LETTERATURA SPAGNOLA II AA 2012 2013

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LETTERATURA
SPAGNOLA II
AA 2012 2013
DOTT.SSA SELENA NOBILE
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Anónimo. LAZARILLO DE TORMES. “Prólogo”.
_____. LAZARILLO DE TORMES. “Tratado Primero Cuenta Lázaro su vida, y cuyo hijo fue”.
Anónimo. Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa
_____. Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa. Romances
Miguel de Cervantes Saavedra. NOVELAS EJEMPLARES: “CASAMIENTO ENGAÑOSO”.
______. NOVELAS EJEMPLARES “El coloquio de los perros”.
_____. Don Quijote de la Mancha. Tomo I. “Dedicatoria”
_____. Don Quijote de la Mancha. Tomo I. “Prólogo”
_____. Don Quijote de la Mancha. Tomo I. “Capítulos I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII,
XIII, XIV”.
_____. Don Quijote de la Mancha. Tomo II. “Dedicatoria”
_____. Don Quijote de la Mancha. Tomo II. “Prólogo”
_____. Don Quijote de la Mancha. Tomo II. “Capítulos I, LIV”
_____. El retablo de las maravillas (Ocho comedias, ocho entremeses)
Bartolomé de las Casas. Brevíssima relación de la destruyción de las Indias.
Fernando de Rojas. La Celestina. “Prólogo”.
______. La Celestina. “Retrato de Celestina (acto I)”.
Garcilaso de la Vega. Sonetos: I, IV, V, XII, XIII,
_____. Canción III
_____. Égloga I.
Juan Boscán. Sonetos: I, XLIII
Fray Luis de León. Oda I
Anónimos. Romances.
San Juan de la Cruz. CÁNTICO ESPIRITUAL. Canciones entre el alma y el Esposo.
Lope de Vega. El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo
Calderón de la Barca. La vida es sueño.
Tirso de Molina. El Burlador de Sevilla (brani scelti)
Luis de Góngora. Poema de Madrid
____ Sonetos: 53, 55, 60, 149,
____. Romance XXXII
Francisco de Quevedo. Amor constante más allá de la muerte
_____. "¡Ah de la vida!"... ¿Nadie me responde?
_____. Retrato de Lisi que traía una sortija
_____. El Buscón. Libro primero. Capítulo I
Mateo Alemán. El Guzmán de Alfarache. Capítulo primero.
Juan Meléndez Valdés. Oda II. El amor mariposa.
José de Cadalso. Cartas Marruecas. “Cartas: XXVII, XXVIII, LXXVIII”.
Ignacio de Luzán. La poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies
(antología Libro III).
Gaspar Melchor de Jovellanos. El delincuente honrado
_____. Sátira segunda a Arnesto.
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LAZARILLO DE TORMES
Prólogo
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a
noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las
lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a este propósito dice
Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los
gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas
tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y ésto, para ninguna cosa se debría romper ni
echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin
perjuicio y pudiendo sacar della algún fruto; porque si así no fuese, muy pocos escribirían para
uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con
dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de que, se las alaben; y a este propósito dice
Tulio: "La honra cría las artes". ¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala, tiene más
aborrecido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse en peligro; y así, en
las artes y letras es lo mesmo. Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el
provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: "¡Oh, que
maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!" Justo muy ruinmente el señor don Fulano, y
dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas. ¿Qué
hiciera si fuera verdad??
Y todo va desta manera: que confesando yo no ser más santo que mis vecinos, desta nonada,
que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los
que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y
adversidades.
Suplico a vuestra M. reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder
y deseo se conformarán. Y pues V. M. escribe se le escriba y relate el caso por muy extenso,
parecióme no tomalle por el medio, sino por el principio, porque se tenga entera noticia de mi
persona, y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuan poco se les debe,
pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuanto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza
y maña remando, salieron a buen puerto.
Tratado Primero
Cuenta Lázaro su vida, y cuyo hijo fue
Pues sepa V. M. ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tome González
y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río
Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone,
tenía cargo de proveer una molienda de una acena, que esta ribera de aquel río, en la cual fue
molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la acena, preñada de mi, tomóle
el parto y parióme allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo
niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí
a moler venían, por lo que fue preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia.
Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo
se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado
por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor,
como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por
ser uno dellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a
ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la
Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de
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aquellos que las bestias curaban, vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra
casa, y se iba a la mañana; otras veces de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y
entrábase en casa. Yo al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color
y mal gesto que tenía; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien,
porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos. De
manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy
bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padre
trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mi blancos, y a él no, huía dél con
miedo para mi madre, y señalando con el dedo decía: "¡Madre, coco!".
Respondió él riendo: "¡Hideputa!" Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi
hermanico, y dije entre mí: "¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se
ven a sí mesmos!" Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó
a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para
las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sabanas de los
caballos hacía perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía
a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno
hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un
pobre esclavo el amor le animaba a ésto. Y probósele cuanto digo y aun más, porque a mí con
amenazas me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta
ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro
azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario,
que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar
peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la
Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo
andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás
que me mandaban.
En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para
adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen
hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no
saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era
huérfano. Él le respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le
comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a
su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y
ambos llorando, me dio su bendición y dijo: "Hijo, ya se que no te veré más. Procura ser bueno, y
Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto. Válete por ti". Y así me fui para mi amo,
que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada della un
animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal,
y allí puesto, me dijo: "Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro dél". Yo
simplemente llegué, creyendo ser ansí; y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó
recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el
dolor de la cornada, y díjome: "Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más
que el diablo", y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba.
Dije entre mí: "Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar
como me sepa valer". Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y
como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decía: "Yo oro ni plata no te lo puedo dar,
más avisos para vivir muchos te mostraré". Y fue ansí, que después de Dios este me dio la vida, y
siendo ciego me alumbró y adestró en la carrera de vivir. Huelgo de contar a V. M. estas niñerías
para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos
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cuanto vicio.
Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, V. M. sepa que desde que Dios
crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila; ciento y tantas
oraciones sabía de coro: un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar la iglesia donde
rezaba, un rostro humilde y devoto que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer
gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende desto, tenía otras mil formas
y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para
mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus
maridos las quisiesen bien; echaba pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de
medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre.
Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: "Haced esto, haréis
estotro, cosed tal yerba, tomad tal raíz". Con ésto andábase todo el mundo tras él, especialmente
mujeres, que cuanto les decían creían. Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo,
y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría, jamás tan
avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me mataba a mí de hambre, y así no me
demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera
remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contaminaba de tal
suerte que siempre, o las mas veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas
endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con
una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan
gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos
una migaja; mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era
despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba entendiendo
en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba
a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y
longaniza; y ansí buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta
que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en medias blancas; y cuando le
mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado
con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba
la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego,
porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía: "¿Que diablo es ésto,
que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un
maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha". También él abreviaba el rezar
y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba
rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo hacia. Luego el tornaba a dar voces, diciendo:
"¿Mandan rezar tal y tal oración?", como suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba
un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas turóme poco, que en los tragos conocía la
falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa
asido; mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno, que
para aquel menester tenía hecha, la cual metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo
dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en
adelante mudó propósito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapábale con la mano, y ansí
bebía seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja
no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y
delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber
frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que
teníamos, y al calor della luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a
destillarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando el
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pobreto iba a beber, no hallaba nada: espantábase, maldecía, daba al diablo el jarro y el vino, no
sabiendo que podía ser.
"No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano". Tantas vueltas y
tiento dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimulo como si no lo
hubiera sentido, y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando en el
daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía, estando
recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por
mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí
venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejo caer
sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de
nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me
pareció que el cielo, con todo lo que en el hay, me había caído encima. Fue tal el golpecillo, que
me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos dél se me metieron por la
cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me
quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien
vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del
jarro me había hecho, y sonriéndose decía: "¿Que te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y
da salud", y otros donaires que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes
tales el cruel ciego ahorraría de mi, quise yo ahorrar dél; mas no lo hice tan presto por hacello
más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no
daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón
me hería, dándome coxcorrones y repelándome. Y si alguno le decía por que me trataba tan mal,
luego contaba el cuento del jarro, diciendo: "¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues
oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña". Santiguándose los que lo oían, decían: "¡Mira, quién
pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!", y reían mucho el artificio, y decíanle:
"Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo habréis". Y el con aquello nunca otra cosa hacía. Y en ésto
yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras,
por ellas, si lodo, por lo más alto; que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de
quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con ésto siempre con el cabo alto del tiento
me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos; y
aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni
me creía más: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y porque vea V. M. a cuanto se estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de
muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia.
Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser la gente
más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: "Más da el duro que el desnudo". Y
venimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia,
deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos Sant Juan.
Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox, al tiempo que cogían las uvas, un
vendimiador le dio un racimo dellas en limosna, y como suelen ir los cestos maltratados y
también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano;
para echarlo en el fardel tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un banquete,
ansí por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos
y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo: "Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y
es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo. Partillo hemos
desta manera: tu picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez mas de
una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño". Hecho ansí el
concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó a
tomar de dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la
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postura, no me contente ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y
como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y
meneando la cabeza dijo: "Lázaro, engañado me has: juraré yo a Dios que has tu comido las uvas
tres a tres". "No comí -dije yo- más ¿por qué sospecháis eso?" Respondió el sagacísimo ciego:
"¿Sabes en que veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas". A lo cual
yo no respondí.
Yendo que íbamos ansí por debajo de unos soportales en Escalona, adonde a la sazón
estábamos en casa de un zapatero, había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y
parte dellas dieron a mi amo en la cabeza; el cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que
era díjome: "Anda presto, mochacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo".
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que
no era cosa de comer, díjele: "Tío, ¿por qué decís eso?" Respondióme: "Calla, sobrino; según las
mañas que llevas, lo sabrás y verás como digo verdad". Y ansí pasamos adelante por el mismo
portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde
ataban los recueros sus bestias. Y como iba tentando si era allí el mesón, adonde el rezaba cada
día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran sospiro dijo:
"¡O mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre
cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre, por ninguna vía!" Como le oí lo que
decía, dije: "Tío, ¿que es eso que decís?" "Calla, sobrino, que algún día te dará éste, que en la
mano tengo, alguna mala comida y cena". "No le comeré yo -dije- y no me la dará". "Yo te digo
verdad; si no, verlo has, si vives". Y ansí pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde
pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedió en el.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y ansí
por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración. Reíme entre mí, y
aunque mochacho noté mucho la discreta consideración del ciego.
Mas por no ser prolijo dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con
este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza
que la asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de
la bolsa y mando que fuese por el de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los
ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño,
larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al presente
nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el
sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando que me
podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de
la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual
mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al
que de ser cocido por sus deméritos había escapado.
Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hallé al
pecador del ciego que tenía entre dos rebañadas apretado el nabo, al cual aun no había conocido
por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las rebañadas y mordiese en ellas pensando
también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo: "¿Qué es
ésto, Lazarillo?" "¡Lacerado de mí! -dije yo-.¿Si queréis a mi echar algo? ¿Yo no vengo de traer
el vino? Alguno estaba ahí, y por burlar haría ésto". "No, no -dijo el-, que yo no he dejado el
asador de la mano; no es posible " Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y
cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía.
Levantóse y asióme por la cabeza, y llegóse a olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de
buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome
con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz, la cual el
tenía luenga y afilada, y a aquella sazón con el enojo se habían augmentado un palmo, con el pico
de la cual me llego a la gulilla. Y con esto y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del
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tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estomago, y lo más principal, con el
destiento de la cumplidísima nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y
fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese devuelto a su dueño: de
manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estomago
que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra malmaxcada longaniza a un
tiempo salieron de mi boca.
¡Oh, gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el
coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida.
Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada
la cara y rascunado el pescuezo y la garganta; y ésto bien lo merecía, pues por su maldad me
venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y
otra vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan
grande que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y
donaire recontaba el ciego mis hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me
parecía que hacía sin justicia en no se las reír.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me
maldecía, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello que la meitad del
camino estaba andado; que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y con ser de aquel
malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo
ellas pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así.
Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para beber le había
traído, laváronme la cara y la garganta, sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
"Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo
menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque el una vez te engendro, mas el
vino mil te ha dado la vida". Y luego contaba cuantas veces me había descalabrado y harpado la
cara, y con vino luego sanaba.
"Yo te digo -dijo- que si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que
serás tú". Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del
ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda
debía tener spíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pague,
considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante V. M. oirá.
Visto ésto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y
como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y
fue ansí, que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche
antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel
pueblo había, donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el
ciego: "Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a
la posada con tiempo". Para ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba
grande. Yo le dije: "Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos
más aina sin nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto".
Parecióle buen consejo y dijo: "Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde
el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados".
Yo, que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales, y llevélo derecho de un pilar o
poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas
casas, y dígole: "Tío, este es el paso más angosto que en el arroyo hay". Como llovía recio, y el
triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua que encima de nos caía, y lo más
principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme dél venganza),
creyóse de mí y dijo: "Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo". Yo le puse bien derecho enfrente
del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste como quien espera tope de toro, y díjele: "!
Sus! Saltá todo lo que podáis, porque deis deste cabo del agua". Aun apenas lo había acabado de
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decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un
paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio
como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
"¿Como, y olistes la longaniza y no el poste? ¡Ole! ¡Ole! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en
los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios
del hizo, ni curé de lo saber.
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Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa
Este es un vivo retrato de virtud, liberalidad, esfuerço, gentileza y lealtad, compuesto de
Rodrigo de Narvaez, y el Abencerraje, y Jarifa, su padre, y el rey de Granad[a d]el qual, aunque
los dos formaron y dibuxaron todo el cuerpo, los demas no dexaron de illustrar la tabla, y dar
algunos rasguños en ella. Y como el precioso diamante engastado en oro, o en plata, o en plomo,
siempre tiene su justo y cierto valor, por los quilates de su oriente: assi la virtud en qualquier
dañado subjecto que assiente, resplandesce y muestra sus accidentes: bien que la esencia y efecto
de ella es como el grano que cayendo en la buena tierra, se acrescienta, y en la mala se perdió.
Dize el cuento, que en tiempo del infante don Fernando, que gano a Antequera, fue un
cavallero que se llamó Rodrigo de Narvaez, notable en virtud, y hechos de armas. Este peleando
contra moros hizo cosas de mucho esfuerço: y particularmente en aquella empresa, y guerra de
Antequera hizo hechos dignos de perpetua memoria: sino que esta nuestra España tiene en tan poco
el esfuerço (por serle tan natural y ordinario) que le paresce, que quanto se puede hazer es poco: no
como aquellos Romanos, y Griegos, que al hombre que se aventurava a morir una vez en toda la
vida le hazian en sus escriptos inmortal, y le trasladavan en las estrellas. Hizo pues este cavallero
tanto en servicio de su ley, y de su Rey, que después de ganada la villa, le hizo alcayde d'ella: para
que pues auia sido tanta parte en ganalla lo fuesse en defendella. Hizole tambien alcayde de Alora,
de suerte que tenía a cargo ambas fuerças, repartiendo el tiempo en ambas partes, y acudiendo
siempre a la mayor necessidad. Lo mas ordinario residia en Alora, y alli tenia cinquenta escuderos
hijosdalgo a los gages del Rey, para la defensa y seguridad de la fuerça: y este numero nunca
faltava, como los immortales del rey Dario, que en muriendo uno, ponian otro en su lugar. Tenian
todos ellos tanta fee y fuerça en la virtud de su Capitan, que ninguna empresa se les hazia dificil: y
assi no dexavan de ofender a sus enemigos, y defenderse dellos, y en todas las escaramuças que
entravan salian vencedores, en lo qual ganavan honra y provecho, de que andavan siempre ricos.
Pues una noche acabando de cenar, que hazia el tiempo muy sossegado, el alcayde dixo a
todos ellos estas palabras.
-Paresceme hijosdalgo (señores y hermanos mios) que ninguna cosa despierta tanto los
coraçones de los hombres, como el continuo [e]xercicio de las armas: porque con el se cobra
experiencia en las proprias, y se pierde miedo a las agenas. Y desto no ay para que yo traya testigos
de fuera: porque vosotros soys verdaderos testimonios. Digo esto, porque han passado muchos dias
que no hemos hecho cosa que nuestros nombres acresciente, y seria dar yo mala cuenta de mi y de
mi oficio, si teniendo a cargo tan virtuosa gente y valiente compañia dexasse passar el tiempo en
balde. Paresceme (si os paresce) pues la claridad y seguridad de la noche nos combida, que sera
bien dar a entender a nuestros enemigos, que los valedores de Alora no duermen. Yo os he dicho mi
voluntad, hagase lo que os paresciere.
Ellos respondieron, que ordenasse, que todos le seguirian. Y nombrando nueve dellos, los
hizo armar: y siendo armados, salieron por una puerta falsa que la fortaleza tenia, por no ser
sentidos: porque la fortaleza quedasse a buen recado. Y yendo por su camino adelante; hallaron otro
que se dividia en dos. El alcayde les dijo:
-Ya podria ser, que yendo todos por este camino, se nos fuesse la caça por este otro.
Vosotros cinco os yd por el uno, yo con estos quatro me yre por el otro: y si acaso los unos toparen
enemigos que no basten a vencer, toque uno su cuerno, y a la señal acudirán los otros en su ayuda.
Yendo los cinco escuderos por su camino adelante, hablando en diversas cosas, el uno
d'ellos dijo:
-Teneos compañeros, que o yo me engaño, o viene gente.
Y metiendose entre una arboleda, que junto al camino se hazia, oyeron ruydo. Y mirando
con mas atencion, vieron venir por donde ellos yvan un gentil moro en un cavallo ruano: el era
grande de cuerpo, y hermoso de rostro, y parescia muy bien a cavallo. Traya vestida una marlota de
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carmesi, y un albornoz de damasco d'el mismo color, todo bordado de oro y plata. Traya el braço
derecho regaçado y labrada en el una hermosa darna, y en la mano una gruessa y hermosa lança de
dos hierros. Traya una darga y cimitarra, y en la cabeça una toca tunezi, que dandole muchas
bueltas por ella, le servia de hermosura y defensa de su persona. En este habito venia el moro,
mostrando gentil continente: y cantando un cantar que el compuso en la dulce membrança de sus
amores, que dezia:
Nascido en Granada,
criado en Cartama:
enamorado en Coyn,
frontero de Alora.
Aunque a la musica faltava el arte, no faltava al moro contentamiento: y como traya el
coraçon enamorado, a todo lo que dezia dava buena gracia. Los escuderos trasportados en verle,
erraron poco de dexarle passar, hasta que dieron sobre el. El viendose salteado, con animo gentil
bolvio por si, y estuvo por ver lo que harian. Luego de los cinco escuderos los quatro se apartaron, y
el uno le acometio: mas como el moro sabia mas de aquel menester, de una lançada dio con el y con
su cavallo en el suelo. Visto esto de los quatro que quedavan los tres le acometieron, paresciendoles
muy fuerte: de manera que ya contra el moro eran tres Christianos, que cada uno bastava para diez
moros, y todos juntos no podian con este solo. Alli se vio en gran peligro: porque se le quebro la
lança, y los escuderos le davan mucha priessa: mas fingiendo que huya, puso las piernas a su
cavallo, y arremetio al escudero que derribara: y como una ave se colgo de la silla, y le tomo su
lança, con la qual bolvio a hazer rostro a sus enemigos, que le yvan siguiendo (pensando que huya)
y diose tan buena maña que a poco rato tenia de los tres los dos en el suelo. El otro que quedava,
viendo la necessidad de sus compañeros, toco el cuerno, y fue a ayudarlos. Aqui se travo
fuertemente la escaramuça: porque ellos estavan afrontados de ver que un cavallero les durava
tanto, y a el le yva mas que la vida en defenderse dellos. A esta hora le dio uno de los dos escuderos
una lançada en un muslo, que a no ser el golpe en soslayo, se le passara todo. El con rabia de verse
herido, bolvio por si: y diole una lançada, que dio con el y con su cavallo muy mal herido en tierra.
Rodrigo de Narvaez, barruntando la necessidad en que sus compañeros estavan, atravesso
el camino, y como traya mejor cavallo se adelanto: y viendo la valentia del moro quedo espantado
porque de los cinco escuderos tenia los quatro en el suelo y el otro casi al mismo punto. El le dijo:
-Moro vente a mi, y si tu me vences yo te asseguro de los demas.
Y començaron a travar brava escaramuça: mas como el alcayde venia de refresco, y el
moro y su cavallo estavan heridos, davale tanta priessa, que no podia mantenerse: mas viendo que
en sola esta batalla le yva la vida y contentamiento, dio una lançada a Rodrigo de Narvaez, que a no
tomar el golpe en su darga, le huviera muerto. El en rescibiendo el golpe, arremetio a el, y diole una
herida en el braço derecho, y cerrando luego con el, le travo a braços: y sacandole de la silla, dio
con el en el suelo. Y yendo sobre el, le dijo:
-Cavallero, date por vencido, si no matarte he.
-Matarme bien podras -dixo el moro- que en tu poder me tienes: mas no podra vencerme,
sino quien una vez me vencio.
El alcayde no paro en el mysterio con que se dezian estas palabras, y usando en aquel
punto de su acostumbrada virtud, le ayudo a levantar porque de la herida que le dio el escudero en
el muslo, y de la del braço, aunque no eran grandes, y del gran cansancio y cayda, quedo
quebrantado: y tomando de los escuderos aparejo, le ligo las heridas. Y hecho esto, le hizo subir en
un cavallo de un escudero, porque el suyo estava herido: y bolvieron el camino de Alora. Y yendo
por el adelante hablando en la buena disposicion y valentia del moro, el dio un grande y profundo
sospiro: y hablo algunas palabras en Algaravia, que ninguno entendio. Rodrigo de Narvaez yva
mirando su buen talle y dispusicion, acordavasele de lo que le vio hazer: y pareciale que tan gran
tristeza en animo tan fuerte no podia proceder de sola la causa que alli parescia. Y por informarse
del, le dijo:
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-Cavallero, mirad que el prisionero que en la prision pierde el animo, aventura el derecho
de la libertad. Mirad que en la guerra los cavalleros han de ganar y perder: porque los mas de sus
trances estan subjectos a la fortuna: y paresce flaqueza que quien hasta aqui ha dado tan buena
muestra de su esfuerço, la de aora tan mala. Si sospirays del dolor de las llagas, a lugar vays do
sereys bien curado? Si os duele la prision jornadas son de guerra a que estan subjectos quantos la
siguen. Y si teneys otro dolor secreto fialde de mi, que yo os prometo como hijodalgo de hazer por
remediarle lo que en mi fuere.
El moro, levantando el rostro, que en el suelo tenia, le dijo:
-¿Como os llamays cavallero que tanto sentimiento mostrays de mi mal.?
-El le dijo:
-A mi llaman Rodrigo de Narvaez, soy Alcayde de Antequera y Alora.
El moro tornando el semblante algo alegre, le dixo.
-Por cierto aora pierdo parte de mi quexa: pues ya que mi fortuna me fue adversa, me puso
en vuestras manos, que aunque nunca os vi, sino aora gran noticia tengo de vuestra virtud y
expiriencia de vuestro esfuerço: y porque no os parezca que el dolor de las heridas me haze sospirar
y tambien porque me paresce, que en vos cabe qualquier secreto, mandad apartar vuestros
escuderos, y hablaros he dos palabras.
El Alcayde los hizo apartar: y quedando solos el moro arrancando un gran sospiro, le dijo:
-Rodrigo de Narvaez, alcayde tan nombrado de Alora, esta[te] atento a lo que te dixere, y
veras si bastan los casos de mi fortuna a derribar un coraçon de un hombre captivo. A mi llaman
Abindar[r]aez el moço, a diferencia de un tio mio hermano de mi padre, que tiene el mismo nombre.
Soy de los Abencerrajes de Granada, de los quales muchas vezes avras oydo dezir: y aunque me
bastava la lastima presente, sin acordar las passadas, todavia te quiero contar esto.
»Huvo en Granada un linage de cavalleros, que llamavan los Abencerrajes, que eran flor de
todo aquel reyno: porque en gentileza de sus personas, buena gracia, disposicion, y gran esfuerço,
hazian ventaja a todos los demas, eran muy estimados del rey y de todos los cavalleros, y muy
amados y quistos de la gente comun. En todas las escaramuças que entravan, salian vencedores: y
en todos los regozijos de cavalleria se señalavan. Ellos inventavan las galas y los trages. De manera
que se podia bien dezir, que en exercicio de paz y de guerra, eran regla y ley de todo el reyno.
Dizese, que nunca huvo Abencerraje escasso, ni covarde, ni de mala disposicion. No se tenia por
Abencerraje el que no servia dama, ni se tenia por dama la que no tenia Abencerraje por servidor.
Quiso la fortuna enemiga de su bien, que de esta excelencia cayessen de la manera que oyras. El
Rey de Granada hizo a dos de estos Cavalleros, los que mas valian, un notable y injusto agravio,
movido de falsa informacion, que contra ellos tuvo. Y quisose dezir (aunque yo no lo creo) que
estos dos, y a su instancia otros diez, se conjuraron de matar al Rey: y dividir el Reyno entre si,
vengando su injuria. Esta conjuracion, siendo verdadera, o falsa, fue descubierta: y por no
escandalizar el Rey el reyno, que tanto los amava, los hizo a todos una noche degollar: porque a
dilatar la injusticia, no fuera poderoso de hazella. Ofrescieronse al Rey grandes rescates por sus
vidas: mas el aun escuchallo no quiso. Quando la gente se vio sin esperança de sus vidas, començo
de nuevo a llorarlos. Lloravanlos los padres que los engendraron, y las madres que los parieron;
lloravanlos las damas a quien servian, y los cavalleros con quien se acompañavan. Y toda la gente
comun alçava un tan grande y continuo alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos: de
manera que si a precio de lagrymas se huvieran de comprar sus vidas, no murieran los Abencerrajes
tan miserablemente. Vees aqui en lo que acabo tan esclarescido linage, y tan principales Cavalleros
como en el avia: considera quanto tarda la fortuna en subir un hombre y quan presto le derriba.
Quanto tarda en crescer un arbol, y quan presto va al fuego. Con quanta dificultad se edifica una
casa, y con quanta brevedad se quema. Quantos podrian escarmentar en las cabeças destos
desdichados: pues tan sin culpa padecieron con publico pregon, siendo tantos y tales y estando en el
favor del mismo rey, sus casas fueron derribadas, sus heredades enajenadas: y su nombre dado en el
reyno por traydor. Resulto deste infelice caso, que ningun Abencerraje pudiesse vivir en Granada,
salvo mi padre y un tio mio que hallaron innocentes deste delicto: a condicion, que los hijos que les
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nasciesse[n] embiassen a criar fuera de la ciudad: para que no bolviessen a ella, y las hijas casassen
fuera del reyno.»
Rodrigo de Narvaez, que estava mirando con quanta passion le contava su desdicha, le
dijo:
-Por cierto cavallero, vuestro cuento es estraño, y la sinrazon que a los Abencerrajes se
hizo fue grande, porque no es de creer que siendo ellos tales cometiessen traycion.
-Es como yo lo digo -dixo el-. Y aguardad mas y vereys como desde alli todos los
bencerrajes deprendimos a ser desdichados.
»Yo sali al mundo del vientre de mi madre y por cumplir mi padre el mandamiento del
Rey, embiome a Cartama al Alcayde que en ella estava, con quien tenia estrecha amistad. Este tenia
una hija, casi de mi edad, a quien amava mas que a si porque allende de ser sola y hermosissima, le
costo la muger que murio de su parto. Esta, y yo, en nuestra niñez, siempre nos tuvimos por
hermanos (porque assi nos oyamos llamar). Nunca me acuerdo aver passado hora que no
estuviessemos juntos. Juntos nos criaron, juntos andavamos, juntos comiamos y beviamos.
Nascionos desta conformidad un natural amor que fue siempre creciendo con nuestras hedades.
»Acuerdome que entrando una siesta en la huerta, que dizen de los jazmines, la halle
sentada junto a la fuente, componiendo su hermosa cabeça. Mirela vencido de su hermosura, y
paresciome a Salmacis: y dixe entre mi:
»-¡Oh, quien fuera Trocho para parescer ante esta hermosa diosa!
»No se como me peso de que fuesse mi hermana: y no aguardando mas fuyme a ella: y
quando me vio, con los braços abiertos me salio a rescebir, y sentandome junto a si, me dijo:
»-Hermano, ¿como me dexastes tanto tiempo sola?»
»Yo la respondi:
»-Señora mia: porque ha gran rato que os busco, y nunca halle quien me dixesse do
estavades, hasta que mi coraçon me lo dixo. Mas dezidme aora, que certinidad teneys vos de que
seamos hermanos?
»-Yo -dixo ella- no otra, mas del grande amor que te tengo, y ver que todos nos llaman
hermanos.
»-Y si no lo fueramos -dixe yo- ¿quisierasme tanto?
»-No ves -dixo ella- que a no serlo, no nos dexara mi padre andar siempre juntos y solos.
»-Pues si esse bien me avian de quitar -dixe yo- mas quiero el mal que tengo.
»Entonces ella encendiendo su hermoso rostro en color, me dijo:
»-¿Y que pierdes tu en que seamos hermanos?
»-Pierdo a mi y a vos -dixe yo.
»-Yo no te entiendo -dixo ella- mas a mi me paresce que solo serlo, nos obliga a amarnos
naturalmente.
»-A mi, sola vuestra hermosura me obliga, que antes essa hermandad paresce que me
resfria algunas vezes.
»Y con esto baxando mis ojos, de empacho de lo que le dixe, vila en las aguas de la fuente
al proprio como ella era: de suerte que donde quiera que bolvia la cabeça hallava su imagen, y en
mis entrañas la más verdadera. Y deziame yo a mi mismo (y pesarame que alguno me lo oyera)
»-Si yo me anegasse aora en esta fuente, donde veo a mi señora, ¡quanto mas desculpado
moriria yo que Narciso! Y si ella me amasse como yo la amo, ¡que dichoso seria yo! Y si la fortuna
nos permitiesse vivir siempre juntos, ¡que sabrosa vida seria la mia!
»Diziendo esto levanteme, y bolviendo las manos a unos jazmines, de que la fuente estava
rodeada, mezclandolos con arrayan, hize una hermosa guirnalda, y poniendola sobre mi cabeça me
bolvi a ella coronado y vencido. Ella puso los ojos en mi (a mi parescer) mas dulcemente que solia,
y quitandomela, la puso sobre su cabeça. Paresciome en aquel punto mas hermosa que Venus,
quando salio al juyzio de la mançana, y bolviendo el rostro a mi, me dijo:
»Que te paresce aora de mi Abindarraez?
»Yo la dixe:
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»-Paresceme que acabays de vencer el mundo, y que os coronan por reyna y señora del.
»Levantandose me tomo por la mano, y me dijo:
»-Si esso fuera hermano no perdierades vos nada.
»Yo sin la responder la segui hasta que salimos de la huerta. Esta engañosa vida traximos
mucho tiempo, hasta que ya el amor por vengarse de nosotros nos descubrio la cautela, que como
fuymos creciendo en edad ambos acabamos de entender que no eramos hermanos. Ella no se lo que
sintio al principio de saberlo: mas yo nunca mayor contentamiento recebi aunque despues aca lo he
pagado bien. En el mismo punto que fuymos certificados desto, aquel amor limpio y sano que nos
teniamos, se començo a dañar y se convertio en una raviosa enfermedad, que nos durara hasta la
muerte. Aqui no huvo primeros movimientos que escusar, porque el principio destos amores fue un
gusto y deleyte fundado sobre bien: mas despues no vino el mal por principios, sino de golpe y todo
junto, ya yo tenia mi contentamiento puesto en ella, y mi alma hecha a medida de la suya. Todo lo
que no via en ella me parecia feo escusado y sin provecho en el mundo. Todo mi pensamiento hera
en ella. Ya en este tiempo nuestros pasatiempos heran differentes; ya yo la mirava con recelo de ser
sentido, ya tenia invidia del sol que la tocava. Su presencia me lastimava la vida, y su ausencia me
enflaquescia el coraçon. Y de todo esto creo que no me devia nada, porque me pagava en la misma
moneda. Quiso la fortuna, embidiosa de nuestra dulce vida, quitarnos este contentamiento en la
manera que oyras.
»El Rey de Granada, por mejorar en cargo al alcayde de Cartama, embiole a mandar, que
luego dexasse aquella fuerça, y se fuese a Coyn (que es aquel lugar frontero del vuestro) y que me
dexasse a mi en Cartama en poder del alcayde que a ella viniesse. Sabida esta desastrada nueva por
mi señora y por mi, juzgad vos (si algun tiempo fuystes enamorado) lo que podriamos sentir.
Juntamonos en un lugar secreto a llorar nuestro apartamiento. Yo la llamava:
»-Señora mia, alma mia, solo bien mio (y otros dulces nombres que el amor me enseñava.)
Apartandose vuestra hermosura d'mi, ¿terneys alguna vez memoria deste vuestro captivo?
»Aqui las lagrymas y sospiros atajavan las palabras. Yo esforçandome para dezir mas,
malparia algunas razones turbadas de que no me acuerdo: porque mi señora llevo mi memoria
consigo. Pues ¡quien os contasse las lastimas que ella hazia aunque a mi siempre me parescian
pocas! Deziame mil dulces palabras, que hasta aora me suenan en las orejas: y al fin porque no nos
sintiessen, despedimonos con muchas lagrymas y solloços, dexando cada uno al otro por prenda un
abraçado, con un sospiro arrancado de las entrañas. Y porque ella me vio en tanta necessidad y con
señales d'muerto me dijo:
»-Abindarraez a mi se me sale el alma en apartarme de ti: y porque siento de ti lo mismo,
yo quiero ser tuya hasta la muerte, tuyo es mi coraçon, tuya es mi vida, mi honra, y mi hazienda: y
en testimonio desto llegada a Coyn, donde aora voy con mi padre, en teniendo lugar de hablarte, o
por ausencia o indisposicion suya (que ya desseo) yo te avisare. Yras donde yo estuviere, y alli yo te
dare lo que solamente llevo conmigo, debajo del nombre de esposo, que de otra suerte ni tu lealtad,
ni mi ser lo consentirian, que todo lo demas muchos dias ha que es tuyo.
»Con esta promessa mi coraçon se sossego algo y besela las manos por la merced que me
prometia. Ellos se partieron otro dia, yo quede como quien caminando por unas fragosas y asperas
montañas, se le eclypsa el sol. Comence a sentir su ausencia asperamente buscando falsos remedios
contra ella. Mirava las ventanas do se solia poner, las aguas do se vañava, la camara en que dormia,
el jardin do reposava la siesta. Andava todas sus estaciones y en todas ellas hallava representacion
de mi fatiga. Verdad es, que la esperança que me dio de llamarme, me sostenía: y con ella engañava
parte de mis trabajos, aunque algunas vezes de verla alargar tanto me causava mayor pena, y
holgara que me dexara del todo desesperado: porque la desesperacion fatiga hasta que se tiene por
cierta, y la esperança hasta que se cumple el desseo. Quiso mi ventura, que esta mañana mi señora
me cumplió su palabra, embiandome a llamar con una criada suya, de quien se fiava: porque su
padre era partido para Granada, llamado del rey para bolver luego. Yo resuscitado con esta buena
nueva apercebime: y dexando venir la noche por salir mas secreto, puseme en el habito que me
encontrastes, por mostrar a mi señora el alegria de mi coraçon: y por cierto no creyera yo que
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bastaran cient cavalleros juntos a tenerme campo, porque traya mi señora comigo, y si tu me
venciste, no fue por esfuerço (que no es possible) sino porque mi corta suerte, o la determinación
del cielo, quisieron atajarme tanto bien.
»Assi, que, considera tu aora, en el fin de mis palabras, el bien que perdi, y el mal que
tengo. Yo yva de Cartama a Coyn breve jornada (aunque el desseo la alargava mucho) el mas
hufano Abencerraje que nunca se vio, yva a llamado de mi señora, a ver a mi señora, a gozar de mi
señora, y a casarme con mi señora. Veome aora herido, captivo, y vencido: y lo que mas siento que
el termino y coyuntura de mi bien se acaba esta noche. Dexame pues Christiano consolar entre mis
sospiros, y no los juzgues a flaqueza: pues lo fuera muy mayor tener animo para sufrir tan riguroso
trance.
Rodrigo de Narvaez quedo espantado y apiadado del estraño acontescimiento del moro: y
paresciendole que para su negocio, ninguna cosa le podria dañar mas que la dilacion, le dijo:
-Abindarraez, quiero que veas que puede mas mi virtud, que tu ruyn fortuna. Si tu me
prometes como cavallero de bolver a mi prision dentro de tercero dia, yo te dare libertad para que
sigas tu camino: porque me pesaria de atajarte tan buena empresa.
El moro quando lo oyo, se quiso de contento echar a sus pies, y le dijo:
-Rodrigo de Narvaez, si vos esso hazeys, avreys hecho la mayor gentileza de coraçon, que
nunca hombre hizo, y a mi me dareys la vida. Y para lo que pedis, tomad de mi la seguridad que
quisieredes, que yo lo cumplire.
El Alcayde llamo a sus escuderos, y les dijo:
-Señores fiad de mi este prisionero, que yo salgo fiador de su rescate. Ellos dixeron que
ordenasse a su voluntad. Y tomando la mano derecha entre las dos suyas al moro, le dijo:
-¿Vos prometeysme como Cavallero de bolver a mi castillo de Alora a ser mi prisionero
dentro de tercero día?
El le dijo:
-Si prometo.
-Pues yd con la buena ventura, y si para vuestro negocio teneys necessidad de mi persona,
o de otra cosa alguna, tambien se hara.
Y diziendo que se lo agradescia, se fue camino de Coyn a mucha priessa. Rodrigo de
Narvaez y sus escuderos se bolvieron a Alora, hablando en la valentia y buena manera de el Moro.
Y con la priessa que el Abencerraje llevava, no tardo mucho en llegar a Coyn, yendose
derecho a la fortaleza, como le era mandado, no paro hasta que hallo una puerta que en ella avia: y
deteniendose alli, començo a reconoscer el campo, por ver si avia algo de que guardarse, y viendo
que estava todo seguro, toco en ella con el cuento de la lança, que esta era la señal que le avia dado
la dueña. Luego ella misma le abrio, y le dijo:
-¿En que os aveis detenido señor mio? Que vuestra tardança nos ha puesto en gran
confusion. Mi señora ha rato que os espera: apeaos y subireys donde esta.
El se apeo, y puso su cavallo en un lugar secreto, que alli hallo. Y dexando lança con su
darga y cimitarra, llevandole la dueña por la mano, lo mas passo que pudo, por no ser sentido de la
gente del castillo, subio por una escalera, hasta llegar al aposento d'la hermosa Jarifa (que assi se
llamava la dama.) Ella que ya avia sentido su venida, con los braços abiertos le salio a rescebir.
Ambos se abraçaron, sin hablarse palabra, del sobrado contentamiento. Y la dama le dijo:
-¿En que os aveys detenido, señor mio? Que vuestra tardança me ha puesto en gran
congoxa y sobresalto.
-Mi señora, dixo el, vos sabeys bien que por mi negligencia no avra sido: mas no siempre
succeden las cosas como los hombres dessean.
Ella le tomo por la mano, y le metio en una camara secreta. Y sentandose sobre una cama
que en ella avia, le dijo:
-He querido Abindarraez, que veays en que manera cumplen las captivas de amor sus
palabras porque desde el dia que os la di por prenda de mi coraçon, he buscado aparejos para
quitarosla. Yo os mande venir a este mi castillo a ser mi prisionero, como yo lo soy vuestra, y
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hazeros señor de mi persona, y de la hazienda de mi padre, debaxo de nombre de esposo, aunque
esto, segun entiendo, sera muy contra su voluntad, que como no tiene tanto conoscimiento de
vuestro valor y experiencia d'vuestra virtud como yo quisiera darme marido mas rico: mas yo,
vuestra persona y mi contentamiento tengo por la mayor riqueza del mundo.
Y diziendo esto baxo la cabeça, mostrando un cierto empacho d'averse descubierto tanto.
El moro la tomo entre sus braços, y besandola muchas vezes las manos por la merced que le hazia,
la dijo:
-Señora mia, en pago d'tanto bien como me aveys ofrescido, no tengo que daros que no sea
vuestro, sino sola esta prenda, en señal que os rescibo por mi señora y esposa.
Y llamando a la dueña se desposaron. Y siendo desposados se acostaron en su cama, donde
con la nueva experiencia encendieron mas el fuego de sus coraçones. En esta conquista passaron
muy amorosas obras y palabras, que son mas para contemplacion, que para escriptura.
Tras esto al moro vino un profundo pensamiento, y dexando llevarse del dio un gran
sospiro. La dama no pudiendo sufrir tan grande ofensa d'su hermosura y voluntad con gran fuerça
de amor le bolvio a si, y le dijo:
-¿Ques esto Abindarraez? Paresce que te has entristecido con mi alegria: yo te oyo sospirar
rebolviendo el cuerpo a todas partes: pues si yo soy todo tu bien y contentamiento, como me dezias
por quien sospiras? y si no lo soy, porque me engañaste? si has allado alguna falta en mi persona,
pon los ojos en mi voluntad, que basta para encubrir muchas: y si sirves otra dama dime quien es
para que la sirva yo: y si tienes otro dolor secreto de que yo no soy ofendida, dimelo, que o yo
morire, o te librare del.
El Abencerraje corrido de lo que avia hecho, y paresciendole que no declararse, era
ocasion d'gran sospecha, con un apassionado sospiro la dijo:
-Señora mia si yo no os quisiera mas que a mi, no huviera hecho este sentimiento: porque
el pesar que comigo traya, sufriale con buen animo, quando yva por mi solo: mas aora que me
obliga a apartarme d'vos no tengo fuerças para sufrirle, y assi entendereys que mis sospiros se
causan mas de sobra de lealtad que de falta della. Y porque no esteys mas suspensa sin saber de
que, quiero deziros lo que passa.
Luego le conto todo lo que avia succedido: y al cabo la dijo:
-De suerte señora que vuestro captivo lo es tambien del alcayde de Alora, yo no siento la
pena de la prision, que vos enseñastes mi coraçon a sufrir: mas vivir sin vos, tendria por la misma
muerte.
La dama con buen semblante, le dijo:
-No te congoxes Abindarraez, que yo tomo el remedio de tu rescate a mi cargo: porque a
mi me cumple mas. Yo digo assi, que qualquier cavallero que diere la palabra de bolver a la prision,
cumplira con embiar el rescate que se le puede pedir: y para esto ponedle vos mismo el nombre que
quisierdes, que yo tengo las llaves de las riquezas de mi padre, yo os las porne en vuestro poder,
embiad de todo ello lo que os paresciere. Rodrigo d'naruaez es buen cavallero, y os dio una vez
libertad, y le fiastes este negocio, que le obliga aora a usar de mayor virtud: yo creo que se
contentara con esto, pues teniendoos en su poder ha de hazer lo mismo.
El Abencerraje la respondio:
-Bien parece señora mia que lo mucho que me quereys nos dexa que me aconsejeys bien
por cierto no cayre yo en tan gran yerro porque si quando venia a verme con vos que yva por mi
solo estava obligado a cumplir mi palabra, aora que soy vuestro se me a doblado la obligacion. Yo
bolvere a Alora y me porne en las manos del Alcayde della y tras hazer yo lo que devo, haga el lo
que quisiere.
-Pues nunca Dios quiera -dixo Jarifa- que yendo vos a ser preso quede yo libre, pues no lo
soy, yo quiero acompañaros en esta jornada que ni el amor que os tengo, ni el miedo que he cobrado
a mi padre de averle offendido me consentiran hazer otra cosa.
El moro llorando de contentamiento la abraço y le dijo:
16
-Siempre vays señora mia acrescentandome las mercedes hagase lo que vos quisierdes que
assi lo quiero yo.
Y con este acuerdo aparejando lo necessario. Otro dia de mañana se partieron llevando la
Dama el rostro cubierto por no ser conoscida.
Pues yendo por su camino adelante hablando en diversas cosas, toparon un hombre viejo la
dama le pregunto donde yva. El la dijo:
-Voy a Alora a negocios que tengo con el alcayde della, que es el mas honrado y virtuoso
cavallero que yo jamas vi.
Jarifa se holgo mucho de oyr esto, paresciendole que pues todos hallavan tanta virtud en
este cavallero, que tambien la hallarian ellos que tan necessitados estavan della. Y bolviendo al
caminante, le dijo:
-Dezid hermano: ¿sabeys vos d'esse cavallero alguna cosa que aya hecho notable?
-Muchas se -dixo el- mas contaros he una por donde entendereys todas las demas.
»Este cavallero fue primero alcayde de Antequera, y alli anduvo mucho tiempo enamorado
de una dama muy hermosa, en cuyo servicio hizo mil gentilezas que son largas de contar: y aunque
ella conoscia el valor deste cavallero amava a su marido tanto, que hazia poco caso del. Acontescio
assi, que un dia de verano acabando de cenar, ella y su marido se baxaron a una huerta que tenia
dentro de casa: y el llevava un gavilan en la mano, y lançandole a unos paxaros, ellos huyeron, y
fueronse a socorrer a una çarça, y el gavilan, como astuto, tirando el cuerpo afuera, metio la mano,
y saco y mato muchos dellos. El cavallero le cebo, y bolvio a la dama, y la dijo:
»-¿Que os paresce señora del astucia con que el gavilan encerro los paxaros, y los mato?
Pues hagoos saber, que cuando el alcayde de Alora escaramuça con los moros, assi los sigue, y assi
los mata.
»Ella fingiendo no le conoscer, le pregunto quien era.
»-Es el mas valiente y virtuoso cavallero, que yo hasta oy vi.
»Y començo a hablar del muy altamente, tanto que a la dama le vino un cierto
arrepentimiento, y dijo:
»-¡Pues como! los hombres estan enamorados deste Cavallero, y que no lo este yo de el,
estandolo el de mi! Por cierto yo estare bien disculpada de lo que por el hiziere pues mi marido me
ha informado de su derecho
»Otro dia adelante se ofrescio que el marido fue fuera de la ciudad y no pudiendo la dama
sufrirse en si embiole llamar con una criada suya. Rodrigo de Narvaez estuvo en poco de tornarse
loco de plazer aunque no dio credito a ello acordandosele de la aspereza que siempre le avia
mostrado. Mas con todo esso a la hora concertada muy a recado fue a ver la Dama que le estava
esperando en un lugar secreto y alli ella echo de ver el yerro que avia hecho y la vergüença que
passava en requerir aquel de quien tanto tiempo avia sido requerida pensava tambien en la fama que
descubre todas las cosas temia la inconstancia de los hombres y la offensa del marido y todos estos
inconvenientes (como suelen) aprovecharon de vencerla mas, y passando por todos ellos le rescibio
dulcemente y le metio en su camara donde passaron muy dulzes palabras, y en fin dellas le dijo:
»-Señor Rodrigo de Narvaez, yo soy vuestra de aqui adelante sin que en mi poder quede
cosa que no lo sea, y esto no lo agradezcays a mi que todas vuestras passiones y diligencias falsas, o
verdaderas, os aprovecharan poco comigo, mas agradesceldo a mi marido que tales cosas me dixo
d'vos que me han puesto en el estado en que aora estoy.
»Tras esto le conto quanto con su marido avia passado y al cabo le dijo:
»Y cierto señor vos deveys a mi marido mas que el a vos:
»Pudieron tanto estas palabras con Rodrigo de Narvaez que le causaron confusion y
arrepentimiento del mal que hazia a quien del dezia tantos bienes y apartandose afuera, dijo:
»-Por cierto señora yo os quiero mucho y os querre de aqui adelante mas nunca Dios quiera
que a hombre que tan afficionadamente ha hablado en mi haga yo tan cruel daño. Antes de oy mas
he de procurar la honra de vuestro marido como la mia propria pues en ninguna cosa le puedo pagar
mejor el bien que de mi dixo.
17
»Y sin aguardar mas, se bolvio por donde avia venido. La dama devio de quedar burlada: y
cierto (señores) el cavallero, a mi parescer uso de gran virtud y valentia, pues vencio su misma
voluntad.
El Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento: y alabandole mucho, el dixo,
que nunca mayor virtud avia visto d'hombre. Ella respondio:
-Por dios señor yo no quisiera servidor tan virtuoso: mas el devia estar poco enamorado,
pues tan presto se salio afuera: y pudo mas con el la honra del marido que la hermosura de la
muger.
Y sobre esto dixo otras muy graciosas palabras.
Luego llegaron a la fortaleza: y llamando a la puerta, fue abierta por las guardas, que ya
tenian noticia de lo passado. Y yendo un hombre corriendo a llamar al alcayde le dixo.
-Señor en el castillo esta el moro que venciste, y trae consigo una gentil dama.
Al alcayde le dio el coraçon lo que podia ser: y baxo abaxo. El Abencerraje tomando su
esposa de la mano, se fue a el, y le dijo:
-Rodrigo de Narvaez, mira si te cumplo bien mi palabra, pues te prometi de traer un preso,
y te trayo dos, que el uno basta para vencer otros muchos. Ves aqui mi señora, juzga si he padescido
con justa causa. Rescibenos por tuyos, que yo fio mi señora y mi honra de ti.
Rodrigo de Narvaez holgo mucho de verlos, y dixo a la dama:
-Yo no se qual de vosotros deve mas al otro: mas yo devo mucho a los dos. Entrad y
reposareys en esta vuestra casa: y tenelda de aqui adelante por tal, pues lo es su dueño.
Y con esto se fueron a un aposento que les estava aparejado y de ay a poco comieron:
porque venian cansados del camino. Y el alcayde pregunto al Abencerraje.
-Señor. ¿que tal venis de las heridas?
-Paresceme señor que con el camino las trayo enconadas, y con algun dolor.
La hermosa Jarifa muy alterada, dijo:
-¿Que es esto señor, heridas teneys vos de que yo no sepa?
-Señora, quien escapo de las vuestras, en poco terna otras: verdad es que de la escaramuça
de la otra noche saque dos pequeñas heridas, y el camino y no averme curado me avran hecho algun
daño.
-Bien sera -dixo el Alcalde- que os acosteys y verna un çurujano que ay en el castillo.
Luego la hermosa Jarifa le començo a desnudar con grande alteracion y viniendo el
maestro y viendole, dixo que no hera nada, y con un ungüento que le puso le quito el dolor y de ay a
tres dias estuvo sano.
Un dia acaescio que acabando de comer el Avencerraje dixo estas palabras.
-Rodrigo de Narvaez segun eres discreto en la manera de nuestra venida entenderas lo
demas, yo tengo esperança que este negocio que esta tan dañado se ha de remediar por tus manos:
esta dueña es la hermosa Jarifa de quien te huve dicho es mi señora y mi esposa no quiso quedar en
coyn, de miedo d'aver offendido a su padre todavia se teme deste caso, bien se que por tu virtud te
ama el Rey, aunque eres Christiano, suplicote alcances del que nos perdone su padre, por aver
hecho esto sin que el lo supiesse, pues la fortuna lo traxo por este camino.
El Alcayde les dijo:
-Consolaos, que yo os prometo de hazer en ello quanto pudiere.
Y tomando tinta y papel, escrivio una carta al Rey, que dezia assi.
CARTA DE RODRIGO DE NARVAEZ ALCAYDE DE ALORA,
PARA EL REY DE GRANADA.
Muy alto y muy poderoso
rey de Granada:
Rodrigo d'Narvaez, alcayde de Alora tu servidor, beso tus reales manos: y
digo assi, Que el Abencerraje Abindarraez el moço, que nascio en Granada, y se crio
en Cartama en poder de el Alcayde de ella, se enamoro de la hermosa Jarifa su hija.
18
Despues tu por hazer merced al alcayde, le passaste a coyn. Los enamorados por
assegurarse, se desposaron entre si. Y llamado el por ausencia del padre, que contigo
tienes, yendo a su fortaleza, yo le encontre en el camino, y en cierta escaramuça que
con el tuve, en que se mostro muy valiente, le gane por mi prisionero. Y contandome su
caso, apiadandome del le hize libre por dos dias: el se fue a ver con su esposa, de
suerte que en la jornada perdio la libertad, y gano el amiga. Viendo ella que el
Abencerraje bolvia a mi prision se vino con el y assi estan aora los dos en mi poder.
Suplicote que no te ofenda el nombre de Abencerraje, que yo se que este y su padre
fueron sin culpa en la conjuracion que contra tu real persona se hizo: y en testimonio
dello viven. Suplico a tu real alteza, que el remedio destos tristes se reparta entre ti y
mi. Yo les perdonare el rescate, y les soltare graciosamente. solo haras tu que el padre
della los perdone y resciba en su gracia. Y en esto cumpliras con tu grandeza, y haras
lo que de ella siempre espere.
Escripta la carta, despacho un escudero con ella, que llegado ante el rey, se la dio: el qual
sabiendo cuya era, se holgo mucho, que a este solo Christiano amava por su virtud y buenas
maneras. Y como la leyo, bolvio el rostro al alcayde de Coyn, que alli estava y llamandole a parte,
le dijo:
-Lee esta carta, que es del alcayde de Alora.
Y leyendola, rescibio grande alteracion. El rey le dijo:
-No te congoxes, aunque tengas porque, sabete que ninguna cosa me pedira el alcayde de
Alora que yo no lo haga. Y assi te mando que vayas luego a Alora y te veas con el, y perdones tus
hijos, y los lleves a tu casa, que en pago deste servicio a ellos y a ti hare siempre merced.
El moro lo sintio en el alma: mas viendo que no podia passar el mandamiento de el Rey,
bolvio de buen continente, y dixo, que assi lo haria como su alteza lo mandava.
Y luego se partio a Alora donde ya sabian del escudero todo lo que avia passado, y fue de
todos rescebido con mucho regozijo y alegria. El Abencerraje y su hija parescieron ante el con harta
vergüença, y le besaron las manos. El los rescibio muy bien, y les dijo:
-No se trate aqui de cosa passada, yo os perdono averos casado sin mi voluntad, que en lo
demas, vos hija escogistes mejor marido, que yo os pudiera dar.
El alcayde todos aquellos dias les hazia muchas fiestas: y una noche acabando de cenar en
un jardin, les dijo:
-Yo tengo en tanto aver sido parte para que este negocio aya venido a tan buen estado, que
ninguna cosa me pudiera hazer mas contento: y assi digo, que sola la honra de averos tenido por mis
prisioneros quiero por rescate de la prision. De oy mas vos señor Abindarraez soys libre de mi para
hazer de vos lo que quisierdes.
Ellos le besaron las manos por la merced y bien que les hazia: y otro dia por la mañana
partieron de la fortaleza, acompañandolos el Alcayde parte del camino.
Estando ya en Coyn gozando sossegada y seguramente el bien que tanto avia desseado. El
padre les dijo:
-Hijos aora que con mi voluntad soys señores de mi hazienda, es justo que mostreys el
agradescimiento que a Rodrigo de Narvaez se deve, por la buena obra que os hizo: que no por aver
usado con vosotros de tanta gentileza ha de perder su rescate, antes le meresce muy mayor. Yo os
quiero dar seys mil doblas zaenes, embiadselas, y tenelde de aqui adelante por amigo, aunque las
leyes sean diferentes. Abindarraez le beso las manos y tomandolas con quatro muy hermosos
cavallos y quatro lanças con los hierros y cuentos de oro, y otras quatro dargas, las embio al alcayde
de Alora, y le escrivio assi.
CARTA DEL ABENCERRAJE ABINDARRÁEZ,
AL ALCAYDE DE ALORA.
Si piensas Rodrigo de Narvaez, que con darme libertad en tu castillo, para
venirme al mio, me dexaste libre: engañaste, que quando libertaste mi cuerpo,
19
prendiste mi coraçon (las buenas obras, prisiones son de los nobles coraçones). Y si tu
por alcançar honra y fama acostumbras hazer bien a los que podrias destruyr: yo por
parescer a aquellos donde vengo, y no degenerar de la alta sangre de los Abencerrajes,
antes coger y meter en mis venas toda la que dellos se vertio, estoy obligado a
agradescerlo, y servirlo. Rescibiras de esse breve presente la voluntad de quien le
embia, que es muy grande y de mi Jarifa: otra tan limpia y leal, que me contento yo de
ella.
El alcayde tuvo en mucho la grandeza y curiosidad del presente: y rescibiendo del los
cavallos ,y lanças, y dargas, escrivio a Jarifa assi
CARTA DE EL ALCAYDE DE ALORA,
A LA HERMOSA JARIFA
Hermosa Jarifa. No ha querido Abindarraez dexarme gozar de el verdadero
triumpho de su prision, que consiste en perdonar y hazer bien: y como a mi en esta
tierra nunca se me ofrescio empresa tan generosa, ni tan digna de Capitan Español,
quisiera gozarla toda y labrar della una estatua para mi posteridad y descendencia.
Los cavallos y armas rescibo yo para ayudarle a defender de sus enemigos. Y si en
embiarme el oro se mostro cavallero generoso, en rescebirlo yo paresciera cobdicioso
mercader: yo os sirvo con ello en pago de la merced que me hezistes en serviros de mi
en mi castillo. Y tambien señora yo no acostumbro robar damas, sino servirlas y
honrarlas.
Y con esto les bolvio a embiar las doblas. Jarifa las rescibio, y dijo:
-Quien pensare vencer a Rodrigo de Narvaez, de armas, y cortesia, pensara mal.
De esta manera quedaron los unos de los otros muy satisfechos y contentos, y travados con
tan estrecha amistad, que les duro toda la vida.
20
EL ABENCERRAJE Y LA HERMOSA JARIFA
AUTOR ANÓNIMO
Flor de romances, escogida entre los de Abindarráez, Jarifa y Rodrigo de Narváez
ROMANCES
Rodrigo de Narváez guarda la frontera
En el tiempo que reinaba
el Infante don Fernando,
que del reino de Aragón
fue después Rey coronado,
en España residía
un caballero esforzado,
que Rodrigo de Narváez
fue de su nombre llamado,
que a todos los de su tiempo
en valor se ha aventajado;
y entre las cosas que hizo
adonde más le ha mostrado,
fue cuando ganó a Antequera
el Infante ya nombrado;
y ansí, de Alora y de ella
por alcaide le han dejado,
donde estuvo mucho tiempo
con algunos hijosdalgo,
muy valerosas empresas
contra moros acabando.
Pues como la ociosidad
nunca en ellos ha reinado,
saliéronse nueve juntos
una noche del verano,
del murmurar de los vientos
apacible convidados,
y de la luz de la luna
a la salida incitando,
por ver si tienen descuido
los de su bando contrario,
o si sale alguno de ellos
en la noche confiado [...]
21
2
Cabalgata nocturna, bajo la luna, de Rodrigo de Narváez y los suyos
Al campo sale Narváez,
vasallo del Rey de España
y alcaide de Antequera,
con ilustre cabalgada;
todos a punto de guerra,
de gran nombradía y fama,
salen por topar los moros
haciendo alguna emboscada:
La media noche sería
y la tierra en silencio estaba.
Narváez se sube al otero,
de allí la luna miraba;
tan clara estaba y serena,
que de vella se admiraba.
La noche parece día,
según el cielo mostraba;
el camino por do iban
en dos caminos se aparta
[...]
3
Abindarráez, vistosamente ataviado y con ricas armas, sale por la noche en busca de Jarifa. Los
caballeros cristianos de Rodrigo de Narváez, al acecho, contemplan admirados la bella estampa
del moro cantando los amores con su dama
[...] Métense en una arboleda
muy hermosa, que allí había.
Desde a poco rato vieron
venir con gran osadía
un valiente y gentil moro
de hermosa filosomía,
en un caballo ruano,
poderoso a maravilla,
amenazando los vientos
con la furia que traía;
que la silla con el freno
22
eran de grande valía,
con muchas borlas de grana,
demostrando el alegría
que llevaba el fuerte moro,
y en lo demás que traía:
las cabezadas, de plata,
labradas a la Turquía;
un caparazón bordado
de aljófar, que relucía,
y los estribos dorados,
aciones de seda fina.
El moro venia vestido
con estrema galanía,
marlota de carmesín,
muy llena de pedrería;
un albornoz de damasco
cortado de fantasía;
una fuerte cimitarra
a su costado ceñía;
el puño, de una esmeralda;
pomo, de piedra zafira;
la guarnición es de oro;
la vaina, de perlería.
Una adarga ante sus pechos,
de fuerte piel granadina,
a la morisca labrada;
una luna por divisa;
lleva el brazo arremangado
que muy fuerte parescía;
una lanza con dos hierros,
que veinte palmos tenía;
con aquel brazo herculeo
fuertemente la blandía.
Rica toca en su cabeza,
que tunecí se decía;
con las vueltas que le daba,
de armadura le servía,
con rapacejos colgando,
de oro de Alejandría.
Parecía el moro fuerte
un Héctor en valentía;
23
iba en todo tan lozano,
y tan lleno de alegría,
que con una voz graciosa
aqueste cantar decía:
En Granada fui nacido
de una mora de valía,
y en Cartama fui criado
por triste ventura mía.
Tengo dentro de Coín
las cosas que más quería,
que es mi bien y mi señora,
la muy graciosa jarifa.
Hora voy por su mandado,
do muy presto la vería,
si le placiere a Mahoma,
antes que amanezca el día.
Con tanta gracia cantaba,
porque en todo la tenía,
que a un triste corazón
bastaba a dar alegría
[...]
4
En este romance se trata de la desgracia en que cayeron los Abencerrajes como consecuencia de
las habladurías propaladas por sus enemigos en la Corte de Granada, causa del destierro de
Abindarráez a la frontera, cuando era niño
Caballeros granadinos,
aunque moros, hijos dalgo,
con envidiosos intentos
al rey moro van hablando,
viendo que los favorece
todo el granadino estado,
hombres, niños y mujeres,
caballeros y villanos;
dicen que los Bencerrajes,
linaje noble, afamado,
procuran dalle la muerte
para gozar su reinado.
5
24
Otro romance sobre la desgracia de la familia de los Abencerrajes
En las torres del Alhambra
sonaba gran vocería
y en la ciudad de Granada
grande llanto se hacía,
porque sin razón el Rey
hizo degollar un día
treinta y seis Abencerrajes
nobles y de gran valía,
a quien Cegrís y Gomeles
acusan de alevosía.
Granada los llora más,
con gran dolor que sentía,
que en perder tales varones
es mucho lo que perdía:
hombres, niños y mujeres
lloran tan grande perdida,
lloraban todas las damas,
cuantas en Granada había.
Por las calles y ventanas
mucho luto parecía;
no había dama principal
que luto no se ponía
ni caballero ninguno
que de negro no vestía,
sino fueran los Gomeles,
do salió el alevosía;
y con ellos los Cegrís
que les tienen compañía.
Y si alguno luto lleva,
es por los que muerto habían
los Gazules y Alabeces,
por vengar la villanía,
en el cuarto de los Leones,
con gran valor y osadía.
Y si hallaran al rey
le privaran de la vida,
por consentir la maldad
que allí consentido había.
6
En este romance se trata de los amores primeros de Abindarráez y Jarifa, y la separación de los
enamorados por irse ella con su padre a otro lugar de la frontera
Crióse el Abindarráez
25
en Cartama, esa alcaidía,
hasta que fue de quince años
con la hermosa Jarifa.
Padre llamaba al alcaide
que él en guarda lo tenía,
y Jarifa como hermana
le regalaba y servía.
Y solos por los jardines
se andaban de noche y día,
cogiendo de entre las flores
la que mejor parecía.
Si Abindarráez cantaba,
Jarifa le respondía,
y si acaso estaba triste,
Jarifa se entristecía.
Y estando una madrugada,
ya que la aurora salía,
sentados junto a una fuente
que el agua dulce corría,
Jarifa de Abindarráez
muchas veces se retira,
y aunque muestra rostro alegre,
no burla como solía;
antes de muy congojada
en mirándole sospira,
y el valiente Abindarráez
mucha tristeza sentía.
Y con la voz amorosa
le pregunta qué tenía.
Jarifa como discreta
sospirando respondía:
?¡Ay, Abindarráez querido,
ay, alma del alma mía!
¡Cómo se nos va apartando
el contento y alegría!
Que a mi padre oí anoche,
fingiendo estar yo dormida,
que hermandad ni parentesco
entre nosotros no había;
y que de aquesta frontera
el rey, alcaide os hacía,
y que mi padre en Coín
quiere el rey que asista y viva;
y pues oí el desengaño
en que engañada vivía,
siendo mi gloria tan breve
¿cómo podré tener vida?
26
Y estando los dos amantes
en su triste despedida,
llega a Abindarráez un paje
a pedille las albricias.
7
Romance de la carta de amor que escribe el Abencerraje a Jarifa instándole a que le mande llamar
A ti, la hermosa Jarifa,
Abindarráez salud envía,
el cual sin ella y sin ti
esta carta te escribía.
Mil veces dejé la pluma
y dejada la tenía;
el esfuerzo me animaba,
el temor me combatía.
En esto el atrevimiento
que te escribiese, decía;
el temor, ya despedido,
el amor me dio osadía.
Lo que te escribo, señora,
corazón y vida mía,
es que te acuerdes de mí,
cual salí de gallardía
en la vega de Granada
vestido de tu divisa;
y lo que más te agradezco,
Jarifa, en cuanto podía,
de saber cuán bien celaste
con Fátima, tu querida,
nuestros secretos amores,
como discreta entendida.
Lo que al presente suplico
con amor y cortesía
es que cumplas tu palabra
como de ti se confía,
que es de enviarme a llamar;
di: ¿cuándo será este día?
Y si error hay en la carta,
culpe a quien lo merecía.
Al amor primeramente
porque me favorecía;
27
después al atrevimiento,
y a la mano que escribía.
8
Romance de la carta de amor que escribe Jarifa a Abindarráez avisándole de la ausencia de su
padre, para que vaya a encontrarse con ella
La pluma toma Jarifa,
y en un papel escribía
una carta a Abindarráez,
quien más que a sí le quería:
"Bien sabes, Abindarráez,
que soy tu menor cautiva,
tu vasalla y servidora
hasta el fin de mi vida.
Bien sabes que con tu ausencia,
por ser tú mi compañía,
vivo la más triste mora
de toda la morería.
Con esperanzas de verte
tengo esperanza de vida.
Ha querido el gran Mahoma
dar hoy fin a mi porfía,
que mi padre es ido a Ronda,
a Ronda, aquesa villa,
diciendo que ha de volver
dentro de tercero día.
Luego, vista la presente,
te parte[s], por vida mía,
que la tierra está segura
y tu fuerza está rendida."
9
Romance de los temores del Abencerraje esperando la carta de Jarifa y la llegada del mensajero
con la misiva de amor
El postrero Abencerraje
que Abindarráez se llamaba,
teniendo por el rey Chico
la alcaidía de Cartama,
ninguna noche duerme
28
ni de día sosegaba
viéndose tan apartado
del contento de su alma,
porque su amada Jarifa
allá en Coín, donde estaba,
témese que no le olvide,
siendo de otro festejada;
que aunque estaba bien fiado,
siempre teme su mudanza,
porque mudanza en mujer
es cosa muy ordinaria,
cuantimás que en larga ausencia
ninguna paciencia abasta.
Y con este pensamiento
grandes congojas pasaba,
mas todo es bien empleado.
Pues tan bien se le pasaba,
que estando el Abencerraje
asomado a una ventana,
mirando hacia aquella parte
donde su señora estaba,
que este era el mayor regalo
que para su mal hallaba,
diciendo: "¡Dichosa tierra,
pues que deseo alabada,
que tienes la flor del mundo,
y la más hermosa dama
de todas cuantas han sido
ni serán según su fama!";
vio venir un escudero
que a gran priesa caminaba,
con una carta en la mano,
y hacia él enderezaba.
El moro cuando le vido
su corazón se alteraba,
porque no sabe quién fuese
ni para qué le buscaba,
y en llegando el escudero
de rodillas se hincaba,
y la carta que traía
en su mano se le daba;
29
y aunque no vio sobre escripto
no quiso preguntar nada,
mas en habiéndola abierto
la color se le mudaba,
porque vio en la cortesía
que era letra de su dama,
que a dar fin a sus amores
le envía a decir que vaya.
10
Lope de Vega cuenta, por medio de un romance en boca de Abindarráez, cómo Don Rodrigo rindió
al moro cuando este iba camino de sus bodas Abindarráez a Jarifa
Llegó a Cartama Celindo
con tu carta cuando estaba
el sol inclinado al Sur,
pardo y triste, y no sin causa.
Leíla, beséla y dile
albricias de mi esperanza,
que se perdió en el ausencia
después de llena de canas.
Vestíme, hermosa señora,
colores, plumas y galas,
que un alegre pensamiento
con todas tres se declara.
Bajé a nuestra huerta antigua,
y despedíme en voz alta
de los árboles y flores,
de las fuentes y las aguas.
Diles mil abrazos tiernos,
y ellos también se inclinaban
a darme para ti muchos,
que aun tienen alma las plantas.
Puse al estribo las mías
sin el arzón, y a la casa
le dije volviendo el rostro:
?Piedras, Jarifa me aguarda.
No sé si me respondieron,
pero sentí que sonaban
por largo trecho las fuentes:
o era envidia o tu alabanza.
30
Esta, por todo el camino,
jornada, aunque breve, larga,
iban alternando a veces
entre la lengua y el alma,
cuando de unos robles verdes
entre pálidas retamas
oigo relinchos y voces,
y alzo la lanza y la adarga.
Pero al punto estoy en medio
de cinco lanzas cristianas,
mas sin soberbia te digo
que eran pocas otras tantas;
y quizá porque eran pocas,
trajo luego mi desgracia
otras tantas de refresco,
y una, la mejor de España:
Este fue el alcaide fuerte,
si sabes su nombre y fama,
que es de Alora y Antequera,
y estaba puesto en celada.
Apartó sus caballeros
desafióme a batalla
como caballero fuerte,
cuerpo a cuerpo en la campaña.
Como era fuerza, acetéle
y ansí con la luna clara
comenzamos nuestra guerra
jugando las fuertes lanzas.
Y pues al fin me venció.
No me alabo; decir basta
que tenía tres heridas
en brazo, muslo y espaldas.
No me las dieron huyendo
pero quien con diez batalla,
también sospecho que tiene
en las espaldas la cara.
Don Rodrigo de Narváez,
que así el alcaide se llama,
me prendió, y llevaba a Alora
de sus diez hombres en guarda,
cuando, viendo mi tristeza,
31
si le contaba la causa,
me prometió dar remedio
y ansí fue justo contarla:
Que hizo el cristiano conmigo
esta gentileza extraña,
con sólo mi juramento,
porque le di la palabra
que dentro el día tercero
volvería a Alora sin falta
a ser su preso y cautivo.
Mira si es justo quebrarla.
Y mira, mi bien, si debo
llorar mi suerte contraria,
pues le he de llevar el cuerpo
de quien tú tienes el alma.
11
El Abencerraje cuenta a don Rodrigo, camino de la prisión, después de la derrota, sus amores con
Jarifa; en este fragmento de romance le refiere su juventud hasta que supo que la mora no era su
hermana
Cuando yo nascí, cuitado,
luego mi padre me envía
para que criado fuese
en Cartama aquesa villa.
Encargárame al Alcaide,
que mi padre lo tenía
por grande amigo, y lo era,
y en las obras parecía,
pues con una hija sola
me criaba y le servía.
Ella me llamaba hermano,
yo a ella hermana mía;
como hermanos muy amados
pasábamos nuestra vida.
El amor entre los dos
diferencia no hacía;
como su hermano me amaba,
yo por hermana tenía.
Tanto cresció en hermosura,
que par a ella no había.
Vila una vez en la fuente
32
que en nuestro jardín corría,
peinándose los cabellos
como oro de Alejandría.
A la hermosa Salmasis
en belleza parescía.
Dije: ?¡Oh, quién fuese Troco
para estar cabe esta ninfa,
sin jamás quitarme de ella,
ni de noche ni de día!
Con su gracia y hermosura
corriendo a mí se venía,
y abrazándome me dijo:
?Ay, hermano de mi vida,
decidme, ¿dónde venís,
que yo buscado os había?
?Yo también a vos, hermana,
que sin vos no hay alegría.
Pero vos ¿cómo sabéis
que seáis hermana mía?
?Yo no más del grande amor
que como hermano os tenía,
y ver también que mi padre
como sus hijos nos cría.
Otras mil cosas pasamos
que el amor nos insistía.
Y como el tiempo descubre
las cosas, yo supe un día
como no era mi hermana,
y holguéme en demasía [...]
12
Otro romance que cuenta el mismo episodio de la libertad del moro
Mal herido Abindarráez
se sale de una batalla,
y preso, que es lo peor;
y lo que más estimaba,
no por verse de un cristiano
sobrado lanza por lanza,
mas por no poder cumplir
a Jarifa su palabra.
33
Solo va en medio de todos
los que el alcalde llevaba,
muy triste y muy pensativo,
y la cabeza abajada.
Suspira de rato en rato,
y entre sí él se quejaba:
?¿Hasta cuándo, di, fortuna,
has de estar conmigo airada?
Acaba ya, si quisieres;
mira que no ganas nada,
que no es honra en cuerpo muerto,
como dicen, dar lanzada.
Jarifa, señora mía,
mal nos fue en esta batalla,
pues tú pierdes tu cautivo,
yo mi gloria deseada.
No esperes, porque si esperas
estarás desesperada,
esperando a quien no espera,
que se acabó su esperanza.
¡Ay de mí, triste cautivo,
ay, que el alma se me arranca!
Diciendo esto dio un suspiro,
y los ojos se alimpiaba.
El alcaide, que es discreto,
y la noche hacía clara,
iba notando del moro
la tristeza que llevaba,
y apartándole a una parte,
supo de él toda la causa;
y al punto le dio licencia
con que le diese palabra
de volver a su prisión,
esta ventura acabada;
y el moro se fue contento
adonde Jarifa estaba.
13
En el curso de la novela de los amores de Geminandro y Laura, un personaje canta el romance de
la soledad de Jarifa mientras espera a su enamorado; sigue otro en el que se canta el gozo del
34
encuentro entre los enamorados moros; y otro más sobre la vuelta de Abindarráez y Jarifa al
castillo de Rodrigo de Narváez
[...] y después de ya el suntuoso y rico banquete acabado, pidió Laura a Pinela tocase el
instrumento y cantase alguna historia de cristiano o moro. A quien Pinela respondió diciendo que
de cristiano no tenía cosa al presente de gusto, pero que sí tenía de moro enamorado, cuya
historia, aunque antigua, la tenía sacada a lo nuevo; así, veniendo en ello Geminandro, y
templando el instrumento, comenzó a requebrar la soledad de Jarifa en suave canto:
Triste, pensativa y sola
está la bella Jarifa,
temerosa de perder
al Bencerraje, su vida.
Debajo está de un jazmín,
en un jardín retraída,
de celos y pensamientos
el alma y fe combatida.
Siente que el plazo se pasa
y teme que se retira
el Abindarráez de verla
por mudanza o por desdicha.
Aflígela su sospecha
y el esperar la fatiga,
porque el firme amor, si espera,
siente cualquier niñería.
Con la memoria y los ojos
un solo camino mira,
y por corazón y boca
al Abindarráez suspira.
Teme la lanza cristiana
que don Fernando tenía
en el castillo de Alora,
por el Narváez regida.
Y con estas tristes olas
la llama de amor batida,
respirando por la boca
resuelve en llanto estas liras:
Si de la cruda ausencia,
le nasce al alma desastrada suerte,
no espere otra sentencia
el que espera la muerte
padesciendo este trago duro y fuerte.
35
Ausencia tiene el alma
rendida al celo sospechoso y duro,
el pensamiento en calma;
y el amor firme y puro,
si pasa mal de ausencia, no es seguro.
¡Ay, dulce Abindarráez,
si extraño amor y ausencia te han mudado,
o el cristiano Narváez
te tiene aprisionado,
no pierdas de Jarifa tu cuidado!
Cesó porque el moro vino
herido de dos heridas:
el fiel cuerpo, de Narváez,
y el corazón, de Jarifa.
Fue el discantar de Pinela tan gustoso a Geminandro y Laura que a mucha instancia le pidieron
proseguiese si tenía acabada la historia por conoscer el gozo de presencia en los amantes, que
ausencia fue tan penosa. Así proseguiendo Pinela, mudó el tono en la cítara y dijo:
14
Holgando está con Jarifa
el Abindarráez gallardo,
y contemplando en la gloria
que meresció su cuidado.
"Mi alma y mi bien", le dice;
ella: "mi ser y regalo";
él la llama: "mi señora";
ella: "mi señor y amado".
Que cuando es amor de tempre,
es con los suyos tan franco,
que con placeres de un día,
paga pesares de un año.
Pero como viene herido,
y cautivo de un cristiano,
no sabe si lo descubra
o si lo tenga callado.
Al "sí" le fuerza el se ver
de su palabra obligado,
mas el dar pena en Jarifa,
al "no" le está convidando.
Pero descúbrelo el rostro,
36
que ya le tiene turbado,
porque están juntos en él
amor y fe batallando.
Habla en Jarifa su celo
y pide el por qué celado
vive, suspenso y cuidoso,
triste, presente y mudado.
Rompen silencio en el moro
amor, temor y mandado,
y responde con suspiro
refiriendo el qué del caso:
"Ajeno de imaginar
insistiera mi contrario,
en resistir mi penar
a talle de batallar,
partí anoche solitario.
Intención sólo guiaba
a ver tu dulce presencia
pero fortuna que agrava
me ofreció batalla brava
cristiana, mas con clemencia.
De Alora ciertos guerreros
con Rodrigo de Narváez
en granadinos ligeros
salieron [a] Abindarráez,
armados de caballeros.
La sobrevista mirando,
vieron en mí que era moro,
y cinco que eran de bando
me acometieron volando
agraviando su decoro.
Señaláronse en rencuentro
con la fuerza de su langa,
pero no hicieron mudanza
en el corazón, que dentro
gozaba de tu esperanza.
Ora la suerte quisiese,
ora su corta ventura,
o el sitio de la espesura,
no hubo alguno que me hiriese,
ni falsease la armadura.
Doblóseles fuerza en verme
37
en la cruel liga metido,
y pretendiendo prenderme,
vieron tan bien defenderme
que temieron su partido.
Nascióles de este temor
corazón para llamar
al alcaide, su tutor,
de cuya fuerza y valor
te puedes asegurar.
León se mostró en la guerra
hasta que me vio rendido,
pero rendido y en tierra,
fue tan noble y comedido,
que su término me atierra.
Orgulloso y de guerrero
por armas quiso rendirme,
pero como caballero
sabiendo mi amor tan vero,
dio licencia de partirme.
Déjele palabra y fe
de volver a su prisión,
cumplida tu petición.
Esto, pues, es el por qué,
Jarifa, de mi pasión.
Arto siento en despedirme,
Jarifa, de tu presencia,
no por el temor de ausencia,
pues mal podrán ya rendirme
su mudanza y empaciencia.
Y cuanto quiera llegar
a destrozar mi constancia,
no hallarán tiempo y lugar;
para sólo imaginar
sacará de mí ganancia.
Ágalo posible en ello,
que aunque en hacer se deshaga
no podrá dejar la llaga
que tiene en el alma sello
de pagar lo que te paga."
Cuando Jarifa entendió
el por qué del triste caso,
y conosció ser cautivo
el Bencerraje su amado,
38
determina de partirse
a cumplir con él el plazo,
por no se quedar sin alma
con su ausencia y sin su amparo.
¿Ha sido, hermana Pinela ?dijo Silabia?, tan grata a mi gusto la letra y el concierto de tu música,
que si competidores y premios hubiera, a mi juicio merescieras la corona.
?Bien es verdad ?dijo Laura?, pero parésceme que ha favorescido en la letra menos a Jarifa, no
siendo ella en amar al moro menos aventajada.
?Harto a mi juicio ?dijo Geminandro? ha dicho de ella, señora, y si gustáis, pues no tiene
competidor que la contradiga, prosiga la historia que a mi parescer lo más gracioso resta.
Y viniendo en ello Laura, templando a talle la cítara, prosiguió Pinela la historia en diversas
tonadas de esta manera (prosigue en el romance XV)
15
Holgándose está con Jarifa
el Abindarráez gallardo,
y contemplando la gloria
que mereció su cuidado.
"Mi alma y mi bien", le decía;
ella: "Mi rey y regalo";
él: "Mi contento y señora";
ella: "Mi señor y amado".
Que el amor, si está de temple,
es con los suyos tan franco,
que por el placer de una hora
quita pesares de un año.
Mas como él viene herido
y cautivo de un cristiano,
de la villa de Antequera,
alcaide del rey don Sancho,
no pudo con el dolor
llevar su contento al cabo;
mas, con sobrada ocasión,
un triste suspiro ha dado.
Armas verdes y cautivo,
preso de amor sin batalla,
rendido el pecho a Jarifa
39
el Bencerraje cabalga.
No le dejan partir solo
los amores de quien ama,
porque ella gusta de ir presa
donde lleva presa el alma.
Parten los dos mano a mano
a cumplir la fe y palabra
que Abindarráez dio a Rodrigo
de volver preso a su casa.
Pasando por el jaral
adonde fue la batalla,
dice con un ¡ay! el moro
que del corazón arranca:
?Dulce Jarifa, aquí fue
donde tu amante perdió
la victoria que ganó
cuando te vendió su fe,
y tu cautivo quedó.
Aquí cayó Abindarráez
queriendo la suerte dura,
y ofresció en esta espesura
a Rodrigo de Narváez
tiempo, lugar y ventura.
Visto el sentimiento que hace,
tuerce Jarifa la habla
por restaurar el dolor
que le renueva la llaga.
Y con alegre semblante
mueven cuestión delicada
del hacer comedimiento
a don Rodrigo en su casa.
?Porque la gente cristiana
no nos condene en lenguaje,
quiero saber, Bencerraje,
qué salva será más llana
para tan llano hospedaje.
Pues donde hay vencimiento
es como esclavo el vencido,
si el vencedor es servido,
y este duro tratamiento
muchos hay que le han tenido.
40
No le puede dar respuesta
porque acabó la palabra
a la vista del castillo
donde don Rodrigo aguarda.
En lo último iba Pinela de su gustoso canto cuando por un camino que algo encima la fuente caía,
sintieron venir agramente llorando una dama...
16
Romance con las quejas de la espera de Jarifa y la llegada del Abencerraje
Cercada de mil sospechas
la hermosa Jarifa estaba,
temiendo que Abindarráez
le faltase la palabra,
porque ve pasar la noche
y que a Coín no llegaba.
Con la congoja que siente
muchas veces sospiraba,
y sus ojos hechos fuentes
estas palabras hablaba:
?¿Dónde estáis, Abindarráez?
¡Qué es de ti, bien de mi alma!
¿Por qué has querido engañarme,
sabiendo que soy tu esclava?
Si no pensabas venir,
respondiérades a la carta,
y no hacerme esperar
para estar desesperada,
que aunque quiera no lo estar
no es tan larga la jornada,
que pueda pensar que en ella
gastaras noche tan larga.
Mas si acaso la fortuna
me quiso ser tan contraria,
que te encontrasen cristianos
para vencerte en batalla,
ruego [a] Alá que esto no sea,
antes que quede burlada
que, por no verte cautivo,
daré por rescate el alma.
41
Tanto lloraba Jarifa
que las piedras ablandaba,
pero vínole el remedio
cuando más penada estaba,
porque lo oyó, que en el jardín,
que sonaba un cuento de lanza,
y bajó corriendo [a] abrille
de placer alborotada;
y con la gran turbación
casi abrille no acertaba,
mas después que le hubo abierto,
un recio abrazo le daba.
Con el brazo echado al hombro,
al castillo lo llevaba,
adonde le hizo señor
de su hermosura y gracia.
42
Miguel de Cervantes Saavedra. NOVELAS EJEMPLARES: CASAMIENTO ENGAÑOSO
Salía del Hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del Campo,
un soldado que, por servirle su espada de báculo y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de su
rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en
veinte días todo el humor que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés,
como convaleciente; y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él venía un su amigo, a
quien no había visto en más de seis meses; el cual, santiguándose como si viera alguna mala visión,
llegándose a él, le dijo:
-¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra?
¡Como quien soy que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica que arrastrando aquí la
espada! ¿Qué color, qué flaqueza es ésa? A lo cual respondió Campuzano:
-A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le responde; a las
demás preguntas no tengo qué decir, sino que salgo de aquel hospital de sudar catorce cargas de
bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que non debiera.
-¿Luego casóse vuesa merced? -replicó Peralta.
-Sí, señor -respondió Campuzano.
-Sería por amores -dijo Peralta-, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecución del
arrepentimiento.
-No sabré decir si fue por amores -respondió el alférez-, aunque sabré afirmar que fue por
dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el cuerpo y en el alma, que los del
cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores, y los del alma no hallo remedio para
aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy para tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me
perdone; que otro día con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más nuevos y
peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida.
-No ha de ser así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga conmigo a mi posada, y allí
haremos penitencia juntos; que la olla es muy de enfermo, y, aunque está tasada para dos, un pastel
suplirá con mi criado; y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamón de Rute nos harán la
salva, y, sobre todo, la buena voluntad con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa
merced quisiere.
Agradecióselo Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos.
Fueron a San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su casa, diole lo prometido y
ofrecióselo de nuevo, y pidióle, en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le había
encarecido. No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a decir desta manera:
-«Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, como yo hacía en esta ciudad
camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.»
-Bien me acuerdo -respondió Peralta.
-«Pues un día -prosiguió Campuzano- que acabábamos de comer en aquella posada de la
Solana, donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas: la una se puso a
hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla junto a mí,
derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver el rosto más de aquello que concedía la raridad del
manto; y, aunque le supliqué que por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fue posible
acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y, para acrecentarle más, o ya fuese
de industria [o] acaso, sacó la señora una muy blanca mano con muy buenas sortijas. Estaba yo
entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero
con plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado, y tan gallardo, a los ojos de mi
locura, que me daba a entender que las podía matar en el aire. Con todo esto, le rogué que se
descubriese, a lo que ella me respondió: ''No seáis importuno: casa tengo, haced a un paje que me
siga; que, aunque yo soy más honrada de lo que promete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si
responde vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis''. Beséle las manos por la
43
grande merced que me hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó el capitán su
plática; ellas se fueron, siguiólas un criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era
que le llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no
era sino su galán.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y muerto por el rostro que
deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy bien
aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No era hermosa en
estremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un tono de habla tan
suave que se entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios, blasoné,
hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demonstraciones que me pareció ser necesarias para
hacerme bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos
y razones, parecía que les daba atento oído antes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se
pasó en flores cuatro días que continué en visitalla, sin que llegase a coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en
ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más taimada que simple.
Finalmente, tratando mis amores como soldado que está en víspera de mudar, apuré a mi señora
doña Estefanía de Caicedo (que éste es el nombre de la que así me tiene) y respondíome: ''Señor
alférez Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa: pecadora
he sido, y aun ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren ni los apartados me
noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna, y con todo esto vale el menaje
de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos escudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda,
lo que se tardare en ponellas se tardará en convertirse en dineros. Con esta hacienda busco marido a
quien entregarme y a quien tener obediencia; a quien, juntamente con la enmienda de mi vida, le
entregaré una increíble solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero más
goloso ni que mejor sepa dar el punto a los guisados que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera,
me quiero poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala; en efeto,
sé mandar y sé hacer que me obedezcan. No desperdicio nada y allego mucho; mi real no vale
menos, sino mucho más cuando se gasta por mi orden. La ropa blanca que tengo, que es mucha y
muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la hilaron; y si
pudiera tejerse en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean vituperio cuando es
forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo busco marido que me ampare, me
mande y me honre, y no galán que me sirva y me vitupere. Si vuesa merced gustare de aceptar la
prenda que se le ofrece, aquí estoy mo[l]iente y corriente, sujeta a todo aquello que vuesa merced
ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no hay ninguno
tan bueno para concertar el todo como las mismas partes''.
»Yo, que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares, haciéndoseme el
deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme tan a la vista
la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros discursos de
aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era
el venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera, para
hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poca que no valiese, con aquella
cadena que traía al cuello y con otras joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas galas
de soldado, más de dos mil ducados, que juntos con los dos mil y quinientos suyos, era suficiente
cantidad para retirarnos a vivir a una aldea de donde yo era natural y adonde tenía algunas raíces;
hacienda tal que, sobrellevada con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una
vida alegre y descansada.
»En resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dio traza cómo los dos
hiciésemos información de solteros, y en los tres días de fiesta que vinieron luego juntos en una
Pascua se hicieron las amonestaciones, y al cuarto día nos desposamos, hallándose presentes al
desposorio dos amigos míos y un mancebo que ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por
pariente con palabras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas las que hasta entonces a
44
mi nueva esposa había dado, con intención tan torcida y traidora que la quiero callar; porque,
aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión, que no pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré en él, delante della, mi
magnífica cadena; mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con otros tres o
cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes mis galas y mis plumas, y entreguéle para el
gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenía. Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome
en casa como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alhombras, ahajé sábanas de holanda,
alumbréme con candeleros de plata; almorzaba en la cama, levantábame a las once, comía a las
doce y a las dos sesteaba en el estrado; bailábanme doña Estefanía y la moza el agua delante. Mi
mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo, se había vuelto un corzo. El rato que doña
Estefanía faltaba de mi lado, la habían de hallar en la cocina, toda solícita en ordenar guisados que
me despertasen el gusto y me avivasen el apetito. Mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo
Aranjuez de flores, según olían, bañados en la agua de ángeles y de azahar que sobre ellos se
derramaba.
