técnica,
están al alcance de nuestro entendimiento. ¿Quieren repetir rutinariamente los
movimientos como una máquina o lograr que su mente conozca y domine a su
cuerpo?
Los alumnos quedaron tranquilos por esa clase, pero la verdadera tormenta vino
un par de días más adelante, cuando Héctor llegó a la sala con un gato, pues ya les
había advertido antes, que comenzarían los pasos prácticos del curso. Los alumnos reaccionaron de forma violenta, tanto que por un instante él se quedó mudo,
como en «shock».
- ¡Lo que usted está haciendo es una crueldad! -gritó un joven, horrorizado-. Martirizar un animal sólo para demostrar sus teorías es peor que asesinarlo porque
sí.
Si bien estas palabras le impresionaron, fue más violento para él darse cuenta de
que algunas alumnas lloraban abiertamente.
- ¿Cómo puede hacer sufrir así a ese gato? ¿Quién lo curará después? -le dijo una
de las señoritas de la primera fila. Atrás, en la última, como siempre en esa clase,
Viola silenciosa se restregaba las manos, llena de nerviosismo-.
Héctor, finalmente, al ver que ninguna explicación los conformaba, optó por hacer callar al grupo y les preguntó:
- ¿Ustedes comen alguna vez carne de ave o de vacuno?
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Silencio en la sala.
- ¿Qué creen ustedes que le hacen a esos animales para que lleguen a su cocina?
- Pero es distinto... -escuchó decir a una alumna.
- ¿Por qué es distinto? A los pollos se les tira el cogote y siguen aleteando un par
de segundos... ¿O sus madres los anestesian antes? Y díganme: a los pavos, ¿no
les meten, acaso, una tijera en la carótida para sangrarlos?
La sala se aquietó. Viola, silenciosa, sufría en el último asiento. Esto no iba a ser
nada fácil.
-En ciencias, y más si se trata de la salud, jamás será preferible no saber, que saber- dijo Héctor a su auditorio.
Salió de la sala muy confundido por la situación, y al comentarla con otros profesores del Instituto de Educación Física, lejos de sentirse comprendido, encontró
una nueva resistencia:
- Tiene que considerar, doctor Croxatto, que ésta no es una escuela de medicina,
y que estos jóvenes no pueder verse enfrentados a una presión que no corresponde...
-No le haga caso a Cruz Coke -insinuó alguien más-, esa idea de investigar en
Chile es una arrogancia. Eso es para los países ricos... nosotros debemos conformarnos con hacer clases teóricas. No se aprobleme de más... hay laboratorios
ricos que le darán los datos que usted necesita. No exagere con los alumnos.
Héctor suspiró, para tomar fuerzas.
- ¿Para qué sirve la educación física? ¿Para qué sirve la gimnasia? ¿No creen
ustedes que si entre los griegos era tan importante el ejercicio y la destreza del
cuerpo, era por su estrecha relación con la salud, con la optimización del cuerpo
humano? ¿Cómo no va a ser importante reproducir todos los procesos fisiológicos
y bioquímicos que se desencadenan con las contracciones musculares? ¿O prevenir los daños que pueden ocasionar en el organismo?
Al comentar el episodio con Jorge Mardones constató que no estaba solo en lo que
ya era una franca batalla. Su colega y amigo pisaba el mismo adverso escenario.
Ambos recordaron entonces la frase de un destacado hombre de ciencias: en el
Pedagógico palpamos día tras día la falta de base sólida de los maestros, de tal
suerte que allí se enseña cómo se enseña lo que no se sabe.
VII
La batalla contra esa resistencia duró, a pesar de todo, muy poco. El laboratorio
funcionó como la mejor trinchera y apenas los alumnos y los demás profesores
comenzaron a ver los resultados, cambiaron radicalmente su postura. Por algo a
todos les enorgullecía recordar que el «Físico», como llamaban al Instituto, había
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
sido fundado imitando a la gran Escuela Sueca de Gimnasia.
Aunque no existían grandes facilidades, Héctor y Jorge Mardones consiguieron
iniciar investigaciones sobre la fisiología del esfuerzo. Obviamente, ambos pasaban en el Instituto muchas más horas de las estipuladas en su contrato. Sin
embargo, jamás pasó por sus cabezas mezquinar el tiempo, pues estaban tan compenetrados en descifrar el misterio de la fatiga que jamás sintieron la propia.
- De igual forma -había dicho Jorge Mardones a su mujer- dejar la medicina por
la investigación será buen «negocio» a largo plazo: jamás ganaré dinero, pero me
salvaré del infarto al corazón.
En efecto, sin atender consulta particular ni pacientes a domicilio, ambos pudieron dirigir memorias en torno a las alteraciones del riñón durante el ejercicio o las
reacciones de la glándula suprarrenal.
Héctor, personalmente, encabezó un experimento que tenía como sujeto de control al atleta Manuel Plaza. Los sábados y domingos salían muy temprano en la
mañana, en compañía de Viola y algunos ayudantes, a tomar muestras de orina y
de sangre de este destacado corredor. Lo seguían en sus largas prácticas, llenos
de tubitos y jeringas.
- ¡Me he llevado una sorpresa grandiosa! ·contaba Héctor a Cruz Coke-, jamás habría imaginado la tremenda injuria que sufre el riñón con el ejercicio, su enorme
tensión. Hemos encontrado en la orina de algunos corredores, cilindros granosos,
glóbulos rojos, verdaderas hematurias. Todo por efecto de la anoxia.
Manuel Plaza tenía un corazón gigantesco. Bombeaba gran cantidad de sangre en
cada contracción. No sólo su condición fisiológica, sino su interés por colaborar,
permitió a Héctor contar con el apoyo de todo un grupo de atletas que participaría
en una maratón. Con ellos hizo un estudio sobre la reserva alcalina de sus organismos, previendo su capacidad para resistir la acidez.
- Me atrevería a precisar el orden de llegada de los atletas según mis resultados en
el laboratorio -le confidenció, un día antes de la carrera, a Jorge Mardones.
Y Héctor le acertó, uno a uno, en su orden de llegada.
Pero ese episodio quedó entre ellos dos, para transformarse con el tiempo, sólo en
una anécdota. En cambio, por su carácter pionero, la investigación que causó más
impacto fue la que describió los efectos del deporte sobre algunas funciones endocrinas de la mujer. Se demostró, por primera vez, que el ejercicio incrementaba
significativamente la excreción de estrógenos y de creatina.
Considerando los escasos medios con que contaba, Héctor se sentía satisfecho.
Quizá lo que más lo llenaba de orgullo era el creciente interés que descubría en
sus alumnos, quienes ya no sólo participaban en los trabajos de laboratorio, sino
que se ofrecían a sí mismos como individuos de control. Lástima que Viola ya no
asistiera a las clases.
Ella, apenas notó que el embarazo era evidente, comenzó a quedarse en la casa.
43
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Héctor, Viola y sus hijos Alice y Héctor
Pensaba, sin razón, que antes podía pasar por una alumna más, pero todos sabían
que la joven de la última fila era la esposa del profesor.
VIII
Viola jamás había pedido algo a Héctor, que pudiera distraerlo de sus afanes científicos. Pero esa madrugada, tornó su mano y, con decisión, le dijo:
- Hoy no te mueves de mi lado.
Aunque el trabajo de parto comenzó al alba, recién a las diez de la noche de ese 6
de enero de 1933, una niña sana y linda llegó al hogar de los Croxatto. En la habitación estaba el obstetra y Héctor; afuera, en el pasillo, Arnaldo, Raúl, y Carlos
Croxatto, elevados al rango de tíos.
La niña recibió el nombre de Alice, en honor a la madre de Viola; de Angela, por
la madre de Héctor; y de Mónica, en memoria de la patrona de aquella calle que
cobijó el primer nido del matrimonio.
- Así es Tito, le gusta llevarse un pedazo de cada lugar por el que pasa -explicaba
Viola para justificar los tantos nombres de la niña.
Si bien, la vida siguió relativamente igual para Héctor, para Viola el cambio fue
44
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
más fuerte. Durante el noviazgo y el primer año de matrimonio todos sus esfuerzos giraban en torno al marido. Lo esperaba con ansias todo el día, dispuesta a
ayudarlo a preparar sus clases por la noche. Así, el primo Carlos Croxatto estaba
acostumbrado a oír la voz de Héctor que le dictaba a Viola, mientras ella silenciosa, apuntaba todo con letra perfecta, en un cuaderno memorable de hojas color
celeste y lomo dorado.
Después del nacimiento de Alice, esa letra perfecta era la que daba cuenta de la
hora. A las once de la noche se volvía irregular, y ya a las doce, quedaba colgando
de cada línea, igual que la cabeza de Viola sobre el escritorio.
Al día siguiente, Héctor partía muy temprano a cumplir con todas sus obligaciones en el Sanitas, en el Físico y en la Universidad de Chile corno ayudante de
Cruz Coke.
- A Tito no le llaman mucho la atención las guaguas -decía Viola a sus amigas
más íntimas. Pero pronto, arrepentida por lo que podría sonar a queja, agregaba:
«Aunque de seguro cuando crezcan se entusiasmará. A él le gusta tanto conversar,
y así, de pocos meses, son harto fomes los niños, ¿no?».
Cuando nació el segundo hijo, justo dos años más tarde y en otra casa ubicada en
calle Obispo Orrego, cerca de Grecia, el asuntó se complicó. El niño era llorón,
y Viola -silenciosa a partir de las nueve de la noche, hora en que el marido estudiaba y preparaba sus clases- hacía vanos esfuerzos por callarlo. Que los brazos,
que la mamadera, que la muda..., y nada. Tito, que heredó el nombre de su padre,
seguía llorando.
-¡Viola, por favor -suplicaba Héctor-, si el niño no deja de llorar voy a tener que
irme a estudiar a otra parte!
Y ella se quería morir de pena. De sólo pensar que el hogar que habían construido
no satisfacía las necesidades de paz y tranquilidad de Tito, se sentía fracasada.
Con el paso de los años comenzó a recordar la situación y a decirse: «Mire que fui
lesa. Debería haberle dicho: aquí tiene su sombrero, señor». Pero entonces sólo se
entristecía y se encerraba en una pieza. Que los brazos, que la mamadera, que la
muda... «Dios mío, ayúdame a hacer dormir a esta guagua».
45
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
REFLEXION
«La civilización descansa sobre tres pilares fundamentales, que responden a tres
ansias profundas del hombre, el hombre que se inquieta por su mundo y por sus
semejantes. Una es el deseo de elaborar sus creencias, encontrar el camino de
la divinidad y de su religión. Otra, es la ansiedad de perfeccionar sus cánones
de belleza, de encontrar las expresiones que más pueden halagar su espíritu.
Y el otro pilar fundamental, por cierto, está en esa curiosidad inagotable que
tiene el hombre, que se justifica por sí misma, no por los resultados que puede producir, sino por su capacidad de penetrar en el conocimiento. El saber
científico solo, desprovisto de las perspectivas de los sentimientos humanos, el
tener éstos con ignorancia de las posibilidades de la ciencia y de la técnica, no
constituyen sabiduría. Saber de algunas cosas, de cómo ciertas cosas ocurren,
por cierto, no basta para formar al hombre. Es sólo en la contemplación de
esos tres aspectos señalados y buscando el fortalecimiento de esos tres sostenedores del espíritu, como realmente el hombre puede llegar a la sabiduría, al
perfeccionamiento moral. Así la acción del hombre será posible cuando ninguna
duda de daño quede en el instante de aplicar el conocimiento, cuando no haya
duda de qué sería mejor para el bien de la humanidad. Pero, como decía Victor
Weisskopf, uno de los miembros más laureados de la Academia de Ciencias Pontificia del Vaticano, «No basta la condición de humanidad, de amor al prójimo;
se necesita también el saber que impulsa la curiosidad».
Efectivamente, curiosidad sin caridad sería inhumana. Pero al revés, caridad sin
curiosidad sería ineficiente. La Universidad (...) tiene una misión fundamental y
es dar más y más sabiduría, compasión y curiosidad».
Clase magistral «Ciencia, Humanismo y Moderna Antinomia», dictada por el Dr. Héctor
Croxatto durante la inauguración del año académico, en 1983, en la Universidad de
Atacama.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
C
U
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T
O
C
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P
I
T
U
L
O
Monseñor Carlos Casanueva
B
I
enardino Piñera, joven estudiante de medicina de la Universidad Católica,
esperaba junto a sus compañeros el inicio de la primera clase de Fisiología
del año 1934.
- ¿Quién sabe cómo se llama el profe?- preguntó alguien.
- ¿Seguirá Joaquín Luco de ayudante?
La inquietud tenía sus razones, puesto que la historia de esa cátedra había sido
más bien agitada. Primero, el profesor del ramo fue Jaime Pi-Suñer, un español de renombre y quien llegó a Chile especialmente para fundar la asignatura.
A pesar de los esfuerzos del rector, monseñor Carlos Casanueva, y de Eduardo
Cruz Coke, que casi desmanteló un laboratorio de Sanitas para colaborar con
él, Pi·Suñer opinó, pasado un par de años y con justa razón, que las condiciones de trabajo eran incompatibles con la eficacia de cualquier investigación. En
vista de lo cual, se fue. La cátedra quedó en manos de uno de sus ayudantes,
Ignacio Matte Blanco, quien un año después también partió rumbo al norte, al
viejo mundo, a estudiar en Inglaterra.
- Tráigame a otro de sus discípulos -le pidió monseñor Manuel Larraín, vicerrector de la universidad, a Cruz Coke. Agregó: «Que sea alguien que ame tanto la
ciencia como usted, y que también comprenda la precariedad de estos inicios».
Y así fue cómo Héctor llegó hasta la nueva escuela, con la ilusión de otro laboratorio donde trabajar y un sueldo más para la familia que iba creciendo.
- Será sólo por seis meses; hasta que regrese el doctor Matte Blanco -le había
dicho monseñor Larraín el día de su primer encuentro. Y para sorpresa de Héctor,
que esperaba instrucciones de tipo académico, acto seguido, el sacerdote le comenzó a hablar de la ciencia y de Dios, de Dios y de la ciencia, un binomio que,
para ser sincero, a él no le preocupaba mucho en ese momento.
De pronto, le preguntó si se había confesado. Héctor negó con la cabeza. En realidad, no recordaba haber ido nunca a la iglesia con sus padres. ¿En qué momento?
Don David abría el almacén incluso los domingos, y doña Angela jamás salía sin
su marido. Claro, pensó Héctor en esa fracción de segundos que medió entre la
pregunta de monseñor Larraín y lo que se demoró en decir no con un gesto, que
la «nonina» -corno ahora le decían sus hijos a su madre- siempre llevaba el rosario consigo, y no era raro verla rezando calladita por ahí... -Además, alcanzó
47
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
a considerar Héctor, desde que ambos viajaron a Italia, el año 1924, algo había
cambiado-... ¡Sí, don David ya no abría el almacén los domingos!
-Mire, Héctor -escuchó decir a don Manuel-, los científicos no tienen tiempo para
pecar, pero, a ver con qué rectitud de intenciones nos encontrarnos...
Fue así corno se encontró rezando y desembuchando. Perplejo, recibió la absolución de quien, con razón, era llamado el «pastor manso y fuerte».
Pero como jamás le había preocupado mucho el tema religioso, olvidó bien rápido
el incidente, y se abocó a estudiar el ramo que comenzaría a impartir en marzo.
El día de la primera clase, Bernardino Piñera y sus compañeros lo vieron entrar
pisando firme y seguro. Les llamó la atención su voz ronca y profunda, y la manera de hablar modulando y recalcando ca-da pa-la-bra. A medida que avanzaba
aquella primera sesión, se reforzaba en ellos la idea de que este profesor, además
de culto, elegante y tremendamente digno, se tornaba muy en serio la ciencia.
Tanto como Joaquín Luco, el ayudante, que ya por ese entonces impresionaba por
su entusiasmo y radicalismo: «A la ciencia hay que entregarse en un ciento por
ciento, sacrificándolo todo si es necesario», decía Luco.
