Intervenciones en el Consumo de Alcohol

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PERSPECTIVAS TEÓRICAS / THEORETICAL PERSPECTIVES
Intervenciones en el Consumo de Alcohol: De los
Grupos de Autoayuda a la Regulación de la Propia
Conducta. ¿Métodos Complementarios o Antagónicos?
Alcohol Consumption Treatments: From Self-Help
Groups to Self-Control. Complementary or
Antagonistic Methods?
Amparo Carreras Alabau
CAID San Fernando de Henares, España
Resumen. En este artículo se revisan los diferentes modelos conceptuales y procedimientos
terapéuticos utilizados históricamente en el tratamiento de los problemas de alcohol y drogas. El objetivo es valorar la compatibilidad entre distintos métodos de intervención teniendo en cuenta criterios de efectividad. Las conclusiones muestran la dificultad de integrar
procedimientos que provienen de modos de conocimiento distintos, como religión o ciencia. También se sugiere la necesidad de recuperar el paradigma propio de la psicología
impulsando al mismo tiempo las intervenciones interdisciplinares.
Palabras clave: alcoholismo, grupos de autoayuda, modelo de enfermedad, tratamientos
conductuales, evidencia empírica.
Abstract. In this article different conceptual models and therapeutic procedures historically used to treat alcohol and drug disorders are reviewed. The objective is to assess the compatibility amongst different treatments under effectiveness criteria. Conclusions show that it
is difficult to integrate together therapeutic procedures coming from different fields of
knowledge, such as religion or science. It also seems necessary to recover psychology’s own
paradigm while at the same time favouring interdisciplinary interventions.
Keywords: alcoholism, Self-Help Groups (SHGs), disease model, behavioral treatments,
empirical evidence.
Introducción
En el momento de la psicología basada en la evidencia cabe preguntarse por los fundamentos que subyacen
a los distintos procedimientos de intervención utilizados en la clínica de las adicciones en general y del alcohol en particular. La adicción al alcohol ha marcado la pauta de los modelos explicativos y terapéuticos aplicados a las drogodependencias lo que permite reflexionar acerca del modo en que han ido apareciendo, sus aporLa correspondencia sobre este artículo debe enviarse a la autora a CAID San Fernando de Henares. Agencia Antidroga. c/ José Alix Alix Nº 8 y 9.
28830 San Fernando de Henares. E-mail: [email protected]
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taciones, el rigor de sus planteamientos, la razón de las críticas recibidas y el grado de complementariedad entre
ellos. Se puede afirmar que ha transcurrido un siglo desde que el consumo de alcohol empezó a ser valorado
como un problema asociado a la aparición de enfermedades y conflictos de diverso tipo afectando a la calidad
de vida de las personas y durante todo este tiempo, entre los múltiples factores contemplados para la comprensión del problema, aparece uno común a todas las explicaciones, tenido en cuenta desde todas las terapéuticas,
y es la conducta misma de beber. La dimensión psicológica, conductual, es pues relevante en sí misma pero ello
no implica que la conducta de beber se analice siempre desde un paradigma propio de la disciplina psicológica. Siguiendo los acontecimientos de la historia reciente se encuentran al menos tres grandes marcos conceptuales sobre los que se construyen los modelos teóricos que orientan las intervenciones para el tratamiento del
alcoholismo: el moral-espiritual, el biomédico-psiquiátrico y el psicológico- conductual. Se han encontrado
compatibilidades o aproximaciones entre el modelo moral y el biomédico; también entre el modelo biomédico
y el psicológico aunque en menor grado; pero han resultado del todo divergentes el modelo moral-espiritual y
el psicológico-conductual. Las afinidades entre el modelo biomédico y el psicológico parecen haber propiciado a su vez una tendencia a la unificación de paradigmas que no sería tal, sino más bien una preponderancia
del modelo biomédico asumido desde una reciente práctica de la psicología huérfana de teorías y referencias
conceptuales propias.
El interés por repasar la historia de las intervenciones en el consumo de alcohol se centra en la necesidad percibida de resituar la complementariedad de objetivos desde un contexto científico en primer lugar y después,
mediante la conjunción interdisciplinar de la biología y la psicología para la solución de un problema social.
Pero la colaboración de la psicología con otras ciencias sólo es posible desde un planteamiento teórico y metodológico propio. En palabras de Emilio Ribes (2010, p.63) “La virtud de esta propuesta es que la teoría se justifica en el mundo ordinario de lo psicológico, se compara con otras opciones epistémicas y lógicas, permite
distinguir los conceptos psicológicos de los conceptos prestados por otras disciplinas, delimita las formas de
colaboración con otras disciplinas, señala con precisión cómo se aplica el conocimiento psicológico a través
de las interdisciplinas y desmitifica la patologización de la vida psicológica cotidiana, restaurando su calidad
interpersonal y, por consiguiente, su capacidad social”
Los orígenes
Los grupos de autoayuda o más exactamente de ayuda mutua, como organizaciones dedicadas a ayudar a personas con problemas de alcoholismo tal y como lo entendemos en nuestros días, proceden de un movimiento
cristiano fundado por el Dr. Buchman en 1921 y denominado A First Century Christian Fellowship que en 1931
llegó a ser conocido como el American Oxford Group. Sus raíces estaban en el movimiento por la templanza
del siglo XIX caracterizado por sus creencias religiosas sobre el pecado y la salvación. El Movimiento por la
Templanza (Blocker, Fahey y Tyrrell, 2003) fue un movimiento social contra el consumo de bebidas alcohólicas que criticaba el consumo excesivo y promovía la abstinencia total impulsando la promulgación de leyes
contra el alcohol. En los Estados Unidos hacia finales del siglo XVIII se formaron en el estado de Nueva York
asociaciones por la templanza inspiradas por la idea de que el alcohol produce daño físico y psicológico. La
Sociedad Norteamericana por la Templanza (American Temperance Society) se creó en 1826 y prosperó muy
rápidamente debido al renovado interés que el país sentía por la moralidad y la religión. En doce años llegó a
tener 8.000 agrupaciones locales y más de un millón y medio de miembros. El movimiento alcanzó su auge con
la ratificación de la enmienda XVIII a la Constitución en referencia a la Ley Volstead, más conocida como la
Ley Seca, que prohibía la venta, importación y fabricación de alcohol. Irónicamente la prohibición terminó por
convencer al público de que prohibir el alcohol por completo producía más males sociales que los que curaba.
Un líder del Grupo de Oxford, el reverendo Samuel Thacher, que había logrado abandonar el alcohol a través de las enseñanzas recibidas y era firme defensor de la ayuda de la religión para mantener la sobriedad, entró
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en contacto con su viejo amigo Bill Wilson de quien sabía que todavía tenía un problema con la bebida. Wilson
se convirtió en uno de los discípulos de Thacher. Sus ideas contrarias a las cuestiones religiosas le dificultaban
la permanencia en el grupo de Oxford pero Thacher le alentó a que se formara una concepción personal de
Dios, que lo entendiera más bien como una potencia o como un poder superior. Wilson, tras conseguir alcanzar la meta de sobriedad, se dedicó a propagar estas ideas que tanto le habían ayudado y junto al Dr. Smith,
formó en 1935 en Ohio un nuevo grupo escindido del anterior al que llamaron Alcohólicos Anónimos, cristiano pero aconfesional. Ambos escribieron un libro conocido como “The Big Book”, cuyas primeras 164 páginas se mantienen intactas desde su publicación en 1939.
El Gran Libro de Alcohólicos Anónimos estaba en parte inspirado por los escritos de Richard Peabody (1931)
que había publicado The common sense of drinking donde define el alcoholismo como un síntoma de un problema subyacente que considera incurable y propone un tratamiento orientado a la abstinencia permanente.
Pero a diferencia del programa que después desarrollaron Alcohólicos Anónimos, Peabody describe una metodología de tratamiento individual y secularizado totalmente ajena a cualquier elemento espiritual o religioso
basada en el control de las emociones aunque introduce también algunos conceptos por entonces novedosos del
psicoanálisis freudiano. Él mismo había sido tratado de su alcoholismo en una clínica perteneciente al
Movimiento de Emmanuel (McCarthy, 1984) cuyo fundador Elwood Worcester, desarrolló métodos que fueron
empleados por médicos y psicólogos para el alivio del sufrimiento físico y mental. Richard Peabody adaptó
estos métodos y los aplicó al tratamiento de pacientes alcohólicos. Varios profesionales de la medicina aplicaron sus técnicas en varios hospitales de Nueva York, Filadelfia y Boston. Los seguidores de Peabody continuaron su trabajo hasta la década de 1950.
