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Nuria Condor
Las Máscaras de Simbad
1
Al borde del precipicio
Se asoma tu corazón
Como al espejo Narciso.
Se enamora de sí mismo
Sin ver que es imagen suya
La del abismal vacío
(José Bergamín, Versos inéditos)
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1 Simbad, el hombre que quería navegar.
Hace mucho tiempo, cuando aún no existían esas potentes máquinas que impulsan a los
navíos por el mar, en una región del interior, nació un muchacho, primogénito de sus
padres. Quién sabe por qué, tal vez habían leído las Mil y una noches y aspiraban a que
su hijo mayor fuera un hombre adinerado en el futuro, le pusieron por nombre Simbad.
Simbad creció y se reveló como un estudiante mediocre. A duras penas
consiguió acabar sus estudios de Trivium y empezó a soñar con ser marino, sin que
hubiera más razón aparente que su deseo de conocer mundo. Jamás había visto el mar y,
por lo tanto, tampoco sabía nadar.
Pero, Simbad era testarudo. En contra de la opinión de su padre y con gran
disgusto de su madre, se empeñó en embarcarse. En aquella época, existía una escuela
muy especial en donde se formaban los marinos. En ella les enseñaban mapas
rudimentarios que marcaban las sinuosidades de las costas, las corrientes marinas
peligrosas y las favorables, cómo se movían los vientos y cómo se hallaban colocadas
las estrellas en el firmamento. Les recomendaban que no perdieran de vista la tierra y
que no se aventuraran cuando la marejada era muy fuerte. Pretendían convertirlos en
marinos prudentes y para ello la primera de las reglas era la de la obediencia. Debían
seguir ciegamente las instrucciones de sus maestros, sin preguntar las razones y mucho
menos discutirlas.
Admitieron a Simbad más por su estatura que porque fuera un alumno brillante.
Pero pronto se rebeló como alguien incapaz de seguir una orden sin cuestionarla. Tras
reconvenirle múltiples veces, decidieron que no servía para marino y lo echaron de la
escuela.
Simbad, en lugar de volver a su casa, decidió quedarse a vivir en la costa,
buscando una nueva oportunidad. Fue en aquella época cuando se volvió muy religioso.
Al ver su perseverancia, el director de la escuela decidió cambiar de opinión y admitirlo
de nuevo. Simbad, considerándolo una señal del cielo, al que tanto había rogado, y sin
apreciar lo excepcional de su caso, pues los que eran rechazados jamás podían volver a
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la escuela, siguió demostrando su carácter indómito y rebelde a las órdenes. Discutía
con los maestros, buscaba razones que no le estaba permitido plantear y colmó la
paciencia del Director y del resto del cuerpo de docentes. Una segunda vez, lo echaron
de la academia.
Sin embargo, Simbad, sin desfallecer, seguía rondando a las puertas del
establecimiento, se colaba en el jardín y atisbaba por los grandes ventanales, esperaba a
sus compañeros cuando salían de paseo y, sobre todo, seguía a los profesores cuando,
tras su jornada, regresaban a sus casas. Todo ello lo alternaba con horas encerrado en el
templo, orando.
Aquel comportamiento llevó al Director a convencerse de que el muy terco
muchacho, sin duda, tenía vocación por la marinería y, contra todo reglamento y a pesar
de la oposición de todos los maestros, decidió una tercera vez admitir a Simbad en las
aulas. Una nueva señal de lo alto, pensó Simbad.
Lo llamó a su despacho y le rogó, más que le ordenó, que comprendiera que allí
tenían un método. Ese método era eficaz y durante siglos se había impartido con éxito.
Los mejores marinos de varias generaciones se habían formado allí y los resultados de
sus navegaciones habían sido sorprendentes. Jamás habían perdido un barco ni su
mercancía o pasaje, por difíciles que fueran las condiciones de navegación. Muchos
habían padecido aventuras arriesgadas y terribles y habían salido con bien de ellas, sin
que su tripulación sufriera más daños que el frío y el miedo. La mayoría era, al retirarse,
hombres ricos gracias a su pericia y su habilidad para llevar mercaderías a los lugares
más lejanos del mundo.
Simbad asistió cabizbajo a todo el discurso del Director y prometió que seguiría
las reglas sin apartarse un ápice de ellas. Lo prometió tan seriamente, tan contrito y con
tanta firmeza que el Director le creyó y le dio una nueva oportunidad. Pero el terco
corazón de Simbad, mientras prometía aquella obediencia ciega que se le demandaba,
latía con más fuerza que nunca y en su cerebro una voz lo empujaba a prometer y
traicionar, al mismo tiempo, la confianza que por tercera vez se le daba. Creía
firmemente que estaba destinado a aquella profesión por una fuerza mayor que él.
Durante tres años, Simbad se sometió a las normas. El Director estaba contento
con él, pues creía haber domado aquel díscolo corazón y veía en él además buenas
cualidades para ser un marino de los más aventajados. Era sufrido y sacrificado, no tenía
miedo a la soledad, era capaz de dar órdenes con criterio, poseía una gran fuerza y podía
pasar varios días sin probar bocado. Era sobrio en todas sus acciones y necesidades. No
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temía a las tormentas. No derrochaba su dinero, sin ser tacaño, y no mostraba una
ambición desmedida ni gusto por el riesgo innecesario.
Al comenzar su cuarto y último año de estudios y tras unas vacaciones que pasó
en su casa, Simbad regresó a la escuela. Su mirada había cambiado. Parecía altanero. Se
erguía haciendo destacar su gran estatura en medio de sus compañeros. Trataba con
desprecio a los principiantes y se humillaba ante los que consideraba los más avanzados
y posibles ganadores del título de piloto.
Aquella transformación no pasó desapercibida ante los ojos del Director, quien
se mantuvo atento, esperando las consecuencias de aquel cambio de carácter. Sin que
Simbad se diera cuenta, a pesar de que siempre parecía desconfiado y alerta, el Director
pudo ver cómo maniobraba para poner zancadillas a los que obtenían mejores resultados
que él, aparentando, al mismo tiempo, que les estaba apoyando. Los halagaba y luego
hacía desaparecer sus materiales e instrumentos de trabajo. Humillaba a los que
acababan de entrar en la academia y los azuzaba contra los profesores y contra los
alumnos de los últimos años. Se pasaba el día haciendo reverencias y servicios no
solicitados a los profesores, pero a sus espaldas hablaba mal de ellos y sobre todo
contaba de ellos historias que no eran ciertas, difamándolos y haciendo que el resto de
los alumnos les perdiera el respeto.
El Director se pasó varios meses observando este comportamiento y
coleccionando pruebas contra Simbad. No quería echarlo de nuevo sin demostrarle que
esta vez y por razones serias no volvería a readmitirlo en ningún caso. Cuando reunió un
bagaje suficiente, lo llamó a su despacho, le mostró las pruebas de su conducta, le afeó
todas sus mañas y finalmente le dio la última razón de peso: Ser marino significa dos
cosas; saber trabajar en equipo y ser consciente de que en las manos del piloto de una
nave está la vida o la muerte de muchos seres humanos.
Ante lo abrumador de los hechos, Simbad no pudo rebatirlos y como no tenía
nada que argumentar, estalló en cólera, insultó al director y a todos los estudiantes y
maestros. Sus últimas palabras, antes de salir dando un portazo, fueron: Yo soy capaz de
ser piloto y lo seré a pesar de todo. Antes de un año estaré embarcado al frente de mi
propio navío. En aquel momento, Simbad perdió la fe, pero siguió siendo muy religioso.
El Director se quedó muy triste. No es que esperara que Simbad le pidiera
perdón por sus malas acciones, ya había perdido la esperanza de que eso sucediera, pero
sí esperaba un poco de contricción, una manifestación de pena, unas lágrimas o, al
menos, que le preguntara qué podría hacer en el futuro. Pero lo que encontró ante sí fue
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a un hombre soberbio, incapaz de admitir sus errores y de rectificar. Además recordó los
años que había pasado Simbad fingiendo estar acomodado a las normas y se estremeció
por él.
Cuando salió de aquella casa, Simbad se hizo el firme propósito de buscar otra
vía para cumplir sus deseos. Ignoró que toda la capacidad para el sacrificio, la
obediencia, la soledad, la austeridad, la prudencia y el valor, así como sus hábitos
religiosos no habían sido más que una parte importante de su fingimiento. Se convenció
de que su carácter era el idóneo para el oficio de marino y consideró que el Director y
todos aquellos no eran sino unos memos, que vivían del método y que por eso no
querían ningún tipo de contestación.
En los años siguientes, Simbad trabajó duramente para conseguir mantenerse y,
sobre todo, para hacerse con una buena biblioteca de mapas de navegación y de tratados
sobre comercio marítimo, sobre el discurrir de las estrellas, sobre los tipos de
embarcaciones y su manejo. También adquirió numerosos libros de teología y filosofía,
pero no se dio cuenta de que había perdido la fe. En fin, se hizo con más de mil
volúmenes en donde estaba escrita la experiencia de cientos de hombres de la mar.
Aprendió todo aquello de memoria, pero aún no se había subido a una embarcación,
aunque fuera simplemente un bote. Jamás se mojó, en todo ese tiempo, los pies en el
mar, ni aprendió a nadar.
En sus breves ratos de ocio, caminaba al borde del mar, ya fuera por el
acantilado o por las doradas arenas de la playa, con la mirada de sus ojos entrecerrados
fija en el mar. Pero la expresión de sus ojos al contemplar aquella imponente masa de
agua, que cambiaba de color con el paso de las nubes, los vientos y el sol o la luna, no
era la del enamorado que ansía encontrarse con su amada. Era la del guerrero que
sopesa las fuerzas del enemigo, buscando estrategias para derrotarlo. Era la mirada de
quien desea dominar y no entregarse.
Simbad, cada vez más desconfiado y frustrado, no era capaz de comprender que
para mandar hay que saber obedecer. No se daba cuenta de que el sólo valor no es
suficiente para arrostrar peligros, que más importantes son la humildad y la prudencia.
Creía que podría sobrevivir en el mundo con sus solas fuerzas. No era capaz de entender
que los hombres dependen unos de otros. No obstante, la peor de sus obcecaciones era
la de negarse a aceptar que no hay trabajo que permita vivir en paz, si no se lo ama
profundamente. Ni siquiera se le pasó por las mientes que trabajar y vivir no es cuestión
de empeño y dedicación, es cuestión de entrega, solidaridad y aprecio por lo que se hace
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y por la vida. El sentido de cualquier trabajo es, simplemente, que le sirva a alguien. No
importa si está mejor o peor pagado, no importa si nos granjea respeto o desprecio,
tampoco importa ser el jefe o el subordinado. Lo único que importa es hacerlo con
dedicación, dando lo mejor que cada cual es y posee y ejerciéndolo con amor y empatía.
Algo semejante le ocurría con la religión. Oraba, meditaba y pasaba mucho
tiempo en el templo, pero despreciaba a los hombres y los consideraba simplemente un
camino por el que transitar hacia sus objetivos.
Mientras miraba al mar, los ojos de Simbad se iban volviendo los de un
depredador que acecha a su presa, esperando el momento oportuno para hacerse con ella
y devorarla.
Un día, mientras paseaba al borde del mar, halló un pedazo de espejo. Era
apenas un triángulo reluciente de no más que unos pocos centímetros. Se agachó atraído
por su brillo y se lo acercó a la cara. No podía ver su rostro completo en aquel pedacito
de vidrio azogado, pero sí se vio los ojos. El mismo se sobresaltó, contemplando la
mirada que el espejo le devolvía. Era una mirada dura, inexpresiva, cargada de recelos y
en cuyo fondo destellaba un brillo de rabia contenida, de cólera a punto de estallar.
Arrojó con furia el fragmento de espejo y se alejó de allí a grandes zancadas.
Una vez en su pequeño cuarto, en el que apenas si quedaba espacio para una
mesa, una silla y una cama, pues todo estaba cubierto de anaqueles con libros y rollos
de mapas, se acercó a su propio espejo, que colgaba sobre un aguamanil, y estuvo largo
rato escudriñando su rostro. Su piel lisa, algo amarillenta y bien rasurada, su nariz recta
y poco prominente, sus espesas cejas de vello rebelde, su alta frente cubierta de un
flequillo lacio y fino, sus labios rojos y rectos. Abrió la boca y vio sus dientes algo
torcidos y oscuros por la costumbre de fumar en pipa. No le disgustó su rostro, pero se
dio cuenta de que evitaba mirarse a los ojos. Cuando finalmente lo hizo, recuperó
aquella mirada huidiza, desconfiada y fiera que viera en el acantilado al mirarse en el
trocito de espejo. Comprendió que aquella mirada lo delataba y podía ser un
impedimento para lograr su propósito de ser algún día un buen piloto, en el que confiara
cualquier armador. Sabía que la propia desconfianza engendra recelos en los demás.
Al día siguiente, recorrió el mercado con su paso pausado. Se detuvo en muchos
de los puestos de venta, examinando con atención los más variados objetos. Echando
cuentas sobre su escaso peculio, finalmente se decidió por unos anteojos y por un espejo
de cuerpo entero. Cargado con sus adquisiciones, regresó a su aposento. Apartó algunos
libros, empujó la cama contra la pared y colocó allá el espejo. Una vez lo hubo situado
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convenientemente para que le diera la luz que entraba por la trampilla que hacía las
veces de ventana, se paró tan erguido como pudo delante de él, se colocó los lentes
sobre su breve nariz y dio un completo repaso a su aspecto. Incluso se puso la pipa en la
boca, ladeó el cuerpo y torció el rostro, adoptando un aire de gran dignidad. Al mirar
finalmente su figura, estalló en una gran carcajada. Simbad se convenció de que iba por
buen camino.
Todos los días se miraba al espejo y veía como su cabello crecía hasta llegarle a
los hombros. Luego contemplaba su barba que iba poblándose poco a poco. Al cabo de
unos meses, Simbad había casi completado su transformación. Sin embargo se dio
cuenta de que su indumentaria no encajaba bien con el aspecto que su rostro barbado y
su cabeza melenuda habían ido adquiriendo. Pasó varias semanas más trabajando
tiempo extra para conseguir los suficientes ahorros que le permitieran renovar su
vestuario. Su jefe de entonces apreció su dedicación y su celo, ya que desconocía los
motivos que le impulsaban a trabajar hasta altas horas de la noche sin descanso, de
manera que decidió aumentarle el salario y ascenderlo.
Aquella nueva situación, en lugar de satisfacer a Simbad, lo confirmó en sus
aspiraciones y en sus maniobras. Se convenció de que ese era el mejor modo de alcanzar
sus propósitos. Por fin, podría completar su disfraz y entonces daría el siguiente paso
para convertirse en piloto de una nave.
Desde ese cielo en el que ya no creía, pero al que se dirigía todos los días con
gran dedicación, procedía una voz que le animaba a seguir con su objetivo. No entraba
en sus planes el embarcarse como simple marinero y así adquirir la suficiente
experiencia para ascender en el escalafón. Ese proceso podría ser demasiado largo y
penoso. Estaba seguro de ser un tripulante perfecto, ya que había leído todo lo escrito
sobre la materia y sólo faltaba que pareciera, efectivamente, un sabio lobo de mar.
A pesar del aumento de sueldo y del ascenso, lo que ganaba no le permitía
comprarse la ropa que él deseaba y que según su opinión sería la que le diera el aspecto
que necesitaba para su propósito. Así, Simbad pasó aún varios años, trabajando sin
descanso, viviendo muy pobremente y privándose de cualquier satisfacción o capricho.
Como mal comía la mayoría de los días y era buen comedor, buscaba la amistad
de personas acaudaladas que, un día u otro lo invitaran a comer o cenar y así compensar
su dieta miserable. El empleo en el que estaba era una encuadernación de libros de lujo.
Muchos nobles y comerciantes acaudalados de aquella ciudad portuaria se ufanaban de
poseer una buena biblioteca, aunque no se les hubiera pasado nunca por la cabeza la
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idea de leer los libros que compraban. Pero, eso sí, se ocupaban de tenerlos en buen
estado, para que lucieran ante las visitas, con sus cueros rojos, verdes y azules, y sus
lomos con letras de oro, desde los anaqueles de sus librerías de lustrosa caoba.
Casi todos ellos eran clientes del negocio en donde prestaba sus servicios de sol
a sol Simbad. Su habilidad manual, que era notable, hacía que cada día le llegaran más
encargos. Su jefe estaba encantado y los clientes, agradecidos por la habilidad de
Simbad, su perfección y buen gusto en encuadernar y seleccionar los materiales, con
frecuencia lo invitaban a cenar o a comer. Simbad había tenido la feliz idea de escoger
colores que fueran adecuados a los contenidos de los libros, así como de seleccionar el
papel de aguas de las guardas a juego con el lomo y las cubiertas.
De este modo decidió que el rojo era para los libros de Historia, el morado para
la filosofía, la teología y los ensayos de moral, un rosa pálido para las novelas galantes
que tanto gustan a las damas, los libros de plantas o de cetrería eran de color marrón o
verde oscuro. Cuando le llegaba un libro de poemas, siempre le atacaban dudas acerca
de qué color sería el más adecuado. Pero, un día en que le encargaron toda una
colección de la obra completa del más grande vate de todos los tiempos, ese día tuvo
una iluminación. Eligió un cuero negro suave y brillante, un papel de aguas en diversos
tonos de gris y letras plateadas para el lomo y la cubierta. Resultó un poco fúnebre y el
cliente, al ir a recoger su encargo, se quedó un tanto perplejo. Él esperaba algo más
festivo, más dulce y menos solemne, según le dijo a Simbad. Pero, este, sin titubear, le
aseguró que el negro es el color de la noche, que las letras plateadas semejaban el fulgor
de la luna y las estrellas y que los tonos de gris imitaban esas nubes ligeras que se
quedan suspendidas y lánguidas al atardecer, muy cerca del horizonte. Ese es el
momento del día en que los poetas sienten bajar a sus plumas la inspiración y por tanto
qué mejor para reflejar el paisaje anímico de tan gran poeta que símbolos como
aquellos, tomados de los tonos de la naturaleza.
El cliente que era rico, pero no demasiado versado en poesía, no tuvo más
remedio que asentir. Para borrar las huellas de su reclamación, pero sobre todo para
ocultar su ignorancia sobre asuntos poéticos, esbozó una gran sonrisa e invitó a cenar a
Simbad algunos días después.
Lo recibió en el mejor salón de su casa, donde le ofreció un vino suave en una
magnífica copa de cristal tallado. Luego, cuando llegaron los invitados y sobre todo las
damas, lo presentó a todos haciéndose lenguas de su gran pericia como encuadernador y
mostrando orgulloso, al tiempo que recitaba de memoria lo que Simbad le dijera acerca
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de los colores y la inspiración poética, los volúmenes en una estantería especial en la
que la caoba rojiza alternaba con el amarillo claro de las maderas de limoncillo y las
más blancas del olmo. Todos ponderaron la encuadernación y el exquisito gusto de la
marquetería del mueble. El dueño de la casa, entonces, afirmó que el propio Simbad,
que poseía múltiples habilidades, era quien había dado las instrucciones al ebanista para
que mezclara todas aquellas maderas tan dispares y confeccionara un mueble especial
para la obra del mejor poeta del país. Todos miraron con admiración a Simbad, alabaron
su sensibilidad artística y su refinado gusto, impropios de un hombre tan joven.
La hija del dueño que se llamaba Hortensia y al tener nombre de flor se
consideraba a sí misma la más delicada de las criaturas y la más espiritual, comenzó a
mirar con ojos embelesados a Simbad. Admiró su porte, sus extraños cabellos, su barba
poblada, sus grandes y hábiles manos y, sobre todo, sus lentes que le daban el aire de un
sabio ligeramente distraído y modesto. Conocía las frecuentes visitas de Simbad al
templo y se convenció de que ambos poseían un alma mística y las mismas inquietudes
espirituales. Emparejados Hortensia y Simbad entraron al comedor. La cena de platos
escogidos y abundantes fue deliciosa y consoló el estómago castigado de Simbad.
Nadie, convencidos todos de su espiritualidad y espíritu poético, prestó atención a los
modales bruscos y a la avidez con que Simbad comía y bebía.
La velada fue muy agradable y cuando los señores se retiraron al fumador a
cargar y hacer humear sus pipas, la conversación se dirigió hacia los temas preferidos de
los caballeros; sus caballos, sus perros de caza, sus riquezas, sus negocios y sus
aspiraciones en la vida y, sobre todo, aquello que tenían reservado para los jóvenes de la
reunión.
De pronto, uno de aquellos caballeros que poseía una naviera, dirigiéndose a
Simbad le dijo: ¿Verdad joven que usted no querrá ser siempre encuadernador, por muy
hábil que sea en el oficio? Se hizo un gran silencio, porque la pregunta había sido
demasiado directa y, por ello, hasta cierto punto impertinente. Pero Simbad, con su aire
más humilde, ladeando el rostro de tal modo que fuera difícil observar sus ojos incluso
detrás de los lentes, replicó: ¡Oh, claro, señor! Mi sueño es ser algún día navegante.
Concretamente llegar a ser piloto de una nave. Aunque he pasado por la escuela naval,
sin conseguir graduarme, en verdad porque el método allí seguido estimo que es poco
efectivo, he leído y estudiado con detenimiento, en mi tiempo libre, todo aquello que se
ha escrito sobre navegación, sobre mapas, vientos, comercio marítimo y algunas cosas
más. En ello he consumido todas las posesiones que mi padre me legó, de modo que me
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veo obligado a emplear otros de mis talentos para ganarme la vida, mientras llega la
oportunidad de hacerme a la mar como tripulante. Pero no quiero empezar de grumete,
soy demasiado mayor para ello, así que espero que la fortuna me guíe y pueda alcanzar
mi sueño al modo en que quiero que se cumpla.
A pesar de lo rotundo de su discurso, fue pronunciado con voz dulce y
melodiosa, quizá en un tono muy bajo, como modesto y retraído. En él, se deslizaron
algunas falsedades, empezando por el talante y acabando por el hecho de que su padre
hubiera podido legarle nada a su hijo mayor. Por una parte, aún vivía y no se suele
repartir la herencia en vida. Pero había aún otro motivo más contundente, su padre no
poseía nada que legar a ninguno de sus cinco hijos y menos a aquel que había
despreciado sus consejos y se había ido de casa, según él, a correr aventuras. Pero
ninguna de estas circunstancias era conocida por aquellos caballeros, ya que, como se
ha dicho, Simbad procedía del interior del país y era bastante parco en narrar sus
recuerdos o alguna cosa que pudiera relacionarle con su verdadero pasado y familia.
Simbad en aquella ocasión tuvo buena fortuna, porque tras sus palabras, los caballeros,
sobre todo los que se dedicaban al comercio marítimo, declararon no sentir ninguna
simpatía por la academia naval, ni por sus métodos. Si bien reconocían que los pilotos
que allí se formaban eran excelentes, sin embargo, se excedían, en su opinión, al
demandar salarios y beneficios sobre las mercancías que se les confiaban. Ellos
preferían gente con menor formación a la que pudieran conformar con salarios más
modestos.
El caballero de nombre Gilberto que había lanzado la pregunta, llamó en un
aparte a Simbad y le citó para el día siguiente en su despacho de la naviera. No bien
Simbad hubo aceptado aquel prometedor encuentro, Hortensia entró en la habitación
reclamando la atención de los caballeros para hacer un poco de música, porque la velada
estaba siendo muy aburrida. Conminó a los caballeros a que abandonaran sus apestosas
pipas y su charla insípida y que la siguieran al salón de baile. Simbad enseguida la
siguió, eufórico por su cita del día siguiente, la acompañó mientras ella tocaba un
pianoforte y cantaba. Simbad, con su voz débil pero bien timbrada y afinada, le hizo un
dúo perfecto, sin apagar ni eclipsar la voz de ella. Desde aquel momento, Hortensia, lo
consideró el más perfecto de los caballeros.
El dueño de la casa, al despedir a Simbad, tras la fiesta, lo llevó a su despacho y
le rogó que aceptara un obsequio como muestra de su gratitud infinita por haberle hecho
aquella magnífica encuadernación y haber tenido la brillante idea de componerle un
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mueble exclusivo lo que, como habría podido observar, había causado una gran envidia
en sus comensales. Simbad trató de rechazar el voluminoso paquete envuelto
delicadamente en papel de seda y atado con una cinta blanca, argumentando que él sólo
había cumplido con su deber. Pero ante la insistencia infatigable del anfitrión, no tuvo
más remedio que aceptar.
Al llegar a su mísero cuartito, prendió una bujía, desató el paquete y descubrió
que en su interior había una reluciente camisa blanca con bordados en la pechera y sin
cuello, un chaleco negro, unas calzas de rayas finas y una levita de faldones medianos.
También había un corbatín de seda gris. Es decir, allí estaba el atuendo que necesitaba
para terminar de componer su figura.
Simbad interpretó el regalo como una señal del cielo. Sin dudarlo un instante, se
vistió las ropas y se sujetó su alborotada melena con un trozo que cortó al corbatín.
Ataviado con aquellas prendas, se miró al espejo y un rayo de feroz exaltación atravesó
sus lentes y fue a chocar contra el vidrio del espejo. Una gran carcajada, que resonó en
la noche, salió de su boca de dientes oscuros y torcidos. Con aquel atuendo había ya
logrado su perfecto disfraz de marino sabio y avezado. El cielo volvía a estar de su
parte.
Aquella fue la primera noche que Simbad durmió sin sueños. Se acostó del lado
derecho y amaneció en la misma postura. Al llegar la mañana y abrir los ojos, lo
primero que vio fue, colgada con cuidado en el respaldo de su única silla, la levita.
Sintió un vago estremecimiento de placer y se convenció a sí mismo de que aquella
sensación que lo embargaba era la paz de espíritu que tanto había ansiado y la respuesta
a sus oraciones.
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2 Los esfuerzos de Simbad por conseguir un barco y llegar a capitán.
Tras unas ligeras abluciones, se colocó su nuevo atuendo, se sujetó bien el pelo con la
cinta, se anudó el corbatín por encima de su camisa sin cuello y salió a la calle con el
paso más amplio que podía dar con sus delgadas y largas piernas. Los faldones de su
levita ondeaban al compás de sus zancadas y sus brazos, caídos a lo largo del cuerpo,
apenas se balanceaban. Aquel modo de caminar le hacía sentirse seguro y le parecía que
completaba perfectamente la figura que quería componer y que poco a poco iba
convirtiendo en la suya propia.
Al llegar a las oficinas de la naviera de Gilberto sufrió una pequeña decepción.
El amo había salido hacia el puerto, pues uno de sus buques había sufrido un percance,
según le informó un portero que, a pesar de los aires que Simbad se daba embutido en
su nueva imagen, lo trató como si fuera un pedigüeño más de los que se acercaban a
pedir una limosna o un trabajo cualquiera y a los que el portero despedía sin
contemplaciones y con aire severo, como si fuera el mismísimo dueño de la empresa.
Regresó cabizbajo a su aposento, se quitó sus vistosas ropas de piloto y se volvió
a poner los calzones de sarga y su raída chaqueta de paño, encaminándose luego con un
paso menos airoso hacia su empleo en la encuadernación. El jefe se sorprendió de verlo
llegar tarde, pues era incluso más puntual que él mismo. Simbad se excusó vagamente,
se fue a su mesa de trabajo y hundió la nariz en sus quehaceres. Aquel día encuadernó
más libros que ningún otro, tal era la furia que ardía en su corazón y que se transmitía a
sus hábiles y grandes manos. Parecía que el cielo se había arrepentido de derramar sobre
él sus bendiciones.
Pasó el día embebido en sus pensamientos y sin levantar la vista de la tarea. Ni
siquiera se detuvo para almorzar el poco de pan con queso que solía llevar consigo y
que aquel día había olvidado. No sentía hambre. Sólo una infinita rabia que le privaba
de tener ninguna otra sensación. Así transcurrió la mañana y la tarde. Cuando el día
estaba punto de agotarse y el sol enrojecido se hundía poco a poco en el mar, llegó un
muchacho con un recado para Simbad. El amo de la encuadernación le pasó a Simbad el
sobrecillo, sin siquiera reparar en él, pensando que sería algún encargo especial. La
mano de Simbad tembló al recogerlo, pues vio en su reverso las iniciales doradas de
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Gilberto y el nombre de la compañía naviera. Contra su costumbre de quedarse allí
trabajando hasta bien entrada la noche, se despidió apresurado, agarró su raída chaqueta
y salió oscuro a las sombras exteriores.
En su cuarto y a la luz menguante de su única bujía, que casi había quemado la
noche anterior para contemplarse en el espejo, leyó las disculpas de Gilberto y recibió
con alborozo una nueva cita para dos días después. El cielo le volvía a sonreír.
La mañana establecida para el encuentro, Simbad repitió paso por paso el ritual
de anudarse el cabello, ponerse la chalina, colocarse la levita y salir dando zancadas,
con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Sin embargo, esta vez aún se detuvo un
instante más frente al espejo, ladeó la cabeza, ocultó la mirada impaciente de sus ojos
como mejor pudo tras los lentes, y sólo entonces se atrevió a salir a la calle. Pero una
vez al aire exterior, procuró mantener su porte dominador a la par que modesto. Caminó
la distancia que lo separaba de la naviera, mirando de reojo en las vidrieras de puertas y
tiendas para comprobar que componía la figura deseada. Esta forma de caminar,
echando miradas de reojo a los cristales que lo reflejaban, empezó, en aquel día, a ser un
rasgo más de su persona. Tanto es así, que siempre en adelante marchó con la cabeza
algo ladeada como si temiera que alguien lo estuviera siguiendo con malas intenciones.
Al enfrentarse nuevamente al adusto portero, ni siquiera se dignó dirigirse al
hombre, agitó el sobrecillo con las iniciales bien visibles ante las narices estupefactas
del guardián y entró decidido al edificio. Allí, en la penumbra, le aguardaba un
caballero de porte raído y ademanes serviles que, sin mediar palabra, con el gesto le
señaló a una gran puerta que estaba a sus espaldas y que sólo se reconocía por los
grandes pomos dorados en forma de cabeza de león que la adornaban.
Como nadie fue testigo de la entrevista entre Gilberto y Simbad, no existe un
testimonio fidedigno de lo que allí se habló. Pasó más o menos una hora y Simbad salió
del despacho con un sobre aún más grande del que había recibido para concertar la cita.
Su rostro se había vuelto de color céreo, su paso era más bien desmayado y sus
inmensas manos le colgaban a los costados, al final de los largos brazos, como si
estuvieran cosidas a los faldones de la levita. La mirada se había vuelto huidiza y ni
siquiera los lentes, estratégicamente encaramados a su nariz, conseguían ocultar un
destello de decepción. Los caprichos de lo alto volvían a desconcertarlo.
Tan abstraído y solemne marchaba que no percibió que Hortensia, adornada con
sus mejores galas, caminaba a su encuentro. Con un gracioso movimiento de su
sombrilla color turquesa le tocó en el hombro y lo sacó de su sueño. Simbad se irguió al
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instante cuan alto era y desde aquella altura, con los ojos entrecerrados, observó a
Hortensia como si fuera la primera vez que la veía. Ella sin tomar en consideración su
especie de desconcierto, fijó la mirada en el sobre y sonriendo lo señaló con un gesto de
complicidad. Este mudo diálogo dio paso a una verdadera conversación. Simbad
recuperando su ser explicó que Gilberto le había dado una excelente carta de
recomendación para el segundo piloto de una nave que estaba apunto de hacerse a la
mar y que, según dijo, necesitaba de un ayudante con grandes conocimientos sobre
cartas de navegación porque emprendían un viaje largo hacia lugares lejanos y poco
conocidos. Mientras charlaban de estas cosas, Hortensia insensiblemente lo fue
conduciendo hacia un hermoso jardín en donde servían unas excelentes tisanas. Ambos
se acomodaron en un velador en un rincón recoleto, lejos de las miradas de los otros
comensales y de los que pasaban por la calle. Allí, a cubierto de unos rosales
esplendorosos, Simbad consiguió soportar su decepción y se animó con la alegría de
Hortensia y sus buenos augurios por un empleo miserable y muy alejado de las
expectativas de Simbad.
Fuera porque no quería reconocer una nueva dilación en sus aspiraciones de
éxito inmediato, fuera porque Hortensia le contagió su optimismo, al salir del jardín de
té, Simbad besó la mano de la joven y se fue sin dudarlo un instante a presentarse al
segundo piloto, de nombre Abraham.
Este Abraham era un hombre de algo más que mediana edad, muy bregado en
todos los mares, que conocía perfectamente el oficio y que no aspiraba, a pesar de su
experiencia y sus largos años de ejercicio, a alcanzar un cargo superior, que, sin
embargo, le habían ofrecido reiteradamente.
Contempló con una sonrisa de indulgencia a Simbad, le explicó brevemente cuál
sería su desempeño en aquella nave y lo animó diciendo que si cumplía con sus órdenes
y le auxiliaba eficazmente en su trabajo, posiblemente, casi seguro, dijo, le darían un
puesto de mando en otro buque al regresar de este largo viaje. Incluso, con voz
confidencial, le aseguró que ese cargo se lo habían ofrecido a él con mucha insistencia.
Abraham no había dicho ni sí ni no, dejando la puerta abierta a aquel nuevo empleo, que
ni quería ni necesitaba. Afirmó que ya era mayor para meterse en mayores
responsabilidades, sin embargo, recomendaría que fuese para Simbad.
Ante esta nueva perspectiva, Simbad se avino a ser el segundo del segundo
piloto y embarcarse con rumbo desconocido. La nave partiría al amanecer siguiente.
Simbad se despidió de Abraham, fue al taller de encuadernación, sorprendió a su jefe
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con su atuendo y sus noticias, cobró su despido y con unas pocas monedas en el
bolsillo, se encaminó a su cuartito. Antes de subir la empinada escalera, rogó a la casera
que mantuviera su cuarto a su disposición y le pagó por adelantado todas las monedas
que había recibido del encuadernador.
