soltando amarras

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SOLTANDO AMARRAS
Que debe hacer la medicina cuando no puede salvar su vida?
Por ATUL GAWANDE
Sara Thomas Monopoli estaba embarazada de su primer hijo cuando sus
médicos supieron que iba a morir. Todo empezó con una tos y un dolor de
espalda…. Luego una radiografía mostró que su pulmón izquierdo había
colapsado y su tórax estaba lleno de líquido.
Se sacó una muestra de líquido con una larga aguja y la envió al patólogo, se
encontró un cáncer en el pulmón que ya se había extendido a la pared del
tórax. Tenía 39 semanas de embarazo, y el obstetra que había solicitado la
prueba, le dio la noticia en una reunión donde también estaban su esposo y sus
padres. El médico no entró en detalles sobre el pronóstico de la enfermedad.
Esa sería la responsabilidad del oncólogo: Sara quedó estupefacta. Su madre,
cuya mejor amiga había muerto de cáncer de pulmón, empezó a llorar.
Los médicos sugirieron empezar con el tratamiento inmediatamente, lo que
implicaba inducir el trabajo de parto para que el bebé naciera. Pero en ese
momento, Sara y su marido Rich, se apartaron para sentarse, ellos dos solos,
en una terraza tranquila lejos de la sala de partos. Era un día cálido en el mes
de Junio de 2007. Ella tomó las manos de Rich entre sus manos, mientras
ambos trataban de absorber lo que acababan de oír. Sara
3 tenía 34 años. Nunca había fumado, ni había vivido con fumadores. Hacía
ejercicio regularmente, comía de manera sana. Por lo tanto el diagnostico era
perturbador. “Todo va a salir bien” le dijo Rich. Vamos a encontrar una
solución, aunque sea difícil, pero vamos a salir adelante: buscaremos el mejor
tratamiento”. Por el momento, además de todo, tenían que pensar en el bebé.
Recordando aquel momento, Rich dijo: “Sara y yo nos miramos, el uno al otro
y dijimos… los martes no son días de cáncer, el martes es un día libre de
cáncer. Vamos a tener un bebé, eso es emocionante, y vamos a gozar de
nuestro bebé.” El Martes a las 8:55pm, Vivian Monopoli, nació con un peso de
siete libras nueve onzas. Su cabello era ondulado de color castaño, como el de
su madre, y era una niña totalmente saludable.
Al día siguiente a Sara le hicieron exámenes de sangre y algunas tomografías.
El Dr. Paul Marcoux, oncólogo, se reunió con ella y con su familia para
explicarles los resultados. Les dijo que Sara tenía un cáncer de pulmón de
células no pequeñas que se había iniciado en su pulmón izquierdo. No era
consecuencia de algo que ella hubiera hecho. Mas del 15 por ciento de los
canceres de pulmón, más de lo que la gente cree, se presentan en no
fumadores. El cáncer estaba avanzado, y había hecho metástasis en varios
ganglios linfáticos en la pared torácica y en el tórax mismo y no era operable.
Había opciones en cuanto a un tratamiento de quimioterapia, con un
medicamento relativamente nuevo llamado Tarceva, cuyo blanco es una
mutación genética que a menudo se encuentra en mujeres no fumadoras con
cáncer de pulmón. Ochenta y cinco por ciento de ellas responden a este
medicamento pero Marcoux les dijo: “algunas de estas respuestas pueden ser
a largo plazo.”
Palabras como “responden” y “a largo plazo”, son reconfortantes y dan un brillo
de esperanza cuando se está ante una difícil situación. No hay cura para un
cáncer de pulmón que ha llegado a esta etapa; aun con quimioterapia el
promedio de sobre vida es de un año. Pero como estaban las cosas, no tenía
sentido lanzarles esta realidad a Sara y a Rich. Vivian se encontraba en una
cunita cerca a la cama de su mamá.
Estaban intentando ser optimistas con todas sus fuerzas. Más adelante Sara y
Rich le dirían a la trabajadora social que fue enviada a visitarlos, que no
querían enfocarse en cifras estadísticas sobre la posibilidad de supervivencia.
Querían concentrarse en digerir y manejar el diagnóstico de la mejor manera
posible.
Sara empezó el tratamiento con Tarceva que le produjo un prurito en la cara,
parecido al acné y un cansancio con la sensación de estar entumecida.
Además la sometieron a un procedimiento quirúrgico para drenar el líquido
acumulado alrededor del pulmón. Puesto que el líquido volvía a presentarse, un
cirujano torácico procedió a colocar un tubo permanente en el tórax, que ella
podía drenar cada vez que fuera necesario pero que empezaba a causarle
dificultades para respirar. Tres semanas después del parto, tuvo que ser
llevada al hospital por insuficiencia respiratoria severa, cuyo origen era una
embolia pulmonar – un coágulo en una arteria pulmonar, condición peligrosa
pero común en pacientes con cáncer. Empezaron a administrarle
anticoagulantes. Los exámenes mostraron que sus células tumorales no tenían
la mutación que la droga TARCEVA normalmente ataca. Cuando el Dr.
Marcoux le dijo a Sara que el medicamento no tendría el efecto esperado, ella
tuvo una reacción física casi violenta y tuvo que salir corriendo al baño en mitad
de la discusión, acosada por un violento ataque de diarrea. El Dr. Marcoux
recomendó entonces un tipo diferente de quimioterapia, algo mas
estandarizado, con dos medicamentos llamados carboplatino y paclitaxel, pero
el paclitaxel desencadenó una reacción alérgica extrema, casi insoportable, de
manera que Marcoux tuvo que cambiarle el tratamiento y la pasó a un protocolo
de carboplatino más gemcitabina. Las tasas de respuesta en los pacientes
tratados con esta terapia, anotó el médico, eran bastante buenas.
Sara pasó lo que quedaba del verano en casa, con Vivian, su esposo y sus
padres quienes se pasaron a vivir con ella para ayudarle en lo que fuera
posible. Le encantaba ser mamá, Entre un ciclo de quimioterapia y otro,
intentaba reorganizar su vida.
En Octubre de ese año, una imagen por tomografía axial, mostró que los
depósitos tumorales en su pulmón izquierdo, en el tórax, y en los ganglios
linfáticos habían crecido significativamente…. La quimioterapia no había tenido
éxito. Le cambiaron el medicamento por otro, llamado pemetrexed. Los
ensayos clínicos mostraban que podía lograr mejores tasas de sobrevida en
algunos pacientes. Pero la realidad era que solo un pequeño porcentaje de
pacientes llegaban a beneficiarse de dicho tratamiento, prolongando en dos
meses la posibilidad de sobrevida, es decir, de once a trece meses, y eso en
pacientes que contrariamente a lo que había sucedido con Sara, habían
respondido a la terapia de primera línea.
Sara se esforzaba por asimilar los retrocesos y los efectos secundarios. Era
entusiasta por naturaleza y logró mantener su optimismo. Pero poco a poco
fue empeorando su situación; estaba siempre exhausta y tenía dificultad para
respirar. Para noviembre ya ni siquiera tenía energía para caminar desde el
parqueadero hasta el consultorio del Dr. Marcoux. Rich tenía que llevarla en
silla de ruedas.
Unos días antes de la fiesta de Acción de Gracias, se le hizo otra tomografía,
que demostró que el tercer régimen de medicamentos tampoco estaba
funcionando pues el cáncer de pulmón se había propagado del lado izquierdo
al lado derecho del tórax, al hígado, a la pared del abdomen y a la columna
vertebral. El tiempo se estaba acabando.
En este momento de la historia de Sara, se llega a una pregunta fundamental
que todos aquellos que viven en la era de la medicina moderna deberían
hacerse. Cuál es el camino que Sara y sus médicos deben tomar ante las
circunstancias? En otras palabras, Si fuese usted quien tuviera cáncer
metastásico, o algún otro tipo de enfermedad avanzada como enfisema
pulmonar o insuficiencia cardiaca congestiva, como quisiera Ud. que procediera
su médico?
El tema se ha convertido en un problema en años recientes por razones de
costos. Los altísimos costos del cuidado de la salud son la mayor amenaza a
la solvencia del país a largo plazo, lo que se debe en gran parte, a los
pacientes terminales. 25 por ciento de todos los gastos de Medicare se destina
a un cinco por ciento de pacientes que están en su último año de vida y la
mayor parte de esos recursos se gastan en los dos últimos meses de vida del
paciente con un beneficio para éste que es bastante dudoso.
El gasto que se destina a una enfermedad como el cáncer tiende a seguir un
patrón específico. Cuando se inicia el tratamiento de cáncer, los gastos son
bastante altos; Luego si todo sale bien, estos costos empiezan a disminuir. El
gasto médico para un/una sobreviviente de cáncer de seno, por ejemplo, llegó
a un promedio estimado de cincuenta cuatro mil dólares en el 2003, la mayor
parte de éste para pruebas diagnósticas iniciales y si era indicado, tratamientos
de radiación y quimioterapia. Para un/una paciente con la versión terminal de
la enfermedad, la curva de costos se presenta en forma de U, subiendo una
vez más hacia el final, para llegar a un promedio de sesenta y tres mil dólares
durante los últimos seis meses de vida en casos de cáncer incurable. Nuestro
sistema médico es excelente en lograr que la muerte se aleje mediante
tratamientos de quimioterapia que tienen un costo de ocho mil dólares por mes,
cuidados intensivos a tres mil dólares día y cirugías de cinco mil dólares la
hora. Pero la muerte llega a pesar de todos los esfuerzos, y nadie sabe cuando
parar.
El tema parece despertar la conciencia nacional haciendo que surja la pregunta
de “quien debería ser el ganador” cuando se toman estas decisiones tan
costosas. Las compañías aseguradoras y los contribuyentes que pagan las
cuentas, o los pacientes que están luchando por conservar su vida? Los
pregoneros del presupuesto piden que se le haga frente al hecho de que no
nos podemos dar el lujo de tanto tratamiento. Los demagogos hablan fuerte
sobre los “paneles de la muerte” y las limitaciones que impone el sistema de
salud. Los puristas del mercado le echan la culpa a la existencia de las
compañías de seguros. Si fueran los pacientes y sus familias por sí mismos, los
que pagaran las cuentas, esas terapias tan costosas llegarían a costar menos.
El problema es que se está discutiendo el problema equivocado… La falla en
nuestro sistema de salud respecto a las personas que se ven avocadas a
encarar el final de sus vidas, es algo que va más profundo… Y para ver esto
tenemos que mirar el problema más de cerca, y palpar la forma en que se
toman las decisiones en el tema del cuidado médico..