Alcohólicos Anónimos (a partir de ahora AA) como organización libre, no profesional y con profundas raíces religiosas, fue apartándose gradualmente de los métodos promulgados por Peabody y desarrolló un programa propio de atención a los alcohólicos: el Programa de los Doce Pasos.
Los Doce Pasos:
1. Admitimos que somos impotentes ante el alcohol, que nuestras vidas se han vuelto ingobernables.
2. Llegamos al convencimiento de que un Poder Superior puede devolvernos el sano juicio.
3. Decidimos poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios del modo como nosotros lo
concebimos.
4. Sin miedo hacemos un minucioso inventario moral de nosotros mismos.
5. Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano, la naturaleza exacta de nuestros
defectos.
6. Estamos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos libere de todos estos defectos de carácter.
7. Humildemente le pedimos que nos libere de nuestros defectos.
8. Hacemos una lista de todas aquellas personas a quienes hemos ofendido y estamos dispuestos a reparar
el daño que les hemos causado.
9. Reparamos directamente a cuantos nos es posible el daño causado, excepto si el hacerlo implica perjuicio para ellos o para otros.
10. Continuamos haciendo nuestro inventario personal y cuando nos equivocamos lo admitimos inmediatamente.
11. Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como
nosotros lo concebimos, pidiéndole solamente que nos deje conocer su voluntad para con nosotros y nos
de la fortaleza para cumplirla.
12. Habiendo obtenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de llevar este mensaje a otros alcohólicos y de practicar estos principios en todos nuestros asuntos.
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El programa considera que el egocentrismo es la enfermedad espiritual que subyace al alcoholismo. No pretende ser una explicación científica, es sólo una perspectiva que la organización considera útil para lograr la
abstinencia. El proceso de trabajar los pasos está destinado a sustituir el egocentrismo por una creciente conciencia moral, una voluntad de sacrificio y una acción constructiva desinteresada. Esto se conoce como un despertar espiritual o una experiencia religiosa.
El programa de los doce pasos se acompaña de un código de funcionamiento interno conocido como las
Doce Tradiciones en las que se defiende la unidad del grupo por encima de cualquier otro objetivo y donde
se reconoce a Dios como autoridad fundamental. Rechazan el carácter profesional de la asociación aunque
admiten contribuciones en este sentido y se proponen como tarea principal llevar su mensaje a otros alcohólicos.
Bajo estas reglas fundamentales el programa de los doce pasos se desarrolla a través de reuniones cerradas
para miembros del grupo y otras abiertas a familiares y personas cercanas a la asociación. Las cerradas adoptan un formato seudo-terapéutico y en ellas uno o dos oradores cuentan sus historias relacionadas con el alcohol. La confidencialidad no es una obligación legal para los miembros de AA (Coleman, 2005). Los recién llegados tienen además asignado un tutor o patrocinador, miembro con más experiencia que guía al aspirante a
través del programa. Los nuevos miembros en los programas de doce pasos son alentados a asegurar una relación con al menos un patrocinador. Completar los doce pasos implica ser competente para patrocinar a los
recién llegados en su recuperación.
El modelo de los Doce Pasos ha suscitado críticas a lo largo del tiempo. Para algunos autores el Programa
de Alcohólicos Anónimos es heredero de la filosofía del Counter-Enlightenment (Contra-Ilustración)
(Humphreys y Kaskutas, 1995), término utilizado en referencia a una corriente de pensamiento originada en la
Alemania de finales del XVIII y principios del siglo XIX muy extendida en los Estados Unidos, contra el racionalismo, el universalismo y el empirismo comúnmente asociados con otro movimiento surgido previamente en
Europa y defensor de la racionalidad y de la ciencia: La Ilustración. Otras críticas en la misma dirección apuntan a un modo de organización demasiado estricto con difusión de ideas dogmáticas y excesiva dependencia del
grupo, donde la religión supone un obstáculo para la ciencia perjudicando a muchos alcohólicos que necesitan
un tratamiento distinto (Cain, 1963).
El modelo de enfermedad
La opinión mayoritaria sobre el alcoholismo en los años que siguieron a la Ley Seca en los Estados Unidos
entendía el problema como una debilidad o un fallo moral. La posición oficial de Alcohólicos Anónimos sobre
el alcoholismo como enfermedad en un principio era evitar el término y no considerarlo exactamente como tal.
Años después, en la Conferencia de 1973, la organización afirmaba categóricamente que todos sus miembros
tenían la “enfermedad del alcoholismo”.
Este cambio drástico de modelo se produjo a finales de la década de los 40 en los Estados Unidos, cuando
se inició una estrecha colaboración entre la Asociación de AA y el entonces denominado Comité Nacional para
la Educación sobre el Alcoholismo que actuando a modo de relaciones públicas del movimiento consiguió una
buena disposición de científicos y médicos para promover el modelo de la enfermedad del alcoholismo. Los
Alcohólicos Anónimos, hasta entonces una red de apoyo informal, pasaron a ser reconocidos como un programa de apoyo en el tratamiento de alcohólicos, un cambio de calificación fundamental que determinó lo que vino
después: la colaboración estrecha en el tratamiento y la derivación mutua de pacientes que consiguió incrementar hasta niveles inimaginables el volumen de atenciones, hasta ese momento mas bien bajas en ambos estamentos. Algunos autores (Brodsky & Peele, 1991) opinan que sin esta colaboración médica la organización
Alcohólicos Anónimos no podría haber disfrutado del éxito perdurable que lo distingue de los demás grupos de
la templanza iniciales.
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En este contexto surge la llamada Experiencia Minnesota. Entre 1948 y 1950 se fundaron tres centros de tratamiento de alcohólicos en el estado de Minnesota, USA: Pioneer House, Hazelden y el Willmar State Hospital.
Hazelden Farm fue creado en el año 1949 por Austin Ripley y un grupo de alcohólicos anónimos recuperados.
El programa estaba basado en las enseñanzas de la organización de la que procedían, especialmente en los Doce
Pasos. En 1966 el estricto estilo de Alcohólicos Anónimos se sustituye por el enfoque integral e interdisciplinario del tratamiento de la adicción. Los ex-adictos, consejeros de AA, siguen interviniendo en el tratamiento
pero se integran otros componentes para hacer frente a lo espiritual, familiar, social y las necesidades psicológicas de los pacientes y sus familias. Los equipos interdisciplinares profesionalizados estaban formados por psicólogos, clero, servicios de atención a las familias y una unidad médica integral. Este enfoque se conoció como
el Modelo Minnesota.
Sobre esta base Hazelden adoptó algunos de los principios desarrollados a lo largo de los años 50 en otra institución de Minnesota, el Willmar State Hospital:
• El alcoholismo existe. Esta condición es algo más que un síntoma de algún trastorno subyacente. Merece
ser tratada como una enfermedad primaria.
• El alcoholismo es una enfermedad. Los intentos de reprender, avergonzar, o regañar a un alcohólico para
conseguir la abstinencia son esencialmente inútiles. En su lugar, podemos ver al alcoholismo como una
discapacidad involuntaria, una enfermedad y tratarla como tal.
• El alcoholismo es una enfermedad multifásica. Esta declaración se hace eco de una idea de AA, que los
alcohólicos sufren de una enfermedad que afecta físicamente, mentalmente y espiritualmente. Por lo tanto
el tratamiento para el alcoholismo será más eficaz cuando se tengan en cuenta los tres aspectos.
Congruentemente, al considerar que el alcoholismo es una enfermedad, no se responsabiliza a la persona que
la sufre. La implicación de que el enfermo no es culpable y el abordaje terapéutico que se deriva de ello ha sido
uno de los pilares del Modelo Minnesota. La enfermedad es considerada incurable y se prescribe la necesidad
de un cuidado continuado a lo largo del tiempo para lograr la recuperación. El tratamiento inmediato es la intervención directa sobre la adicción considerada como el proceso primario, idea radicalmente nueva para los profesionales en contraposición a la escuela de Peabody y el Movimiento de Emmanuel que lo interpretaban como
síntoma de un trastorno subyacente. El tratamiento incorpora el programa de los Doce Pasos y pretende alcanzar dos metas a largo plazo. La primera, la abstinencia del alcohol y/o otras drogas; la segunda, un cambio en
el estilo de vida que incluye aspectos físicos, psicológicos, sociales y espirituales. Para lograr las metas a largo
plazo se trabaja con las metas a corto plazo:
• Ayudar al adicto y a su familia a reconocer la enfermedad y las consecuencias que ha tenido en su vida.