Así, sin un ochavo en el bolsillo, Simbad se fue a la cama y volvió a dormir una
corta noche sin sueños. Sus oraciones habían sido escuchadas, a pesar de que no
respondían del todo a sus deseos. Antes de que alumbrara un primer rayo de sol, se
levantó, se lavó la cara, se ató el cabello, guardó en una vieja bolsa su levita, su camisa
y sus elegantes calzas de rayas, se vistió con su raído uniforme de encuadernador y salió
hacia su primera gran aventura en el mar.
No bien subió un poco la marea, la nave se hizo a la mar. Simbad, acodado en la
borda, miró hacia tierra y le pareció ver la sombrilla turquesa de Hortensia agitándose
en el aire. Pero, aquella visión no despertó en él el más leve sentimiento de tristeza o
añoranza. Su cara pálida no enrojeció tampoco de orgullo por haber conquistado un
corazón femenino tan delicado con tan poco esfuerzo. Ni siquiera pensó que gracias al
entusiasmo, la confianza y el optimismo de la joven, él se había embarcado en aquel
periplo que sabe Dios a dónde le llevaría. Tampoco pensó que podría ser el inicio de su
gran éxito tan largamente acariciado. Sólo pensó en que sólo era el segundo del segundo
piloto y aquello le ensombreció aún más la mirada. Dirigió los ojos hacia el mar
verdinegro que chocaba contra los costados de la nave en movimiento, levantando
espumas grisáceas, y destellos de furia volvieron a atravesar los cristales de sus lentes.
La travesía comenzó con un viento suave que iba empujando como en una
caricia al buque alejándolo de tierra hasta que esta empezó a confundirse con la línea
azul del horizonte marino. Entonces, Abraham lo llamó, le hizo descender a su camarote
de segundo piloto que estaba precedido de un pequeño cuartucho en donde, sobre una
mesa maciza y clavada al suelo, se hallaban esparcidos cientos de pliegos de cartas
marinas. Allí le explicó su cometido y lo dejó con la nariz hundida en todos aquellos
papeles cruzados por mil rayas y números.
Los días pasaban para Simbad sin que asomara la cara por cubierta y en las
noches, con los ojos fatigados y tras dar una vuelta por la banda de babor, contemplando
las lejanas estrellas que nada le inspiraban, se iba a hundir en su propio camarote que
compartía con el pinche de cocina. Los sueños de aquellas noches eran más bien
pesadillas. Soñaba que monstruos marinos salían de las profundidades, se colaban en su
camarote, le arrebataban la levita y jugaban con ella entre las olas. Otras veces eran
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sirenas horrendas y lascivas las que le tiraban de los lentes y se los ponían sobre sus
narices de pez, haciendo muecas y diciéndole palabras obscenas. De estos sueños se
despertaba sudoroso e irritado. Achacaba todos los males de la monotonía de su vida y
de sus pesadillas nocturnas a Gilberto y a la falta de carácter de Abraham. Las millas
marinas eran devoradas por el buque día tras día sin el menor cambio ni sobresalto. Por
las cartas sabía que se iba alejando de su patria y entrando en mares que sólo conocía
vagamente por los libros que había leído. Llegó un momento, al cabo de varios meses
de rutina, que los mares que aparecían en las cartas tenían nombres extraños, jamás
oídos pronunciar por boca de hombre y que desde luego no figuraban en ninguno de los
miles de volúmenes que casi había aprendido de memoria.
Simbad tenía la sensación de estar alejándose de sus propósitos tanto cuanto se
alejaba de tierras y mares conocidos. Un día, Abraham lo llamó al atardecer, le hizo
entrar en su camarote, lo sentó junto a un velador minúsculo, sacó una vieja botella de
vino añejo y le sirvió una copa. Hacía meses que Simbad no probaba el alcohol y aquel
licor le devolvió un poco de calor a sus huesos y a su piel. Se sintió casi contento.
Abraham entonces le comunicó que el viaje estaba tocando a su fin. Pronto avistarían la
tierra que buscaban y, una vez cumplida su transacción allá, solo quedaba deshacer lo
navegado. Había tenido una larga conversación con el capitán y este le había dicho que
tras ese viaje, pensaba retirarse y fletar un navío por su cuenta. Le ofreció a Abraham el
mando, pero este, sin decir que sí ni que no, aludió a la posibilidad de que se hiciera
cargo Simbad de aquel nuevo flete. El capitán no había parecido disgustado y Abraham
entendió aquello como una promesa en firme.
Simbad se fue aquella noche a su camarote y, a pesar de los ronquidos del
pinche de cocina, volvió a dormir sin sueños. Se despertó al amanecer y vio que se
aproximaban a tierra. Sin curiosidad contempló como descendían las mercancías y se
estibaban otras. Sin emoción examinó el rostro satisfecho y gozoso del capitán. Ni
siquiera se alegró cuando el viejo Abraham le dijo: Esto está hecho muchacho, sólo hay
que volver y ya verás. Tampoco sintió el menor interés por descender a tierra y observar
cómo vivían aquellas extrañas gentes. Si alguien le hubiera preguntado a su regreso qué
aspecto tenían los pobladores de aquellas lejanas tierras, probablemente habría tenido
que inventar cuáles eran sus rasgos más sobresalientes. Claro es que Simbad poseía la
gran capacidad de hacer parecer veraces sus invenciones más improvisadas. Eran tales
el aplomo y la celeridad con los que ensartaba un discurso falso que parecía verdadero.
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Una vez cumplida la misión y tras escuchar varias veces cómo el capitán se
había hecho rico con aquel viaje, Simbad volvió a su tarea, a pasar sus días en la
antecámara del segundo piloto y las noches por la banda de babor, mirando a las
estrellas sin emoción, mientras se dirigía a su propio camastro.
Los meses volaron monótonos y rutinarios y, finalmente, poco antes de
atardecer, el navío entraba en el puerto de la ciudad de partida. Cobró un sustancioso
salario que casi le hizo un hombre rico. Bajó a tierra no sin antes establecer una cita con
Abraham, quien estaría al cargo de la construcción de la nave que iba a fletar, por su
cuenta, el capitán recién convertido en un acaudalado armador de buques.
Llegó a su cuartito, deshizo el atillo con su levita, se despojó de sus ropas de
marinero, se tendió en la cama cuan largo era y con la cara mirando al techo, cerró los
ojos y durmió sin sueños una larga noche.
Abraham y Simbad visitaron astilleros hasta que encontraron un dique sin
trabajo y que aceptaba su encargo. El capitán, que se llamaba Isaías, convocó a
Abraham a una reunión apresurada unos días más tarde. El viejo segundo piloto se llevó
consigo a Simbad al que tácitamente había nombrado su colaborador y al que, en
realidad, había tomado bajo su protección. El capitán Isaías, ahora rico hombre, les
contó la triste noticia de que su esposa había enfermado repentinamente de algún mal
poco conocido. Él, que la amaba tiernamente, había mandado llamar a todos los
médicos de la ciudad, pero ninguno daba con la causa de aquel mal, de manera que, por
el mucho amor que sentía hacia su esposa y por el temor de perderla, había decidido
pedir los servicios de un afamado doctor de otro condado. Este doctor, por su mucha
fama y grandes dotes, resultaba mucho más costoso que todos los médicos de la ciudad.
Pero aún así, él no quería escatimar en lo tocante a la salud de su amada esposa. Simbad
pensaba, mientras tanto, a dónde llevaría todo aquel discurso. Para sus adentros se decía
que si la esposa del capitán Isaías iba a ir tarde o temprano a reunirse con sus
antepasados, como todo el mundo, qué más daría prescindir de la opinión de un médico
más. Seguro que unas honrosas exequias saldrían más baratas que la minuta de aquel
doctor. Pero no dejó traslucir ninguno de estos pensamientos, sino que ladeó aún más
su cabeza, ocultó su mirada, bajando los párpados y esperó disimulando su impaciencia
a que terminara la historia. El capitán Isaías se lamentaba entre tanto de los gastos que
se le avecinaban y que podrían dar al traste con su proyecto de construir un barco.
Sin embargo, Abraham, poseedor de un gran corazón y además ansioso por
favorecer a su protegido, le dijo a Isaías que, sin contar ninguna de estas desgracias,
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intentara un acercamiento a Gilberto, le propusiera una asociación y entre ambos
construyeran el barco. De este modo, Isaías podría atender a su esposa tal como se
merecía tan noble y abnegada mujer, objeto de su merecido afecto, y él podría llevar
adelante un negocio que le asegurara la tranquilidad de sus días.
A Isaías se le iluminó el rostro con esta idea. Los animó a seguir con los planos
de construcción del buque, porque al fin veía un modo de cumplir con todos sus deseos.
Efectivamente, mientras Abraham y Simbad se volcaban sobre el diseño de la futura
nave, Isaías visitaba a Gilberto quien, sorprendentemente, aceptaba asociarse con Isaías.
Conviene recordar aquí que Simbad era un hombre muy hábil con sus grandes
manos, que tenía visión de los volúmenes, pesos y medidas y que, prácticamente él solo,
ideó todo el barco, corrigiendo su proyecto tan sólo en aquellos aspectos en que
Abraham le señalaba podría existir alguna dificultad para la navegación. Se debe hacer
memoria también en este punto de que la pericia de Simbad como marino no había sido
probada aún en la práctica. A pesar de haber hecho una larga travesía, él nunca había
construido una nave, ni siquiera había navegado por su cuenta en cualquier tipo de
embarcación, por no decir que aún no había metido los pies en el mar ni aprendido a
nadar.
Casi todos los días, Abraham y Simbad iban al dique para ver cómo marchaba la
construcción de la nave. La vieron crecer desde la popa a la proa, desde la quilla a lo
más alto del palo mayor. Vieron cómo se ensamblaban las cuadernas y se embreaban
con pez, cómo se recubrían con madera de acacia y cómo se lustraban luego las maderas
nobles de los camarotes. Admiraron los pequeños adornos de bronce y el airoso
mascarón de proa. Se sorprendieron con el grueso de las jarcias y con la suavidad de las
garruchas. Las anchas y altas velas quedaron enrolladas sobre las vergas de los mástiles,
como viejas momias, y una banderola con las iniciales de Isaías y de Gilberto
entrelazadas sobre un fondo azul ondeaba en la popa bajo la tenue brisa marina.
Finalmente, llegó el día de botar el barco y este se deslizó grácil hacia el mar, donde
quedó sujeto por una inmensa ancla y varias maromas que lo mantenían aún unido a
tierra.
Simbad se sintió orgulloso de su obra, porque a pesar de que hubiera tenido que
seguir algunas de las indicaciones de Abraham, todo el diseño y los detalles suntuosos
pero discretos eran obra suya. Aquello le convenció aún más de que ese era su camino y
que allí estaba el buque que él iba a pilotar por fin. Esa noche Simbad se fue a la cama
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con una ligera sonrisa de triunfo en la boca y se durmió sin sueños. El cielo estaba de su
parte, una vez más. No obstante este hecho no le devolvió la fe.
Dos días después llegaría el nombramiento del capitán de la nave y se podría
contratar la tripulación, así como firmar el primer contrato para aquel nuevo mercante.
Una mañana fría y ventosa en que Simbad aún remoloneaba sobre su cama, sintiéndose
ya piloto e imaginando cómo sería la experiencia de sacar del puerto la nave y hacerla
marchar en mar abierto, unos golpes tenues sonaron en su puerta. Con desgana se
levantó a abrir. Nunca nadie lo había visitado en aquel cuartucho. Pero, allí, al borde la
escalera estaba Abraham con cara sombría. A Simbad le dio un vuelco el corazón y la
furia empezó a arder en sus entrañas, sin que aún supiera por qué. Hizo pasar al viejo
marino, lo sentó en la única silla y, de espaldas a él, mirando por el ventanuco, le
preguntó a qué se debía tan temprana visita. Abraham fue al grano. Gilberto, como
socio, había impuesto que él debía ser quien nombrara al capitán del nuevo navío. A
pesar de las protestas de Isaías y de Abraham que también estaba presente, Gilberto no
cedió, argumentando que tenía a un magnífico piloto, de nombre David, que acababa de
graduarse con honores en la academia naval.
En este punto, la furia de Simbad estalló, puso de hoja de perejil a Gilberto a
Isaías y al propio Abraham, se despachó a gusto también señalando los defectos de
David a quien había conocido en la academia, lo llamó insensato, imberbe, afeminado,
adulador y otras lindezas, aportó argumentos tras cada uno de sus insultos y se dejó,
finalmente, caer en la cama como desmayado. Su tez pálida, su boca entreabierta y casi
sin aliento, sus ojos entrecerrados y vidriosos asustaron a Abraham que trató de
animarlo, diciéndole que pronto habría otra oportunidad.
Simbad no podía oírle, había sido atacado por una fiebre aguda que le había
privado de sus sentidos. Abraham corrió a llamar al médico más cercano y este
diagnosticó, nada más tomarle el pulso al paciente, que había sido atacado por una
fiebre nerviosa de las de la peor clase. Lo único que se podía hacer era darle láudano y
ponerle compresas frías en la frente, esperando que la enfermedad hiciera crisis y lo
llevara directamente a la tumba o lo devolviera de nuevo a la vida.
Como Simbad no tenía allí parientes ni conocidos, Abraham se ocupó de buscar
a alguien que pudiera atender al enfermo noche y día. Sin saber muy bien a dónde
acudir, porque él mismo era un solterón sin familia, se acordó de su primo, el padre de
Hortensia. Corrió a su casa y topó en la misma puerta con su sobrina lejana. Le contó lo
sucedido y aquella flor sensible sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas y se
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ofreció a ser la enfermera que cuidara de Simbad noche y día, pues en su tierno corazón
había nacido un amor puro e inexperto por aquel hombre obstinado.
Así fue. A pesar de los ruegos de su padre, Hortensia se consagró al cuidado de
Simbad. Pasaba los días y las noches al pie de su lecho, poniéndole compresas frías de
agua de tilo y dándole pequeñas cucharaditas de láudano con un terrón de azúcar que él
apenas podía tragar.
Una noche las fiebres hicieron crisis, el pulso de Simbad casi desapareció. Sus
ojos entreabiertos eran como de cristal, sus largas manos se parecían más por su color
azulado a las de un cadáver que a las de un ser vivo. La quietud de sus manos
contrastaba con la agitación de todo su cuerpo. Las piernas se sacudían convulsas, la
cabeza se agitaba de un lado a otro, la boca arrojaba por las comisuras una espuma
viscosa entre suspiros entrecortados, su pecho subía y bajaba como azotado por una
tormenta interior. El sudor resbalaba por su frente, mojaba sus largos cabellos y su
barba descuidada y humedecía la almohada de un suero amarillento y de olor pútrido.
Hortensia contemplaba aquel horror sin saber qué hacer, mientras sobre su lindo rostro
ya demacrado por las noches de insomnio se deslizaban como una lluvia constante
pesadas lágrimas. La agonía de Simbad seguía su curso y a Hortensia, desesperada, no
se le ocurrió otra solución que arrodillarse en oración al pie de la cama, y retorciéndose
las manos y casi agritos, prometió al Señor su vida a cambio de la de él.
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Simbad consigue un buen empleo
La crisis de fiebre, tal como había pronosticado el doctor, podía sacar de este mundo a
un hombre, pero también podía devolverlo a la vida. Fueran las lágrimas o las oraciones
de Hortensia, lo cierto es que con los primeros rayos del sol, Simbad abrió los ojos. Se
sentía tan débil como un pajarillo caído del nido. No podía levantar sus largas manos, ni
articular palabra, pero acababa de volver a la vida. Hortensia se despertó de su adolorido
y fatigado sueño y vio cómo Simbad movía los ojos mirando a su alrededor como si no
fuera capaz de reconocer dónde se encontraba. Se puso en pie de un salto, empleando
las últimas fuerzas que le quedaban y abrazó su cuello, besó su sudorosa frente y le
dedicó todas las palabras cariñosas que conocía, aunque no eran muchas, porque jamás
antes había estado enamorada. Simbad la miraba con una mezcla de sorpresa y
desagrado. Aún en su debilidad extrema era capaz de pensar que aquellas efusiones
afectivas estaban fuera de lugar. En su caso, no es que nunca se hubiera enamorado,
sino que era incapaz de entender ese sentimiento.
Simbad carecía de la menor capacidad para sentir amor por nadie. Nunca lo
había sentido ni por sus padres ni por sus hermanos, más allá de una cierta simpatía
porque eran de su familia. Por ellos tenía ese frágil sentimiento que nace de verse
reflejado en el rostro o en los ojos de otro con quien se comparten ancestros. Cuando él
creía estar mirándolos con afecto, en realidad lo que sentía era ese cosquilleo, más bien
inquietante, con que uno mira el retrato de su abuelo, ya muerto, y descubre que la línea
de la nariz es la misma o que el gesto de los labios es semejante. Nunca tuvo verdaderos
amigos, pues de todo aquel al que la vida le unía por una u otra circunstancia, siempre
sospechaba intenciones aviesas o esperaba conseguir algo. Sus muchas oraciones
tampoco lo habían dotado de un corazón más tierno, porque oraba sin fe.
Sin embargo, las lágrimas, ahora de felicidad, que manaban de los ojos de
Hortensia casi lo conmovieron. Nadie, nunca, había llorado por él. Pareció empezar a
comprender qué había sucedido. Recordó que Gilberto había contratado al odioso
David, aquel mozalbete estúpido salido de la academia naval y que esa frustración lo
había enfermado. Se juró a sí mismo que nunca más se dejaría vencer por la frustración,
pues no quería morir sin haber llegado a pilotar una nave.
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Miró a Hortensia con la expresión más cariñosa que era capaz de componer o de
fingir, alargó una mano, tomó la de ella y con gran esfuerzo se la llevó a los labios. La
muchacha entendió aquel gesto como la más hermosa declaración de amor que jamás
oídos de mujer habían escuchado y, alborozada, salió corriendo de la habitación a
buscar al médico, a su padre y a Abraham para comunicarles la buena nueva.
Todos acudieron al lecho del recién resucitado y comprobaron que,
efectivamente, había abandonado el territorio de la muerte y estaba de regreso entre los
vivos. Todavía estuvo convaleciente algo más de dos semanas el recién nacido Simbad.
Hortensia acudía todos los días junto a él, le llevaba sabrosos manjares que pudieran
despertar su apetito y acelerar su mejoría, le leía libros piadosos y poemas, le contaba
los chismes de la ciudad y él, simplemente contestaba a aquellos halagos, con el
recientemente aprendido gesto de cogerle una mano. Esta caricia confirmaba cada día
en Hortensia su propio cariño por Simbad, así como le parecía la mejor prueba de que
era correspondida.
Una tarde, cuando esperaba Simbad que Hortensia apareciera, en su lugar se
presentó Gilberto en persona. La sorpresa fue mayúscula para el convaleciente. Por su
cabeza cruzó como un rayo que el naviero estaba arrepentido de no haberle nombrado
capitán de la nueva nave y venía a confirmarlo en el puesto. Sin embargo, la razón de
aquella visita era muy otra e inesperada.
Gilberto con el rostro sombrío se sentó en la única silla, junto a la cama, y le
comunicó a Simbad que Hortensia había estado muy enferma. Había pasado la noche en
un delirio extraño y finalmente, al amanecer, había muerto con una sonrisa en los labios,
diciendo el nombre de su amado. Hortensia, le informó, a parte de ser una criatura
deliciosa, sencilla e inocente, era hija de su única hermana, fallecida al dar a luz. El
siempre había sospechado que la joven madre de apenas dieciocho años había muerto
por falta de atención de su marido. Sólo por aquella tierna criatura, sangre de su sangre,
Gilberto había mantenido relaciones más o menos cordiales con su cuñado. Ahora que
su sobrina había fallecido tan repentinamente ya no le quedaba ningún vínculo con
aquel odioso pariente. Estaba, además, convencido de que Hortensia había muerto de
agotamiento por las muchas semanas sin dormir, velando a Simbad, cosa que cualquier
padre sensato habría impedido, buscando a alguien que cuidara y atendiera al enfermo
en su lugar y si, como parecía, la devoción de Hortensia por Simbad había sido más que
caridad, un amor profundo, con mayor razón el padre debía haber evitado que su única
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hija se agotara de aquel modo, cuidando de un hombre que ni siquiera era aún su
prometido.
Ya en la ciudad había comidillas y murmuraciones acerca de la actitud
desmedida de la desdichada joven. Por otra parte, un padre sensato debía haber
comprendido que esa primera felicidad tan profunda, en un corazón ingenuo y tierno,
pues ella se creía correspondida, en lugar de darle alas para una vida futura feliz con él,
la desgastaría hasta tal punto que la haría sucumbir, como así había sido.
Simbad escuchó todo aquel discurso, entrecortado por las lágrimas y por los
suspiros, sin saber muy bien qué cara poner. Como no llevaba sus lentes, se cubrió el
rostro con el embozo de la sábana, para no dejar ver que aquella historia, la fragilidad de
Hortensia y su desaparición no le importaban demasiado. Sólo aguardaba y ensayaba
mentalmente cuál debía ser su gesto cuando Gilberto le dijera que por fin iba a ser piloto
de aquella reluciente nave.
Simbad no sabía que la nave hacía días que había partido capitaneada por David
y que Gilberto, movido por la compasión hacia aquel a quien su sobrina había amado
con tanta fuerza como para morir por él, sólo pensaba en ofrecerle algún empleo que le
sirviera de consuelo, pero no tenía intención de poner en sus inexpertas manos ninguno
de sus navíos. Por otra parte, si había decidido, como tío de la difunta, ofrecerle a
Simbad un puesto en su empresa era principalmente por acallar toda clase de
murmuraciones. De ese modo en la ciudad considerarían que si él protegía a aquel
muchacho era porque había algo más entre los dos jóvenes de lo que se había podido
sospechar. Así que, para no cansarlo, simplemente le dijo que, en cuanto se sintiera con
fuerzas, pasara por su oficina porque le tenía algo reservado.
Simbad con su mejor y más desmayada voz agradeció a Gilberto que tuviera esa
consideración con él, pero, aseguró, sentirse totalmente anonadado por la noticia de la
desaparición de Hortensia. Pero antes de que su comentario pudiera parecer un rechazo
del ofrecimiento, aseguró que en cuanto se sintiera con fuerzas, y esperaba que fuera
pronto, iría a entrevistarse con él.
Dejó pasar días en cantidad suficiente para no parecer ansioso y una mañana se
dirigió a la naviera. Gilberto lo recibió en su enorme despacho y le comunicó que estaba
queriendo ampliar su negocio y establecer una sucursal en un lejano país, más allá del
océano. Para ello necesitaba a alguien de confianza y si él había merecido el afecto de
su adorada sobrina, este dato resultaba suficientemente elocuente como para confirmar
que era alguien de fiar. Pues si Hortensia era una muchacha sin experiencia de la vida,
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no obstante era una mujer muy intuitiva y debía haber visto en él altas cualidades que
sin duda lo avalaban como persona a la que confiar una empresa como la que se
proponía. Sin embargo, añadió Gilberto, no era cuestión de precipitarse. El negocio de
ultramar era muy arriesgado y Simbad no poseía la suficiente experiencia como para
encargarse de ello sin antes haber adquirido un conocimiento en profundidad de los
riesgos y las ventajas. Por eso, le ofrecía un puesto en su actual sede, muy bien
remunerado, para que fuera conociendo a clientes, los distintos tipos de mercancías, los
mercados y otros pormenores que garantizaran el futuro éxito de la encomienda.
Gilberto ni siquiera nombró a David ni el paradero de la nueva nave que había
fletado con su socio Isaías. Tampoco mencionó que, en realidad, lo que quería era que
alguien abriera el camino para su único hijo, un muchacho débil, astuto y poco
trabajador, pero muy ambicioso, que acababa de contraer un matrimonio poco
conveniente con una muchacha sin fortuna. El padre quería alejar al muchacho y a su
esposa de la ciudad, pero no se atrevía a ponerlo al frente de ninguna cuestión sin que
alguien antes le hubiera abierto el camino y se lo hubiera despejado de dificultades.
Cuando el negocio estuviera en marcha y si funcionaba bien, entonces lo pondría en
manos de su hijo y ya buscaría qué hacer con Simbad. Por otra parte, pensaba Gilberto,
entre el buen sueldo que le iba a pagar mientras se hacía con los entresijos del negocio
y, luego, con lo que su astucia le permitiera amasar una vez en ultramar, ya habría
compensado suficientemente al enamorado de su desdichada sobrina y este podría
incluso establecerse por su cuenta, si es que era capaz de hacerlo. Su responsabilidad
hacia él habría llegado a su fin y habría acallado de paso las murmuraciones acerca de
su sobrina.
Simbad, no sabía qué decir. No era nada de lo que él esperaba. Pero tampoco era
una opción desechable ya que en aquel momento y aunque conservaba parte de los
bienes conseguidos en su travesía como ayudante de Abraham, le convenía tener alguna
ocupación y el salario prometido era bastante tentador.
Simbad ladeó la cabeza, se ajustó los lentes sobre su breve nariz y agradeció el
gesto de Gilberto y la oportunidad que le brindaba, aceptándola como un regalo del
cielo. Esto fue lo que dijo. Se comprometió a estar en la oficina que le habían asignado
a primera hora del lunes siguiente.
Salió Simbad de la naviera, se fue a su cuartucho y empezó a cavilar acerca de lo
que sería más conveniente hacer, antes de incorporarse a su nuevo puesto. La primera
decisión que tomó fue hacer recuento de sus haberes. Con ellos, podía y debía, se dijo,
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adquirir más atuendos que lo confirmaran como un hombre de mar. Mejor aún, como un
sabio hombre de mar. Así que fue al sastre y encargó un par de levitas más, dos pares de
calzas, tres camisas sin cuello y dos chalinas, idénticas a las que le había obsequiado en
su día el padre de Hortensia. Fue a ver a un agente y le pidió que le buscara una casa
modesta, pero suficientemente digna de alguien que iba a ser un empleado de alto rango
en la naviera. El agente le mostró varios edificios y Simbad se decidió por el más
modesto de ellos. A continuación y con las llaves de su vivienda en el bolsillo, se
dedicó a buscar en chamarileros, almonedas, serrerías y otros lugares el ajuar necesario
y con su habilidad manual se dedicó a construirse una mesa de despacho, un sillón
adecuado, unas estanterías y otros pequeños accesorios, así como una cama sencilla, una
escueta mesa de comer y todo lo completó con unas cortinas de segunda mano, alguna
lámpara usada y una alfombra bastante raída.
Desde su cuartucho de alquiler hizo trasladar todos sus libros y mapas y pronto
la casa adquirió un aspecto más acogedor. A Simbad le gustaban las plantas y sembró la
casa de pequeñas macetas que cuidaba con dedicación. De ese modo resultó un espacio
confortable pero extraño para un hombre solo. Había algo de femenino en la disposición
que eligió para sus cachivaches. Los colores claros, los tonos pastel y las plantas le
daban a la casa el aire de ser la de una vieja solterona. No obstante, todo era pulcro y de
buen gusto. Simbad buscó a una sirvienta que fuera de vez en cuando a mantener el
orden y el aseo, que le planchara sus camisas sin cuello y sus chalinas, aunque él mismo
se hacía la comida. Por eso, dos veces por semana, se le veía deambular por el mercado
y hacer su propia compra de víveres, lo que no dejaba de ser una excentricidad sin
precedentes.
Algunas almas bienintencionadas pensaron que puesto que su prometida había
fallecido, él no era capaz de comer lo que otras manos de mujer pudieran cocinar. En
esa época, los folletines y las novelas con muertes súbitas y enamorados desgarrados
por el dolor estaban muy de moda y eso favorecía que aquellos que habían murmurado
acerca de Hortensia y de sus largas jornadas junto al enfermo, ahora lo vieran a él como
uno de los héroes de esas historias, maltrecho de amor y soledad por la muerte de su
novia. Su costumbre de pasar largos ratos en el templo confirmo a los observadores de
que iba allí a rezar por su amada y a implorar el consuelo divino. A los oídos de Simbad
llegaron estos comentarios y él se encargó de alimentarlos, pues consideraba que a
Gilberto le gustaría saber que él era un doliente enamorado, sumido en la tristeza.
Sopesó la conveniencia de mantener esta actitud y decidió que era muy adecuada a sus
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intereses. De manera que entre las cosas que adquirió en una almoneda no faltó un
jarrón delicado que llenó de flores y depositó en la tumba de Hortensia. Periódicamente
se encargaba de renovar las flores que, casi siempre, eran hortensias azules.
De este modo, Simbad sumó a su figura de sabio hombre de mar, la de
enamorado añorante, devoto y solitario. Con este talante, se encaminó a su nuevo
trabajo y así como era muy hábil con las manos para construir toda clase de muebles,
resultó ser también bastante eficaz en su nuevo empleo. Pronto aprendió todos los
trucos del oficio. Con ello, además de estar bien considerado, hizo ganar mucho dinero
a su amo, quien empezó a pensar que había acertado plenamente ofreciéndole el trabajo,
aunque una sombra de duda le quedaba en el fondo de su corazón, pues él lo que quería
era que aquel sirviera de ariete para que la plaza, finalmente, fuera conquistada por el
inútil, pero ambicioso, de su hijo.
Gilberto tenía además otra preocupación añadida. Su nuera, Pamela, era una
mujer ignorante. Procedía de una familia muy modesta y no había recibido ninguna
formación. Su esposo, Jerónimo, intentaba tapar su zafiedad y su ignorancia vistiéndola
como a una princesa y regalándole toda clase de joyas que ella lucía a tiempo y a
destiempo. Una peluquera particular acudía todos los días a peinarla, a hacerle la
manicura y a maquillarla. Le buscó una doncella que más bien resultara una señora de
compañía. Se trataba de una viuda que había vivido mejores épocas, pero que, al
enviudar de un comerciante que había tenido la mala fortuna de arruinarse, tuvo que
buscar un empleo, forzada por la necesidad. Era una mujer de mediana edad, cultivada y
de buen gusto que enseñaba a su señora con delicadeza y tacto a comportarse en la
mesa, en sociedad y a elegir sus ropas con cuidado para no resultar una nueva rica. Esto
último la mujer lo conseguía con dificultad, porque Pamela era amante de los grandes
escotes, los colores chillones y los excesos en los adornos. Gilberto se preguntaba si
aquella mujer advenediza alguna vez aprendería a comportarse y sería una buena
compañera para que su hijo llegara a ser un hombre de negocios admirado y respetado.
Temía que lo pusiera en evidencia en cualquier momento o que, incluso, llegara a
estropearle algún trato favorable y beneficioso. Por eso, cada vez estaba más empeñado
en que Simbad fuera el que abriera aquel nuevo enclave para su comercio, lo
consolidara y sólo entonces, su hijo se hiciera cargo de ello.
Simbad, por su natural desconfiado, empezó a recelar de las intenciones de
Gilberto para con él, pero convencido de su propia valía pensaba que podría convencer
al padre de que era imprescindible porque dominaba los asuntos y hacía buen papel. No
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cayó en la cuenta de que un hijo es siempre un hijo y nadie puede suplantarlo en la
devoción de su padre.
Al cabo de un par de años, Simbad había demostrado sobradamente su valía.
Todo el mundo lo tenía por un hombre ejemplar tanto en su trabajo como en su
fidelidad a la memoria de Hortensia. Aunque era un hombre solitario, escurridizo y de
genio pronto e impertinente, todo el mundo lo trataba con respeto e incluso con afecto.
Muchos le pedían consejo y arriesgaban su dinero en las empresas que él proponía. Las
jóvenes solteras y las no tan jóvenes lo miraban con buenos ojos y se hacían las
encontradizas con él, por si conseguían arrebatarlo a su melancolía.
Incluso la frívola Pamela, que no tenía nada mejor que hacer que acicalarse y
pasear en su carruaje en las mañanas soleadas, empezó a interesarse por aquel hombre
alto y misterioso que trabajaba para su suegro y su marido. Para granjearse su amistad y
simpatía, se empeñó en que se le invitara al menos una vez al mes a cenar y a pasar la
velada entre sus amistades más cercanas y selectas. Simbad, que en el fondo de su
corazón se parecía a Pamela, pues a lo que aspiraba era a ser considerado entre las
gentes notables de la ciudad, aceptó aquellas invitaciones con secreto gusto, pero,
considerando que era conveniente no mostrarse excesivamente halagado, no siempre
acudía a las veladas, argumentando su mucho trabajo y cansancio.
Esto despertaba más el interés de Pamela quien, teniéndolo por hombre
ilustrado, empezó a leer y a informarse, siguiendo los consejos de su dama de compañía
y doncella, para poder tener conversaciones filosóficas, decía ella, con Simbad. En
cuanto tenía ocasión, le citaba el último libro publicado, la última pieza musical editada
o recababa su opinión sobre el último ensayo de algún sesudo pensador. Simbad que era
bastante ignorante en estos terrenos comprendió que aquel podía ser un camino
interesante para estrechar sus lazos con su amo y protector y también con el marido de
Pamela. Pronto descubrió que Jerónimo tenía aventuras en toda la ciudad y que estaba
harto de su zafia esposa y consideró que si la entretenía, el marido, agradecido, podría
dedicarse a sus aficiones sin que ella le echara de menos y él obtendría alguna
compensación.
Las conversaciones entre Pamela y Simbad fueron girando de las cuestiones de
moda en el campo de la literatura, la música o el pensamiento, hacia otras más
personales que tocaban más al fondo del alma. Ella supo que Simbad seguía con su
costumbre de pasear cerca del mar, ya fuera por la playa o por los acantilados, a muy
primeras horas de la mañana, antes de acudir a su despacho en la naviera. Decidió que,
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ya que su marido no regresaba algunas noches a dormir en su cama, bien podía ella
levantarse pronto y hacerse la encontradiza con Simbad a lo largo de aquellos paseos.
