Gonzalo Sobejano En los claustros de l`alma... Apuntaciones sobre

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Gonzalo Sobejano
En los claustros de l'alma...
Apuntaciones sobre la lengua poética de Quevedo
Entre los poemas que integran el ciclo Canta sola a Lisi y la amorosa
pasión de su amante figura un soneto cuyo sentido describió el colector en
este epígrafe: «Persevera en la exageración de su afecto amoroso y en el
exceso de su padecer». Dice así:
En los claustros de l'alma la herida
yace callada; mas consume hambrienta
la vida, que en mis venas alimenta
llama por las medulas extendida.
Bebe el ardor hidrópica mi vida,
que ya, ceniza amante y macilenta,
cadáver del incendio hermoso, ostenta
su luz en humo y noche fallecida.
La gente esquivo y me es horror el día;
dilato en largas voces negro llanto,
que a sordo mar mi ardiente pena envía.
A los suspiros di la voz del canto,
la confusión inunda l'alma mía,
mi corazón es reino del espanto.1
Se han dedicado estudios a algunos poemas de Quevedo, y en particular ha
merecido varios y excelentes el soneto del amor más fuerte que la muerte:
«Cerrar podrá mis ojos...». Examinar atentamente poemas singulares o
grupos de poemas será tarea útil para abrir camino al estudio completo de
la lengua poética de Quevedo que todavía está por hacer. Estas páginas
desearían ser una contribución a tal proyecto, y de acuerdo con los
objetivos principales, esto es, entender el poema en sí mismo, procurar
una visión de la lengua poética de Quevedo a partir de este testimonio, y
reconocer la tradición en que el soneto se inscribe, distribuyo esta
tentativa en tres sectores: 1) el poema en su propio contexto; 2) el poema
en el contexto de la poesía de Quevedo; y 3) el poema en el contexto de la
tradición.
He elegido «En los claustros de l'alma» porque me parece un ejemplo cimero
de la capacidad de Quevedo para expresar la afectividad en su inmanencia,
y este poder de interiorización lo considero, a su vez, el don supremo de
Quevedo como poeta lírico, aquello que mejor distingue su obra poética
grave de la de sus contemporáneos. La concentración expresiva y la
transcendencia universal del mensaje -criterios justos para valorar toda
obra de arte- se dan en este soneto máximamente.
El poema en su propio contexto
Respecto al texto de la edición de J. M. Blecua, tomado aquí como base, no
hallo discrepancias dignas de mención en otras transcripciones. Hay en
algunas puntuación levemente distinta, pero no afecta al sentido.
Una traducción a la lengua lógica, aun pecando de sacrílega, podrá ser
útil para despejar posibles oscuridades. En esa lengua -utópica- de la
no-poesía lo cantado por Quevedo podría entenderse así: 'En lo más
retirado del alma el daño causado por el amor permanece inaudible; pero
consume con gran fuerza la vida, a la cual sostiene una pasión que llega
hasta lo más interno del cuerpo. Mi vida, enferma de deseo, toma la fuerza
de esa pasión, aunque ya, reducida a su última debilidad, agotada por la
extraordinaria intensidad de esa pasión, muestra su poder concluido en
impotencia. Esquivo la gente y tengo horror a la luz del día; prolongo en
largas exclamaciones un llanto desesperado que mi fuerte pena dirige a una
instancia que no la atiende. La voz que antes cantaba ahora sólo puede
suspirar, la confusión llena por completo mi alma, mi ánimo está ocupado
enteramente por el espanto'.
Como aclaración del significado del poema, esta versión tendrá los
defectos de toda conversión degradante, pero acaso no sea vana.
Particularmente difícil es decidir entre estas dos posibilidades: 'la
vida, a la cual sostiene una pasión' o 'la vida, la cual sostiene a una
pasión'. Me inclino a la primera, creyendo que ha de ser la llama
extendida por las medulas quien preste aumento a la vida, ya que ésta, «mi
vida», es quien bebe insaciable el ardor de la llama, buscando en ella su
nutrición. Sin embargo, no hay que desechar en este trance la ambigüedad
suscitada por ese «que», al que puede atribuirse función de sujeto y de
objeto. Semejante ambigüedad refuerza la estrechura, la indistinción, la
confusión de proceso tan íntimo.
El poema comienza tan dentro y tan tenebrosamente como termina: «En los
claustros de l'alma» - «mi corazón es reino del espanto». Alma, corazón:
estamos en el secreto ámbito de la interioridad. Pero no impresionan esos
términos, hoy todavía corrientes y casi sinónimos en el idioma del
sentimiento, sino aquellos otros que los enmarcan: «claustros», «reino». A
primera vista «claustros» puede evocar el centro de un convento; pero la
herida yacente en esos claustros hace de éstos, en un segundo momento,
algo menos definido y más remoto: seno, entraña, cavidad. En «reino del
espanto» se reconoce de nuevo, agrandada y agravada, la imagen del espacio
aparte.
Entre el primer verso y el último se verifica, sin embargo, un incremento
extensivo e intensivo: los claustros del alma llegan a ser reino del
corazón y la herida culmina en espanto. Tiene el soneto una marcha
ascendente que podría acompasarse a las representaciones dominantes:
herida, llama, ceniza, noche, llanto, espanto. En el proceso descrito cabe
notar tres fases: consunción, negación, anegación. En el primer cuarteto,
dentro del recinto profundo de claustros, venas y medulas, comienza la
fase inicial: la consunción («consume hambrienta»), que predomina en el
cuarteto segundo: «bebe... hidrópica», «ceniza... macilenta», «cadáver»,
«luz... fallecida». Aquí la inmanencia es absoluta: las acciones tienen
lugar en los penetrales del alma-cuerpo. Con el primer terceto ocurre una
breve apertura hacia la transcendencia, pero sólo formal, pues lo que hay
es una doble negación: el sujeto huye de la gente y de la luz, negándose a
la comunicación y a la claridad, pero además es negado por la instancia a
que se dirige, por ese «sordo mar» que no le da respuesta. Tras este
momento de referencia a lo otro (que es un no poder enajenarse y un no ser
escuchado) sobreviene la última fase, toda inmanencia: el canto se contrae
en suspiros y la propia confusión «inunda» el alma, produciendo en ella la
anegación, un no dejar resquicio a mensaje alguno de fuera, de tal modo
que el corazón viene a identificarse con el reino cerrado por excelencia,
con el infierno.
Mirado este poema en su propio contexto, el significado erótico o amoroso
que le imputa el epígrafe del colector apenas se percibe. Ni la herida ni
la llama tienen aquí precisiones que ciñan su sentido simbólico al amor de
mujer. Sólo a la ceniza, y a su equivalente metafórico, «cadáver del
incendio», les son aplicados adjetivos hasta cierto punto reveladores: la
ceniza es «amante»; el incendio, «hermoso». Pero ni la noche, ni el
llanto, ni el espanto han de referirse necesariamente al amor. No es esto
invitar a leer el poema como ajeno al sentimiento amoroso hacia una mujer,
sino sólo llamar la atención sobre el hecho de que aquí la expresión de
ese sentimiento está alcanzada en forma tan intensa y con una proyección
posible de tal universalidad, que el dolor de amar tan íntimamente, ante
tan lejana indiferencia y dentro de tan imperioso terror vale lo mismo
para la mujer que para la humanidad entera, el mundo, la verdad, una idea,
una ilusión, la esperanza o Dios. Más aún: este poema revela el exceso del
padecer, de todo padecer, con energía mayor que la exageración del afecto
amoroso. Todo en él converge a afirmar que el corazón «es» el infierno, la
soledad interior perpetua. Todo concuerda con la imagen tradicional del
infierno: reclusión sin salida, fuego que consume incesante, negación,
llanto de los condenados, pavor convertido en tiranía. Quevedo supo
guarnecer de bromas los infiernos en sus Sueños, pero conocía a fondo las
fronteras infernales de la poesía, del aliento creativo acendrado por el
dolor. Si «Cerrar podrá mis ojos...» es el soneto del amor más fuerte que
la muerte, «En los claustros de l'alma...» es el soneto del dolor más
fuerte que el amor.
Pasemos del nivel semántico al sintáctico. Desde el punto de vista de la
construcción oracional resalta un hecho que se ajusta fielmente a la
gradación intensiva del enunciado, o sea, a la ya indicada marcha
ascendente del proceso: en la primera fase (ambos cuartetos) hay una
sintaxis coordinativa y subordinativa; en la segunda (primer terceto),
coordinación, yuxtaposición y subordinación; en la última (terceto final),
sólo yuxtaposición. Dicho de otro modo: el enunciado se produce en forma
lenta y ligada (hipotaxis) cuando expresa consunción, empieza a soltarse y
apresurarse en el momento de la negación, y se desata y precipita en la
anegación (parataxis). El esquema sería:
la herida yace - mas consume la vida que alimenta llama
bebe el ardor mi vida que ostenta su luz
la gente esquivo y me es horror el día
dilato llanto que mi pena envía
a los suspiros di la voz del canto
la confusión inunda l'alma mía
mi corazón es reino del espanto
Así, a dos tiempos lentos siguen un tercer tiempo rápido-lento y un último
tiempo rapidísimo: aquellos dos tiempos encierran un enunciado más bien
descriptivo donde el Yo ha cedido la función de sujeto a entidades
vicarias («la herida», «llama», «mi vida»); en el tercer tiempo surge
resueltamente el Yo («esquivo», «dilato») y, aunque hay sujetos
terciopersonales («el día», «mi ardiente pena»), ni estos ni aquél rigen
procesos durativos que demanden la descripción, sino acciones decisivas a
las que conviene mejor un tono de relato; finalmente, en el cuarto tiempo,
se impone la enumeración, molde de información escueta y vertiginosa,
mediante tres verbos yuxtapuestos («di», «inunda», «es»), de los cuales el
primero es un transitivo con complementos directo e indirecto, el segundo
un transitivo con sólo complemento directo, y el último la cópula de
identidad, constituyéndose así un clímax que subraya con impresionante
ajuste el movimiento de la anegación: un leve asomar del Yo, la acción
inundante, y la pasiva identificación del ser inundado con su propio
horror.
Llevando ahora la atención hacia esas unidades menores que llamaremos
sintagmas, se encuentran ciertos rasgos característicos. El primero es el
uso repetido (tres veces) del adjetivo atributivo-adverbial: la herida
«yace callada» y «consume hambrienta», la vida «bebe... hidrópica». Tienen
aquí los adjetivos función bivalente: califican al sujeto como tales
adjetivos, pero modifican también, con implícito valor de adverbios, al
predicado verbal. El efecto estilístico de estos sintagmas es doble:
condensación y animación. Son fórmulas más condensadas (esto es, de
significado equivalente, pero más breves) que las fórmulas a base de
'sujeto-verbo-adverbio'; y esta ganancia en brevedad no sólo responde bien
a la intrínseca exigencia de concisión de todo verso y todo soneto, sino
al manifiesto propósito de este poema: decir en pocas palabras lo mucho y
muy difícil que, en efecto, logra decir. Pero, de otro lado, como estudió
el sabio lingüista a quien van dedicadas estas páginas, el empleo del
adjetivo en vez del adverbio en estos sintagmas sirve generalmente para
acentuar la participación del sujeto -volitiva, activa, personal- por
encima de la manera -automática, pasiva, natural- de cumplirse el
significado del verbo2.