• Ayudar a la persona a admitir que necesita ayuda y convencerse de que podrá vivir una vida constructiva
con la realidad de una enfermedad que no tiene cura.
• Ayudar a la persona a identificar cuáles son las conductas que tiene que cambiar para poder vivir con la
enfermedad de una forma positiva y constructiva.
• Ayudar a la persona a traducir su entendimiento en acción para desarrollar un estilo de vida diferente a través del cuidado continuo y la ayuda mutua.
Estos principios establecen las bases para un modelo de origen norteamericano que se expandió enormemente durante la década de 1960 y se generalizó en años posteriores al tratamiento de otras drogodependencias. El
modelo Minnesota ha sido emulado en todo el mundo integrando varias disciplinas en el tratamiento de la adicción: consejeros (AA), médicos, psicólogos, trabajadores sociales, clero, y otros terapeutas. Estas personas se
encontraban trabajando en equipos a menudo por primera vez y lo que les unía era la idea de tratar a toda la
persona: cuerpo, mente y espíritu.
Aunque el modelo Minnesota de rehabilitación es intensivo, de corta duración y ambulatorio con objeto de
favorecer que el paciente no se desligue de su entorno y pueda incorporarse a sus actividades en un plazo breve,
también se ha empleado en modalidades cerradas de tratamiento, bien durante todo el proceso, bien en fases
diferenciadas del mismo, en centros denominados comunidades terapéuticas.
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Las comunidades terapeuticas
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El término fue acuñado por Thomas Main (1946) en su artículo El hospital como institución terapéutica y
posteriormente utilizado por otros entre los que se encuentran Maxwell Jones, Ronald Laing y la Asociación de
Filadelfia, David Cooper, y Bierer Josué.
En el surgimiento y posterior evolución de las comunidades terapéuticas para el tratamiento de las adicciones se pueden identificar dos modelos diferentes tanto en su concepción del problema como en las prácticas
terapéuticas desarrolladas para darle solución. Un primer modelo, el británico, heredero del Movimiento de
Emmanuel de los años 30 cuyo principal representante es Maxwell Jones (1968), orientado en sus orígenes
hacia la asistencia de diversos problemas de salud mental en general; y un segundo modelo, norteamericano,
derivado de la filosofía de Alcohólicos Anónimos, en el que se aprecian a su vez dos desarrollos: el que mantiene una estructura jerárquica, no profesional, con fuertes componentes morales y/o religiosos y el que, aún
manteniendo las líneas generales de estructura jerárquica, incorpora los principios y métodos profesionales del
Modelo Minnesota. Según Comas (2006) los dos modelos representan estructuras corporativas distintas y responden a tradiciones ideológicas alternativas.
El Modelo Inglés: La Comunidad “Democrática”
Maxwell Jones (1968) es una figura representativa del inicio de la corriente de la antipsiquiatría que tuvo su
máximo esplendor a finales de la década de los años 60. La antipsiquiatría nació como una lucha contra las instituciones tradicionales que atendían a los enfermos mentales con prácticas generalizadas de represión y violencia. El movimiento suponía una crítica a estas prácticas y a la noción de enfermedad mental.
Para Jones (1968) la comunidad terapéutica suponía un intento de establecer un sistema democrático en los
hospitales reemplazando la actitud de dominación de los médicos por un sistema de comunicación abierta entre
pacientes y profesionales. Como principio fundamental se planteaba que todas las intervenciones en el seno de
la comunidad eran en sí mismas terapéuticas y el objetivo último tenía que ver con favorecer procesos de maduración en las personas. La organización interna se basaba en asambleas conjuntas para la toma de decisiones y
entre las actividades predominaban prácticas socio-educativas para la adquisición de habilidades y destrezas
que facilitaran la reinserción social. Se priorizaba la terapia de grupo frente a la medicación y si bien en su origen la mayoría de los aportes teóricos provenían del psicoanálisis, la tendencia marcada por Jones incluía la
integración de todas las orientaciones terapéuticas vigentes como los modelos conductuales y la teoría de los
sistemas.
El Modelo Norteamericano: Synanom y Daytop Village
Synanom
El modelo de comunidad terapéutica en los Estados Unidos surge directamente de los grupos de ayuda mutua
cuya máxima representación la ostenta la organización de Alcohólicos Anónimos. La versión de comunidad
más ortodoxa con la filosofía de AA está representada por Synanom (Comas, 2006), centro fundado por Charles
Dederich en el año 1958, ex miembro de AA, que junto a otros miembros de la asociación comienza a captar
personas con problemas de consumo de alcohol y otras drogas, sobre todo heroinómanos. La comunidad creada no recibe dinero público y no admite profesionales. Constituye lo que más tarde se ha denominado una
comunidad de vida donde la seguridad de la abstinencia sólo es posible dentro de la residencia por lo que se
transforma en algo permanente, sin altas ni salidas por fin del tratamiento.
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La base de la metodología terapéutica utilizada eran los llamados juegos de Synanom basados en estrategias de confrontación entre los diferentes participantes. Miller y Rollnick (1999) comentan algunas de estas
estrategias como la terapia de ataque, la silla caliente o el corte de pelo emocional. Estos autores señalan
que las tácticas de confrontación se han reservado casi exclusivamente para el tratamiento de personas que
sufren problemas por el consumo de alcohol u otras drogas, también para otros grupos concretos de delincuentes; por el contrario no se han utilizado como terapia para pacientes con depresión, ansiedad, esquizofrenia, cáncer, hipertensión o diabetes. En Synanom se ofrecía a los internos una escala de ascenso en la pirámide jerárquica, pudiendo llegar incluso a directivo. Esta estructura piramidal y altamente jerarquizada, la
ausencia de profesionales, el fuerte componente moral de las intervenciones, la figura sobredimensionada del
líder y el aumento de adeptos llevaron a que la iniciativa terapéutica se transformara en un culto de carácter
sectario.
Daytop Village
Fundada en 1963 en Staten Island por el Dr. Alexander Bassin y el médico psiquiatra Daniel Casriel, junto
con un sacerdote, el Padre O’Brien, con el objetivo de implantar un programa innovador como alternativa a la
pena de cárcel para toxicómanos. La estructura de Daytop mantiene un sistema jerárquico piramidal donde la
movilidad social se consigue por el progreso en el tratamiento. Como la iniciativa comienza en relación a la
asistencia de personas adictas a opiáceos y provenientes de ámbitos carcelarios, se adopta un modelo de organización interna semejante al de una prisión que regule las actividades cotidianas. En ese contexto se establece un sistema muy estricto de jerarquías y el procedimiento que se emplea para su conservación es un programa de premios y castigos tanto morales y psicológicos como materiales y algunas veces físicos. Se pretende
lograr un aprendizaje del interno basado en una reeducación tan profunda que el sujeto incorpore y aprehenda
un nuevo sistema de valores y lo asimile como propio. El recién ingresado comienza realizando las tareas más
simples (de menor responsabilidad) y a medida que evoluciona va ascendiendo en el escalafón, asumiendo nuevas tareas de mayor responsabilidad hasta llegar al momento de la graduación e incluso la posibilidad de ser
directivo dentro de la propia organización. Según De Dominicis (1997), el funcionamiento cotidiano se basaba
en la obediencia a los superiores, el trabajo, la solidaridad, el deber de no hacer nada sin permiso, el no mantener secretos y la absoluta honestidad.
Las principales críticas que se le han hecho al modelo las sintetiza Comas (2006) al señalar la unilinealidad
de los objetivos para alcanzar una vida correcta, lo que implica desde su punto de vista un maximalismo redentor muy poco acorde con las actuales políticas de drogas y en particular con las de reducción de riesgos y daños
dominantes en Europa. Además no tiene en cuenta las características diferenciales de cada adicto, lo cual también se contrapone a la noción de indicación terapéutica aceptada universalmente.
