adolescencia bajo influencia - los senderos (caminos) del duelo

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Colegio de Francia. 5 de octubre de 2012. Coloquio “¿Antropología de la adolescencia?”
Exposición de François Pommier
Traducción de la Psic. Elena Errandonea
ADOLESCENCIA BAJO INFLUENCIA - LOS SENDEROS (CAMINOS) DEL DUELO
Resumen: El adolescente que corre el riesgo de perderse en su propio reflejo o en el de los
otros que lleva en sí, está por tanto a la vez en busca de imagos y bajo la influencia del
pasado. Algunos son directos y muy evidentes, otros paralelos o laterales, en la fratría por
ejemplo, y a la vez más lejanos en la ascendencia. Proponemos, alrededor de la pregunta
de una antropóloga de la adolescencia, abordar las transformaciones silenciosas
inherentes a los procesos adolescentes y a la instalación insidiosa de figuras que
oscurecen en parte el campo de las representaciones. Intentaremos mostrar que si esas
figuras instalan a la vez al sujeto en una dinámica de duelo interminable, ellas participan
finalmente en la estructuración y que por tanto tienen una influencia positiva en el
proceso adolescente.
Para comenzar quisiera expresar mi emoción al intervenir hoy ante ustedes con el
sentimiento que tengo de encontrar, en ocasión de esta jornada de trabajo, un período
que se remonta a veinticinco años atrás, en el curso del cual pensaba inscribirme en DEA
en el DHESS bajo la dirección de Mme. Héritier, con la idea de trabajar sobre la forma en
que la educación de un niño podría ser configurada según un género no correspondiente a
su propio sexo anatómico. Debido a múltiples razones mi inscripción al EHESS no pudo
hacerse y me reintegré a la universidad –ya era psiquiatra en ese entonces- para los
estudios que me han llevado al puesto que ocupo hoy en día en Paris Oeste Nanterre. La
investigación que quería conducir entonces no llegó a nacer pero las preguntas que me
preocupaban entonces, la articulación de lo psicológico y lo social, están muy presentes
particularmente las que tratan sobre el tejido a nivel social de lo que se encuentra en el
corazón de la práctica analítica. Uno de mis interrogantes esenciales se dirige sobre el
modo en que somos trabajados en nuestro interior sin que tengamos plena conciencia,
influenciados por la familia, la sociedad, la cultura. Mi encuentro con el psicoanálisis entra
evidentemente en el marco de esta problemática general, siendo el psicoanálisis desde mi
punto de vista, uno de los mejores medios que permiten tomar conciencia de lo que traba
nuestra libertad, aún si esto no es lo único. El psicoanálisis no es una teoría del hombre
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total sino una teoría del inconsciente y una práctica. Por cierto es en referencia a él que
voy a hablar, pero mi aproximación estará siempre en la interfase de diferentes enfoques
científicos de lo humano. Tratará de no quedar fijada en un concepto o una especialidad.
Así la adolescencia me interesará más como proceso que como tipo de edad, del mismo
modo que por ejemplo de un punto de vista transnosográfico me intereso más en los
funcionamientos límites que en los Estados-Límites propiamente dichos, o que la
psicopatología del límite que me ha interesado mucho estos últimos años, me interesa
más cuando se refiere a la vida cotidiana que cuando trata sobre situaciones
excepcionales. Esto para indicar que siguiendo el modelo del psicoanálisis como “caso
límite de la ciencia”, dejaré muy de lado toda psicología sistematizante para interrogarme
más sobre los operadores inconscientes que provocan tal o cual situación. Pero sobre
todo el propósito que tendré entre la vía del rêverie y el del conocimiento, buscará lo más
a menudo posible guardar esta proposición de la que Gadamer señalaba su gran
importancia y de la que decía que no se le mantiene verdaderamente más que deviniendo
conciente de la incapacidad radical en la cual siempre tendremos la última palabra.
Para llegar a la temática de este coloquio, el de una adolescencia pensada de modo
antropológico, no me inscribiré del lado de una psicología o de un psicoanálisis
antropológico propiamente dicho, es decir en la interfase entre desarrollo individual y
contexto social para intentar estudiar el desarrollo psíquico del adolescente. Optaré más
bien por comparar la clínica de los procesos de subjetivación en la adolescencia y el modo
en que estos son evocados y representados socialmente, centrar mis palabras sobre el
duelo, debilitado en dos planos. De entrada el de la psicopatología anudando el duelo en
el sentido primero de la pérdida carnal de un ser amado o considerándolo más
generalmente como paradigma del estado psíquico que sucede a toda pérdida de
investimiento. Luego, en el plano de la antropología evocando ya de entrada esta
“experiencia emocional y cognitiva que, a través de un proceso temporal variable, aspira a
mitigar la ausencia de la muerte” (Albert Piette, 2005 “El tiempo del duelo. Ensayo de
antropología existencial”. P.11), luego secundariamente, de modo más preciso, el hecho
de “pensar al difunto como ausente (y al mismo tiempo) como presente, sin llevar al
extremo ni su ausencia ni su presencia”. Por último la antropología del duelo podrá
también definirse como ese “trabajo voluntario de la memoria de recomposición (y de
descomposición) del ser ausente para que el ausente sea una presencia tranquila y no
atormentada”.