Otro rasgo notable es la repetición (dos voces) de «vida»: «la vida», «mi
vida». Se diría una torpeza: la herida amorosa consume la vida, y mi vida
bebe hidrópica su ardor. Pero nada más sintomático que una repetición en
un poema henchido de afectividad y ansioso de describir lo indescriptible.
La repetición viene a equivaler a un fracaso de precisión, a un balbucir
necesario, a un inicial presagio de la confusión que el verso penúltimo
del poema nombrará. Se repite también el molde sintagmático en la doble
aposición a «mi vida»: «ceniza amante y macilenta», «cadáver del incendio
hermoso», aposiciones que son sintagmas no progresivos (conforme al tiempo
moroso de esta fase de la consunción) y que, en su núcleo, resultan
sinónimas, pues toda ceniza es cadáver de incendio. Nueva dualidad casi
sinonímica en el verso siguiente: «humo y noche».
Entrando por el primer terceto se tropieza, con una inversión («la gente
esquivo») que, si no rara, lleva a reparar en el orden de palabras y a
admirar la adecuación y variedad con que el poeta procede. Más
sorprendente es la construcción de la frase inmediata: «me es horror el
día», latinismo sintáctico. A continuación, en sólo dos versos, concurren
cuatro casos de adjetivo antepuesto: «largas voces», «negro llanto»,
«sordo mar», «ardiente pena». La anteposición (en contraste con la
posposición dentro de los cuartetos: «ceniza amante», o del que ama,
«incendio hermoso», o provocado por la hermosura) no tiene nada de
asombroso, pues todos esos adjetivos poseen función metafórica: «largas»
expresa la obstinación, «negro» la tristeza sin esperanza, «sordo» la
indiferencia, «ardiente» la intensidad. En el terceto último destaca, en
fin, el aproximado paralelismo de los versos trece y catorce: ambos siguen
el orden 'sujeto-verbo-complemento (o predicado)' y el sujeto es en ambos
un sustantivo trisílabo de igual terminación.
Desde el punto de vista imaginativo, el soneto es un cúmulo de metáforas.
En él se asimilan y renuevan varias representaciones en contacto fecundo:
el alma tiene claustros, la herida de amor calla pero siente hambre, la
vida que aquella herida consume es alimentada, a su vez por el fuego que
ella misma inflamó; fuego que se propaga por el vehículo más íntimo del
cuerpo, las medulas. Hidrópica, dominada por una inacabable sed de agua,
la vida bebe no agua apaciguadora sino ardor voraz. Pero esa vida, la
realidad viviente del que habla, es ceniza, cadáver de incendio. Las
últimas metáforas funden en poderosa recreación la longitud y la voz, la
negrura y el llanto, la sordera y el mar, el mar y el destinatario del
lamento, el dolor y el fuego, la confusión y la inundación, el corazón y
el infierno.
Ni muy culto ni llano el léxico, la única palabra que aparentemente se
exceptúa de la elevada dignidad lírica del texto sería «hidrópica»,
procedente de la medicina, pero no fue Quevedo seguramente quien le dio
ciudadanía poética. «Claustros», «medulas», «macilenta», «ostenta»
conservan sabor latino, pero sin imprescindible resonancia culterana, ni
entonces ni ahora.
Resta apreciar las calidades fónicas y métricas. En el primer verso «la
herida» ha de leerse emitiendo cuatro sílabas: hiato probablemente
deliberado, que connota lentitud o esfuerzo. Cierto simbolismo fónico
puede descubrirse en los encabalgamientos: en «la herida / yace callada»
parece aislarse y prolongarse el silencio: en «consume hambrienta / la
vida» so diría que la imagen del hambre queda por un instante suspendida,
cerniéndose amenazadora sobre esa otra, imagen todavía imprecisa que sólo
después de la leve pausa se define como la totalidad de la persona viva; y
finalmente, hay estos encabalgamientos simétricos:
...alimenta
llama por las medulas extendida
...ostenta
su luz en humo y noche fallecida.
Encabalgamientos suaves cuyo efecto estriba en una sensación de resuelta
espiración: la llama penetra hasta el fondo de los huesos, la luz agoniza
en oscuridad primero vaporosa («humo») y luego tupida («noche»). En
contraste con estos encabalgamientos, refuerzos de la cohesión
hipotáctica, el mantenimiento estricto de las pausas versales en el
segundo terceto acentúa la emisión paratáctica suelta y prestísima- de las
frases últimas.
Las rimas no son raras (rimas raras usa Quevedo casi solamente en sonetos
burlescos), pero tampoco triviales. Las de los cuartetos denuncian una
exacta simetría morfológico-sintáctica:
heridavida(sustantivos, sujetos)
hambrientamacilenta(adjetivos, atributivos)
alimentaostenta(verbos, predicados)
extendidafallecida(participios, atributivos)
Analogía explicable porque, según queda dicho, ambos cuartetos describen
el mismo proceso de consunción.
Los tercetos, con sólo dos rimas alternantes según el esquema CDC, DCD,
acusan diferencias morfológicas en la rima C («día», «envía», «mía») y
analogía en la rima D («llanto», «canto», «espanto», tres sustantivos). La
función sintáctica de cada palabra en situación de rima difiere, salvo
para los dos últimos vocablos en rima D: «voz del canto», «reino del
espanto». No es continua en les tercetos la modalidad del enunciado: el
primero enuncia la negación, el segundo la anegación.
Cierta preceptiva purista encontraría en este soneto un defecto: la
asonancia entre la rima A y la rima C («fallecida», «día»). Prescindiendo
de que estas consonancias asonantes se hallan en otros grandes poetas
(Fray Luis de León o Herrera, por ejemplo), es posible hacer de ese
presunto defecto una virtud. A mi juicio, tales consonancias asonantes y
la similitud de las rimas B y D (-enta, -anto) insinúan la tónica en
último extremo unitaria de las tres fases del proceso, realzando el
ensimismamiento murmurado, la inmanencia enclaustrada del mensaje. Pero es
obvio, por otra parte, que la estructura acentual de los versos muestra
una diferencia entre los cuartetos y los tercetos. Apelando sólo a la
distinción elemental entre el endecasílabo acentuado en 6ª sílaba (común)
y el acentuado en 4ª (sáfico), baste señalar que en los cuartetos
prevalece el endecasílabo común (6, 4, 6, 6 :: 4, 4, 6, 6) mientras en los
tercetos se impone el sáfico (4, 6, 4 :: 4, 4, 4). Circunstancia que
apoya, en el plano del ritmo, esa diferencia entre los primeros ocho
versos y los seis últimos que hasta aquí habíamos observado en el
significado del proceso descrito, en la construcción oracional, en los
grupos sintagmáticos, en las imágenes, y que, ahora, comprobamos en los
planos fónico y métrico. Tales fenómenos de convergencia, simetría,
variedad y unidad demuestran la concentración del lenguaje de este poema,
cuya transcendencia radica en la expresión así concentrada y
universalmente valedera del dolor como infierno de la intimidad solitaria
que se hunde en sí misma.
El poema en el contexto de la poesía de Quevedo
Una vez comprendida la transcendencia del poema y reconocida su
concentración artística en la eficaz interrelación de sus elementos
expresivos, se puede y debe proceder a una nueva iluminación, examinándolo
dentro del contexto de la poesía de Quevedo, mejor dicho, de aquella parte
de la poesía de Quevedo con la cual el poema guarde concordancias de
actitud, contenido, estructura o lenguaje.
«En los claustros de l'alma» forma parte del ciclo A Lisi, este ciclo
(mejor es llamarlo así que no Poema, como hacen algunos comentadores) se
inscribe en el sector de la poesía amorosa, de Quevedo, y la poesía
amorosa de Quevedo es una de las variedades temáticas de su obra poética
grave, en estilo elevado. Recorreremos estos tres círculos concéntricos,
del más breve al más extenso; pero de acuerdo con los objetivos
principales de este trabajo, anunciados al comienzo, encaminaremos el
análisis lo más derechamente posible a ellos.
El ciclo A Lisi comprende, en la edición de Blecua, 68 composiciones, de
las cuales 64 son sonetos. Admitamos o neguemos el buen orden de la
colección, a lo largo de ésta aparecen, como es lógico, los tres factores
del amor: el amor mismo, la amada, y el amante, con distinto relieve según
el caso.
Quevedo define el amor que le inspira: un amor que posterga los deseos y
sólo atiende a amar, una atracción hacia la hermosura que eleva a virtudes
y heroicas perfecciones; amor cenital, que no siente las manchas de la
tierra; amor que en la soledad se nutre de su imaginación y de la
presencia pura que esta imaginación crea: adoración del alma, admiración
de la belleza, renuncia al premio y al consuelo. Tal amor queda en un
soneto (el 483) convertido a doctrina platónica. Amor, en fin, silencioso,
secreto, inviolable, visual, como señaló Dámaso Alonso, pero que, en
palabras de éste, «aunque va por zonas blancas, cristalinas, de un modo
inesperado se carga de sangre y de sabor amargo»3.
Otro tema, la hermosura de la amada, comparece en el ciclo a Lisi: las
crespas hebras de su rubio cabello, sin ley desenlazadas; sus ojos,
estrellas encendidas en nieve; los relámpagos carmesíes de su risa. O bien
Lisi es vista en diferentes circunstancias: con una niña dormida sobre sus
faldas, con un perro en las manos arrimado al rostro, cortando flores y
rodeada de abejas, o retratada en mármol.
La materia del cancionero que cuantitativa e intensivamente determina su
carácter consiste, sin embargo, en la expresión de los padecimientos
amorosos, en la manifestación del sentir apasionado del amante. Las
modalidades extremas de este sentir son la fuerza del amor (fuego) y la
aflicción (llanto). Quevedo es sobre todo poeta de fuego. El fuego quema,
se levanta, perdura. En su estudio sobre el soneto «Cerrar podrá mis
ojos...», Carlos Blanco Aguinaga hace consideraciones muy precisas sobre
la calidad ígnea de los poemas a Lisi: «Fuego, llama, corazón ardiente: un
registro único, pero el fundamental». Véase allí el mejor comentario al
soneto 471, al que han dedicado también páginas muy valiosas María Rosa
Lida, Amado Alonso, Dámaso Alonso, Otis Green, Amédée Mas, F. Lázaro
Carreter, Jorge L. Borges y Juan Ferraté. Parece definir Blanco Aguinaga
la transcendencia del espléndido soneto en estas palabras: «Todo lo que se
puede decir sobre el amor -lo que Quevedo sabe se ha dicho- queda reducido
a una sola cosa: al amor se opone la muerte (es decir: el Tiempo en su
extremo), pero ni la muerte puede destruirlo»; como parece definir su
concentración artística incomparable cuando escribe: «Idea única; poema
bloque; concepto que, en lo racional, no avanza, no se desarrolla verso a
verso, como si al poeta no le interesase elaborar (no necesitase ir
creando), sino subrayar: afirmar de un solo golpe, eliminando el tiempo de
la lectura entre la primera palabra y la última: casi rayo violento que
ilumina todo de una vez porque se trata, precisamente, de un poema contra
el Tiempo: de la idea es su forma el monumento»4.