Los hechos no desmintieron esa primera impresión. El doctor Croxatto, además
de hablar con fervor, trabajaba intensamente. Al poco tiempo de su llegada, los
alumnos de la Escuela de Medicina de la «Católica» comenzaron a ser testigos de
un espectacular experimento encabezado por él.
-El colesterol es una molécula terminal, ¡cementerio de los esteroides!había propuesto Eduardo Cruz Coke en una de sus apasionadas clases. Y Héctor,
aguijoneado en su creciente curiosidad de investigador, decidió poner a prueba
la hipótesis en el laboratorio. Junto a Raúl, su hermano, inició así una verdadera
aventura, que tuvo un final con más sabor a moraleja que a triunfo.
II
Los matarifes del matadero pronto se acostumbraron a ver llegar de madrugada al
par de doctores, premunidos de termos y aparatos quirúrgicos, en busca de ovarios
de vacas.
-¿Qué hacen? -preguntó la primera vez, alguno de estos carniceros que oficiaban de
impactados mirones.
-Disecamos el ovario -respondió Tito con tal autoridad, que ya nadie más osó seguir
averiguando detalles de la singular operación. Menos cuando veían que los dos doctores salían pronto disparados, con los ovarios adentro de sus termos, para probar
quizá qué cosa en su laboratorio.
Ellos habían ideado perfundir el ovario con la propia sangre del animal. Era indispensable extirpar el ovario recién sacrificado en condiciones de máxima asepsia y
respetar sus vasos sanguíneos. El objetivo era investigar si el colesterol que contiene era utilizado por los folículos y el cuerpo lúteo para la síntesis de los estró48
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
genos y de la progesterona. Para lograrlo se requería mucha rapidez en el proceso
de traslado del ovario: debía ser conectado a una bomba que inyectaba la sangre
adecuadamente oxigenada y mantenida a 36 grados de temperatura.
Al fin aparecieron las primeras evidencias: el colesterol era aprovechado por el
ovario; salían por las venas productos del metabolismo de la molécula.
- ¡No es un cementerio de esteroides! -respondieron los hermanos Croxatto a Cruz
Coke. Corría 1935 y él estimuló a Héctor y a Raúl a publicar los resultados. A pesar
de que el trabajo se dio a conocer en el ambiente científico nacional, las reacciones
fueron casi nulas y pronto, Tito aprendió una dura lección: lo que no aparece impreso en revistas internacionales, simplemente nunca pasó.
Durante los próximos cuatro años sigu ió trabajando con igual intensidad y fervor.
Pero por las noches, con su cabeza afiebrada de tanto leer, medir, cortar, observar
y anotar a lo largo del día, reflexionaba en voz alta sobre certezas que se iban cristalizando con el tiempo.
Viola escuchaba. Alice, Tito y Horacio, nacido en 1936, dormían en el segundo piso
de la nueva y propia casa, ubicada en la misma calle Obispo Orrego.
- ¿Sabes lo que escribió Baltazar Gracián?-le decía. Deberíamos tener tres vidas:
una para viajar, una para leer y otra para pensar.
Y después de un largo silencio, exclamaba: «¡Jamás me alcanzará el tiempo, Viola,
para investigar todo lo que anhelo, para siquiera aprender cómo hacerlo! Por eso,
y cada vez me convenzo más, es necesario ver qué hacen los grandes científicos
del mundo. Quiero mirar sus laboratorios, saber en qué trabajan, escoger mi propia
línea de investigación. ¡Cómo quisiera trabajar con ellos!».
- ¿Y es eso posible?- respondía Viola, sobrepasada por esos sueños.
- No lo sé. Cruz Coke lo ha hecho. Dice que yo debería hacerlo.
- ¿Pero cómo, Tito? ¡Apenas vivimos con tus tres sueldos, que no suman ni uno!
¿Cuándo vas a decirle a don Carlos que te pague más?
- Viola..., ya habrá momento.
- Mira Tito, si no vas tú a pedirle el aumento, voy a ir yo. Y tú sabes que me atrevo.
- Sí, si sé que te atreves. Pero dime -decía él para volver al tema que le interesaba-,
¿me acompañarás en mis viajes?
Y Viola le decía que bueno, que claro, que de todas maneras, a ver si se dejaba de
divagar y le daba sueño. La verdad es que ella veía como un imposible salir de Chile. ¿Con qué dinero? ¿Cómo dejar tres niños?
- Pero, bueno Tito, durmamos que mañana hay que madrugar.
Y en una de esas madrugadas se sorprendió absolutamente desvelada, porque Tito le
llegó con la increíble noticia: un trabajo suyo había sido aceptado para un congreso
49
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
en Suiza, ¡Europa!, y él lo iría a exponer, y ella lo iba a acompañar. No sabían cómo
ni con qué medios, pero así sería. Tito al fin estaba durmiendo relajado, mientras
ella se moría de angustia; sacaba cuentas y ya extrañaba a sus diablillos que apenas
tenían cinco, tres, y un año y medio.
III
Todo había ocurrido demasiado rápido. Hasta Santiago viajó la madre de Viola para
quedarse con los niños. También una de sus hermanas, casada y sin hijos, viviría
con ellos mientras durara el viaje. Claro que no en la casa, que había sido arrendada
a buen precio por seis meses para poder pagar los pasajes en barco, sino en todo un
piso de una residencial ubicada cerca del cerro Santa Lucía.
En la Universidad Católica y en el Instituto de Educación Física le mantendrían sus
sueldos a Tito, como una forma de hacer posible este viaje histórico. Porque Héctor
Croxatto se transformaría en breve en el primer fisiólogo chileno que expondría en
un congreso extranjero.
Juan Gómez Millas, en la Universidad de Chile, casi abrazó a Héctor al conocer la
noticia. A pesar de ser un humanista, sentía enorme interés por la ciencia, y pensando sobre todo en el porvenir, soñaba con enviar becados a Europa y crear la condición de investigadores contratados por una jornada completa.
- Su viaje es un buen augurio para mis sueños -le dijo a Tito.
En Sanitas, además del sueldo, hubo promesas:
- Ahora no podemos darle más dinero, Héctor -lamentó Enrique Lira, el gerente de
Sanitas-. Usted sabe que estoy empeñado en la campaña presidencial de Gustavo
Ross, de la que soy tesorero, y tenemos todos nuestros fondos liquidados; pero
tengo confianza en que Ross será presidente y que nos apoyará no sólo en el desarrollo del instituto sino en la gestión de una gran empresa industrial para la síntesis
orgánica de medicamentos.
En efecto, el Instituto Sanitas pasaba por muy malos momentos, ya que el gobierno
del general Ibáñez había creado el Instituto Bacteriológico, que hacía productos
similares, pero a precios inferiores. Y el optimista Enrique Lira, hombre a quien
Tito apreciaba en extremo, se mostraba esperanzado en un cambio político que beneficiara el desarrollo industrial del país.
En la Católica, don Manuel Larraín aplaudió la iniciativa de quien, por lo demás,
representaría a la universidad ante el mundo. El doctor Vicente Huidobro -a quien
llamaban don Bacha- se quedaría a cargo del ramo, con Raúl Croxatto y Joaquín
Luco como ayudantes.
Viola, mientras tanto, corría afinando preparativos. Igual se ocupaba de buscar los
libros que leerían durante el mes de viaje a bordo: historias de Alemania, Italia,
Suiza... biografías de pintores, músicos, y escritores europeos... buenas novelas...
como de las instrucciones sobre el cuidado de los niños, y de su vestido para las
50
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
presentaciones sociales. Este último detalle le había quitado bastante tiempo.
Acostumbrada a lo pobre, como explicaba a sus amigas, quiso ahorrar hasta el último peso, y con la ayuda de Marta Cruz Coke, se inventó un vestido desmontable
para asistir tanto a las ceremonias del día, como a las de la noche. Se trataba de
un traje de largo corriente, hecho con una tela negra de encaje comprada en Los
Gobelinos, que sobrepuesto a un gran faldón de tul del mismo color, se transformaba en glorioso vestido de fiesta. Una capita de terciopelo de seda,
Viaje a Enropa (/938)
guantes y zapatos forrados en raso, completaban el conjunto de gala que debía
lucir impecable junto al esmoquin de Tito.
- Total, quién me va a mirar a mí -decía Viola contemplando el traje negro, y
temblaba de sólo imaginar la cantidad de gente que iba a conocer en los próximos
meses.
El hecho es que cuando se vio en la cubierta del «Aconcagua», que se alejaba lentamente de la costa de Chile, se hizo el propósito de gozar este largo viaje de seis
meses, que, además, le brindaría la oportunidad de estar, por primera vez desde la
luna de miel, sola con su marido.
51
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
IV
Después de un intenso mes a bordo llegaron a Liverpool y no a Hamburgo como
estaba previsto inicialmente. Aunque el «Aconcagua» transportaba salitre para
una empresa química alemana, una huelga de estibadores obligó a descargar antes
del puerto final y los pasajeros debieron permanecer todo el fin de semana en Inglaterra. Héctor y Viola decidieron ir hasta Londres, con el fin de visitar a Ignacio
Matte Blanco, de quien nada se sabía en Chile.
Curiosamente, en Londres también le habían perdido el rastro. En el laboratorio
en donde estuvo trabajando aún permanecían sus libros, pero según les informaron, el doctor Matte había decidido cambiar la investigación por la psiquiatría y
se encontraba en algún lugar de Europa, estudiando.
Luego de retomar el barco, al fin llegaron a Hamburgo, puerto final del largo
crucero.
Viola, mareada de emociones. Mientras descendía las escalinatas del barco recordaba la primera parada en Perú y el horror al saber que se estaba quemando
la carga de salitre; luego, reía evocando la aventura de un ingenioso muchacho
peruano que intentó llevar de polizonte a su novia. ¡Qué escándalo cuando los
sorprendieron! El paso por el trópico fue inolvidable. La fiesta de la segunda clase estaba mejor que la de los pasajeros de lujo y pronto todo el barco fue sólo un
grupo envuelto en serpentinas... Ahora agarraba con fuerza su sombrero y pensaba que al fin estaba en Alemania, tierra de los antepasados de su madre.
Héctor también se sentía embriagado. Pero no tanto por las emociones, sino por
un cúmulo de ideas que pasaban por su cabeza. ¡Alemania... ! Cruz Coke admiraba el modelo de desarrollo de aquel país. El enorme auge económico adquirido
por éste a mediados del siglo XIX fue gracias a la química, aseguraba Cruz Coke.
Sin la química, jamás habría llegado a ser la enorme potencia que tenía, nuevamente, en pie de guerra a toda Europa. Porque la fuente única de riqueza allí era
el carbón, que por supuesto representó una ventaja después de la invención de la
máquina a vapor; pero el gran logro de los alemanes fue haber obtenido, además,
productos orgánicos derivados de la destilación, que son la base de las anilinas,
los perfumes y pesticidas. Cruz Coke pensaba que la riqueza mineral de Chile
era mayor a la del suelo alemán. Pero Chile no tenía industria química, mientras
Alemania había levantado la gran casa Bayer.
-¿Qué dice ahí?- preguntó Héctor a Viola, interrumpiendo sus pensamientos.
Ella se quedó temblando y con la mente en blanco.
- No sé -respondió.
- Pero, ¿cómo? Yo había entendido que tú hablabas alemán -le dijo él con ironía.
Y Viola se sintió tan humillada, que permaneció muda hasta la mañana siguiente, cuando
luego de pasar la primera noche en tierra, en un hotel, tomó ánimo y ordenó el desayuno
por teléfono ¡en alemán!
52
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
En Roma (1938)
- Es que recién me bajé del barco -le explicó a Héctor, que la miraba impresionado.
Antes de iniciar el viaje por tierra hasta Suiza, donde se realizaría el congreso, debían ir a
Milán a buscar un auto. Porque Héctor había conseguido facilidades con un primo que era
representante de la Fiat en Chile. De esta forma, el primer punto del itinerario consideraba
retirar el carro, sacarlo de Italia, y luego reingresarlo. Sólo así obtendrían el derecho de
volver con éste a Chile. Allá se lo pagarían al primo, en cómodas cuotas mensuales.
En el barco, los demás pasajeros se habían escandalizado al conocer el escuálido presupuesto con que la pareja pensaba permanecer seis meses en Europa.
- Mejor que vendan el auto -le sugerían algunas personas, cuando se enteraban de sus
planes.
Y aunque Héctor consideró esa posibilidad, en Milán le soplaron al oído una forma de
triplicar sus fondos. Por aquellos años, cuando el ambiente de preguerra se respiraba por
todas partes, el turismo había sufrido un gran detrimento. Las autoridades locales idearon
incentivos como venta de bonos para hoteles de lujo y bencina, a precios considerablemente inferiores para quienes portaran pasaporte. Fue así como Héctor y Viola aprendieron pronto a revender sus bonos. La gran escasez que se vivía en pleno 1938, en aquella
Europa de entre guerras, hacía de esa operación algo muy sencillo.
Tanto en Hamburgo como en Milán, alojaron en pensiones familiares, que sin nombre
sobre la puerta se delataban como tales por un letrero que se asomaba por la ventana y que
decía: «se arriendan piezas». Comían todos los días pan, queso y jamón adentro del auto,
hasta el punto del aburrimiento.
53
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Yo no tengo ganas de almorzar hoy - le decía Tito.
- Entonces yo tampoco -respondía Viola, que demasiado pronto, según consideraba ella misma, sentía ansias por un plato de porotos bien chilenos.
V
El Hotel en que se realizaría la cena de gala en honor de los participantes del congreso era famoso por su lujo en todo Europa. Se le consideraba único en el mundo
por tener una piscina con olas que consolaba a los suizos por su falta de mar.
Hasta allá llegaron en su auto nuevo, Héctor y Viola, elegantísimos. El, en su esmoquin y ella, con su vestido desmontable. En la puerta a Viola le temblaron de
nuevo las piernas. Tanto hombre distinguido, tanta mujer hermosa, tanto sonido a
idiomas diferentes, tantas luces...
- Aquí se encuentra reunida la aristocracia de la ciencia -murmuró Héctor para sí,
soñando con conocer algún científico europeo que le permitiera trabajar un par
de meses con él.
Aunque ambos pensaban que serían unos perfectos desconocidos en medio de
aquellas personalidades, Héctor se sorprendió al escuchar su nombre.
- Doctor Croxatto... , ¡qué alegría verlo por acá! -murmuró alguien a su lado con
reconocible acento argentino.
- ¡Doctor Houssay! -casi gritó Héctor, con la alegría de quien encuentra un vaso
de agua en el desierto.
- Doña Viola -saludó el futuro Premio Nobel y la guió hacia un grupo de personas,
-acompáñenme para presentarles al director del congreso. ¡Doctor Hess! He aquí
un matrimonio de chilenos, han viajado un mes para llegar hasta este encuentro.
Gracias a la preocupación de Houssay, Héctor y Viola fueron ubicados en la mesa
de honor del banquete. Ella cenó al lado de Elmer Verner McCollum, que había
descubierto las vitaminas A y B, y del doctor Verzar, quien expuso en el congreso un trabajo que maravilló a Héctor, sobre los intercambios de potasio y la
riboflavina. Con este último, Viola entabló un animado diálogo en alemán. Tito
observaba desde su silla, unos puestos más allá, el interés con que aquel húngaro
prestigioso, profesor en Basilea, seguía la conversación de Viola. De pronto los
vio salir a bailar.
También en la pista ella seguía hablando en alemán fluido. Contaba de su noviazgo y del fervor de Tito por la ciencia. De su matrimonio y de la intensidad
del trabajo de Tito. De este viaje tan sacrificado, de sus hijos en tierra lejana, del
sueño de Tito de trabajar con alguien...