De este modo casi se convirtió en una costumbre que Simbad y Pamela se
encontraran al borde del mar y prolongaran sus paseos hasta la hora en que él debía
incorporarse a su trabajo. Él no era muy conversador y más bien se dedicaba a mirar de
soslayo al mar con aquella mirada suya retadora. Por lo tanto, iniciar algún tema
correspondía a Pamela. Como esta a pesar de sus últimas lecturas no era una mujer
ilustrada, ni tampoco estaba dotada de ingenio natural, una vez que hubo agotado
señalar a las gaviotas o lo altas que eran este o aquel día las espumas de las olas,
empezó a aburrirse de sus paseos con Simbad. Sin embargo, como astuta que era halló,
finalmente, un tema importante y que podía captar la atención de su compañero de
paseos.
Una de aquellas mañanas apareció como la mujer más afligida del mundo. Había
descubierto que su marido le era infiel, pero no se atrevía a denunciarlo ni a enfrentarlo
con ello, porque Jerónimo, según afirmó, era de carácter sumamente violento, poseía
una gran capacidad dialéctica y podría incluso llegar a acusarla a ella de lo mismo,
dándole la vuelta a sus argumentos. Declaró sentirse deprimida y aterrada al mismo
tiempo.
Simbad la escuchaba con la mente en sus intereses, pero tuvo un chispazo de
inspiración y le contestó a Pamela que aquello eran tonterías. Su marido era un hombre
muy trabajador y ocupado. Muchas veces, en sus negociaciones con clientes, se veía
obligado a agasajarlos invitándolos a lugares de ocio o a restaurantes. Otras, se quedaba
en la oficina hasta altas horas de la noche resolviendo expedientes y por eso no
regresaba a casa y él lo sabía bien porque trabajaba en un despacho frontero al suyo. Lo
que a ella le ocurría, sentenció Simbad, era que estaba muy desocupada y por eso su
mente podía entretenerse en aquellas fantasías. Era normal que, si llegaba a acusar a su
marido de descuidarla, cuando la proveía de toda clase de caprichos, de una dama de
compañía y la agasajaba con hermosas joyas, montara en cólera por lo injusto del
reproche. Por lo tanto, añadió, ya que ella se había convertido en una mujer rica y
poderosa, con influencia sobre otras damas de la ciudad, lo que debía era emplear sus
talentos en favorecer a los que no habían sido tan afortunados como ella. De este modo
estaba introduciendo en su conciencia un cierto remordimiento pues ella procedía de
aquellas clases desfavorecidas, aunque había hecho todo tipo de esfuerzos por olvidarlo
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y esconderlo, caso de que se llegara a notar, bajo sus lujosos vestidos y su porte
majestuoso.
Pamela, cogida por sorpresa y sin ser consciente de que el comentario de Simbad
le había hecho mella en lo más profundo, le preguntó qué podría hacer, pues era posible
que tuviera razón, ya que era cierto que muchas veces se sentía hastiada y aburrida de
no hacer nada. Simbad le trazó todo un plan. Le sugirió que convocara a otras damas a
una merienda y que, una vez reunidas, les informara de su interés por los necesitados,
pidiéndole a ellas, que tenían más experiencia, que aportaran ideas de cómo ayudar a la
pobre gente que sin duda existía en la ciudad.
Con el compromiso por parte de Pamela de poner todo su empeño en aquel
consejo tan acertado, se despidieron aquella mañana. Simbad, se rió para sus adentros
de su ingenuidad y simpleza y se encaminó a la naviera. Al entrar en su despacho se
cruzó con Jerónimo y le dedicó una gran sonrisa como nunca había sido vista en la boca
de Simbad, lo que dejó al hijo del amo más bien perplejo. Sin embargo, pronto olvidó el
incidente. Simbad mientras entraba en su despacho, aún conservaba la irónica sonrisa en
su boca. De sus pensamientos de aquella ocasión no hay conocimiento, pues él nunca
los expresó, pero se puede deducir que se sentía dueño de la situación y se convenció de
que el cielo obraba a su favor.
Pocos días después, para sorpresa de su marido y suegro, Pamela convocó a
merendar a las más notables esposas de comerciantes y gente adinerada de la ciudad. No
se sabe tampoco qué se habló en aquella reunión, porque ella no se lo contó a ninguno
de los hombres de la casa. Tampoco salió a pasear al día siguiente a la orilla del mar,
por lo que Simbad tampoco fue informado de lo que se proponía. En lugar de sus largos
paseos, tomó su carruaje y acompañada de otra señora y de su dama de compañía fue a
visitar el Hospicio, el Asilo de ancianos y varias escuelas de los suburbios.
A partir de aquel momento, sus idas y venidas se multiplicaron, desarrolló una
actividad inusual en ella y, finalmente, una noche, en medio de una cena de aquellas a
las que asistía Simbad, comunicó que había organizado una reunión en el Casino del
balneario a beneficio de los niños del orfanato. Todos se sorprendieron grandemente.
Ella hizo un cerrado alegato acerca de que debían compartir sus riquezas con los pobres
y proveerlos de educación, cuidar de su salud y que para eso eran necesarios fondos. Así
que se había propuesto que se tratara de una cena de gran gala y que cada comensal
aportara una cantidad astronómica por el cubierto. Por supuesto habría baile y una
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subasta de piezas importantes que ella misma había adquirido, auxiliada por una amiga
suya muy entendida en pintura y en arte en general.
Gilberto intentó decir algo, pues sospechó de inmediato que todo aquello le iba a
salir carísimo, pero se quedó mudo cuando vio a su hijo levantar su copa y soltar un
encendido discurso acerca de los muchos valores que su mujercita poseía, de lo sensible
de su corazón y de su generosidad. Ante aquello no pudo argumentar sin hacer el papel
de suegro tacaño y además de persona insensible a las penurias de los demás. Simbad
también alzó su copa y con una sonrisa en los labios brindó por Pamela, mirándola
directamente a los ojos por primera vez. Esta se sintió satisfecha, más por este mudo
brindis que por el discurso de su marido y empezó a fantasear a partir de aquel día con
el hecho de que era ella y no otra la que había conseguido cautivar el melancólico
corazón de Simbad.
Los días pasaron y los meses detrás. Pamela se entregó en cuerpo y alma a la
tarea de recaudar fondos por los medios más peregrinos. Tras el éxito de la cena, en la
que se recaudó bastante dinero, pero no tanto como el que ella había invertido, convocó
una subasta de sus vestidos más lujosos, lo que la obligó a volver a la modista
inmediatamente a reponer su armario. En esta ocasión, también se recaudó una buena
suma, pero algo menor de lo que ella pagó, días después, por su nuevo vestuario.
Simbad estaba en sus glorias, se había sacado de encima a aquella compañera
importuna en sus paseos matinales. Los dispendios de Pamela tenían de muy mal humor
a Gilberto que no veía el modo de atajarlos. Por su parte, Jerónimo estaba encantado
porque, aunque su esposa dilapidaba el dinero a manos llenas, no le venía con quejas
por su ausencia y su falta de atención. Además, la relación de su mujer con las señoras
ricas de la ciudad, esposas de competidores y otros comerciantes, le había otorgado la
consideración de filántropo y le hacía aparecer como más rico de lo que en verdad era.
Simbad se relamía de gusto pensando que aquello tendría que estallar en cualquier
momento y que la balanza se inclinaría de su lado, pues mientras aquella insensata se
gastaba el dinero a manos llenas y su esposo se pavoneaba de su generosidad y se
dedicaba a sus citas galantes con mayor asiduidad si cabía, Gilberto enflaquecía de ira.
Simbad se esforzó más y más en los negocios y consiguió para la compañía unos
excelentes contratos que compensaron en buena medida las pérdidas causadas por la
desmedida atención a los pobres. Simbad, en el fondo, se había hecho la idea, que no
quería ni siquiera formular, de que el padre se hartaría de todo aquello, estallaría,
mandaría a su hijo a las Indias y lo pondría a él como segundo de la empresa.
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Sin embargo, Gilberto amaba a su hijo, cosa con la que no contaba Simbad e
hizo justo lo contrario. Consideró que era llegada la hora de que Simbad iniciara la
aventura de abrir una naviera en aquellas lejanas tierras, pues con la pericia que había
adquirido, en menos de un año, podría enviar allá a su hijo a hacerse cargo y con él se
iría su dadivosa esposa. Así lo hizo. Quince días después, Simbad embarcaba, como
pasajero en una de las naves de su protector, para iniciar aquel arriesgado proyecto.
32
4 Simbad llega a las Indias occidentales
Cuando Simbad se embarcó como simple pasajero en la nave de su protector, tuvo que
agarrarse bien a la escala de cuerda para no perder pie y caer a las sucias aguas del
puerto. El barco asignado para aquella travesía era precisamente el que comandaba
David y que Isaías y Gilberto habían fletado como socios. El corazón le ardía de ira.
Estaba a las órdenes, aunque no directas, de aquel estúpido muchacho. Como todo el
mundo sabe, el capitán de un barco es el rey en él y por mucha categoría que tenga el
pasaje siempre está subordinado a las decisiones del capitán. Este, sin ser consciente del
odio que Simbad sentía por él, para colmo, lo trataba con gran deferencia, lo invitaba
cada noche a cenar a su camarote y se empeñaba en alabarle por sus conocimientos de
náutica, pidiéndole consejo.
Aquella travesía fue una prueba de fuego para Simbad. Con gusto habría
arrojado a David por la borda en alta mar y se habría adueñado del barco. Sin embargo,
supo refrenar sus impulsos y mostrar cierta condescendencia para con el capitán. Se
decía que ya llegaría su hora. Practicó la sana virtud de la paciencia como el tigre que
permanece como una estatua esperando que la gacela esté al alcance de sus garras. Toda
aquella tensión, no obstante, le producía con frecuencia un terrible dolor en el pecho.
Sus ojos de párpados caídos se entrecerraban más cada día, su larga barba y sus cabellos
le daban un aire fantasmal y sus largas y blancas manos volvían a parecer las de un
cadáver.
No podía reconocer que estaba enfermo de odio y rabia. No podía reconocer que
su mal aspecto respondía a la enfermedad de la frustración y la envidia. Todos hubieran
pensado que era víctima del mal del mar y esto no lo podía permitir si es que llegaba la
hora, como seguro así sería, en que él pudiera pilotar un buque.
Adujo que para él aquella travesía no era un viaje de recreo, que tenía que trazar
su plan de negocio y considerar muchas cuestiones. También tenía que estudiar las
características geográficas y de la población a donde se dirigían. Con este agotador
programa se encerraba horas y horas en su propio camarote y pedía que le llevaran allá
las comidas y las cenas. De este modo, la mayoría de los días conseguía esquivar a
David y verdaderamente trazar una estrategia para librarse de él y para lanzar cuanto
antes la empresa que se le había encomendado.
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Empezó a imaginar que si la sacaba adelante en un corto tiempo, ganaría mucho
dinero y tal vez él mismo podría poner en funcionamiento su propia naviera. Nadie
entonces le negaría el privilegio de conducir una de sus propias naves. Habría cumplido
sobradamente con su protector y podría ser independiente.
Durante todo el tiempo en que trabajó para Gilberto y hasta el preciso instante en
que decidió encerrarse en su camarote camino de las Indias occidentales, Simbad no
había vuelto a acordarse de Abraham. Pero allí, a solas y sumido en sus cavilaciones, le
vino de repente a la memoria el viejo segundo de a bordo y lamentó haber descuidado
su amistad. No es que sintiera añoranza de aquel anciano sentencioso, pero no le
quedaba más remedio que reconocer que era un hombre intuitivo, que además le había
ayudado y que de su mano había llegado a donde estaba ahora, lo que no dejaba de ser
un buen lugar. Lamentó sobre todo no haber pensado en él, porque consideró que
alguien con su experiencia podría haberle sido de mucha utilidad en aquel mundo
desconocido al que se encaminaba. Bueno, pensó, quizá pueda traerlo, una vez que esté
instalado allá. Aunque también pensó que Abraham había sido un ingenuo al creer que
Gilberto o Isaías le nombrarían piloto de la nueva nave de inmediato. Así que aquel
primer pensamiento amable y favorable a la compañía de Abraham pronto quedó en el
fondo de su endurecido corazón.
En aquella época, atravesar un océano era una empresa difícil y las rutas de
navegación procuraban ir tocando las islas que encontraban aunque eso supusiera viajar
en zigzag. Así, tras un mes de navegación, hicieron alto en un archipiélago cuya isla
principal poseía una rada natural al abrigo de los vientos. El clima de aquellas islas era
muy diferente al de su tierra natal y Simbad, por primera vez en esta su segunda
travesía, se decidió a bajar a tierra.
Cerca del puerto había un colorido mercado en donde el barco se aprovisionó.
Simbad acompañó al capitán que le había invitado a escoger las viandas para su mesa.
Distraídamente Simbad asentía a las sugerencias de David pues en verdad le daba lo
mismo comer una cosa que otra. A pesar de haber frecuentado casas notables en donde
se degustaban platos delicados, lo cierto es que el paladar de Simbad era bastante
insensible. Comía porque había que comer, eso sí siempre con avidez, pero no gozaba
con una buena carne o un buen pescado, ni siquiera disfrutaba de un vino generoso o
bien curado. Todo lo engullía con cierta ferocidad y mostrando sus oscuros dientes en
punta. De repente, cuando David estaba seleccionando unos mariscos que le parecieron
apetitosos, la mirada de Simbad recayó en el puesto de al lado en donde estaba expuesta
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una variopinta colección de máscaras. Se apartó del puesto de pescado y fue, como
atraído por una fuerza más poderosa que él, hacia las máscaras. Las contempló con
interés. Muchas de ellas eran cabezas de animales conocidos, pero estaban decoradas
con colores inverosímiles, otras eran más realistas y otras, en fin, representaban
animales fabulosos. Con mano temblorosa cogió una de aquellas máscaras que parecía
representar un antílope de largos, retorcidos y agudos cuernos, pero estaba toda pintada
de un fuerte color yema y unas rayas rojas marcaban las volutas de los cuernos. Los ojos
del animal eran redondos, con el iris negro y la pupila era un orificio practicado en la
blanda madera con que estaba confeccionada. Se la puso sobre la cara y miró a través de
los orificios de los ojos. Vio entonces la sonrisa del vendedor y se dio cuenta de que le
estaba hablando de los significados de aquellas máscaras, que pertenecían a rituales
mágicos de los habitantes de las islas. Simbad no prestó mucha atención al relato,
escogió varias máscaras que representaban caballos verdes, tortugas azules con una
extraña sonrisa o una especie de mono de colorido bastante parecido al que podría tener
el original, pero que miraba con los ojos entrecerrados, aunque también tenía sendos
orificios como pupilas. Cargó con aquellas máscaras, pagó el precio que le pedían sin
rechistar y añadió una cabeza de león con una melena morada, que el vendedor se
empeñó en regalarle. Probablemente el hombre aquel nunca había conseguido colocar
tanta de su mercancía a un solo cliente.
Cargado con su tesoro recién adquirido y ante la mirada extrañada de David,
Simbad regresó a la nave y no manifestó ningún deseo de volver a bajar a tierra en los
tres días que permanecieron allí aprovisionándose.
En las siguientes escalas, como si se tratara de un ritual aprendido, Simbad
descendía a los puertos, buscaba por los mercados a algún vendedor de máscaras,
cargaba con algunas de ellas, como si llevara a un niño amado en los brazos y regresaba
sin dar explicaciones al barco. A la cuarta escala, el camarote de Simbad estaba poblado
de una extraña fauna de todos los colores que colgaba improvisadamente de los tablones
de caoba reluciente.
David no se atrevió a preguntarle por qué sentía esa pasión por las máscaras.
Posiblemente ni el mismo Simbad hubiera podido darle una explicación coherente
acerca de las razones de aquella extraña colección. Lo cierto es que cuando llegaron a
destino, después de dos meses y medio de travesía, Simbad había reunido más de
cincuenta de aquellas abigarradas caricaturas de los más variados animales.
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Al arribar al puerto de destino, Simbad buscó alojamiento, contratando una
casita algo apartada del centro de la pequeña ciudad, mientras que David alquilaba un
cuarto en la única posada decente de la zona. Los días siguientes y por espacio de más
de dos semanas, Simbad se dedicó a buscar un local que pudiera albergar la primera
oficina de la naviera. Lo encontró entre dos almacenes del puerto y allí mandó colgar un
ostentoso cartel con el nombre de la compañía. Contrató a un escribiente, compró varios
muebles que le dieran el aire de un verdadero establecimiento naviero y se dedicó a
pasear por la ciudad para recabar informes que confirmaran lo que había leído en los
libros.
Efectivamente, el puerto al que habían arribado era en realidad la
desembocadura de un inmenso río, rodeado de una tupida selva y que era la única vía de
comunicación con el interior del país que, según sus informantes y los libros que había
leído, era inmenso y poco poblado, lleno de riquezas en oro, plata, tejidos y frutas
exóticas que se podían adquirir por un precio irrisorio a los indígenas que habitaban en
las orillas.
Simbad tuvo claro que lo que debía conseguir era una embarcación adecuada
para remontar el río. La nave que pilotaba David no era adecuada para aquellas aguas,
pues, a pesar de la anchura y profundidad del río, no tenía suficiente calado y sobre todo
no había puertos donde la nave pudiera embarcar mercancías. Comunicó a David su
decisión y aprovechando los conocimientos de este encargó una ancha barcaza de quilla
muy plana que David pudiera pilotar río arriba en busca de las ansiadas mercancías.
Mientras, él trataría en la ciudad de establecer contactos con comerciantes de la zona a
los que abastecer de otras mercancías procedentes de su país.
Cuando la barcaza estuvo convenientemente aparejada, David partió hacia las
profundidades de la selva, siguiendo la cinta verdosa del río, y se llevó consigo a unos
cuantos hombres de su tripulación. Pasaron un par de meses en que no hubo señales de
vida de David. No existía ninguna forma de comunicar con él y las noticias que los
pequeños conductores de lanchas o esquifes traían no eran suficientemente claras ni
reveladoras. Por fin, un día, un hombre pequeñito, moreno por el sol y tostado por su
larga permanencia en aquellas tierras, pero de origen europeo, se presentó en las
oficinas de Simbad. Traía noticias del capitán David. Este había conseguido cargar la
barcaza con toda clase de cosas interesantes a un precio mínimo, pero había comido
algo en mal estado y se encontraba con fiebre en uno de los poblados más lejanos.
Mandaba decirle a su patrón, así había llamado a Simbad al darle el recado a aquel
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hombrecillo, que, en cuanto se sintiera un poco mejor, regresaría con la barcaza. Tres
semanas después, la barcaza llegó a la desembocadura. David seguía comido por las
fiebres y no parecía el mismo arrogante muchacho que había salido con honores de la
academia naval. Sus ojos dulces se habían vuelto saltones, su pelo, antes rubio y
brillante, aparecía raído y ralo, sus mejillas hundidas y un temblor espasmódico, que le
recorría todo el cuerpo y le agitaba a cada instante, daban noticia de que su enfermedad
no sólo no había remitido, sino que se encontraba en una fase crítica.
Aún en aquel estado, el buen muchacho, no quería defraudar a su patrón y no
quería echar a perder las mercancías. Simbad buscó al médico de la ciudad que resultó
ser un ignorante que sólo sabía aplicar remedios medievales. Aún así, le dio unas
cuantas hierbas cocidas y algunas friegas con ungüentos de olor pestilente y David
pareció mejorar. Una vez medio restablecido, embarcó en la preciosa nave con todo lo
que había adquirido en el río, más un contrato voluminoso para importar una cantidad
importante de mercancías que no existían en aquel lugar.
Simbad, entonces y convencido del éxito de aquella primera operación, se
dedicó a construir un gran edificio con almacenes, bodegas y oficinas, esperando el
regreso de la nave. Seis meses después, efectivamente la nave regresó. En ella llegaba
una carta muy elogiosa de Gilberto por su buena labor, un premio en metálico muy
considerable y le comunicaba que siguiera haciendo aquel mismo tipo de operaciones,
porque él estaba dispuesto a fletar otros dos barcos más, de modo que hubiera una ruta
estable que no se demorara tanto tiempo.
Cuando preguntó al grumete que había traído la misiva dónde estaba el capitán
David, el muchacho, con una falta de delicadeza total, le replicó que en el fondo del
mar. Efectivamente, David había sucumbido a las fiebres y había sido echado al mar,
según la costumbre. En su lugar, el segundo de abordo tomó el mando e hizo arribar la
nave con bien a su destino, por lo que Gilberto lo había nombrado comandante del
navío en esta segunda travesía. Se llamaba Patricio y era también un joven salido de la
academia naval, al que a penas había prestado atención Simbad, a pesar de haber pasado
varios meses de navegación junto a él. Esta fue una noticia terrible para Simbad, no
tanto por la muerte del infeliz David, a quien no tenía ninguna simpatía y por el que
sentía más bien odio y envidia, sino porque, por segunda vez, alguien le arrebataba el
mando de aquella nave.
El nuevo capitán llegó y se hizo cargo de depositar las mercancías en los
almacenes y un sombrío Simbad lo recibió. Patricio pensó que estaba afectado por la
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muerte de aquel que sin duda había sido su amigo y colaborador y por eso excusó que
Simbad se despidiera con un simple apretón de manos y se fuera a su casa sin casi
dirigirle la palabra. Sabía de la fama de retraído de Simbad, de su melancolía y de las
desgracias personales que le habían acaecido, al perder a su hermosa prometida, por eso
el muchacho se dedicó a su tarea y no quiso hacer ninguna pregunta.
Simbad se fue a su casa como alma que lleva el diablo y se encerró en su salita
decorada con las cincuenta burlonas máscaras. Fijó la vista en la máscara del león de
melena morada y consideró que aquella máscara reflejaba perfectamente su estado de
ánimo. A partir de aquel momento, además de su aire de sabio hombre de mar, de
atormentado enamorado, Simbad adoptó el andar felino de un león y sus cabellos
empezaron a tomar un tinte violáceo. Para completar la imagen, en un zapatero de la
zona, se hizo fabricar una amplia colección de botas que, al tener la suela de una goma
especial que destilaban algunos árboles autóctonos, amortiguaban el ruido de sus
pisadas. Así siempre sobresaltaba a sus empleados apareciendo como por ensalmo en
medio de ellos.
Pronto descubrió la utilidad de aquellas silenciosas suelas. Podía acercarse sin
ser oído y escuchar las conversaciones de los que le rodeaban. Consideró que el león
morado le había servido de inspiración y, a partir de aquel momento, sus máscaras se
convirtieron en su más perfecta compañía, en sus consultoras y en sus musas. Con el
tiempo, fue adoptando de cada una de ellas el rasgo que le parecía más sobresaliente,
incluida la extraña sonrisa de la tortuga azul, y lo usaba según conveniencia, siempre
sacando partido de ello. De tal modo que parecía, aunque nadie lo sabía más que él, que
llevaba la propia máscara sobre su cara. Sus gestos eran los que correspondían con la
que portaba y que era la adecuada, según su criterio, dependiendo del interlocutor. Así
podía comportarse como un tímido ciervo, como un zorro astuto, como una serpiente
manipuladora o como un inocente pajarillo de pico dorado, como el sabio búho o como
la cabra saltarina y juguetona.
Cuando Simbad consiguió despachar todos los encargos y repartir las
mercancías, consideró que lo oportuno era que Patricio se encargara de regresar río
arriba con la barcaza y volver a cargarla de todo lo que hallara. Sin embargo, una idea
brillante cruzó por su cerebro. Podría construir más barcazas, ya que Gilberto pensaba
establecer una ruta permanente. Convenía, pues, que los almacenes estuvieran a rebosar.
Al instante se le planteó la cuestión. Cómo pilotar dos o tres barcazas a un
tiempo. Bien, podría comenzar con otra más y ser él mismo el propio capitán de la
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nueva embarcación. No sería más que una travesía fluvial, pero al menos sería él el
comandante de la nave. Un nuevo inconveniente le asaltó. Qué tripulación podía llevar.
Si Patricio llevaba la otra barcaza, se llevaría a parte de la tripulación. El resto debía
quedarse cuidando la nave en el puerto, de dónde iba él a sacar más marineros con
experiencia. Se acordó del hombrecillo tostado por el sol y pensó que con él, para las
faenas duras, y un cocinero sería suficiente para remontar el río. Llamó al hombrecillo y
este se sintió honradísimo con la distinción de ser el segundo de abordo, aunque luego
no hubiera nadie más a quien mandar.
A partir de ese momento, el hombrecillo, con el pomposo nombre de Ramiro,
que hubiera convenido más a alguien de noble cuna, se convirtió en la sombra de
Simbad. Componían una extraña pareja. El uno alto, con su oscuro atuendo y la melena
de suave tono violáceo, y el otro, pequeñito, atezado, casi calvo y con los ojos de un
azul profundo y muy redondos. Ambos, en compañía, se dedicaron a buscar un cocinero
para la barcaza, y por más que prometieron un sueldo inigualable, ninguno de los
posibles candidatos se avino. Es posible que todos aquellos a los que intentaron captar,
vieran algo que les producía cierta desconfianza en la extraña pareja. También es
probable que pensaran que, con una tripulación tan menguada, les tocaría hacer más de
un oficio y entonces el sueldo prometido sería más bien exiguo.
Una noche en que Simbad y su compañero Ramiro, agotados de dar vueltas por
la ciudad recalaron en una de las tabernas del puerto, tuvieron una inspiración común.
La mujer que les servía, al tiempo cocinera y camarera, fue objeto de su interés.
Decidieron repetir del estofado más bien chamuscado y ponderárselo como si fuera un
plato exquisito. La mujer les sonrió, agitando su papada al hablar. La sonsacaron y
supieron que era una viuda sin hijos, que, al morir su marido quien aunque no le hubiera
sido de mucho provecho al menos le había evitado salir de casa a buscarse la vida, se
vio obligada a servir en aquella cochambrosa taberna. Estaba bastante harta del trato que
recibía, pues la explotaban y no consideraban que fuera una buena cocinera. Simbad y
Ramiro, el uno disfrazado con la máscara de la serpiente manipuladora y el otro con su
natural disposición a ser adulador, compusieron, esta vez sí, la perfecta pareja para
engatusar a la mujer, a dúo cantaron el sueldo que le iban a pagar y la convencieron sin
mucho esfuerzo.
Así, la viuda, cuyos conocimientos de cocina se reducían a unos cuantos platos
más bien corrientes que siempre tenía la habilidad de ahumar, completó la tripulación de
la barcaza.
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Simbad, Ramiro y su flamante cocinera de nombre Flavia, se embarcaron dos
días después, con bastantes provisiones como para dar de comer a un regimiento. La
barcaza, con aquel peso, se movía lentamente y hundía su plana quilla, hasta casi la
línea de flotación. Maniobrar con aquella nave sobrecargada era una cuestión que
demandaba suma pericia, pues el río, aunque ancho, profundo y de apariencia mansa,
tenía poderosas corrientes de fondo. Como además, navegaban remontándolo, la
tendencia de la barcaza era apropiarse de la corriente y desandar el camino, en cuanto se
descuidaban.
Simbad y Ramiro discutían con frecuencia. El primero argumentaba con las
teorías, aprendidas de memoria, de sus libros, el otro, iletrado y marinero raso,
argumentaba con toda su magnificada experiencia. Lo cierto es que componían una
tripulación grotesca, ineficaz e insuficiente.
A las horas de las comidas, los guisos con sabor a quemado de la cocinera Flavia
irritaban el paladar del hombrecillo, que resultó demasiado exigente con la comida. Por
ello, ni siquiera en las horas de pausa las trifulcas cesaban. Las noches eran también
amargas. Como sólo eran dos y la barcaza era difícil de dirigir, apenas podían dormir un
par de horas cada uno. En cualquier momento, la barca quedaba a la deriva o era
empujada por una corriente invisible hacia la orilla contraria. También los vientos eran
irregulares; o bien soplaban como mucha fuerza, lo que les obligaba a medio arriar la
vela, al tiempo que sujetaban las maromas con todas sus fuerzas, o bien amainaban
hasta tal punto que ni una brisa ligera se dejaba sentir. Entonces, la nave quedaba como
varada en mitad del río.
Simbad, harto de escuchar las quejas de Ramiro, decidió que el problema era el
peso de la nave y se dedicó a arrojar por la borda una buena parte de los víveres. Lo que
causó una nueva y violenta discusión con el hombrecillo que veía cómo las viandas que
más le gustaban iban a parar a la tripa de los peces y los cocodrilos. Zanjó Simbad en
esta ocasión la disputa, recordándole que Flavia probablemente habría hecho un
horrendo zancocho con aquella materia prima y que habría sido peor.
Simbad, por su parte, empezó a darse cuenta de que con aquel calor y la
humedad, su levita no era la prenda más adecuada y aún a riesgo de perder parte de su
porte de sabio hombre de mar, después de todo estaban en un río, a partir del día
siguiente de haber arrojado la comida por la borda, decidió que sus levitas siguieran el
mismo camino y que sólo usaría las camisas sin cuello, que, al ser mas holgadas, le
permitían estar más cómodo y no sudar a todas horas.
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De este modo, Simbad adquirió un aspecto curioso; parecía más un pirata, con su
melena violácea al viento, su camisa por fuera de las calzas, sin cuello ni chalina y sus
botas con suela de caucho.
Compartir un espacio tan pequeño con aquellas otras dos personas tan dispares,
cada día se volvía más agobiante para Simbad. En los ratos de calma, la viuda cocinera
se empeñaba en contarle sus tristezas a Simbad. Se quejaba de lo tiquismiquis que era
Ramiro y ponderaba las muchas virtudes que adornaban al capitán de la nave, llegando
a resultarle a Simbad absolutamente empalagosa. Él la trataba con desprecio, se burlaba
de ella, la llamaba vieja llorona y algunas otras lindezas aún más hirientes. Cuanto más
la maltrataba, más apego le demostraba ella y más imprescindible se hacía; le lavaba las
camisas, sin que él lo solicitara, le lustraba las botas y le cepillaba con esmero las
calzas.
Con todas aquellas zalemas y oficiosidades por parte de uno y otra, pues Ramiro
también lo adulaba constantemente, preguntándole acerca de cuestiones de navegación
que él le explicaba prolijo y de las que Ramiro no entendía palabra, pero a las que
asentía con devoción, Simbad empezó a añorar sus horas de soledad en su salita de las
máscaras. Aún no habían alcanzado ni la primera de las aldeas del río, cuando ya estaba
soñando con volver al puerto y encerrarse en su casa.
Ni aún puesto a prueba por aquella inadecuada compañía y por lo insensato de la
empresa, Simbad fue capaz de reconocer que él no servía para marino. Su austeridad y
su amor por la soledad no tenían nada que ver con el amor a la navegación.
Simplemente era incapaz de estar en compañía de alguien por mucho tiempo. Era del
todo imposible para su espíritu hermanarse con el de otra persona. En su descargo cabe
decir que aquella incapacidad para la comunicación fraterna no se debía tanto a su duro
corazón, que también, como a carecer del todo de la capacidad para hacerse con buenos
compañeros. Quizá, esa falta de buen criterio para elegir las compañías procediera del
hecho de que de todos esperaba algo que sirviera a sus fines, y no sabía apreciar la
simple amistad que no necesita de resultados y se basa en la íntima comprensión y
afecto.
Por eso, a pesar de que le resultaban insoportables, pensó que no tendría jamás
súbditos más fieles que aquellos dos inútiles y decidió conservarlos, aunque buscando el
modo de apartarse de ellos un tiempo suficiente cada día, como para poder tolerarlos el
resto de la travesía. Por una parte, le interesaba el dinero que podía ganar en aquella
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aventura y, por otra, le encantaba tener a gente sumisa, obedeciendo sus órdenes más
absurdas, aunque en algún momento mostraran cierta disconformidad.
Así que Simbad se convirtió en astrónomo. Por las noches, en sus ratos de vela,
se dedicaba a estudiar las estrellas que se podían ver a través de la niebla del río. De día,
se apartaba en un rincón y se dedicaba a trazar mapas del cielo, totalmente inútiles, pues
navegaban siempre viendo las dos orillas, incluso en las noches más cerradas, ya que el
resplandor del agua iluminaba las copas de los árboles. Estando así ocupado, sus fieles
compañeros no se atrevían a molestarle porque consideraban que aquello que él hacía
mostraba su infinita sabiduría, muy superior a los pobres conocimientos de ellos.
El escenario hasta aquí descrito se repitió como una salmodia a lo largo del
ascenso y del descenso del río, con un agravante. La codicia de Simbad cargó la barcaza
de tal manera que no quedó casi lugar para las vituallas. De manera que las tres semanas
largas que duró el regreso, el hambre hizo estragos en los tres tripulantes que sólo se
alimentaban de galletas resecas. Ello, no sólo afectó a sus estómagos, sino que demostró
que la cocinera era totalmente inútil y resultó un peso muerto más que Simbad estuvo
casi a punto de arrojar por la borda, pues ya que no tenía qué guisar, podía dejar su
espacio para alguna mercadería provechosa. Esta situación permitió descubrir que
Ramiro que tanto se quejaba de los guisos de la cocinera, sin embargo engullía las
resecas galletas con verdadera fruición y relamiéndose, de modo que fue manifiesto que
todo su afán por criticar a la cocinera era sólo por ganarse el favor de Simbad. Cada uno
a su modo, la cocinera Flavia y el hombrecillo Ramiro sentían una especie de amor
enfermizo por Simbad. Cuando éste se dio cuenta, aún los menospreció más, los utilizó
más y los sometió más.
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5 La muerte de Gilberto
Tras todos estos descubrimientos sobre el carácter de sus compañeros de travesía y
varias semanas de penosa navegación, Simbad y su escueta tripulación arribaron a la
desembocadura del río y trasladaron todas las mercancías a los almacenes. Otro tanto
había hecho Patricio que, en el mismo periplo, había invertido un par de semanas
menos. Los almacenes, pues, estaban a rebosar de las cosas más variopintas.