La manifestación del padecer del amante tiene su símbolo predilecto en el
llanto. Las lágrimas del enamorado sin recompensa se derraman en la
soledad, en el recuerdo de la escasa felicidad pasajera y en la
comprobación del presente dolor, y forman ríos nunca capaces de apagar el
incendio de la pasión.
«En los claustros de l'alma», como queda dicho, atestigua el exceso del
padecer más que la exageración del afecto amoroso. La aflicción aquí es
total, de un absoluto carácter negativo que alcanza el tono más lúgubre,
desde los «claustros» del verso inicial hasta el «espanto», la postrera
palabra. Traspasa a este soneto una fuerza, imaginativa que impresiona más
porque, siendo objeto del poema un afecto tan sublime, pinta el dolor en
términos de corporeidad enferma: herida que consume, vida hidrópica, llama
extendida por venas y medulas, negro llanto (llanto de melancolía),
suspiros. En este poema intervienen los dos símbolos: la llama y el
llanto.
Del ciclo a Lisi hay varios sonetos que deben ser colacionados para mejor
comprender el nuestro. En el soneto 441 vemos el corazón del amante «en
humo negro y llamas desatado». En el 450 el amante dice su lucha entre la
posibilidad de hablar y la necesidad de callar: «Pues ¿cómo sin hablarte
podrá verte / mi vista y mi semblante macilento?» El soneto 466 es
especialmente ilustrativo porque la ecuación corazón = infierno, que
constituye el ápice de «En los claustros», está aquí sirviendo sólo de
correlato a otra ecuación, ojos = infierno, formando ambas un contraste
algo artificioso: el amante, vengativo, «fabricará un infierno» en su
corazón para dar a Lisi fuego eterno, como antes ésta había condenado al
amante al eterno fuego de sus ojos.
Habiendo sido ya tan comentado, no parece necesario detenerse en el soneto
471, que, sin embargo, está cerca del nuestro, no en el sentido
(superación de la muerte por el amor), sino en el vocabulario: «venas»,
«medulas», «ceniza». Y no sólo en el vocabulario (por lo demás, tan
uniforme en este tipo de poesía), sino también en ciertas disposiciones
sintácticas: «hora a su afán ansioso lisonjera» comparable a «llama por
las medulas extendida», y los respectivos tercetos finales, de muy
parecida soltura paratáctica.
La representación tartárea del dolor asoma en el último verso del soneto
473: «fantasma soy en penas detenida»; en otros del 478: «señas me da mi
ardor de fuego eterno», «tu gloria la padezco infierno», y en el último
terceto del 480: «Sólo no hay primavera en mis entrañas, / que habitadas
de Amor arden infierno, / y bosque son de flechas y guadañas».
Pero sin duda el soneto más semejante a «En los claustros de l'alma» es el
que le sigue en la colección (el 485), cuyo epígrafe señala esa
contigüidad («Prosigue en el mismo estado de sus afectos») y del cual es
esta estrofa: «Explayóse el raudal de mis gemidos / por el grande distrito
y doloroso / del corazón, en su penar dichoso, / y mis memorias anegó en
olvidos». Pero aquí, a diferencia de nuestro soneto, la pena es dichosa,
la aflicción es privilegio de amador cortés, aunque ciertas expresiones
lúgubres («escándalo funesto», «gemidos» y lo citado) participan del
temple de «En los claustros».
De este cotejo con sus más próximos parientes del ciclo a Lisi puede
deducirse que «En los claustros de l'alma» es el poema que con más
exclusiva y tajante vehemencia expresa el dolor de amar, así como «Cerrar
podrá mis ojos...» ha sido estimado certeramente la plasmación culminante
del poderío del amor.
Tal deducción se confirma comparándolo ahora, no ya con los otros sonetos
del ciclo a Lisi (primer círculo contextual), sino con el resto de los
poemas amorosos del autor (segundo círculo). También aquí encontramos,
naturalmente, versos sobre el amor, a la amada y del amante.
Gran ingenio despliega Quevedo tratando de definir el amor, explicando su
origen, enumerando sus efectos, dilucidando si es posible amar a dos al
mismo tiempo, si amar es cosa distinta de querer, si es mejor amar a quien
desdeña o a quien favorece, etc. El amor es el alma del mundo,
omnipotencia padecida, virtud ardiente y no voluntad interesada. Pero este
amor intelectual es definido con menos frecuencia que el sensitivo que
hace sufrir; y el sufrimiento llega a torturas que inducen al amante a
negarle al amor su nobleza divina: «Ser dios y enfermedad ¿cómo es
decente?» (309).
Cantar la hermosura de la amada (Amarili, Aminta, Doris, Filis, Flora o
Floralba, Tirsis...) es algo que exige menos enardecimiento que ingenio,
si se quiere dar a la alabanza visos nuevos. La agudeza, pues, se explaya
en sonetos y canciones en elogio de la bella desdeñosa, que consisten
sobre todo en conceptos: «Ceniza en la frente de Aminta, el miércoles de
ella», «A un bostezo de Floris», etc. Y no sólo canta Quevedo a la hermosa
intachable, sino también a la imperfecta hermosa: bizca, tuerta, del todo
ciega.
Pero la mayoría, de estos varios poemas amorosos no tienen por objeto la
índole del amor ni la hermosura de la amada, sino los sufrimientos del que
ama: la tristeza antigua, los ardores del deseo insaciable, el llanto
suscitado por el desprecio o por la ausencia, el extravío en la soledad,
los desasosiegos y peligros, la locura inminente, el anhelo de morir. El
llanto corre metafóricamente en la fuente, el arroyo o el río (ríos que se
llaman, según la amada y la ocasión, Tajo, Pisuerga, Henares, Guadiana).
Los vehículos metafóricos de la llama son: la salamandra, la mariposa, el
ave fénix, la canícula, el volcán, el infierno. Entre los poemas que
contienen estos tres últimos símbolos hay algunos cuyo conocimiento
importa para la más fina comprensión de «En los claustros de l'alma». Así,
el soneto 313 dice cómo en el cuerpo la sangre y los humores, «discurren
sediciosos fulminando», pero que el Can Mayor no tiene «hidropesía» del
llanto del amante. El espléndido soneto al Vesubio como cifra del corazón
de aquél (301) concluye en la región silenciosa y profunda de la
intimidad: «¡Oh monte, emulación de mis gemidos; / pues yo en el corazón,
y tú en las cuevas, / callamos los volcanes florecidos!» La misma imagen
del ardor silente aparece en el soneto 321: mientras el roble o el pino
abrasados se lamentan, el corazón está forzado a callarse, pero «Del
volcán que en mis venas se derrama,/ diga su ardor el llanto que fulmino».
Los poemas infernales se hallan más cerca del nuestro. En uno (293) es
invocado Tántalo, «delgada sombra, desangrada y fría», que vive mártir de
su sed: «yo, ausente, venzo en penas al infierno; pues tú tocas y ves la
prenda amada; / yo ardiendo, ni la toco ni la miro». En otro (296) el
enamorado se siente semejante a Orfeo por el infierno en que vive, pero
diferente por la inutilidad de su música: «A todas partes que me vuelvo
veo / las amenazas de la llama ardiente», «Hay en mi corazón furias y
penas; / en él es el Amor fuego y tirano, / y yo padezco en mí la culpa
mía». Orfeo reaparece en el soneto 298, y en otros dos el infierno, ya sin
mitología, surge en una atmósfera sómnica y nocturna. En el 365 el amante
sueña que Filis le ha dado muerte y que él se ha partido al infierno,
desterrado del cielo:
Partí sin ver el rostro amado y bello;
mas despertóme deste sueño un llanto,
ronca la voz, y crespo mi cabello.
Y lo que más en esto me dio espanto,
es ver que fuese sueño algo de aquello
que me pudiera dar tormento tanto.
En el soneto 367 la expresión de la soledad en el olvido es seguramente
más intensa:
¿Qué imagen de la muerte rigurosa,
qué sombra del infierno me maltrata?
¿Qué tirano cruel me sigue y mata
con vengativa mano licenciosa?
¿Qué fantasma en la noche temerosa
el corazón del sueño me desata?
¿Quién te venga de mí, divina ingrata,
más por mi mal que por tu bien hermosa?
¿Quién, cuando, con dudoso pie y incierto,
piso la soledad de aquesta arena,
me puebla de cuidados el desierto?
¿Quién el antiguo son de mi cadena
a mis orejas vuelve, si es tan cierto,
que aun no te acuerdas tú de darme pena?
Hay en todos los poemas que acabo de recordar versos magistrales. Sin
embargo, los paralelos mitológicos, las referencias nominales o
pronominales a la amada, la mención del «infierno» (en 293, 298, 365, 367)
o del «volcán» (301), más ciertos clichés como el «dueño sin piedad» y la
«enemiga mano» (296), la «salamandra» y la «fénix» (301), el «brazo de
rigor armado» (365), el «tirano cruel», la «vengativa mano», la «divina
ingrata» o el «dudoso pie» recién transcritos, impiden que estos poemas
alcancen la pureza expresiva y la general transcendencia que distingue a
«En los claustros». Aquí no hay mitología, ni referencia explícita a
mujer, ni clichés, y el infierno es la imagen que se desprende de la
lectura del verso último, pero una imagen no nombrada: sugerida.
Pasemos al tercer círculo contextual, el más amplio: toda la poesía grave
de Quevedo, o sea, además de la amorosa, la panegírica, lírica, moral,
religiosa y metafísica. Conocidos sus poemas satíricos y burlescos, sus
jácaras y bailes, creo que no vale la pena recurrir a ellos para conseguir
mejor esclarecimiento y más consciente disfrute del soneto elegido. Y como
lo que trato de hacer es iluminar este poema por medio de la lengua
poética de Quevedo y ésta mediante aquél, tomo a continuación como pauta
las expresiones de nuestro soneto que me parecen dignas de amplia
referencia contextual a fin de llegar a un conocimiento más exacto (aunque
inevitablemente parcelado) de lo que puede estimarse característico de la
lengua del poeta. Advierto que, para ilustrar la constancia de aquellas
expresiones no he excluido los dos círculos menores hasta aquí
considerados (ciclo a Lisi, poesía amorosa), pero ahora éstos no importan
temáticamente, sino para aclarar hasta qué punto el idioma de «En los
claustros de l'alma» es una quintaesencia del idioma de Quevedo5.