Respecto al tratamiento la comunidad adopta las líneas fundamentales de Synanom, pero introduce técnicos
como en el Modelo Minnesota combinando profesionales y exadictos en la composición de los equipos. Los
planteamientos terapéuticos de Casriel y sus colaboradores eran de corte directivo y se utilizaban habitualmente estrategias de confrontación directa. El proceso tenía ciertas características concretas: trataba de hacer frente a los mecanismos de defensa perniciosos que adoptaban los pacientes (negación, racionalización, proyección) tal y como promulgaban las teorías psiquiátricas del momento (Fox, 1967). El método a través del cual
el paciente podía avanzar en su recuperación era descrito en términos de “entrega”, “aceptación de la indefensión” y “reducción del ego”. Estos conceptos se basaban en la idea de AA de que un alcohólico llega a “tocar
fondo” de forma natural en la evolución de su proceso, considerando que era posible acelerar en el tiempo este
objetivo mediante estrategias terapéuticas de confrontación, como el uso de gritos para la descarga emocional
a fin de superar el miedo a la proximidad física y emocional y mejorar la autoestima del participante (Miller y
Rollnick, 1999).
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Sin embargo, autores como Lieberman, Yalom y Miles (1973) afirman que la terapia de grupo basada en la
confrontación acarrea resultados más contraproducentes y adversos que otros enfoques alternativos; y éstos
pueden ser especialmente perjudiciales para personas que presentan una baja autoestima (Annis y Chan, 1983).
Y es que era habitual que los métodos de confrontación empleados adoptaran formas agresivas. Tal y como
explican Miller y Rollnick (1999):
La idea de utilizar la confrontación para destruir las defensas… se asoció con una conocida e influyente filosofía terapéutica denominada Modelo Minnesota. El lógico interés por los aspectos biomédicos suscitado por el Modelo de Enfermedad en las adicciones se llegó a confundir con la creencia de que la dependencia química representa un trastorno de personalidad único, que convierte a los que lo padecen en personas cualitativamente diferentes a los individuos normales o a aquellos que padecen otros tipos de problemas y que son incapaces, por la negación, de ver la realidad (p.29).
En opinión de estos autores los programas que siguen el Modelo Minnesota han repudiado posteriormente la
confrontación agresiva y han defendido las aproximaciones menos severas.
Los programas de beber controlado
Simultáneamente durante los años 60 aparece en los Estados Unidos una corriente de opinión contraria al
punto de vista mayoritario. Desde el modelo tradicional representado por Alcohólicos Anónimos y los profesionales adscritos al Modelo Minnesota se enfatizaba la “pérdida de control” como causa responsable de la
incapacidad de los sujetos alcohólicos para reanudar hábitos normales de bebida. El nuevo enfoque sugería que
el beber controlado podía ser una posible meta de tratamiento para los alcohólicos y venía abalado por los
resultados de algunos estudios empíricos realizados por equipos de investigadores conductuales. El Dr. Davies
(1962) fue el primero que apuntó esa posibilidad en un estudio con 94 pacientes; sus conclusiones provocaron
una auténtica revolución y abrieron una línea de investigación llena de controversias que se prolongó hasta la
década de los años 80.
Los primeros estudios dieron paso a numerosos trabajos de investigación que ponían a prueba la hipótesis de
la necesidad de alcohol y su papel en el mantenimiento de la conducta de beber incontrolada de los alcohólicos, tanto en bebedores agudos como en crónicos (Nathan, 1982). También se iniciaban procedimientos terapéuticos basados en los principios de aprendizaje como el aportado por Lovibond y Caddy (1970), en el que se
enseñaba a los alcohólicos primero a saber diferenciar sus propios niveles de alcohol en sangre deducidos a través de señales viscerales y después se les instruía en la manera de usar este aprendizaje para regular la conducta de beber.
Pero sin duda, una de las aplicaciones conductuales más importantes al alcoholismo fue el trabajo de Mark
Sobell y Linda Sobell y sus colegas en el Patton State Hospital de California (Sobell y Sobell, 1978). Sus estudios, dirigidos a desarrollar técnicas para el entrenamiento en conducta de beber controlada en alcohólicos crónicos, se convirtieron en un procedimiento terapéutico conocido como el Proyecto Patton, estructurado en 17
sesiones de entrenamiento y cuyo objetivo, además de centrarse en la conducta de beber problemática, resaltaba el aprendizaje de las respuestas alternativas más apropiadas a las condiciones estimulantes que previamente habían funcionado como fenómenos disposicionales para beber en exceso. Cáceres (1985) hace una revisión
de los acontecimientos posteriores a las publicaciones que resultaron de esta línea de investigación. Según este
autor, a principios de los 80, veinte años después de la aparición del artículo de Davies, la polémica parecía
haber cesado y los intereses de la investigación se dirigían a especificar el tipo de pacientes que podían ser
entrenados en beber controlado; bajo qué condiciones; qué tipo de tratamientos parecían ser los más eficaces…etc. Pero la discusión volvió a resurgir en 1982, tras la publicación en la prestigiosa revista Science de un
artículo titulado Controlled drinking by alcoholics? New findings and reevaluation of a major affirmative study,
firmado por Pendery, Maltzman y West (1982). En este artículo, Mary Pendery y sus colaboradores refutaban
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el trabajo realizado por Mark Sobell y Linda Sobell en el Hospital de Patton durante 1970 y 1971. En opinión
de José Cáceres (1985):
Que la polémica surgiese no es malo en sí mismo, aparte de volver a distraer quizá posibles esfuerzos
investigadores. Lo preocupante fue la forma, los ámbitos y el tono en que lo hizo. Pues no sólo pretendía
probar que eran falsos hechos y datos bien documentados, sino además, poner en entredicho la reputación
profesional y personal de dos investigadores (p.242).
La respuesta de los Sobell a toda esta campaña difamatoria apareció en la revista Behaviour Research and
Therapy en un artículo titulado The aftermath of Heresy (Sobell y Sobell, 1984), en el que lamentaban que dicha
respuesta no pudiese aparecer en la misma revista que había publicado la crítica a su trabajo cuestionando los
resultados de un autor, ya que es costumbre que el editor invite al autor interpelado a preparar una contrarréplica para ser publicada en el mismo número. Sin embargo esto no ocurrió con la revista Science, lo que provocó una carta protesta a su editor firmada por 10 editores de revistas prestigiosas dentro del campo clínico e
investigador (Barlow et al, 1983). Finalmente y debido a la gravedad de las acusaciones vertidas sobre los
Sobell, se creó un comité independiente compuesto por académicos de prestigio y que se habían mantenido al
margen de la controversia dentro del campo del alcoholismo. El Comité solicitó y dispuso de una gran cantidad de material para realizar su investigación remitido por los Sobell. Desafortunadamente y a pesar de numerosas invitaciones realizadas a Mary Pondery para que les remitiese pruebas que corroborasen los datos por ella
presentados, nunca los envió. El Comité publicó sus resultados (Dickens, Doob, Warwick y Winegard, 1982)
afirmando punto por punto cuestionado que no existía prueba de fraude o de presentación falsa de los datos. Un
año después la Comisión Especial de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, creada también de
forma independiente, confirmaba y apoyaba todas las conclusiones de la Comisión Dickens. En palabras de
Cáceres (1985):
Parece como si Pendery y sus colaboradores, al refutar uno de los primeros estudios que cuestionó la
sabiduría convencional y descalificar a sus autores, hubiesen querido negar la validez de cualquier paradigma alternativo al convencional dentro de este campo, y con ello abortar la revolución científica que se
estaba produciendo en el estudio del comportamiento alcohólico (p.254).
Otros modelos conductuales en el abordaje de las adicciones
A los trabajos de Davies (1962) se sumaron otras aportaciones que explicaban el problema de la adicción
desde un paradigma conductual. Entre ellas Richard Solomon (1983) que publicó en 1974 su Teoría del Proceso
Oponente de la Motivación Adquirida basada en los paradigmas de condicionamiento clásico y condicionamiento operante de la teoría del aprendizaje. En su explicación Solomon no obvia los factores bioquímicos y
neuroquímicos implicados, pero se centra en una descripción detallada de la dinámica afectiva de la adicción
desde su dimensión psicológica. Postula un modelo explicativo no patológico (ni psicopatológico), describiendo la drogadicción como una de las muchas subclases de sistemas normales de motivación adquirida del tipo
de proceso oponente. Aunque no lo considera un fenómeno patológico reconoce que ofrece un cambio terapéutico muy difícil, dada la variedad de influencias determinantes que lo mantienen.