Al finalizar la cena, el científico quiso conocer a Héctor, quien animado por su
calidez se atrevió a solicitarle trabajar un tiempo en su laboratorio. No sabía que
Viola ya tenía bastante amarrado el asunto. Verzar estuvo de acuerdo, sólo que de54
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
bían esperar hasta septiembre, fecha en que él estaría nuevamente abocado a sus
trabajos en Basilea. En el congreso mismo, Héctor no sólo vivió la satisfacción
de presentar su trabajo, sino también la de asistir a exposiciones trascendentales
para el desarrollo de la ciencia en el siglo XX.
Sin duda, quien se robó la película en aquellos días fue un joven científico de
apellido Selye, que desde el comienzo llamó la atención por su dominio de varios
idiomas. Después de cada presentación formulaba preguntas en francés, en alemán, en ingles, en italiano, en español... Luego, llegado el momento de referirse
a su propio tema, lo hizo sobre un mal que él mismo bautizó como «stress»: un
estado de tensión por exigencia de rendimiento. Describió los cambios biológicos
que se provocaban en aquel cuadro, entre éstos, la producción de adrenalina por
parte de la glándula suprarrenal.
Viola, por su parte, asistió a todas las exposiciones junto a Héctor. Aun cuando
había un intenso programas de actividades para las señoras de los científicos, ella
no se despegó del lado de Héctor. No se sentía segura hablando en otros idiomas;
y por otro lado, la intimidaba la elegancia de las demás mujeres. La esposa de
Selye por ejemplo, le parecía una belleza. Decían que era hija de un millonario
de la empresa metalúrgica, y que junto a Selye eran el centro de atracción de la
vida social de su país. Estos datos y otros chismes más cohibían a Viola, que ni
siquiera fue a la excursión al MontBlanc, con tal de pasar inadvertida.
VI
Durante el mes que debían esperar para reunirse con el doctor Verzar en Basilea,
Héctor y Viola decidieron recorrer Italia. El paso anterior por Milán había sido
muy breve, y ahora era el momento de llegar hasta Cassana a conocer a la familia.
En tierra italiana, ambos sintieron el llamado de la sangre. Quizá más que cualquier romano, ellos seguían con emoción, desde hace un par de años, las políticas
de Mussolini. Si dentro de Europa, los italianos se sentían como ciudadanos de
segunda categoría, disminuidos frente a la grandeza de los alemanes, franceses
e ingleses, también estos hijos de inmigrantes en América conocían lo que era el
desprecio. Héctor no podía olvidar algunas lecciones transmitidas por don David
durante su infancia: cómo que debía estudiar y trabajar más que los otros para
ganarse el derecho a permanecer en esa nueva tierra. A Héctor a veces le sonaban
feo en los oídos el apodo que algunos chilenos le daban a los italianos: bachichas..., bachichas. Y podía palpar el amor propio herido de su padre cuando algún
inspector de impuestos insinuaba amenazas, intentaba chantajes. Héctor siempre
supo que si don David cuidaba escrupulosamente cada suma y cada resta, era para
no cometer errores en un país que no era suyo.
Por eso los Croxatto Avoni, como muchos descendientes de inmigrantes repartidos por el mundo, tuvieron fe en Mussolini. Su tercer hijo, Horacio, recibió también el nombre de Bruno, en memoria del hijo del líder italiano. Incluso donaron
sus argollas de matrimonio en aquella gran recolección de fondos para hacer más
55
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
fuerte y grande a Italia.
En Roma tuvieron la oportunidad de ver a Benito Mussolini asomarse a la ventana
de la casa de gobierno. Venía regresando de Munchen, tras una reunión con Hitler
y Chamberlain.
- «Noi habbiamo lavorato per la pace» -expresó al pueblo que lo aclamaba. Entonces Viola sintió un nudo de emoción en la garganta. Pero a los pocos días, al leer
los diarios y conversar con la gente, se arrepintió de aquel sentimiento. Benito
Mussolini tenía una amante y eso lo derrumbaba ante sus ojos. Héctor, por su parte, ya iba comprendiendo que grandes desastres se cernían sobre el mundo.
Si bien el encuentro con todos los parientes fue singularmente intenso, hubo una
visita con consecuencias para la eternidad. Entre los once hermanos de don David
había uno que era sacerdote y al que de tiempos inmemoriales llamaban en la familia como el «tío cura». Siendo superior de la orden de los Pasionistas, vivía en
un convento ubicado en una isla frente al río Varese.
Luigi Croxatto era un hombre alto, delgado, afable como don David. El día que
Héctor y Viola llegaron a conocerlo se hallaba muy consternado, porque faltando
pocos días para un seminario que reunía a toda la orden, había recíbido la noticia
de que los teólogos alemanes encargados de varias conferencias no podrían viajar.
- ¿Por qué no te quedas a dormir en el convento? Así podríamos conversar en la
noche más tranquilos -sugirió el tío a Héctor. Viola se sobresaltó al escuchar esto,
y se preguntó en dónde alojaría ella. El convento quedaba en la cima de una colina, y no se veía ni una casa, menos un hotel, en varios kilómetros a la redonda.
Sin embargo, el tío se hizo cargo y la envió por aquella noche a una pensión de
familia.
Héctor se vio de pronto en una de las austeras celdas del convento, en medio del
silencio del atardecer, conversando con el hermano de su padre sobre el motor
inmóvil de la creación.
Las paredes blancas, el catre de madera, el sencillo crucifijo sobre la cabecera, el
ruido de los grillos en el jardín que daba a la ventana, lo fueron transportando de
a poco al fondo del corazón de Luigi Croxatto.
- Dios es invisible para el hombre, Tito, pero puedes llegar a él conociendo su
obra.
Pronto comprendió que el tío Luigi tenía la definición más maravillosa que había
conocido para la ciencia: el modo de demostrar lo perfecto que es Dios.
Esa noche, ambos hablaron de Galileo, y de Copérnico. También de la jactancia
del matemático Laplace quien dijo a Napoleón: «Majestad, en nuestros días la
ciencia ya no necesita de la teoría de Dios». Y de los genios del siglo XX, como
Max Planck, quien enunció la teoría cuántica, antecedente histórico de las teorías
atómicas. Este último había reconocido la necesidad de la fe.
- Mucha ciencia acerca a Dios -aseguró el tío Luigi a Tito-, eso les ha sucedido a
56
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Louis de Broglie, y a Albert Einstein.
A las cinco de la mañana, Héctor participó en la oración con los monjes del convento, y al despedirse de su tío supo que no lo volvería a ver.
Viola, mientras tanto, pasó la noche en esa casa desconocida, sin comprender muy
bien todavía la razón de aquel largo encuentro. Al reunirse nuevamente con Héctor lo notó muy extraño, tal vez emocionado como no lo había visto antes. Y aunque no le comentó casi nada de lo que habló con el tío, ella pronto se dio cuenta
de que algo había cambiado. A los pocos día, Héctor quiso ir a misa y comulgó.
VII
En el laboratorio de Verzar, en Basilea, Héctor supo lo que eran los medios para
trabajar. A sólo seis años de la construcción del primer microscopía electrónico,
por parte de Ernest A.F. Ruska, allí disponían de uno, además de instrumental
que en Chile ni en sueños habían visto. También junto a Verzar, Héctor conoció
a los líderes de la biología, quienes parecían abocados a encontrar solución a los
problemas bioquímicos de la medicina.
Desde 1926, año en que James B. Sumner logró preparar por primera vez una
enzima, la ureasa, en forma cristalina, y demostrar la naturaleza proteica de las
enzimas, los descubrimientos en el área se sucedían día tras día. Héctor estaba
como embrujado por aquellos temas.
Sin embargo, una pequeña nubecilla estaba empañando su felicidad. Viola, desde
hacía un par de semanas, sentía dolores cada vez más fuertes. Aunque un médico
había recomendado calmantes hasta averiguar la causa del mal, Héctor se resistía
a enmascarar los síntomas.
Una mañana de domingo, mientras tomaban el desayuno en el comedor de la
pensión, Viola se desmayó. Al volver en sí, Tito notó que su conjuntiva estaba
vivamente congestionada. Lo que sucedió a continuación ella sólo lo vino a saber
después de tres semanas, cuando se encontró internada en una clínica en Basilea,
por un Herpes que la privó, para siempre, de la visión de un ojo.
Lentamente comenzó a recordar la intensidad de sus dolores y los escasos minutos de lucidez que tuvo en aquellos veintiún días. Al abrir los ojos veía a Tito, y
un macetero con una hermosa violeta de los Alpes que Verzar le había enviado de
regalo.
- ¡Por Dios! Cuánto nos costará esto -le decía angustiada a Héctor.
- No te preocupes, Viola, tienes que descansar y reponerte. Pronto nos iremos de
Suiza. Viajaremos a París, Viola, verás que linda Navidad pasaremos.
Pero ella no conseguía salir de un estado de sopor. Aunque sufría pensando que
jamás recuperaría la vista del ojo, daba gracias por mantenerlo. Tito le contó que
varios médicos se habían mostrado partidarios de extirpárselo.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Cuando al fin le dieron el alta, ambos se llevaron una maravillosa sorpresa: en
aquella clínica no les cobraron absolutamente nada. Quizá por tratarse de la esposa de un médico, quizá porque Verzar habló con el director.
- Verzar estaba enamorado de ti -dijo Héctor a Viola, 55 años después.
- ¿Cómo se te ocurre decir eso? -le contestó ella espantada-. Si estabas celoso,
¿por qué no lo dijiste hace tantos años atrás?
- ¿Para qué? Yo no iba a rivalizar con Verzar..., además que me daba pena el pobre.
- Nos vamos de Suiza sin ver nevar -dijo Héctor a Verzar el día de la despedida.
- Sí, esto es muy extraño -le respondió-, por esta época siempre está todo cubierto
por la nieve.
Héctor y Viola llevaban ya cinco meses lejos del hogar. Así es que el 20 de diciembre, al subirse al auto para dirigirse a Ginebra, y de Ginebra a París, se sintieron
iniciando el regreso a casa. Cuando faltaba bastante aún para cruzar la frontera,
vieron que gruesos copos de nieve comenzaron a caer sobre el parabrisas. El frío
se hizo intenso, más aún para ellos que no tenían calefacción y que iban apenas
abrigados con ropa de lana. Viola, convaleciente de su enfermedad, parecía una
sonámbula, al lado de Tito que cada un par de kilómetros tenía que bajarse del
auto para sacar con las manos la nieve que se cristalizaba sobre el parabrisas.
Al cruzar la frontera suiza, los guardias ni siquiera los hicieron parar. Con una
simple seña desde su caseta les dieron el pase.
VIII
La primera noche en París la pasaron en un hotel recomendado por Verzar. Aunque
era demasiado caro para su presupuesto, hicieron vista gorda a los precios con tal
de sentirse protegidos del frío. A la mañana siguiente se cambiaron a una pensión
de familia, de propiedad de un ex combatiente de la guerra del año 1914.
En la capital de Francia, Héctor visitó a varios fisiólogos que conocía a través de
sus trabajos. Se sentía cada vez más fascinado con las experiencias extraídas a lo
largo del viaje, mientras que Viola continuaba aletargada y sin ánimo.
Un día, en la calle, Héctor se encontró con un antiguo paciente, amigo de monsieur Pacotet, al que había curado de una ictericia. El hombre, que aún se sentía
agradecido de Héctor, le regaló unas entradas para asistir al Teatro la Opera de
París. De Francia, viajaron más tarde a Bélgica, y en Bruselas quisieron ir nuevamente al teatro, pero esta vez a un recital de Paul Valéry.
El día del recital, Héctor y Viola partieron con todo su equipaje adentro del auto,
pues no tendrían tiempo para volver a retirarlo. De Bruselas debían llegar a Amberes, en donde se embarcarían de regreso a Chile. Si bien ambos salieron fascinados después de haber oído recitar a Valéry, casi quedaron paralizados de la
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
impresión al comprobar que las puertas del auto estaban forzadas. Pero curiosamente no notaban que faltara nada; allí seguían las maletas, los paraguas y unos
pocos regalos. De pronto, Héctor se llevó las manos a la cabeza:
- Las cajas, las cajas... No están.
En efecto, antes de salir de París, Héctor pasó por el Instituto Luis Pasteur a retirar unos cultivos de bacílo de Koch que el Instítuto Sanítas había comprado para
producir en Chile la vacuna contra la tuberculosis. Y eso era precisamente lo que
faltaba.
Aterrado ante la posibilidad de que los cultivos cayeran en manos de algún fanático de aquel tiempo delirante de la preguerra, Héctor partió a notificar a la policía.
Allí cundió el pánico entre los oficiales.
- ¡Cómo se le ocurre portar en su auto material de esa naturaleza! -le reprochaban
con furia.
- Viola -dijo Héctor al oído de su mujer que no entendía nada-, tenemos que salir
de acá o vamos a perder el barco.
Al día siguiente la noticia apareció en todos los diarios. «Médico chileno mezclado en guerra bacteriológica». Afortunadamente, un par de horas después ambos se
sintieron a salvo a bordo del barco.
Así y todo, les faltaba aún vivir una dura prueba lejos del hogar. Mientras el transatlántico se mecía sobre aguas tranquilas, en Chile toda la tierra era sacudida por
uno de los terremotos más fuertes que ha conocido el país, el que pasó a la posteridad con el nombre de terremoto de Chillán. En los diarios extranjeros se escribía sobre el tremendo cataclismo que había causado miles de muertos y botado
ciudades enteras. Loncoche, Chillán, Concepción..., Héctor se sintió desesperado
y preguntó al capitán del barco si había alguna forma de saber de la familia.
Esa noche, Viola, a punto de conciliar el sueño, creyó escuchar el llanto de Tito,
su segundo hijo. Era un llanto terrible y desconsolado.
- Mi pobre hijo se ha quedado solo en el mundo -decía afligida Viola, mientras
Tito seguía sentado sobre su litera, absolutamente desesperado. Según sus cálculos, por esas fechas, una de sus cuñadas se llevaría a los niños a pasar unos días en
Talcahuano. Tenía motivos para dejar que negros presentimientos la angustiaran.
Sin embargo, antes del amanecer, el capitán del barco golpeó la puerta de su recámara con buenas noticias. A través de un radiograma había logrado comunicación
con la familia. Raúl Croxatto enviaba saludos y aseguraba que nada había pasado;
todos los niños seguían en Santiago en perfectas condiciones.
Al fin, un mes después, Héctor y Viola llegaron al Hotel Portillo en donde se produjo el esperado encuentro.
IX
Si bien la recepción familiar fue emocionante y feliz, en Sanitas, Héctor se encon59
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
tró con un ambiente muy pesimista. Tras el triunfo de Aguirre Cerda, todo parecía
indicar que el arriesgado camino que el Instituto había seguido, el de la industria
de la química orgánica, los llevaría al precipicio.
Llevaba apenas un par de semanas de regreso en Chile, cuando tuvo la fortuna de
leer una noticia que había aparecido en la revista Time. Se trataba de un artículo
de menos de un cuarto de página, que hablaba del DDT y de su poder insecticida.
Aunque no se podía importar, porque era una sustancia estratégica en aquellos
tiempos de guerra, Arnaldo Croxatto, que era un químico talentoso, propuso sintetizar el DDT aquí en Chile.
En Sanitas apoyaron el proyecto con entusiasmo y con fe en los resultados.
Corriendo contra el tiempo, lograron destilar benzol, de residuos facilitados por
la Compañía de Gas. El cloro, que era escasísimo, fue conseguido a través de
Cruz Coke en la Papelera, donde era usado como blanqueador.
Después de jornadas increíbles de mezclar y probar, batir y moler, lograron unos
cristales blanquísimos y finos como agujas, y decidieron poner a prueba su poder
insecticida con las moscas que plagaban los viveros del segundo piso.
Héctor y Raúl pulverizaron los cristales y cerraron la puerta rápidamente. A los
dos minutos volvieron a entrar y comprobaron que las moscas caían en picada
al suelo, incapaces de volver a levantarse. Ante los gritos de alegría de los dos
hermanos, todo el personal de Sanitas subió a ver qué ocurría. La noticia conmocionó a los directores del Instituto, que con razón intuyeron que sus problemas
económicos estaban a punto de desaparecer.
