Biografía apasionada de ValleInclán, el autor impar de nuestro siglo y del 98, en un libro vertiginoso a veces, enlagunado de pensamiento otras, donde la prosa corre siempre avivada de intuiciones y fascinante de imágenes. Francisco Umbral ha conseguido, entre la vida y la obra, quedarse con el hombre. Aquí se estudia demoradamente una época, una trayectoria social y humana, del Simbolismo a la Revolución, pasando del ensayo literario al primor histórico, pero lo que nos queda, al fin, es la figura y la entraña valiente y fuerte, lírica y cruel, épica y sentimental, de don Ramón María, quizá el hombre, el español más singular del siglo XX. Francisco Umbral Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué ePub r1.0 Bacha15 25.11.14 Título original: Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué Francisco Umbral, 1997 Editor digital: Bacha15 ePub base r1.2 Despreciar a los demás y no amarse a sí mismo. Valle-Inclán Prólogo Entre lo que alguna vez he llamado «los libros de mamá», es decir, la pequeña biblioteca doméstica, encontré un día La guerra carlista, sin portada, las tres novelas en un tomo. Leí aquello con iluminación todavía infantil, lo releí varias veces en aquellos años y luego, con la vida, me he ido haciendo un modesto especialista en Valle-Inclán, conocedor de toda su obra, supongo, variantes incluidas, y amigo de los amigos que le quedan a Valle, y que cada día son más, en España y en el mundo. Aunque en un prólogo no se deben sentar premisas, debo decir que don Ramón es el más vivo, hoy, de los escritores del 98, entre otras cosas porque no hay tal 98, como saben los mejores críticos, sino que todo es modernismo, y el 98 quizá sólo sea el ala izquierda del modernismo/simbolismo. Ala izquierda con la que acaba volando Valle. Mi proyecto de «un Valle-Inclán» viene de muy atrás, claro. He cumplido otros, como son los libros sobre Lorca, Gómez de la Serna, etc., pero ahora que «se va angostando el horizonte», como decía Ortega, me ha entrado la urgencia de hacer el libro de Valle, que se venía enriqueciendo dentro de mí con las agregaciones de la vida, la cultura, el tiempo, la experiencia, etc. Por otra parte, creo que hay que someter a todo autor fundacional —fundacional o fundante para uno mismo— a la prueba de la tardanza, porque hay pasiones de juventud que luego se disipan. Valle, por el contrario, ha ido creciendo en uno como en la gente, y sólo cabría objetar a esto que hoy es más universal por su teatro que por sus novelas, pero ello se debe a la espectacularidad teatral, que se difunde mejor. A uno, naturalmente, le gusta más el Valle novelista, pero a ambos los estudio con igual detenimiento y placer. Mi libro no es que carezca de procedimiento, sino que evita los procedimientos académicos, universitarios, «profesionales», habituales, consagrados, para atenerse a otro sistema más personal y quizá un poco heterodoxo, tampoco demasiado, que pasaron los tiempos de jugar a escritor maldito. Al menos pasaron para mí. Valle no deja de ser un maldito, empero, de modo que tampoco necesito poner el énfasis en esta calidad/cualidad, sino sólo mostrarla, como decía Flaubert que se debe hacer en la novela. Y Valle, sin ser flaubertiano, está muy en la modernidad narrativa del francés. Hay en este libro mío una cronología implícita. Stendhal, que tantos trucos conocía de la novela, no da el tiempo mediante fechas, sino mediante síntomas, detalles. Algo así ha hecho uno, mayormente cuando esto no es una biografía, sino una lectura muy personal del que considero el mayor/mejor escritor español de todos los tiempos, en cuanto a acumulación de facultades. No digo, pues, que no haya otros más profundos o trascendentales. Pero tampoco he escrito un libro silvano, sino que recurro continuamente a autores españoles y extranjeros, a todo el que ha escrito algo sobre Valle, desde el gacetillero amarillecido hasta los grandes tratadistas o los odiadores profesionales del galaico genial. Al ir profundizando en la obra (modestamente sistematizada), se me ha dado sola la intrabiografía del escritor, un Valle al trasluz, un poeta visto a trasflor, con esquelatura sólo de palabras. Porque con lo que no he querido tener nada que ver es con la anécdota de café y el dicho que todavía perdura de unos en otros, ya que al ser Valle criatura millonario en anécdotas, casi siempre banalizadas por los demás, caeríamos fácilmente en eso que llaman lo «pintoresco», palabra que ya en sí me asquea y no he utilizado jamás, hasta ahora mismo. Nada, pues, de un Valle pintoresco a base de melena y bastonazo, hambre y barba amarilla. Sí, en cambio, utilizo un detalle característico y dandi, del que nadie habla nunca: los botines blancos de piqué. Con esta nota de color subtitulo el libro, aclarando que a veces los bolines eran grises y de fieltro. Y par ahí se entra al estudio del dandismo de Valle, mucho más verdadero que su leyenda bohemia de desharrapado barojiano y con piojos. Me permito polemizar con muchos especialistas (fue saben más que yo del tema, porque la mayoría están muertos y no pueden replicarme. En este libro, ensayo, biografía interior o lo que sea, yo sólo iba buscando una cosa: las claves de una escritura. Pero luego me han apasionado los conflictos morales del autor y sus personajes, las políticas de cada época y, en fin, la historia de España, que Valle ha contado/criticado mejor que nadie hasta ahora, por encima de novelistas e historiadores, por lo que se refiere al siglo XIX, naturalmente. Y más aún. A trasflor de la obra, como he dicho, ha ido surgiendo el hombre desde los traspatios de sus libros, un ser singular, estético y cruel, maudit y padre amantísimo, artista más que poeta, dandi y aldeano, aristócrata natural y revolucionario histórico, sentimental y sádico, hasta puede que masoquista, ejemplar como tío de una pieza (escondiendo tantas), españolazo barbado y gótico de la palabra. Su castellano, curiosamente, o no tanto, ha hecho más revolución en América que en España. Aquí seguimos siendo como muy realistas, ortodoxos, académicos y aculotados. Claro que este libro no le hacía ninguna falta a don Ramón María del Valle-Inclán. Pero a mí sí. Francisco Umbral La Dacha, diciembre de 1996. 1. Los botines blancos de piqué Hay un momento en la vida de ValleInclán en que aparece de botines blancos de piqué. No importa que la ropa todavía sea un derramamiento de sombras, que el sombrero no sea ya sino la horma del tiempo en su cabeza. No importa que tenga brazo o no lo tenga. Valle ha dado con el punto justo e inequívoco de su dandismo, y ya puede pisar las calles emborriladas de Madrid, la paseada calle de Alcalá, el barro de las Vistillas, la arena vieja, meada y numerosa de las plazas sin luz, donde tropieza con un niño, con un orinal que tiene un ojo en el fondo, con un muerto. Es igual. Vuelve a casa con los botines impecables, con el blanco piqué eucarístico cubriendo las canillas (para cuando se levanta el pantalón, al sentarse) y la pala del calzado. Sus gafas, más que sus gafas, son como un doble monóculo de doble impertinencia. Ha aprendido Valle a peinarse la barba con las manos. Está todo él más trajeado de alma. Y es que al fin ha cuajado el dandi, el hombre que va dejando un reguero de blancura, admiración e indiferencia por el Ateneo, Fornos, todos los cafés, Alcalá, la plaza del Progreso, su plaza, popular y revuelta, ágora de unos griegos castizos en camiseta. Valle venía buscando ese punto, ese tono, esa discreción, esa gracia masculina toda su vida. La ha encontrado. Porque la vida de Valle, desde la adolescencia quizá, consiste en renunciar a sí mismo para construirse otro sí mismo. Y esto tiene mucho que ver con la mística y la estética del dandi. El falso apellido, la confusión del nacimiento, con