Recientemente mientras me dirigía a visitar un paciente en la unidad de
cuidados intensivos en el hospital donde trabajo, me detuve a conversar con el
médico de cuidados críticos que estaba de turno, a quien conocía desde la
universidad. Estoy a cargo de una “fábrica de moribundos” me comentó en
tono desanimado y añadió que de diez pacientes en su unidad, solo dos tenían
alguna posibilidad de salir con vida del hospital y mantenerse vivos durante
algún tiempo. Caso típico el de una mujer de casi ochenta años, cercana al
final de su vida con insuficiencia cardiaca congestiva irreversible, quien había
ingresado a la UCI por segunda vez en un lapso de 3 semanas, drogada hasta
el estupor total y entubada a través de algunos orificios naturales y otros
artificiales. U otra paciente con cáncer que había hecho metástasis en pulmón
y huesos y había desarrollado neumonía por hongos, que se presenta
normalmente en la etapa final de la enfermedad. Había decidió no recibir
tratamiento médico, pero su oncólogo la convenció de lo contrario razón por la
cual se le conectó a un ventilador y se le trató con antibióticos. Otra mujer en
la etapa final de una crisis de insuficiencia respiratoria había estado en la UCI
durante 2 semanas. Su esposo había muerto tras una larga enfermedad,
entubado y con traqueotomía, y ella había dicho que no quería morir de la
misma manera. Pero sus hijos se negaron a soltar amarras, y pidieron que se
procediera al uso de varios procedimientos: una traqueotomía permanente,
alimentación enteral, la paciente yacía allí conectada a toda clase de sistemas
de bombeo, entrando y saliendo de su estupor y su inconsciencia.
“Casi todos estos pacientes sabían desde hace algún tiempo que tenían algún
tipo de enfermedad terminal. Sin embargo, ni ellos, ni sus familiares o
médicos, estaban preparados para la etapa final. Hoy en día se está hablando
más que nunca sobre qué es lo que quieren los pacientes al final de sus vidas”
me comentó mi amiga. El problema es que se hace tarde para debatir el tema.
En el 2008, El Proyecto Nacional sobre cómo manejar el cáncer, publicó un
estudio mostrando que los pacientes con cáncer terminal a quienes se les
conectaba a un ventilador artificial, se les hacía desfibrilación eléctrica y
compresiones torácicas o se les admitía en la UCI cuando ya la muerte estaba
cerca, tuvieron una calidad de vida peor durante la última semana de vida, que
los pacientes que no recibieron ninguno de los anteriores tratamientos. Además
seis meses después de la muerte del paciente, las personas allegadas que lo/la
habían cuidado, estaban tres veces más propensas a sufrir de depresiones
mayores. Estar en la UCI durante los últimos días de vida, debido a una
enfermedad terminal, representa para la mayoría de personas una especie de
fracaso. Ahí yace la persona, conectada a un ventilador, cada uno de sus
órganos luchando para no apagarse, la mente divagando, al borde del delirio,
sin poder comprender que ya no podrá salir con vida de este lugar prestado,
artificialmente iluminado y fluorescente. Bajo estas circunstancias la muerte le
llegará al paciente sin que este haya tenido la oportunidad de despedirse, o
decir lo que esté en su mente…”lo siento, te quiero, te perdono,”
Fuera de prolongar la vida, la gente tiene otras preocupaciones. Estudios en
pacientes con enfermedades terminales han establecido que entre las
principales prioridades están, además de reducir al máximo el sufrimiento, el
estar con la familia, recibir las caricias de los seres queridos, mantenerse en un
estado mental coherente y no convertirse en una carga para nadie.
Nuestro sistema de atención médica, fuertemente arraigado en la tecnología,
ha fallado totalmente en cumplir con estos deseos, y el costo de este fracaso
debe medirse más allá de los gastos incurridos. La difícil pregunta que
debemos hacernos entonces, no es si podemos o no pagar los gastos
desmesurados del sistema. El tema debe plantearse en términos de cómo
construir una forma de atención médica que realmente le ayude al paciente
terminal a lograr aquello que más le importa cuando ha llegado al final de su
vida.
Durante la historia de la humanidad el proceso de morir había sido siempre
relativamente breve. Pero en tiempos recientes esto ha cambiado. La muerte
llegaba por infecciones en los niños, o partos difíciles, o infartos, neumonía, y el
intervalo entre el momento en que se reconocía que la persona estaba
gravemente enferma y el momento en que acaecía la muerte, era relativamente
corto, cosa de días o semanas. Pensemos en como nuestros presidentes
murieron antes de alcanzar la era moderna de la medicina. A George
Washington le dio una infección en la garganta estando en su casa en
Diciembre 13, 1799, y para la noche siguiente, ya había muerto. John Quincy
Adams, Millard Fillmore y Andrew Johnson, murieron todos de ACVs un par de
días después de haberse presentado el episodio. Rutheford Hayes tuvo un
infarto y murió tres días después. Algunas enfermedades mortales demoraban
algunos meses en producir el desenlace. James Monroe and Andrew Jackson
fueron consumidos poco a poco por lo que aparentemente fue tuberculosis. El
cáncer en boca que le dio a Ulysses Grant se demoró un año en acabar con él.
Y James Madison estuvo en enfermo en cama por dos años hasta que murió
de “vejez”
Según la investigadora especializada en el tema del “final de la vida” Joanne
Lynn, la experiencia que reporta la gente que sufre de enfermedades graves,
es que es como una tormenta que se presenta de repente. O bien uno la
sobrevive o todo lo contrario.
Antiguamente había rituales, costumbres, que rodeaban la muerte. Las guías
para “ars moriendi”, el arte de morir, eran muy utilizadas. Un texto medieval en
Latín de 1415, fue re impreso una y otra vez, es decir tuvo más de 100 tirajes a
lo largo y ancho de Europa. Reafirmar la fe, arrepentirse de los pecados,
desprenderse de toda posesión y de todo deseo terrenal, era algo crucial. Las
guías le proporcionaban a la gente que rodeaba al enfermo, oraciones y
preguntas para ayudarle al moribundo a adoptar una actitud apropiada durante
las horas finales de su vida. Las “últimas palabras” llegaron a ocupar un lugar
muy especial que merecía gran respeto. Actualmente, las enfermedades de
desenlace rápido son una excepción. Para la mayoría de las personas la
muerte llega solo después de una dolorosa lucha médica contra una
enfermedad incurable, como un cáncer avanzado, falla progresiva de algún
órgano, (normalmente, el corazón, riñón o hígado,) o cualquier condición
causada por alguna de las múltiples debilidades que se presentan en la vejez
avanzada. En todos estos casos, la muerte es segura, pero el momento en
que ocurrirá es incierto. Es necesario entonces hacerle frente a esta
incertidumbre. Pero casi todo el mundo encuentra serias dificultades con el
cómo, el cuándo, y el saber aceptar que la batalla se ha perdido. En cuanto al
tema de las “últimas palabras,” ya casi ni existen…
La tecnología mantiene nuestros órganos vivos aun después de perder nuestra
capacidad de estar conscientes y coherentes. Con base en lo anterior, surge
otra pregunta…. Como responder a los pensamientos e inquietudes de una
persona que está muriendo cuando la medicina ha hecho que sea imposible
saber quien está a punto de morir y quién no? Será que alguien con cáncer
terminal, demencia, o insuficiencia cardiaca congestiva está a punto de morir?
Como saberlo con precisión?
Hace algún tiempo atendí a una mujer de sesenta y algo años, que sufría de
dolor abdominal y torácico agudo, debido a una obstrucción intestinal que había
causado una ruptura en el colon, que a su vez le había producido un ataque al
corazón, lo que la había conducido a desarrollar shock séptico y disfunción
renal. Le realicé un procedimiento quirúrgico para resecar la porción dañada
del colon y le hice una colostomía. Un cardiólogo le puso stents en sus arterias
coronarias. La conectamos a una máquina de diálisis, a un respirador artificial y
le administramos alimentación intravenosa, con lo cual logramos estabilizarla.
Sin embargo después de un par de semanas fue evidente que la paciente no
iba a mejorar. El shock séptico la había dejado con una falla tanto cardiaca
como respiratoria. Además había desarrollado gangrena seca en uno de sus
pies, que tendría que se amputado. Tenía una herida abdominal grande y
abierta y el contenido de su deposición se estaba filtrando, lo que requería una
limpieza y un cambio de apósitos en el área dos veces por día para tratar de
lograr que sanara la herida. Ya no podría comer, y además necesitaría una
traqueotomía. Sus riñones dejaron de funcionar, tendría que someterse a
diálisis tres veces por semana, por el resto de su vida.
No era casada, no tenía niños. Me senté a discutir el caso con sus hermanas
en la sala de espera de la UCI, para decidir si amputarla, y si hacer o no la
traqueotomía. “Se está muriendo?” Me preguntó una de las hermanas. No
estaba seguro sobre cómo responder a esta pregunta. Ya ni siquiera sabía que
significaba la palabra “moribundo”.
En las últimas décadas, la ciencia médica ha vuelto obsoletas tanto la
experiencia de los últimos siglos, como las tradiciones y el lenguaje sobre
nuestra mortalidad, creando una nueva dificultad en la vida de los seres
humanos: como morir…
Un viernes por la mañana, en esta primavera, hice mis rondas de pacientes con
Sarah Creed, una enfermera que trabaja en el servicio de atención paliativa
para enfermos terminales que funciona en el hospital donde yo trabajo. Yo no
sabía mayor cosa sobre los servicios que allí se prestan. Sólo sabía que se
especializa en darle a los pacientes terminales la atención más confortable,
algunas veces en un edificio especialmente adaptado para dicho fin, aunque en
la actualidad este servicio se presta cada vez más a domicilio. También sabía
que para que uno de mis pacientes fuera elegible para el programa, yo tenía
que certificar por escrito que dicho paciente tenía una expectativa de vida de no
más de 6 meses. No conocía a muchos pacientes que hubieren escogido este
servicio por sí mismos, excepto algunos, pero solamente para sus últimos días
de vida, pues tenían que firmar un consentimiento indicando que tenían pleno
conocimiento del hecho de que su enfermedad era incurable y que habían
decidido suspender todo tratamiento médico para tratar de detenerla. La
imagen que yo tenía del pabellón de enfermos incurables era de pacientes
recibiendo morfina, gota a gota, por vía intravenosa. Desde luego mi imagen no
se compaginaba con esta ex enfermera de la UCI, de cabello castaño y ojos
azules, con estetoscopio al cuello, golpeando en la puerta de la casa de Lee
Cox, en una a tranquila calle de la vecindad de Mattapan, en la ciudad de
Boston.
“Hola Lee” dijo Creed al entrar a la casa.
“Hola Sarah”, contestó Cox, una mujer de 72 años de edad. Durante algunos
años su salud había estado declinando debido a una insuficiencia cardiaca
congestiva, resultado de un infarto y de una fibrosis pulmonar, enfermedad
progresiva e irreversible. Para impedir que la enfermedad avanzara
rápidamente, los médicos optaron por darle tratamiento con esteroides, pero no
funcionó. Había estado entrando y saliendo del hospital, y cada vez se ponía
peor. Finalmente aceptó recibir tratamiento paliativo y se mudó a vivir con su
sobrina quien le ofreció su apoyo. Era ya oxigeno-dependiente e incapaz de
realizar las tareas cotidianas más básicas. El solo abrir la puerta, arrastrando
su vía de oxigeno de más o menos 10 metros, la dejaba sin aliento. Se quedó
quieta frente a la puerta por un minuto, tomando fuerzas, jadeando y frunciendo
los labios.
Creed tomó a Cox del brazo suavemente, para ayudarle a caminar hasta la
cocina donde tomamos asiento, preguntándole mientras tanto como se había
sentido. Luego le hizo otra serie de preguntas, enfocándose en problemas que
suelen presentarse en pacientes con enfermedades terminales. Tenía algún
dolor específico? Como estaba su apetito? Sufría de sed? Estaba durmiendo
bien? Había tenido momentos de confusión? Se sentía ansiosa o inquieta?