»Pasáronse estos días volando, como se pasan los años, que están debajo de la jurisdición del
tiempo; en los cuales días, por verme tan regalado y tan bien servido, iba mudando en buena la mala
intención con que aquel negocio había comenzado. Al cabo de los cuales, una mañana, que aún
estaba con doña Estefanía en la cama, llamaron con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomóse
la moza a la ventana y, quitándose al momento, dijo: ''¡Oh, que sea ella la bien venida! ¿Han visto, y
cómo ha venido más presto de lo que escribió el otro día?'' ''¿Quién es la que ha venido, moza?'', le
pregunté. ''¿Quién?'', respondió ella.'' Es mi señora doña Clementa Bueso, y viene con ella el señor
don Lope Meléndez de Almendárez, con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó
consigo''. ''¡Corre, moza, bien haya yo, y ábrelos!'', dijo a este punto doña Estefanía; ''y vos, señor,
por mi amor que no os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes''.
''Pues ¿quién ha de deciros cosa que os ofenda, y más estando yo delante? Decidme: ¿qué gente es
ésta?, que me parece que os ha alborotado su venida''. ''No tengo lugar de responderos'', dijo doña
Estefanía: ''sólo sabed que todo lo que aquí pasare es fingido y que tira a cierto designio y efeto que
después sabréis''.
»Y, aunque quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña Clementa Bueso, que se
entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos pasamanos de oro, capotillo de lo
mismo y con la misma guarnición, sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas, y con rico
cintillo de oro, y con un delgado velo cubierta la mitad del rostro. Entró con ella el señor don Lope
Meléndez de Almendárez, no menos bizarro que ricamente vestido de camino. La dueña Hortigosa
fue la primera que habló, diciendo: ''¡Jesús! ¿Qué es esto? ¿Ocupado el lecho de mi señora doña
Clementa, y más con ocupación de hombre? ¡Milagros veo hoy en esta casa! ¡A fe que se ha ido
bien del pie a la mano la señora doña Estefanía, fiada en la amistad de mi señora!'' ''Yo te lo
prometo, Hortigosa'', replicó doña Clementa; ''pero yo me tengo la culpa. ¡Que jamás escarmiente
yo en tomar amigas que no lo saben ser si no es cuando les viene a cuento!'' A todo lo cual
respondió doña Estefanía: ''No reciba vuesa merced pesadumbre, mi señora doña Clementa Bueso, y
entienda que no sin misterio vee lo que vee en esta su casa: que, cuando lo sepa, yo sé que quedaré
desculpada y vuesa merced sin ninguna queja''.
»En esto, ya me había puesto yo en calzas y en jubón; y, tomándome doña Estefanía por la
mano, me llevó a otro aposento, y allí me dijo que aquella su amiga quería hacer una burla a aquel
don Lope que venía con ella, con quien pretendía casarse; y que la burla era darle a entender que
aquella casa y cuanto estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote; y que
hecho el casamiento se le daba poco que se descubriese el engaño, fiada en el grande amor que el
don Lope la tenía. ''Y luego se me volverá lo que es mío, y no se le tendrá a mal a ella, ni a otra
mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque sea por medio de cualquier enbuste''.
»Yo le respondí que era grande estremo de amistad el que quería hacer, y que primero se
mirase bien en ello, porque después podría ser tener necesidad de valerse de la justicia para cobrar
su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones, representando tantas obligaciones que la
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obligaban a servir a doña Clementa, aun en cosas de más importancia, que, mal de mi grado y con
remordimiento de mi juicio, hube de condecender con el gusto de doña Estefanía, asegurándome
ella que solos ocho días podía durar el embuste, los cuales estaríamos en casa de otra amiga suya.
Acabámonos de vestir ella y yo, y luego, entrándose a despedir de la señora doña Clementa Bueso y
del señor don Lope Meléndez de Almendárez, hizo a mi criado que se cargase el baúl y que la
siguiese, a quien yo también seguí, sin despedirme de nadie.
»Paró doña Estefanía en casa de una amiga suya, y, antes que entrásemos dentro, estuvo un
buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió una moza y dijo que entrásemos yo y mi
criado. Llevónos a un aposento estrecho, en el cual había dos camas tan juntas que parecían una, a
causa que no había espacio que las dividiese, y las sábanas de entrambas se besaban. En efeto, allí
estuvimos seis días, y en todos ellos no se pasó hora que no tuviésemos pendencia, diciéndole la
necedad que había hecho en haber dejado su casa y su hacienda, aunque fuera a su misma madre.
»En esto, iba yo y venía por momentos; tanto, que la huéspeda de casa, un día que doña
Estefanía dijo que iba a ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de mí qué era la causa
que me movía a reñir tanto con ella, y qué cosa había hecho que tanto se la afeaba, diciéndole que
había sido necedad notoria más que amistad perfeta. Contéle todo el cuento, y cuando llegué a decir
que me había casado con doña Estefanía, y la dote que trujo y la simplicidad que había hecho en
dejar su casa y hacienda a doña Clementa, aunque fuese con tan sana intención como era alcanzar
tan principal marido como don Lope, se comenzó a santiguar y a hacerse cruces con tanta priesa, y
con tanto ''¡Jesús, Jesús, de la mala hembra!'', que me puso en gran turbación; y al fin me dijo:
''Señor alférez, no sé si voy contra mi conciencia en descubriros lo que me parece que también la
cargaría si lo callase; pero, a Dios y a ventura, sea lo que fuere, ¡viva la verdad y muera la mentira!
La verdad es que doña Clementa Bueso es la verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os
hicieron la dote; la mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía: que ni ella tiene casa, ni
hacienda, ni otro vestido del que trae puesto. Y el haber tenido lugar y espacio para hacer este
embuste fue que doña Clementa fue a visitar unos parientes suyos a la ciudad de Plasencia, y de allí
fue a tener novenas en Nuestra Señora de Guadalupe, y en este entretanto dejó en su casa a doña
Estefanía, que mirase por ella, porque, en efeto, son grandes amigas; aunque, bien mirado, no hay
que culpar a la pobre señora, pues ha sabido granjear a una tal persona como la del señor alférez por
marido''.
»Aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera si tantico se
descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que
era cristiano y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperación, por ser pecado de
demonios. Esta consideración o buena inspiración me conhortó algo; pero no tanto que dejase de
tomar mi capa y espada y salir a buscar a doña Estefanía, con prosupuesto de hacer en ella un
ejemplar castigo; pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó que
en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuime a San Llorente,
encomendéme a Nuestra Señora, sentéme sobre un escaño, y con la pesadumbre me tomó un sueño
tan pesado, que no despertara tan presto si no me despertaran.
»Fui lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla con tanto reposo
como señora de su casa; no le osé decir nada, porque estaba el señor don Lope delante. Volví en
casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña Estefanía como yo sabía toda su maraña y
embuste; y que ella le preguntó qué semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había
respondido que muy malo, y que, a su parecer, había salido yo con mala intención y con peor
determinación a buscarla. Díjome, finalmente, que doña Estefanía se había llevado cuanto en el baúl
tenía, sin dejarme en él sino un solo vestido de camino. ¡Aquí fue ello! ¡Aquí me tuvo de nuevo
Dios de su mano! Fui a ver mi baúl, y halléle abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difunto,
y a buena razón había de ser el mío, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña
desgracia.»
-Bien grande fue -dijo a esta sazón el licenciado Peralta- haberse llevado doña Estefanía tanta
cadena y tanto cintillo; que, como suele decirse, todos los duelos..., etc.
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-Ninguna pena me dio esa falta -respondió el alférez-, pues también podré decir: ''Pensóse
don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de un lado''.
-No sé a qué propósito puede vuesa merced decir eso -respondió Peralta.
-El propósito es -respondió el alférez- de que toda aquella balumba y aparato de cadenas,
cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos.
-Eso no es posible -replicó el licenciado-; porque la que el señor alférez traía al cuello
mostraba pesar más de docientos ducados.
-Así fuera -respondió el alférez- si la verdad respondiera al parecer; pero como no es todo oro
lo que reluce, las cadenas, cintillos, joyas y brincos, con sólo ser de alquimia se contentaron; pero
estaban tan bien hechas, que sólo el toque o el fuego podía descubrir su malicia.
-Desa manera -dijo el licenciado-, entre vuesa merced y la señora doña Estefania, pata es la
traviesa.
-Y tan pata -respondió el alférez-, que podemos volver a barajar; pero el daño está, señor
licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas y yo no de la falsía de su término; y en
efeto, mal que me pese, es prenda mía.
-Dad gracias a Dios, señor Campuzano -dijo Peralta-, que fue prenda con pies, y que se os ha
ido, y que no estáis obligado a buscarla.
-Así es -respondió el alférez-; pero, con todo eso, sin que la busque, la hallo siempre en la
imaginación, y, adondequiera que estoy, tengo mi afrenta presente.
-No sé qué responderos -dijo Peralta-, si no es traeros a la memoria dos versos de Petrarca,
que dicen:
Ché, qui prende dicleto di far fiode;
Non si de lamentar si altri l'ingana.
Que responden en nuestro castellano: "Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro
no se debe quejar cuando es engañado".
-Yo no me quejo -respondió el alférez-, sino lastímome: que el culpado no por conocer su
culpa deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y fui engañado, porque me
hirieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el sentimiento que no me queje de mí
mismo. «Finalmente, por venir a lo que hace más al caso a mi historia (que este nombre se le puede
dar al cuento de mis sucesos), digo que supe que se había llevado a doña Estefanía el primo que dije
que se halló a nuestros desposorios, el cual de luengos tiempos atrás era su amigo a todo ruedo. No
quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba. Mudé posada y mudé el pelo dentro de pocos
días, porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los
cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y por otro
nombre más claro, la pelarela. Halléme verdaderamente hecho pelón, porque ni tenía barbas que
peinar ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y, como la
pobreza atropella a la honra, y a unos lleva a la horca y a otros al hospital, y a otros les hace entrar
por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones (que es una de las mayores miserias que
puede suceder a un desdichado), por no gastar en curarme los vestidos que me habían de cubrir y
honrar en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me
entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano si me guardo: espada tengo,
lo demás Dios lo remedie.»
Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había contado.
-Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta -dijo el alférez-; que otros sucesos me
quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de
naturaleza: no quiera vuesa merced saber más, sino que son de suerte que doy por bien empleadas
todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital, donde vi lo que ahora
diré, que es lo que ahora ni nunca vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo
crea.
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Todos estos preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía, antes de contar lo que había
visto, encendían el deseo de Peralta de manera que, con no menores encarecimientos, le pidió que
luego luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.
-Ya vuesa merced habrá visto -dijo el alférez- dos perros que con dos lanternas andan de
noche con los hermanos de la Capacha, alumbrándoles cuando piden limosna.
-Sí he visto -respondió Peralta.
-También habrá visto o oído vuesa merced -dijo el alférez- lo que dellos se cuenta: que si
acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden luego a alumbrar y a buscar
lo que se cae, y se paran delante de las ventanas donde saben que tienen costumbre de darles
limosna; y, con ir allí con tanta mansedumbre que más parecen corderos que perros, en el hospital
son unos leones, guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.
-Yo he oído decir -dijo Peralta- que todo es así, pero eso no me puede ni debe causar
maravilla.
-Pues lo que ahora diré dellos es razón que la cause, y que, sin hacerse cruces, ni alegar
imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo; y es que yo oí y casi vi con mis ojos
a estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza, estar una noche, que fue la
penúltima que acabé de sudar, echados detrás de mi cama en unas esteras viejas; y, a la mitad de
aquella noche, estando a escuras y desvelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes
desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oído escuchando, por ver si podía venir en
conocimiento de los que hablaban y de lo que hablaban; y a poco rato vine a conocer, por lo que
hablaban, los que hablaban, y eran los dos perros, Cipión y Berganza. Apenas acabó de decir esto
Campuzano, cuando, levantándose el licenciado, dijo:
-Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda
si creería o no lo que de su casamiento me había contado; y esto que ahora me cuenta de que oyó
hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. Por amor de Dios,
señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su
amigo como yo.
-No me tenga vu[e]sa merced por tan ignorante -replicó Campuzano- que no entienda que, si
no es por milagro, no pueden hablar los animales; que bien sé que si los tordos, picazas y papagayos
hablan, no son sino las palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua estos
animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por esto pueden hablar y responder con discurso
concertado, como estos perros hablaron; y así, muchas veces, después que los oí, yo mismo no he
querido dar crédito a mí mismo, y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando
despierto, con todos mis cinco sentidos, tales cuales nuestro Señor fue servido dármelos, oí,
escuché, noté y, finalmente, escribí, sin faltar palabra, por su concierto; de donde se puede tomar
indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo. Las cosas de que trataron
fueron grandes y diferentes, y más para ser tratadas por varones sabios que para ser dichas por
bocas de perros. Así que, pues yo no las pude inventar de mío, a mi pesar y contra mi opinión,
vengo a creer que no soñaba y que los perros hablaban.
-¡Cuerpo de mí! -replicó el licenciado-. ¡Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando
hablaban las calabazas, o el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con
otros!
-Uno dellos sería yo, y el mayor -replicó el alférez-, si creyese que ese tiempo ha vuelto; y
aun también lo sería si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me atreveré a jurar con
juramento que oblige y aun fuerce, a que lo crea la misma incredulidad. Pero, puesto caso que me
haya engañado, y que mi verdad sea sueño, y el porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced,
señor Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren,
hablaron?
-Como vuesa merced -replicó el licenciado- no se canse más en persuadirme que oyó hablar a
los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito y notado del buen ingenio del
señor alférez, ya le juzgo por bueno.
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-Pues hay en esto otra cosa -dijo el alférez-: que, como yo estaba tan atento y tenía delicado el
juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria (merced a las muchas pasas y almendras que había
comido), todo lo tomé de coro; y, casi por las mismas palabras que había oído, lo escribí otro día,
sin buscar colores retóricas para adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue una
noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una, que
es la vida de Berganza; y la del compañero Cipión pienso escribir (que fue la que se contó la noche
segunda) cuando viere, o que ésta se crea, o, a lo menos, no se desprecie. El coloquio traigo en el
seno; púselo en forma de coloquio por ahorrar de dijo Cipión, respondió Berganza, que suele
alargar la escritura. Y, en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del
licenciado, el cual le tomó riyéndose, y como haciendo burla de todo lo que había oído y de lo que
pensaba leer.
-Yo me recuesto -dijo el alférez- en esta silla en tanto que vuesa merced lee, si quiere, esos
sueños o disparates, que no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos dejar cuando enfaden.
-Haga vuesa merced su gusto -dijo Peralta-, que yo con brevedad me despediré desta letura.
Recostóse el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto
este título:
Miguel de Cervantes Saavedra
NOVELA
COLOQUIO DE LOS PERROS
NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA,
PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURECCIÓN,
QUE EST&AACUTE EN LA CIUDAD DE VALLADOLID,
FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO,
A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN
"LOS PERROS DE MAHUDE"
CIPIÓN.-Berganza amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la confianza y
retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos desta no
vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho.
BERGANZA.-Cipión hermano, óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo, por
parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
CIPIÓN.-Así es la verdad, Berganza; y viene a ser mayor este milagro en que no solamente
hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón, estando tan sin
ella que la diferencia que hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el
bruto, irracional.
BERGANZA.-Todo lo que dices, Cipión, entiendo, y el decirlo tú y entenderlo yo me causa
nueva admiración y nueva maravilla. Bien es verdad que, en el discurso de mi vida, diversas y
muchas veces he oído decir grandes prerrogativas nuestras: tanto, que parece que algunos han
querido sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas, que da
indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de entendimiento capaz de
discurso.
CIPIÓN.-Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el agradecimiento
y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar por símbolo de la amistad; y así, habrás visto
(si has mirado en ello) que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que
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allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una figura de
perro, en señal que se guardaron en la vidad amistad y fidelidad inviolable.
BERGANZA.-Bien sé que ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado con los
cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde
estaban enterrados sus señores sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé
también que, después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento;
luego, el caballo, y el último, la jimia.
CIPIÓN.-Ansí es, pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir jamás que haya hablado
ningún elefante, perro, caballo o mona; por donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de
improviso cae debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando se
muestran y parecen, tiene averiguado la experiencia que alguna calamidad grande amenaza a las
gentes.
BERGANZA.-Desa manera, no haré yo mucho en tener por señal portentosa lo que oí decir
los días pasados a un estudiante, pasando por Alcalá de Henares.
CIPIÓN.-¿Qué le oíste decir?
BERGANZA.-Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad, los
dos mil oían Medicina.
CIPIÓN.-Pues, ¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA.-Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que
sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre.
[CIPIÓN].-Pero, sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo que el cielo
tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir; y así, no
hay para qué ponernos a disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será que este buen día,
o buena noche, la metamos en nuestra casa; y, pues la tenemos tan buena en estas esteras y no
sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della y hablemos toda esta
noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA.-Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve deseo de
hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria; y allí, de antiguas y muchas, o se
enmohecían o se me olvidaban. Empero, ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste
divino don de la habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a
decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé cuándo
me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN.-Sea ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida y los
trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas, y si mañana en la noche estuviéremos
con habla, yo te contaré la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en
procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA.-Siempre, Cipión, te he tenido por discreto y por amigo; y ahora más que
nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los míos, y como discreto has
repartido el tiempo donde podamos manifestallos. Pero advierte primero si nos oye alguno.
CIPIÓN.-Ninguno, a lo que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando sudores;
pero en esta sazón más estará para dormir que para ponerse a escuchar a nadie.
BERGANZA.-Pues si puedo hablar con ese seguro, escucha; y si te cansare lo que te fuere
diciendo, o me reprehende o manda que calle.
CIPIÓN.-Habla hasta que amanezca, o hasta que seamos sentidos; que yo te escucharé de
muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA.-«Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla y en su Matadero,
que está fuera de la Puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré)
que mis padres debieron de ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella confusión, a
quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue uno llamado Nicolás el Romo, mozo
robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás me
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enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y
les hiciésemos presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto.»
CIPIÓN.-No me maravillo, Berganza; que, como el hacer mal viene de natural cosecha,
fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA.-¿Qué te diría, Cipión hermano, de lo que vi en aquel Matadero y de las cosas
exorbitantes que en él pasan? Primero, has de presuponer que todos cuantos en él trabajan, desde el
menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al Rey ni a su justicia; los
más, amancebados; son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan.
Todas las mañanas que son días de carne, antes que amanezca, están en el Matadero gran cantidad
de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de
carne, y las criadas con criadillas y lomos medio enteros. No hay res alguna que se mate de quien
no lleve esta gente diezmos y primicias de lo más sabroso y bien parado. Y, como en Sevilla no hay
obligado de la carne, cada uno puede traer la que quisiere; y la que primero se mata, o es la mejor, o
la de más baja postura, y con este concierto hay siempre mucha abundancia. Los dueños se
encomiendan a esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible),
sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas, que las
escamondan y podan como si fuesen sauces o parras. Pero ninguna cosa me admiraba más ni me
parecía peor que el ver que estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca;
por quítame allá esa paja, a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una
persona, como si acocotasen un toro. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a
veces sin muertes; todos se pican de valientes, y aun tienen sus puntas de rufianes; no hay ninguno
que no tenga su ángel de guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y lenguas de
vaca. Finalmente, oí decir a un hombre discreto que tres cosas tenía el Rey por ganar en Sevilla: la
calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero.
CIPIÓN.-Si en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas de sus oficios te
has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla
siquiera por un año, y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia. Y
quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi
vida; y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de
contarlos (quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de
palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del
rostro y de las manos, y con mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se
vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este advertimiento, para aprovecharte dél en lo que te
queda por decir.
BERGANZA.-Yo lo haré así, si pudiere y si me da lugar la grande tentación que tengo de
hablar; aunque me parece que con grandísima dificultad me podré ir a la mano.
CIPIÓN.-Vete a la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la humana vida.
BERGANZA.-«Digo, pues, que mi amo me enseñó a llevar una espuerta en la boca y a
defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñóme también la casa de su amiga, y con esto se
escusó la venida de su criada al Matadero, porque yo le llevaba las madrugadas lo que él había
hurtado las noches. Y un día que, entre dos luces, iba yo diligente a llevarle la porción, oí que me
llamaban por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza hermosa en estremo;
detúveme un poco, y ella bajó a la puerta de la calle, y me tornó a llamar. Lleguéme a ella, como si
fuera a ver lo que me quería, que no fue otra cosa que quitarme lo que llevaba en la cesta y ponerme
en su lugar un chapín viejo. Entonces dije entre mí: ''La carne se ha ido a la carne''. Díjome la moza,
en habiéndome quitado la carne: ''Andad [G]avilán, o como os llamáis, y decid a Nicolás el Romo,
vuestro amo, que no se fíe de animales, y que del lobo un pelo, y ése de la espuerta''. Bien pudiera
yo volver a quitar lo que me quitó, pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas
manos limpias y blancas.»
CIPIÓN.-Hiciste muy bien, por ser prerrogativa de la hermosura que siempre se le tenga
respecto.
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BERGANZA.-«Así lo hice yo; y así, me volví a mi amo sin la porción y con el chapín.
Parecióle que volví presto, vio el chapín, imaginó la burla, sacó uno de cachas y tiróme una
puñalada que, a no desviarme, nunca tú oyeras ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso
contarte. Puse pies en polvorosa, y, tomando el camino en las manos y en los pies, por detrás de San
Bernardo, me fui por aquellos campos de Dios adonde la fortuna quisiese llevarme.
»Aquella noche dormí al cielo abierto, y otro día me deparó la suerte un hato o rebaño de
ovejas y carneros. Así como le vi, creí que había hallado en él el centro de mi reposo, pareciéndome
ser propio y natural oficio de los perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud
grande, como es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco
pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado guardaban, cuando diciendo ''¡To,
to!'' me llamó; y yo, que otra cosa no deseaba, me llegué a él bajando la cabeza y meneando la cola.
Trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi
edad, y dijo a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro de casta. Llegó a este
instante el señor del ganado sobre una yegua rucia a la jineta, con lanza y adarga: que más parecía
atajador de la costa que señor de ganado. Preguntó el pastor: ''¿Qué perro es éste, que tiene señales
de ser bueno?'' ''Bien lo puede vuesa merced creer -respondió el pastor-, que yo le he cotejado bien
y no hay señal en él que no muestre y prometa que ha de ser un gran perro. Agora se llegó aquí y no
sé cúyo sea, aunque sé que no es de los rebaños de la redonda''. ''Pues así es -respondió el señor-,
ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se murió, y denle la ración que a los demás, y
acaríciale, porque tome cariño al hato y se quede en él''. En diciendo esto, se fue; y el pastor me
puso luego al cuello unas carlancas llenas de puntas de acero, habiéndome dado primero en un
dornajo gran cantidad de sopas en leche. Y, asimismo, me puso nombre, y me llamó Barcino.
»Vime harto y contento con el segundo amo y con el nuevo oficio; mostréme solícito y
diligente en la guarda del rebaño, sin apartarme dél sino las siestas, que me iba a pasarlas o ya a la
sombra de algún árbol, o de algún ribazo o peña, o a la de alguna mata, a la margen de algún arroyo
de los muchos que por allí corrían. Y estas horas de mi sosiego no las pasaba ociosas, porque en
ellas ocupaba la memoria en acordarme de muchas cosas, especialmente en la vida que había tenido
en el Matadero, y en la que tenía mi amo y todos los como él, que están sujetos a cumplir los gustos
impertinentes de sus amigas.»
¡Oh, qué de cosas te pudiera decir ahora de las que aprendí en la escuela de aquella jifera
dama de mi amo! Pero habrélas de callar, porque no me tengas por largo y por murmurador.
CIPIÓN.-Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos que era difícil cosa el no
escribir sátiras, consentiré que murmures un poco de luz y no de sangre; quiero decir que señales y
no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada: que no es buena la murmuración, aunque haga
reír a muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA.-Yo tomaré tu consejo, y esperaré con gran deseo que llegue el tiempo en que
me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer y enmendar los defetos que tengo en
contar los míos, bien se puede esperar que contará los suyos de manera que enseñen y deleiten a un
mismo punto.
«Pero, anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad de mis
siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida
de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a
su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando
y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas, y con otros instrumentos extraordinarios.
Deteníame a oírla leer, y leía cómo el pastor de Anfriso cantaba estremada y divinamente, alabando
a la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese
sentado a cantar, desde que salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en los de Tetis;
y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y escuras alas, él no
cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor
Elicio, más enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores ni a su ganado, se
entraba en los cuidados ajenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un
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retrato, había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y arrepentimiento de
Diana decía que daba gracias a Dios y a la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella
máquina de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. Acordábame de otros muchos libros
que deste jaez la había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria.»
CIPIÓN.-Aprovechándote vas, Berganza, de mi aviso: murmura, pica y pasa, y sea tu
intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA.-En estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la intención; pero
si acaso por descuido o por malicia murmurare, responderé a quien me reprehendiere lo que
respondió Mauleón, poeta tonto y académico de burla de la Academia de los Imitadores, a uno que
le preguntó que qué quería decir Deum de Deo; y respondió que "dé donde diere".
CIPIÓN.-Esa fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres ser, nunca has
de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA.-«Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron
ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás de aquella marina, tenían
de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no
eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un "Cata el lobo dó va, Juanica" y otras cosas
semejantes; y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con
otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos; y no con voces delicadas, sonoras y
admirables, sino con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o
gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se
nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos;
todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que
deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para
entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera a[l]guna
reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados
montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto
bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá resonar la
zampoña del uno, acá el caramillo del otro.»
CIPIÓN.-Basta, Berganza; vuelve a tu senda y camina.
BERGANZA.-Agradézcotelo, Cipión amigo; porque si no me avisaras, de manera se me iba
calentando la boca, que no parara hasta pintarte un libro entero destos que me tenían engañado; pero
tiempo vendrá en que lo diga todo con mejores razones y con mejor discurso que ahora.
CIPIÓN.-Mírate a los pies y desharás la rueda, Berganza; quiero decir que mires que eres un
animal que carece de razón, y si ahora muestras tener alguna, ya hemos averiguado entre los dos ser
cosa sobrenatural y jamás vista.
BERGANZA.-Eso fuera ansí si yo estuviera en mi primera ignorancia; mas ahora que me ha
venido a la memoria lo que te había de haber dicho al principio de nuestra plática, no sólo no me
maravillo de lo que hablo, pero espántome de lo que dejo de hablar.
CIPIÓN.-Pues ¿ahora no puedes decir lo que ahora se te acuerda?
BERGANZA.-Es una cierta historia que me pasó con una grande hechicera, discípula de la
Camacha de Montilla.
CIPIÓN.-Digo que me la cuentes antes que pases más adelante en el cuento de tu vida.
BERGANZA.- Eso no haré yo, por cierto, hasta su tiempo: ten paciencia y escucha por su
orden mis sucesos, que así te darán más gusto, si ya no te fatiga querer saber los medios antes de los
principios.
CIPIÓN.-Sé breve, y cuenta lo que quisieres y como quisieres.
BERGANZA.-«Digo, pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado, por
parecerme que comía el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad, raíz y madre de todos los
vicios, no tenía que ver conmigo, a causa que si los días holgaba, las noches no dormía, dándonos
asaltos a menudo y tocándonos a arma los lobos; y, apenas me habían dicho los pastores ''¡al lobo,
Barcino!'', cuando acudía, primero que los otros perros, a la parte que me señalaban que estaba el
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lobo: corría los valles, escudriñaba los montes, desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba
caminos, y a la mañana volvía al hato, sin haber hallado lobo ni rastro dél, anhelando, cansado,
hecho pedazos y los pies abiertos de los garranchos; y hallaba en el hato, o ya una oveja muerta, o
un carnero degollado y medio comido del lobo. Desesperábame de ver de cuán poco servía mi
mucho cuidado y diligencia. Venía el señor del ganado; salían los pastores a recebirle con las pieles
de la res muerta; culpaba a los pastores por negligentes, y mandaba castigar a los perros por
perezosos: llovían sobre nosotros palos, y sobre ellos reprehensiones; y así, viéndome un día
castigado sin culpa, y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo,
determiné de mudar estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño,
sino estarme junto a él; que, pues el lobo allí venía, allí sería más cierta la presa.
»Cada semana nos tocaban a rebato, y en una escurísima noche tuve yo vista para ver los
lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agachéme detrás de una mata, pasaron los
perros, mis compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de
los mejores del aprisco, y le mataron de manera que verdaderamente pareció a la mañana que había
sido su verdugo el lobo. Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que
despedazaban el ganado los mismos que le habían de guardar. Al punto, hacían saber a su amo la
presa del lobo, dábanle el pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos lo más y lo mejor. Volvía a
reñirles el señor, y volvía también el castigo de los perros. No había lobos, menguaba el rebaño;
quisiera yo descubrillo, hallábame mudo. Todo lo cual me traía lleno de admiración y de congoja.
''¡Válame Dios! -decía entre mí-, ¿quién podrá remediar esta maldad? ¿Quién será poderoso a dar a
entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba y el que os
guarda os mata?''»
CIPIÓN.-Y decías muy bien, Berganza, porque no hay mayor ni más sotil ladrón que el
doméstico, y así, mueren muchos más de los confiados que de los recatados; pero el daño está en
que es imposible que puedan pasar bien las gentes en el mundo si no se fía y se confía. Mas quédese
aquí esto, que no quiero que parezcamos predicadores. Pasa adelante.
BERGANZA.-«Paso adelante, y digo que determiné dejar aquel oficio, aunque parecía tan
bueno, y escoger otro donde por hacerle bien, ya que no fuese remunerado, no fuese castigado.
Volvíme a Sevilla, y entré a servir a un mercader muy rico.»
CIPIÓN.-¿Qué modo tenías para entrar con amo? Porque, según lo que se usa, con gran
dificultad el día de hoy halla un hombre de bien señor a quien servir. Muy diferentes son los señores
de la tierra del Señor del cielo: aquéllos, para recebir un criado, primero le espulgan el linaje,
examinan la habilidad, le marcan la apostura, y aun quieren saber los vestidos que tiene; pero, para
entrar a servir a Dios, el más pobre es más rico; el más humilde, de mejor linaje; y, con sólo que se
disponga con limpieza de corazón a querer servirle, luego le manda poner en el libro de sus gajes,
señalándoselos tan aventajados que, de muchos y de grandes, apenas pueden caber en su deseo.
BERGANZA.-Todo eso es predicar, Cipión amigo.
CIPIÓN.-Así me lo parece a mí, y así, callo.
BERGANZA.-A lo que me preguntaste del orden que tenía para entrar con amo, digo que ya
tú sabes que la humildad es la basa y fundamento de todas virtudes, y que sin ella no hay alguna que
lo sea. Ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines
nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la
arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la templanza; en fin, con ella no
pueden atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios, porque en su blandura y mansedumbre
se embotan y despuntan las flechas de los pecados.
«Désta, pues, me aprovechaba yo cuando quería entrar a servir en alguna casa, habiendo
primero considerado y mirado muy bien ser casa que pudiese mantener y donde pudiese entrar un
perro grande. Luego arrimábame a la puerta, y cuando, a mi parecer, entraba algún forastero, le
ladraba, y cuando venía el señor bajaba la cabeza y, moviendo la cola, me iba a él, y con la lengua
le limpiaba los zapatos. Si me echaban a palos, sufríalos, y con la misma mansedumbre volvía a
hacer halagos al que me apaleaba, que ninguno segundaba, viendo mi porfía y mi noble término.
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Desta manera, a dos porfías me quedaba en casa: servía bien, queríanme luego bien, y nadie me
despidió, si no era que yo me despidiese, o, por mejor decir, me fuese; y tal vez hallé amo que éste
fuera el día que yo estuviera en su casa, si la contraria suerte no me hubiera perseguido.»
CIPIÓN.-De la misma manera que has contado entraba yo con los amos que tuve, y parece
que nos leímos los pensamientos.
BERGANZA.-Como en esas cosas nos hemos encontrado, si no me engaño, y yo te las diré a
su tiempo, como tengo prometido; y ahora escucha lo que me sucedió después que dejé el ganado
en poder de aquellos perdidos.
«Volvíme a Sevilla, como dije, que es amparo de pobres y refugio de desechados, que en su
grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes. Arriméme a la puerta de
una gran casa de un mercader, hice mis acostumbradas diligencias, y a pocos lances me quedé en
ella. Recibiéronme para tenerme atado detrás de la puerta de día y suelto de noche; servía con gran
cuidado y diligencia; ladraba a los forasteros y gruñía a los que no eran muy conocidos; no dormía
de noche, visitando los corrales, subiendo a los terrados, hecho universal centinela de la mía y de las
casas ajenas. Agradóse tanto mi amo de mi buen servicio, que mandó que me tratasen bien y me
diesen ración de pan y los huesos que se levantasen o arrojasen de su mesa, con las sobras de la
cocina, a lo que yo me mostraba agradecido, dando infinitos saltos cuando veía a mi amo,
especialmente cuando venía de fuera; que eran tantas las muestras de regocijo que daba y tantos los
saltos, que mi amo ordenó que me desatasen y me dejasen andar suelto de día y de noche. Como me
vi suelto, corrí a él, rodeéle todo, sin osar llegarle con las manos, acordándome de la fábula de
Isopo, cuando aquel asno, tan asno que quiso hacer a su señor las mismas caricias que le hacía una
perrilla regalada suya, que le granjearon ser molido a palos. Parecióme que en esta fábula se nos dio
a entender que las gracias y donaires de algunos no están bien en otros.»
Apode el truhán, juegue de manos y voltee el histrión, rebuzne el pícaro, imite el canto de los
pájaros y los diversos gestos y acciones de los animales y los hombres el hombre bajo que se
hubiere dado a ello, y no lo quiera hacer el hombre principal, a quien ninguna habilidad déstas le
puede dar crédito ni nombre honroso.
CIPIÓN.-Basta; adelante, Berganza, que ya estás entendido.
BERGANZA.-¡Ojalá que como tú me entiendes me entendiesen aquellos por quien lo digo;
que no sé qué tengo de buen natural, que me pesa infinito cuando veo que un caballero se hace
chocarrero y se precia que sabe jugar los cubiletes y las agallas, y que no hay quien como él sepa
bailar la chacona! Un caballero conozco yo que se alababa que, a ruegos de un sacristán, había
cortado de papel treinta y dos florones para poner en un monumento sobre paños negros, y destas
cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba a sus amigos a verlas como si los llevara a ver las
banderas y despojos de enemigos que sobre la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas.
«Este mercader, pues, tenía dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta catorce años, los
cuales estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesús; iban con autoridad, con ayo y
con pajes, que les llevaban los libros y aquel que llaman vademécum. El verlos ir con tanto aparato,
en sillas si hacía sol, en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que su
padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado que un negro, y algunas
veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien aderezado.»
CIPIÓN.-Has de saber, Berganza, que es costumbre y condición de los mercaderes de Sevilla,
y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino en las de sus
hijos; porque los mercaderes son mayores en su sombra que en sí mismos. Y, como ellos por
maravilla atienden a otra cosa que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente; y, como la
ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y así los tratan y autorizan
como si fuesen hijos de algún príncipe; y algunos hay que les procuran títulos, y ponerles en el
pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya.
BERGANZA.-Ambición es, pero ambición generosa, la de aquel que pretende mejorar su
estado sin perjuicio de tercero.
CIPIÓN.-Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero.
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BERGANZA.-Ya hemos dicho que no hemos de murmurar.
CIPIÓN.-Sí, que yo no murmuro de nadie.
BERGANZA.-Ahora acabo de confirmar por verdad lo que muchas veces he oído decir.
Acaba un maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de caluniar veinte buenos, y si
alguno le reprehende por lo que ha dicho, responde que él no ha dicho nada, y que si ha dicho algo,
no lo ha dicho por tanto, y que si pensara que alguno se había de agraviar, no lo dijera. A la fe,
Cipión, mucho ha de saber, y muy sobre los estribos ha de andar el que quisiere sustentar dos horas
de conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en mí que, con ser un
animal, como soy, a cuatro razones que digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al
vino, y todas maliciosas y murmurantes; por lo cual vuelvo a decir lo que otra vez he dicho: que el
hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche. Vese claro
en que, apenas ha sacado el niño el brazo de las fajas, cuando levanta la mano con muestras de
querer vengarse de quien, a su parecer, le ofende; y casi la primera palabra articulada que habla es
llamar puta a su ama o a su madre.
CIPIÓN.-Así es verdad, y yo confieso mi yerro y quiero que me le perdones, pues te he
perdonado tantos. Echemos pelillos a la mar, como dicen los muchachos, y no murmuremos de aquí
adelante; y sigue tu cuento, que le dejaste en la autoridad con que los hijos del mercader tu amo
iban al estudio de la Compañía de Jesús.
BERGANZA.-A Él me encomiendo en todo acontecimiento; y, aunque el dejar de murmurar
lo tengo por dificultoso, pienso usar de un remedio que oí decir que usaba un gran jurador, el cual,
arrepentido de su mala costumbre, cada vez que después de su arrepentimiento juraba, se daba un
pellizco en el brazo, o besaba la tierra, en pena de su culpa; pero, con todo esto, juraba. Así yo, cada
vez que fuere contra el precepto que me has dado de que no murmure y contra la intención que
tengo de no murmurar, me morderé el pico de la lengua de modo que me duela y me acuerde de mi
culpa para no volver a ella.
CIPIÓN.-Tal es ese remedio, que si usas dél espero que te has de morder tantas veces que has
de quedar sin lengua, y así, quedarás imposibilitado de murmurar.
BERGANZA.-A lo menos, yo haré de mi parte mis diligencias, y supla las faltas el cielo.
«Y así, digo que los hijos de mi amo se dejaron un día un cartapacio en el patio, donde yo a la
sazón estaba; y, como estaba enseñado a llevar la esportilla del jifero mi amo, así del vademécum y
fuime tras ellos, con intención de no soltalle hasta el estudio. Sucedióme todo como lo deseaba: que
mis amos, que me vieron venir con el vademécum en la boca, asido sotilmente de las cintas,
mandaron a un paje me le quitase; mas yo no lo consentí ni le solté hasta que entré en el aula con él,
cosa que causó risa a todos los estudiantes. Lleguéme al mayor de mis amos, y, a mi parecer, con
mucha crianza se le puse en las manos, y quedéme sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando
de hito en hito al maestro que en la cátedra leía. No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a
mí tan poco o nada della, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con
que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas
de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que
juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban
con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con
cordura; y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios y les dibujaban la
hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que
fueron criados.»
CIPIÓN.-Muy bien dices, Berganza; porque yo he oído decir desa bendita gente que para
repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él, y para guiadores y adalides del camino
del cielo, pocos les llegan. Son espejos donde se mira la honestidad, la católica dotrina, la singular
prudencia, y, finalmente, la humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la
bienaventuranza.
BERGANZA.-Todo es así como lo dices.
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«Y, siguiendo mi historia, digo que mis amos gustaron de que les llevase siempre el
vademécum, lo que hice de muy buena voluntad; con lo cual tenía una vida de rey, y aun mejor,
porque era descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo, y domestiquéme
con ellos de tal manera, que me metían la mano en la boca y los más chiquillos subían sobre mí.
Arrojaban los bonetes o sombreros, y yo se los volvía a la mano limpiamente y con muestras de
grande regocijo. Dieron en darme de comer cuanto ellos podían, y gustaban de ver que, cuando me
daban nueces o avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo tierno. Tal
hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la
cual comí como si fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y
mantequillas, de quien era tan bien servido, que más de dos Antonios se empeñaron o vendieron
para que yo almorzase. Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es
lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen
tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo, porque corren
parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose.
»Desta gloria y desta quietud me vino a quitar una señora que, a mi parecer, llaman por ahí
razón de estado; que, cuando con ella se cumple, se ha de descumplir con otras razones muchas. Es
el caso que aquellos señores maestros les pareció que la media hora que hay de lición a lición la
ocupaban los estudiantes, no en repasar las liciones, sino en holgarse conmigo; y así, ordenaron a
mis amos que no me llevasen más al estudio. Obedecieron, volviéronme a casa y a la antigua guarda
de la puerta, y, sin acordarse señor el viejo de la merced que me había hecho de que de día y de
noche anduviese suelto, volví a entregar el cuello a la cadena y el cuerpo a una esterilla que detrás
de la puerta me pusieron.»
¡Ay, amigo Cipión, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el pasar de un estado felice a un
desdichado! Mira: cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se
acaban presto, con la muerte, o la continuación dellas hace un hábito y costumbre en padecellas,
que suele en su mayor rigor servir de alivio; mas, cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin
pensarlo y de improviso, se sale a gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre, y de allí a poco
se vuelve a padecer la suerte primera y a los primeros trabajos y desdichas, es un dolor tan riguroso
que si no acaba la vida, es por atormentarla más viviendo.
«Digo, en fin, que volví a mi ración perruna y a los huesos que una negra de casa me
arrojaba, y aun éstos me dezmaban dos gatos romanos: que, como sueltos y ligeros, érales fácil
quitarme lo que no caía debajo del distrito que alcanzaba mi cadena.»
Cipión hermano, así el cielo te conceda el bien que deseas, que, sin que te enfades, me dejes
ahora filosofar un poco; porque si dejase de decir las cosas que en este instante me han venido a la
memoria de aquellas que entonces me ocurrieron, me parece que no sería mi historia cabal ni de
fruto alguno.
CIPIÓN.-Advierte, Berganza, no sea tentación del demonio esa gana de filosofar que dices te
ha venido, porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta que
darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir mal
es reprehensión y el descubrir los defetos ajenos buen celo. Y no hay vida de ningún murmurante
que, si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias. Y debajo de saber
esto, filosofea ahora cuanto quisieres.
BERGANZA.-Seguro puedes estar, Cipión, de que más murmure, porque así lo tengo
prosupuesto.
«Es, pues, el caso, que como me estaba todo el día ocioso y la ociosidad sea madre de los
pensamientos, di en repasar por la memoria algunos latines que me quedaron en ella de muchos que
oí cuando fui con mis amos al estudio, con que, a mi parecer, me hallé algo más mejorado de
entendimiento, y determiné, como si hablar supiera, aprovecharme dellos en las ocasiones que se
me ofreciesen; pero en manera diferente de la que se suelen aprovechar algunos ignorantes.»
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Hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún
latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos, y
apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.
CIPIÓN.- Por menor daño tengo ése que el que hacen los que verdaderamente saben latín, de
los cuales hay algunos tan imprudentes que, hablando con un zapatero o con un sastre, arrojan
latines como agua.
BERGANZA.-Deso podremos inferir que tanto peca el que dice latines delante de quien los
ignora, como el que los dice ignorándolos.
CIPIÓN.-Pues otra cosa puedes advertir, y es que hay algunos que no les escusa el ser latinos
de ser asnos.
BERGANZA.-Pues ¿quién lo duda? La razón está clara, pues cuando en tiempo de los
romanos hablaban todos latín, como lengua materna suya, algún majadero habría entre ellos, a
quien no escusaría el hablar latín dejar de ser necio.
CIPIÓN.-Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester, hermano
Berganza.
BERGANZA.-Así es, porque también se puede decir una necedad en latín como en romance,
y yo he visto letrados tontos, y gramáticos pesados, y romancistas vareteados con sus listas de latín,
que con mucha facilidad pueden enfadar al mundo, no una sino muchas veces.
CIPIÓN.-Dejemos esto, y comienza a decir tus filosofías.
BERGANZA.-Ya las he dicho: éstas son que acabo de decir.
CIPIÓN.-¿Cuáles?
BERGANZA.-Estas de los latines y romances, que yo comencé y tú acabaste.
CIPIÓN.-¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Así va ello! Canoniza, canoniza, Berganza, a la
maldita plaga de la murmuración, y dale el nombre que quisieres, que ella dará a nosotros el de
cínicos, que quiere decir perros murmuradores; y por tu vida que calles ya y sigas tu historia.
BERGANZA.-¿Cómo la tengo de seguir si callo?
CIPIÓN.-Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo, según la vas
añadiendo colas.
BERGANZA.-Habla con propiedad: que no se llaman colas las del pulpo.
CIPIÓN.-Ése es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar las cosas
por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso nombrarlas, decirlas por
circunloquios y rodeos que templen la asquerosidad que causa el oírlas por sus mismos nombres.
Las honestas palabras dan indicio de la honestidad del que las pronuncia o las escribe.
BERGANZA.-Quiero creerte; «y digo que, no contenta mi fortuna de haberme quitado de mis
estudios y de la vida que en ellos pasaba, tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado
tras de una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquinidad de la
negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenía.»
Mira, Cipión, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas
le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra.
«Dígolo porque la negra de casa estaba enamorada de un negro, asimismo esclavo de casa, el
cual negro dormía en el zaguán, que es entre la puerta de la calle y la de en medio, detrás de la cual
yo estaba; y no se podían juntar sino de noche, y para esto habían hurtado o contrahecho las llaves;
y así, las más de las noches bajaba la negra, y, tapándome la boca con algún pedazo de carne o
queso, abría al negro, con quien se daba buen tiempo, facilitándolo mi silencio, y a costa de muchas
cosas que la negra hurtaba. Algunos días me estragaron la conciencia las dádivas de la negra,
pareciéndome que sin ellas se me apretarían las ijadas y daría de mastín en galgo. Pero, en efeto,
llevado de mi buen natural, quise responder a lo que a mi amo debía, pues tiraba sus gajes y comía
su pan, como lo deben hacer no sólo los perros honrados, a quien se les da renombre de
agradecidos, sino todos aquellos que sirven.»
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CIPIÓN.-Esto sí, Berganza, quiero que pase por filosofía, porque son razones que consisten
en buena verdad y en buen entendimiento; y adelante y no hagas soga, por no decir cola, de tu
historia.
BERGANZA.-Primero te quiero rogar me digas, si es que lo sabes, qué quiere decir filosofía;
que, aunque yo la nombro, no sé lo que es; sólo me doy a entender que es cosa buena.
CIPIÓN.- Con brevedad te la diré. Este nombre se compone de dos nombres griegos, que son
filos y sofía; filos quiere decir amor, y sofía, la ciencia; así que filosofía significa 'amor de la
ciencia', y filósofo, 'amador de la ciencia'.
BERGANZA.-Mucho sabes, Cipión. ¿Quién diablos te enseñó a ti nombres griegos?
CIPIÓN.-Verdaderamente, Berganza, que eres simple, pues desto haces caso; porque éstas
son cosas que las saben los niños de la escuela, y también hay quien presuma saber la lengua griega
sin saberla, como la latina ignorándola.
BERGANZA.-Eso es lo que yo digo, y quisiera que a estos tales los pusieran en una prensa, y
a fuerza de vueltas les sacaran el jugo de lo que saben, porque no anduviesen engañando el mundo
con el oropel de sus gregüescos rotos y sus latines falsos, como hacen los portugueses con los
negros de Guinea.
CIPIÓN.-Ahora sí, Berganza, que te puedes morder la lengua, y tarazármela yo, porque todo
cuanto decimos es murmurar.
BERGANZA.-Sí, que no estoy obligado a hacer lo que he oído decir que hizo uno llamado
Corondas, tirio, el cual puso ley que ninguno entrase en el ayuntamiento de su ciudad con armas, so
pena de la vida. Descuidóse desto, y otro día entró en el cabildo ceñida la espada; advirtiéronselo y,
acordándose de la pena por él puesta, al momento desenvainó su espada y se pasó con ella el pecho,
y fue el primero que puso y quebrantó la ley y pagó la pena. Lo que yo dije no fue poner ley, sino
prometer que me mordería la lengua cuando murmurase; pero ahora no van las cosas por el tenor y
rigor de las antiguas: hoy se hace una ley y mañana se rompe, y quizá conviene que así sea. Ahora
promete uno de enmendarse de sus vicios, y de allí a un momento cae en otros mayores. Una cosa
es alabar la disciplina y otra el darse con ella, y, en efeto, del dicho al hecho hay gran trecho.
Muérdase el diablo, que yo no quiero morderme ni hacer finezas detrás de una estera, donde de
nadie soy visto que pueda alabar mi honrosa determinación.
CIPIÓN.-Según eso, Berganza, si tú fueras persona, fueras hipócrita, y todas las obras que
hicieras fueran aparentes, fingidas y falsas, cubiertas con la capa de la virtud, sólo porque te
alabaran, como todos los hipócritas hacen.
BERGANZA.-No sé lo que entonces hiciera; esto sé que quiero hacer ahora: que es no
morderme, quedándome tantas cosas por decir que no sé cómo ni cuándo podré acabarlas; y más,
estando temeroso que al salir del sol nos hemos de quedar a escuras, faltándonos la habla.
CIPIÓN.-Mejor lo hará el cielo. Sigue tu historia y no te desvíes del camino carretero con
impertinentes digresiones; y así, por larga que sea, la acabarás presto.
BERGANZA.-«Digo, pues, que, habiendo visto la insolencia, ladronicio y deshonestidad de
los negros, determiné, como buen criado, estorbarlo, por los mejores medios que pudiese; y pude
tan bien, que salí con mi intento. Bajaba la negra, como has oído, a refocilarse con el negro, fiada en
que me enmudecían los pedazos de carne, pan o queso que me arrojaba...»
¡Mucho pueden las dádivas, Cipión!
CIPIÓN.-Mucho. No te diviertas, pasa adelante.
BERGANZA.-Acuérdome que cuando estudiaba oí decir al precetor un refrán latino, que
ellos llaman adagio, que decía: Habet bovem in lingua.
CIPIÓN.-¡Oh, que en hora mala hayáis encajado vuestro latín! ¿Tan presto se te ha olvidado
lo que poco ha dijimos contra los que entremeten latines en las conversaciones de romance?
BERGANZA.-Este latín viene aquí de molde; que has de saber que los atenienses usaban,
entre otras, de una moneda sellada con la figura de un buey, y cuando algún juez dejaba de decir o
hacer lo que era razón y justicia, por estar cohechado, decían: ''Este tiene el buey en la lengua''.
CIPIÓN.-La aplicación falta.
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BERGANZA.-¿No está bien clara, si las dádivas de la negra me tuvieron muchos días mudo,
que ni quería ni osaba ladrarla cuando bajaba a verse con su negro enamorado? Por lo que vuelvo a
decir que pueden mucho las dádivas.
CIPIÓN.-Ya te he respondido que pueden mucho, y si no fuera por no hacer ahora una larga
digresión, con mil ejemplos probara lo mucho que las dádivas pueden; mas quizá lo diré, si el cielo
me concede tiempo, lugar y habla para contarte mi vida.
BERGANZA.-Dios te dé lo que deseas, y escucha.
«Finalmente, mi buena intención rompió por las malas dádivas de la negra; a la cual, bajando
una noche muy escura a su acostumbrado pasatiempo, arremetí sin ladrar, porque no se alborotasen
los de casa, y en un instante le hice pedazos toda la camisa y le arranqué un pedazo de muslo: burla
que fue bastante a tenerla de veras más de ocho días en la cama, fingiendo para con sus amos no sé
qué enfermedad. Sanó, volvió otra noche, y yo volví a la pelea con mi perra, y, sin morderla, la
arañé todo el cuerpo como si la hubiera cardado como manta. Nuestras batallas eran a la sorda, de
las cuales salía siempre vencedor, y la negra, malparada y peor contenta. Pero sus enojos se
parecían bien en mi pelo y en mi salud: alzóseme con la ración y los huesos, y los míos poco a poco
iban señalando los nudos del espinazo. Con todo esto, aunque me quitaron el comer, no me
pudieron quitar el ladrar. Pero la negra, por acabarme de una vez, me trujo una esponja frita con
manteca; conocí la maldad; vi que era peor que comer zarazas, porque a quien la come se le hincha
el estómago y no sale dél sin llevarse tras sí la vida. Y, pareciéndome ser imposible guardarme de
las asechanzas de tan indignados enemigos, acordé de poner tierra en medio, quitándomeles delante
de los ojos.
»Halléme un día suelto, y sin decir adiós a ninguno de casa, me puse en la calle, y a menos de
cien pasos me deparó la suerte al alguacil que dije al principio de mi historia, que era grande amigo
de mi amo Nicolás el Romo; el cual, apenas me hubo visto, cuando me conoció y me llamó por mi
nombre; también le conocí yo y, al llamarme, me llegé a él con mis acostumbradas ceremonias y
caricias. Asióme del cuello y dijo a dos corchetes suyos: ''Éste es famoso perro de ayuda, que fue de
un grande amigo mío; llevémosle a casa''. Holgáronse los corchetes, y dijeron que si era de ayuda a
todos sería de provecho. Quisieron asirme para llevarme, y mi amo dijo que no era menester asirme,
que yo me iría, porque le conocía.
»Háseme olvidado decirte que las carlancas con puntas de acero que saqué cuando me
desgarré y ausenté del ganado me las quitó un gitano en una venta, y ya en Sevilla andaba sin ellas;
pero el alguacil me puso un collar tachonado todo de latón morisco.»
Considera, Cipión, ahora esta rueda variable de la fortuna mía: ayer me vi estudiante y hoy
me vees corchete.
CIPIÓN.-Así va el mundo, y no hay para qué te pongas ahora a esagerar los vaivenes de
fortuna, como si hubiera mucha diferencia de ser mozo de un jifero a serlo de un corchete. No
puedo sufrir ni llevar en paciencia oír las quejas que dan de la fortuna algunos hombres que la
mayor que tuvieron fue tener premisas y esperanzas de llegar a ser escuderos. ¡Con qué maldiciones
la maldicen! ¡Con cuántos improperios la deshonran! Y no por más de que porque piense el que los
oye que de alta, próspera y buena ventura han venido a la desdichada y baja en que los miran.
BERGANZA.-Tienes razón; «y has de saber que este alguacil tenía amistad con un escribano,
con quien se acompañaba; estaban los dos amancebados con dos mujercillas, no de poco más a
menos, sino de menos en todo; verdad es que tenían algo de buenas caras, pero mucho de desenfado
y de taimería putesca. Éstas les servían de red y de anzuelo para pescar en seco, en esta forma:
vestíanse de suerte que por la pinta descubrían la figura, y a tiro de arcabuz mostraban ser damas de
la vida libre; andaban siempre a caza de estranjeros, y, cuando llegaba la vendeja a Cádiz y a
Sevilla, llegaba la huella de su ganancia, no quedando bretón con quien no embistiesen; y, en
cayendo el grasiento con alguna destas limpias, avisaban al alguacil y al escribano adónde y a qué
posada iban, y, en estando juntos, les daban asalto y los prendían por amancebados; pero nunca los
llevaban a la cárcel, a causa que los estranjeros siempre redimían la vejación con dineros.
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«Sucedió, pues, que la Colindres, que así se llamaba la amiga del alguacil, pescó un bretón
unto y bisunto; concertó con él cena y noche en su posada; dio el cañuto a su amigo; y, apenas se
habían desnudado, cuando el alguacil, el escribano, dos corchetes y yo dimos con ellos.
Alborotáronse los amantes; esageró el alguacil el delito; mandólos vestir a toda priesa para llevarlos
a la cárcel; afligióse el bretón; terció, movido de caridad, el escribano, y a puros ruegos redujo la
pena a solos cien reales. Pidió el bretón unos follados de camuza que había puesto en una silla a los
pies de la cama, donde tenía dineros para pagar su libertad, y no parecieron los follados, ni podían
parecer; porque, así como yo entré en el aposento, llegó a mis narices un olor de tocino que me
consoló todo; descubríle con el olfato, y halléle en una faldriquera de los follados. Digo que hallé en
ella un pedazo de jamón famoso, y, por gozarle y poderle sacar sin rumor, saqué los follados a la
calle, y allí me entregué en el jamón a toda mi voluntad, y cuando volví al aposento hallé que el
bretón daba voces diciendo en lenguaje adúltero y bastardo, aunque se entendía, que le volviesen
sus calzas, que en ellas tenía cincuenta escuti d'oro in oro. Imaginó el escribano o que la Colindres
o los corchetes se los habían robado; el alguacil pensó lo mismo; llamólos aparte, no confesó
ninguno, y diéronse al diablo todos. Viendo yo lo que pasaba, volví a la calle donde había dejado
los follados, para volverlos, pues a mí no me aprovechaba nada el dinero; no los hallé, porque ya
algún venturoso que pasó se los había llevado. Como el alguacil vio que el bretón no tenía dinero
para el cohecho, se desesperaba, y pensó sacar de la huéspeda de casa lo que el bretón no tenía;
llamóla, y vino medio desnuda, y como oyó las voces y quejas del bretón, y a la Colindres desnuda
y llorando, al alguacil en cólera y al escribano enojado y a los corchetes despabilando lo que
hallaban en el aposento, no le plugo mucho. Mandó el alguacil que se cubriese y se viniese con él a
la cárcel, porque consentía en su casa hombres y mujeres de mal vivir. ¡Aquí fue ello! Aquí sí que
fue cuando se aumentaron las voces y creció la confusión; porque dijo la huéspeda: ''Señor alguacil
y señor escribano, no conmigo tretas, que entrevo toda costura; no conmigo dijes ni poleos: callen la
boca y váyanse con Dios; si no, por mi santiguada que arroje el bodegón por la ventana y que saque
a plaza toda la chirinola desta historia; que bien conozco a la señora Colindres y sé que ha muchos
meses que es su cobertor el señor alguacil; y no hagan que me aclare más, sino vuélvase el dinero a
este señor, y quedemos todos por buenos; porque yo soy mujer honrada y tengo un marido con su
carta de ejecutoria, y con a perpenan rei de memoria, con sus colgaderos de plomo, Dios sea loado,
y hago este oficio muy limpiamente y sin daño de barras. El arancel tengo clavado donde todo el
mundo le vea; y no conmigo cuentos, que, por Dios, que sé despolvorearme. ¡Bonita soy yo para
que por mi orden entren mujeres con los huéspedes! Ellos tienen las llaves de sus aposentos, y yo
no soy quince, que tengo de ver tras siete paredes''.
»Pasmados quedaron mis amos de haber oído la arenga de la huéspeda y de ver cómo les leía
la historia de sus vidas; pero, como vieron que no tenían de quién sacar dinero si della no, porfiaban
en llevarla a la cárcel. Quejábase ella al cielo de la sinrazón y justicia que la hacían, estando su
marido ausente y siendo tan principal hidalgo. El bretón bramaba por sus cincuenta escuti. Los
corchetes porfiaban que ellos no habían visto los follados, ni Dios permitiese lo tal. El escribano,
por lo callado, insistía al alguacil que mirase los vestidos de la Colindres, que le daba sospecha que
ella debía de tener los cincuenta escuti, por tener de costumbre visitar los escondrijos y faldriqueras
de aquellos que con ella se envolvían. Ella decía que el bretón estaba borracho y que debía de
mentir en lo del dinero. En efeto, todo era confusión, gritos y juramentos, sin llevar modo de
apaciguarse, ni se apaciguaran si al instante no entrara en el aposento el teniente de asistente, que,
viniendo a visitar aquella posada, las voces le llevaron adonde era la grita. Preguntó la causa de
aquellas voces; la huéspeda se la dio muy por menudo: dijo quién era la ninfa Colindres, que ya
estaba vestida; publicó la pública amistad suya y del alguacil; echó en la calle sus tretas y modo de
robar; disculpóse a sí misma de que con su consentimiento jamás había entrado en su casa mujer de
mala sospecha; canonizóse por santa y a su marido por un bendito, y dio voces a una moza que
fuese corriendo y trujese de un cofre la carta ejecutoria de su marido, para que la viese el señor
tiniente, diciéndole que por ella echaría de ver que mujer de tan honrado marido no podía hacer
cosa mala; y que si tenía aquel oficio de casa de camas, era a no poder más: que Dios sabía lo que le
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pesaba, y si quisiera ella tener alguna renta y pan cuotidiano para pasar la vida, que tener aquel
ejercicio. El teniente, enfadado de su mucho hablar y presumir de ejecutoria, le dijo: ''Hermana
camera, yo quiero creer que vuestro marido tiene carta de hidalguía con que vos me confeséis que
es hidalgo mesonero''. ''Y con mucha honra -respondió la huéspeda-. Y ¿qué linaje hay en el mundo,
por bueno que sea, que no tenga algún dime y direte?'' ''Lo que yo os digo, hermana, es que os
cubráis, que habéis de venir a la cárcel''. La cual nueva dio con ella en el suelo; arañóse el rostro;
alzó el grito; pero, con todo eso, el teniente, demasiadamente severo, los llevó a todos a la cárcel;
conviene a saber: al bretón, a la Colindres y a la huéspeda. Después supe que el bretón perdió sus
cincuenta escuti, y más diez, en que le condenaron en las costas; la huéspeda pagó otro tanto, y la
Colindres salió libre por la puerta afuera. Y el mismo día que la soltaron pescó a un marinero, que
pagó por el bretón, con el mismo embuste del soplo; porque veas, Cipión, cuántos y cuán grandes
inconvenientes nacieron de mi golosina.»
CIPIÓN.-Mejor dijeras de la bellaquería de tu amo.
BERGANZA.-Pues escucha, que aún más adelante tiraban la barra, puesto que me pesa de
decir mal de alguaciles y de escribanos.
CIPIÓN.-Sí, que decir mal de uno no es decirlo de todos; sí, que muchos y muy muchos
escribanos hay buenos, fieles y legales, y amigos de hacer placer sin daño de tercero; sí, que no
todos entretienen los pleitos, ni avisan a las partes, ni todos llevan más de sus derechos, ni todos van
buscando e inquiriendo las vidas ajenas para ponerlas en tela de juicio, ni todos se aúnan con el juez
para "háceme la barba y hacerte he el copete", ni todos los alguaciles se conciertan con los
vagamundos y fulleros, ni tienen todos las amigas de tu amo para sus embustes. Muchos y muy
muchos hay hidalgos por naturaleza y de hidalgas condiciones; muchos no son arrojados,
insolentes, ni mal criados, ni rateros, como los que andan por los mesones midiendo las espadas a
los estranjeros, y, hallándolas un pelo más de la marca, destruyen a sus dueños. Sí, que no todos
como prenden sueltan, y son jueces y abogados cuando quieren.
BERGANZA.-«Más alto picaba mi amo; otro camino era el suyo; presumía de valiente y de
hacer prisiones famosas; sustentaba la valentía sin peligro de su persona, pero a costa de su bolsa.
Un día acometió en la Puerta de Jerez él solo a seis famosos rufianes, sin que yo le pudiese ayudar
en nada, porque llevaba con un freno de cordel impedida la boca (que así me traía de día, y de
noche me le quitaba). Quedé maravillado de ver su atrevimiento, su brío y su denuedo; así se
entraba y salía por las seis espadas de los rufos como si fueran varas de mimbre; era cosa
maravillosa ver la ligereza con que acometía, las estocadas que tiraba, los reparos, la cuenta, el ojo
alerta porque no le tomasen las espaldas. Finalmente, él quedó en mi opinión y en la de todos
cuantos la pendencia miraron y supieron por un nuevo Rodamonte, habiendo llevado a sus
enemigos desde la Puerta de Jerez hasta los mármoles del Colegio de Mase Rodrigo, que hay más
de cien pasos. Dejólos encerrados, y volvió a coger los trofeos de la batalla, que fueron tres vainas,
y luego se las fue a mostrar al asistente, que, si mal no me acuerdo, lo era entonces el licenciado
Sarmiento de Valladares, famoso por la destruición de La Sauceda. Miraban a mi amo por las calles
do pasaba, señalándole con el dedo, como si dijeran: ''Aquél es el valiente que se atrevió a reñir solo
con la flor de los bravos de la Andalucía''. En dar vueltas a la ciudad, para dejarse ver, se pasó lo
que quedaba del día, y la noche nos halló en Triana, en una calle junto al Molino de la Pólvora; y,
habiendo mi amo avizorado (como en la jácara se dice) si alguien le veía, se entró en una casa, y yo
tras él, y hallamos en un patio a todos los jayanes de la pendencia, sin capas ni espadas, y todos
desabrochados; y uno, que debía de ser el huésped, tenía un gran jarro de vino en la una mano y en
la otra una copa grande de taberna, la cual, colmándola de vino generoso y espumante, brindaba a
toda la compañía. Apenas hubieron visto a mi amo, cuando todos se fueron a él con los brazos
abiertos, y todos le brindaron, y él hizo la razón a todos, y aun la hiciera a otros tantos si le fuera
algo en ello, por ser de condición afable y amigo de no enfadar a nadie por pocas cosas.»
Quererte yo contar ahora lo que allí se trató, la cena que cenaron, las peleas que se contaron,
los hurtos que se refirieron, las damas que de su trato se calificaron y las que se reprobaron, las
alabanzas que los unos a los otros se dieron, los bravos ausentes que se nombraron, la destreza que
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allí se puso en su punto, levantándose en mitad de la cena a poner en prática las tretas que se les
ofrecían, esgrimiendo con las manos, los vocablos tan exquisitos de que usaban; y, finalmente, el
talle de la persona del huésped, a quien todos respetaban como a señor y padre, sería meterme en un
laberinto donde no me fuese posible salir cuando quisiese.
»Finalmente, vine a entender con toda certeza que el dueño de la casa, a quien llamaban
Monipodio, era encubridor de ladrones y pala de rufianes, y que la gran pendencia de mi amo había
sido primero concertada con ellos, con las circunstancias del retirarse y de dejar las vainas, las
cuales pagó mi amo allí, luego, de contado, con todo cuanto Monipodio dijo que había costado la
cena, que se concluyó casi al amanecer, con mucho gusto de todos. Y fue su postre dar soplo a mi
amo de un rufián forastero que, nuevo y flamante, había llegado a la ciudad; debía de ser más
valiente que ellos, y de envidia le soplaron. Prendióle mi amo la siguiente noche, desnudo en la
cama: que si vestido estuviera, yo vi en su talle que no se dejara prender tan a mansalva. Con esta
prisión que sobrevino sobre la pendencia, creció la fama de mi cobarde, que lo era mi amo más que
una liebre, y a fuerza de meriendas y tragos sustentaba la fama de ser valiente, y todo cuanto con su
oficio y con sus inteligencias granjeaba se le iba y desaguaba por la canal de la valentía.
»Pero ten paciencia, y escucha ahora un cuento que le sucedió, sin añadir ni quitar de la
verdad una tilde. Dos ladrones hurtaron en Antequera un caballo muy bueno; trujéronle a Sevilla, y
para venderle sin peligro usaron de un ardid que, a mi parecer, tiene del agudo y del discreto.
Fuéronse a posar a posadas diferentes, y el uno se fue a la justicia y pidió por una petición que
Pedro de Losada le debía cuatrocientos reales prestados, como parecía por una cédula firmada de su
nombre, de la cual hacía presentación. Mandó el tiniente que el tal Losada reconociese la cédula, y
que si la reconociese, le sacasen prendas de la cantidad o le pusiesen en la cárcel; tocó hacer esta
diligencia a mi amo y al escribano su amigo; llevóles el ladrón a la posada del otro, y al punto
reconoció su firma y confesó la deuda, y señaló por prenda de la ejecución el caballo, el cual visto
por mi amo, le creció el ojo; y le marcó por suyo si acaso se vendiese. Dio el ladrón por pasados los
términos de la ley, y el caballo se puso en venta y se remató en quinientos reales en un tercero que
mi amo echó de manga para que se le comprase. Valía el caballo tanto y medio más de lo que
dieron por él. Pero, como el bien del vendedor estaba en la brevedad de la venta, a la primer postura
remató su mercaduría. Cobró el un ladrón la deuda que no le debían, y el otro la carta de pago que
no había menester, y mi amo se quedó con el caballo, que para él fue peor que el Seyano lo fue para
sus dueños. Mondaron luego la haza los ladrones, y, de allí a dos días, después de haber trastejado
mi amo las guarniciones y otras faltas del caballo, pareció sobre él en la plaza de San Francisco,
más hueco y pomposo que aldeano vestido de fiesta. Diéronle mil parabienes de la buena compra,
afirmándole que valía ciento y cincuenta ducados como un huevo un maravedí; y él, volteando y
revolviendo el caballo, representaba su tragedia en el teatro de la referida plaza. Y, estando en sus
caracoles y rodeos, llegaron dos hombres de buen talle y de mejor ropaje, y el uno dijo: ''¡Vive
Dios, que éste es Piedehierro, mi caballo, que ha pocos días que me le hurtaron en Antequera!''.
Todos los que venían con él, que eran cuatro criados, dijeron que así era la verdad: que aquél era
Piedehierro, el caballo que le habían hurtado. Pasmóse mi amo, querellóse el dueño, hubo pruebas,
y fueron las que hizo el dueño tan buenas, que salió la sentencia en su favor y mi amo fue
desposeído del caballo. Súpose la burla y la industria de los ladrones, que por manos e intervención
de la misma justicia vendieron lo que habían hurtado, y casi todos se holgaban de que la codicia de
mi amo le hubiese rompido el saco.
»Y no paró en esto su desgracia; que aquella noche, saliendo a rondar el mismo asistente, por
haberle dado noticia que hacia los barrios de San Ju[l]ián andaban ladrones, al pasar de una
encrucijada vieron pasar un hombre corriendo, y dijo a este punto el asistente, asiéndome por el
collar y zuzándome: ''¡Al ladrón, Gavilán! ¡Ea, Gavilán, hijo, al ladrón, al ladrón!'' Yo, a quien ya
tenían cansado las maldades de mi amo, por cumplir lo que el señor asistente me mandaba sin
discrepar en nada, arremetí con mi propio amo, y sin que pudiese valerse, di con él en el suelo; y si
no me le quitaran, yo hiciera a más de a cuatro vengados; quitáronme con mucha pesadumbre de
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entrambos. Quisieran los corchetes castigarme, y aun matarme a palos, y lo hicieran si el asistente
no les dijera: ''No le toque nadie, que el perro hizo lo que yo le mandé''.
»Entendióse la malicia, y yo, sin despedirme de nadie, por un agujero de la muralla salí al
campo, y antes que amaneciese me puse en Mairena, que es un lugar que está cuatro leguas de
Sevilla. Quiso mi buena suerte que hallé allí una compañía de soldados que, según oí decir, se iban
a embarcar a Cartagena. Estaban en ella cuatro rufianes de los amigos de mi amo, y el atambor era
uno que había sido corchete y gran chocarrero, como lo suelen ser los más atambores.
Conociéronme todos y todos me hablaron; y así, me preguntaban por mi amo como si les hubiera de
responder; pero el que más afición me mostró fue el atambor, y así, determiné de acomodarme con
él, si él quisiese, y seguir aquella jornada, aunque me llevase a Italia o a Flandes; porque me parece
a mí, y aun a ti te debe parecer lo mismo, que, puesto que dice el refrán "quien necio es en su villa,
necio es en Castilla", el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres
discretos.»
CIPIÓN.-Es eso tan verdad, que me acuerdo haber oído decir a un amo que tuve de bonísimo
ingenio que al famoso griego llamado Ulises le dieron renombre de prudente por sólo haber andado
muchas tierras y comunicado con diversas gentes y varias naciones; y así, alabo la intención que
tuviste de irte donde te llevasen.
BERGANZA.-«Es, pues, el caso que el atambor, por tener con qué mostrar más sus
chacorrerías, comenzó a enseñarme a bailar al son del atambor y a hacer otras monerías, tan ajenas
de poder aprenderlas otro perro que no fuera yo como las oirás cuando te las diga.
»Por acabarse el distrito de la comisión, se marchaba poco a poco; no había comisario que
nos limitase; el capitán era mozo, pero muy buen caballero y gran cristiano; el alférez no hacía
muchos meses que había dejado la Corte y el tinelo; el sargento era matrero y sagaz y grande arriero
de compañías, desde donde se levantan hasta el embarcadero. Iba la compañía llena de rufianes
churrulleros, los cuales hacían algunas insolencias por los lugares do pasábamos, que redundaban
en maldecir a quien no lo merecía. Infelicidad es del buen príncipe ser culpado de sus súbditos por
la culpa de sus súbditos, a causa que los unos son verdugos de los otros, sin culpa del señor; pues,
aunque quiera y lo procure no puede remediar estos daños, porque todas o las más cosas de la
guerra traen consigo aspereza, riguridad y desconveniencia.
»En fin, en menos de quince días, con mi buen ingenio y con la diligencia que puso el que
había escogido por patrón, supe saltar por el Rey de Francia y a no saltar por la mala tabernera.
Enseñóme a hacer corvetas como caballo napolitano y a andar a la redonda como mula de atahona,
con otras cosas que, si yo no tuviera cuenta en no adelantarme a mostrarlas, pusiera en duda si era
algún demonio en figura de perro el que las hacía. Púsome nombre del "perro sabio", y no habíamos
llegado al alojamiento cuando, tocando su atambor, andaba por todo el lugar pregonando que todas
las personas que quisiesen venir a ver las maravillosas gracias y habilidades del perro sabio en tal
casa o en tal hospital las mostraban, a ocho o a cuatro maravedís, según era el pueblo grande o
chico. Con estos encarecimientos no quedaba persona en todo el lugar que no me fuese a ver, y
ninguno había que no saliese admirado y contento de haberme visto. Triunfaba mi amo con la
mucha ganancia, y sustentaba seis camaradas como unos reyes. La codicia y la envidia despertó en
los rufianes voluntad de hurtarme, y andaban buscando ocasión para ello: que esto del ganar de
comer holgando tiene muchos aficionados y golosos; por esto hay tantos titereros en España, tantos
que muestran retablos, tantos que venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen
todo, no llega a poderse sustentar un día; y, con esto, los unos y los otros no salen de los bodegones
y tabernas en todo el año; por do me doy a entender que de otra parte que de la de sus oficios sale la
corriente de sus borracheras. Toda esta gente es vagamunda, inúti[l] y sin provecho; esponjas del
vino y gorgojos del pan.»
CIPIÓN.-No más, Berganza; no volvamos a lo pasado: sigue, que se va la noche, y no querría
que al salir del sol quedásemos a la sombra del silencio.
BERGANZA.-Tenle y escucha.
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»Como sea cosa fácil añadir a lo ya inventado, viendo mi amo cuán bien sabía imitar el corcel
napolitano, hízome unas cubiertas de guadamací y una silla pequeña, que me acomodó en las
espaldas, y sobre ella puso una figura liviana de un hombre con una lancilla de correr sortija, y
enseñóme a correr derechamente a una sortija que entre dos palos ponía; y el día que había de
correrla pregonaba que aquel día corría sortija el perro sabio y hacía otras nuevas y nunca vistas
galanterías, las cuales de mi santiscario, como dicen, las hacía por no sacar mentiroso a mi amo.
»Llegamos, pues, por nuestras jornadas contadas a Montilla, villa del famoso y gran cristiano
Marqués de Priego, señor de la casa de Aguilar y de Montilla. Alojaron a mi amo, porque él lo
procuró, en un hospital; echó luego el ordinario bando, y, como ya la fama se había adelantado a
llevar las nuevas de las habilidades y gracias del perro sabio, en menos de una hora se llenó el patio
de gente. Alegróse mi amo viendo que la cosecha iba de guilla, y mostróse aquel día chacorrero en
demasía. Lo primero en que comenzaba la fiesta era en los saltos que yo daba por un aro de cedazo,
que parecía de cuba: conjurábame por las ordinarias preguntas, y cuando él bajaba una varilla de
membrillo que en la mano tenía, era señal del salto; y cuando la tenía alta, de que me estuviese
quedo. El primer conjuro deste día (memorable entre todos los de mi vida) fue decirme: ''Ea,
Gavilán amigo, salta por aquel viejo verde que tú conoces que se escabecha las barbas; y si no
quieres, salta por la pompa y el aparato de doña Pimpinela de Plafagonia, que fue compañera de la
moza gallega que servía en Valdeastillas. ¿No te cuadra el conjuro, hijo Gavilán? Pues salta por el
bachiller Pasillas, que se firma licenciado sin tener grado alguno. ¡Oh, perezoso estás! ¿Por qué no
saltas? Pero ya entiendo y alcanzo tus marrullerías: ahora salta por el licor de Esquivias, famoso al
par del de Ciudad Real, San Martín y Ribadavia''. Bajó la varilla y salté yo, y noté sus malicias y
malas entrañas.
»Volvióse luego al pueblo y en voz alta dijo: ''No piense vuesa merced, senado valeroso, que
es cosa de burla lo que este perro sabe: veinte y cuatro piezas le tengo enseñadas que por la menor
dellas volaría un gavilán; quiero decir que por ver la menor se pueden caminar treinta leguas. Sabe
bailar la zarabanda y chacona mejor que su inventora misma; bébese una azumbre de vino sin dejar
gota; entona un sol fa mi re tan bien como un sacristán; todas estas cosas, y otras muchas que me
quedan por decir, las irán viendo vuesas mercedes en los días que estuviere aquí la compañía; y por
ahora dé otro sa[l]to nuestro sabio, y luego entraremos en lo grueso''. Con esto suspendió el
auditorio, que había llamado senado, y les encendió el deseo de no dejar de ver todo lo que yo sabía.
»Volvióse a mí mi amo y dijo: ''Volved, hijo Gavilán, y con gentil agilidad y destreza
deshaced los saltos que habéis hecho; pero ha de ser a devoción de la famosa hechicera que dicen
que hubo en este lugar''. Apenas hubo dicho esto, cuando alzó la voz la hospitalera, que era una
vieja, al parecer, de más de sesenta años, diciendo: ''¡Bellaco, charlatán, embaidor y hijo de puta,
aquí no hay hechicera alguna! Si lo decís por la Camacha, ya ella pagó su pecado, y está donde Dios
se sabe; si lo decís por mí, chacorrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida; y si he tenido fama
de haberlo sido, merced a los testigos falsos, y a la ley del encaje, y al juez arrojadizo y mal
informado, ya sabe todo el mundo la vida que hago en penitencia, no de los hechizos que no hice,
sino de otros muchos pecados: otros que como pecadora he cometido. Así que, socarrón
tamborilero, salid del hospital: si no, por vida de mi santiguada que os haga salir más que de paso''.
Y, con esto, comenzó a dar tantos gritos y a decir tantas y tan atropelladas injurias a mi amo, que
[le] puso en confusión y sobresalto; finalmente, no dejó que pasase adelante la fiesta en ningún
modo. No le pesó a mi amo del alboroto, porque se quedó con los dineros y aplazó para otro día y
en otro hospital lo que en aquél había faltado. Fuese la gente maldiciendo a la vieja, añadiendo al
nombre de hechicera el de bruja, y el de barbuda sobre vieja. Con todo esto, nos quedamos en el
hospital aquella noche; y, encontrándome la vieja en el corral solo, me dijo: ''¿Eres tú, hijo Montiel?
¿Eres tú, por ventura, hijo?''. Alcé la cabeza y miréla muy de espacio; lo cual visto por ella, con
lágrimas en los ojos se vino a mí y me echó los brazos al cuello, y si la dejara me besara en la boca;
pero tuve asco y no lo consentí.»
CIPIÓN.- Bien hiciste, porque no es regalo, sino tormento, el besar ni dejar besarse de una
vieja.
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BERGANZA.-Esto que ahora te quiero contar te lo había de haber dicho al principio de mi
cuento, y así escusáramos la admiración que nos causó el vernos con habla.
«Porque has de saber que la vieja me dijo: ''Hijo Montiel, vente tras mí y sabrás mi aposento,
y procura que esta noche nos veamos a solas en él, que yo dejaré abierta la puerta; y sabe que tengo
muchas cosas que decirte de tu vida y para tu provecho''. Bajé yo la cabeza en señal de obedecerla,
por lo cual ella se acabó de enterar en que yo era el perro Montiel que buscaba, según después me lo
dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la noche, por ver en lo que paraba aquel misterio, o
prodigio, de haberme hablado la vieja; y, como había oído llamarla de hechicera, esperaba de su
vista y habla grandes cosas. Llegóse, en fin, el punto de verme con ella en su aposento, que era
escuro, estrecho y bajo, y solamente claro con la débil luz de un candil de barro que en él estaba;
atizóle la vieja, y sentóse sobre una arquilla, y llegóme junto a sí, y, sin hablar palabra, me volvió a
abrazar, y yo volví a tener cuenta con que no me besase. Lo primero que me dijo fue:
»''Bien esperaba yo en el cielo que, antes que estos mis ojos se cerrasen con el último sueño,
te había de ver, hijo mío; y, ya que te he visto, venga la muerte y lléveme desta cansada vida. Has
de saber, hijo, que en esta villa vivió la más famosa hechicera que hubo en el mundo, a quien
llamaron la Camacha de Montilla; fue tan única en su oficio, que las Eritos, las Circes, las Medeas,
de quien he oído decir que están las historias llenas, no la igualaron. Ella congelaba las nubes
cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba volvía sereno el más
turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejas tierras, remediaba maravillosamente las
doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza, cubría a las viudas de modo que
con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las casadas y casaba las que ella quería. Por
diciembre tenía rosas frescas en su jardín y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros en
una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo, o en la uña de una criatura, los
vivos o los muertos que le pedían que mostrase. Tuvo fama que convertía los hombres en animales,
y que se había servido de un sacristán seis años, en forma de asno, real y verdaderamente, lo que yo
nunca he podido alcanzar cómo se haga, porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que
convertían los hombres en bestias, dicen los que más saben que no era otra cosa sino que ellas, con
su mucha hermosura y con sus halagos, atraían los hombres de manera a que las quisiesen bien, y
los sujetaban de suerte, sirviéndose dellos en todo cuanto querían, que parecían bestias. Pero en ti,
hijo mío, la experiencia me muestra lo contrario: que sé que eres persona racional y te veo en
semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace
parecer una cosa por otra. Sea lo que fuere, lo que me pesa es que yo ni tu madre, que fuimos
discípulas de la buena Camacha, nunca llegamos a saber tanto como ella; y no por falta de ingenio,
ni de habilidad, ni de ánimo, que antes nos sobraba que faltaba, sino por sobra de su malicia, que
nunca quiso enseñarnos las cosas mayores, porque las reservaba para ella.
»''Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la Camacha fue famosa; yo me llamo
la Cañizares, si ya no tan sabia como las dos, a lo menos de tan buenos deseos como cualquiera
dellas. Verdad es que el ánimo que tu madre tenía de hacer y entrar en un cerco y encerrarse en él
con una legión de demonios, no le hacía ventaja la misma Camacha. Yo fui siempre algo
medrosilla; con conjurar media legión me contentaba, pero, con paz sea dicho de entrambas, en esto
de conficionar las unturas con que las brujas nos untamos, a ninguna de las dos diera ventaja, ni la
daré a cuantas hoy siguen y guardan nuestras reglas. Que has de saber, hijo, que como yo he visto y
veo que la vida, que corre sobre las ligeras alas del tiempo, se acaba, he querido dejar todos los
vicios de la hechicería, en que estaba engolfada muchos años había, y sólo me he quedado con la
curiosidad de ser bruja, que es un vicio dificultosísimo de dejar. Tu madre hizo lo mismo: de
muchos vicios se apartó, muchas buenas obras hizo en esta vida, pero al fin murió bruja; y no murió
de enfermedad alguna, sino de dolor de que supo que la Camacha, su maestra, de envidia que la
tuvo porque se le iba subiendo a las barbas en saber tanto como ella (o por otra pendenzuela de
celos, que nunca pude averiguar), estando tu madre preñada y llegándose la hora del parto, fue su
comadre la Camacha, la cual recibió en sus manos lo que tu madre parió, y mostróle que había
parido dos perritos; y, así como los vio, dijo: '¡Aquí hay maldad, aquí hay bellaquería!'. 'Pero,
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hermana Montiela, tu amiga soy; yo encubriré este parto, y atiende tú a estar sana, y haz cuenta que
esta tu desgracia queda sepultada en el mismo silencio; no te dé pena alguna este suceso, que ya
sabes tú que puedo yo saber que si no es con Rodríguez, el ganapán tu amigo, días ha que no tratas
con otro; así que, este perruno parto de otra parte viene y algún misterio contiene. Admiradas
quedamos tu madre y yo, que me hallé presente a todo, del estraño suceso. La Camacha se fue y se
llevó los cachorros; yo me quedé con tu madre para asistir a su regalo, la cual no podía creer lo que
le había sucedido.
»''Llegóse el fin de la Camacha, y, estando en la última hora de su vida, llamó a tu madre y le
dijo como ella había convertido a sus hijos en perros por cierto enojo que con ella tuvo; pero que no
tuviese pena, que ellos volverían a su ser cuando menos lo pensasen; mas que no podía ser primero
que ellos por sus mismos ojos viesen lo siguiente:
Volverán en su forma verdadera
cuando vieren con presta diligencia
derribar los soberbios levantados,
y alzar a los humildes abatidos,
con poderosa mano para hacello.
»''Esto dijo la Camacha a tu madre al tiempo de su muerte, como ya te he dicho. Tomólo tu
madre por escrito y de memoria, y yo lo fijé en la mía para si sucediese tiempo de poderlo decir a
alguno de vosotros; y, para poder conoceros, a todos los perros que veo de tu color los llamo con el
nombre de tu madre, no por pensar que los perros han de saber el nombre, sino por ver si
respondían a ser llamados tan diferentemente como se llaman los otros perros. Y esta tarde, como te
vi hacer tantas cosas y que te llaman el perro sabio, y también como alzaste la cabeza a mirarme
cuando te llamé en el corral, he creído que tú eres hijo de la Montiela, a quien con grandísimo gusto
doy noticia de tus sucesos y del modo con que has de cobrar tu forma primera; el cual modo
quisiera yo que fuera tan fácil como el que se dice de Apu[l]eyo en El asno de oro, que consistía en
sólo comer una rosa. Pero este tuyo va fundado en acciones ajenas y no en tu diligencia. Lo que has
de hacer, hijo, es encomendarte a Dios allá en tu corazón, y espera que éstas, que no quiero
llamarlas profecías, sino adivinanzas, han de suceder presto y prósperamente; que, pues la buena de
la Camacha las dijo, sucederán sin duda alguna, y tú y tu hermano, si es vivo, os veréis como
deseáis.
»''De lo que a mí me pesa es que estoy tan cerca de mi acabamiento que no tendré lugar de
verlo. Muchas veces he querido preguntar a mi cabrón qué fin tendrá vuestro suceso, pero no me he
atrevido, porque nunca a lo que le preguntamos responde a derechas, sino con razones torcidas y de
muchos sentidos. Así que, a este nuestro amo y señor no hay que preguntarle nada, porque con una
verdad mezcla mil mentiras; y, a lo que yo he colegido de sus respuestas, él no sabe nada de lo por
venir ciertamente, sino por conjeturas. Con todo esto, nos trae tan engañadas a las que somos brujas,
que, con hacernos mil burlas, no le podemos dejar. Vamos a verle muy lejos de aquí, a un gran
campo, donde nos juntamos infinidad de gente, brujos y brujas, y allí nos da de comer
desabridamente, y pasan otras cosas que en verdad y en Dios y en mi ánima que no me atrevo a
contarlas, según son sucias y asquerosas, y no quiero ofender tus castas orejas. Hay opinión que no
vamos a estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de
todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido. Otros dicen que no, sino que
verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima; y entrambas opiniones tengo para mí que son
verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuándo vamos de una o de otra manera, porque todo lo
que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y
verdaderamente. Algunas experiencias desto han hecho los señores inquisidores con algunas de
nosotras que han tenido presas, y pienso que han hallado ser verdad lo que digo.
»''Quisiera yo, hijo, apartarme deste pecado, y para ello he hecho mis diligencias: heme
acogido a ser hospitalera; curo a los pobres, y algunos se mueren que me dan a mí la vida con lo que
me mandan o con lo que se les queda entre los remiendos, por el cuidado que yo tengo de
espulgarlos los vestidos. Rezo poco y en público, murmuro mucho y en secreto. Vame mejor con
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ser hipócrita que con ser pecadora declarada: las apariencias de mis buenas obras presentes van
borrando en la memoria de los que me conocen las malas obras pasadas. En efeto, la santidad
fingida no hace daño a ningún tercero, sino al que la usa. Mira, hijo Montiel, este consejo te doy:
que seas bueno en todo cuanto pudieres; y si has de ser malo, procura no parecerlo en todo cuanto
pudieres. Bruja soy, no te lo niego; bruja y hechicera fue tu madre, que tampoco te lo puedo negar;
pero las buenas apariencias de las dos podían acreditarnos en todo el mundo. Tres días antes que
muriese habíamos estado las dos en un valle de los Montes Perineos en una gran gira, y, con todo
eso, cuando murió fue con tal sosiego y reposo, que si no fueron algunos visajes que hizo un cuarto
de hora antes que rindiese el alma, no parecía sino que estaba en aquélla como en un tálamo de
flores. Llevaba atravesados en el corazón sus dos hijos, y nunca quiso, aun en el artículo de la
muerte, perdonar a la Camacha: tal era ella de entera y firme en sus cosas. Yo le cerré los ojos y fui
con ella hasta la sepultura; allí la dejé para no verla más, aunque no tengo perdida la esperanza de
verla antes que me muera, porque se ha dicho por el lugar que la han visto algunas personas andar
por los cimenterios y encrucijadas en diferentes figuras, y quizá alguna vez la toparé yo, y le
preguntaré si manda que haga alguna cosa en descargo de su conciencia''.