enredadas Pueblas de Caramiñal, el dudoso viaje a una entredudosa América, la barba afluente de otras tantas barbas, la autoleyenda entre modernista y legendaria. Valle no es sino un esfuerzo sostenido, desde el primer día (no sé qué primer día de qué), por no ser él, por «no amarse a sí mismo», como confesaría, por crear otro personaje en quien poder amarse y admirarse. Quizá la necesidad del dandi de suprimir el yo en beneficio de un yo ficticio y elaborado no sea sino la maña para poder rendirse culto a distancia. Oscar Wilde dijo aquello de que había derrochado el genio en su vida y sólo el talento en su obra. Me parece que nunca se le ha comprendido bien. La obra de su vida es él mismo. Eso es lo que quiere decir. Y eso es lo que quiere Valle sin decirlo. Valle sueña un escritor capaz de escribir lo que él escribió. Renuncia a una gran obra con un creador mediocre, como tantas y tantos que conocemos y leemos. La literatura y el arte están llenos de eso. Valle quiere estar a la altura de lo que todavía no ha escrito, y por eso viene fabricando un personaje, día a día, con palabras, actitudes, mentiras, sueños, botines de piqué blanco, frases y sorpresas. Supone, con una cierta lógica del absurdo, que primero tiene que ser el creador y luego la creación. Fragua una obra tan alta que teme quedar él por debajo. Lo acostumbrado es que la propia obra vaya haciendo al hombre. «Somos hijos de nuestras obras.» Pero hay una perversión estética y psíquica que se da a veces en unos pocos hombres, o en uno solo. Consiste en fabricar primero un escritor tan único que necesariamente hará la obra única. Lo que a Valle le certifica la grandeza de su obra no escrita es la grandeza del hombre venidero que está fraguando. Es el que un día paseará botines por Madrid para verse y verlos reflejados en los charcos de Vallecas y en los espejos del Casino. Eso le da seguridad. La tragedia cotidiana del dandi es que su disciplina interior, su diferencia, no la capta nadie o casi nadie. Se ha llegado a ser único y la gente no se entera. Hay que mostrar esa unicidad mediante la ropa para que el mundo lea en ella. Hay que ser el hombre/texto. Valle, como paseante elegantón o mísero de Madrid, es el mejor texto de Valle. Cuando llega a lo de los bolines, el brazo sobrante y la cabeza de Quijote cínico, cosa que nunca fuera don Quijote, es cuando acierta definitivamente consigo mismo. Pero antes han pasado muchas cosas y veremos algunas. ¿Consigo mismo, digo? No, Valle no quiere coincidir consigo mismo sino con el don Ramón María que ha falseado, con el Inclán que no es, lleno de resonancias nobles y atardecidas en la historia. Valle se pasó la vida queriendo ser otro que es el que nos ha quedado, el que nos ha legado. Don Ramón no era así, pero quería que así le recordásemos, le glosásemos. Esto no es hacerse una estatua en vida, entiéndaseme. Esa se la hacen todos los gobernadores civiles. Lo del dandi es falsearse frenéticamente día a día, año a año, por horror ante lo natural, que era el horror de Baudelaire, por fascinación ante lo artificial. Haciéndose uno a sí mismo no le debe nada a nadie, y menos a Dios. He aquí el gesto satánico del dandismo. No ser obra de Dios ni de la naturaleza, sino de los sastres y las lecturas. Se nos aparece muy pronto, en retratos y autorretratos, como carlista «por estética», como indiano, como militar, como asesino de navío, como místico y quietista, como hijo del hachís (hoy jas) (La pipa de kif). Se nos aparece entre Don Juan, Bradomín e hidalgo galaico. Hay unos versos que no son suyos, pero le van: ¿Dónde vas tú, sentimental catástrofe, roto soneto, galgo pasante por tu borrado escudo? Fue una catástrofe sentimental, un enamorado del amor, un amante difícil de su esposa Josefina. Fue un soneto roto de un poeta literario, demasiado literario, urgido siempre por la prosa, su gran armónium. Fue galgo de hambres por aquel Madrid «absurdo, brillante y hambriento», (¿algo pasante por los borrados escudos de su grandeza celta. Nos sabemos de memoria toda la biografía mentida de Valle. La biografía real no la recordaba ni él. Esta ardua tarea de todo dandi. Pasarse la vida asesinando y enterrando el yo. Valle, como todo dandi logrado o en proyecto, va dejando pedazos del yo por las alcobas, los colegios, los salones, las esquinas, las mujeres. Esconde sus piltrafas como si hubiera descuartizado a un perro. Necesita hacer hueco en sí para edificar ese otro yo al que va a dedicar vida y obra. Valle crea leyendas, mentiras, historias fascinantes o pueriles respecto de su vida y viajes, sin salir nunca de los cafés de Alcalá o la Puerta del Sol, porque está nublando su pasado, su verdad, su presente, para que a través de esa niebla entre luego el yo elegido y acuñado en oro. El dandi nunca es autobiográfico, sino numeroso en biografías falsas. El citado Wilde quiere y no quiere ser Dorian Gray. Valle quiere y no quiere ser Bradomín. Provenir no de la zoología, sino de la mitología. Eso es lo que pretende el dandi. El dandi es un ángel sin Dios que se pasa la vida fabricándose unas alas, generalmente de papel de periódico: «Que hablen de uno, aunque sea bien.» Valle se quiere artificial, artístico, y por eso es artística su prosa. No le interesa la realidad, sino lo que él hace con la realidad. Y, en ese trance, va y se compra unos botines blancos de piqué. 2. Prosa artística y poesía literaria La prosa artística y la poesía literaria no tienen muy buena calificación entre los enterados, conocedores y literatos en general. Valle principia haciendo prosa artística y poesía literaria; esos dos géneros mixtificados, equivocados, machihembrados, sublimidades juntas y perdidas. Principia y seguirá haciéndolo toda su vida. Sólo que, a fuerza de insistencia y de talento, como Quevedo antes y Cela después, Valle sublima esos géneros vagos y los redime o convierte en útiles, usaderos y gloriosos al menos para él. Valle es un experto en redimir materiales de desecho, en sobredorar viejas ferradas, los géneros ínfimos en el teatro y la prensa de su época, por ejemplo, hasta refundirlas en algo precioso y legítimo. Pero de todo esto hablaremos más adelante. Ahora parece más urgente preguntarse: ¿qué es una prosa artística? En principio, una sutileza de entendidos, ya que si la literatura es una de las bellas artes, si la literatura es arte, ¿por qué no puede ser «artística»? Prosa artística llamamos, en fin, a la infartada de bellezas premeditadas y excesivas. Prosa artística es la que sólo quiere trabajar con palabras y cosas bellas. Prosista artístico es el que confunde la sintaxis con la joyería y el adjetivo con la lentejuela. Durante algún tiempo, después del romanticismo y antes del 98, se creyó en España que la poesía y la prosa estaban ahí para explicar/exponer lo bello y lo moral. Lo moralmente bello. Detrás de la superstición de la belleza está la superstición del bien. Y aquí es donde se falsea el principio y el final de la escritura, que poco tiene que ver con los valores, y menos con los valores convencionales establecidos. El único escritor/artista que hemos tenido en España, para ir dejando las cosas claras, es Ricardo León, amante o amigo de doña Concha Espina, otra escritora/artista por su culto sistemático de la belleza a toda costa y, más aún, de la belleza como origen y consecuencia del bien. Por eso los amores de esta pareja fueron castos, estéticos, idealistas, contra lo que sugiere Cansinos-Assens en sus memorias. Ricardo León le gustaba mucho a don Francisco Franco. Como escritor artista (ahora sin barra disyuntiva) se ha considerado siempre a Gabriel Miró, pero Miró es una hermosa joya/fruta levantina que al final tiene un sabor dulciamargo donde está toda la decepción de su alma y toda la sombra del mundo. Miró supo ver