Como iba su fatiga respiratoria? Había tenido palpitaciones del corazón o dolor
en el pecho? Y el estómago, algún problema intestinal? Con la deposición tal
vez? Como estaba de las vías urinarias? Que tanto trabajo le estaba costando
orinar o caminar?
Resultó que la señora si tenía problemas que se estaban presentando
recientemente. Caminar desde la habitación hasta el baño le tomaba ahora por
lo menos cinco minutos, pues se ahogaba, y eso la asustaba. Además tenía
dolor en el pecho. Creed sacó su estetoscopio y su aparato para medir la
presión arterial de su maletín médico. La presión arterial de la Sra. Cox estaba
en un nivel aceptable, su frecuencia cardiaca estaba un poco alta. Creed
auscultó su corazón, que latía a un ritmo normal, sus pulmones, que emitían un
ruido crepitante, típico de su fibrosis pulmonar, y además detectó sibiláncias.
Sus tobillos estaban hinchados por retención de líquido, y cuando Creed le
pidió a la Sra. Cox que le mostrara su pastillero, se dio cuenta de que se le
había acabado el remedio para el corazón. También pidió ver el equipo de
oxígeno. El cilindro ubicado al pie de la cama, tendida ésta con toda pulcritud,
estaba lleno y funcionaba adecuadamente. Sin embargo, el equipo de
nebulización para sus tratamientos de inhalación, estaba dañado.
Dada la falta de su medicamento para el corazón, y el daño que presentaba su
equipo de nebulización, era fácil entender porqué había empeorado. La
enfermera Creed llamó a la farmacia de la Sra. Cox para confirmar las recetas
médicas que estaban esperando a ser recogidas y organizo la logística para
que su sobrina las recogiera después del trabajo. También llamó al proveedor
del equipo nebulizador para que le prestaran servicio al aparato dañado ese
mismo día.
Luego conversó durante algunos minutos con la Sra. Cox en la cocina. No
estaba de buen ánimo. La enfermera Creed la tomó de la mano para decirle
que no se preocupara, que todo saldría bien, que recordara los días buenos
que había tenido la semana anterior, cuando había salido, con su equipo de
oxigeno portátil, a la peluquería y a hacer compras con su sobrina.
Le pregunté a Cox como había sido su vida antes de enfermarse. Me contestó
que había trabajado en una fábrica de radios en la ciudad de Boston, y que ella
y su marido habían tenido dos hijos y tenían varios nietos.
Cuando le pregunté porque había escogido recibir este servicio para pacientes
terminales, la cubrió un manto de tristeza. “El cardiólogo y el neumólogo me
dijeron que no había nada más que ellos, como médicos, pudieran hacer por
mí.” Creed me miró fijamente pues mis preguntas habían hecho decaer el
ánimo de Cox nuevamente.
“Me alegra tener a mi sobrina y a su esposo, pues me cuidan y me ayudan en
todo.” Comentó. Pero esta no es mi casa, y la verdad me siento como un
estorbo.”
Creed le dio un abrazo cariñoso antes de irnos y le hizo una última pregunta?:
“Que debes hacer si sientes un dolor agudo en el pecho que no se te quita?
“Tomar la pastilla de nitro” respondió Cox, refiriéndose a la pastilla de
nitroglicerina que debe tomar ante una crisis, colocándola debajo de la lengua..
“Y luego?”
“Llamarte por teléfono”.
“Donde está el número?”
Ella señaló el número del hospicio, donde contestan las 24 horas, que estaba
pegado a su aparato telefónico.
Cuando salimos, le confesé a Creed que no había entendido bien que era lo
que había tratado de lograr durante su visita. Era el objetivo prolongar la vida
de Cox? Acaso no se trataba más bien de dejar que la vía natural, versus la
artificial, siguiera su curso?
“Ese no es el objetivo”, me contestó Creed. Procedió a explicarme que la
diferencia entre la atención médica regular y la que se presta bajo el modo de
hospicio o atención paliativa, no radica en ofrecer tratamiento o dejar de
hacerlo. La diferencia está en cómo se establecen las prioridades. En la
medicina corriente, el objetivo es preservar y prolongar la vida. Vamos a
sacrificar su calidad de vida ahora, se le dice al paciente, al hacer una cirugía,
un tratamiento de quimioterapia, prestarle servicios de cuidados intensivos,
para ofrecerle la posibilidad de extender sus años de vida. El cuidado paliativo
se presta por medio de enfermeras, doctores y trabajadores sociales para
ayudarle a los pacientes terminales a tener la mejor calidad de vida, mientras
esperan la muerte. Es el ahora el que se busca atender. Eso significa que los
objetivos son disminuir el dolor y la incomodidad al máximo, mantener la
agudeza mental tanto como se pueda, hacer posible que el paciente salga
aunque sea de vez en cuando, para aprovechar el tiempo que le queda con la
familia o los seres queridos. El enfoque de los especialistas en atención
médica paliativa o de hospicio, no es cuantos días le quedan al paciente, sido
la calidad de vida que se les pueden brindar durante este periodo.
Como muchas otras personas, yo estaba bajo la impresión de que el cuidado
de hospicio apuntaba a agilizar la muerte, ya que los pacientes dejan a un lado
los tratamientos que apuntan a curar, y optan por tratamientos con altas dosis
de narcóticos para mantener el dolor controlado. Pero esto no es lo que se ve
en los estudios. En uno, los investigadores hicieron seguimiento a 4,493
pacientes de MedicCare, que sufrían de cáncer terminal o de insuficiencia
cardiaca congestiva. No encontraron ninguna diferencia en el tiempo de
sobrevida entre pacientes que recibían atención paliativa y los que no lo
hacían; se trataba de estudiar pacientes con enfermedades graves como
cáncer de mama, cáncer de próstata y cáncer de colon. Curiosamente el
cuidado paliativo, o de hospicio, parece prolongar la sobrevida en algunos
pacientes. Los que sufrían de cáncer pancreático ganaron un promedio de 3
semanas, los de cáncer de pulmón prolongaron su vida por seis semanas más,
en promedio, y los afectados con insuficiencia cardiaca congestiva duraron tres
meses más en promedio. La lección parece ser ZEN: Uno vive más cuando
deja de esforzarse por vivir más. Cuando a Cox la pasaron de atención
hospitalaria a atención paliativa, sus médicos apenas le habían dado unas
cuantas semanas de vida. Pero con el cuidado paliativo que se le estaba
brindado ya llevaba más de un año de vida ganado.
Creed entra a ser parte de la vida de estas personas, en un momento extraño
de sus vidas. Ya han entendido que sufren de una enfermedad terminal pero
aún no han aceptado que van a morir. “Yo diría que solo una cuarta parte de
ellos han aceptado su suerte cuando llegan al hospicio.” Comentó Creed.
Cuando se reúne con los pacientes por primera vez, muchos expresan que se
sienten abandonados por sus médicos. “99 por ciento de ellos saben que
están muriendo pero cien por ciento espera que no sea así.” añade la
enfermera. “Aun quieren luchar para ganarle a la enfermedad que los aqueja”
La primera visita es complicada, pero ella ha encontrado maneras de hacerla
menos difícil. La enfermera cuenta con cinco segundos para ganarse al
paciente ya que este decide casi inmediatamente si es una persona en la que
puede confiar o no… Se trata de cómo se presenta uno desde el inicio. ”Yo no
entro diciendo “como lo siento”. En vez empiezo diciendo: “Soy la enfermera
encargada de atención paliativa y me gustaría explicarle lo que puedo ofrecerle
para mejorar su calidad de vida. Estoy consciente de que no tenemos tiempo
que perder.”
Y fue así como comenzó su visita con Dave Galloway, a quien visitamos
después de salir de la casa de la Señora Cox. Tenía 42 años de edad. Tanto
él como su señora Sharon, eran bomberos en la ciudad de Boston. Tenían una
hija de 3 años. El sufría de cáncer en el páncreas que se había esparcido.
Tenía una masa tumoral sólida en la parte superior de su abdomen. Durante
los últimos meses había tenido momentos en los que el dolor se había hecho
insoportable y lo habían admitido al hospital varias veces para manejarle sus
crisis de dolor. Durante su último episodio, una semana antes de esta visita,
habían descubierto que el tumor había perforado el intestino. No había forma
de arreglar el problema, ni siquiera temporalmente. Los médicos lo pusieron en
alimentación intravenosa y le ofrecieron dos alternativas: O pasarlo a la UCI o
darle atención paliativa en casa. Escogió la segunda.
“Ojala hubiéramos empezado a trabajar con él antes”, Me dijo Creed. Cuando
ella y la médica supervisora del hospital, Jo Anne Nowak, llegaron a la casa de
Galloway, para hacerle su evaluación, parecía que no le quedaban sino unos
pocos días de vida. Sus ojos estaban hundidos, le costaba trabajo respirar, sus
miembros inferiores estaban hinchados por retención de líquidos, hasta el
punto de haberse llenado de ampollas que supuraban. Había llegado a estar
delirante debido al dolor abdominal.
Se dieron a la tarea de mejorar la situación rápidamente. Le pusieron sistema
de bombeo con analgésicos para aliviar el dolor, con un botón que le permitía a
él dispensar dosis más altas de narcóticos de lo que se le había permitido
hasta ese momento, cuando lo consideraba necesario. Se instaló una cama
eléctrica, tipo hospital, para que pudiera dormir con el torso levantado.
También le enseñaron a Sharon como mantener a Dave limpio, como proteger
su piel de las escaras por estar tanto tiempo en cama, y cómo manejar las
crisis que estarían por venir. Creed me dijo que parte de su trabajo consistía en
evaluar la familia del paciente; Sharon daba la impresión de ser una mujer
competente. Estaba decidida a cuidar a su marido, hasta el final, y
seguramente por lo que era una mujer bombero tenía el temperamento
recursivo y la capacidad para hacerlo. No quería contratar una enfermera
privada. Ella misma se encargaba de todo, desde cambiar las sabanas y
coordinar los esfuerzos de otros miembros de la familia que estaban
dispuestos a ayudar cuando ella lo solicitaba, hasta la administración de la
alimentación de Dave por vía intravenosa.
Creed hizo arreglos para que FedEx le entregara un paquete cada que fuera
necesario, que se guardaba en una mini nevera junto a la cama de Dave y
contenía una dosis de morfina para cuando el dolor se volvía insoportable y
para los episodios de ahogo. También había Ativan para los ataques de
pánico, Compazine para la nausea, Haldol para el delirio, Tylenol para la fiebre
y Atropina para eliminar el cascabeleo de las vías respiratorias superiores que
los pacientes moribundos normalmente desarrollan en sus últimas horas de
vida. Sharon tenía instrucciones de llamar a la unidad de cuidados paliativos
que atiende 24 horas, para hablar con la enfermera de turno quien le daría
instrucciones sobre cuál de los medicamentos de rescate debía utilizar, y
además, la enfermería podría hacer una visita domiciliaria para ayudar si fuera
necesario.