En los CLAUSTROS de l'alma: Por una sola vez, que yo sepa, usa
Quevedo el término en el sentido de patio cercado de una casa de
religión: «del templo en los claustros reservados» (Lágrimas de
Hieremías castellanas, ed. E. M. Wilson y J. M. Blecua, Madrid,
1953, p. 84). Más frecuente es el sentido de interior corporal: el
vientre de María es «el claustro cerrado / donde Dios tuvo aposento»
(196: 65-6); la boca de Lisi, «claustro de rubíes» (492: 11) y
«claustro de perlas» (500: 12); el cuerpo del hombre, «claustro
mortal» donde está encarcelado el espíritu eterno (330: 8). El
codicioso, digno del desprecio del sabio estoico, rompió las
entrañas de la tierra, le desangró las venas y, minero atrevido,
«los claustros de la muerte / duro solicitó con hierro fuerte» (145:
115-6). Ya estos antros tienen mucho de infernal, pero al infierno
mismo se refiere el poeta en el Poema heroico a Cristo resucitado
cuando describe cómo, para que Cristo descendiese a rescatar a los
justos, «la tierra, dividiendo montes duros, / los intratables
claustros descubría» (192: 21-2). Finalmente, el término significa
interior incorpóreo en este bello pasaje del Marco Bruto: «Si el
hombre más presumido de su acierto, a ruego de su conciencia,
paseare alguna vez, la verdad por los tránsitos de su vida y por los
claustros de su espíritu, hallará que ha sido ruina de su alma
cuanto por sí ha fabricado en ella, y contará en su salud tantos
portillos como edificios» (p. 830 b). Más cercano a nuestro soneto
está el siguiente texto de Virtud militante, aunque en él aparezca
«clausuras» y no claustros: «Pues considera el oído, que en la
eminencia del edificio del hombre tiene su órgano, compitiendo el
sitio a los ojos; en la cabeza, palacio; en la corte del discurso
racional, camino retorcido y paso al comercio del entendimiento;
locutorio angosto, en las clausuras del alma retirada» (p. 1229 b).
Tales son los sentidos en que el término aparece dentro de la
escritura del poeta, según distintas asociaciones: patio conventual,
interior corpóreo, senos infernales, inferior incorpóreo. Ahora
podernos ver justificada la relación entre «los claustros de l'alma»
con que el poema comienza y el «reino del espanto» con que termina.
Según ya dije, creo que el poder de interiorización distingue a
Quevedo como poeta grave, pero aplazo otras pruebas hasta el verso
final.
la HERIDA / yace callada: Primero hay que notar que el sintagma «la
herida» unas veces, las más, hace sinalefa y otras no. Sinalefa en:
«que nació nuevamente de la herida» (206: 29), «sin ver la herida ni
atender al ruego» (316: 10), «que, por la herida, sangre y vida
pierde» (395: 5). Hiato en: «su diente contradice, y la herida, /
que ardiente derramó, cura templada» (463: 7-8). Lo cual significa
que en nuestro soneto el hiato puede ser, y debe de ser, efecto
buscarlo para reforzar, como dijimos, la sensación de lentitud.
Heridas hay de varia especie en la poesía de Quevedo: heridas de la
violencia homicida (274), la mortal herida del pecado (192), la
herida fulminante de los ojos hermosos (308), la herida de la víbora
más benigna que la de la beldad (463). Pero la herida aquí
importante es la nombrada en el soneto que define el amor: «Es hielo
abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente»,
poema donde hay otra definición concorde: «enfermedad que crece si
es curada» (374). De esta herida se trata: de la que duele y no se
siente («yace callada; mas consume hambrienta») de la que, escondida
al fondo del alma, crecería si se tocase.
la herida / YACE callada: Burlándose del cultismo gongorino, Quevedo
repudiaba entre otras voces «el múrice, y el tirio, y el colora, /
el sol cadáver, cuya luz yacía» (543); pero él mismo imagina que el
cielo amedrentado viendo a Cristo muerto «en noche oscura yace
sepultado» (36: 8) y dice de Tebas que «yacía / cadáver lastimoso de
estos llanos» (103: 10-11). Huelga acopiar ejemplos de ese verbo en
poesías funerales. Más interesante es resaltar ciertos casos en que
el sujeto de yacer no es persona o criatura que ha dejado de vivir,
ni tampoco ciudad en ruinas, sino entidad tan ideal como la herida
amorosa. El tirano dice al adulador: «No ves la amarillez que dentro
abrigo, / ni el corazón, que yace macilento» (93: 5-6). Debajo de la
endurecida piedra (que es Lisi en sus perfecciones -declara el
amante- «yace mi entendimiento fulminado» (401). Cuando el sueño
desciende, enmudecen los cuidados y dolores, «y en todos los
mortales / yace la vida envuelta en alto olvido» (396: 44-5). Esta
es la vida colectiva de los hombres. La vida sucesiva del primero
niño y después joven «en el postrer invierno sepultada, / yace entre
negra sombra y nieve fría» (6: 7-8).
Se explica ahora mejor que la herida, o sea, el dolor de amar yazga,
esté como muerto en lo interior del alma. También el corazón yace
macilento, el entendimiento fulminado, la vida envuelta en olvido o
sepultada entre sombra y nieve. Un gesto mortuorio, aunque sólo
aparente, cobra esta herida de amor, yacente en los claustros del
alma, envuelta en sombras de presunto olvido, pero entregada a su
sorda labor de consunción.
la herida / yace CALLADA: Corresponde a un poeta de tanto poder para
expresar el paisaje de la intimidad el don de concebir, bien
percibido, el silencio, condición de esa geografía psíquica. Oscuros
son los claustros del alma, como oscura es la noche: «la muda noche,
de tinieblas llena» (389: 23), «cayó de las estrellas blandamente /
la noche tras las pardas sombras mudas» (396: 23-4); son las
estrellas señas que «por el mudo silencio repartidas, / a la sombra
servís de voz ardiente» (399: 15-6). Quevedo sabe evocar
prodigiosamente movimientos silenciosos como «el callado nadar del
pez de plata» (145: 24) o la caída de la nieve: «Llueven calladas
aguas en vellones / blancos las nubes mudas...» (215: 1-2). Pero la
herida callada es más comparable, por su efecto erosivo, con la obra
del tiempo o de la muerte: «Vive muerte callada y divertida / la
vida misma» (4: 9-10); «y la hora secreta y recatada / con silencio
se acerca» (6: 2-3); «la muerte, / que obscura y muda viene a
deshacerte» (12: 117-8), etc. A la obra de desgaste hay que añadir
quizá la nota de pudoroso sufrimiento, tan bellamente ejecutada al
final del soneto del Vesubio: «callamos los volcanes florecidos»
(301: 14).
La herida yace callada en la noche del alma, obra en silencio como
el tiempo mortal y es padecida con pudorosa mudez como lava en lo
subterráneo de una florida ladera.
mas CONSUME hambrienta / la vida: La indignación de Dios consume el
espíritu del pecador (25) y la envidia al que la tiene (145). El
hombre se consume en la lucha temporal de la vida (3).
Metafóricamente, el agua podría consumir el fuego (298). Pero el
elemento consuntivo por excelencia es el fuego, el fuego del amor
(350, 370). En términos próximos a nuestro soneto lo dicen estos
versos: «Yo soy ceniza que sobró a la llama; / nada dejó por
consumir el fuego / que en amoroso incendio se derrama» (488: 9-11).
Y una directa mención del movimiento famélico señalado en el soneto,
hay en estos otros versos de Lágrimas de Hieremías: «y la hambre
inçufrible, / sin perdonar ninguno, / qual ángel a quien Dios armó
de muerte / contra los pueblos todos, / solícita consume quanto
halla» (ed. cit., p. 139).
mas consume HAMBRIENTA / la vida: La envidia, la más antigua
enfermedad del mundo, es hambre: «Hoy al mundo fatiga, / hambrienta
y con los ojos desvelados, / la enfermedad antiga» (145: 236-8).
Para la comprensión contextual de «En los claustros» se alcanza una
perspectiva prometeica, acaso no suscitada inmediatamente por el
texto mismo, cuando se conoce la «Lamentación amorosa», cuya octava
final alude a Tántalo, Sísifo y Prometeo:
Tú, que del agua yaces desdeñado,
con sed burlado, en fuente sumergido;
tú, que a sólo bajar subes cargado;
y tú, por los peñascos extendido,
para eterno alimento condenado,
del hambriento martirio cebo y nido;
todos venid, ¡oh pueblos macilentos!:
veréisme remedar vuestros tormentos.
(387: 57-64)
Si la herida que yace callada consume hambrienta la vida del que
siente su corazón como un infierno, bien puede identificarse el
efecto de esa herida, perpetua como el infierno, con el del buitre
que devora sin cesar las entrañas de Prometeo.
que en mis VENAS alimenta: Habíamos dudado al principio si era la
sangre de las venas la que alimentaba a la llama amorosa o ésta a la
sangre de las venas, y resuelto la duda, al menos provisionalmente,
adoptando esta segunda alternativa. A la luz del más amplio contexto
cabe ratificar la solución adoptada. Es verdad que el fuego está
«mantenido de mi sangre» (298), que; por diez años «en mis venas he
guardado / el dulce fuego que alimento, ausente, de mi sangre» (470)
y que las venas «humor a tanto fuego han dado» (471), pero ello es
porque la llama, quemando la sangre, cebándose en ella, invade el
cauce de las venas. La llama, pues, en nuestro soneto, alimenta a
las venas; la pasión alimenta a la vida. Así se corrobora en estos
otros textos: «y la llama atrevida / que Amor, ¡triste de mí!, arde
en mis venas / (menos de sangre que de fuego llenas)» (139: 25-7);
«¿por qué bebes mis venas, fiebre ardiente, / y habitas las medulas
de mis huesos?» (309: 9-10); «enjugo / mis venas con incendios
inhumanos» (326: 10-1).
que en mis venas ALIMENTA: Se aumenta a la vanidad con la avaricia
(106) o con la pompa (137), pero se alimenta sobre todo a la pena:
cuidados «que alimenta lloroso / el corazón cuitado y lastimoso»
(139: 23-4); «sola una centella / del fuego que en mis venas
alimento» (384: 21-4), donde queda claro que, así como el fuego de
la pasión nutre a las venas de la vida, así las venas alimentan al
fuego ofreciéndole sangre que enjugar. Y recuérdese de nuevo a
Prometeo: «para eterno alimento condenado» (387: 61).
LLAMA por las medulas extendida: A pesar de sus tonos lúgubres, la
poesía de Quevedo siempre está ardiendo. Traducida la llama a su
tenor metaforizado, la pasión, conviene recordar que, por inclemente
o voraz que sea, representa siempre la vitalidad y la sobrevivencia
anhelada: «Aun arden de las llamas habitados / sus huesos, de la
vida despoblados» (423: 47-8); «La llama de mi amor que está clavada
/ en el alto cénit del firmamento» (457: 9-10); «Llama que a la
inmortal vida trasciende» (470: 12); «nadar sabe mi llama la agua
fría» (471: 7); «ardiendo en vivas llamas, siempre amante,/ en sus
cenizas el amor reposa» (508: 42-3).
tierna por las MEDULAS extendida: Dice de Quevedo Dámaso Alonso:
«¡Cómo le gustaba el latinismo medula, expresión de lo íntimo de lo
íntimo, canales más interiores por donde corre la gran llamarada
devastadora!»6 Pero sin negar (al contrario) tal tendencia a lo
íntimo, adviértase que la palabra medula sólo aparece en la obra en
verso de Quevedo, salvo error mío, cinco veces: «¿por qué bebes mis
venas, fiebre ardiente,/ y habitas las medulas de mis huesos?» (309:
9-10); «medulas que han gloriosamente ardido» (471: 11); «llama por
las medulas extendida» (nuestro soneto); «medula de un gusano» (La
Fénix, 694: 43); «el fuego más discreto y más altivo / que ardió
humanas medulas» (Poema heroico de las necedades y locuras de
Orlando, 889, II: 477-8). No, no abunda la voz medula, pero sí otras
muchas designaciones de interioridad.