obispos leprosos y eso le salva. Valle supo ver grandiosos adulterios aristocráticos, crímenes a lo Benvenutto Cellini, y eso le salva también. Valle supo ver canónigos y beneficiados muy usurarios, desde joven, y eso le salva asimismo. Valle, contra lo que siempre se ha dicho, no tiene la superstición de la belleza, sino el don de hacer buena literatura con la mitad podrida del mundo y de hacer literatura canalla con los grandes de España y con la España grande. La prosa artística es un rastrillo de vanidades suntuosas. La prosa de Quevedo, Gracián, Larra, Torres Villarroel, Valle, Miró, etc., es una gran prosa de genios truhanes que nos dan chatarra por oro y oro por chatarra, llenos de picardía y generosidad. De toda moneda falsa quieren hacer un luis de oro y de toda moneda de oro una pieza taladrada y sin valor, por que veamos por el agujero la vanidad del oro, que, como dijera Ramón (una prosa antiartística), «siempre se está riendo». Hay malicia o ignorancia en quienes siguen hablando de la prosa artística de Valle, sabiendo que eso es insulto. Durante la larguísima posguerra española (más larga aún en lo cultural), Valle estuvo sometido a una media censura. Se toleraba al artista, pero se silenciaba al escritor. Fue amigo de Azaña y tuvo cargos con la República. Ni siquiera el carlismo, tan de la braña, le quiso de los suyos. Hasta los escritores de izquierdas lo dejaban en estela. Valle estorbaba como un candelabro impar. En su lugar se entronizó a Baroja, por sumisiones políticas, cazurras, y por llenar el hueco. Poner el énfasis en lo menor de uno es otra forma de censura: la más inteligente y dañina. La consigna del mero esteta, consigna franquista, dura todavía, pesa escandalosamente sobre Valle, de quien sólo salvan su teatro, y eso porque el mundo lo reclama y porque se representa (falseándolo) como una Andalucía celta, rarísima. ¿Y eso de la poesía literaria? Naturalmente no se refiere a la poesía narrativa (romances de Machado) o descriptiva (sonetos de Machado), aunque también. Poesía literaria es en cierto modo la de Quevedo. Esto lo dio el Barroco, o el Barroco nació de esto. Sonetos muy cerrados, muy abrochados, poesía de una pieza. Según José Hierro, cuando se dice menos de lo que se dice, no hay literatura. Cuando se dice lo que se dice, hay prosa. Cuando se dice más de lo que se dice, hay poesía. El escritor metido a poeta (que no es el caso de Quevedo, pese a todo) no dice más que lo que dice. Mejor el poema abierto, sugerido, como algunos del malcitado Machado de más arriba, donde siempre queda una fuente manando, algo en movimiento. El caso máximo de poeta/poeta, de poema abierto, es Juan Ramón Jiménez, que siempre deja unos puntos suspensivos (no tipográficos, horror, salvo en sus primeros tiempos), puntos suspensivos de luz o duda al final del poema, o solución y abrazo que nada solucionan. La poesía está fuera del poema, según Gerardo Diego, que es donde debe estar. O empieza cuando el poema termina. La poesía, así, sería una iniciación, una introducción al lirismo, una puesta en situación. El poeta que quiere resolverlo todo en sus versos —amor, muerte, tiempo, vida— es el mal poeta, aunque lo haga muy bien, pues incluso la filosofía y la novela deben ser géneros abiertos, sugeridores, manantes sin fin. Valle entendió muy bien esto en la prosa (el teatro exige más rigurosas geometrías). Valle deja sus novelas abiertas (y sus cuentos, naturalmente, contra la cerrazón clariniana). La apertura narrativa va siendo algo progresivo en Valle, y ya en El ruedo ibérico incluso las situaciones, las secuencias, quedan en el aire, suspensivas. La poesía, en cambio, Valle la cierra con la energía de un consonante férreo, de una frase definitiva, de un verso de hierro y oro. Eso es poesía literaria, encofrada de palabras, explícita de arriba abajo. El lirismo es el género implícito por excelencia, pero esto no acabó de pensarlo nunca ValleInclán, ay. Cuando rima «tan, tan» con «catalán», estamos perdidos. La mayor parte de la poesía que leemos es literaria. El que tiene el sentido de lo inacabado, el que no trata de decir lo inefable, es el que lo dice. A Juan Ramón se le escapa siempre la mariposa y sólo le deja en las manos «la forma de su huida». Poeta lírico es el que sólo apresa, de la idea poética, la forma de su huida. El Barroco quizá no sea otra cosa que eso otro. Un afán desesperado y teológico por cerrar las situaciones, los versos, el mundo, los edificios, el hombre, a golpe de verso duro o moldura eterna. Hay otro barroco más fluente, y sin mayúscula, que viene de Heráclito (amado por los surrealistas) y pasa refrescante por Quevedo, pero no siempre. La poesía de Valle, en libro, teatro o lo que fuere, la gustamos por su consonancia y expresivismo, por su fuerza y corroboración, pero la gustamos sabiendo que no es poesía. Valle era demasiado escritor, demasiado prosista, como para callarse nada. Valle lo dice todo en un poema, con lo que el poema queda muy plástico e informativo, pero tiene poco que ver con los poemas aireados, ligeros de cintura, de su amigo y maestro Rubén Darío, porque el modernismo era, fue, eso, levedad grácil, becquerianismo renovado, apunte lírico, lodo el lirismo del mundo en un abanico. O en una estrofa indecisa de San Juan de la Cruz. O en un verso de cesura abismal y fascinante: «Mi amado las montañas…» Cosas así no las encontramos en los barrocos, y Valle es un barroco eterno, primero y último, genial y acérrimo, empecinado en su capacidad de decirlo todo. Practica esta poesía expresiva — ¿expresionista?— hasta el final, y es la misma del principio, con más plomo y más oro. El prosista poderoso sacrificó al poeta modernista y sus botines de piqué fueron siempre botines de novelista reconocido y dramaturgo venidero, no los botines líricos y hasta cursis de Juan Ramón. Los botines de Valle son los dos cisnes modernistas que caminan a su lado, que se deslizan. Son todo el dandismo logrado que su maestro Rubén no supo lograr. Valle es ese mendigo iluminado que va dejando por Madrid huellas blancas (sus botines) de apóstol. 3. El modernismo como temperatura El modernismo fue en España un clima, una temperatura, un momento de la sensibilidad particular y colectiva. Rubén Darío no nos trajo sólo una nueva manera de hacer versos, sino una nueva forma para las lámparas, los cuadros y el culo de las señoras. El modernismo, sí, fue una temperatura total, y en ella entra el joven Valle, venido a Madrid desde su pueblo o desde la leyenda. Quizá sea cierto eso de que Valle dijo alguna vez que le había fallado la época, pero creemos todo lo contrario. Lo que en él era vaguedad adolescente, ensueño peligroso y quizá vacuo, pasión no dirigida de la palabra, encuentra en el modernismo su misión, su diccionario, su estilo, su norma, su reglamento, su confrontación y su mundo. Sabemos por una parte (es de manual) de dónde había tomado y traído Rubén sus tesoros de música y ritmo, de sonido y sentido. Sabemos también que el modernismo fue «providencial», por decirlo mal y pronto, para Juan Ramón Jiménez y otros poetas y prosistas que nacían a la literatura en aquel momento. Hasta la prosa de Ortega llega a veces el modernismo. Pero es a Valle a quien más afecta y salva la coincidencia con una época nueva y propicia, porque él era modernista sin saberlo, lo había sido siempre, y Rubén, en todo caso, le facilita el trabajo, le acorta los plazos, le da resueltos y fértiles los vagos problemas que Valle traía en su alma, en su conciencia estética sin hacer. Unos volverían a un posromanticismo bohemio y sin fortuna (Villaespesa). Otros se salvarían en lo universal asumido (Juan Ramón), pero sólo Valle insiste y persiste en el modernismo y se viste de modernista, porque el estaba imaginando un figurín, pero