En cuanto a la adolescencia, para retomar las recientes palabras de nuestra colega y amiga
A. Birraux, la definiría como un proceso psíquico consistente en renunciar a la
representación de su cuerpo de niño y de sus privilegios para acceder a otro tipo de
relaciones, situándose “el epílogo” de la adolescencia alrededor de una apropiación
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subjetiva consistente en la adquisición de la capacidad de sentirse autor de sus actos, de
sus pensamientos y de sus deseos, estando este recorrido plagado de angustias,
incertidumbres, conquistas (Birraux, Adolescencia, p.306). Y paradojalmente es del lado
de la conquista que situaré la problemática del duelo en la adolescencia, en oposición de
la pérdida y del terror de la angustia de muerte.
El adolescente que corre el riesgo extremo de perderse en el reflejo de su propia imagen
está, lo sabemos, a la vez en busca de imágenes que pudiera dominar y bajo el dominio de
imágenes de las que algunas son directas y muy evidentes –hablo de imágenes parentalespero otras paralelas o laterales y a veces más lejanas.
Alrededor de la cuestión de una antropología de la adolescencia, propongo abordar las
transformaciones silenciosas inherentes a los procesos adolescentes a través de la
problemática de la muerte y del duelo cuando este último se instala insidiosamente y
constituye figuras que vienen (confusamente) a oscurecer por un tiempo el campo de las
representaciones. Me parece en efecto, que el duelo es una característica del proceso de
adolescencia que inscribe a este en la antropología con esta distinción que es necesario
hacer entre el duelo en “la historia del humano viviente” y el duelo en el marco del
proceso adolescente.
Quisiera mostrar, transitando por la clínica, cómo influyen las diferentes desapariciones
en el proceso adolescente, partiendo de la hipótesis que el trabajo de duelo, en la
adolescencia, pone en tensión (en ciertas circunstancias) la capacidad de sublimación del
sujeto de manera que, paradojalmente, puede participar en la estructuración de este
último y tener una influencia positiva sobre el proceso adolescente.
En la mayoría de las hipótesis enunciadas a propósito del duelo, la muerte está casi
siempre presentada como amenazante y el duelo por consiguiente, amenazándolo
también. Freud mismo, en Totem y Tabú, desarrolla la idea que la muerte es semejante a
una enfermedad contagiosa en que el contacto es fuente de “impureza” y de “peligro”.
Las personas en duelo deben rodearse de precauciones con la finalidad de alejar el
espíritu del muerto que continúa planeando en torno a los parientes sobrevivientes, y
para evitar provocar su cólera las interdicciones son numerosas: evitar pronunciar su
nombre por ejemplo, o sea travestirlo para evitar su retorno bajo forma maléfica. Nuestra
colega Laurie Laufer, de la universidad Paris Diderot ha planteado la aparición en el centro
del problema del duelo articulado a las formas de los fantasmas, con la idea según la cual
en el horizonte de la persona en duelo, aparecía como desaparecía, la inevitable pregunta:
¿me quiere muerto? y ella ha intentado comparar esta posición a la del analista, él
también en ese juego de desaparición y de posibilidad de borramiento permitiendo crear
un espacio. Otra pregunta: “¿hacia dónde van los muertos” como el reverso de la
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pregunta “de dónde vienen los niños?” pregunta planteada por A. Linares (en Laufer) con
la idea según la cual “la experiencia de la pérdida, del duelo muestra ser también una
experiencia especular en la que es susceptible de reeditar una prueba de apropiacióndesapropiación de un cuerpo, como reactivando los terrores infantiles”. Entonces cuando
el duelo amenaza la imagen de la identidad aún del sujeto en duelo, puede permitir
estrategias de sobrevivencia corporales, de la que la reencarnación sería una figuración.