Simbad se sentía satisfecho. En el puerto solo había un navío. Aún tardaría unas
semanas en llegar el nuevo flete y todo lo adquirido no podía ser embarcado en una sola
nave. No quedaba sino esperar el arribo del nuevo barco. Simbad tenía una pequeña
fortuna ahorrada y pensó que quizá este era el momento de lanzarse a construir una
nave, contribuyendo a la sociedad de Gilberto con una aportación propia. De este modo
llegaría a capitán y socio al mismo tiempo. No sólo un delegado, al fin y al cabo,
dependiente de un patrón más alto.
Esta empresa que tanto tiempo llevaba rondándole por la mente, sin embargo, se
presentaba como ardua y arriesgada. Era evidente que con su hombrecillo y su cocinera
no podía manejar un gran barco y menos cruzar la mar océana. No era fácil encontrar
una tripulación que fuera capaz de emprender una travesía como aquella. Su experiencia
en el río, además, le había demostrado que no era un navegante. Pero eso no era capaz
de decírselo a sí mismo de manera sincera y mucho menos podía reconocerlo ante los
demás. Por lo tanto, si se arriesgaba a construir un barco y no quería perderlo todo;
dinero, prestigio e imagen, no tenía más remedio que pilotarlo él y si era preciso morir
en el intento.
Conocía perfectamente sus límites, pero el peso de las reiteradas frustraciones no
le dejaba tomar decisiones sensatas. La ira se apoderaba de él y arremetía contra todos
sin motivo. Para no mostrar aquel lado oscuro, se encerraba cada vez más tiempo en la
salita de las máscaras y las contemplaba cuidadosamente, tratando de hallar en aquellas
caretas de animales, una que le sirviera de inspiración, pero ni la tortuga, ni el ciervo, ni
la serpiente o el mono, ni siquiera el león de la melena morada le proporcionaban una
idea mejor. Un ocelote de piel amarillo limón, con los ojos sombreados y sus clásicos
lunares, aunque de color naranja, con la boca abierta y fieros colmillos sólo le sugería la
explosión de la furia que le habitaba. Por no caer en ella, Simbad comenzó a tomar de
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un aguardiente fuerte que le quemaba las entrañas, hasta casi no poder tenerse en pie.
Entonces, se arrastraba hacia su cama y se dejaba caer en ella, durmiendo sin sueños.
Hasta que un día, los sueños empezaron a aparecer a pesar de las nubes de
alcohol. Eran terribles pesadillas en las que se veía a sí mismo como servidor de un
hombrecillo de piel oscura y de una viuda desdentada que se reían de él y de su torpeza.
En el sueño, aquellos dos personajes miserables se burlaban y lo llamaban mi capitán
con cierto retintín.
Simbad supo que si bien aquellos, en la vigilia, eran sus esclavos, en el fondo, él
dependía aún más de ellos. Estaba acostumbrado a su obediencia ciega, a su
sometimiento y si aquello le faltaba, entonces, quién era él. Comprendió, así mismo,
que también dependía del alcohol al que se estaba aferrando y que se había convertido
en una costumbre para evadirse de la realidad y de la dilación del cumplimiento de sus
deseos. Lo que más le pesaba era que aquellos dos seres inferiores y sometidos no eran
verdaderos compañeros, sino la causa de sus malos sueños, al igual que el alcohol. Se
dio cuenta de que ni siquiera las máscaras le servían de nada, ni sus aires de sabio
navegante, ni metamorfosearse a conveniencia en lo más adecuado al instante. Volvió a
vestir sus levitas, mantuvo sus andares felinos y su melena al viento, cada vez más
violácea, pero en su interior él sabía que era un fraude. Había otro problema añadido; no
podía decirse a sí mismo que lo era y encontrar el camino para salir del engaño en el que
él mismo se había ido adentrando.
Al mismo tiempo, tomó conciencia de que sus compañeros eran parte integrante
del fraude. Ellos dos, cada cual a su modo, eran dos fracasados. El hombrecillo también
se creía un lobo de mar, un experto en manjares, un espíritu sensible y aventurero y no
era sino un pobre hombre que no tenía en donde caerse muerto. Arrimarse a Simbad era
ganar en estatura, estar cerca de un poderoso aunque nada pudiera, pero el hombrecillo
tampoco podía confesarse a sí mismo que su patrón era un espejismo. La viuda, por su
parte, que pasaba por cocinera, era plenamente consciente de que siempre quemaba la
comida, convirtiéndola en algo comestible sólo por pura y negra necesidad. Su amor por
Simbad era también una ficción, sabía que no era correspondida y sólo se empeñaba en
amarlo porque así tenía a un sustituto de marido al que obedecer y en el que descargar
su responsabilidad. En realidad, se había convertido en cocinera en el momento en que
Simbad la contrató y por ello no se sentía culpable de ser tan mala en ese menester. A
ella le habían mandado ejercer ese oficio. En la taberna sólo era la pinche de cocina. Se
había hecho pasar por una experta porque Simbad lo solicitaba de ella. Para ella fue un
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alivio que la comida se fuera por la borda y comer resecas galletas durante semanas. De
este modo, Simbad, el hombrecillo Ramiro y la falsa cocinera Flavia verdaderamente
eran compañeros de simulación.
La soledad más absoluta se adueñó del resto de corazón que aún tenía y de los
sentidos de Simbad y decidió que sólo había un modo de enfrentar aquella situación.
Construiría un barco sin pensarlo más, lo cargaría con las mercancías y atravesaría el
océano como fuera. Patricio podía ser una respuesta parcial a sus inquietudes. Lo odiaba
igual que había odiado al infortunado David. Sin embargo, serviría a sus fines, dando la
apariencia de que todo funcionaba perfectamente. No en vano los almacenes estaban a
rebosar de mercancías. Patricio se embarcaría con parte de aquellos bienes, marcharía a
la lejana patria y daría apariencia de normalidad a la situación. Se haría lo de siempre y
nadie sabría que él era incapaz de dirigir aquella empresa que había montado, que cada
paso que daba era una huída desesperada y que, finalmente, todo se iría a pique, porque
si no había a mano un marino de verdad, él no podría hacer el trabajo, ni siquiera el de
conducir la barcaza río arriba y abajo. Así, quien pilotara los barcos debería también
pilotar las barcazas y el negocio no tendría sino un ritmo lentísimo y a la larga ruinoso.
Simbad hacía estos análisis tan certeros entre los vapores del alcohol, soportaba
sus pesadillas nocturnas, miraba a sus máscaras como si estas lo hubieran traicionado y
salía por la mañana de su casa, cada vez más ojeroso y con los ojos más entrecerrados,
pero con la melena violácea al viento, las levitas, las camisas sin cuello, las chalinas y
sus silenciosas suelas de caucho, andando como un león, rey de su selva interior.
Siguiendo las órdenes de Simbad, Patricio cargó su nave y se hizo a la mar.
Mientras, Simbad buscó a alguien que le construyera un navío. Esta nueva empresa no
fue tampoco fácil de lograr. Cuando al fin consiguió el compromiso de un constructor,
que hasta aquel momento sólo había hecho esquifes y barcazas, este le dijo que al
menos tardaría un año, pues debía reformar completamente su astillero para que en el
dique cupiera un navío de la envergadura que Simbad deseaba.
Simbad hizo sus cálculos y se dijo que aún podría mantener el engaño durante
ese tiempo y luego hacerse a la mar por su propia cuenta. Tres meses después, un barco
de la compañía de Gilberto arribó al estuario. El hombrecillo Ramiro, que se pasaba el
día vagueando entre los pantalanes, lo vio llegar y algo llamó su atención, pues corrió
como poseído hacia las oficinas de Simbad. Cuando recobró el aliento tras la carrera,
solo pudo decir: bandera negra. Simbad no alcanzó a saber cuál era el significado de
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aquel mensaje. El hombrecillo, ya recuperado, le informó de que aquello significaba que
alguien había muerto o bien en el barco o bien en tierra, pero en relación con el navío.
Simbad se estrujó el cerebro, pero no acertó a saber quién podría ser el causante
de los crespones negros que colgaban del bauprés. Cuando al fin llegó el buque, su
sorpresa fue mayúscula. Lo primero que vio descender por la pasarela fue a Pamela
enlutada. Pensó, ha muerto su marido y esta insensata viene aquí a ocupar su lugar o
bien a buscar en mí a un marido. Sin embargo, tras una larga cadena de porteadores de
baúles, apareció, también enlutado, el hijo de Gilberto.
Jerónimo, dándose grandes aires de propietario, se encaminó directamente a las
oficinas para entrevistarse con Simbad. Este lo aguardaba en la puerta y con sonrisa
servil lo saludó y le hizo entrar. Una vez sentados en el despacho, Jerónimo ocupando la
silla de Simbad, pues ya se consideraba el jefe allí, informó a Simbad de que su padre
había muerto de una breve enfermedad. Su testamento había sido de lo más
sorprendente para todos, incluido él mismo. Le había nombrado director de la naviera
en las Indias occidentales, mientras que la sede principal la había dejado en manos de
Isaías, Abraham y Adalberto, que había sido su administrador y mano derecha durante
quince años.
Simbad no se atrevía siquiera a preguntar qué era lo que había dispuesto para él.
Jerónimo se adelantó y le dijo que era una pena que ya hubiera partido el barco de
Patricio, porque la encomienda de Gilberto, en sus últimas voluntades, era que regresara
a la patria y se pusiera a las órdenes de Abraham, que estaba muy necesitado de un
secretario. Simbad a duras penas pudo controlar su furia. En aquel mismo instante
maldijo el alma de Gilberto en su interior y, sobre todo, se sintió herido en lo más
profundo de su ser al ver que siempre sería considerado un segundo y no el jefe.
No habían servido de nada todos sus desvelos y fatigas para establecer un
comercio rentable que ya había producido sus primeros beneficios que no eran una
bagatela. No servía de nada que se hubiera pasado casi cuatro años en aquel lugar
perdido del mundo, sin tener con quien tratar que estuviera a su altura intelectual. Nada
le había valido todo aquel trabajo y esfuerzo. No había recompensa. Para colmo se
enviaba allí a aquel inútil mujeriego y a su empalagosa esposa para terminar de
amargarlo.
Sin embargo, a Simbad no lo habían colmado aún de malas noticias. Como
distraído, Jerónimo sacó una carta del bolsillo y se la entregó a Simbad. En el sobre
reconoció la letra vacilante de su propio padre. Con lenguaje anticuado y florido, le
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informaba en aquella misiva del fallecimiento repentino de su madre. Esta se había
acostado una noche, aparentemente en buen estado de salud, y había amanecido
cadáver. Simbad echó mano de la máscara de un pajarillo aturdido que tenía en su sala y
consiguió que Jerónimo creyera que estaba verdaderamente apenado. La muerte se
había producido casi dos meses antes, mientras él navegaba con aquellos dos idiotas por
el río. De manera que ni siquiera aquel inmenso sacrificio le había servido de nada.
Perder a una madre era algo muy importante en la vida de cualquiera. Una pérdida
irreparable y dolorosa. Aquel dolor, teórico, sólo le sirvió a Simbad para afianzarse en
su rabia contenida. Hasta tal punto aquella falta de justicia le atormentaba que se le
saltaron las lágrimas y apareció ante los ojos de Jerónimo como el más doliente de los
hijos. Tanto es así, que el hijo de Gilberto, que no había derramado ni una lágrima por
su padre y sólo había llorado furioso al conocer el contenido del testamento, casi se
sintió conmovido por el dolor filial de Simbad. Se levantó de su sillón de jefe, se acercó
a Simbad y pasándole un brazo por los hombros, le aconsejó que se fuera a casa a
descansar y le aseguró que ya encontrarían una solución a la situación.
Así lo hizo Simbad. Se fue a casa, pero según iba por el camino, su barba
empezó a tornarse violácea como sus cabellos y como la melena de la máscara de león.
Cerró la puerta tras de sí, se dirigió a la salita de las máscaras, agarró su botella de
aguardiente y se bebió más de media de un solo trago. El alcohol empezó a hacerle
efecto. Un sueño pesado se apoderó de él. Se bebió el resto, no obstante, y reptando se
encaminó a su cama. Una sola idea le rondaba por la cabeza de manera obsesiva: morir
de repente durante el sueño aquella misma noche.
Sin embargo, no dejó de existir como deseaba, sino que tuvo que luchar hasta la
madrugada con sueños terribles que, casi al amanecer, lo despertaron de golpe,
empapado en sudor. Su novia Hortensia con su sombrilla turquesa estaba de nuevo en el
muelle despidiéndolo, mientras él partía en un elegante navío. La tripulación que lo
acompañaba era como el arca de Noé: Toda clase animales reales e irreales de colores
abigarrados se afanaba sobre la cubierta, trepaban por los palos y manejaban el timón.
El se vio a sí mismo en el puente de mando, ataviado con su levita, su chalina sobre su
camisa sin cuello y sus botas de suela de caucho, con el mismo rostro que el león de la
máscara. Intentó arrancarse la máscara, pero no pudo, formaba parte de él. Un incendio
de pronto se declaró en la bodega. Humo negro y altas llamas salían por las escotillas.
Los animales marineros empezaron a graznar, aullar, gruñir y correr o volar
despavoridos. Los tucanes y los zopilotes salieron volando y se perdieron entre las
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negras nubes. Los demás animales sin alas se arrojaron por la borda y según saltaban se
iban convirtiendo en astillas en las que prendían las pavesas que volaban por el aire
impulsadas por la fuerza del fuego. Simbad se vio sólo en una nave que ardía y que
pronto se iría a pique. Al volver la cabeza, vio al hombrecillo de tez oscura y a la viuda
desdentada arriando el bote salvavidas, con una sonrisa tan extraña en la cara como la
de la tortuga azul. Una tormenta se desató en aquel instante y Simbad pensó que la
lluvia y las olas que se alzaban cada vez más, acabarían apagando el incendio y la nave
se salvaría. Pero una gran ola barrió el puente y despojó a Simbad de su máscara. En
este momento se despertó de su pesadilla y en la oscuridad de la habitación quedó
flotando como una aparición el rostro de David cuando aún era un muchacho hermoso y
lleno de vida.
Trató de dormirse de nuevo a pesar de los latidos desbocados de su corazón,
pero cada vez que intentaba cerrar los ojos, la imagen de David se transformaba en el
rostro de su madre que lo miraba con gesto de reproche. Tras luchar contra aquellas
figuras aterradoras, Simbad se levantó con un propósito firme. Obedecería a Jerónimo y
le serviría mientras se aparejaba su barco. No le diría nada a su nuevo patrón.
Ocultamente llevaría a cabo sus planes y, cuando el barco estuviera listo, de noche, con
la ayuda del hombrecillo, lo cargaría y antes de clarear se haría a la mar. Sólo tenía que
buscar tripulación durante los meses que aún quedaban para que el barco estuviera listo.
No volvería a caer en el error de confiar en Ramiro únicamente. Para un barco como
aquel se necesitaban más hombres que supieran maniobrar y se las entendieran con el
océano.
A partir de aquel día, por las mañanas servía fielmente a Jerónimo y adulaba a su
empalagosa mujer. Por las tardes, iba a vigilar la construcción del barco, dándole toda
clase de indicaciones al fabricante de esquifes, partiendo de sus conocimientos librescos
de navegación y de la poca experiencia que había adquirido ayudando a Abraham. Parte
de las noches las pasaba en las tabernas averiguando quiénes podrían llegar a
convertirse en verdaderos marineros.
Los días se deslizaban suavemente y los planes de Simbad iban, al parecer, por
buen camino. Cualquiera, aún poco entendido en barcos, navegación y mares, habría
visto que el diseño de la nave era desproporcionado. Su altura no se compadecía con su
anchura ni con la profundidad de su quilla. Pero el constructor de esquifes, a quien
Simbad agobiaba a órdenes contradictorias, decidió no discutir, acabar el trabajo lo
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antes posible, cobrar lo estipulado y dejar que aquel mequetrefe, metido a marino, se
estrellara contra las rocas, si es que llegaba hasta ellas.
Ramiro observaba con estupor el ajetreo de su patrón. Pensó que si Simbad
había decidido algo, seguro que sería un buen negocio y se pegó a él más que antes. A
todas horas rondaba por la oficina, se hacía el encontradizo en las tabernas y,
finalmente, una tarde le siguió hasta el improvisado astillero. Simbad, al verse
descubierto, le confirmó a Ramiro que sólo quería darle una sorpresa y que desde luego
contaba con él como segundo de a bordo, ya que ambos tenían una larga experiencia en
el mar y en el río. Esto último lo dijo con un guiño de complicidad que Ramiro aceptó
como una seña de que los dos estaban hermanados en aquel asunto. A partir de aquel
momento, Ramiro se convirtió en una especia de pavo real. Como no podía guardarse
para sí lo que consideraba el mejor éxito de su vida y la puerta de un futuro maravilloso,
cometió la indiscreción de comunicárselo a la viuda Flavia con la que mantenía una
ambigua relación, en la que se podía sospechar que incluso entraba el trato carnal.
En el momento en que Flavia supo del plan, comenzó a buscar el modo de unirse
a él como fuera. Llevaba algún tiempo alejada de Simbad. Probablemente sentía cierta
culpabilidad pues mientras le fingía un amor incondicional, al tiempo, se había
entregado a Ramiro. Pero lo que más le importaba era eliminar cualquier posibilidad de
que Simbad por su infidelidad la dejara fuera del proyecto. Así que decidió hacerse
perdonar. Como por azar, visitó a Simbad y estimó que su casa no estaba
suficientemente aseada, que sus ropas estaban descuidadas y se dedicó a lavar
concienzudamente sus camisas, a zurcirle las medias y a lustrarle sus botas de suela de
caucho. Intentó estas y otras estrategias para que Simbad le contara a ella el plan. Pero a
lo largo de una semana, Simbad no mencionó el asunto ni de pasada. Así que finalmente
se decidió por emplear su gran y último recurso; dar pena. Le contó cientos de
desgracias, incluido el hecho de que desde que no cocinaba para él, no había encontrado
trabajo, sus recursos se agotaban y necesitaba desesperadamente encontrar algún
empleo que le permitiera sobrevivir.
No es que Simbad sintiera compasión de ella, pero no pudo resistir la tentación
de tenerla de nuevo sometida por el agradecimiento. Con su máscara de filántropo,
misericordioso y caritativo, informó a Flavia de su intención de fletar un barco, de
manera que ella podría ocupar su puesto de cocinera, pero esta vez en un gran navío.
Eso significaba que tendría con qué mantenerse e incluso ganar algo más que le
asegurase un futuro mejor.
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La tentación de tenerla a sus pies pudo más que el terror que le causaba
embarcarse junto a aquellos dos personajes que, en sueños, lo abandonaban a su suerte,
en un barco en llamas y en medio de una tormenta. Apartó la idea de su mente y pensó
que era una tontería considerar premonitorio un sueño producto de los vapores del
alcohol.
Aquella noche, no obstante, sintió que sus miedos regresaban. Tras recorrer
varias tabernas, comprobó que no había hombres disponibles para constituir su ansiada
tripulación. Nadie, a pesar de las promesas de salarios fabulosos, quería arriesgarse a
emprender una larga travesía, siendo que sólo conocían el río y manejar lanchas o
barcazas.
Simbad volvió a tener pesadillas en las que se veía, más que en un barco, en
medio de un desierto ardiente, a punto de perecer de sed, mientras el hombrecillo y la
viuda se bañaban en un lago de aguas dulces, en medio de un oasis de cimbreantes
palmeras que parecía estar al alcance de su mano. Sin embargo, sus botas de suelas
silenciosas pesaban como si fueran del plomo. No podía mover los pies ni sus largas
piernas, más bien se hundía poco a poco en las arenas que parecían una hoguera. Les
gritaba, pero aquellos dos inútiles no le escuchaban. Ya su pelo y su barba cambiaron de
color violeta a rojo, como si el sol los hubiera encendido con su ardor, entonces le
miraron y con su extraña sonrisa en la boca, muy semejante a la de la tortuga azul,
siguieron chapoteando en las transparentes y frescas aguas como si no les importara que
Simbad ardiera o se hundiera del todo en la arena del desierto. Cuando ya las arenas casi
le cerraban la boca, sentía en su quemada lengua su sabor salobre y el crujido de las
diminutas piedrecillas en sus apretados dientes, he aquí que un león de melena morada
se abalanzó sobre él. Antes de ser tragado por las enormes fauces del león, se dio cuenta
de que era de una madera suave y estaba pintado con brillantes colores. Una sacudida de
terror lo despertó en aquel instante y la máscara del león se desvaneció en las sombras
de la habitación. Sobre los restos de su silueta se dibujaron sucesivamente los rostros de
David, de su madre con aire de reproche, de Gilberto y de Hortensia, nimbada con los
bordes de su sombrilla color turquesa.
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6 Un naufragio providencial
Los vientos huracanados azotaron la pequeña ciudad costera durante varios días con sus
noches. Los tejados de la naviera sufrieron daños. Muchas barcazas y esquifes se fueron
a pique en la propia rada. Palmeras y robustas ceibas fueron arrancadas de cuajo por el
furor del viento. Las arenas de la playa fueron engullidas por las embravecidas olas y
hasta el río se retrajo invadido por el furioso mar. Simbad permanecía en su casa, con
las ventanas atrancadas y sumido en la más honda desesperación. No conseguía reclutar
a nadie para su próxima travesía. Con aquel tiempo infernal no podía siquiera salir a la
búsqueda de algún despistado a quien no hubiera hecho ya su oferta.
Ya llevaba varios días en este estado y asediado por el huracán, cuando unos
golpes sonaron en su puerta. Al abrirla pudo contemplar como de repente lucía el sol, el
mar se veía como un plato de aceite y no había restos de vientos furiosos, a no ser por el
rastro de devastación que habían dejado. Además de aquel plácido paisaje, en su puerta
estaba con su estúpida sonrisa la viuda Flavia. Con expresión de triunfo, informó a
Simbad de que había habido un naufragio frente al cabo que cerraba el puerto por el
norte de la ciudad. En un primer momento, Simbad pensó que aquella mujer había
enloquecido a causa de la furia del viento. Nada le importaba a él si había ahogados o
desaparecidos. Nada le importaba que se hubiera ido a pique un barco que no era suyo
ni de la compañía en la que él trabajaba. Las pérdidas eran de otro para él desconocido.
Flavia, sin hacer caso de la expresión de perplejidad y naciente cólera de Simbad,
empezó a explicar con todo lujo de detalles que la tripulación completa se había salvado
de manera milagrosa. Eso sí, estaban extenuados y magullados por los golpes del mar,
pero sanos y salvos y en la taberna en donde ella había prestado sus servicios. El único
que no se había salvado era el capitán, un tal Anselmo, que fiel a la tradición se había
empeñado en hundirse con la nave, mientras todos sus hombres botaban las chalupas y
se dirigían a la cercana tierra en medio de un mar convertido en remolinos de agua
turbia y peligrosa. El caso es que el capitán se ahogó con el hundimiento de su barco,
mientras la tripulación alcanzaba la costa contra todo pronóstico.
Simbad comprendió por fin qué significaba aquella información, se vistió su
levita más solemne, se calzó sus botas, se ató la melena con una cinta y adoptó la mejor
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postura que podría tener el más sabio y experimentado lobo de mar. El cielo volvía a
estar de su parte. Dejando a la viuda en el umbral, se precipitó en dirección a la taberna.
Al acercarse, recompuso su imagen, recobró su andar felino, sus brazos caídos a lo largo
del cuerpo y su mirada de soslayo en sus ojos entrecerrados. Su barba y su melena eran
ya del mismo color morado intenso y de la misma apariencia que la que ostentaba la
máscara del león. Con su andar silencioso entró en la taberna. Vio un grupo como de
unos treinta hombres de todas las tallas y apariencias, a los que unía una misma mirada
entre alegre y aterrorizada. Alrededor de sus ojos se distinguían, formando ondas azules,
los rastros del cansancio y el esfuerzo.
Todos ellos, con las ropas hechas jirones, se agrupaban en torno a un muchacho
que parecía ser el jefe o tener algún ascendiente sobre los demás. Este hombre joven era
alto y bien parecido, elegante en el modo de moverse, en su forma de hablar y en su
porte, a pesar de ir ataviado como un menesteroso. Algo les estaba diciendo a sus
compañeros a lo que estos asentían con reverencia. Lo miraban con ojos bien abiertos y
mostrando una confianza ciega en sus palabras. Parecía haberse invertido el orden
natural; como si un maestro joven y sabio tuviera encandilados con sus enseñanzas
irreprochables a un grupo de discípulos ancianos.
Simbad se detuvo en una esquina de la taberna que estaba en penumbra. Observó
con cuidado al conjunto y a cada uno de los individuos. Entre ellos le llamó la atención
un mozalbete de unos trece o catorce años, pálido, con las orejas transparentes y los ojos
ligeramente achinados, que le pareció una criatura salida de cualquier bosque mágico.
Sin embargo, atendió con cuidado a las palabras del joven maestro y a los comentarios
de sus seguidores. Por fin, cuando se hizo una clara idea de ante qué se encontraba y
usando las silenciosas suelas de sus botas, se plantó junto a ellos como un dios salvador
y les ofreció una solución directa a sus inquietudes.
La fascinación con que los hombres del grupo habían seguido las explicaciones
del joven se apoderó de todos los rostros incluido el de este último y todos se quedaron
mirando a aquella aparición singular, sin dar aún crédito a lo que estaban oyendo. Si su
mayor preocupación era cómo regresar a la patria, Simbad les estaba ofreciendo el
formar parte de la tripulación de una hermosa nave que en pocos días se botaría, siendo
él su capitán. El joven sería el segundo, un hombre barbado y recio sería el timonel, el
cocinero tendría su puesto y cada cual, entre los restantes, el suyo correspondiente, sin
discusiones. Simbad, tras oír el relato de su valor y pericia, no tenía la menor duda de
que constituían la dotación perfecta para su navío. Además, les garantizaba, con su
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palabra de caballero, que serían, salvo en lo exigido por la disciplina de la navegación,
como una gran familia, pues se trataba de llevar un valioso cargamento a la patria que
los enriquecería a todos y les permitiría una vida holgada en el futuro. Así mismo les
aseguró que harían una obra de caridad llevando con ellos a una pobre viuda y a un
hombrecillo miserable que no tenían medios propios para regresar a la patria, que
añoraban aún más que ellos mismos, después de vivir años en aquellas inhóspitas
tierras.
Por otra parte, les aseguraba que él no tenía por qué arriesgarse a una larga
travesía, ya que gozaba en aquel lugar de gran consideración y de un magnífico puesto.
Pero, había recibido noticias del delicado estado de salud de su pobre padre y se veía
por ello impelido a regresar para asegurarle la paz y seguridad en sus últimos días. Del
mismo modo en que aquel había sido un padre cariñoso y entregado, el debía ser así
mismo un hijo atento y agradecido. En aquel momento, Simbad tuvo la suerte de que
unas carbonillas desprendidas del hogar de la taberna se arremolinaran y salieran
disparadas hacia sus ojos y su garganta, con lo que sus últimas palabras sonaron
ahogadas y las lágrimas le brotaron de manera espontánea. Todos sacaron la impresión
de que aquel extraño hombre alto, vestido con una larga levita, con su camisa sin cuello
y su chalina, era un espíritu sensible y un buen hijo. Ello les hizo olvidar la extraña
coloración de su barba y su melena, así como sus grandes y azuladas manos que
parecían las de un cadáver y su mirada huidiza que brillaba con frío acero entre sus
caídos párpados.
Tampoco les causó extrañeza el hecho de que les rogara que mantuvieran en
secreto el pacto que estaba a punto de sellar, pues todos sabían que en los negocios el
sigilo es parte del éxito de la empresa. Igualmente les rogó que cuando conocieran a los
otros dos pasajeros, para que no se sintieran avergonzados de hacer la travesía como
indigentes, los trataran como si fueran miembros de la tripulación de pleno derecho, a
pesar de que uno de ellos era una mujer. Aquí hizo un gesto significativo y todos
asintieron haciéndose cómplices en aquel instante de una obra de misericordia. El
cocinero con su voz ronca llegó a decir que él siempre trabajaba con un ayudante, pero
que la avaricia del capitán, que en la gloria estuviera, había impedido que lo tuviera en
aquella su última y aciaga travesía. De este modo, todos de acuerdo, se cerró el trato.
Aquellos hombres fatigados y aún aterrorizados por el riesgo que habían corrido
sólo unas horas antes, se sintieron agradecidos a su suerte y a haber encontrado un tan
buen y generoso patrón, que no sólo les daba la oportunidad de regresar a la patria, de
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hacer un buen negocio, sino casi de salvar sus almas, haciendo caridad con dos pobres
miserables. Admiraron al buen hijo Simbad y de manera tácita le juraron fidelidad.
Entre todos aquellos hombres curtidos, no obstante, el que miraba a Simbad con
una mayor atención y una mezcla de admiración, asombro y temor, era el chiquillo de
las orejas transparentes. Aquella mirada de sus ojos achinados produjo en él una oleada
de calor interior, como nunca antes había sentido otra igual. Posiblemente en su
frustrado corazón, lleno de rabia, todavía quedaba un resquicio para la ternura. Poco
después supo que el nombre del muchacho, casi un niño, era Moisés y, tal vez llevado
por el significado de aquel nombre, decidió acoger de manera especial al pequeño
grumete y tratarlo como si fuera hijo suyo. A partir de aquel momento, Moisés se
convirtió en el defensor más leal de Simbad, en su compañero y servidor, provocando
algunos ataques de celos en Ramiro y en la viuda Flavia. Simbad, esta vez, se mostró
inflexible en otorgar un trato de favor al niño y, ante el asombro de todos, se dejaba
besar por él y acariciar su morada melena.
En los días siguientes, además de hacerse cargo de los gastos de la tripulación y
de llevarse a Moisés a su casa, donde lo instaló lo mejor que supo, Simbad se dedicó a
urgir al armador, a seguir trabajando servilmente para Jerónimo y halagando a Pamela.
Pero por las noches dormía sin sueños y sin necesidad de alcohol. El pequeño recién
acogido se reveló como un cocinero aceptable y un infatigable conversador. Había
viajado por muchos mares y era especialmente agudo para destacar los rasgos
prominentes de lugares y gentes que había conocido en las tierras más dispares. Por
primera vez en su vida, Simbad tenía a alguien consigo no tanto por interés, sino por
algo parecido al afecto.
Un par de semanas después de este afortunado naufragio y de haber conseguido
un amigo, aunque al ser menor, no dejaba de ser alguien dependiente de Simbad, la
nave estaba lista para ser botada al mar. Debían hacerlo con sigilo y prudencia, de
manera que no llamara la atención, y conducirla a un recodo de la desembocadura del
río a fin de que no fuera vista fácilmente por nadie. La tarea no era fácil, pero el joven
marino, llamado Eugenio, era un hombre decidido y con experiencia, de manera que
resultó ser el capitán idóneo para aquella maniobra. Una vez oculta la nave tras el follaje
de la selva, en un fondeadero que en la pleamar resultaba conveniente para zarpar, no
tuvo Simbad más remedio que inventar otra de sus historias para convencer a la
tripulación de que la estiba debía hacerse de madrugada. Así mismo los convenció para
que adquirieran las provisiones mínimas que les permitieran llegar a la primera escala,
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para no levantar la sospecha de que se estaba aparejando un gran navío. También
consiguió de ellos que siguieran lamentándose de su desgracia y que afirmaran que no
veían el modo de regresar a la patria.
El joven segundo, Eugenio, poseído por un gran sentimiento de lealtad al nuevo
patrón, se atrevió a comentarle que el lastre que se había depositado en el barco era
excesivo y que las bodegas no podrían soportar el peso de las mercaderías. También
hizo algunas consideraciones acerca de la arboladura, de la desproporción entre la eslora
y la manga y sobre todo acerca de que sería conveniente contar con el peso de la
artillería. No había posibilidad de cruzar el océano sin disponer de buenas piezas, en
número bastante, para defenderse del corso. Simbad, según escuchaba al muchacho,
notaba cómo la cólera subía como un fuego ardiente por su pecho y estaba a punto de
salir por su boca en forma de llamarada. Otra vez se encontraba con un imberbe, salido
probablemente de una academia naval, que intentaba enmendarle la plana, a pesar de su
aspecto de sabio lobo de mar. A duras penas consiguió contenerse, porque, muy a su
pesar, reconocía que no había pensado en armar al buque. Aquella goleta afragatada
necesitaba poseer artillería, debía llevar su carga de pólvora correspondiente y contar
con una defensa. El peso de los cañones suponía menguar la carga de mercancías.
Sin mostrar su disgusto, gracias a una mirada dulce de los achinados ojos de
Moisés, convocó a Eugenio para aquella noche y decidió con su ayuda y en secreto
seleccionar las mercancías más por su valor que por su peso, de manera que el viaje
resultara rentable. No obstante, hacerse con los cañones era una dificultad añadida. Pues
si bien podían escoger los productos que embarcarían, no era muy factible hallar
cañones sin levantar sospechas.
La pequeña ciudad poseía un viejo fuerte en la embocadura del río que databa
del tiempo de los españoles. La fortificación, abandonada desde hacía años, aún
conservaba piezas y munición. Hacerse con ello era una tarea arriesgada porque los
habitantes de la ciudad lo consideraban parte de su pasado histórico y además se
gloriaban de haber echado de allí a los invasores. Por eso no habían fundido los cañones
dando a su metal otro uso práctico, ni habían arrojado al mar las pesadas balas. Robar
los cañones y todo lo demás no era empresa sencilla, como tampoco lo era trasladar
aquellos artilugios defensivos hasta la embarcación y hacer las reformas necesarias para
instalarlos. Se necesitaba un buen artillero que conociera la lucha en el mar, un buen
herrero competente e incluso un carpintero sagaz. Demasiada gente informada de aquel
asunto.