Rubén le brindaba toda la sastrería. Valle llegaría al expresionismo, al cubismo, a asombrosas coincidencias con Dos Passos en la novela y con Brecht en el teatro, como un precursor, pero hasta en su último libro, Baza de espadas, novela inacabada o acabada por la muerte, encontramos, dentro ya de una prosa de brochazo expresionista y susto sintáctico continuo, una última levedad modernista: «El brillante cronista floreaba el junco por la acera, dispuesto, con filosófico cinismo, a soportar las burletas del opulento personaje, que solía acompañar sus esplendideces…» Todo el retrato es modernista, pero ese «esplendideces», la esplendidez en plural, nunca vista, suena incluso a Rubén, maestro en el arte/truco de pasar los plurales a singulares y a la inversa, con lo que el efecto siempre es bueno. Valle es el grande y verdadero amigo de Rubén. Son «el mejillón desconocido», el uno para el otro, como diría Gómez de la Serna. Como lo fueran Poe y Baudelaire, aunque éstos realmente desconocidos entre sí, pero gemelos y «mejillones». Modernismo se llamó a la modernidad que traía Rubén de París. Modernidad que corría por Europa: art/déco, nouveau/style, etc. El romanticismo es negro y el modernismo es azul. Al romanticismo sólo lo había sustituido un neoclasicismo con esos versos de granito moral de Núñez de Arce. Rubén, con su Baudelaire, su Hugo y su Verlaine, más los genios menores como Laforgue y otros, viene a cerrar los cementerios, enterrar a las amantes muertas y ahuyentar a pedradas las oscuras golondrinas. Rubén es la música antes que el suspiro, Rubén es el adjetivo antes que la imagen (Valle también), Rubén es la sorpresa antes que la moraleja. Rubén no viene a convencer, sino a fascinar. Y el gran fascinado es Valle. Otros muchos murieron de esta fascinación y se quedaron para siempre haciendo modernismo decorativo y pasé en el couché de los semanarios. Valle se salva de esa falsa victoria de época porque es un gran escritor aplazado que encuentra en el modernismo la temperatura propicia para crear, abrigarse, crecer, madurar, irse haciendo. El modernismo es ante todo verso y Valle es el primero o único que se alza con un asombroso y eficaz modernismo en prosa, muy superior a la del propio Rubén. (Juan Ramón también lo hace en Platero.) Este salto del verso a la prosa, sin perder nada del primero, es lo que cualifica y cuantifica a Valle en las Sonatas, hasta alarmar al precoz maestro Ortega, que no ve allí más que «bernardinas». Pero Valle había salvado el modernismo, que ya moría en verso, poniéndolo en prosa, y prosa narrativa. Con sus «bernardinas» Valle iniciaba un nuevo ciclo en la literatura. Ortega no se enteró. A veces le pasaba (con Proust). Eso que Ortega menospreciaba como «bernardinas» no era sino otro género literario que Valle pudo haber añadido a los creados por él: el esperpento, la comedia bárbara, etc. En las bernardinas (sonatas) hay pazos melancólicos, adúlteras ilustres, muertas de marfil, capellanes asesinos, donjuanes de teatro, ermitas milagrosas, mozos caradeplata y pueblo coral y brujo que blasfema en latín. Es, sí, el mundo de las Sonatas, algo que viene de Rosalía y va hacia Rubén. Ortega no entendió que aquel exceso de adjetivaciones, imágenes y evangelio negro no era sino la herencia de Barbey d’Aurevilly, el sobrante de figuras y palabras que el joven Valle traía consigo. En la piedra lírica de ese mundo afilaba Valle su estilo como un afilador gallego. El joven artista estaba haciendo dedos, pulsando todo el idioma, haciéndose uno propio, entre el galaico y el castellano, más italianismos y francesismos que le venían en el oído. Las Sonatas son un mundo de palabras, hecho sólo de idioma, porque las melancólicas y crueles realidades que Valle evoca ya no existen, o no existieron nunca. Lírico mundo falso que nace de un estilo. Lírico estilo nuevo que quiere parecer arcaico, como el mundo que conjura. Valle necesita ser Benvenutto Cellini, orífice y asesino. Son sueños de juventud. Valle, ya lo hemos dicho al principio, necesita hacerse un personaje, porque no acepta la persona que es, que le dieron hecha. Valle, en las Sonatas, se está creando un hábitat. El escritor tiene bastante con los cafés de camareras de la calle de Alcalá. El personaje necesita otros mundos de los que vestirse. El pensador creyó que aquello sólo era un sobrado ejercicio de estilo. Le aconseja a Valle que se deje de bernardinas. Pero Valle necesita las bernardinas (aparte de que son hermosísimas) para salvarse de un Madrid «absurdo, brillante y hambriento». Ortega analizó un estilo. No entró a analizar la creación de una personalidad, el autodidactismo de Valle y el dandismo incipiente de quien necesita la artificiosidad del mundo de las Sonatas, porque detesta baudelerianamente «lo natural», lo que es como es. Ortega perdió el tiempo dedicando muchas páginas a Baroja, que en realidad no le gustaba nada, pero era amigo. Mas la literatura siempre se venga y en la prosa ensayística de Ortega quien asoma a veces es Valle, el modernismo (ya se ha dicho). La modernidad de esas cuatro novelas «arcaicas» está en el tratamiento novísimo de un lenguaje con referencias litúrgicas, esteticistas, y sobre todo en el cinismo, un cinismo que pasa del autor al personaje narrador, Bradomín. Ese cinismo entre volteriano y siglo XX nos está diciendo que todo es mentira en el libro, que el autor está haciendo estilo y, sobre todo, se está haciendo un estilo. Las Sonatas tienen un precedente, o muchos, en los cuentos de Valle. Entre el aristocratismo de las Sonatas y el anarquismo de El ruedo o Luces de bohemia, una novela impar hace de bisagra. Flor de santidad, donde el perfume del Evangelio, y su andadura, acaba en una burla humana, humanísima, en una verdad de carne y hueso. Flor de santidad es un libro místico/profano que ya no puede calificarse de bernardina. Es la novela donde Valle resuelve un cruce de mundos interiores. La liturgia esteticista se hace aquí más real, campesina, ingenua, y nos conmueve, pero la verdad del caso es realísima. Valle ni siquiera se burla, sino que mantiene un sutil equilibrio entre el sueño místico y la verdad de los establos. A partir de aquí habría que estudiar el continuo juego de Valle con lo sagrado (sólo muy tarde lo abandona), que es un juego estético o blasfematorio, como en Baudelaire, pero a cuya sugerencia y delicadeza nuestro autor no renuncia nunca. A lo largo de este libro se irá viendo, esperamos, algo de eso. 4. Satanismo y Evangelio Los románticos franceses y los malditos de toda laya literaria hacen mucho gasto de la religión, de la liturgia, de Dios y la blasfemia. Para ellos la Iglesia católica, tan espectacular, es teatro y profanación. Ya Voltaire y los enciclopedistas empezaron con esas cosas. En ValleInclán hay una doble lectura de los textos sagrados, y del arte religioso, que viene de D’Annunzio y de toda esa tropa que hemos aludido. Por una parte está el satanismo «profesional» de Valle y por otra su poética del Evangelio. (Hasta García Lorca, muy posterior, juega al satanismo en su Oda al Santísimo Sacramento.) El personaje más satánico de Valle es don Juan Manuel de Montenegro, quien llega a decir, con alguna resonancia de Shakespeare: «Tengo miedo de ser el demonio.» Pero el propio Valle, con barba de chivo y retórica blasfematoria, se calza las pezuñas del íncubo, que en él son unos elegantes botines blancos. Más interesante que este tópico satanismo de época me parece a mí la poética del Evangelio que hay en el primer y el segundo Valle. El Evangelio, efectivamente, es un libro de aliento poético. Lo que siempre nos defrauda a los lectores meramente literarios es que un árbol, una fruta, un ave, una simiente, en el Evangelio siempre acaban siendo alegoría moral de otra cosa. La