»Cada cosa destas que la vieja me decía en alabanza de la que decía ser mi madre era una
lanzada que me atravesaba el corazón, y quisiera arremeter a ella y hacerla pedazos entre los
dientes; y si lo dejé de hacer fue porque no le tomase la muerte en tan mal estado. Finalmente, me
dijo que aquella noche pensaba untarse para ir a uno de sus usados convites, y que cuando allá
estuviese pensaba preguntar a su dueño algo de lo que estaba por sucederme. Quisiérale yo
preguntar qué unturas eran aquellas que decía, y parece que me leyó el deseo, pues respondió a mi
intención como si se lo hubiera preguntado, pues dijo:
»''Este ungüento con que las brujas nos untamos es compuesto de jugos de yerbas en todo
estremo fríos, y no es, como dice el vulgo, hecho con la sangre de los niños que ahogamos. Aquí
pudieras también preguntarme qué gusto o provecho saca el demonio de hacernos matar las
criaturas tiernas, pues sabe que, estando bautizadas, como inocentes y sin pecado, se van al cielo, y
él recibe pena particular con cada alma cristiana que se le escapa; a lo que no te sabré responder
otra cosa sino lo que dice el refrán: "que tal hay que se quiebra dos ojos porque su enemigo se
quiebre uno"; y por la pesadumbre que da a sus padres matándoles los hijos, que es la mayor que se
puede imaginar. Y lo que más le importa es hacer que nosotras cometamos a cada paso tan cruel y
perverso pecado; y todo esto lo permite Dios por nuestros pecados, que sin su permisión yo he visto
por experiencia que no puede ofender el diabo a una hormiga; y es tan verdad esto que, rogándole
yo una vez que destruyese una viña de un mi enemigo, me respondió que ni aun tocar a una hoja
della no podía, porque Dios no quería; por lo cual podrás venir a entender, cuando seas hombre, que
todas las desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las ciudades y a los pueblos: las muertes
repentinas, los naufragios, las caídas, en fin, todos los males que llaman de daño, vienen de la mano
del Altísimo y de su voluntad permitente; y los daños y males que llaman de culpa vienen y se
causan por nosotros mismos. Dios es impecable, de do se infiere que nosotros somos autores del
pecado, formándole en la intención, en la palabra y en la obra; todo permitiéndolo Dios, por
nuestros pecados, como ya he dicho.
»''Dirás tú ahora, hijo, si es que acaso me entiendes, que quién me hizo a mí teóloga, y aun
quizá dirás entre ti: '¡Cuerpo de tal con la puta vieja! ¿Por qué no deja de ser bruja, pues sabe tanto,
y se vuelve a Dios, pues sabe que está más prompto a perdonar pecados que a permitirlos?' A esto te
respondo, como si me lo preguntaras, que la costumbre del vicio se vuelve en naturaleza; y éste de
ser brujas se convierte en sangre y carne, y en medio de su ardor, que es mucho, trae un frío que
pone en el alma tal, que la resfría y entorpece aun en la fe, de donde nace un olvido de sí misma, y
ni se acuerda de los temores con que Dios la amenaza ni de la gloria con que la convida; y, en efeto,
como es pecado de carne y de deleites, es fuerza que amortigüe todos los sentidos, y los embelese y
absorte, sin dejarlos usar sus oficios como deben; y así, quedando el alma inútil, floja y
desmazalada, no puede levantar la consideración siquiera a tener algún buen pensamiento; y así,
dejándose estar sumida en la profunda sima de su miseria, no quiere alzar la mano a la de Dios, que
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se la está dando, por sola su misericordia, para que se levante. Yo tengo una destas almas que te he
pintado: todo lo veo y todo lo entiendo, y como el deleite me tiene echados grillos a la voluntad,
siempre he sido y seré mala.
»''Pero dejemos esto y volvamos a lo de las unturas; y digo que son tan frías, que nos privan
de todos los sentidos en untándonos con ellas, y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y
entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras
veces, acabadas de untar, a nuestro parecer, mudamos forma, y convertidas en gallos, lechuzas o
cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera, y allí cobramos nuestra primera forma y
gozamos de los deleites que te dejo de decir, por ser tales, que la memoria se escandaliza en
acordarse dellos, y así, la lengua huye de contarlos; y, con todo esto, soy bruja, y cubro con la capa
de la hipocresía todas mis muchas faltas. Verdad es que si algunos me estiman y honran por buena,
no faltan muchos que me dicen, no dos dedos del oído, el nombre de las fiestas, que es el que les
imprimió la furia de un juez colérico que en los tiempos pasados tuvo que ver conmigo y con tu
madre, depositando su ira en las manos de un verdugo que, por no estar sobornado, usó de toda su
plena potestad y rigor con nuestras espaldas. Pero esto ya pasó, y todas las cosas se pasan; las
memorias se acaban, las vidas no vuelven, las lenguas se cansan, los sucesos nuevos hacen olvidar
los pasados. Hospitalera soy, buenas muestras doy de mi proceder, buenos ratos me dan mis
unturas, no soy tan vieja que no pueda vivir un año, puesto que tengo setenta y cinco; y, ya que no
puedo ayunar, por la edad, ni rezar, por los vaguidos, ni andar romerías, por la flaqueza de mis
piernas, ni dar limosna, porque soy pobre, ni pensar en bien, porque soy amiga de murmurar, y para
haberlo de hacer es forzoso pensarlo primero, así que siempre mis pensamientos han de ser malos,
con todo esto, sé que Dios es bueno y misericordioso y que Él sabe lo que ha de ser de mí, y basta;
y quédese aquí esta plática, que verdaderamente me entristece. Ven, hijo, y verásme untar, que
todos los duelos con pan son buenos, el buen día, meterle en casa, pues mientras se ríe no se llora;
quiero decir que, aunque los gustos que nos da el demonio son aparentes y falsos, todavía nos
parecen gustos, y el deleite mucho mayor es imaginado que gozado, aunque en los verdaderos
gustos debe de ser al contrario''.
»Levantóse, en diciendo esta larga arenga, y, tomando el candil, se entró en otro aposentillo
más estrecho; seguíla, combatido de mil varios pensamientos y admirado de lo que había oído y de
lo que esperaba ver. Colgó la Cañizares el candil de la pared y con mucha priesa se desnudó hasta la
camisa; y, sacando de un rincón una olla vidriada, metió en ella la mano, y, murmurando entre
dientes, se untó desde los pies a la cabeza, que tenía sin toca. Antes que se acabase de untar me dijo
que, ora se quedase su cuerpo en aquel aposento sin sentido, ora desapareciese dél, que no me
espantase, ni dejase de aguardar allí hasta la mañana, porque sabría las nuevas de lo que me
quedaba por pasar hasta ser hombre. Díjele bajando la cabeza que sí haría, y con esto acabó su
untura y se tendió en el suelo como muerta. Llegué mi boca a la suya y vi que no respiraba poco ni
mucho.»
Una verdad te quiero confesar, Cipión amigo: que me dio gran temor verme encerrado en
aquel estrecho aposento con aquella figura delante, la cual te la pintaré como mejor supiere.
»Ella era larga de más de siete pies; toda era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra,
vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le
colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas;
denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la
cabeza desgreñada, la mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente, toda
era flaca y endemoniada. Púseme de espacio a mirarla y apriesa comenzó a apoderarse de mí el
miedo, considerando la mala visión de su cuerpo y la peor ocupación de su alma. Quise morderla,
por ver si volvía en sí, y no hallé parte en toda ella que el asco no me lo estorbase; pero, con todo
esto, la así de un carcaño y la saqué arrastrando al patio; mas ni por esto dio muestras de tener
sentido. Allí, con mirar el cielo y verme en parte ancha, se me quitó el temor; a lo menos, se templó
de manera que tuve ánimo de esperar a ver en lo que paraba la ida y vuel-ta de aquella mala
hembra, y lo que me contaba de mis sucesos. En esto me preguntaba yo a mí mismo: ''¿quién hizo a
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esta mala vieja tan discreta y tan mala? ¿De dónde sabe ella cuáles son males de daño y cuáles de
culpa? ¿Cómo entiende y habla tanto de Dios, y obra tanto del diablo? ¿Cómo peca tan de malicia,
no escusándose con ignorancia?''
»En estas consideraciones se pasó la noche y se vino el día, que nos halló a los dos en mitad
del patio: ella no vuelta en sí y a mí junto a ella, en cuclillas, atento, mirando su espantosa y fea
catadura. Acudió la gente del hospital, y, viendo aquel retablo, unos decían: ''Ya la bendita
Cañizares es muerta; mirad cuán disfigurada y flaca la tenía la penitencia''; otros, más considerados,
la tomaron el pulso, y vieron que le tenía, y que no era muerta, por do se dieron a entender que
estaba en éxtasis y arrobada, de puro buena. Otros hubo que dijeron: ''Esta puta vieja sin duda debe
de ser bruja, y debe de estar untada; que nunca los santos hacen tan deshonestos arrobos, y hasta
ahora, entre los que la conocemos, más fama tiene de bruja que de santa''. Curiosos hubo que se
llegaron a hincarle alfileres por las carnes, desde la punta hasta la cabeza: ni por eso recordaba la
dormilona, ni volvió en sí hasta las siete del día; y, como se sintió acribada de los alfileres, y
mordida de los carcañares, y magullada del arrastramiento fuera de su aposento, y a vista de tantos
ojos que la estaban mirando, creyó, y creyó la verdad, que yo había sido el autor de su deshonra; y
así, arremetió a mí, y, echándome ambas manos a la garganta, procuraba ahogarme diciendo: ''¡Oh
bellaco, desagradecido, ignorante y malicioso! ¿Y es éste el pago que merecen las buenas obras que
a tu madre hice y de las que te pensaba hacer a ti?'' Yo, que me vi en peligro de perder la vida entre
las uñas de aquella fiera arpía, sacudíme, y, asiéndole de las luengas faldas de su vientre, la
zamarreé y arrastré por todo el patio; ella daba voces que la librasen de los dientes de aquel maligno
espíritu.
»Con estas razones de la mala vieja, creyeron los más que yo debía de ser algún demonio de
los que tienen ojeriza continua con los buenos cristianos, y unos acudieron a echarme agua bendita,
otros no osaban llegar a quitarme, otros daban voces que me conjurasen; la vieja gruñía, yo apretaba
los dientes, crecía la confusión, y mi amo, que ya había llegado al ruido, se desesperaba oyendo
decir que yo era demonio. Otros, que no sabían de exorcismos, acudieron a tres o cuatro garrotes,
con los cuales comenzaron a santiguarme los lomos; escocióme la burla, solté la vieja, y en tres
saltos me puse en la calle, y en pocos más salí de la villa, perseguido de una infinidad de
muchachos, que iban a grandes voces diciendo: ''¡Apártense que rabia el perro sabio!''; otros decían:
''¡No rabia, sino que es demonio en figura de perro!'' Con este molimiento, a campana herida salí del
pueblo, siguiéndome muchos que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas que
me habían visto hacer como por las palabras que la vieja dijo cuando despertó de su maldito sueño.
»Dime tanta priesa a huir y a quitarme delante de sus ojos, que creyeron que me había
desparecido como demonio: en seis horas anduve doce leguas, y llegué a un rancho de gitanos que
estaba en un campo junto a Granada. Allí me reparé un poco, porque algunos de los gitanos me
conocieron por el perro sabio, y con no pequeño gozo me acogieron y escondieron en una cueva,
porque no me hallasen si fuese buscado; con intención, a lo que después entendí, de ganar conmigo
como lo hacía el atambor mi amo. Veinte días estuve con ellos, en los cuales supe y noté su vida y
costumbres, que por ser notables es forzoso que te las cuente.»
CIPIÓN.- Antes, Berganza, que pases adelante, es bien que reparemos en lo que te dijo la
bruja, y averigüemos si puede ser verdad la grande mentira a quien das crédito. Mira, Berganza,
grandísimo disparate sería creer que la Camacha mudase los hombres en bestias y que el sacristán
en forma de jumento la serviese los años que dicen que la sirvió. Todas estas cosas y las semejantes
son embelecos, mentiras o apariencias del demonio; y si a nosotros nos parece ahora que tenemos
algún entendimiento y razón, pues hablamos siendo verdaderamente perros, o estando en su figura,
ya hemos dicho que éste es caso portentoso y jamás visto, y que, aunque le tocamos con las manos,
no le habemos de dar crédito hasta tanto que el suceso dél nos muestre lo que conviene que
creamos. ¿Quiéreslo ver más claro? Considera en cuán vanas cosas y en cuán tontos puntos dijo la
Camacha que consistía nuestra restauración; y aquellas que a ti te deben parecer profecías no son
sino palabras de consejas o cuentos de viejas, como aquellos del caballo sin cabeza y de la varilla de
virtudes, con que se entretienen al fuego las dilatadas noches del invierno; porque, a ser otra cosa,
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ya estaban cumplidas, si no es que sus palabras se han de tomar en un sentido que he oído decir se
llama al[e]górico, el cual sentido no quiere decir lo que la letra suena, sino otra cosa que, aunque
diferente, le haga semejanza; y así, decir:
Volverán a su forma verdadera
cuando vieren con presta diligencia
derribar los soberbios levantados,
y alzar a los humildes abatidos,
por mano poderosa para hacello,
tomándolo en el sentido que he dicho, paréceme que quiere decir que cobraremos nuestra
forma cuando viéremos que los que ayer estaban en la cumbre de la rueda de la fortuna, hoy están
hollados y abatidos a los pies de la desgracia, y tenidos en poco de aquellos que más los
estimaba[n]. Y, asimismo, cuando viéremos que otros que no ha dos horas que no tenían deste
mundo otra parte que servir en él de número que acrecentase el de las gentes, y ahora están tan
encumbrados sobre la buena dicha que los perdemos de vista; y si primero no parecían por
pequeños y encogidos, ahora no los podemos alcanzar por grandes y levantados. Y si en esto
consistiera volver nosotros a la forma que dices, ya lo hemos visto y lo vemos a cada paso; por do
me doy a entender que no en el sentido alegórico, sino en el literal, se han de tomar los versos de la
Camacha; ni tampoco en éste consiste nuestro remedio, pues muchas veces hemos visto lo que
dicen y nos estamos tan perros como vees; así que, la Camacha fue burladora falsa, y la Cañizares
embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca, con perdón sea dicho, si acaso es nuestra madre
de entrambos, o tuya, que yo no la quiero tener por madre. Digo, pues, que el verdadero sentido es
un juego de bolos, donde con presta diligencia derriban los que están en pie y vuelven a alzar los
caídos, y esto por la mano de quien lo puede hacer. Mira, pues, si en el discurso de nuestra vida
habremos visto jugar a los bolos, y si hemos visto por esto haber vuelto a ser hombres, si es que lo
somos.
BERGANZA.-Digo que tienes razón, Cipión hermano, y que eres más discreto de lo que
pensaba; y de lo que has dicho vengo a pensar y creer que todo lo que hasta aquí hemos pasado y lo
que estamos pasando es sueño, y que somos perrros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien
de la habla que tenemos y de la excelencia tan grande de tener discurso humano todo el tiempo que
pudiéremos; y así, no te canse el oírme contar lo que me pasó con los gitanos que me escondieron
en la cueva.
CIPIÓN.-De buena gana te escuho, por obligarte a que me escuches cuando te cuente, si el
cielo fuere servido, los sucesos de mi vida.
BERGANZA.-«La que tuve con los gitanos fue considerar en aquel tiempo sus muchas
malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se ejercitan, así gitanas como gitanos,
desde el punto casi que salen de las mantillas y saben andar. ¿Vees la multitud que hay dellos
esparcida por España? Pues todos se conocen y tienen noticia los unos de los otros, y trasiegan y
trasponen los hurtos déstos en aquéllos y los de aquéllos en éstos. Dan la obediencia, mejor que a su
rey, a uno que llaman Conde, al cual, y a todos los que dél suceden, tienen el sobrenombre de
Maldonado; y no porque vengan del apellido deste noble linaje, sino porque un paje de un caballero
deste nombre se enamoró de una gitana, la cual no le quiso conceder su amor si no se hacía gitano y
la tomaba por mujer. Hízolo así el paje, y agradó tanto a los demás gitanos, que le alzaron por señor
y le dieron la obediencia; y, como en señal de vasallaje, le acuden con parte de los hurtos que hacen,
como sean de importancia.
»Ocúpanse, por dar color a su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con
que facilitan sus hurtos; y así, los verás siempre traer a vender por las calles tenazas, barrenas,
martillos; y ellas, trébedes y badiles. Todas ellas son parteras, y en esto llevan ventaja a las nuestras,
porque sin costa ni ad[h]erentes sacan sus partos a luz, y lavan las criaturas con agua fría en
naciendo; y, desde que nacen hasta que mueren, se curten y muestran a sufrir las inclemencias y
rigores del cielo; y así, verás que todos son alentados, volteadores, corredores y bailadores. Cásanse
siempre entre ellos, porque no salgan sus malas costumbres a ser conocidas de otros; ellas guardan
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el decoro a sus maridos, y pocas hay que les ofendan con otros que no sean de su generación.
Cuando piden limosna, más la sacan con invenciones y chocarrerías que con devociones; y, a título
que no hay quien se fíe dellas, no sirven y dan en ser holgazanas. Y pocas o ninguna vez he visto, si
mal no me acuerdo, ninguna gitana a pie de altar comulgando, puesto que muchas veces he entrado
en las iglesias.
»Son sus pensamientos imaginar cómo han de engañar y dónde han de hurtar; confieren sus
hurtos y el modo que tuvieron en hacellos; y así, un día contó un gitano delante de mí a otros un
engaño y hurto que un día había hecho a un labrador, y fue que el gitano tenía un asno rabón, y en el
pedazo de la cola que tenía sin cerdas le ingirió otra peluda, que parecía ser suya natural. Sacóle al
mercado, comprósele un labrador por diez ducados, y, en habiéndosele vendido y cobrado el dinero,
le dijo que si quería comprarle otro asno hermano del mismo, y tan bueno como el que llevaba, que
se le vendería por más buen precio. Respondióle el labrador que fuese por él y le trujese, que él se le
compraría, y que en tanto que volviese llevaría el comprado a su posada. Fuese el labrador, siguióle
el gitano, y sea como sea, el gitano tuvo maña de hurtar al labrador el asno que le había vendido, y
al mismo instante le quitó la cola postiza y quedó con la suya pelada. Mudóle la albarda y jáquima,
y atrevióse a ir a buscar al labrador para que se le comprase, y hallóle antes que hubiese echado
menos el asno primero, y a pocos lances compró el segundo. Fuésele a pagar a la posada, donde
halló menos la bestia a la bestia; y, aunque lo era mucho, sospechó que el gitano se le había hurtado,
y no quería pagarle. Acudió el gitano por testigos, y trujo a los que habían cobrado la alcabala del
primer jumento, y juraron que el gitano había vendido al labrador un asno con una cola muy larga y
muy diferente del asno segundo que vendía. A todo esto se halló presente un alguacil, que hizo las
partes del gitano con tantas veras que el labrador hubo de pagar el asno dos veces. Otros muchos
hurtos contaron, y todos, o los más, de bestias, en quien son ellos graduados y en lo que más se
ejercitan. Finalmente, ella es mala gente, y, aunque muchos y muy prudentes jueces han salido
contra ellos, no por eso se enmiendan.
»A cabo de veinte días, me quisieron llevar a Murcia; pasé por Granada, donde ya estaba el
capitán, cuyo atambor era mi amo. Como los gitanos lo supieron, me encerraron en un aposento del
mesón donde vivían; oíles decir la causa, no me pareció bien el viaje que llevaban, y así, determiné
soltarme, como lo hice; y, saliéndome de Granada, di en una huerta de un morisco, que me acogió
de buena voluntad, y yo quedé con mejor, pareciéndome que no me querría para más de para
guardarle la huerta: oficio, a mi cuenta, de menos trabajo que el de guardar ganado. Y, como no
había allí altercar sobre tanto más cuanto al salario, fue cosa fácil hallar el morisco criado a quien
mandar y yo amo a quien servir. Estuve con él más de un mes, no por el gusto de la vida que tenía,
sino por el que me daba saber la de mi amo, y por ella la de todos cuantos moriscos viven en
España.»
¡Oh cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipión amigo, desta morisca canalla, si no
temiera no poderlas dar fin en dos semanas! Y si las hubiera de particularizar, no acabara en dos
meses; mas, en efeto, habré de decir algo; y así, oye en general lo que yo vi y noté en particular
desta buena gente.
»Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana;
todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirle trabajan y no comen; en
entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a escuridad
eterna; de modo que, ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de
dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas; todo lo
llegan, todo lo esconden y todo lo tragan. Considérese que ellos son muchos y que cada día ganan y
esconden, poco o mucho, y que una calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo; y, como
van creciendo, se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito, como la
experiencia lo muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos ni ellas: todos se
casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. No los
consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje; róbannos a pie quedo, y con los
frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos. No tienen criados, porque todos lo
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son de sí mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la del
robarnos. De los doce hijos de Jacob que he oído decir que entraron en Egipto, cuando los sacó
Moisés de aquel cautiverio, salieron seiscientos mil varones, sin niños y mujeres. De aquí se podrá
inferir lo que multiplicarán las déstos, que, sin comparación, son en mayor número.»
CIPIÓN.-Buscado se ha remedio para todos los daños que has apuntado y bosquejado en
sombra: que bien sé que son más y mayores los que callas que los que cuentas, y hasta ahora no se
ha dado con el que conviene; pero celadores prudentísimos tiene nuestra república que,
considerando que España cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios,
hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida. Di adelante.
BERGANZA.-«Como mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta, sustentábame
con pan de mijo y con algunas sobras de zahínas, común sustento suyo; pero esta miseria me ayudó
a llevar el cielo por un modo tan estraño como el que ahora oirás.
»Cada mañana, juntamente con el alba, amanecía sentado al pie de un granado, de muchos
que en la huerta había, un mancebo, al parecer estudiante, vestido de bayeta, no tan negra ni tan
peluda que no pareciese parda y tundida. Ocupábase en escribir en un cartapacio y de cuando en
cuando se daba palmadas en la frente y se mordía las uñas, estando mirando al cielo; y otras veces
se ponía tan imaginativo, que no movía pie ni mano, ni aun las pestañas: tal era su embelesamiento.
Una vez me llegué junto a él, sin que me echase de ver; oíle murmurar entre dientes, y al cabo de un
buen espacio dio una gran voz, diciendo: ''¡Vive el Señor, que es la mejor octava que he hecho en
todos los días de mi vida!'' Y, escribiendo apriesa en su cartapacio, daba muestras de gran contento;
todo lo cual me dio a entender que el desdichado era poeta. Hícele mis acostumbradas caricias, por
asegurarle de mi mansedumbre; echéme a sus pies, y él, con esta seguridad, prosiguió en sus
pensamientos y tornó a rascarse la cabeza y a sus arrobos, y a volver a escribir lo que había
pensado. Estando en esto, entró en la huerta otro mancebo, galán y bien aderezado, con unos
papeles en la mano, en los cuales de cuando en cuando leía. Llegó donde estaba el primero y díjole:
''¿Habéis acabado la primera jornada?'' ''Ahora le di fin -respondió el poeta-, la más gallardamente
que imaginarse puede''. ''¿De qué manera?'', preguntó el segundo. ''Désta -respondió el primero-:
Sale Su Santidad del Papa vestido de pontifical, con doce cardenales, todos vestidos de morado,
porque cuando sucedió el caso que cuenta la historia de mi comedia era tiempo de mutatio
caparum, en el cual los cardenales no se visten de rojo, sino de morado; y así, en todas maneras
conviene, para guardar la propiedad, que estos mis cardenales salgan de morado; y éste es un punto
que hace mucho al caso para la comedia; y a buen seguro dieran en él, y así hacen a cada paso mil
impertinencias y disparates. Yo no he podido errar en esto, porque he leído todo el ceremonial
romano, por sólo acertar en estos vestidos''. ''Pues ¿de dónde queréis vos -replicó el otro- que tenga
mi autor vestidos morados para doce cardenales?'' ''Pues si me quita uno tan sólo -respondió el
poeta-, así le daré yo mi comedia como volar. ¡Cuerpo de tal! ¿Esta apariencia tan grandiosa se ha
de perder? Imaginad vos desde aquí lo que parecerá en un teatro un Sumo Pontífice con doce graves
cardenales y con otros ministros de acompañamiento que forzosamente han de traer consigo. ¡Vive
el cielo, que sea uno de los mayores y más altos espectáculos que se haya visto en comedia, aunque
sea la del Ramillete de Daraja!''
»Aquí acabé de entender que el uno era poeta y el otro comediante. El comediante aconsejó al
poeta que cercenase algo de los cardenales, si no quería imposibilitar al autor el hacer la comedia. A
lo que dijo el poeta que le agradeciesen que no había puesto todo el cónclave que se halló junto al
acto memorable que pretendía traer a la memoria de las gentes en su felicísima comedia. Rióse el
recitante y dejóle en su ocupación por irse a la suya, que era estudiar un papel de una comedia
nueva. El poeta, después de haber escrito algunas coplas de su magnífica comedia, con mucho
sosiego y espacio sacó de la faldriquera algunos mendrugos de pan y obra de veinte pasas, que, a mi
parecer, entiendo que se las conté, y aun estoy en duda si eran tantas, porque juntamente con ellas
hacían bulto ciertas migajas de pan que las acompañaban. Sopló y apartó las migajas, y una a una se
comió las pasas y los palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos, que
morados con la borra de la faldriquera, parecían mohosos, y eran tan duros de condición que,
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aunque él procuró enternecerlos, paseándolos por la boca una y muchas veces, no fue posible
moverlos de su terquedad; todo lo cual redundó en mi provecho, porque me los arrojó, diciendo:
''¡To, to! Toma, que buen provecho te hagan''. ''¡Mirad -dije entre mí- qué néctar o ambrosía me da
este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen los dioses y su Apolo allá en el cielo!'' En fin,
por la mayor parte, grande es la miseria de los poetas, pero mayor era mi necesidad, pues me obligó
a comer lo que él desechaba. En tanto que duró la composición de su comedia, no dejó de venir a la
huerta ni a mí me faltaron mendrugos, porque los repartía conmigo con mucha liberalidad, y luego
nos íbamos a la noria, donde, yo de bruces y él con un cangilón, satisfacíamos la sed como unos
monarcas. Pero faltó el poeta y sobró en mí la hambre tanto, que determiné dejar al morisco y
entrarme en la ciudad a buscar ventura, que la halla el que se muda.
»Al entrar de la ciudad vi que salía del famoso monasterio de San Jerónimo mi poeta, que
como me vio se vino a mí con los brazos abiertos, y yo me fui a él con nuevas muestras de regocijo
por haberle hallado. Luego, al instante comenzó a desembaular pedazos de pan, más tiernos de los
que solía llevar a la huerta, y a entregarlos a mis dientes sin repasarlos por los suyos: merced que
con nuevo gusto satisfizo mi hambre. Los tiernos mendrugos, y el haber visto salir a mi poeta del
monasterio dicho, me pusieron en sospecha de que tenía las musas vergonzantes, como otros
muchos las tienen.
»Encaminóse a la ciudad, y yo le seguí con determinación de tenerle por amo si él quisiese,
imaginando que de las sobras de su castillo se podía mantener mi real; porque no hay mayor ni
mejor bolsa que la de la caridad, cuyas liberales manos jamás están pobres; y así, no estoy bien con
aquel refrán que dice: "Más da el duro que el desnudo", como si el duro y avaro diese algo, como lo
da el liberal desnudo, que, en efeto, da el buen deseo cuando más no tiene. De lance en lance,
paramos en la casa de un autor de comedias que, a lo que me acuerdo, se llamaba Angulo el Malo,
[...] de otro Angulo, no autor, sino representante, el más gracioso que entonces tuvieron y ahora
tienen las comedias. Juntóse toda la compañía a oír la comedia de mi amo, que ya por tal le tenía; y,
a la mitad de la jornada primera, uno a uno y dos a dos, se fueron saliendo todos, excepto el autor y
yo, que servíamos de oyentes. La comedia era tal, que, con ser yo un asno en esto de la poesía, me
pareció que la había compuesto el mismo Satanás, para total ruina y perdición del mismo poeta, que
ya iba tragando saliva, viendo la soledad en que el auditorio le había dejado; y no era mucho, si el
alma, présaga, le decía allá dentro la desgracia que le estaba amenazando, que fue volver todos los
recitantes, que pasaban de doce, y, sin hablar palabra, asieron de mi poeta, y si no fuera porque la
autoridad del autor, llena de ruegos y voces, se puso de por medio, sin duda le mantearan. Quedé yo
del caso pasmado; el autor, desabrido; los farsantes, alegres, y el poeta, mohíno; el cual, con mucha
paciencia, aunque algo torcido el rostro, tomó su comedia, y, encerrándosela en el seno, medio
murmurando, dijo: ''No es bien echar las margaritas a los puercos''. Y con esto se fue con mucho
sosiego.
»Yo, de corrido, ni pude ni quise seguirle; y acertélo, a causa que el autor me hizo tantas
caricias que me obligaron a que con él me quedase, y en menos de un mes salí grande entremesista
y gran farsante de figuras mudas. Pusiéronme un freno de orillos y enseñáronme a que arremetiese
en el teatro a quien ellos querían; de modo que, como los entremeses solían acabar por la mayor
parte en palos, en la compañía de mi amo acababan en zuzarme, y yo derribaba y atropellaba a
todos, con que daba que reír a los ignorantes y mucha ganancia a mi dueño.»
¡Oh Cipión, quién te pudiera contar lo que vi en ésta y en otras dos compañías de
comediantes en que anduve! Mas, por no ser posible reducirlo a narración sucinta y breve, lo habré
de dejar para otro día, si es que ha de haber otro día en que nos comuniquemos ¿Vees cuán larga ha
sido mi plática? ¿Vees mis muchos y diversos sucesos? ¿Consideras mis caminos y mis amos
tantos? Pues todo lo que has oído es nada, comparado a lo que te pudiera contar de lo que noté,
averigüé y vi desta gente: su proceder, su vida, sus costumbres, sus ejercicios, su trabajo, su
ociosidad, su ignorancia y su agudeza, con otras infinitas cosas: unas para decirse al oído y otras
para aclamallas en público, y todas para hacer memoria dellas y para desengaño de muchos que
idolatran en figuras fingidas y en bellezas de artificio y de transformación.
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CIPIÓN.-Bien se me trasluce, Berganza, el largo campo que se te descubría para dilatar tu
plática, y soy de parecer que la dejes para cuento particular y para sosiego no sobresaltado.
BERGANZA.-Sea así, y escucha.
«Con una compañía llegué a esta ciudad de Valladolid, donde en un entremés me dieron una
herida que me llegó casi al fin de la vida; no pude vengarme, por estar enfrenado entonces, y
después, a sangre fría, no quise: que la venganza pensada arguye crueldad y mal ánimo. Cansóme
aquel ejercicio, no por ser trabajo, sino porque veía en él cosas que juntamente pedían enmienda y
castigo; y, como a mí estaba más el sentillo que el remediallo, acordé de no verlo; y así, me acogí a
sagrado, como hacen aquellos que dejan los vicios cuando no pueden ejercitallos, aunque más vale
tarde que nunca. Digo, pues, que, viéndote una noche llevar la linterna con el buen cristiano
Mahudes, te consideré contento y justa y santamente ocupado; y lleno de buena envidia quise seguir
tus pasos, y con esta loable intención me puse delante de Mahudes, que luego me eligió para tu
compañero y me trujo a este hospital. Lo que en él me ha sucedido no es tan poco que no haya
menester espacio para contallo, especialmente lo que oí a cuatro enfermos que la suerte y la
necesidad trujo a este hospital, y a estar todos cuatro juntos en cuatro camas apareadas.»
Perdóname, porque el cuento es breve, y no sufre dilación, y viene aquí de molde.
CIPIÓN.-Sí perdono. Concluye, que, a lo que creo, no debe de estar lejos el día.
BERGANZA.-«Digo que en las cuatro camas que están al cabo desta enfermería, en la una
estaba un alquimista, en la otra un poeta, en la otra un matemático y en la otra uno de los que
llaman arbitristas.»
CIPIÓN.-Ya me acuerdo haber visto a esa buena gente.
BERGANZA.-«Digo, pues, que una siesta de las del verano pasado, estando cerradas las
ventanas y yo cogiendo el aire debajo de la cama del uno dellos, el poeta se comenzó a quejar
lastimosamente de su fortuna, y, preguntándole el matemático de qué se quejaba, respondió que de
su corta suerte. ''¿Cómo, y no será razón que me queje -prosiguió-, que, habiendo yo guardado lo
que Horacio manda en su Poética, que no salga a luz la obra que, después de compuesta, no hayan
pasado diez años por ella, y que tenga yo una de veinte años de ocupación y doce de pasante,
grande en el sujeto, admirable y nueva en la invención, grave en el verso, entretenida en los
episodios, maravillosa en la división, porque el principio responde al medio y al fin, de manera que
constituyen el poema alto, sonoro, heroico, deleitable y sustancioso; y que, con todo esto, no hallo
un príncipe a quien dirigirle? Príncipe, digo, que sea inteligente, liberal y magnánimo. ¡Mísera edad
y depravado siglo nuestro!'' ''¿De qué trata el libro?'', preguntó el alquimista. Respondió el poeta:
''Trata de lo que dejó de escribir el Arzobispo Turpín del Rey Artús de Inglaterra, con otro
suplemento de la Historia de la demanda del Santo Brial, y todo en verso heroico, parte en octavas
y parte en verso suelto; pero todo esdrújulamente, digo en esdrújulos de nombres sustantivos, sin
admitir verbo alguno''. ''A mi -respondió el alquimista- poco se me entiende de poesía; y así, no
sabré poner en su punto la desgracia de que vuesa merced se queja, puesto que, aunque fuera mayor,
no se igualaba a la mía, que es que, por faltarme instrumento, o un príncipe que me apoye y me dé a
la mano los requisitos que la ciencia de la alquimia pide, no estoy ahora manando en oro y con más
riquezas que los Midas, que los Crasos y Cresos''. ''¿Ha hecho vuesa merced -dijo a esta sazón el
matemático-, señor alquimista, la experiencia de sacar plata de otros metales?'' ''Yo -respondió el
alquimista- no la he sacado hasta agora, pero realmente sé que se saca, y a mí no me faltan dos
meses para acabar la piedra filosofal, con que se puede hacer plata y oro de las mismas piedras''.
''Bien han exagerado vuesas mercedes sus desgracias -dijo a esta sazón el matemático-; pero, al fin,
el uno tiene libro que dirigir y el otro está en potencia propincua de sacar la piedra filosofal; más,
¿qué diré yo de la mía, que es tan sola que no tiene dónde arrimarse? Veinte y dos años ha que ando
tras hallar el punto fijo, y aquí lo dejo y allí lo tomo; y, pareciéndome que ya lo he hallado y que no
se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato, me hallo tan lejos dél, que me admiro.
Lo mismo me acaece con la cuadratura del círculo: que he llegado tan al remate de hallarla, que no
sé ni puedo pensar cómo no la tengo ya en la faldriquera; y así, es mi pena semejable a las de
Tántalo, que está cerca del fruto y muere de hambre, y propincuo al agua y perece de sed. Por
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momentos pienso dar en la coyuntura de la verdad, y por minutos me hallo tan lejos della, que
vuelvo a subir el monte que acabé de bajar, con el canto de mi trabajo a cuestas, como otro nuevo
Sísifo''.
»Había hasta este punto guardado silencio el arbitrista, y aquí le rompió diciendo: ''Cuatro
quejosos tales que lo pueden ser del Gran Turco ha juntado en este hospital la pobreza, y reniego yo
de oficios y ejercicios que ni entretienen ni dan de comer a sus dueños. Yo, señores, soy arbitrista, y
he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo
y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale persona con
quien comunique un nuevo arbitrio que tengo: tal, que ha de ser la total restauración de sus
empeños; pero, por lo que me ha sucedido con otros memoriales, entiendo que éste también ha de
parar en el carnero. Mas, porque vuesas mercedes no me tengan por mentecapto, aunque mi arbitrio
quede desde este punto público, le quiero decir, que es éste: Hase de pedir en Cortes que todos los
vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en
el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en
otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se
reduzga a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento; y con
esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado. Porque si se hace la cuenta, como yo
la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los
enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno déstos dejará de gastar, y esto contado al
menorete, cada día real y medio; y yo quiero que sea no más de un real, que no puede ser menos,
aunque coma alholvas. Pues ¿paréceles a vuesas mercedes que sería barro tener cada mes tres
millones de reales como ahecha-dos? Y esto antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque
con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su Rey; y tal podría ayunar que le fuese conveniente
para su salud. Este es arbitrio limpio de polvo y de paja, y podríase coger por parroquias, sin costa
de comisarios, que destruyen la república''. Riyéronse todos del arbitrio y del arbitrante, y él
también se riyó de sus disparates; y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por la mayor
parte, los de semejantes humores venían a morir en los hospitales.»
CIPIÓN.-Tienes razón, Berganza. Mira si te queda más que decir.
BERGANZA.-Dos cosas no más, con que daré fin a mi plática, que ya me parece que viene el
día.
«Yendo una noche mi mayor a pedir limosna en casa del corregidor desta ciudad, que es un
gran caballero y muy gran cristiano, hallámosle solo; y parecióme a mí tomar ocasión de aquella
soledad para decirle ciertos advertimientos que había oído decir a un viejo enfermo deste hospital,
acerca de cómo se podía remediar la perdición tan notoria de las mozas vagamundas, que por no
servir dan en malas, y tan malas, que pueblan los veranos todos los hospitales de los perdidos que
las siguen: plaga intolerable y que pedía presto y eficaz remedio. Digo que, queriendo decírselo,
alcé la voz, pensando que tenía habla, y en lugar de pronunciar razones concertadas ladré con tanta
priesa y con tan levantado tono que, enfadado el corregidor, dio voces a sus criados que me echasen
de la sala a palos; y un lacayo que acudió a la voz de su señor, que fuera mejor que por entonces
estuviera sordo, asió de una cantimplora de cobre que le vino a la mano, y diómela tal en mis
costillas, que hasta ahora guardo las reliquias de aquellos golpes.»
CIPIÓN.-Y ¿quéjaste deso, Berganza?
BERGANZA.-Pues ¿no me tengo de quejar, si hasta ahora me duele, como he dicho, y si me
parece que no merecía tal castigo mi buena intención?
CIPIÓN.-Mira, Berganza, nadie se ha de meter donde no le llaman, ni ha de querer usar del
oficio que por ningún caso le toca. Y has de considerar que nunca el consejo del pobre, por bueno
que sea, fue admitido, ni el pobre humilde ha de tener presumpción de aconsejar a los grandes y a
los que piensan que se lo saben todo. La sabiduría en el pobre está asombrada; que la necesidad y
miseria son las sombras y nubes que la escurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la
tratan con menosprecio.
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BERGANZA.-Tienes razón, y, escarmentando en mi cabeza, de aquí adelante seguiré tus
consejos.
«Entré asimismo otra noche en casa de una señora principal, la cual tenía en los brazos una
perrilla destas que llaman de falda, tan pequeña que la pudiera esconder en el seno; la cual, cuando
me vio, saltó de los brazos de su señora y arremetió a mí ladrando, y con tan gran denuedo, que no
paró hasta morderme de una pierna. Volvíla a mirar con respecto y con enojo, y dije entre mí: ''Si yo
os cogiera, animalejo ruin, en la calle, o no hiciera caso de vos o os hiciera pedazos entre los
dientes''. Consideré en ella que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes
cuando son favorecidos, y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos.»
CIPIÓN.-Una muestra y señal desa verdad que dices nos dan algunos hombrecillos que a la
sombra de sus amos se atreven a ser insolentes; y si acaso la muerte o otro accidente de fortuna
derriba el árbol donde se arriman, luego se descubre y manifiesta su poco valor; porque, en efeto, no
son de más quilates sus prendas que los que les dan sus dueños y valedores. La virtud y el buen
entendimiento siempre es una y siempre es uno: desnudo o vestido, solo o acompañado. Bien es
verdad que puede padecer acerca de la estimación de las gentes, mas no en la realidad verdadera de
lo que merece y vale. Y, con esto, pongamos fin a esta plática, que la luz que entra por estos
resquicios muestra que es muy entrado el día, y esta noche que viene, si no nos ha dejado este
grande beneficio de la habla, será la mía, para contarte mi vida.
BERGANZA.-Sea ansí, y mira que acudas a este mismo puesto.
El acabar el Coloquio el licenciado y el despertar el alférez fue todo a un tiempo; y el
licenciado dijo:
-Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien
compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo.
-Con ese parecer -respondió el alférez- me animaré y disporné a escribirle, sin ponerme más
en disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no.
A lo que dijo el licenciado:
-Señor Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la
invención, y basta. Vámonos al Espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del
entendimiento.
-Vamos -dijo el alférez.
Y, con esto, se fueron.
Fin
77
Miguel de Cervantes Saavedra
EL INGENIOSO HIDALGO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
TASA
Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su
Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso
hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho
libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el
dicho libro docientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel; y dieron
licencia para que a este precio se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del
dicho libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que dello conste, di la presente en Valladolid, a
veinte días del mes de deciembre de mil y seiscientos y cuatro años.
Juan Gallo de Andrada.
TESTIMONIO DE LAS ERRATAS
Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto,
di esta fee. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la , en primero de diciembre de
1604 años.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
EL REY
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto
un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era
muy útil y provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le
poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la nuestra merced fuese;
lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que
la premática últimamente por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que
debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos tuvímoslo por bien. Por
la cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que
vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso
hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención, en todos estos nuestros reinos de Castilla, por
tiempo y espacio de diez años, que corran y se cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra
cédula; so pena que la persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere, o
hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que
hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís cada
vez que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y
la otra tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con
tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los
dichos diez años, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que
va rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro Escribano de
Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha impresión está conforme el original; o
traigáis fe en pública forma de cómo por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió
78
la dicha impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas las erratas por él
apuntadas, para cada un libro de los que así fueren impresos, para que se tase el precio que por cada
volume hubiéredes de haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no
imprima el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al
autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa,
hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y,
estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, y
sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir
en las penas contenidas en las leyes y premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del
nuestro Consejo, y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula y lo
en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes de setiembre de mil y seiscientos
y cuatro años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Juan de Amezqueta.
AL DUQUE DE BÉJAR,
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de La Puebla de
Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos
En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como
príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten
al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de
la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que
debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra,
aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas
las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el
juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor
y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en
mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
PRÓLOGO
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del
entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero
no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y
así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco,
avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien
como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste
ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de
los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas
más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de
contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una
venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta
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a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don
Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos,
como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y
ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más
pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que
comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de
todo respecto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor
que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y catálogo
de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse.
Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que
hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé,
por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el
codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío,
gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no
encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don
Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan
noble caballero.
-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman
vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo
ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención,
menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las
márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean
fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de
filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y
elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino que son unos santos
Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un
renglón han pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un
contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar
en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio,
como hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y
en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de
sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos,
damas o poetas celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que me
los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España.
En fin, señor y amigo mío -proseguí-, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en
sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan;
porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque
naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir
sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para
ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me
dijo:
-Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo el
mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en
todas vuestras aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra.
¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan tener
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fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y
atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra
de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y veréis
cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas
que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro
famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor
y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y
que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo
en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste
Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron
famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás
os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la
mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que
pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas
sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el
buscalle; como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir
luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas, Regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la
Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos,
del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos
pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la instabilidad de
los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca
honra y provecho el día de hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si
nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os
costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías, o Goliat, fue
un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en el valle de Terebinto, según se
cuenta en el Libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para
mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vuestra historia
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se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: El río Tajo fue así
dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando
los muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes
de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el
obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito;
si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a
Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo
en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que
sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis
andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo
lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que
vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y
dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las
márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan.
El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que
los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de
aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os
habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo
menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no
habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto
más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de
aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías,
de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo
de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la
astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de
quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino,
que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene
que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta,
tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la
autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué
andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas,
oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes,
honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo
que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin
intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva
a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave
no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la
máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más;
que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron
en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer
este prólogo; en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en
hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas
la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores
del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que
de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que
te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el
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conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy
cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están
esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.
AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirruque no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cuepor ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las mapor mostrar que son curio-.
Y, pues la expiriencia enseque el que a buen árbol se arribuena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estreun árbol real te ofreque da príncipes por fru-,
en el cual floreció un duque es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra, que a osafavorece la fortu-.
De un noble hidalgo manchecontarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-,
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de braa Dulcinea del Tobo-.
No indiscretos hieroglíestampes en el escu-,
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.
Si en la dirección te humi-,
no dirá, mofante, algu-:
''¡Qué don Álvaro de Lu-,
qué Anibal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espase queja de la Fortu-!''
Pues al cielo no le plu83
que salieses tan ladicomo el negro Juan Lati-,
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-,
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
''¿Para qué conmigo flo-?''
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,
pasar de largo es cordu-.
Que suelen en caperudarles a los que grace-;
mas tú quémate las cesólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime necedadalas a censo perpe-.
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las mapara tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz papepara entretener donceescribe a tontas y a lo-.
AMADÍS DE GAULA
A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
84
DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE
DON QUIJOTE
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
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Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE
Soy Sancho Panza, escudedel manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadietoda su razón de estacifró en una retira-,
según siente Celesti-,
libro, en mi opinión, divisi encubriera más lo huma-.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famobisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-;
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazaricuando, para hurtar el vial ciego, le di la pa-.
ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
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EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
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¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
PRIMERA PARTE
Capítulo I.
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo
más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El
resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo
mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y
plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con
los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y
amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay
alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja
entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del
año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino
en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en
que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan
bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas
entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y
cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón
se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y
también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles
el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No
estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por
grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de
aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la
letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y
continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su
lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero:
Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía
que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor,
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hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era
caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de
manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más
cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía
que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles
había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo,
el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien
criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su
castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de
oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que
tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el
mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el
servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y
caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros
donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos,
llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de
orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas
y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de
media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de
parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a
hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada
finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del
Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque,
según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por
sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase quién
había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en
razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de
muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e
imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de
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lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los
rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron
ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no
Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había
contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la
suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y
patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí
mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse;
porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él a
sí:
-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle
presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y
rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció
en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su
talante''?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a
quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una
moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se
entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser
bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del
suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo,
como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su pensamiento,
apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios
que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y
deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese,
una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus
armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza,
y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con
cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le
asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que
le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni
debía tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas,
como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos
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pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón
alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos
que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas,
pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se
quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en
aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo:
-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis
famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera
salidad tan de mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y
pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la
Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a
caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de
entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh
tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina
historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis
caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me habedes fecho en
despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra
fermosura. Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por
vuestro amor padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado,
imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa
y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba,
porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores
hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de
los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito
en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se
hallaron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún
castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre
y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella
que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y
llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla
con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro
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aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que
había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y
chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos
adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía castillo,
y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las
almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se
tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y
vio a las dos destraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos
graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso
que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos -que, sin perdón,
así se llaman- tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don
Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con estraño
contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte,
armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que
profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras
presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría;
mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y
fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa
procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál
que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la
risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por
ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan
desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las
doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos,
determinó de hablarle comedidamente; y así, le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay
ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la
venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el
pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de
Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni
menos maleante que estudiantado paje; y así, le respondió:
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-Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así,
bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en
todo un año, cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo,
como aquel que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que
comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun
la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual
estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales, aunque le habían
quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la
contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse
quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche
con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña figura que se pudiera pensar; y, al
desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas
principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío;
que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me
descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido
causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que las vuestras señorías
me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le
preguntaron si quería comer alguna cosa.
-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado
que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras
truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que
dalle a comer.
-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una trucha, porque eso se
me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser
que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón.
Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el
gobierno de las tripas.
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Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal
remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia
de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner
nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí, una de aquellas señoras servía
deste menester. Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una
caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía en
paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así como llegó, sonó su silbato de
cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso
castillo, y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y las rameras,
damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y
salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría
poner legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.
Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al
ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue
un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin
saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de
decir que él le otorgaba el don que le pedía.
-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío -respondió don Quijote-; y así,
os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en
aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las
armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir
por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como
está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes
fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de
juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué
reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que
deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él
parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se
había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla,
Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de
Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus
pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo
algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas
audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a
aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
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caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les
tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque
estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar
dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo
Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan
caballero que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído
en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que
se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores
dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y
camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y
averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban
bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una
arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en
los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que
tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna
nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna
gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen
tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que
sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos
para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos, que eran pocas y raras
veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las
ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le
daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser,
que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así, se dio luego
orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas
don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su adarga, asió
de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el
paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y
la armazón de caballería que esperaba. Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a
mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su
lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la
noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera
que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros
que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que
estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso
andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en
pago de tu atrevimiento.
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No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud);
antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los
ojos al cielo, y, puesto el pensamiento -a lo que pareció- en su señora Dulcinea, dijo:
-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no
me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio
con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si
segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y
tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había
pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus
mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin
pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más
de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de
la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta mano a su
espada, dijo:
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío!
Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña
aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no
volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a
llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se
osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque
ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También
don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era
un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes
caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:
-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en
cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y, así
por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y
tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra
orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de
la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que
bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no
había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar
armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del
ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había
cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía,
cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba
allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese
otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto
aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
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Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que
daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas
doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su
manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el
cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando
entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada,
la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar
de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les
tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba
obligado por la merced recebida; porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el
valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de
un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que
ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese
merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le
calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada: preguntóle su
nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a
la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole
nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote
de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió en él, y,
abrazando a su huésped, le dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado
caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no
menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la
posada, le dejó ir a la buen hora.
Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta
La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por
verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la
memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar
consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de
un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero
muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante
hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía
que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que
allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído,
cuando dijo:
-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde
yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos
deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y
ayuda.
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Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y, a
pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un
muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces
daba; y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen
talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo.
Porque decía:
-La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo prometo de
tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro
caballo y tomad vuestra lanza -que también tenía una lanza arrimada a la encima adonde estaba
arrendada la yegua-, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro,
túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:
-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una
manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada día me falta
una; y, porque castigo su descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la
soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
-¿"Miente", delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que nos alumbra, que estoy
por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos
rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote
que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don
Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que para el paso en que
estaba y juramento que había hecho -y aún no había jurado nada-, que no eran tantos, porque se le
habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos
sangrías que le habían hecho estando enfermo.
-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes
que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le
habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la
habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.
-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa,
que yo se los pagaré un real sobre otro.
-¿Irme yo con él? -dijo el muchacho-. Mas, ¡mal año! No, señor, ni por pienso; porque, en viéndose
solo, me desuelle como a un San Bartolomé.
98
-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él
me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi amo no es caballero ni ha
recebido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.
-Importa eso poco -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que
cada uno es hijo de sus obras.
-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y
mi sudor y trabajo?
-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo
juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real
sobre otro, y aun sahumados.
-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dádselos en reales, que con eso me contento; y
mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a
buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si
queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo
soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad,
y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador
con los ojos, y, cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado
Andrés y díjole:
-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me
dejó mandado.
-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el
mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y de buen juez,
vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo!
-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda
por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto.
-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface
aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como
vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada
sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la
Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas.
Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
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Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido,
pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí
mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz:
-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella
Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un
tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual, como
todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y
agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel
despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las
encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y,
por imitarlos, estuvo un rato quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a
Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse
camino de su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como
después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y
venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas
los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a
él le parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que
pensaba hacer. Y así, con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la
lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que
se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:
-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más
hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura del que las decía; y, por la
figura y por las razones, luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en
qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho
discreto, le dijo:
-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla: que
si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos
la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan
notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender;
donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno,
como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de
vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.
-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes
que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por
nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria
y Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque
sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto
satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan
100
de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana
bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo
lo que quisiere.
-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-; no le mana, digo, eso
que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que
un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña
beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo
que, si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara
mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y,
queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con
el peso de las antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino de mi caballo,
estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir
al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y,
llegándose a él, tomó la lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera.
Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya el mozo picado y no
quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la
lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos que
sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le
parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre
apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo pudo
hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de
su caballo, y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.
Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero
Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era
pensar en algún paso de sus libros; y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del
marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no
ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo esto, no más verdadera que
los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se
hallaba; y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir con
debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del bosque:
-¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
101
Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que
dicen:
-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mesmo
lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre
allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se
quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua, su tío; y así, no le
respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los
amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la visera, que ya estaba hecha
pedazos de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado,
cuando le conoció y le dijo:
-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo
sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que
pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna.
Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería
más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual
tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los
disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado,
no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el
cielo; de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no
parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en
aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de
Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el
labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y
razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo que él había
leído la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan
a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde
conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo, por escusar el enfado que don
Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora
la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de
caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués
de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el
honrado hidalgo del señor Quijana.
102
-Yo sé quién soy -respondió don Quijote-; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos
los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos
todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que anochecía, pero el labrador
aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.
Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló
toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don
Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se llamaba el cura-, de la
desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las
armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir,
que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el
juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse
caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a
Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda
la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:
-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas veces le aconteció a
mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al
cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a cuchilladas
con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como
cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había
recebido en la batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado,
diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un
grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras
mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha
llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser
abrasados, como si fuesen de herejes.
-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fee que no se pase el día de mañana sin que dellos no se
haga acto público y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo
que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la
enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a voces:
-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene malferido,
y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de
Antequera.
A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que
aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:
-Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y llámese, si
fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.
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-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi corazón del pie que
cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora, que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos
aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han
parado a vuestra merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era
molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez
jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que yo los queme mañana
antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de
comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a
la larga del labrador del modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los
disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más deseo en el licenciado de hacer
lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa
de don Quijote,
Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de
nuestro ingenioso hidalgo
el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros,
autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y
hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así
como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla
de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los
muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del
mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos
libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo
de fuego.
-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores;
mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no,
llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el
cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en
las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías
que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece
que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
-No, señor -dijo el barbero-, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de
este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
104
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está
junto a él.
-Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
-Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama:
abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando
con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
-Adelante -dijo el cura.
-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo, son
del mesmo linaje de Amadís.
-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al
pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con
ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.
-Y aun yo -añadió la sobrina.
-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.
-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.
-Éste es -respondió el barbero- Don Olivante de Laura.
-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a Jardín de flores; y en verdad que
no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso;
sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante.
-Éste que se sigue es Florimorte de Hircania -dijo el barbero.
-¿Ahí está el señor Florimorte? -replicó el cura-. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a
pesar de su estraño nacimiento y sonadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y
sequedad de su estilo. Al corral con él y con esotro, señora ama.
-Que me place, señor mío -respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
-Éste es El Caballero Platir -dijo el barbero.
-Antiguo libro es éste -dijo el cura-, y no hallo en él cosa que merezca venia. Acompañe a los
demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El Caballero de la Cruz.
105
-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele
decir: "tras la cruz está el diablo"; vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
-Éste es Espejo de caballerías.
-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos
y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en
verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de
la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico
Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto
alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no le entiendo.
-Ni aun fuera bien que vos le entendiérades -respondió el cura-, y aquí le perdonáramos al señor
capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural
valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que,
por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen
en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas
cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se
ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro llamado
Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del
fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el
cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y,
abriendo otro libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín
de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa palma de
Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que
halló Alejandro en los despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta
Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy
bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras
del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que
guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo
vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y
todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
-No, señor compadre -replicó el barbero-; que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianís.
-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de
ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la
Fama y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como
se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos,
compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno.
-Que me place -respondió el barbero.
106
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes
y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos
que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó
por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de
ver de quién era, y vio que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá,
compadre; que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos.
Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y
el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la
doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz,
enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el
mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen.
Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,
que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es
verdad cuanto dél os he dicho.
-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los
demás eran del mesmo género:
-Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de
caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay señor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a los demás,
porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo
éstos, se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo
que sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y
ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se
queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi
todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en
semejantes libros.
-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana llamada segunda del Salmantino; y éste, otro que
tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
-Pues la del Salmantino -respondió el cura-, acompañe y acreciente el número de los condenados al
corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre,
y démonos prisa, que se va haciendo tarde.
-Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro- Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por
Antonio de Lofraso, poeta sardo.
107
-Por las órdenes que recebí -dijo el cura-, que, desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los
poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y que, por su
camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que
no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que
precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
-Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.
-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me
pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
-Este que viene es El Pastor de Fílida.
-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.
-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias poesías.
-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran más estimadas; menester es que este libro se
escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es
amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero de López Maldonado.
-También el autor de ese libro -replicó el cura- es grande amigo mío, y sus versos en su boca
admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es
en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese
que está junto a él?
-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que
en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester
esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que
ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
-Que me place -respondió el barbero-. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso
de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués,
poeta valenciano.
-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores que, en verso heroico, en lengua castellana
están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas
prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen;
pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar; porque su
autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la tradución
de algunas fábulas de Ovidio.
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Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha
Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
-Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos,
que los cortesanos llevan lo mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que
quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España,
con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar
entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus
desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera
dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo sosegado un
poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar,
tan sin más ni más, llevar la vitoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los
aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes.
-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será servido que la suerte se mude, y
que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por agora, que me
parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.
-Ferido no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel
bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia,
porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de
Montalbán si, en levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos; y,
por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del
vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales
debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la
pereza del escrutiñador; y así, se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por
pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el mal de su amigo, fue que
le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase -quizá
quitando la causa, cesaría el efeto-, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el
aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó don Quijote, y lo
primero que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado,
andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las
manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza,
preguntó a su ama quehacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien
advertida de lo que había de responder, le dijo:
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-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa,
porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después
del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero,
entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el
tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos
libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse
aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros
y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se llamaba
el sabio Muñatón.
-Frestón diría -dijo don Quijote.
-No sé -respondió el ama- si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su nombre.
-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene
ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en
singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda
estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá él
contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero, ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas
pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de
trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
-¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me
tresquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo
cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer
segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos
compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo
era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas
veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder
averiguarse con él.
En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien -si es que este título
se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto
le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero.
Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le
podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por
gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador,
dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y empeñando otra, y
malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad. Acomodóse asimesmo de una rodela, que
pidió prestada a un su amigo, y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero
Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese
110
que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase alforjas; e dijo que sí llevaría, y que
ansimesmo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho
a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero
andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas,
con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería
en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase.
Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había
dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de
su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron
tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho
deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a
tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el
campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser
la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho
Panza a su amo:
-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene
prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes
antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo
determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque
ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya después de
hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o, por lo
mucho, de marqués, de algún valle o provincia de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo,
bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que
viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos
acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría
dar aún más de lo que te prometo.
-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra
merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
-Pues, ¿quién lo duda? -respondió don Quijote.
-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la
tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos
maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que Él dará lo que más le convenga,
pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.
-No lo haré, señor mío -respondió Sancho-; y más teniendo tan principal amo en vuestra merced,
que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
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Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás
imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación
En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don
Quijote los vio, dijo a su escudero:
-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo
Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso
hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta
es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi
dos leguas.
-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino
molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen
andar la piedra del molino.
-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son
gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con
ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero
Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos
que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero
Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces
altas:
-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por
don Quijote, dijo:
-Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal
trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope
de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el
aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al
caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo
el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él
Rocinante.
-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no
eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra, más que otras, están
sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que
me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su
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vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder poco sus malas
artes contra la bondad de mi espada.
-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando
en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no
era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba
muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su escudero, le dijo:
-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas,
habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él
hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así
él como sus decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho
esto, porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan
bueno como aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien
afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.
-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese
un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.
-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los
caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.
-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -respondió Sancho-, pero sabe Dios si yo me holgara que
vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del
más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros
andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy
bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa
en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer.
Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase.
Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las
alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su
espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más
regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se
le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por
mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un
ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había
quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por
acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas
noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí
Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó
toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el
rostro, ni el canto de las aves, que, muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día
saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes; y
afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No
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quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias.
Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.
-Aquí -dijo, en viéndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los
codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del
mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden
es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna
manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado
caballero.
-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien obedicido en esto; y más,
que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que,
en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y
humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.
-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra caballeros, has de
tener a raya tus naturales ímpetus.
-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese preceto tan bien como el día del
domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros
sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de
camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le
acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora
vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso
cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don
Quijote, cuando dijo a su escudero:
-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos
negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada
alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San
Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace,
no sea el diablo que le engañe.
-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que
yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en
llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis
forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote como de
sus razones, a las cuales respondieron:
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-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San
Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas
princesas.
-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla -dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile,
con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo
mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella
campaña, más ligero que el mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le
comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué
le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos de la
batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían
aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las
que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle pelo en
las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y, sin
detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y,
cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y
esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado
suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante,
porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y,
porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de
la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del
Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al
Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he
fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era
vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había
de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua
castellana y peor vizcaína, desta manera:
-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas coche, así te matas como
estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva
criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
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-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua
cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y
mientes que mira si otra dices cosa.
-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con
determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la
mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino
sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada
que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales
enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus
mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y
a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al
cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el
discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por
encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la
pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por
satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo
fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de
hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la
mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar
un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con
determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y
aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había
de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás
criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción
de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se
hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta
batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja
referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia
estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la
Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso
caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.
Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el
valiente manchego tuvieron
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Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las
espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se
acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que
en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia
su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto, de
pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso
cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas hazañas, cosa que no
faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no solamente escribían sus
hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que
fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir
y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado
manca y estropeada; y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas
las cosas, el cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como
Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna;
y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y verdaderamente, toda la
vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería
manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de
aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en
monte y de valle en valle; que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de
ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura
como la madre que la había parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no se me deben negar,
por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sé que si
el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto que
bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles
viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles,
llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve
mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar
intérprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por
medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el
margen por anotación. Díjele que me la dijese; y él, sin dejar la risa, dijo:
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-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en
esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la
Mancha".
Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque luego se me
representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di
priesa que leyese el principio, y, haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano,
dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli,
historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recebí cuando
llegó a mis oídos el título del libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los
papeles y cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba,
bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco
por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que
trataban de don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese.
Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y
fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan
buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mesmo
modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don Quijote con el vizcaíno,
puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su
rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de
Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don
Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con
tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y
propriedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del
cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser
que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por
esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama
algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca
importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia; que ninguna es mala como
sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su
autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan
nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las alabanzas de tan buen
caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y
debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el
miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia,
émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más
apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes
que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no
parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente
que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con
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tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera
bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la
buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo
que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado,
llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa
ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el
corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fue de
manera que se alzó de nuevo en los estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal
furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin
ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las
narices, y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera,
sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y luego
soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el campo, y a pocos
corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer, saltó de su caballo y con
mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese;
si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él
lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran
desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho
encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo
cual don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una
condición y concierto, y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y
presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía, y sin
preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el escudero haría todo aquello que de su parte le
fuese mandado.
-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.
Capítulo X. De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del peligro en que se vio con
una turba de yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes, y
había estado atento a la batalla de su señor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido
de darle vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había
prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante,
llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la
mano, se la besó y le dijo:
-Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta
rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla
gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
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A lo cual respondió don Quijote:
-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas,
sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos.
Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino
más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir
sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin
despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba. Seguíale
Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto Rocinante que, viéndose quedar atrás, le
fue forzoso dar voces a su amo que se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a
Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que, según quedó maltrecho
aquel con quien os combatistes, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos
prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
-Calla -dijo don Quijote-. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que caballero andante haya sido
puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?
-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la
Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto.
-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré de las manos de los caldeos,
cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que
yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío
en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?
-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni
escrebir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido
en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho.
Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquí
traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.
-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me acordara de hacer una redoma
del bálsamo de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay
que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le
dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio
del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído
en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que
quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber solos dos
tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra
cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese
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estremado licor; que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he
menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene
mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don Quijote.
-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes
hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó a ver rota su celada,
pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde más
largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua cuando juró de
vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer
folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar
entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado
de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no
merece otra pena si no comete nuevo delito.
-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-; y así, anulo el juramento en cuanto lo
que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he
dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello; que esto
mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío –replicó Sancho-; que son muy en
daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días
no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido, y el no dormir en
poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de
Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero
quizá no las han oído nombrar en todos los días de su vida.
-Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas,
cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca a la conquista de Angélica la
Bella.
-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el
tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego.
-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula, ahí está el
reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en
tierra firme, te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
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alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche y
hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de pan -dijo Sancho-, pero
no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que es honra de los
caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano;
y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas,
en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso
y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y,
aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres
naturales, porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que, andando lo
más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria
comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no
te congoje lo que amí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante
de sus quicios.
-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he
dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré
las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las
proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra
cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas
yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas; que, según yo me voy imaginando, algún día
será menester usar de ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compaña. Pero, deseosos
de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida.
Subieron luego a caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles
el sol, y la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y así,
determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de
contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía
era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
Capítulo XI. De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado a
Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que
hirviendo al fuego en un caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban
en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron
del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica
mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a
la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con
groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le
pusieron. Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
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-Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán a pique están los que
en cualquiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del
mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una
mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo
bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas
las cosas iguala.
-¡Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que, como yo tuviese bien de comer,
tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si
va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos,
aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio,
beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que
la soledad y la libertad traen consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere
darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra
merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que éstas, aunque las
doy por bien recebidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.
-Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra
cosa que comer y callar, y mirar a sus huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban
tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de
bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de
argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno,
ya vacío, como arcaduz de noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de
manifiesto. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas
en la mano, y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
-Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no
porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella
venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras
de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para
alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes
y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las
quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas
abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo.
Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y
livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no
más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo
concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas
piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil
y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían.
Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en
trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que
la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se
usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas
hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas
como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa
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les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del
mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La
justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del
interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había
sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado.
Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor
que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y
propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la
oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire,
con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su
recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se
instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y
socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien
agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que, aunque por ley
natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber
que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí
posible, os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero porque las bellotas
que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a
los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando.
Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que,
porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros dijo:
-Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos
con prompta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero
nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y
que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a
poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia.
Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los
ofrecimientos le dijo:
-De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor
huésped que tenemos quien; también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle
dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego
por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el beneficiado tu tío,
que en el pueblo ha parecido muy bien.
-Que me place -respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel,
de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta manera:
Antonio
-Yo sé, Olalla, que me adoras,
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puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
''Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo''.
125
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo
consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su
amo: -Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el
trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. -Ya
te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce que las visitas del zaque
piden más recompensa de sueño que de música. -A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió
Sancho. -No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi
profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me
vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le
mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría
remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí
había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien,
asegurándole que no había menester otra medicina; y así fue la verdad.
Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento, y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado
Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija
de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
-Por Marcela dirás -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen
en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque;
porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y
también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es
bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo
Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se
dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a
enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo
menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
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-Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quién ha de quedar a
guardar las cabras de todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré
por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el
garrancho que el otro día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro
respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en
aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo, el
sol y la luna; porque puntualmente nos decía el
cris del sol y de la luna.»
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores -dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto que decía se hicieron su
padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba,
diciéndoles: ''Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el
que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota''.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía, y aún más. «Finalmente, no
pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor,
con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente
se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en
los estudios. Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer
coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el
día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el
cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares,
quedaron admirados, y no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan estraña
mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en
mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado,
mayor y menor, y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en
verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y
tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no
había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela
que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.»
Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no
habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna.
-Decid Sarra -replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo a cada
paso los vocablos, no acabaremos en un año.
-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero
vos respondistes muy bien, porque vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os
replicaré más en nada.
-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea hubo un labrador aún
más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las
muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer
que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del un
127
cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo
que debe de estar su ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la
muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica,
en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza,
que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le
había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la
miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y
perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo
esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por ella como por sus muchas
riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los
mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las
derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo
sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la
moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo, en
alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de
todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser
demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél, especialmente en
las aldeas.
-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen
Pedro, le contáis con muy buena gracia.
-La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás sabréis que, aunque el tío
proponía a la sobrina y le decía las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por
mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino
que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder llevar
la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla,
y esperaba a que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía
él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad. Pero
hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin
ser parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás
zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así como ella salió en público y su
hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y
labradores han tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno de los
cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer, y la
adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan
poco o de ningún
recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su
honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la
sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna
pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y
conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su
intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí
como con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra que si por ella
entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a
servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no
saben qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a éste semejantes,
que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades
resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy
lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa
corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela; y encima de alguna, una corona grabada
en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de
toda la hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas
128
canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie
de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus
pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en
mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus
quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente
triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su
altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de
hermosura tan estremada.» Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender
que también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y
así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver, porque
Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media
legua.
-En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradézcoos el gusto que me habéis dado con la
narración de tan sabroso cuento.
-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela,
mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora,
bien será que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida, puesto
que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario acidente. Sancho
Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase
a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su
señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante
y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces.
Capítulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos
Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente, cuando los cinco de los seis
cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito
de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra
cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él
hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron
andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis
pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga
adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos
gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que
los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y, preguntándose los unos a los
otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a
caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver
este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado
estrañezas, ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la
hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo
que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel
tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se
lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de
muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él
contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.
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Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la
ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió
don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el
regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las
armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los
cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos. Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron
por loco; y, por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo
que qué quería decir "caballeros andantes".
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los anales e historias de Ingalaterra,
donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance
castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la
Gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y
que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se
probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de
este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla
Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago
con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de
donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino; con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos.
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose
por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el
valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso
Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros
días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto,
pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la cual,
como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los
caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las
aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte
me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos. Por estas razones que dijo, acabaron de
enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo
señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo
venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por
pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro,
quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas
profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero tan necesaria en el mundo no
estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que
pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir
que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y
caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y
filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los
insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del invierno. Así que, somos ministros de
Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y
las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y
trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en
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sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni
me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado
religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más
aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los
caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos
subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y
de su sudor; y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los
ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy
mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y
peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de
acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en
peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas
fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
-Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el
caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca
que el caballero andante que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora
delante,vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y
ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas
palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables
ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios;
que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se
traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y
a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr
dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo que suele
suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario
de parte a parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar
de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de
esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su
dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para
mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya caballero andante sin
dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas,
y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el
mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que
entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y
ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor,
hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse;
y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
-Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese
caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían
era condición natural, a quien no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien
que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a
menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero.
-Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado -dijo el caminante-, bien
se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se
precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda
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esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama; que ella se
tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como
vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo
sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su
patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es
reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los
imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son
oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios
corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura
nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y
entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber -replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos;
ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia;
Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón;
Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portogal;
pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso
principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere
con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:
nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo -respondió el caminante-, no le osaré yo poner con
el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha
llegado a mis oídos.
-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos
cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho
Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido
desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso,
porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del
Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban
hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a
lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas,
cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:
-Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es
el lugar donde él mandó que le enterrasen. Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya
los que venían habían puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos estaban
cavando la sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego don Quijote y los que con él venían se
pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como
pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de
rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y
muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban, como los que abrían la sepultura, y
todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al
muerto trujeron dijo a otro:
-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente
se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
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-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia
de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano,
y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y
allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la
tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen
en las entrañas del eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:
-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el
cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el
ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave
sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo
en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una
fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de
quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio
fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo
pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los
entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo dueño, pues no es
justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable
discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el
divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo
de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado,
no es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que la
tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir,
a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los
que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad
vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual lamentable
historia se puede sacar cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la
amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el
desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en
este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y
acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta
lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto
Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me
dejes llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca
estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré
de abrasar los que quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por
título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo:
-Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le
tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare
en abrir la sepultura.
-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en
voz clara, vio que así decía:
Capítulo XIV. Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor,
con otros no esperados sucesos
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Canción de Grisóstomo
Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
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por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
135
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
-si ya a un desesperado son debidascanten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó
dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de
Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía
bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió
esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por ver si
usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no
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le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las
sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama
pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión
-que tal parecía ella- que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña
donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los
que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían
visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre
las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles
hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su
abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo que
los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te
obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho –respondió Marcela-, sino a volver
por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la
muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no
será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa,
a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que
esté yo obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable;
mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a
quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo
digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir ''Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea
feo''. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los
deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad;
que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y
descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos,
infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha
de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda
mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como
el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me
amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal
cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como la víbora no merece ser
culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco
yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el
fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca.
La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de
parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y
hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención
de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.
Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los
árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada
puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos
se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de
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ninguno dellos bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace
cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos,
digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de
su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el
fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso
porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del
golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese
aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo
admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni
admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por
elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su
particular provecho; y entiéndase, de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de
celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no
se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa
perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien
cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los
buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia
y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi
limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la
tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre
condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito
aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas
aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si
de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada
primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más
cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su
hermosura, a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir, sin aprovecharse del
manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía
bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de
su espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela,
so pena de caer en la furiosa indignación mía.
Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la
muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus
amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de
todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención
vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con
lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que,
acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin
muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se
acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de
decir desta manera:
Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
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que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de su amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a su
amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se
despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla,
por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más
que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced,
y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas
sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena
determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo,
le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de
Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la
pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba,
según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.
Tercera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
EL INGENIOSO CABALLERO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
SEGUNDA PARTE
TASA
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su
Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro que compuso Miguel de
Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su
Majestad fue impreso, le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y tres
pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos maravedís, y mandaron que
esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que
por él se ha de pedir y llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece por
el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder, a que me refiero; y de
mandamiento de los dichos señores del Consejo y de pedimiento de la parte del dicho Miguel de
Cervantes, di esta fee en Madrid, a veinte y uno días del mes de octubre del mil y seiscientos y
quince años.
Hernando de Vallejo.
FEE DE ERRATAS
Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de
Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de notar que no corresponda a su original. Dada en
Madrid, a veinte y uno de otubre, mil y seiscientos y quince.
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El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro contenido en este
memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas costumbres, antes es libro de mucho
entretenimiento lícito, mezclado de mucha filosofía moral; puédesele dar licencia para imprimirle.
En Madrid, a cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.
Doctor Gutierre de Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he visto la Segunda parte de don Quijote de la
Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no contiene cosa contra nuestra santa fe católica, ni
buenas costumbres, antes, muchas de honesta recreación y apacible divertimiento, que los antiguos
juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de los lacedemonios levantaron
estatua a la risa, y los de Tesalia la dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio,
libro II De signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos marchitos y espíritus melancólicos, de que se
acordó Tulio en el primero De legibus, y el poeta diciendo:
Interpone tuis interdum gaudia curis,
lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral a lo
faceto, disimulando en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el
acertado asunto en que pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena
diligencia mañosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos, es obra muy digna de
su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación, admiración y invidia de las estrañas. Éste es mi
parecer, salvo etc. En Madrid, a 17 de marzo de 1615.
El maestro Josef de Valdivielso.
APROBACIÓN
Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta villa de Madrid, corte de Su
Majestad, he visto este libro de la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha,
por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo, ni que disuene
de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales; antes, mucha erudición y
aprovechamiento, así en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y
mentirosos libros de caballerías, cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la
lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación, vicio con razón
aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios que generalmente toca, ocasionado de
sus agudos discursos, guarda con tanta cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que
fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas
gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco alguno, lo provechoso
de la detestación de su vicio, con que se hallará, que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y
reprehendido. Ha habido muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con
lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo imitar a Diógenes en lo
filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo
cínico, entregándose a maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio que
tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para seguirle, hasta entonces
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ignorados, con que vienen a quedar, si no reprehensores, a lo menos maestros dél. Hácense odiosos
a los bien entendidos, con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para admitir sus escritos
y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren corregir en muy peor estado que antes, que
no todas las postemas a un mismo tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios;
antes, algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya aplicación, el
atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas, término que muchas veces es mejor que no
el que se alcanza con el rigor del hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de
Cervantes, así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean ver el autor de libros
que con general aplauso, así por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus
discursos, han recebido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en
veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don
Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su
Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus
príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompañando al
embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros
capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y,
tocando acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes,
cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en
los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria
la primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que
viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy
por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo,
soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: ''Pues, ¿a tal hombre no le
tiene España muy rico y sustentado del erario público?'' Acudió otro de aquellos caballeros con este
pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios
que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo''.
Bien creo que está, para censura, un poco larga; alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio;
mas la verdad de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el cuidado;
además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué cebar el pico del adulador, que,
aunque afectuosa y falsamente dice de burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a
veinte y siete de febrero de mil y seiscientos y quince.
El licenciado Márquez Torres.
PRIVILEGIO
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación que habíades
compuesto la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, de la cual hacíades presentación, y, por
ser libro de historia agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos suplicastes
os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio por veinte años, o como la nuestra
merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la
diligencia que la premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar
dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y
facultad para que, por tiempo y espacio de diez años, cumplidos primeros siguientes, que corran y
se cuenten desde el día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que para ello
vuestro poder hobiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el dicho libro que desuso se hace
mención; y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que
nombráredes para que durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro
Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo, nuestro escribano de
Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes y primero que se venda lo traigáis ante ellos,
juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis
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fe en pública forma cómo, por corretor por nos nombrado, se vio y corrigió la dicha impresión por
el dicho original, y más al dicho impresor que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el
principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a
cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y
primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de
otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente ponga esta
nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis vender ni vendáis vos ni otra persona
alguna, hasta que esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas
contenidas en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y más, que
durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le pueda imprimir ni vender, so pena
que el que lo imprimiere y vendiere haya
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más incurra en pena de
cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia
parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte
par el que lo denunciare; y más a los del nuestro Consejo, presidentes, oidores de las nuestras
Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera
justicias de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a cada uno en su
juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y
cumplan esta nuestra cédula y merced, que ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en
manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada
en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo,
este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote;
digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que
no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes
pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del
mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se
lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco,
como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi
manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos
pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de
quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que
el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que
si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella
facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado
muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de
desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el
entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la
invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien
intencionada; y, siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si
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tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo,
engañóse de todo en todo: que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y
virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas
que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi
modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido, y que la que debe de tener este señor sin
duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre,
fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por ventura, llegares
a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del
demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede
componer y imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama;
y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y
fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en
cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor
podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y, en
teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los
circunstantes, que siempre eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo
hinchar un perro?''»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también es de loco y de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de
losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en topando algún perro descuidado, se le ponía junto,
y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no
paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de
un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el
molido perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó hueso
sano; y cada palo que le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era
podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una
alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual
tiempo, volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole
muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: ''Este es podenco:
¡guarda!'' En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran
podencos; y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se atreverá a soltar más la presa de
su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se
me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso de La Perendenga, le respondo que me
viva el Veinte y cuatro, mi señor, y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad
y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame
la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya
emprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de
Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso,
por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo
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por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre.
La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no
escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y
resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el
consiguiente, favorecida. Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que
consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del
mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y
sepultado, porque ninguno se
atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre
honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la
abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las
malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la
segunda parte de Galatea.
DEDICATORIA
AL CONDE DE LEMOS
Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas que representadas, si
bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a
Vuestra Excelencia; y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá llega,
me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia, porque es mucha la priesa que de
infinitas partes me dan a que le envíe para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don
Quijote, que, con nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que más ha
mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes
que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le
enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro
que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con esto, me decía que fuese yo a
ser el rector del tal colegio.
Preguntéle al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondióme
que ni por pensamiento. ''Pues, hermano -le respondí yo-, vos os podéis volver a vuestra China a las
diez, o a las veinte, o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan
largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador por emperador, y
monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de
colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear''.
Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos de
Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser
o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de
entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de
mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible.
Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estará Persiles para besarle las
manos, y yo los pies, como criado que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de
mil seiscientos y quince.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra.
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Capítulo I. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote
cerca de su enfermedad
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote,
que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria
las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas
tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el
celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo
hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su señor por
momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran
contento, por parecerles que habían acertado en haberle traído encantado en el carro de los bueyes,
como se contó en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo. Y
así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible
que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a
peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un
bonete colorado toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne
momia. Fueron dél muy bien recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella
con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática vinieron a tratar en
esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél,
reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador,
un Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció
sino que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y habló don Quijote con
tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron
indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su
señor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no
tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote
era falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas que habían venido de la
corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que
no se sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que
casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y Su Majestad había hecho
proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta. A esto respondió don Quijote:
-Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no
le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una
prevención, de la cual Su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
-¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te despeñas de la alta cumbre de
tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad!
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Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote
cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se
pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
-El mío, señor rapador -dijo don Quijote-, no será impertinente, sino perteneciente.
-No lo digo por tanto -replicó el barbero-, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los
más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del
reino.
-Pues el mío -respondió don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y
el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.
-Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote -dijo el cura.
-No querría -dijo don Quijote- que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los
señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.
-Por mí -dijo el barbero-, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuestra
merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura
que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la
andariega.
-No sé historias -dijo don Quijote-, pero sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es
hombre de bien el señor barbero.
-Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que
un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
-Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? -dijo don Quijote.
-Mi profesión -respondió el cura-, que es de guardar secreto.
-¡Cuerpo de tal! -dijo a esta sazón don Quijote-. ¿Hay más, sino mandar Su Majestad por público
pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por
España; que, aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a
destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y vayan conmigo. ¿Por
ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de docientos mil hombres,
como si todos juntos tuvieran una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme:
¿cuántas historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que no quiero decir
para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de los del inumerable linaje de Amadís de
Gaula; que si alguno déstos hoy viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la
ganancia! Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados
andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
-¡Ay! -dijo a este punto la sobrina-; ¡que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero
andante!
A lo que dijo don Quijote:
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-Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente
pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
-Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento breve que sucedió en
Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana de contarle.
Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y él comenzó desta manera:
-«En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por
falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna, pero, aunque lo fuera por Salamanca, según
opinión de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de
recogimiento, se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta imaginación
escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase
sacar de aquella miseria en que vivía, pues por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio
perdido; pero que sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a pesar de la
verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó a un capellán suyo se
informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribía, y que asimesmo
hablase con el loco, y que si le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así
el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que, puesto que hablaba muchas
veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas necedades, que en
muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia
hablándole. Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora y más, y en
todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada; antes, habló tan atentadamente,
que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo
fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacían porque dijese
que aún estaba loco, y con lúcidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era
su mucha hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la merced que
Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre. Finalmente, él habló de manera que
hizo sospechoso al retor, codiciosos y desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán
se determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad de
aquel negocio.
»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los vestidos con que allí había
entrado el licenciado; volvió a decir el retor que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el
licenciado aún se estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y
advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor, viendo ser orden del
arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido
de cuerdo y desnudo de loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a
despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería acompañar y ver los locos
que en la casa había. Subieron, en efeto, y con ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el
licenciado a una jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le dijo:
''Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su
infinita bondad y misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que
acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza en Él,
que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá a él si en Él confía. Yo tendré
cuidado de enviarle algunos regalos que coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que
imagino, como quien ha pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los
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estómagos vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el descaecimiento en los
infortunios apoca la salud y acarrea la muerte''.
»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra jaula, frontero de la del
furioso, y, levantándose de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a
grandes voces quién era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: ''Yo soy, hermano, el
que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy infinitas gracias a los
cielos, que tan grande merced me han hecho''. ''Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el
diablo -replicó el loco-; sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta''. ''Yo
sé que estoy bueno -replicó el licenciado-, y no habrá para qué tornar a andar estaciones''. ''¿Vos
bueno? -dijo el loco-: agora bien, ello dirá; andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad
yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros desta casa y
en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dél por todos los
siglos del los siglos, amén. ¿No sabes tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como
digo, soy Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo
y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante
pueblo, y es con no llover en él ni en todo su distrito y contorno por tres enteros años, que se han de
contar desde el día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú
cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado...? Así pienso llover como pensar ahorcarme''.
»A las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos, pero nuestro licenciado,
volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las manos, le dijo: ''No tenga vuestra merced pena,
señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo, que
soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere
menester''. A lo que respondió el capellán: ''Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al
señor Júpiter: vuestra merced se quede en su casa, que otro día, cuando haya más comodidad y más
espacio, volveremos por vuestra merced''. Rióse el retor y los presentes, por cuya risa se medio
corrió el capellán; desnudaron al licenciado, quedóse en casa y acabóse el cuento.»
-Pues, ¿éste es el cuento, señor barbero -dijo don Quijote-, que, por venir aquí como de molde, no
podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel que no vee por tela
de cedazo! Y ¿es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de
ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre
odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que
nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en
que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería.
Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las
edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de
los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los
soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen
los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no
hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los
pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los
estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los
caballeros andantes. Ya no hay ninguno que, saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de
allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando en ella
y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se
arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le
bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla
tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y, saltando en tierra remota y no
conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora,
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ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la
valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades
del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el
famoso Amadís de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín de Inglaterra?; ¿quién más
acomodado y manual que Tirante el Blanco?; ¿quién más galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién
más acuchillado ni acuchillador que don Belianís?; ¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o
quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que
Esplandián?; ¿quién mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más bravo que
Rodamonte?; ¿quién más prudente que el rey Sobrino?; ¿quién más atrevido que Reinaldos?; ¿quién
más invencible que Roldán?; y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien decienden
hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros
muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería.
Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se
hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con
esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si su Júpiter, como ha dicho
el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el
señor Bacía que le entiendo.
-En verdad, señor don Quijote -dijo el barbero-, que no lo dije por tanto, y así me ayude Dios como
fue buena mi intención, y que no debe vuestra merced sentirse.
-Si puedo sentirme o no -respondió don Quijote-, yo me lo sé.
A esto dijo el cura:
-Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que
me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquí el señor don Quijote ha dicho.
-Para otras cosas más -respondió don Quijote- tiene licencia el señor cura; y así, puede decir su
escrúpulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa.
-Pues con ese beneplácito -respondió el cura-, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir
en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor don
Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo;
antes, imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o,
por mejor decir, medio dormidos.
-Ése es otro error -respondió don Quijote- en que han caído muchos, que no creen que haya habido
tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado
sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi
intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que
estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo,
blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de
razones, tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a Amadís pudiera,
a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe,
que, por la aprehensión que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que
hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y
estaturas.
-¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote –preguntó el barbero-, debía de
ser el gigante Morgante?
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-En esto de gigantes -respondió don Quijote- hay diferentes opiniones, si los ha habido o no en el
mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los
hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura,
que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas
tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como
grandes torres; que la geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con
certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser muy alto; y
muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace mención particular de sus hazañas
que muchas veces dormía debajo de techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no
era desmesurada su grandeza.
-Así es -dijo el cura.
El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los
rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán, y de los demás Doce Pares de Francia, pues
todos habían sido caballeros andantes.
-De Reinaldos -respondió don Quijote- me atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo,
los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente
perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias,
soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno
de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy
comedido y bien criado.
-Si no fue Roldán más gentilhombre que vuestra merced ha dicho -replicó el cura-, no fue maravilla
que la señora Angélica la Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener
el morillo barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la blandura de
Medoro que la aspereza de Roldán.
-Esa Angélica -respondió don Quijote-, señor cura, fue una doncella destraída, andariega y algo
antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura:
despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo barbilucio, sin
otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo. El
gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta
señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas,
la dejó donde dijo:
Y como del Catay recibió el cetro, quizá otro cantará con mejor plectro.
Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir
adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus
lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano cantó su hermosura.
-Dígame, señor don Quijote -dijo a esta sazón el barbero-, ¿no ha habido algún poeta que haya
hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado?
-Bien creo yo -respondió don Quijote- que si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me
hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no
admitidos de sus damas fingidas –o fingidas, en efeto, de aquéllos a quien ellos escogieron por
señoras de sus pensamientos-, vengarse con sátiras y libelos (venganza, por cierto, indigna de
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pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la
señora Angélica, que trujo revuelto el mundo.
-¡Milagro! -dijo el cura.
Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la conversación, daban grandes
voces en el patio, y acudieron todos al ruido.
Capítulo LIV. Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna
Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo a su vasallo, por la
causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido
huyendo, por no tener por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo
gascón, que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer.
De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se
presentaría en el campo, armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad
de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de
casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de
hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos
señores pudiesen ver hasta dónde se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y
contento, esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos
siglos.
Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar a Sancho, que
entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba
más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo.
Sucedió, pues, que, no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su gobierno -que él nunca se
puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba-, vio que por el camino por
donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna
cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando las voces todos juntos,
comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que
claramente pronunciaba limosna, por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y
como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio
queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles.
Ellos lo recibieron de muy buena gana, y dijeron:
-¡Guelte! ¡Guelte!
-No entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís, buena gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le
pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta y estendiendo la mano arriba, les dio
a entender que no tenía ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar,
habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él, echándole los brazos por
la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo:
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-¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi
buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del estranjero peregrino, y,
después de haberle estado mirando sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle;
pero, viendo su suspensión el peregrino, le dijo:
-¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco,
tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y , finalmente, le vino a
conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo:
-¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te
ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen
tendrás harta mala ventura?
-Si tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que en este traje no habrá
nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren
comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré
lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el
bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda que se
parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas
y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era
hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo
menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos,
nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser
chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de huevos
de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo
alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron
seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había
transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con
las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con cada bocado, que
le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego, al punto, todos a una,
levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el
cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas a un lado
y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando
en sus estómagos las entrañas de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con el refrán, que él muy
bien sabía, de "cuando a Roma fueres, haz como vieres", pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería
como los demás, y no con menos gusto que ellos.
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Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya
estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la alegría que hasta allí habían
mostrado. De cuando en cuando, juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía:
-Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le había
sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición
suelen tener los cuidados. Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a
todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho quedaron
alerta, porque habían comido más y bebido menos; y, apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie
de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su
lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:
-«Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad
mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí
le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos
ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos.
Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de
quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi
familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás
salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo
amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su
determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que
los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a
poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había
cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y
no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa
razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al
nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en
fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que
nuestra desventura desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos ser
recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el
bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a
España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y
dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y
experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro
pueblo, entré en Francia, y, aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia
y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores
no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive
con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos
peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada año, a visitar los
santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia.
Ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele
decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos
de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o entre los remiendos de las
esclavinas, o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar
de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho, sacar el
tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré hacer sin peligro y escribir o pasar
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desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún
puerto de Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer
de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi
mujer, son católicas cristianas, y, aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de
moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo
de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería
que a Francia, adonde podía vivir como cristiana.»
A lo que respondió Sancho:
-Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu
mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo
que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu
cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar.
-Bien puede ser eso -replicó Ricote-, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo
no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo
y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus
necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
-Yo lo hiciera -respondió Sancho-, pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejé yo esta
mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis
meses en platos de plata; y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a
sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado
cuatrocientos.
-Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? -preguntó Ricote.
-He dejado de ser gobernador de una ínsula -respondió Sancho-, y tal, que a buena fee que no hallen
otra como ella a tres tirones.
-¿Y dónde está esa ínsula? -preguntó Ricote.
-¿Adónde? -respondió Sancho-. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.
-Calla, Sancho -dijo Ricote-, que las ínsulas están allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la
tierra firme.
-¿Cómo no? -replicó Sancho-. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí della, y ayer estuve
en ella gobernando a mi placer, como un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme
oficio peligroso el de los gobernadores.
-Y ¿qué has ganado en el gobierno? -preguntó Ricote.
-He ganado -respondió Sancho- el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato
de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso
y el sueño, y aun el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores,
especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
-Yo no te entiendo, Sancho -dijo Ricote-, pero paréceme que todo lo que dices es disparate; que,
¿quién te había de dar a ti ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para
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gobernadores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo, como te
he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido; que en verdad que es tanto, que se puede
llamar tesoro, y te daré con que vivas, como te he dicho.
-Ya te he dicho, Ricote -replicó Sancho-, que no quiero; conténtate que por mí no serás descubierto,
y prosigue en buena hora tu camino, y déjame seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde,
y lo malo, ello y su dueño.
-No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-, pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar, cuando se partió
dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
-Sí hallé -respondió Sancho-, y séte decir que salió tu hija tan hermosa que salieron a verla cuantos
había en el pueblo, y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba
a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a
Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no
suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el
camino; pero el miedo de ir contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más
apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la
quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos
pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.
-Siempre tuve yo mala sospecha -dijo Ricote- de que ese caballero adamaba a mi hija; pero, fiado
en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el saber que la quería bien; que ya habrás oído
decir, Sancho, que las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos,
y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que enamorada, no se curaría de las
solicitudes de ese señor mayorazgo.
-Dios lo haga -replicó Sancho-, que a entrambos les estaría mal. Y déjame partir de aquí, Ricote
amigo, que quiero llegar esta noche adonde está mi señor don Quijote.
-Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compañeros se rebullen, y también es hora que
prosigamos nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se arrimó a su bordón, y se
apartaron.
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Miguel de Cervantes Saavedra
Entremés del
RETABLO DE LAS MARAVILLAS
Personas que hablan en él:
CHANFALLA
La CHIRINOS
RABELÍN
GOBERNADOR
Pedro CAPACHO
BENITO Repollo
JUAN Castrado
Juana CASTRADA
TERESA Repollo
SOBRINO
FURRIER de compañías
Salen CHANFALLA y la CHIRINOS
CHANFALLA - No se te pasen de la memoria, Chirinos, mis advertimientos, principalmente los
que te he dado para este nuevo embuste, que ha de salir tan a luz como el pasado del Llovista.
CHIRINOS - Chanfalla ilustre, lo que en mí fuere tenlo como de molde; que tanta memoria tengo
como entendimiento, a quien se junta una voluntad de acertar a satisfacerte, que excede a las demás
potencias. Pero dime: ¿de qué sirve este Rabelín que hemos tomado? Nosotros dos solos, ¿no
pudiéramos salir con esta empresa?
CHANFALLA - Habíamosle menester como el pan de la boca, para tocar en los espacios que
tardaren en salir las figuras del Retablo de las Maravillas.
CHIRINOS - Maravilla será si no nos apedrean por solo el Rabelín; porque tan desventurada
criaturilla no la he visto en todos los días de mi vida.
Entra el RABELÍN
RABELÍN - ¿Hase de hacer algo en este pueblo, señor autor? Que ya me muero porque vuesa
merced vea que no me tomó a carga cerrada.
CHIRINOS - Cuatro cuerpos de los vuestros no harán un tercio, cuanto más una carga; si no sois
más gran músico que grande, medrados estamos.
RABELÍN - Ello dirá; que en verdad que me han escrito para entrar en una compañía de partes, por
chico que soy.
CHANFALLA - Si os han de dar la parte a medida del cuerpo, casi será invisible. Chirinos, poco a
poco, estamos ya en el pueblo, y éstos que aquí vienen deben de ser, como lo son sin duda, el
Gobernador y los Alcaldes. Salgámosles al encuentro, y date un filo a la lengua en la piedra de la
adulación; pero no despuntes de aguda.
Salen el GOBERNADOR y BENITO Repollo, alcalde, JUAN Castrado, regidor, y Pedro
CAPACHO, escribano
Beso a vuesas mercedes las manos: ¿quién de vuesas mercedes es el Gobernador deste pueblo?
GOBERNADOR - Yo soy el Gobernador; ¿qué es lo que queréis, buen hombre?
CHANFALLA - A tener yo dos onzas de entendimiento, hubiera echado de ver que esa peripatética
y anchurosa presencia no podía ser de otro que del dignísimo Gobernador deste honrado pueblo;
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que, con venirlo a ser de las Algarrobillas, lo deseche vuesa merced.
CHIRINOS - En vida de la señora y de los señoritos, si es que el señor Gobernador los tiene.
CAPACHO - No es casado el señor Gobernador.
CHIRINOS - Para cuando lo sea; que no se perderá nada.
GOBERNADOR - Y bien, ¿qué es lo que queréis, hombre honrado?
CHIRINOS - Honrados días viva vuesa merced, que así nos honra; en fin, la encina da bellotas; el
pero, peras; la parra, uvas, y el honrado, honra, sin poder hacer otra cosa.
BENITO - Sentencia ciceronianca, sin quitar ni poner un punto.
CAPACHO - Ciceroniana quiso decir el señor alcalde Benito Repollo.
BENITO - Siempre quiero decir lo que es mejor, sino que las más veces no acierto; en fin, buen
hombre, ¿qué queréis?
CHANFALLA - Yo, señores míos, soy Montiel, el que trae el Retablo de las maravillas. Hanme
enviado a llamar de la Corte los señores cofrades de los hospitales, porque no hay autor de
comedias en ella, y perecen los hospitales, y con mi ida se remediará todo.
GOBERNADOR - Y ¿qué quiere decir Retablo de las maravillas?
CHANFALLA - Por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran, viene a ser llamado
Retablo de las maravillas; el cual fabricó y compuso el sabio Tontonelo debajo de tales paralelos,
rumbos, astros y estrellas, con tales puntos, caracteres y observaciones, que ninguno puede ver las
cosas que en él se muestran, que tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus
padres de legítimo matrimonio; y el que fuere contagiado destas dos tan usadas enfermedades,
despídase de ver las cosas, jamás vistas ni oídas, de mi retablo.
BENITO - Ahora echo de ver que cada día se ven en el mundo cosas nuevas. Y ¿que se llamaba
Tontonelo el sabio que el retablo compuso?
CHIRINOS - Tontonelo se llamaba, nacido en la ciudad de Tontonela; hombre de quien hay fama
que le llegaba la barba a la cintura.
BENITO - Por la mayor parte, los hombres de grandes barbas son sabiondos.
GOBERNADOR - Señor regidor Juan Castrado, yo determino, debajo de su buen parecer, que esta
noche se despose la señora [Juana] Castrada, su hija, de quien yo soy padrino, y, en regocijo de la
fiesta, quiero que el señor Montiel muestre en vuestra casa su Retablo.
JUAN - Eso tengo yo por servir al señor Gobernador, con cuyo parecer me convengo, entablo y
arrimo, aunque haya otra cosa en contrario.
CHIRINOS - La cosa que hay en contrario es que, si no se nos paga primero nuestro trabajo, así
verán las figuras como por el cerro de Úbeda. ¿Y vuesas mercedes, señores justicias, tienen
conciencia y alma en esos cuerpos? ¡Bueno sería que entrase esta noche todo el pueblo en casa del
señor Juan Castrado, o como es su gracia, y viese lo contenido en el tal Retablo, y mañana, cuando
quisiésemos mostralle al pueblo, no hubiese ánima que le viese! No, señores; no, señores: ante
omnia nos han de pagar lo que fuere justo.
BENITO - Señora autora, aquí no os ha de pagar ninguna Antona, ni ningún Antoño; el señor
regidor Juan Castrado os pagará más que honradamente, y si no, el Concejo. ¡Bien conocéis el
lugar, por cierto! Aquí, hermana, no aguardamos a que ninguna Antona pague por nosotros.
CAPACHO - ¡Pecador de mí, señor Benito Repollo, y qué lejos da del blanco! No dice la señora
autora que pague ninguna Antona, sino que le paguen adelantado y ante todas cosas, que eso quiere
decir ante omnia.
BENITO - Mirad, escribano Pedro Capacho, haced vos que me hablen a derechas, que yo entenderé
a pie llano; vos, que sois leído y escribido, podéis entender esas algarabías de allende, que yo no.
JUAN - Ahora bien, ¿contentarse ha el señor autor con que yo le dé adelantados media docena de
ducados? Y más, que se tendrá cuidado que no entre gente del pueblo esta noche en mi casa.
CHANFALLA - Soy contento; porque yo me fío de la diligencia de vuesa merced y de su buen
término.
JUAN - Pues véngase conmigo. Recibirá el dinero, y verá mi casa, y la comodidad que hay en ella
para mostrar ese retablo.
157
CHANFALLA - Vamos; y no se les pase de las mientes las calidades que han de tener los que se
atrevieren a mirar el maravilloso retablo.
BENITO - A mi cargo queda eso, y séle decir que, por mi parte, puedo ir seguro a juicio, pues tengo
el padre alcalde; cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo sobre los cuatro
costados de mi linaje: ¡miren si veré el tal retablo!
CAPACHO - Todos le pensamos ver, señor Benito Repollo.
JUAN - No nacimos acá en las malvas, señor Pedro Capacho.
GOBERNADOR - Todo será menester, según voy viendo, señores Alcalde, Regidor y Escribano.
JUAN - Vamos, autor, y manos a la obra; que Juan Castrado me llamo, hijo de Antón Castrado y de
Juana Macha; y no digo más en abono y seguro que podré ponerme cara a cara y a pie quedo
delante del referido retablo.
CHIRINOS - ¡Dios lo haga!
[Vanse] JUAN Castrado y CHANFALLA
GOBERNADOR - Señora autora, ¿qué poetas se usan ahora en la Corte de fama y rumbo,
especialmente de los llamados cómicos? Porque yo tengo mis puntas y collar de poeta, y pícome de
la farándula y carátula. Veinte y dos comedias tengo, todas nuevas, que se veen las unas a las otras,
y estoy aguardando coyuntura para ir a la Corte y enriquecer con ellas media docena de autores.
CHIRINOS - A lo que vuesa merced, señor Gobernador, me pregunta de los poetas, no le sabré
responder; porque hay tantos, que quitan el sol, y todos piensan que son famosos. Los poetas
cómicos son los ordinarios y que siempre se usan, y así no hay para qué nombrallos. Pero dígame
vuesa merced, por su vida: ¿cómo es su buena gracia? ¿cómo se llama?
GOBERNADOR - A mí, señora autora, me llaman el licenciado Gomecillos.
CHIRINOS - ¡Válame Dios! ¿Y que vuesa merced es el señor licenciado Gomecillos, el que
compuso aquellas coplas tan famosas de Lucifer estaba malo y tómale mal de fuera?
GOBERNADOR - Malas lenguas hubo que me quisieron ahijar esas coplas, y así fueron mías como
del Gran Turco. Las que yo compuse, y no lo quiero negar, fueron aquellas que trataron del Diluvio
de Sevilla; que, puesto que los poetas son ladrones unos de otros, nunca me precié de hurtar nada a
nadie: con mis versos me ayude Dios, y hurte el que quisiere.
Vuelve CHANFALLA
CHANFALLA - Señores, vuesas mercedes vengan, que todo está a punto, y no falta más que
comenzar.
CHIRINOS - ¿Está ya el dinero in corbona?
CHANFALLA - Y aun entre las telas del corazón.
CHIRINOS - Pues doite por aviso, Chanfalla, que el Gobernador es poeta.
CHANFALLA - ¿Poeta? ¡Cuerpo del mundo! Pues dale por engañado, porque todos los de humor
semejante son hechos a la mazacona; gente descuidada, crédula y no nada maliciosa.
BENITO - Vamos, autor; que me saltan los pies por ver esas maravillas.
[Vanse] todos. Salen Juana CASTRADA y TERESA Repolla, labradoras: la una como desposada,
que es la CASTRADA
CASTRADA - Aquí te puedes sentar, Teresa Repolla amiga, que tendremos el retablo enfrente; y,
pues sabes las condiciones que han de tener los miradores del retablo, no te descuides, que sería una
gran desgracia.
TERESA - Ya sabes, Juana Castrada, que soy tu prima, y no digo más. ¡Tan cierto tuviera yo el
cielo como tengo cierto ver todo aquello que el retablo mostrare! ¡Por el siglo de mi madre, que me
sacase los mismos ojos de mi cara, si alguna desgracia me aconteciese! ¡Bonita soy yo para eso!
CASTRADA - Sosiégate, prima; que toda la gente viene.
[Salen] el GOBERNADOR, BENITO Repollo, JUAN Castrado, Pedro CAPACHO, el autor y la
autora, y el músico, y otra gente del pueblo, y un sobrino de BENITO, que ha de ser aquel
gentilhombre que baila
CHANFALLA - Siéntense todos. El retablo ha de estar detrás deste repostero, y la autora también,
y aquí el músico.
158
BENITO - ¿Músico es éste? Métanle también detrás del repostero; que, a trueco de no velle, daré
por bien empleado el no oílle.
CHANFALLA - No tiene vuesa merced razón, señor alcalde Repollo, de descontentarse del músico,
que en verdad que es muy buen cristiano y hidalgo de solar conocido.
GOBERNADOR - ¡Calidades son bien necesarias para ser buen músico!
BENITO - De solar, bien podrá ser; mas de sonar, abrenuncio.
RABELÍN - ¡Eso se merece el bellaco que se viene a sonar delante de...!
BENITO - ¡Pues, por Dios, que hemos visto aquí sonar a otros músicos tan...!
GOBERNADOR - Quédese esta razón en el de del señor Rabel y en el tan del Alcalde, que será
proceder en infinito; y el señor Montiel comience su obra.
BENITO - Poca balumba trae este autor para tan gran retablo.
JUAN - Todo debe de ser de maravillas.
CHANFALLA - ¡Atención, señores, que comienzo! ¡Oh tú, quienquiera que fuiste, que fabricaste
este retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó renombre de las Maravillas por la virtud que
en él se encierra, te conjuro, apremio y mando que luego incontinente muestres a estos señores
algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer sin escándalo
alguno! Ea, que ya veo que has otorgado mi petición, pues por aquella parte asoma la figura del
valentísimo Sansón, abrazado con las colunas del templo, para derriballe por el suelo y tomar
venganza de sus enemigos. ¡Tente, valeroso caballero; tente, por la gracia de Dios Padre! ¡No hagas
tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla tanta y tan noble gente como aquí se ha
juntado!
BENITO - ¡Téngase, cuerpo de tal, conmigo! ¡Bueno sería que, en lugar de habernos venido a
holgar, quedásemos aquí hechos plasta! ¡Téngase, señor Sansón, pesia a mis males, que se lo ruegan
buenos!
CAPACHO - ¿Veisle vos, Castrado?
JUAN - Pues, ¿no le había de ver? ¿Tengo yo los ojos en el colodrillo?
GOBERNADOR - [Aparte] Milagroso caso es éste: así veo yo a Sansón ahora, como el Gran
Turco; pues en verdad que me tengo por legítimo y cristiano viejo.
CHIRINOS - ¡Guárdate, hombre, que sale el mesmo toro que mató al ganapán en Salamanca!
¡échate, hombre; échate, hombre; Dios te libre, Dios te libre!
CHANFALLA - ¡échense todos, échense todos! ¡Húcho ho!, ¡húcho ho!, ¡húcho ho! échanse todos
y alborótanse
BENITO - El diablo lleva en el cuerpo el torillo; sus partes tiene de hosco y de bragado; si no me
tiendo, me lleva de vuelo.
JUAN - Señor autor, haga, si puede, que no salgan figuras que nos alboroten; y no lo digo por mí,
sino por estas mochachas, que no les ha quedado gota de sangre en el cuerpo, de la ferocidad del
toro.
CASTRADA - Y ¡cómo, padre! No pienso volver en mí en tres días; ya me vi en sus cuernos, que
los tiene agudos como una lesna.
JUAN - No fueras tú mi hija, y no lo vieras.
GOBERNADOR - [Aparte] Basta: que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo
veo, por la negra honrilla.
CHIRINOS - Esa manada de ratones que allá va deciende por línea recta de aquellos que se criaron
en el Arca de Noé; dellos son blancos, dellos albarazados, dellos jaspeados y dellos azules; y,
finalmente, todos son ratones.
CASTRADA - ¡Jesús!, ¡Ay de mí! ¡Ténganme, que me arrojaré por aquella ventana! ¿Ratones?
¡Desdichada! Amiga, apriétate las faldas, y mira no te muerdan; ¡y monta que son pocos! ¡Por el
siglo de mi abuela, que pasan de milenta!
[TERESA] - Yo sí soy la desdichada, porque se me entran sin reparo ninguno; un ratón morenico
me tiene asida de una rodilla. ¡Socorro venga del cielo, pues en la tierra me falta!
BENITO - Aun bien que tengo gregüescos: que no hay ratón que se me entre, por pequeño que sea.
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CHANFALLA - Esta agua, que con tanta priesa se deja descolgar de las nubes, es de la fuente que
da origen y principio al río Jordán. Toda mujer a quien tocare en el rostro, se le volverá como de
plata bruñida, y a los hombres se les volverán las barbas como de oro.
CASTRADA - ¿Oyes, amiga? Descubre el rostro, pues ves lo que te importa. ¡Oh, qué licor tan
sabroso! Cúbrase, padre, no se moje.
JUAN - Todos nos cubrimos, hija.
BENITO - Por las espaldas me ha calado el agua hasta la canal maestra.
CAPACHO - Yo estoy más seco que un esparto.
GOBERNADOR - [Aparte] ¿Qué diablos puede ser esto, que aún no me ha tocado una gota, donde
todos se ahogan? Mas ¿si viniera yo a ser bastardo entre tantos legítimos?
BENITO - Quítenme de allí aquel músico; si no, voto a Dios que me vaya sin ver más figura.
¡Válgate el diablo por músico aduendado, y qué hace de menudear sin cítola y sin son!
RABELÍN - Señor alcalde, no tome conmigo la hincha; que yo toco como Dios ha sido servido de
enseñarme.
BENITO - ¿Dios te había de enseñar, sabandija? ¡Métete tras la manta; si no, por Dios que te arroje
este banco!
RABELÍN - El diablo creo que me ha traído a este pueblo. - CAPACHO
Fresca es el agua del santo río Jordán; y, aunque me cubrí lo que pude, todavía me alcanzó un poco
en los bigotes, y apostaré que los tengo rubios como un oro.
BENITO - Y aun peor cincuenta veces.
CHIRINOS - Allá van hasta dos docenas de leones rampantes y de osos colmeneros; todo viviente
se guarde; que, aunque fantásticos, no dejarán de dar alguna pesadumbre, y aun de hacer las fuerzas
de Hércules con espadas desenvainadas.
JUAN - Ea, señor autor, ¡cuerpo de nosla! ¿Y agora nos quiere llenar la casa de osos y de leones?
BENITO - ¡Mirad qué ruiseñores y calandrias nos envía Tontonelo, sino leones y dragones! Señor
autor, y salgan figuras más apacibles, o aquí nos contentamos con las vistas; y Dios le guíe, y no
pare más en el pueblo un momento.
CASTRADA - Señor Benito Repollo, deje salir ese oso y leones, siquiera por nosotras, y
recebiremos mucho contento.
JUAN - Pues, hija, ¿de antes te espantabas de los ratones, y agora pides osos y leones?
CASTRADA - Todo lo nuevo aplace, señor padre.
CHIRINOS - Esa doncella, que agora se muestra tan galana y tan compuesta, es la llamada
Herodías, cuyo baile alcanzó en premio la cabeza del Precursor de la vida. Si hay quien la ayude a
bailar, verán maravillas.
BENITO - ¡ésta sí, cuerpo del mundo, que es figura hermosa, apacible y reluciente! ¡Hideputa, y
cómo que se vuelve la mochac[h]a! Sobrino Repollo, tú que sabes de achaque de castañetas,
ayúdala, y será la fiesta de cuatro capas.
SOBRINO - Que me place, tío Benito Repollo.
Tocan la zarabanda
CAPACHO - ¡Toma mi abuelo, si es antiguo el baile de la Zarabanda y de la Chacona!
BENITO - Ea, sobrino, ténselas tiesas a esa bellaca jodía; pero, si ésta es jodía, ¿cómo ve estas
maravillas?
CHANFALLA - Todas las reglas tienen excepción, señor Alcalde.
Suena una trompeta, o corneta dentro del teatro, y entra un FURRIER de compañías
FURRIER - ¿Quién es aquí el señor Gobernador?
GOBERNADOR - Yo soy. ¿Qué manda vuesa merced?
FURRIER - Que luego al punto mande hacer alojamiento para treinta hombres de armas que
llegarán aquí dentro de media hora, y aun antes, que ya suena la trompeta; y adiós.
[Vase]
BENITO - Yo apostaré que los envía el sabio Tontonelo.
CHANFALLA - No hay tal; que ésta es una compañía de caballos que estaba alojada dos leguas de
160
aquí.
BENITO - Ahora yo conozco bien a Tontonelo, y sé que vos y él sois unos grandísimos bellacos, no
perdonando al músico; y mirad que os mando que mandéis a Tontonelo no tenga atrevimiento de
enviar estos hombres de armas, que le haré dar docientos azotes en las espaldas, que se vean unos a
otros.
CHANFALLA - ¡Digo, señor Alcalde, que no los envía Tontonelo!
BENITO - Digo que los envía Tontonelo, como ha enviado las otras sabandi[j]as que yo he visto.
CAPACHO - Todos las habemos visto, señor Benito Repollo.
BENITO - No digo yo que no, señor Pedro Capacho. No toques más, músico de entre sueños, que te
romperé la cabeza.
Vuelve el FURRIER
FURRIER - Ea, ¿está ya hecho el alojamiento? Que ya están los caballos en el pueblo.
BENITO - ¿Que todavía ha salido con la suya Tontonelo? ¡Pues yo os voto a tal, autor de humos y
de embelecos, que me lo habéis de pagar!
CHANFALLA - Séanme testigos que me amenaza el Alcalde.
CHIRINOS - Séanme testigos que dice el Alcalde que lo que manda Su Majestad lo manda el sabio
Tontonelo.
BENITO - Atontoneleada te vean mis ojos, plega a Dios todopoderoso.
GOBERNADOR - Yo para mí tengo que verdaderamente estos hombres de armas no deben de ser
de burlas.
FURRIER - ¿De burlas habían de ser, señor Gobernador? ¿Está en su seso?
JUAN - Bien pudieran ser atontonelados: como esas cosas habemos visto aquí. Por vida del autor,
que haga salir otra vez a la doncella Herodías, porque vea este señor lo que nunca ha visto; quizá
con esto le cohecharemos para que se vaya presto del lugar.
CHANFALLA - Eso en buen hora, y véisla aquí a do vuelve, y hace de señas a su bailador a que de
nuevo la ayude.
SOBRINO - Por mí no quedará, por cierto.
BENITO - Eso sí, sobrino; cánsala, cánsala; vueltas y más vueltas; ¡vive Dios, que es un azogue la
muchacha! ¡Al hoyo, al hoyo! ¡A ello, a ello!
FURRIER - ¿Está loca esta gente? ¿Qué diablos de doncella es ésta, y qué baile, y qué Tontonelo?
CAPACHO - Luego, ¿no vee la doncella herodiana el señor furrier?
FURRIER - ¿Qué diablos de doncella tengo de ver?
CAPACHO - Basta: ¡de ex il[l]is es!
GOBERNADOR - ¡De ex il[l]is es; de ex il[l]is es!
JUAN - ¡Dellos es, dellos el señor furrier; dellos es!
FURRIER - ¡Soy de la mala puta que los parió; y, por Dios vivo, que si echo mano a la espada, que
los haga salir por las ventanas, que no por la puerta!
CAPACHO - Basta: ¡de ex il[l]is es!
BENITO - Basta: ¡dellos es, pues no ve nada!
FURRIER - Canalla barretina: si otra vez me dicen que soy dellos, no les dejaré hueso sano.
BENITO - Nunca los confesos ni bastardos fueron valientes; y por eso no podemos dejar de decir:
¡dellos es, dellos es!
FURRIER - ¡Cuerpo de Dios con los villanos! ¡Esperad!
Mete mano a la espada y acuchíllase con todos; y el Alcalde aporrea al Rabellejo; y la CHERINOS
descuelga la manta y dice
[CHIRINOS] - El diablo ha sido la trompeta y la ven[i]da de los hombres de armas; parece que los
llamaron con campanilla.
CHANFALLA - El suceso ha sido extraordinario; la virtud del retablo se queda en su punto, y
mañana lo podemos mostrar al pueblo; y nosotros mismos podemos cantar el triunfo desta batalla,
diciendo: ¡vivan Chirinos y Chanfalla!
FIN DEL ENTREMÉS
161
Bartolomé de las Casas
Brevíssima relación de la destruyción de las Indias
Argumento del presente epítome
Prólogo del obispo don Fray Bartolomé de las Casas, o Casaus
Descubrimiento de las Indias
De la isla Española
De los reinos que había en la isla Española
De las dos islas de Sant Juan y Jamaica
"Argumento del presente epítome"
Todas las cosas que han acaecido en las Indias, desde su maravilloso descubrimiento, y del
principio que a ellas fueron españoles, para estar tiempo alguno, y después, en el proceso adelante
hasta los días de agora, han sido tan admirables y tan no creíbles en todo género a quien no las vido,
que parece haber añublado y puesto silencio y bastantes a poner olvido a todas cuantas, por
hazañosas que fuesen, en los siglos pasados se vieron y oyeron en el mundo. Entre éstas son las
matanzas y estragos de gentes inocentes, y despoblaciones de pueblos, provincias y reinos que en
ellas se han perpetrado, y que todas las otras no de menor espanto. Las unas y las otras, refiriendo a
diversas personas, que no las sabían, el obispo don fray Bartolomé de las Casas o Casaus, la vez que
vino a la corte, después de fraile, a informar al Emperador nuestro señor (como quien todas bien
visto había), y causando a los oyentes con la relación dellas una manera de éxtasi y suspensión de
ánimos, fue rogado e importunado que destas postreras pusiese algunas con brevedad por escripto.
El lo hizo, y viendo algunos años después muchos insensibles hombres, que la cobdicia y ambición
ha hecho degenerar del ser hombres, y sus facinorosas obras traído en reprobado sentido, que, no
contentos con las traiciones y maldades que han cometido, despoblando con exquisitas especies de
crueldad aquel orbe, importunaban al rey por licencia y auctoridad, para tornarlas a cometer y otras
peores (si peores pudiesen ser) acordó presentar esta suma de lo que cerca desto escribió al Príncipe
nuestro señor, para que Su Alteza fuese en que se les denegase. Y parecióle cosa conveniente
ponella en molde, porque Su Alteza la leyese con más facilidad. Y esta es la razón del siguiente
Epítome, o brevísima relación.
Fin del argumento
"Prólogo del obispo don Fray Bartolomé de las Casas, o Casaus"
para el muy alto y muy poderoso señor el príncipe de las Españas don Felipe, nuestro señor
Muy alto y muy poderoso señor.
Como la providencia divina tenga ordenado en su mundo que para dirección y común utilidad del
linaje humano se constituyesen en los Reinos y pueblos, reyes, como padres y pastores (según los
nombra Homero), y por consiguiente sean los más nobles y generosos miembros de las repúblicas,
ninguna dubda de la rectitud de sus ánimos reales se tiene, o con recta razón se debe tener, que si
algunos defectos, nocumentos y males se padecen en ellas, no ser otra la causa sino carecer los
reyes de la noticia dellos. Los cuales si les contasen, con sumo estudio y vigilante solercia
extirparían. Esto parece haber dado a entender la divina escriptura en los proverbios de Salomón:
Rex, qui sedet in solio judicii, dissipat omne malum in tuitu suo [El Rey que está sentado en el solio
162
del juicio disipa todo mal con su mirada]. Porque de la innata y natural virtud del rey así se supone,
conviene a saber, que la noticia sola del mal de su reino es bastantísima, para que lo disipe, y que ni
por un momento sólo en cuanto en sí fuere lo pueda sufrir.Considerando, pues, yo (muy poderoso
señor), los males y daños, perdición y jacturas (de los cuales nunca otros iguales ni semejantes se
imaginaron poderse por hombres hacer) de aquellos tantos y tan grandes y tales reinos, y por mejor
decir de aquel vastísimo y nuevo mundo de las Indias, concedidos y encomendados por Dios y por
su Iglesia a los reyes de Castilla, para que se los rigiesen y gobernasen, convertiesen y prosperasen
temporal y espiritualmente, como hombre que por cincuenta años y más de experiencia, siendo en
aquellas tierras presente, los he visto cometer; que constándole a Vuestra Alteza algunas
particulares hazañas dellos, no podría contenerse de suplicar a su Majestad con instancia importuna,
que no conceda ni permita las que los tiranos inventaron, prosiguieron y han cometido, [que] llaman
conquistas. En las cuales (si se permitiesen) han de tornarse a hacer, pues de sí mismas (hechas
contra aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden) son inicuas,
tiránicas, y por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas; deliberé, por
no ser reo, callando, de las perdiciones de ánimas y cuerpos infinitas que los tales perpetraran,
poner en molde algunas y muy pocas que los días pasados colegí de innumerables que con verdad
podría referir, para que con más facilidad Vuestra Alteza las pueda leer.
Y puesto que el arzobispo de Toledo, maestro de Vuestra Alteza, siendo obispo de Cartagena, me
las pidió y presentó a Vuestra Alteza, pero por los largos caminos de mar y de tierra que Vuestra
Alteza ha emprendido, y ocupaciones frecuentes reales que ha tenido, puede haber sido que, o
Vuestra Alteza no las leyó, o que ya olvidadas las tiene, y el ansia temeraria e irracional de los que
tienen por nada indebidamente derramar tan inmensa copia de humana sangre, y despoblar de sus
naturales moradores y poseedores, matando mil cuentos de gentes, aquellas tierras grandísimas, y
robar incomparables tesoros, crece cada día, importunando por diversas vías y varios fíngidos
colores que se les concedan o permitan las dichas conquistas (las cuales no se les podrían conceder
sin violación de la ley natural y divina, y por consiguiente gravísimos pecados mortales, dignos de
terribles y eternos suplicios), tuve por conviniente servir a Vuestra Alteza con este sumario
brevísimo de muy difusa historia que de los estragos y perdiciones se podría y debería componer.
Suplico a Vuestra Alteza lo reciba y lea con la clemencia y real benignidad que suele las obras de
sus criados y servidores, que puramente por sólo el bien público y prosperidad del estado real, servir
desean. Lo cual visto, y entendida la deformidad de la injusticia que a aquellas gentes inocentes se
hace, destruyéndolas y despedazándolas sin haber causa ni razón justa para ello, sino por sola la
cudicia y ambición de los que hacer tan nefarias obras pretenden, Vuestra Alteza tenga por bien de
con eficacia suplicar y persuadir a Su Majestad que deniegue a quien las pidiere tan nocivas y
detestables empresas, antes ponga en esta demanda infernal perpetuo silencio, con tanto terror que
ninguno sea osado dende adelante ni aun solamente se las nombrar.
Cosa es ésta, muy alto señor, convenientisima y necesaria para que todo el estado de la corona real
de Castilla, espiritual y temporalmente Dios lo prospere y conserve y haga bienaventurado, Amén.
"Descubrimiento de las Indias"
Descubriéronse las Indias en el año de mil e cuatrocientos y noventa y dos. Fuéronse a poblar el año
siguiente de cristianos españoles, por manera que ha cuarenta e nueve años que fueron a ellas
cantidad de españoles; e la primera tierra donde entraron para hecho de poblar, fue la grande y
felicísima isla Española, que tiene seiscientas leguas en torno. Hay otras muy grandes e infinitas
islas alrededor, por todas las partes della, que todas estaban e las vimos las más pobladas e llenas de
naturales gentes, indios dellas, que puede ser tierra poblada en el mundo. La tierra firme, que está
de esta isla por lo más cercano docientas e cincuenta leguas, pocas más, tiene de costa de mar más
de diez mil leguas descubiertas e cada día se descubren más, todas llenas como una colmena de
163
gentes, en lo que hasta el año de cuarenta e uno se ha descubierto, que parece que puso Dios en
aquellas tierras todo el golpe, o la mayor cantidad de todo el linaje humano.
Todas estas universas e infinitas gentes a toto genero crió Dios los más simples, sin maldades ni
dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales e a los cristianos a quien sirven; más
humildes, más pacientes, más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no
querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo. Son asimesmo las
gentes más delicadas, flacas y tiernas en complisión e que menos pueden sufrir trabajos y que más
fácilmente mueren de cualquiera enfermedad, que ni hijos de príncipes e señores entre nosotros,
criados en regalos e delicada vida, no son más delicados que ellos, aunque sean de los que entre
ellos son de linaje de labradores. Son también gentes paupérrimas y que menos poseen ni quieren
poseer de bienes temporales; e por esto no soberbias, no ambiciosas, no cubdiciosas. Su comida es
tal que la de los sanctos padres en el desierto no parece haber sido más estrecha ni menos deleitosa
ni pobre. Sus vestidos comúnmente son en cueros, cubiertas sus vergüenzas, e cuando mucho
cúbrense con una manta de algodón, que será como vara y media o dos varas de lienzo en cuadra.
Sus camas son encima de una estera e, cuando mucho, duermen en unas como redes colgadas, que
en lengua de la isla Española llamaban hamacas. Son eso mesmo de limpios e desocupados e vivos
entendimientos, muy capaces e dóciles para toda buena doctrina, aptísimos para recebír nuestra
sancta fe católica, e ser dotados de virtuosas costumbres, e las que menos impedimientos tienen
para esto que Dios crió en el mundo. Y son tan importunas desque una vez comienzan a tener
noticia de las cosas de la fe, para saberlas, y en ejercitar los sacramentos de la Iglesia y el culto
divino, que digo verdad que han menester los religiosos, para sufrillos, ser dotados por Dios de don
muy señalado de paciencia; e, finalmente, yo he oído decir a muchos seglares españoles de muchos
años acá e muchas veces, no pudiendo negar la bondad que en ellos veen: "cierto, estas gentes eran
las más bienaventuradas del mundo, si solamente conoscieran a Dios".
En estas ovejas mansas, y de las calidades susodichas por su Hacedor y Criador así dotadas,
entraron los españoles desde luego que las conocieron como lobos e tigres y leones cruelísimos de
muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, hasta hoy, e hoy
en este día lo hacen, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas
por las estrañas y nuevas e varias e nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad,
de las cuales algunas pocas abajo se dirán, en tanto grado, que habiendo en la isla Española sobre
tres cuentos de ánimas que vimos, no hay hoy de los naturales della docientas personas. La isla de
Cuba es cuasi tan luenga como desde Valladolid a Roma, está hoy cuasi toda despoblada. La isla de
Sant Juan e la de Jamaica, islas muy grandes e muy felices e graciosas, ambas están asoladas. Las
islas de los Lucayos, que están comarcanas a la Española e a Cuba por la parte del Norte, que son
más de sesenta con las que llamaban de Gigantes e otras islas grandes e chicas, e que la peor dellas
es más fértil e graciosa que la huerta del rey de Sevilla, e la más sana tierra del mundo, en las cuales
había más de quinientas mil ánimas, no hay hoy una sola criatura. Todas las mataron trayéndolas e
por traellas a la isla Española, después que veían que se les acababan los naturales della. Andando
un navío tres años a rebuscar por ellas la gente que había, después de haber sido vendimiadas,
porque un buen cristiano se movió por piedad para los que se hallasen convertillos e ganallos a
Cristo, no se hallaron sino once personas, las cuales yo vide. Otras más de treinta islas, que están en
comarca de la isla de Sant Juan, por la mesma causa están despobladas e perdidas. Serán todas estas
islas, de tierra, más de dos mil leguas, que todas están despobladas e desiertas de gente.
De la gran Tierra Firme somos ciertos que nuestros españoles por sus crueldades y nefandas obras,
han despoblado y asolado y que están hoy desiertas, estando llenas de hombres racionales, más de
diez reinos mayores que toda España, aunque entre Aragón y Portugal en ellos, y más tierra que hay
de Sevilla a Jerusalén dos veces, que son más de dos mil leguas.
Daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertas en los dichos cuarenta años por las
dichas tiranías e infernales obras de los cristianos, injusta y tiránicamente, más de doce cuentos de
ánimas, hombres y mujeres y niños; y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de
quince cuentos.
164
Dos maneras generales y principales han tenido los que allá han pasado, que se llaman cristianos, en
estirpar y raer de la haz de la tierra a aquellas miserandas naciones. La una, por injustas, crueles,
sangrientas y tiránicas guerras. La otra, después que han muerto todos los que podrían anhelar o
sospirar o pensar en libertad, o en salir de los tormentos que padecen, como son todos los señores
naturales y los hombres varones (porque comúnmente no dejan en las guerras a vida sino los mozos
y mujeres), oprimiéndolos con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres ni
bestias pudieron ser puestas. A estas dos maneras de tiranía infernal se reducen e se resuelven, o
subalternan como a géneros, todas las otras diversas y varias de asolar aquellas gentes, que son
infinitas.
La causa por que han muerto y destruido tantas y tales e tan infinito número de ánimas los
cristianos, ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy
breves días, e subir a estados muy altos e sin proporción de sus personas; conviene a saber, por la
insaciable cudicia e ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo, por ser
aquellas tierras tan felices e tan ricas, e las gentes tan humildes, tan pacientes y tan fáciles a
subjectarlas; a las cuales no han tenido más respecto ni dellas han hecho más cuenta ni estima
(hablo con verdad por lo que sé y he visto todo el dicho tiempo), no digo que de bestias (porque
pluguiera a Dios que como a bestias las hobieran tractado y estimado), pero como y menos que
estiércol de las plazas. Y así han curado de sus vidas e de sus ánimas, e por esto todos los números e
cuentos dichos han muerto sin fe e sin sacramentos. Y ésta es una muy notoria e averiguada verdad,
que todos, aunque sean los tiranos e matadores, la saben e la confiesan: que nunca los indios de
todas las Indias hicieron mal alguno a cristianos, antes los tuvieron por venidos del cielo, hasta que
primero muchas veces hobieron recebido ellos o sus vecinos muchos males, robos, muertes,
violencias y vejaciones dellos mesmos.
"De la isla Española"
En la isla Española, que fue la primera, como dejimos, donde entraron cristianos e comenzaron los
grandes estragos e perdiciones destas gentes e que primero destruyeron y despoblaron; comenzando
los cristianos a tomar las mujeres e hijos a los indios para servirse e para usar mal dellos; e comerles
sus comidas que de sus sudores e trabajos salían, no contentándose con lo que los indios les daban
de su grado, conforme a la facultad que cada uno tenía, que siempre es poca, porque no suelen tener
más de lo que ordinariamente han menester e hacen con poco trabajo, e lo que basta para tres casas
de a diez personas cada una para un mes, come un cristiano e destruye en un día; e otras muchas
fuerzas e violencias e vejaciones que les hacían; comenzaron a entender los indios que aquellos
hombres no debían de haber venido del cielo. Y algunos escondían sus comidas; otros sus mujeres e
hijos; otros huíanse a los montes por apartarse de gente de tan dura y terrible conversación. Los
cristianos dábanles de bofetadas e puñadas y de palos hasta poner las manos en los señores de los
pueblos. E llegó esto a tanta temeridad y desvergüenza, que al mayor rey, señor de toda la isla, un
capitán cristiano le violó por fuerza su propia mujer. De aquí comenzaron los indios a buscar
maneras para echar los cristianos de sus tierras: pusiéronse en armas que son harto flacas e de poca
ofensión e resistencia y menos defensa (por lo cual todas sus guerras son poco más que acá juegos
de cañas e aun de niños); los cristianos con sus caballos y espadas e lanzas comienzan a hacer
matanzas e crueldades extrañas en ellos. Entraban en los pueblos, ni dejaban niños ni viejos ni
mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban e hacían pedazos, como si dieran en unos
corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre
por medio, o le cortaba la cabeza de un piquete o le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de
las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros daban con
ellas en ríos por las espaldas, riendo e burlando e cayendo en el agua decían: bullís cuerpo de tal;
otras criaturas metían a espada con las madres juntamente e todos cuantos delante de sí hallaban.
165
Hacían unas horcas largas, que juntasen casi los pies a la tierra, e de trece en trece, a honor y
reverencia de Nuestro Redemptor e de los doce apóstoles, poniéndoles leña e fuego los quemaban
vivos. Otros ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca, pegándoles fuego así los quemaban. Otros
y todos los que querían tomar a vida, cortábanles ambas manos y dellas llevaban colgando, y
decíanles: "Andad con cartas", conviene a saber, lleva las nuevas a las gentes que estaban huidas
por los montes. Comúnmente mataban a los señores y nobles desta manera: que hacían unas
parrillas de varas sobre horquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que
poco a poco, dando alaridos en aquellos tormentos, desesperados, se les salían las ánimas.
Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales y señores (y aun
pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros), y porque daban muy grandes
gritos y daban pena al capitán o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen, y el alguacil, que
era peor que verdugo que los quemaba (y sé cómo se llamaba y aun sus parientes conocí en Sevilla),
no quiso ahogallos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen y atizóles
el fuego hasta que se asaron de espacio como él quería. Yo vide todas las cosas arriba dichas y
muchas otras infinitas. Y porque toda la gente que huir podía se encerraba en los montes y subía a
las sierras huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y tan feroces bestias, extirpadores y
capitales enemigos del linaje humano, enseñaron y amaestraron lebreles, perros bravísimos que en
viendo un indio lo hacían pedazos en un credo, y mejor arremetían a él y lo comían que si fuera un
puerco. Estos perros hicieron grandes estragos y carnecerías. Y porque algunas veces, raras y pocas,
mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí, que por
un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos de matar cien indios.
"Los reinos que había en la isla Española"
Había en esta isla Española cinco reinos muy grandes principales y cinco reyes muy poderosos, a
los cuales cuasi obedecían todos los otros señores, que eran sin número, puesto que algunos señores
de algunas apartadas provincias no reconocían superior dellos alguno. El un reino se llamaba
Maguá, la última sílaba aguda, que quiere decir el reino de la vega. Esta vega es de las más insignes
y admirables cosas del mundo, porque dura ochenta leguas de la mar del Sur a la del Norte. Tiene
de ancho cinco leguas y ocho hasta diez; y tierras altísimas de una parte y de otra. Entran en ella
sobre treinta mil ríos y arroyos, entre los cuales son los doce tan grandes como Ebro y Duero y
Guadalquivir. Y todos los ríos que vienen de la una sierra que está al poniente, que son los veinte y
veinte y cinco mil, son riquísimos de oro. En la cual sierra o sierras se contiene la provincia de
Cibao, donde se dicen las minas de Cibao, de donde sale aquel señalado y subido en quilates oro
que por acá tiene gran fama. El rey y señor deste reino se llamaba Guarionex; tenía señores tan
grandes por vasallos, que juntaba uno dellos dieciséis mil hombres de pelea para servir a Guarionex,
e yo conocí a algunos dellos. Este rey Guarionex era muy obediente y virtuoso y naturalmente
pacífico y devoto a los reyes de Castilla; y dio ciertos años su gente, por su mandado, cada persona
que tenía casa, lo güeco de un cascabel lleno de oro, y después, no pudiendo henchirlo, se lo
cortaron por medio e dio llena aquella mitad, porque los indios de aquella isla tenían muy poca o
ninguna industria de coger o sacar el oro de las minas. Decía y ofrescíase este cacique a servir al rey
de Castilla, con hacer una labranza que llegase desde la Isabela, que fue la primera población de los
cristianos, hasta la ciudad de Sancto Domingo, que son grandes cincuenta leguas, porque no le
pidiesen oro, porque decía, y con verdad, que no lo sabían coger sus vasallos. La labranza que decía
que haría sé yo que la podía hacer y con grande alegría, y que valiera más al rey cada año de tres
cuentos de castellanos; y aun fuera tal que causara esta labranza haber en la isla hoy más de
cincuenta ciudades tan grandes como Sevilla.
El pago que dieron a este rey y señor tan bueno y tan grande, fue deshonrallo por la mujer,
violándosela un capitán mal cristiano: él, que pudiera aguardar tiempo y juntar de su gente para
166
vengarse, acordó de irse y esconderse sola su persona y morir desterrado de su reino y estado a una
provincia que se decía de los Ciguayos, donde era un gran señor su vasallo. Desde que lo hallaron
menos los cristianos, no se les pudo encubrir: van y hacen guerra al señor que lo tenía. Donde
hicieron grandes matanzas hasta que en fin lo hobieron de hallar y prender, y preso con cadenas y
grillos lo metieron en una nao para traerlo a Castilla. La cual se perdió en la mar y con él se
ahogaron muchos cristianos y gran cantidad de oro, entre lo cual pereció el grano grande, que era
como una hogaza y pesaba tres mil y seiscientos castellanos, por hacer Dios venganza de tan
grandes injusticias.
El otro reino se decía del Maríen, donde agora es el Puerto Real, al cabo de la Vega, hacia el norte,
y más grande que el reino de Portugal, aunque cierto harto más felice y digno de ser poblado, y de
muchas y grandes sierras y minas de oro y cobre muy rico, cuyo rey se llamaba Guscanagarí (última
aguda); debajo del cual había muchos y muy grandes señores, de los cuales yo vide y conocí
muchos; y a la tierra déste fue primero a parar el Almirante viejo que descubrió las Indias. Al cual
recibió la primera vez el dicho Guscanagarí, cuando descubrió la isla, con tanta humanidad y
caridad, y a todos los cristianos que con él iban; y les hizo tan suave y gracioso rescibimiento y
socorro y aviamiento (perdiéndosele allí aun la nao en que iba el Almirante), que en su misma patria
y de sus mismos padres no lo pudiera rescebir mejor. Esto sé por relación y palabras del mismo
Almirante. Este rey murió huyendo de las matanzas y crueldades de los cristianos, destruido y
privado de su estado, por los montes perdido. Todos los otros señores súbditos suyos murieron en la
tiranía y servidumbre que abajo será dicha.
El tercero reino y señoría fue la Maguana; tierra también admirable, sanísima y fertilísima, donde
agora se hace la mejor azúcar de aquella isla. El rey dél se llamó Caonabo. Este, en esfuerzo y
estado y gravedad y cerimonias de su servicio, excedió a todos los otros. A éste prendieron con una
gran sutileza y maldad, estando seguro en su casa. Metiéronlo después en un navío para traello a
Castilla, y estando en el puerto seis navíos para se partir, quiso Dios mostrar ser aquella con las
otras grande iniquidad e injusticia y envió aquella noche una tormenta que hundió todos los navíos
y ahogó todos los cristianos que en ellos estaban; donde murió el dicho Caonabo cargado de
cadenas y grillos. Tenía este señor tres o cuatro hermanos muy varoniles y esforzados como él; vista
la prisión tan injusta de su hermano y señor y las destruiciones y matanzas que los cristianos en los
otros reinos hacían, especialmente desque supieron que el rey su hermano era muerto, pusiéronse en
armas para ir a cometer y vengarse de los cristianos: van los cristianos a ellos con ciertos de caballo
(que es la más perniciosa arma que puede ser para entre indios) y hacen tantos estragos y matanzas
que asolaron y despoblaron la mitad de todo aquel reino.
El cuarto reino es [el] que se llamó de Xaragua; éste era como el meollo o médula o como la corte
de toda aquella isla; excedía en la lengua y habla ser más polida; en la policía y crianza más
ordenada y compuesta; en la muchedumbre de la nobleza y generosidad, porque había muchos y en
gran cantidad señores y nobles; y en la lindeza y hermosura de toda la gente, a todos los otros. El
rey y señor dél se llamaba Behechio; tenía una hermana que se llamaba Anacaona. Estos dos
hermanos hicieron grandes servicios a los reyes de Castilla e inmensos beneficios a los cristianos,
librándolos de muchos peligros de muerte; y después de muerto el rey Behechio quedó en el reino
por señora Anacaona. Aquí llegó una vez el gobernador que gobernaba esta isla, con sesenta de
caballo y más trescientos peones, que los de caballo solos bastaban para asolar a toda la isla y la
Tierra Firme, y llegáronse más de trescientos señores a su llamado seguros; de los cuales hizo meter
dentro de una casa de paja muy grande los más señores por engaño; e metidos les mandó poner
fuego y los quemaron vivos. A todos los otros alancearon e metieron a espada con infinita gente, e a
la señora Anacaona, por hacelle honra, ahorcaron. Y acaescía algunos cristianos, o por piedad o por
cudicia, tomar algunos niños para mamparallos no los matasen, e poníanlos a las ancas de los
caballos: venía otro español por detrás e pasábalos con su lanza. Otrosí, estaba el niño en el suelo, le
cortaban las piernas con el espada. Alguna gente que pudo huir desta tan inhumana crueldad
pasáronse a una isla pequeña que está cerca de allí ocho leguas en la mar, y el dicho gobernador
condenó a todos estos que allí se pasaron que fuesen esclavos, porque huyeron de la carnicería.
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El quinto reino se llamaba Higüey e señoreábalo una reina vieja que se llamó Higuanama. A ésta
ahorcaron e fueron infinitas las gentes que yo vide quemar vivas y despedazar e atormentar por
diversas y nuevas maneras de muerte e tormentos y hacer esclavos todos los que a vida tomaron. Y
porque son tantas las particularidades que en estas matanzas e perdiciones de aquellas gentes ha
habido, que en mucha escriptura no podrían caber (porque en verdad que creo que por mucho que
dijese no pueda explicar de mil partes una), sólo quiero en lo de las guerras susodichas concluir con
decir e afirmar que en Dios y en mi consciencia que tengo por cierto que para hacer todas las
injusticias y maldades dichas e las otras que dejo e podría decir, no dieron más causa los indios ni
tuvieron más culpa que podrían dar o tener un convento de buenos e concertados religiosos para
roballos e matallos y, los que de la muerte quedasen vivos, ponerlos en perpetuo captiverio e
servidumbre de esclavos. Y más afirmo, que hasta que todas las muchedumbres de gentes de
aquella isla fueron muertas e asoladas, que pueda yo creer y conjecturar, no cometieron contra los
cristianos un solo pecado mortal que fuese punible por hombres; y los que solamente son reservados
a Dios, como son los deseos de venganza, odio y rancor que podían tener aquellas gentes contra tan
capitales enemigos, como les fueron los cristianos, éstos creo que cayeron en muy pocas personas
de los indios, y eran poco más impetuosos e rigurosos, por la mucha experiencia que dellos tengo,
que de niños o muchachos de diez o doce años. Y sé por cierta e infalible sciencia, que los indios
tuvieron siempre justísima guerra contra los cristianos, e los cristianos una ni ninguna nunca
tuvieron justa contra los indios; antes fueron todas diabólicas e injustísimas e mucho más que de
ningún tirano se puede decir del mundo; e lo mismo afirmo de cuantas han hecho en todas las
Indias.
Después de acabadas las guerras e muertes en ellas todos los hombres, quedando comúnmente los
mancebos e mujeres y niños, repartiéronlos entre sí, dando a uno treinta, a otro cuarenta, a otro
ciento y docientos (según la gracia que cada uno alcanzaba con el tirano mayor, que decían
gobernador). Y así repartidos a cada cristiano dábanselos con esta color: que los enseñase en las
cosas de la fe católica, siendo comúnmente todos ellos idiotas y hombres crueles, avarísimos e
viciosos, haciéndoles curas de ánimas. Y la cura o cuidado que dellos tuvieron, fue enviar los
hombres a las minas a sacar oro, que es trabajo intolerable; e las mujeres ponían en las estancias,
que son granjas, a cavar las labranzas y cultivar la tierra, trabajo para hombres muy fuertes y recios.
No daban a los unos ni a las otras de comer sino yerbas y cosas que no tenían substancia;
secábaseles la leche de las tetas a las mujeres paridas, e así murieron en breve todas las criaturas. Y
por estar los maridos apartados, que nunca vían a las mujeres, cesó entre ellos la generación;
murieron ellos en las minas, de trabajos y hambre, y ellas en las estancias o granjas, de lo mesmo, e
así se acabaron tantas e tales multitúdines de gentes de aquella isla; e así se pudiera haber acabado
todas las del mundo. Decir las cargas que les echaban de tres y cuatro arrobas, e los llevaban ciento
y docientas leguas. Y los mismos cristianos se hacían llevar en hamacas, que son como redes, a
cuestas de los indios, porque siempre usaron dellos como de bestias para cargar. Tenían mataduras
en los hombros y espaldas, de las cargas, como muy matadas bestias. Decir asimesmo los azotes,
palos, bofetadas, puñadas, maldiciones e otros mil géneros de tormentos que en los trabajos les
daban, en verdad que en mucho tiempo ni papel no se pudiese decir e que fuese para espantar los
hombres.
Y es de notar que la perdición destas islas e tierras se comenzaron a perder y destruir desde que allá
se supo la muerte de la serenísima reina doña Isabel, que fue el año de mil e quinientos e cuatro,
porque hasta entonces sólo en esta isla se habían destruido algunas provincias por guerras injustas,
pero no del todo, y éstas por la mayor parte y cuasi todas se le encubrieron a la Reina. Porque la
Reina, que haya santa gloria, tenía grandísimo cuidado e admirable celo a la salvación y
prosperidad de aquellas gentes, como sabemos los que lo vimos y palpamos con nuestros ojos e
manos los ejemplos desto.
Débese de notar otra regla en esto: que en todas las partes de las Indias donde han ido y pasado
cristianos, siempre hicieron en los indios todas las crueldades susodichas e matanzas e tiranías y
opresiones abominables en aquellas ínnocentes gentes; e añadían muchas más e mayores y más
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nuevas maneras de tormentos, e más crueles siempre fueron porque los dejaba Dios más de golpe
caer y derrocarse en reprobado juicio o sentimiento.
"De las dos islas de Sant Juan y Jamaica"
Pasaron a la isla de Sant Juan y a la de Jamaica (que eran unas huertas y unas colmenas) el año de
mil e quinientos y nueve los españoles, con el fin e propósito que fueron a la Española. Los cuales
hicieron e cometieron los grandes insultos e pecados susodichos, y añidieron muchas señaladas e
grandísimas crueldades más; matando y quemando y asando y echando a perros bravos, e después
oprimiendo y atormentando y vejando en las minas y en los otros trabajos, hasta consumir y acabar
todos aquellos infelices innocentes: que había en las dichas dos islas más de seiscientas mil ánimas,
y creo que más de un cuento, e no hay hoy en cada una docientas personas, todas perecidas sin fe e
sin sacramentos.
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Fernando de Rojas
La Celestina
Tragicomedia de Calisto y Melibea
nuevamente revista y emendada con addición de los argumentos de cada un auto en principio. La
qual contiene demás de su agradable y dulce estilo muchas sentencias filosofales y avisos muy
necessarios para mancebos mostrándoles los engaños que están encerrados en sirvientes y
alcahuetas.
El autor a un su amigo
Suelen los que de sus tierras absentes se fallan considerar de qué cosa aquel lugar donde parten
mayor inopia o falta padezca para con la tal servir a los conterráneos, de quien en algún tiempo
beneficio recebido tienen; y viendo que legítima obligación a investigar lo semijante me compelía
para pagar las muchas mercedes de vuestra libre liberalidad recebidas, asaz vezes retraído en mi
cámara, acostado sobre mi propia mano, echando mis sentidos por ventores y my juyzio a bolar, me
venía a la memoria no sólo la necessidad que nuestra común patria tiene de la presente obra por la
muchedumbre de galanes y enamorados mancebos que posee, pero aun en particular vuestra mesma
persona, cuya juventud de amor ser presa se me representa aver visto y dél cruelmente lastimada, a
causa de le faltar defensivas armas para resistir sus fuegos, las quales hallé esculpidas en estos
papeles, no fabricadas en las grandes herrerías de Milán, mas en los claros ingenios de doctos
varones castellanos formadas. Y como mirasse su primor, su sotil artificio, su fuerte y claro metal,
su modo y manera de lavor, su estilo elegante, jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído, leílo
tres o quatro vezes, y tantas quantas más lo leía, tanta más necessidad me ponía de releerlo y tanto
más me agradava, y en su processo nuevas sentencias sentía. Vi no sólo ser dulce en su principal
ystoria o fición toda junta, pero aun de algunas sus particularidades salían delectables fontezicas de
filosophía, de otros agradables donayres, de otros avisos y consejos contra lisongeros y malos
sirvientes y falsas mugeres hechizeras. Vi que no tenía su firma del autor, el qual, según algunos
dizen, fue Juan de Mena, e según otros, Rodrigo Cota, pero quienquier que fuese, es digno de
recordable memoria por la sotil invención, por la gran copia de sentencias entrexeridas que so color
de donayres tiene. Gran filósofo era. Y pues él con temor de detractores y nocibles lenguas más
aparejadas a reprehender que a saber inventar, quiso celar e encubrir su nombre, no me culpéys si
en el fin baxo que le pongo, no espresare el mío. Mayormente que, siendo jurista yo, aunque obra
discreta, es agena de mi facultad, y quien lo supiese diría que no por recreación de mi principal
estudio, del qual yo más me precio, como es la verdad, lo fiziesse, antes distraído de los derechos,
en esta nueva lavor me entremetiesse. Pero aunque no acierten, sería pago de mi osadía. Asimismo
pensarían que no quinze días de unas vacaciones, mientra mis socios en sus tierras, en acabarlo me
detoviesse, como es lo cierto; pero aun más tiempo y menos accepto. Para desculpa de lo qual todo,
no sólo a vos, pero a quantos lo leyeren, offrezco los siguientes metros. E por que conoscáys donde
comiençan mis maldoladas razones [y acaban las de antiguo auctor], acordé que todo lo del antiguo
auctor fuesse sin división en un aucto o cena incluso, hasta el segundo aucto, donde dize:
«Hermanos míos», etc. Vale.
[Prólogo]
Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla, dize aquel gran sabio Eráclito en este
modo: «Omnia secundum litem fiunt». Sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable memoria.
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Y como sea cierto que toda palabra del hombre sciente esté preñada, desta se puede dezir que de
muy hinchada y llena quiere rebentar, echando de sí tan crescidos ramos y hojas, que del menor
pimpollo se sacaría harto fruto entre personas discreta. Pero como mi pobre saber no baste a más de
roer sus secas cortezas de los dichos de aquellos que por claror de sus ingenios merescieron ser
aprovados, con lo poco que de allí alcançare, satisfaré al propósito deste perbreve (pró)logo. Hallé
esta sentencia corroborada por aquel gran orador y poeta laureado, Francisco Petrarcha, diziendo:
«Sine lite atque offensione ni(hi)l genuit natura parens»: Sin lid y offensión ninguna cosa engendró
la natura, madre de todo. Dize más adelante: «Sic est enim, et sic propemodum universa testantur:
rapido stelle obviant firmamento; contraria invicem elementa confligunt; terrae tremunt; maria
fluctuant; aer quatitur; crepant flamme; bellum immortale venti gerunt; tempora temporibus
concertant; secum singula nobiscum omnia.» Que quiere decir: «En verdad assí es, y assí todas las
cosas desto dan testimonio: las estrellas se encuentran en el arrebatado firmamento del cielo, los
adversos elementos unos con otros rompen pelea, tremen las tierras, ondean los mares, el ayre se
sacude, suenan las llamas, los vientos entre sí traen perpetua guerra, los tiempos con tiempos
contienden y litigan entre sí, uno a uno y todos contra nosotros.» El verano vemos que nos aquexa
con calor demasiado, el invierno con frío y aspereza, assí que este nos paresce revolución temporal,
esto con que nos sostenemos, esto con que nos criamos y bevimos, si comiença a ensobervecerse
más de lo acostumbrado, no es sino guerra. Y quanto se ha de temer, manifiéstase por los grandes
terremotos y torvellinos, por los naufragios y encendios, assí celestiales como terrenales, por la
fuerça de los aguaduchos, por aquel bramar de truenos, por aquel temeroso ímpetu de rayos,
aquellos cursos y recursos de las nuves, de cuyos abiertos movimientos, para saber la secreta causa
de que proceden, no es menor la dissención de los filósofos en las escuelas, que de las ondas en la
mar. Pues entre los animales ningún género carece de guerra: pesces, fieras, aves, serpientes, de lo
qual todo una especie a otra persigue. El león al lobo, el lobo la cabra, el perro la liebre y, si no
paresciese conseja de tras el fuego, yo llegaría más al cabo esta cuenta. El elefante, animal tan
poderoso y fuerte, se espanta y huye de la vista de un suziuelo ratón, y aun de sólo oírle toma gran
temor. Entre las serpientes el vajarisco crió la natura tan ponçoñoso y conquistador de todas las
otras, que con su silvo las asombra y con su venida las ahuyenta y disparze, con su vista las mata.
La bívora, reptilia o serpiente enconada, al tiempo del concebir, por la boca de la hembra metida la
cabeça del macho y ella con el gran dulçor apriétale tanto que le mata, y quedando preñada, el
primer hijo rompe las yjares de la madre, por do todos salen y ella muerta queda; él quasi como
vengador de la paterna muerte. ¿Qué mayor lid, qué mayor conquista ni guerra que engendrar en su
cuerpo quien coma sus entrañas? Pues no menos dissensiones naturales creemos haver en los
pescados, pues es cosa cierta gozar la mar de tantas formas de pesces, quantas la tierra y el ayre cría
de aves y animalias y muchas más. Aristóteles y Plinio cuentan maravillas de un pequeño pece
llamado Echeneis, quanto sea apta su propriedad para diversos géneros de lides. Especialmente
tiene una que si allega a una nao o carraca, la detiene, que no se puede menear aunque vaya muy
rezio por las aguas, de lo cual haze Lucano mención, diziendo; «Non pupim retinens, Euro tendente
rudientes,/ In mediis Echeneis aquis.» «No falta allí el pece dicho Echeneis, que detiene las fustas,
quando el viento Euro estiende las cuerdas en medio de la mar.» ¡Oh natural contienda, digna de
admiración, poder más un pequeño pece que un gran navío con toda su fuerça de los vientos! Pues
si discurrimos por las aves y por sus menudas enemistades, bien affirmaremos ser todas las cosas
criadas a manera de contienda. Las más biven de rapina, como halcones y águilas y gavilanes. Hasta
los grosseros milanos insultan dentro en nuestras moradas los domésticos pollos y debaxo las alas
de sus madres los vienen a caçar. De una ave llamada Rocho, que nace en el índico mar de oriente,
se dize ser de grandeza jamás oída y que lleva sobre su pico fasta las nuves no sólo un hombre o
diez, pero un navío cargado de todas sus xarcías y gente. Y como los míseros navegantes estén assí
suspensos en el ayre, con el meneo de su buelo caen y reciben crueles muertes. ¿Pues qué diremos
entre los hombres a quien todo lo sobredicho es subjeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus
enemistades, sus embidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos? ¿Aquel mudar
de trajes, aquel derribar y renovar edificios y otros muchos affectos diversos y variedades que desta
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nuestra flaca humanidad nos provienen? Y pues es antigua querella y visitada de largos tiempos, no
quiero maravillarme si esta presente obra ha seído instrumento de lid o contienda a sus lectores para
ponerlos en differencias, dando cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad. Unos dezían
que era prolixa, otros breve, otros agradable, otros escura; de manera que cortarla a medida de
tantas y tan differentes condiciones a solo Dios pertenesce. Mayormente pues ella con toda las otras
cosas que al mundo son, van debaxo de la vandera desta notable sentencia, «que aun la mesma vida
de los hombres, si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las casas, es
batalla». Los niños con los juegos, los moços con las letras, los mancebos con los deleytes, los
viejos con mill especies de enfermedades pelean y estos papeles con todas las edades. La primera
los borra y rompe, la segunda no los sabe bien leer, la tercera, que es la alegre juventud y mancebía,
discorda. Unos les roen los huessos que no tienen virtud, que es la hystoria toda junta, no
aprovechándose de las particularidades, haziéndola cuento de camino; otros pican los donayres y
refranes comunes, loándolos con toda atención, dexando passar por alto lo que haze más al caso y
utilidad suya. Pero aquellos para cuyo verdadero plazer es todo, desechan el cuento de la hystoria
para contar, coligen la suma para su provecho, ríen lo donoso, las sentencias y dichos de
philósophos guardan en su memoria para trasponer en lugares convenibles a sus autos y propósitos.
Assí que quando diez personas se juntaren a oír esta comedia en quien quepa esta differencia de
condiciones, como suele acaescer, ¿quién negará que aya contienda en cosa que de tantas maneras
se entienda? Que aun los impressores han dado sus punturas, poniendo rúbricas o sumarios al
principio de cada auto, narrando en breve lo que dentro contenía; una cosa bien escusada según lo
que los antiguos escriptores usaron. Otros han litigado sobre el nombre, diziendo que no se avía de
llamar comedia, pues acabava en tristeza, sino que se llamase tragedia. El primer autor quiso darle
denominación del principio, que fue plazer, y llamóla comedia. Yo viendo estas discordias, entre
estos estremos partí agora por medio la porfía y llaméla tragicomedia. Assí que viendo estas
contiendas, estos díssonos y varios juyzios, miré a donde la mayor parte acostava y hallé que
querían que alargasse en el proceso de su deleyte destos amantes sobre lo qual fuy muy
importunado, de manera que acordé, aunque contra mi voluntad, meter segunda vez la pluma en tan
estraña lavor y tan agena de mi facultad, hurtando algunos ratos a mi principal estudio, con otras
horas destinadas para recreación, puesto que no han de faltar nuevos detractores a la nueva adición.
[Retrato de Celestina (acto I)]
PÁRMENO. ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congoxas? ¿Y tú piensas que es
vituperio en las orejas désta el nombre que la llamé? No lo creas, que ansí se glorifica en lo
oír, como tú quando dizen: «Diestro cavallero es Calisto.» Y demás, desto es nombrada, y por
tal título conoscida. Si entre cient mugeres va y alguno dize «¡Puta vieja!», sin ningún
empacho luego buelve la cabeça y responde con alegre cara. En los combites, en las fiestas, en
las bodas, en las confradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella
passan tiempo. Si passa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra
cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando
dizen: «¡Puta vieja!»; las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los
herreros, aquello dizen sus martillos; carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores,
todo officio de instrumento forma en el ayre su nombre. Cántanla los carpinteros, péynanla
los peynadores, texedores; labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas
con ella passan el afán cotidiano; al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas
cosas que son hazen, a doquiera que ella está, el tal nombre representan. ¡O qué comedor de
huevos assados era su marido! Qué quieres más, sino que, si una piedra topa con otra, luego
suena «¡Puta vieja!»
CALISTO. Y tú, ¿cómo lo sabes y la conosces?
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PÁRMENO. Saberlo has. Días grandes son passados que mi madre, mujer pobre, morava en su
vezindad, la qual rogada por esta Celestina, me dio a ella por serviente, aunque ella no me
conosce, por lo poco que la serví y por la mudança que la edad ha hecho.
CALISTO. ¿De qué la sirvías?
PÁRMENO. Señor, yva a la plaça y traíale de comer y acompañávala; suplía en aquellos
menesteres que mi tierna fuera bastava. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la
nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la
cibdad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco
compuesta y menos abastada. Ella tenía seys officios, conviene [a] saber: labrandera,
perfumera, maestra de hazer afeytes y de hazer virgos, alcahueta y un poquito hechizera. Era
el primero officio cobertura de los otros, so color del qual muchas moças destas sirvientes
entravan en su casa a labrarse y a labrar camisas y gorgueras y otras muchas cosas. Ninguna
venía sin torrezno, trigo, harina, o jarro de vino y de las otras provisiones que podían a sus
amas hurtar; y aún otros hurtillos de más qualidad allí se encubrían. Assaz era amiga de
studiantes y despenseros y moços de abades. A éstos vendía ella aquella sangre innocente de
las cuytadillas, la qual ligeramente aventuravan en esfuerço de la restitución que ella les
prometía. Subió su hecho a más: que por medio de aquellas, comunicava con las más
encerradas, hasta traer a execución su propósito, y aquestas en tiempo honesto, como
estaciones, processiones de noche, missas del gallo, missas del alva, y otras secretas
devociones. Muchas encubiertas vi entrar en su casa; tras ellas hombres descalços, contritos, y
reboçados, desatacados, que entravan allí a llorar sus peccados. ¡Qué tráfagos, si piensas,
traía! Hazíase física de niños; tomaba estambre de unas casas; dávalo a hilar en otras, por
achaque de entrar en todas. Las unas, «¡Madre acá!», las otras, «¡Madre acullá! ¡Cata la vieja!
¡Ya viene el ama!» de todas muy conoscida. Con todos estos affanes, nunca passava sin missa
ni bispras ni dexava monasterios de frayles ni de monjas; esto porque allí hazía ella sus
aleluyas y conciertos. Y en su casa hazía perfumes, falsava estoraques, menjuí, ánimes,
ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía una cámara llena de alambiques, de
redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño, hechos de mil faciones;
hazía solimán, afeyte cosido, argentadas, bujelladas, cerillas, llanillas, unturillas, lustres,
lucentores, ciarimientes, alvalines y otras aguas de rostro, de rassuras de gamones, de corteza,
de spantalobos, de taraguntia, de hieles, de agraz, de mosto, destillados y açucarados.
Adelgasava los cueros con çumos de limones, con turvino, con tuétano de corço y de garça, y
otras confaciones. Sacaba agua[s] para oler, de rosas, de azaar, de jasmín, de trébol, de
madreselvia y clavellinas, mosquatadas y almizcladas, polvorizadas con vino. Hazía lexías
para enruviar, de sarmientos, de carrasca, de centeno, de maurrubios, con salitre, con alumbre
y millifolia y otras diversas cosas. Y los untes y mantecas que tenía, es fastío de dezir: de
vaca, de osso, de cavallos y de camellos, de culebra y de conejo, de vallena de garça, y de
alcaraván, y de gamo, y de gato montés, y de texón, de harda, de herizo, de nutria. Aparejos
para baños, esto es una maravilla; de las yervas y raízes que tenía en el techo de su casa
colgadas; mançanilla y romero, malvaviscos, culantrillo, coronillas, flor de saúco y de
mostaza, spliego y laurel blanco, tortarosa y gramonilla, flor salvaje y higueruela, pico de oro
y hojatinta. Los azeytes que sacava para el rostro no es cosa de creer: de storaque, y de
jazmín, de limón, de pepitas, de violetas, de benjuy, de alfócigos, de piñones, de granillo, de
açufayfes, de neguilla, de altramuces, de arvejas, y de carillas, y de yerva paxarera; y un
poquillo de bálsamo tenía ella en una redomilla que guardava para aquel rascuño que tiene por
las narizes. Esto de los virgos, unos hazía de bexiga y otros curava de punto. Tenía en un
tabladillo, en una caxuela pintada, unas agujas delgadas y peligeros, y hilos de seda
encerados, y colgadas allí raízes de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y
cepacavallo. Hazía con esto maravillas: que, quando vino por aquí el embaxador francés, tres
vezes vendió por virgen una criada que tenía.
CALISTO. ¡Assí pudiera ciento!
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PÁRMENO. ¡Sí, santo Dios! Y remediava por caridad muchas huérfanas y erradas que se
encomendavan a ella. Y en otro apartado tenía para remediar amores y para se querer bien:
tenía huessos de corçón de ciervo, lengua de bívora, cabeças de codornizes, sesos de asno, tela
de cavallo, mantillo de niño, hava morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra,
spina de erizo, pie de texón, granos de helecho; la piedra del nido del águila, y otras mil cosas.
Venían a ella muchos hombres y mujeres, y a unos demandava el pan do mordían, a otros, de
su ropa; a otros, de sus cabellos, a otros, pintava en la palma letras con açafrán; a otros, con
bermellón, a otros dava unos coraçones de cera, llenos de agujas quebradas, y a otras cosas en
barro y en plomo fechas, muy espantables a ver. Pintava figuras, dezía palabras en tierra.
¿Quién te podrá dezir lo que esta vieja hazía? Y todo era burla y mentira.
Argumento del noveno auto
SEMPRONIO y PÁRMENO van a casa de CELESTINA entre sí hablando. Llegados allá, hallan a
ELICIA Y AREÚSA. Pónense a comer; entre comer riñe ELICIA con SEMPRONIO.
Levántase de la mesa. Tórnanla apaziguar. Estando ellos todos entre sí razonando, viene
LUCRECIA, criada de MELIBEA, llamar a CELESTINA que vaya a estar con MELIBEA.
SEMPRONIO, PÁRMENO, CELESTINA, ELICIA, AREÚSA, LUCRECIA
SEMPRONIO. Baxa, Pármeno, nuestras capas y spadas, si te parece que es hora que vamos a
comer.
PÁRMENO. Vamos presto. Ya creo que se quexarán de nuestra tardança. No por essa calle, sino
que estotra, porque nos entremos por la yglesia y veremos si oviere acabado Celestina sus
devociones. Llevarla hemos de camino.
SEMPRONIO. A donosa hora ha destar rezando.
PÁRMENO. No se puede dezir sin tiempo hecho lo que en todo tiempo se puede hazer.
SEMPRONIO. Verdad es, pero mal conoces a Celestina. Quando ella tiene que hazer, no se acuerda
de Dios ni cura de santidades. Quando ay que roer en casa, sanos están los santos; quando va
a la yglesia con sus cuentas en la mano, no sobra el comer en casa. Aunque ella te crió, mejor
conozco yo sus proprietades que tú. Lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo,
y quántos enamorados ay en la cibdad, y quántas moças tiene encomendadas, y qué
despenseros le dan ración, y quál mejor, y cómo los llaman por nombre, porque quando los
encontrare no hable como estraña, y qué canónigo es más moço y franco. Quando menea los
labios es fengir mentiras, ordenar cautelas para aver dinero: «Por aquí le entraré, esto me
responderá, esto[tro] replicaré.» Assí bive esta que nosotros mucho honrramos.
PÁRMENO. Más que esso sé yo, sino porque te enojaste estotro día, no quiero hablar; quando lo
dixe a Calisto.
SEMPRONIO. Aunque lo sepamos para nuestro provecho, no lo publiquemos para nuestro daño.
Saberlo nuestro amo es echalla por quien es y no curar della. Dexándola, verná forçado otra
de cuyo trabajo no esperemos parte como désta, que de grado o por fuerça nos dará de lo que
le diere.
PÁRMENO. Bien has dicho. Calla, que está abierta la puerta; en casa está. Llama antes que entres,
que por ventura están rebueltas y no querrán ser ansí vistas.
SEMPRONIO. Entra, no cures, que todos somos de casa; ya ponen la mesa.
CELESTINA. ¡O mis enamorados, mis perlas de oro, tal me venga el año qual me parece vuestra
venida!
PÁRMENO. (Que palabras tiene la noble; bien ves, hermano, estos halagos fengidos.
SEMPRONIO. Déxala, que desso bive; que no sé quién diablos le mostró tanta ruyndad.
PÁRMENO. La necessitad y pobreza, la hambre, que no ay mejor maestra en el mundo, no ay
mejor despertadora y abivadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picaças y papagayos ymitar
nuestra propia habla con sus harpadas lenguas, nuestro órgano y boz, sino ésta?).
CELESTINA. ¡Mochachas, mochachas, bovas, andad acá baxo presto, que están aquí dos hombres
que me quieren forçar!
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ELICIA. ¡Mas nunca acá vinieran; y mucho conbidar con tiempo, que ha tres horas que está aquí mi
prima! Este perezoso de Sempronio avrá sido causa de la tardança, que no ha ojos por do
verme.
SEMPRONIO. Calla, mi señora, mi vida, mis amores, que quien a otro sirve no es libre; assí que
sojeción me relieva de culpa. No ayamos enojo; assentémonos a comer.
ELICIA. Assí; para assentar a comer muy diligente; a mesa puesta con tus manos lavadas y poca
vergüença.
SEMPRONIO. Después reñiremos; comamos agora. Asséntate, madre Celestina, tú primero.
CELESTINA. Assentaos vosotros, mis hijos, que harto lugar ay para todos, a Dios gracias. Tanto
nos diessen del paraíso quando allá vamos. Poneos en orden cada uno cabe la suya; yo que
estoy sola porné cabe mí este jarro y taça, que no es más mi vida de quanto con ello hablo.
Después que me fui haziendo vieja no sé mejor officio a la mesa que escanciar, porque quien
la miel trata siempre se le pega dello. Pues de noche en invierno no ay tal escalentador de
cama; que con dos jarrillos destos que beva, quando me quiero acostar no siento frío en toda
la noche. Desto afforro todos mis vestidos quando viene la Navidad; esto me callenta la
sangre; esto me sostiene contino en un ser; esto me haze andar siempre alegre; esto me para
fresca. Desto vea yo sobrado en casa que nunca temeré el mal año, que un cortezón de pan
ratonado me basta para tres días. Esto quita la tristeza del coraçón más que el oro ni el coral.
Esto da esfuerço al moço, y al viejo fuerça, pone color al descolorido, corage al covarde, al
floxo diligencia, conforta los celebros, saca el frío del stómago, quita el hedor del aliento,
haze potentes los fríos, haze sofrir los afanes de las labranças a los cansados segadores, haze
sudar toda agua mala, sana el romadizo y las muelas, sostiene sin heder en la mar, lo qual no
haze el agua. Más propiedades te diría dello, que todos tenés cabellos. Assí que no sé quien
no se goze en mentarlo. No tiene sino una tacha, que lo bueno vale caro y lo malo hace daño.
Assí que con lo que sana el hígado, enferma la bolsa, pero todavía con mi fatiga busco lo
mejor para esso poco que bevo: una sola dozena de vezes a cada comida, no me harán
passar de allí salvo si no soy conbidada como agora.
PÁRMENO. Madre, pues tres vezes dizen que es lo bueno y honesto todos los que scrivieron.
CELESTINA. Hijo, estará corrupta la letra; por treze, tres.
SEMPRONIO. Tía señora, a todos nos sabe bien comiendo y hablando, porque después no havrá
tiempo para entender en los amores deste perdido de nuestro amo y de aquella graciosa y
gentil Melibea.
ELICIA. ¡Apártateme allá, dessabrido, enojoso; mal provecho te haga lo que comes, tal comida me
as dado! Por mi alma, revessar quiero quanto tengo en el cuerpo de asco de oírte llamar a
aquélla gentil. ¡Mirad quién gentil! ¡Jesú, Jesú, y qué hastío y enojo es ver tu poca vergüença!
¿A quién gentil? ¡Mal me haga Dios si ella lo es ni tiene parte dello, sino que ay ojos que de
lagaña se agradan! Santiguarme quiero de tu necedad y poco conoscimiento. ¡O quién
stoviesse de gana para disputar contigo su hermosura y gentileza! ¿Gentil, [gentil] es
Melibea? Entonces lo es, entonces acertarán quando andan a pares los diez mandamientos.
Aquella hermosura por una moneda se compra de la tienda. Por cierto que conosco yo en la
calle donde ella bive, quatro donzellas en quien Dios más repartió su gracia que no en
Melibea, que si algo tiene de hermosura es por buenos atavíos que trae. Ponedlos a un palo,
tanbién dirés que es gentil. Por mi vida, que no lo digo por alabarme, mas creo que soy tan
hermosa como vuestra Melibea.
AREÚSA. Pues no la has tú visto como yo, hermana mía; Dios me lo demande si en ayunas la
topasses, si aquel día pudiesses comer de asco. Todo el año se está encerrada con mudas de
mil suziedades. Por una vez que haya de salir donde pueda ser vista, enviste su cara con hiel y
miel, con unas tostadas y higos passados, y con otras cosas que por reverencia de la mesa
dexo de dezir. Las riquezas las hazen a éstas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su
cuerpo, que assí goze de mí, unas tetas tiene para ser donzella como si tres vezes oviesse
parido; no parescen sino dos grandes calabaças. El vientre no se le he visto, pero juzgando por
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lo otro creo que le tiene tan floxo como vieja de cinquenta años. No sé qué se ha visto Calisto
porque dexa de amar otras que más ligeramente podría aver y con quien más él holgasse, sino
que el gusto dañado muchas vezes juzga por dulce lo amargo.
SEMPRONIO. Hermana, parésceme aquí que cada bohonero alaba sus agujas, que el contrario
desso se suena por la ciudad.
AREÚSA. Ninguna cosa es más lexos de la verdad que la vulgar opinión; nunca alegre bivirás si
por voluntad de muchos te riges. Porque éstas son conclusiones verdaderas. Que qualquier
cosa que el vulgo piensa es vanidad, lo que habla falsedad, lo que reprueva es bondad, lo que
apprueva, maldad. Y pues éste es su más cierto uso y costumbre, no juzgues la bondad y
hermosura de Melibea por esso ser la que affirmas.
SEMPRONIO. Señora, el vulgo parlero no perdona las tachas de sus señores, y assí yo creo que si
alguna toviesse Melibea, ya sería descobierta de los que con ella más que nosotros tratan. Y
aunque lo que dizes concediesse, Calisto es cavallero, Melibea hijadalgo; assí que los
nascidos por linaje escogidos búscanse unos a otros. Por ende no es de maravillar que ame
antes a ésta que a otra.
AREÚSA. Ruyn sea quien por ruyn se tiene; las obras hazen linaje, que al fin todos somos hijos de
Adam y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí, y no vaya a buscar en la nobleza de sus
passados la virtud.
CELESTINA. Hijos, por mi vida, que cessen essas razones de enojo, y tú Elicia, que te tornes a la
mesa y dexes essos enojos.
ELICIA. Con tal que mala pro me hiziesse, con tal que rebentasse en comiéndolo. ¿Avía yo de
comer con esse malvado que en mi cara me ha porfiado que es más gentil su andrajo de
Melibea que yo?
SEMPRONIO. Calla, mi vida, que tú la comparaste; toda comparación es odiosa. Tú tienes la culpa
y no yo.
AREÚSA. Ven, hermana, a comer, no hagas agora esse plazer a estos locos porfiados; si no,
levantarme he yo de la mesa.
ELICIA. Necessidad de complazerte me haze contentar a esse enemigo mío y usar de virtudes con
todos.
SEMPRONIO. ¡He, he, he!
ELICIA. ¿De qué te ríes? ¡De mala cançre sea comida essa boca desgraciada, enojoso!
CELESTINA. No la respondas, hijo, si no, nunca acabaremos; entendamos en lo que haze a nuestro
caso. Dezidme ¿cómo quedó Calisto? ¿Cómo le dexastes? ¿Cómo os podistes entramos
descabullir dél?
PÁRMENO. Allá fue a la maldición, echando huego, desesperado, perdido, medio loco, a missa a la
Madalena a rogar a Dios que te dé gracia, que puedas bien roer los huessos destos pollos, y
protestando de no bolver a casa hasta oír que eres venida con Melibea en tu arremango. Tu
saya y manto y aun mi sayo cierto stá; lo otro vaya y venga; el quándo lo dará no lo sé.
CELESTINA. Sea quando fuere; buenas son mangas passada la pascua. Todo aquello alegra que
con poco trabajo se gana, mayormente viniendo de parte donde tan poca mella haze, de
hombre tan rico que con los salvados de su casa podría yo salir de lazería, según lo mucho le
sobra. No les duele a los tales lo que gastan y según la causa por que lo dan; no lo sienten con
el embevecimiento del amor. No les pena, no veen, no oyen, lo qual yo juzgo por otros que he
conoçido menos apassionados y metidos en este huego de amor que a Calisto veo. Que ni
comen ni beven, ni ríen ni lloran, ni duermen ni velan, ni hablan ni callan, ni penan ni
descansan, ni están contentos ni se quexan, según la perplexidad de aquella dulce y fiera llaga
de sus coraçones. Y si alguna cosa déstas la natural necessidad les fuerça a hazer, están en el
acto tan olvidados que comiendo se olvida la mano de llevar la vianda a la boca. Pues si con
ellos hablan, jamás conveniente respuesta buelven. Allí tienen los cuerpos, con sus amigas los
coraçones y sentidos. Mucha fuerça tiene el amor; no sólo la tierra, mas aun las mares
traspassa según su poder. Ygual mando tiene en todo género de hombres; todas las
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difficultades quiebra. Anxiosa cosa es, temerosa y solícita; todas las cosas mira en derredor.
Assí que si vosotros buenos enamorados avés sido, juzgarés yo dezir verdad.
SEMPRONIO. Señora, en todo concedo con tu razón, que aquí está quien me causó algún tiempo
andar fecho otro Calisto, perdido el sentido, cansado el cuerpo, la cabeça vana, los días mal
durmiendo, las noches todas velando, dando alvoradas, haziendo momos, saltando paredes,
poniendo cada día la vida al tablero, esperando toros, corriendo cavallos, tirando barra,
echando lança, cansando amigos, quebrando spadas, haziendo scalas, vistiendo armas, y otros
mil atos de enamorado; haziendo coplas, pintando motes, sacando invenciones. Pero todo lo
doy por bienempleado, pues tal joya gané.
ELICIA. ¿Mucho piensas que me tienes ganada? Pues hágote cierto que no as tú buelto la cabeça
quando está en casa otro que más quiere, más gracioso que tú, y aun que no ande buscando
cómo me dar enojo; a cabo de un año que me vienes a ver tarde y con mal.
CELESTINA. Hijo, déxala dezir, que devanea; mientra más de esso la oyeres, más se confirma en
su amor. Todo es porque avés aquí alabado a Melibea; no sabe en otra cosa que os lo pagar
sino en dezir esso, y creo que no vee la hora que aver comido para lo que yo me sé. Pues
essotra su prima yo [me] la conozco; gozad vuestras frescas moçedades, que quien tiempo
tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo fago agora por algunas horas
que dexé perder quando moça, quando me preciava, quando me querían, que ya, mal pecado,
caducado he; nadie no me quiere, que sabe Dios mi buen deseo. Besaos y abraçaos, que a mí
no me queda otra cosa sino gozarme de vello. Mientra a la mesa estáys, de la cinta arriba todo
se perdona; quando seáys aparte, no quiero poner tassa, pues que el rey no la pone, que yo sé
por las mochachas que nunca de importunos os acusen, y la vieja Celestina maxcará de
dentera con sus botas enzías las migajas de los manteles. ¡Bendígaos Dios como lo reís y
holgáys, putillos, loquillos, traviessos; en esto avía de parar el nublado de las questioncillas
que avés tenido; mira no derribés la mesa!
ELICIA. Madre, a la puerta llaman; el solaz es derramado.
CELESTINA. Mira, hija, quién es; por ventura será quien lo acreciente y allegue.
ELICIA. O la boz me engaña, o es mi prima Lucrecia.
CELESTINA. Ábrela y entre ella y buenos años, que aun a ella algo se le entiende desto que aquí
hablamos, aunque su mucho encerramiento le impide el gozo de su moçedad.
AREÚSA. Assí goçe de mí, que es verdad, que éstas que sirven a señoras ni gozan deleyte ni
conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientas, con yguales a quien pueden
hablar tú por tú, con quien digan: «¿qué cenaste?; ¿estás preñada?; ¿quántas gallinas
crías?; llévame a merendar a tu casa; muéstrame tu enamorado; ¿quánto ha que no te vido?;
¿cómo te va con él?; ¿quién son tus vezinas?» y otras cosas de ygualdad semejantes. ¡O tía, y
qué duro nombre y qué grave y sobervio es «señora» contino en la boca. Por esto me bivo
sobre mí, desde que me sé conoscer, que jamás me precié de llamar de otrie sino mía.
Mayormente destas señoras que agora se usan. Gástase con ellas lo mejor del tiempo, y con
una saya rota de las que ellas desechan, pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas
las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante [de] ellas no osan, y quando ven cerca el
tiempo de la obligación de casallas, levántales un caramillo que se echan con el moço, o con
el hijo, o pídenles çelos del marido, o que meten hombres en casa, o que hurtó la taça, o
perdió el anillo; danles un ciento de açotes y échanlas la puerta fuera, las haldas en la cabeça,
diziendo: «Allá yrás, ladrona, puta, no destruyrás mi casa y honrra.» Assí que esperan
galardón, sacan baldón, esperan salir casadas, salen amenguadas, esperan vestidos y joyas de
boda, salen desnudas y denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios y pagos.
Oblíganse a darles marido, quítanles el vestido; la mejor honrra que en sus casas tienen es
andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes acuestas. Nunca oyen su
nombre propio, de la boca dellas, sino puta acá, puta acullá. «¿A dó vas, tiñosa? ¿Qué heziste,
vellaca? ¿Por qué comiste esto, golosa? ¿Cómo fregaste la sartén, puerca? ¿Por qué no
limpiaste el manto, çuzia? ¿Cómo dixiste esto, necia? ¿Quién perdió el plato, desaliñada?