Dave y Sharon finalmente pudieron dormir la noche entera, en casa. Creed, u
otra enfermera, hacia visitas domiciliarias todos los días y algunas veces, dos
veces diarias; tres veces, durante esa semana, Sharon utilizó la línea de
emergencia del servicio de hospicio, para ayudarle a manejar las crisis de dolor
de Dave y sus episodios de alucinaciones. Después de algunos días, pudieron
inclusive salir a su restaurante preferido. Dave no tenía hambre, pero por lo
menos pasaron allí un rato agradable recordando momentos más alegres.
La parte más difícil, comentó Sharon, fue dejar la alimentación intravenosa de
dos litros que Dave había estado recibiendo todos los días. Aunque era su
única fuente de calorías el personal del hospicio aconsejó descontinuarla
puesto que su cuerpo no parecía estar absorbiendo los nutrientes. La infusión
de proteína, glucosa y grasas, empeoraba su insuficiencia respiratoria y la
inflamación de su piel, para qué administrársela entonces? El enfoque estaba
dirigido hacia el momento, la vida del ya y el ahora. Sharon había protestado,
pues temía que Dave muriera de desnutrición. Sin embargo, la noche antes de
nuestra visita decidieron salir sin la infusión. Al día siguiente la inflamación se
había reducido considerablemente. Dave se movía más fácilmente y sin tanta
incomodidad. Empezó a comer pequeños pedacitos de alimento, aunque fuera
para probarlos, y eso hizo que Sharon se sintiera mejor acerca de la decisión
que se había tomado.
Cuando llegamos, Dave estaba regresando a su habitación después de una
ducha, su brazo sobre el hombro de su esposa, y sus pies en sus pantuflas,
arrastrándose, un paso a la vez.
“Nada le gusta más que ducharse largo y con agua caliente. Viviría bajo la
ducha, si pudiese hacerlo.
Dave se sentó al borde de su cama con su pijama limpia, respirando profundo
para desahogarse. Creed empezó a hablarle, mientras su pequeña hija, Ashlee
entraba y salía del cuarto, llevando y trayendo animalitos de felpa que colocaba
en el canto de su papá.
“Cómo va el dolor, en una escala de 1 a 10?” Le preguntó creed.
“Le doy un seis” contestó él.
“Has utilizado el sistema de bombeo?”
Se abstuvo de contestar por algunos segundos. “la verdad no me gusta usarla”
admitió finalmente.
“Por que no?” Le preguntó Creed.
“Porque usarla me hace sentir derrotado”
“Derrotado?”
“No quiero volverme adicto, no quiero tener que depender de esa sustancia. “
Creed se arrodilló frente a él. “Dave, no conozco a nadie que sea capaz de
manejar este nivel de dolor sin la ayuda del medicamento. No se trata de una
derrota. Tienes una linda esposa, una hermosa hija, y no vas a poder gozar de
su presencia si estás sufriendo de dolor agudo.”
“Tienes razón” contestó mientras miraba a Ashley quien le estaba colocando un
caballito en su canto. Y en ese momento, oprimió el botón.
Dave Galloway murió una semana más tarde, en paz, rodeado de su familia.
Una semana después también murió la Sra. Lee Cox. Pero como si quisiera
demostrar cuan resistente es la naturaleza humana a formulas pre
establecidas, ella nunca se reconcilió con la idea de que su enfermedad era
incurable. Por eso, cuando su familia la encontró con paro cardiaco una
mañana, de acuerdo con sus instrucciones, llamaron al 911 en vez de llamar al
servicio de atención paliativa. Los paramédicos de la unidad de Urgencias, los
bomberos y la policía llegaron rápidamente. Le quitaron la ropa y le hicieron
bombeo al corazón. Le intubaron las vías aéreas metiéndole oxigeno a los
pulmones a la fuerza y trataron de reactivar su corazón mediante shock
eléctrico. Pero estos métodos casi nunca funcionan en pacientes terminales y
el caso de la Sra. Cox no fue una excepción.
La Unidad de Cuidados Paliativos trata de ofrecer un ideal nuevo sobre el como
morir. Aunque no todo el mundo ha aceptado el método y sus rituales, aquellos
que si lo han hecho, están contribuyendo a que el “ars moriendi”, sea aceptado
cabalmente en nuestra época. Pero hacerlo, representa una lucha, no solo
contra el sufrimiento, sino también contra el imparable auge de los tratamientos
médicos.
Justo antes de la fiesta de Acción de Gracias en el 2007, Sara Monopoli su
esposo Rich y su madre Dawn Thomas, se reunieron con el Dr. Marcoux para
hablar sobre las opciones que les quedaban. Para ese momento a Sara ya le
habían hecho tres tratamientos de quimioterapia, con efectos limitados o nulos.
Quizás el Dr. Marcoux hubiese podido hablar con ella sobre qué era lo que más
quería, a medida que la muerte se acercaba, y la mejor manera de alcanzar
esos deseos. Pero la señal que recibió de Sara y de sus familiares fue que lo
único que les interesaba era saber que otros tratamientos estaban disponibles.
Era obvio que querían evitar el tema de la muerte.
Recientemente hablé con el marido de Sara y con sus padres. Me comunicaron
que Sara sabía que su enfermedad era incurable. La semana después del
nacimiento del bebé y de recibir el diagnostico, había explicado muy
explícitamente, como quería que criaran a su hija Vivian, después de muerta
ella. Le había dicho a la familia, en repetidas ocasiones que no quería morir en
el hospital. Deseaba pasar sus últimos momentos, tranquilamente en su casa.
Pero “la idea de que esos momentos estuvieran tan cerca, de que no hubiera
forma de desacelerar la enfermedad, era un tema que ni ella ni yo quisiéramos
tocar” me dijo su madre.
Su padre Gary y su hermana melliza, Emily, aun mantenían viva la esperanza
de que se encontrara una cura. Para ellos el problema radicaba en que los
médicos no estaban poniendo suficiente empeño. “Para mí era inconcebible
que no hubiese algún otro tratamiento,” comentó Gary. Para Rich la
enfermedad de Sara había sido una experiencia desconcertante: “Acabábamos
de tener un bebé, éramos jóvenes, estábamos en una situación horrible,
además de extraña. Nunca hablamos sobre la posibilidad de parar el
tratamiento.”
El Dr. Marcoux entendía bien la situación. Con casi dos décadas de experiencia
en el tratamiento de cáncer de pulmón había tenido varias conversaciones
parecidas a la que ahora estaba teniendo con la familia de Sara. Era un
hombre de apariencia tranquila, de voz amable y con la inclinación natural de la
gente de Minnesota, a evitar confrontaciones y no dejarse enredar en
conversaciones demasiado personales. Su actitud ante este tipo de decisiones
era muy científica.
“Yo sé que la mayor parte de mis pacientes van a morir de su enfermedad” me
dijo. “Los datos existentes lo demuestran. Una vez falla la segunda opción de
quimioterapia, los pacientes con cáncer de pulmón casi nunca mejoran su
sobrevida con tratamientos adicionales; Por el contrario: sufren de efectos
secundarios bastante desagradables.” Sin embargo él también mantenía viva la
esperanza.
Les dijo que llegado el momento, el cuidado paliativo, era una opción que valía
la pena considerar, pero añadió que había terapias experimentales. Les habló
de varios estudios clínicos que se estaban desarrollando. El más prometedor
era el de un medicamento de Pfizer que apuntaba justamente a una de las
mutaciones presentes en sus células cancerosas. Sara y su familia
inmediatamente pusieron sus esperanzas en este tratamiento. El medicamento
era tan nuevo, que ni siquiera tenía nombre. Solo un número, PF0231006, lo
que lo hizo aun más esperanzador.
Había algunos puntos sin resolver, incluido el hecho de que los científicos aun
no sabían cuál era la dosis apropiada. La droga estaba todavía en la primera
fase del estudio, es decir la etapa en la que se establece cual es el nivel de
toxicidad, dentro de un rango de dosis, más no determina aun si el
medicamento realmente funciona. Y para empeorar las cosas, una prueba en
Plato Petri para ver el efecto que tendría el remedio sobre sus células
cancerosas, mostró que era nulo. Para el Dr. Marcoux estos factores, aunque
negativos, no constituyeron una razón definitiva para no intentar el tratamiento.
El problema crítico era que las reglas del estudio excluían a Sara debido a la
embolia pulmonar que había desarrollado durante el verano. Para registrarse
en el estudio, tendría que esperar por lo menos dos meses hasta recuperarse.
Entre tanto el Dr. Marcoux sugirió ensayar con otro tipo de quimioterapia
convencional con una droga llamada Navelbine. Sara empezó tratamiento el
lunes después del Día de Acción de Gracias.
Vale la pena hacer una pausa para pensar en lo que acaba de suceder. Por
una u otra razón, Sara terminó recibiendo un cuarto tratamiento de
quimioterapia, que tenía solo una mínima posibilidad de cambiar el curso de la
enfermedad, y una mayúscula de causarle efectos colaterales debilitantes. La
oportunidad de prepararse para lo inevitable se había desaprovechado. Y todo
sucedió debido a una circunstancia totalmente previsible. Ni la paciente ni su
familia estaban listas para afrontar la realidad de su enfermedad.
Le pregunté al Dr. Marcoux que esperaba lograr en sus pacientes con cáncer
terminal de pulmón, que objetivos planteaba cuando venían a su consulta por
primera vez. “Lo primero que pienso es como darles al menos uno o dos años
decentes bajo las circunstancias”. Me contestó. “Ese es mi objetivo, esas son
mis expectativas. En mi opinión, las posibilidades de vida en una paciente
como Sara, son de 3 a 4 años, máximo.” Pero esto no es lo que la gente quiere
oír. Quieren que les digamos que podemos prolongarles la vida en diez o
veinte años. Esta situación se presenta una y otra vez.…. Seguramente, de
estar en esa situación, yo pensaría igual”.
Se creería que los médicos están bien preparados para esquivar las tormentas,
pero definitivamente se presentan dos obstáculos. Primero que todos nuestros
puntos de vista pueden estar alejados de la realidad. En un estudio dirigido por
el investigador de Harvard Nicholas Christakis, se les pidió a los médicos de
casi quinientos pacientes terminales que calcularan el tiempo de vida que les
quedaba a los enfermos, y luego se le hizo un seguimiento a los pacientes,. El
63 % de los médicos sobre estimaron la sobrevida de sus pacientes y solo el
17% la sub estimaron. El cálculo promedio estuvo sobre estimado en un 31%:
Y entre mejor conocían los médicos a sus pacientes, mayor su predisposición a
hacer un cálculo errado.
En segundo lugar, a menudo evitamos expresar lo que sentimos. Los estudios
que se han hecho al respecto han encontrado que aunque los médicos
normalmente les dicen a sus pacientes la verdad sobre el hecho de que la
enfermedad que padecen es incurable, también es cierto que la mayor parte de
ellos evitan dar un pronóstico específico, aun cuando se les presiona para que
lo hagan. Más del 40% de oncólogos consultados, reportan haber ofrecido
tratamiento a sus pacientes, aun sospechando que no va a funcionar.