En cuanto al tema de la angustia flotante, del temor compulsivo a las represalias que
suscitan los muertos y los ancestros, ella atraviesa permanentemente los escritos
antropológicos y no citaré acá más que el ejemplo de la sociedad malgache que tiene al
sueño por una figura de la muerte y este como un fracaso.
Y luego otra pregunta mayor se plantea a propósito del duelo y de la muerte. Por ejemplo
para Kafka en relación a la escritura: ¿qué es que sobrevive? Porque el duelo abre a la
sobrevivencia, por cierto, pero tiene naturalmente la marca de la desaparición, y la
cuestión abierta que planteo es la de saber en qué medida esta desaparición puede, en
adelante, participar en la estructuración del sujeto (autorizar aparecer al sujeto) cuando
ciertos elementos que caracterizan el proceso adolescente –reacomodo de la vida sexual,
duda entre el Yo y el cuerpo, disolución del sentimiento de existencia o sea una dificultad
cierta de apropiarse del tiempo- han dejado al sujeto en una situación de dependencia, de
abandono, de soledad. Mi idea es que la situación del duelo puede hacer el vínculo entre
la antropología y la adolescencia en la medida en que la revuelta del adolescente (vista
como el medio, o en todo caso como uno de los medios que le permiten adquirir más
autonomía) es en cierto modo el aprendizaje del duelo. Parto, para decirlo, del principio
que el adolescente está constantemente bajo influencia, es decir bajo la influencia de
imágenes que le son destinadas al mismo tiempo que requiere constantemente imágenes
para construirse; y mi idea es que para no estar bajo influencia, él se construye a partir de
los duelos –del mismo modo que, en otro registro, el niño en el meollo del terror se
identifica con esta parte mortificada o descompuesta del otro parental y establece lo que
S. Le Poulichet llamaba “teorías infantiles del informe” (2002) mismo para defenderlo de
los terrores infantiles que llevarían al caos, teorías que simultáneamente presentan el
terror y tratan de responderle. En el caso del proceso adolescente, habría desde mi punto
de vista el establecimiento de “teorías del duelo” para luchar contra el duelo mismo y
ponerlo en escena, en particular cuando ese duelo no es reconocido íntegramente y
queda en la penumbra. Apoyado en esta hipótesis distinguiré tres tipos de duelos que
presentaré a partir de la clínica.
El primer tipo de duelo es el que denomino duelo prestado (sobre el modelo del
sentimiento de culpa prestado, sentimiento inconsciente recordado por Freud en nota a
pie de página en El Yo y el Ello, a propósito del que hace notar el resultado de una
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identificación a otra persona que fue antaño objeto de una investidura erótica) El trabajo
que consuma el sujeto en duelo no es más que en parte el suyo propio, como si estuviera
en duelo por algún otro, por ejemplo por la madre, el padre o la pareja parental, pero sin
saberlo. Segundo tipo de duelo, el duelo que llamaré sordo o sofocado, cuando el sujeto
en formación es apartado del duelo que debería ser suyo sin por ello ser rechazado, lo
lleva a instalarse del otro lado del duelo y de la muerte, como en paralelo. Tercera
configuración, el duelo que podríamos calificar de duelo blanco en la medida en que no
implica la desaparición real sino que más bien la prefigura, este duelo perteneciente a la
“serie blanca” de los conceptos creados por Green, relativos a lo que podría llamarse la
clínica del vacío o la clínica de lo negativo, sin por ella situarse en el modelo del complejo
de la madre muerta, aún si la sintomatología se le aproxima.
Estos tres tipos de duelos, prestado, sofocado o blanco, vienen a enmascarar en parte el
de los objetos infantiles, impidiendo a la vez la dialéctica necesaria entre los objetos
culturales y la asunción del yo, el narcisismo, los procesos de separación, la conquista de
la genitalidad, y tendiendo a arrastrar al sujeto en formación en una especie de
melancolía, pero una melancolía finalmente sublimada que alcanzan a intensificar la
plasticidad de las investiduras libidinales y asegurar así el éxito de Eros sobre Tánatos.
En los tres casos está presente un fenómeno de influencia: en el primero, de un modo
bastante directo, en línea recta, en el segundo de modo más tortuoso, en el tercero por
pregnancia, por una especie de una irrepresible opresión.
Primera situación clínica pues, la relativa al duelo prestado.