utilización moralista de la belleza del mundo es un viejo truco religioso que siempre me ha irritado, especialmente desde niño. Eso es «poesía aplicada», utilitarismo religioso, sentido burgués de la belleza, en fin. Valle, sin connotaciones religiosas, compone en sus obras muchas estampas evangélicas que tienen la ingenuidad de ese libro y el misterio perfumado de sus imágenes, que en el escritor siempre se quedan en poéticas. Son un recurso, una viñeta que Valle incorpora audazmente a su prosa pagana. Le importa el efecto y no la moraleja. Mucho se ha escrito sobre la lectura inversa de los textos sagrados. Mucho se ha diabolizado a los escritores románticos y malditos que descubrieron el estilo blasfematorio para epatar burgueses y quizá para epatarse a sí mismos. Hoy aquellas blasfemias suenan como oraciones en el agnosticismo hedonista del lector. La blasfemia tuvo su misión, su momento, su efecto en literatura. La poesía blasfematoria ha sido un género. Pero se ha reparado menos en la otra lectura de lo religioso, que es la que hace Valle simultáneamente a su «satanismo». La lectura lírica, decorativa, bondadosa, de apariencia pietista${enter} y de fondo cínicamente estético. Flor de santidad es el libro donde Valle llega más lejos en este juego con un Evangelio malversado, profanado. A Valle le gusta el atrio de una vieja iglesia porque le gusta la palabra «atrio», tan arcaica y tan modernista, y no porque ese atrio sea el umbral para entrar a la presencia de Dios. Sin duda, en su infancia galaica, Valle, como todos los niños españoles, vivió rodeado de una iconografía santa y pueril, virginal y pastoril. Y lo que le queda de aquello es naturalmente una memoria dulce y poética, nada de la moraleja final de cada secuencia evangélica. Hay en este Valle un catolicismo de estampa y de aldea. Un catolicismo que no es tal. Pero ya vemos y sabemos cómo Valle lo aprovechaba todo para enriquecer su prosa y su mundo artístico. En el gran collage de su obra magna abundan las estampitas de libro de primera comunión, sólo que Valle las sitúa sabiamente, inesperadamente, allí donde pueden suponer un último recurso estético y una apelación a la memoria del lector. Uno de los más nobles trucos de la literatura es éste de fondear no sólo en la propia memoria, sino también en la del lector, que suele ser la memoria común y generacional. Al lector, si no hay otra cosa a mano, se le emociona con un fetiche de la memoria mostrenca, de la infancia. El lector se conmueve y no sabe por qué, pero ese conmoverse lo pone él y no el artista. Valle, que no ignoraba recurso alguno de la escritura, hace su propia lectura infantil del Evangelio (mientras sigue blasfemando aquí y allá), la rehace y la coloca en un texto pagano, sangriento, guerrero o procaz. Toda la novela Flor de santidad es una estampa evangélica que se desarrolla y mundaniza. Rubén utilizaba mucho la mitología pagana. A Valle le basta con la cristiana. Con la católica y doméstica. Es la que llega más cálidamente a un lector español. Por malos caminos modernistas, pero llega. 5. El modernismo crítico No es muy correcto entender el 98 como núcleo crítico y el modernismo como núcleo lúdico. Parece un reduccionismo. Dice Miguel García-Posada que, en puridad, todo es o fue modernismo. Modernismo hay, efectivamente, en Unamuno y Machado, que parecen puro 98. Quizá el 98 no fue sino un núcleo duro y crítico dentro del modernismo, que para unos viene de América, para otros del norte de Europa y paranosotros de París, a través de Rubén. En cualquier caso, la revolución modernista no deja de ser crítica, como toda revolución. Crítica estética, pero la estética no es sino la manera de presentarse de otra cosa, cuando menos de un alma estética, que las hay. Cuando el modernismo impone sus maneras, su estilo, su modo de crear y de vivir, lo hace sin manifiestos contra esto y contra aquello, contra lo anterior, como suelen ser todas las revoluciones, desde la romántica a la surrealista. Y quizá por eso, por la falta de manifiestos, se ha creído que el modernismo fuera un movimiento ahistórico, inhibido. Los modernistas no presentaron sus cartas credenciales ni un enunciado de propósitos, sino que abrieron la cola de pavo real de sus tesoros, sin más. Modernismo es El pájaro azul, los ballets rusos, Berta Singermann, los ilustradores de Blanco y Negro y los poetas americanos y españoles que hemos citado, Herrera Reissig y todo eso que se sintetiza en Rubén. Leyendo el mundo al revés, modernismo son los parnasianos, los simbolistas, Dante Gabriel Rossetti, Morcas, etc. Explícita o implícita, hay crítica de todo lo anterior en cualquier movimiento nuevo de arte, moda o pensamiento. Con el tiempo, los innovadores crearán sus antepasados, pero de entrada la mayor y mejor crítica o negación que se le puede hacer a lo vigente es cambiar las vigencias, sin más explicaciones. Rubén es el crítico mudo de Núñez de Arce, Campoamor, los últimos románticos y los últimos neoclásicos. Pero, aparte la crítica implícita que hay en la creación innovadora, Rubén es crítico en la Oda a Roosevelt o en la retahila que alcanza su punto máximo con aquello que dice: «De las Academias, líbranos Señor.» De sobra conocido y ya escolar el pensamiento político de Rubén, progresista aunque ambiguo o cambiante, digamos que su inmediato heredero, también en esto, es Valle. Aunque Valle, más que seguir aquí a Rubén, lo que hace es iniciar y seguir una dura y firme línea de modernismo crítico en su obra. He ahí la gran aportación de Valle al modernismo: lo pone en prosa, como ya dijimos, con más anchura y fortuna que Rubén, y lo vuelve crítico. La tesis de Pedro Salinas según la cual Valle es un hijo pródigo del 98, que, pasada su época azul de las princesas, volverá al grupo generacional, asumiendo el espíritu patriótico, moral y crítico de aquellos hombres, resulta hoy obsoleta. Está claro que Valle sigue un destino propio, que él mismo se ha creado (incluso «artificialmente», como dijimos al principio), y ese destino tiene más que ver con el dandismo que con el 98. He aquí su título nobiliario: «Despreciar a los demás y no amarse a sí mismo.» Valle desprecia a las princesas desde Corte de amor, muy primerizo, y luego despreciará a las reinas. Valle es el andarín de su órbita, por citar otra vez a Juan Ramón, y no vuelve a ningún redil o majada, sino que cumple una biografía trazada en la juventud y sólo sensible a variantes de la inspiración o la historia. En ningún momento es Valle un «arrepentido», según parece deducirse de la piadosa tesis de Salinas. Pero el modernismo, en él, se vuelve expresamente crítico, sí, y quizá por eso tiene más larga vida. La estética no necesita asunto, pero cuando el asunto revitaliza una estética, ya tenemos invento para largo. Crítico lo fue siempre Valle con la superstición paracristiana de Galicia, con los liberales isabelones de Madrid, en La guerra carlista, con los caudillos tropicales, tan hispanos, con Isabel II, sus generales y sus monjas, con el clero y las oligarquías, con los españistas de catite, y así hasta llegar a un anarquismo suicida y dandi. Valle, como Proust (con quien nada tiene que ver), principia creando un mundo primoroso y acaba cronificando la pudrición de ese mundo, no por evolución moral sino porque el mal estaba ya en el matinal origen: lo había puesto él (ellos). Pere Gimferrer, glosando las Sonatas, explica que Valle sólo trata de conseguir instantes, de cuajarlos en palabras logradísimas, y que eso va contra el instinto natural del narrador, nada partidario de detener la acción por lograr un instante perfecto. La cita no es literal, pero, más o menos, éste es el sentido. Gimferrer viene, así, a negarle a Valle el instinto narrativo, que lo tenía como nadie, y, desde el