En esta época en que equivocadamente la relación médico-paciente se asocia
con teorías de mercadeo, en otras palabras, “el cliente siempre tiene la razón”
los médicos evitan, hasta donde sea posible, pisotear las expectativas de sus
pacientes. Les preocupa más ser demasiado pesimistas que demasiado
optimistas. Hablar de la muerte es bastante desagradable. Cuando se tiene un
paciente como Sara Monopoli, lo último que uno quiere hacer es enfrentar la
verdad. Yo lo sé, porque el Dr. Marcoux no era el único que trataba de evitar
esa conversación con ella. Yo también lo hice….
Al principio del verano un TAC había revelado que además de su cáncer de
pulmón, también tenía cáncer en la tiroides que había hecho metástasis en los
ganglios linfáticos del cuello; me llamaron a una reunión para decidir si se
procedía o no a hacer una operación. Este segundo cáncer primario era
operable. El cáncer de tiroides toma mucho tiempo en volverse letal. La
situación era entonces que su cáncer de pulmón seguramente acabaría con su
vida mucho antes de que el cáncer de tiroides empezara a darle problemas.
Dado el tamaño de la cirugía que habría que hacerle para extirpar el nuevo
cáncer, y las complicaciones potenciales, lo mejor era no hacer nada.
Explicarle esto a Sara significaba tener que afrontar la realidad: su enfermedad
pulmonar era mortal. Me sentía mal preparado para manejar semejante
situación.
Sentada en mi consultorio, Sara no parecía desanimada por el descubrimiento
de este segundo cáncer. Al contrario: se le veía más segura que nunca. Había
leído sobre los buenos resultados del tratamiento en cáncer de tiroides. Estaba
lista para proceder y ansiosa por saber cuándo se podría realizar la operación.
Y yo de pronto me vi envuelto en esta ola de optimismo. “Y si me equivoco en
mi apreciación pesimista” me pregunté… “Si ella resultara ser la paciente “del
milagro” capaz de ganarle a un cáncer metastásico de pulmón”?
Mi solución fue esquivar el tema totalmente. Le dije a Sara que el cáncer de
tiroides crecía lentamente y respondía bien a tratamiento; Añadí que la
prioridad era su cáncer de pulmón y que no debíamos descuidar ese
tratamiento. Haríamos un monitoreo constante del cáncer de tiroides y
programaríamos una cirugía para dentro de algunos meses. La veía en mi
consulta cada seis semanas. Su deterioro era evidente de una semana a otra.
Sin embargo, aun sentada en su silla de ruedas, Sara siempre llegaba con una
sonrisa dibujada en su rostro, su cara maquillada y su capul agarrada con
ganchos para que no se le metiera en los ojos. Se reía de cosas pequeñas,
como los tubos que se veían abultados debajo de su vestido. Estaba dispuesta
a ensayarlo todo… y yo me sorprendí a mi mismo enfocando mi atención en
noticias sobre tratamientos experimentales para su cáncer pulmonar. Después
de que uno de los tratamientos de quimioterapia pareció reducir un poco su
cáncer de tiroides, le hablé sobre la posibilidad de ensayar una nueva terapia
experimental que podría tener un efecto sobre ambos canceres, lo que era pura
fantasía. Hablar sobre una fantasía era más fácil que hablar sobre lo que
realmente estaba ocurriendo, las repercusiones emocionales eran menores, el
tema menos explosivo y menos propenso a malentendidos.
Entre el cáncer de pulmón y la quimioterapia, Sara se deterioraba cada día
más. Dormía casi todo el tiempo y ya poco salía de la casa. Las notas clínicas
del mes de diciembre describen que respiraba con mucho esfuerzo, tenia
sibilancias, producía sangre al toser, se sentía muy fatigada. Además de los
tubos de drenaje en su pecho, había que drenarle el abdomen cada semana,
para aliviar la presión que sentía por el abundante líquido que se acumulaba
debido al cáncer que padecía.
Un TAC que se le hizo en Diciembre mostró que el cáncer de pulmón se había
extendido a la columna vertebral, al hígado y a los pulmones. Cuando la
examiné en enero solo podía moverse lentamente, y se sentía muy incómoda
al hacerlo. No podía decir más de una frase sin detenerse a respirar. Sus
miembros inferiores estaban hinchados. Para la primera semana de Febrero ya
se había vuelto oxigeno dependiente. Había pasado suficiente tiempo desde su
embolia pulmonar, como para que pudiera empezar con el nuevo medicamento
experimental de Pfizer. Solo le faltaba hacerse un par de TACs para poder
proceder. Estos mostraron que el cáncer había hecho metástasis en el cerebro,
con por lo menos nueve focos cancerosos en ambos hemisferios. La droga
experimental no estaba diseñada para atravesar la barrera hemoencefálica lo
que significaba que el lPF0231006 no iba a funcionar.
Sin embargo, Sara, su familia y su equipo médico seguían pensando en cómo
combatir el cáncer. No habían pasado 24 horas cuando ya se le había
programado una cita con un radio oncólogo para hacerle radiación total del
cerebro para intentar reducir la masa cancerosa. El 12 de Febrero había
completado cinco días de terapia radioactiva, que la dejó exhausta, casi
incapaz de levantarse. Ya casi no comía. Había perdido 25 libras desde el
otoño y le confesó a Rich que durante los últimos dos meses había
experimentado visión doble y ya no sentía sus manos.
“Porque no se lo dijiste a nadie” le preguntó Rich.
“Porque no quería dar razones para detener el tratamiento” le contestó Sara.
“Y lo hubieran detenido si hubiese hablado del problema”
Se le dieron dos semanas para que recuperara fuerzas después del tratamiento
de radiación. Luego se le daría otro tratamiento con otra droga experimental
producida por una pequeña compañía de biotecnología. Se le programó para
empezar el 25 de Febrero. Sus posibilidades se agotaban rápidamente, pero
nadie podía asegurar que hubiesen llegado a cero.
En 1985 el paleontólogo y escritor Stephen Jay Gould publicó un maravilloso
ensayo llamado “Le Media no constituye el Mensaje” después de un
diagnóstico que le habían hecho tres años antes, de un mesotelioma
abdominal, un cáncer poco frecuente pero letal, normalmente asociado con
exposición al asbestos. Se fue para una biblioteca médica, después de recibir
el diagnostico y sacó los artículos médicos más recientes que se habían
escrito sobre la enfermedad. La literatura no podía haber sido más clara: El
mesotelioma es incurable, con una sobrevida media de solo 8 meses después
del diagnóstico. Era una noticia devastadora, pero aun así se puso a mirar las
gráficas de las curvas de sobrevida de pacientes con dicha enfermedad.
Gould era un naturalista y tendía más a observar la variación alrededor del
punto medio de la curva, que el punto medio en sí. Y lo que vio este naturalista
es que la variación era bastante alta. Los pacientes no estaban agrupados
alrededor de la sobrevida media, sino más bien se abrían como un abanico en
ambas direcciones. Más aun, la curva estaba sesgada hacia la derecha, con
una larga cola, un tanto delgada, de pacientes que vivían años por encima de
la norma de los 8 meses. Esa fue su fuente de consuelo, pues imaginaba que
él sería parte de esa cola de supervivencia prolongada. Y así fue. Después de
una cirugía y tratamiento con quimioterapia experimental, llegó a vivir 20 años
mas allá de su diagnostico. Murió en el 2002, a la edad de 60 años, de un
cáncer al pulmón que no tenía nada que ver con su enfermedad original.
“En mi opinión, el pensar en la muerte como algo que hay que hay aceptar con
dignidad es un concepto fundamental que se ha puesto de moda.” Escribió en
1985. “Claro que estoy de acuerdo con el predicador del Eclesiastes, cuando
dice que existe un tiempo para amar y un tiempo para morir, y cuando se me
acabe el ovillo y me llegue el momento, espero encarar la muerte con calma y
a mi manera. En la mayoría de las situaciones prefiero adoptar el enfoque más
guerrero, es decir, que la muerte es el último enemigo. No veo nada malo en la
actitud de aquellos que luchan valientemente para que no se apague la luz de
sus vidas.”
Pienso en Gould y en su ensayo cada vez que tengo un paciente con una
enfermedad terminal. Siempre existe una larga cola de posibilidades, así sean
estas apenas factibles…. Y por qué no explorarlas? Es lo normal, me parece, a
menos que esto signifique que no hemos logrado prepararnos para el resultado
final más probable. El problema es que hemos creado nuestra cultura y nuestro
sistema médico sobre la larga cola de posibilidades. Es una especie de lotería
de la salud, con billetes ganadores y perdedores. En cambio nuestro sistema
para preparar a los pacientes para la casi certeza de que no sacaran el billete
ganador, se ha quedado en un nivel rudimentario. La esperanza en si no es un
plan, pero la esperanza sí es nuestro plan.
Para Sara no habría una recuperación milagrosa, y cuando el final ya estaba
cerca, ni ella ni su familia estaban preparados.
“Siempre quise respetar su deseo de morir en casa tranquilamente,” Me
manifestó Rich mas adelante, “Pero llegué a creer que no se podría, no sabía
cómo lograrlo”
En la mañana del viernes 22 de Febrero, tres días antes del comienzo de la
siguiente ronda de quimioterapia, Rich despertó y vio a su mujer sentada, muy
recta, junto a él, los brazos echados hacia delante, los ojos muy abiertos,
luchando por respirar. Estaba gris, respiraba rápidamente y con gran esfuerzo,
tratando de agarrar cada suspiro de aire con su boca abierta. Parecía que se
estuviera ahogando. Rich trató de subirle al oxígeno en su tubo nasal, pero
esto no le ayudó.
“No puedo con esto” dijo de manera entre cortada entre un respiro y otro….
“Tengo miedo”.
Rich no tenía el kit de emergencia en la nevera, ni el número de una enfermera
en la clínica a quien llamar. Y como saber si este nuevo episodio era algo que
se podía arreglar?
“Vamos al hospital” le dijo. Cuando le preguntó si quería que se fueran en el
auto, ella movió su cabeza de lado a lado para indicar que no.
Rich llamó al 911 (número de emergencia), y le avisó a la madre de Sara,
Dawn, quien estaba en la habitación contigua, lo que estaba pasando. A los
pocos minutos, llegaron los bomberos, subieron corriendo al cuarto de Sara
mientras las sirenas sonaban enloquecidas abajo en la calle. Levantaron a
Sara para ponerla en una camilla, mientras Dawn miraba a través de las
lágrimas que inundaban sus ojos…
“Vamos a salir de esta” le dijo Rich, y pensó para sí mismo que esta sería una
visita mas al hospital. Los doctores encontrarían alguna forma de resolver el
problema.
Ya en el hospital, a Sara le diagnosticaron neumonía, cosa que preocupó
mucho a los familiares, pues creían haber hecho todo lo humanamente posible
para mantener a Sara alejada de infecciones. Se lavaban las manos toda vez
que fuera necesario, las visitas de personas con hijos pequeños estaban
limitadas, aun el tiempo que Sara tenía con su bebita Vivian estaba controlado
en caso de que la niña mostrara el más leve síntoma de gripa. El problema de
Sara era que su sistema inmunológico estaba muy deteriorado y bastante
debilitada su capacidad para expulsar las secreciones que se acumulaban en
su pulmón debido a las varias rondas de quimioterapia a las que había sido
sometida y a los efectos de la enfermedad que padecía.