Puesto en marcha el proyecto, Arnaldo construyó un equipo piloto, forrado en
plomo por dentro para evitar los estragos del cloro. La idea era fabricar el insecticida en cantidades industriales para lanzarlo al mercado con gran publicidad.
Superada una cantidad de innumerables problemas -hasta hubo una explosión de
por medio que dejó a Héctor con las orejas quemadas y con el delantal, el traje,
la ropa interior, e incluso los zapatos perforados- el producto estuvo listo para ser
bautizado.
Durante una reunión en que se discutía el nombre para el futuro insecticida, Héctor propuso:
- Pongámosle Tanax.
- ¡Qué nombre más raro! ¿Por qué se le ocurrió eso, Héctor?- preguntó el doctor
Italo Alessandrini, quien era director de Sanitas entonces.
- Bueno, yo he oído que las palabras con vocal repetida en sus sílabas se graban en
la memoria con más facilidad... además Tanax tiene el mismo inicio de la palabra
«tanatos», que en griego significa «muerte», y bueno, la equis final es, ya sabe
usted, la cruz de la bandera negra en los barcos piratas...
- ¡Genial! ¡Genial idea!
Aunque en Chile, el Tanax fue todo un éxito, no corrió la misma suerte en Ar60
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
gentina. Allá el Instítuto Sanitas había instalado una filial y Raúl Croxatto envió
la fórmula del nuevo insecticida. Pero el químico a cargo de la producción, un
alemán formado en la casa Bayer, decidió hacer algunas modificaciones como
eliminar la parafina de la mezcla.
En Buenos Aires se preparó el lanzamiento de este producto mágico, que aseguraba eliminar moscas y hormigas y dejar hasta a la baratas patas arriba, con mucha
teatralidad. Y fue también con teatralidad que los argentinos se rieron del chasco
del Tanax: no hubo comedia en que los actores no se burlaran del producto que,
gracias a la intervención del químico, jamás botó ni a un zancudo al suelo.
REFLEXION
«Para mí, la verdad científica es una verdad provisional. El mismo avance de la
ciencia ha demostrado que ideas que habían sido validadas, luego fueron descartadas. La teoría de Newton que tanta influencia ejerció en el mundo, hoy no
constituye una verdad absoluta. Todo lo que la ciencia sostiene, por lo tanto, tiene un carácter conjetural. Entonces yo afirmo con convencimiento que la ciencia
llega más segura a la verdad de la mano de la filosofía. Hay un campo de verdad,
una parcela del saber, que está vedado para la ciencia: la del sentido de la existencia del hombre y su destino. Uno puede investigar sobre procesos cada vez
más complejos, procesos que el ojo humano jamás ha visto porque son propios
de la microbiología, sin embargo, inevitablemente llega el momento en que se
pregunta: ¿Por qué? ¿Para qué? Me temo, a pesar de esto, que a los científicos
actuales les queda muy poco tiempo para la formación filosófica. La presión por
ganar fondos para sus proyectos, la presión por publicar trabajos que los validen
ante el mundo científico y sus competidores, los vuelven verdaderas máquinas en
búsqueda de nuevos datos y eso termina reduciendo para ellos el valor del concepto «verdad», que se transforma en algo simplemente verificable, pero jamás
en aquella huella de belleza de la que, por un don divino, los hombres podemos
participar».
En conversaciones con la autora, agosto de 1993.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
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Los péptidos vasoactivos
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ocos tienen la fortuna de identificar el momento más trascendente de su
vida.
Sin embargo, Héctor Croxatto se reconocería como uno de esos contados
con los dedos de las manos al evocar, una y otra vez, el instante de 1941 en que
Cruz Coke le mostró la publicación del experimento de Goldblatt, un investigador
de Cleveland, Estados Unidos.
Venía exultante, más entusiasmado que de costumbre, y eso que el entusiasmo era
su estado de ánimo habitual.
- Héctor, escuche esto. Es increíble, pero Goldblatt ha descubierto que colocando
una pinza en la arteria renal de un perro, le sobreviene una hipertensión.
- ¡No me diga! -respondió Héctor, a quien el tema del riñón lo asombraba desde
que las investigaciones en el Instituto de Educación Física confirmaban los grandes cambios que sufría este órgano durante el ejercicio.
- Pero, explíqueme, profesor: ¿este hombre ha descrito el cuadro completo?
- Por supuesto..., se trata de un patólogo. Aquí señala las lesiones a las coronarias, al mismo riñón..., la arteriosclerosis... -enumeró Cruz Coke mientras releía
velozmente la publicación-. Y mire usted, demuestra cómo la hipertensión en el
perro es similar a la humana.
- Bueno, pero ¿cuál sería la causa hipertensiva?
- Goldblatt aparentemente está demostrando que el riñón produce una sustancia
prohipertensiva. Es una sustancia vasoconstrictora. Pero, ¿qué es esta sustancia?
No se sabe.
- ... podría tener que ver con la falta parcial de oxígeno -aventuró Héctor.
A partir de ese día siguió con vivo interés los avances en el tema. La experiencia
de Goldblatt fue continuada por un grupo de científicos norteamericanos dirigidos por Irving Page, y también por otro equipo de argentinos -Braun-Menéndez,
Fasciolo, Leloir, Taquini- a cuya cabeza figuraba Houssay. Casi simultáneamente,
estos equipos de trabajo demostraron que la renina, una sustancia de origen renal, descrita por científicos finlandeses a fines del siglo pasado, en contacto con
una proteína plasmática, engendraba otro principio de gran poder vasoconstrictor.
Irving Page lo bautizó con el nombre de angíotonina, y Houssay lo llamó hiper62
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
tensina. Cuando ambos investigadores -para su gran sorpresa o decepción- se dieron cuenta de que angiotonina e hipertensina eran una sola sustancia, acordaron
salomónicamente llamarla angiotensina. Coincidieron también en confirmar que
se trataba de un péptido, es decir, una cadena de aminoácidos.
Un día, durante la cena, Héctor le dijo a su hermano Raúl:
-Oye, la sustancia que entrega el riñón tiene que ser una enzima. Así como en el
estómago tenemos pepsina, que actúa sobre las proteínas de los alimentos y las
transforma en péptidos, en el riñón existiría la «renina», que influye en forma semejante sobre las proteínas del plasma, y forma otros, ¡quizás cuántos! péptidos
activos.
- Probablemente -contestó Raúl-, y si la renina fuera una enzima proteolítica, podría ser posible que otras enzimas, como la misma pepsina, por ejemplo, pudieran
engendrar procesos semejantes en contacto con la sangre... ¿te imaginas? Las
proteínas circulantes podrían ser fuente de péptidos en actividad biológica.
Estaban sentados frente a frente en la mesa. Viola, en silencio, contemplaba la
escena. Los tres niños, a pesar de estar acostumbrados a los diálogos serios entre
su padre y el tío Raúl, esta vez también se quedaron callados; miraron las caras
de ambos hombres grandes, que permanecían tensas, con los ojos muy abiertos,
como si acabaran de ver algo.
- Sería realmente revolucionario demostrar que la sangre es más que una simple
transportadora de sustancias...
- Suena como una herejía...
- Probemos -dijo Raúl.
- Mañana -agregó Héctor, que ahora de pie, comenzó a pasearse por la sala.
II
En el laboratorio de la Universidad Católica, la única alternativa fue trabajar con
ranas. Era lo más barato. Pero a los dos hermanos les bastó para demostrar la
hipótesis aventurada en aquella memorable sobremesa. Utilizando pepsina purificada, Héctor y Raúl lograron producir por hidrólisis de globulinas del plasma una
sustancia que, desde todos los puntos de vista, se comportaba igual que la angiotensina. Producía, como ésta, un efecto vasoconstrictor potentísimo. La llamaron
pepsitensina.
- Obtenemos pepsina, tomamos plasma, los juntamos e incubamos a 37 grados, y
a los pocos minutos aparece esta sustancia -explicaba Héctor a Cruz Coke, que no
salía de su asombro.
-Héctor, Héctor -repetía el maestro-, el sueño que vislumbré por años se hace
realidad frente a mí. En Chile se puede hacer investigación original, novedosa...
Ustedes, mis discípulos, ya me han dado la prueba.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Mire... -continuaba Héctor, sordo a las alabanzas de Cruz Coke, y absolutamente imbuido en el experimento-, nosotros decapitamos la rana, tomamos su tren
posterior, colocamos una cánula por la aorta, y perfundimos la pata..., si hacemos
pasar la pepsina sola, no pasa nada. Plasma solo, nada. Pero sume pepsina más
plasma, ahí está, ¡ahí está!: la sustancia vasoconstrictora.
Al descubrimiento de la pepsitensina, siguió el de la pepsanurina. El hallazgo
pareció a muchos una verdadera bufonada, puesto que en esa época se creía que
los cuerpos activos se originaban sólo en los órganos, y la sangre era una simple
transportadora, jamás generadora de ellos.
-¡Esto es fantástico! -se repetía Héctor por aquellos días. -¡Esto es fantástico,
Viola!, le decía a su esposa por la noche. Ella intentaba entender, de hecho entendía bastante, pero a la vez se admiraba de que la ciencia lo enloqueciera tanto:
«esta amante tuya, Tito, te absorbe, te roba...», reclamaba Viola.
La publicación de este importante experimento en 1942 en la revista «Nature»
trajo como consecuencia que otros laboratorios extranjeros verificaran los nuevos
datos. Su demostración fue resistida al principio; en el celoso medio científico se
decía que la pepsina y la pepsanurina existían sólo en el laboratorio y que mientras no se demostrara que también estaba presente en el organismo humano, no
valía la pena asignarle valor alguno. Sin embargo, el logro de los Croxatto orientó
el camino para el descubrimiento de la constitución química de la angiotensina.
Años después se descubrió que la pepsitensina era similar a la angiotensina.
III
Los farmacéuticos del mundo tenían con ojos puestos sobre la decena de laboratorios que experimentaban sobre el tema; esperaban pronto contar con un medicamento que contrarrestara los efectos de la hipertensión arterial.
A partir de ese momento, Héctor supo que había dado con su línea de investigación. Por ese entonces se había descrito un reducido número de otros péptidos
vasoactivos y el conocimiento de sus respectivas estructuras estaba pendiente.
El gran desafío, y en torno al cual giraría todo el resto de su vida, era purificar
algunos de ellos, describirlos y demostrar su papel en los más variados procesos
biológicos. Sin embargo, la dura y absurda realidad confirmó a Héctor que la falta
de medios en los laboratorios chilenos le impediría seguir avanzando al mismo
ritmo de los científicos extranjeros.
Mientras él iba de madrugada cada día al matadero a conseguir sangre de caballo,
un grupo de brasileños de la Universidad de Riverao Preto, liderados por Mauricio Rocha e Silva, avanzaba aceleradamente en la identificación de otro péptido,
que años más tarde, bautizaron con el nombre de bradicinina. Paradójicamente,
este brasileño no andaba tras ningún péptido al momento de encontrarlo. Lejos de
ello, investigaba en torno a la reacción inflamatoria producida por la mordedura
de serpiente y otros insectos del trópico. Al verificar el efecto de la histamina
en los procesos de inflamación, luego de incubar veneno de Borotropo Jararaca
64
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
con plasma, encontró que de la unión saliva y plasma aparecía un principio hipotensivo: era la bradicinina. Rocha e Silva reaccionó y contó con la tecnología
para comprobar que en el ser humano esta misma sustancia se forma a partir de la
acción de una enzima, la calicreína -descubierta por los alemanes en los años 30
-sobre las proteínas plasmáticas.
Este hallazgo revolucionó el ambiente científico y conmovió al laboratorio de
fisiología de la Universidad Católica. En algunos de los cientos de pasos prácticos realizados en el último tiempo para dar con la pepsanurina en el organismo
animal, se había detectado la presencia de este otro principio hipotensivo descrito
por Rocha e Silva. Pero ante la escasez de medios y de gente, Héctor había tenido
que optar por continuar con lo suyo, sin detenerse a analizar esto otro.
El descubrimiento de la bradicinina llenó de frustración a algunos de los colaboradores de Héctor en aquellos días. Esta sensación de haber estado tan cerca del
hallazgo, tan próximos al gran descubrimiento, era en extremo acusador de las
limitaciones de que adolecían los laboratorios chilenos de entonces. Sin embargo,
él parecía feliz e intentaba levantar sus ánimos:
- La identificación de la bradicinina reafirma mi hipótesis. La normalidad de la
presión arterial debe estar regida por el equilibrio entre un principio hipertensivo,
donde interviene la pepsitensina, y por un principio hipotensivo, donde interviene
la bradicinina - les dijo, con esa capacidad suya de asociar resultados y convertirlos en nuevas proposiciones científicas.
Y continuó con el mismo fervor buscando los rastros de los péptidos en el organismo animal. Afortunadamente pronto encontró una alternativa para no tener que
dirigirse cada día al matadero en busca de sangre: compró una yegua, a la que
llamó hipertensina. Amarrada a un árbol del patio de la Casa Central se dejaba
mansamente extraer sangre a cambio de todo el heno y el agua que le dieran.
Sin embargo, y a pesar de este optimismo habitual, Héctor a ratos se ensimismaba
en un pensamiento recurrente. Ya había superado los treinta años. Veía el paso del
tiempo reflejado en el rostro juvenil de sus propios hijos. Y si en la adolescencia
había sentido que la vida es un suspiro, que la epifanía vital existe más bien en la
dimensión de los recuerdos, ahora, hombre hecho y derecho, sufría.
- Deberíamos tener tres vidas, Viola... Tres vidas.
Y cada vez con más dificultad, por las noches intentaba «bajar la cortina del negocio», como lo hacía su padre en Temuco para estar con la familia. Sentía que
llevaba mil ideas y posibilidades en la cabeza, al grado que Viola no se explicaba
cómo su marido lograba conciliar el sueño.
- Mi marido es un hombre de inteligencia excepcional -decía ella, con una admiración que, a medida que pasaban los años, se mezclaba con esa sorpresa que no
dejan de causar los prodigios evidentes.
En el día, las jornadas de Héctor continuaban, lo mismo que durante toda la década pasada, con su apretado horario: del laboratorio de la Universidad Católica al
Instituto de Educación Física, de ahí a Sanitas, de Sanitas nuevamente a la Cató65
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
lica. Sin despreciar nuevas fuentes de ingreso para su familia, jamás pudo en ese
tiempo quedarse todo un día en el mismo laboratorio.
Pero aquello le cobró su precio en la vida: por esos años solicitó una beca a la
Fundación Rockefeller y al serie negada, un representante crudamente le explicó
que la causa era su contrato en Sanitas.
- ¡Pero si yo tengo tres hijos..., debo darle una vida digna a mi mujer! -explicó
Héctor, lleno de amargura. -No puedo pedir ayuda a mi padre..., no he recibido
herencias de nadie. ¿Quién se hará cargo de la educación de mis niños? ¿Qué vejez tendrá mi esposa?
Sus argumentos cayeron en el vacío. Igual se le negó la beca, y como si esa nota
frustrante no bastara, en el ambiente comenzó a plantearse una inusual comparación con Joaquín Luco. En efecto, cuando éste último regresó de Harvard, en
donde fue discípulo del doctor W. Cannon, director de uno de los más prestigiosos
laboratorios del mundo, se abocó a la creación de un laboratorio de neurofisiología, y se transformó en el primer académico de la Universidad Católica con dedicación exclusiva. Por ese entonces, los demás médicos mantenían sus consultas o
trabajos profesionales, y entregaban sólo algunas horas del día a la investigación.
Con un espíritu altamente innovador, Joaquín Luco «profesó» como científico y
sacrificó toda satisfacción económica. Como recompensa pronto se ganó la fiel
admiración de los alumnos. El propio Héctor se maravillaba ante las clases de
Joaco, que le parecían verdaderas fiestas del espíritu, con resplandores de belleza.