José, de unos treinta años cuando lo recibí por primera vez. Me consulta en primer lugar
por manifestaciones depresivas posteriores a una intervención quirúrgica vinculada a la
recaída de un cáncer pero también relaciona sus trastornos del humor con la separación
que se perfila desde hace varios meses de su pareja que sufre también una enfermedad
grave ya crónica y relativamente invalidante. Lo que impacta en él es de entrada el
control emocional que demuestra en todo momento en contrapunto al placer con que se
deleita manifiestamente con lo que mis palabras le expresan, mis intervenciones parecían
siempre sacarlo, aunque solo sea por un momento, de su abatimiento fundamental
escondido detrás de su eterna sonrisa. Y observo en sus palabras que la idea de la muerte
está continuamente presente, quedando su propia vida en suspenso pero también la de
su compañera y las condiciones mismas de su encuentro ya que este tuvo lugar algunos
días después que el hombre con el que ella vivía puso fin a sus días. José queda muy
dependiente de esta mujer incluso viviendo de manera relativamente autónoma. Me
habla de su dificultad para encarar el vivir solo y de la gran importancia que le da a ser
sostenido. Su discurso se organiza pues en torno a una problemática que se refiere a la
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proximidad, al temor al abandono, a la soledad, a la búsqueda de un lugar donde
acurrucarse. Y entonces aparece en su relato el primogénito de la familia, muerto de niño
de una enfermedad grave y de la que José nunca supo, pero de la que retiene siempre el
nombre, que fue curiosamente mencionada, según él, al nacimiento de sus dos hermanas
menores, de la que nunca oyó hablar. José recuerda enseguida hasta qué punto debió sin
duda identificarse a él, cuando a los 10 años, inventaba juegos en que lo ponían en escena
con un hermano mellizo y que él evolucionaba regularmente en la vida con un doble
imaginario. Y no me sorprendí demasiado al constatar hasta qué punto José figura al
“pegan a un niño” evocado por Freud. Ese que, sin duda, debió hacer todo lo posible para
sacar a su madre de una depresión grave de la que entreveo el enquistamiento tras sus
palabras en relación a ella. Entonces, desde la primera sesión, José comienza a atisbar mis
hechos y gestos, a buscar constantemente un signo que lo reconforte, una observación
que lo distraiga lo aleje de la desgracia. Se comporta como si estuviera desde siempre en
una especie de duelo inconmensurable. Al mismo tiempo parece dispuesto a salir de su
marasmo al menor brillo percibido en mi mirada de modo que se instala una cualidad de
relación particular como la de las que se producen en el marco de una transferencia
narcisista. En un movimiento de desinhibición, José me cuenta diferentes conductas
compulsivas que adoptó antaño, que se sucedieron y a la vez se combinaban entre ellas:
períodos de anorexia, de bulimia, de toxicomanía, de errancia sexual.
La dificultad mayor con este paciente es sobre todo la de no dejarse llevar por el sentido
demasiado evidente de los puntos significativos de su historia. Es el encuentro a través de
la “voz” perdida que resurgió sobre el anuncio del nacimiento de sus hermanas y la
confesión que José me hizo de lo importante que es para él el ser “sostenido” que me
permitieron a pesar de todo intervenir de modo alusivo en torno de la desnudez, del
primer cuerpo, del hecho de hablar o callar sobre el primer nacimiento. Me parece que
con José estamos en el marco de ese “sentimiento de culpa prestado” del que habla
Freud en una nota del subtítulo “Los destinos de la dependencia del yo” en “El Yo y el
Ello”. Freud escribió que ese “sentimiento de culpa inconsciente que es prestado (…)
resulta de una identificación a otra persona que fue antaño el objeto de una investidura
erótica” (Freud, 1923) y como lo señaló Jean Cournut, que ponía en relación la dinámica
de ese sentimiento con el de los duelos fallidos, esta noción aparecía como el “pivot de
la reacción terapéutica negativa y de las neurosis de destino (…) cuestión de vida y de
muerte para el analista y para los analizantes” (Cournut, 1983. P.129). Mi paciente se
parece un poco a esos pacientes deprimentes “en que la frecuencia analítica es difícil”
debido al cuadro clínico al menos desértico que presentan, entre desinvestimiento
aparente y buena voluntad. Pero José está al mismo tiempo atacante debido al engranaje
destructor y masoquista del que se encuentra preso y del que intenta desprenderse
torpemente.
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En contrapunto con la situación de José quien no abandonó finalmente nunca al hermano
muerto, pienso también en la de la escritora Al Ernaux, quien en su carta titulada “La
otra niña” descubre que ha vivido mucho tiempo en la ilusión de ser hija única. Otra niña
apareció de la nada de modo que todo el amor que había creído recibir siendo niña tal vez
era falso. Es esto lo que escribe en esta carta a una desconocida, una falsa carta como lo
dice ella misma de modo realista, las verdaderas cartas son dirigidas solo a los seres
vivientes, pero en la ella habla pues a esta hermana que no conoció jamás: Ginette.