Mirando la situación desde otra perspectiva, el diagnóstico de neumonía era
hasta cierto punto tranquilizante, pues era solo una infección que se podía
tratar… El equipo de médicos inició un protocolo intravenoso con antibióticos y
alto flujo de oxígeno a través de una máscara. La familia se encontraba en la
habitación de Sara, rodeando su cama y esperando que los antibióticos
hicieran efecto. Esta nueva condición era revertible, se decían unos a otros.
Pero para esa noche y para la mañana siguiente su respiración se había
dificultado aun más.
“No se me ocurre nada gracioso para contarles” Emily le dijo a Sara, mientras
los padres miraban desconsolados. “A mí tampoco” contestó Sara.
Estas serían las últimas palabras que escucharían de la boca de Sara. De ese
momento en adelante Sara entró en una especie de inconsciencia intermitente.
A los médicos no les quedaba más recurso que conectarla a un ventilador.
Sara era luchadora y el siguiente paso para un paciente que aun quiere ganarle
a la muerte, es pasar a la unidad de cuidados intensivos.
Esta es una tragedia moderna que se presenta una y otra vez. Cuando no
tenemos forma de saber cuánto tiempo nos va a durar la madeja, y cuando
imaginamos que tenemos más tiempo del que realmente tenemos, nuestro
instinto natural nos lleva a luchar por la vida, así la muerte nos sorprenda con
una sutura nueva en nuestra piel, un tubo en nuestra garganta, o una
sustancia quimioterapéutica corriendo por nuestras venas. Habiendo dicho lo
anterior, parecería que no registramos el hecho de que posiblemente estemos
recortando o empeorando el tiempo que nos queda. Pensamos que lo mejor es
esperar hasta que los médicos nos digan que ya no hay nada que hacer. Pero
casi siempre hay algo más que la ciencia médica pueda hacer por nosotros,
como administrar medicamentos tóxicos cuya eficacia no está comprobada,
operar para eliminar parte del tumor, entubar al paciente para proporcionarle el
alimento que necesita si no puede comer por sí solo. Siempre hay algún
recurso y queremos que se nos den estas opciones. No queremos que nada ni
nadie nos limite en nuestra escogencia, especialmente no los burócratas ni las
fuerzas del mercado, lo que no quiere decir que estemos ansiosos para tomar
estas decisiones por nuestra propia cuenta. Lo que hacemos con mayor
frecuencia es evadir la toma de la decisión que se acaba entonces tomando por
defecto, porque llega el momento en que hay que hacer algo para ponerle
punto final a la situación.
A finales del año 2004, algunos ejecutivos de Aetna, la compañía de seguros,
resolvieron realizar un experimento. Sabían que solo un pequeño porcentaje de
los pacientes con enfermedades terminales detenían los esfuerzos en la etapa
de tratamiento curativo, para pasar voluntariamente a la etapa de tratamiento
paliativo, y cuando lo hacían era porque ya estaban en la etapa final. Aetna
decidió permitirle a un grupo de tenedores de pólizas con expectativa de vida
de menos de un año, que recibieran atención paliativa sin tener que abandonar
los demás tratamientos. Bajo este esquema, una paciente como Sara
Monopoli podía seguir recibiendo tratamientos de radio y quimioterapia, e ir al
hospital cuantas veces fuera necesario – además de tener acceso a un grupo
de profesionales en el área de atención paliativa que podría atenderla en casa
cada vez que fuera necesario, prestándole atención paliativa y haciendo todo lo
posible para proporcionarle la mejor calidad de vida ahora y en el momento de
tener que sentarse para respirar por no poder ya hacerlo acostada. Un estudio
sobre este tipo de “atención concomitante”, programa que duró dos años,
encontró que los participantes eran más propensos a utilizar los cuidados
paliativos. La cifra saltó de 26% a 70%, lo que no fue una sorpresa puesto que
no se les había obligado a escoger entre uno u otro tratamiento. Lo que si fue
sorprendente es que resolvieron dejar de hacer algunas cosas; por ejemplo,
acudían a urgencias menos de la mitad de las veces de lo que lo hacían los
pacientes del grupo de control. El uso de servicios hospitalarios y de la UCI se
redujo en más de dos tercios. Los costos generales bajaron casi un 25%, lo
que fue sorprendente y desconcertante. No quedaba claro porque el sistema
producía estos efectos. Aetna decidió realizar un programa de “atención
médica paliativa”, más modesto, con un grupo más amplio de pacientes
terminales. Las reglas de cuidado paliativo tradicionales se aplicaban a estos
pacientes. Para poder recibir este tipo de servicio médico, tenían que
abandonar cualquier tipo de tratamiento curativo. En uno u otro tratamiento
recibían llamadas telefónicas de las enfermeras encargadas de cuidados
paliativos, que les ofrecían visitas frecuentes para el manejo de su enfermedad,
e información sobre como ubicar los mejores servicios para todo tipo de
condición o circunstancia médica, desde control del dolor hasta la redacción de
un testamento en vida. En esta población de pacientes la afiliación a cuidados
paliativos también subió a 70%, y su uso de servicios hospitalarios bajó
notablemente. Entre los pacientes mayores, el uso de la UCI cayó en más del
85%. Los puntajes de pacientes satisfechos subieron significativamente.
Que estaba pasando? Los directores del programa eran de la opinión de que el
haberle proporcionado a los pacientes la posibilidad de hablar con alguien
calificado, con conocimiento y experiencia, de manera que pudieran expresar
sus necesidades e inquietudes a diario, si fuese necesario, había sido el truco
para que los pacientes reaccionaran tan positivamente. Es muy importante
tener a alguien con quien hablar.
Aunque sea difícil de creer, la evidencia al respecto ha venido creciendo
durante los últimos años. Dos tercios de los pacientes con cáncer terminal, en
el estudio Coping with Cancer (Aprendiendo a lidiar con el cáncer) reportaron
no haber tenido conversación alguna con sus médicos sobre el tipo de atención
médica de final de vida que quisieran recibir llegado el momento, a pesar de
estar a pocos meses de su muerte estimada (4 meses en promedio); Pero el
tercio que si lo hizo fue mucho menos propenso a recibir reanimación
cardiopulmonar, a ser conectados a ventilador mecánico o a ser enviados a la
UCI.
Dos tercios escogieron ser atendidos por el equipo de cuidados paliativos y
fueron justamente estos pacientes los que sufrieron menos, mantuvieron mejor
sus capacidades físicas, y fueron capaces de interactuar mejor con terceros y
durante más tiempo. Además 6 meses después de muertos los pacientes, sus
parientes mostraban menores probabilidades de sufrir de depresión persistente
significativa. En otras palabras, los pacientes que conversaban libremente con
sus médicos sobre sus preferencias de final de vida, tenían mayores
posibilidades de morir tranquilamente y en control de la situación. Además a
los familiares se les evitaba una buena dosis de angustia.
Será que solo una buena charla puede lograr tanto? Miremos el caso de La
clínica Crosse Wisconsin. Sus residentes tienen costos hospitalarios de final
de vida inusualmente bajos. Durante los últimos seis meses, según la
información de Medicare, estuvieron menos de la mitad del tiempo en el
hospital que el promedio nacional sin que haya señal alguna de que ni los
doctores ni los pacientes hayan intentado detener los tratamientos médicos
prematuramente. A pesar de que algunos pacientes tienen cierto grado de
obesidad o son fumadores, su expectativa de vida sobrepasa la media nacional
en un año.
Hace unos días, hablé con el Dr. Gregory Thompson, especialista en cuidado
crítico en el Gundersen Lutheran Hospital, mientras estaba de turno en la UCI,
y repasamos juntos su lista de pacientes. En muchos aspectos eran como
cualquier paciente de una Unidad de Cuidados Intensivos. Estaban muy
enfermos y pasando por los días más azarosos de sus vidas. Había una joven
mujer con falla de múltiples órganos producto de un devastador caso de
neumonía, un hombre de unos 60 y algo de años con ruptura de colon que le
había causado una galopante infección y un infarto. Sin embargo, en mi
opinión, estos pacientes eran totalmente diferentes de aquellos que había
tenido la oportunidad de observar en otras UCIs. Ninguno sufría de
enfermedad terminal, y ninguno estaba batallando contra las últimas etapas de
cáncer metastásico, falla cardiaca o demencia.
Para entender a La Crosse, Thompson dijo que había que retroceder hasta
1991, cuando los directores médicos locales decidieron llevar a cabo una
campaña sistemática para que los médicos y los pacientes se sentaran a
conversar seriamente sobre los deseos del paciente para su final de vida. En
pocos años, se volvió rutina que todos los pacientes, al ser admitidos al
hospital, a la unidad de cuidados paliativos o al sanatorio llenaran un formulario
de respuestas múltiples, donde básicamente contestaban cuatro preguntas
cruciales.
La pregunta en el formulario era: En este momento de su vida usted quisiera
que:
1. Le hicieran reanimación si su corazón se detiene.
2. Le hagan un tratamiento agresivo como intubación o ventilación
mecánica.
3. Le administren antibióticos
4. Le den alimentación intravenosa si no puede ingerir alimentos por la vía
normal.
Ya para 1996, el 85% de los residentes de La Crosse que morían, habían
dejado por escrito direcciones específicas y los médicos casi siempre estaban
enterados de las instrucciones del paciente y se ceñían a ellas. El haber
implementado este sistema, dijo Thompson, ha facilitado mucho su labor, pero
no propiamente porque los detalles se le den desmenuzados cada vez que un
paciente muy enfermo es admitido a su unidad.
“Nada está escrito en piedra” Me dijo. No importa cuál sea la respuesta que el
paciente escoja en el formulario, si es si o si es no, siempre van a existir
matices y complejidades en cuanto a lo que realmente quieren. “Pero en vez de
abordar el tema cuando llegan a la UCI, cada vez mas vemos que el tema ya
ha sido manejado con anterioridad”.
Las respuestas a la lista de preguntas varían, desde aquellas que dan las
pacientes que entran a dar a luz, hasta las de los pacientes que llegan con el
mal de Alzheimer. En La Crosse, el sistema indica que existe una probabilidad
mucho mayor de que estos temas ya hayan sido previamente discutidos entre
pacientes y sus familiares, antes de que el paciente se ponga muy grave o
entre en crisis, y esté presa del miedo y de la ansiedad. “Las familias están
ahora mucho más dispuestas a discutir las posibilidades de lo que lo estaban
anteriormente y es esta charla la que marca la pauta, no la lista.”
Este sistema de hablar y entender la posibilidades que existen para el paciente,
ha disminuido los costos del tratamiento de final de vida a un poco más de la
mitad del promedio nacional. Así de sencillo…. Y así de complicado.
Un sábado por la mañana, el invierno pasado, me reuní con una mujer a quien
había operado la noche anterior. El procedimiento, en un principio, era para
resecar un quiste en el ovario, pero en el proceso, el ginecólogo que estaba
realizando la operación, descubrió que el cáncer había hecho metástasis en el
colon. Me llamaron, pues soy cirujano general, para ver que se podía hacer. Le
resequé una sección del colon que tenía una extensa masa cancerosa, pero el
tumor ya se había extendido ampliamente, y no lo pude extirpar totalmente.