más breve y primerizo cuento hasta el mural asombroso de El ruedo, es siempre un habilísimo urdidor de historias. Está bien la observación de Gimferrer, pues, efectivamente, quizá Valle haga la novela como una alfombra de nudos, una sucesión o juego de momentos o secuencias perfectos en sí mismos. Perfectos y cerrados, o eso parece. Luego vemos que deshaciendo uno de esos nudos se arruinaría toda la alfombra. Gimferrer parece culpar de esteticismo al autor de las Sonatas al señalar en él esa peculiaridad de orífice que tiende a crear deslumbrantes miniaturas sin trascendencia en el tiempo. Pero Gimferrer sabe bien que cada sonata tiene una cuadratura perfecta, y que en el teatro y la novela posteriores Valle lleva el simultaneísmo narrativo a perfecciones y equilibrios que todavía no ha estudiado el estructuralismo. Pero debiera. En cuanto a Ortega, su confinamiento de Valle en un mundo de «princesas rubias con rueca de cristal» (imagen textual tomada de Valle), resulta cuando menos injusta y torpe. Veamos por qué. En Corte de amor. Florilegio de honestas y nobles damas, Valle no nos ofrece sino una punta de adúlteras entre el histerismo y el cinismo, en mundos de nobleza agraria o archieuropea (Italia). Es uno de sus primeros libros este que citamos, y una verdadera fiesta de modernismo. Valle no había pasado de eso, pero la ironía del título revela que el autor no vive embelesado en tales mundos, lejanos, cercanos o imposibles, sino que los sabe reales, gozaderos y putrefactos. Desde el título está delatando la condición irónica de sus aventuras de voyeur palatino de «honestas y nobles damas». (Tampoco los caballeros, naturalmente, se salvan de pecado y denuncia.) Sólo que Valle no es un escritor «social» a lo Zola (aquí de su dandismo), sino que se permite gozar con la descripción o creación de unas noblezas y bellezas que no son sino el escenario o la consecuencia de toda avilantez con buenos modales. Jamás en él una palabra de censura. El título cobra su significado irónico sólo después de leído el libro. No se entiende cómo Ortega dispone que Valle iba en serio, cuando la ironía dandi del galaico es tan evidente. Conclusión: Ortega ha leído poco y sin profundidad a Valle (como a Proust, del que también opina con urgencia y error: dedicó muchas más páginas y atenciones a su amigo Baroja, que al final no se lo agradece, porque deduce —Baroja no era tonto— que al filósofo no le gustan sus novelas: «Este Ortega lo que tiene que hacer es decirnos si hay Dios o no hay Dios, que es lo suyo»). Modernismo crítico. Valle lo ejerce desde el primer momento, como vemos. Esa es la gran aportación interior al modernismo que hace Valle, pero no la hemos visto reseñada en ningún estudioso. Valle, pues, afila y enriquece el estilo con estas fiestas galantes; está haciendo dedos, como ya hemos dicho, pero no es un joven pánfilo que crea en la longanimidad de los grandes ni en la fidelidad de las princesas. Si no hubiera tan plurales distancias de fondo y forma entre él y Marcel Proust, insistiríamos en que la situación y el proceso son muy parecidos. Valle también es un parvenú en ese mundo que relata, pero lo suyo no es el resentimiento del parvenú, sino el instinto crítico, la visión despectiva del mundo, que nace con él y se va amonedando en su obra a medida que la perfecciona. Terminamos este capítulo reiterando la ignorancia del modernismo crítico de Valle en sus estudiosos (ignorancia en el doble sentido de la palabra), más lo de Ortega, que ya es escandaloso, pues él estaba mucho más obligado a más. Ortega ha hecho mucho daño a Valle, ya que de las apresuradas notas orteguianas nace y dura el prejuicio de que el esteta es sólo un esteta, malvendiendo así al fabulador impar y al crítico del tiempo y de la historia. 6. El 98 como pentecostés La generación del 98 se nos viene presentando, por estudiosos, historiadores y críticos, como un pentecostés de fin de siglo, cuando unos cuantos hombres, pescadores del evangelio de España, aparecieron con la llama y el don de las lenguas sobre sus cabezas. La paradoja de Unamuno, el exabrupto de Baroja, la música de Machado, el arcaísmo de Azorín, etc. Cada uno venía con su lenguaje (los de ahora todos suenan lo mismo). Este pentecostés inexplicable, sólo precedido en nuestra historia por el siglo llamado de oro (la voz personalísima y diferenciada de Góngora, Quevedo, Cervantes, Lope, Calderón), es lo que salva una literatura y un pensamiento, una generación. No ha habido nunca gran escritor sin voz propia, pero los estudiosos y los del canon siguen poniendo el énfasis en los contenidos, en los argumentos, en lo sociológico, en lo psicológico, en lo histórico, en todo lo que no es literatura. Ni filosofía, porque el gran filósofo también es ante todo una voz. En este sentido tenían razón los estructuralistas, contra toda la crítica anterior. Y aquí vuelve a desmentirse la teoría de Salinas, según la cual Valle es un estilista que al fin vuelve, como hijo pródigo, al regazo adusto del 98. El 98 es una generación de estilistas y no otra cosa. Gracias a que cada cual tenía su estilo, fueron escuchados, España los oyó. Estaba dotado cada uno de la sugestión de la palabra. Y Valle el primero y el que más. Entre ellos, pues, Valle no fue un disidente que se decantó por el preciosismo, pues que igual de preciosistas, a su manera, eran todos los demás. Valle lo que tiene es más fortuna verbal que otros y menos prisa por hacer explícito su dolor de España. Lo dijo Jorge Guillén: «Me encanta Valle-Inclán porque no le duele España.» Sí que le dolía, pero su dandismo lo callaba o lo decía de otra forma menos tremente. Es necesario considerar aquí el 98 como pentecostés porque ya se les ha glosado mucho como moralistas y regeneracionistas, con predecesores tan mediocres como Costa y Ganivet (a Larra se lo apropian ellos con más justicia y mejor gusto). El 98 es ante todo una prodigiosa floración de estilos. Baroja se preguntaba qué rayos les unía a unos con otros y negaba el concepto de generación que aplicaba su amigo Azorín. Lo que les unía es lo que les separaba: que eran grandes personalidades, grandes individualidades, cada cual con su jerga o germanía de oro. Traían la modernidad, y por eso fueron modernistas contra Echegaray, Galdós y Núñez de Arce. Unamuno se juega a Dios en cada juego de palabras. Maeztu, el menos 98, es también el más opaco de estilo, aunque quizá entendiera a Valle mejor que ninguno. Habría que hacer un libro entero para estudiar el 98 como estética o esteticismo, para después dejar claro que Valle no es un hijo pródigo dentro o fuera del grupo, sino el que lleva más lejos unos mismos supuestos literarios y humanos. Al 98 sólo se le considera como un «tanque de pensamiento», de inquietud, de moral, de regeneración. Y eso es precisamente lo que no son como grupo. Son unos moralistas individualistas. No un pensamiento colectivo que viene a salvar España. A España la salvan adecentándola literariamente, embelleciéndola. Unamuno con su extraño clergyman, Baroja con su boina de tío del Rastro, Azorín con su dandismo burgués (términos contradictorios), Machado con su uniforme de solterón profesional (luego de viudo profesional), Maeztu con su cuello duro o sus paseos a galas por la Puerta del Sol, todos ellos asoman una viólenla o acusada personalidad que irrumpe. Como hemos dicho de Valle, son hombres/texto que se dan a leer personalmente antes de dar sus libros. Todo fue modernismo, como dice García Posada, sólo que Valle lleva esto más lejos e iguala con su vida el pensamiento barroco, decorativo y esperpéntico. 