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¿Cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián le avrás dado. Ven acá, mala mujer, la
gallina havada no parece; pues búscala presto; si no, en la primera blanca de tu soldada la
contaré.» Y tras esto mil chapinazos y pellizcos, palos y açotes. No ay quien las sepa
contentar, no quien puede soffrirlas. Su plazer es dar bozes, su gloria es reñir; de lo mejor
hecho, menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más bivir en mi pequeña
casa esenta y señora, que no en sus ricos palacios sojuzgada y cativa.
CELESTINA. En tu seso has estado; bien sabes lo que hazes. Que los sabios dizen que vale más
una migaja de pan con paz que toda la casa llena de viandas con renzilla. Mas agora cesse esta
razón, que entra Lucrecia.
LUCRECIA. Buena pro os haga, tía, y la compañía. Dios bendiga tanta gente y tan honrrada.
CELESTINA. ¿Tanta, hija? ¿Por mucha has ésta? Bien paresce que no me conociste en mi
prosperidad, hoy ha veynte años. ¡Ay, quien me vido y quien me vee agora, no sé cómo no
quiebra su coraçón de dolor! Yo vi, mi amor, a esta mesa donde agora están tus primas
assentadas, nueve moças de tus días, que la mayor no passava de deziocho años, y ninguna
avía menor de quatorze. Mundo es, passe, ande su rueda, rodee sus alcaduces, unos llenos,
otros vazíos. Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanesce; su
orden es mudanças. No puedo dezir sin lágrimas la mucha honrra que entonces tenía, aunque
por mis pecados y mala dicha, poco a poco ha venido en diminución. Como declinavan mis
días, assí se disminuía y menguava mi provecho. Proverbio es antiguo que quanto al mundo
es, o crece o decrece. Todo tiene sus límites, todo tiene sus grados. Mi honrra llegó a la
cumbre según quien yo era; de necessidad es que desmengüe y se abaxe. Cerca ando de mi
fin. En esto veo que me queda poca vida. Pero bien sé que sobí para descender, florecí para
secarme, gozé para entristecerme, nascí para bivir, biví para crecer, crescí para envejeçer,
envejecí para morirme. Y pues esto antes de agora me consta, sofriré con menos pena mi mal,
aunque del todo no pueda despedir el sentimiento como sea de carne sensible formada.
LUCRECIA. Trabajo tenías, madre, con tantas moças, que es ganado muy penoso de guardar.
CELESTINA. ¿Trabajo, mi amor? Antes descanso y alivio. Todas me obedescían, todas me
honrravan, de todas era acatada; ninguna salía de mi querer; lo que yo dezía era lo bueno; a
cada qual dava [su] cobro; no escogían más de lo que les mandava; coxo o tuerto o manco,
aquél avían por sano que más dinero me dava. Mío era el provecho, suyo el afán. Pues
servidores ¿no tenía por su causa dellas? Cavalleros, viejos [y] moços, abades de todas
dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando por la yglesia vía derrocar bonetes
en mi honor como si yo fuera una duquesa. El que menos avía que negociar conmigo, por más
ruyn se tenía. De media legua que me viessen dexavan las horas; uno a uno [y] dos a dos
venían a donde yo estava, a ver si mandava algo, a preguntarme cada uno por la suya. [Que
hombre avía, que estando diziendo missa] en viéndome entrar se turbavan, que no hazían ni
dezían cosa a derechas. Unos me llamavan señora, otros tía, otros enamorada, otros vieja
honrrada. Assí se concertavan sus venidas a mi casa, allí las ydas a la suya. Allí se me
offrescían dineros, allí promessas, allí otras dádivas, besando el cabo de mi manto, y aun
algunos en la cara por me tener más contenta. Agora hame traído la fortuna a tal estado que
me digas: «¡Buena pro hagan las çapatas!»
SEMPRONIO. Spantados nos tienes con tales cosas como nos cuentas de essa religiosa gente y
benditas coronas. ¿Si que no serían todos?
CELESTINA. No, hijo, ni Dios lo mande que yo tal cosa levante. Que muchos viejos devotos avía
con quien yo poco medrava, y aun que no me podían ver, pero creo que de embidia de los
otros que me hablavan. Como la cleresía era grande, avía de todos, unos muy castos, otros que
tenían cargo de mantener a las de mi officio, y aun todavía creo que no faltan. Y embiavan sus
escuderos y moços a que me acompañassen, y apenas era llegada a mi casa quando entravan
por mi puerta muchos pollos y gallinas, anserones, anadones, perdizes, tórtolas, perniles de
toçino, tortas de trigo, lechones. Cada qual como lo recibía de aquellos diezmos de Dios, assí
lo venían luego a registrar para que comiesse yo y aquellas sus devotas. Pues vino, ¿no me
178
sobraba? De lo mejor que se bevía en la ciudad, venido de diversas partes: de Monviedro, de
Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín, y de otros muchos lugares, y tantos que aunque
tengo la differencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la
memoria, que harto es que una vieja como yo en oliendo qualquiera vino diga de dónde es.
Pues otros curas sin renta, no era offreçido el bodigo quando en besando el feligrés la stola era
de primero boleo en mi casa. Espessos como piedras a tablado entravan mochachos cargados
de provisiones por mi puerta. No sé cómo me puedo bivir cayendo de tal stado.
AREÚSA. Por Dios, pues somos venidas a haver plazer, no llores, madre, ni te fatigues, que Dios lo
remediará todo.
CELESTINA. Harto tengo, hija, que llorar, acordándome de tan alegre tiempo y tal vida como yo
tenía, y quán servida era de todo el mundo, que jamás hovo fruta nueva de que yo primero no
gozasse, que otros supiessen si era nascida. En mi casa se avía de allar, si para alguna preñada
se buscasse.
SEMPRONIO. Madre, ningún provecho trae la memoria del buen tiempo si cobrar no se puede,
antes tristeza; como a ti agora que nos has sacado el plazer dentre las manos. Álcese la mesa;
yrnos hemos a holgar, y tú darás respuesta a esta donzella que aquí es venida.
CELESTINA. Hija Lucrecia, dexadas essas razones, querría que me dixiesses qué fue agora tu
buena venida.
LUCRECIA. Por cierto, ya se me avía olvidado mi principal demanda y mensaje con la memoria de
esse tan alegre tiempo como as contado, y assí me estuviera un año sin comer, escuchándote y
pensando en aquella vida buena que aquellas moças gozarían, que me paresce y semeja que
estó yo agora en ella. Mi venida, señora, es lo que tú sabrás; pedirte el ceñidero y demás
desto, te ruega mi señora sea de ti visitada y muy presto, porque se siente muy fatigada de
desmayos y de dolor del coraçón.
CELESTINA. Hija, destos dolorçillos tales más es el ruydo que las nuezes. Maravillada estoy
sentirse del coraçón muger tan moça.
LUCRECIA. (¡Assí te arrastren, traydora! ¿Tú no sabes qué es? Haze la vieja falsa sus hechizos y
vase; después házese de nuevas.)
CELESTINA. ¿Qué dizes, hija?
LUCRECIA. Madre, que vamos presto y me des el cordón.
CELESTINA. Vamos, que yo le llevo.
179
Francesco Petrarca
I
Voi ch'ascoltate in rime sparse il suono
di quei sospiri ond'io nudriva 'l core
in sul mio primo giovenile errore
quand'era in parte altr'uom da quel ch'i' sono,
del vario stile in ch'io piango e ragiono
fra le vane speranze e 'l van dolore,
ove sia chi per prova intenda amore,
spero trovar pietà, nonché perdono.
Ma ben veggio or sì come al popol tutto
favola fui gran tempo, onde sovente
di me medesmo meco mi vergogno;
e del mio vaneggiar vergogna è 'l frutto,
e 'l pentersi, e 'l conoscer chiaramente
che quanto piace al mondo è breve sogno.
Juan Boscán
Garcilaso de la Vega
Soneto I
Soneto I
Nunca de amor estuve tan contento,
que en su loor mis versos ocupase:
ni a nadie aconsejé que se engañase
buscando en el amor contentamiento.
Cuando me paro a contemplar mi estado,
y a ver los pasos por do me ha traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado;
Esto siempre juzgó mi entendimiento,
que deste mal todo hombre se guardase;
y así porque esta ley se conservase,
holgué de ser a todos escarmiento.
mas cuando del camino estó olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido;
sé que me acabo, y más he yo sentido
ver acabar conmigo mi cuidado.
¡Oh! vosotros que andáis tras mis escritos,
gustando de leer tormentos tristes,
según que por amar son infinitos;
Yo acabaré, que me entregué sin arte
a quien sabrá perderme y acabarme,
si ella quisiere, y aun sabrá quererlo;
mis versos son deciros: «¡Oh! benditos
los que de Dios tan gran merced hubistes,
que del poder de amor fuésedes quitos!».
que pues mi voluntad puede matarme,
la suya, que no es tanto de mi parte,
pudiendo, ¿qué hará sino hacerlo?
180
Francesco Petrarca
Pommi ove 'l sole occide i fiori et l'erba
145
Pommi ove 'l sole occide i fiori et l'erba,
o dove vince lui il ghiaccio et la neve;
ponmi ov'è 'l carro suo temprato et leve,
et ov'è chi ce 'l rende, o chi ce 'l serba;
ponmi in humil fortuna, od in superba,
al dolce aere sereno, al fosco et greve;
ponmi a la notte, al dí lungo ed al breve,
a la matura etate od a l'acerba;
ponmi in cielo, od in terra, od in abisso,
in alto poggio, in valle ima et palustre,
libero spirto, od a' suoi membri affisso;
ponmi con fama oscura, o con illustre:
sarò qual fui, vivrò com'io son visso,
continüando il mio sospir trilustre.
Juan Boscán
Fernando de Herrera
Soneto XLIII
Soneto XXXVI
Ponme en la vida más brava, importuna,
do pida a Dios mil veces la mortaja.
Ponme en edad do el seso más trabaja,
o en los brazos del ama o en la cuna.
Llevarme puede bien la suerte mía
al destemplado cerco y fuego ardiente
de l' abrasada Libia, o do se siente
casi perpetua sombra y noche fría;
Ponme en baja o en próspera fortuna.
Ponme do el sol el trato humano ataja,
o a do por frío el alto mar se cuaja,
o en el abismo o encima de la luna.
qu' en la niebla tendré lumbre del día,
templança en el calor, aunqu' esté ausente
de vos, mi bien, y Amor siempre inclemente
me niegue la esperança d' alegría.
Ponme do a nuestros pies viven las gentes,
o en la tierra o en el cielo o en el viento.
Ponme entre fieras, puesto entre sus dientes,
Y no podrá mi áspero tormento,
y el inmenso dolor, que temo tanto,
turbarm' un solo punto de mi gloria;
do muerte y sangre es todo el fundamento.
Dondequiera terné siempre presentes
los ojos por quien muero tan contento.
qu' en medio de mi grave sentimiento,
de mi ielo y mi llama, alegre canto
de mi dichoso mal la rica istoria.
Luís de Camões
Quem quiser ver de Amor uma excelência
Onde sua fineza mais se apura,
Atente onde me põe minha ventura,
Por ter de minha fé experiência.
181
.
Onde lembranças mata a longa ausência.
Em temeroso mar, em guerra dura,
Ali a saudade está segura,
Quando mor risco corre a paciência.
.
Mas ponha-me a Fortuna e o duro Fado
Em nojo, morte, dano e perdição,
Ou em sublime e próspera ventura;
.
Ponha-me, enfim, em baixo ou alto estado;
Que até na dura morte me acharão
Na língua o nome e na alma a vista pura.
182
Garcilaso de la Vega
Soneto IV
Soneto V
Un rato se levanta mi esperanza.
Tan cansada de haberse levantado
torna a caer, que deja, mal mi grado,
libre el lugar a la desconfianza.
Escrito ‘stá en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.
¿Quién sufrirá tan áspera mudanza
del bien al mal? ¡Oh, corazón cansado!
esfuerza en la miseria de tu estado,
que tras fortuna suele haber bonanza.
En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.
Yo mismo emprenderé a fuerza de brazos
romper un monte, que otro no rompiera,
de mil inconvenientes muy espeso.
Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero;
Muerte, prisión no pueden, ni embarazos,
quitarme de ir a veros, como quiera,
desnudo espíritu o hombre en carne y hueso.
Soneto XII
cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero
Soneto XIII
Si para refrenar este deseo
loco, imposible, vano, temeroso,
y guarecer de un mal tan peligroso,
que es darme a entender yo lo que no creo,
A Dafne ya los brazos le crecían
Y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos qu’el oro escurecian;
no me aprovecha verme cual me veo,
o muy aventurado o muy medroso,
en tanta confusión, que nunca oso
fiar el mal de mí que lo poseo,
de aspera corteza se cubrian
los tiernos miembros que aun bullendo ‘staban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían.
¿qué me ha de aprovechar ver la pintura
de aquel que con las alas derretidas
cayendo, fama y nombre al mar ha dado,
Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este arbol, que con lagrimas regaba.
y la del que su fuego y su locura
llora entre aquellas plantas conocidas,
apenas en el agua resfriado?
Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
183
Garcilaso de la Vega
Canción III
1.
Con un manso rüido
d’agua corriente y clara
cerca el Danubio una isla que pudiera
ser lugar escogido
para que descansara
quien, como estó yo agora, no estuviera:
do siempre primavera
parece en la verdura
sembrada de las flores;
hacen los ruiseñores
renovar el placer o la tristura
con sus blandas querellas,
que nunca, dia ni noche, cesan dellas,
2.
Aquí estuve yo puesto,
o por mejor decillo,
preso y forzado y solo en tierra ajena;
bien pueden hacer esto
en quien puede sufrillo
y en quien él a sí mismo se condena.
Tengo sola una pena,
si muero desterrado
y en tanta desventura:
que piensen por ventura
que juntos tantos males me han llevado,
y sé yo bien que muero
por solo aquello que morir espero.
3.
El cuerpo está en poder
y en mano de quien puede
hacer a su placer lo que quisiere,
mas no podrá hacer
que mal librado quede
mientras de mí otra prenda no tuviere;
cuando ya el mal viniere
y la postrera suerte,
aquí me ha de hallar
en el mismo lugar,
que otra cosa más dura que la muerte
me halla y me ha hallado,
y esto sabe muy bien quien lo ha probado.
184
4.
No es necesario agora
hablar más sin provecho,
que es mi necesidad muy apretada,
pues ha sido en una hora
todo aquello deshecho
en que toda mi vida fue gastada.
Y al fin de tal jornada
¿presumen d’espantarme?
Sepan que ya no puedo
morir sino sin miedo,
que aun nunca qué temer quiso dejarme
la desventura mía,
qu’el bien y el miedo me quitó en un día.
5.
Danubio, rio divino,
que por fieras naciones
vas con tus claras ondas discurriendo,
pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera d’aquí sino corriendo
por tus aguas y siendo
en ellas anegadas,
si en tierra tan ajena,
en la desierta arena,
d’alguno fueren a la fin halladas,
entiérrelas siquiera
porque su error s’acabe en tu ribera.
6.
Aunque en el agua mueras,
canción, no has de quejarte,
que yo he mirado bien lo que te toca;
menos vida tuvieras
si hubiera de igualarte
con otras que se m’an muerto en la boca,
Quién tiene culpa en esto,
allá lo entenderás de mí muy presto.
185
Garcilaso de la Vega
Égloga I
1
El dulce lamentar de dos pastores,
Salicio juntamente y Nemoroso,
he de contar, sus quejas imitando;
cuyas ovejas al cantar sabroso
estaban muy atentas, los amores,
(de pacer olvidadas) escuchando.
Tú, que ganaste obrando
un nombre en todo el mundo
y un grado sin segundo,
agora estés atento sólo y dado
el ínclito gobierno del estado
Albano; agora vuelto a la otra parte,
resplandeciente, armado,
representando en tierra el fiero Marte;
5
10
2
agora de cuidados enojosos
15
y de negocios libre, por ventura
andes a caza, el monte fatigando
en ardiente jinete, que apresura
el curso tras los ciervos temerosos,
que en vano su morir van dilatando;
20
espera, que en tornando
a ser restituido
al ocio ya perdido,
luego verás ejercitar mi pluma
por la infinita innumerable suma
25
de tus virtudes y famosas obras,
antes que me consuma,
faltando a ti, que a todo el mondo sobras.
3
En tanto que este tiempo que adivino
viene a sacarme de la deuda un día,
que se debe a tu fama y a tu gloria
(que es deuda general, no sólo mía,
mas de cualquier ingenio peregrino
que celebra lo digno de memoria),
el árbol de victoria,
35
que ciñe estrechamente
tu gloriosa frente,
dé lugar a la hiedra que se planta
debajo de tu sombra, y se levanta
poco a poco, arrimada a tus loores;
y en cuanto esto se canta,
escucha tú el cantar de mis pastores.
186
30
40
4
Saliendo de las ondas encendido,
rayaba de los montes al altura
el sol, cuando Salicio, recostado
al pie de un alta haya en la verdura,
por donde un agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado,
él, con canto acordado
al rumor que sonaba,
del agua que pasaba,
se quejaba tan dulce y blandamente
como si no estuviera de allí ausente
la que de su dolor culpa tenía;
y así, como presente,
razonando con ella, le decía:
45
50
55
5
Salicio:
¡Oh más dura que mármol a mis quejas,
y al encendido fuego en que me quemo
más helada que nieve, Galatea!,
estoy muriendo, y aún la vida temo;
témola con razón, pues tú me dejas,
que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.
Vergüenza he que me vea
ninguno en tal estado,
de ti desamparado,
65
y de mí mismo yo me corro agora.
¿De un alma te desdeñas ser señora,
donde siempre moraste, no pudiendo
de ella salir un hora?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
60
70
6
El sol tiende los rayos de su lumbre
por montes y por valles, despertando
las aves y animales y la gente:
cuál por el aire claro va volando,
cuál por el verde valle o alta cumbre
75
paciendo va segura y libremente,
cuál con el sol presente
va de nuevo al oficio,
y al usado ejercicio
do su natura o menester le inclina,
80
siempre está en llanto esta ánima mezquina,
cuando la sombra el mondo va cubriendo,
o la luz se avecina.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
187
7
¿Y tú, de esta mi vida ya olvidada,
sin mostrar un pequeño sentimiento
de que por ti Salicio triste muera,
dejas llevar (¡desconocida!) al viento
el amor y la fe que ser guardada
eternamente sólo a mí debiera?
¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,
(pues ves desde tu altura
esta falsa perjura
causar la muerte de un estrecho amigo)
no recibe del cielo algún castigo?
Si en pago del amor yo estoy muriendo,
¿qué hará el enemigo?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
85
90
95
8
Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa
y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuánto me engañaba!
¡Ay, cuán diferente era
y cuán de otra manera
lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja, repitiendo
la desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
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105
110
9
¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
(reputándolo yo por desvarío)
vi mi mal entre sueños, desdichado!
Soñaba que en el tiempo del estío
llevaba, por pasar allí la sienta,
a beber en el Tajo mi ganado;
y después de llegado,
sin saber de cuál arte,
120
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con la calor estiva,
el curso enajenado iba siguiendo
del agua fugitiva.
125
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
10
Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
188
115
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
130
¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
de tus hermosos brazos anudaste?
No hay corazón que baste,
aunque fuese de piedra,
viendo mi amada hiedra,
135
de mí arrancada, en otro muro asida,
y mi parra en otro olmo entretejida,
que no se esté con llanto deshaciendo
hasta acabar la vida.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
140
11
¿Qué no se esperará de aquí adelante,
por difícil que sea y por incierto?
O ¿qué discordia no será juntada?,
y juntamente ¿qué tendrá por cierto,
o qué de hoy más no temerá el amante,
siendo a todo materia por ti dada?
Cuando tú enajenada
de mi cuidado fuiste,
notable causa diste,
y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,
que el más seguro tema con recelo
perder lo que estuviere poseyendo.
Salid fuera sin duelo,
salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
12
Materia diste al mundo de esperanza
de alcanzar lo imposible y no pensado,
y de hacer juntar lo diferente,
dando a quien diste el corazón malvado,
quitándolo de mí con tal mudanza
que siempre sonará de gente en gente.
La cordera paciente
con el lobo hambriento
hará su ayuntamiento,
y con las simples aves sin ruido
harán las bravas sierpes ya su nido;
que mayor diferencia comprendo
de ti al que has escogido.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
13
Siempre de nueva leche en el verano
y en el invierno abundo; en mi majada
la manteca y el queso está sobrado;
de mi cantar, pues, yo te vi agradada
189
145
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tanto que no pudiera el mantuano
Títiro ser de ti más alabado.
No soy, pues, bien mirado,
tan disforme ni feo;
que aún agora me veo
en esta agua que corre clara y pura,
y cierto no trocara mi figura
con ese que de mí se está riendo;
¡trocara mi ventura!
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
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180
14
¿Cómo te vine en tanto menosprecio?
¿Cómo te fui tan presto aborrecible?
¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?
185
Si no tuvieras condición terrible,
siempre fuera tenido de ti en precio,
y no viera de ti este apartamiento.
¿No sabes que sin cuento
buscan en el estío
190
mis ovejas el frío
de la sierra de Cuenca, y el gobierno
del abrigado Estremo en el invierno?
Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo
me estoy en llanto eterno!
195
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
15
Con mi llorar las piedras enternecen
su natural dureza y la quebrantan;
los árboles parece que se inclinan:
las aves que me escuchan, cuando cantan,
200
con diferente voz se condolecen,
y mi morir cantando me adivinan.
Las fieras, que reclinan
su cuerpo fatigado,
dejan el sosegado
205
sueño por escuchar mi llanto triste.
Tú sola contra mí te endureciste,
los ojos aún siquiera no volviendo
a lo que tú hiciste.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
210
16
Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,
no dejes el lugar que tanto amaste,
que bien podrás venir de mí segura;
yo dejaré el lugar do me dejaste;
ven, si por sólo esto te detienes;
215
ves aquí un prado lleno de verdura,
ves aquí una espesura,
190
ves aquí una agua clara,
en otro tiempo cara,
a quien de ti con lágrimas me quejo.
220
Quizá aquí hallarás (pues yo me alejo)
al que todo mi bien quitarme puede;
que pues el bien le dejo,
no es mucho que el lugar también le quede.
17
Aquí dio fin a su cantar Salicio,
225
y suspirando en el postrero acento,
soltó de llanto una profunda vena.
Queriendo el monte al grave sentimiento
de aquel dolor en algo ser propicio,
con la pesada voz retumba y suena.
230
La blanca Filomena,
casi como dolida
y a compasión movida,
dulcemente responde al son lloroso.
Lo que cantó tras esto Nemoroso
235
decidlo vos Piérides, que tanto
no puedo yo, ni oso,
que siento enflaquecer mi débil canto.
18
Nemoroso:
Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,
240
verde prado, de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno
245
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
250
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.
19
Y en este mismo valle, donde agora
me entristezco y me canso, en el reposo
estuve ya contento y descansado.
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome, durmiendo aquí alguna hora,
que despertando, a Elisa vi a mi lado.
¡Oh miserable hado!
¡Oh tela delicada,
260
191
255
antes de tiempo dada
a los agudos filos de la muerte!
Más convenible fuera aquesta suerte
a los cansados años de mi vida,
que es más que el hierro fuerte,
pues no la ha quebrantado tu partida.
265
20
¿Dó están agora aquellos claros ojos
que llevaban tras sí, como colgada,
mi ánima doquier que ellos se volvían?
¿Dó está la blanca mano delicada,
270
llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio al oro,
como a menor tesoro,
275
¿adónde están? ¿Adónde el blando pecho?
¿Dó la columna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,
280
en la fría, desierta y dura tierra.
21
¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver con largo apartamiento
285
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?
El cielo en mis dolores
cargó la mano tanto,
que a sempiterno llanto
290
y a triste soledad me ha condenado;
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa.
295
22
Después que nos dejaste, nunca pace
en hartura el ganado ya, ni acude
el campo al labrador con mano llena.
No hay bien que en mal no se convierta y mude:
la mala hierba al trigo ahoga, y nace
300
en lugar suyo la infelice avena;
la tierra, que de buena
gana nos producía
flores con que solía
quitar en sólo vellas mil enojos,
305
192
produce agora en cambio estos abrojos,
ya de rigor de espinas intratable;
yo hago con mis ojos
crecer, llorando, el fruto miserable.
23
Como al partir del sol la sombra crece,
y en cayendo su rayo se levanta
la negra escuridad que el mundo cubre,
de do viene el temor que nos espanta,
y la medrosa forma en que se ofrece
aquello que la noche nos encubre,
hasta que el sol descubre
su luz pura y hermosa:
tal es la tenebrosa
noche de tu partir, en que he quedado
de sombra y de temor atormentado,
hasta que muerte el tiempo determine
que a ver el deseado
sol de tu clara vista me encamine.
310
315
320
24
Cual suele el ruiseñor con triste canto
quejarse, entre las hojas escondido,
325
del duro labrador, que cautamente
le despojó su caro y dulce nido
de los tiernos hijuelos, entre tanto
que del amado ramo estaba ausente,
y aquel dolor que siente
330
con diferencia tanta
por la dulce garganta
despide, y a su canto el aire suena,
y la callada noche no refrena
su lamentable oficio y sus querellas,
335
trayendo de su pena
al cielo por testigo y las estrellas;
25
desta manera suelto yo la rienda
a mi dolor, y así me quejo en vano
de la dureza de la muerte airada.
340
Ella en mi corazón metió la mano,
y de allí me llevó mi dulce prenda,
que aquél era su nido y su morada.
¡Ay muerte arrebatada!
Por ti me estoy quejando
345
al cielo y enojando
con importuno llanto al mundo todo:
tan desigual dolor no sufre modo.
No me podrán quitar el dolorido
sentir, si ya del todo
350
193
primero no me quitan el sentido.
26
Una parte guardé de tus cabellos,
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan.
Sin que de allí se partan,
con sospiros calientes,
más que la llama ardientes,
los enjugo del llanto, y de consuno
casi los paso y cuento uno a uno;
juntándolos, con un cordón los ato.
Tras esto el importuno
dolor me deja descansar un rato.
27
Mas luego a la memoria se me ofrece
aquella noche tenebrosa, escura,
que siempre aflige esta ánima mezquina
con la memoria de mi desventura
Verte presente agora me parece
en aquel duro trance de Lucina,
y aquella voz divina,
con cuyo son y acentos
a los airados vientos
pudieras amansar, que agora es muda.
Me parece que oigo que a la cruda,
inexorable diosa demandabas
en aquel paso ayuda;
y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?
28
¿Ibate tanto en perseguir las fieras?
¿Ibate tanto en un pastor dormido?
¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,
que, conmovida a compasión, oído
a los votos y lágrimas no dieras,
por no ver hecha tierra tal belleza,
o no ver la tristeza
en que tu Nemoroso
queda, que su reposo
era seguir tu oficio, persiguiendo
las fieras por los monte, y ofreciendo
a tus sagradas aras los despojos?
¿Y tú, ingrata, riendo
dejas morir mi bien ante los ojos?
29
194
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390
Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
395
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
400
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
do descansar y siempre pueda verte
405
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?
-----30
Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
las canciones que sólo el monte oía,
si mirando las nubes coloradas,
al tramontar del sol bordadas de oro,
no vieran que era ya pasado el día,
la sombra se veía
venir corriendo apriesa
ya por la falda espesa
del altísimo monte, y recordando
ambos como de sueño, y acabando
el fugitivo sol, de luz escaso,
su ganado llevando,
se fueran recogiendo paso a paso.
195
410
415
420
Fray Luis de León
ODA I
Vida retirada
¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruïdo
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en jaspes sustentado.
No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.
5
10
15
¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado,
si en busca de este viento
ando desalentado
con ansias vivas y mortal cuidado?
20
¡Oh campo, oh monte, oh río!
¡Oh secreto seguro deleitoso!
roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.
25
Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de quien la sangre ensalza o el dinero.
30
Despiértenme las aves
con su cantar süave no aprendido,
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
quien al ajeno abritrio está atenido.
35
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
40
196
Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
45
50
Y luego sosegada
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.
55
El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruïdo,
que del oro y del cetro pone olvido.
60
Ténganse su tesoro
los que de un flaco leño se confían:
no es mío ver al lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.
65
La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna; al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.
A mí una pobrecilla
mesa, de amable paz bien abastada
me baste, y la vajilla
de fino oro labrada,
sea de quien la mar no teme airada.
Y mientras miserablemente se están los otros abrasando
en sed insacïable
del no durable mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.
A la sombra tendido
de yedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.
197
70
75
80
85
Romances
Romance de Melisenda
La bella mal maridada
Todas las gentes dormían
en las que Dios había parte
mas no duerme la Melisenda
la hija del emperante,
que amores del conde Ayuelos
no la dejan reposar.
Salto diera de la cama
como la parió su madre,
vistiérase una alcandora
no hallando su brial,
vase para los palacios
donde sus damas están.
Dando palmadas en ellas
las empezó de llamar:
"¡Si dormides, mis mis doncellas,
si dormides recordad!
Las que sabedes de amores
consejo me queráis dar;
las que de amor non sabedes
tengádesme poridad,
que amores del conde Ayuelos
no me dejan reposar".
Allí hablara una vieja
vieja es de antigüedad:
"Mientras sois moza, mi fija,
placer vos querades dar
que si esperáis a la vejez
non vos querrá un rapaz".
Desque esto oyó Melisenda
no quiso más esperar,
y vase buscar al conde
a los palacios do está;
a sombra va de tejados
que no la conozca nadie.
Encontró con Hernandillo,
el alguacil de su padre
desque la vido y sola
empezóse a santiguare:
"¿Qué es aquesto, Melisenda,
esto que podría estar?
¡O vos tenéis mal de amores
o os queréis loca tornar!".
"Que no tengo mal de amores,
ni tengo por quien penar;
mas cuando yo era pequeña
tuve una enfermedad,
prometí tener novenas
allá en San Juan de Letrán:
las dueñas iban de día,
doncellas agora van".
Desque esto oyera Hernandillo
puso fin a su hablar.
La infanta mal enojada,
"La bella mal maridada,
de las lindas que yo vi,
véote tan triste enojada;
la verdad dila tú a mí.
Si has de tomar amores
por otro, no dejes a mí,
que a tu marido, señora,
con otras dueñas lo vi,
besando y retozando:
mucho mal dice de ti;
juraba y perjuraba
que te había de ferir".
Allí habló la señora,
allí habló, y dijo así:
"Sácame tú, el caballero,
tú sacásesme de aquí;
por las tierras donde fueres
bien te sabría yo servir:
yo te haría bien la cama
en que hayamos de dormir,
yo te guisaré la cena
como a caballero gentil,
de gallinas y capones
y otras cosas más de mil;
que a éste mi marido
ya no le puedo sufrir,
que me da muy mala vida
cual vos bien podéis oir".
Ellos en aquesto estando
su marido hélo aquí:
"¿Qué hacéis mala traidora?
¡Hoy habedes de morir!".
"¿Y por qué, señor, por qué?
Que nunca os lo merecí.
Nunca besé a hombre,
mas hombre besó a mí;
las penas que él merecía,
señor, daldas vos a mí;
con riendas de tu caballo,
señor, azotes a mí;
con cordones de oro y sirgo
viva ahorques a mí.
En la huerta de los naranjos
viva entierres a mí,
en sepoltura de oro
y labrada de marfil;
y pongas encima un mote,
señor, que diga así:
«Aquí está la flor de las flores,
por amores murió aquí;
198
queriendo dél se vengar:
"Prestásesme ora, Hernando,
prestásesme tu puñal
que miedo me tengo, miedo
de los perros de la calle".
Tomó el puñal por la punta,
los cabos le fuera dar;
dióle ella tal puñalada,
que en el suelo muerto cae.
"Ahora vete tú, Hernandillo,
y cuéntalo al rey mi padre".
Y vase para el palacio
a do el conde Ayuelo está.
Las puertas halló cerradas
no encontró por donde entrar
con arte de encantamiento
ábrelas de par en par;
siete antorchas que allí arden
todas las fuera a apagar.
Despertado se había el conde
con un temor atán grande:
"¡Ay, válasme, Dios del cielo
y Santa María su Madre!
¿Si eran mis enemigos
que me vienen a matar
o eran los mis pecados
que me vienen a tentar?".
La Melisenda, discreta,
le empezara de hablar:
"No te congojes, señor,
no quieras pavor tomar,
que yo soy una morica
venida de allende el mar.
Mi cuerpo tengo tan blanco
como un fino cristal
mis dientes tan menudicos
menudos como la sal
mi boca tan colorada
como un fino coral".
Allí fablara el buen conde
tal respuesta le fue a dar.
"Juramento tengo hecho,
y en un libro misal
que mujer que a mí demande
nunca mi cuerpo negalle
si no era a la Melisenda
la hija del Emperante".
Entonces la Melisenda
comenzóle de besar,
y en las tinieblas oscuras
de Venus es el jugar.
Cuando vino la mañana
que quería alborear
hizo abrir las sus ventanas
por la morica mirar
vido que era Melisenda
empeçóle de hablar:
"¡Señora cuán bueno fuera
cualquier que muere de amores
mándese enterrar aquí.
que así hice yo, mezquina,
que por amar me perdí»".
199
a esta noche me matar
antes que haber cometido
aqueste tan gran mal!".
Fuérase al emperador
por habérselo de contar
las rodillas por el suelo
le comiença de hablar:
"Una nueva vos traía
dolorosa de contar,
más catad aquí la espada
que en mí lo podéis vengar,
que esta noche Melisenda
en mis palacios fue a entrar,
díjome que era morica
morica de allén la mar
y que venía conmigo
a dormir y a folgar,
y entonces yo desdichado
cabe mí la dexé echar".
Allí fabló el emperador
tal respuesta le fue a dar:
"Tira, tira allá tu espada
que no te quiero fer mal;
más si tu la quieres conde
por mujer se te dará".
"Pláceme - dijera el conde pláceme de voluntad,
lo que vuestra alteza mande
veisme aquí a vuestro mandar".
Hacen venir a un arzobispo
para allí los desposar;
ricas fiestas hicieron
con mucha solemnidad.
Romance del enamorado y la muerte
Romance de rosa fresca
Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca
muy más que la nieve fría.
"¿Por dónde has entrado amor?
¿Cómo has entrado mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías".
"No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía".
"¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!".
"Un día no puede ser,
una hora tienes de vida".
Muy de prisa se calzaba,
más de prisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
"¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta niña!".
"¡Rosa fresca, rosa fresca,
tan garrida y con amor,
cuando yo os tuve en mis brazos,
non vos supe servir, non:
y agora que vos servía
non vos puedo yo haber, non!".
"Vuestra fue la culpa, amigo,
vuestra fue, que mía non;
enviásteme una carta
con un vuestro servidor,
y, en lugar de recaudar
él dijera otra razón:
que érades casado amigo,
allá en tierras de León;
que tenéis mujer hermosa
e hijos como una flor".
"Quien vos lo dijo, señora,
non vos dijo verdad, non;
que yo nunca entré en Castilla
ni allá en tierras de León,
sino cuando era pequeño,
200
"¿Como te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,
mi madre no está dormida".
"Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás querida;
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería".
"Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare
mis trenzas añadiría".
La fina seda se rompe;
la Muerte que allí venía:
"Vamos, el enamorado,
que la hora ya está cumplida".
que non sabía de amor".
La misa del amor
Romance de fonte frida y con amor
En Sevilla está una ermita
cual dicen de San Simón,
adonde todas las damas
iban a hacer oración.
Allá va la mi señora,
sobre todas la mejor,
saya lleva sobre saya,
mantillo de un tornasol,
en la su boca muy linda
lleva un poco de dulzor,
en la su cara muy blanca
lleva un poco de color,
y en los sus ojuelos garzos
lleva un poco de alcohol,
a la entrada de la ermita,
relumbrando como el sol.
El abad que dice misa
no la puede decir, no,
monacillos que le ayudan
no aciertan responder, no,
por decir: amén, amén,
decían: amor, amor.
Fonte frida, fonte frida
fonte frida y con amor,
do todas las avecicas
van tomar consolación,
sino es la tortolica,
que está viuda y con dolor.
Por ahí fuera a pasar
el traidor del ruiseñor;
las palabras que le dice
llenas son de traición:
"Si tú quisieses, señora,
yo sería tu servidor".
"Vete de ahí, enemigo,
malo, falso, engañador,
que ni poso en ramo verde
ni en ramo que tenga flor,
que si el agua hallo clara
turbia la bebiera yo;
que no quiero haber marido
porque hijos no haya, no;
no quiero placer con ellos
ni menos consolación.
¡Déjame triste, enemigo,
malo, falso, mal traidor;
que no quiero ser tu amiga
ni casar contigo, no!".
Romance de Rosaflorida
Romance de Doña Urraca y el Cid
En Castilla está un castillo,
que se llama Rocafrida;
al castillo llaman Roca,
y a la fuente llaman Frida.
Almenas tiene de oro,
paredes de plata fina;
entre almena y almena
"¡Afuera, afuera, Rodrigo,
el soberbio castellano!
Acordársete debría
de aquel buen tiempo pasado
que te armaron caballero
en el altar de Santiago,
cuando el rey fue tu padrino,
201
está una piedra zafira,
tanto relumbra de noche
como el sol a mediodía.
Dentro estaba una doncella
que llaman Rosaflorida;
siete condes la demandan,
tres duques de Lombardía;
a todos les desdeñaba,
tanta es su lozanía.
Enamoróse de Montesinos
de oídas, que no de vista;
a eso de la media noche
gritos da Rosaflorida.
Oyérala un camarero,
que ella por ayo tenía:
"¿Qué es aquesto, mi señora,
Qué es esto, Rosaflorida?
O tenedes mal de amores,
o estades loca sperdida".
"Ruégote, mi camarero,
que de mí tengas mancilla;
mas llevásesme estas cartas
a Francia la bien guarnida;
diéseslas a Montesinos,
prenda que yo más quería;
que me venga presto a ver
para la Pascua Florida.
Si no quisiere venir,
bien pagaré su venida:
vestiré sus escuderos
de una escarlata broslida;
daréle siete castillos
los mejores de Castilla;
y si de mí más quisiere
yo mucho más le daría:
daréle yo este mi cuerpo,
que más lindo no lo había,
si no es el de mi hermana,
¡de mal fuego sea ardida!
Si ella me lleva en lindeza,
yo a ella en galanía".
tú, Rodrigo, el ahijado;
mi padre te dio las armas,
mi madre te dio el caballo,
yo te calcé espuela de oro
porque fueses más honrado;
pensando casar contigo,
¡no lo quiso mi pecado!,
casástete con Jimena,
hija del conde Lozano;
con ella hubiste dineros,
conmigo hubieras estados;
dejaste hija de rey
por tomar la de un vasallo".
En oír esto Rodrigo
volvióse mal angustiado:
"¡Afuera, afuera, los míos,
los de a pie y los de a caballo,
pues de aquella torre mocha
una vira me han tirado!,
no traía el asta hierro,
el corazón me ha pasado;
ya ningún remedio siento,
sino vivir más penado".
El infante Arnaldos
Romance de Gerineldo
¡Quien hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el infante Arnaldos
la mañana de San Juan!
Andando a buscar la caza
para su falcón cebar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar;
las velas trae de sedas,
la ejarcia de oro terzal,
áncoras tiene de plata,
tablas de fino coral.
Marinero que la guía,
diciendo viene un cantar,
Levantóse Gerineldo,
que al rey dejara dormido,
fuese para la infanta
donde estaba en el castillo.
- Abráisme, dijo, señora,
abráisme, cuerpo garrido.
- ¿Quién sois vos, el caballero,
que llamáis a mi postigo?
- Gerineldo soy, señora,
vuestro tan querido amigo.
Tomárala por la mano,
en un lecho la ha metido,
y besando y abrazando
Gerineldo se ha dormido.
202
que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar;
los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar;
las aves que van volando,
al mástil vienen posar.
Allí habló el infante Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
"Por tu vida, el marinero,
dígasme ora ese cantar".
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
"Yo no digo mi canción
sino a quién conmigo va".
Recordado había el rey
de un sueño despavorido;
tres veces lo había llamado,
ninguna le ha respondido.
- Gerineldo, Gerinaldo,
mi camarero pulido;
si me andas en traición,
trátasme como a enemigo.
O dormías con la infanta
o me has vendido el castillo.
Tomó la espada en la mano,
en gran saña va encendido,
fuérase para la cama
donde a Gerineldo vido.
El quisiéralo matar,
mas criole de chiquito.
Sacara luego la espada,
entrambos la ha metido,
porque desque recordase
viese cómo era sentido.
Recordado había la infanta
y la espada ha conocido.
- Recordados, Gerineldo,
que ya érades sentido,
que la espada de mi padre
yo me la he bien conocido.
Romance de Moraima
Yo me era mora Moraima
morilla de un bel catar;
cristiano vino a mi puerta,
cuitada, por m'engañar.
Hablóme en algarabía
como aquel que bien la sabe:
- Ábrasme la puerta, mora,
si Alá te guarde de mal.
- ¿Cómo t'abriré, mezquina,
que no sé quién te serás?
- Yo soy el moro Mazote,
hermano de la tu madre,
que un cristiano dejo muerto;
tras mí venía el alcalde.
Si no abres tú, mi vida,
aquí me verás matar.
Cuando esto oí, cuitada,
comencéme a levantar,
vistiérame una almejía
no hallando mi brial,
fuérame a la puerta
y abríla de par en par.
203
San Juan de la Cruz
II
CÁNTICO ESPIRITUAL
Canciones entre el alma y el Esposo.
1
ESPOSA
¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huíste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
2
Pastores los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decilde que adolezco, peno y muero.
3
Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.
PREGUNTA A LAS CRIATURAS
4
¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado,
oh, prado de verduras,
de flores esmaltado,
decid si por vosotros ha pasado!
RESPUESTA DE LAS CRIATURAS
5
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.
ESPOSA
6
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.
204
7
Y todos cuantos vagan,
de ti me van mil gracias refiriendo
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
8
Mas, ¿cómo perseveras,
oh vida, no viviendo donde vives,
y haciendo porque mueras,
las flechas que recibes,
de lo que del Amado en ti concibes?
9
¿Por qué, pues has llagado
a aqueste corazón, no le sanaste?
y pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?
10
Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacellos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre dellos,
y sólo para ti quiero tenellos.
11
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor que no se cura
sino con la presencia y la figura.
12
¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formases de repente
los ojos deseados,
que tengo en mis entrañas dibujados!
13
Apártalos, Amado,
que voy de vuelo.
ESPOSO
buélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma,
al aire de tu vuelo, y fresco toma.
14
ESPOSA
Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
205
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.
15
La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena, que recrea y enamora.
16
Nuestro lecho florido,
de cuevas de leones enlazado,
en púrpura tendido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado.
17
A zaga de tu huella
las jóvenes discurren al camino
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.
18
En la interior bodega
de mi amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía,
y el ganado perdí, que antes seguía.
19
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa;
allí le prometí de ser su esposa.
20
Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio;
que ya sólo en amar es mi ejercicio.
21
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido,
qué andando enamorada,
me hice perdidiza, y fui ganada.
22
De flores y esmeraldas
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas,
206
en tu amor florecidas,
y en un cabello mío entretejidas.
23
En sólo aquel cabello,
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.
24
Cuando tú me mirabas,
tu gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.
25
No quieras despreciarme,
que si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.
26
Cogednos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña,
y no parezca nadie en la montiña.
27
Detente, Cierzo muerto;
ven, Austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto,
y corran sus olores,
y pacerá el Amado entre las flores.
28
ESPOSO
Entrádose ha la Esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado.
29
Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di la mano,
y fuiste reparada,
donde tu madre fuera violada.
30
A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores.
montes, valles, riberas,
207
aguas, aires, ardores,
y miedos de las noches veladores:
31
Por las amenas liras
y canto de serenas os conjuro
que cesen vuestras iras,
y no toquéis al muro,
porque la Esposa duerma más seguro.
32
ESPOSA
¡Oh ninfas de Judea,
en tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
morá en los arrabales,
y no queráis tocar nuestros umbrales!
33
Escóndete, Carillo,
y mira con tu haz a las montañas,
y no quieras decillo:
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas.
34
ESPOSO
La blanca palomica
al arca con el ramo se ha tornado,
y ya la tortolica
al socio deseado
en las riberas verdes ha hallado.
35
En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.
36
ESPOSA
Gocémonos, Amado,
v vámonos a ver en tu hermosura
al monte o al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.
37
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.
38
208
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.
39
El aspirar del aire,
el canto de la dulce Filomena,
el soto y su donaire,
en la noche serena
con llama que consume y no da pena.
40
Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
y el cerco sosegaba,
y la caballería
a vista de las aguas descendía.
209
Canticum Canticorum Salomonis
1
1 Sponsa. Osculetur me osculo oris sui ;
quia meliora sunt ubera tua vino,
2 fragrantia unguentis optimis.
Oleum effusum nomen tuum ;
ideo adolescentulæ dilexerunt te.
3 Chorus Adolescentularum. Trahe me, post te
curremus
in odorem unguentorum tuorum.
Introduxit me rex in cellaria sua ;
exsultabimus et lætabimur in te,
memores uberum tuorum super vinum.
Recti diligunt te.
4 Sponsa. Nigra sum, sed formosa, filiæ Jerusalem,
sicut tabernacula Cedar, sicut pelles Salomonis.
5 Nolite me considerare quod fusca sim,
quia decoloravit me sol.
Filii matris meæ pugnaverunt contra me ;
posuerunt me custodem in vineis :
vineam meam non custodivi.
6 Indica mihi, quem diligit anima mea, ubi pascas,
ubi cubes in meridie,
ne vagari incipiam post greges sodalium tuorum.
7 Sponsus. Si ignoras te, o pulcherrima inter
mulieres,
egredere, et abi post vestigia gregum,
et pasce hædos tuos juxta tabernacula pastorum.
8 Equitatui meo in curribus Pharaonis
assimilavi te, amica mea.
9 Pulchræ sunt genæ tuæ sicut turturis ;
collum tuum sicut monilia.
10 Murenulas aureas faciemus tibi,
vermiculatas argento.
11 Sponsa. Dum esset rex in accubitu suo,
nardus mea dedit odorem suum.
12 Fasciculus myrrhæ dilectus meus mihi ;
inter ubera mea commorabitur.
13 Botrus cypri dilectus meus mihi
in vineis Engaddi.
14 Sponsus. Ecce tu pulchra es, amica mea ! ecce tu
pulchra es !
Oculi tui columbarum.
15 Sponsa. Ecce tu pulcher es, dilecte mi, et
decorus !
Lectulus noster floridus.
16 Tigna domorum nostrarum cedrina,
laquearia nostra cypressina.
2
1 Ego flos campi,
et lilium convallium.
2 Sponsus. Sicut lilium inter spinas,
sic amica mea inter filias.
3 Sponsa. Sicut malus inter ligna silvarum,
sic dilectus meus inter filios.
Sub umbra illius quem desideraveram sedi,
et fructus ejus dulcis gutturi meo.
4 Introduxit me in cellam vinariam ;
ordinavit in me caritatem.
5 Fulcite me floribus,
stipate me malis,
quia amore langueo.
6 Læva ejus sub capite meo,
et dextera illius amplexabitur me.
7 Sponsus. Adjuro vos, filiæ Jerusalem,
per capreas cervosque camporum,
ne suscitetis, neque evigilare faciatis dilectam,
quoadusque ipsa velit.
8 Sponsa. Vox dilecti mei ; ecce iste venit,
saliens in montibus, transiliens colles.
9 Similis est dilectus meus capreæ,
hinnuloque cervorum.
En ipse stat post parietem nostrum,
respiciens per fenestras,
prospiciens per cancellos.
10 En dilectus meus loquitur mihi.
Sponsus. Surge, propera, amica mea,
columba mea, formosa mea, et veni :
11 jam enim hiems transiit ;
imber abiit, et recessit.
12 Flores apparuerunt in terra nostra ;
tempus putationis advenit :
vox turturis audita est in terra nostra ;
13 ficus protulit grossos suos ;
vineæ florentes dederunt odorem suum.
Surge, amica mea, speciosa mea, et veni :
14 columba mea, in foraminibus petræ, in caverna
maceriæ,
ostende mihi faciem tuam,
sonet vox tua in auribus meis :
vox enim tua dulcis, et facies tua decora.
15 Sponsa. Capite nobis vulpes parvulas
quæ demoliuntur vineas :
nam vinea nostra floruit.
16 Dilectus meus mihi, et ego illi,
qui pascitur inter lilia,
17 donec aspiret dies, et inclinentur umbræ.
Revertere ; similis esto, dilecte mi, capreæ,
hinnuloque cervorum super montes Bether.
210
3
1 In lectulo meo, per noctes,
quæsivi quem diligit anima mea :
quæsivi illum, et non inveni.
2 Surgam, et circuibo civitatem :
per vicos et plateas
quæram quem diligit anima mea :
quæsivi illum, et non inveni.
3 Invenerunt me vigiles qui custodiunt civitatem :
Num quem diligit anima mea vidistis ?
4 Paululum cum pertransissem eos,
inveni quem diligit anima mea :
tenui eum, nec dimittam,
donec introducam illum in domum matris meæ,
et in cubiculum genetricis meæ.
5 Sponsus. Adjuro vos, filiæ Jerusalem,
per capreas cervosque camporum,
ne suscitetis, neque evigilare faciatis dilectam,
donec ipsa velit.
6 Chorus. Quæ est ista quæ ascendit per desertum
sicut virgula fumi ex aromatibus myrrhæ,
et thuris, et universi pulveris pigmentarii ?
7 En lectulum Salomonis sexaginta fortes ambiunt
ex fortissimis Israël,
8 omnes tenentes gladios, et ad bella doctissimi :
uniuscujusque ensis super femur suum
propter timores nocturnos.
9 Ferculum fecit sibi rex Salomon
de lignis Libani ;
10 columnas ejus fecit argenteas,
reclinatorium aureum, ascensum purpureum ;
media caritate constravit,
propter filias Jerusalem.
11 Egredimini et videte, filiæ Sion,
regem Salomonem in diademate quo coronavit illum
mater sua
in die desponsationis illius,
et in die lætitiæ cordis ejus.
5
1 Veniat dilectus meus in hortum suum,
et comedat fructum pomorum suorum.
Sponsus. Veni in hortum meum, soror mea, sponsa ;
messui myrrham meam cum aromatibus meis ;
comedi favum cum melle meo ;
4
1 Sponsus. Quam pulchra es, amica mea ! quam
pulchra es !
Oculi tui columbarum,
absque eo quod intrinsecus latet.
Capilli tui sicut greges caprarum
quæ ascenderunt de monte Galaad.
2 Dentes tui sicut greges tonsarum
quæ ascenderunt de lavacro ;
omnes gemellis fœtibus,
et sterilis non est inter eas.
3 Sicut vitta coccinea labia tua,
et eloquium tuum dulce.
Sicut fragmen mali punici, ita genæ tuæ,
absque eo quod intrinsecus latet.
4 Sicut turris David collum tuum,
quæ ædificata est cum propugnaculis ;
mille clypei pendent ex ea,
omnis armatura fortium.
5 Duo ubera tua sicut duo hinnuli,
capreæ gemelli, qui pascuntur in liliis.
6 Donec aspiret dies, et inclinentur umbræ,
vadam ad montem myrrhæ, et ad collem thuris.
7 Tota pulchra es, amica mea,
et macula non est in te.
8 Veni de Libano, sponsa mea :
veni de Libano, veni, coronaberis :
de capite Amana, de vertice Sanir et Hermon,
de cubilibus leonum, de montibus pardorum.
9 Vulnerasti cor meum, soror mea, sponsa ;
vulnerasti cor meum in uno oculorum tuorum,
et in uno crine colli tui.
10 Quam pulchræ sunt mammæ tuæ, soror mea
sponsa !
pulchriora sunt ubera tua vino,
et odor unguentorum tuorum super omnia aromata.
11 Favus distillans labia tua, sponsa ;
mel et lac sub lingua tua :
et odor vestimentorum tuorum sicut odor thuris.
12 Hortus conclusus soror mea, sponsa,
hortus conclusus, fons signatus.
13 Emissiones tuæ paradisus malorum punicorum,
cum pomorum fructibus, cypri cum nardo.
14 Nardus et crocus, fistula et cinnamomum,
cum universis lignis Libani ;
myrrha et aloë, cum omnibus primis unguentis.
15 Fons hortorum, puteus aquarum viventium,
quæ fluunt impetu de Libano.
16 Sponsa. Surge, aquilo, et veni, auster :
perfla hortum meum, et fluant aromata illius.
6
1 Sponsa. Dilectus meus descendit in hortum suum
ad areolam aromatum,
ut pascatur in hortis, et lilia colligat.
2 Ego dilecto meo, et dilectus meus mihi,
qui pascitur inter lilia.
211
bibi vinum meum cum lacte meo ;
comedite, amici, et bibite,
et inebriamini, carissimi.
2 Sponsa. Ego dormio, et cor meum vigilat.
Vox dilecti mei pulsantis :
Sponsus. Aperi mihi, soror mea, amica mea,
columba mea, immaculata mea,
quia caput meum plenum est rore,
et cincinni mei guttis noctium.
3 Sponsa. Expoliavi me tunica mea : quomodo
induar illa ?
lavi pedes meos : quomodo inquinabo illos ?
4 Dilectus meus misit manum suam per foramen,
et venter meus intremuit ad tactum ejus.
5 Surrexi ut aperirem dilecto meo ;
manus meæ stillaverunt myrrham,
et digiti mei pleni myrrha probatissima.
6 Pessulum ostii mei aperui dilecto meo,
at ille declinaverat, atque transierat.
Anima mea liquefacta est, ut locutus est ;
quæsivi, et non inveni illum ;
vocavi, et non respondit mihi.
7 Invenerunt me custodes qui circumeunt civitatem ;
percusserunt me, et vulneraverunt me.
Tulerunt pallium meum mihi custodes murorum.
8 Adjuro vos, filiæ Jerusalem,
si inveneritis dilectum meum,
ut nuntietis ei quia amore langueo.
9 Chorus. Qualis est dilectus tuus ex dilecto, o
pulcherrima mulierum ?
qualis est dilectus tuus ex dilecto, quia sic adjurasti
nos ?
10 Sponsa. Dilectus meus candidus et rubicundus ;
electus ex millibus.
11 Caput ejus aurum optimum ;
comæ ejus sicut elatæ palmarum, nigræ quasi
corvus.
12 Oculi ejus sicut columbæ super rivulos aquarum,
quæ lacte sunt lotæ, et resident juxta fluenta
plenissima.
13 Genæ illius sicut areolæ aromatum,
consitæ a pigmentariis.
Labia ejus lilia,
distillantia myrrham primam.
14 Manus illius tornatiles, aureæ,
plenæ hyacinthis.
Venter ejus eburneus,
distinctus sapphiris.
15 Crura illius columnæ marmoreæ
quæ fundatæ sunt super bases aureas.
Species ejus ut Libani,
electus ut cedri.
16 Guttur illius suavissimum,
et totus desiderabilis.
Talis est dilectus meus,
et ipse est amicus meus, filiæ Jerusalem.
3 Sponsus. Pulchra es, amica mea ;
suavis, et decora sicut Jerusalem ;
terribilis ut castrorum acies ordinata.
4 Averte oculos tuos a me,
quia ipsi me avolare fecerunt.
Capilli tui sicut grex caprarum
quæ apparuerunt de Galaad.
5 Dentes tui sicut grex ovium
quæ ascenderunt de lavacro :
omnes gemellis fœtibus,
et sterilis non est in eis.
6 Sicut cortex mali punici, sic genæ tuæ,
absque occultis tuis.
7 Sexaginta sunt reginæ, et octoginta concubinæ,
et adolescentularum non est numerus.
8 Una est columba mea, perfecta mea,
una est matris suæ, electa genetrici suæ.
Viderunt eam filiæ, et beatissimam prædicaverunt ;
reginæ et concubinæ, et laudaverunt eam.
9 Quæ est ista quæ progreditur quasi aurora
consurgens,
pulchra ut luna, electa ut sol,
terribilis ut castrorum acies ordinata ?
10 Sponsa. Descendi in hortum nucum,
ut viderem poma convallium,
et inspicerem si floruisset vinea,
et germinassent mala punica.
11 Nescivi : anima mea conturbavit me,
propter quadrigas Aminadab.
12 Chorus. Revertere, revertere, Sulamitis !
revertere, revertere ut intueamur te.
212
17 Chorus. Quo abiit dilectus tuus, o pulcherrima
mulierum ?
quo declinavit dilectus tuus ?
et quæremus eum tecum.
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1 Sponsa. Quid videbis in Sulamite, nisi choros
castrorum ?
Chorus. Quam pulchri sunt gressus tui in
calceamentis, filia principis !
Juncturæ femorum tuorum sicut monilia
quæ fabricata sunt manu artificis.
2 Umbilicus tuus crater tornatilis,
numquam indigens poculis.
Venter tuus sicut acervus tritici vallatus liliis.
3 Duo ubera tua sicut duo hinnuli,
gemelli capreæ.
4 Collum tuum sicut turris eburnea ;
oculi tui sicut piscinæ in Hesebon
quæ sunt in porta filiæ multitudinis.
Nasus tuus sicut turris Libani,
quæ respicit contra Damascum.
5 Caput tuum ut Carmelus ;
et comæ capitis tui sicut purpura regis
vincta canalibus.
6 Sponsus. Quam pulchra es, et quam decora,
carissima, in deliciis !
7 Statura tua assimilata est palmæ,
et ubera tua botris.
8 Dixi : Ascendam in palmam,
et apprehendam fructus ejus ;
et erunt ubera tua sicut botri vineæ,
et odor oris tui sicut malorum.
9 Guttur tuum sicut vinum optimum,
dignum dilecto meo ad potandum,
labiisque et dentibus illius ad ruminandum.
10 Sponsa. Ego dilecto meo,
et ad me conversio ejus.
11 Veni, dilecte mi, egrediamur in agrum,
commoremur in villis.
12 Mane surgamus ad vineas :
videamus si floruit vinea,
si flores fructus parturiunt,
si floruerunt mala punica ;
ibi dabo tibi ubera mea.
13 Mandragoræ dederunt odorem
in portis nostris omnia poma :
nova et vetera, dilecte mi, servavi tibi.
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1 Quis mihi det te fratrem meum,
sugentem ubera matris meæ,
ut inveniam te foris, et deosculer te,
et jam me nemo despiciat ?
2 Apprehendam te, et ducam in domum matris meæ :
ibi me docebis,
et dabo tibi poculum ex vino condito,
et mustum malorum granatorum meorum.
3 Læva ejus sub capite meo,
et dextera illius amplexabitur me.
4 Sponsus. Adjuro vos, filiæ Jerusalem,
ne suscitetis, neque evigilare faciatis dilectam,
donec ipsa velit.
5 Chorus. Quæ est ista quæ ascendit de deserto,
deliciis affluens,
innixa super dilectum suum ?
Sponsus. Sub arbore malo suscitavi te ;
ibi corrupta est mater tua,
ibi violata est genitrix tua.
6 Sponsa. Pone me ut signaculum super cor tuum,
ut signaculum super brachium tuum,
quia fortis est ut mors dilectio,
dura sicut infernus æmulatio :
lampades ejus lampades ignis atque flammarum.
7 Aquæ multæ non potuerunt extinguere caritatem,
nec flumina obruent illam.
Si dederit homo omnem substantiam domus suæ pro
dilectione,
quasi nihil despiciet eam.
8 Chorus Fratrum. Soror nostra parva,
et ubera non habet ;
quid faciemus sorori nostræ
in die quando alloquenda est ?
9 Si murus est,
ædificemus super eum propugnacula argentea ;
si ostium est, compingamus illud tabulis cedrinis.
10 Sponsa. Ego murus, et ubera mea sicut turris,
ex quo facta sum coram eo, quasi pacem reperiens.
11 Chorus Fratrum. Vinea fuit pacifico in ea quæ
habet populos :
tradidit eam custodibus ;
vir affert pro fructu ejus mille argenteos.
12 Sponsa. Vinea mea coram me est.
Mille tui pacifici,
et ducenti his qui custodiunt fructus ejus.
13 Sponsus. Quæ habitas in hortis, amici auscultant ;
fac me audire vocem tuam.
14 Sponsa. Fuge, dilecte mi, et assimilare capreæ,
hinnuloque cervorum super montes aromatum.
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LOPE DE VEGA
EL ARTE NUEVO DE HACER COMEDIAS EN ESTE TIEMPO
(Dirigido a la Academia de Madrid)
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Mándanme, ingenios nobles, flor de España,
que en esta junta y Academia insigne,
en breve tiempo excederéis no sólo
a las de Italia, que envidiando a Grecia,
ilustró Cicerón del mismo nombre,
junto al Averno lago, sino Atenas,
adonde en su platónico Liceo,
se vio tan alta junta de filósofos,
que un arte de comedias os escriba
que al estilo del vulgo se reciba.
Fácil parece este sujeto, y fácil
fuera para cualquiera de vosotros
que ha escrito menos de ellas, y más sabe
del arte de escribirlas y de todo,
que lo que a mí me daña en esta parte
es haberlas escrito sin el arte.
No porque yo ignorase los preceptos,
gracias a Dios, que ya tirón gramático
pasé los libros que trataban de esto
antes que hubiese visto al sol diez veces
discurrir desde el Aries a los Peces.
Mas porque en fin, hallé que las comedias
estaban en España en aquel tiempo,
no como sus primeros inventores
pensaron que en el mundo se escribieran,
mas como las trataron muchos bárbaros
que enseñaron el vulgo a sus rudezas.
Y así introdujeron de tal modo
que quien con arte agora las escribe
muere sin fama y galardón, que puede
entre los que carecen de su lumbre
mas que razón y fuerza la costumbre.
Verdad es que yo he escrito algunas veces
siguiendo el arte que conocen pocos,
mas luego que salir por otra parte
veo los monstruos de apariencias llenos
adonde acude el vulgo y las mujeres
que este triste ejercicio canonizan,
a aquel hábito bárbaro me vuelvo,
y cuando he de escribir una comedia,
encierro los preceptos con seis llaves,
saco a Terencio y Plauto de mi estudio
para que no me den voces, que suele
dar gritos la verdad en libros mudos,
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y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron
porque como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.
Ya tiene la comedia verdadera
su fin propuesto como todo género
de poema o poesis, y este ha sido
imitar las acciones de los hombres,
y pintar de aquel siglo las costumbres:
También cualquiera imitación poética
se hace de tres cosas, que son, plática,
verso dulce, armonía y la música,
que en esto fue común con la tragedia,
sólo diferenciándola en que trata
las acciones humildes y plebeyas,
y la tragedia las reales y altas.
Mirad si hay en las nuestras pocas faltas.
Acto fueron llamadas, porque imitan
las vulgares acciones y negocios,
Lope de Rueda fue en España ejemplo
de estos preceptos y hoy se ven impresas
sus comedias de prosa tan vulgares
que introduce mecánicos oficios,
y el amor de una hija de un herrero,
de donde se ha quedado la costumbre
de llamar entremeses las comedias
antiguas, donde está en su fuerza el arte
siendo una acción, y entre plebeya gente,
porque entremés de rey jamás se ha visto,
y aquí se ve que el arte por bajeza
de estilo vino a estar en tal desprecio,
y el rey en la comedia para el necio.
Aristóteles pinta en su Poética
(puesto que escuramente su principio)
la contienda de Atenas, y Megara
sobre cuál de ellos fue inventor primero
los megarenses dicen que Epicarmo,
aunque Atenas quisiera que Magnetes,
Elio Donato dice que tuvieron
principio en los antiguos sacrificios;
da por autor de la tragedia Tespis,
siguiendo a Horacio que lo mismo afirma,
como de las comedias a Aristófanes,
Homero a imitación de la Comedia
la Odiséa compuso, mas la Ilíada
de la tragedia fue famoso ejemplo,
a cuya imitación llamé epopeya
a mi Jerusalén y añadí trágica
y así a su Infierno, Purgatorio y Cielo
del célebre poeta Dante Aligero
llaman Comedia todos comunmente
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y el Maneto en su prólogo lo siente.
Ya todos saben qué silencio tuvo
por sospechosa un tiempo la comedia,
y que de allí nació también la sátira
que siendo más crüel cesó más presto,
y dio licencia a la comedia nueva.
Los coros fueron los primeros luego
de las figuras se introdujo el número,
pero Menandro a quién siguió Terencio
por enfadosos despreció los coros.
Terencio fue más visto en los preceptos,
pues que jamás alzó el estilo cómico
a la grandeza trágica, que tantos
reprehendieron por vicioso en Plauto
porque en esto Terencio fue más cauto.
Por argumento, la tragedia tiene
la historia y la comedia el fingimiento,
por esto fue llamada planipedia
del argumento humilde pues la hacía
sin coturno y teatro el recitante.
Hubo comedias paliatas, mimos,
togatas, atelanas, tabernarias,
que también eran como agora varias.
Con ática elegancia los de Atenas
reprehendían vicios y costumbres
con las comedias y a los dos autores
del verso, y de la acción daban sus premios.
Por eso Tulio las llamaba espejo
de las costumbres, y una viva imagen
de la verdad, altísimo atributo,
en que corre parejas con la historia;
mirad si es digna de corona y gloria.
Pero ya me parece estáis diciendo,
que es traducir los libros y cansaros
pintaros esta máquina confusa.
Creed que ha sido fuerza que os trujese
a la memoria algunas cosas de éstas,
porque veáis que me pedís que escriba
arte de hacer comedias en España
donde cuánto se escribe es contra el arte;
y que decir como serán agora
contra el antiguo y qué en razón se funda
es pedir parecer a mi experiencia,
no al arte porque el arte verdad dice
que el ignorante vulgo contradice.
Si pedís arte, yo os suplico, ingenios,
que leáis al doctísimo Utinense
Robortelo, y veréis sobre Aristóteles
ya parte en lo que escribe de comedia
cuánto por muchos libros hay difuso,
que todo lo de agora está confuso,
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Si pedís parecer de las que agora
están en posesión, y que es forzoso
que el vulgo con sus leyes establezca
la vil quimera deste monstruo cómico,
diré [el] que tengo, y perdonad, pues debo
obedecer a quién mandarme puede,
que dorando el error del vulgo quiero
deciros de qué modo las querría,
ya que seguir el arte no hay remedio
en estos dos extremos dando un medio.
Elíjase el sujeto y no se mire,
(perdonen los preceptos) si es de reyes
aunque por esto entiendo que el prudente
Felipe, rey de España y señor nuestro,
en viendo un rey, en ella[s] se enfadaba,
o fuese el ver que al arte contradice,
o que la autoridad real no debe
andar fingida entre la humilde plebe.
Esto es volver a la comedia antigua
donde vemos que Plauto puso dioses
como en su Anfitrión lo muestra Jupiter.
Sabe Dios que me pesa de aprobarlo,
porque Plutarco hablando de Menandro
no siente bien de la comedia antigua,
mas pues del arte vamos tan remotos
y en España le hacemos mil agravios;
cierren los doctos esta vez los labios.
Lo trágico y lo cómico mezclado,
y Terencio con Séneca, aunque sea
como otro Minotauro de Pasife
harán grave una parte, otra ridícula,
que aquesta variedad deleita mucho.
Buen ejemplo nos da naturaleza,
que por tal variedad tiene belleza.
Adviértase que sólo este sujeto
tenga una acción, mirando que la fábula
de ninguna manera sea episódica,
quiero decir inserta de otras cosas,
que del primero intento se desvíen,
ni que de ella se pueda quitar miembro
que del contexto no derriba el todo.
No hay que advertir que pase en el período
de un sol, aunque es consejo de Aristóteles
porque ya le perdimos el respeto,
cuando mezclamos la sentencia trágica
a la humildad de la bajeza cómica.
Pase en el menos tiempo que ser pueda,
si no es cuando el poeta escriba historia
en que hayan de pasar algunos años,
que estos podrá poner en las distancias
de los dos actos, o si fuere fuerza
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hacer algún camino una figura,
cosa que tanto ofende quien lo entiende,
pero no vaya a verlas quien se ofende.
¡O, cuántos de este tiempo se hace cruces
de ver que han de pasar años en cosa
que un día artificial tuvo de término!
Que aun no quisieron darle el Matemático;
porque, considerando que la cólera
de un español sentado no se templa
si no le representan en dos horas,
hasta el final jüicio desde el Génesis,
yo hallo que si allí se ha de dar gusto,
con lo que se consigue es lo más justo.
El sujeto elegido escriba en prosa
y en tres actos de tiempo le reparta
procurando si puede en cada uno
no interrumpir el término del día.
El Capitán Virués, insigne ingenio,
puso en tres actos la comedia, que antes
andaba en cuatro, como pies de niño
que eran entonces niñas las comedias.
Y yo las escribí de once y doce años
de a cuatro actos y de a cuatro pliegos
porque cada acto un pliego contenía.
Y era que entonces en las tres distancias
se hacían tres pequeños entremeses,
y agora apenas uno, y luego un baile,
aunque el baile le es tanto en la comedia
que le aprueba Aristóteles, y tratan
Ateneo Platón, y Xenofonte
puesto que reprehende el deshonesto;
y por esto se enfada de Calípides,
con que parece imita el coro antiguo.
Dividido en dos partes el asunto,
ponga la conexión desde el principio
hasta que va ya declinando el paso;
pero la solución no la permita
hasta que llegue a la postrera escena;
porque en sabiendo el vulgo el fin que tiene,
vuelve el rostro a la puerta y las espaldas
al que esperó tres horas cara a cara;
que no hay más que saber que en lo que para.
Quede muy pocas veces el teatro
sin persona que hable, porque el vulgo
en aquellas distancias se inquïeta,
y gran rato la fábula se alarga;
que, fuera de ser esto un grande vicio,
aumenta mayor gracia y artificio.
Comience pues y con lenguaje casto;
no gaste pensamientos ni conceptos
en las cosas domésticas, que sólo
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ha de imitar de dos o tres la plática;
mas cuando la persona que introduce
persüade, aconseja, o disüade,
allí ha de haber sentencias y conceptos,
porque se imita la verdad sin duda,
pues habla un hombre en diferente estilo
del que tiene vulgar cuando aconseja,
persüade o aparta alguna cosa.
Diónos ejemplo Arístides retórico,
porque quiere que el cómico lenguaje
sea puro, claro, fácil, y aún añade
que se tome del uso de la gente,
haciendo diferencia al que el político;
porque serán entonces las dicciones
espléndidas, sonoras y adornadas.
No trai[g]a la escritura, ni el lenguaje
ofenda con vocablos exquisitos,
porque si ha de imitar a los que hablan,
no ha de ser por pancayas, por metauros,
hipogrifos, semones y centauros.
Si hablare el rey, imite cuanto pueda
la gravedad real; si el viejo hablare
procure una modestia sentenciosa;
describa los amantes con afectos
que muevan con extremo a quien escucha;
los [soliloquios] pinte de manera
que se transforme todo el recitante,
y con mudarse a sí, mude al oyente.
Pregúntese y respóndase a sí mismo,
y si formare quejas, siempre guarde
el divino decoro a las mujeres.
Las damas no desdigan de su nombre.
Y si mudaren traje, sea de modo
que pueda perdonarse, porque suele
el disfraz varonil agradar mucho.
Guárdese de imposibles, porque es máxima
que sólo ha de imitar lo verosímil.
El lacayo no trate cosas altas,
ni diga los conceptos que hemos visto
en algunas comedias extranjeras;
y, de ninguna suerte, la figura
se contradiga en lo que tiene dicho.
Quiero decir, se olvide, como en Sófocles
se reprehende no acordarse édipo
del haber muerto por su mano a Layo.
Remátense las escenas con sentencia,
con donaire, con versos elegantes,
de suerte que al entrarse el que recita
no deje con disgusto el auditorio.
En el acto primero ponga el caso,
en el segundo enlace los sucesos
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de suerte que hasta el medio del tercero
apenas juzgue nadie en lo que para.
Engañe siempre el gusto, y donde vea
que se deja entender alguna cosa
de muy lejos de aquello que promete.
Acomode los versos con prudencia
a los sujetos de que va tratando.
Las décimas son buenas para quejas;
el soneto está bien en los que aguardan;
las relaciones piden los romances,
aunque en octavas lucen por extremo.
Son los tercetos para cosas graves,
y para las de amor, las redondillas.
Las figuras retóricas importan
como repetición, o anadiplosis,
y en el principio de los mismos versos,
aquellas relaciones de la anáfora,
las ironías, y adubitaciones,
apóstrofes también y exclamaciones.
El engañar con la verdad es cosa
que ha parecido bien, como [lo] usaba
en todas sus comedias Miguel Sánchez,
digno por la invención de esta memoria.
Siempre el hablar equívoco ha tenido
y aquella incertidumbre anfibológica
gran lugar en el vulgo, porque piensa
que él sólo entiende lo que el otro dice.
Los casos de la honra son mejores,
porque mueven con fuerza a toda gente,
con ellos las acciones virtüosas,
que la virtud es dondequiera amada;
pues que vemos, si acaso un recitante
hace un traidor, es tan odioso a todos
que lo que va a comprar no se lo vende,
y huye el vulgo de él cuando le encuentra.
Y si es leal, le prestan y convidan,
y hasta los principales le honran y aman,
le buscan, le regalan y le aclaman.
Tenga cada acto cuatro pliegos solos,
que doce están medidos con el tiempo,
y la paciencia de él que está escuchando.
En la parte satírica no sea
claro ni descubierto, pues que sabe,
que por ley se vedaron las comedias
por esta causa en Grecia y en Italia.
Pique sin odio, que si acaso infama,
ni espere aplauso ni pretenda fama.
éstos podéis tener por aforismos,
los que del arte no tratáis antiguo
que no da más lugar agora el tiempo;
pues lo que les compete a los tres géneros
220
355
360
365
370
375
380
385
del aparato que Vitrubio dice,
toca al autor como Valerio Máximo
Pedro Crinito, Horacio en sus Epístolas,
y otros los pintan con sus lienzos y árboles,
cabañas, casas y fingidos mármoles.
Los trajes nos dijera Julio Póllux,
si fuera necesario, que en España
es de las cosas bárbaras que tiene
la comedia presente recibidas,
sacar un turco un cuello de cristiano,
y calzas atacadas un romano.
Mas ninguno de todos llamar puedo
más bárbaro que yo, pues contra el arte
me atrevo a dar preceptos, y me dejo
lle[v]ar de la vulgar corriente adonde
me llamen ignorante Italia, y Francia.
Pero, ¿qué puedo hacer si tengo escritas
con una que he acabado esta semana
cuatrocientas y ochenta y tres comedias?
Porque fuera de seis, las demás todas
pecaron contra el arte gravemente.
Sustento en fin lo que escribí, y conozco
que aunque fueran mejor de otra manera,
no tuvieran el gusto que han tenido
porque a veces lo que es contra lo justo
por la misma razón deleita el gusto.
Humana cur sit speculum comedia vitae
qua ve ferat juveni, commoda quae ve seni
quid praeter lepidosque sales, excultaque verba
et genus eloqui ipurius inde petas
quae gravia in mediis ocurrant lusibus, et quam
jucundis passim seria mixta iocis,
quam sint fallaces servi, quam improba semper
fraudeque et omni genis foemina plena dolis
quam miser infelix stultus, et ineptus amator
quam vix succedant quae bene coepta putes.
Oye atento, [y] del arte no disputes,
que en la comedia se hallará de modo
que oyéndola se pueda saber todo.
FIN
221
LA VIDA ES SUEÑO
Pedro Calderón de la Barca
Personas que hablan en ella:
ROSAURA, dama
SEGISMUNDO, príncipe
CLOTALDO, viejo
ESTRELLA, infanta
CLARÍN, gracioso
BASILIO, rey de Polonia
ASTOLFO, infante
GUARDAS
SOLDADOS
MÚSICOS
ACTO PRIMERO
Suena ruido de cadenas
CLARÍN: ¿Qué es lo que escucho, cielo!
ROSAURA: Inmóvil bulto soy de fuego y hielo.
CLARÍN: ¿Cadenita hay que suena?
Mátenme, si no es galeote en pena.
Bien mi temor lo dice.
Dentro SEGISMUNDO
SEGISMUNDO: ¡Ay, mísero de mí, y ay infelice!
ROSAURA: ¡Qué triste vos escucho!
Con nuevas penas y tormentos lucho.
CLARÍN: Yo con nuevos temores.
ROSAURA: Clarín...
CLARÍN: ¿Señora...?
ROSAURA:
Huyamos los rigores
de esta encantada torre.
CLARÍN: Yo aún no tengo
ánimo de huír, cuando a eso vengo.
ROSAURA: ¿No es breve luz aquella
caduca exhalación, pálida estrella,
que en trémulos desmayos
pulsando ardores y latiendo rayos,
hace más tenebrosa
la obscura habitación con luz dudosa?
222
Sí, pues a sus reflejos
puedo determinar, aunque de lejos,
una prisión obscura;
que es de un vivo cadáver sepultura;
y porque más me asombre,
en el traje de fiera yace un hombre
de prisiones cargado
y sólo de la luz acompañado.
Pues huír no podemos,
desde aquí sus desdichas escuchemos.
Sepamos lo que dice.
Descúbrese SEGISMUNDO con una cadena y la luz vestido de pieles
SEGISMUNDO: ¡Ay mísero de mí, y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido;
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
-dejando a una parte, cielos,
el delito del nacer-,
¿qué más os pude ofender,
para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que no yo gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma,
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que dejan en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrellas
-gracias al docto pincel-,
cuando, atrevido y crüel,
la humana necesidad
223
le enseña a tener crueldad,
monstruo de su laberinto;
¿y yo, con mejor instinto,
tengo menos libertad?
Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas bajel de escamas
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío;
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?
Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de las flores la piedad
que le dan la majestad
del campo abierto a su huída;
¿y teniendo yo más vida,
tengo menos libertad?
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón
negar a los hombres sabe
privilegios tan süave
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?
ROSAURA:
Temor y piedad en mí
sus razones han causado.
SEGISMUNDO: ¿Quién mis voces ha escuchado?
¿Es Clotaldo?
CLARÍN:
Di que sí.
ROSAURA: No es sino un triste, ¡ay de mí!,
que en estas bóvedas frías
oyó tus melancolías.
SEGISMUNDO: Pues la muerte te daré
porque no sepas que sé
que sabes flaquezas mías.
Sólo porque me has oído,
entre mis membrudos brazos
te tengo de hacer pedazos.
CLARÍN: Yo soy sordo, y no he podido
escucharte.
ROSAURA: Si has nacido
224
humano, baste el postrarme
a tus pies para librarme.
SEGISMUNDO: Tu voz pudo enternecerme,
tu presencia suspenderme,
y tu respeto turbarme.
¿Quién eres? Que aunque yo aquí
tan poco del mundo sé,
que cuna y sepulcro fue
esta torre para mí;
y aunque desde que nací
-si esto es nacer- sólo advierto
eres rústico desierto
donde miserable vivo,
siendo un esqueleto vivo,
siendo un animado muerte.
Y aunque nunca vi ni hablé
sino a un hombre solamente
que aquí mis desdichas siente,
por quien las noticias sé
del cielo y tierra; y aunque
aquí, por que más te asombres
y monstruo humano me nombres,
este asombros y quimeras,
soy un hombre de las fieras
y una fiera de los hombres.
Y aunque en desdichas tan graves,
la política he estudiado,
de los brutos enseñado,
advertido de las aves,
y de los astros süaves
los círculos he medido,
tú sólo, tú has suspendido
la pasión a mis enojos,
la suspensión a mis ojos,
la admiración al oído.
Con cada vez que te veo
nueva admiración me das,
y cuando te miro más,
aun más mirarte deseo.
Ojos hidrópicos creo
que mis ojos deben ser;
pues cuando es muerte el beber,
beben más, y de esta suerte,
viendo que el ver me da muerte,
estoy muriendo por ver.
Pero véate yo y muera;
que no sé, rendido ya,
si el verte muerte me da,
el no verte ¿qué me diera?
Fuera más que muerte fiera,
ira, rabia y dolor fuerte
225
fuera vida. De esta suerte
su rigor he ponderado,
pues dar vida a una desdichado
es dar a un dichoso muerte.
ROSAURA:
Con asombro de mirarte,
con admiración de oírte,
ni sé qué pueda decirte,
ni qué pueda preguntarte;
sólo diré que a esta parte
hoy el cielo me ha guïado
para haberme consolado,
si consuelo puede ser
del que es desdichado, ver
a otro que es más desdichado.
Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas yerbas que comía.
¿Habrá otro -entre sí decíamás pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió,
halló la respuesta, viendo
que iba otro sabio cogiendo
las hojas que él arrojó.
Quejoso de la fortuna
yo en este mundo vivía,
y cuando entre mí decía:
¿Habrá otra persona alguna
de suerte más importuna?,
piadoso me has respondido;
pues volviendo en mi sentido,
hallo que las penas mías,
para hacerlas tú alegrías
las hubieras recogido.
Y por si acaso mis penas
pueden aliviarte en parte,
óyelas atento, y toma
las que de ellas no sobraren.
Yo soy...
226
EL BURLADOR DE SEVILLA,
de Tirso de Molina
(Gabriel Téllez)
Personas que hablan en ella:
Don DIEGO Tenorio, viejo
Don JUAN Tenorio, su hijo
CATALINÓN, lacayo
El REY de Nápoles
El Duque OCTAVIO
Don PEDRO Tenorio, tío
El Marqués de la MOTA
Don GONZALO de Ulloa
El REY de Castilla, ALFONSO XI
FABIO, criado
ISABELA, Duquesa
TISBEA, pescadora
BELISA, villana
ANFRISO, pescador
CORIDÓN, pescador
GASENO, labrador
BATRICIO, labrador
RIPIO, cirado
Doña ANA de Ulloa
AMINTA, labradora
ACOMPAÑAMIENTO
CANTORES
GUARDAS
CRIADOS
ENLUTADOS
MÚSICOS
PASTORES
PESCADORES
ACTO PRIMERO
Salen don JUAN Tenorio e ISABELA, duquesa
ISABELA
Duque Octavio, por aquí
podrás salir más seguro.
JUAN Duquesa, de nuevo os juro
de cumplir el dulce sí.
ISABELA
Mi gloria, ¿serán verdades
promesas y ofrecimientos,
regalos y cumplimientos,
voluntades y amistades?
227
JUAN Sí, mi bien.
ISABELA
Quiero sacar
una luz.
JUAN Pues, ¿para qué?
ISABELA
Para que el alma dé fe
del bien que llego a gozar.
JUAN Mataréte la luz yo.
ISABELA
¡Ah, cielo! ¿Quién eres, hombre?
JUAN ¿Quién soy? Un hombre sin nombre.
ISABELA
¿Que no eres el duque?
JUAN No.
ISABELA
¡Ah de palacio!
JUAN Detente.
Dame, duquesa, la mano.
ISABELA
No me detengas, villano.
¡Ah del rey! ¡Soldados, gente!
Sale el REY de Nápoles, con una vela en un candelero
REY ¿Qué es esto?
ISABELA
¡Favor! ¡Ay, triste,
que es el rey!
REY ¿Qué es?
JUAN ¿Qué ha de ser?
Un hombre y una mujer.
REY (Esto en prudencia consiste.)
Aparte
¡Ah de mi guarda! Prendé
a este hombre.
ISABELA
¡Ay, perdido honor!
Sale don PEDRO Tenorio, embajador de España, y GUARDA
PEDRO ¿En tu cuarto, gran señor
voces? ¿Quién la causa fue?
REY Don Pedro Tenorio, a vos
esta prisión os encargo.
Si ando corto, andad vos largo.
Mirad quién son estos dos.
Y con secreto ha de ser,
que algún mal suceso creo;
porque si yo aquí los veo,
no me queda más que ver.
Vase el REY
PEDRO Prendedle.
JUAN ¿Quién ha de osar?
Bien puedo perder la vida;
mas ha de ir tan bien vendida
que a alguno le ha de pesar.
PEDRO Matadle.
JUAN ¿Quién os engaña?
Resuelto en morir estoy,
porque caballero soy.
228
El embajador de España
llegue solo, que ha de ser
él quien me rinda.
PEDRO Apartad;
a ese cuarto os retirad
todos con esa mujer.
Vanse los otros
Ya estamos solos los dos;
muestra aquí tu esfuerzo y brío.
JUAN Aunque tengo esfuerzo, tío,
no le tengo para vos.
PEDRO Di quién eres.
JUAN Ya lo digo.
Tu sobrino.
PEDRO ¡Ay, corazón,
que temo alguna traición!
¿Qué es lo que has hecho, enemigo?
¿Cómo estás de aquesta suerte?
Dime presto lo que ha sido.
¡Desobediente, atrevido!
Estoy por darte la muerte.
Acaba.
JUAN Tío y señor,
mozo soy y mozo fuiste;
y pues que de amor supiste,
tenga disculpa mi amor.
Y pues a decir me obligas
la verdad, oye y diréla.
Yo engañé y gocé a Isabela
la duquesa.
PEDRO No prosigas,
tente. ¿Cómo la engañaste?
Habla quedo, y cierra el labio.
JUAN Fingí ser el duque Octavio.
PEDRO No digas más. ¡Calla! ¡Baste!
Perdido soy si el rey sabe
este caso. ¿Qué he de hacer?
Industria me ha de valer
en un negocio tan grave.
Di, vil, ¿no bastó emprender
con ira y fiereza extraña
tan gran traición en España
con otra noble mujer,
sino en Nápoles también,
y en el palacio real
con mujer tan principal?
¡Castíguete el cielo, amén!
Tu padre desde Castilla
a Nápoles te envió,
y en sus márgenes te dio
tierra la espumosa orilla
del mar de Italia, atendiendo
229
que el haberte recibido
pagaras agradecido,
y estás su honor ofendiendo.
¡Y en tan principal mujer!
Pero en aquesta ocasión
nos daña la dilación.
Mira qué quieres hacer.
JUAN No quiero daros disculpa,
que la habré de dar siniestra,
mi sangre es, señor, la vuestra;
sacadla, y pague la culpa.
A esos pies estoy rendido,
y ésta es mi espada, señor.
PEDRO Álzate, y muestra valor,
que esa humildad me ha vencido.
¿Atreveráste a bajar
por ese balcón?
JUAN Sí atrevo,
que alas en tu favor llevo.
PEDRO Pues yo te quiero ayudar.
Vete a Sicilia o Milán,
donde vivas encubierto.
JUAN Luego me iré.
PEDRO ¿Cierto?
JUAN Cierto.
PEDRO Mis cartas te avisarán
en qué para este suceso
triste, que causado has.
JUAN Para mí alegre dirás.
Que tuve culpa confieso.
PEDRO Esa mocedad te engaña.
Baja por ese balcón.
JUAN (Con tan justa pretensión,
gozoso me parto a España).
Aparte
Vase don JUAN y entra el REY
PEDRO Ejecutando, señor,
lo que mandó vuestra alteza,
el hombre...
REY ¿Murió?
PEDRO Escapóse
de las cuchillas soberbias.
REY: ¿De qué forma?
PEDRO De esta forma:
aun no lo mandaste apenas,
cuando sin dar más disculpa,
la espada en la mano aprieta,
revuelve la capa al brazo,
y con gallarda presteza,
ofendiendo a los soldados
y buscando su defensa,
viendo vecina la muerte,
por el balcón de la huerta
230
se arroja desesperado.
Siguióle con diligencia
tu gente. Cuando salieron
por esa vecina puerta,
le hallaron agonizando
como enroscada culebra.
Levantóse, y al decir
los soldados, "¡Muera, muera!",
bañado con sangre el rostro,
con tan heroica presteza
se fue, que quedé confuso.
La mujer, que es Isabela,
­­que para admirarte nombro­­
retirada en esa pieza,
dice que fue el duque Octavio
quien, con engaño y cautela,
la gozó.
REY ¿Qué dices?
PEDRO Digo
lo que ella propia confiesa.
REY: ¡Ah, pobre honor! Si eres alma
del hombre, ¿por qué te dejan
en la mujer inconstante,
si es la misma ligereza?
¡Hola!
Sale un CRIADO
CRIADO
¿Gran señor?
REY Traed
delante de mi presencia
esa mujer.
PEDRO Ya la guardia
viene, gran señor, con ella.
Trae la GUARDA a ISABELA
ISABELA
¿Con qué ojos veré al rey?
REY Idos, y guardad la puerta
de esa cuadra. Di, mujer,
¿qué rigor, qué airada estrella
te incitó, que en mi palacio,
con hermosura y soberbia,
profanases sus umbrales?
ISABELA
Señor...
REY Calla, que la lengua
no podrá dorar el yerro
que has cometido en mi ofensa.
¿Aquél era del duque Octavio?
ISABELA
Sí, señor.
REY No importan fuerzas,
guardas, crïados, murallas,
fortalecidas almenas,
para amor, que la de un niño
231
hasta los muros penetra.
Don Pedro Tenorio, al punto
a esa mujer llevad presa
a una torre, y con secreto
haced que al duque le prendan;
que quiero hacer que le cumpla
la palabra, o la promesa.
ISABELA
Gran señor, volvedme el rostro.
REY Ofensa a mi espalda hecha,
es justicia y es razón
castigalla a espaldas vueltas.
Vase el REY
PEDRO Vamos, duquesa.
ISABELA
(Mi culpa Aparte
no hay disculpa que la venza,
mas no será el yerro tanto
si el duque Octavio lo enmienda).
Vanse todos. Salen el duque OCTAVIO, y RIPIO su criado
RIPIO ¿Tan de mañana, señor,
te levantas?
OCTAVIO
No hay sosiego
que pueda apagar el fuego
que enciende en mi alma Amor.
Porque, como al fin es niño,
no apetece cama blanda,
entre regalada holanda,
cubierta de blanco armiño.
Acuéstase. No sosiega.