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Eugenio le dijo a Simbad, cuando este mostró su preocupación y recelos, que
entre los miembros de la tripulación contaba con los habilidosos artesanos necesarios.
Eran hombres en los que se podía confiar. Al menos así lo afirmaba el muchacho.
Simbad no pudo evitar una leve sonrisa. El jamás confiaba en nadie y le parecía absurdo
que aquel joven, en sus pocos años, pudiera afirmar que alguien era del todo fiable. La
cuestión, no obstante, era hacer la travesía o renunciar a ella. Simbad había invertido
parte de su dinero y mucho esfuerzo en todo aquello, de manera que no tuvo más
remedio que aceptar la oferta. Pero lo que tuvo más peso en la decisión fue la alegría
con que la acogió Moisés. Este, con el rostro iluminado, afirmó que él era capaz de
montar una estrategia que facilitara la operación. Se trataba de organizar un alboroto en
el otro extremo de la ciudad; un incendio o una explosión, que afectara a algo sin valor,
pero que pusiera en peligro a la mayor parte de las casas, ya que casi todas eran de
madera. Con ello se aseguraban que todos los habitantes estarían ocupados en apagar el
fuego, incluso parte de la tripulación y hasta el mismo Simbad deberían ayudar en la
extinción del incendio, de modo que nadie pudiera sospechar.
Cuando la luna nueva llegó, en la oscuridad de la noche, un pequeño grupo de
hombres trepó los muros del fortín español, desmontó con sigilo los cañones, cargó con
las balas y salió, dirigiendo a las mulas que les servían para el transporte hacia donde
estaba fondeado el barco. En aquel recodo del río, en la baja mar, apenas quedaban unos
palmos de agua. La vieja barcaza en la que Simbad había remontado el río, en esta
ocasión, sirvió de puente. Con fuertes cabos ataron los cañones y las redes con las balas
y las izaron al barco. Cuando los primeros rayos del sol apuntaban por el horizonte,
retiraron la barcaza y los expertos subieron por la escala para ir acondicionando el
emplazamiento de la artillería. En cualquier caso no podían llevar a cabo su tarea de día
porque los martillazos podían alertar a los navegantes de los esquifes que a todas horas
surcaban el río.
Mientras esto ocurría en un extremo de la ciudad, en el otro, Simbad, Moisés y
el resto de los marineros, junto a casi todos los habitantes de la ciudad se afanaban en
apagar el fuego que repentinamente estaba calcinando unas viejas cuadras muy cercanas
a las viviendas que trepaban por un monte cercano. Nadie se explicaba cómo se podía
haber originado aquel fuego, pero lo importante no era pararse a analizar las posibles
causas, sino atajar su extensión. Mujeres y niños colaboraron en la tarea, incluso se vio
por allí a Jerónimo, con cara de preocupación, pues pensaba que si el fuego se extendía
podría alcanzar a la hermosa casa que se había construido al pie del monte.
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Aún tuvieron que aguardar hasta la siguiente luna para poder trasladar las
mercancías, pues convenía que la noche fuera lo más oscura posible para cargar el
buque. Eliminado parte del lastre, seleccionadas las mercancías ligeras y valiosas,
aprovisionados los víveres justos e instalada la artillería, el buque estaba listo. Por la
ciudad corría ya el rumor insistente de que algunos desalmados habían robado las piezas
del fortín. Las gentes de aquel país estaban soliviantadas, pero nadie podía sospechar de
Simbad, un honrado comerciante silencioso y servicial, ni tampoco de aquella
tripulación de náufragos que cada día se lamentaba de no poder volver a su tierra y que
se dedicaba a pescar para disimular que estaba siendo mantenida por un nuevo patrón.
Todos aquellos retrasos, de todos modos, favorecieron en cierta medida la
empresa de Simbad. Casi se había superado la estación de las tormentas y los huracanes,
con lo que era de esperar que sería una travesía tranquila. Esto era algo que el
autonombrado capitán deseaba ardientemente, pues no estaba muy seguro de contar con
la pericia suficiente para sortear una mar embravecida. Tampoco quería verse en la
circunstancia de amilanarse ante una galerna y dejar en manos de Eugenio el gobierno
de la nave. Cualquier cosa antes de reconocer que sólo tenía el aspecto de un sabio lobo
de mar.
Las noches de aquellos dos meses las pasó Simbad entre pesadillas y alcohol.
Los rostros de los desaparecidos se le revelaban en las sombras de su cuarto y las
máscaras de su salita parecían burlarse de él cuando, antes de dormir, las contemplaba
en medio de sus tragos de fuerte licor. Tenía la suerte de que Moisés tenía el sueño
pesado. Todas las emociones del incendio, el sigilo con que se llevaba a cabo la labor de
acondicionar el barco y transportar las mercancías, dejaban al muchacho exhausto.
Moisés, con el último bocado de la cena en la boca, se echaba en su cama y quedaba allí
como muerto hasta el amanecer.
Por las mañanas, después de estas noches de mal dormir o de traslados sigilosos,
aparecía en la naviera cada vez más demacrado, con los ojos más entrecerrados y la
melena morada más rala. Jerónimo que había conseguido establecer vínculos con los
comerciantes y las pocas personas adineradas de la ciudad, se sentía como el verdadero
patrón de una gran empresa. Casi no reprochaba a su padre el mal trato que le había
dado en su testamento. Encontró que en la pequeña ciudad había muchas mujeres
complacientes y que la promiscuidad era una costumbre arraigada entre aquellas gentes,
pues incluso algunas esposas de sus nuevos amigos eran presas fáciles. Por su parte,
Pamela, una vez desterrado el luto y lejos de la buena influencia de su dama de
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compañía, también había encontrado alguna distracción con jovencitos que merodeaban
entre los faluchos y los esquifes. Se aficionó a dar paseos en barca e incluso aprendió a
pescar. Se sentía como una heroína de esas novelas de náufragos en islas desiertas y se
adentraba en el río, acompañada de alguno de sus amantes.
El silencio del inmenso cauce era un lugar perfecto para sus aventuras galantes.
Cada vez tenía la piel más morena y se veía a sí misma como esas mulatas seductoras
que habitan las islas de los mares cálidos y tropicales. Todo esto lo había leído en los
libros y consideraba que era mucho más real que la vida misma. Por otra parte, como en
la ciudad no había muchas diversiones, las damas, también ligeras de cascos con las que
se relacionaba y que a su vez eran amantes circunstanciales de su marido, pronto la
consideraron una de ellas, la trataban incluso con afecto y la invitaban a sus partidas de
naipes, a sus veladas musicales y a otros entretenimientos, donde brillaba con luz propia
al lucir sus hermosos vestidos traídos del viejo continente. Todo el mundo admiraba sus
joyas y consideraba a la pareja personas de alto rango, muy ricas y poderosas, pero con
las que se podía establecer un cierto trato de igualdad ya que eran tan disolutas como los
propios habitantes del lugar.
Por esta razón y estando entretenidos en sus múltiples juegos, Jerónimo y
Pamela no se estorbaban mutuamente, ni tampoco prestaban atención a Simbad. Al
saber que había adoptado a un chiquillo de entre los náufragos, comprendieron, fiándose
más de sus propias pasiones que de la inteligencia, que tal vez lo que Simbad necesitaba
era la carne tierna de un muchachito y no tanto a una mujer. Se sonrieron con malicia y
ello les hizo más fácil olvidarlo. No veían sus ojos cada vez más entrecerrados, ni sus
lánguidas manos cosidas a los faldones de la levita, ni su andar de viejo león fatigado y
apunto de perder la corona de rey de su selva interior.
Simbad, por su parte, ocupado en la realización de aquel deseo por tantos años
acariciado y esquivo, no echaba de menos que Pamela o Jerónimo lo invitaran a su casa
a cenar. Prefería sus cenas con Moisés y su animada charla, así como sus silenciosas
borracheras solitarias, a encontrarse en medio de una sociedad burladora y burlona de la
que no formaba parte no por virtud, sino por una pasión más fuerte que él mismo y que
todas las tentaciones de la carne; ser un marino reputado.
De este modo, sus intrigas y secretos quedaron ocultos a los ojos de todo el
mundo. Nadie sospechó nada de lo que se traía entre manos. No porque la tripulación
hiciera inmejorablemente su papel de náufragos desesperados, sino porque, enfrascados
en sus propias vidas e intrigas, nadie se preocupaba de Simbad. A nadie le importaba lo
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que hiciera aquel hombre cada vez más solitario, embebido y silencioso. Si de repente
hubiera desaparecido es muy posible que nadie lo hubiera echado en falta hasta al cabo
de semanas. De su vieja imagen de hombre enamorado y doliente, de negociante hábil y
trabajador incansable a penas quedaba rastro. Aunque esto último era cierto y seguía
siendo un hombre laborioso, como la otra faceta que se atribuía a su personalidad no
había sido más que una ficción sólo conocida por los que habían tratado a Hortensia,
perder esta consideración entre los que lo rodeaban no suponía en verdad un descrédito.
Jerónimo, engolfado en su papel de gran naviero, ni siquiera controlaba las
mercancías que había en sus almacenes. Sus empleados fingían hacer su trabajo. Como
ni el amo, ni Simbad, antes siempre al acecho, los vigilaban, descuidaban los
inventarios y realmente los habrían podido ahorcar antes de confesar qué cosas se
guardaban para el próximo flete y qué valor tenían, porque no lo sabían a ciencia cierta.
De noche, los guardianes dormitaban en sus garitas exhalando en sus ronquidos un
característico olor a ron. Ni los cuarenta ladrones los habrían podido despertar de su
profundo sueño. Pamela, a la que el mismo Simbad había acostumbrado a tejer los hilos
de su propia vida, al margen de su marido e incluso de él mismo, tampoco sentía interés
por su mentor. Olvidada de haber creído que había seducido a Simbad, apartándolo de
su melancolía, ahora prefería la compañía de jóvenes fogosos y más ignorantes que ella.
Así que todos, ocupados en sus propias intrigas, no tenían un lugar, entre sus
preocupaciones, para Simbad. Este estaba condenado de por vida a ser el segundo en
cualquier circunstancia.
Renunciando a ser el centro de atención, Simbad creía haber estado moviendo
los hilos de todas aquellas vidas desde las sombras. No se daba cuenta, o quizá sí, pero
ya no le importaba, que ni siquiera controlaba las vidas de Flavia y Ramiro. Iba a hacer
por ellos su última obra de caridad; devolverlos a la patria, dotarlos de un cierto peculio
y, precisamente por ello, desentenderse definitivamente de la pareja. Sin decírselo de
manera clara y directa consideraba que, puesto que se convertiría en un hombre rico, ya
tendría a muchos otros que quisieran servirle y adularle. Después del viaje que estaba a
punto de emprender, sería verdaderamente considerado como un sabio hombre de mar y
todos vendrían a él en busca de su consejo. Podría entonces seleccionar a aquellos que
más le interesaran como amigos y discípulos y no tendría que cargar nunca más con el
ignorante hombrecillo y con la llorosa y quejumbrosa viuda.
Ya se veía a sí mismo, sentado en una hermosa sala, rodeado de sus mapas y
libros, con sus máscaras colgadas de la pared y recibiendo a los personajes más
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importantes de la región, quienes le suplicarían compartiera con ellos todos sus
conocimientos y experiencias. Consideró que a su casa le faltaría un detalle si en las
paredes no colgaban cuadros de los hermosos barcos que había tripulado. De manera
que, entre sus sueños, se trazó el plan de coleccionar todas las pinturas de aquel tema
que le fuera posible. Como los días pasaban antes de que pudiera zarpar, se entregó a la
búsqueda de esos lienzos e hizo acopio suficiente para dar por cumplido su deseo. En el
fondo de su corazón, era consciente de que posiblemente aquella travesía que iba a
emprender sería la única en la que actuaría como capitán de una gran nave. Los años
habían pasado, el alcohol había hecho estragos en su salud, arrastraba sus largas piernas
y las malas noches pasadas entre pesadillas le producían un intenso dolor en el pecho
que con frecuencia lo dejaba sin respiración. Pero nadie sabría cuántas travesías había
hecho. Él podría contar lo que quisiera y nadie tendría capacidad para contrastar la
veracidad o falsedad de sus historias. Además, las pinturas de los barcos darían un aire
de verosimilitud a sus relatos. Simbad siempre había poseído la capacidad de presentar
como ciertas sus palabras y, cuando descubriera la más leve sombra de incredulidad en
sus oyentes, no tendría más que mostrar sus máscaras, sus cuadros y sus muchos mapas
y libros de navegación para demostrar que era un sabio lobo de mar, bregado en todos
los mares, incluidos aquellos cuyo nombre muchos no habían oído pronunciar jamás.
Se sentía también satisfecho de haber acogido a Moisés, la devoción de este
compensaba con mucho la falsa dependencia del hombrecillo y de la viuda quejosa.
Además su acción filantrópica, al hacerse cargo del grumete, sin duda le granjearía el
respeto y la admiración de la gente de bien.
Finalmente, llegó el momento propicio para zarpar. A bordo de la nave, con su
reluciente artillería, con sus valiosas mercancías, una tripulación experimentada, un
muchacho devoto y un segundo que era en verdad el capitán, por fin Simbad se sintió
dueño de su destino y de haber alcanzado sus deseos.
Cuando las gentes de la ciudad se desperezaban con los primeros rayos del sol,
La Capitana era sólo un puntito en el horizonte.
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7 La gran travesía
El día en que a bordo de La Capitana Simbad inició su primera gran travesía como
comandante de un navío, el sol brillaba y en el cielo no había rastro de nubes. Una
ligera neblina y una brisa suave pero continua acompañaron la salida de la nave a mar
abierto. La niebla fue el manto que auxilió a La Capitana para que no fuera vista desde
tierra. La ligera y firme brisa hinchó las velas y la nave se deslizó majestuosa hasta
convertirse en una mancha oscura en medio del azul del mar, imperceptible incluso para
un observador dotado de buena vista.
Durante dos semanas el mar continuó siendo un gran espejo de plata, que
durante el día apenas se diferenciaba de la línea del horizonte y del inmenso cielo. Por
las noches, cuando Simbad se paseaba por babor, siguiendo su vieja costumbre, las
estrellas se reflejaban en la superficie del agua como si fueran lámparas de aceite,
dispuestas al borde de un estanque.
El capitán no tenía que dar ninguna orden ya que la tripulación conocía
perfectamente su cometido y la mar en calma simplemente obligaba a todos a seguir la
rutina. Cuando de noche fijaba su mirada de ojos entrecerrados en el brillo de las
estrellas, Simbad las veía como ojillos cómplices que lo miraban con afecto. Creía,
ahora, que el cielo por fin había escuchado sus plegarias y deseos. La serenidad que
proporciona alcanzar una vocación desde antiguo acariciada la consideraba la verdadera
paz de espíritu. Además, Moisés, aquel chiquillo de orejas transparentes y ojos
achinados, se desvivía por él. Simbad empezó a considerar que sus sueños que tantos
esfuerzos le habían costado empezaban a materializarse. Ya se veía a sí mismo como un
cumplido hombre de mar e imaginaba que todos lo verían, a partir de aquel viaje, como
tal. Casi estaba dispuesto a desprenderse de sus pesadas levitas, pues ya no le sería
necesario adoptar un disfraz.
Simbad no era capaz de comprender que se había mimetizado hasta tal punto con
su atuendo que formaba parte de su piel. Estaba condenado a llevar una levita, aunque
no se la pusiera jamás. Sus brazos siempre colgarían a lo largo de los faldones como si
estuvieran cosidos a ellos. De igual modo, su cabello violáceo y los distintos rostros que
había utilizado a lo largo de su vida eran la base de su identidad y aquellas muecas, las
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de las máscaras, le salían de forma espontánea. No cabía la posibilidad de retornar a la
edad de la inocencia, si es que alguna vez había sido inocente.
En la primera escala que hicieron, a la que llegaron casi sin provisiones y
comiendo las secas galletas que le recordaban los tiempos de su travesía fluvial, se
dieron cuenta de que, con la carga que suponía la artillería y todas las mercancías, no
era posible aprovisionarse de manera conveniente. Así que sólo compraron alimentos de
larga duración, que no pesaran excesivamente y que tendrían que consumir
racionadamente. Flavia, según su costumbre, volvió a quejarse amargamente de su
negra suerte. Ramiro a todas horas lamentaba haberse embarcado en aquel viaje. Incluso
llegó a comentar con algunos de los miembros de la tripulación que él sabía que Simbad
no era un buen capitán, ya que lo había padecido en una travesía por el río.
Simbad supo de estas murmuraciones, apoyadas asimismo por el testimonio de
la viuda, y estuvo a punto de tirarlos por la borda. Sin embargo, los buenos oficios de
Moisés impidieron que lo hiciera. El argumento del muchacho dio en el blanco: No
podía dejarlos allí tirados en aquel puerto, ni tampoco arrojarlos por la borda, porque
eso destruiría su reputación de hombre magnánimo y generoso.
Simbad, una vez más, se vio obligado a soportar a aquellas dos criaturas para
poder ofrecer al mundo un rostro cargado de misericordia, pero en su interior, tal como
ya había pensado tiempo atrás, se ratificaba en que nunca más, en cuanto estuvieran en
la patria, tendría tratos con aquellos que simplemente le habían servido como siervos y
que ahora se revelaban como traidores. Su venganza debía prepararla con cuidado.
Encontraría la ocasión para despreciarlos, acusarlos de cualquier falsedad y dejarlos sin
su parte del botín.
Zarparon de aquella primera escala con las provisiones indispensables para
alcanzar el siguiente puerto. Los hombres murmuraban a la hora de las comidas y en los
ratos entre guardias que quizá su viejo capitán, que en la gloria estuviera, era mucho
más generoso que este que les había tocado ahora. Era cierto que se sentían agradecidos
porque los estaba devolviendo a la patria, cosa que temieron no lograr. Pero la avaricia
del capitán que prefería todas aquellas mercaderías a dar de comer como es debido a
una tripulación que se afanaba cada día en sus tareas, los llenaba de rabia y
resentimiento. Eugenio, el joven piloto, les recordaba, intentando apaciguar los ánimos,
que todo aquello que transportaban les garantizaría buenas ganancias y la tranquilidad
de sus familias. Estaban acostumbrados a las penurias. No hacía muchos meses que se
habían visto arrojados a un mar tempestuoso y a punto estuvieron de perder la vida. Era
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mejor tener paciencia, soportar un racionamiento, sabiendo que al llegar a casa serían
personas acomodadas y podrían llevar una existencia sin sobresaltos. Era simplemente
la última prueba. No eran conejos. Eran hombres y debían comportarse como tales.
Además el capitán Simbad también pasaría por los mismos sacrificios que ellos, pues no
se había reservado ni exigido nada diferente para sí. La mejor prueba era que ni siquiera
había descendido de la nave en aquel puerto ni había demandado que se le escogieran
viandas especiales. Él también comería carne en sal, arenques y galletas. Lo importante
era que habían cargado agua dulce suficiente, limones y también ron. Eso les haría la
vida más fácil ya que podrían esquivar el escorbuto y no pasarían sed, aunque la dieta
fuera salada. El ron, por otra parte, caldea el corazón y hace que las dificultades se vean
a una luz más amable.
Simbad observó que la tripulación lo miraba con recelo. Parecían excesivamente
silenciosos y absortos en su faena. No levantaban la vista ni se llevaban dos dedos al
gorro cuando pasaban cerca del capitán. Simbad empezó a notar que había una cierta
tensión en el aire. Convocó a Eugenio al puente de proa y hábilmente lo interrogó. El
muchacho consideró conveniente aconsejar al capitán que hablara a los hombres, que
los ayudara a levantar la moral y atajara los comentarios y el mal ambiente con unas
palabras de aliento y solidaridad. Simbad, con su máscara de cervatillo de ojos dulces,
pero enseñando de vez en cuando sus afilados y oscuros dientes en una sonrisa feroz, les
dirigió la palabra. En su discurso mezcló hábilmente las promesas con las amenazas, las
expectativas con los augurios de hacer fracasar la empresa con sus quejas. Les aseguró
que en la próxima escala permanecerían más tiempo en el puerto de manera que les
diera tiempo de hartarse de carne, verduras, frutas y mujeres. De aquel modo consiguió
reducir el malhumor y capear el temporal. Para sus adentros pensó que no importaba
que el viaje fuera algo más largo. Nadie lo esperaba. La mercancía que lo haría un
hombre rico no era perecedera y, por tanto, no corría prisa llegar a destino.
Unas semanas después de esta arenga, arribaron a una de las grandes islas y allí
permanecieron por espacio de una semana y media. Salvo este incidente, la travesía
estaba siendo de lo más apacible. El mar no había puesto a prueba la pericia de Simbad.
Los hombres, tras aquellas vacaciones, regresaron al barco con mejor talante y
dispuestos a servir a su capitán con toda fidelidad, olvidados ya de lo que consideraron,
unos días atrás, como avaricia.
Todos saludaban al capitán con alegría por las mañanas y lo miraban con
simpatía cuando hacía su ronda nocturna por la banda de babor. Volvieron a llevarse los
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dos dedos, el índice y el corazón, al gorro, a modo de venia a su comandante. En los
ratos de ocio, se entretenían en recordar las comilonas y las mujeres de las que habían
disfrutado en la isla. Jugaban a las cartas, se reían y cantaban con los ojos brillantes,
quien sabe si por los bellos recuerdos, el ron o por la codicia.
Aquel triunfo que ganó para la causa de Simbad la voluntad de la marinería dejó
sin argumentos para sus murmuraciones a Raimundo y Flavia, que pasaron algo más de
una semana como cuerpos sin alma. El sentido de sus vidas había desaparecido. Allí no
tenía objeto halagar a Simbad, ni tampoco criticarlo o soliviantar a la tripulación, ya que
él parecía tener todo controlado. Nada podían conseguir de él, más allá de lo que ya
habían recibido y lo que esperaban. Por otra parte, comprendieron que en caso de que la
tripulación se amotinara, instigada por ellos, tampoco ganarían gran cosa, si antes se
habían mostrado excesivamente serviciales con el capitán. Cesaron en sus intrigas y se
quedaron sin saber qué hacer de su tiempo y de su ocio en aquella larga travesía.
Un atardecer, con los últimos rayos del sol hundiéndose en el mar, Eugenio
señaló a Simbad el horizonte y le advirtió de que aquella franja oscura que se levantaba
del mar como si fuera un muro de piedra gris era el anuncio de una borrasca. En la
distancia y entre dos luces era difícil saber hacia donde caminaba la tormenta, si se
deslizaba por la línea que separa el cielo del mar o si venía hacia ellos, pues donde se
encontraban, sólo había el viento suficiente para que las velas hicieran su trabajo.
Simbad comentó que el viento era de poniente y que soplaba en la dirección que ellos
necesitaban. Era de pensar que la tormenta más bien les precedía y, al tiempo que ellos
avanzaban, se desplazaba en la misma dirección, adelantándolos. Eugenio dubitativo
meneó la cabeza y Simbad se enfureció. Dejó al muchacho y se fue a su camarote. Cenó
en compañía de Moisés, lo mandó a cubierta a observar el mar, se tendió en su cama y
le ordenó que le avisara si notaba algo extraño.
Como a media noche, un aullido poderoso, una fuerte sacudida y el crujir de las
cuadernas de la nave despertaron a Simbad. Intentó ponerse en pie, pero el zarandeo de
la nave lo volvió a arrojar sobre el lecho. A duras penas consiguió levantarse, se
encaminó a la puerta de su camarote en el preciso momento en que sus papeles volaban
por los aires, los vasos y cacharros de peltre caían con estruendo y rodaban tintineando
por el suelo. Tuvo que pelear con un viento recio para abrir la puerta y se encontró a un
paso de la cubierta barrida por las olas. El rugir del viento acallaba las voces de órdenes
que los hombres se lanzaban unos a otros. Eugenio en el puente de popa, trataba de
poner orden. Algunos hombres habían arriado las velas y la nave acosada por todos los
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lados por ráfagas cambiantes era un simple cascarón a merced del mar. El timonel
trataba de mantener el rumbo, dejándose llevar por las olas, en lugar de enfrentarse a
ellas. La nave subía y bajaba como arrastrada por un torbellino. La tenue luz que llegaba
del horizonte unos momentos estaba a la altura de los ojos, otros a la altura de las
rodillas y otras por encima de las cabezas. El mar subía más allá del extremo del palo
mayor, para luego desaparecer, dando la impresión de que el barco flotaba en el aire.
Mientras, la atmósfera se llenaba de pequeñas gotas desprendidas de las masas de
espuma que se desprendían a cada golpe de las olas. Alguno de los tripulantes se había
sujetado a los palos con los cabos, para no ser arrojado al mar. Simbad sintió que su
cabeza parecía no estar firme sobre sus hombros. Como si una mano poderosa intentara
arrancarla de su cuello. La opresión que le atenazaba con frecuencia el pecho hizo su
aparición impidiéndole respirar. Tampoco era capaz de soportar las bofetadas del viento
que lo dejaban sin aliento. Agarrado al quicio de la puerta de su camarote mantenía el
equilibrio a duras penas. Notó como su estómago subía y bajaba al compás de los
vaivenes de la nave.
Simbad no podía hacer otra cosa que asirse a las maderas con fuerza. Una voz
poderosa en su interior le gritaba: Haz lo que haría un sabio lobo de mar. Pero las
piernas no le obedecían. Estaba paralizado de terror y sin fuerzas para oponerse al
bamboleo de la nave y al empuje del viento. A su lado apareció Moisés, con los ojos
más achinados que nunca y con las orejas como de cristal, a través de las que se veía el
resplandor de los relámpagos. Agarrándolo por la cintura, consiguió que se soltara de la
puerta, lo atrajo hacia el interior del camarote y lo empujó hacia su cama. El
movimiento de la nave ayudó al muchacho y le facilitó la maniobra. Cada vez que el
supuesto capitán intentaba ponerse en pie, el muchacho, que había comprendido que
Simbad no era un hombre de mar, le daba un manotazo en el centro del pecho a la altura
del esternón y este caía en su lecho como un pesado fardo. Los ojos de Simbad
centelleaban en la oscuridad apenas iluminada por la tormenta. Moisés, sin embargo,
ignoraba aquella mirada asesina y empujaba a su mentor si cabe con más fuerza.
Aquella desigual lucha duró bastante tiempo. Finalmente, el muchacho le gritó a
Simbad: Es mejor que se quede aquí, Eugenio está al mando y él sabe lo que hace.
Duérmase. La tormenta pasará. Las he visto peores. Ante aquellas palabras, Simbad
hundió la cabeza en la almohada y se quedó allí, boca abajo, como muerto. Las lágrimas
de ira le estallaban en los ojos. Viendo Moisés que Simbad ya no sería un problema
añadido al riesgo que todos corrían, salió del camarote, atrancó la puerta y reptando
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llegó hasta el puente de mando. A la luz de las chispas que se desprendían de las nubes,
Moisés y Eugenio se miraron y comprendieron que ambos estaban de acuerdo; Simbad
sólo sería un estorbo en medio de aquella tormenta. Resuelto el problema, se dedicaron
a la faena de impedir que la nave zozobrara.
La tormenta duró dos días. Cuando parecía que empezaba a amainar, las olas
volvían a levantarse furiosas incluso antes de que se oyera el rugido amenazador del
viento. Cuando por fin llegó la calma, los hombres estaban exhaustos. Los oídos les
zumbaban y aunque la nave se había estabilizado, caminaban por la cubierta como
borrachos. Moisés y Eugenio, en cuanto vieron que la tempestad se disolvía y alejaba,
bajaron al camarote de Simbad, entraron, lo obligaron a ponerse en pie y casi en
volandas lo subieron al puente. Cuando la tripulación volvió de su mal sueño, todos
vitorearon al capitán Simbad que los había conducido en medio de aquel mar asesino.
El cielo volvió a proteger a Simbad de la maledicencia, pues Flavia y Raimundo
habían permanecido como clavados a sus camastros durante el tiempo que duró la
poderosa tormenta. Estaban aterrados y sólo pensaban en salvar sus vidas. Los hombres
de la tripulación, afanándose por no ser arrojados al mar y por asegurar la estabilidad de
la nave, tampoco prestaron atención a quien la dirigía. La Capitana salió algo magullada
del combate con la fuerza del mar. Pero los carpinteros repararon con celeridad los
desperfectos, la marinería limpió las cubiertas, achicó el agua que se había colado en las
bodegas, reordenó la carga que se había desplazado con la agitación del mar y todo
volvió a la calma.
Simbad no se atrevía a mirar a los ojos a Eugenio ni a Moisés. Huía de su
presencia y cuando no tenía más remedio que escucharlos o dirigirles la palabra lo hacía
en aquella característica postura suya de colocarse como de medio lado y con la cabeza
echada hacia atrás, de manera que sus ojos no fueran visibles.
Simbad no comprendía la actitud de aquellos jóvenes que acababan de salvar el
barco y su reputación como marino. Él nunca había hecho nada semejante por nadie.
Eugenio y Moisés, sin embargo, eran de esos raros ejemplares de persona agradecida y
fiel. No es que amaran a Simbad más que a nadie, sino que sentían por él un infinito
agradecimiento. Por otra parte, consideraban que incluso el más grande de los hombres
posee flaquezas y debilidades que pueden salir a la luz en momentos difíciles, por
mucho dominio que tenga sobre sí mismo. Esas flaquezas como el terror paralizante de
Simbad producían en el ánimo de los muchachos un sentimiento de ternura especial,
muy cercana a la devoción. Apoyados en su gratitud y en aquel dulce sentimiento que
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los enternecía, estaban dispuestos no sólo a ayudar a su patrón, sino a sacarlo de
cualquier apuro. Nunca mencionaron el episodio, aunque hablaron de la tormenta.
Jamás aludieron a que Simbad había sido obligado a permanecer en su camarote para no
ser un estorbo más en la terrible circunstancia. Mantuvieron en todo momento un trato
reverente hacia él, como el que corresponde otorgar al capitán de una nave. Eugenio,
incluso, consultaba, como siempre, cualquier decisión que debía tomar y lanzaba las
órdenes pertinentes en nombre del capitán.
De este modo tan simple, la reputación de Simbad no se resquebrajó a ojos de la
marinería. No obstante, en Simbad empezó a crecer un sentimiento de dependencia
hacia aquellos dos muchachos. Aquella nueva sensación lo disgustó. Mientras
continuara la travesía, la gran travesía de su vida, no podía deshacerse de ellos, pero
debía encontrar el modo de alejarlos de sí, en cuanto estuvieran en tierra. Podría ser
fácil con Eugenio, pues éste tendría su propia vida. Pero Moisés era poco más que un
niño, no podía dejarlo abandonado a su suerte. El muchacho le había contado que no
tenía familia, ni nadie que se hiciera cargo de él, por eso amaba la vida en el mar, pues
en un barco todos eran iguales, especialmente si había problemas, ya que se jugaban
todos juntos la vida. Un sentimiento cercano al afecto retenía a Simbad respecto al
muchachito. No le parecía adecuado que, siendo tan joven y habiendo otras
posibilidades, Moisés debiera convertirse en un marino que arrostrase durante toda su
vida los peligros de la mar. Esa vida de viajes y riesgos no le permitiría formar su
propia familia, establecerse y dar otra oportunidad a su inteligencia tan despierta y viva.
A Simbad le parecía que sería desperdiciar el talento del muchacho. Por otra parte,
aunque esto no quería decírselo a sí mismo con absoluta claridad, no hubiera podido
soportar que Moisés llegara a ser un gran capitán de barco. De manera que, escudado en
la dureza de aquella profesión y en las incertidumbres que acarreaba, empezó a
manipular al muchacho para convencerlo de que cualquier otra actividad le sería mucho
más gratificante, placentera y segura.
Lo convenció de que debía estudiar, formarse, adquirir una cultura. No podía
seguir siendo un pobre muchacho analfabeto, ahora que estaba a punto de convertirse en
un hombre con una buena renta. Debería relacionarse con las personas acomodadas de
la ciudad y eso exigía que adquiriera modales y aprendiera los usos de la gente de alto
rango. Posiblemente, de ese modo, conocería a jovencitas agradables, hacendosas, de
buena cuna y mejor comportamiento, que serían las candidatas a ser su esposa. Con
ellas podría formar una familia feliz, en una soleada casita, con un hermoso jardín.
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Podría convertirse en alguien respetable, ya que su esposa lo pondría en relación con su
propia familia y con otras familias notables, convirtiéndose de este modo en un hombre
respetable y respetado que gozaría del afecto de sus parientes y amigos.
Moisés no sentía ninguna inclinación por el estudio, ni se veía a sí mismo
volcado sobre los libros de latín o griego, ni siquiera sobre los de geometría o
aritmética. Su mente despierta era la de un superviviente. Su inteligencia era práctica y
resolutiva, poco inclinada a pasar el tiempo en largas meditaciones o en disquisiciones
que no tuvieran un resultado inmediato. Prefería aprender a guisar que estudiar a los
filósofos. Sin embargo, su corazón juvenil albergaba una fuerza importante que hasta
aquel momento no había podido emplear. Necesitaba ser amado y amar, por eso se
había enamorado de Simbad, por eso no había prestado atención a su melena morada, a
sus silencios, a sus borracheras solitarias, a su carácter adusto, frío y a veces violento.
Los había salvado y por ello, en el mismo instante, empezó a adorarlo, a considerarlo el
padre que no había tenido y a volcar en él el fuego que estaba latente en su interior. La
sola imagen, sugerida por Simbad, de tener una esposa, unos hijos, unos cuñados,
primos y tíos le inflamó por dentro. Eso sí era una aspiración digna de él. Estaba
dispuesto a llamar madre a una suegra, por desagradable que fuera, y padre a un suegro,
por antipático y desabrido que se mostrara con él. Tener hijos, no abandonarlos jamás,
cuidarlos, protegerlos y mimarlos, cosa que él como hijo jamás había disfrutado, podía
muy bien ser el objetivo de su vida. Era algo que merecía la pena, incluso, por ello,
podía uno dedicar un tiempo a estudiar latín, griego, geometría y aritmética.