98, pentecostés de oro que viene a reunir sus llamas en cualquier café de Madrid o en la Puerta del Sol. Modernismo, aristocracia del alma que redime España de zarzuelas, varietés, géneros chicos, desfiles, pasodobles, patios de caballos y mesones segovianos. Juan Ramón y Valle son tan vitales para la reculturación de España como Rubén y Unamuno. Ni 98 ni modernismo. Todos juntos traen la modernidad. 7. Las tríadas Las famosas tríadas de Valle en la adjetivación no las vamos a estudiar ahora como rasgo de estilo (eso vendrá más adelante), sino como iluminaciones de tres candelabros sobre la persona, la biografía y la obra de nuestro escritor. La más famosa de estas tríadas es la que define al marqués de Bradomín como «feo, católico y sentimental». En principio, efectivamente, hay aquí un gran hallazgo, una notable acuñación estilística, aunque ya digo que no vamos ahora a eso. Se trata de un endecasílabo raro que tiene música e impacto. Pero no nos quedemos sólo en el sonido. Vayamos al sentido. El primer adjetivo se refiere a lo físico, el segundo a lo cultural y el tercero a lo psicológico. El marqués es físicamente feo, culturalmente católico, psicológicamente sentimental. Valle ha tomado cada uno de estos tres adjetivos de uno de los tres reinos que habita el hombre: su propio cuerpo, la cultura heredada, su propia alma. De modo que, don Ramón no buscaba sólo una conjunción «bonita» de palabras para definir a su personaje, sino ante todo una adjetivación amplia y variada que, en su laconismo, no deja nada fuera. Aquí apunta ya el expresionismo de Valle. Existe la teoría de que cuando el escritor fue invitado por Francia a los campos de batalla, al frente, durante la guerra europea, pasó de alguna forma a Alemania y allí captó, con su mirada ladrona, el primer expresionismo alemán. Efectivamente, las crónicas y el libro resultante de este viaje, La media noche, nos dan ya una visión de la guerra en prosa expresionista. Valle prescinde de cualquier información, del periodismo que detestaba, para hacer de cada cosa, batalla o acontecimiento que ve, un cuadro urgente, vibrante, con una redacción de telegrama expresionista, donde la composición es nerviosa, la sintaxis convulsa y las palabras lacónicas y vivísimas. Respetemos, pues, esa teoría historicista que no nos convence. Y no nos convence porque muchos años antes, cuando andaba entre el modernismo y sus nuevas maneras, entre la novela y el teatro, Valle tiene ya luces expresionistas que no le vienen sino de sí mismo, o de su urgentísima sensibilidad para captar la plástica del tiempo y de los tiempos. La definición de Bradomín mediante la famosa tríada que aquí analizamos es algo casi primerizo en su escritura, está en el retrato del personaje que decora las Sonatas. No hay influencia de Alemania ni de la guerra (toda guerra es puro expresionismo) en este estilo cortado de Valle, estilo que más tarde se apropiaría de toda su obra dramática y de sus mejores novelas, como Tirano Banderas y la trilogía de El ruedo. Valle está trabajando con su propio expresionismo, sin llamarlo así, claro, ni de ninguna manera. El paso de la música a la plástica, en Valle, del sonatismo/sonetismo a la violencia tectónica de la segunda parte de su obra, es algo que se irá viendo a lo largo de este ensayo, y que tiene sus claves e hitos en los libros pertinentes. Como Bradomín es Valle, un Valle estilizado por su afán de dandismo, el dandi que él hubiera querido ser (y es), ocurre que Valle se encuentra feo. Se está autodefiniendo como feo. Católico lo fue siempre de manera estetizante, como fue «carlista por estética», como viajó muy joven a México «porque se escribía con equis». Así lo es Bradomín en su cinismo. Pero no se trata aquí de apurar la identificación Valle/Bradomín, por obvia, sino, en todo caso, de observar un poco el proceso estilizador que Valle aplica a su personaje/máscara para estilizarse a sí mismo. La fealdad la redime con los otros dos adjetivos, «católico y sentimental». Queda un todo armonioso donde el hombre feo ya no es tan feo, sino noblemente feo, digamos. «Católico» no es sólo un adjetivo, sino mucho más, claro, pero me parece que Valle lo usa sólo como adjetivo, es decir, como decoración del tipo, que queda así hermoseado con toda la pompa y liturgia de la Iglesia, que es lo que fascinaba a Valle, al Valle más dorevilliano y dannunziano. Con «sentimental» ya está logrado el endecasílabo agudo en el que cabe un hombre, todo un personaje ucrónico que atraviesa la obra del escritor de principio a fin (de su necesariedad le viene su ucronía). El adjetivo «sentimental» hace simpático a este hombre feo, teniendo siempre en cuenta, como hemos dicho casi al principio, que Valle quiere y no quiere ser Bradomín, como Oscar Wilde quiere y no quiere ser Dorian Gray. Bradomín no es Valle, afirmo ahora, contra la identificación obvia, sino la estilización de Valle, el superego. «Sentimental», que es lo que mejor suena de la tríada, es lo que más distancia a Valle de su personaje. Valle no es, no fue nunca sentimental, sino de una manera falsa e irónica en la etapa cerradamente modernista. Valle es acre, cínico, ironista, plástico, agudo, Valle puede crear sentimentalidad escribiendo, pero aquello no lo ha escrito un hombre sentimental. Valle ama poco a sus personajes como ama poco a sus contertulios del café, a quienes somete con frecuencia a tortura verbal y burla. Y es que el dandi, por definición y casi por decreto, no puede ser sentimental. Hay, sí, otra famosa tríada valleinclanesca, no tan difundida como la anterior, pero igualmente significativa. (La tríada de adjetivos es una constante en Valle, pero no una ley, pues a veces el autor se arregla con un solo adjetivo y otras llega a los cuatro o cinco, sin perder nunca el rigor, la armonía ni el sentido de cada palabra y de todo el conjunto.) Esto que ahora quisiéramos analizar someramente no es sino la primera acotación a Luces de bohemia: «La acción, en un Madrid absurdo, brillante y hambriento.» Lo primero que nos manifiesta esta tríada, en relación con la anterior, es que estamos ya ante otro Valle. La tríada modernista que define a Bradomín es armónica, coherente, musical. La que estudiamos ahora —«absurdo, brillante y hambriento»— es claramente expresionista. No tiene música, sino una fuerte percusión de palabras que chocan entre sí. Valle no busca aquí la coherencia, sino el contraste. Esta sola acotación, más que la atmósfera en que va a transcurrir la obra, nos informa de que estamos ya ante el Valle expresionista (al que, empero, este libro llegará por sus pasos). Madrid es «absurdo» porque, como toda gran ciudad, es ilegible para quien lo observa, frente a la clara legibilidad de la Atenas clásica o de cualquier pueblo o aldea que haya crecido despacio, en una armonía de siglos y sistemas. Actualmente, los fatalistas de la arquitectura nos anuncian que las grandes ciudades van a «morir de éxito». Demasiados coches, demasiados pisos, demasiada gente, demasiado colosalismo, demasiada concentración de poder y despoder. Nueva York es el mejor modelo de esto, salvo la esbeltez gótica de sus rascacielos. El Madrid de hoy es una de las ciudades más ilegibles de Europa, como arquitectura y como espacio humano. El Madrid que Azorín definirá como «poblachón manchego», es para Valle, el aldeano galaico, el indiano precoz, una ciudad absurda, brillante y hambrienta. Valle no ha confesado nunca esta ilegibilidad de Madrid por un prurito cosmopolita muy comprensible en el dandi. Lo hace ahora, en una mera acotación teatral. Por fin nos dice que Madrid es absurdo. Esa ciudad en la que él pretendía reinar con desprecio, literatura y autoridad, Valle no la comprende. Cualquier artesano madrileño de Lavapiés encontraría que Madrid es su pueblo, y por tanto el espacio más habitable y lógico del mundo. Valle no es madrileño. «Brillante.» ¿Brillante Madrid? Pero Madrid no es París. Madrid ha deslumbrado al provinciano