II DOMINGO DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA LECTURAS: Hech. 4, 32-35 Salmo 117 1 Juan 5, 1-6 Evangelio: Jn 20, 19-33 EL “SENTIDO” DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS La resurrección de Jesús es ese acontecimiento central de la fe cristiana, sin embargo, a primera vista, no se tiene la impresión de que los cristianos lo entiendan y lo vivan así. Hay otras cosas religiosas que interesan más al común de los bautizados: la pasión del Señor, la devoción a la Virgen y a los santos y otras prácticas religiosas. En nuestras catequesis tal vez le hemos dado poca importancia al hecho de que la muerte de Jesús es tal que por su esencia más propia desemboca en la resurrección, Jesús muere hacia ésta. Y la resurrección no significa el comienzo de un nuevo período de la vida de Jesús, sino precisamente la realidad definitiva y permanente de la salvación única y singular, que Jesús, precisamente a través de la muerte libre y obediente logró para sí mismo y para toda la humanidad. La resurrección de Jesús significa la salvación definitiva de la existencia humana concreta por parte de Dios y ante Dios, la permanente validez real de la historia humana, que ni se prolonga en el vacío ni perece. Resurrección no significa de antemano una permanencia –neutral frente a la salvación- de la existencia humana, sino, más bien, su ser aceptada y salvada por Dios. Los relatos de resurrección nos llevan a constatar tranquilamente que Jesús resucita en el interior de la fe de sus discípulos. Pero esta fe, dentro de la cual Jesús resucita, no es propia y directamente la fe en esa resurrección, sino aquella fe que, en cuanto producida por Dios, se entiende a sí misma como una liberación de los poderes de la finitud, de la culpa y de la muerte, y se sabe capacitada para ellos por el hecho de que tal libertad ha acontecido en Jesús mismo y en él se ha hecho manifiesta para nosotros. (Rahner, 1979) HECHOS 4, 32-35 A lo largo del relato de los Hechos de los Apóstoles, encontramos que, los apóstoles y discípulos presentan la resurrección de Jesús en forma de denuncia. Una denuncia directa, clara y fuerte: Vosotros lo habéis matado, pero Dios lo ha resucitado (Hech. 3, 15; 4, 10; 5, 30; 13, 30). Por lo tanto se trata de un anuncio que, en el momento de ser pronunciado, tiene plena actualidad. Es decir, no se trata de una cuestión pasada, que se recuerda y nada más, sino que es un asunto que concierne y afecta directamente a quienes oyen hablar de ello. Más aún, es un asunto gravísimo, que, en el fondo, equivale a decir lo siguiente: Dios le da la razón a Jesús y os la quita a todos vosotros. Porque, en definitiva, la afirmación según la cual “Dios lo ha resucitado” viene a decir que Dios se ha puesto de parte de Jesús, está a favor de él y le ha dado la razón, aprobando así su vida y su obra. Por consiguiente, parece bastante claro que predicar la resurrección y vivir de ese misterio consiste, ante todo, en portarse de tal manera, vivir de tal manera y hablar de tal manera que uno le da la razón a Jesús y se la quita a todos cuantos se comportan como se comportaron los que asesinaron a Jesús. Pero, es claro, eso supone una manera de vivir y de hablar que incide en las situaciones concretas de la vida. La perícopa de Hechos 4, 32-35 es un sumario que nos cuenta como la primera comunidad al entender y aceptar la resurrección de Jesús como principio fundamental de su fe, logra vivir de manera utópica el ideal de Jesús, asumiendo con total radicalidad la exigencia evangélica del amor. El ejemplo de vida comunitaria de los primeros cristianos cuestiona y apela a los creyentes de hoy para que construyamos otro tipo de sociedad, de Iglesia, de comunidad religiosa más justa y equitativa. Estas palabras de Lucas debemos acogerlas como lo que son: ejemplo, llamamiento, denuncia, aguijón y condena evangélica. LAS APARICIONES DEL RESUCITADO La certeza de la resurrección de Jesús descansa sobre la experiencia extraordinaria de sus apariciones. Entre evangelio y evangelio aparecen las acostumbradas diferencias, debidas al vocabulario y al estilo, pero, sobre todo, a la originalidad teológica de cada uno. Pero amplitud narrativa y libertad teológica permanecen contenidas dentro de un tono de sobria austeridad, sin concesiones a la fantasía de lo extraordinario, sin describir condiciones gloriosas de la nueva vida. El lenguaje de las apariciones no está tomado de la apocalíptica, sino de la vida cotidiana: en casa, en el lago, de camino, a la mesa; comen con él, le escuchan, le hablan… lo extraordinario y arbitrario, que Jesús había excluido de su vida terrena, está