Pero su caso era distinto. Sentía la presión económica como un aguijón sobre la
espalda, y también una suerte de desconfianza de los precarios medios de aquellos laboratorios universitarios. Sin la ayuda de Sanitas -se decía-, muchos de los
experimentos que realizaba no podrían hacerse.
Por aquellos años, tampoco existía la condición de profesor contratado a jornada
completa, y las largas horas de laboratorio no eran consideradas en los sueldos.
Esto parecían no comprenderlo algunos ortodoxos, que miraban con suspicacia el
trabajo de Héctor fuera de la universidad... Los años vinieron a hacerles entender
el asunto: cuántos no debieron abdicar de sus intentos de monogamia intelectual,
sobre todo en la década del 70, cuando un investigador contratado a jornada completa ganaba un sueldo equivalente a treinta dólares. La empresa privada engrosó
en aquel tiempo sus equipos científicos con estos paupérrimos jefes de familia,
que protagonizaron una fuga en masa de las empobrecidas universidades chilenas.
IV
Pero más tarde de lo que hubiera deseado, y mucho antes de lo esperado, alguien
golpeó su puerta. Y en 1945, con una beca que incluía los pasajes y 120 dólares
mensuales, Héctor partió a los Estados Unidos. Sin ninguna dirección donde aterrizar, llevaba en las manos un frasco con varios litros de plasma de buey del que
confiaba obtener y purificar las ansiadas cadenas de aminoácidos.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
En Santiago había quedado Viola, esperando reunirse con él en tres meses.Dedicada a los hijos durante las tardes, por las noches -desde el mismo día de la partida de Héctor- sentía que a sus huesos les faltaba algo. Permanecía algún rato en
el escritorio donde habitualmente lo acompañaba mientras preparaba las clases de
la jornada siguiente, y luego, sin poder resistir el silencio de aquella sala llena de
libros, de papeles, de artículos por revisar, subía pesadamente las escaleras. En su
dormitorio, al abrir el ropero, el olor de los trajes de Tito parecía golpearla en la
cara como una prueba de su ausencia. Si nunca antes había reconocido el aroma
de su ropa ni de su cara sobre la almohada... ¿Por qué ahora?
-Me siento como un animal herido -repetía Viola a sus amigas más cercanas. La
separación era algo desconocido para ella.
Cuando comenzaron a llegarle las primeras noticias de Héctor, este dolor sentimental se transformó en alarma. En efecto, él había decidido partir a los Estados
Unidos sin tener claro a dónde iba a trabajar. Si ganó aquella beca, fue por la fe
que mantenía en su proyecto de purificar los péptidos del plasma, pero no porque algún nombre destacado del mundo de las ciencias apadrinara su propósito.
De hecho, él sólo había mantenido correspondencia feliz con un científico de
apellido Du Vigneau, a quien, por deducciones obvias, consideraba francés. En
ese idioma le había escrito luego de que el propio Du Vigneau le enviara algunos
comentarios acerca de una publicación. Héctor postulaba que la vasopresina, una
hormona, tendría aginina o licina, mientras que la ocitocina, otra hormona de la
hipófisis, no. Du Vigneau le confirmó esto, y le aseguró que él mismo ya lo había
investigado antes. Aunque la carta contenía un mensaje claro de paternidad intelectual, Tito se sintió esperanzado, porque creyó que aquel científico, vanidades
aparte, podría interesarse en su proyecto de purificar los péptidos y demostrar su
presencia en el organismo.
Así, sólo con esta carta en el bolsillo de la chaqueta y el frasco con plasma concentrado de buey, producto de largas tardes de trabajo en Sanitas, Héctor llegó a
golpear la puerta del científico en el Instituto de Nueva York.
- Ah, sí..., usted..., la carta -a Du Vigneau le costó entender quién era Héctor
Croxatto, cuando lo tuvo enfrente suyo. Sobre todo porque no hablaba francés
como éste había creído.
Cuando Héctor le manifestó su deseo de quedarse por seis meses para trabajar en
su laboratorio, con el fin de purificar algún péptido vasoactivo, él simplemente lo
condujo hasta la habitación adyacente. Allí le mostró un pollo embalsamado.
- Lo mantenemos como un recuerdo de aquel día glorioso en que logramos purificar una hormona del pollo -explicó.
Héctor permaneció en silencio mirando el pájaro tieso en una vitrina.
- Bueno, lo felicito nuevamente... lo felicito, pero quisiera trabajar en su laboratorio...
- No, no podrá ser -dijo enérgico Du Vigneau-. Todo mi equipo y yo nos empeñamos en demostrar la estructura de la vasopresina... y estamos muy próximos, muy
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
próximos a lograrlo. Una distracción en este momento, como volver a experimentar con animales, sería un grave error.
Du Vigneau tenía razón. De hecho, algunos años después obtuvo el Premio Nobel
de Ciencias por los sorprendentes resultados de sus investigaciones.
Héctor se sintió mal. Estaba pálido. Su beca, el viaje tan largo..., y nada.
- Si quiere puede incorporarse a nuestro trabajo -invitó Du Vigneau, pero al ver el
rostro desanimado de Héctor agregó:
- Mire, la única persona que puede interesarse en productos obtenidos del plasma
es el doctor Edwin Cohn. Trabaja en Boston.
- ¡En Boston! -respondió alarmado Héctor..., pero a los pocos instantes, vivamente repuesto, se despidió y partió a Boston.
Llegó temprano en la mañana a la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard. Finalmente dio con los laboratorios del doctor Cohn.
-¿Tiene cita con él? -le preguntó alguien en la puerta.
- No.
- No podrá recibirlo.
- Pero ¡cómo! He venido de tan lejos. Chile, Sudamérica..., ¿sabe usted dónde
queda eso? Lejos, lejísimo.
Ante su expresión de desaliento, el hombre lo dejó esperando ante una posible
entrevista.
Pasaron casi quince minutos. Héctor se había enterado en Nueva York de que
Cohn era un famoso bioquímico, que durante la segunda guerra mundial logró la
purificación de las proteínas del plasma. Bajo gran secreto, y encomendado especialmente por la Universidad de Harvard, reducía parte del plasma a polvo estéril
y preparaba así las transfusiones que recibían los soldados en el campo de batalla.
En todos los laboratorios de Estados Unidos se comentaba el trabajo de Cohn por
su carácter estratégico y ultra reservado, y porque muchos de sus secretos estaban
en un libro rojo atesorado en alguna bóveda de la universidad. En pleno año 1945,
cuando los soldados volvían en masa a los Estados Unidos, Cohn era una estrella.
«Es difícil que lo reciba», le había repetido el hombre al alejarse.
Quince minutos... una eternidad para quien, no obstante, había decidido entregar
la vida tras ese minuto de luz, en que creyó ver la causa de la hipertensión.
Al fin Héctor se enfrentó cara a cara con él.
- ¿Qué es esto? -preguntó Cohn, mirando el frasco con el concentrado de péptidos.
Al escuchar la explicación de Héctor, reaccionó rotundo:
- No, no, no... - movió la cabeza exasperado. Luego, volvió de golpe a la calma,
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
explicó que los experimentos con animales lo asqueaban. No resistía trabajar en
el laboratorio con ellos. Y en cuanto a los productos del plasma... no, no, no. Nuevamente se puso a menear la cabeza frenético.
De pronto, Héctor que sacaba gráficos, mostraba papeles, y hacía esfuerzos por
convencerlo de su idea, musitó casi para terminar la entrevista:
- ... y esta sustancia se inactivaría con un extracto de glóbulo rojo. Cohn quedó
como suspendido en la mitad del día.
- ¿Cómo? ¿Acaso el glóbulo rojo tiene proteasa? - y se sentó. «Empezó a interesarse», pensó Héctor.
En efecto, Cohn había trabajado con el plasma, pero nunca supo qué hacer con los
glóbulos rojos. Con Héctor en frente vislumbró una ocasión de aprovecharlos.
- Quizá podríamos separar esta proteasa del glóbulo rojo..., identificar la enzima
destructora... - se veía súbitamente entusiasmado.
A Héctor, que no le atraía mucho purificar esa enzima, pues iba tozudo con otra
purificación, no le quedó más que aceptar la propuesta de Cohn. ¿De lo contrario,
qué? Habría tenido que volver a Chile. Y, por lo demás, una cosa era lo que quisiera el doctor Cohn, y otra lo que, a fin de cuentas pudiera hacer él en un laboratorio
tan prodigiosamente equipado.
V
Con envidia de muchos profesores becarios, Héctor fue invitado a la mesa de
Cohn en la Universidad, desde el primer día. Y si aquello ya era un gran honor,
mucho más grande fue el de acceder al famoso libro rojo. No obstante, a Tito,
aquellos famosísimos secretos no le interesaban, ya que su asunto era otro.
Por fortuna, allí en Harvard conoció a un bioquímico, Newt Ashworth, quien
trabajaba en su tesis. Fue una verdadera salvación para él, ya que Newt hacía
experimentos con fracciones del plasma para describirlas en su tesis doctoral.
Trabajaba en corazones aislados de perro, y estudiaba las propiedades del músculo cardíaco. Probaba drogas que aumentaban la fuerza contráctil. Tito consiguió
que le dejara los corazones al finalizar los experimentos, y así logró -aparte de
su labor al purificar las proteasas del glóbulo rojo- demostrar que la pepsitensina
tenía efecto inotropo positivo sobre el corazón. En horas robadas al descanso, y
aprovechándose de la vista gorda que hacía el personal de la Universidad que le
permitía quedarse hasta tarde trabajando, logró publicar un artículo con los avances realizados en sus investigaciones.
Pero en todo ese tiempo Cohn no prestaba atención a los experimentos de Tito.
Un día se interesó al escuchar su hipótesis sobre el aumento de la presión arterial.
Pero invitado a ver el corazón de perro en acción, se negó:
- No, no, no... , no puedo ver a los animales- le dijo.
69
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
En Santiago, mientras tanto, Viola no salía de su asombro al saber que Héctor no
estaba en Nueva York, sino que en Boston. Por las cartas se iba enterando, llena
de angustia, de que su marido había bajado once kilos. La beca era pobrísima,
apenas ciento veinte dólares mensuales, y la comida norteamericana no le gustaba. Recordaba con nostalgia las cenas en el hogar y sólo cuando el doctor Cohn lo
invitaba a su casa, recordaba lo que era una buena receta de cocina. «Cohn vive
como un aristócrata -le escribía Héctor-, todas las noches se viste de frac para comer, y recibe figuras importantísimas en su casa... No te imaginas, Viola, lo pobre
que es el hotelito en que estoy y al que tú vas a llegar pronto...»
En efecto, se cumplió la fecha en que Viola tomó el avión rumbo a Estados Unidos. Llevaba en la cartera una foto de sus hijos, quienes, en plena edad del pavo,
le escribieron la siguiente frase: «Para que recuerdes a estos pobres huerfanitos».
Guardó la foto muy cerca de un sobre, donde también llevaba tres meses de sueldo
de Tito, adelantado por monseñor Carlos Casanueva.
-Don Carlos, Héctor se está muriendo de hambre -le había asegurado ella al rector,
pocos días atrás, cuando fue a solicitarle dinero, previendo que con su presencia
en Boston el presupuesto alcanzaría para menos aún.
- ¿Y no podría esperar hasta septiembre? -aventuró monseñor Casanueva, quien
tenía graves dificultades para cancelar los sueldos a fin de todos los meses. Un
adelanto era un desbarajuste para él.
- Claro que podría esperar -dijo Viola molesta-, siempre que no se muera antes de
hambre.
Don Carlos la miró muy serio. Sacó un pañuelo de su vieja sotana -era sabido que
iba regalando las nuevas a otros sacerdotes más necesitados y dejándose para sí
las usadas-,y luego de sonarse ruidosamente, le dijo:
- Si no es exageración suya...
- ¡No! -ella estaba realmente afligida- ¡Héctor no come, no come...!
El rector accedió: «Alguien deberá esperar por su sueldo este mes., le dijo al entregarle el dinero».
Ya en Boston, Viola confirmó que las descripciones de Tito eran opacas. El departamento pequeñísimo estaba lleno, repleto, de muebles viejos y desgarbados,
con sus tapices grasientos. La cocina, el lugar que más le interesaba a ella, era tan
chica que ocupaba sólo un ángulo del lugar; tenía dos puertas, una en cada pared,
y cuando alguien entraba, otro debía salir.
Pero a pesar de la estrechez, a los pocos días de llegar Viola, Tito nuevamente
comenzó a disfrutar con la comida. Eso sí que varias veces subió el conserje del
edificio a rogarle a la señora Croxatto que no usara tantos aliños en la cocina. El
olor que salía por la ventana subía a los otros departamentos y molestaba a los
vecinos.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
VI
El balance de aquel viaje no había sido bueno para Héctor. A pesar de la publicación,
que le valió reconocimiento en el medio científico extranjero, y de la amistad con Neut
-quien le envío rigurosamente en las cuarenta y ocho navidades siguientes una tarjeta
con el relato pormenorizado de lo acaecido cada año en su vida -, consideró que su estancia en Boston no tuvo frutos considerables. Poco y nada había avanzado en su línea
de investigación, y se sentía defraudado. Sin embargo, los verdaderos motivos para estar abatido llegaron al regresar a Chile, en 1946, cuando aprendió una de las más duras
lecciones de la ciencia: lo que hoy se considera una verdad, mañana puede no serlo.
En efecto, comenzó a dudarse que la angiotensina fuera la responsable de la hipertensión arterial, porque en la sangre de los hipertensos se encontraban niveles normales de
renina.
- ¿Pero por qué, si es la renina quien causa la hipertensión, ésta permanece en niveles
iguales o menores en los sujetos hipertensos que en los normales? -se preguntaba Héctor.
- Tiene que haber algo más -repetía- , algo más... Podría ser la pepsanurina, la pepsina,
otros péptidos...
Comenzó entonces a investigar si el plasma, por sí sólo, podría generar una sustancia
vasoconstrictora. Descubrió que al cambiar el nivel de acidez del plasma y reinyectarlo
en una rata, se producía hipertensión. Pero no encontraba explicación a este efecto.
Mientras tanto, pasaban días, semanas y años, y sin darse cuenta, iba madurando en
él un estilo de vida, una forma de ser que ya no repetía tan sólo el molde de su gran
maestro, Cruz Coke. Siempre unido a él por la admiración y la amistad, ahora estaba
solo en el laboratorio, más aún desde que su hermano Raúl emprendiera vuelo propio
con otra línea de investigación, y el mismo Cruz Coke, luego de ser elegido senador
por Santiago por el Partido Conservador, se transformara en candidato a la Presidencia
de Chile en 1946.
Con el paso del tiempo, Héctor iba comprendiendo por qué Cruz Coke leía tanta filosofía. No era por simple placer intelectual ni por afán de erudición. Es que existía otra
gran verdad, que es la que da la fuerza para no abandonar los ideales, que permite perseverar en un proyecto de trabajo, a pesar del tiempo, a pesar de los fracasos, a pesar
de las críticas... Sí, porque si bien, en aquellos años cuarenta no existía la presión de la
competencia y de las publicaciones que llegó con las décadas siguientes, ya entonces
en el escuálido medio científico nacional surgieron algunas opiniones, que años más
tarde se transformaron en problemas para Héctor. Una de ellas repetía precisamente lo
evidente: ¿cómo podía el doctor Croxatto insistir en trabajar en torno a una sustancia
no purificada?
Con tozudez y convicción, el «Prof.», como empezaron a llamarle sus alumnos, redobló
el ánimo con que abordaba sus clases. A más experimentos sin resultados positivos en
el laboratorio, más elogio a la ciencia con sus grandes logros en las aulas.