Más tarde, durante la década de los 80, la perspectiva psicológica (no patológica) predominante en el análisis del consumo de drogas fue el enfoque cognitivo-conductual derivado en sus orígenes de la teoría del aprendizaje pero que incorporó conceptos de la teoría del procesamiento de la información (Broadbent, 1958), algunos fundamentos de las teorías transaccionales y, sobre todo, los principios de la terapia racional emotiva conductual (Lega, Caballo y Ellis, 2002), una forma de psicoterapia creada por Albert Ellis en el año 1955.
El paradigma cognitivo-conductual propició durante la década de los años 80 una gran proliferación de estudios y publicaciones científicas dirigidas al análisis y el tratamiento de las adicciones en general y del alcoholismo en particular. Muñoz (1985) hace una revisión de las más importantes: algunos estudios consideraban la
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importancia del papel de las expectativas en los efectos conductuales de la ingestión de alcohol basándose en
la teoría atribucional de la emoción: la teoría de los dos factores, de Schachter y Singer (1962). Otros identificaban los factores que determinan las consecuencias sobre la conducta emocional de la ingestión de alcohol en
el papel de lo que Bandura (1978) denominaba factores personales internos; estos factores parecían tener
influencia en la urgencia subjetiva de alcohol y en la pérdida de control, consecuencias dependientes de las
expectativas. Marlatt (1978) desarrolló un sugestivo modelo para explicar el proceso de la recaída, tan importante en el tratamiento de las adicciones, basándose el papel básico que juegan los factores personales internos.
Las técnicas basadas en el paradigma cognitivo-conductual se combinaban con procedimientos de modificación
de conducta derivados de los paradigmas clásico e instrumental.
Otra revisión realizada por García (1993) en el tratamiento del alcoholismo nos muestra cuál era el panorama en el inicio de la década de los 90: descartadas las terapias aversivas (químicas, eléctricas y de sensibilización encubierta) por las dificultades metodológicas que presentaban para demostrar su efectividad y por las críticas surgidas como procedimientos terapéuticos, el interés se centraba en el entrenamiento de conductas incompatibles al consumo de alcohol mediante el aprendizaje de habilidades de afrontamiento. También se consideraba la adquisición de comportamientos adaptativos a través de un sistema operante de economía de fichas y el
entrenamiento en habilidades sociales desde programas multimodales con gran número de técnicas como habilidades de comunicación, asertividad y resistencia a la presión social, teniendo en cuenta que las evaluaciones
realizadas apuntaban a los programas de amplio espectro como los que más contribuían al éxito terapéutico. En
cualquier caso, García (1993) señala la necesidad de adecuar los procedimientos a cada sujeto en particular.
Finaliza la autora apuntando a los programas de prevención de recaídas como foco de atención de investigadores y clínicos: estos procedimientos consistían en programas multimodales que se realizaban bajo un marco conceptual derivado del condicionamiento clásico, conocido como procedimientos de exposición con prevención de
respuesta, en los que la prevención de recaídas planteaba como objetivo el entrenamiento en autocontrol que
supone la discriminación de situaciones de riesgo, el afrontamiento y autorregulación de respuestas emocionales y la adquisición o perfeccionamiento de competencias para la solución de problemas y toma de decisiones;
todo ello con el propósito de incrementar en el sujeto su capacidad de control sobre la situación facilitando una
mayor percepción de eficacia personal (autoeficacia) y seguridad en sí mismo (autoestima).
El concepto de autocontrol surge con fuerza en ambientes científicos y terapéuticos norteamericanos durante la década de 1970. En una revisión histórica sobre el mismo, Luis Pantoja (1986) lo vincula al movimiento
conductista y a la tecnología que se derivó de él: la modificación de conducta, heredera directa de las aportaciones de Pavlov, Thorndike, Watson y Skinner. En los procesos terapéuticos de modificación o cambio de conducta se fueron incorporando gradualmente técnicas dirigidas a enseñar a las personas a ser ellas mismas sus
propios agentes de cambio y control. Ello suponía una superación de los límites impuestos por el paradigma
operante skinneriano, o por una interpretación muy restrictiva del mismo, en el que únicamente se trataba de
comprender cómo el entorno afecta y cambia la conducta del individuo. Algunos de los principales representantes de esta incorporación que llega hasta nuestros días son Kanfer, Bandura, Mahoney, Thoresen, Goldfried,
D`Zurilla, Cautela, o Meichenbaum.
Kanfer (1973) define el autocontrol como un cuarto paradigma, tras el de condicionamiento clásico (Pavlov),
operante (Skinner) y observacional (Bandura); caracterizado por describir métodos mediante los cuales el individuo puede cambiar su propia conducta para que vaya de acuerdo con unas normas, criterios u objetivos que
previamente ha ideado para sí mismo. Señala que la modificación de conducta rechaza la idea de que el cambio se produzca en base a un progresivo “insight” o después de una catarsis emocional; igualmente rechaza la
postura de aquellos que afirman que el cambio es el resultado de una tendencia innata en el individuo a crecer,
desarrollarse, actualizar sus posibilidades, una vez liberado el hombre de sus inhibiciones o conflictos emocionales. Según la opinión de este autor, en modificación de conducta el propósito es siempre el cambio de hechos
conductuales y no la eliminación de defensas, la revelación de conflictos inconscientes o la alteración de rasgos de personalidad.
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Llegados a este punto ya es posible apreciar algunas de las diferencias básicas en cuanto a las intervenciones en adicciones entre los modelos explicados:
Tabla 1.
Programa de los 12 pasos / Modelo Minnesota
Referencias morales y sobrenaturales
Consejeros de AA, profesionales y clero
Enfermedad
Objetivo único de abstinencia
Modelos Conductuales
Disciplinas y método científico
Exclusivamente profesionales
Comportamiento aprendido
Posibilidad de entrenamiento en consumo controlado
Cronicidad
Aprendizajes que consoliden la autoeficacia en la prevención de recaídas
Programas estandarizados
Análisis e intervención de casos individuales
Necesidad de control externo continuado (ya sea de iguales o de profesionales) Autocontrol y autorregulación de la propia conducta
Pero hay más.
La reducción de riesgos y daños
La Harm Reduction en su término original hace referencia a una determinada política de drogas y está vinculada inexorablemente a la expansión de la epidemia del VIH durante la década de los 80. Se basa en la
aplicación de principios y estrategias dirigidas a minimizar las consecuencias perjudiciales del uso de drogas propiciando cambios sobre las conductas de riesgo. Se impulsa en Europa (Inglaterra y Holanda) y en
Australia pero se extiende por todo el mundo aunque su implantación queda muy condicionada a las políticas previas de cada país en materia de drogas. En los Estados Unidos surge como una alternativa de Salud
Pública a modelos morales (guerra contra las drogas) o médicos (la adicción definida como una enfermedad). Marlatt (1998) lo ve como un punto intermedio entre esos dos modelos opuestos que han predominado tradicionalmente en la política de drogas de Norteamérica y en la filosofía del tratamiento de las adicciones.
Para uno de los representantes del movimiento en Inglaterra, el Dr. Russell Newcombe (1992), los fundamentos de la reducción de daños se encuentran en el modelo sanitario científico y tienen raíces en el humanitarismo y el libertarismo, por ello contrasta con la teoría de la abstinencia que se arraiga más en el modelo punitivo de aplicación de la ley, al mismo tiempo que en un paternalismo médico y religioso.
Los antecedentes de considerar el consumo de opio como problema de salud pública se encuentran probablemente en las dos “guerras del opio” (1839-1842; 1856-1860) declaradas por Inglaterra contra China, que
contó como aliado a los Estados Unidos y que tuvieron como efecto la prohibición total del comercio con opio.
Aunque en un principio las razones para adoptar esta medida tenían un marcado carácter político y económico,
gradualmente se fueron argumentando justificaciones basadas en la Salud Pública que se reforzaron desarrollando un modelo de intervención del Estado basado en la abstinencia obligatoria (Ralet, 2000).