BEBE EL ARDOR hidrópica mi vida: Si la sed es la necesidad de
humedad que tienen ciertas cosas, nada más seco y necesitado de
humedad que el fuego. El fuego busca, pues, al líquido elemento: el
Etna, ardiente por dentro y nevado de fuera, «lluvias y granizos
bebe» (292: 5), y el amor bebe sangre: «¿por qué bebes mis venas,
fiebre ardiente...?» (309: 9). Lo extraño y más poético es beber
ardor. Cada uno de estos términos es una metáfora y una hipérbole:
tomar con gran deseo (beber), pasión en su máxima fuerza (ardor).
Pero además ambos entre sí constituyen una antítesis, puesto que el
acto de beber recae sobre el elemento opuesto al único que se puede
beber. Brota aquí la intensidad, de un conglomerado de semejanza,
exageración y oposición. Tal imagen no es insólita en la poesía de
Quevedo. Próximo al sol del monarca, el valido podría pretender «en
la región del fuego beber lumbre» (55: 4), y la Esposa del cantar
salomónico ve a las doncellas seguir al Esposo y vivir del olor que
él derrama «como se visten de oro las estrellas / que más de cerca
al sol beben las llamas» (198: 45-6). Cúmulo de contradicciones, el
amor hace beber ardores. Al divino Platón el amor le tuvo tan ciego
«que le hizo beber por agua ol fuego» (384: 18). Y el galán de
Aminta «frescos los incendios bebe» (305: 5), como el amante de
Lisi, que se compara a la salamandra, inmune a las llamas, «cuando
en incendios, que sediento bebo, / mi corazón habita y no los
siente» (449: 7-8).
Bebe el ardor HIDRÓPICA mi vida: Nuevo caso de hipérbole, el término
introduce claramente la notación de enfermedad, ya preludiada por
«herida» y «consume». No se trata simplemente de sed, sino de una
sed excesiva, morbosa. La palabra se encuentra en textos burlescos,
aplicada a los maridos que sacan provecho de la venalidad de sus
mujeres («hidrópicos de cornada», 745: 97), o al monarca Alejandro,
ebrioso y ambicioso (759: 30). En poemas morales designa la codicia:
«pálida sed hidrópica del oro» (88: 14), «a tu codicia hidrópica
obediente» (136: 26). Pero también, relacionada con la pasión,
aparece esta sed en otras partes (313 y 424). El ejemplo más afín,
por el sentido y sobre todo por la función atributivo-adverbial del
término, está en estos versos a la misma Lisi:
Si mis párpados, Lisi, labios fueran,
besos fueran los rayos visüales
de mis ojos, que al sol miran caudales
águilas, y besaran más que vieran.
Tus bellezas, hidrópicos, bebieran,
y cristales, sedientos de cristales;
de luces y de incendios celestiales,
alimentando su morir, vivieran.
(447: 1-8)
Pero ¡qué contraste entre esta sed de belleza celestial y esa otra
sed tan infernal, de arder todavía, al borde de la consunción!
que ya, CENIZA AMANTE Y MACILENTA: Como en el caso de la «llama» o
en el de las «venas», sería inútil dar siquiera una impresión
representativa de la frecuencia con que aparece en la poesía de
Quevedo la «ceniza». En poeta tan obsesionado por el tiempo y la
muerte, tan propenso a evocar las ruinas y rendir homenaje a los
muertos, y tan sensible a la llama de amor, la ceniza es metáfora
necesaria. El mundo de Quevedo tiene, y se ha observado ya, una
tonalidad cinérea. Lo que aquí importa son esas calidades de
«amante» y «macilenta». El sentido en que sea «amante» la ceniza so
descubre mejor a la vista de versos como éstos: «Contento voy a
guardar, / con mis cenizas ardientes, / en el sepulcro la llama /
que reina en mi pecho siempre» (423: 29-32); «Llevara yo en el alma
adonde fuese / el fuego en que me abraso, y guardaría / su llama
fiel con la ceniza fría / en el mismo sepulcro en que durmiese»
(459: 5-8); «ardiendo en vivas llamas, siempre amante, / en sus
cenizas el amor reposa» (508: 42-3). Se trata de la continuidad del
amor tras el vivir terreno, que no es sólo un ensueño de eternidad,
sino el grado sumo de afirmación de la pasión destructora: esa
pasión reduce a cenizas la vida, pero las cenizas arden todavía.
Arden, pero no dan luz. «Macilento» equivale a 'descolorido,
triste', y es adjetivo no infrecuente: la voz de la campana de
Velilla la oyen «descoloridos los tiranos» y la atienden «los reyes
macilentos» (92); el corazón del tirano «yace macilento» (93); al
monarca español le atiende «macilento... el belga» (218). En estos
casos el significado es 'pálido de miedo'. La acepción que aquí
importa, 'pálido de consunción', aparece en otro soneto a Lisi:
«Pues ¿cómo sin hablarte podrá verte / mi vista y mi semblante
macilento?» (450: 5-6) y al final de aquella octava infernal citada
más arriba: «todos venid, ¡oh pueblos macilentos!:/ veréisme remedar
vuestros tormentos». Quevedo califica otras veces la ceniza (amante
o no) de «pálida», «muda» o «fría» (68: 5; 321: 6; 397: 38; 459: 7),
y adjetivos iguales o parecidos surgen con frecuencia en conexiones
impresionantes: «descolorida paz» (117: 7), «pálida ley que todo lo
permite» (117: 12), «delgada sombra, desangrada y fría» (293: 3),
«sombra obscura y delgada, polvo ciego» (307: 11).
CADÁVER, del incendio hermoso: Recuérdese de nuevo la burla
anticulterana: «el sol cadáver, cuya luz yacía». Sin embargo,
Quevedo, que prodigaba «yacer», usa también «cadáver», y no sólo
para designar el cuerpo humano privado de aliento o la ciudad en
ruinas («cadáver son las que ostentó murallas», 212: 3), sino
precisamente en el mismo engarce que ridiculizaba, cuando hace decir
a Juan Bautista: «Yo fui muerto por Vos, que, coronado / por todos
fuisteis muerto, cuando el día / vio cadáver la luz del sol dorado»
(192: 633-5), y cuando enseña al pastor Alexi cómo se ha de resistir
al amor en sus principios: «¿No ves piramidal y sin sosiego / en
esta vela arder inquieta llama,/ y cuan pequeño soplo la derrama /
en cadáver de luz, en humo ciego?» (344: 1-4). Versos que permiten,
a lo que creo, hallar en nuestro soneto una ambigüedad que, sin el
conocimiento de ellos, no hubiéramos sospechado: el cadáver del
incendio lo referíamos a la ceniza, como metafórica definición de
ésta; pero ahora podemos referirlo también al «humo y noche» en que
la luz de ese incendio fallece.
cadáver del INCENDIO HERMOSO: Aparte el «amoroso incendio» (488:
11), que es una definición más que una calificación, surgen
connotaciones negativas en «incendios inhumanos» (326: 11) o
«incendios, que animosos me maltratan» (441: 10), y hay algunas
connotaciones circunstanciales: el Vesubio se renueva «en eternos
incendios repetidos» (301: 10), y el enamorado, si Aminta cubre el
fuego de sus ojos con la nieve de la mano, puede decir que «la vista
frescos los incendios bebe» (305: 5), dando así a la sed lo que
apetece, frescura, pero sosteniendo que el alma enamorada bebe
fuego, se alimenta de ardor. Nuestro soneto reclama incendios
comparablemente positivos, y éstos son los que aparecen más a
menudo: «piedad cabe en incendio que es divino» (321: 10), «de luces
y de incendios celestiales» (447: 7), «...incendios de nieve hermosa
y fría» (483: 7), y sobre todo: «En este incendio hermoso que,
partido / en dos esferas breves, fulminando,/ reina glorioso, y con
imperio blando / auctor es de un dolor tan bien nacido» (461: 1-4).
He aquí el «incendio hermoso» propagado desde las breves esferas de
los ojos de Lísida.
cadáver del incendio hermoso, OSTENTA: Figura este verbo en otro
ataque anticulterano de Quevedo, la «Aguja de navegar cultos», según
Dámaso Alonso «la mejor de las parodias gongorinas»7. Leemos allí,
entre otros vocablos dignos de burla: «pulsa, ostenta, librar,
adolescente» (837: 7). Pero Quevedo, que acaso incluyó esta palabra
más por lo abusada que por lo usada, no dejó de ostentarla con dejo
gongorino y latinizante: «Ostentas, de prodigios coronado,/ sepulcro
fulminante, monte aleve,/ las hazañas del fuego y de la nieve,/ y el
incendio en los velos hospedado», le dice al Etna (292: 1-4). Y a
las cenizas de un amante puestas en un reloj: «Obstentas, ¡oh
felice!, en tus cenizas,/ el afecto inmortal del alma interno» (379:
1-2). Y a Lisi: «¿De cuál tirano aprenden señorío / las mesuras que
ostentas por hazañas?» (454: 5-6).
su luz en HUMO y noche fallecida: El humo como símbolo del desengaño
y de la vanidad, en una poesía tan rica en incendios y cenizas,
abunda tanto como éstas y ésos. Curiosas son ciertas
contraposiciones: la soberbia es una lumbre, pero «de fuego, que
ardiente la castiga;/ no de luz, que gloriosa la acompaña» (135:
13-14); la Esposa del cantar pide que «pase del exterior la vista, y
luego,/ después del humo, hermoso verá el fuego» (198: 77-78). El
humo es vanidad, pero también materia infernal y, en esto sentido,
creo, debe interpretarse dentro del soneto que comentamos. En el
«Poema heroico a Cristo resucitado» el Ángel del infierno deja caer
el cetro «en ahumados círculos de fuego» (192: 70) y otro de los
espíritus oscuros, trasformado en monte de fuego, «en las humosas
teas viene ardiendo» (Idem: 214).
su luz EN HUMO Y NOCHE FALLECIDA: La noche tiene un aura funeral en
la poesía de Quevedo: «Con pies torpes, al punto, ciega y fría,/
cayó de las estrellas blandamente / la noche tras las pardas sombras
mudas» (396: 22-24); las estrellas son «lumbres que enciende triste
y dolorosa / a las exequias del difunto día,/ güérfana de su luz, la
noche fría» (399: 4-6). Funciona también la noche como metáfora de
la vida terrenal: «Mucha tiniebla y grande noche encierra / cuanto
destina el hombre...» (41: 12-3). Y, no obstante el liviano motivo
del soneto 308 (una dama que apagó una bujía y la volvió a encender
en el humo soplándola) su primer cuarteto posee una inflexión
sombría semejante a la del verso que nos ocupa: «La lumbre que murió
de convencida / con la luz de tus ojos, y, apagada / por sí en el
humo, se mostró enlutada, / exequias de su llama ennegrecida...»