Para numerosas generaciones de médicos, muchas de estas clases de Héctor
Croxatto se fueron quedando grabadas a fuego en sus memorias. Como aque71
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
lla magistral, en que se refirió a los antibióticos como una bala mágica que ataca a los microbios, y que sería definitoria en la vida de Jorge Levín, Fernando
Monckeberg, Manuel de la Lastra, Vicente Silva, Salvador Vial y muchos otros.
VII
Después del matrimonio de Alice, la hija mayor de los Croxatto Avoni, y cuando Héctor y Horacio eran jóvenes estudiantes de medicina, se cumplió uno de los sueños del
matrimonio.
- Yo quiero que tú me ayudes -le decía Tito a Viola cuando eran novios. Y ella imaginaba el día en que, gracias a su dominio del alemán y el inglés, podría trabajar junto a
Tito haciendo traducciones.
Sin embargo, mucho antes de que este proyecto se concretara, Viola cumplió, sin faltar
ni una vez, con un rito amoroso: alrededor de las seis de la tarde partía en micro hasta la
Alameda, Casa Central de la Universidad Católica, y se sentaba en la oficina de Héctor
a esperar que terminara sus experimentos de la tarde. Así lo acompañaba un rato -ella
sabía que este apoyo era importante para él, aunque él no le dirigiera más que una mirada de reojo de vez en cuando-; tejía o bordaba silenciosa, hasta que llegaba la hora de
regresar al hogar en el mismo Fiat añoso que habían traído de aquel memorable viaje
a Europa.
Un día, Héctor recordó a Viola aquellos planes de novios y le dijo:
- Alice se casó ... es el momento de cumplir lo que soñamos.
Así fue como ella se transformó en la primera secretaria ad-honorem que tuvo el laboratorio de la Escuela de Medicina de la Universidad Católica. Porque, valga la aclaración,
aún la Universidad no disponía de secretarias contratadas.
Héctor pasaba a buscarla luego de hacer clases toda la tarde en el Instituto de Educación
Física -por la mañana temprano iba al laboratorio de la Universidad Católica a iniciar
los experimentos del día y más tarde trabajaba en Sanitas hasta la hora de almuerzo- y
llegaban juntos, a las seis, a reunirse con los ayudantes que participaban en los pasos
prácticos del laboratorio.
Manuel de la Lastra era un joven médico por aquellos años que cerraban la década de
los cuarenta. Había sido alumno de Héctor en 1942 y obtuvo el premio Salvador Palumbo, que le daban al mejor de su promoción y que incluía una oferta de trabajar como
ayudante en el laboratorio. Entusiasmado por el propio «Prof.», Manuel de la Lastra se
sentía atraído por la investigación científica. Llegar a este lugar, sin embargo, superó
sus expectativas. Allí no sólo encontró a Héctor empecinado en sus experimentos, sino
a la señora Viola que comenzaba con sus labores de secretaria, y preparaba onces para
los ayudantes. Jóvenes hambrientos, luego de un largo día de estudios, sentían revivir el
alma luego del té caliente y de la posibilidad de ir al baño, recinto con que no contaban
los alumnos en la Escuela de Medicina. Más tarde, las sucesivas reconstrucciones del
edificio suplirían aquella vital carencia, y dejaban en el olvido el único W.C de antes,
donde, para mayor frustración, sólo había una tina en que las monjas preparaban infu72
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
siones de yerbas para los enfermos.
El hecho es que después de recomponerse el cuerpo y el ánimo, estos jóvenes médicos y
estudiantes se reunían en torno a don Héctor -como también lo llamaban- y participaban
de sus experimentos. Más de alguno, en ese tiempo, echó en falta alguna explicación
de lo que estaban haciendo: el «Prof.» parecía obstinado en algo, por la mañana preparaba soluciones que les encargaba inyectar a los gatos y daba indicaciones de algunos
controles que debían realizar, pero no les quedaba a todos muy claro el motivo de tanto
esfuerzo. En todo caso, ellos tampoco averiguaban mucho, porque el diálogo de don
Héctor les parecía altamente interesante. Comentaba las últimas bibliografías aparecidas y, como otrora Cruz Coke, ensanchaba su horizonte cultural citando a poetas y
grandes escritores del mundo, les contaba anécdotas de su paso por otros laboratorios y
les enfatizaba la importancia de la ciencia.
Viola, entre tanto, escribía a máquina. Con gran clarividencia comenzó a trabajar en el
currículum de su marido, que ya se engruesaba a causa de las numerosas publicaciones
en revistas chilenas y extranjeras, y memorias dirigidas a los alumnos que habían realizado sus tesis de título con él.
En un Congreso en Montevideo
73
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
REFLEXION
«He conocido a través de la literatura, la opinión de muchos científicos y me ha impresionado el que todos coinciden en expresar que el elemento del espíritu que guía
al investigador y lo mantiene con tenacidad en la prosecución de sus experimentos es
la capacidad de asombro. Einstein, por ejemplo, escribió: «existe una pasión por la
comprensión del mundo, así como existe una pasión por la música. Sin esa pasión no
habría matemáticas ni ciencias naturales. El científico persigue en su afán un fascinante ideal.» Y agrega que «el que está desprovisto de capacidad de asombro frente al
misterio cósmico, quien permanece inconmovido o desconoce el profundo trémolo del
alma encantada está igualmente muerto, porque ya tiene sus ojos cerrados a la vida».
Goethe, por su parte, dejó entre otros un mensaje: «Lo más alto que un hombre puede
alcanzar es el asombro, nada más grande le puede ser dado ni nada más excelso puede
ser buscado. Detrás del asombro sólo está el límite».
Es esta capacidad de asombro lo que hace encontrar ese elemento de belleza esencial
que trasciende las cosas y los fenómenos. Es el mismo elemento de hermosura, de inefable armonía, de orden que ofrece la naturaleza y que mientras más la penetramos,
más estupefactos nos deja y más nos solaza. En este sentido, toda creación, tan maravíllosamente perfecta, siempre sobrepasa nuestra imaginación; cada paso que damos
resulta ser una nueva demostración del orden fascinante que existe en las cosas, no
sólo vivas, sino también inertes. Este requisito esencial del espíritu que se resume en
la capacidad de asombro lo poseen en abundacia los artistas, y opera como un motor
anímico que mueve la creación artística. Es el lograr satisfacerse con un elemento de
belleza que trasciende a la obra misma»
.
« Las Universidades y el Desarrollo»
Clase magistral, pronunciada con motivo de la inauguración del año académico en la Sede
del Maule de la Pontificia Universidad Católica, el 29 de abril de 1982.
74
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
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Juan Gómez Millas
-M
1
uéstreme el laboratorio, por favor -solicitó Héctor a la profesora
que lo recibió en el Pedagógico de la Universidad de Chile.
Por petición expresa de Juan Gómez Millas, decano de la Facultad
de Educación había renunciado a sus clases con los estudiantes de Educación Física para asumir la dirección del Instituto de Ciencias Naturales y Matemáticas.
Fue una despedida sin lágrimas, pero tremendamente emotiva, porque los académicos de ahora -quienes lo reemplazarían en la cátedra de Fisiología-, eran sus
alumnos de entonces, cuando la disección de un gato trastornó el ambiente.
- ¿Laboratorio? -le respondió ella, entre sorprendida e irónica-. Yo le voy a mostrar dónde están las cosas...
Y lo condujo por un largo pasillo hasta una habitación donde sólo había un armario. Y dentro de éste, un microscopio, una pinza y una tijera. Eso era todo.
- ¿Cómo? -preguntó Héctor incrédulo-, ¡pero si por este Pedagógico han pasado
miles de profesores de biología... hasta Lipschütz! ¿Qué hacen ustedes en sus
clases?
-Hacemos disecciones en conejos, en ratas.
-¿Y experimentos?
-No, eso no.
Partió a hablar con Gómez Millas.
- Estos alumnos no saben lo que es la vida -le dijo-, ¿cómo pueden aprender si no
realizan pasos prácticos? Descubren lo que son los mamíferos y los peces por enciclopedia, y lo que son las reacciones del cuerpo por catálogo... ¡No puede ser!
- ¿Qué propone usted? -averiguó Juan Gómez Millas.
La respuesta fue tajante:
-Formar un laboratorio.
-¿Y cuánto costaría eso...? -Héctor había escuchado tantas veces esa pregunta que
sabía cómo eludirla, camuflar cifras y prometer colaboraciones de las empresas.
Pronto, en la gran calle Macul, donde funcionaba el Pedagógico, los alumnos
75
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
notaron movimiento de tablas. Primero se habilitó el laboratorio de Fisiología y
pronto el de Botánica. Por último se instaló uno de Bioquímica.
- ¿Me vas a creer, Viola, que el profesor de este ramo no se ha dado por enterado de que estamos construyendo un laboratorio para él? -contaba a su mujer por
la noche. - Es como si esto, en vez de un beneficio, fuera una agresión hacia su
persona...
Claro que esa reacción de desgano y desconfianza no sorprendía ya tanto a Héctor.
No era la primera vez en la vida que se encontraba con la resistencia de sus pares
a la hora de innovar en las metodologías de enseñanzas. «Con razón alguien dijo
que es más fácil mover un cementerio que reformar la educación», diría años más
tarde el doctor Croxatto.
Sin embargo, la verdadera experiencia trágica con sus colegas la vino a sufrir un
par de años más tarde, cuando la escuela de Veterinaria le pidió su colaboración
para la clase de Fisiología. Allí el problema no era tan sólo la falta de laboratorio,
sino la inexistencia de viveros.
- ¿Formar veterinarios sin experimentar en clases con seres vivientes? ¡No, no
puede ser! -aclaró Héctor.
Pero ante la imposibilidad de formar un vivero, que implicaba no sólo proveerse
de animales, sino también de personal especializado en cuidarlos y asear el lugar,
propuso al decano realizar los pasos prácticos en la Universidad Católica. Joaquín
Luco estaba allí dedicado ciento por ciento a la investigación y aceptó gustoso
la tarea de compartir con Héctor esta cátedra. ¿Podrían estos dos científicos,
ensimismados en sus experimentos, prever el desastre que pronto iba a caerles
encima? No. Estaban demasiado absortos en sus temas, ajenos a la cosa administrativa, intentando explicar, por ejemplo, la causa de la cloquera de las gallinas. Y
mientras ellos describían todo el proceso hormonal involucrado en este conocido,
pero incomprendido fenómeno avícola, y trasladaba gallinas y alumnos de aquí
para allá, en la escuela de Veterinaria se escribía otro capítulo en la historia de las
interminables rencillas académicas.
Un día le llegó a Tito una citación de parte del director de la escuela de Veterinaria. Confiado en que se trataba de una reunión más, acudió tranquilo e incluso
conversó amistosamente en la puerta con sus colegas, respecto de sus últimos
experimentos. El fervor con que hablaba de los logros junto a sus alumnos le impidio notar la suspicacia de los comentarios que se le hacían.
Una vez dentro de la sala de reuniones, un académico pidió la palabra:
- Hemos citado a todo el cuerpo docente -advirtió con voz profunda y solemnepara sacar a la luz una confabulación que pretende desacreditar a la Universidad
de Chile, impulsada por Croxatto. En un hecho incalificable, nuestros alumnos
son llevados a la Universidad Católica, donde son víctimas de una maniobra política con intención clara.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Héctor no daba crédito a lo que oía. Se sentía realmente descompuesto, pero no
alcanzó a defenderse cuando otro profesor volvió sobre aquella «catilina».
-Esta práctica demagógica, proselitista, seguramente ideada por el cura Casanueva, debe interrumpirse...
Al fin Héctor pudo hablar... ¡Jamás se le había ocurrido hacer algo que pudiera
desacreditar a la Universidad de Chile; él respondía a la confianza depositada por
Gómez Millas, y por lo demás, llevaba muchos años en esa casa de estudios. En
cuanto a exponer el buen nombre de don Carlos Casanueva, le parecía un insulto!
Pero la acusación era brutal y no hubo defensa posible. El decano estaba de viaje,
y pasaron varios días antes de que éste regresara. Nuevamente citado a reunión,
Héctor supo que de veintiún profesores, sólo uno había votado a favor suyo. Se le
ordenaba dejar de llevar a los alumnos a la Católica, y más por la acusación que
por la condición, Héctor renunció.
Escribió una carta al rector de entonces, Juvenal Hernández, pero no encontró
respuesta. Y al quejarse ante Eduardo Cruz Coke, que aún era profesor activo de
la Universidad de Chile, se le escapó la frase que tenía atragantada en la garganta
desde que empezó el asunto:
- Ha sido una grave arbitrariedad. Es una agresión injusta e irreparable...
II
Alejado del Instituto de Educación Física y también de Sanitas, el laboratorio de
Fisiología de la Universidad Católica, poco a poco, se transformó en su verdadero y definitivo lugar de trabajo. Y aquella década del cincuenta fue la gozosa, la
del noviazgo con ese lugarcito en medio del patio de la Casa Central, donde con
persistencia y sin pausas indagaba acerca de otras explicaciones para el alza de la
presión arterial.
A esas alturas había quedado descartado el determinismo, aunque no la participación, de la angiotensina.
Mientras tanto, en el mundo científico internacional, la veta de investigación
abierta por Golblatt era ampliamente trabajada y los descubrimientos de Skeggs,
en 1954, Elliot y Peart, en 1956, Schwyzer y Bumpus, en 1957, remecían cada vez
el laboratorio del «Prof.». Allí, además de los tesistas y ayudantes, comenzaba a
constituirse un equipo de trabajo prolífico y unido en torno a la figura parternal
de Héctor. Primero llegaron Livio Barnafi, Ramón Rosas y el propio Horacio
Croxatto Avoni. Luego, Juan Roblero, Renato Albertini, Jenny Corthon, Marilú
San Martín.
Ellos no eran simples espectadores de este proceso de sucesivos hallazgos. La firma de Croxatto y colaboradores aparecía año a año en las más prestigiosas revistas
científicas del mundo, y su nombre figuraba ya entre los expositores infaltables
77
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
en los congresos acerca del tema. Tanto, que al final de la década, sus colegas de
Norteamerica, Brasil y Argentina lo recibían con un cariñoso y habitual saludo:
- ¡Oh!, qué gusto, ha llegado «the peptid man».
Y Héctor se regocijaba, con inocencia y mucho orgullo, pues sí, ésa era su línea,
y no descansaría hasta llegar al final.
¿Pepsitensina? ¿Pepsanurina? ¿Otros polipétidos? El desafío era apasionante... Y
le brindaba a su vida una nota de intensidad que se le notaba en el ritmo del andar,
en sus conversaciones de sobremesa, en el interés con que abría los sobres con la
correspondencia del extranjero. Sólo esa sombra fatal, la misma que viera en el
andén aquella vez, en el rostro de su padre, lo llenaba de ansiedad y también de
pánico: el paso del tiempo era ineludible; y la muerte, tenía su fecha desconocida,
pero no por eso menos segura. A su alrededor veía envejecer y morir a quienes
habían sido sus grandes compañeros en la aventura de la ciencia y la Universidad. Monseñor Carlos Casanueva, por ejemplo, tras una repentina trombosis el
3 de agosto de 1954, había quedado semiparalítico y sin plena lucidez. Héctor
lo visitaba regularmente en el hospital de la Católica, donde era cuidado por las
monjas enfermeras. Se sentaba a su lado y observaba cómo sus ojos se fijaban en
la capilla interior que se veía desde el dormitorio.
¿Por qué vivir, por qué morir?, se preguntaba nuevamente en esos momentos, al
sentir en su alma el dolor de aquel santo cura, quien se humilló en vida, al extremo de rechazar el nombramiento de obispo y decir «soy muy feo para andar de
morado». Si el ejemplo en vida de don Carlos influyó en Héctor, mucho más pudo
la aceptación con que lo vio sufrir tres años enteros, hasta morir en 1957. Para
entonces, Héctor Croxatto se reconocía como un hombre con fe.
III
De sus trabajos más importantes de los años cincuenta luego recordaría el realizado en 1954, donde demostraba que la renina o algo íntimamemnte ligado a ella,
tenía intensa acción sobre la excreción urinaria de sodio y de agua.