En este contexto, Inglaterra se enfrenta al consumo habitual de opio de los militares que habían regresado de
la armada india. El gobierno británico nombra entonces una comisión de expertos, el Rollerstone Committee,
encargado de determinar las condiciones de una prescripción legal de opiáceos. El Comité establece dos condiciones:
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• Prescripción de dosis regresivas durante un periodo limitado de tiempo para proceder a una desintoxicación, sin cuestionar el modelo de abstinencia obligatoria.
• Consideración de legítima la prescripción de la dosis necesaria para que el paciente lleve una vida normal
y socialmente útil. Sin pretender un abandono total y rápido del consumo, sino una mejora de la gestión
del uso de drogas para reducir los peligros asociados.
Estas eran las bases para la intervención desde un dispositivo que recibió el nombre de British System el cual
no consideraba al consumidor de drogas no autorizadas como un delincuente, puesto que adquiría su producto
legalmente en una farmacia, ni como un enfermo, ya que no era necesario recurrir a la ayuda de la medicina
para abandonar su consumo. Ralet (2000) subraya que el uso de drogas no es considerado como un mal en sí
mismo sino que lo negativo son las consecuencias de su uso. Ello inaugura un nuevo modelo de intervención
que recibirá más tarde el nombre de Harm Reduction y que se hizo extensivo a todo tipo de sustancias, tanto
legales como ilegales.
A partir de entonces la evolución de los dos modelos, el basado en la abstinencia y el de reducción de daños,
así como los procedimientos de intervención derivados de ambos, ha sido muy diferente en los distintos países
del mundo occidental: por un lado, el incremento de las políticas prohibicionistas y los métodos represivos de
los Estados Unidos ampliando el modelo de abstinencia obligatoria a cada vez mayor número de sustancias
(siempre después de periodos de uso legal e incluso experimental); por otro lado, Holanda tras el informe de la
Comisión Baan, estableciendo la reducción de riesgos y daños como su modelo oficial en Salud Pública y favoreciendo la participación de los propios usuarios de drogas y su autoorganización; lo que auspició que en 1982
el sindicato de toxicómanos (junkiebond) de Ámsterdam proyectara y desarrollara un programa de intercambio
de jeringuillas para prevenir la propagación de la Hepatitis B, que después resultó determinante en la prevención del VIH. El concepto es asimilable a lo que años más tarde la Organización Mundial de la Salud (2004),
definió como Empowerment: proceso mediante el cual las personas adquieren un mayor control sobre las decisiones y acciones que afectan a su salud.
Estrategias y Principios De La Reducción Del Daño
La Coalición de Reducción del Daño (HRC, 2008) define una serie de principios y estrategias de actuación
orientadas a reducir las consecuencias negativas del uso de drogas mediante la incorporación de métodos que
incluyen el uso con riesgos menores, el uso controlado y la abstinencia. Las estrategias para la reducción del
daño están dirigidas a los usuarios de drogas según sus necesidades focalizando las intervenciones en las condiciones del uso de drogas y siguiendo estos principios:
• Reconoce que el uso lícito e ilícito de drogas forma parte de nuestro mundo, y resuelve ocuparse de minimizar los efectos perjudiciales, y no a limitarse a condenarlos o ignorarlos.
• No intenta minimizar ni ignorar el daño y peligro asociado con el uso lícito e ilícito de las drogas.
• Reconoce que las realidades de la pobreza, clase social, racismo, aislamiento social, traumas del pasado,
discriminación basada en las preferencias sexuales y otras injusticias sociales, afectan la vulnerabilidad de
las personas con respecto al daño relacionado con el uso de las drogas y la capacidad personal para manejar eficazmente ese daño.
• Entiende que el uso de drogas es un fenómeno complejo, que abarca desde el abuso grave hasta la abstinencia total, y reconoce que algunas formas de usar las drogas son claramente más saludables que otras.
• Establece como criterio para implementar intervenciones y emprender políticas exitosas, la calidad de
vida y el bienestar del individuo y de la comunidad, y no necesariamente el abandono del uso de drogas.
• Garantiza que los usuarios y aquellos que tienen una historia de uso de drogas tengan una verdadera voz
en la creación de programas y políticas relacionadas con ello.
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• Afirma a los usuarios mismos como agentes principales para la reducción del daño relacionado con el uso
de drogas e intenta estimular a los usuarios para que compartan la información y se apoyen en estrategias
específicas para sus condiciones actuales de uso.
• Invoca una prestación de servicios y recursos libre de críticas y de coerción para los usuarios y las comunidades en las que residen, con el objetivo de ayudarlos a reducir los efectos perjudiciales del uso de drogas.
El planteamiento está muy alejado del Programa de los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos así como del
concepto del abuso de drogas como enfermedad según el Modelo Minnesota. Sin embargo el modelo de reducción de daños no niega sino que reconoce y define con precisión y evidencia empírica las patologías, algunas
de ellas muy graves, y no sólo biomédicas sino también sociales que pueden derivarse del consumo de drogas
o más específicamente del modo de consumo y dirige sus intervenciones hacia el cambio de esos modos de uso.
Pero sobre todo, la filosofía que subyace al modelo otorga a la persona la capacidad de decidir si desea o no un
cambio y en qué dirección planificarlo. Los iguales en este modelo no son controladores del mantenimiento de
la abstinencia, sino agentes de salud y los profesionales tienen el cometido de crear las condiciones necesarias
para que el cambio se produzca en la dirección esperada. El continuo de la reducción de riesgos y daños vinculados al uso de drogas no excluye la abstinencia: no iniciar o abandonar definitivamente el consumo de drogas está contemplado tanto en objetivos universales de prevención primaria como en los procesos terapéuticos
de intervención y rehabilitación de drogodependencias, pero ni es el único logro a considerar ni el más oportuno según el momento y las circunstancias de cada persona en particular. Por el contrario, cambiar un uso problemático por otro que proporcione mayor calidad de vida y mejore la salud, aunque sólo sea un poco, es un
objetivo constante, firme y esencial al proceso de tratamiento.
La motivación al cambio y el enfoque contextual de la Psicología Clínica
El tipo de relación igualitaria, flexible y participativa en la toma de decisiones entre el profesional y el usuario de drogas planteada por el modelo de reducción de riesgos y daños en el marco político y comunitario, es
asumido y desarrollado desde la perspectiva asistencial de atención a las drogodependencias por modelos basados en el cambio de conductas. Según Tejero y Trujols (1994) estos modelos conductuales entienden la intervención como un proceso que sigue diferentes etapas, sin enfatizar la abstinencia en sí misma como el primer
objetivo a alcanzar. Los autores señalan que frente a las intervenciones tradicionales que buscan procedimientos tajantes de cambio desde una situación de consumo continuado a una abstinencia mantenida y nunca interrumpida, muchos investigadores entienden que el cambio debe producirse en un continuo que se inicia incluso antes de que el sujeto empiece a valorar su conducta como un problema, es decir cuando todavía no se ha
planteado cambiarla o no está motivado para hacerlo, y finaliza cuando dicha valoración ya no tiene lugar.
Para Miller y Rollnick (1999) la ausencia de motivación al cambio (o su resistencia), no debe interpretarse
como un rasgo de personalidad inherente a todo adicto sino como una característica de estado susceptible de
ser modificada mediante la utilización de cierto tipo de intervenciones. Los autores proponen estrategias para
aumentar la motivación respecto a un cambio (consejo, empatía, feed-back, etc…), basadas en el modelo de
counselling o terapia centrada en el cliente de Carl Rogers (1959). Rogers afirmaba que una empatía adecuada por parte del terapeuta, una calidez no posesiva y señales de autenticidad en sus afirmaciones proporcionan
un medio óptimo para el cambio en el contexto de la relación terapéutica, de las cuales la empatía es la habilidad más importante.
La propuesta motivacional de Miller y Rollnick (1999) es contraria a las estructuras jerárquicas defendidas
por los modelos de ayuda mutua, en colaboración (o no) con profesionales; y no sólo diferente sino incompatible con los procedimientos de confrontación cuando se han utilizado de forma coercitiva. Pero incluso si los
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modos de confrontación no han llegado tan lejos, dicha técnica es en sí misma opuesta a las tesis del modelo
motivacional, el cual no entiende la negación del problema como un mecanismo de defensa propio de una personalidad patológica que hay que anular para facilitar otra nueva, sino simple y llanamente como un estadio en
el proceso de cambio propio de las adicciones y modificable con las estrategias adecuadas.