“Nunca he querido pronunciar tu nombre (…) Lo tomo de mi prima C. Me parece viejo,
casi ridículo en la adolescencia”. A. Ernaux se plantea la cuestión de la relación entre la
existencia de esta otra niña y el origen de su escritura, explicando que siempre ha creído
ser el doble de otro ser vivo, en otro lugar” (p.45), que ella no vivió de verdad, que esta
vida era “la escritura” la ficción de otro. “Ella relaciona explícitamente su vocación
literaria, afirmación de su singularidad con la presencia de este fantasma, invirtiendo la
causalidad, transformando la deuda en crédito” (…). “La otra niña se dedica a describir los
huecos de esta presencia invisible, encriptada, entre Annie y sus padres (Anne-Marie Paul,
p. 466).
La escritora busca perdonarse una deuda imaginaria dando a su vez a su hermana, la
existencia que la muerte de esta le ha dado. O bien la hace revivir y volver a morir para ser
ella abandonada de su sombra. Escapársele. Luchar contra la larga vida de los muertos.
José como Annie se estructuran alrededor de este duelo que no es el suyo propio pero sí
el de su madre, utilizando finalmente al hermanito muerto si bien no como una parte de sí
mismo en todo caso como una instancia particular que demandará protección. Cuando
José se vuelve hacia mí, buscando que lo reconforte, en alguna medida es bajo la
apariencia del hermano muerto que se presenta, no para que lo ayude a hacer el duelo
por este niño sino más bien para que yo reconozca su carácter exterior y sensible –pienso
aquí en la definición en teología de dos especies luego de la consagración- y que José
pueda, a partir de la imagen de este niño, encontrar un terreno de conciliación entre su
propio Yo ideal y su Ideal del Yo. Ya que para él no se trata tanto de introyectar a este niño
muerto como de reconocerle una forma de existencia secreta a imagen de las sombras
felices en “Orfeo y Eurídice” de Gluck- pensamos en asociación al trozo de bosque
esculpido que en el país Dogon, se le da al mellizo sobreviviendo cuando uno de los dos
desapareció, como para consolarlo de la muerte del otro y acompañarlo por siempre- a fin
que pueda solamente sorprenderse del resurgir de su vida, bajo una forma o bajo otro, de
esas sombras sin mirada. Aquí el fenómeno de influencia es manifiesto y se presenta,
observémoslo, como lo contrario de una relación de dominio, sin que entonces podamos
hablar de dominio sino más bien con la idea de poder dejarse sorprender regularmente
por los elementos del duelo imposible.
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La segunda situación que voy a traer es la de Gaspar, estudiante de unos veinte años,
huérfano de padre y madre desde los seis años, sus padres desaparecieron un naufragio.
Recibido por su tía materna y su tío que se tornan sus padres adoptivos, es criado en una
atmósfera cálida y además, poco después del drama fue atendido por un psicólogo
durante varios meses. Protegido lo más posible del duelo que lo afecta, se instala en cierto
modo del otro lado del duelo. El duelo no es enmascarado sino que tiende a ser atenuado
por la influencia de su entorno familiar. Se construye a bajo ruido. Gaspar, con un rostro
sonriente, da la impresión de funcionar en superficie, sin angustia aparente ni tristeza
básica, como si el trauma vivido en su infancia hubiera sido metabolizado. Consulta sin
embargo en el curso de un episodio depresivo sobrevenido algunos meses antes, en el
momento en que vanamente vuelve a tomar contacto con un amigo del que fue amante
algunos meses antes y con el que pensaba reconciliarse, pero sin haber aceptado
realmente el carácter definitivo de su separación. Se dice replegado en sí mismo, muy
tímido. Solo dos de sus compañeros están al corriente de su homosexualidad. La
imposibilidad de contacto con el ex amigo reactiva la idea de la desaparición de sus
padres, probablemente debido al contraste entre esta ruptura sentimental comprobada y
la atención familiar de la que Gaspar ha sido objeto luego de la desaparición de sus
padres, de manera que estando la continuidad asegurada, fue como si sus padres
genitores pudieran continuar vivos en su espíritu. Se mueren de verdad si me animo a
decir, porque para él no habían hecho más desaparecer. Gaspar me explica que nunca se
animó a preguntar sobre las circunstancias exactas de esta desaparición y ahora se
asombra como si se hubiera estructurado alrededor de esta pérdida sin haber captado la
real dimensión, aunque la presenta en su discurso manifiesto como la peor pérdida
imaginable que puede vivirse. Pero lo que caracteriza a Gaspar es que aún si
encontramos en él una forma de identificación con los padres, es decir una especie de
transformación o remodelaje de sí mismo según el modelo parental interrumpido en su
movimiento –señalamos sobre todo, en el plano sintomático, que nunca llega a terminar
lo que se propone y pasa el tiempo interrumpiendo tareas que inició- no vamos a entrar
a hablar de introyección de ese modelo. La estructuración de Gaspar queda en suspenso
durante mucho tiempo, y una de las consecuencias de esta estructuración superficial, es
la tendencia que presenta a menudo, y de la que él mismo se sorprende cuando me
habla, a minimizar las dificultades de los otros en relación a lo que ha vivido. Él se
mantiene siempre a una cierta distancia del prójimo, dándose cuenta de ese
desprendimiento en la realidad de su vida social y amistosa sin que por eso tome
conciencia del desprendimiento afectivo latente que me impresiona a la escucha de un
discurso demasiado exacto, demasiado pulido.