Pero es dentro del ciclo a Lisi donde hallamos las mayores
afinidades: el corazón arde admirado «de no verme en centellas
repartido,/ y en humo negro y llamas desatado» (441: 7-8), versos
que tienen el estremecimiento de la consunción, como estos otros:
«sigo la escasa luz del fuego mío, / que avara alumbra, habiéndome
abrasado./ Cae del cielo la noche...» (479: 3-5). Precisamente estos
versos describen un caminar a ciegos pasos por la misma senda de
amor de otro desventurado. Y lo que viene tras la luz fallecida,
dentro de nuestro soneto, es justamente un caminar huyendo de los
hombres y de la luz.
LA GENTE ESQUIVO y me es horror el día: El grande, el rico y
poderoso encuentra «miedo en la soledad, miedo en la gente» (145:
308); pero el amante no teme a la soledad ni a la gente, pues amar
es, entre otras cosas, «con soledad entre las gentes verse,/ y de la
soledad acompañarse» (366: 5-6), «un andar solitario entre la
gente,/ un amar solamente ser amado» (374: 7-8). «El que sabe estar
solo entre la gente,/ se sabe solo acompañar», afirma el adorador de
Lisi (489: 5-6). Esta compañía de la soledad y esta indiferencia a
la gente atestiguan la entrega total del enamorado a su imaginar;
pero nuestro poema de dolor nada insinúa sobre el deleite de andar
solo, embebecido en la imagen de la adorada. Aquí se trata de
esquivar a la gente, no de verse solo o de estar solo entre los
otros; y esa esquivez no conduce al placer melancólico de la
contemplación interior, sino al imparticipable reino del espanto.
La gente esquivo y ME ES HORROR EL DÍA: Esta añadidura de horror
rubrica el ademán de rechazo. Es la actitud jeremíaca: «Aparté mis
dos ojos / de la serena luz (...) / y a la escuridad ciega / los
entregué de modo /que por tinieblas mudas y desiertas / perdidos
pasos doy con pie dudoso» (Lágrimas, ed. cit., p. 115-6). Es
asimismo la actitud del penitente del Heráclito cristiano: «Dudosos
pies por ciega noche llevo,/ que ya he llegado a aborrecer el día»
(13: 5-6). En el amante esta huida de la luz presenta un tono de
apagamiento, de entrada, a zonas de condenación: «Por yerta frente
de alto escollo, osado,/ con pie dudoso, ciegos pasos guío;/ sigo la
escasa luz del fuego mío,/ que avara alumbra, habiéndome abrasado»
(479: 1-4).
Habíamos llamado la atención sobre la construcción «me es horror», y
comprobamos ahora otros casos, aunque no muchos, en la poesía de
Quevedo: «vivo me soy sepulcro de mí mismo» (12: 32); el cabello de
una dama: «Invidia sea del sol, desprecio al oro,/ prisión a l'alma,
y al amor tesoro» (382: 53-54); una flor: «estudio fue a la
primavera» (445: 5); «Alma a quien todo un dios prisión ha sido»
(471: 9); «Las sombras palpe, pues arder clavado,/ constelación
amante, no merece,/ ni ser familia al sol, que el estrellado /
pueblo con hacha espléndida enriquece» (889, II: 464-7).
dilato en largas voces NEGRO LLANTO: Llantos hay en la poesía grave
de Quevedo en tanta proporción acaso como venas, llamas, ardores,
cenizas, incendios, humos y noches; no en vano el poeta tradujo las
lágrimas de Jeremías y pulsó el arpa de David en persona de
Heráclito cristiano. No es este llanto lustral el que puede alumbrar
mejor los claustros en que estamos. Tampoco es propiamente el llanto
del amador desventurado el que aquí importa: ese llanto que fluye en
ríos (357), provoca a lástima (359) y ensordece las montañas (496).
La curiosa combinación «negro llanto», que fuera del círculo
contextual en que ahora nos movemos, habíamos interpretado como
llanto de melancolía, sólo aparece una vez, que yo sepa, en la obra
poética de Quevedo, cuando éste, describiendo la bajada de Cristo a
los infiernos, pide a su cristiana musa que le enseñe «de Cristo la
triunfante valentía,/ y del Rey sin piedad el negro llanto» (192:
3-4). En el mismo poema se escuchan otros llantos demoníacos: «los
pueblos tristes y los reinos vanos / resonaron en llanto por mil
partes» (227-8), «desesperados llantos resonaron,/ de las escuadras
negras que lo vieron» (651-2), y Luzbel pide a Cristo que le deje
«en el llanto sin consuelo» (272).
No menos frecuente que el llanto es la negrura. Es negra,
primeramente, la noche, que cumple extendida por el alma «destierro
negro de la luz del día» (401: 48). Son negros el sueño («tu sombra
negra», 396: 87) y el olvido («hoy de los hondos senos del olvido /
y negras manos de la edad pasada...», 284: 1-2). Es negra la muerte:
«Hierusalaim se traga / condenación perdida y muerte negra»
(Lágrimas, p. 127); «doy cercos a la negra sepultura» (139: 32);
«tocó las negras sombras de la muerte» (236, II: 3); «me trujo negro
sueño y postrer hora» (261: 11) ... Pero más importante es la
negrura del dolor y la de su eterno asilo, el infierno. En Lágrimas
encontramos lágrimas amargas «que, del negro dolor perpetuadas,/
hacen ruido y señal en sus mexillas» (p. 42) y cautivos que levantan
«cercado de dolor, nadando en llanto,/ el negro coraçón, los ojos
tristes» (p. 62). La primera versión del salmo XVI de Heráclito
contiene unos versos espeluznantes: «Esta lágrima ardiente con que
miro / el negro cerco que rodea mis ojos,/ naturaleza es, no
sentimiento» (28: 9-11). Pero, como el llanto, la negrura posee en
nuestro soneto un sello infernal, de lo que no es posible dudar a la
vista de otras negruras procedentes del tan citado Poema heroico a
Cristo resucitado (192): «las Horas negras derramaron sueño» (48);
«Temblaron los umbrales y las puertas / donde la majestad negra y
obscura / las frías desangradas sombras muertas / oprime en ley
desesperada y dura» (49-52); «hondos suspiros dio la negra gente»
(56); «negro volumen de la niebla insana» (164); «los ciudadanos de
las negras curias» (182).
Después de estas correlaciones podemos seguir considerando el negro
llanto como un llanto que mana de la melancolía o negro humor; pero
el hecho de sólo hallar «negro llanto» en un poema infernal y el
hecho de hallar dentro de éste la negrura tan constantemente
asociada al ámbito, al monarca y a las huestes del infierno, como
símbolo de dolor sin fin, permiten ver aquel «negro llanto» en
concordancia perfecta con el temple igualmente tartáreo de los
claustros, la consunción por fuego, el cadáver cinéreo o fuliginoso
del incendio, la luz difunta y los largos clamores, todo lo cual irá
a parar, en las últimas palabras, al «reino del espanto».
que a SORDO MAR mi ardiente pena envía: Este es el único verso que
ha sido comentado por la crítica. Dámaso Alonso se preguntaba si el
soneto en cuestión no parecía exceder el doloroso sentir del amante,
sobre todo en sus últimas estrofas: «Los tercetos no nos dejan lugar
a duda: una angustia permanente, un pesimismo total es lo que
penetra esa alma ya abrasada, lo que tortura a ese hombre solitario
y lleno de espanto y de contusiones, a ese hombre que emite su pena
como un 'negro llanto' vertido a un 'sordo mar'»8. Tratando de
explicarse esta impresión de D. Alonso, tan característica de un
lector del siglo XX, Amédée Mas reduce su examen al «sordo mar», que
intenta aclarar así: «Le sens qu'il lui donne, lui (Quevedo), est
multiple, comme à l'ordinaire, et c'est précisément cette pluralité
qui lui fait chercher l'ambigüité. Il pense, eroyons-nous, à la mer
de ses larmes, mais aussi à l'indifférence de Lisi, sourde à sa
plainte, et il réunit ces deux notions dans un puissant raccourei:
sordo mar. Mais ce que nous sommes tentés d'entendre, nous, par
surcroît et de préférence, dans cette expression, c'est ce à quoi
nous ont sensibilisés les poètes et les philosophes plus proches de
nous: c'est la surdité du ciel (l'infini de la mer évoquant
immédiatement l'infini du ciel) à la douleur et à l'angoisse
humaines: Mais le ciel était sourd et Dieu ne répond pas. (Vigny: Le
mont des oliviers)»9. En nota, A. Mas se precave frente a la
posibilidad de que sordo mar sea un cliché, y transcribe un texto
facilitado por M. Bataillon: unos versos de Feliciano de Silva en
que se lee «las riberas / del sordo mar concertado».
Pero la propia poesía de Quevedo, sin ir más lejos, puede en este
caso proporcionar la clave interpretativa. La mención del mar o de
sus equivalentes (océano, piélago, ponto) se acompaña en Quevedo de
calificaciones varias. Unas aluden a la dimensión: «ancho» (134,
139, 276, 290), «largo» (7, 230), «alto» (136, 144), «hondo» (14),
«inmenso» (199). Otras, al movimiento agitado: «inconstante» (115),
«impetuoso» (145), «furioso» (144), «proceloso» (145), «espantoso»
(290), y en unión de otras notas: «cerúleo, húmedo y fiero» (134),
«furioso y cano» (138); o al movimiento reposado: «sosegado» (136),
«süave» (235), «pacífico» (453). Otros calificativos destacan la voz
del mar: «ronco» (112, 145), «sonante» (137), «sonoro» (146),
«bramando» (155). Al color se refieren «mar de plata» (144) y «negro
mar» (30, 199), aunque este en sentido alegórico. Restan algunos
adjetivos de sabor («mar salada», 265), de temperatura («helado y
frío», 261; «encendido», 313) y de ponderación («sagrado mar», 230).
Ninguna de estas calificaciones presenta novedad mayor. ¿Ocurre lo
mismo con sordo mar? Examinando sólo la poesía de Quevedo, puede
verse que «sordo» lo aplica el poeta al tiempo («la edad sorda y
ligera», 145: 177), a los montes («duros y sordos los collados»,
270: 6), al trueno («trueno sordo y ciego», 498: 7) y evidentemente
a una persona, bien en tono grave o en tono ligero, como en:
«Hecate, sorda siempre a mis gemidos» (397: 110) o en: «Lo que por
ti he llorado / sordas piedras moviera y duros bronces» (631: 7-8).
Puesto que la llama no atiende las quejas del amante y el llanto de
éste, formando ríos, puede ir, como los ríos naturales, a su
desembocadura marina, nada hay que objetar a A. Mas en cuanto a que
«sordo mar» indique ambiguamente el mar de las lágrimas del amante y
el mar de indiferencia de Lisi. Lo superfluo es apelar a Vigny, como
si la sordera de Dios fuese algo solamente moderno, ya romántico, ya
existencialista. Más oportuno hubiese sido recordar la angustia de
Pascal ante el «silence éternel des espaces infinis». Quevedo mismo,
en el Salmo III de su Heráclito, dirige estas palabras al Señor:
¿Hasta cuándo, salud del mundo enfermo,
sordo estarás a los suspiros míos?
¿Cuándo mis tristes ojos, vueltos ríos,
a tu mar llegarán desde este yermo?