- Mis colaboradores y yo podemos decir - afirmó Héctor en un congreso en Buenos Aires-, que no existe hasta ahora una substancia de origen animal que pueda
inducir, al menos en la rata, tan abundante descarga de sodio.
En 1957, el mismo en que murió monseñor Casanueva y cuando él tenía 50 años
de edad, llamó la atención sobre el hecho de que la ingestión exagerada de sodio,
asociada a la reducción del parénquima renal y asociada a la administración de altas dosis de Cortexona, no sólo conducen a la hipertensión, sino que a la extinción
y desaparición paulatina de la renina del riñón. Novedad a mediados del siglo XX,
¿quién dudaría a los pocos años que el alto consumo de sal perjudica gravemente
la salud en aquel sentido?
También en 1957 retomó el estudio de la pepsitensina, sustancia con que había
iniciado sus investigaciones en la década anterior. Pero esta vez, ya no debía
78
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
convencer a nadie de que la sangre era fuente en potencia de péptidos activos.
Afirmó directamente que esta pepsitensina, por doble digestión del hipertensinógeno con esa enzima, puede separarse en otras fracciones peptídicas con intensas
propiedades antidiuréticas como es la pepsinurina. Obviamente, después de la
publicación de ese trabajo, los ojos de todos los farmacólogos se volcaron sobre
sus experimentos. Para entonces, Héctor contaba en su laboratorio con la valiosa
presencia de un joven químico húngaro, refugiado de la segunda guerra mundial,
que pronto fue catalogado en el ambiente como un científico brillante y de gran
imaginación. Livio Barnafi se había formado profesionalmente en Hungría, pero
debía su especial habilidad en la aplicación de modernas técnicas, a su permanencia en Berkeley, California. Allí trabajó con Chao Lí, destacado hombre de ciencias, varias veces postulado al Premio Nobel por sus descubrimientos en torno a
las hormonas peptídicas.
Si bien, Héctor publicó importantes trabajos junto a Livio Barnafi, fue otro colaborador, el doctor Ramón Rosas, quien despertó en él la esperanza de un sucesor.
Había sido alumno suyo en la Escuela de Medicina de la Universidad Católica,
y aparte de sus cualidades intelectuales, Héctor desarrolló hacia él una suerte de
identificación. Quizás se vio reflejado a sí mismo, unos años atrás, en este joven
provinciano que había llegado desde La Unión a Santiago para ser médico. Quizás
advirtió su agudeza y capacidad organizativa, y creyó que, como antes Cruz Coke
lo hiciera con Jorge Mardones, Joaquín Luco y tantos otros discípulos, él podría
descansar finalmente en una nueva generación, de la que «Ramoncito» -como le
llamaba con afecto la señora Viola-, sería la cabeza. Pero a pesar de su planes,
Ramón Rosas años más tarde abandonaría el laboratorio, para fundar junto a Livio Barnafi y Manuel de la Lastra un importante centro privado de diagnósticos y
análisis clínicos. Todos ellos eran padres de familias numerosas, y se vieron sin
alternativa frente a los bajos sueldos.
IV
La semblanza de Santiago cambió en los albores de los años sesenta. Aún sin
smog, pero con un éxodo de sus habitantes desde el centro hacia los pies del cerro
San Cristóbal, las antiguas residencias de fachada continua fueron siendo de a
poco ocupadas por academias y pensionados. Entre las callecitas que desembocaban a la Alameda por el lado sur, en Dieciocho 237, se había instalado también el
Pedagógico de la Universidad Católica, que era para entonces uno de los lugares
de más movimiento juvenil.
De allí egresó en 1956 Juan Roblero, quien se unió al equipo de Héctor Croxatto,
primero como tesista y luego como profesor de Fisiología en la Escuela de Medicina.
Hasta entonces, la investigación en aquel laboratorio era realizada exclusivamente por médicos. Y aunque su llegada no desconcertó a nadie, pues ingresó
también al programa de doctorado, cuando al grupo se unieron más licenciados
del Pedagógico, se creó una extraña, aunque innegable situación de castas. Los
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
médicos se sintieron pasados a llevar y los «pedagogos», mirados en menos. El
doctor De la Lastra recordaría años más tarde cómo, ridículamente, un médico no saludaba a un pedagogo al cruzarse con éste en un pasillo, y que -como
norma- entre unos y otros se trataban de usted, costumbre que ni siquiera el paso
de los años logró corregir, aún cuando las diferencias se borraron.
En medio de ese ambiente tenso y nada acogedor, y considerando que otros choques de fuerzas se sucedían en la Casa Central, porque todos los laboratorios existentes allí competían por el reconocimiento, un nuevo péptido apareció sorpresivamente entre los experimentos de Héctor. Y como un hijo que ya no se espera,
pero que llena de alegría a la familia, vino a unir a todo el equipo festivamente.
Fue en 1958, cuando los tesistas constataron que al cambiar el nivel de acidez del
plasma sanguíneo, mantenerlo a 37º, y reinyectarlo nuevamente al torrente sanguíneo de la rata, se producía hipertensión. No era producto de la angiotensina,
sino de un polipéptido que parecía no identificarse con los hasta ese momento
descritos, aunque ofrecía cierta semejanza con la bradicinina y la pepsanurina. Le
llamaron anefrotensina, para sindicar la no participación del riñón en este aumento de la presión arterial.
Al dar a conocer este logro a la comunidad internacional, a través de la New York
Academy of Science, Héctor señaló:
- El problema de la identidad de la anefrotensina y de otros polipéptidos derivados del suero es difícil de resolver por ahora, ya que todavía no hemos logrado
purificarla en el grado necesario, pero los ensayos farmacológicos son suficientes
para revelar patentes diferencias con la bradicinina, el polipéptido que más se le
asemeja, cuando se comparan sus efectos.
A partir del descubrimiento de la anefrotensina, todo el laboratorio comenzó a
trabajar en su identificación. Experimentos realizados por Barnafi, De la Lastra,
Roblero, Rosas, y Zuanic, entre otros, verificaron que la pepsina tampoco estaba
implicada en su formación.
Y nuevamente, desde el interior de la misma universidad, otros laboratorios repitieron una antigua crítica: ¿cómo puede destinarse tanta gente y los recursos de
todo un laboratorio, para pesquisar una sustancia que jamás se ha encontrado en
el organismo, sino sólo en el laboratorio, a partir de condiciones artificiosamente
provocadas?
Héctor debió salir al paso de esta acusación, y lo hizo públicamente, en un congreso en Argentina:
- Si bien, estamos perfectamente advertidos que en estos experimentos la formación de anefrotensina se induce en condiciones artificiosas, como es la incubación
en medio ácido, ello no implica que la formación no ocurra igualmente en vivo en
condiciones fisiológicas, aunque en menores proporciones.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
V
Bastante presionado por la vertiginosidad con que otros laboratorios del mundo
avanzaban en su investigación de los péptidos, y también para responder a la crítica interna en la universidad, Héctor aventuró una idea, que al atardecer de su
vida consideraría como una las más afortunadas de su carrera científica. Si este
péptido andaba circulando por la sangre, y siendo muy difícil separarlo del plasma, algún rastro de su presencia quedaría en la orina.
- ¡Está claro! Si realmente esta anefrotensina afecta la presión arterial, los animales hipertensos deben eliminarla a través de la orina. Identificarla allí es más
factible, dado que la orina tiene menos proteínas y componentes que el plasma.
Pero en ciencias no bastan las ideas, y los experimentos debieron avalar el presentimiento. En 1960, junto a Barnafi, postuló que tal substancia podría generarse
en la circulación. Con Rosas confirmó que en la orina de rata normal y en mayor
proporción en la de ratas con hipertensión corticoide, se encuentra presente una
fracción peptídica que ofrece características muy parecidas a la anefrotensina. Su
presencia en la orina podría corresponder a la depuración de la misma substancia
que se encuentra circulando en la sangre. Un año antes había analizado las características farmacológicas de un péptido extraído de la orina humana, que según él
correspondería a una substancia del tipo de la plasmakinina.
Valiéndose de una antigua técnica, que consiste en separar sustancias de distinto
tamaño molecular utilizando técnicas de cromatografía en papel, Héctor comenzó a pesquisar junto a Roblero la anefrotensina en la orina. Pasaron dos, cuatro,
hasta cinco años... y nada.
- ¡Oye, Croxatto! ¿Todavía estás trabajando con pipí? -decían con cierta ironía
miembros de otros laboratorios que se asomaban por el de Fisiología. Y aunque
siempre, por más tropiezos e incongruencias que viviera, Héctor había mantenido
el optimismo; pasó esa época más absorto y callado que de costumbre.
Mientras Viola fue su secretaria, estuvo al tanto de todos sus experimentos. La rutina en la universidad era muy clara: los alumnos y ayudantes entregaban al final
de cada jornada una serie de resultados al Prof. El los organizaba, insertándolos
en ese registro peptídico mental que llevaba como nadie. El alumno escribía, supervisado por Héctor, y finalmente Viola pasaba a máquina el manuscrito, fruto
de las investigaciones.
Pero ese esquema varió abruptamente luego de que la casa de los Croxatto fuera asaltada. Una noche, al regresar de la universidad, notaron que alguien había
entrado por una ventana del segundo piso, hurgando entre los veladores y el ropero, hasta dar con las pocas joyas de Viola y una serie de recuerdos que había
traído luego de sus numerosos viajes. Entonces, ambos decidieron no dejar tan
sola la casa, y Viola renunció a su trabajo vespertino en la Universidad, que
desempeñó en forma gratuita por casi dos décadas.
Ese cambio de vida, sumado al mutismo actual de Héctor, provocó en Viola una
especie de soledad y desconcierto. Por las tardes intentaba imaginar en qué estaría
81
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
ese hombre loco por la ciencia con que se había casado. Ya no sabía en qué iban
los experimentos y se sentía marginada. Tito, al volver, no comentaba con ella sus
resultados; se veía, por primera vez, abatido y silencioso. Casi preocupado.
Y ella pensaba «¡Dios mío, qué será de nosotros! Terminaremos al final de la vida
como dos desconocidos, casi sin hablarnos, después de habernos querido tanto!
Sufrió mucho. Adelgazó como nunca y en las tardes, sentada en el escritorio junto
a Héctor, mientras él leía o estudiaba, sentía ganas de hablar con alguien. Pero
su hija Alice vivía en el sur, y los otros dos hijos tenían sus vidas formadas y sus
propios problemas... Hasta que una tarde no resistió más la situación y abordó a
Héctor:
- Oye, ¿a ti qué te pasa? Porque ya parece que no vives conmigo...
- Estoy con mucho trabajo, Violita... Y no logramos identificar la anefrotensina...
- Pero ése no es motivo para que yo me transforme en el fantasma invisible de la
casa... A veces pienso en nuestra vejez y no me gusta imaginarnos a los dos mudos, sin tener de qué hablar.
Hombre sabio a fin de cuentas, Héctor acusó recibo de la queja. No era para menos, pensó, pues ni de la pobreza de los primeros años ni de la intensidad de trabajo de los venideros, Viola había salido regalada. Y, tal vez, luego de una rápida
confrontación de silogismos, llegó a la conclusión de que tendría que mejorar la
calidad del tiempo que dedicaba a su mujer. Hasta entonces sólo destinaba las tardes de los sábados al esparcimiento, dirigiéndose junto a Viola a una quinta que
habían comprado en la calle Jesús, en la comuna de La Reina. Claro que también
allá llegaban los ayudantes y alumnos, y compartían asados memorables junto
al «Prof». Tan memorables, que treinta años después seguían evocándolos. Pero
dedicación exclusiva a ella, compañía y atenciones... «¡Ah, Viola, te he dejado
tanto sola!, reconoció Héctor.
- Es que la ciencia ha sido tu concubina... claro que con mi beneplácito -le respondió ella.
Pocos días después de esa conversación, Héctor anunció:
- Viola, he pensado en vender la quinta y comprar un terreno en las Rocas de
Santo Domingo. Y esta idea, que a ella le había parecido un sueño cuando conoció aquel florido balneario, se hizo realidad y provocó dos hechos prodigiosos.
Primero, que el matrimonio Croxatto, luego de tres décadas, comenzó a disfrutar
de vacaciones y fines de semanas en la playa. Y segundo, que Héctor descubrió
una pasión dormida: la pintura. A partir de entonces fue llenando los muros de su
hogar, de naturalezas muertas y rosas. Su antigua admiración por Juan Francisco
González se tornó en desafío, y al cabo de unos años, también cosechó algún premio por su destreza con los pinceles.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Pintando en las Rocas de Santo Domingo
VI
Pero como ya era habitual, otros nuevos proyectos aparecieron en su camino. Y
revitalizado por una fuerza interior que admiraba a todos quienes le conocían,
Héctor los asumió con pasión inigualable. Fue así como afrontó la enorme responsabilidad de fundar el Centro de Perfeccionamiento del Magisterio, iniciativa
propuesta por Juan Gómez Millas durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva,
de quien era Ministro de Educación.
Aunque a Héctor le fue planteado este proyecto de sopetón durante un almuerzo,
sólo vino a aceptar la oferta cuando el propio Juan Gómez llegó a visitarlo un
sábado por la tarde.
- Héctor -le dijo-, ya sé que tú has dicho que no tienes la disposición anímica para
asumir esta tarea ni el tiempo para dedicarte a ella. Pero, ¿cómo poner en duda
que tu aporte sería valiosísimo para la educación chilena? Hay consenso en que
la enseñanza en el país está mal enfocada: se enseña mal la filosofía, el arte, la
historia, la ciencia, la literatura...
- Estoy de acuerdo contigo en todo -contestó Héctor-, pero yo soy un hombre de
ciencias y necesito tiempo para estar en mi laboratorio.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
- Te lo explicaré de otro modo -insistió Juan Gómez Millas. -La puesta en marcha del Centro de Perfeccionamiento implicará un gasto muy grande. No se trata
sólo de los terrenos en Lo Barnechea y de la construcción de un edificio grande y
moderno. Además hay que contratar a gran cantidad de personal y seleccionar a
los profesores que irán a ponerse al día allá. En este momento estamos haciendo
un esfuerzo para quemar la primera etapa: romper con las suspicacias políticas.
Tú eres un hombre que no milita, sin compromisos partidistas, con prestigio en el
ámbito académico...
Tito quedó consternado después de la visita. En la noche, solo, recordó a su profesor de botánica -quien le enseñó lo que era una crucífera sin siquiera mostrarle un
yuyo-, a sus primeros alumnos del Instituto de Educación Física -que jamás habían experimentado en torno a la fisiología del esfuerzo-, y a tantos que egresaron
del Pedagógico, luego de estudiar la carrera sólo con un microscopio, una pinza
y una tijera. Decidió aceptar. Pero con condiciones: sería por un tiempo breve y
con libertad para elegir a sus colaboradores.
Su gran aliado en esta nueva tarea fue un ex alumno suyo, el doctor Vicente Silva
Moreno, quien se había dedicado a la fisiología y a desarrollar modelos experimentales de capacitación. Junto a él, Héctor dedicó casi diez años a reciclar los
conocimientos y la motivación de los pedagogos, muchos de los cuales recién
conocieron la apasionante realidad de la ciencia en ese Centro.
Y obviamente, también en los laboratorios de aquel lugar, fueron los péptido
vasoactivos el tema principal de investigación. Aunque enseñó a esos profesores
en ejercicio, experimentos para realizar en sus respectivos colegios -como teñir
bacterias-, la mayor parte del tiempo la destinó a analizar la hipófisis de rata.