En la misma dirección aparecen muy recientemente las llamadas terapias de conducta de tercera generación,
término acuñado por S. Hayes (2001) para referirse al análisis de la conducta en el contexto clínico y que tiene
su origen en la recuperación del estudio de la conducta verbal alejada de la perspectiva mediacional o cognitivista. El enfoque contextual se centra más en la relación terapeuta-paciente que en el tipo de técnicas empleadas para producir un cambio de conducta (González y Pérez , 2007).
Además del énfasis en la relación terapeuta-paciente, el modelo contextual plantea que en el análisis de la
conducta el clínico debe entender y atender los problemas que le plantea el paciente de acuerdo con el contexto social en el que se producen, siendo preciso realizar un análisis funcional de la conducta dentro del contexto social en el que se desenvuelve la vida del paciente (Pérez, 1998). Para Secades y Fernández Hermida (2001)
el modelo médico-psiquiátrico que utiliza las clasificaciones diagnósticas (DSM-IV; CIE-10) como formulaciones descriptivas, aclaran el objeto de tratamiento pero no la etiología ni la naturaleza de la intervención. Son
útiles para determinar la existencia de un problema (y por tanto detectar la necesidad de un tratamiento) o para
facilitar la homogeneización de un diagnóstico en investigación y posibilitar la evaluación de la eficacia de los
tratamientos, pero no aportan información suficiente para la comprensión del problema ni la planificación de
un tratamiento, resultando imprescindible el planteamiento funcional-contextual del problema individual del
paciente.
Estas cuestiones han sido también planteadas por otros autores como Emilio Ribes (1990) que cuestiona la
correspondencia entre las categorías diagnósticas y los procedimientos terapéuticos con base en ellas diseñados
y su eficacia respecto a la “eliminación” de la conducta anormal o la “curación” del paciente. En relación a la
dicotomía normalidad-anormalidad de la conducta y en concreto sobre el alcoholismo, afirma:
El alcoholismo no constituye en sí mismo una conducta desviada ni es muestra de anormalidad. El consumo exagerado de alcohol, en ciertas condiciones, puede propiciar daños biológicos conocidos, así como
auspiciar conflictos a nivel interpersonal y social. Sin embargo, aun cuando el alcoholismo per se puede
constituir el comportamiento problema (más que el comportamiento anormal), en muchas ocasiones, el
alcoholismo es un comportamiento asociado a otros problemas individuales que difieren siempre en naturaleza y circunstancia de un individuo a otro. Las acciones del psicólogo deberían estar dirigidas a la identificación y solución de dichas condiciones-problema individuales y no sólo limitarse el consumo de alcohol como objetivo. Sin embargo, la preeminencia de un modelo médico de interpretación del comportamiento dificulta estrategias funcionales auténticas, que inevitablemente deben partir de un análisis de las
circunstancias y criterios de valoración social en que se da, en el caso que examinamos, el comportamiento de consumo de alcohol. (p.89).
El cambio de conductas de riesgo por conductas de prevención: El modelo psicológico de salud
Ribes (1990) comenta estas estrategias de intervención en alcoholismo en el contexto de su modelo psicológico de salud, enmarcado en la línea del interconductismo y el modelo de campo psicológico de Kantor
(1967/1978) que desde un principio, aún antes de acuñar el término interconducta, concibió la psicología como
una ciencia con un ámbito de conocimiento distinto al de la biología y por consiguiente consideró la necesidad de construir un paradigma específico para dicho objeto. El modelo de Ribes supone una aplicación al
ámbito de la salud de la teoría de la conducta propuesta por Ribes y López (1985) que sigue la línea científica conductista pero al igual que otros investigadores de su tiempo, cuestiona y va más allá del conductismo
promulgado por Skinner (Ribes, 1982). Emilio Ribes (1990) identifica el consumo de drogas como un tipo de
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conducta instrumental vinculada a la salud. Explica en su modelo psicológico de la salud biológica que las
conductas instrumentales suponen acciones de los individuos que, directa o indirectamente, disminuyen o
aumentan la probabilidad de contraer una enfermedad. En el primer caso se trata de conductas instrumentales
de riesgo y en el segundo de conductas instrumentales de prevención. Al igual que los modelos motivacionales, la aplicación del modelo planteado por Ribes se centra en procesos psicológicos de cambio de conductas
y los objetivos están orientados a la reducción de riesgos y daños como los planteados por la corriente de la
harm reduction. Desde la óptica de la prevención primaria en el ámbito de la salud (promoción y prevención),
el proceso de cambio se plantea en la dirección de reducir las conductas de riesgo e incrementar las conductas
de prevención. Desde la prevención secundaria y terciaria (curación y rehabilitación), las conductas instrumentales de riesgo se definen como conductas problemáticas y las conductas instrumentales de prevención como
conductas ejemplares, asociadas en ambos casos a la enfermedad (o conflicto social) y responsables de empeorar o mejorar la situación creada. En el caso de las adicciones el objetivo del cambio será la reducción de los
daños, físicos y/o sociales, ocasionados por el consumo de drogas y la adquisición de comportamientos preventivos que faciliten el mantenimiento de los logros adquiridos en cuanto a la salud y mejoren la calidad de
vida de las personas.
Ampliando el cuadro de comparaciones entre modelos:
Tabla 2.
Programa de los 12 pasos / Modelo Minnesota
Vinculados a políticas prohibicionistas
Focalización en el consumo
Relación terapéutica directiva con base en estructuras jerárquicas
Resistencia como rasgo de personalidad adictiva
Modelos Conductuales
Vinculados a políticas de reducción de daños
Focalización en las consecuencias del consumo
Relación terapéutica igualitaria con base en la empatía y el empowerment
Resistencia como estado motivacional susceptible de modificación
Atención exclusiva a la morfología de consumo. Clasificaciones Diagnósticas Atención al contexto en el que se produce el problema. Análisis
Funcional de Conducta
Abuso y adicción diagnosticados como psicopatologías
Abuso y adicción valorados como conductas problemáticas de riesgo
Tratamientos psicológicos efectivos en la adicción: Una versión actualizada que recuerda
los viejos tiempos
Finalmente una consideración sobre la efectividad de los tratamientos en adicciones. Aún compartiendo la
tendencia general de apoyar la evidencia empírica, es preciso valorar algunas cuestiones que afectan a la metodología empleada en el caso de las intervenciones psicológicas. En la literatura científica de los últimos diez
años se observa que las líneas de investigación transitan entre la comprensión de los mecanismos cerebrales
que intervienen en los procesos adictivos a través de las nuevas tecnologías disponibles y la aplicación de
paquetes o programas de técnicas psicológicas para su tratamiento, en combinación con nuevos fármacos o fármacos tradicionales aplicados a nuevas terapéuticas. En síntesis, lo que se evidencia empíricamente parece más
bien la efectividad (o no) de una terapia conductual de apoyo o alternativa a la terapia farmacológica, adaptada a un modelo explicativo biomédico.
En el caso de la psicología la evidencia empírica trata de identificar los tratamientos efectivos para diversos
tipos de adicciones (a la cocaína, al alcohol, al cánnabis, etc.); un empeño alejado en la mayoría de los casos
del marco conceptual de la teoría del aprendizaje y del análisis funcional de conducta, teniendo en cuenta que
las diferentes opciones tecnológicas conductuales (p ej., manejo de contingencias) o cognitivo-conductuales (p
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ej., prevención de recaídas) son aplicadas como programas estandarizados al tratamiento específico de alguna
de esas adicciones, no a un individuo en particular bajo unas circunstancias particulares.
Podemos tomar como ejemplo los programas para el tratamiento de la cocaína avalados por el NIDA como
CBT [Cognitive-Behavior Therapy (Carroll, 1998)], el CRA [Community Reinforcement Approach (Higgins, et
al., 2003)] o el CRA mas Incentivos [CRA plus vouchers (Budney y Higgins, 1998)]. Programas que constan
de procedimientos psicológicos tradicionales en la terapia de conducta (entrenamiento en habilidades sociales,
reforzamiento diferencial de conductas incompatibles, manejo de contingencias, economía de fichas, etc.), pero
que son utilizados desde una metodología ajena a la ciencia del comportamiento.