El tema de la confesión de su elección de objeto homosexual a su familia adoptiva, que
recuerda en balbuceos desde las primeras sesiones, se plantea en el momento en que su
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tía, madre adoptiva, le revela que está aquejada de una enfermedad grave. Es decir que a
propósito de una nueva ruptura la fragmentación abre paso al aflojamiento del núcleo
familiar que, en un primer tiempo, en sesión, se presentaba como una simple veleidad,
deviene efectivo. Gaspar de entrada planea mentalmente la escena de la confesión
explícita de su elección de objeto, luego la pone en escena en forma calma a pesar de la
urgencia que se siente puesto que la muerte real del otro viene a recubrir la muerte
fantaseada. Vemos que el momento de subjetivación es aquí el fruto de una condensación
entre la desaparición real de los padres, la desaparición imaginaria del personaje
maternante y la desaparición simbólica ligada a la separación sentimental reciente.
A semejanza del “Moisés” de Freud, que como lo mostró R. Gori, pone en escena la
escritura del sacrificio de un niño, (Moisés viene de “Mosé” que en egipcio, significa “niño”,
ese asesinato del niño, ese sacrificio del niño en nosotros que necesita el progreso de la
vida en el espíritu” (Gori, 1996). Gaspar emprende la travesía en vista de la próxima
muerte real, la muerte potencial de la que lo mantuvo fuera del agua, que lo mantuvo en
el sentido del holding winnicottiano. La confesión se construye sobre el modelo del pasaje
al acto hacia la muerte que, a semejanza de la interpretación en psicoanálisis, va a
suponer una movilización de los afectos y la salida de una relación pasional con el objeto.
Sin duda es preciso señalar aquí, a propósito de nuestra hipótesis relativa a una
construcción subjetivante posible a partir de los duelos, la importancia de una relación
privilegiada que puede ser la que mantiene con un psicoterapeuta, pero no solo, a fin de
que pueda instalarse una configuración existencial novedosa.
En el mismo movimiento que el que describo a propósito de Gaspar, se puede pensar en
los elementos autobiográficos que nos da el escritor español Juan Marsé en su “Caligrafía
de los sueños”. Muestra cómo la revelación que le hizo su abuela a los once años en
relación a las circunstancias dramáticas que rodearon su nacimiento, le va a permitir
operar en sí mismo una cristalización del duelo parental permitiéndole salir victorioso de
un comienzo de existencia difícil. Cuando nació, su madre muere, algunos días antes que
otra joven parturienta llamada Bertha da a luz un bebé muerto. Bertha se prepara para
volver a su casa luego de haber perdido a su hijo. Su esposo, que al salir de la clínica la
protege de la lluvia con su paraguas, ve pasar un taxi, toma a su mujer del brazo y sube al
taxi. La joven mujer dirá luego que es ella que antes que nadie, distinguió de lejos las luces
del taxi bajo la tormenta. Es gracias al azar que el conductor del taxi es el viudo de la
mujer muerta en el parto y que oyendo llorar a esta joven en el asiento trasero,
lamentándose de su desgracia, no puede impedir hacer alusión a la suya. El chofer lleva a
la pareja a ver al bebé. Bertha se convierte en la nodriza del joven Juan y finalmente su
madre. Sin que nada sea explicitado al niño sobre esta historia hasta muchos años
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después, la abuela lo felicita porque finalmente tuvo dos madres. Y el escritor se
sorprenderá, en el après coup, de su capacidad de inventar mundos e historias, de
inventar para los otros, de algún modo, su propia historia.