Aunque Héctor Croxatto abandonó el Centro de Perfeccionamiento, confiado en
que el esfuerzo de esa década daría frutos por mucho tiempo, lo cierto es que ese
lugar nunca estuvo mejor que cuando él y Vicente Silva trabajaban allí. El destino
querría que el doctor Croxatto no encontrara a muchos otros científicos obsecados como él por el perfeccionamiento de los profesores. Y Vicente Silva murió
en 1994 en un incidente tristísimo. Hombre de inteligencia excepcional como
era, comenzó a sufrir, a mediados de la década del setenta, serias perturbaciones
mentales. Se sentía perseguido y víctima de constantes complots. Sus paranoias
lo llevaron hasta una clínica psiquiátrica, donde recibía muy pocas visitas. Casi
olvidado por el mundo académico, el día de su trágica muerte, su nombre nuevamente se repitió a lo largo de los laboratorios científicos chilenos: otro interno,
aquejado hacía varias décadas de una grave esquizofrenia, lo asesinó.
VII
En 1967 se cumplió uno de los ideales de Héctor Croxatto. Fue invitado por una
universidad alemana a trabajar durante cuatro meses en sus laboratorios, con el fin
de preparar anefrotensina. Y si de esta experiencia cosechó frutos sabrosos, como
la publicación de un importante trabajo en torno a ese péptido, para Viola también
implicó una intensa felicidad. En efecto, después de aquella separación de tres me84
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
ses, el año 1945, en que Tito adelgazó once kilos, él nunca más aceptó viajar solo.
Menos en esta ocasión, que permitía a Viola permanecer tantos meses en Hamburgo, ciudad donde había nacido su padre.
Así, mientras Héctor impresionaba a todos los alemanes del laboratorio por su destreza canulando en ratas, ella recorría las calles y museos, palpando aquellas raíces
familiares de las que siempre creyó haberse alimentado en esfuerzo y disciplina.
Y quizás por primera vez en tantos años, Héctor quedó conforme con los resultados
del viaje. El día que anunció su regreso a Chile, sólo lamentó no haber probado ni
un solo kuchen:
-¿Qué pasa en Alemania con los pasteles? -dijo medio en broma, medio en serio, a
sus colegas. -En Chile hablan maravillas de la pastelería alemana, y yo me iré sin
saber si es un mito o una realidad.
Una cálida sorpresa aguardaba a los Croxatto. El día del cumpleaños de Héctor el
laboratorio se vistió de globos y serpentinas, y en un largo mesón le presentaron al
festejado una decena de kuchenes, para que saliera de su empacho.
A su regreso, en 1968, retomó los experimentos tendientes a identificar la presencia
de anefrotensina en la orina. Algo le decía que un gran descubriemiento justificaría
pronto el trabajo de tantos años. En efecto, junto a Juan Roblero, había observado
que si bien la anefrotensina estaba presente en la orina, y era responsable de la hipertensión, junto a ella también se encontraba otra sustancia, de mayor tamaño y
causante de un efecto contrario.
-¿Qué será lo que provoca esta gran contracción de la musculatura?
Finalmente lo supieron:
- ¡Calicreína! - Croxatto y Roblero no daban crédito, en un comienzo al hallazgo.
La calicreína era un componente normal de la orina descubierto a principios de siglo, sin embargo jamás se había descrito su poder vasoconstrictor.
Y fueron ellos los primeros en señalar que el riñón produce renina, que sube la
presión, y calicreína, que la baja. ¡Los primeros en el mundo en explicar que podría
existir un antagonismo de ambas enzimas, con sus respectivos péptidos, que haría
posible un nivel normal de presión en el ser humano!
La publicación de este hallazgo en la revista Experiencie, de origen suizo, llenó de
prestigio al laboratorio y coronó, en cierta forma, la carrera científica de Héctor.
Pero, como siempre en ese mundo altamente competitivo, una sombra cubrió el
triunfo y otro se llevó los mayores aplausos. Un año después de su pionera publicación, apareció otro trabajo, realizado por el doctor Margolius en Estados
Unidos, en el que demostraba que la orina de los hipertensos posee menos niveles
de calicreína. En ese artículo ni siquiera se mencionaba que muchos de los datos
utilizados por Margolius habían sido descubiertos por Croxatto y Roblero.
- Por lo menos andábamos por buen camino -se consolaba Héctor, quien ya pare85
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
El ensimismamiento de un científico, necesario para cumplir una labor fecunda, no
siempre es comprendido por quienes lo rodean.
86
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
cía prescindir de cualquier ansia de gloria o reconocimiento.
No obstante, tres años más tarde, el propio Margolius corrigió la situación; publicó un segundo texto donde sí mencionaba la primacía de los chilenos en el tema.
Sólo en 1987, Croxatto y Margolius se vieron las caras. Fue en un congreso internacional. Y allí Margolius reconoció en publico que él había llegado «placé» a la
identificación de la calicreína en el proceso hipotensor.
VIII
Recién en 1970, la Universidad Católica fusionó los laboratorios de fisiología de
la escuela de Pedagogía con los de la Escuela de Medicina, en virtud de la creación del Instituto de Ciencias Biológicas. Así, todos los investigadores de dicha
cátedra en la universidad se vieron reunidos en el cuarto piso del nuevo edificio
ubicado al costado de la Casa Central, en la calle Portugal, entre Alameda y Marcoleta. Allí el «Prof». pasaría los momentos más felices de su vida, pues al fin,
después de tantas décadas de repartirse entre un trabajo y otro, se concentró en
aquel lugar. Ya jubilado de la Universidad de Chile y también, al poco tiempo,
de la propia Universidad Católica, continuó asistiendo diariamente, con jornada
completa, pero sin sueldo, a su laboratorio. Más activo que nunca a medida que
iban pasando los años, empecinado en su búsqueda científica, entusiasmado como
el más joven del equipo con cada novedad tecnológica que aparecía, don Héctor
parecía no acumular polvo sobre los zapatos.
La conversación del Prof. a la hora de la sobremesa se convirtió en la delicia de
los presentes. La historia de la ciencia del siglo XX, la sucesión de rectores de la
Universidad Católica, la historia política chilena, los discursos de los Papas de la
Iglesia... y tantos otros temas, estaban registrados con fidelidad en su memoria.
Y una gran cantidad de aventuras, verdadera lluvia de anécdotas, que sorprendía
cada vez más a su auditorio:
- ¿Les he contado de aquel viaje a Buenos Aires, cuando me mandaron a cerrar el
Instituto Sanitas en esa ciudad? ¿No? ¿No les puedo creer? Pero si fue de lo más
increíble.
Y comenzaba la historia: «Fui yo porque nadie quería ir a hacer el papelón allá...
Partimos con la Viola en el Fiat chico. Sí, en el mismo Fiat que nos trajimos
del primer viaje a Europa. Y planeamos el regreso por el sur de Argentina, para
atravesar por el paso de Pino Hachado a Curacautín. Porque en Temuco estaban
esperándonos los hijos... Bueno, para qué les digo lo que fue ese viaje: era pleno
verano, el sol ardiente sobre la pampa y yo manejando en calzoncillos... Para
llegar antes a Tres Arroyos, veníamos desde Azul, aceleré el coche... ¡hasta que
empezó a sonar de modo increíble! Llegamos apenas al pueblo más cercano, donde no había nada, ni un garaje. Tuvieron que mandarnos por tren los repuestos de
Buenos Aires y mientras tanto, nosotros, dormir en el único hotelucho del lugar.
Igual el auto quedó sin fuerzas, no sé cómo llegamos a Bahía Blanca...
Y seguía la historia, con Héctor y Viola nuevamente sobre el auto, pero ahora per87
Héctor Croxatto
La promesa del asombro
didos en la pampa. Más adelante otra pana en medio de la desolación. Finalmente
el paso fronterizo:
- Salió un teniente de la caseta y dijo: «pasaporte» ¡No teníamos! Viola se puso
a llorar con tal fuerza, que el hombre se compadeció. Mejor no lo hubiera hecho:
el camino era horrible y terminamos hundidos en el barro, remolcados por un
caballo...
Pero, sin duda, las aventuras favoritas del auditorio eran las relativas a los despistes del Prof.
- ¿Les he contado cuando se me perdió un documento importantísimo y lo encontré gracias a unos cordelitos rojos con que Viola amarra los diarios viejos? Claro,
yo había ido a misa y al arrodillarme, metí el documento adentro del diario. Luego
volví a la casa, no lo leí y la Viola lo amontonó y lo regaló a la parroquia. Haciendo memoria, nos acordamos y partimos a buscar el diario en medio de toneladas
y toneladas y más toneladas de diarios... ¡Hasta que lo encontramos! La verdad es
que con Viola no hemos perdido nunca nada...
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
REFLEXION
«El tiempo no permite intentar apenas un análisis superficial de todos los aspectos críticos, pero hay algunos problemas que resultan insoslayables para un
investigador, particularmente en Chile, y que vienen a mi análisis y entrego como
reflexiones en el atardecer de un científico. Ellas sólo emanan de una experiencia que el vivir en el oficio y el encuentro con la realidad han ido decantando.
La enorme gravitación que el pensamiento de algunos hombres eminentes, como
el profesor Noé y sobre todo Eduardo Cruz Coke tuvieron en las universidades
chilenas fue indiscutiblemente uno de los más importantes factores históricos que
explica el súbito florecer de la investigación científica en la Universidad, en las
décadas del 30 al 50, particularmente en el campo de la biología y la química.
El tiempo no me permite analizar los pasos en este periodo inicial, pero jóvenes
con capacidad de asombro, se sintieron atraídos por el laboratorio, con la fascinación de descorrer algún fragmento del velo de misterio y descubrir armonía
en aparente caos. Los que hemos seguido esa trayectoria del desarrollo, tenemos
la obligación de decirlo: Chile, al final de cuatro décadas, logró alcanzar una
situación sobresaliente en el concierto científico de la biología, ganar una muy
alta respetabilidad científica en los países más avanzados. Sin embargo, el hecho
no fue nunca suficientemente apreciado por la opinión pública ni, en ocasiones,
por sectores intelectuales de las propias universidades. En un estudio estadístico
realizado por el Current Content, semanario que resume los títulos de todos los
trabajos científicos del área biológica y química, publicados en el mundo, indicó
que entre los años 1960 y 1971 Chile ocupó el primer lugar entre los países de
habla hispánica y portuguesa... Si Chile tuviera hoy todo el potencial humano
que ha perdido con el éxodo de sus científicos sería lejos la primera potencia latinoamericana en la creatividad científica en casi todas la áreas de la biología».
15 de enero de 1976
Discurso pronunciado por el Dr. Croxatto, en la Casa Central de la Universidad
Católica de Chile, al recibir las credenciales como miembro de la
Academia Pontificia de Ciencias.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
E
P
I
L
O
G
O
«Polvo serás,
más polvo enamorado».
Quevedo.
E
l 18 de enero de 1974 fue triste para los científicos chilenos. Ese día las
ventanas de la casa de Eduardo Cruz Coke permanecieron con sus cortinas
cerradas, y hasta allá llegaron cientos de personas a presentar sus condolencias a Marta, su viuda. Nunca suficientemente preparado para vivenciar la muerte,
propia ni ajena, Héctor permaneció ensimismado. Por su mente desfilaron imágenes del siglo, recuerdos y mensajes que el maestro le había transmitido. Y ante la
evidencia irrefutable de que todos moriremos, supo que debía incorporarse y seguir
existiendo al ritmo de los latidos de su sangre, hasta que ni una gota de ella circulara por sus venas. Una certeza pasó entonces por su conciencia:
- Por mucho tiempo aún seré un eslabón entre Cruz Coke, Gómez Millas, Manuel
Larraín, Carlos Casanueva..., y tantos otros hombres de valor de este siglo, y la
generación que viene tras de mí.
Algunos años más tarde, en 1976, al cumplirse quizá el instante más sublime de su
vida, llegó hasta Roma para ocupar el sillón vacío que había dejado Cruz Coke al
morir en la Academia Pontificia de Ciencias. Y recibió las credenciales de manos
del papa Juan Pablo II, usando el mismo frac que utilizó por años el propio Eduardo
Cruz Coke. Su mujer, Marta, lo sacó para la ocasión. Y Héctor, heredando traje y
cargo, se dijo una vez más, como durante tantas décadas: «Al menos sé que voy por
el camino correcto».
En 1979, recibió el Premio Nacional de Ciencias de Chile.
Sus escritos originales superaban entonces los trescientos, además de más de doscientas tesis desarrolladas con alumnos de las Escuelas de Medicina y Pedagogía de
las universidades de Chile y Católica de Chile.
En 1983 recibió el premio «Bernardo A. Houssay», concedido por la Organización
de Estados Americanos (OEA), «por los importantes y numerosos trabajos de investigación relacionados con el papel desempeñado por ciertos péptidos, como la
pepsitensina, y de algunas enzimas, como la calicreína, en los mecanismos de la
hipertensión».
En 1992, le fue concedida la medalla «Hernán Gómez Millas», de la Universidad
de Chile.
En 1993 fue nombrado, en Venezuela, presidente de la Academia Latinoamericana
de Ciencias.
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Héctor Croxatto
La promesa del asombro
Entrega del Premio Nacional de Ciencias (Octubre, 1979)
Ese mismo año, cuando le faltaban pocos meses para cumplir 87, sufrió la perforación de una úlcera y fue internado, en estado crítico, en el hospital de la Universidad Católica. Contra lo pronosticado, su recuperación demoró tan solo
diez días, y antes de un mes realizó dos viajes al extranjero, uno de ellos a
Washington, donde participó en la designación del premio «Bernardo A.
Houssay»,
Al reintegrarse a sus actividades normales en el laboratorio de Fisiología de la
U.C., el doctor Roblero le comunicó su deseo de jubilar. Consternado, él le respondió:
- ¡Pero, cómo! ¿Me va a dejar solo?
Luego de un instante de silencio, agregó:
- Mire las cosas que digo, como si yo fuera eterno...
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QUE UN INDIVIDUO QUIERA DESPERTAR EN OTRO INDIVIDUO
RECUERDOS QUE NO PERTENECIERON MAS QUE A UN TERCERO, ES
UNA PARADOJA EVIDENTE. EJECUTAR CON DESPREOCUPACION ESA
PARADOJA, ES LA INOCENTE VOLUNTAD DE TODA BIOGRAFIA. ASI
DEFINIO JORGE LUIS BORGES EL APASIONANTE PROCESO LITERARIO
DE RECONSTRUCCION DE UNA VIDA AJENA Y ASI SE HA CUMPLIDO EN
ESTE LIBRO QUE TRAE AL PRESENTE FRAGMENTOS DE LA HISTORIA
PERSONAL DEL DOCTOR HECTOR CROXATTO R., PREMIO NACIONAL
DE CIENCIAS EN CHILE.
A TRAVES DE LARGAS CONVERSACIONES SEMANALES, SOSTENIDAS
DURANTE TODO UN AÑO, Y DE ENTREVISTAS CON LA MAYORIA DE
LOS AUTENTICOS PROTAGONISTAS DE LOS HECHOS, LA PERIODISTA
Y MAGISTER EN LETRAS POR LA UNIVERSIDAD CATOLlCA, MARIA
ESTER ROBLERO CUM, ESTABLECIO UN PUENTE EN EL TIEMPO. EL
LECTOR PODRA VIAJAR POR EL HASTA LOS INICIOS DE LA CIENCIA
EXPERIMENTAL EN CHILE Y HASTA EL INSTANTE EN QUE LOS
IDEALES, LA VOLUNTAD Y LA FE EN UN PROYECTO, FRUCTIFICARON
EN LA FUNDACION DE LA ESCUELA DE MEDICINA DE LA PONTIFICIA
UNIVERSIDAD CATOLICA DE CHILE.
CON «LA PROMESA DEL ASOMBRO» EDICIONES UNIVERSIDAD
CATOLICA INICIA UNA SERIE DE BIOGRAFIAS EN TORNO A LAS
PERSONAS QUE CON SU ACTITUD FRENTE A LA VIDA ACADEMICA,
HAN HECHO DE ESTA UNIVERSIDAD UN CENTRO DEL CONOCIMIENTO
PRESTIGIADO EN EL MUNDO ENTERO.
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