Simbad, cuando vio el brillo en los ojos de Moisés pensó, siguiendo sus propias
reglas, que había convencido al muchacho al presentarle un futuro lleno de éxitos y
brillo social. No podía imaginar que la sola perspectiva de amar y ser amado era lo que
había prendido aquella llamita en sus pupilas.
El resto de la travesía lo dedicó Simbad a enseñar a Moisés a leer. El chico, sin
costumbre de prestar atención a los garabatos que para él eran las letras, ni hábil en el
manejo de un lápiz que jamás había utilizado, se reveló como un alumno que se distraía
fácilmente, que evitaba las tareas y que permanecía con los ojos fijos en el aire, sin
atender a las indicaciones del maestro. Simbad intentó toda clase de sobornos. Toda
clase de amenazas. Por fin, un día cuando ya estaba a punto de dejar al muchacho por
inútil, tuvo una inspiración. Con mirada severa le dijo: ¿Cómo te vas a presentar ante
tus hijos, cuando regresen de la escuela y quieran contarte sus avances y logros, como
alguien que no es capaz de leer una línea y comprenderla?
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Esta fue la palabra mágica que despertó el interés de Moisés. A partir de aquel
instante se manifestó como un estudiante deseoso de aprender, lleno de preguntas. A
todas horas se le veía con un libro entre las manos, siguiendo con el dedo las líneas de
escritura y moviendo los labios como las viejas que rezan el rosario en la penumbra de
los templos. Su cuaderno se llenaba rápidamente de trazos titubeantes que, poco a poco,
iban asemejándose a letras. Su verbo fácil le fue de gran ayuda. Simbad le sugirió que
empezara a escribir sus experiencias. Todas las historias que durante la cena le había ido
contando a Simbad fueron tomando cuerpo sobre el papel. Al principio aparecían llenas
de faltas de ortografía, con una sintaxis deficiente que volvía incomprensibles algunos
párrafos, pero su letra mejoró y cada palabra mal escrita se transformó en muy poco
tiempo en el verbo adecuado, el sustantivo conveniente y el adjetivo justo. Moisés
consiguió en unas semanas que su texto escrito fuera tan elocuente como su oratoria.
Simbad se convirtió en el maestro improvisado del mejor de los alumnos. Sus
avances eran asombrosos. No conseguía retener las conjugaciones del latín, ni tampoco
resolvía con facilidad los problemas de aritmética. Le costaba mucho imaginar las
formas geométricas y su volumen, pero se convirtió en un excelente narrador. Las
imágenes, las descripciones, los diálogos, las chispas de humor salpicaban sus escritos y
el lector podía fácilmente imaginar las escenas que estaban allí escritas, podía poner
rostro a los personajes e incluso atmósfera a los paisajes. Moisés era un escritor nato,
capaz de contar su experiencia, sus reflexiones y observaciones con gran precisión y
soltura.
En esta tarea, pasó el resto de la gran travesía. Todavía fondearon en un par de
islas más, antes de avistar las costas de la patria. Se aprovisionaron, conocieron nuevos
lugares y aquellas escalas sirvieron a Moisés para llenar varios cuadernos más con todo
lo que veía en aquellas tierras. El mar respetó su ruta. Los vientos soplaron favorables.
Sólo alguna llovizna pasajera y algún sobresalto al rizarse el mar más de lo conveniente
alteraron los meses siguientes y, finalmente, las rocas y los elevados farallones de la
costa se recortaron sobre el horizonte un amanecer. Casi cinco meses de travesía, pero al
fin estaban a la vista del destino. No habían tenido que disparar ni una sola vez los
cañones. Simbad se lamentaba de que aquel peso que inútilmente habían acarreado por
todo el océano les hubiera impedido cargar con más mercancías, pero Eugenio le dijo
que nunca había visto una mar más en calma en un viaje tan largo, ni una ruta tan
apacible, en la que apenas habían avistado a otros veleros, sino en la lejanía y en la que,
desde luego, no hubieran topado con alguno de los navíos de una armada poco amistosa
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o con un barco corsario. Era el viaje más extraño que había hecho en su vida y ya
llevaba varios a sus espaldas. Simbad estuvo a punto de decir que aquello había sido
gracias al capitán y su experiencia, pero se calló a tiempo, pues se refería a sí mismo,
pero podía haberse comprendido como una alabanza a Eugenio. Asintió, no obstante, a
las palabras del joven capitán y comenzó a contar sus propias travesías con Abraham,
arrogándose todo el mérito de aquellas otras experiencias también tranquilas y sin
peripecias más allá de la incertidumbre de navegar por mares apenas conocidos.
Este fue el momento en que Simbad comenzó a contar sus periplos,
adornándolos con toda clase de detalles magníficos, apropiándose de las aventuras que
otros habían corrido y narrado en sus libros de viajes, mezclando los hallazgos con
escenas terroríficas de monstruos marinos, grandes tormentas o abordajes de otros
barcos llenos de piratas sanguinarios y avariciosos.
Eugenio se dio cuenta de que, si estaban cerca la viuda o el hombrecillo de piel
oscura, Simbad jamás contaba aquellas historias. Sospechó que en ellas había más de
fantasía que de realidad, pero dejó que el falso y sabio lobo de mar disfrutara
contándolas cuando estaban solos o en su camarote comprobando los progresos de
Moisés.
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8 Simbad vuelve a casa
El arribo de La Capitana causó un gran revuelo en la ciudad. Nunca se había visto un
barco como aquel. Era o parecía una goleta, pero tenía algo de fragata. Sin embargo, era
una nave desproporcionada, con una silueta poco grácil y torpe. Todos se preguntaban
cómo había podido cruzar el océano cargada de mercancías y con el peso de aquellos
anticuados cañones. Pero más aún se sorprendieron cuando supieron que su capitán era
nada menos que Simbad. Tras muchos años de ausencia todos lo daban por
desaparecido, muerto o instalado allá en las Indias occidentales y sin intención de
regresar a la patria. Hete aquí que aquel hombre alto, de largos brazos y extrañas levitas
había vuelto convertido en un gran capitán de navío y en un hombre rico. Por eso,
cuando lo vieron descender del barco, con su melena y su barba de color morado, nadie
se extrañó de su apariencia. Todos pasaron por alto aquel inusual detalle. La gloria que
lo rodeaba borraba cualquier rasgo chocante en su figura y aún más cualquier defecto de
su carácter. Todos querían estrecharle la mano. Todos se presentaban como viejos
conocidos. Simbad, con su habitual frialdad, recibía los parabienes y las zalemas
escudriñando con sus ojos entrecerrados a quienes se le acercaban, tratando de averiguar
en aquel mismo instante quiénes de aquellos podrían serle útiles en su futuro inmediato.
Lo que más llamó la atención fue el mozalbete que lo acompañaba y a quien él
llevaba de la mano. Todos buscaban en aquellos dos rostros tan dispares, el de Simbad y
el de Moisés, con sus orejas transparentes, algún reflejo que pudiera dar luz acerca del
vínculo existente entre ambos. No existía parecido alguno, aunque el muchacho
caminaba también con andar felino, igual que su mentor. Así las más diversas
conjeturas empezaron a difundirse por la ciudad.
Unos, los peor pensados, consideraron que, en aquellas lejanas y ásperas tierras
de cuyas costumbres disolutas todo el mundo había oído hablar y que tan poco se
parecían a los nobles y mesurados hábitos que regían en la patria, posiblemente el
muchacho servía de paje a Simbad. Los más viejos, recordando su frustrado noviazgo
con Hortensia, la muerte de esta y su tristeza y melancolía, creían que Simbad había
preferido consolarse con alguien de su mismo sexo, antes que enamorar a otra mujer.
Otros, sin embargo y recordando también aquella historia desgraciada, optaron por
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pensar que el muchacho era hijo de Simbad. Sus rasgos exóticos y sus ojillos achinados
los convencían de que en las Indias debía haber tenido relaciones con alguna indígena.
Ni los primeros acertaban ni los segundos. Simbad no sentía ninguna inclinación por los
varones. Lo que no significaba que su virilidad fuera un hecho indudable. Tampoco se
decantaba por galantear al sexo contrario. Simplemente no le interesaban las relaciones
que implicaran demasiada intimidad. En cualquier caso y en honor a la verdad, no se le
había pasado por la cabeza en modo alguno establecer con Moisés un lazo como el que
sugerían. Por otra parte, si hubieran echado una simple cuenta, los maldicientes se
habrían dado cuenta de que el muchacho era demasiado mayor para ser hijo de Simbad,
pues no había estado tantos años fuera de la patria. Pero, hacer el cálculo habría
supuesto reconocer que no habían pensado en él en todo aquel tiempo, que su ausencia
no les había importado ni conmovido, a pesar de que ahora lo acogieran como si fuera
un querido amigo de la infancia, cuyo recuerdo guardaban en la zona más dulce de sus
corazones.
Así, mientras unos le daban palmaditas en la espalda, otros se empeñaban en
estrecharle sus largas y frías manos, al tiempo que lanzaban miradas a uno y otro rostro,
buscando explicaciones que justificaran por qué el muchacho iba de la mano de Simbad.
Eugenio, con su temple habitual, siendo enemigo de toda clase de murmuraciones,
simplemente explicaba a todo el que quisiera escucharle que Simbad los había devuelto
a la patria, tras un naufragio terrible; que el muchacho, antiguo grumete, había sido
acogido bajo la capa de generosidad de Simbad, quien, en sus ratos libres al mando de
La Capitana, se había empeñado en enseñarle a leer y escribir, con el fin de que, el día
de mañana, pudiera ser un hombre de provecho. Por eso el huérfano, agradecido, no se
soltaba de su mano y le seguía fielmente como si fuera su sombra. Eugenio terminaba
su historia diciendo que él hubiera hecho lo mismo, de encontrarse en la situación de
aquel chico, pues en Simbad había encontrado un salvador, un mentor y un padre. Él,
por su parte, estaba tentado de no separarse de aquel hombre que les había devuelto la
confianza y la esperanza. Les había permitido regresar a la patria y ser, gracias a las
mercancías que habían traído, hombres respetables con los riñones bien cubiertos.
Desafiaba a que alguien lo llamara afeminado o cosas peores. Para ratificar la bondad de
Simbad señalaba a la pobre viuda y al hombrecillo de piel tostada y los presentaba,
bajando la voz, como otros rescatados por la mano salvadora de aquel hombre
excepcional y cargado de virtudes.
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Simbad, despreciando los comentarios, se exhibía orgulloso con el jovencito a su
lado. Moisés era la prueba de que no sólo era un sabio lobo de mar, probado en aquella
larga travesía, sino que era el más generoso de los hombres, siempre dispuesto a hacer
un favor. Sin embargo, algo se interponía entre Simbad y su plena satisfacción. Eugenio
y Moisés sabían que se había dejado dominar por el pánico durante la tormenta,
mostrándose incapaz de cumplir con su papel de capitán. Los muchachos parecían haber
establecido un pacto de silencio, pero, desconfiado como era, Simbad temía que en
algún momento se fueran de la lengua. Mantenerlos con la boca cerrada acerca de sus
debilidades suponía tener con ambos una relación de amistad e intimidad duradera y eso
podía ser un sacrificio inmenso. Por otra parte, confiaba en que Eugenio pronto se
decidiera a tomar algún camino que lo alejara de él, pero el caso del chiquillo de las
orejas transparentes era más difícil. Su devoción a Simbad, el hecho de que fuera aún
casi un niño y que careciera de familia o posibilidades de ser independiente, eran
impedimentos graves para deshacerse de él. En este caso, pensó que sería conveniente a
sus intereses mantenerlo consigo para afianzar su imagen de hombre misericordioso. En
cualquier caso, era mucho más soportable la compañía de Moisés que la de la viuda o el
hombrecillo de piel tostada. Al menos el muchacho era obediente y servicial. Jamás se
quejaba y enseñarle no dejaba de ser una distracción. Mientras que los otros dos, con
sus permanentes lamentaciones, le aburrían y enojaban. Ponderó qué actitud tomar con
ellos, pero no fue necesario que hiciera ningún gesto especial. Tanto la viuda como el
hombrecillo de piel tostada, en cuanto tuvieron su parte del negocio, desaparecieron de
la vida de Simbad como si jamás lo hubieran conocido.
Este hecho encolerizó a Simbad. Desagradecidos, pensó para sí, aunque su
ausencia le molestaba más porque había perdido a dos esclavos, que porque se hubiera
quedado sin aquellos dos amigos. Nunca les tuvo aprecio. Momentos hubo en que los
hubiera asesinado. Esta huída le daba además un maravilloso argumento para maldecir
de ellos, tacharlos de envidiosos, hacerse lenguas de lo miserables que eran cuando los
conoció y dar la apariencia de estar muy dolido por su traición. Pensó que actuar de ese
modo lo confirmaría a los ojos de los demás como un gran hombre a quien aquellos que
tanto le debían habían abandonado. Siendo una víctima le iría mejor. Todos toleran
mejor a los triunfadores, si alguna desgracia los acompaña. Parecía no saber que la fama
es efímera y lo mismo que llega, se va.
Los días siguientes a su llegada los pasó Simbad buscando un alojamiento digno
de su prestigio recién adquirido. Finalmente, encontró una linda casa, con un pequeño
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jardín y un patio trasero. Era una casita algo anticuada en su factura. Poseía dos plantas.
La planta baja constituía la zona noble. Se abría formando un abanico que orientaba su
fachada principal al norte y la que daba al patio, al sur. Ese cuerpo de construcción era
perfectamente simétrico, de manera que estaba pensado para ocupar las habitaciones
que daban al sur en el invierno y las que daban al norte en el verano. Simbad escogió
una sala del extremo este como biblioteca. Allí colocó todos sus mapas y libros, sus
máscaras sobre la chimenea, sus pinturas de barcos, la mesa de despacho y un sillón
cómodo para leer. También acondicionó un espacio para recibir visitas, pues pensó que
ante todos aquellos testimonios visibles, sus palabras, al contar sus historias de
navegación, resultarían más creíbles. Al muchacho lo colocó en un amplio cuarto que
estaba en el extremo oeste. Puso allí su cama, unas estanterías y una mesa de trabajo.
También instaló allá unos cómodos asientos para cuando tuviera que vigilar sus
estudios.
El dormitorio de Simbad estaba cerca de su biblioteca y también del comedor.
La cocina y los servicios se ubicaban en los laterales del patio posterior. Sobre la planta
noble se alzaba un cuerpo de edificio más estrecho y corto que albergaba las
dependencias del servicio. Los cuartos eran pequeños y las ventanas muy semejantes a
la trampilla de la que había disfrutado Simbad en su cuarto de alquiler. Esta
característica fue la que finalmente lo decidió a comprar la casa. A todo el mundo le
contaba que le gustaba mucho cuidar de su jardín. Las plantas siempre habían sido una
gran afición para él. Pero lo cierto es que aquellas ventanas del piso superior, que
marcaban la diferencia entre sus inicios y su buena posición actual, le hacían gozar
mucho más que todas las flores y árboles que pudiera plantar en su terreno.
Una vez instalado, Simbad esperó que llegaran los visitantes y los curiosos que
deseaban conocer sus aventuras de ultramar. Ensayó delante del espejo, como antaño, la
postura que debía adoptar y los gestos que acompañarían su narración. Pero nadie se
presentó a escuchar las historias que tuviera que contar. Así pasó dos semanas pensando
que la gente hacía gala de una excesiva cortesía, pues él ya estaba dispuesto a acoger a
todo el que quisiera oír sus aventuras. Por fin, una mañana apareció el primer visitante.
Abraham, convertido en un anciano orondo que en poco recordaba al curtido segundo
piloto, hizo sonar la campanilla de la entrada. La criada lo hizo pasar y lo condujo
directamente a la biblioteca, ya que esas eran las órdenes que su amo le había dado. Allí
estaba Simbad, acodado en su mesa y ojeando mapas y cartas de navegación, dispuesto
a mostrarse siempre como un viejo sabio lobo de mar. Igual que el porte con que se
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presentaría a sus oyentes, muchas veces había ensayado las palabras que les dirigiría. Se
trataba de toda una puesta en escena. Aparentaría estar revisando sus notas y datos pues
pensaba escribir sus aventuras, precisamente había estado consultando la ruta de mares
lejanos donde, siendo muy joven, se había iniciado como marino. Sin embargo, en
aquella ocasión el discurso que tenía preparado no le resultó de utilidad. Su primer viaje
largo lo había hecho metido en su camarote, siguiendo las instrucciones de Abraham.
De manera que al ver quién era su visita, Simbad se quedó mudo y no supo qué decir.
Abraham sin prestar atención al mutismo de su anfitrión, se dejó caer en el
sillón, resoplando, y ponderó la hermosa casa, la agradable habitación y comentó los
chismes que le habían llegado acerca de los éxitos de su antiguo ayudante. Lamentó que
Simbad no hubiera visitado la naviera ni le hubiera llevado noticias de cómo le iban los
negocios a Jerónimo en las Indias. Señaló que hacía tiempo, desde que llegó el
cargamento conducido por Patricio, no habían vuelto a tener noticias del hijo de
Gilberto. Sus socios, Isaías y Adalberto, habían decidido emprender otras rutas y dejar
el comercio de las Indias que era demasiado lento y arriesgado. Se alegraba de que
Simbad se hubiera hecho rico y evaluaba su decisión de fletar un barco por su cuenta
con su propia mercancía como algo positivo y muy razonable. Consideraba prudente
que se hubiera alejado de Jerónimo, a quien no auguraba un futuro como comerciante ni
naviero. Le invitó a hacerse socio del club de armadores y comerciantes, ya que allí
conseguiría hacer buenos amigos y tal vez poner en marcha algún otro negocio que le
permitiera obtener beneficios del dinero que había ganado. En este punto, Abraham se
perdió en consideraciones acerca del valor del dinero, de la conveniencia de tenerlo
siempre en movimiento para sacarle intereses y otras teorías económicas.
Durante todo aquel soliloquio, Simbad trataba de encontrar algún tema con el
que dar la réplica a su huésped, pero su cabeza, agotada por estar construyendo historias
acerca de sus aventuras, era incapaz de hallar algún motivo de interés fuera de aquello
que precisamente a Abraham no podía contarle. Cuando finalmente Abraham dio por
terminada su intervención y se le quedó mirando, a la espera de alguna palabra o
comentario, la puerta se abrió de golpe y como un torbellino entró en la sala Moisés.
Traía en la mano un libro que agitaba entusiasmado. Por fin había comprendido una
frase latina que se le resistía y venía a comprobar lo acertado de su traducción. Al ver a
Abraham, se detuvo en seco. Lo miró por unos instantes y, sin dar explicaciones, se
abalanzó sobre él, gritando: Maestro, ¡qué alegría!
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La sorpresa de Simbad no tenía límites. Ni en un millón de años hubiera
sospechado que Moisés y Abraham pudieran conocerse. El joven y el anciano se
abrazaron efusivamente y se quitaban la palabra el uno al otro, mientras Simbad los
observaba perplejo, con los cabellos más morados que nunca y los ojos como dos
rendijas huidizas. Ellos trataban de explicarle a Simbad cuáles habían sido sus
peripecias juntos. Era Abraham quien había descubierto, tiempo atrás, a un muchachito
de no más de seis años que merodeaba por el puerto, harapiento y con cara de hambre.
Enternecido por la delgadez y el aspecto del niño, Abraham se lo había llevado a su
barco. Allí lo había obligado a asearse, lo había vestido con lo mejor que encontró y que
se adaptara a su pequeño cuerpecito y lo contrató de grumete. Moisés sirvió fielmente a
su amo por espacio de cuatro años. Cuando Abraham aceptó el viaje en el que Simbad
iba a actuar como su ayudante, decidió que la empresa era demasiado arriesgada para
alguien que sólo era un niño y decidió cederlo a un amigo suyo. Este amigo era el que,
fiel a la tradición, se había hundido con su barco cuatro años después. En compañía de
Abraham y luego del capitán avaro, que gloria hubiera, Moisés había recorrido todos los
mares, había vivido mil aventuras, conocido lugares exóticos y escapado de las más
terribles tormentas, incluida la que lo había dejado tirado en un lugar perdido de las
Indias occidentales.
Las historias con las que Moisés había entretenido a Simbad en sus solitarias
noches no eran, pues, producto de la mente imaginativa del muchacho, sino
experiencias reales. Jamás Simbad podría competir con aquel narrador brillante porque
él no había sido capaz de viajar tanto como el muchacho. Además, cuantas veces habían
llegado a un puerto, no había sentido la menor curiosidad por desembarcar, explorar
aquella tierra extraña u observar a sus gentes. Todo lo que sabía de aquellos lugares,
incluidos en los que había estado, procedía de los libros y de las historias de Moisés,
pero a Abraham no podía contarle aquellas historias prestadas, porque su interlocutor
sabía perfectamente quien era el verdadero protagonista de las peripecias.
Cuando la situación estaba resultando sumamente embarazosa para Simbad,
Abraham se percató de las extrañas máscaras de animales que colgaban de la pared. Se
levantó para examinarlas de cerca, pues su vista no era ya la de antes, y preguntó a
Simbad por el origen de aquellas máscaras. Este, habiendo encontrado un tema del que
podía hablar, pues las había adquirido en su viaje de ida a las Indias, comenzó a
fantasear acerca de ellas, repitió lo que el vendedor le había explicado, aunque no le
prestó en su día mucha atención, supliendo las lagunas con aquella habilidad suya para
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hacer creíble cualquier embuste. Dijo haber visto con sus propios ojos aquellos animales
fabulosos, de colores extraños y juró que, aunque todas esas criaturas parecieran
producto de la imaginación, existían en aquellas islas perdidas en el océano. Dijo que
David, el malogrado muchacho, de no estar en el fondo del mar, hubiera podido ratificar
sus palabras. Se abstuvo, no obstante, de precisar que especialmente al león de la
melena morada lo había visto en sus pesadillas producidas por el alcohol y la
frustración.
Con toda esta charla transcurrió la primera velada en la que Simbad pudo
colocar una de sus aventuras e impresionar a su auditorio, aunque este fuera tan exiguo
como Moisés y Abraham. Simbad despidió a su viejo amigo, prometiéndole pasar por la
naviera de Gilberto y también por el club de armadores y comerciantes.
Aquella noche, durante la cena, tuvo que soportar el entusiasmo de Moisés y sus
recuerdos de lo compartido con Abraham. El muchacho remató su charla con la
afirmación de que si Simbad era su padre, a Abraham lo podía considerar su abuelo, así
que ya podía presentarse ante el mundo como alguien con una familia de verdad.
Finalmente, Simbad se fue a la cama y, a pesar de que no había sido como lo
esperaba y deseaba, consideró que la tarde había sido buena. Por fin había conseguido
contar una de sus aventuras y, en aquel caso, nadie podría desmentirlo. Esa noche
durmió sin sueños y con una respiración sosegada.
Todos los que se reunían en el club de armadores y comerciantes eran personas
con larga experiencia en navegación. Conocían perfectamente los más sutiles detalles de
la construcción de barcos. Se habían arriesgado por ríos caudalosos y llenos de peligros
y sabían de mares de nombres impronunciables, por lo tanto, si bien podían llegar a ser
socios de Simbad, no podrían ser jamás sus oyentes. Lo comprendió al instante,
aprovechó las oportunidades que le brindaban para hacer crecer su fortuna, pero los
descartó como posibles interesados en sus historias y aventuras.
En la naviera supo que los tres socios habían decidido sostener a Jerónimo,
enviándole periódicamente su parte en los beneficios del negocio, por respeto a su
difunto padre y, específicamente, para asegurarse de que siguiera donde estaba y no se
le ocurriera regresar. Ellos ya eran ancianos. Mantendrían la actividad mientras tuvieran
energía para ello y luego lo liquidarían, vendiéndolo al mejor postor. Simbad estuvo
tentado por un momento de hacer una oferta, pero no lo hizo. Se dio cuenta de que ya no
tenía fuerzas para llevar adelante una empresa tan exigente como aquella. Tampoco se
77
sentía capaz de navegar. Ahora sólo le interesaba vivir de sus aventuras y poder
contarlas.
Cuando salió de la naviera, quizá recuperando una vieja costumbre, se encaminó
hacia la costa. Desde lo alto de las rocas y luego sobre las arenas de la playa contempló
el mar. Se extendía hasta el horizonte, suave como un manto de seda turquesa, que le
recordó la sombrilla de Hortensia, pero no pudo, a pesar de la mansedumbre que
mostraba aquel día soleado, evitar una mirada de furia, como si aquella inmensa masa
de agua fuera la culpable de que él tuviera miedo. De sus ojos entrecerrados salió
aquella mirada acerada y torcida, desafiante. Aunque no era capaz de decírselo a sí
mismo, sus ojos fieros eran los de los vencidos. Sintió que regresaba a su pecho aquella
desagradable sensación de opresión y ahogo. Había cifrado en atravesar los mares todo
el éxito de su vida. Había construido barcos, navegado por mares lejanos, remontado un
peligroso río y pasado muchas horas en babor mirando a las estrellas. Se había hecho
rico, trabajando mucho e incluso arriesgando la vida. No se podía decir que hubiera
fracasado, sin embargo, su triunfo no era sino muy parcial. Había navegado sin saber
que lo hacía, no había conocido los lugares por los que pasaba ni a sus gentes, no había
compartido el esfuerzo con sus compañeros de travesía o de negocios, y, finalmente se
había dejado llevar por el terror en la única ocasión en que estuvo en verdadero peligro,
y ni siquiera había aprendido a nadar. Nunca fue un verdadero sabio lobo de mar, sólo
tenía el aspecto exterior y este se estaba marchitando con el paso del tiempo y el cambio
de las modas en el vestir. Ni siquiera su barba y su morada melena eran suyas; las había
tomado prestadas de la máscara del león.
Ahora ya sólo le quedaba el recurso a sus aventuras, más imaginarias que reales,
y encontrar un buen interlocutor, ignorante, a quien pudiera impresionar. Ninguno de
aquellos que eran sus conocidos le servía. Tomó la decisión, no obstante, de seguir
ensayando sus narraciones para pulirlas y para que en ellas no quedara ningún detalle
que pudiera traicionarle.
A partir de aquel paseo a la orilla del mar se juró a sí mismo que nunca volvería
a acercarse a él y que se dedicaría con denuedo a dar forma a sus historias, en la espera
de que apareciera el oyente idóneo. Con estos firmes propósitos volvió a su linda casita
en forma de abanico. Vigiló los estudios de Moisés y contrató para él preceptores. Se
engolfó, ayudado por un jardinero que hacía todo el trabajo, en cuidar las hermosas
rosas de su jardín. Incluso ideó un estanque para los peces. Aquellos fríos animales de
colores variados y lomo irisado, le parecieron los amigos mejores para sus mañanas de
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sol. Por las tardes, cuando la casa estaba en silencio, se encerraba en su dormitorio y
declamaba sus historias frente al espejo, satisfecho con lo que veía reflejarse sobre el
cristal azogado y con el oído atento a sus propias palabras para detectar cualquier fallo o
contradicción.
Los días pasaron veloces y Simbad, fiel a su rutina, cada vez poseía un mayor
número de aventuras de perfecta factura, que si alguien se hubiera molestado en
escribir, sin duda habrían llenado fácilmente cientos de páginas. Los peces del estanque
habían engordado y sus flores y arriates estaban cada vez más frondosos. Únicamente
faltaba un oído humano dispuesto a escuchar sus discursos sobre mares lejanos, islas
perdidas o tormentas fragorosas.
Así transcurrió más de un año. Moisés crecía y se fortalecía. Era un muchacho
bien parecido, a pesar de sus ojillos achinados, sus orejas habían tomado consistencia y
ya no transparentaban la luz. Sus distintos preceptores lo habían convertido en un
muchacho de excelentes modales, una cultura más que aceptable y el centro de interés
de las frecuentes reuniones sociales a las que acudían las jovencitas casaderas de la
ciudad.
Una tarde, se acumuló una serie de acontecimientos que alteraría el curso
apacible de la vida de Simbad, en la que el único trago amargo era no haber conseguido
oyentes. Pero este parecía satisfecho con su propia figura reflejada en el espejo, a la que,
cada día con nuevas variantes y ampliaciones, le contaba sus aventuras. Esa tarde,
alguien a una hora un poco intempestiva hizo sonar la campanilla de la entrada. La
criada condujo al visitante a la biblioteca y Simbad se vio interrumpido en medio de una
de sus mejores historias. Enojado, fue a ver quién era el importuno y se encontró con
Eugenio a quien hacía meses no veía y del que no sabía nada. No es que lo hubiera
echado de menos, más bien se congratulaba de saber que había desaparecido.
El capitán le pidió excusas por no haberle visitado antes y haber desparecido sin
dejar rastro, y pasó a informarle de sus andanzas. Acababa de contraer matrimonio con
una prima suya lejana y estaba muy contento. Para ella, con lo ganado en sus travesías,
había comprado una linda granja en el interior, había arreglado la casa, se había hecho
con ganado y esperaba pasar el resto de sus días criando una familia y viviendo de lo
que produjera su propiedad. Deseaba y esperaba que Simbad los visitara alguna vez,
pues el lugar era hermoso y apacible y ellos los recibirían con los brazos abiertos tanto a
él como a Moisés. A este ofrecimiento Simbad respondió con una inclinación de cabeza
y sin pronunciar palabra.
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Eugenio siguió informándole de que para sus gestiones, había ido a la capital y
allí, por azar, había conocido a uno de los hermanos de Simbad. Por él supo del estado
delicado del padre de ambos y de cómo se estaba convirtiendo en un problema de difícil
solución. El hermano de Simbad, Alberto, era un hombre casado, tenía dos hijas y con
ellos vivía la madre de su esposa. El tenía un buen trabajo, pero no tenía espacio en su
casa para albergar a nadie más. El padre estaba muy achacoso, necesitaba cuidados
constantes, no podía vivir sólo al cuidado de una criada. El resto de los hermanos de
Simbad se había desentendido de sus obligaciones para con el anciano. Unos, los mejor
situados, se justificaban con el hecho de vivir en el extranjero y consideraban que el
viaje no era aconsejable, dado el estado de salud del padre. Los otros argumentaban,
incluido Alberto, con que era imposible para ellos, por falta de espacio, acogerlo en sus
casas. Ahora que Simbad había regresado, convertido en un hombre acaudalado, que
vivía en una hermosa casa, quizá él pudiera hacerse cargo de su padre. Para ello le había
escrito Alberto una carta de la que Eugenio era el portador.
Si Simbad se había alegrado de que Eugenio se hubiera acomodado en un
distrito lejano y así no podría ser nunca un impedimento para que él contara sus
historias, la noticia de la enfermedad del padre y el hecho de tener que aceptarlo bajo su
techo, no le agradaron en absoluto. No obstante recibió la carta y la leyó atentamente.
No contenía más noticias que las que el propio Eugenio había trasladado, ni tampoco
expresiones de afecto, de admiración o de añoranza. Simbad sintió que la cólera le subía
desde el estómago a la boca. No hizo ningún comentario. Simplemente dio las gracias a
Eugenio y lo despidió, no sin antes llamar a Moisés para que lo saludara. El encuentro
entre los dos viejos amigos salvó a Simbad de tener que prometer una visita y le
permitió controlar su rabia creciente.
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9 El padre de Simbad
Simbad releyó mil veces la carta con la intención de hallar algún resquicio por donde
colar su negativa a hacerse cargo del anciano padre. En una de las ocasiones en que
estaba en esa tarea, lo sorprendió Moisés. Interesado por aquella carta, pues apenas
llegaba correspondencia a la casa, le pidió leerla. Simbad se la tendió, esperando que el
muchacho pudiera proporcionarle una excusa convincente para deshacerse del viejo. Sin
embargo, Moisés, necesitado de dar amor y de recibirlo, vio en aquella oferta la ocasión
idónea para derrochar toda la fuerza de su corazón.
Con los ojos iluminados y casi redondos, proporcionó a Simbad un sinfín de
razones por las que era de lo más adecuado y conveniente, justo y digno, acoger al
anciano padre de su mentor. Así, tendría al fin dos abuelos de verdad; Abraham y el
padre de Simbad, de nombre Jacob.
Mientras el muchacho llevado de su entusiasmo no cesaba de hablar, Simbad
miró sus máscaras y su vista tropezó con la del cervatillo de ojos dulces. Aquello le
pareció una señal del cielo. Si adoptaba la forma del tierno y amante hijo que auxilia a
su anciano padre en momentos difíciles, sin duda refrendaría su propia imagen de
hombre generoso. Por otra parte, esa era precisamente la causa que había esgrimido para
regresar a la patria con tanto sigilo. La ocasión le brindaba, pues, una coartada para no
quedar como un embustero.
Iniciado el camino para aceptar la situación, sin embargo, aún señaló una
dificultad; su padre estaba muy delicado y tal vez no le convenía viajar. Él mismo se
hallaba muy fatigado. Por las noches con frecuencia notaba aquella opresión en el pecho
que le dejaba sin aliento. En esas condiciones no se atrevía a hacer un viaje tan largo,
por malos caminos, haciéndose cargo al tiempo de alguien en peores condiciones que él.
Moisés que no estaba dispuesto a renunciar a la oportunidad de encariñarse con alguien
se ofreció inmediatamente a organizar el traslado. Él en persona iría a buscar a su
abuelo, contrataría el carruaje más cómodo posible, incluso para que el anciano viajara
echado, y a las personas necesarias para que lo atendieran como es debido. Así mismo
emplearía todo el tiempo necesario, aunque fuera mucho, haciendo etapas cortas y
soportables para el enfermo.