Llego finalmente al duelo blanco con el caso de Jerónimo, joven calmo y sereno,
inteligente y cultivado, afectado por un duelo que no tiene que ver con la muerte real de
un ser querido sino con la desaparición brutal en su espíritu del sostén narcisista parental,
no como todo adolescente que hace el duelo por los objetos parentales para poder entrar
en la adultez, sino como si anticipara la muerte de sus padres para intentar prepararse,
como si se infligiera una prueba blanca del mismo modo que hablamos de un examen
blanco. Una sombra compacta parece abatirse sobre el yo e instalarse un tiempo muerto.
Verdaderamente se puede hablar de identificación mortífera pero la sombra fantasmática
no está lejos. Lo muestra la sintomatología que se instala a la salida de la pubertad. Como
si el menor ruido viniera a romper su silencio, Jerónimo comienza a transformarse y a
desarrollar un estado de angustia tal que el mundo se oscurece de golpe, la desesperanza
se instala con un sentimiento de abatimiento verdaderamente fuerte que incluso la
eventualidad del suicidio le parece insignificante frente a la gravedad de lo que siente.
Recibo a Jerónimo por primera vez en el curso de una dolorosa ruptura sentimental. A
pesar de dos apoyos psicoterapéuticos algunos años antes, volvió a tener miedos,
trastornos obsesivo compulsivos, imágenes que “lo vuelven loco”. Alrededor de la
pubertad es que se produce el fenómeno de caída que va a hacer entrar a Jerónimo en un
mundo fóbico extremo (un mundo aparte) y sin humor. En ocasión de una temporada
lingüística que lo separa de sus padres por diez días, Jerónimo de golpe se siente
desposeído de sí mismo con la impresión de tener dos personas en él. Desaparecen las
risas y los llantos. Jerónimo cree comprender en ocasión de esta estancia lingüística, que
finalmente esta será acortada debido a sus problemas, que no podrá ya recibir verdadera
ayuda de parte de sus padres, y que no es solo su infancia que desaparece para siempre
sino una parte esencial de sí mismo y que en lo sucesivo deberá, si no muere, esclarecer
solo viviendo de forma puramente mecánica. A partir de una sensación de soledadangustia que apareció como una toma de conciencia de forma extremadamente súbita y
dolorosa, sensación de pérdida traumática de una parte de su propio cuerpo a causa de
una experiencia brutal de separación, Jerónimo se instala en una especie de duelo blanco,
que yo diferenciaría de un duelo invisible, cuando el doliente logra contener los efectos
de su duelo. Porque aquí el doliente no se remite a un saber prefabricado para
promover una “conciencia fuerte” que lo contendría de dejarse llevar por la muerte. La
muerte es aquí tomada en cuenta en su trágica verdad saldándose siempre por una
pérdida seca. (José Morel.) Para esquematizar, es como si Jerónimo reconociera que el
objeto perdido no tiene equivalente, y no tendrá más. Renuncia a encontrar en lo real lo
que repararía la brecha. En este sentido, podemos decir que él abandona su estatuto de
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doliente al mismo tiempo que se inscribe perfectamente en la función misma del duelo si
se lo considera como J. Allouch que la muerte tendría como efecto transformar el objeto
amado en “objeto imposible” sin ningún correspondiente en la realidad, siendo la tarea
del duelo el reconocer esto “imposible”. El duelo duraría para siempre, negándose, el
sujeto intentaría hacer coincidir la brecha simbólica abierta por la muerte “que tenía
sentido para él” con un objeto del mundo real. Devenido imposible, el objeto para
Jerónimo, está irremediablemente perdido. Quedará sin sustituto.
Lo que impresiona más en él, es la intensidad del duelo al que está confrontado aun si en
este caso no hay “hombre muerto”. Sin embargo hay desaparición definitiva de algunas
figuras básicas, a saber un cierto tipo de figuras parentales –la famosa desaparición del
objeto narcisista parental que es una de las características del proceso adolescente. Y la
expresión del duelo es a la medida del fenómeno de influencia que encuentra ahí su
apogeo. Jerónimo se siente prisionero en el interior de sí mismo al mismo tiempo que
trata de utilizar el duelo que lo daña no contando más que con sus propias fuerzas y
finalmente dar un sentido que pueda satisfacerlo y le permita conducir su propia vida.
