EL AMARRE Abro la puerta después de que casi la tiran. Un hombre flaco con lentes me dice que quiere ver a mi abuela, le contesto que está enferma y no lo puede recibir. Me insiste tanto, que lo paso a la sala donde ella atiende. Al hombre se le oye la voz nerviosa y ella, a pesar de sus dolencias, le dice pacientemente que lo va a ayudar. El hombre, aunque no me mira, me da las gracias y se va. —Hija —me dice mi viejita—, vas a ir al mercado de Sonora a traer esto que te voy a decir. —Sí, mañana voy. —No, no, ahora mismo, es muy urgente. Me quito el delantal y tomo nota del encargo: una vela negra, cinta roja, miel, canela y un poco de toloache. Regreso con las cosas del mercado y mi abuela me dice que prepare el menjurje. Muero de alegría, pues va a ser el primero. Me da instrucciones que sigo al pie de la letra y al cabo de dos horas recibo su aprobación. Toda la vida se ha dedicado a este tipo de asuntos: limpias, atracción del dinero, conseguir trabajo, protecciones contra el mal de ojo y lo que la gente requiera. A ella no le importa que le llamen bruja, se siente orgullosa de continuar con la tradición familiar y enseñarle a su única nieta. Dice que no cualquiera sabe de estas artes heredadas por los antiguos mexicanos. A mí me consta que funcionan, pues cuando les pasa un huevo por el cuerpo y lo vierte en un vaso, los cascarones arrojan sangre o bolas de pelo. Mi abuela mira con detenimiento el contenido y predice el mal que cargan. Al final prepara alguna pócima para la gente desmejorada, que al cabo de algunas semanas recobra el color que ningún médico pudo mejorar. Por la noche, me indica que la mezcla debe serenarse a la luz de la luna con la vela y la cinta. Al otro día me da un frasquito para envasarla. —Mija, se lo da al señor de lentes, le dice que tome un traguito por las mañanas y espere a que la elegida tenga un detalle de amabilidad con él para que funcione. Tenga mucho cuidado de cobrar por la pócima al momento de entregar el frasco y quiero el dinero en esta cajita, ¿me entendió? —Descuide abuela, yo se lo doy y le cobro —respondo sin cuestionar. Al día siguiente, llega el fulano del encargo, está muy ansioso, le doy el frasco y las instrucciones, me paga y al retirarse pongo el dinero en el lugar indicado. Apenas sucede esto, mi viejita se levanta de la cama como resorte, toma los billetes, me encarga comprarle un puro y su botella de ron. Se los saborea tan rico, sentada en su mecedora por la tarde, que hasta se antoja. Desde niña he visto cómo la abuela hace su trabajo, yo la imitaba. Tomaba un ramo de ruda para hacer limpias a mis muñecas, confeccionaba trenzas de ajos o mis atados de manzanilla, todo malogrado, eso le daba risa. Con el tiempo me enseñó el oficio, a seleccionar las hierbas, que no son las mismas en todos los casos, depende del tipo de daño que le hayan hecho a la persona, y a hacer la limpia que la gente requiera. A veces no es suficiente con pasarles los manojos de laurel, romero, albahaca o pirul, también hay que hacerles algún té con cierta variedad de plantas, sahumarlos con incienso o empaparlos con un líquido compuesto de corteza de árbol, raíces y hojas reposadas en alcohol. Aprendí a hacer muchas clases de amuletos, como los ojos de venado para la protección de los niños, el de colibrí disecado que atrae al amor o los de cuarzo contra las malas vibras. Lo que sí me causa repulsión es hacer el molido de víboras secas; sin embargo, mi abuela me dice que no les tenga asco, que esos seres son amigos de las brujas. Al cabo de una semana vuelvo a hacer la pócima del amarre. El cliente toca a la puerta muy temprano. Cuando abro se ve más tranquilo y me sonríe. Dice que la mezcla le ha funcionado de maravilla. Pongo en sus manos el frasquito que mira con satisfacción, me paga y se va. De inmediato sale mi abuela de su cuarto, revisa la cajita y toma el dinero para mandarme por su puro y ron. Ella me ha enseñado a no preguntar y simplemente a hacer la chamba. Sigo aprendiendo y trabajando. Ahora, curo males de la piel, jiotes, mezquinos, callos y heridas; es asqueroso, pero me aguanto. Le recomiendo a la gente ir a los baños de azufre y ponerse pomadas de árnica o propóleo. Hago remedios sencillos por los que la gente me paga: té de tila combinado con flor de azahar, toronjil e hinojo para los nervios, chiquiadores de tabaco en las sienes para el dolor de cabeza, un cocido de palo dulce para la diarrea, manzanilla para el dolor de la mujer y el epazote que expulsa las lombrices. Lo más sencillo de curar es el dolor de panza, pues solamente se pone a hervir estafiate, se hace un té verde, cristalino y muy amargo que actúa rápido. Otras veces viene la gente para recibir una sobada en los brazos, piernas o espalda, lo cual hago con alguna pomada, como la de veneno de abeja para la artritis, cebo de coyote para dolores musculares y cintura quebrada, o bien tomates asados en las plantas de los pies para los casos de anginas inflamadas. Se siente bien ver a las personas sanas. Pasados ocho días, el hombre se presenta nuevamente por su menjurje. Me mira fijamente sonriendo. Le entrego el frasco y saca un billete de a quinientos, le digo que no tengo cambio. —Bueno —me dice—, voy a cambiar y regreso. —No se apure —le contesto—, me paga la próxima vez, por aquí cerca no hay dónde cambiar. —De acuerdo, si no hay problema, te doy el doble dentro de ocho días. Se va y como de costumbre brinca mi abuela de su cuarto y revisa la cajita, al no ver el dinero se alarma. —No traía cambio —le digo—, así que quedó de pagarme la próxima semana. —Pero, ¿cómo serás taruga? —me dice alterada. —No se apure —le contesto con susto—, si quiere agarro del dinero que me pagarán en la tarde por un remedio y le compro sus vicios. Ella no me contesta, me jala de los cabellos y me encierra en el cuarto. —Te quedas ahí hasta la siguiente semana, cuando venga el hombre yo entrego el frasco y le cobro —me dice casi gritando. No entiendo por qué está tan enojada, no somos ricas, pero tenemos para vivir. Se calma y sentándose del otro lado de la puerta me dice la razón. Mientras va hablando, dejo de oírla y me empiezo a sentir rara, tengo ganas de llorar, pero a la vez estoy muy contenta. Me invade una sensación en el estómago y mi corazón late tan fuerte que puedo sentirlo en la boca, mis manos tiemblan y deseo salir corriendo, pero también quedarme frente al espejo para peinarme, no puedo creer lo que está pasando. Me he enamorado de él. Pablo Quino.