Siempre quiere madrugar
por levantarse a jugar,
que al fin como niño juega.
Pensamientos de Isabela
me tienen, amigo, en calma;
que como vive en el alma,
anda el cuerpo siempre en vela,
guardando ausente y presente,
el castillo del honor.
RIPIO Perdóname, que tu amor
es amor impertinente.
OCTAVIO
¿Qué dices, necio?
RIPIO Esto digo,
impertinencia es amar
como amas. ¿Vas a escuchar?
OCTAVIO
Sí, prosigue.
RIPIO Ya prosigo.
¿Quiérete Isabela a ti
OCTAVIO
¿Eso, necio, has de dudar?
RIPIO No, mas quiero preguntar,
¿Y tú no la quieres?
OCTAVIO
Sí.
232
RIPIO Pues, ¿no seré majadero,
y de solar conocido,
si pierdo yo mi sentido
por quien me quiere y la quiero?
Si ella a ti no te quisiera,
fuera bien el porfïalla,
regalalla y adoralla,
y aguardar que se rindiera;
mas si los dos os queréis
con una mesma igualdad,
dime, ¿hay más dificultad
de que luego os desposéis?
OCTAVIO
Eso fuera, necio, a ser
de lacayo o lavandera
la boda.
RIPIO Pues, ¿es quien quiera
una lavandriz mujer,
lavando y fregatrizando,
defendiendo y ofendiendo,
los paños suyos tendiendo,
regalando y remendando?
Dando, dije, porque al dar
no hay cosa que se le iguale,
y si no, a Isabela dale,
a ver si sabe tomar.
Sale un CRIADO
CRIADO
El embajador de España
en este punto se apea
en el zaguán, y desea,
con ira y fiereza extraña,
hablarte, y si no entendí
yo mal, entiendo es prisión.
OCTAVIO
¿Prisión? Pues, ¿por qué ocasión?
Decid que entre.
Entra Don PEDRO Tenorio con guardas
PEDRO Quien así
con tanto descuido duerme,
limpia tiene la conciencia.
OCTAVIO
Cuando viene vueselencia
a honrarme y favorecerme,
no es justo que duerma yo.
Velaré toda mi vida.
¿a qué y por qué es la venida?
PEDRO Porque aquí el rey me envió.
OCTAVIO
Si el rey mi señor se acuerda
de mí en aquesta ocasión,
será justicia y razón
que por él la vida pierda.
Decidme, señor, qué dicha
o qué estrella me ha guïado,
233
que de mí el rey se ha acordado?
PEDRO Fue, duque, vuestra desdicha.
Embajador del rey soy.
De él os traigo una embajada.
OCTAVIO
Marqués, no me inquieta nada.
Decid, que aguardando estoy.
PEDRO A prenderos me ha envïado
el rey. No os alborotéis.
OCTAVIO
¿Vos por el rey me prendéis?
Pues, ¿en qué he sido culpado?
PEDRO Mejor lo sabéis que yo,
mas, por si acaso me engaño,
escuchad el desengaño,
y a lo que el rey me envió.
Cuando los negros gigantes,
plegando funestos toldos
ya del crepúsculo huían,
unos tropezando en otros,
estando yo con su alteza,
tratando ciertos negocios,
porque antípodas del sol
son siempre los poderosos,
voces de mujer oímos,
cuyos ecos medio roncos,
por los artesones sacros
nos repitieron "¡Socorro!"
A las voces y al rüido
acudió, duque, el rey propio,
halló a Isabela en los brazos
de algún hombre poderoso;
mas quien al cielo se atreve
sin duda es gigante o monstruo.
Mandó el rey que los prendiera,
quedé con el hombre solo.
Llegué y quise desarmalle,
pero pienso que el demonio
en él formó forma humana,
pues que, vuelto en humo, y polvo,
se arrojó por los balcones,
entre los pies de esos olmos,
que coronan del palacio
los chapiteles hermosos.
Hice prender la duquesa,
y en la presencia de todos
dice que es el duque Octavio
el que con mano de esposo
la gozó.
OCTAVIO
¿Qué dices?
PEDRO Digo
lo que al mundo es ya notorio,
y que tan claro se sabe,
que a Isabela, por mil modos,
[presa, ya lo ha dicho al rey].
Con vos, señor, o con otro,
234
esta noche en el palacio,
la habemos hallado todos.
OCTAVIO
Dejadme, no me digáis
tan gran traición de Isabela,
mas... ¿si fue su amor cautela?
Proseguid, ¿por qué calláis?
(Mas, si veneno me dais
Aparte
a un firme corazón toca,
y así a decir me provoca
que imita a la comadreja,
que concibe por la oreja,
para parir por la boca.
¿Será verdad que Isabela,
alma, se olvidó de mí
para darme muerte? Sí,
que el bien suena y el mal vuela.
Ya el pecho nada recela,
juzgando si son antojos,
que por darme más enojos,
al entendimiento entró,
y por la oreja escuchó,
lo que acreditan los ojos.)
Señor marqués, ¿es posible
que Isabela me ha engañado,
y que mi amor ha burlado?
Parece cosa imposible.
¡Oh mujer, ley tan terrible
de honor, a quien me provoco
a emprender! Mas ya no toco
en tu honor esta cautela.
¿Anoche con Isabela
hombre en palacio? Estoy loco.
PEDRO Como es verdad que en los vientos
hay aves, en el mar peces,
que participan a veces
de todos cuatro elementos;
como en la gloria hay contentos,
lealtad en el buen amigo,
traición en el enemigo,
en la noche oscuridad,
y en el día claridad,
y así es verdad lo que digo.
OCTAVIO
Marqués, yo os quiero creer,
ya no hay cosa que me espante,
que la mujer más constante
es, en efecto, mujer.
No me queda más que ver,
pues es patente mi agravio.
PEDRO Pues que sois prudente y sabio
elegid el mejor medio.
OCTAVIO
Ausentarme es mi remedio.
PEDRO Pues sea presto, duque Octavio.
OCTAVIO
Embarcarme quiero a España,
y darle a mis males fin.
235
PEDRO Por la puerta del jardín,
duque, esta prisión se engaña.
OCTAVIO
¡Ah veleta, ah débil caña!
A más furor me provoco,
y extrañas provincias toco,
huyendo de esta cautela.
Patria, adiós. ¿Con Isabela
hombre en palacio? Estoy loco.
Vanse todos. Sale TISBEA, pescadora, con una caña
de pescar en la mano
TISBEA
Yo, de cuantas el mar,
pies de jazmín y rosas,
en sus riberas besa,
con fugitivas olas,
sola de amor exenta,
como en ventura sola,
tirana me reservo
de sus prisiones locas.
Aquí donde el sol pisa
soñolientas las ondas,
alegrando zafiros
las que espantaba sombras,
por la menuda arena,
unas veces aljófar,
y átomos otras veces
del sol, que así le adora,
oyendo de las aves
las quejas amorosas,
y los combates dulces
del agua entre las rocas,
ya con la sutil caña,
que el débil peso dobla
del tierno pececillo,
que el mar salado azota,
o ya con la atarraya,
que en sus moradas hondas
prende en cuantos habitan
aposentos de conchas,
seguramente tengo
que en libertad se goza
el alma, que amor áspid
no le ofende ponzoña.
En pequeñuelo esquife,
ya en compañía de otras,
tal vez al mar le peino
la cabeza espumosa.
Y cuando más perdidas
querellas de amor forman,
como de todos río
envidia soy de todas.
Dichosa yo mil veces,
Amor, pues me perdonas,
236
si ya por ser humilde
no desprecias mi choza.
Obeliscos de paja
mi edificio coronan,
nidos, si no a cigüeñas,
a tortolillas locas.
Mi honor conservo en pajas
como fruta sabrosa,
vidrio guardado en ellas
para que no se rompa.
De cuantos pescadores
con fuego Tarragona
de piratas defiende
en la argentada costa,
desprecio soy, encanto,
a sus suspiros sorda,
a sus ruegos terrible,
a sus promesas roca.
Anfriso, a quien el cielo,
con mano poderosa,
prodigó un cuerpo y alma
dotado en gracias todas,
medido en las palabras,
liberal en las obras,
sufrido en los desdenes,
modesto en las congojas,
mis pajizos umbrales,
que heladas noches ronda,
a pesar de los tiempos
las mañanas remoza,
pues con los ramos verdes,
que de los olmos corta,
cubiertos amanecen
de flores sin lisonjas.
Ya con vigüelas dulces,
y sutiles zampoñas,
músicas me consagra,
y todo no le importa,
porque en tirano imperio
vivo de amor señora,
que halla gusto en sus penas,
y en sus infiernos gloria.
Todas por él se mueren,
y yo, todas las horas,
le mato con desdenes,
de amor condición propia;
querer donde aborrecen,
despreciar donde adoran,
que si le alegran muere,
y vive si le oprobian.
En tan alegre día,
segura de lisonjas,
mis juveniles años
amor no los malogra;
237
que en edad tan florida,
Amor, no es suerte poca,
no ver, tratando en redes,
las tuyas amorosas.
Pero, necio discurso,
que mi ejercicio estorbas,
en él no me diviertas
en cosa que no importa.
Quiero entregar la caña
al viento, y a la boca
del pececillo el cebo.
¡Pero al agua se arrojan
dos hombres de una nave,
antes que el mar la sorba,
que sobre el agua viene,
y en un escollo aborda!
Como hermoso pavón
hacen las velas ola,
adonde los pilotos
todos los ojos pongan.
Las olas va escarbando,
y ya su orgullo y pompa
casi la desvanece,
agua un costado toma.
Hundióse, y dejó al viento
la gavia, que la escoja
para morada suya,
que un loco en gavias mora.
Dentro gritos de "¡Que me ahogo!"
Un hombre al otro aguarda,
que dice que se ahoga.
¡Gallarda cortesía,
en los hombros le toma!
Anquises le hace Eneas
si el mar está hecho Troya.
Ya nadando, las aguas
con valentía corta,
y en la playa no veo
quien lo ampare y socorra.
Daré voces. ¡Tirso,
Anfriso, Alfredo, hola!
Pescadores me miran,
plega a Dios que me oigan,
mas milagrosamente
ya tierra los dos toman,
sin aliento el que nada,
con vida el que le estorba.
Saca en brazos CATALINÓN a don JUAN, mojados
CATALINÓN ¡Válgame la Cananea,
238
y qué salado es el mar!
Aquí puede bien nadar
el que salvarse desea,
que allá dentro es desatino
donde la muerte se fragua.
Donde Dios juntó tanta agua
¿no juntara tanto vino?
Agua, y salada. Extremada
cosa para quien no pesca.
Si es mala aun el agua fresca,
¿qué será el agua salada?
¡Oh, quién hallara una fragua
de vino, aunque algo encendido!
Si del agua que he bebido
hoy escapo, no más agua.
Desde hoy abrenuncio de ella,
que la devoción me quita
tanto, que aun agua bendita
no pienso ver, por no vella.
¡Ah señor! Helado y frío
está. ¿Si estará ya muerto?
Del mar fue este desconcierto,
y mío este desvarío.
¡Mal haya aquél que primero
pinos en el mar sembró
y el que sus rumbos midió
con quebradizo madero!
¡Maldito sea el vil sastre
que cosió el mar que dibuja
con astronómica aguja,
causando tanto desastre!
¡Maldito sea Jasón,
y Tifis maldito sea!
Muerto está. No hay quien lo crea.
¡Mísero Catalinón!
¿Qué he de hacer?
TISBEA
Hombre, ¿qué tienes?
CATALINÓN En desventura iguales,
pescadora, muchos males,
y falta de muchos bienes.
Veo, por librarme a mí,
sin vida a mi señor. Mira
si es verdad.
TISBEA
No, que aun respira.
CATALINÓN ¿Por dónde, por aquí?
TISBEA
Sí,
pues, ¿por dónde...?
CATALINÓN Bien podía
respirar por otra parte.
TISBEA
Necio estás.
CATALINÓN Quiero besarte
las manos de nieve fría.
TISBEA
Ve a llamar los pescadores
que en aquella choza están.
239
CATALINÓN ¿Y si los llamo, ¿vendrán?
TISBEA
Vendrán presto, no lo ignores.
¿Quién es este caballero?
CATALINÓN Es hijo aqueste señor
del camarero mayor
del rey, por quien ser espero
antes de seis días Conde
en Sevilla, a donde va,
y adonde su alteza está,
si a mi amistad corresponde.
TISBEA
¿Cómo se llama?
CATALINÓN Don Juan
Tenorio.
TISBEA
Llama mi gente.
CATALINÓN Ya voy.
Vase CATALINÓN. Coge en el regazo TISBEA a don JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
Mancebo excelente,
gallardo, noble y galán.
Volved en vos, caballero.
¿Dónde estoy?
Ya podéis ver,
en brazos de una mujer.
Vivo en vos, si en el mar muero.
Ya perdí todo el recelo
que me pudiera anegar,
pues del infierno del mar
salgo a vuestro claro cielo.
Un espantoso huracán
dio con mi nave al través,
para arrojarme a esos pies,
que abrigo y puerto me dan,
y en vuestro divino oriente
renazco, y no hay que espantar,
pues veis que hay de amar a mar
una letra solamente.
Muy grande aliento tenéis
para venir sin aliento,
y tras de tanto tormento,
mucho contento ofrecéis;
pero si es tormento el mar,
y son sus ondas crüeles,
la fuerza de los cordeles,
pienso que os hacen hablar.
Sin duda que habéis bebido
del mar la ración pasada,
pues por ser de agua salada
con tan grande sal ha sido.
Mucho habláis cuando no habláis,
y cuando muerto venís,
mucho al parecer sentís,
plega a Dios que no mintáis.
Parecéis caballo griego,
240
JUAN
TISBEA
que el mar a mis pies desagua,
pues venís formado de agua,
y estáis preñado de fuego.
Y si mojado abrasáis,
estando enjuto, ¿qué haréis?
Mucho fuego prometéis,
plega a Dios que no mintáis.
A Dios, zagala, pluguiera
que en el agua me anegara,
para que cuerdo acabara,
y loco en vos no muriera;
que el mar pudiera anegarme
entre sus olas de plata,
que sus límites desata,
mas no pudiera abrasarme.
Gran parte del sol mostráis,
pues que el sol os da licencia,
pues sólo con la apariencia,
siendo de nieve abrasáis.
Por más helado que estáis,
tanto fuego en vos tenéis,
que en este mío os ardéis,
plega a Dios que no mintáis.
Salen CATALINÓN, CORIDÓN y ANFRISO, pescadores
CATALINÓN Ya vienen todos aquí.
TISBEA
Y ya está tu fuego vivo.
JUAN
Con tu presencia recibo
el aliento que perdí.
CORIDÓN ¿Qué nos mandas?
TISBEA
Coridón,
Anfriso, amigos...
CORIDÓN Todos
buscamos por varios modos
esta dichosa ocasión.
Di qué nos mandas, Tisbea,
que por labios de clavel
no lo habrás mandado a aquél
que idolatrarte desea,
apenas, cuando al momento,
sin reservar llanto, o sierra,
surque el mar, are la tierra,
tale el fuego y pare el viento.
TISBEA
¡Oh, qué mal me parecía
estas lisonjas ayer,
y hoy echo en ellas de ver
que sus labios no mentían!
Estando, amigos, pescando
sobre este peñasco, vi
hundirse una nave allí,
y entre las olas nadando
dos hombres, y compasiva
di voces que nadie oyó;
241
y en tanta aflicción llegó
libre de la furia esquiva
del mar, sin vida a la arena,
de éste en los hombros cargado,
un hidalgo, ya anegado;
y envuelta en tan triste pena,
a llamaros envïé.
ANFRISO Pues aquí todos estamos,
manda que en tu gusto hagamos,
lo que pensado no fue.
TISBEA
Que a mi choza los llevemos
quiero, donde agradecidos
reparemos sus vestidos
y a ellos los regalemos,
que mi padre gusta mucho
de esta debida piedad.
CATALINÓN Extremada es su beldad.
JUAN
Escucha aparte.
CATALINÓN Ya escucho.
JUAN
Si te pregunta quién soy,
di que no sabes.
CATALINÓN ¿A mí
quieres advertirme aquí
lo que he de hacer?
JUAN
Muerto voy
por la hermosa pescadora.
Esta noche he de gozalla.
CATALINÓN ¿De qué suerte?
JUAN
Ven y calla.
CORIDÓN Anfriso, dentro de un hora
los pescadores prevén
que canten y bailen.
ANFRISO Vamos,
y esta noche nos hagamos
rajas, y paños también.
JUAN
Muerto soy.
TISBEA
¿Cómo, si andáis?
JUAN
Ando en pena, como veis.
TISBEA
Mucho habláis.
JUAN
Mucho encendéis.
TISBEA
Plega a Dios que no mintáis.
Vanse todos
Salen don GONZALO de Ulloa y el REY don Alfonso de Castilla
REY
¿Cómo os ha sucedido en la embajada,
comendador mayor?
GONZALO Hallé en Lisboa
al rey don Juan tu primo, previniendo
treinta naves de armada.
REY
¿Y para dónde?
GONZALO Para Goa me dijo, mas yo entiendo
que a otra empresa más fácil apercibe;
a Ceuta, o Tánger pienso que pretende
242
REY
GONZALO
REY
GONZALO
REY
GONZALO
REY
GONZALO
cercar este verano.
Dios le ayude,
y premie el cielo de aumentar su gloria.
¿Qué es lo que concertasteis?
Señor, pide
a Cerpa, y Mora, y Olivencia, y Toro,
y por eso te vuelve a Villaverde,
al Almendral, a Mértola, y Herrera
entre Castilla y Portugal.
Al punto
se firman los conciertos, don Gonzalo;
mas decidme primero cómo ha ido
en el camino, que vendréis cansado,
y alcanzado también.
Para serviros,
nunca, señor, me canso.
¿Es buena tierra
Lisboa?
La mayor ciudad de España.
Y si mandas que diga lo que he visto
de lo exterior y célebre, en un punto
en tu presencia te podré un retrato.
Gustaré de oíllo. Dadme silla.
Es Lisboa una octava maravilla.
De las entrañas de España,
que son las tierras de Cuenca,
nace el caudaloso Tajo,
que media España atraviesa.
Entra en el mar Oceano,
en las sagradas riberas
de esta ciudad por la parte
del sur; mas antes que pierda
su curso y su claro nombre
hace un cuarto entre dos sierras
donde están de todo el orbe
barcas, naves, caravelas.
Hay galeras y saetías,
tantas que desde la tierra
para una gran ciudad
adonde Neptuno reina.
A la parte del poniente,
guardan del puerto dos fuerzas,
de Cascaes y Sangián,
las más fuertes de la tierra.
Está de esta gran ciudad,
poco más de media legua,
Belén, convento del santo
conocido por la piedra
y por el león de guarda,
donde los reyes y reinas,
católicos y cristianos,
tienen sus casas perpetuas.
Luego esta máquina insigne,
desde Alcántara comienza
243
una gran legua a tenderse
al convento de Jabregas.
En medio está el valle hermoso
coronado de tres cuestas,
que quedara corto Apeles
cuando pintarlas quisiera,
porque miradas de lejos
parecen piñas de perlas,
que están pendientes del cielo,
en cuya grandeza inmensa
se ven diez Romas cifradas
en conventos y en iglesias,
en edificios y calles,
en solares y encomiendas,
en las letras y en las armas,
en la justicia tan recta,
y en una Misericordia,
que está honrando su ribera,
y pudiera honrar a España,
y aun enseñar a tenerla.
Y en lo que yo más alabo
de esta máquina soberbia,
es que del mismo castillo,
en distancia de seis leguas,
se ven sesenta lugares
que llega el mar a sus puertas,
uno de los cuales es
el Convento de Odivelas,
en el cual vi por mis ojos
seiscientas y treinta celdas,
y entre monjas y beatas,
pasan de mil y doscientas.
Tiene desde allí a Lisboa,
en distancia muy pequeña,
mil y ciento y treinta quintas,
que en nuestra provincia Bética
llaman cortijos, y todas
con sus huertos y alamedas.
En medio de la ciudad
hay una plaza soberbia,
que se llama del Ruzío,
grande, hermosa, y bien dispuesta,
que habrá cien años y aun más
que el mar bañaba su arena,
y agora de ella a la mar,
hay treinta mil casas hechas,
que perdiendo el mar su curso,
se tendió a partes diversas.
Tiene una calle que llaman
Rúa Nova, o calle nueva,
donde se cifra el oriente
en grandezas y riquezas,
tanto que el rey me contó
que hay un mercader en ella,
244
REY
que por no poder contarlo,
mide el dinero a fanegas.
El terrero, donde tiene
Portugal su casa regia
tiene infinitos navíos,
varados siempre en la tierra,
de sólo cebada y trigo,
de Francia y Ingalaterra.
Pues, el palacio real,
que el Tajo sus manos besa,
es edificio de Ulises,
que basta para grandeza,
de quien toma la ciudad
nombre en la latina lengua,
llamándose Ulisibona,
cuyas armas son la esfera,
por pedestal de las llagas,
que, en la batalla sangrienta,
al rey don Alfonso Enríquez
dio la majestad inmensa.
Tiene en su gran Tarazana
diversas naves, y entre ellas
las naves de la conquista,
tan grandes, que de la tierra
miradas, juzgan los hombres
que tocan en las estrellas.
Y lo que de esta ciudad
te cuento por excelencia,
es, que estando sus vecinos
comiendo, desde las mesas,
ven los copos del pescado
que junto a sus puertas pescan
que, bullendo entre las redes,
vienen a entrarse por ellas.
Y sobre todo el llegar
cada tarde a su ribera
más de mil barcos cargados
de mercancías diversas,
y de sustento ordinario,
pan, aceite, vino y leña,
frutas de infinita suerte,
nieve de sierra de Estrella,
que por las calles a gritos,
puesta sobre las cabezas,
la venden; mas, ¿qué me canso?,
porque es contar las estrellas,
querer contar una parte
de la ciudad opulenta.
Ciento y treinta mil vecinos
tiene, gran señor, por cuenta,
y por no cansarte más,
un rey que tus manos besa.
Más estimo, don Gonzalo,
escuchar de vuestra lengua
245
esa relación sucinta,
que haber visto su grandeza.
¿Tenéis hijos?
GONZALO Gran señor,
una hija hermosa y bella,
en cuyo rostro divino
se esmeró naturaleza.
REY
Pues yo os la quiero casar
de mi mano.
GONZALO Como sea
tu gusto, digo, señor,
que yo la acepto por ella;
pero ¿quién es el esposo?
REY
Aunque no está en esta tierra,
es de Sevilla, y se llama
don Juan Tenorio.
GONZALO Las nuevas
voy a llevar a doña Ana.
[¡Qué ilustre esposo le espera!]
REY
Id en buena hora, y volved,
Gonzalo, con la respuesta.
Vanse todos. Salen don JUAN Tenorio y CATALINÓN
JUAN
Esas dos yeguas prevén,
pues acomodadas son.
CATALINÓN Aunque soy Catalinón,
soy, señor, hombre de bien,
que no se dijo por mí,
"Catalinón es el hombre,"
que sabes que aquese nombre
me asienta al revés aquí.
JUAN
Mientras que los pescadores
van de regocijo y fiesta,
tú las dos yeguas apresta,
que de sus pies voladores,
sólo nuestro engaño fío.
CATALINÓN ¿Al fin pretendes gozar
a Tisbea?
JUAN
Si el burlar
es hábito antiguo mío,
¿qué me preguntas, sabiendo
mi condición?
CATALINÓN Ya sé que eres
castigo de las mujeres.
JUAN
Por Tisbea estoy muriendo,
que es buena moza.
CATALINÓN Buen pago
a su hospedaje deseas.
JUAN
Necio, lo mismo hizo Eneas
con la reina de Cartago.
CATALINÓN Los que fingís y engañáis
las mujeres de esa suerte,
lo pagaréis en la muerte.
246
JUAN
¡Qué largo me lo fiáis!
Catalinón con razón
te llaman.
CATALINÓN Tus pareceres
sigue, que en burlar mujeres
quiero ser Catalinón.
Ya viene la desdichada.
JUAN
Vete, y las yeguas prevén.
CATALINÓN Pobre mujer, harto bien
te pagamos la posada.
Vase CATALINÓN y sale TISBEA
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
El rato que sin ti estoy
estoy ajena de mí.
Por lo que finges ansí,
ningún crédito te doy.
¿Por qué?
Porque si me amaras
mi alma favorecieras.
Tuya soy.
Pues, di, ¿qué esperas?
¿O en qué, señora, reparas?
Reparo en que fue castigo
de amor el que he hallado en ti.
Si vivo, mi bien, en ti,
a cualquier cosa me obligo,
aunque yo sepa perder
en tu servicio la vida,
la diera por bien perdida,
y te prometo de ser
tu esposo.
Soy desigual
a tu ser.
Amor es rey
que iguala con justa ley
la seda con el sayal.
Casi te quiero creer,
mas sois los hombres traidores.
¿Posible es, mi bien, que ignores
mi amoroso proceder?
Hoy prendes con tus cabellos
mi alma.
Ya a ti me allano,
bajo la palabra y mano
de esposo.
Juro, ojos bellos,
que mirando me matáis,
de ser vuestro esposo.
Advierte,
mi bien, que hay Dios y que hay muerte.
¡Qué largo me lo fiáis!
Ojos bellos, mientras viva
yo vuestro esclavo seré,
247
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
TISBEA
JUAN
ésta es mi mano y mi fe.
No seré en pagarte esquiva.
Ya en mí mismo no sosiego.
Ven, y será la cabaña
del amor que me acompaña,
tálamo de nuestro fuego.
Entre estas cañas te esconde,
hasta que tenga lugar.
¿Por dónde tengo de entrar?
Ven, y te diré por dónde.
Gloria al alma, mi bien, dais.
Esa voluntad te obligue,
y si no, Dios te castigue.
¡Qué largo me lo fiáis!
Vanse y salen CORIDÓN, ANFRISO, BELISA y MÚSICOS
CORIDÓN Ea, llamad a Tisbea,
y las zagalas llamad,
para que en la soledad
el huésped la corte vea.
ANFRISO ¡Tisbea, Lucindo, Antandra!
No vi cosa más crüel,
triste y mísero de aquél
que en su fuego es salamandra.
Antes que el baile empecemos,
a Tisbea prevengamos.
BELISA: Vamos a llamarla.
CORIDÓN Vamos.
BELISA: A su cabaña lleguemos.
CORIDÓN ¿No ves que estará ocupada
con los huéspedes dichosos,
de quien hay mil envidiosos?
ANFRISO Siempre es Tisbea envidiada.
BELISA: Cantad algo mientras viene,
porque queremos bailar.
ANFRISO ¿Cómo podrá descansar
cuidado que celos tiene?
Cantan
MÚSICOS "A pescar sale la niña,
tendiendo redes,
y en lugar de pececillos,
las almas prende."
Sale TISBEA
TISBEA
¡Fuego, fuego, que me quemo,
que mi cabaña se abrasa!
Repicad a fuego, amigos,
que ya dan mis ojos agua.
Mi pobre edificio queda
hecho otra Troya en las llamas,
248
que después que faltan Troyas,
quiere amor quemar cabañas;
mas si amor abrasa peñas,
con gran ira, fuerza extraña,
mal podrán de su rigor
reservarse humildes pajas.
¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua!
Amor, clemencia, que se abrasa el alma.
Ay choza, vil instrumento
de mi deshonra, y mi infamia,
cueva de ladrones fiera,
que mis agravios amparas.
Rayos de ardientes estrellas
en tus cabelleras caigan,
porque abrasadas estén,
si del viento mal peinadas.
¡Ah falso huésped, que dejas
una mujer deshonrada!
Nube que del mar salió,
para anegar mis entrañas.
¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua!
Amor, clemencia, que se abrasa el alma.
Yo soy la que hacía siempre
de los hombres burla tanta.
¡Que siempre las que hacen burla,
vienen a quedar burladas!
Engañóme el caballero
debajo de fe y palabra
de marido, y profanó
mi honestidad y mi cama.
Gozóme al fin, y yo propia
le di a su rigor las alas,
en dos yeguas que crïé,
con que me burló y se escapa.
Seguidle todos, seguidle,
mas no importa que se vaya,
que en la presencia del rey
tengo de pedir venganza.
¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua!
Amor, clemencia, que se abrasa el alma.
Vase TISBEA
CORIDÓN Seguid al vil caballero.
ANFRISO Triste del que pena y calla,
mas vive el cielo que en él
me he de vengar de esta ingrata.
Vamos tras ella nosotros,
porque va desesperada,
y podrá ser que ella vaya
buscando mayor desgracia.
CORIDÓN Tal fin la soberbia tiene,
su locura y confïanza
paró en esto.
249
Dentro se oye gritando TISBEA "¡Fuego, fuego!"
ANFRISO Al mar se arroja.
CORIDÓN Tisbea, detente y para.
TISBEA
¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua!
Amor, clemencia, que se abrasa el alma.
FIN DEL ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
Salen el REY y don Diego TENORIO, el viejo
REY
¿Que esto pasa?
TENORIO Señor, esto me escribe
de Nápoles don Pedro, que le hallaron
con dama en el palacio; y apercibe
remedio en este caso.
REY
¿Y le dejaron
con vida?
TENORIO Por don Pedro, señor, vive,
que, sin que se supiese, le ausentaron;
y la dama, inocente de este agravio
agresor hizo de esto al duque Octavio,
y ya en Sevilla está.
REY
Sí; mas ¿qué haremos
con Gonzalo de Ulloa, que le había
tratado el casamiento?
TENORIO Bien podremos
poner remedio, pues el tiempo envía
ocasión, y en la mano la tenemos;
que el duque Octavio remediar podría
el yerro de don Juan, pues que su casa
a la de don Gonzalo llega, y pasa.
REY
No me parece mal, como no inquiete
al duque la pasión que de Isabela,
con el amor que tuvo, nos promete,
en cuya confusión hoy se desvela.
Pues la ocasión tenemos del copete,
asirla, que es ligera y siempre vuela;
y viene a ser aquéste el mejor medio
que a dos casos como éstos da remedio.
Y ¿adónde esté ese loco?
TENORIO Jamás niego
a vuestra alteza cosa que pretenda
saber; y cuando aquí pende el sosiego
de don Juan, y con esto el yerro enmienda,
por quien se acabe el encendido fuego
250
que él comenzó, es ya justo que lo entienda,
señor. Tu alteza, ya en Sevilla asiste,
y así encubierto está mientras se viste.
REY
Pues decidle que de ella salga al punto,
que pienso que es travieso, y la pasea,
porque el remedio de esto venga junto.
TENORIO A Lebrija se irá.
REY
Mi enojo vea
en el destierro.
TENORIO Quedará difunto
cuando lo sepa.
REY
Lo que digo sea
sin falta.
TENORIO El duque Octavio es el que viene.
REY
Decid que llegue, que licencia tiene.
Sale el duque OCTAVIO, de camino
OCTAVIO A esos pies, gran señor, un peregrino
mísero y desterrado, ofrece el labio,
juzgando por más fácil el camino
en vuestra gran presencia, el duque Octavio.
Huyendo vengo el fiero desatino
de una mujer, el no pensado agravio
de un caballero, que la causa ha sido
de que así a vuestros pies haya venido.
REY
Ya, duque Octavio, sé vuestra inocencia,
y al rey escribiré que os restituya
en vuestro estado, puesto que el ausencia
que hicisteis, algún daño os atribuya.
Yo os casaré en Sevilla, con licencia
del rey, y con perdón y gracia suya
que puesto que Isabela un ángel sea,
mirando la que os doy, ha de ser fea.
Comendador mayor de Calatrava
es Gonzalo de Ulloa, un caballero
a quien el moro por temor alaba,
que siempre es el cobarde lisonjero.
Éste tiene una hija, en quien bastaba
en dote la virtud, que considero,
después de la beldad, que es maravilla
y el sol de las estrellas de Sevilla.
Ésta quiero que sea vuestra esposa.
OCTAVIO Cuando yo este viaje le emprendiera
sólo a eso, mi suerte era dichosa,
sabiendo yo que vuestro gusto fuera.
REY
Hospedaréis al duque, sin que cosa
en su regalo falte.
OCTAVIO Quien espera
en vos, señor, saldrá de premios lleno.
Primero Alfonso sois, siendo el onceno.
Vanse el REY y don Diego TENORIO, y sale RIPIO
251
RIPIO
¿Qué ha sucedido?
OCTAVIO Que he dado
el trabajo recibido,
conforme me ha sucedido,
desde hoy por bien empleado.
Hablé al rey, vióme y honróme,
César con él César fui,
pues vi, peleé y vencí,
y ya hace que esposa tome
de su mano, y se prefiere
a desenojar al rey
en la fulminada ley.
RIPIO
Con razón el nombre adquiere
de generoso en Castilla.
¿Al fin te llegó a ofrecer
mujer?
OCTAVIO Sí, amigo, y mujer
de Sevilla, que Sevilla
da, si averiguarlo quieres,
porque de oíllo te asombres,
si fuertes y airosos hombres,
también gallardas mujeres.
Un manto tapado, un brío,
donde un puro sol se esconde,
si no es en Sevilla, ¿adónde
se admite? El contento mío
es tal que ya me consuela
en mi mal.
Salen CATALINÓN y don JUAN
CATALINÓN Señor, detente,
que aquí está el duque, inocente
sagitario de Isabela,
aunque mejor le diré
capricornio.
JUAN
Disimula.
CATALINÓN Cuando le vende, le adula.
JUAN
Como a Nápoles dejé
por envïarme a llamar
con tanta prisa mi rey,
y como su gusto es ley,
no tuve, Octavio, lugar
de despedirme de vos
de ningún modo.
OCTAVIO Por eso,
don Juan amigo, os confieso,
que hoy nos juntamos los dos
en Sevilla.
JUAN
¿Quién pensara,
duque, que en Sevilla os viera;
¿vos Puzol, vos la Ribera,
desde Parténope clara
dejáis? Aunque es un lugar
252
Nápoles tan excelente,
por Sevilla solamente
se puede, amigo, dejar.
OCTAVIO Si en Nápoles os oyera,
y no en la parte en que estoy,
del crédito que ahora os doy
sospecho que me riera.
Mas, llegándola a habitar,
es, por lo mucho que alcanza
corta, cualquier alabanza
que a Sevilla queráis dar,
¿quién es el que viene allí?
JUAN
El que viene es el marqués
de la Mota.
OCTAVIO Descortés
es fuerza ser.
JUAN
Si de mí
algo hubiereis menester,
aquí espada y brazo está.
CATALINÓN (Y si importa gozará
en su nombre otra mujer,
que tiene buena opinión).
OCTAVIO De vos estoy satisfecho.
CATALINÓN Si fuere de algún provecho,
señores, Catalinón,
vuarcedes continuamente
me hallarán para servillos.
RIPIO
¿Y dónde?
CATALINÓN En los Pajarillos,
tabernáculo excelente.
Aparte
Vanse OCTAVIO y RIPIO y salen el marqués de la MOTA y su
CRIADO
MOTA
Todo hoy os ando buscando,
y no os he podido hallar.
¿Vos, don Juan, en el lugar,
y vuestro amigo penando
en vuestra ausencia?
JUAN
Por Dios,
amigo, que me debéis
esa merced que me hacéis.
CATALINÓN (Como no le entreguéis vos
moza o cosa que lo valga,
bien podéis fïaros de él,
que en cuanto a esto es crüel,
tiene condición hidalga).
JUAN
¿Qué hay de Sevilla?
MOTA
Está ya
toda esta corte mudada.
JUAN
¿Mujeres?
MOTA
Cosa juzgada.
JUAN
¿Inés?
MOTA
A Bejel se va.
Aparte
253
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
MOTA
JUAN
Buen lugar para vivir
la que tan dama nació.
El tiempo la desterró
a Bejel.
Irá a morir.
¿Constanza?
Es lástima vella
lampiña de frente y ceja,
llámala el portugués vieja,
y ella imagina que bella.
Sí, que velha en portugués
suena "vieja" en castellano.
¿Y Teodora?
Este verano
se escapó del mal francés
por un río de sudores,
y está tan tierna y reciente
que anteayer me arrojó un diente
envuelto entre muchas flores.
¿Julia, la del Candilejo?
Ya con sus afeites lucha.
¿Véndese siempre por trucha?
Ya se da por abadejo.
¿El barrio de Cantarranas
tiene buena población?
Ranas las más de ellas son.
¿Y viven las dos hermanas?
Y la mona de Tolú
de su madre Celestina,
que les enseña doctrina.
¡Oh, vieja de Belcebú!
¿Cómo la mayor está?
Blanca, y sin blanca ninguna.
Tiene un santo a quien ayuna.
¿Agora en vigilias da?
Es firme y santa mujer.
¿Y esotra?
Mejor principio
tiene; no desecha ripio.
Buen albañir quiere ser.
Marqués, ¿qué hay de perros muertos?
Yo y don Pedro de Esquivel
dimos anoche uno crüel,
y esta noche tengo ciertos
otros dos.
Iré con vos,
que también recorreré
ciertos nidos que dejé
en huevos para los dos.
¿Qué hay de terrero?
No muero
en terrero, que enterrado
me tiene mayor cuidado.
¿Cómo?
254
MOTA
JUAN
MOTA
Un imposible quiero.
Pues, ¿no os corresponde?
Sí,
me favorece y me estima.
JUAN
¿Quién es?
MOTA
Doña Ana, mi prima,
que es recién llegada aquí.
JUAN
Pues, ¿dónde ha estado?
MOTA
En Lisboa,
con su padre en la embajada.
JUAN
¿Es hermosa?
MOTA
Es extremada,
porque en doña Ana de Ulloa
se extremó Naturaleza.
JUAN
¿Tan bella es esa mujer?
¡Vive Dios que la he de ver!
MOTA
Veréis la mayor belleza
que los ojos del sol ven.
JUAN
Casaos, si es tan extremada.
MOTA
El rey la tiene casada
y no se sabe con quién.
JUAN
¿No os favorece?
MOTA
Y me escribe.
CATALINÓN (No prosigas, que te engaña
el gran burlador de España).
JUAN
Quien tan satisfecho vive
de su amor, ¿desdichas teme?
Sacadla, solicitadla,
escribidla, y engañadla,
y el mundo se abrase y queme.
MOTA
Agora estoy esperando
la postrer resolución.
JUAN
Pues no perdáis la ocasión,
que aquí os estoy aguardando.
MOTA
Ya vuelvo.
CATALINÓN Señor cuadrado,
o señor redondo, adiós.
CRIADO Adiós.
Aparte
Vanse el marqués de la MOTA y su CRIADO
JUAN
Pues solos los dos,
amigo, habemos quedado,
los pasos sigue al marqués,
que en el palacio se entró.
Vase CATALINÓN, habla por una reja una MUJER
MUJER
JUAN
MUJER
Ce, ¿a quién digo?
¿Quién llamó?
Si sois prudente y cortés,
y su amigo, dadle luego
al marqués este papel;
mirad que consiste en él
255
JUAN
MUJER
de una señora el sosiego.
Digo que se lo daré,
soy su amigo y caballero.
Basta, señor forastero,
adiós.
Vase la MUJER
JUAN
Ya la voz se fue.
¿No parece encantamiento
esto que agora ha pasado?
A mí el papel ha llegado
por la estafeta del viento.
Sin duda que es de la dama
que el marqués me ha encarecido.
Venturoso en esto he sido.
Sevilla a voces me llama
el burlador, y el mayor
gusto que en mí puede haber
es burlar una mujer
y dejarla sin honor.
Vive Dios que le he de abrir,
pues salí de la plazuela.
Mas ¿si hubiese otra cautela?
Gana me da de reír.
Ya está abierto el papel,
y que es suyo es cosa llana,
porque aquí firma doña Ana.
Dice así: "Mi padre infiel
en secreto me ha casado,
sin poderme resistir.
No sé si podré vivir,
porque la muerte me ha dado.
Si estimas, como es razón,
mi amor y mi voluntad,
y si tu amor fue verdad,
muéstralo en esta ocasión.
Porque veas que te estimo,
ven esta noche a la puerta,
que estará a las once abierta,
donde tu esperanza, primo,
goces, y el fin de tu amor.
Traerás, mi gloria, por señas
de Leonorilla y las dueñas
una capa de color.
Mi amor todo de ti fío,
y adiós." ¡Desdichado amante!
¿Hay suceso semejante?
Ya de la burla me río.
Gozaréla, vive Dios,
con el engaño y cautela
que en Nápoles a Isabela.
Sale CATALINÓN
256
CATALINÓN Ya el marqués viene.
JUAN
Los dos
aquesta noche tenemos
que hacer.
CATALINÓN ¿Hay engaño nuevo?
JUAN
¡Extremado!
CATALINÓN No lo apruebo.
Tú pretendes que escapemos
una vez, señor, burlados;
que el que vive de burlar,
burlado habrá de escapar
pagando tantos pecados
de una vez.
JUAN
¿Predicador
te vuelves, impertinente?
CATALINÓN La razón hace al valiente.
JUAN
Y al cobarde hace el temor.
El que se pone a servir,
voluntad no ha de tener,
y todo ha de ser hacer,
y nada ha de ser decir.
Sirviendo, jugando estás,
y si quieres ganar luego,
haz siempre, porque en el juego
quien más hace, gana más.
CATALINÓN Y también quien hace y dice
topa y pierde en cualquier parte.
JUAN
Esta vez quiero avisarte
porque otra vez no te avise.
CATALINÓN Digo que de aquí adelante
lo que me mandes haré,
y a tu lado forzaré
un tigre y un elefante;
guárdese de mí un prior
que si me mandas que calle,
y le fuerce, he de forzalle
sin réplica, mi señor.
Sale el marqués de la MOTA
JUAN
Calla, que viene el marqués.
CATALINÓN ¿Pues, ha de ser el forzado?
JUAN
Para vos, marqués me han dado
un recado harto cortés,
por esa reja, sin ver
el que me lo daba allí.
Sólo en la voz conocí
que me lo daba mujer.
Dícete al fin, que a las doce
vayas secreto a la puerta,
que estará a las once abierta,
donde tu esperanza goce
la posesión de tu amor,
257
y que llevases por señas
de Leonorilla y las dueñas,
una capa de color.
MOTA
¿Qué decís?
JUAN
Que este recado
de una ventana me dieron,
sin ver quién.
MOTA
Con él pusieron
sosiego en tanto cuidado.
¡Ay, amigo, sólo en ti
mi esperanza renaciera!
Dame esos pies.
JUAN
Considera
que no está tu prima en mí.
¿Eres tú quien ha de ser
quien la tiene de gozar,
y me llegas a abrazar
los pies?
MOTA
Es tal el placer
que me ha sacado de mí.
¡Oh sol, apresura el paso!
JUAN
Ya el sol camina al ocaso.
MOTA
Vamos, amigo, de aquí,
y de noche nos pondremos;
loco voy.
JUAN
Bien se conoce,
mas yo bien sé que a las doce
harás mayores extremos.
MOTA
¡Ay, prima del alma, prima,
que quieres premiar mi fe!
CATALINÓN (¡Vive Cristo que no dé
una blanca por su prima!)
Aparte
Vase el marqués de la MOTA, y sale don DIEGO
DIEGO
¡Don Juan!
CATALINÓN Tu padre te llama.
JUAN
¿Qué manda vueseñoría?
DIEGO
Verte más cuerdo quería,
más bueno, y con mejor fama.
¿Es posible que procuras
todas las horas mi muerte?
JUAN
¿Por qué vienes de esa suerte?
DIEGO
Por tu trato, y tus locuras.
Al fin el rey me ha mandado
que te eche de la ciudad,
porque está de una maldad
con justa causa indignado.
Que aunque me lo has encubierto,
ya en Sevilla el rey lo sabe,
cuyo delito es tan grave,
que a decírtelo no acierto.
¿En el palacio real
traición, y con un amigo?
258
Traidor, Dios te dé el castigo
que pide delito igual.
Mira que aunque al parecer
Dios te consiente, y aguarda,
tu castigo no se tarda,
y que castigo ha de haber
para los que profanáis
su nombre, y que es juez fuerte
Dios en la muerte.
JUAN
¿En la muerte?
¿Tan largo me lo fiáis?
De aquí allá hay larga jornada.
DIEGO
Breve te ha de parecer.
JUAN
Y la que tengo de hacer,
pues a su alteza le agrada,
agora, ¿es larga también?
DIEGO
Hasta que el injusto agravio
satisfaga el duque Octavio,
y apaciguados estén
en Nápoles de Isabela
los sucesos que has causado,
en Lebrija retirado,
por tu traición y cautela,
quiere el rey que estés agora,
pena a tu maldad ligera.
CATALINÓN (Si el caso también supiera
de la pobre pescadora,
más se enojara el buen viejo).
DIEGO
Pues no te venzo y castigo
con cuanto hago y cuanto digo,
a Dios tu castigo dejo.
Aparte
Vase don DIEGO
CATALINÓN Fuése el viejo enternecido.
JUAN
Luego las lágrimas copia,
condición de viejos propia,
vamos, pues ha anochecido,
a buscar al marqués.
CATALINÓN Vamos,
y al fin gozarás su dama.
JUAN
Ha de ser burla de fama.
CATALINÓN Ruego al cielo que salgamos
de ella en paz.
JUAN
¡Catalinón,
en fin!
CATALINÓN Y tú, señor, eres
langosta de las mujeres;
¡y con público pregón!
Porque de ti se guardara,
cuando a noticia viniera
de la que doncella fuera,
fuera bien se pregonara:
"Guárdense todos de un hombre,
259
JUAN
que a las mujeres engaña,
y es el burlador de España."
Tú me has dado gentil nombre.
Sale el marqués de la MOTA, de noche, con MÚSICOS y pasea el tablado, y se entran cantando
MÚSICOS "El que un bien gozar espera
cuando espera desespera."
JUAN
¿Qué es esto?
CATALINÓN Música es.
MOTA
Parece que habla conmigo
el poeta. ¿Quién es?
JUAN
Amigo.
MOTA
¿Es don Juan?
JUAN
¿Es el marqués?
MOTA
¿Quién puede ser sino yo?
JUAN
Luego que la capa vi
que érades vos conocí.
MOTA
Cantad, pues don Juan llegó.
MÚSICOS "El que un bien gozar espera
cuando espera desespera."
JUAN
¿Qué casa es la que miráis?
MOTA
De don Gonzalo de Ulloa.
JUAN
¿Dónde iremos?
MOTA
A Lisboa.
JUAN
¿Cómo, si en Sevilla estáis?
MOTA
¿Pues aqueso os maravilla?
¿No vive con gusto igual
lo peor de Portugal
en lo mejor de Sevilla?
JUAN
¿Dónde viven?
MOTA
En la calle
de la Sierpe, donde ves
a Adán vuelto en portugués;
que en aqueste amargo valle
con bocados solicitan
mil Evas; que aunque dorados,
en efecto, son bocados
con que las vidas nos quitan.
CATALINÓN Ir de noche no quisiera
por esa calle crüel,
pues lo que de día en miel
de noche lo dan en cera.
Una noche, por mi mal,
la vi sobre mí vertida,
y hallé que era corrompida
la cera de Portugal.
JUAN
Mientras a la calle vais,
yo dar un perro quisiera.
MOTA
Pues cerca de aquí me espera
un bravo.
JUAN
Si me dejáis,
señor marqués, vos veréis
cómo de mí no se escapa.
260
MOTA
Vamos, y poneos mi capa
para que mejor lo deis.
JUAN
Bien habéis dicho; venid
y me enseñaréis la casa.
MOTA
Mientras el suceso pasa,
la voz y el habla fingid.
¿Veis aquella celosía?
JUAN
Ya la veo.
MOTA
Pues llegad,
y decid "Beatriz," y entrad.
JUAN
¿Qué mujer?
MOTA
Rosada, y fría.
CATALINÓN Será mujer cantimplora.
MOTA
En Gradas os aguardamos.
JUAN
Adiós, marqués.
CATALINÓN ¿Dónde vamos?
JUAN
Adonde la burla agora;
ejecute.
CATALINÓN No se escapa
nadie de ti.
JUAN
El trueco adoro.
CATALINÓN Echaste la capa al toro.
JUAN
No, el toro me echó la capa.
Vanse don JUAN y CATALINÓN
MOTA
La mujer ha de pensar
que soy yo.
MÚSICO ¡Qué gentil perro!
MOTA
Esto es acertar por yerro.
MÚSICO Todo este mundo es errar,
que está compuesto de errores.
MOTA
El alma en las horas tengo,
y en sus cuartos me prevengo
para mayores favores.
¡Ay, noche espantosa y fría,
para que largos los goce,
corre veloz a las doce,
y después no venga el día!
MÚSICO ¿Adónde guía la danza?
MOTA
Cal de la Sierpe guïad.
MÚSICO ¿Qué cantaremos?
MOTA
Cantad
lisonjas a mi esperanza.
MÚSICOS "El que un bien gozar espera,
cuando espera desespera."
Vanse, y dice doña ANA dentro
ANA
JUAN
ANA
¡Falso, no eres el marqués!
¡Que me has engañado!
Digo
que lo soy.
Fiero enemigo,
261
mientes, mientes.
Sale el comendador don GONZALO, medio desnudo, con espada y rodela
GONZALO La voz es
de doña Ana la que siento.
ANA
¿No hay quien mate este traidor
homicida de mi honor?
GONZALO ¿Hay tan grande atrevimiento?
"Muerto honor" dijo, ¡ay de mí!;
y es su lengua tan liviana,
que aquí sirve de campana.
ANA
¡Matadle!
Salen don JUAN y CATALINÓN, con las espadas desnudas
JUAN
¿Quién está aquí?
GONZALO La barbacana caída
de la torre de ese honor
que has combatido, traidor,
donde era alcaide la vida.
JUAN
Déjame pasar.
GONZALO ¿Pasar?
Por la punta de esta espada.
JUAN
Morirás.
GONZALO No importa nada.
JUAN
Mira que te he de matar.
GONZALO ¡Muere, traidor!
JUAN
De esta suerte
muero yo.
CATALINÓN Si escapo de ésta,
no más burlas, no más fiesta.
GONZALO ¡Ay, que me has dado la muerte!
Mas, si el honor me quitaste,
¿de qué la vida servía?
JUAN
¡Huye!
GONZALO Aguarda, que es sangría,
con que el valor me aumentaste;
mas no es posible que aguarde...
Seguirále mi furor,
que es traidor, y el que es traidor
es traidor porque es cobarde.
Entran muerto a don GONZALO, y sale el marqués de la MOTA y MÚSICOS
MOTA
Presto las doce darán
y mucho don Juan se tarda,
¡fiera pensión del que aguarda!
Salen don JUAN y CATALINÓN
JUAN
MOTA
JUAN
¿Es el marqués?
¿Es don Juan?
Yo soy, tomad vuestra capa.
262
MOTA
JUAN
¿Y el perro?
Funesto ha sido;
al fin, marqués, muerto ha habido.
CATALINÓN Señor, del muerto te escapa.
MOTA
¿Burlásteisla?
JUAN
Sí, burlé.
CATALINÓN (Y aun a vos os ha burlado).
JUAN
Caro la burla ha costado.
MOTA
Yo, don Juan, lo pagaré,
porque estará la mujer
quejosa de mí.
JUAN
Las doce
darán.
MOTA
Como mi bien goce
nunca llegue a amanecer.
JUAN
Adiós, marqués.
CATALINÓN Muy buen lance
el desdichado hallará.
JUAN
Huyamos.
CATALINÓN Señor, no habrá
aguilita que me alcance.
Aparte
Vanse don JUAN y CATALINÓN
MOTA
MÚSICO
Vosotros os podéis ir
todos a casa, que yo
he de ir solo.
Dios crïó
las noches para dormir.
Vanse los MÚSICOS y dicen dentro
VOCES
MOTA
¿Vióse desdicha mayor,
y vióse mayor desgracia?
¡Válgame Dios! Voces oigo
en la plaza del alcázar.
¿Qué puede ser a estas horas?
Un hielo me baña el alma.
Desde aquí parece todo
una Troya que se abrasa,
porque tantas hachas juntas
paren gigantes de llamas.
Mas una escuadra de luces
se acerca a mí, ¿Por qué anda
el fuego emulando al sol,
dividiéndose en escuadras?
Quiero preguntar lo que es.
Sale don DIEGO Tenorio, y la guarda con hachas
DIEGO
MOTA
¿Qué gente?
Gente que aguarda
saber de aqueste alboroto
la ocasión.
263
DIEGO
MOTA
DIEGO
MOTA
DIEGO
MOTA
Ésta es la capa
que dijo el comendador
en las postreras palabras.
Préndanle.
¿Prenderme a mí?
Volved la espada a la vaina,
que la mayor valentía
es no tratar de las armas.
¿Cómo al marqués de la Mota
hablan ansí?
Dad la espada,
que el rey os manda prender.
¡Vive Dios!
Sale el REY y acompañamiento
REY
DIEGO
MOTA
REY
MOTA
DIEGO
MOTA
DIEGO
MOTA
REY
DIEGO
En toda España
no ha de caber, ni tampoco
en Italia, si va a Italia.
Señor, aquí está el marqués.
¿Vuestra alteza a mí me manda
prender?
Llevadle y ponedle
la cabeza en una escarpia.
¿En mi presencia te pones?
¡Ah, glorias de amor tiranas,
siempre en el pasar ligeras
como en el vivir pesadas!
Bien dijo un sabio, que había
entre la boca y la taza
peligro; mas el enojo
del rey me admira y espanta.
¿No sabré por qué voy preso?
¿Quién mejor sabrá la causa
que vueseñoría?
¿Yo?
Vamos.
Confusión extraña.
Fulmínesele el proceso
al marqués luego, y mañana
le cortarán la cabeza.
Y al comendador, con cuanta
solemnidad y grandeza
se da a las personas sacras
y reales, el entierro
se haga; en bronce y piedra párea,
un sepulcro con un bulto
le ofrezcan, donde en mosaicas
labores, góticas letras
den lenguas a su venganza.
Y entierro, bulto y sepulcro
quiero que a mi costa se haga;
¿dónde doña Ana se fue?
Fuése al sagrado doña Ana
264
REY
de mi señora la reina.
Ha de sentir esta falta
Castilla. Tal capitán
ha de llorar Calatrava.
Vanse todos
Sale BATRICIO desposado, con AMINTA, GASENO, viejo, BELISA y pastores MÚSICOS
MÚSICOS "Lindo sale el sol de Abril,
por trébol y torongil;
y aunque le sirva de estrella,
Aminta sale más bella."
BATRICIO Sobre esta alfombra florida,
adonde en campos de escarcha
el sol sin aliento marcha
con su luz recién nacida,
os sentad, pues no convida
al tálamo el sitio hermoso.
AMINTA Cantadle a mi dulce esposo
favores de mil en mil.
MÚSICOS "Lindo sale el sol de Abril,
por trébol y torongil;
y aunque le sirva de estrella,
Aminta sale más bella."
GASENO Ya, Batricio, os he entregado
el alma y ser en mi Aminta.
BATRICIO Por eso se baña y pinta
de más colores el prado.
Con deseos la he ganado,
con obras le he merecido.
MÚSICOS Tal mujer y tal marido
viva juntos años mil.
"Lindo sale el sol de Abril,
por trébol y torongil;
y aunque le sirva de estrella,
Aminta sale más bella."
BATRICIO No sale así el sol de oriente
como el sol que al alba sale,
que no hay sol que al sol se iguale
de sus niñas y su fuente,
a este sol claro y luciente
que eclipsa al sol su arrebol;
y ansí cantadle a mi sol
motetes de mil en mil.
MÚSICOS "Lindo sale el sol de Abril,
por trébol y torongil;
y aunque le sirva de estrella,
Aminta sale más bella."
AMINTA Batricio, aunque lo agradezco,
falso y lisonjero estás;
mas si tus rayos me das
por ti ser luna merezco.
Tú eres el sol por quien crezco,
265
después de salir menguante,
para que al Alba te cante
la salva en tono sutil.
MÚSICOS "Lindo sale el sol de Abril,
por trébol y torongil;
y aunque le sirva de estrella,
Aminta sale más bella."
Sale CATALINÓN, de camino
CATALINÓN Señores, el desposorio
huéspedes ha de tener.
GASENO A todo el mundo ha de ser
este contento notorio.
¿Quién viene?
CATALINÓN Don Juan Tenorio.
GASENO ¿El viejo?
CATALINÓN No ése, don Juan.
BELISA: Será su hijo el galán.
BATRICIO Téngolo por mal agüero;
que galán y caballero
quitan gusto, y celos dan.
Pues, ¿quién noticia les dio
de mis bodas?
CATALINÓN De camino
pasa a Lebrija.
BATRICIO Imagino
que el demonio le envió;
mas ¿de qué me aflijo yo?
Vengan a mis dulces bodas
del mundo las gentes todas;
mas, con todo, un caballero
en mis bodas... Mal agüero.
GASENO Venga el Coloso de Rodas,
venga el Papa, el Preste Juan,
y don Alfonso el onceno
con su corte, que en Gaseno
ánimo y valor verán.
Montes en casa hay de pan,
Guadalquivides de vino,
Babilonias de tocino,
y entre ejércitos cobardes
de aves, para que las lardes,
el pollo y el palomino.
Venga tan gran caballero
a ser hoy en Dos Hermanas
honra de estas nobles canas.
BELISA: Es hijo del camarero
mayor.
BATRICIO Todo es mal agüero
para mí, pues le han de dar
junto a mi esposa lugar.
Aun no gozo, y ya los cielos
me están condenando a celos.
266
Amor, sufrir y callar.
Sale don JUAN Tenorio
JUAN
Pasando acaso he sabido
que hay bodas en el lugar,
y de ellas quise gozar,
pues tan venturoso he sido.
GASENO Vueseñoría ha venido
a honrallas y engrandecellas.
BATRICIO Yo que soy el dueño de ellas
digo entre mí que vengáis
en hora mala.
GASENO ¿No dais
lugar a este caballero?
JUAN
Con vuestra licencia quiero
sentarme aquí.
Siéntase junto a la novia
BATRICIO Si os sentáis
delante de mí, señor,
seréis de aquesa manera
el novio.
JUAN
Cuando lo fuera
no escogiera lo peor.
GASENO ¡Que es el novio!
JUAN
De mi error
e ignorancia perdón pido.
CATALINÓN ¡Desventurado marido!
JUAN
Corrido está.
CATALINÓN No lo ignoro,
mas, si tiene de ser toro,
¿qué mucho que esté corrido?
No daré por su mujer,
ni por su honor un cornado.
¡Desdichado tú, que has dado
en manos de Lucifer!
JUAN
¿Posible es que vengo a ser,
señora, tan venturoso?
Envidia tengo al esposo.
AMINTA Parecéisme lisonjero.
BATRICIO Bien dije que es mal agüero
en bodas un poderoso.
JUAN
Hermosas manos tenéis
para esposa de un villano.
CATALINÓN Si al juego le dais la mano,
vos la mano perderéis.
BATRICIO Celos, muerte no me deis.
GASENO Ea, vamos a almorzar,
porque pueda descansar
un rato su señoría.
Tómale don JUAN la mano a la novia
267
JUAN
¿Por qué la escondéis?
AMINTA No es mía.
GASENO Ea, volved a cantar.
JUAN
¿Qué dices tú?
CATALINÓN ¿Yo? Que temo
muerte vil de esos villanos.
JUAN
Buenos ojos, blancas manos,
en ello me abraso y quemo.
CATALINÓN Almagrar y echar a extremo;
con ésta cuatro serán.
JUAN
Ven, que mirándome están.
BATRICIO ¿En mis bodas caballero?
¡Mal agüero!
GASENO Cantad.
BATRICIO Muero.
CATALINÓN Canten, que ellos llorarán
MÚSICOS "Lindo sale el sol de Abril,
por trébol y torongil;
y aunque le sirva de estrella,
Aminta sale más bella."
FIN DE LA SEGUNDA JORNADA
ACTO TERCERO
Sale BATRICIO pensativo
BATRICIO Celos, reloj de cuidados,
que a todas las horas dais
tormentos con que matáis,
aunque andéis desconcertados;
celos, del vivir desprecios
con que ignorancias hacéis,
pues todo lo que tenéis
de ricos, tenéis de necios,
dejadme de atormentar,
pues es cosa tan sabida,
que cuando amor me da vida,
la muerte me queréis dar.
¿Qué me queréis, caballero,
que me atormentáis ansí?
Bien dije, cuando le vi
en mis bodas: "Mal agüero."
¿No es bueno que se sentó
a cenar con mi mujer,
y a mí en el plato meter
la mano no me dejó?
Pues cada vez que quería
metella, la desvïaba,
diciendo a cuanto tomaba:
268
"Grosería, grosería."
No se apartó de su lado
hasta cenar, de manera
que todos pensaban que era
yo padrino, él desposado.
Y si decirle quería
algo a mi esposa, gruñendo
me la apartaba, diciendo:
"Grosería, grosería."
Pues llegándome a quejar
a algunos me respondían,
y con risa me decían:
"No tenéis de qué os quejar.
Eso no es cosa que importe,
no tenéis de qué temer,
callad, que debe de ser
uso de allá en la corte."
Buen uso, trato extremado,
más no se usara en Sodoma;
que otro con la novia coma,
y que ayune el desposado.
Pues el otro bellacón,
a cuanto comer quería,
"¿Esto no coméis?," decía.
"No tenéis, señor, razón."
Y de delante, al momento
me lo quitaba. Corrido
estoy, pienso que esto ha sido
culebra, y no casamiento.
Ya no se puede sufrir
ni entre cristianos pasar;
y acabando de cenar
con los dos, ¿mas que a dormir
se ha de ir también, si porfía,
con nosotros, y ha de ser
el llegar yo a mi mujer
"Grosería, grosería?"
Ya viene, no me resisto,
aquí me quiero esconder,
pero ya no puede ser,
que imagino que me ha visto.
Sale don JUAN Tenorio
JUAN
Batricio.
BATRICIO Su señoría,
¿qué manda?
JUAN
Haceros saber...
BATRICIO Mas que ha de venir a ser
alguna desdicha mía.
JUAN
Que ha muchos días, Batricio,
que a Aminta el alma le di,
y he gozado...
BATRICIO ¿Su honor?
269
JUAN
Sí.
BATRICIO Manifiesto y claro indicio
de lo que he llegado a ver;
que si bien no le quisiera,
nunca a su casa viniera;
al fin, al fin es mujer.
JUAN
Al fin, Aminta celosa,
o quizá desesperada
de verse de mí olvidada,
y de ajeno dueño esposa,
esta carta me escribió
enviándome a llamar,
y yo prometí gozar
lo que el alma prometió.
Esto pasa de esta suerte,
dad a vuestra vida un medio,
que le daré sin remedio,
a quien lo impida la muerte.
BATRICIO Si tú en mi elección lo pones,
tu gusto pretendo hacer,
que el honor y la mujer
son males en opiniones.
La mujer en opinión,
siempre más pierde que gana,
que son como la campana
que se estima por el son,
y ansí es cosa averiguada,
que opinión viene a perder,
cuando cualquiera mujer
suena a campana quebrada.
No quiero, pues me reduces
el bien que mi amor ordena,
mujer entre mala y buena,
que es moneda entre dos luces.
Gózala, señor, mil años,
que yo quiero resistir,
desengañar y morir,
y no vivir con engaños.
Vase BATRICIO
JUAN
Con el honor le vencí,
porque siempre los villanos
tienen su honor en las manos,
y siempre miran por sí;
que por tantas variedades,
es bien que se entienda y crea,
que el honor se fue al aldea
huyendo de las ciudades.
Pero antes de hacer el daño
le pretendo reparar.
A su padre voy a hablar,
para autorizar mi engaño.
Bien lo supe negociar;
270
gozarla esta noche espero,
la noche camina, y quiero
su viejo padre llamar.
Estrellas que me alumbráis,
dadme en este engaño suerte,
si el galardón en la muerte,
tan largo me lo guardáis.
Vase don JUAN. Salen AMINTA y BELISA
BELISA
AMINTA
BELISA
AMINTA
BELISA
AMINTA
Mira que vendrá tu esposo.
Entra a desnudarte, Aminta.
De estas infelices bodas
no sé qué siento, Belisa.
Todo hoy mi Batricio ha estado
bañando en melancolía,
todo en confusión y celos.
¡Mira qué grande desdicha!
Di, ¿qué caballero es éste
que de mi esposo me priva?
La desvergüenza en España
se ha hecho caballería.
Déjame, que estoy sin seso,
déjame, que estoy perdida.
¡Mal hubiese el caballero
que mis contentos me quita!
Calla, que pienso que viene;
que nadie en la casa pisa
de un desposado tan recio.
Queda a Dios, Belisa mía.
Desenójale en los brazos.
Plega a los cielos que sirvan
mis suspiros de requiebros,
mis lágrimas de caricias.
Vanse AMINTA y BELISA. Salen don JUAN, CATALINÓN y GASENO
JUAN
GASENO
JUAN
GASENO
JUAN
Gaseno, quedad con Dios.
Acompañaros querría
por dalle de esta ventura
el parabién a mi hija.
Tiempo mañana nos queda.
Bien decís, el alma mía
en la muchacha os ofrezco.
Mi esposa decid.
Vase GASENO
Tú, ensilla,
Catalinón.
CATALINÓN ¿Para cuándo?
JUAN
Para el alba que de risa
muerta ha de salir mañana
de este engaño.
271
CATALINÓN Allá en Lebrija,
señor, nos está aguardando
otra boda. Por tu vida
que despaches presto en ésta.
JUAN
La burla más escogida
de todas ha de ser ésta.
CATALINÓN Que saliésemos querría
de todas bien.
JUAN
Si es mi padre
el dueño de la justicia,
y es la privanza del rey,
¿qué temes?
CATALINÓN De los que privan
suele Dios tomar venganza,
si delitos no castigan,
y se suelen en el juego
perder también los que miran.
Yo he sido mirón del tuyo
y por mirón no querría
que me cogiese algún rayo,
y me trocase en cecina.
JUAN
Vete, ensilla, que mañana
he de dormir en Sevilla.
CATALINÓN ¿En Sevilla?
JUAN
Sí.
CATALINÓN ¿Qué dices?
Mira lo que has hecho, y mira
que hasta la muerte, señor,
es corta la mayor vida;
y que hay tras la muerte imperio.
JUAN
Si tan largo me lo fías,
vengan engaños.
CATALINÓN ¡Señor!
JUAN
Vete, que ya me amohinas
con tus temores extraños.
CATALINÓN Fuerza al turco, fuerza al scita,
al persa, y al caramanto,
al gallego, al troglodita,
al alemán y al Japón,
al sastre con la agujita
de oro en mano, imitando
continuo a la blanca niña.
Vase CATALINÓN
JUAN
La noche en negro silencio
se extiende, y ya las cabrillas
entre racimos de estrellas
el polo más alto pisan.
Yo quiero poner mi engaño
por obra, el amor me guía
a mi inclinación, de quien
no hay hombre que se resista.
Quiero llegar a la cama.
272
Aminta.
Sale AMINTA, como que está acostada
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
¿Quién llama a Aminta?
¿Es mi Batricio?
No soy
tu Batricio.
Pues, ¿quién?
Mira
de espacio, Aminta, quién soy.
¡Ay de mí! Yo soy perdida.
¿En mi aposento a estas horas?
Éstas son las horas mías.
Volvéos, que daré voces,
no excedáis la cortesía
que a mi Batricio se debe,
ved que hay romanas Emilias
en Dos Hermanas también,
y hay Lucrecias vengativas.
Escúchame dos palabras,
y esconde de las mejillas
en el corazón la grana,
por ti más preciosa y rica.
Vete, que vendrá mi esposo.
Yo lo soy. ¿De qué te admiras?
¿Desde cuándo?
Desde agora.
¿Quién lo ha tratado?
Mi dicha.
¿Y quién nos casó?
Tus ojos.
¿Con qué poder?
Con la vista.
¿Sábelo Batricio?
Sí,
que te olvida.
¿Que me olvida?
Sí, que yo te adoro.
¿Cómo?
Con mis dos brazos.
Desvía.
¿Cómo puedo, si es verdad
que muero?
¡Qué gran mentira!
Aminta, escucha y sabrás,
si quieres que te la diga
la verdad, si las mujeres
sois de verdades amigas.
Yo soy noble caballero,
cabeza de la familia
de los Tenorios antiguos,
ganadores de Sevilla.
Mi padre, después del rey,
273
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
se reverencia y se estima
en la corte, y de sus labios
penden las muertes y vidas.
Torciendo el camino acaso,
llegué a verte, que amor guía
tal vez las cosas, de suerte
que él mismo de ellas se admira.
Víte, adoréte, abraséme,
tanto que tu amor me obliga
a que contigo me case.
Mira qué acción tan precisa.
Y aunque lo murmure el reino,
y aunque el rey lo contradiga,
y aunque mi padre enojado
con amenazas lo impida,
tu esposo tengo de ser,
dando en tus ojos envidia
a los que viere en su sangre
la venganza que imagina.
Ya Batricio ha desistido
de su acción, y aquí me envía
tu padre a darte la mano.
¿Qué dices?
No sé qué diga,
que se encubren tus verdades
con retóricas mentiras.
Porque si estoy desposada,
como es cosa conocida,
con Batricio, el matrimonio
no se absuelve, aunque él desista.
En no siendo consumado,
por engaño o por malicia,
puede anularse.
Es verdad;
mas ¡ay Dios!, que no querría
que me dejases burlada,
cuando mi esposo me quitas.
Ahora bien, dame esa mano,
y esta voluntad confirma
con ella.
¿Que no me engañas?
Mío el engaño sería.
Pues jura que cumplirás
la palabra prometida.
Juro a esta mano, señora,
infierno de nieve fría,
de cumplirte la palabra.
Jura a Dios, que te maldiga
si no la cumples.
Si acaso
la palabra y la fe mía
te faltare, ruego a Dios
que a traición y a alevosía,
me dé muerte un hombre muerto.
274
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
AMINTA
JUAN
Aparte
(Que vivo, Dios no permita).
Pues con ese juramento
soy tu esposa.
Al alma mía
entre los brazos te ofrezco.
Tuya es el alma y la vida.
¡Ay, Aminta de mis ojos!,
mañana sobre virillas
de tersa plata, estrelladas
con clavos de oro de Tíbar,
pondrás los hermosos pies,
y en prisión de gargantillas
la alabastrina garganta,
y los dedos en sortijas
en cuyo engaste parezcan
estrellas las amatistas;
y en tus orejas pondrás
transparentes perlas finas.
A tu voluntad, esposo,
la mía desde hoy se inclina.
Tuya soy.
(¡Qué mal conoces
al burlador de Sevilla!)
Vanse don JUAN y AMINTA. Salen ISABELA y FABIO, de camino
ISABELA
FABIO
ISABELA
FABIO
Que me robase el sueño
la prenda que estimaba, y más quería...
¡Oh, riguroso empeño
de la verdad! ¡Oh, máscara del día!
¡Noche al fin tenebrosa,
antípoda del sol, del sueño esposa!
¿De qué sirve, Isabela,
la tristeza en el alma y en los ojos,
si amor todo es cautela
y en campos de desdenes causa enojos,
y el que se ríe agora,
en breve espacio desventuras llora?
El mar está alterado,
y en grave temporal, riesgo se corre;
el abrigo han tomado
las galeras, duquesa, de la torre
que esta playa corona.
¿Adónde estamos, Fabio?
En Tarragona.
Y de aquí a poco espacio
daremos en Valencia, ciudad bella,
del mismo sol palacio,
divertiráse algunos días en ella;
y después a Sevilla
irás a ver la octava maravilla.
Que si a Octavio perdiste
más galán es don Juan, y de notorio
solar. ¿De qué estás triste?
275
ISABELA
FABIO
Conde dicen que es ya don Juan Tenorio,
el rey con él te casa,
y el padre es la privanza de su casa.
No nace mi tristeza
de ser esposa de don Juan, que el mundo
conoce su nobleza;
en la esparcida voz, mi agravio fundo,
que esta opinión perdida
he de llorar mientras tuviere vida.
Allí una pescadora
tiernamente suspira, y se lamenta,
y dulcemente llora.
Acá viene sin duda, y verte intenta.
Mientras llamo a tu gente,
lamentaréis las dos más dulcemente.
Vase FABIO, y sale TISBEA
TISBEA
ISABELA
TISBEA
ISABELA
TISBEA
ISABELA
Robusto mar de España,
ondas de fuego, fugitivas ondas,
Troya de mi cabaña,
que ya el fuego por mares y por ondas
en sus abismos fragua
y en el mar forma por las llamas de agua,
¡maldito el leño sea
que a tu amargo cristal halló camino,
y, antojo de Medea,
tu cáñamo primero, o primer lino
aspado de los vientos,
para telas de engaños e instrumentos!
¿Por qué del mar te quejas
tan tiernamente, hermosa pescadora?
Al mar formo mil quejas.
Dichosa vos, que en su tormento agora
de él os estás riendo.
También quejas del mar estoy haciendo.
¿De dónde sois?
De aquellas
cabañas que miráis del viento heridas,
tan victorioso entre ellas,
cuyas pobres paredes, desparcidas,
van en pedazos graves,
dándole mil graznidos ya las aves.
En sus pajas me dieron
corazón de fortísimo diamante,
mas las obras me hicieron
de este monstruo que ves tan arrogante
ablandarme, de suerte
que al sol la cera es más robusta y fuerte.
¿Sois vos la Europa hermosa,
que esos toros os llevan?
A Sevilla
llévanme a ser esposa
contra mi voluntad.
276
TISBEA
ISABELA
TISBEA
ISABELA
TISBEA
ISABELA
TISBEA
Si mi mancilla
a lástima os provoca,
y si injurias del mar os tienen loca,
en vuestra compañía
para serviros como humilde esclava
me llevad, que querría,
si el dolor o la afrenta no me acaba,
pedir al rey justicia
de un engaño crüel, de una malicia.
Del agua derrotado
a esta tierra llegó un don Juan Tenorio
difunto y anegado;
amparéle, hospedéle en tan notorio
peligro, y el vil huésped
víbora fue a mi planta en tierno césped.
Con palabra de esposo,
la que de nuestra costa burla hacía,
se rindió al engañoso.
¡Mal haya la mujer que en hombres fía!
Fuése al fin y dejóme,
mira si es justo que venganza tome.
¡Calla, mujer maldita!
¡Vete de mi presencia, que me has muerto!
Mas, si el dolor te incita
no tienes culpa tú. Prosigue, ¿es cierto?
Tan claro es como el día.
¡Mal haya la mujer que en hombres fía!
Pero sin duda el cielo
a ver estas cabañas me ha traído,
y de ti mi consuelo
en tan grave pasión ha renacido
para venganza mía.
¡Mal haya la mujer que en hombres fía!
¡Que me llevéis os ruego
con vos, señora, a mí y a un viejo padre,
porque de aqueste fuego
la venganza me dé que más me cuadre,
y al rey pida justicia
de este engaño y traición, de esta malicia!
Anfriso, en cuyos brazos
me pensé ver en tálamo dichoso,
dándole eternos lazos,
conmigo ha de ir, que quiere ser mi esposo.
Ven en mi compañía.
¡Mal haya la mujer que en hombres fía!
Vanse ISABELA
Salen don JUAN y CATALINÓN
y TISBEA
CATALINÓN Todo en mal estado está.
JUAN
¿Cómo?
CATALINÓN Que Octavio ha sabido
la traición de Italia ya,
y el de la Mota ofendido
277
de ti justas quejas da,
y dice que fue el recado
de su prima le diste
fingido y disimulado,
y con su capa emprendiste
la traición que la ha infamado.
Dicen que viene Isabela
a que seas su marido,
y dicen...
JUAN
Calla.
CATALINÓN Una muela
en la boca me has rompido.
JUAN
Hablador, ¿quién te revela
tanto disparate junto?
CATALINÓN ¿Disparate?
JUAN
Disparate.
CATALINÓN Verdades son.
JUAN
No pregunto
si lo son, cuando me mate
Octavio, ¿estoy yo difunto?
¿No tengo manos también?
¿Dónde me tienes posada?
CATALINÓN En calle oculta.
JUAN
Está bien.
CATALINÓN La iglesia es tierra sagrada.
JUAN
Di que de día me den
en ella la muerte. ¿Viste
al novio de Dos Hermanas?
CATALINÓN Allí le vi, ansiado y triste.
JUAN
Aminta estas dos semanas
no ha de caer en el chiste.
CATALINÓN Tan bien engañada está
que se llama doña Aminta.
JUAN
Graciosa burla será.
CATALINÓN Graciosa burla, y sucinta,
mas ella la llorará.
Descúbrese un sepulcro de don GONZALO de Ulloa
JUAN
¿Qué sepulcro es éste?
CATALINÓN Aquí
don Gonzalo está enterrado.
JUAN
Éste es a quien muerte di.
Gran sepulcro le han labrado.
CATALINÓN Ordenólo el rey ansí.
¿Cómo dice este letrero?
JUAN
"Aquí aguarda del Señor
el más leal caballero
la venganza de un traidor".
Del mote reírme quiero.
Y, ¿habéisos vos de vengar,
buen viejo, barbas de piedra?
CATALINÓN No se las podrá pelar
quien barbas tan fuertes medra.
278
JUAN
Aquesta noche a cenar
os aguardo en mi posada;
allí el desafío haremos,
si la venganza os agrada,
aunque mal reñir podremos,
si es de piedra vuestra espada.
CATALINÓN Ya, señor, ha anochecido,
vámonos a recoger.
JUAN
Larga esta venganza ha sido;
si es que vos la habéis de hacer,
importa no estar dormido,
que si a la muerte aguardáis
la venganza, la esperanza
agora es bien que perdáis,
pues vuestro enojo, y venganza,
tan largo me lo fiáis.
Vanse don JUAN y CATALINÓN. Ponen la mesa dos criados
CRIADO 1 Quiero apercibir la mesa
que vendrá a cenar don Juan.
CRIADO 2 Puestas las mesas están.
¡Qué flema tiene si empieza!
Ya tarda como solía
mi señor, no me contenta;
la bebida se calienta,
y la comida se enfría.
Mas ¿quién a don Juan ordena
este desorden?
Entran don JUAN y CATALINÓN
JUAN
¿Cerraste?
CATALINÓN Ya cerré como mandaste.
JUAN
¡Hola, tráiganme la cena!
CRIADO 2 Ya está aquí.
JUAN
Catalinón,
siéntate.
CATALINÓN Yo soy amigo
de cenar de espacio.
JUAN
Digo
que te sientes.
CATALINÓN La razón
haré.
CRIADO 1 También es camino
éste, si cena con él.
JUAN
Siéntate.
Un golpe dentro
CATALINÓN Golpe es aquél.
JUAN
Que llamaron imagino.
Mira quién es.
CRIADO 1 Voy volando.
279
CATALINÓN ¿Si es la justicia, señor?
JUAN
Sea, no tengas temor.
Vuelve el CRIADO huyendo
¿Quién es? ¿De qué estás temblando?
CATALINÓN De algún mal da testimonio.
JUAN
Mal mi cólera resisto.
Habla, responde, ¿qué has visto?
¿Asombróte algún demonio?
Ve tú, y mira aquella puerta,
presto, acaba.
CATALINÓN ¿Yo?
JUAN
Tú, pues,
acaba, menea los pies.
CATALINÓN A mi abuela hallaron muerta,
como racimo colgada,
y desde entonces se suena
que anda siempre su alma en pena,
tanto golpe no me agrada.
JUAN
Acaba.
CATALINÓN ¡Señor, si sabes
que soy un Catalinón!
JUAN
Acaba.
CATALINÓN Fuerte ocasión.
JUAN
¿No vas?
CATALINÓN ¿Quién tiene las llaves
de la puerta?
CRIADO 2 Con la aldaba
está cerrada no más.
JUAN
¿Qué tienes? ¿Por qué no vas?
CATALINÓN Hoy Catalinón acaba.
Mas, ¿si las forzadas vienen
a vengarse de los dos?
Llega CATALINÓN a la puerta, y viene corriendo,
cae y levántase
JUAN
¿Qué es eso?
CATALINÓN ¡Válgame Dios,
que me matan, que me tienen!
JUAN
¿Quién te tiene? ¿Quién te mata?
¿Qué has visto?
CATALINÓN Señor, yo allí
vide, cuando luego fui,
quién me ase, quién me arrebata.
Llegué, cuando después ciego,
cuando vile, juro a Dios,
habló, y dijo, ¿quién sois vos?
Respondió, respondí. Luego,
Topé y vide...
JUAN
¿A quién?
CATALINÓN No sé.
JUAN
¡Como el vino desatina!
280
Dame la vela, gallina,
y yo a quien llama veré.
Toma don JUAN la vela, y llega a la puerta, sale al encuentro don GONZALO, en la forma que estaba en el sepulcro, y don JUAN se retira atrás turbado, empuñando la espada, y en la otra la vela, y don GONZALO hacia él con pasos menudos, y al compás don JUAN, retirándose, hasta estar en medios del teatro
JUAN
GONZALO
JUAN
GONZALO
¿Quién va?
Yo soy.
¿Quién sois vos?
Soy el caballero honrado
que a cenar has convidado.
JUAN
Cena habrá para los dos,
y si vienen más contigo,
para todos cena habrá,
ya puesta la mesa está.
Siéntate.
CATALINÓN ¡Dios sea conmigo,
San Panuncio, San Antón!
Pues ¿los muertos comen? Di.
Por señas dice que sí.
JUAN
Siéntate, Catalinón.
CATALINÓN No señor, yo lo recibo
por cenado.
JUAN
Es desconcierto.
¿Qué temor tienes a un muerto?
¿Qué hicieras estando vivo?
Necio y villano temor.
CATALINÓN Cena con tu convidado,
que yo, señor, ya he cenado.
JUAN
¿He de enojarme?
CATALINÓN Señor,
¡vive Dios que huelo mal!
JUAN
Llega, que aguardando estoy.
CATALINÓN Yo pienso que muerto soy
y está muerto mi arrabal.
Tiemblan los CRIADOS
JUAN
Y vosotros, ¿qué decís
y qué hacéis? Necio temblar.
CATALINÓN Nunca quisiera cenar
con gente de otro país.
¿Yo, señor, con convidado
de piedra?
JUAN
Necio temer.
Si es piedra, ¿qué te ha de hacer?
CATALINÓN Dejarme descalabrado.
JUAN
Háblale con cortesía.
CATALINÓN ¿Está bueno? ¿Es buena tierra
la otra vida? ¿Es llano o sierra?
¿Préciase allá la poesía?
CRIADO 1 A todo dice que sí
281
con la cabeza.
CATALINÓN ¿Hay allá
muchas tabernas? Sí habrá,
si Noé reside allá.
JUAN
¡Hola, dadnos de cenar!
CATALINÓN Señor muerto, ¿allá se bebe
con nieve?
Baja la cabeza don GONZALO
JUAN
Así que allá hay nieve;
buen país.
Si oír cantar
queréis, cantarán.
Baja la cabeza don GONZALO
CRIADO 1 Sí, dijo.
JUAN
Cantad.
CATALINÓN Tiene el señor muerto
buen gusto.
CRIADO 1 Es noble por cierto,
y amigo de regocijo.
Cantan dentro
MÚSICOS "Si de mi amar aguardáis,
señora, de aquesta suerte,
el galardón a la muerte,
¡qué largo me lo fiáis!"
CATALINÓN O es sin duda veraniego
el señor muerto, o debe ser
hombre de poco comer.
Temblando al plato me llego.
Bebe
Poco beben por allá,
yo beberé por los dos.
Brindis de piedra, por Dios,
menos temor tengo ya.
MÚSICOS "Si este plazo me convida
para que serviros pueda,
pues larga vida me queda,
dejad que pase la vida.
Si de mi amor aguardáis,
señora, de aquesta suerte,
el galardón a la muerte,
¡qué largo me lo fiáis!"
CATALINÓN ¿Con cuál de tantas mujeres
como has burlado, señor,
hablan?
JUAN
De todas me río,
amigo, en esta ocasión.
282
En Nápoles a Isabela
burlé.
CATALINÓN Ésa ya no es hoy
burlada, porque se casa
contigo, como es razón.
Burlaste a la pescadora
que del mar te redimió,
pagándole el hospedaje
en moneda de rigor.
Burlaste a doña Ana...
JUAN
Calla,
que hay parte aquí que lastó
por ella, y vengarse aguarda.
CATALINÓN Hombre es de mucho valor,
que él es piedra, tú eres carne,
no es buena resolución.
GONZALO hace señas, que se quite la mesa, y queden solos
JUAN
Hola, quitad esa mesa,
que hace señas que los dos
nos quedemos, y se vayan
los demás.
CATALINÓN Malo, por Dios,
no te quedes, porque hay muerto
que mata de un mojicón
a un gigante.
JUAN
Salíos todos,
a ser yo Catalinón.
Vete.
Vanse, y quedan los dos solos, y hace señas que cierre la puerta
¿Qué cierre la puerta?
Ya está cerrada, y ya estoy
aguardando lo que quieres,
sombra, fantasma o visión.
Si andas en pena, o si buscas
alguna satisfacción,
aquí estoy, dímelo a mí,
que mi palabra te doy
de hacer todo lo que ordenes.
¿Estás gozando de Dios?
¿Eres alma condenada
o de la eterna región?
¿Díte la muerte en pecado?
Habla, que aguardando estoy.
Paso, como cosa del otro mundo
GONZALO ¿Cumplirásme una palabra
como caballero?
JUAN
Honor
tengo, y las palabras cumplo,
283
porque caballero soy.
GONZALO Dame esa mano, no temas.
JUAN
¿Eso dices? ¿Yo temor?
Si fueras el mismo infierno
la mano te diera yo.
Dale la mano
GONZALO Bajo esa palabra y mano
mañana a las diez, te estoy
para cenar aguardando.
¿Irás?
JUAN
Empresa mayor
entendí que me pedías.
Mañana tu huésped soy.
¿Dónde he de ir?
GONZALO A la capilla.
JUAN
¿Iré solo?
GONZALO No, id los dos,
y cúmpleme la palabra
como la he cumplido yo.
JUAN
Digo que la cumpliré,
que soy Tenorio.
GONZALO Y yo soy
Ulloa.
JUAN
Yo iré sin falta.
GONZALO Yo lo creo. Adiós.
JUAN
Adiós.
Va a la puerta
Aguarda, te alumbraré.
GONZALO No alumbres, que en gracia estoy.
Vase GONZALO muy poco a poco, mirando a don JUAN, y don JUAN a él, hasta que desaparece, y queda don JUAN con pavor
JUAN
¡Válgame Dios! Todo el cuerpo
se ha bañado de un sudor
helado, y en las entrañas
se me ha helado el corazón.
Un aliento respiraba,
organizando la voz
tan frío, que parecía
infernal respiración.
Cuando me tomó la mano
de suerte me la abrasó,
que un infierno parecía
más que no vital calor.
Pero todas son ideas
que da a la imaginación
el temor; y temer muertos
es más villano temor.
Si un cuerpo con alma noble,
284
con potencias y razón,
y con ira, no se teme,
¿quién cuerpos muertos temió?
Iré mañana a la iglesia,
donde convidado estoy,
porque se admire y espante
Sevilla de mi valor.
Vase don JUAN
Sale el REY, don DIEGO Tenorio, y acompañamiento
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
DIEGO
REY
¿Llegó al fin Isabela?
Y disgustada.
Pues ¿no ha tomado bien el casamiento?
Siente, señor, el nombre de infamada.
De otra causa precede su tormento,
¿dónde está?
En el convento está alojada
de las Descalzas.
Salga del convento
luego al punto, que quiero que en palacio
asista con la reina, más de espacio.
Si ha de ser con don Juan el desposorio,
manda, señor, que tu presencia vea.
Véame, y galán salga, que notorio
quiero que este placer al mundo sea.
Conde será desde hoy, don Juan Tenorio,
de Lebrija, él la mande y la posea;
que si Isabela a un duque corresponde,
ya que ha perdido un duque, gane un conde.
Todos por la merced, tus pies besamos.
Merecéis mi favor tan dignamente,
que si aquí los servicios ponderamos,
me quedo atrás con el favor presente.
Paréceme, don Diego, que hoy hagamos
las bodas de doña Ana juntamente.
¿Con Octavio?
No es bien que el duque Octavio
sea el restaurador de aqueste agravio.
Doña Ana, con la reina, me ha pedido
que perdone al marqués, porque doña Ana,
ya que el padre murió, quiere marido,
porque si le perdió, con él le gana.
Iréis con poca gente, y sin rüido
luego a hablalle, a la fuerza de Trïana,
por su satisfacción, y por su abono,
de su agraviada prima, le perdono.
Ya he visto lo que tanto deseaba.
Que esta noche han de ser, podéis decille,
los desposorios.
Todo en bien se acaba;
fácil será el marqués el persuadille,
que de su prima amartelado estaba.
También podéis a Octavio prevenille.
285
DIEGO
REY
Desdichado es el duque con mujeres,
son todas opinión, y pareceres.
Hanme dicho que está muy enojado
con don Juan.
No me espanto, si ha sabido
de don Juan el delito averiguado
que la causa de tanto daño ha sido.
El duque viene.
No dejéis mi lado,
que en el delito sois comprehendido.
Sale el duque OCTAVIO
OCTAVIO Los pies, invicto rey, me dé tu alteza.
REY
Alzad, duque, y cubrid vuestra cabeza.
¿Qué pedís?
OCTAVIO Vengo a pediros,
postrado ante vuestras plantas,
una merced, cosa justa,
digna de serme otorgada.
REY
Duque, como justa sea,
digo que os doy mi palabra
de otorgárosla. Pedid.
OCTAVIO Ya sabes, señor, por cartas
de tu embajador, y el mundo
por la lengua de la fama
sabe, que don Juan Tenorio,
con española arrogancia,
en Nápoles, una noche,
para mí noche tan mala,
con mi nombre profanó
el sagrado de una dama.