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Ante aquella buena disposición Simbad no pudo objetar nada. Permitió que el
muchacho iniciara los preparativos, escribió una carta a su hermano y la envió al día
siguiente. De este modo, en cuanto Moisés llegara a la ciudad del interior, casi todo lo
planeado por el muchacho estaría dispuesto. Para que su hermano hiciera los
preparativos de buen grado, Simbad le envió también una buena suma de dinero.
Transcurridas varias semanas, el abuelo llegó. Simbad se sorprendió al ver a
aquel hombre, en otro tiempo corpulento, y que ahora por los años y la enfermedad
había menguado de talla y aparecía como un hombrecillo enjuto, encorvado e incluso
dulce y enternecedor.
El padre de Simbad, quizá por su gran estatura, era un hombre con mucho
carácter, firmes convicciones, actitudes autoritarias y bastante mal genio. Así como su
cuerpo había tenido gran prestancia, su personalidad siempre se había manifestado sin
fisuras. Por ello su nueva imagen, débil y temblorosa, provocó en Simbad algo
semejante a una oleada de ternura. Observó al anciano y descubrió en él todas las
semejanzas que los señalaban como padre e hijo. Al mismo tiempo, comprendió que
aquella podría ser su propia imagen dentro de no muchos años. Aunque los separaba
algo más de dos décadas, Simbad se hallaba mucho más envejecido de lo que
correspondía a su edad y vio a su padre como el retrato de lo que él sería en breve.
Aquella noche, tras instalar a su padre en una habitación cercana a la de Moisés, Simbad
deseó con más fuerza que nunca una muerte repentina como la que se había llevado a su
madre del reino de los vivos.
No pensaba mucho en la muerte. Nunca lo había hecho. Más bien había
considerado que era una solución, establecida por la naturaleza, para alejar a las
personas molestas que en un momento u otro se habían cruzado en su camino. Es decir,
creía que la muerte era algo que les ocurría a los demás, pero no se había parado a
pensar que a él le tocaría también. Cuando conoció la repentina desaparición de su
madre, Simbad sintió por primera vez el soplo helado de la muerte en su propia nuca.
Deseó entonces, tal como ahora hacía si cabe con mayor intensidad, una muerte por
sorpresa y durante el sueño. Veía el deterioro de su padre a quien le unía aquel tan
poderoso parecido y le parecía verse a sí mismo fatigoso y atemorizado a las puertas
del gran tránsito.
En los días siguientes, acompañó a su padre durante las horas de la mañana, le
ayudaba a levantarse y asearse y lo depositaba en su sillón. Se extrañó de que el anciano
no le preguntara acerca de sus viajes y correrías y concibió la idea de que podría ser un
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buen oyente para sus aventuras, aunque no mostrara gran interés por cuál había sido la
vida de su hijo. Cuando Jacob pareció recuperado del viaje y sus ajadas mejillas
empezaron a mostrar el color de la vida, Simbad consideró llegado el momento de
iniciar sus narraciones. Había notado que su padre era algo duro de oído y que tenía que
levantar mucho la voz para que el anciano comprendiera qué se le estaba diciendo.
También había que hablarle de frente y vocalizando con precisión pues la mayor parte
de las palabras las deducía por el movimiento de los labios. Simbad pensó que aquello
supondría una dificultad añadida, ya que en sus ensayos, había compuesto la figura y
adoptado el aire de un predicador hablando a un gran auditorio. Ahora debía buscar una
nueva estrategia si quería que su padre comprendiera qué le estaba diciendo. Así que
aún se demoró unos días en iniciar sus relatos, pues debía encontrar el modo de hacerle
llegar el mensaje a pesar de las limitaciones de expresión y gesticulación que la sordera
del anciano imponían. Evaluó la posibilidad de redactar cada día alguna historia y
dársela a leer a Jacob, pero pronto advirtió que la vista de su padre era débil y que
cualquier esfuerzo lo fatigaba en exceso. De manera que no le quedaba sino hacerlo
oralmente y hallar el modo de contar de manera simplificada sus fantasiosas aventuras a
fin de que Jacob comprendiera cuántos riesgos había corrido y cuán azarosa había sido
su existencia.
Una mañana en que el anciano Jacob parecía de mejor talante Simbad se
aventuró a iniciar uno de sus relatos. Cuando llevaba algo más de un cuarto de hora
hablando y gesticulando como si estuviera arengando a todo un ejército, Jacob levantó
una mano y le obligó a detenerse. Simbad, con sus ojos entrecerrados, enfocó el rostro
del anciano. Este lo miraba con una mezcla de cólera y desgana. Simbad se sobresaltó y
preguntó qué era lo que deseaba. Que te calles, exclamó el anciano con voz ronca. No
me interesa nada de todo eso que dices que has hecho. Tú eres mi hijo mayor y deberías
haber heredado el negocio que con tanto esfuerzo levanté durante años. Tu obligación
era quedarte cerca de tus padres y atenderlos en su vejez. No estabas cuando tu madre
murió. Menos mal que ella se fue de repente y no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que
sucedía. Si hubiera tenido una larga enfermedad, a su dolor y sufrimientos se habría
añadido tu ausencia. Yo mismo me he visto obligado a viajar contra mi voluntad,
soportando semanas por malos caminos y peores posadas, machacando mis huesos
doloridos y tragando polvo que es lo último que necesitan mis fatigados pulmones. Para
colmo, no has sido capaz de ir a buscarme en persona. Nada tenías que hacer aquí.
Siempre estás metido en esta casona, demasiado grande para un hombre solo, mano
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sobre mano, dándole vueltas a tus papelotes. Ese muchacho que vive contigo es
probablemente el producto de alguna noche tórrida en compañía de una mujerzuela o tal
vez tu mancebo. Tus hermanos, al ver que tú no te ocupabas de nosotros, se
desentendieron. Siguiendo tu mal ejemplo, cada uno se dedicó a sus propios afanes,
olvidándose de quienes, con gran fatiga y sacrificio, los habían sostenido en la vida.
Ahora, la mayoría anda desperdigada por el mundo y nada sé de ellos. El único que
quedaba cerca está demasiado ocupado para cuidar de mí porque todos sus desvelos los
dedica a una esposa con la que se casó por su dinero. Teme que ella lo eche de casa, así
que la sigue como un perrito faldero. Ya ves de qué ha servido todo ese afán de
aventuras tuyo.
Simbad no daba crédito a lo que oía en boca de su propio padre. Sus aventuras
eran la causa de la disgregación de su familia. El hecho que lo estuviera cuidando con
esmero y dándole una vida amable y regalada, muy distinta de la que él mismo se había
proporcionado, no servía de nada. Pero lo peor era que sospechaba las mismas
atrocidades y calumnias que lenguas ajenas y maldicientes ya habían elaborado. Su
propio padre lo consideraba un afeminado. Ni en mil años habría sido capaz de
sospechar que esa fuera la opinión de su padre. Intentó rebatirlo. Afirmó con
vehemencia que lo único que deseaba era convertirse en marino. Según desgranaba sus
argumentos, comprendió que estaba disculpándose, dando explicaciones como si de
verdad hubiera cometido un crimen y se juró a sí mismo que jamás volvería a dar
explicaciones sobre sus actos a nadie. Sujetando su cólera a duras penas, dio la espalda
a Jacob y salió de la habitación.
En los días siguientes, mantuvo su devota atención con el anciano; lo aseó, lo
ayudó a vestirse, le cortó el pelo y le afeitó la barba y lo dejó sentado en su sillón. No
volvió, sin embargo, a dirigirle la palabra.
Al volverse el tiempo más cálido y comenzar a apuntar la primavera, Moisés
tomó la costumbre de sacar al anciano al jardín, colocarlo bajo el sauce y sentarse a su
lado a hojear un libro. Ninguno de los dos hablaba, pero Simbad observó con sorpresa,
cómo el muchacho de vez en cuando tomaba una de las manos sarmentosas del anciano,
la acariciaba, se la llevaba a la boca y depositaba en ella un beso. Este, al sentir la
caricia, abría los ojos, miraba al muchacho y le regalaba una dulce sonrisa. Cómo podía
ser tan tierno con Moisés y tan severo con él. Por qué amaba a aquel muchacho si
sospechaba de él lo peor. Al ver estos gestos repetirse día tras día, Simbad dejó de
frecuentar el jardín, mientras Moisés y Jacob se encontraban en él. Se encerraba en su
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despacho, contemplaba los galeones y corbetas navegando sobre la superficie de las
paredes y repasaba con mimo sus máscaras. Ellas eran las únicas que le ofrecían algo de
consuelo. Ellas y el fuerte licor que volvió a consumir en grandes cantidades después de
la cena. Las pesadillas y las visiones retornaron a poblar el aire de su alcoba. Sus ojos
de párpados caídos eran cada vez más esquivos y desconfiados. Volvió a dar largos
paseos por la playa y el acantilado mirando al mar como si fuera su padre y odiándolo
en el fondo de su corazón.
Pasaban los meses y el anciano Jacob se iba consumiendo poco a poco. Sus
gastados pulmones eran incapaces de almacenar el aire suficiente para sostener su vida.
El anciano se negaba a recostarse en su cama, quizá temiendo que, echado, el aire no
fuera capaz de entrar en su pecho. Es posible que temiera también no ver venir a la
muerte si tenía los ojos cerrados. Se pasaba los días en su sillón y exigía que una luz
quedara encendida durante toda la noche.
Los primeros fríos del otoño entraron de golpe llevados por violentas ráfagas de
aire. Uno de aquellos remolinos arrebató el alma de Jacob que se elevó hacia las oscuras
nubes de tormenta. Moisés lloró la ausencia del anciano. Simbad y Moisés siguieron,
enlutados, el coche fúnebre al que sólo acompañaron ambos y el anciano Abraham.
Simbad construyó un mausoleo para su padre, muy cerca de donde reposaban los restos
de la bella Hortensia. Del mismo modo que había dejado de llevarle flores a su primer
amor, jamás regresó al cementerio a cuidar y mantener la tumba de su padre. Nunca
quiso saber nada de la muerte y tras la de Jacob no volvió a asistir a ningún entierro. En
aquellas ocasiones en que hubiera sido gran descortesía no dar el pésame a dolientes y
amigos, enviaba hermosas coronas de flores y misivas llenas de tópicos, pero no
aparecía por el cementerio, ni por la casa donde se velaba al difunto, ni por el templo
donde se oraba por él.
Tuvo que soportar la memoria nostálgica de Moisés durante meses. El muchacho
recordaba cada gesto del anciano y cada una de sus pocas palabras. Simbad, al principio
lo escuchaba con cierta paciencia, pues creía que eso servía a Moisés para desahogar su
pena. Pero cuando aquellas remembranzas empezaron a prolongarse en el tiempo,
Simbad mandó callar al muchacho y le prohibió hablar de Jacob en su presencia. Moisés
sorprendido de aquella reacción intentó saber a qué obedecía y Simbad halló el hermoso
argumento de que rememorar a su padre le producía una gran tristeza. El tierno y
sentimental corazón de Moisés comprendió al instante la causa y dejó de mencionar al
anciano. La razón última, no obstante, era muy diferente. Simbad, cada vez que oía el
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nombre de su padre, reproducía en su mente las palabras que en su día le dijera, cuando
el intentaba hacerse valer como un sabio lobo de mar a sus ojos. Su frustración en aquel
momento fue tan fuerte, se sintió tan maltratado de no impresionar a su padre con sus
aventuras, que deseaba borrar el recuerdo de su misma existencia. Para hacerlo efectivo,
cambió su sillón favorito por aquel en el que había pasado los días y las noches el
anciano, abriendo la boca como un pez fuera del agua. Tomando posesión del asiento
parecía querer conjurar cualquier posibilidad de que su espíritu permaneciera allí.
El invierno y una nueva primavera terminaron por borrar el recuerdo de Jacob.
Moisés, como todos los jóvenes, una vez superada la impresión de una muerte cercana,
volvió a creer que era inmortal y a disfrutar de la vida que duraría para siempre.
Regresó con más ímpetu a sus clases y lecturas, a sus paseos y a sus ratos en el jardín
con un libro en las manos, mientras Simbad volvía a cultivar sus flores y a mirar
embelesado las evoluciones de los peces dorados y de color coral en el pequeño
estanque.
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10 Los amores de Simbad
Una vez que el padre de Simbad falleció, Moisés y el supuesto y huérfano marino de la
melena morada se quedaron solos. Esto provocó que los rumores de la extraña relación
entre ambos volvieran a arreciar. Es sabido que en las ciudades pequeñas los cotilleos,
las murmuraciones y lo que constituyen francas calumnias se comportan como esos ríos
de avenida. Cuando cesan las lluvias se quedan secos, pero una simple nube oscura en
lo alto de los montes, de repente, les llena el cauce a las ramblas y se desbordan,
inundándolo todo y dejando su cieno pegajoso por meses, adherido a las piedras, los
troncos de los árboles, las fachadas de las casas y todo lo que han tocado las aguas a su
paso. Al llegar la sequía, la rambla se vacía y sólo quedan esos restos parduzcos como
zurrapas de café. Luego, una nueva avenida humedece las marcas y las amplía. Así fue
como los comentarios que habían acompañado la presencia de Simbad, cuando
descendió de La Capitana llevando de la mano al casi niño Moisés, volvieron a fluir por
los cauces de las lenguas desocupadas. Ambos vivían aislados en su casa en forma de
abanico. No participaban casi de las reuniones sociales, no se les veía caminar por
separado por las calles u ocuparse en algún asunto. Siempre aparecían juntos, solitarios
y ensimismados y pasaban las horas del invierno dentro de la casa y las del verano en el
jardín delantero. Simbad cuidaba las plantas y contemplaba sus peces de color coral y
dorados. Estas, en la opinión de unos, eran tareas de muchacha casadera. Poco
adecuadas a un sabio lobo de mar. Por su parte, el muchacho, en el buen tiempo, leía
libros debajo de un sauce y cuando no tenía los ojos clavados en las páginas, los alzaba
como ensoñado hacia las lánguidas y dolientes hojas que pendían de las ramas. Esta
también, se decían otros, es una actitud hasta loable en una doncella que espera
despertar al amor de algún galán.
Como la función de los rumores, calumnias y cotilleos es llegar a oídos del
mayor número de gente posible, Simbad fue alcanzado por ellos. Le recordaron las
sospechas de su padre, pero ese recuerdo lo apartó de un manotazo. No obstante,
consideró que esos dimes y diretes no eran favorables para el futuro del muchacho ya
que su plan era desprenderse pronto de él por medio de un matrimonio conveniente.
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Empezó a urdir el mejor modo de atajar las habladurías. Animó a Moisés a asistir a
fiestas y él mismo se dejó ver con frecuencia en el club de armadores y comerciantes.
También convenció al muchacho de que paseara a caballo y se juntara con otros jóvenes
para jugar a juegos viriles, como el polo o ir de caza.
Aquel cambio en sus actitudes y costumbres dividió la opinión de los
murmuradores. No obstante, muchos quedaban que sostenían la primera versión de los
hechos; entre Simbad y el muchacho existe una relación ambigua que no es la de un
padre y un hijo, aunque este sea adoptado. En este tiempo, Patricio no estaba cerca para
desmentir la calumnia, de manera que Simbad decidió que había que ahondar y ampliar
la estrategia y proporcionar a los maldicientes pruebas de lo contrario.
A partir de su recién renovada amistad con los caballeros del club, recibía
invitaciones para meriendas campestres, para bailes y tertulias con poetas, sabios,
cantantes o músicos de talento que él sistemáticamente rechazaba. Dado el carácter de
convicción y artículo de fe que tomaban las calumnias, estimó que era oportuno aceptar
aquellas invitaciones y ponerse a tiro de las damas e incluso cortejar, sin mayor
intención, a alguna de ellas, al tiempo que estimularía a Moisés para que buscara novia.
Las cosas no suceden tan rápido como las imaginamos y deseamos, sin embargo,
Simbad consiguió que se multiplicaran las invitaciones y en aquellas tertulias y festejos
se mostró encantador, cortés y hablador como nunca antes se había mostrado. No pudo
colocar sus historias de aventuras marineras ni de negocios maravillosos, porque en eso
tenía muchos competidores, pero sí encandiló a las damas hablándoles de flores
exóticas, de peces extraños, de las costumbres de los nativos y de las mañas de las
mujeres para seducir a los hombres, en particular a los marinos de tierras lejanas que
llegaban a aquellas tierras extrañas. Por supuesto evitaba ser procaz, pero insinuaba
detalles de las artes amatorias de aquellas mujeres, siempre comparándolas con la
modestia, discreción y moralidad de las damas de la patria. Este tipo de charla, con su
pequeño toque de sabiduría, de exotismo y moralidad, al tiempo que con el picante de
un erotismo suavizado, cautivaba a las señoras.
Mientras Moisés cortejaba a las más jóvenes, en particular a una hermosa
morena de abundante cabellera rizada, ojos negros brillantes y dulces y piel salpicada
atrevidamente de pecas cautivadoras, Simbad dedicaba especialmente sus atenciones y
relatos a una joven viuda que, sin ser hermosa, era deseada por muchos caballeros de
mediana edad e incluso jóvenes.
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Simbad ya no era ningún muchacho. Las primeras fiebres que por poco lo llevan
a dormir con sus antepasados, sus largos años en una tierra de clima inclemente, las
noches de alcohol y pesadillas y sobre todo esa desagradable sensación de ahogo que le
apretaba el pecho y lo dejaba sin respiración cada vez que alguno de sus deseos era
frustrado por un cielo sordo a sus súplicas, habían dejado su cuerpo bastante maltrecho.
La extraña coloración de su pelo y barba, sus largas manos azuladas como de cadáver,
los silencios que se le escapaban en medio de sus apasionantes relatos, los misteriosos
hábitos que se le atribuían producían algo de recelo en sus devotas oyentes que no
sabían muy bien a qué carta quedarse con aquel hombre. A algunas las seducía lo que se
contaba de sus inmensas riquezas, a otras, más aventureras, su colección de mapas y
cuadros de barcos de los que tanto hablaba. Muchas, las más imaginativas, permanecían
junto a él porque consideraban que las máscaras que atesoraba, aunque no las habían
visto pero de las que les habían llegado noticias, les parecían un indicio claro de los
misterios que la vida de Simbad guardaba y esperaban ansiosas ser las descubridoras.
La viuda atractiva, llamada Roxana, se contentaba con escuchar aquellos
discursos, mientras examinaba atentamente a aquel hombre y cavilaba no tanto sobre
sus palabras como acerca de sus silencios. Estos, clamorosos en ocasiones, le parecían
la clave para desentrañar la personalidad de aquel esquivo hombre. Atendiendo a esas
pausas, Roxana se iba forjando una imagen de Simbad. Pero esta imagen era
evanescente. Unas veces lo veía como él mismo quería que le vieran, pero otras, lo
miraba y le parecía que era todo lo contrario de lo que él quería aparentar. Sumida en
este dilema, en cualquier caso, ella que era una mujer soñadora pero contenida; una
mujer valiente, pero sensata; una mujer arriesgada, pero prudente, decidió que lo mejor
era no dar alas al que, eso sí, veía como un claro aspirante a su mano.
Fuera porque Simbad, unas veces, percibía a aquella mujer como un blanco fácil
en el que con certeza podía clavar sus dardos y, otras veces, la veía comportarse como
un objetivo móvil en el que sus dardos jamás acertaban, pues se movía a gran velocidad,
su atención se centró en ella. Hizo de aquella mujer su único objetivo y cada día le
resultaba más difícil prestar atención a las otras damas que asistían boquiabiertas a sus
discursos. Pronto, su falta de atención a las otras mujeres fue dejándolo solo con
Roxana.
Aquello que hubiera podido parecer un avance en sus intenciones, se manifestó
una dificultad añadida. El mutismo de ella, sus comentarios expresados en monosílabos
poco expresivos o su rechazo, críticas o comentarios sarcásticos hacia alguna de sus
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afirmaciones; la incredulidad que mostraba ante determinadas historias o el desdén con
que aceptaba otras, fueron convirtiéndose en finos hilos de araña que se tejieron
alrededor del corazón de Simbad. Queriendo atraparla, finalmente él fue el atrapado.
Aunque resultara extraño para cualquiera que conociera mínimamente a Simbad, este
empezaba a tener la actitud y el aspecto de un hombre enamorado. Cierto es que la
viuda Roxana tenía un comportamiento contradictorio, pues no todo en ella era
despreciar las palabras de Simbad, criticarlas o simplemente oírlas como quien oye
llover, sino que se apropiaba de sus frases o contaba a otras personas, como llenas de
chispa y gracia, algunas de sus expresiones, citándolo como la fuente de todo aquel
derroche de ingenio. De manera que Simbad estaba confuso y ya se sabe que la
confusión es un buen principio para el amor. Más bien para que quien está enamorado
sospeche que es correspondido. Así pues, tomó este rasgo como prueba, aferrándose a
él, y desechó como sinsentido y estratagemas los desdenes, las burlas o las críticas. De
este modo, Simbad terminó convenciéndose de que Roxana empezaba a sentir en su
corazón un afecto más que fuerte por él. Incluso llegó a creer que el amor de Hortensia,
que tanto le había sorprendido en su día, no era sino una sombra, comparado con lo que
Roxana sentía. En esta seguridad, seguía fiel a su plan, cortejando a Roxana y
estrujándose el cerebro para componer relatos que pudieran sorprenderla, a pesar de que
siempre los silencios se le escapaban de entre los labios en el momento menos oportuno
y la desconfianza de Roxana crecía con ellos.
Cuando el resto de las mujeres poco a poco se fue alejando de la pareja, Simbad
cansado de los desdenes de Roxana creyó conveniente recurrir al viejo ardid de inspirar
lástima. Como de pasada, dejaba caer, en medio de un relato sobre las costumbres de los
indios del río, cómo estos lo habían retenido contra su voluntad y cómo había llegado a
temer por su vida, al ver a sus compañeros ponerse del lado de los secuestradores. Con
tono ligero pero doliente, relataba la muerte repentina de su madre, cuando él se hallaba
a miles de millas de distancia. Cuando quería provocar en su interlocutora ternura y
solidaridad, le contaba la impresión que le había producido Moisés, náufrago niño en
medio de hombretones duros y fieros, con sus orejas de cristal. Conseguía que sus ojos
entrecerrados se humedecieran al evocar la fidelidad del muchacho y su devoción. Sin
quejarse de tal modo que pudiera parecer resentido, en medio de la descripción del robo
de los cañones del fuerte español, deslizaba su desencanto acerca de Gilberto, de su
frívolo hijo y de cómo se sentía justificado al considerar suyas las mercancías que él,
con tanta fatiga y temores, había reunido. Señalaba todos aquellos acontecimientos
90
calificándolos de agravios, de falta de equidad por parte de sus superiores, del poco
valor que habían concedido a sus muchos desvelos, pues en realidad era él quien había
levantado y convertido en productiva la sucursal de ultramar. Nada dijo acerca de que
un padre, por vago e inútil que sea su hijo, jamás favorecería a un extraño abandonando
a su vástago, pues esta idea era totalmente ajena a la forma de pensar de Simbad.
Roxana, por su parte, mujer reflexiva y cavilosa, empezó a sospechar que lo que
aquel hombre despertaba en ella era una mezcla de rechazo e indulgencia, de repulsión
y lástima y decidió en su interior que haría caso a estos dos sentimientos últimos para
probar la bondad de su corazón y dejaría de lado los que consideraba negativos, pues no
decían nada bueno de ella. Como al mismo tiempo sentía gran estima por sí misma,
jamás confundió su ternura por aquel hombre, en el fondo un infeliz solitario algo
embustero, fantasioso y frustrado, con un posible enamoramiento.
Mientras Simbad pensaba que tenía a Roxana del todo entregada, esta más bien
se alejaba de él y sólo seguía escuchando sus relatos, sus afirmaciones morales y sus
salidas ingeniosas como una forma de hacer caridad. Simbad, incapaz de ver cuáles eran
sus limitaciones y defectos, percibía el alejamiento de las otras damas como una prueba
de que estas no querían competir con Roxana por su afecto. Incluso llegó a pensar que
era la propia Roxana quien había creado un vacío en torno a ellos dos para evitar que
otras mujeres pudieran disputarle el amor de Simbad. En una palabra, Simbad estaba
convencido de tener en sus manos el destino de Roxana.
Un hermano de Roxana que había vivido en el extranjero durante muchos años
regresó a la patria aquejado de una enfermedad grave que requería muchos cuidados.
Roxana que adoraba a aquel muchacho lo acogió en su casa y se dedicó a atenderlo y
mimarlo, con la esperanza de que pronto recobrara la salud. A pesar de consultar con los
mejores médicos y de costear tratamientos sofisticados, Marcos no mejoraba. Uno de
aquellos galenos le señaló la posibilidad de que fuera la humedad del mar la que
afectaba a sus humores trastornando su equilibrio. Roxana decidió que su abandonada
casa en el campo, donde había vivido feliz con su difunto esposo, podría ser el lugar
idóneo para que Marcos recuperara la salud.
Cerrada desde el inicio de su viudez, la casa se hallaba muy deteriorada. Por otra
parte estaba tan llena de los recuerdos de su felicidad pasada y desaparecida que se
resistía a regresar a ella. Sin embargo, aconsejada por una vieja aya, comprendió que si
quería que su hermano recuperara la salud, no le quedaba más remedio que trasladarse y
si quería huir de unos recuerdos dolorosos, lo mejor era reformarla de tal modo que no
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quedara rastro de los rincones del pasado. Así lo hizo. Ordenó la remodelación, compró
todos los muebles nuevos, las telas y tapicerías, replanteó el jardín y la convirtió en una
casa moderna y totalmente diferente.
Un día, por sorpresa, Roxana envió una misiva a Simbad invitándole a visitarla
en su casa. Este que vagaba por las tertulias, cenas y reuniones como quien ha perdido
su alma, pues Roxana había dejado de participar en la vida social de la ciudad, se
sorprendió, se sintió halagado y pensó que, puesto que la ausencia de Roxana se debía a
la enfermedad de su hermano y nada tenía que ver con él, en este momento ella, a punto
de partir de la ciudad, posiblemente quería estrechar los lazos entre ambos o tal vez
proponerle algo más.
Se puso sus mejores ropas, se atusó la melena y la barba, hasta se perfumó y con
su andar felino se dirigió a casa de Roxana a la hora prevista. La doncella lo introdujo
en un coqueto saloncito de recibir y allí lo dejó rumiando diferentes conversaciones. Al
cabo de unos pocos minutos apareció Roxana, tras excusarse por haberlo hecho esperar,
le ofreció un té que él aceptó y lo informó de su intención de abandonar la ciudad a
causa de la salud de su hermano a quien adoraba. No obstante no quería marcharse sin
despedirse de los amigos, sin antes ofrecerles su casa de campo para cuando desearan
visitarla y, especialmente a él, que tanto la había entretenido con sus agradables
narraciones. En este punto Roxana comenzó a explicar, con una locuacidad antes nunca
vista, que desde que se había quedado viuda de aquel hombre extraordinario, inteligente
y galante que había sido su marido, su vida había carecido de objetivo. Sus hijos estaban
casados, vivían en ciudades lejanas y no la necesitaban. No podía, por su posición
social, dedicarse a nada y las únicas tareas de bordar, leer o hacer algo de música no
eran suficientes para llenar su vida. Asistía a aquellas reuniones en las que la cháchara
de las mujeres le sonaba vacía y frívola, mientras que la de los hombres, enfrascados en
sus negocios, ganancias y viajes, le resultaba jactanciosa, tan sólo por salir de casa de
vez en cuando y relacionarse con otros seres humanos, aunque no fueran de su agrado.
En medio de su largo discurso afirmó que sólo las narraciones fantásticas y la
gran inventiva de Simbad la habían distraído y aportado a sus tediosos días algo de
diversión. En los términos fantasía e invención se quedó prendido Simbad. Ya no pudo
escuchar nada más. El resto de la charla de Roxana se convirtió en un murmullo lejano
que llegaba a sus oídos como el roce de las olas del mar sobre las arenas de la playa. Un
sonido monótono, repetitivo, que nada significaba. No atendió a la preocupación de
Roxana por la salud de su hermano, ni se condolió por sus hermosos recuerdos
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convertidos en ceniza y ahora transformados para que no fueran tan hirientes.
Únicamente las palabras fantasía e invenciones martilleaban en su cerebro como si
fueran hierros al rojo. La sangre le subía galopante a las sienes, su melena adquirió un
profundo color morado, sus manos grandes y azules se sacudieron convulsas. El fuego
de la cólera le subía desde el estómago, oprimiéndole el pecho y provocándole aquella
desagradable sensación de falta de aire. Abrió la boca como un pez a punto de expirar.
Su silencio y su extraña expresión alertaron a Roxana de que algo estaba ocurriendo en
el interior de aquel hombre, se inclinó hacia él temiendo que estuviera padeciendo algún
tipo de ataque, pero el bramido que salió de las fauces de Simbad, acompañado de un
torrente de palabras insultantes y desagradables, de recelos y acusaciones, la devolvió
hacia atrás.
Se recostó en el respaldo de su sillón y esperó que pasara aquel huracán
inesperado. Siguiendo su instinto y sobrecogida por la impresión tendió una mano hacia
la campanilla que tenía sobre la mesa, la agitó y al punto apareció la criada. Con un
mudo gesto de su mano indicó a Simbad el camino de la salida y éste, como un
autómata convertido en antorcha ardiente, salió de la habitación y de la casa, dispuesto a
incendiar a su paso todo lo que se encontrara con las llamaradas que desprendía su
enojo.
Durante varias semanas estuvo encerrado en la habitación de las máscaras,
bebiendo aguardiente a sorbos y contemplando los abigarrados rostros de aquellos
animales. Desde el ocelote de círculos naranjas a la boba sonrisa de la tortuga azul,
pasando por el león de la melena morada o del simio color de café, repasó toda su
colección, al tiempo que cambiaba su estado de ánimo según le sugerían aquellos
rostros pintados de colores inverosímiles. Uno de aquellos terribles días de encierro
voluntario, sobre la mesa descubrió un pequeño objeto que atrajo su atención. No era
propiamente una máscara, pero sí era un animalito semejante a una lagartija. Recordaba
perfectamente el día que la había comprado. El cuerpo curvo, las patitas terminadas en
un trío de uñas largas, los ojos almendrados y la boca sonriente del minúsculo reptil le
produjeron el efecto de un imán, mientras ojeaba algunas máscaras. La lagartija era un
ser delicado, tierno, todo de color amarillo y con una hermosa flor de pétalos rojos y
corazón blanco en el lomo. Se acordaba de que al poco de conocer a Roxana había
asociado a aquella encantadora mujer con el doméstico reptil. Pero, en aquel instante,
llevado por la furia y como símbolo de su desprecio por Roxana la agarró con fuerza y
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la tiró a la chimenea, donde chisporroteó un instante y se confundió con el resto de las
cenizas del hogar
Con el paso de los días, Moisés estaba cada vez más preocupado por su mentor,
de modo que por fin se atrevió a tocar a la puerta e introducir la cabeza con precaución
por una rendija. Simbad se hallaba desmadejado en el sillón. Con la cabeza sujeta por
una de sus grandes manos, mientras la otra pendía al costado y arrastraba la punta de sus
dedos por el suelo. Las largas piernas estiradas formaban un baluarte en torno a su
figura, impidiendo que alguien se acercara a él de frente. Moisés se acercó por detrás al
sillón, acarició levemente la morada melena de Simbad y le habló con suavidad. Simbad
permaneció un rato largo sin mover un músculo ni alterar su figura. Poco a poco, como
si despertara de un letargo, fue moviendo las manos, abriendo los ojos y echando la
cabeza hacia atrás para poder contemplar el rostro de Moisés. El muchacho comprendió
que el alcohol había estado haciendo estragos en aquella cara. Los ojos abotargados, las
ojeras, la piel amarillenta y ajada, como un cuero a medio curtir, la boca apretada casi
sin labios, fueron como si hubiera encendido una luz roja de peligro. Sin embargo,
Moisés consideró que lo que tenía que decirle a Simbad posiblemente fuera una buena
medicina.
Con voz tenue empezó a confiarle que Mariana, la joven de los ojos brillantes y
la abundante cabellera, había aceptado su cortejo. Moisés era correspondido. Los padres
de la joven, a pesar de que era un huérfano, lo habían aceptado y estaba a punto de
prometerse con ella. Para llevar a cabo ese acto solemne necesitaba el concurso de
Simbad. Debía comprar una joya adecuada para su amada y ambos debían ir juntos a la
casa de la novia, en el día convenido, a pedir su mano. No resultaba aceptable que se
presentara solo y como Simbad era su padre y su única familia no quedaba más remedio
que hiciera aquel papel.
Simbad sumido en los vapores del alcohol mezclados con el humo de su rabia
tardó varios minutos en saber de qué le estaba hablando el muchacho. En un principio
pensó que Moisés quería abandonarlo, precisamente en aquel momento en que la única
mujer de su vida lo había tratado de embaucador y fantasioso. Todos lo abandonaban.
No obstante, casi de inmediato comprendió que aquel era el instante que había estado
deseando para librarse del muchacho. Tras hacerle un interrogatorio acerca de los
padres de la muchacha a quienes conocía superficialmente, por la cuantía del regalo a la
novia y por las fechas en que habían pensado para celebrar la boda, se sintió
medianamente satisfecho y se avino a acudir como padre a la petición de mano.