Cuando me reuní con la paciente, me presenté ante ella, le expliqué quien era
y luego escuché cuando me dijo que un residente le había dicho que habíamos
encontrado un tumor que nos había llevado a tener que extirpar una parte del
colon.
Le expliqué que esa era la realidad y que había podido extirpar el área que
estaba mayormente comprometida. Le hablé de la parte de sus intestinos que
habíamos tenido que extirpar y como sería su recuperación: le expliqué todo
menos que proporción del cáncer no le había podido sacar. Entonces recordé
cuan tímido había sido con Sara Monopoli, y todos esos estudios que hablan
sobre como los médicos no son capaces de ir directamente al grano. De
manera que cuando ella me pidió que le diera más detalles sobre su situación,
yo le dije que no solamente se había extendido a sus ovarios sino también a
sus ganglios linfáticos. También le dije que no habíamos podido resecar toda la
masa tumoral, pero inmediatamente empecé a minimizar todo lo que le
acababa de decir. “Vamos a discutir su caso con un oncólogo”, me apresuré a
decirle, “La quimioterapia suele ser eficaz en estos casos” añadí.
Ella absorbió la noticia en silencio, la mirada hacia abajo, la vista puesta sobre
las cobijas, meticulosamente arregladas sobre su cuerpo amotinado. Después
de unos segundos me miró y me preguntó: “Voy a morir?” Me amedrenté… y le
dije, “No nada de eso, claro que no….”
Pasaron algunos días y volví a intentarlo. “No tenemos cura” le expliqué. “Pero
el tratamiento correcto podría detener la enfermedad por algún tiempo.” “El
objetivo sería prolongar su vida tanto como sea posible” Agregué.
Desde que comenzó su tratamiento de quimioterapia hace algunos meses, la
he visto varias veces. Le ha ido bien, y hasta el momento el cáncer está bajo
control. En alguna ocasión le pregunté a ella y a su marido como se habían
sentido con nuestras primeras conversaciones. Me contestaron que las
recordaban con bastante aprensión. El me dijo: “Aquella frase que Ud. utilizó,
‘prolongar su vida’, fue como……”
No quería que su respuesta sonara a crítica. “Fue un poco brusco”. Y para
hacerle eco a su marido ella añadió: “Me pareció un comentario duro”. Ella
aparentemente se sintió como si la hubiese empujado por un precipicio.
Hablé con la Dra. Susan Block, especialista en cuidados paliativos en el
hospital donde trabajo, quien ha tenido cientos de conversaciones de este tipo,
y es reconocida a nivel nacional como pionera en la capacitación de médicos y
otras disciplinas en el manejo de pacientes y sus familiares, para que puedan
lidiar mejor con las situaciones de final de vida. “Tiene que entender”, me dijo
Block. “Una reunión de familia es todo un procedimiento, y requiere el mismo
nivel de destreza que una cirugía.”
Conceptualmente hablando se suele cometer un error básico. Para los
médicos, el objetivo principal de una conversación sobre enfermedad terminal
es determinar qué es lo que la persona quiere, si desean o no recibir
quimioterapia, si quieren que se les reanime en caso de falla cardiaca, si
aceptarían recibir cuidados paliativos. Su enfoque está dirigido a los hechos y
a las opciones. ”Pero ese es un enfoque equivocado.” Dijo Block.
“Una gran parte de esta difícil tarea es ayudarle a la persona o personas a
manejar su altísimo nivel de ansiedad, ansiedad ante la cercanía de la muerte,
ante el sufrimiento, ante el tener que dejar a los seres queridos,
preocupaciones financieras.” Me explicó ella. “Hay muchas clases de ansiedad
y situaciones reales que son aterrorizantes. No se pueden abordar todos estos
temas en una sola conversación. El aceptar la calidad mortal de uno mismo y el
entender claramente los límites y las posibilidades de la ciencia médica, es
todo un proceso y no una especie de sermón rígidamente preparado”.
Según Block, no existe una formula única para ayudarle a los pacientes con
enfermedades terminales a pasar por el proceso por el que tienen que pasar;
pero sí existen reglas. Uno se sienta con el paciente, se toma el tiempo
necesario y no trata de determinar si debe o no aceptar el tratamiento X versus
el Y. Se trata de averiguar, bajo las circunstancias, que es lo más importante
para el paciente para poder darle la información apropiada y los consejos
pertinentes sobre el abordaje que podría adoptar para acercarse lo máximo
posible a lo que quiere en esta etapa final de su vida.
“Es tan importante escuchar cómo hablar; Pero si Ud. toma la palabra más de
la mitad del tiempo, Ud. está hablando demasiado.” Añadió Block
Es importante escoger las palabras con cuidado. Según los expertos no se
deben usar frases como: “Siento mucho que las cosas hayan resultado de esta
manera.” No se debe trasmitir un concepto de lástima. Más bien se debe decir:
“Ojala las cosas hubieran sido diferentes.” No se pregunta “Que quieres que
hagamos cuando se sepa que vas a morir”. En vez la pregunta sería “Cuando
el tiempo se agote, que sería para ti lo más importante”
Block tiene una lista de asuntos que ella intenta cubrir con sus pacientes
terminales antes de que llegue el momento en que se tengan que tomar las
decisiones. Como entienden ellos su pronóstico médico, cuáles son sus
inquietudes acerca del los momentos difíciles que se acercan, a quien quisieran
ellos designar para tomar las decisiones pertinentes cuando ellos ya no puedan
hacerlo, como quieren gastar su tiempo en la medida en que las opciones se
tornen limitadas, que tipo de concesiones están dispuestos a hacer y a cambio
de que.
Hace diez años, su padre de 74 años, Jack Block, profesor de psicología
emérito de la Universidad de California, en Berkeley, fue admitido al hospital en
San Francisco con síntomas de lo que resultó ser una masa que estaba
creciendo en su médula espinal a nivel del cuello. Ella viajó a California para
verlo. El neurocirujano había dicho que el procedimiento para resecar la masa
tenía un 24% de posibilidades de dejarlo cuadripléjico, es decir, paralizado del
cuello hacia abajo. Pero sin la operación las posibilidades de quedar
cuadripléjico eran del 100%. La noche antes de la operación, padre e hija
estuvieron conversando sobre la familia y los amigos, tratando de no pensar en
lo que se venía. Luego ella se fue a casa, pero antes de llegar, cuando estaba
pasando por Bay Bridge, recordó que no le había realmente preguntado cuáles
eran sus deseos. “Me di cuenta de que solo habíamos tocado esos temas de
manera superficial, y me dije a mi misma, Dios mío, ni siquiera sé que es lo que
realmente quiere” Y ella era la persona que él había designado para tomar las
decisiones cuando llegara el momento… “Di la vuelta en el auto y regresé al
hospital.”
“Volver a entrar a la habitación fue bastante incomodo” admitió ella, aun
cuando fuese experta en manejar este tipo de situaciones de final de vida. “Me
sentí mal de tener que hablarle a mi padre sobre sus circunstancias”. Pero
igual tocó cada uno de los puntos en su lista y le dijo: “Necesito entender hasta
donde estas dispuesto a llegar para conservar la vida, y en qué momento la
situación ya no sería tolerable para ti.” “Tuvimos una charla que me produjo
mucha angustia.” Luego me dio su respuesta que me sorprendió bastante, me
dijo: “Pues… mientras pueda comer helado de chocolate y mirar football en la
TV, estoy dispuesto a luchar por mi vida y a soportar el dolor, así sea fuerte,
siempre y cuando pueda hacer esas dos cosas.”
“Nunca me hubiera esperado semejante respuesta” Añadió Block. “Es un
profesor emérito” pensaba yo para mis adentros… “Hasta donde yo podía
recordar, nunca había mirado un juego de football. Este no era el hombre que
yo conocía”. La información fue muy importante porque después de la
operación desarrolló una hemorragia en la medula espinal. Los cirujanos le
dijeron que para poder salvar su vida, tendrían que intervenirlo nuevamente.
Pero ya estaba casi cuadripléjico y quedaría bastante discapacitado durante
muchos meses o quizás para siempre. La pregunta era entonces que debían
hacer los cirujanos dadas las circunstancias? “Demoré más o menos tres
minutos en responder; pensé que no era yo quien tenía que tomar la decisión
pues él ya la había tomado.”
Les preguntó a los cirujanos, en caso de que su padre sobreviviera a la
operación, si podría comer helado de chocolate y mirar partidos de football en
la TV. Sí, sí podría hacer ambas cosas, fue la respuesta, y al oírla Block
otorgó su consentimiento para la nueva intervención.
“Si no hubiese tenido la conversación con él” me dijo más adelante, “mi
reacción instintiva hubiera sido dejarlo ir en ese momento, porque las
perspectivas eran terribles. Luego seguramente me hubiera dado golpes de
pecho pensando que de haber hecho las cosas de otra forma, quizás no se
hubiera marchado tan pronto.” La decisión no era fácil. Mandarlo al quirófano
para después verlo discapacitado o teniendo que soportar un régimen de
rehabilitación horrible no era tampoco una buena opción.
“Si hubiera sido solo mi decisión y no la de él, me hubiese sentido
terriblemente culpable por haberlo sometido a semejante suplicio.” Pero la
decisión ya no dependía de mí, era él quien la había tomado.”
Durante los siguientes dos años, pudo volver a caminar distancias cortas, pero
necesitaba a alguien que lo bañara y lo vistiera. Le costaba trabajo deglutir o
sea que no podía comer bien, pero su mente estaba intacta y podía usar sus
manos parcialmente, lo que le permitió escribir dos libros y varios artículos
científicos. Su sobrevida después de la operación fue de 10 años. Durante el
último año la dificultad para deglutir se acentuó, hasta el punto de no poder
tragar sin aspirar partículas del alimento; tuvo que estar entrando y saliendo
del hospital y asistiendo a terapias, lo que lo llevó a tener varios episodios de
neumonía. No quería que lo entubaran para alimentarlo. Era evidente que la
batalla que tendría que dar para mantener un nivel de vida aceptable tendría
que desarrollarse en el hospital, y que ya no podría volver a casa. Su decisión
fue entonces la de volver a casa y desistir de la lucha.
“Empezamos a darle atención paliativa. Le ayudábamos cuando se atoraba y lo
mantuvimos tan cómodo como era posible bajo las circunstancias. Llegó el
momento en que dejó de comer y murió cinco días después.”
Susan Block y su padre habían tenido la conversación que todos debemos
tener cuando la quimioterapia deja de funcionar, cuando dejamos de ser
autónomos para respirar y necesitamos oxigeno, cuando nos enfrentamos a
una cirugía de alto riesgo, cuando la falla hepática no da tregua, cuando ya no
nos podemos ni vestir. Los médicos suecos llaman este momento, “el punto
decisivo”, que consiste en una serie de conversaciones sistemáticas para
dilucidar cuando hay que pasar de luchar para prolongar la vida a luchar por
aquellas cosas que la persona más valore y desee en este momento final de
vida: estar con la familia, viajar, o gozar de un rico helado de chocolate. Pocos
se enfrentan a esta difícil conversación y es fácil de entender porqué. Se
pueden desatar emociones contenidas: furia, consternación, agobio, miedo,
lamentos que si se manejan mal, pueden destruir la confianza del paciente, y si
se manejan bien pueden surtir efectos de gran beneficio para el paciente y
aquellos que lo rodean.