también ausente de sus comunicaciones de resucitado. Iluminadas por la lectura de Jn 20, 19-33 descubramos las tres características propias de este tipo de relato: a) Hacerse presente: Es el resucitado quien toma la iniciativa de hacerse presente de modo inesperado. Él se deja ver. De esta presencia nace un encuentro familiar en que Jesús saluda y anima, reprocha y da órdenes, ayuda a leer el hecho de la resurrección y a superar el escándalo de la cruz y da su Espíritu. Entra en contacto con lo sensible y lo concreto (se deja tocar, come, habla…) Este al igual que otros encuentros pasajeros se convierte en prenda y promesa de una presencia eterna: Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20) b) Hacerse reconocer: Las apariciones son escenas de reconocimiento mediante las cuales el resucitado intenta hacerse identificar con el Jesús terreno que ellos conocían: Soy yo en persona (Lc 24, 39). La presencia de dudas en los discípulos (en este caso Tomás) demuestra que el reconocimiento no se impone espontáneamente con la sola fuerza de los sentidos. Generalmente es un reconocimiento progresivo. El resucitado no es un Lázaro redivivo a quien cualquiera y en cualquier circunstancia puede dominar con sus sentidos, sino la presencia trascendente de un misterio inasible. Además, en esta progresividad gradual está presente el libre juego de la fe, que se abre a la luz de la revelación divina o se cierra, hasta el punto de merecer el reproche de obstinada incredulidad. c) Hace prolongar su obra: Rara vez las apariciones se quedan sin ningún encargo confiado por el resucitado a los destinatarios. Hasta las mujeres reciben la orden de anunciar la resurrección a los discípulos. Las apariciones a los discípulos son actos de investidura solemne, que habilitan a los apóstoles a continuar su obra mesiánica en el mundo. Si en las dos características precedentes predominaba el interés por el ver, en esta tercera, en cambio, predomina la escucha de la palabra del resucitado, que confía su misión, transforma el pequeño grupo informal en Iglesia universal y lo envía al mundo como instrumento de salvación para los que crean (Jn 20, 20). La misión de los apóstoles se inserta en el único eje de la misión de Cristo por parte del Padre y la prolonga en el tiempo y en el espacio de la universalidad humana. ¿Qué fueron realmente las apariciones? Las apariciones llevaban consigo, indiscutiblemente, una percepción visual y experimental. Esto es lo que de diversas maneras se preocupan de decir unánimemente los textos... Pero no se trató sólo de eso. Es preciso superar el fácil literalismo que se queda en la superficie del lenguaje narrativo de las apariciones y se conforma con ver en el resucitado un objeto anteriormente escondido y luego hecho visible. La aparición fue más bien un hacerse presente Cristo, para poner en juego un movimiento de relaciones interpersonales con los testigos, realizando un verdadero encuentro, un diálogo mediante palabra y acción. Para explicar lo que entonces sucedió, los discípulos recurren al lenguaje del ver; pero, en realidad, intentan expresar mucho más que una simple sensación visual. Fue una percepción inmediata del resucitado, que afecto a todo su ser, sensitivo e interior, exterior y espiritual a un tiempo. Fue un encuentro abierto por iniciativa de Jesús, un acto por el que se autodonaba nuevamente a sus amados discípulos, llevando hasta el fondo su habitual capacidad de donación y ofreciéndose en una experiencia concreta y total de sí mismo. Ellos quedan sobrecogidos por este hecho, y la reserva inagotable de sus dudas y vacilaciones salta hecha pedazos, dando lugar por fin, por primera vez desde que conocen a Jesús, a la acogida pacificante de la fe. Manifestación y donación nuevas, plenas de aquella evidencia soberana que vence y convence. Pablo, que más tarde tuvo que pasar por la misma experiencia, no duda en hablar de revelación (Gál 1, 1s). Es la anticipación, en el reino de lo provisorio, de la revelación definitiva, escatológica. No se trata, por tanto, de un ver creado por la fe, sino de un ver que crea la fe. Reconociendo en el Jesús resucitado al Jesús de otro tiempo, a quien habían seguido con dificultad y a tientas, ahora lo pueden aceptar integralmente y sin reservas. Siempre seguirá siendo difícil percibir lo que sucedió en aquel encuentro entre el resucitado y sus discípulos. Experiencias tan nuevas, para poder ser comprendidas, tienen que ser vividas. Sólo quien cree puede entrever, desde lejos, el misterio de gracia que fueron las apariciones del resucitado. ¡Feliz Pascua de Resurrección! Eleein Paola Navarro González. O.P