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Sin embargo, las cosas no fueron tan sencillas como parecían. Moisés recorrió
con Simbad todas las joyerías de la ciudad sin decidirse por sortijas, pulseras,
pendientes o dijes. Unos le gustaban pero Simbad opinaba que eran demasiado caros y
le aconsejaba que no regalara algo demasiado ostentoso y costoso que lo hiciera
aparecer como un hombre muy rico, avivando de paso los deseos frívolos de su joven
futura esposa. Ya se sabe que las mujeres se vuelven insaciables cuando creen haber
encontrado a un hombre adinerado. Otras joyas le parecían inadecuadas para una
jovencita. Las más ordinarias y poco elegantes, pues le recordaban las que solía lucir
Pamela. Después de muchas idas y venidas quedaron de acuerdo en que un guardapelo,
con un mechón del cabello de Moisés dentro y unas flores adornadas con perlas en la
tapa, era lo más adecuado.
Resuelto este espinoso asunto, aún Moisés planteó otra dificultad. Debía hacerse
un nuevo traje para la ocasión y buscar un obsequio para sus futuros suegros. La
discusión acerca de la ostentación y el lujo se reprodujo palabra por palabra. Simbad
añadió además que no debía dar la impresión de que el futuro yerno era un hombre
opulento, pues sus suegros podían caer en la tentación de pensar que los iba a sostener
de por vida, así como a los hermanos de Mariana, pues entre ellos había alguno poco
aficionado al trabajo. Convenido que el suegro iba más que sobrado con una pequeña
caja de plata para rapé, que un alfiler para el sombrero era algo adecuado para la suegra
y que con una levita nueva era más que suficiente, se fijó la fecha de la petición de
mano.
Dos meses después, Mariana y Moisés se comprometían ante el altar a
respetarse, amarse y guardarse fidelidad de por vida. Moisés estaba muy guapo con su
traje oscuro y su gran chalina, la novia era la envidia de todas sus amigas y en el convite
todos comieron más de lo que sus estómagos podían soportar. Finalmente, los novios
partieron a un viaje por mar. El marido quería mostrar a su esposa lo que se siente en
medio del océano y algunas de las tierras que él había visitado siendo aúnh un niño,
aunque aquel sería su último viaje a bordo de un barco, pues había jurado que se
establecería en tierra, secundando los negocios del padre de Mariana.
Todos fueron a despedir a los recién casados al muelle y Simbad sintió que una
parte de su vida, quizá la más dulce, partía con aquel muchacho. No se entretuvo
demasiado en este agridulce sentimiento, pues enseguida en su mente surgió un
proyecto para el que le sería mucho más útil estar solo que seguir cuidando de Moisés.
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Ya que no le quedaban interlocutores que aceptaran escuchar sus aventuras,
probablemente era una buena idea escribirlas. Los lectores podían ser muchos más que
los oyentes. De este modo, en su regreso del muelle desvió la ruta para encaminarse a
una papelería y comprar gran cantidad de elementos de escritura.
Cada mañana, Simbad se sentaba en su mesa de despacho, a la que había
liberado de los mapas y cartas de navegación y dedicaba tiempo a ordenar las hojas, a
sacar punta a los lápices y a afilar las plumillas. Trazó un amplio esquema, señaló el
número de capítulos, les puso el título y estableció el número de hojas que emplearía en
cada uno de ellos. Al mismo tiempo, en un pequeño cuaderno fue anotando las
anécdotas, descripciones y datos que incluiría para dar verosimilitud a los relatos, pues
en su ánimo aún flotaban como dagas hirientes los términos fantasía e invención. Para
reavivar la memoria debió consultar diversos libros de su amplia biblioteca y tomar nota
de las referencias correspondientes, para lo que empleó otro cuadernillo diferente. En
esta tarea se le fueron más de dos meses.
Una soleada mañana de lunes, por fin, se sentó ante la primera hoja en blanco,
anotó el nombre del primer capítulo y puso un número uno en el borde derecho de la
página. Escribió varias palabras y las tachó de inmediato. Luego escribió algunas más,
pero no le quedó más remedio que tacharlas de nuevo. Al cabo de varios intentos,
abandonó la tarea y empezó a cavilar acerca del método de trabajo. Tras mucho pasear
por la habitación y por el jardín, decidió que él era hábil contando aquellas aventuras y
que lo que debía hacer era tomar un secretario que las tomara al dictado según él las
decía de viva voz.
Luego, una vez recogidas, él podría ordenarlas y completarlas con los datos
técnicos o lo que le pareciera conveniente incluir. Decidido este punto, Simbad se lanzó
a la búsqueda de un buen amanuense de letra clara.
96
11 La gran narración
No sin dificultad, Simbad encontró un secretario que sirviera a sus propósitos. Cada vez
resultaba más difícil hallar a alguien con una caligrafía legible y que no cometiera
cientos de faltas de ortografía.
Simbad comenzó por dictarle al flamante escribiente las notas que había
acumulado en sus cuadernillos. Pero algo le impedía engarzarlas en una historia
coherente y con algún interés. Cada vez que ensayaba ante el espejo su discurso, las
palabras de Roxana resonaban en sus oídos, mezcladas a los reproches de su difunto
padre.
Cuando se acabaron las notas, Simbad dio un descanso al escribiente con el fin
de hallar el modo de iniciar una historia. Tras varias noches de insomnio, finalmente, un
amanecer, junto con el brillo del primer rayo de sol le llegó una idea luminosa. Se
precipitó, en el silencio de la aún dormida casa, a la antigua habitación de Moisés. Allí,
en el anaquel de los libros, vio las dos carpetas que reunían los relatos que el muchacho
había escrito como parte de su aprendizaje. Al abrirlas, las primeras hojas garrapateadas
por la mano inhábil de Moisés dieron paso a otras de trazos más elegantes y firmes. Las
narraciones se sucedían con fluidez y sobriedad. Los verbos estaban en su lugar, los
sustantivos eran los adecuados y los adjetivos los justos. Los hechos no carecían de
intriga y sobresaltos y los desenlaces era igualmente sorprendentes. Paisajes y gentes
corrientes o exóticas pasaban ante sus ojos con su atmósfera, su profundidad y todos sus
sentimientos bien diferenciados y justificados.
Pasó todo el día leyendo aquellas páginas en las que resonaba el eco del grácil
verbo de Moisés. Sus quiebros de voz, sus pausas intencionadas, sus gestos
significativos y todo su ingenio se desbordaban en aquellas hojas. Simbad supo al
instante que jamás podría igualar aquello que era un don natural del que él carecía. Sin
embargo se dijo a sí mismo que, aunque Roxana hubiera tildado sus historias de
fantasías e invenciones, por otra parte lo había escuchado con interés y había retenido
algunas de sus expresiones porque, sin duda, las consideraba ingeniosas o humorísticas.
Decidió que, del mismo modo que ya se había apropiado de parte de aquellas
narraciones para contárselas a ella, ahora haría lo mismo, pero por escrito. Podía, no
obstante, añadirles su toque personal, introduciendo en ellas parte de su erudición y sus
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propios pensamientos. Si conseguía darle aquel toque personal no sería un plagio, sería
simplemente su propia versión de unos hechos ya pasados.
Después de mucho cavilar y ante el temor de que cuando llegara el escribiente,
después de sus cortas vacaciones, no tuviera aún nada que dictarle, tomó la decisión de
comenzar por la historia de las máscaras. Después de todo aquella era una historia
totalmente suya. Sólo la había podido contar en un par de ocasiones; a Moisés y
Abraham y a la propia Roxana. Cada vez que lo había hecho ante tan corto auditorio
había introducido variantes que había espigado en libros que hablaban de ritos
primitivos y costumbres extrañas. Sólo tenía que multiplicar las historias por cada una
de las máscaras y añadir algunos detalles de lo narrado por Moisés, colocando el
hallazgo de esta o aquella en algunos de los lugares donde él jamás había pisado, pero
de los que contaba con la información que el pequeño grumete le proporcionaba en sus
historias.
Sobre aquellas tierras y mares que el joven había visitado, Simbad poseía
abundante información. Sus anaqueles estaban llenos de libros y cartas de navegación,
de modo que podría añadir cuantos datos eruditos fueran necesarios para darle el tinte
de que había sido escrito por un viejo y sabio lobo de mar. Animado con esta
perspectiva, esperó impaciente el día en que el escribiente debía reintegrarse a su tarea.
Cuando por fin llegó Daniel con su bolsa de cuero repleta de lápices afilados, de
plumillas nuevas y un gran tintero, Simbad comenzó por dictarle el título del libro: ‘Las
máscaras de Simbad’ y empezó con el primer capítulo, dedicado a la pequeña tortuga
azul de sonrisa boba, diciendo:
En mis largas travesías por todos los mares, conocidos y desconocidos, he
hallado costumbres peregrinas sin cuento. Sin embargo, quizá una de las más
llamativas sea la afición de casi todos los pueblos a construirse máscaras de animales.
Algunas las usan para danzar, otras para representar viejas gestas de sus antepasados,
muchas, dicen, se corresponden con los animales protectores de sus pueblos o tribus.
Los más aficionados a este tipo de máscaras son sus jefes espirituales. Estos son
personajes dotados de poderes. Pueden curar enfermedades. Son capaces de dominar
los espíritus malignos o de introducirse en el cuerpo de sus pacientes y fieles. Se
transforman a voluntad en el animal que representa la máscara que portan y por ese
medio consiguen experiencias que están vedadas a la mayoría de los mortales. Estos
hombres magos, brujos o sacerdotes, según se quiera considerar, poseen un inmenso
poder, de ellos dependen las voluntades de quienes les siguen y aún las de aquellos que
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son sus enemigos o no pertenecen a su pueblo. Ellos, revestidos con sus máscaras,
controlan el pensamiento ajeno, deciden qué es bueno y qué es malo, se apoderan de
las vidas de los demás y las manipulan a su antojo y en su provecho, so capa de hacer
por ellos misericordia y bondades sin cuento. Ocultos tras las máscaras fingen servir a
sus correligionarios, pero, en verdad, los tratan como a siervos.
Quizá una de las máscaras más curiosas que he podido observar en mis
andanzas sea la que representa a una tortuga de color azul, con una boba sonrisa en la
boca. De todos es sabido que la sonrisa es un atributo exclusivamente humano. Quién
pudiera ser el artista que dibujó esa expresión en la adormecida cara de una tortuga,
no puedo saberlo, ni tampoco cuál fuera su intención. Para que un brujo o sacerdote
elija la cara de un antílope, con su aguda cornamenta, o la de un tigre o incluso la de
un chacal, todos ellos animales veloces, fieros y que imponen respeto por ser
depredadores o majestuosos, parece haber razones suficientes. No obstante, para elegir
el rostro de una tortuga, con ese inverosímil color azul y esa sonrisa en los labios, las
razones me resultan del todo indescifrables.
Cuando me hice con un ejemplar de esta máscara en una lejana isla en medio
del océano, ninguno de mis informantes pudo decirme exactamente a quién
representaba o cuáles eran sus poderes. Sin embargo, me aseguraron que el brujo que
la utilizaba era alguien con un poder extraordinario. Era capaz de aparecer y
desaparecer a ojos de todos, como surgido de la nada o diluyéndose en ella como si
fuera de espuma. También se le atribuía el poder de aojar a ganados y personas,
convirtiéndolos en cuerpos vivos sólo en apariencia que se deshacían en una nube de
humo, si alguien se atrevía a tocarlos. Parece que sólo seres elegidos eran capaces de
soportar el poder de la máscara, por eso, cuando en aquel lejano pueblo alguien se
atrevía a usar la máscara de la tortuga, todos lo veneraban sin discusión. Si no
conseguía inmediatamente la adhesión de los que lo rodeaban, su venganza podía ser
terrible, pues con aquella suave sonrisa, los encandilaba y los sometía a su voluntad.
En este punto, Simbad detuvo su dictado pues la imagen de la viuda Flavia,
desdentada y con la papada caída, chapoteando en el oasis de sus pesadillas y
sonriéndole con la misma expresión que la tortuga, le asaltó de repente, dejándolo
mudo. Daniel, el escribiente, apartó los ojos de su tarea y los dirigió hacia Simbad. Este
permanecía como una estatua de sal, con un brazo levantado y la boca entreabierta
como si las palabras se hubieran congelado sobre su lengua.
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El sonido estridente de la campanilla de la entrada vino a resolver aquel cuadro
sorprendente. La criada entró al instante y dijo a Simbad que en la puerta había unos
hombres con un gran bulto, que traían una carta y un enorme cajón para él.
Simbad recompuso el gesto y salió a ver de qué se trataba. Pronto, cuando los
hombres quitaron la manta que cubría el gran bulto que transportaban, reconoció el
mueble de marquetería que él había diseñado para el padre de Hortensia. En el cajón,
estaban los libros con la obra completa del gran vate nacional que Simbad había
encuadernado en negro y plata cuando aún se dedicaba a aquel noble oficio. La carta
terminó por esclarecer el misterio de aquel inesperado obsequio. Un notario de la ciudad
le comunicaba el fallecimiento del padre de Hortensia. El anciano había decidido, en sus
últimas voluntades, que aquel mueble y los poemas que tanto gustaban a su hija fueran
para el antiguo enamorado, cuya vida de felicidad se había truncado con la pérdida de su
adorada Hortensia. Consideraba y así lo decía que a lo mejor releer aquellos hermosos
versos le serviría de consuelo y sería como contar con una dulce prenda de su
desaparecida amada.
El fingido sabio lobo de mar no tuvo que fingir en aquel momento su
desconcierto. Era como si el pasado cayera de repente sobre él, poniendo en pie todas
sus esperanzas perdidas, todos sus sueños destrozados, precisamente en el momento en
que estaba dándoles una vida literaria que los sacara del fracaso y la oscuridad de sus
pesadillas.
Aceptó el legado, ordenó a aquellos porteadores que lo llevaran a su biblioteca,
colocó el hermoso mueble de marquetería en un hueco que había entre dos ventanas y,
sin prestar atención al atónito Daniel, se dedicó a ordenar la obra poética del gran vate
nacional, acariciando con mimo las cubiertas y los lomos que él mismo había
encuadernado. Cuando los hombres se hubieron marchado y Simbad concluyó su tarea
se dio cuenta de que se le había borrado de la mente la existencia de Daniel. Lo despidió
hasta el día siguiente y se quedó allí, mientras el muchacho salía, contemplando el viejo
mueble que había sido objeto de envidia de los visitantes del padre de Hortensia y el
inicio de su andadura como viejo y sabio lobo de mar, con sus largas levitas.
Desde que había regresado de las Indias, no se le había pasado si quiera por la
cabeza ir a visitar al padre de su desaparecida enamorada. Tampoco había mostrado
curiosidad por saber de él cuando enterró a su padre tan cerca de donde reposaban los
restos de Hortensia. Lo había borrado de sus recuerdos, a pesar de en aquel hombre y en
su hija estaba el comienzo de su fortuna y de su carrera. Era cierto que casi nada había
100
sido como él lo soñaba y deseaba, pero en honor a la verdad, todo lo que era y tenía en
cierto modo se lo debía a aquellas dos personas. Fue en su casa donde conoció a
Gilberto y este, si le dio empleo, era porque lo consideraba el amado de Hortensia. En
cualquier caso, prácticamente se había olvidado de que alguna vez existieron y pasaron
por su vida, siendo en parte los instrumentos de que esta tomara caminos por él tan
anhelados. Nunca hubiera llegado a mares con nombres impronunciables en compañía
de Abraham, jamás habría viajado a las Indias de no ser por ellos. No hubiera tenido
jamás pesadillas con la sombrilla color turquesa, a no ser porque la vislumbró agitarse
en señal de adiós entre la bruma de la mañana de su primera partida. Le vino a la
memoria que en aquel momento no había sentido más que resquemor por no ser el
capitán de la nave que lo llevaba y ocupar únicamente el puesto de segundo del
segundo. Se dio cuenta de que, aquel día, como en muchos otros después, no había
aprovechado la ocasión para dar rienda suelta a sentimientos como la ternura o la
nostalgia, tan comunes entre la gente que vive situaciones semejantes. Por el contrario,
él se había dejado llevar por una furia sorda que lo colocaba frente a los únicos
sentimientos posibles en esos casos; renegar de todos y de su negra suerte, o echarle a
los demás la culpa de las injusticias que con él se cometían.
Miró de nuevo los anaqueles y sintió una cólera ardiente que le subía por el
pecho y que estaba a punto de estallar en una llamarada en su boca. En el preciso
instante en que casi se arrepiente de haber dejado en el olvido al padre de Hortensia, su
furia lo condujo por otros derroteros. Cogió con fuerza uno de los volúmenes de la obra
completa del vate nacional más grande de todos los tiempos y lo abrió al azar, como
intentando buscar la expresión de su ira en la métrica de aquellos versos. Sin embargo,
el destino que a veces se burla de nuestros enojos, le hizo tropezar en estos versos:
Porque gracias a vos he descubierto,
(dirás que ya era hora y con razón),
que el amor es una bahía linda y generosa,
que se ilumina y se oscurece,
según venga la vida,
una bahía donde los barcos llegan y se van,
llegan con pájaros y augurios,
y se van con sirenas y nubarrones.
Una bahía linda y generosa,
101
Donde los barcos llegan y se van
Pero vos,
Por favor,
No te vayas 1
Sorprendido se quedó Simbad y atado a aquellos versos y, sin pretenderlo, a su
mente vino, como llevada de una brisa suave, la dulce imagen de Roxana. Como seguía
siendo un hombre religioso, aunque hiciera años que había perdido la fe sin darse
cuenta, pensó que aquello era una señal del cielo. Todo lo que debía escribir no tendría
otro objeto que terminar de contarle a Roxana sus aventuras y deshacer en ella la
impresión de que se trataba de fantasías e invenciones.
Sembraría su escrito con los versos de aquel gran poeta, de manera que ella
comprendiera cuán injusta había sido con él. No quería darle a conocer su amor por ella,
si es que lo sentía, sino más bien borrar del todo la huella que su cólera había dejado en
el ánimo de ella.
Fantaseó acerca de que su huida al campo no había sido más que la consecuencia
de aquel desagradable último encuentro. Pero lo importante era dejar constancia de que
ella había sido injusta con él. Lo había agraviado, tratándolo de embustero y fantasioso.
Él que era un cumplido lobo de mar, que había pilotado su propio barco, cruzando el
océano y salvando a toda aquella tripulación de náufragos sin esperanza.
Un instante cruzó por su mente su pánico ante la tormenta, pero volviendo los
ojos al libro, abrió al azar otra página y con lo que en ella leyó, se convenció de que
había sido un magnífico capitán, respetado y admirado por la marinería y consideró que
una buena prueba de ello era la devoción con que siempre lo habían tratado Patricio y
Moisés, quienes, después de todo, se habían convertido en hombres hechos y derechos
bajo su buena influencia y patronazgo.
Incluso, exaltado como estaba por la repentina iluminación, pensó que hasta la
viuda y el hombrecillo de piel tostada, donde quiera que se hallaran, no eran sino
producto de su misericordia y generosidad. La única persona que no había comprendido
su gran valor era Roxana. De manera que aquel libro, pues llegaría a convertirse en un
gran libro sin duda, debía estar dedicado a mandarle un secreto mensaje que sembrara
en el corazón de aquella mujer un sincero arrepentimiento por haberlo despreciado.
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Los versos son un fragmento de un poema de Mario Benedetti.
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Para todos los lectores en cuyas manos fuera a parar, no sería sino un libro de
aventuras, trufado de detalles eruditos, de ciertos rasgos de humor y de poemas alusivos
que mostrarían los grandes conocimientos de su insigne autor así como su sabiduría. Sin
embargo, para unos ojos concretos, los de Roxana, debía ser un reproche, una llamada
de atención o una reprensión no muy severa, pero suficiente para que ella comprendiera
cuán mal había tratado al mejor de los hombres, al más sabio y valeroso de los lobos de
mar.
A partir de aquel día, las mañanas eran un agitado dictar que hacía desfallecer a
Daniel, que no podía, en muchas ocasiones, seguir el febril borbotón de palabras que
brotaba de los labios de Simbad. Este se enfurecía en cuanto el escribiente le solicitaba
una tregua y le rogaba que repitiera las últimas cinco frases. Agotado por el esfuerzo, el
escribiente regresaba a su casa, y tras el almuerzo, se echaba en su lecho para reponerse
hasta el día siguiente.
Mientras, Simbad, enardecido, no era capaz de permanecer en su casa y se
dedicaba con ahínco a podar sus plantas, dar de comer a sus peces o visitar, a la caída de
la tarde, a los viejos armadores reunidos en su club. Su charla monótona y siempre
repetida acerca de sus ganancias y viajes del pasado lo adormecía y calmaba algo su
ánimo. Los escuchaba en silencio y se dejaba llevar de sus conocidas historias, pues este
ejercicio le permitía al tiempo idear por dónde continuaría al día siguiente.
Uno de aquellos días, después de semanas de febril trabajo y tardes de pasividad
y escucha, Simbad se dio cuenta de que sus historias llegaban casi a su fin. Sólo
quedaba enmarcar en alguna aventura el hallazgo de la máscara del león de la melena
morada. Esto representaba una dificultad en nada semejante a las historias de las
máscaras anteriores. El león era su musa, la fuente de su inspiración en los momentos de
dificultad. Era también la criatura pavorosa que se aparecía en sus peores pesadillas y,
sobre todo, era como la montura del jinete del desierto. Es decir, entre aquella máscara y
él mismo había tales complicidades y emociones compartidas, que se podría decir que
eran una misma cosa. Simbad no era consciente de que su cabello y su barba habían
adquirido el color de la melena del león, tampoco de que su andar felino respondía al
que se esperaba del rey de la selva. Había ido mimetizándose con aquel extraño
ejemplar de tal manera que no podía pensar en la máscara como algo ajeno y sobre lo
que hacer un relato objetivo. Finalmente se dio cuenta de que sería como hablar de sí
mismo y debía tomar toda clase de precauciones para no desnudar su alma ante los
posibles lectores. Pues si bien quería mandar un mensaje a Roxana, tampoco quería
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descubris ante ella o ante otros ojos ignorados cuáles eran los secretos de su corazón.
Hacerlo de otro modo supondría establecer unos lazos de complicidad y dependencia
con aquella mujer, pero también podrían dar derecho a personas desconocidas a entrar
en su intimidad y esto era más de lo que podría soportar.
Hasta aquel momento, aunque sus historias fueran en buena medida prestadas de
la pluma de Moisés, siempre había sido un narrador sincero, despegado de su objeto y
con un criterio libre. Es cierto que había usado muchas de aquellas máscaras en
provecho propio; la del tímido cervatillo, la de la cabra juguetona, la del astuto mono.
Pero habían sido usos ocasionales, cuando la circunstancia lo requería.
Volvió a darle unos días de descanso a su amanuense y decidió hacer una
especie de retiro interior, antes de lanzarse a escribir sobre el encuentro con la máscara
del león. Durante algo más de una semana se dedicó por las mañanas a pasear por la
playa o sobre los acantilados, mirando al mar de soslayo, pero con una nueva mirada.
Era como si hubiera reconocido que aquel enemigo era muy superior y, por lo tanto, su
gran derrota era más gloriosa, porque había sido vencido por un gran contrincante. A
mediodía, cuando el sol apretaba, se sentaba bajo el sauce y contemplaba sus decadentes
hojas que cada vez más se asemejaban a sus lánguidos sentimientos. Por las tardes iba a
reunirse con sus colegas y socios al club de armadores y dejaba que su charla monótona
y repetitiva entrara en su cuerpo y actuara de sedante.
Relajado, al anochecer, regresaba a su casa, no sin antes lanzar una mirada al
camino por donde se había marchado Roxana, pasaba por su biblioteca, saludaba al
viejo león y se acostaba en su cama, durmiendo hasta el amanecer sin sueños.
La monotonía de estos días sólo estuvo alterada por las visitas de Moisés y su
esposa y de Patricio y su creciente familia. Ambos habían cambiado el mar por la tierra,
la vida errante, por la sedentaria, el estar sin mujer por tener una esposa y una prole y,
por tanto, sus comentarios y su charla eran las de unos respetables hombres que se
preocupaban de los resfriados de los niños o de las jaquecas de sus esposas. Su
horizonte era el confín del jardín de sus casas y su mayor quebradero que sus negocios
fueran prósperos y dieran réditos suficientes para alimentar a todas las bocas que de
ellos dependían.
Su visita, en momentos diferentes, no ejerció un efecto negativo en Simbad ni en
sus planes de reflexión. Su compañía era tan tranquilizadora como la de los viejos
caballeros del club de armadores. Ninguno se empeñó en rememorar los viejos días
pasados en el mar, ni las tierras exóticas por las que habían pasado, ni sus apuros en
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medio de una tormenta o sus miedos a que una ola gigante se los tragara. No hablaron
de monstruos marinos, ni de islas flotantes que cambiaban de lugar caprichosamente
confundiendo a los navegantes, tampoco citaron a las sirenas con su engañoso canto ni a
las aves de rapiña que custodiaban fabulosos tesoros y que se alimentaban de marineros.
Sus discursos fueron tan previsibles como poco inquietantes. Tenían los cinco
sentidos puestos en ambiciones menudas, en sueños confortables y asequibles. Parecían
haber comprendido que son las cosas pequeñas las que dan sentido a la existencia de los
seres humanos. Si algo podía irritar a Simbad era precisamente esto. Carecían de
anhelos. No hablaban de sus aventuras pasadas porque para ellos habían sido tiempos
que preferían olvidar y caso de que les sirvieran de algo en su actual situación sólo era
para ayudar a sus hijos a conciliar el sueño, haciéndoles ver que aquellas eran historias
fantásticas que no podían ocurrir en sus sosegadas y seguras vidas. Pero, aún así,
aunque en algún momento de su charla estuvo tentado de preguntarle al uno o al otro si
recordaban este o aquel episodio, prefirió aceptar su transformación en pacíficos
ciudadanos alejados del mar y sus monstruos. Hacerlo así le proporcionaba la seguridad
de que él seguía siendo un verdadero y sabio lobo de mar, aunque sólo navegara por el
estanque de sus dorados peces o a través de las historias que le dictaba a Daniel. Ello le
permitía sentirse como el único superviviente a la gran tormenta, aunque en ella se
hubiera comportado como un cobarde. Era el único vencedor, porque sus salvadores se
habían retirado de la pelea y ni siquiera se tomaban la molestia de hacer memoria.
De este modo, Patricio y Moisés pasaron a ser seres insignificantes y
engrandecieron a sus propios ojos la talla de Simbad. A partir de estas visitas el fingido
lobo de mar se sintió autorizado a usar sin rubor las experiencias de los demás,
apropiándoselas con la conciencia en paz, porque él era el único capaz de rememorar los
horrores y sufrimientos de una vida aventurera. Se había convertido, por la renuncia de
aquellos, en el único ser capaz de contar historias de riesgos y triunfos a bordo de una
embarcación. Fuera cierto o inventado lo que contara, él era el único que no había
renunciado a su gran pasión. Lo malo era que no tenía ya ninguna pasión. Sólo quería
repetirse a sí mismo, habiendo transformado sus fracasos en logros ficticios.
Cuando a la mañana siguiente Daniel, cargado con sus útiles de escritura se
sentó a la mesa, aguardando el dictado de Simbad, éste derrochó talento contando la
historia de la máscara del león:
En aquella ocasión, nos vimos obligados a hacer alto en una pequeña isla. Las
provisiones que habíamos embarcado menguaban y sobre todo nos faltaba agua
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potable. Par evitar el riesgo de enfermedades, decidí apartarnos de nuestra ruta y
hacer alto en aquel lugar poco visitado por las embarcaciones que atravesaban el
océano. El segundo de abordo, David de nombre, que, años más tarde, sería arrojado
al mar al morir durante una travesía se empeñó en que yo, el capitán, debía seleccionar
las viandas con que nos aprovisionaríamos. Era un joven inexperto que jamás había
navegado por aquellos derroteros y no se sentía seguro a la hora de decidir cuánto y
qué debíamos adquirir. Por no ponerlo en evidencia ante la tripulación, proclive
siempre a perderle el respeto a sus mandos y amotinarse por cualquier causa, bajé a
tierra con él, abandonando un trabajo de gran importancia como era el de registrar en
las cartas todos los accidentes y corrientes que habíamos ido hallando. También tuve
que dejar de lado durante tres noches mis mapas del cielo que eran de sumo valor para
navegar por rutas poco transitadas.
El día en que arribamos a aquella ensenada natural, descendí con mi segundo a
tierra. Anduvimos por el mercado escogiendo aquí y allá todo lo necesario para la
travesía que aún restaba hasta llegar a nuestro destino en las Indias occidentales. Los
puestos de aquel mercado mostraban todo tipo de mercancías. De pronto, un anciano
enjuto y de mirada severa me agarró del brazo y en una lengua que yo no comprendía
me arrastró hasta su puesto. En él se apilaban de cualquier manera cientos de
máscaras. Las estuve examinando durante un tiempo sin hallar entre ellas ninguna que
fuera realmente original. El anciano considerando que allí no había nada que me
atrajera, sacó del fondo de un saco que tenía escondido bajo su puesto, un envoltorio
bastante grande. Mirando con cautela a un lado y otro, me mostró con precaución la
máscara de un león de morada melena. Me la tendió e hizo gestos para que la colocara
sobre mi rostro. Así lo hice y por las aberturas que simulaban la pupila del animal,
contemplé al vendedor y a su entorno. Todo se veía como si hubiera usado un catalejo
al contrario. Los objetos, las figuras, las casas, las personas y los árboles se veían
como si pertenecieran a un mundo en miniatura que se hallaba muy lejos del alcance de
la mano.
Sin embargo, aquella sensación de empequeñecimiento repentino del mundo me
proporcionó una sensación extraña que no tenía nada que ver con la ilusión óptica.
Sentí como si contemplando el entorno, con sus personas y objetos, a través de aquellas
pupilas, todo me perteneciera. Su pequeño tamaño hacía que me cupiera el universo en
el puño. Nada tenía importancia. Todo era un simulacro. Los seres humanos dejaban
de ser seres humanos y se convertían en pequeñas piezas en un tablero que yo podría
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mover a mi antojo. Sentí que aquella máscara, al igual que a los sacerdotes y magos,
me proporcionaba el poder de mover el mundo a mi antojo. Sólo tenía que adquirir la
costumbre de mirar a mí alrededor a través de las pupilas de aquel león de cabellera
morada. Así lo hice y, a partir de aquel momento, fui dueño de mi vida y de los destinos
de los demás. Ello me proporcionó una gran paz interior.
Desde entonces el león ha ocupado un lugar preferente en mi colección de
máscaras. Él ha sido mi inspiración y mi refugio ante las naturales dificultades de la
vida. Con su ayuda he sido capaz de tomar distancia de los acontecimientos y
conservar la calma y el dominio sobre las más terribles situaciones…
Simbad siguió narrando en cuántos momentos el león había sido su musa y su
compañero, añadió anécdotas y datos curiosos que mostraban cómo quienes le habían
tratado se sorprendían de que siempre tuviera razón, de que su autoridad no fuera nunca
discutida, lo que le había granjeado no sólo la obediencia ciega de personas de poco
carácter, sino la dependencia de personas poderosas. Se jactaba en su relato de cuántos
habían huido de su cercanía
cuando habían descubierto en él las características
supremas del rey de la selva.
Cuando creyó completa su narración. Pidió a Daniel que le leyera este último
capítulo y aunque le pareció que había desvelado bastante de su personalidad, se dijo a
sí mismo que nadie podría haber escrito un capítulo mejor. Le dijo a Daniel que
escribiera la palabra fin y a partir de aquel día se dedicó con ahínco a buscar un editor
para su manuscrito.
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Epílogo
Tras varios años de ausencia de la ciudad, Roxana decidió que era tiempo de volver a
ella de visita con el fin de renovar su vestuario y de adquirir algunas cosas para su casa.
Marcos había recuperado la salud y no temía dejarlo solo.
Encontró la ciudad muy cambiada. Viejos comercios habían desaparecido y
habían sido sustituidos por modernos escaparates con carteles sugerentes. Habían
empedrado algunas calles céntricas y por ellas no circulaban más que las personas que
iban a pie. Se paseó con lentitud observando todo, entrando y saliendo de las tiendas y
encargando lo que consideraba necesario.
Al dar vuelta a una esquina, descubrió que aún se conservaba una vieja librería
en la que ella había comprado muchas revistas de labores y también alguna de aquellas
novelas de amores contrariados que tanto le gustaban cuando era más joven. Por
curiosidad se acercó al escaparate y allí, en medio de otros volúmenes vio uno que le
llamó la atención: Las máscaras de Simbad. Tenía encima un cartelito que anunciaba
que estaba muy rebajado.
Entró en la tienda y el anciano dependiente, que no la reconoció, le explicó que
aquel libro no se vendía, pues, según sus palabras y con ellas no quería disuadirla, a
nadie le interesaban en los tiempos modernos las historias de un viejo marino que
parecían salidas de un bestiario medieval. No obstante como sólo quedaban dos o tres
ejemplares había decidido, antes de arrojarlos al fuego, intentar que alguien se los
llevara atraído por el precio.
Roxana se llevó los tres ejemplares. En su viaje de regreso, tuvo tiempo de leer
aquellas historias que le resultaban tan conocidas y de sorprenderse por la inadecuada
inclusión de los versos del conocido vate. Cuando por fin terminó el libro no tuvo
ninguna duda. Aunque no figuraba el nombre del autor, aquel Simbad, coleccionista de
máscaras, era el mismo que ella había conocido.
Tuvo la sensación de que el libro estaba dedicado a ella y eso le produjo un
primer movimiento de ternura hacia aquel extraño personaje. A través de los versos que
había incluido aquí y allá, más bien sin sentido, le pareció percibir una especie de
indirecta y nostálgica declaración de amor.
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Descendió del carruaje que la llevaba, entró en la casa y se dirigió al salón donde
se reunía en las frías tardes de invierno con su hermano, al calor de la gran chimenea.
Estaba prendida y Roxana, sin dudarlo, arrojó los tres ejemplares a las llamas. Con
aquel gesto cerraba la puerta a cualquier sentimiento dulce hacia Simbad, el fingido
marino aventurero, que borrara de su memoria la cólera que le regaló en su último
encuentro.
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