Estuve reunido con una oncóloga quien me habló sobre un paciente a quien
ella había atendido recientemente, que tenía un tumor cerebral, no operable,
que siguió creciendo aun después del tratamiento de segunda línea. El
paciente decidió suspender el tratamiento, pero para llegar a esa decisión se
necesitaron muchas horas de conversación, pues no era la decisión que la
doctora esperaba. Me dijo ella, que primero se habían reunido médico y
paciente, solos. Repasaron la historia para entender claramente cuál había sido
el camino recorrido hasta ese momento y cuáles eran las opciones que estaban
abiertas. La oncóloga fue muy franca. Le dijo al paciente que en toda su
carrera nunca había visto buenos resultados con el uso de quimioterapia de
tercera línea en el tipo de cáncer cerebral que él presentaba. Ella había estado
buscando tratamientos alternativos y ninguno prometía gran cosa, y aunque
ella estaba dispuesta a seguir administrándole quimioterapia, quería que antes
de tomar la decisión, él supiera que el tratamiento consumiría mucho tiempo,
tanto de él como de su familia, y el esfuerzo necesario por parte y parte,
también sería enorme.
El paciente no entró en etapa de silencio o rebelión, cosa que sucede a
menudo. Sus preguntas continuaron durante una hora. Preguntó acerca de los
diferentes tipos de quimioterapia, y luego entró en el tema de que pasaría en la
medida de que el tumor siguiera creciendo, cuáles serían los síntomas, cual la
manera de controlarlos, y como podría presentarse el momento final.
Luego la Doctora se reunió con el joven y su familia y esa conversación resultó
ser bastante difícil. Tenía esposa y niños pequeños; de entrada la señora
expresó que ella no había siquiera contemplado la posibilidad de detener el
tratamiento, pero cuando la oncóloga le pidió a su paciente que expresara, en
sus propias palabras, lo que habían conversado durante la reunión previa que
habían tenido, ella lo entendió. Lo mismo sucedió con su madre que era
enfermera. Entretanto el padre, se mantuvo sentado, quieto y en silencio
durante todo el tiempo.
Después de algunos días, el paciente regresó para hablar de nuevo con la
oncóloga. “Tiene que haber algo” le dijo, “debe haber algo que podamos
hacer”, añadió. Su padre le había mostrado informes en el internet sobre curas
que se habían logrado y le confesó cuan mal el padre estaba recibiendo las
noticias sobre el pronóstico. A ningún paciente le gusta causar dolor a sus
seres queridos. De acuerdo con las palabras de Block, más o menos dos
tercios de los pacientes están dispuestos a recibir quimioterapia, que no
quieren, si eso es lo que desean los familiares.
La doctora fue hasta la casa del padre para hablar con él. Tenía toda una
baraja de estudios, y tratamientos impresos que había sacado del Internet. Ella
los revisó, uno a uno, con él. Estaba dispuesta a cambiar de opinión si
encontraba algo que lo ameritase, le dijo, pero o los tratamientos eran para
tumores de cerebro de distinta índole al que su hijo tenía, o el muchacho no era
idóneo. Ninguno haría el milagro que el padre esperaba. Le dijo al padre que
tenía que esforzarse por entender: el tiempo que le quedaba a su hijo era
limitado, y el joven iba a necesitar su apoyo durante el difícil período que se
avecinaba.
La oncóloga se dio cuenta de la ironía de la situación: Hubiera sido más fácil
ordenar el siguiente tratamiento de quimioterapia que aceptar la situación que
se acercaba. “Pero esa reunión con el padre marcó el punto de no retorno.”
Comentó. El paciente y su familia decidieron aceptar la atención paliativa.
Tenían algo más de un mes antes del momento final. Posteriormente, el padre
agradeció a la doctora por el buen manejo que le había dado a la situación.
Durante ese último mes, la familia se enfocó en estar unida, lo que resultó
siendo el momento más significativo que jamás habían tenido.
Debido a lo prolongadas que se pueden volver estas decisiones, muchos
consideran que los incentivos financieros están en la raíz del problema. A los
médicos se le paga por administrar la quimioterapia y por las cirugías que
realicen, pero no reciben remuneración alguna por tomarse el tiempo de
pensar si es o no apropiado proceder con una u otra. Esto desde luego es un
factor a tener en cuenta. La nueva ley de reforma a la salud, iba a añadir
cobertura médica para incluir este tipo de conversaciones, hasta que se les
catalogó como una especie de “panel de la muerte” razón por la cual fueron
eliminadas de la legislación. Pero no se trata solo del financiamiento, sino que
el problema surge también de un debate aun no resuelto, sobre cuál es el
verdadero papel de la medicina, es decir, les pagamos a los médicos para que
hagan o dejen de hacer que….
El punto de vista más sencillo es que la medicina existe para luchar contra la
enfermedad y contra la muerte producida por enfermedad: Esta es la tarea
primordial de un médico. La muerte es el enemigo. Pero al enemigo lo
acompañan fuerzas superiores y eventualmente estas tienen las de ganar: en
una guerra que está perdida, no se quiere tener un general que siga peleando
hasta llegar al punto de la aniquilación total. Preferible un Robert E. Lee que
no un Custer. Alguien que sepa defender el territorio mientras las posibilidades
sean buenas, y que sepa rendirse cuando no lo sean; alguien capaz de
entender que el daño es mucho mayor si se sigue luchando hasta llegar a un
amargo final.
Últimamente, pareciera que el campo médico no ofrece ni Custers ni Robert E.
Lees. En vez tenemos generales que animan a sus soldados a seguir
marchando mientras les dicen: “Bueno, avisen cuando ya no puedan más.”
Debemos explicarles a nuestros pacientes que un tratamiento prolongado es
como un tren del cual se pueden bajar en cualquier estación; Lo único que
tienen que hacer es pulsar el botón de parada. Pero para muchos pacientes y
sus familias esto es pedirles demasiado ya que se encuentran confundidos,
indecisos, llenos de temores e invadidos de una gran desesperación. Algunos
se auto engañan respecto a lo que la medicina puede lograr. Nuestra
responsabilidad en el campo médico está en entender a los seres humanos tal
y como son.
Solo morimos una vez por lo tanto no tenemos experiencia en el manejo de la
situación. Necesitamos médicos y enfermeras dispuestos a tener
conversaciones abiertas y francas para explicarnos lo que ellos saben y han
visto en situaciones similares. Solo así nos estarán ayudando a prepararnos
para lo que viene y evitarnos el sopor de una inconsciencia etérea a donde casi
nadie quiere llegar.
Sara Monopoli tuvo suficientes conversaciones con su familia y su oncólogo
como para que todos entendieran que hacia el final, ella no quería ni que la
hospitalizaran ni que la llevaran a la UCI, pero no las suficientes para entender
cómo lograrlo. Desde el momento en que llegó a urgencias ese viernes por la
mañana en el mes de febrero, el curso de eventos se precipitó hasta el punto
de complicar el final tranquilo que se estaba buscando. Una persona estaba
muy molesta con la situación y por lo tanto decidió intervenir: Chuck Morris, su
médico tratante. El año anterior, a medida que la enfermedad avanzaba, les
había dado a Sara, a su familia y al oncólogo la opción de que fuesen ellos
quienes tomaran las decisiones, sin embargo había continuado viendo a Sara y
a su marido en consulta de forma regular para responder a sus inquietudes y
monitorear la situación. Esa terrible mañana, Morris fue la persona a quien Rich
llamó antes de subirse a la ambulancia. Morris se dirigió a Urgencias para
recibir a Rich y a Sara el momento en que llegaran al hospital. Les informó que
la neumonía podría ser tratable, pero luego le dijo a Rich: “Estoy muy
preocupado con Sara….es muy probable que hayamos llegado al final del
camino y creo que debes informar a la familia sobre lo que te estoy diciendo.”
Una vez ya instalada Sara en uno de los pisos del hospital, Morris habló con
ella y con Rich sobre la forma en que el cáncer la había estado debilitando,
dificultando el proceso que el cuerpo emprende cuando se presenta una
infección. Aun si los antibióticos funcionaran y detuvieran la infección, añadió,
quería recordarles que nada detendría el cáncer.
“Sara tenía un aspecto muy malo” me dijo Morris, “casi no podía respirar, el
solo mirarla producía consternación.
“Todavía recuerdo la expresión del médico tratante” expresó el oncólogo que
había admitido a Sara por la neumonía. “Estaba bastante compungido con el
caso y para que él estuviera compungido se necesitaba mucho”
Cuando llegaron los padres de Sara, Morris habló con ellos también y de ahí
salió el siguiente plan con el que todos estuvieron de acuerdo: Los médicos
seguirían administrándole antibióticos, pero si las cosas empeoraban no la
conectarían a un respirador. Además llamarían al equipo encargado de
atención paliativa para que realizara una visita. Los médicos que se ocupaban
del caso optaron por recetarle una pequeña dosis de morfina que
inmediatamente facilitó su respiración, y su familia percibió este alivio a su
sufrimiento, con este último episodio, habían entendido que no querían ver a
Sara sufrir más. Al día siguiente fueron ellos mismos quienes detuvieron
cualquier acción por parte del equipo médico.
“Le querían poner un catéter y hacerle otro poco de cosas.” Me dijo su madre,
Dawn, y yo dije “No! No le vamos a hacer nada más. Ya no me importaba si se
orinaba en la cama, querían hacerle más pruebas de laboratorio, exámenes de
sangre, tomarle la presión, pincharla en el dedo, realmente no me importaba el
protocolo, me fui directamente donde la enfermera en jefe y le dije que
detuviera todo que la dejaran tranquila.”
En los tres meses anteriores, casi nada de lo que le habíamos hecho a Sara,
ninguna de nuestras quimioterapias, tomografías, resonancias, exámenes,
tratamientos de irradiación etc. habían servido para mejorarla, quizás al
contrario: habían empeorado su condición. Seguramente hubiera vivido más
tiempo si no la hubiésemos sometido a todos esos tratamientos. Por lo menos
al final le ahorramos un poco de sufrimiento.
Ese día, Sara entró en estado de inconsciencia y su cuerpo fallaba cada vez
más. La siguiente noche, recuerda Rich “La oí gimiendo fuertemente tanto al
exhalar como al inhalar”. Es difícil no evocar sensaciones desagradables
cuando se está ante la muerte. No recuerdo exactamente como sonaban, pero
lo que sí recuerdo es que los gemidos eran terribles, verdaderamente terribles.”
Su padre y su hermana aun pensaban que tal vez reaccionaría, pero cuando
todos se habían salido de la habitación, Rich se arrodillo al pié de la cama
donde yacía Sara, y sollozando le murmuró en el oído: “Suelta tus amarras, ya
no tienes que luchar más. Te veré pronto.” Un poco más tarde esa misma
mañana el ritmo de su respiración cambió, respiraba cada vez más despacio.
“A las 9:45am Sara se sobresaltó un poco,” contaría Rich después. “Soltó un
largo suspiro y luego murio”.
Tomado de la revista “New Yorker” Agosto 2, 2010
Traducción al español: Laura Obregón Herrea
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