¿Cuándo amanecerá tu hermoso día
la escuridad que el alma me anochece?
(15: 1-6)
Se dan aquí, en pocos y contiguos versos, cuatro notas -sordez,
llanto, mar, oscuridad- aplicadas a la relación entro Dios y hombre:
las mismas que, en nuestro soneto (negro llanto dirigido a sordo
mar), expresan la relación -la frustrada relación- entre la amada y
el amante. No resulta extraño, por tanto, que a Dámaso Alonso le
sugiriesen estas palabras una angustia de carácter religioso.
Por otro lado, Amédée Mas hubiese podido recordar que este «sordo
mar» no es caso único en la obra en verso de Quevedo. En otro soneto
a Lisi (el 494) encontramos la sordez y su equivalente, la
inclemencia, en las tres últimas líneas:
Amargos, sordos, turbios, inclementes
juzgué los mares, no la amena y clara
agua risueña y dulce de las fuentes.
Añádase a estas precisiones una observación concerniente a la frase
«negro llanto / que a sordo mar mi ardiente pena envía». En el mismo
Heráclito cristiano, en un contexto puramente religioso, se tropieza
con estos versos de significado, léxico y construcción similares:
Antes que sepa andar el pie, se mueve
camino de la muerte, donde envío
mi vida oscura: pobre y turbio río
que negro mar con altas ondas bebe.
(30: 5-8)10
que a sordo mar mi ARDIENTE PENA envía: Ambos términos abundan
extraordinariamente. Basto señalar aquí algunos casos en que lo
ardiente no es, como de costumbre, la llama, la sangre, la fiebre,
el sol o la gran familia estrellada, sino: «lágrima ardiente» (28:
9), «saña ardiente» (86: 13), «virtud ardiente» (330: 9), «sombra
ardiente» (475: 14).
A los SUSPIROS di la voz del CANTO: Ya se ha visto cómo Dios
permanecía sordo a los suspiros del penitente y, sin salirnos del
Heráclito cristiano, vemos al mismo penitente ordenar: «enmudezca mi
lira, cese el canto» (23: 5), declarar ante Cristo crucificado que
«sólo para suspiros hallo viento» (36: 12) y lamentar con desengaño
«tantos suspiros tristes derramados» (38: 4). En el poema del
descenso a los infiernos, tantas veces aludido, los justos
«templando a los suspiros las canciones,/ de la puerta salieron
todos juntos» (192: 350-351). No recogeré los muchos suspiros de
humano amor. Indicaré sólo cómo los de nuestro soneto, que podrían
dar una impresión blanda o convencional, equivalen a un diminuendo
casi silencioso de las «largas voces» anteriores; equivalencia que
ratifican estos otros pasajes: «nunca les hallé lengua a los
suspiros,/ porque pensé hasta agora que eran mudos» (383: 31-2);
«Suspiros, del dolor mudos despojos,/ también la boca a razonar
aprende,/ como con llanto y sin hablar los ojos» (450: 12-4). Estos
suspiros, mudos despojos del dolor como ceniza y humo eran despojos
del ardor, son los que en el umbral de la anegación sustituyen la
voz del canto imposible y las largas voces que el llanto dilataban.
la CONFUSIÓN inunda l'alma mía: He aquí otro concepto casi más
propio del pecador que del amante. No extraña hallarlo en textos
religiosos: «¡Terrible confesión, confuso espanto / del que a tu
sufrimiento debe tanto!» (17: 12-3); «Y así, mi Dios, a Ti vuelvo
confuso» (40: 12); o en el consabido poema infernal: «Las almas en
el limbo sepultadas,/ que por confusos senos discurrían» (192:
97-8). La Esposa pide al Esposo las señas de su albergue, antes de
que «por esta confusión ciega y turbada,/ que tantos ganaderos
descamina,/ pregunte por tu senda a los perdidos» (198: 93-5).
la confusión INUNDA l'alma mía: El sentido anegador de este verbo
toma carácter de excepcional intensidad si advertimos que la palabra
apenas sale en otros textos. Sólo recuerdo éste, famoso por ir
dirigido al Duque de Olivares en una exhortación que se ha
convertido en el prototipo de la valentía censoria: «Señor
Excelentísimo, mi llanto / ya no consiente márgenes ni orillas:/
inundación será la de mi canto» (146: 25-7).
mi corazón es REINO DEL ESPANTO: En ningún otro poema aparece esta
identificación; en ninguno, la expresión «reino del espanto». Pero
palabras como «espanto», «espantoso» y sinónimas, no son raras.
¿Quién no retuvo el «Ya formidable y espantoso suena / dentro del
corazón el postrer día?» (8: 1-2). Anciano y enfermo, Quevedo
escribo su canción sepulcral: «En la escura que ves, cueva
espantosa,/ sepulcro de los tiempos que han pasado,/ mi espíritu
reposa,/ dentro en mi propio cuerpo sepultado» (12: 17-9). Y no
pocas veces el sustantivo «espanto», en versos de homenaje a muertos
ilustres, quiere decir 'admiración' (272) o 'miedo militar' (241,
275). Más curioso es que Luzbel diga, amenazadoramente, a Cristo en
los infiernos: «La desesperación no admite espanto» (192: 125),
paradoja con que trata de animar contra el Señor a las huestes de su
reino, en el cual sin embargo cunden miedo y desconsuelo (61) asiste
el Temor amarillo (71) y está presente el esqueleto de la Muerte,
«de amarillez como de horror teñido» (90).
Pero el corazón del protagonista de nuestro soneto no tiene espanto:
es reino del espanto. Quevedo usa «reino» para significar el del
cielo (191), precisado otras veces como «reino del reposo» (192:
706; 254: 3). El «reino verde» es el paraíso (192: 360). Para el
infierno habla de los «reinos vanos» (192: 62; 293: 2), «reinos
infernales» (192: 317) y «reino de la noche» (293: 8).
El reino del espanto nos devuelve a los claustros de l'alma con que
iniciamos esta circunvalación. Y es ahora el momento de añadir otras
pruebas sobre la insistencia con que el poeta dio expresión espacial a la
interioridad.
Para Quevedo el cuerpo es continente pasajero y mortal del alma, pero ésta
es contemplada también a menudo como un ámbito espacial. De manera
semejante suele el poeta aludir a los espacios ocultos de la tierra, el
olvido, la muerte y el infierno. Lo que importa no es, por supuesto, el
empleo de imágenes espaciales para designar interioridad, fenómeno regular
en la poesía lírica y en la literatura mística, sino la variedad y
abundancia de esas imágenes, el notorio gusto con que las esparce Quevedo.
El cuerpo humano es moralmente «vaso de veneno» (191: 31) y
existencialmente «frágil manto» del alma (275: 11); pero la imagen más
habitual es la del hospedaje: «menos me hospeda el cuerpo, que me
entierra» (3: 8); «edificio enfermo» (82: 10); «la del alma casa, tan
moderna» (145: 226); «palacio... / para la ociosidad del vil gusano» (142.
19-20); o en estos versos de Vida y tiempo de Phocílides:
El cuerpo es edificio de la tierra,
y en ella habemos de volvernos todos
desatados en polvo, cuando el cielo,
de tan vil edificio desceñidos,
reciba el alma, que en prisión de barro
reinó en pobre república y enferma11.
Ya aquí la metáfora de la cárcel, tan frecuente: «la alma, que anudada
está en la vida» (12: 104); «el nudo frágil en que está animada / sombra
que sucesivo anhela el viento» (28: 10-11); «la alma en prisión obscura»
(142: 47); «y en cárceles tan frágiles y breves / hospedas alma eterna»
(145: 225-6). Pero, además de vaso, manto, hospedaje y prisión, el cuerpo
es tumba: «posada de la muerte» (Virtud militante, p. 1311 b); «sepultura
/ portátil» (12: 108-9); monumento (34: 1; 145: 235), cavidad (142: 16).
No hace falta recordar la tradición pitagórica, platónica y
estoico-cristiana que sostiene todas estas metáforas del cuerpo.
El ALMA, yéndose al sagrado de los ojos hermosos, puede negar al cuerpo su
compañía (430: 21) y hacerle inmune a la muerte (488). En la afición
amorosa está «el pasadizo que hay de un cuerpo a otro» (383: 48). Y el
amor es un dios que cautiva al alma: «Alma a quien todo un dios prisión ha
sido» (471: 9). El alma misma es lugar de hospedaje: «Al asiento de l'alma
suba el oro» (42: 9); «despuéblese mi alma» (428: 81); las pasiones son
«provincias del vicio» (90: 14); el alma, «la mayor provincia que Dios
crio en este mundo» (La cuna y la sepultura, p. 1200 a), y el hombre
«provincia mayor que el mundo» (142: 96); el entendimiento tiene en el
alma su patria, (420: 67); y, en fin, otras metáforas espaciales: «Llenos
de paz serena mis sentidos,/ y la corte del alma sosegada» (12: 97- 8),
«los alcázares de l'alma» (145: 266).
Parecida calidad interior tienen las alusiones a la CONCIENCIA, no sólo
como «invisible y pertinaz testigo» (93: 8), voz que predica en el pecho
(147: 93) o «ministro sin piedad» (473: 2), sino mediante el vehículo
íntimo de las entrañas (69: 14; 291: 3). El CORAZÓN, en nuestro soneto
«reino del espanto», es en el ya recordado soneto subsiguiente «grande
distrito y doloroso». Y sólo el ESPÍRITU parece rehusar toda
representación espacial: «Espíritu desnudo, puro amante,/ sobre el sol
arderé...» (472: 9-10)12.
De la TIERRA surgen en la poesía de Quevedo no sólo los aspectos de
superficie, sino los fondos invisibles: «los senos que la tierra calla»
(145: 12), «los retiramientos de la noche» (Idem: 14), el Orbe «corto
distrito / para las diligencias de la gula» (Idem: 28-9). Ni podía faltar,
claro es, la cárcel del mundo (149: 69).
Semejante a la muerte, el OLVIDO toma la forma de una angostura: «la
garganta del olvido» (192: 531). La MUERTE tiene umbrales (381: 50) y
sella «el negro encerramiento» (151: 5). El CIELO es la morada de la Vida
que Cristo restaura (192: 401). Y el INFIERNO tiene puertas «amarillas»,
puertas «duras» que clan acceso a las «cárceres sin fin desesperadas»
(192: 283-4). Sepultadas en el limbo, las almas discurren por «confusos
senos» (192: 98) y a ellas exhorta Cristo: «dejad estas prisiones
amarillas,/ eterna habitación de sombras muertas» (192: 643-4). En otro
poema los Alpes sombríos amenazan «los umbrales/ de la corte del fuego
siempre fríos» (387: 51-2).
Y desembocamos así nuevamente, tras estas incursiones por las secretas
clausuras del cuerpo, del alma y del mundo, en el reino del espanto,
máxima expresión del dolor íntimo de quien había cantado (474: 9-11):
Del vientre a la prisión vine en naciendo;
de la prisión iré al sepulcro amando,
y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.