Otro ejemplo lo vemos en la relación de Tratamientos Psicológicos con Evidencia Empírica recomendados
por la American Psychological Association (2000):
Alcoholismo
Tratamiento de exposición
Enfoque de refuerzo comunitario
Entrenamiento en habilidades sociales
Abuso y dependencia a cocaína
Terapia conductual
Terapia cognitivo-conductual de prevención de recaídas
Abuso y dependencia a tranquilizantes menores
Terapia cognitivo-conductual
Clasificación ante la que surgen al menos las siguientes dudas:
• ¿Es diferente la terapia cognitivo-conductual de prevención de recaídas aplicada al abuso y dependencia
de cocaína, de la terapia cognitivo-conductual recomendada para la dependencia de tranquilizantes?
• Los tres tratamientos validados para el alcoholismo ¿No son conductuales o cognitivo-conductuales?
• Las terapias recomendadas para cada tipo de dependencia ¿Son aplicables a todos los sujetos en cada una
de las categorías?
• Los procedimientos (tratamientos según la APA) de exposición, ¿No son utilizables en casos de abuso o
dependencia a cocaína?
• ¿Qué ocurre cuando un mismo individuo consume simultáneamente cocaína, alcohol y/o tranquilizantes?
Una aproximación más basada en la disciplina psicológica y la metodología del análisis funcional de conducta nos la ofrece García-Rodríguez (2008), que fundamenta la eficacia demostrada de las técnicas psicológicas en el tratamiento de las adicciones en que las conductas de uso y abuso de drogas son conductas operantes
y que las contingencias desempeñan un papel determinante en el inicio, desarrollo y abandono de las mismas.
Esta autora recuerda que desde la terapia de conducta se proponen tres tipos de intervención derivados de diferentes modelos de aprendizaje: las técnicas de exposición a estímulos, derivadas del condicionamiento clásico;
los programas de entrenamiento en habilidades y prevención de recaídas, basados en los principios del aprendizaje social; y los programas de manejo de contingencias, derivados de los principios del condicionamiento
operante. Y que estos tres abordajes no deben entenderse como estrategias excluyentes o independientes sino
como técnicas complementarias que deben integrarse dentro de los programas de tratamiento disponibles.
Admitiendo la importancia del reconocimiento a los tratamientos psicológicos conductuales frente a otros
procedimientos que no han demostrado su efectividad en la clínica de las adicciones, se considera necesario
vincularlos a modelos psicológicos coherentes con el marco conceptual y la teoría del comportamiento de la
que se derivan, con el fin de que no sean utilizados a modo de un vademécum psicoterapéutico al servicio de
una determinada sintomatología provocada por el consumo de la sustancia de que se trate.
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Los tratamientos conductuales eficaces para las adicciones lo serán en mayor o menor medida según la capacidad de quienes los aplican para identificar los procesos psicológicos relevantes implicados en la problemática de cada paciente y, desde luego, en su pericia para dirigir la intervención sobre esos procesos con el objetivo de cambiar las conductas de riesgo por conductas de prevención, o las conductas problemáticas por conductas ejemplares, reduciendo la probabilidad de aparición de patologías médicas y de conflictos sociales que generan malestar o mejorando significativamente la salud y la calidad de vida de las personas.
Es posible que se requieran más y más precisas aportaciones empíricas que confirmen la efectividad de los
tratamientos psicológicos, pero sería deseable que las investigaciones se realizaran desde una metodología propia de la ciencia del comportamiento. Tal vez en los nuevos tiempos se necesite releer a los viejos maestros.
Conclusiones
1. A lo largo de la exposición se pueden reconocer dos modelos con base científica claramente diferenciados en el abordaje de las adicciones: un modelo de enfermedad o modelo médico-psiquiátrico, de corte
tradicional y un modelo de conducta aprendida identificado con un modelo psicológico de enfoque conductual.
2. Los modelos de enfermedad y de conducta aprendida no se corresponden ni representan necesariamente
a sus respectivas corporaciones profesionales, médicos y psicólogos, ya que ambos cuentan con defensores y detractores que provienen y ejercen su actividad profesional en sendas disciplinas. Ejemplos del
pasado los tenemos en el movimiento de la antipsiquiatría de los años 60 o de la reducción de riesgos y
daños de los 80 por una parte; y por la contraria, todos los colegas que se opusieron a las investigaciones
promovidas por Mark y Linda Sobell a caballo entre ambas décadas. Probablemente, también se podría
reconocer este cruce de posiciones en los tiempos actuales.
3. El componente moral de tipo religioso o espiritual de los tratamientos ha sido históricamente más compatible con el modelo de enfermedad, lo que ha facilitado la colaboración terapéutica entre profesionales
y grupos de apoyo encargados del control y la regulación de un comportamiento (el de consumir drogas)
que no es considerado susceptible de cambio por parte del paciente. Por el contrario, el modelo de conducta aprendida ha sido desde sus primeros planteamientos, como en el caso del Movimiento de
Emmanuel de los años 30, un firme defensor de objetivos de autorregulación orientados tanto a la abstinencia como al consumo controlado o de bajo riesgo.
4. La psicoterapia aplicada desde el modelo de enfermedad no sigue una metodología propiamente conductual sino médico-psiquiátrica, dirigida a eliminar constructos como las defensas o a alterar rasgos de personalidad. Del mismo modo, la aplicación con metodología biomédica de programas multimodales basados en la terapia de conducta no se derivan del análisis funcional del caso único sino de clasificaciones
diagnósticas y datos estadísticos gruesos sobre procedimientos, pero no sobre su oportunidad de aplicación.
5. Los procedimientos psicológicos que se vinculan a la efectividad de los tratamientos en adicciones incluyen programas y técnicas derivadas de enfoques diversos, tanto desde el condicionamiento clásico de
Pavlov (modelo respondiente), como del condicionamiento operante de Skinner (modelo instrumental),
del aprendizaje social de Bandura (modelo observacional) o de técnicas basadas en la teoría del procesamiento de la información y la terapia racional emotiva de Ellis (modelo cognitivo-conductual). Sin olvidar las aportaciones que desde el modelo de campo de Kantor y la teoría de la conducta de Ribes y López
o los modelos motivacionales basados en Rogers y las terapias de tercera generación de Hayes están realizando en las últimas décadas. Todos ellos conductuales sí, pero no asimilables a la terapia cognitivoconductual. Sería pues más apropiado hablar de tratamientos conductuales como término genérico cuando se está comprobando su efectividad.
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6. La efectividad de los tratamientos psicológicos conductuales debería ser examinada no tanto con base en
las técnicas o estrategias de cambio empleadas, sino en la adecuación de la planificación terapéutica al
juicio clínico y a la explicación funcional que el psicólogo establece en el análisis de cada caso particular. Ante una hipótesis funcional, explicativa, que incluya tanto la definición de la conducta problemática
como los factores disposicionales (presentes e históricos) que aumentan o disminuyen su probabilidad de
aparición, cabe plantearse distintas estrategias de intervención y entre todas ellas, con evidencia empírica, habrá que determinar la de mayor efectividad. Globalmente podrá establecerse que los tratamientos
psicológicos conductuales son más o menos efectivos que otros desarrollos terapéuticos de la psicología
en el tratamiento de las adicciones, pero esto no es aplicable a técnicas segregadas de los principios y procedimientos que las justifican.
7. La adopción del criterio de validación empírica de las intervenciones clínicas para el tratamiento de las
adicciones también debería suponer un compromiso de la comunidad científica y de los profesionales clínicos para obviar todas aquellas actuaciones que nada tienen que ver con las terapéuticas reconocidas,
tales como el programa de los doce pasos y los grupos de ayuda mutua. Estas intervenciones provienen
de una concepción sobre la salud y la enfermedad que es ajena a la ciencia, como lo es también el método seguido en el intento de subsanar los problemas asociados al consumo de drogas, y se integraron en el
sistema sanitario de atención a personas con problemas de adicción en un contexto sociocultural, político y económico diferente del que hemos seguido en Europa y en España. La conclusión final, relacionada con el título del artículo sugiere que, a partir de todo lo expuesto, no sería posible la complementariedad entre dos planteamientos tan dispares, al menos desde el ámbito de la salud pública en un marco político desligado de cualquier práctica confesional.
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Revisión recibida: 17/05/2011
Manuscrito aceptado: 08/08/2011
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