REY
No pases más adelante,
ya supe vuestra desgracia,
en efecto. ¿Qué pedís?
OCTAVIO Licencia que en la campaña
defienda cómo es traidor.
DIEGO
Eso no, su sangre clara
es tan honrada.
REY
Don Diego...
DIEGO
¿Señor?...
OCTAVIO ¿Quién eres, que hablas
en la presencia del rey
de esta suerte?
DIEGO
Soy quien calla
porque me lo manda el rey,
que si no, con esta espada
te respondiera.
OCTAVIO Eres viejo.
DIEGO
Yo he sido mozo en Italia,
a vuestro pesar un tiempo.
Ya conocieron mi espada
en Nápoles y en Milán.
OCTAVIO Tienes ya la sangre helada,
286
no vale "fui," sino "soy."
Empuña don DIEGO
DIEGO
REY
Pues fui, y soy.
Tened, basta,
bueno está. Callad don Diego,
que a mi persona se guarda
poco respeto, y vos, duque,
después que las bodas se hagan,
más de espacio me hablaréis.
Gentilhombre de mi cámara
es don Juan, y hechura mía,
y de aqueste tronco rama.
Mirad por él.
OCTAVIO Yo lo haré,
gran señor, como lo mandas.
REY
Venid conmigo, don Diego.
DIEGO
¡Ay hijo, qué mal me pagas
el amor que te he tenido!
Duque...
OCTAVIO Gran señor...
REY
Mañana
vuestras bodas han de hacer.
OCTAVIO Háganse, pues tú lo mandas.
Vase el REY y don DIEGO, y salen GASENO y AMINTA
GASENO
OCTAVIO
AMINTA
OCTAVIO
AMINTA
OCTAVIO
AMINTA
OCTAVIO
GASENO
OCTAVIO
GASENO
AMINTA
Este señor nos dirá
dónde está don Juan Tenorio.
Señor, ¿Si está por acá
un don Juan, a quien notorio
ya su apellido será?
Don Juan Tenorio diréis.
Sí, señor, ese don Juan.
Aquí está. ¿Qué le queréis?
Es mi esposo ese galán.
¿Cómo?
Pues, ¿no lo sabéis
siendo del Alcázar vos?
No me ha dicho don Juan nada.
¿Es posible?
Sí, por Dios.
Doña Aminta es muy honrada
cuando se casen los dos,
que cristiana vieja es
hasta los huesos, y tiene
de la hacienda el interés
y a su virtud aun le aviene
más bien que un conde, un marqués.
Casóse don Juan con ella,
y quitósela a Batricio.
Decid cómo fui doncella
a su poder.
287
GASENO
OCTAVIO
GASENO
OCTAVIO
GASENO
OCTAVIO
AMINTA
OCTAVIO
AMINTA
OCTAVIO
GASENO
OCTAVIO
No es jüicio
esto, ni aquesta querella.
(Ésta es burla de don Juan,
y para venganza mía
éstos diciéndola están.)
¿Qué pedís al fin?
Querría,
porque los días se van,
que se hiciese el casamiento,
o querellarme ante el rey.
Digo que es justo ese intento.
Y razón, y justa ley.
Medida a mi pensamiento
ha venido la ocasión;
en el Alcázar tenemos
bodas.
¿Si las mías son?
Quiero, para que acertemos
valerme de una invención.
Venid donde os vestiréis,
señora, a lo cortesano,
y a un cuarto del rey saldréis
conmigo.
Vos de la mano
a don Juan me llevaréis.
(Que de esta suerte es cautela).
El arbitrio me consuela.
(Éstos venganza me dan
de aqueste traidor don Juan
y el agravio de Isabela.
Aparte
Aparte
Aparte
Vanse todos. Salen don JUAN y CATALINÓN
CATALINÓN ¿Cómo el rey te recibió?
JUAN
Con más amor que mi padre.
CATALINÓN ¿Viste a Isabela?
JUAN
También.
CATALINÓN ¿Cómo viene?
JUAN
Como un ángel.
CATALINÓN ¿Recibióte bien?
JUAN
El rostro
bañado de leche, y sangre,
como la rosa que al alba
revienta la verde cárcel.
CATALINÓN ¿Al fin esta noche son
las bodas?
JUAN
Sin falta.
CATALINÓN Si antes
hubieran sido, no hubieras
engañado a tantas antes.
Pero tú tomas esposa,
señor, con cargas muy grandes.
JUAN
Di, ¿comienzas a ser necio?
CATALINÓN Y podrás muy bien casarte
288
mañana, que hoy es mal día.
JUAN
Pues ¿qué día es hoy?
CATALINÓN Es martes.
JUAN
Mil embusteros y locos
dan en esos disparates.
Sólo aquél llamo mal día,
acïago y detestable,
en que no tengo dineros,
que los demás es donaire.
CATALINÓN Vamos, si te has de vestir,
que te aguardarán y es tarde.
JUAN
Otro negocio tenemos
que hacer, aunque nos aguarden.
CATALINÓN ¿Cuál es?
JUAN
Cenar con el muerto.
CATALINÓN Necedad de necedades.
JUAN
¿No ves que di mi palabra?
CATALINÓN ¿Y cuando se la quebrantes,
qué importa? ¿Habrá de pedirte
una figura de jaspe
la palabra?
JUAN
Podrá el muerto
llamarme a voces infame.
CATALINÓN Ya está cerrada la iglesia.
JUAN
Llama.
CATALINÓN ¿Qué importa que llame?
¿Quién tiene de abrir, que están
durmiendo los sacristanes?
JUAN
Llama a ese postigo.
CATALINÓN Abierto
está.
JUAN
Pues entra.
CATALINÓN ¡Entre un fraile
con hisopo y con estola!
JUAN
Sígueme y calla.
CATALINÓN ¿Que calle?
JUAN
Sí.
CATALINÓN Ya callo. Dios en paz
de estos convites me saque.
Entran por una puerta y salen por otra
¡Qué oscura que está la iglesia,
señor, para ser tan grande!
¡Ay de mí! ¡Tenme, señor,
porque de la capa me asen!
Sale don GONZALO como de antes y encuéntrase con ellos
JUAN
¿Quién es?
GONZALO Yo soy.
CATALINÓN Muerto estoy.
GONZALO El muerto soy, no te espantes,
no entendí que me cumplieras
289
la palabra, según haces
de todos burla.
JUAN
¿Me tienes
en opinión de cobarde?
GONZALO Sí, que aquella noche huíste
de mí, cuando me mataste.
JUAN
Huí de ser conocido,
mas ya me tienes delante,
di presto lo que me quieres.
GONZALO Quiero a cenar convidarte.
CATALINÓN Aquí excusamos la cena,
que toda ha de ser fiambre
pues no parece cocina
[si al convidado le mate].
JUAN
Cenemos.
GONZALO Para cenar
es menester que levantes
esa tumba.
JUAN
Y si te importa
levantaré esos pilares.
GONZALO Valiente estás.
JUAN
Tengo brío,
y corazón en las carnes.
CATALINÓN Mesa de Guinea es ésta,
pues, ¿no hay por allá quien lave?
GONZALO Siéntate.
JUAN
¿A dónde?
CATALINÓN Con sillas
vienen ya dos negros pajes.
Salen dos enlutados con sillas
¿También acá se usan lutos
y bayeticas de Flandes?
GONZALO Siéntate tú.
CATALINÓN Yo, señor,
he merendado esta tarde.
Cena con tu convidado.
GONZALO Ea, pues, ¿he de enojarme?
No repliques.
CATALINÓN No replico.
Dios en paz de esto me saque.
¿Qué plato es éste, señor?
GONZALO Este plato es de alacranes
y víboras.
CATALINÓN ¡Gentil plato
para el que trae buena hambre!
¿Es bueno el vino, señor?
GONZALO Pruébale.
CATALINÓN ¡Hiel y vinagre
es este vino!
GONZALO Este vino
exprimen nuestros lagares
¿No comes tú?
290
JUAN
Comeré
si me dieses áspid a áspid
cuanto el infierno tiene.
GONZALO También quiero que te canten.
Canten
MÚSICOS "Adviertan los que de Dios
juzgan los castigos tarde,
que no hay plazo que no llegue
ni deuda que no se pague."
CATALINÓN Malo es esto, vive Cristo,
que he entendido este romance,
y que con nosotros habla.
JUAN
Un hielo el pecho me parte.
Canten
MÚSICOS "Mientras en el mundo viva,
no es justo que diga nadie
qué largo me lo fiáis
siendo tan breve el cobrarse."
CATALINÓN ¿De qué es este guisadillo?
GONZALO De uñas.
CATALINÓN De uñas de sastre
será, si es guisado de uñas.
JUAN
Ya he cenado, haz que levanten
la mesa.
GONZALO Dame esa mano.
No temas, la mano dame.
JUAN
¿Eso dices? ¿Yo temor?
¡Que me abraso! No me abrases
con tu fuego.
GONZALO Aquéste es poco
para el fuego que buscaste.
Las maravillas de Dios
son, don Juan, investigables,
y así quiere que tus culpas
a manos de un muerto pagues,
y así pagas de esta suerte
las doncellas que burlaste.
Ésta es justicia de Dios,
quien tal hace, que tal pague.
JUAN
Que me abraso, no me aprietes,
con la daga he de matarte,
mas, ¡ay, que me canso en vano
de tirar golpes al aire!
A tu hija no ofendí,
que vio mis engaños antes.
GONZALO No importa, que ya pusiste
tu intento.
JUAN
Deja que llame
quien me confiese y absuelva.
GONZALO No hay lugar, ya acuerdas tarde.
291
JUAN
¡Que me quemo! ¡Que me abraso!
Muerto soy.
Cae muerto don JUAN
CATALINÓN No hay quien se escape,
que aquí tengo de morir
también por acompañarte.
GONZALO Ésta es justicia de Dios,
quien tal hace, que tal pague.
Húndese el sepulcro con don JUAN, y don GONZALO, con mucho ruido, y sale CATALINÓN arrastrando
CATALINÓN ¡Válgame Dios! ¿Qué es aquesto?
Toda la capilla se arde,
y con el muerto he quedado,
para que le vele y guarde
Arrastrando como pueda,
iré a avisar a su padre,
san Jorge, san Agnus Dei,
sacadme en paz a la calle.
Vase CATALINÓN. Sale el REY, don DIEGO
y acompañamiento
DIEGO
REY
Ya el marqués, señor, espera
besar vuestros pies reales.
Entre luego y avisad
al conde, porque no aguarde.
Salen BATRICIO y GASENO
BATRICIO ¿Dónde, señor, se permiten
desenvolturas tan grandes?
Que tus crïados afrenten
a los hombres miserables.
REY
¿Qué dices?
BATRICIO Don Juan Tenorio,
alevoso y detestable,
la noche del casamiento,
antes que le consumase,
a mi mujer me quitó,
testigos tengo delante.
Salen TISBEA e ISABELA
TISBEA
y acompañamiento
Si vuestra alteza, señor,
de don Juan Tenorio no hace
justicia, a Dios y a los hombres,
mientras viva he de quejarme.
Derrotado le echó el mar,
díle vida y hospedaje,
y pagóme esta amistad
con mentirme y engañarme
292
REY
ISABELA
con nombre de mi marido.
¿Qué dices?
Dice verdades.
Salen AMINTA y el duque OCTAVIO
AMINTA
REY
AMINTA
REY
¿Adónde mi esposo está?
¿Quién es?
Pues, ¿aún no lo sabe?
El señor don Juan Tenorio,
con quien vengo a desposarme,
porque me debe el honor,
y es noble, y no ha de negarme.
Manda que nos desposemos.
Prendedle luego y matadle.
Sale el marqués de la MOTA
MOTA
REY
DIEGO
REY
Pues es tiempo, gran señor,
que a luz verdades se saquen,
sabrás que don Juan Tenorio
la culpa que me imputaste
cometió, que con mi capa
pudo él crüel engañarme
de que tengo dos testigos.
¿Hay desvergüenza tan grande?
En premio de mis servicios
haz que le prendan, y pague
sus culpas, porque del cielo
rayos contra mí no bajen,
siendo mi hijo tan malo.
¿Esto mis privados hacen?
Sale CATALINÓN
CATALINÓN Escuchad, oíd, señores,
el suceso más notable
que en el mundo ha sucedido,
y en oyéndolo matadme.
Don Juan, del comendador
haciendo burla una tarde,
después de haberle quitado
las dos prendas que más valen,
tirando al bulto de piedra
la barba por ultrajarle,
a cenar le convidó.
¡Nunca fuera a convidarle!
Fue el bulto, y le convidó
y agora, porque no os canse,
acabando de cenar
entre mil presagios graves
de la mano le tomó
y le aprieta hasta quitalle
la vida, diciendo "Dios
293
me manda que así te mate,
castigando tus delitos.
¡Quién tal hace, que tal pague!"
REY
¿Qué dices?
CATALINÓN Lo que es verdad,
diciendo antes que acabase,
que a doña Ana no debía
honor, que lo oyeron antes
del engaño.
MOTA
Por las nuevas
mil albricias quiero darte.
REY
¡Justo castigo del cielo!
Y agora es bien que se casen
todos, pues la causa es muerta,
vida de tantos desastres.
OCTAVIO Pues ha enviudado Isabela,
quiero con ella casarme.
MOTA
Yo con mi prima.
BATRICIO Y nosotros
con las nuestras, porque acabe
"El convidado de piedra."
REY
Y el sepulcro se traslade
en San Francisco en Madrid
para memoria más grande.
FIN DE LA COMEDIA
294
Luis de Góngora
Poema De Madrid
Nilo no sufre márgenes, ni muros
Madrid, oh peregrino, tú que pasas,
Que a su menor inundación de casas
Ni aun los campos del Tajo están seguros.
Émula la verán siglos futuros
De Menfis no, que el término le tasas;
Del tiempo sí, que sus profundas basas
No son en vano pedernales duros.
Dosel de reyes, de sus hijos cuna
Ha sido y es; zodíaco luciente
De la beldad, teatro de Fortuna.
La invidia aquí su venenoso diente
Cebar suele, a privanzas importuna.
Camina en paz, refiérelo a tu gente.
Soneto 53
De pura honestidad templo sagrado,
Cuyo bello cimiento y gentil muro
De blanco nácar y alabastro duro
Fue por divina mano fabricado;
Pequeña puerta de coral preciado,
Claras lumbreras de mirar seguro,
Que a la esmeralda fina el verde puro
Habéis para viriles usurpado;
Soberbio techo, cuyas cimbrias de oro
Al claro sol, en cuanto en torno gira,
Ornan de luz, coronan de belleza;
Ídolo bello, a quien humilde adoro,
Oye piadoso al que por ti suspira,
Tus himnos canta, y tus virtudes reza.
Soneto 55
295
Al tramontar del sol, la ninfa mía,
de flores despojando el verde llano,
cuantas troncaba la hermosa mano,
tantas el blanco pie crecer hacía.
Ondeábale el viento que corría
el oro fino con error galano,
cual verde hoja de álamo lozano
se mueve al rojo despuntar del día;
mas luego que ciñó sus sienes bellas
de los varios despojos de su falda
-término puesto al oro y a la nieve-,
juraré que lució más su guirnalda
con ser de flores, la otra ser de estrellas,
que la que ilustra el cielo en luces nueve.
Soneto 60
Ya besando unas manos cristalinas,
ya anudándome a un blanco y liso cuello,
ya esparciendo por él aquel cabello
que amor sacó entre el oro de sus minas,
ya quebrando en aquellas perlas finas
palabras dulces mil sin merecello,
ya cogiendo de cada labio bello
purpúreas rosas sin temor de espinas,
estaba, oh claro sol invidïoso,
cuando tu luz, hiriéndome los ojos,
mató mi gloria y acabó mi suerte.
Si el cielo ya no es menos poderoso,
porque no den los tuyos más enojos,
rayos, como a tu hijo, te den muerte.
Soneto 149
Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello.
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello:
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
296
Romance XXXII
1. Servía en Orán al Rey
un español con dos lanzas,
y con el alma y la vida
a una gallarda africana,
2. tan noble como hermosa,
tan amante como amada,
con quien estaba una noche,
cuando tocaron alarma.
3. Trescientos cenetes eran
de este rebato la causa,
que los rayos de la luna
descubrieron las adargas;
4. las adargas avisaron
a las mudas atalayas,
las atalayas los fuegos,
los fuegos a las campanas;
5. y ellas al enamorado,
que en los brazos de su dama
oyó el militar estruendo
de las tropas y las cajas.
6. Espuelas de honor le pican
y freno de amor le para;
no salir es cobardía,
ingratitud es dejalla.
7. Del cuello pendiente ella,
viéndole tomar la espada,
con lágrimas y suspiros
le dice aquestas palabras:
8. "Salid al campo, señor,
bañen mis ojos la cama;
que ella me será también,
sin vos, campo de batalla.
9. Vestíos y salid apriesa,
que el general os aguarda;
yo os hago a vos mucha sobra
y vos a él mucha falta.
10. Bien podéis salir desnudo,
pues mi llanto no os ablanda;
que tenéis de acero el pecho
y no habéis menester armas."
11. Viendo el español brioso
cuánto le detiene, y habla,
le dice así: "Mi señora,
tan dulce como enojada,
12. porque con honra y amor
yo me quede, cumpla y vaya,
297
vaya a los moros el cuerpo,
y quede con vos el alma.
13. Concededme, dueño mío,
licencia para que salga
al rebato en vuestro nombre,
y en vuestro nombre combata".
Francisco de Quevedo
Amor constante más allá de la muerte
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera:
[p. 92] mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
"¡Ah de la vida!"... ¿Nadie me responde?
"¡Ah de la vida!"... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni a dónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
298
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
Retrato de Lisi que traía una sortija
En breve cárcel traigo aprisionado,
con toda su familia de oro ardiente
el cerco de la luz resplandeciente,
y grande imperio del Amor cerrado.
Traigo el campo que pacen estrellado
las fieras altas de la piel luciente;
y a escondidas del cielo y del Oriente,
día de luz y parto mejorado.
Traigo todas las Indias en mi mano,
perlas que, en un diamante, por rubíes
pronuncian con desdén sonoro yelo,
y razonan tal vez fuego tirano
relámpagos de risa carmesíes,
auroras, gala y presunción del cielo.
Hiissttoorriiaa ddee llaa vviiddaa ddeell Buussccóónn llllaamaaddoo ddoonn Paabbllooss,,
eejjeempplloo ddee vvaaggaamuunnddooss yy eessppeejjoo ddee ttaaccaaññooss.
LLiibbrroo pprrii meerroo
Capítulo I:En que cuenta quién es el Buscón.
Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le
tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus
pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre
de barbas. Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer. Estuvo casado con
Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase
en el pueblo que no era cristiana vieja, aun viéndola con canas y rota, aunque ella, por los nombres
y sobrenombres de sus pasados, quiso esforzar que era decendiente de la gloria. Tuvo muy buen
parecer para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos enemigos, porque hasta los tres del
alma no los tuvo por tales; persona de valor y conocida por quien era. Padeció grandes trabajos
recién casada, y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de
bastos para sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les
daba con el agua levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba
muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la
cárcel. Sintiólo mucho mi madre, por ser tal querobaba a todos las voluntades.
299
Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre no se puede defender, le
sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo tratáronle aquellos señores regaladamente. Iba
a la brida en bestia segura y de buen paso, con mesura y buen día. Mas de medio arriba, etcétera,
que no hay más que decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas. Diéronle
docientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por encima de la ropilla. Más se movía el
que se los daba que él, cosa que pareció muy bien; divirtióse algo con las alabanzas que iba oyendo
de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo colorado.
Mi madre, pues, ¡no tuvo calamidades! Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era
tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban. Y decía, no sin sentimiento: -En su tiempo, hijo,
eran los virgos como soles, unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo
amanecidos y puestos. Hubo fama que reedificaba doncellas, resuscitaba cabellos encubriendo
canas, empreñaba piernas con pantorrillas postizas. Y con no tratarla nadie que se le cubriese pelo,
solas las calvas se la cubría, porque hacía cabelleras; poblaba quijadas con dientes; al fin vivía de
adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora de gustos, otros,
algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la llamaba enflautadora de miembros y
cuál tejedora de carnes y por mal nombre alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux
para los dineros de todos.
Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios. No me
detendré en decir la penitencia que hacía. Tenía su aposento – donde solo ella entraba y algunas
veces yo, que, como era chico, podía- todo rodeado de calaveras que ella decía eran para memorias
de la muerte, y otros, por vituperarla, que para voluntades de la vida. Su cama estaba armadas sobre
sogas de ahorcado, y decíame a mí:
- ¿Qué piensas? Estas tengo por reliquias, porque los más de estos se salvan.
Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que
siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro. Decíame
mi padre: -Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal. Y de allí a un rato, habiendo
suspirado, decía de manos: -Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los
alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos
cuelgan..., no lo puedo decir sin lágrimas (lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las
que le habían batanado las costillas). Porque no querrían que donde están hubiese otros ladrones
sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba
por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si
hubiera cantado en el potro. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Preso
estuve por pedigüeño en caminos y a pique de que me esteraran el tragar y de acabar todos mis
negocios con diez y seis maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de todo me ha sacado el
punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más
honradamente que he podido.
-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con grande cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las
cárceles con industria y mantenídoos en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro
ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír
en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado. Más dijera, según
se había encolerizado, si con los golpes que daba no se le desensartara un rosario de muelas de
difuntos que tenía. Metílos en paz diciendo que yo quería aprender virtud resueltamente y ir con mis
buenos pensamientos adelante, y que para esto me pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escribir no
se podía hacer nada. Parecióles bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi
madre tornó a ocuparse en ensartar las muelas, y mi padre fue a rapar a uno (así lo dijo él) no sé si
la barba o la bolsa: lo más ordinario era uno y otro. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios porque
me hizo hijo de padres tan celosos de mi bien.
300
Mateo Alemán
Libro primero de Guzmán de Alfarache
Capítulo primero
En que cuenta quién fue su padre
El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida me daba tanta priesa para engolfarte en
ella sin prevenir algunas cosas que, como primer principio, es bien dejarlas entendidas -porque
siendo esenciales a este discurso también te serán de no pequeño gusto-, que me olvidaba de cerrar
un portillo por donde me pudiera entrar acusando cualquier terminista de mal latín, redarguyéndome
de pecado, porque no procedí de la difinición a lo difinido, y antes de contarla no dejé dicho quiénes
y cuáles fueron mis padres y confuso nacimiento; que en su tanto, si dellos hubiera de escribirse,
fuera sin duda más agradable y bien recibida que esta mía. Tomaré por mayor lo más importante,
dejando lo que no me es lícito, para que otro haga la baza.
Y aunque a ninguno conviene tener la propiedad de la hiena, que se sustenta desenterrando
cuerpos muertos, yo aseguro, según hoy hay en el mundo censores, que no les falten coronistas. Y
no es de maravillar que aun esta pequeña sombra querrás della inferir que les corto de tijera y
temerariamente me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio, porque, no
guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por buena; pero quiérote advertir
que, aunque me tendrás por malo, no lo quisiera parecer -que es peor serlo y honrarse dello-, y que,
contraviniendo a un tan santo precepto como el cuarto, del honor y reverencia que les debo, quisiera
cubrir mis flaquezas con las de mis mayores; pues nace de viles y bajos pensamientos tratar de
honrarse con afrentas ajenas, según de ordinario se acostumbra: lo cual condeno por necedad
solemne de siete capas como fiesta doble. Y no lo puede ser mayor, pues descubro mi punto, no
salvando mi yerro el de mi vecino o deudo, y siempre vemos vituperado el maldiciente. Mas a mí
no me sucede así, porque, adornando la historia, siéndome necesario, todos dirán: «bien haya el que
a los suyos parece», llevándome estas bendiciones de camino. Demás que fue su vida tan sabida y
todo a todos tan manifiesto, que pretenderlo negar sería locura y a resto abierto dar nueva materia
de murmuración. Antes entiendo que les hago -si así decirse puede notoria cortesía en expresar el
puro y verdadero texto con que desmentiré las glosas que sobre él se han hecho. Pues cada vez que
alguno algo dello cuenta, lo multiplica con los ceros de su antojo, una vez más y nunca menos,
como acude la vena y se le pone en capricho; que hay hombre [que], si se le ofrece propósito para
cuadrar su cuento, deshará las pirámidas de Egipto, haciendo de la pulga gigante, de la presunción
evidencia, de lo oído visto y ciencia de la opinión, sólo por florear su elocuencia y acreditar su
discreción.
301
Así acontece ordinario y se vio en un caballero extranjero que en Madrid conocí, el cual, como
fuese aficionado a caballos españoles, deseando llevar a su tierra el fiel retrato, tanto para su gusto
como para enseñarlo a sus amigos, por ser de nación muy remota, y no siéndole permitido ni
posible llevarlos vivos, teniendo en su casa los dos más hermosos de talle que se hallaban en la
corte, pidió a dos famosos pintores que cada uno le retratase el suyo, prometiendo, demás de la
paga, cierto premio al que más en su arte se extremase. El uno pintó un overo con tanta perfección,
que sólo faltó darle lo imposible, que fue el alma; porque en lo más, engañado a la vista, por no
hacer del natural diferencia, cegara de improviso cualquiera descuidado entendimiento. Con esto
solo acabó su cuadro, dando en todo lo dél restante claros y oscuros, en as partes y, según que
convenía.
El otro pintó un rucio rodado, color de cielo, y, aunque su obra muy buena, no llegó con gran
parte a la que os he referido; pero estremóse en una cosa de que él era muy diestro: y fue que,
pintado el caballo, a otras partes en las que halló blancos, por lo alto dibujó admirables lejos, nubes,
arreboles, edificios arruinados y varios encasamentos, por lo bajo del suelo cercano muchas
arboledas, yerbas floridas, prados y riscos; y en una parte del cuadro, colgando de un tronco los
jaeces, y, al pie dél estaba una silla jineta. Tan costosamente obrado y bien acabado, cuanto se
puede encarecer.
Cuando vio el caballero sus cuadros, aficionado -y con razón- al primero, fue el primero a que
puso precio y, sin reparar en el que por él pidieron, dando en premio una rica sortija al ingenioso
pintor, lo dejó pagado y con la ventaja de su pintura. Tanto se desvaneció el otro con la suya y con
la liberalidad franca de la paga, que pidió por ella un excesivo precio. El caballero, absorto de
haberle pedido tanto y que apenas pudiera pagarle, dijo: «Vos hermano, ¿por qué no consideráis lo
que me costó aqueste otro lienzo, a quien el vuestro no se aventaja?» «En lo que es el caballo
-respondió el pintor- Vuesa Merced tiene razón; pero árbol y ruinas hay en el mío, que valen tanto
como el principal de esotro.»
El caballero replicó: «No me convenía ni era necesario llevar a mi tierra tanta baluma de
árboles y carga de edificios, que allá tenemos muchos y muy buenos. Demás que no les tengo la
afición que a los caballos, y lo que de otro modo que por pintura no puedo gozar, eso huelgo de
llevar.»
Volvió el pintor a decir: «En lienzo tan grande pareciera muy mal un solo caballo; y es
importante y aun forzoso para la vista y ornato componer la pintura de otras cosas diferentes que la
califiquen y den lustre, de tal manera que, pareciendo así mejor, es muy justo llevar con el caballo
sus guarniciones y silla, especialmente estando con tal perfección obrado, que, si de oro me diesen
otras tales, no las tomaré por las pintadas.»
El caballero, que ya tenía lo importante a su deseo, pareciéndole lo demás impertinente, aunque
en su tanto muy bueno, y no hallándose tan sobrado que lo pudiera pagar, con discreción le dijo:
«Yo os pedí un caballo solo, y tal como por bueno os lo pagaré, si me lo queréis vender; los jaeces,
quedaos con ellos o dadlos a otros, que no los he menester.» El pintor quedó corrido sin paga por su
obra añadida y haberse alargado a la elección de su albedrío, creyendo que por más composición le
fuera más bien premiado.
Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo
que oyeron o vieron, o que os digan la verdad y, sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que
se desconoce, como el rostro de la fea. Cada uno le da sus matices y sentidos, ya para exagerar,
incitar, aniquilar o divertir, según su pasión le dita. Así la estira con los dientes para que alcance; la
lima y pule para que entalle, levantando de punto lo que se les antoja, graduando, como conde
palatino, al necio de sabio, al feo de hermoso y al cobarde de valiente. Quilatan con u estimación las
cosas, no pensando cumplen con pintar el caballo si lo dejan en cerro y desenjaezado, ni dicen la
cosa si no la comentan como más viene a cuento a cada uno.
Tal sucedió a mi padre que, respeto de la verdad, ya no se dice cosa que lo sea. De tres han
hecho trece y los trece, trecientos; porque a todos les parece añadir algo más y, destos algos han
hecho un mucho que no tiene fondo ni se le halla suelo, reforzándose unas a otras añadiduras, y lo
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que en singular cada una no prestaba, juntas muchas hacen daño. Son lenguas engañosas y falsas
que, como saetas agudas y brasas encendidas, les han querido herir las honras y abrasar las famas,
de que a ellos y a mí resultan cada día notables afrentas.
Podrásme bien creer que, si valiera elegir de adonde nos pareciera, que de la masa de Adam
procurara escoger la mejor parte, aunque anduviéramos al puñete por ello. Mas no vale a eso, sino a
tomar cada uno lo que le cupiere, pues el que lo repartió pudo y supo bien lo que hizo. Él sea loado,
que, aunque tuve jarretes y manchas, cayeron en sangre noble de todas partes. La sangre e hereda y
el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus
padres.
Cuanto a lo primero, el mío y sus deudos fueron levantiscos. Vinieron a residir a Génova,
donde fueron agregados a la nobleza; y aunque de allí no naturales, aquí los habré de nombrar como
tales. Era su trato el ordinario de aquella tierra, y lo es ya por nuestros pecados en la nuestra:
cambios y recambios por todo el mundo. Hasta en esto lo persiguieron, infamándolo de logrero.
Muchas veces lo oyó a sus oídos y, con su buena condición, pasaba por ello. No tenían razón, que
los cambios han sido y son permitidos. No quiero yo loar, ni Dios lo quiera, que defienda ser lícito
lo que algunos dicen, prestar dinero por dinero, sobre prendas de oro o plata, por tiempo limitado o
que se queden rematadas, ni otros tratillos paliados, ni los que llaman cambio seco, ni que corra el
dinero de feria en feria, donde jamás tuvieron hombre ni trato, que llevan la voz de Jacob y las
manos de Esaú, y a tiro de escopeta descubren el engaño. Que las ales, aunque se las achacaron, yo
no las vi ni dellas daré señas.
Mas, lo que absolutamente se entiende cambio es obra indiferente, de que se puede usar bien y
mal; y, como tal, aunque injustamente, no me maravillo que, no debiéndola tener por mala, se
repruebe; mas la evidentemente buena, sin sombra de cosa que no lo sea, que se murmure y
vitupere, eso es lo que me asombra. Decir, si viese a un religioso entrar a la media noche por una
ventana en parte sospechosa, la espada en la mano y el broquel en el cinto, que va a dar los
sacramentos, es locura, que ni quiere Dios ni su Iglesia permite que yo sea tonto y de lo tal,
evidentemente malo, sienta bien. Que un hombre rece, frecuente virtuosos ejercicios, oiga misa,
onfiese y comulgue a menudo y por ello le llamen hipócrita, no lo puedo sufrir ni hay maldad
semejante a ésta.
Tenía mi padre un largo rosario entero de quince dieces, en que se enseñó a rezar- en lengua
castellana hablo-, las cuentas gruesas más que avellanas. Éste se lo dio mi madre, que lo heredó de
la suya. Nunca se le caía de las manos. Cada mañana oía su misa, sentadas ambas rodillas en el
suelo, juntas las manos, levantadas del pecho arriba, el sombrero encima dellas. Arguyéronle
maldicientes que estaba de aquella manera rezando para no oír, y el sombrero alto para no ver.
juzguen deste juicio los que se hallan desapasionados y digan si haya sido perverso y temerario, e
gente desalmada, sin conciencia.
También es verdad que esta murmuración tuvo causa: y fue su principio que, habiéndose alzado
en Sevilla un su compañero y llevándole gran suma de dineros, venía en su seguimiento, tanto a
remediar lo que pudiera del daño, como a componer otras cosas. La nave fue saqueada y él, con los
más que en ella venían, cautivo y llevado en Argel, donde, medroso y desesperado- el temor de no
saber cómo o con qué volver en libertad, desesperado de cobrar la deuda por bien de paz-, como
quien no dice nada, renegó.
Allá se casó con una mora hermosa y principal, con buena hacienda. Que en materia de interés
-por lo general, de quien siempre voy tratando, sin perjuicio de mucho número de nobles caballeros
y gente grave y principales, que en todas partes hay de todo-, diré de paso lo que en algunos deudos
de mi padre conocí el tiempo que los traté. Eran amigos de solicitar casas ajenas, olvidándose de las
proprias; que se les tratase verdad y de no decirla; que se les pagase lo que se les debía y no pagar lo
que debían; ganar y gastar largo, diese donde diese, que ya estaba rematada la prenda y -como
dicen- a Roma por todo. Sucedió pues, que, asegurado el compañero de no haber quien le pidiese,
acordó tomar medios con los acreedores presentes, poniendo condiciones y plazos, con que pudo
quedar de allí en adelante rico y satisfechas las deudas.
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Cuando esto supo mi padre, nacióle nuevo deseo de venirse con secreto y diligencia; y para
engañar a la mora, le dijo se quería ocupar en ciertos tratos de mercancías. Vendió la hacienda y,
puesta en cequíes -moneda de oro fino berberisca-, con las más joyas que pudo, dejándola sola y
pobre, se vino huyendo. Y sin que algún amigo ni enemigo lo supiera, reduciéndose a la fe de
Jesucristo, arrepentido y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia; la cual
siéndole dada, después de cumplida pasó adelante a cobrar su deuda. Ésta fue la causa por que
jamás le creyeron obra que hiciese buena. Si otra les piden, dirán lo que muchas veces con
impertinencia y sin propósito me dijeron: que quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo
en aquel género de maldad. La proposición es verdadera; pero no hay alguna sin excepción. ¿Qué
sabe nadie de la manera que toca Dios a cada uno y si, conforme dice una Auténtica, tenía ya
reintegradas las costumbres?
Veis aquí, sin más acá ni más allá, los linderos de mi padre. Porque decir que se alzó dos o tres
veces con haciendas ajenas, también se le alzaron a él, no es maravilla. Los hombres no son de
acero ni están obligados a tener como los clavos, que aun a ellos les falta la fuerza y suelen soltar y
aflojar. Estratagemas son de mercaderes, que donde quiera se pratican, en España especialmente,
donde lo han hecho granjería ordinaria. No hay de qué nos asombremos; allá se entienden, allá se lo
hayan; a sus confesores dan larga cuenta dello. Solo es Dios el juez de aquestas cosas, mire quien
los absuelve lo que hace. Muchos veo que lo traen por uso y a ninguno ahorcado por ello. Si fuera
delito, mala cosa o hurto, claro está que se castigara, pues por menos de seis reales vemos azotar y
echar cien pobretos a las galeras.
Por no ser contra mi padre, quisiera callar lo que siento; aunque si he de seguir al Filósofo, mi
amigo es Platón y mucho más la verdad, conformándome con ella. Perdone todo viviente, que
canonizo este caso por muy gran bellaquería, digna de muy ejemplar castigo.
Alguno del arte mercante me dirá: «Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va
determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, pícaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no
entiende?» Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar, que de buena gana sufriera tus
oprobios, en tal que se castigara y tuviera remedio esta honrosa manera de robar, aunque mi padre
estrenara la horca. Corra como corre, que la reformación de semejantes cosas importantes otras que
lo son más, va de capa caída y a mí no me toca: es dar voces al lobo, tener el sol y predicar en
desierto.
Vuelvo a lo que más le achacaron: que estuvo preso por lo que tú dices o a ti te dijeron; que por
ser hombre rico y -como dicen- el padre alcalde y compadre el escribano, se libró; que hartos
indicios hubo para ser castigado. Hermano mío, los indicios no son capaces de castigo por sí solos.
Así te pienso concluir que todas han sido consejas de horneras, mentiras y falsos testimonios
levantados; porque confesándote una parte, no negarás de la mía ser justo defenderte la otra. Digo
que tener compadres escribanos es conforme al dinero con que cada uno pleitea; que en robar a ojos
vistas tienen algunos el alma del gitano y harán de la justicia el juego de pasa pasa, poniéndola en el
lugar que se les antojare, sin que las partes lo puedan impedir ni los letrados lo sepan defender ni el
juez juzgar.
Y antes que me huya de la memoria, oye lo que en la iglesia de San Gil de Madrid predicó a
los señores del Consejo Supremo un docto predicador, un viernes de la cuaresma. Fue discurriendo
por todos los ministros de justicia hasta llegar al escribano, al cual dejó de industria para la postre, y
dijo: «Aquí ha parado el carro, metido y sonrodado está en el lodo; no sé cómo salga, si el ángel de
Dios no revuelve la piscina. Confieso, señores, que de treinta y más años a esta parte tengo vistas y
oídas confesiones de muchos pecadores que caídos en un pecado reincidieron muchas veces en él, y
a todos, por la misericordia de Dios, que han reformado sus vidas y conciencias. Al amancebado le
consumieron el tiempo y la mala mujer; al jugador desengañó el tablajero que, como sanguisuela de
unos y otros, poco a poco les va chupando la sangre: hoy ganas, mañana pierdes, rueda el dinero,
vásele quedando, y los que juegan, sin él; al famoso ladrón reformaron el miedo y la vergüenza; al
temerario murmurador, la perlesía, de que pocos escapan; al soberbio su misma miseria lo
desengaña, conociéndose que es lodo; al mentiroso puso freno la mala voz y afrentas que de
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ordinario recibe en sus mismas barbas; al desatinado blasfemo corrigieron continuas reprehensiones
de sus amigos y deudos. Todos tarde o temprano sacan fruto y dejan, como la culebra, el hábito
viejo, aunque para ello se estrechen. A todos he hallado señales de su salvación; en sólo el
escribano pierdo la cuenta: ni le hallo enmienda más hoy que ayer, este año que los treinta pasados,
que siempre es el mismo. Ni sé cómo se confiesa ni quién lo absuelve -digo al que no usa fielmente
de su oficio-, porque informan y escriben lo que se les antoja, y por dos ducados o por complacer a
el amigo y aun a la amiga -que negocian mucho los mantos- quitan las vidas, las honras y las
haciendas, dando puerta a infinito número de pecados. Pecan de codicia insaciable, tienen hambre
canina, con un calor de fuego infernal en el alma, que les hace tragar sin mascar, a diestro y a
siniestro, la hacienda ajena. Y como reciben por momentos lo que no se les debe, y aquel dinero,
puesto en las palmas de las manos, en el punto se convierte en sangre y carne, no lo pueden volver a
echar de sí, y al mundo y al diablo sí. Y así me parece que cuando alguno se salva -que no todos
deben de ser como los que yo he llegado a tratar-, al entrar en la gloria, dirán los ángeles unos a
otros llenos de alegría: 'Laetamini in Domino. ¿Escribano en el cielo? Fruta nueva, fruta nueva'.»
Con esto acabó su sermón.
Que hayan vuelto al escribano, pase. También sabrá responder por sí, dando a su culpa
disculpa, que el hierro también se puede dorar. Y dirán que son los aranceles del tiempo viejo, que
los mantenimientos cada día valen más, que los pechos y derechos crecen, que no les dieron de
balde los oficios, que de su dinero han de sacar la renta y pagarse de la ocupación de su persona.
Y así debió de ser en todo tiempo, pues Aristóteles dice que el mayor daño que puede venir a la
república es de la venta de los oficios. Y Alcámeno, espartano, siendo preguntado cómo será un
reino bienaventurado, respondió que menospreciando el rey su propia ganancia. Mas el juez que se
lo dieron gracioso, en confianza para hacer oficio de Dios, y, así se llaman dioses de la tierra, decir
deste tal que vende la justicia dejando de castigar lo malo y premiar lo bueno y que, si le hallara
rastro de pecado, lo salvara, niégolo y con evidencia lo pruebo.
¿Quién ha de creer haya en el mundo juez tan malo, descompuesto ni desvergonzado -que tal
sería el que tal hiciese-, que rompa la ley y le doble la vara un monte de oro? Bien que por ahí dicen
algunos que esto de pretender oficios y judicaturas va por ciertas indirectas y destiladeras, o, por
mejor decir, falsas relaciones con que se alcanzan; y después de constituidos en ellos, para volver
algunos a poner su caudal en pie, se vuelven como pulpos. No hay poro ni coyuntura en todo su
cuerpo que no sean bocas y garras. Por allí les entra y agarran el trigo, la cebada, el vino, el aceite,
el tocino, el paño, el lienzo, sedas, joyas y dineros. Desde las tapicerías hasta las especerías, desde
su cama hasta la de su mula, desde lo más granado hasta lo más menudo; de que sólo el arpón de la
muerte los puede desasir, porque en comenzándose a corromper, quedan para siempre dañados con
el mal uso y, así reciben como si fuesen gajes, de manera que no guardan justicia; disimulan con los
ladrones, porque les contribuyen con las primicias de lo que roban; tienen ganado el favor y perdido
el temor, tanto el mercader como el regatón, y con aquello cada no tiene su ángel de guarda
comprado por su dinero, o con lo más difícil de enajenar, para las impertinentes necesidades del
cuerpo, demás del que Dios les dio para las importantes del alma.
Bien puede ser que algo desto suceda y no por eso se ha de presumir; mas el que diere con la
codicia en semejante bajeza, será de mil uno, mal nacido y de viles pensamientos, y no le quieras
mayor mal ni desventura: consigo lleva el castigo, pues anda señalado con el dedo. Es murmurado
de los hombres, aborrecido de los ángeles, en público y secreto vituperado de todos. Y así no por
éste han de perder los demás; y si alguno se queja de agraviado, debes creer que, como sean los
pleitos contiendas de diversos fines, no es posible que ambas partes queden contentas de un juicio.
Quejosos ha de haber con razón o sin ella, pero advierte que estas cosas quieren solicitud y maña. Y
si te falta, será la culpa tuya, y no será mucho que pierdas tu derecho, no sabiendo hacer tu hecho, y
que el juez te niegue la justicia, porque muchas veces la deja de dar al que le consta tenerla, porque
no la prueba y lo hizo el contrario bien, mal o como pudo; y otras por negligencia de la parte o
porque les falta fuerza y dineros con que seguirla y tener opositor poderoso. Y así no es bien culpar
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jueces, y menos en superiores tribunales, donde son muchos y escogidos entre los mejores; y
cuando uno por alguna pasión quisiese precipitarse, los otros no la tienen y le irían a la mano.
Acuérdome que un labrador en Granada solicitaba por su interese un pleito, en voz de concejo,
contra el señor de su pueblo, pareciéndole que lo había con Pero Crespo, el alcalde dél, y que
pudiera traer los oidores de la oreja. Y estando un día en la plaza Nueva mirando la portada de la
Chancillería, que es uno de los más famosos edificios, en su tanto, de todos los de España, y a quien
de los de su manera no se le conoce igual en estos tiempos, vio que las armas reales tenían en el
remate a los dos lados la Justicia y Fortaleza. Preguntándole otro labrador de su tierra qué hacía, por
qué no entraba a solicitar su negocio, le respondió: «Estoy considerando que estas cosas no son para
mí, y de buena gana me fuera para mi casa; porque en ésta tienen tan alta la usticia, que no se deja
sobajar, ni sé si la podré alcanzar.»
No es maravilla, como dije, y lo sería, aunque uno la tenga, no sabiendo ni pudiéndola
defender, si se la diesen. A mi padre se la dieron porque la tuvo, la supo y pudo pleitear; demás que
en el tormento purgó los indicios y tachó los testigos de pública enemistad, que deponían de vanas
presunciones y de vano fundamento.
Ya oigo al murmurador diciendo la mala voz que tuvo: rizarse, afeitarse y otras cosas que
callo, dineros que bullían, presentes que cruzaban, mujeres que solicitaban, me dejan la espina en el
dedo. Hombre de la maldición, mucho me aprietas y, cansado me tienes: pienso desta vez dejarte
satisfecho y no responder más a tus replicatos, que sería proceder en infinito aguardar a tus
sofisterías. Y así, no digo que dices disparates ni cosas de que no puedas obtener la parte que
quisieres, en cuanto la verdad se determina. Y cuando los pleitos andan de ese modo, escandalizan,
mas todo es menester. Líbrete Dios de juez con leyes del encaje y escribano enemigo de cualquier
dellos cohechado.
Mas cuando te quieras dejar llevar de la opinión y voz del vulgo - que siempre es la más flaca y
menos verdadera, por serlo el sujeto de donde sale-, dime como cuerdo: ¿todo cuanto has dicho es
parte para que indubitablemente mi padre fuese culpado? Y más que, si es cierta la opinión de
algunos médicos, que lo tienen por enfermedad, ¿quién puede juzgar si estaba mi padre sano? Y a lo
que es tratar de rizados y más porquerías, no lo alabo, ni a los que en España lo consienten, cuanto
más a los que lo hacen.
Lo que le vi el tiempo que lo conocí, te puedo decir. Era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de
naturaleza, tenía los ojos grandes, turquesados. Traía copete y sienes ensortijadas. Si esto era
propio, no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara ni arrojara en la calle semejantes
prendas. Pero si es verdad, como dices, que se valía de untos y artificios de sebillos que los dientes
y manos, que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías,
confesaréte cuanto dél dijeres y seré su capital enemigo y de todos los que de cosa semejante tratan;
pues demás que son actos de afeminados maricas, dan ocasión para que dellos murmuren y se
sospeche toda vileza, viéndolos embarrados y compuestos con las cosas tan solamente a mujeres
permitidas, que, por no tener bastante hermosura, se ayudan de pinturas y barnices, a costa de su
salud y dinero. Y es lástima de ver que no sólo las feas son las que aquesto hacen, sino aun las muy
hermosas, que pensando parecerlo más, comienzan en la cama por la mañana y acaban a mediodía,
la mesa puesta. De donde no sin razón digo que la mujer, cuanto más mirare la cara, tanto más
destruye la casa. Si esto es aun en mujeres vituperio, ¿cuánto lo será más en los hombres?
¡Oh fealdad sobre toda fealdad, afrenta de todas las afrentas! No me podrás decir que amor
paterno me ciega ni el natural de la patria me cohecha, ni me hallarás fuera de razón y verdad. Pero
si en lo malo hay descargo, cuando en alguna parte hubiera sido mi padre culpado, quiero decirte
una curiosidad, por ser este su lugar, y todo sucedió casi en un tiempo. A ti servirá de viso y a mí de
consuelo, como mal de muchos.
El año de mil y quinientos y doce, en Ravena, poco antes que fuese saqueada, hubo en Italia
crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy estraño, que puso grandísima admiración.
Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo, cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno
en la frente. Faltábanle los brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago.
306
Tenía en el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz bien
formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No tenía más de un muslo y en
él una pierna con su pie de milano y las garras de la misma forma. En el ñudo de a rodilla tenía un
ojo solo.
De aquestas monstruosidades tenían todos muy gran admiración; y considerando personas muy
doctas que siempre semejantes monstruos suelen ser prodigiosos, pusiéronse a especular su
significación. Y entre las más que se dieron, fue sola bien recebida la siguiente: que el cuerno
significaba orgullo y ambición; las alas, inconstancia y ligereza; falta de brazos, falta de buenas
obras; el pie de ave de rapiña, robos, usuras y avaricias; el ojo en la rodilla, afición a vanidades y
cosas mundanas; los dos sexos, sodomía y bestial bruteza; en todos los cuales vicios abundaba por
entonces toda Italia, por lo cual Dios la castigaba con aquel azote de guerras y disensiones. Pero la
cruz y la Y eran señales buenas y dichosas, porque la Y en el pecho significaba virtud; la cruz en el
vientre, que si, reprimiendo las torpes carnalidades, abrazasen en su pecho la virtud, les daría Dios
paz y ablandaría su ira.
Ves aquí, en caso negado, que, cuando todo corra turbios, iba mi padre con el hilo de la gente y
no fue solo el que pecó. Harto más digno de culpa serías tú, si pecases, por la mejor escuela que has
tenido. Ténganos Dios de su mano para no caer en otras semejantes miserias, que todos somos
hombres.
307
Juan Meléndez Valdés
Oda II
El amor mariposa
Viendo el Amor un día
que mil lindas zagalas
huían de él medrosas
por mirarle con armas,
dicen que de picado
les juró la venganza
y una burla les hizo,
como suya, extremada.
Tornose en mariposa,
los bracitos en alas,
y los pies ternezuelos
en patitas doradas.
¡Oh!, ¡qué bien que parece!
¡Oh!, ¡qué suelto que vaga,
y ante el sol hace alarde
de su púrpura y nácar!
Ya en el valle se pierde,
ya en una flor se para,
ya otra besa festivo,
y otra ronda y halaga.
Las zagalas, al verle,
por sus vuelos y gracia
mariposa le juzgan
y en seguirle no tardan.
Una a cogerle llega,
y él la burla y se escapa;
otra en pos va corriendo,
y otra simple le llama,
despertando el bullicio
de tan loca algazara
en sus pechos incautos
la ternura más grata.
Ya que juntas las mira,
dando alegres risadas
súbito Amor se muestra,
y a todas las abrasa.
308
Mas las alas ligeras
en los hombros por gala
se guardó el fementido,
y así a todos alcanza.
También de mariposa
le quedó la inconstancia:
llega, hiere, y de un pecho
a herir otro se pasa.
309
José de Cadalso
Cartas Marruecas
Carta XXVII
Del mismo al mismo
Toda la noche pasada estuvo hablando mi amigo Nuño de una cosa que llaman fama póstuma.
Éste es un fantasma que ha alborotado muchas provincias y quitado el sueño a muchos, hasta
secarles el cerebro y hacerles perder el juicio. Alguna dificultad me costó entender lo que era, pero
lo que aun ahora no puedo comprender es que haya hombres que apetezcan la tal fama. ¡Cosa que
yo no he de gozar, no sé por qué he de apetecerla! Si después de morir en opinión de hombre
insigne, hubiese yo de volver a segunda vida, en que sacase el fruto de la fama que merecieron las
acciones de la primera, y que esto fuese indefectible, sería cosa muy cuerda trabajar en la actual
para la segunda: era una especie de economía, aun mayor y más plausible que la del joven que
guarda para la vejez. Pero, Ben-Beley, ¿de qué me servirá? ¿Qué puede ser este deseo que vemos en
algunos tan eficaz de adquirir tan inútil ventaja? En nuestra religión y en la cristiana, el hombre que
muere no tiene ya conexión temporal con los que quedan vivos. Los palacios que fabricó no le han
de hospedar, ni ha de comer el fruto del árbol que dejó plantado, ni ha de abrazar los hijos que dejó;
¿de qué, pues, le sirven los hijos, los huertos, los palacios? ¿Será, acaso, la quinta esencia de
nuestro amor propio este deseo de dejar nombre a la posteridad? Sospecho que sí. Un hombre que
logró atraerse la consideración de su país o siglo, conoce que va a perder el humo de tanto
incensario desde el instante que expire; conoce que va a ser igual con el último de sus esclavos. Su
orgullo padece en este instante un abatimiento tan grande como lo fue la suma de todas las lisonjas
recibidas mientras adquirió la fama. ¿Por qué no he de vivir eternamente, dícese a sí mismo,
recibiendo los aplausos que voy a perder? Voces tan agradables, ¿no han de volver a lisonjear mis
oídos? El gustoso espectáculo de tanta rodilla hincada ante mí, ¿no ha de volver a deleitar mi vista?
La turba de los que me necesitan, ¿han de volverme la espalda? ¿Han de tener ya por objeto de asco
y horror el que fue para ellos un dios tutelar, a quien temblaban airado y aclamaban piadoso?
Semejantes reflexiones le atormentan en la muerte; pero hace su último esfuerzo su amor propio, y
le engaña diciendo: tus hazañas llevarán tu nombre de siglo en siglo a la más remota posteridad; la
fama no se oscurece con el humo de la hoguera, ni se corrompe con el polvo del sepulcro. Como
hombre, te comprende la muerte; como héroe, la vences. Ella misma se hace la primera esclava de
tu triunfo, y su guadaña el primero de tus trofeos. La tumba es una cuna nueva para semidioses
como tú; en su bóveda han de resonar las alabanzas que te canten futuras generaciones. Tu sombra
ha de ser tan venerada por los hijos de los que viven como lo fue tu presencia entre sus padres.
Hércules, Alejandro y otros ¿no viven? ¿Acaso han de olvidarse sus nombres? Con estos y otros
iguales delirios se aniquila el hombre; muchos de este carácter inficionan toda la especie; y anhelan
a inmortalizarse algunos que ni aun en su vida son conocidos.
Carta XXVIII
De Ben-Beley a Gazel, respuesta de la anterior
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He leído muchas veces la relación que me haces de esas especies de locura que llaman deseo de
la fama póstuma. Veo lo que me dices del exceso de amor propio, de donde nace esa necedad de
querer un hombre sobrevivirse a sí mismo. Creo, como tú, que la fama póstuma de nada sirve al
muerto, pero puede servir a los vivos con el estímulo del ejemplo que deja el que ha fallecido. Tal
vez éste es el motivo del aplauso que logra.
En este supuesto, ninguna fama póstuma es apreciable sino la que deja el hombre de bien. Que
un guerrero transmita a la posteridad la fama de conquistador, con monumentos de ciudades
asaltadas, naves incendiadas, campos desbaratados, provincias despobladas, ¿qué ventajas producirá
su nombre? Los siglos venideros sabrán que hubo un hombre que destruyó medio millón de
hermanos suyos; nada más. Si algo más se produce de esta inhumana noticia, será tal vez enardecer
el tierno pecho de algún joven príncipe; llenarle la cabeza de ambición y el corazón de dureza;
hacerle dejar el gobierno de su pueblo y descuidar la administración de la justicia para ponerse a la
cabeza de cien mil hombres que esparzan el terror y llanto por todas las provincias vecinas. Que un
sabio sea nombrado con veneración por muchos siglos, con motivo de algún descubrimiento nuevo
en las que se llaman ciencias, ¿qué fruto sacarán los hombres? Dar motivo de risa a otros sabios
posteriores, que demostrarán ser engaño lo que el primero dio por punto evidente; nada más. Si algo
más sale de aquí, es que los hombres se envanezcan de lo poco que saben, sin considerar lo mucho
que ignoran.
La fama póstuma del justo y bueno tiene otro mayor y mejor influjo en los corazones de los
hombres, y puede causar superiores efectos en el género humano. Si nos hubiésemos aplicado a
cultivar la virtud tanto como las armas y las letras, y si en lugar de las historias de los guerreros y
los literatos se hubiesen escrito con exactitud las vidas de los hombres buenos, tal obra, ¡cuánto más
provechosa sería! Los niños en las escuelas, los jueces en los tribunales, los reyes en los palacios,
los padres de familia en el centro de ellas, leyendo pocas hojas de semejante libro, aumentarían su
propia bondad y la ajena, y con la misma mano desarraigarían la propia y la ajena maldad.
El tirano, al ir a cometer un horror, se detendría con la memoria de los príncipes que contaban
por perdido el día de su reinado que no señalaban con algún efecto de benignidad. ¿Qué madre
prostituiría sus hijas? ¿Qué marido se volvería verdugo de su mujer? ¿Qué insolente abusaría de la
flaqueza de una inocente virgen? ¿Qué padre maltrataría a su hijo? ¿Qué hijo no adoraría a su
padre? ¿Qué esposa violaría el lecho conyugal? Y, en fin, ¿quién sería malo, acostumbrado a ver
tantos actos de bondad? Los libros frecuentes en el mundo apenas tratan sino de venganzas,
rencores, crueldades y otros defectos semejantes, que son las acciones celebradas de los héroes cuya
fama póstuma tanto nos admira. Si yo hubiese sido siglos ha un hombre de estos insignes, y
resucitase ahora a recoger los frutos del nombre que dejé aún permanente, sintiera mucho oír estas o
iguales palabras: «Ben-Beley fue uno de los principales conquistadores que pasaron el mar con
Tarif. Su alfanje dejó las huestes cristianas como la siega deja el campo en que hubo trigo. Las
aguas del Guadalete se volvieron rojas con la sangre goda que él solo derramó. Tocáronle muchas
leguas del terreno conquistado; lo hizo cultivar por muchos millares de españoles. Con el trabajo de
otros tantos se mandó fabricar dos alcázares suntuosos: uno en los fértiles campos de Córdoba, otro
en la deliciosa Granada; adornólos ambos con el oro y plata que le tocaron en el reparto de los
despojos. Mil españolas de singular belleza se ocupaban en su delicia y servido. Llegado ya a una
gloriosa vejez, le consolaron muchos hijos dignos de besar la mano a tal padre; instruidos por él,
llevaron nuestros pendones hasta la falda de los Pirineos e hicieron a su padre abuelo de una prole
numerosa, que el cielo pareció multiplicar por la total aniquilación del nombre español. En estas
hojas, en estas piedras, en estos bronces están los hechos de Ben-Beley. Con esta lanza atravesó a
Atanagildo; con esta espada degolló a Endeca; con aquel puñal mató a Valia, etc.»
Nada de esto lisonjearía mi oído. Semejantes voces harían estremecer mi corazón. Mi pecho se
partiría como la nube que despide el rayo. ¡Cuán diferentes efectos me causaría oír!: «Aquí yace
311
Ben-Beley, que fue buen hijo, buen padre, buen esposo, buen amigo, buen ciudadano. Los pobres le
querían porque les aliviaba en las miserias; los magnates también, porque no tenía el orgullo de
competir con ellos. Amábanle los extraños, porque hallaban en él la justa hospitalidad; llóranle los
propios, porque han perdido un dechado vivo de virtudes. Después de una larga vida, gastada toda
en hacer bien, murió no sólo tranquilo, sino alegre, rodeado de hijos, nietos y amigos, que llorando
repetían: no merecía vivir en tan malvado mundo; su muerte fue como el ocaso del sol, que es
glorioso y resplandeciente, y deja siempre luz a los astros que quedan en su ausencia».
Sí, Gazel, el día que el género humano conozca que su verdadera gloria y ciencia consiste en la
virtud, mirarán los hombres con tedio a los que tanto les pasman ahora. Estos Aquiles, Ciros,
Alejandros y otros héroes de armas y los iguales en letras dejarán de ser repetidos con frecuencia; y
los sabios (que entonces merecerán este nombre) andarán indagando a costa de muchos desvelos los
nombres de los que cultivan las virtudes que hacen al hombre feliz. Si tus viajes no te mejoran en
ellas, si la virtud que empezó a brillar en tu corazón desde niño como matiz en la tierna flor no se
aumenta con lo que veas y oigas, volverás tal vez más erudito en las ciencias europeas, o más lleno
del furor y entusiasmo soldadesco; pero miraré como perdido el tiempo de tu ausencia. Si al
contrario, como lo pido a Alá, han ido creciendo tus virtudes al paso que te acercas más a tu patria,
semejante al río que toma notable incremento al paso que llega al mar, me parecerán otros tantos
años más de vida concedidos a mi vejez los que hayas gastado en tus viajes.
Carta LXXVIII
Del mismo al mismo
¿Sabes tú lo que es un verdadero sabio escolástico? No digo de aquellos que, siguiendo por
carrera o razón de estado el método común, se instruyen plenamente a sus solas de las verdaderas
ciencias positivas, estudian a Newtón en su cuarto y explican a Aristóteles en su cátedra -de los
cuales hay muchos en España-, sino de los que creen en su fuero interno que es desatino físico y
ateísmo puro todo lo que ellos mismos no enseñan a sus discípulos y no aprendieron de sus
maestros. Pues mira, hazte cuenta que vas a oírle hablar. Figúrate antes que ves un hombre muy
seco, muy alto, muy lleno de tabaco, muy cargado de anteojos, muy incapaz de bajar la cabeza ni
saludar a alma viviente, y muy adornado de otros requisitos semejantes. Ésta es la pintura que Nuño
me hizo de ellos, y que yo verifiqué ser muy conforme al original cuando anduve por sus
universidades. Te dirán, pues, de este modo, si le vas insinuando alguna afición tuya a otras ciencias
que las que él sabe:
«Para nada se necesitan dos años, ni uno siquiera, de retórica. Con saber unas cuantas docenas de
voces largas de catorce o quince sílabas cada una, y repetirlas con frecuencia y estrépito, se
compone una oración o bien fúnebre o bien gratulatoria». Si le dices las ventajas de la buena
oratoria, su uso, sus reglas, los ejemplos de Solís, Mendoza, Mariana u otros, se echará a reír y te
volverá la espalda.
«La poesía es un pasatiempo frívolo. ¿Quién no sabe hacer una décima o glosar una cuarteta de
repente a una dama, a un viejo, contra un médico o una vieja, en memoria de tal santo u en
reverenda de tal Misterio? » Si le dices que esto no es poesía, que la poesía es una cosa inexplicable
312
y que sólo se aprende y se conoce leyendo los poetas griegos y latinos y tal cual moderno; que la
religión misma usa de la poesía en las alabanzas al Criador; que la buena poesía es la piedra de
toque del buen gusto de una nación o siglo; que, despreciando las producciones ridículas de
equivoquistas, truhanes y bufones, las poesías heroicas y satíricas son las obras tal vez más útiles a
la república literaria, pues sirven para perpetuar la memoria de los héroes y corregir las costumbres
de nuestros contemporáneos, no harían caso de ti.
«La física moderna es un juego de títeres. He visto esas que llaman máquinas de física
experimental: juego de títeres, vuelvo a decir, agua que sube, fuego que baja, hilos, alambres,
cartones, puro juguete de niños». Si le instas que a lo que él llama juego de títeres deben todas las
naciones los adelantamientos en la vida civil, y aun de la vida física, pues estarían algunas
provincias debajo del agua sin el uso de los diques y máquinas construidas por buenos principios de
la tal ciencia; si les dices que no hay arte mecánica que no necesite de dicha física para subsistir y
adelantar; si les dices, en fin, que en todo el universo culto se hace mucho caso de esta ciencia y de
sus profesores, te llamaré hereje.
Pobre de ti si le hablas de matemáticas. «Embuste y pasatiempo -dirá él muy grave-. Aquí
tuvimos a don Diego de Torres, repetirá con mucha solemnidad y orgullo, y nunca estimamos su
facultad, aunque mucho su persona por las sales y conceptos de sus obras». Si le dices: yo no sé
nada de don Diego de Torres, sobre si fue o no gran matemático, pero las matemáticas son y han
sido siempre tenidas por un conjunto de conocimientos que forman la única ciencia que así puede
llamarse entre los hombres. Decir si ha de llover por marzo, ha de hacer frío por diciembre, si han
de morir algunas personas en este año y nacer otras en el que viene, decir que tal planeta tiene tal
influjo, que el comer melones ha de dar tercianas, que el nacer en tal día, a tal hora, significa tal o
tal serie de acontecimientos, es, sin duda, un despreciable delirio; y si ustedes han llamado a esto
matemática, y si creen que la matemática no es otra cosa diversa, no lo digan donde lo oigan gentes.
La física, la navegación, la construcción de los navíos, la fortificación de las plazas, la arquitectura
civil, los acampamentos de los ejércitos, la fundición, manejo y suceso de la artillería, la formación
de los caminos, el adelantamiento de todas las artes mecánicas, y otras partes más sublimes, son
ramos de esta facultad, y vean ustedes si estos ramos son útiles en la vida humana.
«La medicina que basta, dirá el mismo, es lo extractado de Galeno e Hipócrates. Aforismos
racionales, ayudados de buenos silogismos, bastan para constituir un buen médico». Si le dices que,
sin despreciar el mérito de aquellos dos sabios, los modernos han adelantado en esta facultad por el
mayor conocimiento de la anatomía y botánica, que no tuvieron en tanto grado los antiguos, a más
de muchos medicamentos, como la quina y mercurio, que no se usó hasta ahora poco, también se
reirá de ti.
Así de las demás facultades. Pues ¿cómo hemos de vivir con estas gentes?, preguntará
cualquiera. Muy fácilmente, responde Nuño. Dejémoslos gritar continuamente sobre la famosa
cuestión que propone un satírico moderno, utrum chimera, bombilians in vacuo possit comedere
secundas intentiones. Trabajemos nosotros a las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros
los extranjeros; haga nuestra juventud los progresos que pueda; procure dar obras al público sobre
materias útiles, deje morir a los viejos como han vivido, y cuando los que ahora son mozos lleguen
a edad madura, podrán enseñar públicamente lo que ahora aprenden ocultos. Dentro de veinte años
se ha de haber mudado todo el sistema científico de España insensiblemente, sin estrépito, y
entonces verán las academias extranjeras si tienen motivo para tratarnos con desprecio. Si nuestros
sabios tardan algún tiempo en igualarse con los suyos, tendrán la excusa de decirles: -Señores,
cuando éramos jóvenes, tuvimos unos maestros que nos decían: Hijos míos, vamos a enseñaros todo
cuanto hay que saber en el mundo; cuidado no toméis otras lecciones, porque de ellas no
aprenderéis sino cosas frívolas, inútiles, despreciables y tal vez dañosas. Nosotros no teníamos gana
de gastar el tiempo sino en lo que nos pudiese dar conocimientos útiles y seguros, con que nos
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aplicamos a lo que oíamos. Pero a poco fuimos oyendo otras voces y leyendo otros libros, que, si
nos espantaron al principio, después nos gustaron. Los empezamos a leer con aplicación, y como
vimos que en ellos se contenían mil verdades en nada opuestas a la religión ni a la patria, pero sí a
la desidia y preocupación, fuimos dando varios usos a unos y a otros cartapacios y libros
escolásticos, hasta que no quedó uno. De esto ya ha pasado algún tiempo, y en él nos hemos
igualado con ustedes, aunque nos llevaban siglo y cerca de medio de delantera. Cuéntese por nada
lo dicho, y pongamos la fecha desde hoy, supo suponiendo que la península se hundió a mediados
del siglo XVII y ha vuelto a salir de la mar a últimos del de XVIII.
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El delincuente honrado
(1773)
de
Jovellanos
¤¤¤¤
Índice
Personajes:
DON JUSTO DE LARA, alcalde de casa y corte.
DON SIMÓN DE ESCOBEDO, Corregidor de Segovia y padre de
DOÑA LAURA, viuda del marqués de Montilla y esposa actual de
DON TORCUATO RAMÍREZ, hijo natural, desconocido, de Don Justo.
DON ANSELMO, amigo de don Torcuato.
DON CLAUDIO, escribano, oficial de la sala.
DON JUAN, mayordomo de don Simón.
FELIPE, criado de don Torcuato.
EUGENIA, criada de doña Laura.
Un Alcalde, dos centinelas, tropa y Ministros de Justicia.
Acto I
Acto II
Acto III
Acto IV
Acto V
Acto I
El teatro representa el estudio del Corregidor, adornado sin ostentación. A un lado se verán dos
estantes con algunos librotes viejos, todos en gran folio y encuadernados en pergamino. Al otro
habrá un gran bufete, y sobre él varios libros, procesos y papeles. TORCUATO, sentado, acaba de
cerrar un pliego, le guarda, y se levanta con semblante inquieto.
Escena I
TORCUATO.- No hay remedio; ya es preciso tomar algún partido. Las diligencias que se practican
son muy vivas, y mi delito se va a descubrir. ¡Ay, Laura! ¿Qué dirás cuando sepas que he sido el
matador de tu primer esposo? ¿Podrás tú perdonarme...? Pero mi amigo tarda, y yo no puedo
sosegar un momento. (Vuelve a sentarse, toma un libro, empieza a leer, y le deja al punto.). Este
ministro que ha venido al seguimiento de la causa es tan activo... ¡Ah!, ¿dónde hallaré un asilo
contra el rigor de las leyes...? Mi amor y mi delito me seguirán a todas partes... Pero Felipe viene.
315
Escena II
TORCUATO, FELIPE.
FELIPE.- Señor...
TORCUATO.- Pues ¿y don Anselmo?
FELIPE.- Viene al instante. ¡Oh, qué trabajo me costó despertarle! Cuando entré en su cuarto estaba
dormido como un tronco; pero le hablé tan recio, metí tanta bulla y di tales tirones de la ropa de su
cama, que hubo de volver de su profundo letargo, y me dijo que venía corriendo. Ya yo me volvía
muy satisfecho de su respuesta, cuando veo que, dando una vuelta al otro lado, se echó a roncar
como un prior; con que me quité de ruidos, y con grandísimo tiento le fui poco a poco
incorporando; le arrimé las calcetas, ayudele a vestirse, y gracias a Dios, le dejo ya con los huesos
en punta.
TORCUATO.- Muy bien. ¿Y has sabido si tendremos carruaje?
FELIPE.- ¿Carruaje? Cuantos pidáis. Mientras la corte está en San Ildefonso, no hay cosa más de
sobra en Segovia; pero, como yo no sabía dónde era nuestro viaje, no me atreví a ajustar alguno. Si
vamos a Madrid, tendremos retornos a docenas. El coche que trajo el alcalde de corte aún no se ha
ido y se podrá ajustar barato. ¡Ah, señor! (me acuerdo ahora por el alcalde de corte), ¿no sabéis lo
que hay de nuevo...? (TORCUATO nada le responde.) Acaban de traer a la cárcel a Juanillo, el
criado del Marqués. (TORCUATO se inmuta.) ¡Pobrete! Ahora tendrá que confesar de plano, si no
quiere cantar en el ansia. Dicen que sabe cuanto pasó en el desafío de su amo. Pardiez, él será muy
tonto en no desembuchar cuanto ha visto.
TORCUATO.- (Aparte.) Ya el riesgo es más urgente... Felipe.
FELIPE.- Señor...
TORCUATO.- Haz que mis vestidos se pongan en los baúles; a Eugenia que te entregue toda mi
ropa blanca; y date prisa, porque nuestro viaje es pronto, y durará algunos días.
FELIPE.- Aquí hay algún misterio. (Anda por el cuarto, poniendo en orden los muebles, y
recogiendo alguna ropa de su amo que habrá sobre ellos.)
TORCUATO.- Aún no parece Anselmo... (Sacando el reloj.) Las siete y cuarto. ¡Qué tardo pasa el
tiempo sobre la vida de un desdichado!
FELIPE.- (Sin dejar su ocupación.) ¡Tan recién casado hacer un viaje...! ¡Él está tan triste...! ¿Qué
diablos tendrá?
TORCUATO.- Acaso juzgará intempestiva mi resolución. ¡Ah!, no sabe toda la aflicción de mi
alma.
FELIPE.- (Mirando a su amo.) ¡Tiene un genio tan reservado...!
TORCUATO.- Ya parece que viene.
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FELIPE.- No quiero interrumpirlos.
TORCUATO.- Cuidado con lo que te tengo prevenido. Si alguien me buscare, que no estoy en casa,
y si don Simón preguntase por mí, que estoy escribiendo.
Escena III
ANSELMO, TORCUATO.
ANSELMO.- A fe, amigo mío, que me has hecho bien mala obra. ¡Dejar la cama a las siete de la
mañana...! Hombre, no lo haría ni por una duquesa; mas tu recado fue tan ejecutivo... (Después de
alguna pausa.) Pero, Torcuato, tú estás triste... Tus ojos... Vaya, ¿apostemos a que has llorado?
TORCUATO.- En mi dolor apenas he tenido ese pequeño desahogo.
ANSELMO.- ¿Desahogo? ¿Las lágrimas...? No lo entiendo. Pues qué, ¿un hombre como tú no se
correría...?
TORCUATO.- Si las lágrimas son efecto de la sensibilidad del corazón, ¡desdichado de aquel que
no es capaz de derramarlas!
ANSELMO.- Como quiera que sea, yo no te comprendo, Torcuato. Tus ojos están hinchados, tu
semblante triste, y de algunos días a esta parte noto que has perdido tu natural alegría. ¿Qué es esto?
Cuando debieras... Hombre, vamos claros; ¿quieres que te diga lo que he pensado? Tú acabas de
casarte con Laura, y por más que la quieras, tener una mujer para toda la vida, sufrir a un suegro
viejo e impertinente, empezar a sentir la falta de la dulce libertad y el peso de las obligaciones del
matrimonio, son sin duda para un joven graves motivos de tristeza; y ve aquí a lo que atribuyo la
tuya. Pero, si esta es la causa, tú no tienes disculpa, amigo mío, porque te la has buscado por tu
mano. Por otra parte, Laura es virtuosa, es linda, tiene un genio dócil y amable, te quiere mucho; y
tú, que has sido siempre derretido, creo que no le vas en zaga. (Viendo que no le responde.) Sobre
todo, Torcuato, tú no debes afligirte por frioleras; goza con sosiego de las dulzuras del matrimonio;
que ya llegará el día en que cada cual tome su partido.
TORCUATO.- ¡Ay, Anselmo! Esas dulzuras, que pudieran hacerme tan dichoso, se van a cambiar
en pena y desconsuelo; yo las voy a perder para siempre.
ANSELMO.- ¿A perderlas? Pues ¿qué...? ¡Ah! (Dándose una palmada en la frente.) Ahora me
acuerdo que tu criado me dijo no sé qué de un viaje... Pero yo estaba tan dormido...
TORCUATO.- Tú eres mi amigo, Anselmo, y voy a darte ahora la última prueba de mi confianza.
ANSELMO.- Pues sea sin preámbulos, porque los aborrezco. ¿Puedo servirte en algo? Mi caudal,
mis fuerzas, mi vida, todo es tuyo; di lo que quieres, y si es preciso...
TORCUATO.- Ya sabes que fui autor de la muerte del marqués de Montilla, y que este funesto
secreto, que hoy llena mi vida de amargura, se conserva entre los dos.
ANSELMO.- Es verdad; pero en cuanto al secreto no hay que recelar. Tú sabes también cuánto hice
con Juanillo, el criado del Marqués, para alejar toda sospecha; pues aunque sólo tenía algunos
antecedentes del desafío, yo le gratifiqué, le traspuse a Madrid, donde nadie le conoce, y mi amigo
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el marqués de la Fuente está encargado de observar sus pasos. No; lejos de pensar en ti ese bribón,
tal vez creerá... Pero no hablemos de eso, porque no es posible...
TORCUATO.- ¡Ay, Anselmo, cuánto te engañas! Ese criado está ya en las cárceles de Segovia.
ANSELMO.- ¿Cómo? ¿Juanillo...? Pero ¿el marqués no me avisaría...?
TORCUATO.- Tal vez no lo sabe, porque todo se ha hecho con el mayor secreto. Desde que de
orden del Rey vino a continuar la causa el alcalde don Justo de Lara, es infinito lo que se ha
adelantado. Aún no ha seis días que está en Segovia, y quizá sabe ya todos los lances que
precedieron al desafío. Él tomó por sí mismo informes y noticias, examinó testigos, practicó
diligencias, y procediendo siempre con actividad y sin estrépito, logró descubrir el paradero de
Juanillo, despachó posta a Madrid, y le hizo conducir arrestado. Antes de su arribo vivíamos sin
susto. El Alcalde mayor, que previno esta causa, se afanó mucho al principio por descubrir el
agresor; pero sólo pudo tomar algunas señas por aquellos soldados que nos vieron reñir; y
contentándose con despachar las requisitorias de estilo, cesó en la continuación del sumario y le
dejó dormir. Pero la corte, que cuando el desafío estaba, como ahora, en San Ildefonso, esperaba
con ansia las resultas de este negocio. Las recientes pragmáticas de duelos, las instancias de los
parientes del muerto, y la cercanía de esta ciudad al Sitio, interesaron al Gobierno en él, y de aquí
resultó la comisión de este ministro, cuya actividad... ¿Quién sabe si a la hora de ésta mi nombre...?
Ya ves, Anselmo, que en tal conflicto no me queda otro recurso que la fuga. Estoy determinado a
emprenderla; pero no he querido hacerlo sin avisarte.
ANSELMO.- Cuanto me dices me deja sorprendido. Estaba yo tan descuidado en este punto... Pero
Juanillo ignora absolutamente que tú fueses el matador de su amo... ¿Y quién sabe si esta ausencia
precipitada hará sospechar...? Por otra parte, la fuga es un recurso tan arriesgado..., tan poco
honroso...
TORCUATO.- ¿Y piensas tú que cuando recurro a ella lo hago por evitar el castigo? ¡Ah!, en el
conflicto en que me hallo, la muerte fuera dulce a mis ojos. Pero si se descubre mi delito, ¿cómo
sufriré la presencia de don Simón, mi bienhechor, a quien ofendí tanto; la de Laura, a quien hice
verter tan tiernas lágrimas sobre el sepulcro de su esposo, y a quien después hice el atroz agravio de
ocultarle mi delito? ¡Ah!, yo llené sus corazones de luto y desconsuelo, yo desterré de esta casa el
gusto y la alegría, y yo, en fin, turbé la paz de una familia virtuosa, que sin mi delito, gozaría aún
del sosiego más puro. Este remordimiento llenará mi alma de eterna amargura. Sí, amigo mío, lejos
de Laura y de su padre, buscaré en mi destierro el castigo de que soy digno, y al fin me hallará la
muerte donde nadie sea testigo de mi perfidia y mis engaños.
ANSELMO.- ¡Ay, Torcuato!, el dolor te enajena y te hace delirar. ¿Qué quiere decir «mi delito, mi
perfidia, mis engaños»? ¿Acaso lo que has hecho merece esos nombres? Es verdad que has muerto
al marqués de Montilla; pero lo hiciste insultado, provocado y precisado a defender tu honor. Él era
un temerario, un hombre sin seso. Entregado a todos los vicios, y siempre enredado con tahúres y
mujercillas, después de haber disipado el caudal de su esposa, pretendió asaltar el de su suegro y
hacerte cómplice en este delito. Tú resististe sus propuestas, procuraste apartarle de tan viles
intentos, y no pudiendo conseguirlo, avisaste a su suegro para que viviese con precaución; pero sin
descubrirle a él. Esta fue la única causa de su enojo. No contento con haberte insultado y ultrajado
atrozmente, te desafió varias veces. En vano quisiste satisfacerle y templarle; su temeraria
importunidad te obligó a contestar. No, Torcuato, tú no eres reo de su muerte; su genio violento le
condujo a ella. Yo mismo vi que mientras el marqués, como un león furioso, buscaba tu corazón
con la punta de su espada, tú, reportado y sereno, pensabas sólo en defenderte; y sin duda no
hubiera perecido, si su ciego furor no le hubiese precipitado sobre la tuya. En cuanto a tu silencio,
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¿no me has dicho que don Simón, prendado de tu juiciosa conducta, movido de su antigua amistad
con tu tía, doña Flora Ramírez, y cierto de tu inclinación a Laura, te la ofreció en matrimonio?
¿Hiciste otra cosa que aceptar esta oferta? Y qué, después de lo que debes a esta familia, ¿pudieras
despreciarla sin agraviar al amor, al reconocimiento y a la hospitalidad? No, amigo mío, no; tú
tomarás el partido que te acomode, pero tu interior debe estar tranquilo.
TORCUATO.- (Con viveza.) ¿Tranquilo después de haber engañado a Laura? ¡Ah!, su corazón no
merecía tal perfidia. Yo le entregué una mano manchada en la sangre de su primer esposo, le ofrecí
una alma sellada con el sello de la iniquidad y le consagré una vida envilecida con el reato de este
crimen, que me hace deudor de un escarmiento a la sociedad y siervo de la ley. ¡Qué de agravios
contra el amor y la virtud de una desdichada! No, Anselmo, yo no podré sufrir su vista; no hay
remedio, voy a ausentarme de ella para siempre.
ANSELMO.- Amigo mío, yo no puedo aprobar un partido tan peligroso; pero si tú estás resuelto a
marchar, yo debo estarlo a servirte. ¿Quieres que te siga? ¿Que vayamos juntos hasta los desiertos
de Siberia? ¿Quieres...?
TORCUATO.- No, Anselmo; conviene que te quedes. Yo necesito aquí de un fiel amigo, que me
envíe noticias de mi esposa, y se las dé de mi destino. No porque piense en ocultar a Laura mi
resolución, no; este nuevo engaño me haría indigno de su memoria y de la luz del día. Aunque haya
de serle amarga la noticia de mi separación, quiero que la deba a mi franqueza y fidelidad, y
remediar de algún modo mis antiguas reservas.
ANSELMO.- Pues bien, ¿y cuándo piensas...?
TORCUATO.- Después de comer. He pretextado un viaje de pocos días a Madrid para deslumbrar a
mi suegro, y aún no le dije cosa alguna. En cuanto a mis intereses y negocios, este pliego te dirá lo
que debes hacer. Contiene una instrucción puntual conforme a mis intenciones, y un poder general
de que podrás valerte cuando llegare el caso. Sobre todo, querido amigo, te recomiendo a Laura. En
ella te dejo mi corazón; procura consolarla... ¡Ah! ¿cómo podrá consolarse su alma desdichada?
ANSELMO.- (Enternecido.) Mi buen amigo, lejos de ti, también yo habré menester de consuelo, y
no le hallaré en parte alguna. ¡Cuánto me duele tu amarga situación! ¡Qué amigo, qué consolador,
qué compañero voy a perder con tu ausencia! Pero te has empeñado en afligirnos... En fin, cuenta
con mi amistad y con el puntual desempeño de tus encargos. ¡Ah, si fuese capaz de mejorar tu
suerte!
TORCUATO.- (Abatido.) El cielo me ha condenado a vivir en la adversidad. ¡Qué desdichado nací!
Incierto de los autores de mi vida, he andado siempre sin patria ni hogar propio, y cuando acababa
de labrarme una fortuna, que me hacía cumplidamente dichoso, quiere mi mala estrella... Pero,
Anselmo, no demos ocasión en la familia... Felipe vuelve... Aún nos veremos antes de mi partida.
ANSELMO.- Sí, tengo que volver a cumplimentar a ese ministro; entonces hablaremos. Adiós.
Escena IV
TORCUATO, FELIPE.
TORCUATO.- (Con serenidad.) ¿Han preguntado por mí?
319
FELIPE.- El señor don Simón, y con algún cuidado. Dijo que iba a misa, y que volvía al instante.
También preguntó mi ama; díjela que estabais con vuestro amigo.
TORCUATO.- (Inquieto.) ¿Cómo? Pues ¿no te previne...?
FELIPE.- Vos no me prevenisteis que callase.
TORCUATO.- (Con serenidad.) Anda a ver si hay algún retorno de Madrid, y ajústale para después
de mediodía. ¿Entiendes?
FELIPE.- Muy bien, señor. ¡Qué mal humor tiene!
Escena V
SIMÓN, TORCUATO.
SIMÓN.- ¿Qué es eso de retorno? ¿Qué viaje es ése, Torcuato? Tú traes a Felipe alborotado con tu
viaje, y no me has dicho cosa alguna. Tampoco Laura...
TORCUATO.- Perdonad si no he solicitado antes vuestro permiso. ¡Andáis tan ocupado con el
huésped! Cuando me vestí aún dormía Laura, y por no incomodarla... Ya sabéis que por muerte de
mi tía quedaron en Madrid aquellos veinte mil pesos... Yo quisiera pasar a recogerlos.
SIMÓN.- Me parece muy bien. ¡Pero me haces tanta falta para acompañar a este ministro...! Él
gusta tanto de tu conversación...
TORCUATO.- En todo caso estoy pronto a complaceros; si os parece...
SIMÓN.- No, hijo mío; haz tu viaje y procura volver cuanto antes. Laura sin ti no vivirá contenta, ni
yo puedo pasar sin tu ayuda, porque las ocupaciones son muchas, y el trabajo excesivo me aflige
demasiado. ¡Ah!, en otro tiempo... Pero ya soy muy viejo... A propósito, ¿qué te parece de este don
Justo?
TORCUATO.- Jamás traté ministro alguno que reúna en sí las cualidades de buen juez en tan alto
grado. ¡Qué rectitud! ¡Qué talento! ¡Qué humanidad!
SIMÓN.- Pero, hombre, es tan blando, tan filósofo... Yo quisiera a los ministros más duros, más
enteros. Me acuerdo que le conocí en Salamanca de colegial, y a fe que entonces era bien
enamorado. Pero, hijo mío, ¡si tú hubieras alcanzado a los ministros de mi tiempo...! ¡Oh, aquéllos
sí que eran hombres en forma! ¡Qué teoricones! Cada uno era un Digesto vivo. ¿Y su entereza?
Vaya, no se puede ponderar. Entonces se ahorcaban hombres a docenas.
TORCUATO.- Habría más delitos.
SIMÓN.- ¿Más delitos que ahora? Pues, ¿no ves que estamos rodeados de ladrones y asesinos?
TORCUATO.- Según eso, habría menos conocimiento de las leyes.
SIMÓN.- ¿De las leyes? ¡Bueno! Ahí están los comentarios que escribieron sobre ellas; míralos, y
verás si las conocieron. Hombre hubo que sobre una ley de dos renglones escribió un tomo en folio.
320
Pero hoy se piensa de otro modo. Todo se reduce a libritos en octavo, y no contentos con hacernos
comer y vestir como la gente de extranjía, quieren también que estudiemos y sepamos a la francesa.
¿No ves que sólo se trata de planes, métodos, ideas nuevas...? ¡Así anda ello! ¿Querrás creerme que
hablando la otra noche don Justo de la muerte de mi yerno, se dejó decir que nuestra legislación
sobre los duelos necesitaba de reforma, y que era una cosa muy cruel castigar con la misma pena al
que admite un desafío que al que le provoca? ¡Mira tú que disparate tan garrafal! ¡Como si no fuese
igual la culpa de ambos! Que lea, que lea los autores, y verá si encuentra en alguno tal opinión.
TORCUATO.- No por eso dejará de ser acertada. Los más de nuestros autores se han copiado unos
a otros, y apenas hay dos que hayan trabajado seriamente en descubrir el espíritu de nuestras leyes.
¡Oh!, en esa parte lo mismo pienso yo que el señor don Justo.
SIMÓN.- Pero, hombre...
TORCUATO.- En los desafíos, señor, el que provoca es, por lo común, el más temerario y el que
tiene menos disculpa. Si está injuriado, ¿por qué no se queja a la justicia? Los tribunales le oirán, y
satisfarán su agravio, según las leyes. Si no lo está, su provocación es un insulto insufrible; pero el
desafiado...
SIMÓN.- Que se queje también a la justicia.
TORCUATO.- ¿Y quedará su honor bien puesto? El honor, señor, es un bien que todos debemos
conservar; pero es un bien que no está en nuestra mano, sino en la estimación de los demás. La
opinión pública le da y le quita. ¿Sabéis que quien no admite un desafío es al instante tenido por
cobarde? Si es un hombre ilustre, un caballero, un militar, ¿de qué le servirá acudir a la justicia? La
nota que le impuso la opinión pública, ¿podrá borrarla una sentencia? Yo bien sé que el honor es
una quimera, pero sé también que sin él no puede subsistir una monarquía; que es alma de la
sociedad; que distingue las condiciones y las clases; que es principio de mil virtudes políticas, y, en
fin, que la legislación, lejos de combatirle, debe fomentarle y protegerle.
SIMÓN.- ¡Bueno, muy bueno! Discursos a la moda y opinioncitas de ayer acá; déjalos correr, y que
se maten los hombres como pulgas.
TORCUATO.- La buena legislación debe atender a todo, sin perder de vista el bien universal. Si la
idea que se tiene del honor no parece justa, al legislador toca rectificarla. Después de conseguido se
podrá castigar al temerario que confunda el honor con la bravura. Pero mientras duren las falsas
ideas, es cosa muy terrible castigar con la muerte una acción que se tiene por honrada.
SIMÓN.- Según eso, al reptado que mata a su enemigo se le darán las gracias, ¿no es verdad?
TORCUATO.- Si fue injustamente provocado; si procuró evitar el desafío por medios honrados y
prudentes; si sólo cedió a los ímpetus de un agresor temerario y a la necesidad de conservar su
reputación, que se le absuelva. Con eso, nadie buscará la satisfacción de sus injurias en el campo,
sino en los tribunales; habrá menos desafíos o ninguno; y cuando los haya, no reñirán entre sí la
razón y la ley, ni vacilará el ánimo del juez sobre la suerte de un desdichado... Pero, señor, Laura
estará impaciente... Si os pareces...
SIMÓN.- Sí, sí, vamos allá. (Se va y vuelve.) ¡Ah!, ¿sabes que han preso a Juanillo? No, ¡don Justo
adelanta terriblemente en la causa! Tanto como eso, es menester confesarlo: él es activo como un
diablo. (Yéndose.) Sí, como un diablo... ¡Fuego!
321
Escena VI
TORCUATO.- (Paseándose.) En fin, voy a alejarme para siempre de esta mansión, que ha sido en
algún tiempo teatro de mis dichas y fiel testigo de mis tiernos amores. ¡Con cuánto dolor me separo
de los objetos que la habitan! Errante y fugitivo, tus lágrimas, ¡oh, Laura!, estarán siempre presentes
a mis ojos, y tus justas querellas resonarán en mis oídos. ¡Alma inocente y celestial! ¡Cuánta
amargura te va a costar la noticia de mi ausencia! Tú has perdido un esposo, que ni te amaba ni te
merecía, y ahora vas a perder otro, que te idolatra, pero que te merece menos, pues te ha conseguido
por medio de un engaño. (Después de alguna pausa.) ¿Y adónde iré a esconder mi vida
desdichada...? Sin patria, sin familia, prófugo y desconocido sobre la tierra, ¿dónde hallaré refugio
contra la adversidad? ¡Ah!, la imagen de mi esposa ofendida y los remordimientos de mi conciencia
me afligirán en todas partes.
Acto II
El teatro representa una sala decentemente adornada. A un lado estará Laura, haciendo labor; a
alguna distancia Torcuato, con aire triste y extremamente inquieto; Eugenia en pie detrás de la silla
de su ama, y Simón se pasea por el frente de la escena.
Escena I
SIMÓN, TORCUATO, LAURA, EUGENIA.