En suma, la poesía grave de Quevedo se nos aparece, después de este
recorrido, como una poesía profundamente unitaria. La actitud y el
lenguaje del amante desterrado de su bien son la misma actitud y el mismo
lenguaje del penitente sin Dios y de la criatura sin luz de eternidad. En
los versos amorosos, como en los morales y metafísicos, prevalecen los
mismos temas: la consunción (por la pasión, por el pecado o por el
tiempo), la privación de consuelo, el hundimiento en la soledad confusa.
Los motivos se repiten en distintas estructuras y con expresión siempre
renovada: daño escondido, muerte latente, fuego por venas y medulas,
ceniza y humo, retiramiento, miedo a la luz, negro llanto, sordo mar,
suspiros, espanto infernal. En otros poemas pone en juego Quevedo su
ingenio satírico para burlarse de la realidad errónea y fea, objeto de
aversión. En los que hemos considerado, ejercita su espíritu anhelante en
la misma tarea de buscar el ideal que él desearía participable y eterno.
Si el cotejo precedente tiene alguna utilidad, ésta será -supongo- por una
parte haber sentido y comprendido mejor el poema elegido al contacto con
otros del mismo autor, al modo como conocemos mejor y estimamos más a una
persona cuando podemos comparar un acto suyo que nos pareció admirable con
otros que corroboran la admiración y nos atan a esa persona con vínculo de
amistad. Por otro lado, las relaciones establecidas habrán proporcionado
una semblanza representativa (apoyada en exactas referencias) de la lengua
poética de Quevedo; semblanza parcial, pues toma como foco un solo poema y
excluye, salvo pocos casos, la porción satírico-burlesca de su vasto
tesoro poético; semblanza que, sin embargo, podría contribuir a integrar
la imagen completa.
El poema en el contexto de la tradición
Puesto ya el poema en el contexto de la poesía de Quevedo, sería preciso
ahora situarlo en el contexto de la tradición, es decir, de la literatura
ajena, contemporánea de Quevedo o anterior a él, con la que el poema
muestre alguna relación. Pero en esto me detendré apenas, pues la crítica
ha trabajado ya bastante en torno a la poesía amorosa de Quevedo, y lo que
he de decir singularmente sobre «En los claustros de l'alma» no requiere
largas disquisiciones.
En primer lugar, nuestro poema, mejor o peor que los más excelentes
sonetos de los grandes contemporáneos de Quevedo, o sea, Lope de Vega y
Góngora, no es comparable con ninguno de ellos. Lope tendrá en sus sonetos
amorosos más facilidad y gallardía, a veces, y Góngora en los suyos más
esplendor sensorial y verbal; pero ni uno ni otro supieron expresar nunca
el dolor de un modo tan íntimo, concentrado y definitivo. Sin embargo,
para la comprensión de algunas particularidades de «En los claustros», no
está de más recordar ciertas locuciones de Góngora, maestro aun de sus
enemigos.
Góngora llama a la ambición «...hidrópica de viento» (Soledades, I: 109)
y, aparte el uso de voces por el mismo Quevedo criticadas y usadas, como
yacer, cadáver, ostentar, imagina que un arroyo en el mar «su rüina bebe»
(Idem, II: 5) y que en un cóncavo fresno reina la abeja «o el jugo beba de
los aires puros,/ o el sudor de los cielos» (Idem, II: 295-6). Más
importante: Góngora nos ayuda a entender que el sordo mar de Quevedo no es
tan raro como ha parecido a algunos, cuando dice:
No es sordo el mar: la erudición engaña.
Bien que tal vez sañudo
no oya al piloto, o le responda fiero,
sereno disimula más orejas
que sembró dulces quejas
-canoro labrador- el forastero
en su undosa campaña.
(Soledades, II: 172-8)
Posiblemente se explique también el latinismo «me es horror el día» por la
frecuencia con que Góngora utiliza esta construcción, aunque; tampoco
escasee en Petrarca.
Y nombrado queda el poeta de quien la lírica amorosa del Siglo de Oro
depende principalmente. Creo, sin embargo, que en ningún petrarquista
español o italiano ni en Petrarca mismo podría hallarse poema comparable
al nuestro en cuanto expresión tan concentrada de la consunción.
Herrera tiene algunos momentos, pero momentos sueltos, que no están lejos:
«No me distes herida tan liviana,/ qu'a lo íntimo del' alma no tocasse,/
quedando en ella eternamente abierta» (Soneto XIII); «Enciéndeme las venas
este fuego,/ las junturas i entrañas abrasadas / siento i nervios, i
siento correr luego / las llamas por los uessos dilatadas» (Estança I);
«Los suspiros ardientes que a ti envío» (Son. XXIV); «estas razones
vanas,/ que sin provecho a quien no escucha envío» (Elegía XI); la bella
desdeñosa «sorda a mi llanto i ansia congoxosa» (Elegía III); «cuanto en
la confusión nublosa peno» (Son. XLV). Y otras confusiones, espantos,
suspiros e incendios, que, no obstante, jamás adquieren la transcendencia
y condensación adecuadas.
Dos sonetos de Garcilaso quizá pudieran obrar como reminiscencia en el
autor de «En los claustros de l'alma». En el soneto XXV leemos: «En poco
espacio yacen mis amores / y toda la esperanza de mis cosas,/ tornadas en
cenizas desdeñosas,/ y sordas a mis quejas y clamores». Y en el soneto XV
hay una alusión a los lamentos de Orfeo, que, «en fin, con menos casos que
los míos,/ bajaron a los reinos del espanto». Herrera comentaba la
expresión «reinos del espanto» como «perífrasis del infierno», y en el
Auto de Andrómeda y Perseo, de Calderón (1680), el Demonio llama a Medusa
«mesonera del llanto,/ huéspeda de los reinos del espanto», mostrando así
que ésta era, una definición poética del infierno perfectamente
consolidada.
No hay que olvidar tampoco los espacios recónditos de los místicos: las
moradas y castillo interior de Teresa; las cavernas del sentido, la
inferior bodega o el más profundo centro de Juan de la Cruz. Ni el
doloroso regno del Dante.
Pero sería cuento inacabable seguir espigando. Quevedo, según declaración
de González de Salas, trató en sus versos a Lisi de asemejar su amor al de
Petrarca, y de éste y de algunos petrarquistas italianos imitó lo que
creyó oportuno. El petrarquismo de Quevedo ha sido estudiado por C.
Consiglio, D. Alonso, O. Green, J. G. Fucilla y C. Blanco Aguinaga, y es
de desear que éste publique pronto la monografía que sobre los poemas A
Lisi anunciaba estar preparando en 196213. De los juicios de estos
intérpretes se deduce, en general, que Quevedo se inspiró en la actitud
petrarquista y tomó del insigne poeta y de otros italianos expresiones y
aun versos enteros; pero la genuinidad y la intensidad peculiar de Quevedo
no resultan menos claras a esos críticos, todos concordes en la
admiración.
A mi entender, nuestro soneto es petrarquista en una serie de rasgos
suficientemente comentados: intimidad, fuego amoroso, tendencia a la
soledad, llanto, suspiros... Con todo, la fuente directa de este poema no
es ninguno de Petrarca, sino ciertos versos del libro IV de la Eneida. No
he visto aducida en ninguna parte esta «fuente» (¿podría llamarse
etimología?); y, si alguien la hubiese indicado y a mí me hubiese pasado
inadvertido, nada importa, pues desde luego no hay que ser latinista para
descubrirla, sino sencillamente haber guardado un recuerdo de la lectura
juvenil de aquel libro de Virgilio, tan afortunado, tan difundido. Señalo
los paralelos que estimo seguros o casi seguros:
A)
Heu, vatum ignarae mentes! quid vota furentem,
quid delubra iuvant? est mollis flamma medullas
interea et tacitum vivit sub pectore volnus.
(65-67)
En los claustros de l'alma la herida
yace callada; mas consume hambrienta
la vida, que en mis venas alimenta
llama por las medulas extendida.
B)
At regina gravi iamdudum saucia cura
volnus alit venis et caeco carpitur igni.
(1-2)
la vida, que en mis venas alimenta
C)
ardet amans Dido traxitque per ossa furorem
(101)
llama por las medulas extendida.
D)
sed nullis ille movetur
fletibus aut voces ullas tractabilis audit.
(438-439)
dilato en largas voces negro llanto,
que a sordo mar mi ardiente pena envía14.
Como se ve, la imitación no sigue el orden del modelo. Atento a manifestar
en la más densa forma el proceso de la consunción, Quevedo escoge de
varias partes los giros que más le impresionaran al releer o recordar a
Virgilio. Comienza situando la herida no simplemente dentro del pecho o
del corazón, sino «en los claustros de l'alma», variación con la que,
mostrando su tendencia a la definición espacial de la interioridad
incorpórea, sobrepuja en riqueza sugestiva al poeta latino. Cuando traduce
«vivit» por «yace» quizá se siente conducido por la oscura y muda imagen
de los claustros. Mantiene «flamma» y «medullas», pero «est mollis» le
parece poco y lo convierte él en una expresión notablemente más intensa
(«consume hambrienta»), que contrapesa la falta de dinamismo de «yace». En
B no hay apenas alteración: «alit venis», «en mis venas alimenta». La
«llama» y «medulas» de C está ya en A, pero creo que en la idea de la
llama 'extendida por...' (como en el mencionado verso de Herrera: «las
llamas por los uessos dilatadas») puede operar, aunque no lo aseguraría...
«traxitque per ossa furorem». En D, por último, hay una ampliación
metafórica de gran energía.
El soneto guarda tanta cohesión y fuerza en los versos re-creados como en
aquellos que no parecen tener modelo. Y es útil reparar en esta etimología
virgiliana porque también el Poema heroico a Cristo resucitado, que tantas
veces ha servido aquí para pulsar el latido infernal de «En los claustros
de l'alma», contiene reminiscencias de la Eneida, según mostró un crítico
hace años15. Por otra parte, ya González de Salas había apuntado el origen
virgiliano de algunos versos de Quevedo, como en el caso de aquel «irá la
alma indignada con gemido / debajo de las sombras» (28: 2-3), que
apostillaba así el colector: «Tomó sabor el principio de este soneto de
aquellas palabras de Virgilio: Vitaque cum gemitu fugit indignata sub
umbras». El mismo Salas afirmaba al frente de su edición: «No conozco
poeta alguno español versado más, en los que viven, de hebreos, griegos,
latinos y franceses, de cuyas lenguas tuvo buena noticia, y de donde a sus
versos trujo excelentes imitaciones». Benito Sánchez Alonso, que citaba
estas palabras, demostró la verdad de esta advertencia en lo que hace a
los satíricos latinos (Horacio, Marcial, Juvenal, Persio, Petronio)16, y
es asunto largamente tratado el aprendizaje estoico y senequista de
Quevedo. Pero también éste, como poeta del amor, prefirió a veces el brío
de Virgilio al afecto de Petrarca, como sintiéndose más hijo de la Roma
antigua que admirador de la moderna.
«En los claustros de l'alma» es uno de los mejores poemas españoles que
expresan la inmanencia del dolor en el último grado -infernal- de su
potencia consuntiva y anegadora; compendia representativamente la facultad
que, a mi entender, distingue la lengua poética del autor en su vertiente
grave: el poder de expresar la interioridad; y finalmente constituye una
prueba más del linaje romano antiguo al que quiso siempre Quevedo vincular
su estro vehemente y severo.
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