Todos los casos presentados son de adultos aunque son relativamente jóvenes, pero
muestran todos una dinámica adolescente. Todos están bajo influencia de una estructura
adolescente en la medida en que están todavía inscriptos –como en los tiempos de la
adolescencia (durante el período que sigue a la pubertad)- en un trabajo de subjetivación
y de historicidad, de preguntas acerca de la sexualidad, las imágenes parentales y la
relación mantenida con los otros. Si los retomo, es porque en los tres, el duelo no ha
empezado a ser un sufrimiento hasta el momento de la adolescencia. Siendo mi
postulado, lo habrán comprendido, que uno de los fundamentos de una antropología
psicoanalítica de la adolescencia podría ser la cuestión del duelo. El hermano muerto de
José, idealizado por los padres, ha tenido una influencia notable en la vida de mi paciente
que, en cierto modo ha podido encontrar, a través de la imagen de ese hermano
desaparecido, una suerte de compañero de ruta (para no hablar de lo que le pasó a
Camus, compañero de planeta. La imagen se desplaza. Ha crecido con él. En cierto modo,
nunca desapareció. Tomó conciencia que aunque este niño muerto desapareciera
momentáneamente de su espíritu, estaría siempre susceptible de reaparición en su
fantasma en cualquier momento, tal vez de modo insólito como una especie de
reminiscencia. El caso de José ilustra bien la versión que da Freud del trabajo de duelo
cuando mostró que en la adolescencia es alrededor del trabajo del duelo por el cuerpo del
niño que resurgirán los duelos no elaborados de la infancia. La postura más adecuada que
finalmente adoptó José no obstante ha sido reforzar (aceptar) el proceso de apego a esta
sombra y finalmente cedió su lugar a cierta forma de sorpresa de verla resurgir
regularmente, más bien tender a desprenderse de ese niño que sería siempre su hermano
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mayor pero al mismo tiempo siempre más joven que él puesto que se detuvo en el
tiempo, como una parte de la infancia que siempre debería proteger. En cuanto a Gaspar
fue mantenido alejado durante mucho tiempo de las circunstancias precisas del drama
que había vivido. Pudo construirse una imagen aceptable instalada del lado del
sobreviviente, aunque si fue al precio de mantener un cierto grado de fragilidad narcisista.
El doble duelo que lo afectó, apareció de entrada como un fardo tanto más pesado de
llevar que la influencia del entorno próximo mantenido apartado entre la expresión del
dolor compartido y la necesidad de tener que sobreponerse a su propia pesadumbre para
evitar impedir el desarrollo del huérfano. Es en el momento en que el duelo es difractado
que la distancia pudo acortarse y la influencia circundante disiparse. Gaspar pudo
constituir su propio espacio secreto, como una especie de “fundamento narcisista que no
sea contradictorio con la relación de objeto” (Entrevista de F. Richard con A. Green,
Adolescencia Nº50, p.732) espacio de secretos a partir del cual podrá en lo sucesivo
irradiar. El caso de Jerónimo se desmarca un poco de los otros ya que Jerónimo no había
sufrido ningún duelo en sentido estricto, pero lo que experimentó en los comienzos de su
adolescencia fue del mismo registro que si hubiera sufrido la desaparición efectiva de los
objetos parentales. De algún modo, anticipó la desaparición de sus padres y es
individualizado a favor de un universo fantasmático abundante, una gran capacidad de
realización pulsional por la percepción, es decir una cierta capacidad de sublimación. En
las tres situaciones la prueba del duelo ha podido transformarse en un duelo salvador en
la medida en que cada uno pudo apropiarse del duelo y salir fortalecido.
Podemos considerar la adolescencia –inspirándonos en la investigación del antropólogo
inglés Tim Ingold- como un viaje itinerante que oscila constantemente entre dos clases de
movimientos: el paseo y la travesía. La marcha deambulatoria (tópica) que avanza como el
espiral de una progresión armónica, que nos permite volver, y regenerar los lugares que
nos nutrieron”. O bien ese movimiento (utópico) que “supone un espacio ‘abierto’, sin
lugar o en todo caso borrando los lugares que deja atrás. Los duelos se inscriben en este
doble movimiento entre surcos de trayecto y surcos de modernidad, para fragmentar
estos surcos y permitir al sujeto en desarrollo ubicarse en la falla de las cosas, en la
brecha, y entonces en su aparición” (Baudrillard, 2001, “De un fragmento, el otro”) como
en el país Dogon en la galería situada justo debajo del cementerio del acantilado de
Bandiagara, bajo la protección de los muertos, tal vez para “aprender a andar como un
hombre solo” como decía Pérec, “vagar, arrastrar, ver sin mirar, mirar sin ver, aprender la
transparencia, la inmovilidad, la inexistencia”, o sea dejarse llevar como lo ha dicho
Roland Barthes, por la fuerza de toda vida viviente: el olvido.
Traducción: Elena Errandonea
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