SIMÓN.- Y bien, Torcuato, ¿piensas estar en Madrid muchos días?
TORCUATO.- El asunto de que os hablé pudiera despacharse en pocas horas; pero las gentes de
comercio son tan prolijas y gastan tantas formalidades...
SIMÓN.- ¡Oh!, eso de soltar dinero a nadie le gusta.
LAURA.- (A EUGENIA.) ¿Están ya compuestos los baúles?
EUGENIA.- Sí, señora; ya están cerrados, y Felipe ha recogido las llaves.
LAURA.- ¿Qué ropa blanca has puesto en ellos?
EUGENIA.- Toda la de mi señor.
LAURA.- (Con alguna admiración.) ¿Toda?
EUGENIA.- Felipe me lo dijo.
TORCUATO.- Sí, yo se lo previne. Aunque deseo que mi vuelta sea breve, ¿qué sabemos lo que
podrá suceder?
322
LAURA.- ¡Yo estoy sin sosiego! Este viaje tan repentino... Su tristeza... Las expresiones que me
dijo anoche... ¡Todo me inquieta!
TORCUATO.- (Mirándola.) ¡Qué afligida está Laura! ¡Ah, si supiera la noticia que le preparo!
SIMÓN.- (Siempre paseándose.) Este don Justo toma las cosas con un calor... Desde las siete de la
mañana está zampado en la cárcel. Quizá tendrá órdenes tan estrechas... ¡Oh!, la corte quiere que se
hagan las cosas a galope tendido. (Mirando a LAURA y TORCUATO.) Pero mis hijos están
tristes... ¿Si será por el viaje? ¡Eh!, mimos de recién casados.
TORCUATO.- (Con inquietud.) Si este hombre no se va, yo no podré decírselo.
SIMÓN.- Laura, ¿qué es eso? Tú estás triste. También lo está Torcuato. ¡Qué!, ¿un viajecillo de
pocos días puede turbar vuestro buen humor?
TORCUATO.- Para dos corazones que se aman, la menor ausencia, señor, es un mal grave. Como
cuentan sus gustos por momentos, cualquiera tiempo, cualquiera distancia que los separe, los aflige.
LAURA.- (Con énfasis.) Añadid al que se queda la incertidumbre, y veréis cuánto es más justo su
dolor.
SIMÓN.- ¡Bueno! ¡Lindo! No lo dijeran mejor dos amantes de Calderón. Ea, niña, no te vayas
haciendo melindrosa. Que tu marido vaya y venga a sus negocios cuando le acomode, que harto
tiempo os queda para vivir juntos.
TORCUATO.- (Aparte.) ¡Pluguiera al cielo!
SIMÓN.- (A LAURA.) Mira si quieres que te traiga algo de Madrid, y díselo.
LAURA.- (Mirando a TORCUATO con ternura.) Sólo quiero que vuelva pronto.
TORCUATO.- ¡Ah, cómo podré dejarla!
Escena II
JUAN, los dichos.
JUAN.- (A SIMÓN.) Señor, el ministro Garroso dice que os quiere hablar; ha hecho no sé qué
prisiones...
SIMÓN.- (Siempre paseándose.) Algunos raterillos, ¿eh?
JUAN.- Dice que son gitanos.
SIMÓN.- Eso es peor. Dile que voy allá... Pero mira, que antes avise a mi alcalde mayor, y que
luego vuelva. ¡Gitanos...!¡Fuego!
JUAN.- (Se va y vuelve.) ¡Ah, señor...! También ha estado ahí aquel don Vicente...
SIMÓN.- ¡Litigante eterno! ¿Y qué le has dicho?
323
JUAN.- Que estabais ocupado.
SIMÓN.- Lindamente. Él sólo viene a quitarme el tiempo, como si yo no tuviese que hacer más que
atender a su pleito. (JUAN se va.)
TORCUATO.- (Aparte.) ¡Infeliz! Acaso penderá de ese pleito la subsistencia de su familia.
Escena III
FELIPE, los dichos.
FELIPE.- (A TORCUATO.) Ya está ahí el carruaje, señor.
LAURA.- ¡Tan temprano! Aún no hemos comido.
SIMÓN.- Tanto peor para ellos. Que se aguarden.
TORCUATO.- (A FELIPE.) Haz que entretanto se vayan poniendo los cofres en la zaga. (Se va
FELIPE.)
Escena IV
JUAN, los dichos.
JUAN.- El señor don Justo envía a decir que, si acaso no está aquí al mediodía, no se le aguarde a
comer.
SIMÓN.- Pardiez, que lo ha tomado bien de asiento. Voyme a trabajar a mi despacho; si acaso
viniere, que me avisen, y si tardare demasiado, que nos den de comer.
LAURA.- (A EUGENIA.) Ve, tú, Eugenia, a disponer lo que te tengo prevenido, y haz que den de
comer a Felipe, para que no haga falta a su amo.
Escena V
TORCUATO, LAURA.
LAURA.- (Mirando a TORCUATO.) Al fin nos han dejado solos; veamos lo que dice.
(TORCUATO la mira, levanta los ojos al cielo y suspira.) ¡Qué afligido está! No me atrevo a
preguntarle... Pero es preciso salir de tantas dudas. (Con serenidad.) Torcuato, este viaje que vas a
hacer te tiene muy inquieto: yo lo conozco en tu semblante, y no sé cómo una ausencia de tan pocos
días, y que, por otra parte, es voluntaria, te pueda costar tanto desasosiego.
TORCUATO.- (Se levanta, mirando a todas partes.) ¡Ah! ¿cómo se lo diré?
LAURA.- (Asustada.) Pero, ¿qué es esto, Torcuato? ¿Tú suspiras? ¿Nada me respondes?
(Levantándose.) Querido esposo...
324
TORCUATO.- (Con pasión.) ¡Ay, Laura!
LAURA.- (Con blandura.) Querido amigo, ¿qué es esto? ¿Tú desconfías de tu esposa? ¿Puede haber
en tu pecho alguna pena de que Laura no participe? ¡Ah!, yo he perdido tu confianza... Sí, tú me
aborreces.
TORCUATO.- ¿Yo aborrecerte? ¡Oh, Dios! No, tierna esposa, no; jamás mi corazón te ha querido
con más ardor ni con mayor ternura.
LAURA.- (Con inquietud.) Pues bien, ¿qué es lo que te aflige?
TORCUATO.- (Con extremo dolor.) El temor de perderte.
LAURA.- (Con sobresalto.) ¿De perderme?
TORCUATO.- (Como arriba.) Sí, Laura mía, y de perderte para siempre.
LAURA.- (Asustada.) ¡Oh, Dios! ¿Qué oigo?
TORCUATO.- Mi corazón, querida esposa, no siente sus tormentos. Es muy digno de los que sufre
y de los que le aguardan. Pero la aflicción que te preparo... ¡Ah esto, esto es lo que me tiene sin
sentido!
LAURA.- (Con resolución.) Ahora bien, Torcuato; el cielo por rumbos muy extraños me ha
conducido hasta tu lecho. Mil veces me has oído que vivo contenta en este destino, y que en él he
encontrado mi felicidad. Desde que un santo ñudo unió nuestros corazones, nuestros gustos y
nuestras penas deben ser comunes, y si yo fuese capaz de ocultarte alguno de mis cuidados, creería
faltar a la fidelidad que te debo. Háblame claro, descúbreme tu alma, y líbrame de las angustias en
que me tiene tu silencio.
TORCUATO.- Sí, Laura mía; voy a satisfacer ese justo deseo. Tu virtud y tu candor lo merecen, y
¡ojalá mi corazón les hubiese hecho en otro tiempo tanta justicia como ahora! Pero ya no hay
remedio... Prevén el tuyo para el terrible golpe que va a descargar en él este bárbaro esposo... ¡Ah,
cuánto dolor me cuesta el afligirte!
LAURA.- (Sobresaltada.) Mi alma se estremece al escucharte.
TORCUATO.- Ya ves con cuánto ardor se busca al matador de tu primer marido, y cuántas y cuán
vivas diligencias se practican por descubrirle. El brazo de la justicia está levantado contra su vida
miserable. El Soberano ha empeñado su augusto nombre en esta pesquisa, tu padre y los parientes
del muerto están sedientos de su sangre, y tal vez tú misma ofreces el deseo de su muerte a la tierna
memoria de tu primer amor. Pues este delincuente, este hombre proscrito, desdichado, aborrecido
de todos y perseguido en todas partes... soy yo mismo.
LAURA.- (Cae sobre su silla.) ¡Oh, cielo!
TORCUATO.- Sí, adorada Laura; yo soy ese objeto miserable de la ira del cielo y de los hombres; y
sin embargo, viviría tranquilo si no mereciese serlo también de la tuya... Pero yo te he ofendido, y
lo conozco. Ocultándote mi situación, hice a tu alma inocente el más atroz agravio, y esto solo me
hace digno de los mayores suplicios. No; la muerte de tu esposo fue de mi parte un delito
involuntario. El cielo es testigo de cuanto hice por evitarla. Pero mi silencio... mi perfidia... haberte
325
engañado... ¡Ah! En vano querrá perdonarme tu alma virtuosa; yo no puedo perdonarme a mí
mismo.
LAURA.- (Con sumo abatimiento.) Mujer desventurada, ¡qué es lo que acabas de saber!
TORCUATO.- (Con despecho.) Pero, Laura, consuélate; yo voy a vengarte. No; mi perfidia atroz
no quedará sin castigo. Voy a huir de ti para siempre, y a esconder mi vida detestable en los
horribles climas donde no llega la luz del sol, y donde reinan siempre el horror y la oscuridad. Y no
creas que voy huyendo de la muerte. ¿Qué hay en ella de horrible para los desdichados? ¡Ah!, lejos
de tu vista, el dolor de haberte ofendido será para mi alma un suplicio más duro y más terrible que
la muerte misma.
LAURA.- (Como arriba.) Buen Dios, ¿por qué delito castigas a esta desdichada?
TORCUATO.- ¡Triste esposa! Yo soy el único autor de tus desdichas... Soy un monstruo, que está
envenenando tu corazón y llenándole de amargura. ¡Ah! ¡mi silencio...! A lo menos, si después de
perderla conservase su estimación...
Escena VI
FELIPE, los dichos.
FELIPE,- (Asustado.) Señor, señor...
TORCUATO.- ¿Qué? ¿Qué quieres?
FELIPE.- Acaban de traer preso al señor don Anselmo a una de las torres de este alcázar. Yo estaba
sobre el foso disponiendo las zagas, y le vi entrar. También me vio su merced, y me dijo al paso:
«Corre, Felipe; corre, dile a tu amo lo que pasa; que vaya sin cuidado; que no se detenga, y que me
escriba desde Madrid.»
TORCUATO.- (Con notable admiración y susto.) ¡Oh, Dios, qué golpe tan terrible!
FELIPE.- Dicen los que le trajeron que es quien mató al señor marqués, y que Juanillo lo ha
declarado.
TORCUATO.- Bien está; vete. (Se va FELIPE.)
Escena VII
TORCUATO, LAURA.
TORCUATO.- (Resolviéndose, después de una gran pausa.) No, yo no sufriré que padezca un
momento por mi causa. Él está inocente, y voy a socorrerle.
LAURA.- (Deteniéndole.) ¡A socorrerle! ¿Y podrás hacerlo sin exponer tu vida?
TORCUATO.- Pero, Laura, ¿cómo he de sufrir que padezca mi amigo por mi culpa? ¿Le veré
arrestado, deshonrado y tenido por delincuente, sin correr a ayudarle, siendo el único autor de su
326
calamidad? No, no; voy a delatarme, a librar su preciosa vida y a morir, pues solo soy digno de este
infortunio.
LAURA.- ¿Y las lágrimas de tu esposa, hombre cruel, no podrán reprimir tus ímpetus violentos?
¿Quieres exponer mi triste vida a nuevos desconsuelos? Sosiégate, desdichado, y ten compasión de
esta infeliz. Don Anselmo está inocente; el cielo velará sobre su vida, y nos dará medios de
conservársela. Salva ahora la tuya, pues nos importa tanto. Huye, huye al instante de este funesto
clima, donde te persigue el infortunio, y deja a nuestro cuidado la libertad de tu amigo.
TORCUATO.- No, querida Laura; no puedo obedecerte. Las cosas han tomado otro semblante, y ya
no puedo separarme de aquí sin hacer traición al más honrado y digno amigo. Anselmo está preso
por mi causa. Conozco su corazón; es incapaz de descubrirme, y antes correrá mil veces a la muerte,
que contribuya a la desgracia de un amigo. Yo no expondré temerariamente mi vida, no, Laura mía;
tú me la haces amable; pero tampoco puedo abandonarle. Voy a enterarme de todo, a poner en salvo
su vida y su reputación, y en fin, si no pudiere conseguirlo, a tomar el partido que me dicten el
honor y la amistad.
Escena VIII
LAURA.- (Sentada y muy afligida.) Yo no sé dónde estoy... El cielo sin duda se complace en llenar
mi corazón de susto y desconsuelo... ¡Desventurada! Aún no ha dos horas que gozaba de la dicha
más pura, y ahora, rodeada de aflicciones, me veo expuesta a perder lo que idolatro. ¡Cruel esposo!
Tu silencio... ¿Era indigno mi corazón de tu confianza? ¡Ah, si conocieras la ternura con que te
ama...! Pero yo soy injusta; tú me amabas también; temías perderme y un exceso de amor te hizo
conmigo delincuente... ¿Y sufriré que tu vida en tan urgente riesgo...? (Levantándose.) No; corro a
defenderte... (Deteniéndose.) ¿Y a quién acudiré con mis lágrimas...? Mi padre... ¡Ah!, ¿podrá sufrir
mi padre que interceda por el matador de mi esposo? (Con resolución.) Pero este mismo, ¿no es mi
esposo también? Sí; ya reconozco mi primera obligación. (Viendo a su padre.) Padre...
Escena IX
SIMÓN, LAURA.
SIMÓN.- (Desde la puerta.) ¡Vaya, vaya, que la hemos hecho buena! Laura, ¿no sabes lo que pasa?
¡Jesús! ¡Jesús! Estoy aturdido. El amigote de tu marido está en la torre, y dicen es quien mató al
marqués. ¿Quién lo creyera? ¡Sobre que no se puede fiar de los hombres! Pero a fe que no le
arriendo la ganancia. Ya, ya el amigo don Justo le dirá cuántas son cinco. Que vaya, que vaya ahora
a defenderle tu marido con sus filosofías. Qué, ¿no hay más que andarse matando los hombres por
frioleras, y luego disculparlos con opiniones galanas? Todos estos modernos gritan: la razón, la
humanidad, la naturaleza. Bueno andará el mundo cuando se haga caso de esas cosas. Pero don
Justo...
Escena X
JUSTO, el ESCRIBANO, los dichos.
JUSTO.- (Al ESCRIBANO, en el fondo.) Don Claudio, váyase a descansar un rato, y vuelva
después de las dos.
327
ESCRIBANO.- Señor, las doce han dado ya.
JUSTO.- Y bien, ¿no le bastan dos horas para comer y reposar? Ponga esos papeles sobre mi bufete,
y vuelva a la hora que le digo. (El ESCRIBANO pasa con los papeles a un cuarto interior, y vuelve
a salir por la misma pieza.)
SIMÓN.- (Viéndole pasar.) ¡Eh! Yo apuesto a que no va contento. Este bribón querrá trabajar poco,
y que la comisión dure mucho... Sí, a mí con esas.
Escena XI
JUSTO, SIMÓN, LAURA.
JUSTO.- (Acercándose.) ¡Quién podrá reposar tranquilo mientras los infelices maldicen su
descanso!
SIMÓN.- Vaya, señor don Justo, que esta mañana se ha trabajado mucho.
JUSTO.- Sí, amigo; pero se ha adelantado poco.
SIMÓN.- ¡Poco! Pues ¿no habéis atrapado dos reos, que se escaparon a la penetración de mi alcalde
mayor?
JUSTO.- Cierto es; pero, si no me engaño, aún estamos muy lejos de la verdad. (A LAURA.)
Señora, ¿por qué estáis tan triste? ¿Qué...?
SIMÓN.- No hagáis caso de niñerías. Su marido se va a Madrid por una o dos semanas, y ved ahí lo
que la tiene sin consuelo.
Escena XII
TORCUATO, FELIPE, los dichos.
FELIPE.- (A su amo, en el fondo.) Conque, ¿les digo que se vayan?
TORCUATO.- Sí; págales el día, pues ya no los necesito.
FELIPE.- Jamás le vi tan impertinente. (Se va FELIPE.)
SIMÓN.- Pues qué, Torcuato, ¿ya no te vas?
TORCUATO.- No, señor; no puedo desamparar a mi amigo.
JUSTO.- Si yo fuese delicado, señor don Torcuato, atribuiría esta ausencia a la incomodidad de mi
hospedaje; pero tengo de vos mejor opinión.
TORCUATO.- Señor, las personas de vuestro mérito, lejos de incomodar, hacen dichoso a
cualquiera que las obsequia. Un negocio doméstico me obligaba a pasar a Madrid; pero vos me
habéis detenido, arrestando a un amigo, a quien no puedo desamparar.
328
JUSTO.- Siempre me es apreciable vuestra compañía; pero no quisiera lograrla a tanta costa. La
suerte de don Anselmo me compadece mucho, y la amistad con que le honráis no es lo que menos
me interesa en su favor.
TORCUATO.- Nunca tendréis que arrepentiros de haberle honrado con vuestra compasión, pues
además de sus buenas cualidades, tiene, para merecerla, la de ser inocente. (Al oír esto se inmuta
LAURA.)
JUSTO.- Así lo espero. Su semblante, su compostura y la serenidad que manifiesta, no son
compatibles con una conciencia delincuente. Pero él se ha obstinado en callar cuanto sabe sobre el
desafío y muerte del marqués, y esto no se lo perdonarán las leyes.
SIMÓN.- ¡Oh! Cuando lo sabe y no lo dice, algo será ello. Señor don Justo, no hay que juzgar a los
hombres por sus semblantes; reos he visto yo que parecían unos santos, y eran peores que Barrabás.
TORCUATO.- No es Anselmo de ese número, ni es tan fácil a los perversos ocultar la iniquidad de
su corazón. En fin, soy su amigo, y debo hacer por él cuanto me permitan el honor y la justicia.
JUSTO.- (Aparte.) ¡Qué juicio, qué compostura! No he visto mozo más cabal.
Escena XIII
JUAN, los dichos.
JUAN.- (En el fondo.) Señores, la sopa está en la mesa.
SIMÓN.- ¡Santa palabra! Vamos, vamos a comerla antes que se enfríe, que lo demás lo descubrirá
el tiempo.
Escena XIV
TORCUATO.- (Muy pensativo y paseando.) En fin, ya no hay recurso... Ya no puedo salvar a mi
amigo sin exponer mi propia vida. ¡Anselmo tiene contra sí tantas sospechas...! Si se obstina en
callar, sufrirá todo el rigor de la ley... Y tal vez la tortura... (Horrorizado.) ¡La tortura...! ¡Oh
nombre odioso! ¡Nombre funesto...! ¿Es posible que en un siglo en que se respeta la humanidad y
en que la filosofía derrama su luz por todas partes, se escuchen aun entre nosotros los gritos de la
inocencia oprimida...? Pero ¿sufriré yo que por mi causa...? No; el honor me sujeta a la dureza de
las leyes, y yo sería digno de ella si le expusiese por evitarla. Perdona, triste Laura, tú, cuyas
virtudes eran dignas de suerte más dichosa; perdona a este infeliz el sacrificio que va a hacer de una
vida que es tuya, en las aras del honor y de la amistad.
Acto III
El teatro representa lo mismo que en el acto primero.
Escena I
329
JUSTO, SIMÓN, TORCUATO.
JUSTO.- Sí, señor don Torcuato; quien sabe de los autores de un delito, debe esta triste noticia a la
causa pública y a la seguridad de los demás. Las leyes no pueden castigar los delitos si antes no los
prueban. ¿Y cómo los probarán si miran con indiferencia la ocultación de la verdad? Así que don
Anselmo podrá estar inocente en cuanto al desafío; pero él contesta haber gratificado al criado del
marqués, enviádole a Madrid y mantenídole a su costa hasta el día; y esto supone que tiene noticia
de la ejecución, y aun del autor del delito. Os aseguro que esto mismo excita mi compasión hacia él,
pues conozco que por un efecto de generosidad labra su propia ruina por evitar la de algún otro.
SIMÓN.- Allá se las avenga; si no quiere pernear, que cante de plano. Tú, hijo mío, ya has abogado
bastante en su favor; deja ahora que el señor don Justo haga su oficio, pues sabe lo que se hace.
TORCUATO.- (A SIMÓN.) También sé yo lo que me toca hacer por un amigo de cuya inocencia
estoy seguro. (A JUSTO.) ¿Y habrá algún inconveniente en que yo le hable?
JUSTO.- No os lo permitirán sin orden mía; pero os la daré, y no habrá embarazo. (JUSTO se
acerca a la mesa, escribe un papel, le entrega a TORCUATO, y éste se retira. JUSTO, viendo ir a
TORCUATO.) ¡Cuánto me compadece! La suerte de su amigo le tiene inconsolable. ¡Qué corazón
tan honrado!
Escena II
JUSTO, SIMÓN.
JUSTO.- (Paseándose.) Mucho me agradan, señor don Simón, el juicio y los talentos de este mozo.
La señora Laura será muy dichosa en su compañía.
SIMÓN.- ¡Oh! Ella está loca de contento. Es verdad que salió de un marido tan malo... El marqués
era un calaverón de cuatro suelas. ¡Qué malos ratos dio a la muchacha, y qué pesadumbres a mí! A
los ocho días de casado ya no hacía caso de ella, y a los dos meses no tenía de la dote ni dos
cuartos. Ahí nos engañaron con que sus parientes eran grandes señores en la corte, y nos hicieron
creer... ¡Eh!, palabrones de cortesanos, que se llevó el viento. ¡Oh! Torcuato, Torcuato es otra cosa.
¡Qué mujer era su tía! Yo la conocí mucho en Salamanca. A su muerte le dejó una corta herencia,
porque siempre le quiso como si fuera su hijo; y aun hubo malas lenguas... Pero era muy virtuosa;
Dios la tenga en descanso. En fin, las locuras del marqués me dejaron harto de señoritos; con que,
por no tropezar con otro, viendo que Laura quedaba viuda y niña, y que Torcuato la tenía
inclinación, se la ofrecí, sin esperar que él la pidiese, y hoy viven ambos dichosos y contentos.
JUSTO.- ¿Y no pensáis en darle algún destino?
SIMÓN.- ¿Destino? No, señor; soy ya muy viejo; mañana o esotro me moriré, les dejaré cuanto
tengo y con ello podrán vivir sin quebraderos de cabeza. ¿Destino? ¡Buena es esa! Los hombres de
empleo no sosiegan un instante. ¡Yo no sé cómo pretenden los que tienen con qué pasar! Y luego,
¡se premia tan mal...!
JUSTO.- Señor don Simón, para el hombre honrado la satisfacción de servir bien es el mejor
premio.
330
SIMÓN.- ¿Y os parece que la alcanzan los que sirven mejor? No, por cierto. Hasta el crédito y la
buena fama se reparte sin ton ni son. ¡Ah, señor!, vos no conocéis todavía el mundo. Antiguamente
era otra cosa; pero hoy se juzga sólo por apariencias. Todo consiste en un poco de maña y de
ingeniatura. Los hombres honrados por lo común son modestos; pero los pícaros sudan y se afanan
por parecer honrados, con que pasa por bueno, no el que lo es en realidad, sino el que mejor sabe
fingirlo.
JUSTO.- En todo caso el hombre de bien, después de haber cumplido con sus deberes, vivirá
contento y la injusticia de los que le juzguen no podrá quitarle su tranquilidad, que es el más dulce
fruto de las buenas acciones.
Escena III
ESCRIBANO, los dichos.
ESCRIBANO.- (A la puerta.) Señor, las dos han dado.
JUSTO.- Bien está (A SIMÓN.) Yo trataré de volver a buen tiempo para haceros la partida.
SIMÓN.- Señor, vos trabajáis mucho y a malas horas, cuidad más de vuestro descanso; que al cabo
de la jornada sale más bien librado el que se incomoda menos.
JUSTO.- Este hombre tiene muy buen corazón, pero muy malos principios. (El ESCRIBANO entra,
y vuelve a salir con los papeles que dejó en el acto antecedente. Con él sale un criado, que entrega a
JUSTO bastón, sombrero y espada, y se van.)
Escena IV
SIMÓN.- El hombre no sosiega. Con el bocado en la boca vuelve a su trabajo. ¡Fuego de Dios! El
que cogiere debajo, no se le ha de escapar a dos tirones.
Escena V
LAURA, SIMÓN.
LAURA.- (Asustada.) Señor, ¿habéis visto a Torcuato?
SIMÓN.- Poco ha que salió de aquí. Pero ¿qué tienes, muchacha? ¿Por qué vienes tan asustada...?
Tú has llorado... ¿eh?
LAURA.- ¡Ay, padre!
SIMÓN.- Pues ¿qué? ¿Qué te ha dado? ¿Has perdido el juicio? Yo no os entiendo. Desde que tu
marido resolvió su viaje, andas tan alborotada y tan triste, que no te conozco; y el otro, desde que
prendieron a su amigote, anda también fuera de sí. Antes mucha prisa por irse, y ahora ya parece
que no se va... Aquí estuvo charlando una hora con don Justo sobre las cosas de don Anselmo, y al
fin se fue diciendo que iba a verle.
331
LAURA.- (Más asustada.) ¿Y qué? ¿Le habéis dejado ir?
SIMÓN.- (Sereno.) ¿Dejado? ¿Por qué no?
LAURA.- ¡Ay, padre, yo temo una desgracia!
SIMÓN.- (Cuidadoso.) ¿Una desgracia? ¿Cómo...?
LAURA.- ¡Ah! No ha querido oírme... Sin duda se complace en hacerme desdichada... Tal vez a la
hora de ésta...
SIMÓN.- Pero, muchacha... (Viendo a FELIPE, que entra corriendo y lloroso.) ¿Otra tenemos?
Escena VI
FELIPE, los dichos.
FELIPE.- (Sollozando.) ¡Ay, señor, qué desgracia! ¡Quién creyera lo que acaba de suceder!
SIMÓN.- Pues ¿qué...? ¿Qué hay? ¿Qué traes? ¡Jesús! Hoy todos andan locos en mi casa.
FELIPE.- Señor, yo estaba en este instante con los centinelas que guardan al señor don Anselmo,
cuando veo a mi amo llegar a la torre con mucha prisa, diciendo que quería hablarle; y aunque los
soldados trataban de estorbárselo, manifestó una orden del señor don Justo, y le dieron entrada. Al
punto corre hacia su amigo, le abraza, y sin reparar en los que estaban presentes: «Anselmo, le dice,
yo vengo a librarte; no es justo que por mi causa padezcas inocente». Don Anselmo, que conoció su
idea, procuró contenerle para que callase, le hizo mil señas, le interrumpió mil veces, y hasta le tapó
la boca; pero todo fue en vano, porque mi amo, desatinado y como fuera de sí, proseguía diciendo a
voces que él había dado muerte al señor marqués. A este tiempo entra el señor don Justo, a quien mi
amo repite la misma confesión, intercediendo por su amigo y asegurándole que estaba inocente. De
todo tomó razón el escribano, y ya quedan examinándolos. Don Anselmo quería persuadir al juez
que él sólo era el reo; pero mi amo se afligió tanto e hizo tantas protestas, que le obligó a
desdecirse. El señor don Justo queda sorprendido sobremanera, su amigo confuso e inconsolable y
hasta los centinelas, viendo su generosidad, lloraban como unas criaturas. No, yo no puedo vivir si
pierdo a mi amo.
LAURA.- ¡Ah, mi corazón me anunciaba esta desgracia! ¡Padre mío...!
SIMÓN.- (Paseándose muy aprisa.) ¡Yo no sé dónde estoy...! ¡Qué! ¿Torcuato...? ¿Mi yerno...? No,
no puede ser... Felipe, ¿estás bien seguro?
FELIPE.- Ay, señor, ¡ojalá no lo estuviera! Por señas, que antes de apartarse de nuestra vista, me
dijo: «Corre, querido Felipe; dile a mi esposa que ya está vengada; pero que si la interesa mi
sosiego, me restituya su gracia y moriré contento».
LAURA.- ¡Que le restituya mi gracia...! ¡Ah, si pudiera salvarle a costa de mi vida! ¡Desdichada de
mí...! ¿A quién acudiré? ¿Quién me socorrerá en tan terrible angustia? ¡Querido padre! ¿Vos me
abandonáis en este conflicto? ¿Cómo no volamos a socorrerle?
332
SIMÓN.- No, hija mía; yo no lo creo aún, ¡Qué!, ¿tu marido? ¿Torcuato? No, no puede ser...
¿Cómo es posible que nos engañara...? (Después de una larga pausa.) Pero si es cierto, si ha sido
capaz de una superchería tan infame... No, Laura; no lo esperes, yo no podré perdonársela; antes
seré el primero que clame por su castigo... ¿Pues qué?, después de haberle hospedado y protegido,
de haberle agregado a mi familia y tenídole en lugar de hijo, ¿habrá sido capaz de olvidar todos mis
beneficios y de engañarme de esta suerte...? Pero, no, no puede ser... yo no lo creo... Él es allá
medio filósofo, y tal vez querrá librar a su amigo por medio de una acción generosa.
LAURA.- No, señor; ya es tiempo de hablar con claridad; su delito es cierto; él mismo me lo ha
confesado.
SIMÓN.- (Muy enojado.) ¿Él te lo ha confesado? ¿Y tuviste sufrimiento para oírlo? ¡Pícaro
engañador! ¡Llenar de aflicción la familia donde estaba acogido, asesinar al que yo tenía en lugar de
hijo, aspirar a la mano de su misma viuda, y lograrla por medio de un engaño...! No, Laura; él es
muy digno de toda nuestra cólera, y tú misma no puedes olvidar los agravios que te ha hecho.
LAURA.- Padre mío, estoy muy segura de su inocencia. No, Torcuato no es merecedor de los viles
títulos con que afeáis su conducta... Sobre todo, señor, él es mi esposo. Y debo protegerle; vos sois
mi padre, y no podéis abandonarme... (SIMÓN continúo paseándose, sin ceder de su enojo.) Pero si
vuestro corazón resiste a mis suspiros, yo iré a lanzarlos a los pies del señor don Justo; su alma
piadosa se enternecerá con mis lágrimas; le ofreceré mi vida por redimir la de mi esposo; y si no
pudiese salvarle moriremos juntos, pues yo no he de sobrevivir a su desgracia.
SIMÓN.- (Más aplacado.) ¡Laura, Laura...! Yo no sé lo que me pasa; tantas cosas como han
sucedido en solo un día me tienen sin cabeza... ¿Y qué? ¿Qué puedo hacer en su favor, aunque
quisiera protegerle? No; su delito es de aquellos que nunca perdonan las leyes; su juez es justo y
recto, y las consecuencias son muy fáciles de adivinar.
LAURA.- ¿Conque todos me abandonarán en esta tribulación? ¿Y vos también, padre cruel, queréis
ver a vuestra hija reducida a nueva y más desamparada viudez? ¡Almas sin compasión! Las
lágrimas de una desdichada... Pero no importa; yo sola correré... (Quiere irse, y se detiene viendo a
ANSELMO.)
Escena VII
ANSELMO, los dichos.
LAURA.- ¡Ay, don Anselmo! Ya lo sabemos todo.
ANSELMO.- Señora, no soy capaz de explicaros cuánta es mi aflicción. ¡Generoso amigo...! ¡Con
cuánto gusto hubiera dado la vida por salvarle! Pero la suya queda en el más terrible riesgo... No; yo
no puedo abandonarle en esta situación; desde ahora voy a sacrificar mi caudal y mi vida por su
libertad. Si fuere preciso, iré a los pies del Rey... Pero, señor... (A SIMÓN.) No perdamos tiempo;
juntemos todos nuestros ruegos, nuestras lágrimas...
LAURA.- (Con eficacia.) Sí, padre mío; él está inocente y es muy digno de vuestra protección.
¡Ah!, en su alma virtuosa no caben el dolo y la perversidad que caracterizan los delitos.
333
SIMÓN.- Pero, señores, lo que yo no puedo comprender es por qué este hombre nos calló su
situación. Al fin, si me lo hubiera dicho, yo no soy ningún roble... Pero haber callado... haberse
casado...
ANSELMO.- ¡Ay, señor! Él es muy disculpable; el amor que profesaba a Laura y el temor de
perderla le alucinaron. Creedme, señor don Simón; yo era testigo de todos sus secretos. Apenas se
celebraron las bodas, cuando un continuo remordimiento empezó a destrozarle el corazón, y en sus
angustias lo que más le afligía era el temor de perder a Laura y de disgustar a su bienhechor.
LAURA.- ¡Esposo desdichado! Yo no te merecía.
SIMÓN.- (Enternecido.) ¡Pobrecita...! Sosiégate, hija mía, y no te abandones al dolor con tanto
extremo. Sus lágrimas me enternecen... (Viendo a JUSTO.) ¡Ah, señor don Justo!
Escena VIII
JUSTO, los dichos.
JUSTO.- (En el fondo de la escena.) ¡Cuán graves y penosas son las pensiones de la magistratura!
LAURA.- (A JUSTO.) ¡Ay, señor, si pudiesen las lágrimas de una desdichada...!
JUSTO.- ¡Qué terrible conflicto! Yo he traído la tribulación al seno de esta familia. (A LAURA.)
Señora, la virtud y generosidad de don Torcuato excitan mi compasión aún más eficazmente que
vuestras lágrimas, y me hallo más interesado en favor suyo de lo que podéis imaginar. Sosegaos,
pues, y confiad en la Providencia, que nunca desampara a los virtuosos.
SIMÓN.- ¡Ay, señor don Justo! ¿quién nos diría que vuestro amigo y mi yerno era el delincuente
que buscábamos?
JUSTO.- ¡Ah! no podré yo explicar la turbación que causó en mi alma su vista al llegar a la torre.
La presencia de don Anselmo, lleno de prisiones, le tenía fuera de sí, y apenas me vio, cuando
empezó a clamar por su libertad con un ardor increíble: pero no bien le miró libre, cuando volvió
repentinamente a su natural compostura. Mientras duró la confesión se mantuvo tranquilo y
reposado, respondió a los cargos con serenidad y con modestia; y aunque conocía que su delito no
tenía defensa alguna contra el rigor de las leyes, no por eso dejó de confesarle con toda claridad. La
verdad pendía de sus labios, y la inocencia brillaba en su semblante. Entretanto estaba yo tan
conmovido, tan sin sosiego, que parecía haber pasado al corazón del juez toda la inquietud que
debiera tener el reo. En medio de este conflicto, ciertas ideas concurrieron a alterar mi interior...
¡Qué ilusión! (A LAURA.) Pero, señora; pensad en vuestro reposo, y moderad los primeros ímpetus
del dolor. Señor don Simón, no la abandonéis en situación en que tanto os necesita. Su esposo me la
ha recomendado con la mayor ternura, y este era el único cuidado que afligía su buen corazón.
LAURA.- ¡Desventurada!
ANSELMO.- ¡Ah, mi buen amigo!
SIMÓN.- Sí, hija; vamos a pensar en tu alivio, y cuenta con la ternura de un padre que no es capaz
de olvidarse de tu bien. (Yéndose.) ¡Este don Justo es un ángel! Otros jueces hay tan desabridos, tan
secos... No he visto otro por el término.
334
JUSTO.- (Profundamente pensativo.) La fisonomía de don Torcuato... el tono de su voz... ¡Ah,
vanas memorias...! Pero es forzoso averiguarlo.
Escena IX
ESCRIBANO, JUSTO.
ESCRIBANO.- Señor, acaba de llegar del Sitio un expreso con este pliego, y me ha pedido
testimonio de la hora de su entrega.
JUSTO.- (Tomando el pliego.) Veamos. Id a despacharle.
Escena X
JUSTO (solo.)
JUSTO.- (Lee.) «Enterado el Rey de que las averiguaciones hechas últimamente en la causa del
desafío y muerte del marqués de Montilla, en que V. S. entiende de su orden, han producido la
prisión del sirviente del mismo marqués, que se hallaba prófugo en Madrid, y de que con este
motivo se espera descubrir y arrestar al matador, quiere S. M. que, si así sucediese, proceda V. S. a
recibir su confesión al reo; y no exponiendo en ella descargo o excepción que, legítimamente
probados, le eximan de la pena de la ley, determine V. S. la causa conforme a la última pragmática
de desafíos, consultando con S. M. la sentencia que diere, con remisión de los autos originales por
mi mano; todo con la posible brevedad. Nuestro Señor guarde a V. S. muchos años. -San Ildefonso,
etc. -Señor don Justo de Lara». (Paseándose con inquietud.) ¡Tanta priesa! ¡Tanta precipitación...!
¡Así trata la corte un negocio de esta importancia...! Pero no hay remedio; el Rey lo manda, y es
fuerza obedecer. Yo no sé lo que me anuncia el corazón... Este don Torcuato... Él está inocente...
Un primer movimiento... un impulso de su honor ultrajado... ¡Ah, cuánto me compadece su
desgracia...! Pero las leyes están decisivas. ¡Oh, leyes! ¡Oh, duras e inflexibles leyes! En vano
gritan la razón y la humanidad en favor del inocente... ¿Y seré yo tan cruel, que no exponga al
Soberano...? No; yo le representaré en favor de un hombre honrado, cuyo delito consiste en haberlo
sido.
Acto IV
El teatro representa el interior de una torre del alcázar, que sirve de prisión a TORCUATO. La
escena es de noche. En esta habitación no habrá más adorno que dos o tres sillas, una mesa, y sobre
ella un bujía. En el fondo habrá una puerta, que comunique al cuarto interior, donde se supone está
el reo, y a esta puerta se verán dos centinelas. JUSTO está sentado junto a la mesa con aire triste,
inquieto y pensativo, y el ESCRIBANO en pie, algo retirado.
Escena I
JUSTO, ESCRIBANO.
ESCRIBANO.- (Acercándose.) Señor, ya está todo evacuado; a las cinco y media en punto partió el
posta con los autos y la representación.
335
JUSTO.- Muy bien, don Claudio; idos a mi cuarto, y esperadme en él sin separaros un instante. Si
alguno me buscare para cosa urgente, avisadme; y si no lo fuere, que nadie me interrumpa. Si
volviese el expreso, traedle aquí con reserva; sobre todo, un profundo silencio...
ESCRIBANO.- Ya entiendo, señor. (Yéndose.) ¡Qué afligido está!
Escena II
JUSTO.
JUSTO.- (Después de alguna pausa.) En fin, he cumplido con mi funesto ministerio sin olvidar la
humanidad. ¡Quiera el cielo que mis razones sean atendidas! Pero el Ministro no verá las lágrimas
de estos infelices, ni los clamores de una familia desolada podrán penetrar hasta su oído... ¡Ve aquí
por qué los poderosos son insensibles...! Sumidas en el fausto y la grandeza, ¿cómo podrán sus
almas prestarse a la compasión? ¡Ah! ¡Desdichados los que se creen dichosos en medio de las
miserias públicas...! Mas yo confío en la piedad del Soberano... Su ánimo benigno no puede
desatender tan justas instancias. (Se levanta y pasea inquieto.) No sé de qué nace esta inquietud que
me atormenta. ¿No pudiera ser que don Torcuato...? Haber nacido en Salamanca... No tener noticia
de sus padres... Su edad... Su fisonomía... ¡Ah, dulce y funesta ilusión! ¡El fruto desdichado de
nuestros amores pasó rápidamente de la cuna al sepulcro...! No obstante, quiero hablarle.
(Llamando a los centinelas.) ¡Hola!, que venga el reo a mi presencia. (Se sienta. Los centinelas
entran por la puerta del cuarto interior; salen luego con TORCUATO, que debe venir poco a poco
por causa de los grillos, y le conducen hasta la presencia del Juez.)
Escena III
JUSTO, TORCUATO.
JUSTO.- Sí, yo le preguntaré... (Viéndole.) Su vista me quebranta el corazón. (A los centinelas.)
Despejad. (A TORCUATO.) Sentaos. (Los centinelas se retiran, y TORCUATO se irá acercando
poco a poco a una de las sillas, donde se sienta.) Sentaos, amigo mío; ya no soy vuestro juez, pues
sólo vengo a consolaros y daros una prueba de lo que os estimo. Vuestra honradez me tiene
sorprendido, y vuestra franqueza me parece digna de la mayor admiración; pero siento que os hayan
sido tan perjudiciales.
TORCUATO.- El honor, que fue la única causa de mi delito, es, señor, la única disculpa que
pudiera alegar; pero esta excepción no la aprecian las leyes. Respeto, como debo, la autoridad
pública, y no trato de eludir sus decisiones con enredos y falsedades. Cuando acepté el desafío preví
estas consecuencias; por no perder el honor me expuse entonces a la muerte, y ahora por
conservarle la sufriré tranquilo.
JUSTO.- Pero ¡tanto empeño en callar las injurias con que os provocó vuestro agresor...! Tal vez su
atrocidad, representada al Soberano...
TORCUATO.- ¡Ay, señor!, las leyes son recientes y claras, y no dejan refugio alguno al que acepta
un desafío. ¿Por qué queríais que dejase perpetuados en el proceso los nombres viles...?
JUSTO.- Pues qué, ¿acaso el marqués...?
336
TORCUATO.- Me habéis dicho que no me habláis como juez; por eso os voy a responder como
amigo. Mi ofensor, señor, era uno de aquellos hombres temerarios a quienes su alto nacimiento y
una perversa educación inspiran un orgullo intolerable. En nuestro disgusto me dijo mil denuestos,
que yo disimulé a su temeridad. Me desafió varias veces, y yo me desentendí sin contestarle; pero al
fin insistió tanto y llevó a tal extremo su provocación, que me echó en cara un defecto... El rubor no
me deja repetirle. (TORCUATO se cubre el rostro.)
JUSTO.- Y bien, ¿qué os dijo? Habladme con lisura.
TORCUATO.- (Llorando.) ¡Ay, señor! entre mis desgracias cuento por la mayor la de no saber a
quién debo la vida. Yo he sido fruto desdichado de un amor ilegítimo; y aunque este defecto estuvo
siempre oculto, ciertos rumores... En fin, el marqués...
JUSTO.- (Sobresaltado y con prontitud.) Ya, ya entiendo... Y, con efecto, ¿habéis nacido en
Salamanca?
TORCUATO.- Sí, señor; allí nací, y allí tuve mi primera educación.
JUSTO.- (Siempre sobresaltado.) ¿Y a quién la debisteis?
TORCUATO.- A una parienta de mi propia madre, que me negó siempre el dulce nombre de hijo.
JUSTO.- (Con mayor inquietud.) Pero ¿supisteis después que lo erais en efecto?
TORCUATO.- Una criada antigua me dio las únicas noticias que tengo de mi origen. Mi madre,
señor, fue una de aquellas damas desdichadas a quienes el arrepentimiento de una flaqueza empeña
para siempre en el ejercicio de la virtud. Su pundonor y su recato eran extremos. No se contentó con
ocultar al público su desgracia por los medios más exquisitos, sino que pensó toda su vida en
remediarla. Una parienta anciana fue la única confidente de su cuidado; por medio de ésta me hizo
criar en una aldea vecina a Salamanca; después me agregó a su familia con el título de sobrino,
fingiendo que mis padres habían muerto en Vizcaya; y, en fin, engañó aun a su mismo amante,
suponiendo mi muerte, y reservando para otro tiempo la noticia de mi existencia. Ni paró aquí su
delicadeza; clamó continuamente por la vuelta de mi padre, a quien la necesidad obligara a buscar
en países lejanos los medios de mantener honradamente una familia. Estaba ya cercana su vuelta, y
para entonces preparado un matrimonio que debía asegurarme la noticia y la legitimidad de mi
origen; pero la muerte desbarató estos proyectos. Un accidente repentino privó a mi madre de la
vida, y a mí de tan dulces y legítimas esperanzas... Mas, señor, vos estáis inquieto; ¿sentís acaso
alguna novedad?
JUSTO.- (Mirándole atentamente y conturbado en extremo.) No hay duda; él es... sí; él es...
TORCUATO.- ¡Señor...!
JUSTO.- (Esforzándose para mostrar serenidad.) No, amigo mío; no tengáis cuidado; y decidme:
¿nunca habéis sabido el nombre de ese padre desdichado?
TORCUATO.- No, señor; la única noticia que pude adquirir de él fue que había pasado con empleo
a Nueva España y que debía regresar con la última flota.
JUSTO.- ¡Oh, Dios! ¡Oh, justo Dios! Mi corazón me lo había dicho... ¡Hijo mío...!
337
TORCUATO.- (Asombrado.) ¡Qué! Señor, ¿es posible...?
JUSTO.- (Prontamente.) Sí, hijo mío; yo soy ese padre desdichado que nunca has conocido.
TORCUATO.- (De rodillas, y besando la mano de su padre con gran ternura y llanto.) ¡Mi padre...!
¡Ay, padre mío!, después de haber pronunciado tan dulce nombre, ya no temo la muerte.
JUSTO.- (Con extremo dolor y ternura.) ¡Hijo mío! ¡Hijo desventurado...! ¡En qué estado te vuelve
el cielo a los brazos de tu padre!
TORCUATO.- (Como antes.) No, padre mío; después de haberos conocido, ya moriré contento.
JUSTO.- (Levantándole.) El cielo castiga en este instante las flaquezas de mi liviana juventud...
Pero ¿sabes, hijo infeliz, cuál es tu desgracia? ¿Sabes cuánto debe ser mi dolor en este día...? ¡Ah!,
¿por qué no suspendí una hora, siquiera una hora...? Tu desdichado padre ha vuelto de su largo
destierro sólo para ser causa de tu ruina... ¡Ay, Flora; por cuántos títulos me debe ser dolorosa la
noticia de tu muerte!
TORCUATO.- (Con serenidad y ternura.) Bien sé, padre mío, cuál es mi situación y cuál el funesto
ministerio que debéis ejercer conmigo. Pero suponiendo mi suerte inevitable, ¿no es un favor
distinguido de la Providencia que me restituya a los brazos de mi padre? Ya no moriré con el
desconsuelo de ignorar el autor de mis días; vos me confortaréis en el terrible trance, vuestra virtud
sostendrá mi flaqueza; y a Laura, (enternecido), le quedará un digno consolador en su triste viudez.
JUSTO.- (Enternecido.) ¡Hijo infeliz! ¡Hijo digno de mejor suerte y de un padre menos desdichado!
Tu virtud me encanta y tus discursos me destrozan el corazón... ¡Ah, yo pude salvarte, y te he
perdido...! Sólo la bondad del Soberano... Sí; su corazón es grande y benéfico, y no desatenderá mis
razones.
Escena IV
ESCRIBANO, los dichos.
ESCRIBANO.- (A JUSTO, desde el fondo de la escena.) Señor, el caballero Corregidor solicita
entrar.
JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Aguardad un momento. (A TORCUATO.) Hijo mío, reserva en tu
corazón este secreto, porque importa a mis ideas; y si el cielo no se doliere de este padre
desventurado, ocultemos a la naturaleza un ejemplo capaz de horrorizarla.
ESCRIBANO.- (Desde la puerta.) ¡Con qué ternura le habla! Hasta le da el nombre de hijo por
consolarle. ¡Oh, qué ejemplo tan digno de imitación y de alabanza!
JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Que entre. (El ESCRIBANO se retira, vuelve con SIMÓN hasta la
puerta, y se va.)
TORCUATO.- Sólo me toca obedeceros.
Escena V
338
SIMÓN, JUSTO, TORCUATO.
SIMÓN.- Perdonad, señor don Justo. Esta muchacha no me deja sosegar un instante; si no la
detengo, ya venía despeñada a echarse a vuestros pies. Clama por su marido, y dice que no quiere
separarse de su lado. También desea verle don Anselmo.
JUSTO.- ¡Ah, si supieran cuál es su suerte!
SIMÓN.- (A TORCUATO.) ¡Muy buena la hemos hecho, Torcuato! ¡Mira en qué estado nos has
puesto!
JUSTO.- (Con gravedad.) Señor don Simón, ya no es tiempo de reconvenciones; si no os doléis de
su triste situación, al menos no le aflijáis.
TORCUATO.- (A JUSTO.) Pero, señor, ¿se me negará el consuelo...?
JUSTO.- (Con blandura.) ¿Para qué queréis exponeros a la angustia de ver las lágrimas de vuestra
esposa y vuestro amigo? Tan tiernos objetos sólo pueden serviros de mayor quebranto. Yo quiero
excusárosle, amigo mío; retiraos un instante, y tratad de tranquilizar vuestro espíritu. Quizá en
mejor ocasión podréis satisfacer tan justo deseo. (A los centinelas.) ¡Hola!, retiradle. (Los centinelas
se van con TORCUATO en la misma forma que han salido.)
Escena VI
JUSTO, SIMÓN.
SIMÓN (Viendo salir a TORCUATO.) ¡Este mozo nos ha perdido! Mi casa está hecha una
Babilonia; todos lloran, todos se afligen y todos sienten su desgracia. Ve aquí, señor don Justo, las
consecuencias de los desafíos. Estos muchachos quieren disculparse con el honor, sin advertir que
por conservarle atropellan todas sus obligaciones. No; la ley los castiga con sobrada razón.
JUSTO.- Otra vez hemos tocado este punto, y yo creía haberos convencido. Bien sé que el
verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud y del cumplimiento de los propios
deberes. El hombre justo debe sacrificar a su conservación todas las preocupaciones vulgares; pero
por desgracia la solidez de esta máxima se esconde a la muchedumbre. Para un pueblo de filósofos
sería buena la legislación que castigase con dureza al que admite un desafío, que entre ellos fuera un
delito grande. Pero en un país donde la educación, el clima, las costumbres, el genio nacional y la
misma constitución inspiran a la nobleza estos sentimientos fogosos y delicados a que se da el
nombre de pundonor; en un país donde el más honrado es el menos sufrido, y el más valiente el que
tiene más osadía; en un país, en fin, donde a la cordura se llama cobardía, y a la moderación falta de
espíritu, ¿será justa la ley que priva de la vida a un desdichado sólo porque piensa como sus iguales;
una ley que sólo podrán cumplir los muy virtuosos o los muy cobardes?
SIMÓN.- Pero, señor; yo creía que el mejor modo de hacer a los mozos más sufridos era agravar las
penas contra los temerarios.
JUSTO.- Cuando haya mejores ideas acerca del honor, convendrá acaso asegurarlas por ese medio;
pero entre tanto las penas fuertes serán injustas y no producirán efecto alguno. Nuestra antigua
legislación era en este punto menos bárbara. El genio caballeresco de los antiguos españoles hacía
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plausibles los duelos, y entonces la legislación los autorizaba; pero hoy pensamos, poco más o
menos, como los godos, y, sin embargo, castigamos los duelos con penas capitales.
SIMÓN.- Esos discursos, señor, son demasiado profundos; yo no soy filósofo ni los entiendo, pero
estoy muy mal con que los mozos...
JUSTO.- (Con alguna aspereza.) Dejemos una contestación que debe afligirnos a entrambos, y
vamos a consolar a Laura, pues tanto lo necesita.
SIMÓN.- Pero, decidme, ¿no habrá algún medio de salvar a Torcuato?
JUSTO.- (Con seriedad.) Esa pregunta es bien extraña en quien sabe las obligaciones de un juez. El
órgano de la ley no es árbitro de ella. No tengo más arbitrio que el de representar; y pues habéis
oído cómo pienso, podréis inferir si lo habré hecho con eficacia.
SIMÓN.- ¡Oh! pues si habéis representado, yo confío...
JUSTO.- No haréis bien en confiar. Las representaciones de un juez suelen valer muy poco cuando
conspiran a mitigar el rigor de una ley reciente. Sin embargo, la Providencia... la piedad del
Soberano...
Escena VII
ESCRIBANO, los dichos.
ESCRIBANO.- Señor, acaba de llegar el expreso.
JUSTO.- (Recibiendo el pliego.) Veamos... (Asustado.) No sé lo que me altera; el corazón no me
cabe en el pecho.
SIMÓN.- ¿Qué tendrá, que tanto se ha turbado?
JUSTO.- (Leyendo en secreto la carta, manifiesta en su semblante grande conmoción y extremo
dolor, y después de haber acabado se arroja en una silla.) ¡Oh, padre sin ventura! ¡Oh, hijo
desdichado!
ESCRIBANO.- ¡Malo, malo! ¡Sin duda se ha confirmado la sentencia! (Se va el ESCRIBANO, y
SIMÓN, como temeroso de interrumpir a JUSTO, se retira al fondo de la escena, sin resolverse a
desampararle.)
SIMÓN.- Yo no comprendo... Él ha perdido el color... ¡Cuál se ha puesto, Dios mío! ¿Qué traerá
esta carta? (Cuanto dice JUSTO en el resto de la presente escena, se entiende aparte.)
JUSTO.- Sí, sí; yo he sido el cruel que ha acelerado su desgracia... ¡Ah! Yo esperaba que mis
clamores en favor de un inocente... ¡Hijo desventurado!
SIMÓN.- ¿Señor...? (Acercándose con timidez.) ¿Qué tendrá que tanto exclama?
340
JUSTO.- (Sin oírle.) ¡No sólo aprueban su muerte, sino que quieren también atropellarla!
(Levantándose.) No; al Soberano le han engañado. ¡Ah! Si hubiera oído mis razones, ¿cómo pudiera
negarse su piadoso ánimo a la defensa de un inocente?
SIMÓN.- (Desde lejos.) Señor don Justo...
JUSTO.- (Paseando por la escena, como fuera de sí.) ¡Hijo mío! ¡Hijo desdichado! ¿Cómo he de
consentir...? Iré a bañar los pies del mejor de los reyes con mis humildes lágrimas.
SIMÓN.- ¡Cuál está, Dios mío! ¡No sosiega un instante! Señor don Justo... Por vida de... Señor don
Justo... Pero, ¡qué gritos...!
Escena VIII
LAURA, ANSELMO, los dichos.
(LAURA entra corriendo en la escena y ANSELMO deteniéndola.)
ANSELMO.- Señora, señora, deteneos.
LAURA.- (Mirando a todas partes.) ¡Qué! ¿Él correrá a la muerte, y yo no podré abrazarle...?
Querido esposo, ¿dónde te esconden? ¿Quiénes son los crueles que nos separan?
SIMÓN.- ¡Hija mía! ¿Qué es esto...? Don Anselmo...
ANSELMO.- Señor, no he podido contenerla... El posta que llegó de la corte esparció la voz de que
traía malas nuevas; entendiéronlo algunos de la familia, y sus lágrimas...
LAURA.-(A JUSTO, de rodillas.) ¡Ay señor! ¿Así abandonáis a vuestro amigo?¿Sufriréis que su
esposa desventurada...?
JUSTO.- (Volviendo el rostro.) ¡Ve aquí lo que faltaba al complemento de mi desdicha! Señor don
Simón, separad a vuestra hija de este sitio, donde nada es capaz de aliviar su dolor.
SIMÓN.- Vamos, hija, vamos.
LAURA- (Resistiéndose.) No, yo no me separaré de aquí... ¡Qué! Después de perderle, ¿me negarán
también el consuelo de morir en sus brazos? ¡Crueles! Todos son crueles con esta desdichada.
(SIMÓN lleva casi violentamente a su hija, y ANSELMO pretende seguirlos, pero se detiene,
avisado por JUSTO.)
Escena IX
JUSTO, ANSELMO.
JUSTO.- Quedaos, don Anselmo. Los sucesos de este triste día me han hecho conocer la fina
amistad que profesáis a don Torcuato. ¿Queréis dar un paso en su favor, que le pueda librar de la
desdicha que le amenaza?
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ANSELMO.- ¡Pues qué!, ¿lo dudáis, señor? ¡Ah!, no es posible comprender cuánto estimo sus
virtudes ni cuánto me duele su triste situación. ¡Ah!, si pudiera a costa de mi vida...
JUSTO.- A menos costa podéis serle muy útil y defender la suya. A pesar de cuantas razones
expuse en su favor, la corte ha resuelto lo que oiréis ahora.
ANSELMO.- ¡Oh, Dios!
JUSTO.- (Lee con dolor y turbación.) «He dado cuenta al Rey de la causa escrita sobre el desafío
que hubo en esa ciudad el día 4 de agosto del año próximo pasado, entre el marqués de Montilla y
don Torcuato Ramírez, de que resultó la muerte del primero; y sin embargo de cuanto V. S. expone
en su representación a favor del homicida, S. M., considerando el escándalo que ha causado este
suceso en esa ciudad, este real Sitio y todo el reino, singularmente cuando estaba tan reciente la
publicación de su pragmática de 28 de abril del mismo año pasado, y teniendo asimismo presente
que el reo está llanamente confeso en su delito, se ha servido resolver que V. S. ponga en ejecución
la sentencia de muerte y confiscación que ha dado en dicha causa, concediendo al reo sólo el tiempo
preciso para disponerse a morir como cristiano; y V. S. me dará cuenta de haberse ejecutado en la
forma prevenida. -Nuestro Señor, etc.»
ANSELMO.- (Lloroso.) ¡Infeliz amigo! Yo no podré sobrevivir a tu muerte.
JUSTO.- ¡Desdichado! ¡Todos se compadecen de su desgracia! Sólo la corte está sorda a nuestros
clamores. Pero, don Anselmo, aún no sabéis hasta dónde llega la desdicha de vuestro amigo.
ANSELMO.-¡Qué, señor!, ¿después de una sentencia...?
JUSTO.- Sí, amigo mío; esta bárbara sentencia ha sido dictada por su mismo padre.
ANSELMO.- (Asombrado.) ¿Vos padre suyo? ¡Oh, Dios!
JUSTO.- (Transportado de pena.) No, yo no soy su padre; soy un monstruo, que le ha dado la vida
para arrebatársela después... ¡Insensato! Yo hubiera podido... Pero no perdamos, amigo, un tiempo
tan precioso. La terrible sentencia se va a notificar a Torcuato; la corte está cerca; vos sois su
amigo; tenéis en ella valedores... Tal vez nuestras instancias...
ANSELMO.- (Yéndose con precipitación.) Basta, señor, he entendido; no me detengo ni un
instante.
JUSTO.- (Siguiéndole.) Si fuere preciso que el nombre de su padre...
ANSELMO.- (Desde la puerta, y sin volver el rostro.) Entiendo, entiendo.
Escena X
JUSTO, solo.
JUSTO.- ¡Santo Dios, encamina sus pasos...! Ve aquí el natural y dulce fruto de la virtud: todos se
complacen en protegerla, y todos corren ansiosos a sostenerla en la adversidad. Pero ¡cuán débiles
son sus apoyos contra la fuerza y el poder! ¡Virtud santa y amable! Tú serás siempre respetada de
las almas sencillas; mas no esperes hallar asilo entre los vanos y poderosos... ¡Cuánto ha cambiado
342
mi suerte en solo un día! ¿Es posible que me he de hallar en la dura necesidad de derramar mi
propia sangre...? ¡Hijo desventurado...! ¡La mano de tu bárbaro padre te va a ofrecer el amargo cáliz
de la muerte! ¡Funesta obligación...! ¡Horrible ministerio...! Si acaso don Anselmo... ¡Ah!, ¡qué
podrán sus débiles ruegos contra los de tantos importunos... contra el respeto de las leyes... contra la
preocupación del Gobierno...! ¡Ah!...
Acto V
Descúbrese a TORCUATO, sentado con prisiones y con la misma ropa que debe llevar al suplicio.
JUSTO, algo distante, se pasea con aire profundamente inquieto y abatido. El ESCRIBANO estará
retirado lejos de todos, y habrá centinelas dobles. La escena es de día.
Escena I
JUSTO, TORCUATO, el ESCRIBANO.
JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Dejadnos solos por un rato, y avisad cuando sea tiempo. (Se va el
ESCRIBANO. Sacando el reloj.) Ya no me queda esperanza alguna... La hora funesta está cercana,
y don Anselmo no parece... ¡Oh, justo Dios! ¿negaréis este consuelo a mis ardientes lágrimas?
TORCUATO.- (Con voz desmayada.) En este triste y pavoroso instante la imagen de Laura ocupa
únicamente mi memoria, y el eco penetrante de sus suspiros resuena en el fondo de mi alma... ¡Ay,
Laura! Yo no soy digno de tan amargas lágrimas... (Mirando a su padre.) Mi padre... ¡Ah! su
venerable presencia y su tristeza me destrozan el corazón... ¡Oh, muerte! Sin
estos objetos tú no serías terrible a mis ojos. (Llamando a su padre.) Padre...
JUSTO.- (Sin oírle, y paseándose.) Hay que vencer tantas dificultades antes de hablar a un
Soberano!
TORCUATO.- (Con voz más animada.) Padre...
JUSTO.- (Paseándose, pero sin volver el rostro.) Las lágrimas me ahogan... No puedo responderle.
TORCUATO.- (Esforzando más la voz.) Querido padre...
JUSTO.- (Prontamente.) ¡Hijo mío!
TORCUATO.- Yo estoy fatigado, y el peso de los grillos no me deja llegar a vuestras plantas... Mi
hora se acerca... Dignaos de bendecir por la última vez a este hijo desgraciado.
JUSTO.- (Acercándose y tomando su mano.) ¡Hijo mío! Tus angustias se acabarán muy luego, y tú
irás a descansar para siempre en el seno del Criador. Allí hallarás un Padre que sabrá recompensar
tus virtudes.
TORCUATO.- Sí, venerado padre; voy a ofrecerle mi espíritu y a interceder en su presencia por los
dulces objetos de que me separa su justicia... ¡Padre mío! Vuestro corazón y el de Laura, llenos de
pureza y rectitud, tendrán todo su valor ante el Omnipotente! ¡Ah, qué consuelo! ¡Esperar en el seno
de la eternidad la compañía de dos almas tan puras!
343
JUSTO.- Tú has cumplido, hijo mío, con todos tus deberes, y puedes creerte dichoso, pues vas a
recibir el galardón. ¡Ah!, nosotros, infelices, quedamos sumidos en un abismo de aflicción y
miseria, mientras tu espíritu sobre las alas de la inmortalidad va a penetrar las mansiones eternas y a
esconderse en el seno del mismo Dios que le ha criado. Procura imprimir en tu alma estas dulces
ideas; que ellas te harán superior a las angustias de la muerte. (A este tiempo se oye el reloj que da
las once; TORCUATO se estremece; JUSTO, horrorizado, se aparta de él, volviendo el rostro a otro
lado, e inmediatamente entra el ESCRIBANO.)
Escena II
ESCRIBANO, los dichos.
ESCRIBANO.- (Desde la puerta y con voz tímida.) Señor... la hora ha dado ya.
TORCUATO.- (Asustado.) ¡Oh, Dios...! Esta es la última de mi vida... Conque, ¿no hay remedio...?
(Resignado, después de alguna pausa.) Vamos, pues, a morir.
JUSTO.- (Con extrema inquietud, paseando por el frente de la escena.) Este don Anselmo... ¡Don
Anselmo...! ¡Gran Dios!, ¿así abandonáis al inocente...? (Hace seña al ESCRIBANO, que se habrá
mantenido a la puerta).
Escena III
Los dichos.
El ESCRIBANO, sin salir, hace una seña desde la puerta, y a ella entran sucesivamente el
ALCAIDE, la tropa y los ministros de Justicia. El ALCAIDE despoja a TORCUATO de sus
prisiones; los soldados, con bayoneta calada, le rodean por todos lados, y la gente de justicia se
coloca parte a la frente y parte cerrando la comitiva. El ESCRIBANO precede a todos. En este
orden irán saliendo con mucha pausa, y entretanto sonará a lo lejos música militar lúgubre. JUSTO
se mantiene inmoble en un extremo del teatro con toda la serenidad que pueda aparentar, pero sin
volver el rostro hacia el interior de la escena.
TORCUATO.- (Mientras le quitan las prisiones.) Querido padre, yo os recomiendo la inocente
Laura; sustituidla en lugar de este hijo, que vais a perder.
JUSTO.- Hijo mío, ella será mi único consuelo en las angustias que me aguardan.
TORCUATO.- (Empezando a salir.) ¡Padre! Adiós, querido padre. (JUSTO no le puede responder
por el exceso de su dolor; se arroja en una silla, luego se reclina sobre la mesa, cubriendo su rostro
con las manos, y entretanto acaba de salir todo el acompañamiento.)
JUSTO.- (Levantando las manos al cielo.) ¡Este don Anselmo...!
TORCUATO.- (Fuera de la escena.) ¡Adiós, querido padre! (JUSTO, al oírle, se vuelve a cubrir el
rostro, y reclinado como antes, guarda silencio por un rato.)
Escena IV
344
JUSTO, con voz interrumpida.
JUSTO.- ¡Hijo infeliz...! Yo soy quien te priva de la inocente vida... Lo que hice por salvarle ha
sido tan poco... ¡Qué idea tan horrible...! Pero no hay remedio... Bien presto la fúnebre campana me
avisará de su muerte... (Levantándose asustado.) Ya parece que suena en mis oídos. ¡Santo Dios!
(Paseándose por la escena con suma inquietud.) No hallo sosiego en parte alguna. ¡Hijo desdichado!
¿Es posible...? ¿Conque tu inocencia, tus virtudes, los ruegos de un amigo, los tiernos suspiros de
una esposa, las lágrimas de un padre y el sentimiento universal de la naturaleza, nada pudo librarte
de la muerte; de una muerte tan acerba y tan ignominiosa...? ¡Buen Dios! ¿Por qué no le socorres...
(Asustado.) ¿Pero qué ruido se oye? ¿Si estará ya expirando?
Escena V
SIMÓN, LAURA, JUSTO.
LAURA entra en la escena corriendo, desgreñada y llorosa, y su padre deteniéndola.
SIMÓN.- (Desde el fondo.) Señor, señor; no puedo detenerla. Un solo instante que nos
descuidamos...
LAURA.- (Mirando a todas partes.) No, no; todos me engañan. ¡Crueles! ¿Por qué me quitáis a mi
esposo? ¿Dónde está? ¡Qué!, ¿no parece? ¿Se le han llevado ya? ¡Verdugos! ¡Crueles verdugos de
mi inocente esposo! ¿Estaréis ya contentos...? No, él no ha muerto aún, pues yo respiro. Dejadme,
dejadme que vaya a acompañarle; que la sangrienta espada corte a un mismo tiempo nuestros
cuellos... ¡Querido esposo! ¡Ah! Tú lucharás también con tus verdugos por venir a unirte con tu
Laura. ¿Por qué no quieren que expiremos juntos?
JUSTO.- (Procurando templar a LAURA.) ¡Hija...!
LAURA.- (Mirándole con horror.) Yo no soy vuestra hija, ¡cruel!, yo no soy vuestra hija. Vos me
habéis quitado mi esposo; sí, vos me le habéis quitado. Y no os disculpéis con las leyes, con esas
leyes bárbaras y crueles, que sólo tienen fuerza contra los desvalidos.
JUSTO.- ¡Qué alma podrá resistir a tantas aflicciones! (Se oye a lo lejos una confusa gritería, y casi
al mismo tiempo el toque de la campana que se acostumbra en semejantes casos.) Pero, ¡qué oigo!
¡Qué rumor...! ¡Oh, santo Dios! Recibe su espíritu. (Se vuelve a arrojar en la silla, tomando la
misma situación en que antes estuvo. LAURA corre como furiosa; su padre manifiesta también
mucho dolor, y la sigue sin hablar.)
LAURA.- ¡Qué! ¿Ya expiró? No, no puede ser... Mi esposo... ¡Oh, triste; oh, desdichado esposo...!
Tu sangre corre ya derramada... ¡Ah!, voy a detenerla. (Hace un esfuerzo por salir de la escena, y
cae al suelo, oprimida del dolor.)
SIMÓN.- ¡Hija mía! ¡Hija de mi vida...! ¡Ah!, que no respira. (Aquí se hace una larga pausa, y
durante ella continúa el sonido de la campana.)
JUSTO.- Este melancólico silencio llena mi alma de luto y de pavor. ¡Eterno Dios! ¡Tú has recibido
ya su espíritu en la morada de los justos!
SIMÓN.- Hija mía... ¡Oh, padre desdichado!
345
LAURA.- (Volviendo en sí.) Conque, ¿ya no hay remedio? Conque, el golpe fatal... No, yo no
puedo vivir. ¡Querido esposo! ¡Ah, bárbaros! ¡Ah, crueles verdugos!
JUSTO.- Buen Dios, pues nos envías esta tribulación, conforta nuestras almas para sufrirla.
SIMÓN.- ¡Hija mía! ¡Querida Laura...!
LAURA.- (Levantándose con furor.) ¿Y el justo cielo no vengará la sangre del inocente? ¡Oh, Dios!
Atiende a mi ruego, y haz que perezcan los verdugos que le han asesinado; que la triste sombra de
mi inocente esposo llene sus corazones de susto y de zozobra; que los gritos, los atroces lamentos
de su viuda infeliz, resuenen siempre en sus almas impías, que sean eterno objeto de tu terrible
cólera. (Vuelve a caer en los brazos de su padre, como antes.)
SIMÓN.- ¡Hija...! El dolor la tiene sin sentido. ¡Hija mía...!
JUSTO.- ¡Ah! ¡Su dolor es muy justo! ¡Desventurada...! Pero ¿qué nuevo rumor? ¿Qué habrá
sucedido...?
Escena VI
Los dichos.
(El ALCAIDE, el ESCRIBANO, EUGENIA y algunos otros domésticos salen apresurados a la
escena, diciendo todos a una voz:)
¡Albricias, albricias!
SIMÓN.- Pues ¿qué? ¿Qué hay?
ESCRIBANO.- ¡Albricias! ¡El Rey le ha perdonado!
JUSTO y SIMÓN.- ¡Oh, Dios!
LAURA.- (Corriendo hacia el ESCRIBANO.) ¿Pues qué? ¿Vive? ¿Vive todavía? Amigo...
ESCRIBANO (Fatigado.) Si el señor don Anselmo tarda un instante más, todo se ha perdido; pero
el cielo le trajo a tan buen tiempo... Sí, señores; vive aún, y está perdonado; este es su indulto.
(Entrega un pliego a JUSTO.)
LAURA.- ¿Y dónde está? Vamos a verle. (SIMÓN la detiene.)
JUSTO.- (Abriendo el pliego, besa la real firma, la pone sobre la cabeza, y se retira a leer,
diciendo): Al fin, ¡buen Dios!, los clamores de un padre desdichado no han sido vanos en tu
adorable presencia.
SIMÓN.- (Al ESCRIBANO.) Pues vaya, hombre; cuéntenos lo que ha pasado, y sáquenos de dudas.
ESCRIBANO.- (Mientras lee JUSTO.) Yo no sé si podré, porque estoy tan alterado, tan gozoso...
Ya todo estaba pronto, y el reo había subido a lo alto del cadalso; toda la ciudad se hallaba en la
gran plaza de este alcázar, ansiosa de ver el triste espectáculo; el susto y la curiosidad tenían al
346
pueblo en profundo silencio, y sólo se oía el funesto pregón de la sentencia y las voces de los
religiosos que auxiliaban. Entretanto conservaba Torcuato en su semblante la compostura y
gravedad de su natural, y los ojos de todo el concurso estaban clavados en él, cuando el verdugo le
advirtió que había llegado su hora. Entonces, sereno y mesurado, se acomoda la lúgubre vestidura,
tiende su vista por toda la plaza, la fija por un rato en este alcázar, y lanzando un profundo suspiro,
se dispone para la sangrienta ejecución. Todos guardaban un melancólico silencio, y ya el verdugo
iba a descargar el fatal golpe, cuando una voz que clamaba a lo lejos: «¡Perdón, perdón!» detuvo el
impulso de su brazo. A esta voz siguió una grande y confusa gritería del pueblo, cuyo rumor engañó
al que tenía a su cargo la campana; de suerte que el fúnebre sonido de ésta y las alegres voces del
indulto y del perdón resonaron a un tiempo en todos los oídos. Ya a este punto llegaba don Anselmo
a caballo al sitio del suplicio. El susto, el polvo y el sudor habían desfigurado su semblante de
forma que nadie le conocía. Traía en su mano la real cédula de indulto, que me entregó al instante
(JUSTO acaba de leer, y se acerca a oír al ESCRIBANO), y dándome orden de que viniese a
presentarla, se apeó, subió al cadalso, y allí queda, dando tiernos abrazos a su amigo y bañando su
rostro en lágrimas de gozo.
JUSTO.- ¡Ay, amigo!, corred; no os detengáis un punto, poned a mi hijo en libertad, y que venga al
instante a nuestra vista. (El ESCRIBANO se va con precipitación.) ¡Oh, buen Dios! Mi corazón
desfallece de contento. Sí, querida Laura; él es mi hijo, y tú lo eres también... Ven a mis brazos, y
ayúdame a dar gracias a la Providencia por este inefable beneficio.
LAURA.- (Corriendo a abrazarle.) ¿Qué, señor? ¿Vos sois su padre?
SIMÓN.- ¿Su padre? ¿También tenemos ésa?
JUSTO.- Sí, soy su padre, y sin embargo, había decretado su muerte. ¡Ah! si el cielo no le hubiese
salvado, sólo el sepulcro pudiera terminar mis tormentos. Sosiégate, querida hija, y tranquiliza tu
espíritu agitado. En mejor tiempo te descubriré los designios de la Providencia sobre el origen de tu
esposo.
LAURA.- (Besando la mano a JUSTO.) ¡Querido padre! El cielo me le vuelve por vuestra mano, y
a su virtud y a la vuestra debo tan gran ventura.
SIMÓN.- Señores, cuanto pasa parece una novela; yo estoy aturdido, y apenas creo lo mismo que
estoy viendo... Querida Laura, ven a los brazos de tu padre. (LAURA va a abrazar a su padre; pero
viendo a su esposo, corre a encontrarle al fondo de la escena, donde se abrazan estrechamente.)
Escena VII
ANSELMO, TORCUATO, FELIPE, los dichos.
(TORCUATO, desgreñado, pero sin las vestiduras de reo, con semblante risueño, aunque muy
conmovido. ANSELMO, lleno de polvo y en traje de posta.)
LAURA.- ¡Ah, querido esposo...!
TORCUATO.- (Corriendo a abrazarla.) ¡Ah, Laura mía...!
JUSTO.- (Abrazando a ANSELMO.) ¡Mi bienhechor, mi amigo! ¿Con qué podremos corresponder
a tan sublime beneficio?
347
ANSELMO.- En él mismo, señor, está mi recompensa. He tenido la dulce satisfacción de salvar a
mi amigo.
TORCUATO.- (A su padre, abrazándole.) ¡Querido padre!
JUSTO.- Ven a mis brazos, hijo mío; ven a mis brazos... Tú serás el apoyo de mi vejez.
LAURA.- ¡Ah!, el gozo me tiene fuera de mí... Querido don Anselmo, yo seré eternamente esclava
vuestra.
TORCUATO.- (A SIMÓN.) ¡Padre mío...!
SIMÓN.- (Abrazándole.) Buen susto nos has dado, hijo; Dios te le perdone... Vaya, señores,
dejemos los abrazos para mejor tiempo, y díganos don Anselmo cómo se ha hecho este milagro.
ANSELMO.- Jamás sufrió mi alma tan terribles angustias. Cuando llegué a la corte estaba S. M.
recogido, y mis gritos, mis clamores fueron vanos, porque nadie se atrevió a interrumpir su
descanso. Yo no dormí en toda la noche ni un instante, pero tampoco dejé sosegar a nadie. El
ministro, el sumiller, el mayordomo mayor, el capitán de guardias, todos sufrieron mis
importunidades. En vano me decían que mi solicitud era inasequible; porque yo no los dejaba
respirar. Al fin, por librarse de mí, ofrecieron pedir a S. M. una audiencia, y con esto los dejé por un
rato; pero empleé el tiempo que restaba hasta la hora señalada en prevenir a los que debían extender
la cédula, en caso de ser el despacho favorable, con lo cual todos estuvieron prontos y propicios. A
las siete me admitió el Soberano. Le expuse con brevedad y con modestia cuanto había pasado en el
desafío; le pinté con colores muy vivos el genio provocativo del marqués, el corazón blando y
virtuoso de Torcuato, el candor y la virtud de su esposa, y sobre todo, la constancia y rectitud del
juez, diciendo que era su mismo padre. El cielo sin duda animaba mis palabras, y disponía el
corazón del Monarca. ¡Ah, qué Monarca tan piadoso! ¡Yo vi correr tiernas lágrimas de sus augustos
ojos! Después de haberme oído con la mayor humanidad: «La suerte de ese desdichado -me dijoconmueve mi real ánimo, y mucho más la de su buen padre. Anda, ya está perdonado; pero no
pueda jamás vivir en Segovia ni entrar en mi corte». Al punto me postré a sus pies y los inundé con
abundoso llanto. Salgo corriendo, acelero el despacho, tomo el caballo, vuelo en el camino, y ¡oh,
Dios!, un instante más me hubiera privado del mejor amigo.
TORCUATO.- Querido amigo, vuelve otra vez a mis brazos; tú has sido mi libertador. ¡Cuántos y
cuán dulces vínculos unirán desde hoy nuestras almas!
JUSTO.- Hijos míos, empecemos a corresponder a los beneficios del Rey obedeciéndole. Vamos a
tratar de vuestro destino, y demos gracias a la inefable Providencia, que nunca abandona a los
virtuosos ni se olvida de los inocentes oprimidos.
348
Gaspar Melchor de Jovellanos
Sátira segunda a Arnesto
Perit omnis in illo nobilitas, cujus laus est in origine sola.
Lucano
¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud?
¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de pardomonte envuelto, con patillas
de tres pulgadas afeado el rostro,
magro, pálido y sucio, que al arrimo
de la esquina de enfrente nos acecha
con aire sesgo y baladí? Pues ése,
ése es un nono nieto del Rey Chico.
Si el breve chupetín, las anchas bragas
y el albornoz, no sin primor terciado,
no te lo han dicho; si los mil botones,
de filigrana berberisca que andan
por los confines del jubón perdidos
no lo gritan, la faja, el guadijeño,
el arpa, la bandurria y la guitarra
lo cantarán. No hay duda: el tiempo mismo
lo testifica. Atiende a sus blasones:
sobre el portón de su palacio ostenta,
349
grabado en berroqueña, un ancho escudo
de medias lunas y turbantes lleno.
Nácenle al pie las bombas y las balas
entre tambores, chuzos y banderas,
como en sombrío matorral los hongos.
El águila imperial con dos cabezas
se ve picando del morrión las plumas
allá en la cima, y de uno y otro lado,
a pesar de las puntas asomantes,
grifo y león rampantes le sostienen.
Ve aquí sus timbres, pero sigue, sube,
entra y verás colgado en la antesala
el árbol gentilicio, ahumado y roto
en partes mil; empero de sus ramas,
cual suele el fruto en la pomposa higuera,
sombreros penden, mitras y bastones.
En procesión aquí y allí caminan
en sendos cuadros los ilustres deudos,
por hábil brocha al vivo retratados.
¡Qué gregüescos! ¡Qué caras! ¡Qué bigotes!
El polvo y telarañas son los gajes
de su vejez. ¿Qué más? Hasta los duros
sillones moscovitas y el chinesco
escritorio, con ámbar perfumado,
350
en otro tiempo de marfil y nácar
sobre ébano embutido, y hoy deshecho,
la ancianidad de su solar pregonan.
Tal es, tan rancia y tan sin par su alcurnia,
que aunque embozado y en castaña el pelo,
nada les debe a Ponces ni Guzmanes.
No los aprecia, tiénese en más que ellos,
y vive así. Sus dedos y sus labios
del humo del cigarro encallecidos,
índe son de su crianza. Nunca
pasó del B­A ba. Nunca sus viajes
más allá de Getafe se extendieron.
Fue antaño allá por ver unos novillos
junto con Pacotrigo y la Caramba.
Por señas, que volvió ya con estrellas,
beodo por demás, y durmió al raso.
Examínale. ¡Oh idiota!, nada sabe.
Trópicos, era, geografía, historia
son para el pobre exóticos vocablos.
Dile que dende el hondo Pirineo
corre espumoso el Betis a sumirse
de Ontígola en el mar, o que cargadas
de almendra y gomas las inglesas quillas
surgen en Puerto Lápichi, y se levan
llenas de estaño y de abadejo. ¡Oh!, todo,
351
todo lo creerá, por más que añadas
que fue en las Navas Witiza el santo
deshecho por los celtas, o que invicto
triunfó en Aljubarrota Mauregato.
¡Qué mucho, Arnesto, si del padre Astete
ni aun leyó el catecismo! Mas no creas
su memoria vacía. Oye, y diráte
de Cándido y Marchante la progenie;
quién de Romero o Costillares saca
la muleta mejor, y quién más limpio
hiere en la cruz al bruto jarameño.
Haráte de Guerrero y la Catuja
larga memoria, y de la malograda,
de la divina Lavenant, que ahora
anda en campos de luz paciendo estrellas,
la sal, el garabato, el aire, el chiste,
la fama y los ilustres contratiempos
recordará con lágrimas. Prosigue,
si esto no basta, y te dirá qué año,
qué ingenio, qué ocasión dio a los chorizos
eterno nombre, y cuántas cuchilladas,
dadas de día en día, tan pujantes
sobre el triste polaco los mantiene.
Ve aquí su ocupación; ésta es su ciencia.
352
No la debió ni al dómine, ni al tanto
de su ayo mosén Marc, sólo ajustado
para irle en pos cuando era señorito.
Debiósela a cocheros y lacayos,
dueñas, fregonas, truhanes y otros bichos
de su niñez perennes compañeros;
mas sobre todo a Pericuelo el paje,
mozo avieso, chorizo y pepillista
hasta morir, cuando le andaba en torno.
De él aprendió la jota, la guaracha,
el bolero, y en fin, música y baile.
Fuele también maestro algunos meses
el sota Andrés, chispero de la Huerta
con quien, por orden de su padre, entonces
pasar solía tardes y mañanas
jugando entre las mulas. Ni dejaste
de darle tú santísimas lecciones,
oh Paquita, después de aquel trabajo
de que el Refugio te sacó, y su madre
te ajustó por doncella. ¡Tanto puede
la gratitud en generosos pechos!
De ti aprendió a reírse de sus padres,
y a hacer al pedagogo la mamola,
a pellizcar, a andar al escondite,
tratar con cirujanos y con viejas,
353
beber, mentir, trampear, y en dos palabras,
de ti aprendió a ser hombre... y de provecho.
Si algo más sabe, débelo a la buena
de doña Ana, patrón de zurcidoras,
piadosa como Enone, y más chuchera
que la embaidora Celestina. ¡Oh cuánto
de ella alcanzó! Del Rastro a Maravillas,
del alto de San Blas a las Bellocas,
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado. ¡Cuántos nombres
y cuáles vido en su librete escritos!
Allí leyó el de Cándida, la invicta,
que nunca se rindió, la que una noche
venció de once cadetes los ataques,
uno en pos de otro, en singular batalla.
Allí el de aquella siete veces virgen,
más que por esto, insigne por sus robos,
pues que en un mes empobreció al indiano,
y chupó a un escocés tres mil guineas,
veinte acciones de banco y un navío.
Allí aprendió a temer el de Belica
la venenosa, en cuyos dulces brazos
más de un galán dio el último suspiro;
y allí también en torpe mescolanza
354
vio de mil bellas las ilustres cifras,
nobles, plebeyas, majas y señoras,
a las que vio nacer el Pirineo,
des Junquera hasta do muere el Miño,
y a las que el Ebro y Turia dieron fama
y el Darro y Betis todos sus encantos;
a las de rancio y perdurable nombre,
ilustradas con turca y sombrerillo,
simón y paje, en cuyo abono sudan
bandas, veneras, gorras y bastones
y aun (chito, Arnesto) cuellos y cerquillos;
y en fin, a aquellas que en nocturnas zambras,
al son del cuerno congregadas, dieron
fama a la Unión que de una imbécil Temis
toleró el celo y castigó la envidia.
¡Ah, cuánto allí la cifra de tu nombre
brillaba, escrita en caracteres de oro,
oh Cloe! solo deslumbrar pudiera
a nuestro jaque, apenas de las uñas
de su doncella libre. No adornaban
tu casa entonces, como hogaño, ricas
telas de Italia o de Cantón, ni lustros
venidos del Adriático, ni alfombras,
sofá, otomana o muebles peregrinos.
Ni la alegraban, de Bolonia al uso,
355
la simia, il pappagallo e la spinetta.
La salserilla, el sahumador, la esponja,
cinco sillas de enea, un pobre anafe,
un bufete, un velón y dos cortinas
eran todo tu ajuar, y hasta la cama,
do alzó después tu trono la fortuna,
¡quién lo diría!, entonces era humilde.
Púsote en zancos el hidalgo y diote
a dos por tres la escandalosa buena
que treinta años de afanes y de ayuno
costó a su padre. ¡Oh, cuánto tus jubones,
de perlas y oro recamados, cuánto
tus francachelas y tripudios dieron
en la cazuela, el Prado y los tendidos
de escándalo y envidia! Como el humo
todo pasó: duró lo que la hijuela.
¡Pobre galán! ¡Qué paga tan mezquina
se dio a tu amor! ¡Cuán presto le feriaron
al último doblón el postrer beso!
Viérasle, Arnesto, desolado, vieras
cuál iba humilde a mendigar la gracia
de su perjura, y cuál correspondía
la infiel con carcajadas a su lloro.
No hay medio; le plantó; quedó por puertas...
356
¿Qué hará? ¿Su alivio buscará en el juego?
¡Bravo! Allí olvida su pesar. Prestóle
un amigo... ¡Qué amigo! Ya otra nueva
esperanza le anima. ¡Ah! salió vana...
Marró la cuarta sota. Adiós, bolsillo...
Toma un censo... Adelante; mas perdióle
al primer trascartón, y quedó asperges.
No hay ya amor ni amistad. En tan gran cuita
se halla ¡oh Zulem Zegrí! tu nono nieto.
¿Será más digno, Arnesto, de tu gracia
un alfeñique perfumado y lindo,
de noble traje y ruines pensamientos?
Admiran su solar el alto Auseva,
Limia, Pamplona o la feroz Cantabria,
mas se educó en Sorez. París y Roma
nueva fe le infundieron, vicios nuevos
le inocularon; cátale perdido,
no es ya el mismo. ¡Oh, cuál otro el Bidasoa
tornó a pasar! ¡Cuál habla por los codos!
¿Quién calará su atroz galimatías?
Ni Du Marsais ni Aldrete le entendieran.
Mira cuál corre, en polisón vestido,
por las mañanas de un burdel en otro,
y entre alcahuetas y rufianes bulle.
No importa: viaja incógnito, con palo,
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sin insignias y en frac. Nadie le mira.
Vuelve, se adoba, sale y huele a almizcle
desde una milla... ¡Oh, cómo el sol chispea
en el charol del coche ultramarino!
¡Cuál brillan los tirantes carmesíes
sobre la negra crin de los frisones!...
Visita, come en noble compañía;
al Prado, a la luneta, a la tertulia
y al garito después. ¡Qué linda vida,
digna de un noble! ¿Quieres su compendio?
Puteó, jugó, perdió salud y bienes,
y sin tocar a los cuarenta abriles
la mano del placer le hundió en la huesa.
¡Cuántos, Arnesto, así! Si alguno escapa,
la vejez se anticipa, le sorprende,
y en cínica e infame soltería,
solo, aburrido y lleno de amarguras,
la muerte invoca, sorda a su plegaria.
Si antes al ara de Himeneo acoge
su delincuente corazón, y el resto
de sus amargos días le consagra,
¡triste de aquella que a su yugo uncida
víctima cae! Los primeros meses
la lleva en triunfo acá y allá, la mima,
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la galantea... Palco, galas, dijes,
coche a la inglesa... ¡Míseros recursos!
El buen tiempo pasó. Del vicio infame
corre en sus venas la cruel ponzoña.
Tímido, exhausto, sin vigor... ¡Oh rabia!
El tálamo es su potro...
Mira, Arnesto,
cuál desde Gades a Brigancia el vicio
ha inficionado el germen de la vida,
y cuál su virulencia va enervando
la actual generación. ¡Apenas de hombres
la forma existe...! ¡Adónde está el forzudo
brazo de Villandrando? ¿Dó de Argüello
o de Paredes los robustos hombros?
El pesado morrión, la penachuda
y alta cimera, ¿acaso se forjaron
para cráneos raquíticos? ¿Quién puede
sobre la cuera y la enmallada cota
vestir ya el duro y centellante peto?
¿Quién enristrar la ponderosa lanza?
¿Quién?... Vuelve ¡oh fiero berberisco, vuelve,
y otra vez corre desde Calpe al Deva,
que ya Pelayos no hallarás, ni Alfonsos
que te resistan; débiles pigmeos
te esperan. De tu corva cimitarra
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al solo amago caerán rendidos...
¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud? Los nombres venerandos
de Laras Tellos, Haros y Girones,
¿qué se hicieron? ¿Qué genio ha deslucido
la fama de sus triunfos? ¿Son sus nietos
a quienes fía su defensa el trono?
¿Es ésta la nobleza de Castilla?
¿Es éste el brazo, un día tan temido,
en quien libraba el castellano pueblo
su libertad? ¡Oh vilipendio! ¡Oh siglo!
Faltó el apoyo de las leyes. Todo
se precipita; el más humilde cieno
fermenta, y brota espíritus altivos,
que hasta los tronos del Olimpo se alzan.
¿Qué importa? Venga denodada, venga
la humilde plebe en irrupción y usurpe
lustre, nobleza, títulos y honores.
Sea todo infame behetría: no haya
clases ni estados. Si la virtud sola
les puede ser antemural y escudo,
todo sin ella acabe y se confunda.
360
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