y lo dice también aquí. Los grandes globos de luz de la calle de Alcalá, las farolas de Sol, fernandinas o isabelonas, como las de todo Madrid, firmadas algunas en hierro con la real firma. Los cafés, los teatros, algunos periódicos, algunos ministerios, la monarquía y las mujeres desnudas de la cuarta de Apolo. Madrid. Valle se propone domeñar, entender el Madrid absurdo, como se propone brillar en el Madrid brillante. De todo eso hará el escenario de su dandismo y más tarde el asunto de su novela y teatro, echando abajo la superstición de la gran ciudad, en pleno anarquismo, ya. El cínico imperturbable confiesa en un rincón de su obra que Madrid le deslumbra. La ciudad absurda y deslumbrante será suya. Es un provinciano más que vino un día a la conquista de Madrid. Claro que el escritor se refiere, sobre todo, a otros deslumbramientos: los grandes escritores, los grandes políticos, esa conspiración de talentos, ese trust de cerebros que es siempre la capital, Madrid o París. Los hombres que vale la pena conocer están aquí. Madrid es la ciudad que piensa por toda España. Madrid es Echegaray y el marqués de Salamanca. Un eterno Echegaray y un eterno marqués de Salamanca, a quienes Valle fustigará en su obra y de palabra, y precisamente porque primero le han fascinado con su triunfo artístico, social, económico. La ciudad es un fanal en mitad del mundo, un celemín de luz y cielo, una reunión de triunfadores. Valle no añora ya los pazos de Ulloa o cualquier otro pazo. El dandi es flor de gran ciudad, Baudelaire detestaba los árboles. El dandismo es artificio y la gran ciudad es el gran artificio que funciona artificialmente y de milagro. Valle va a ser «el hombre de las multitudes», alucinado por esa luz interior de las plazas que no se apaga nunca. Hay un incendio de vidas y fracasos, de triunfos y crímenes en la Puerta del Sol. «Hambriento.» Valle no quiere decirnos la obviedad de que toda gran ciudad tiene sus flecos de miseria, su entorno negro, su cinturón de hambre. Lo que hace es poner el hambre junto a la brillantez para que contraste más (expresionismo) y para que sea en la literatura como en la vida. Valle quiere sugerirnos que lo característico de Madrid, y quizá de toda capital, es que los barrios del hambre cruzan como látigos negros por en medio del exceso de luz. Esta convivencia del dinero con la miseria, sin que se destruyan mutuamente, es lo que explica la gran ciudad y la vuelve «absurda». Ni siquiera Baudelaire llegó a definir como absurdo París. El hallazgo es totalmente original y propio de Valle. Es ya un hallazgo expresionista, sí. Suponemos que en la ciudad hay brillo y en la ciudad hay hambre. La convivencia ruidosa y casi feliz (hasta llegar al crimen o la revolución) de ambos mundos es lo que hace a toda gran metrópoli ilegible, que diríamos hoy. Absurda, que dice Valle, con hallazgo que ya insinúa Madrid como «esperpento». Por supuesto que el escritor no se refiere tampoco en este caso tan sólo a la mera exterioridad, al hambre visible de los pobres y los obreros, que aún no eran «proletariado». Se refiere a eso, sí (en la obra en cuestión, Luces de bohemia, hay miseria y denuncia de la miseria), pero quiere sugerirnos asimismo la condición moral hambrienta, ávida, voraz, insaciable, de una ciudad a la que todos han venido a ser más. Una ciudad en la que se vive de puntillas, queriendo alcanzar cada día un poco más arriba. Una ciudad en la que, como dijera Gómez de la Serna, gran biógrafo de Valle, «las almas de los sablistas muertos flotan en la Puerta del Sol». 8. El gerifalte y el dandi Valle se pasa media vida vestido de gerifalte y la otra media de dandi. Los «gerifaltes de antaño», los viejos gerifaltes del carlismo, que luego novela él prodigiosamente, fueron su primer modelo humano, estético, un señorío campesino y militar, montaraz, que, mediante la imitación, le ayuda a huir del que es (del que no es) para hacerse una personalidad artificial, que como vamos viendo en este libro es la gran tarea de su vida. En la numerosa iconografía de Valle encontramos algunos retratos donde efectivamente aparece disfrazado de caudillo carlista y montero. Luego, ya en Madrid, iría pasando del gerifalte al dandi, uniforme que le conviene más a sus hechura y proyecto de escritor. El encuentro entre el gerifalte y el dandi se da en La guerra carlista, novela clave por muchas razones en la obra de Valle. Bradomín, el dandi Bradomín, aunque sea un legitimista, queda muy despegado de aquellos gerifaltes antañones, fanáticos y labriegos que mueven la guerra. En esta novela, sí, se produce el cruzamiento entre el gerifalte y el dandi, pero también otros cruces. Así, estamos ante un libro que todavía suena a la música modernista, pero donde la descripción y los diálogos toman a veces crispación, nervio y estampa expresionista (cómo estropea esto la bonita teoría del Valle germanizado años más tarde: teoría anacrónica, pues). Y no sólo el expresionismo apunta ya en esta logradísima trilogía, sino también el simultaneísmo coetáneo de la novela norteamericana (Dos Passos). Coetáneo, he dicho, pero en realidad Valle se anticipa a lo que no conoce, porque es en todo un precursor y, según la consigna rubeniana, un hombre muy siglo XX. Y más aún. Expresionismo, simultaneísmo o novela coral (que luego sería la gran forma narrativa de Valle). Incluso, tan temprano, el esperpento, aún no formulado, mostrado ni teorizado. Esa vieja dama emplumada y desnuda, enmelada y paseada en burro, es en realidad el primer esperpento de nuestro escritor. Una viñeta que queda perdida en la profusión de una gran novela que la crítica sólo ha visto como «carlista» y aún «modernista». La guerra carlista es la bisagra, el punto donde Valle gira desde el modernismo hacia lo nuevo. Un gran retablo de la guerra entre liberales y legitimistas, pero, literariamente, el libro donde están todas las sugerencias de lo que Valle iba a hacer en seguida. Acabamos de apuntar algunas de estas sugerencias. Novela que todavía tiene el perfume de los mundos campesinos que siempre añoró el poeta. Baroja, tan inquieto siempre con Valle, denuncia que en La guerra carlista, que ocurre en el País Vasco, se habla de viñedos, y que en su país nunca hubo viñedos. Con viñedos o sin ellos, el libro es un modelo en muchos sentidos y está lleno de adivinaciones del escritor que pronto despegará hacia otras cosas. Bradomín ya no es aquí el muñeco decorativo de las Sonatas, sino justo el hombre que va haciendo girar el mundo valleinclanesco desde lo montaraz y tradicional hacia lo liberal, «madrileño», mondain, hacia las nuevas formas y fórmulas. No más modernismo, aquí, sino una punta ya de modernidad. Este riquísimo libro, tan nutrido de significaciones, tenemos la idea de que nunca ha sido bien estudiado. ¿Cuándo pega Valle el salto del modernismo cerrado al expresionismo novísimo? Todos los críticos están de acuerdo en ese salto, pero pocos señalan cómo se produce y cuándo, en qué punto. Y no se trata, naturalmente, de un salto, sino de un proceso lento, pero donde ese proceso cuaja como tal, donde el modernista va cristalizando en expresionista (y todo lo demás) de manera más evidente para el estudio, es en La guerra carlista. Hay otro puente que Valle cruza para entrar en esa su segunda época, y es el que va de la novela al teatro. La novela había sido para él la música y el teatro es la plástica. Cuando se ensaya como director teatral, con su grupo propio, «El cántaro roto», en Bellas Artes, cuida incluso de cambiar a un actor de sitio porque el color de su pantalón no va con el traje del actor que tiene al lado. Los críticos han estimado que Valle cuidaba las escenas como cuadros, con lo que el origen de todo está en la pintura (en seguida pasaremos a eso). El teatro le enseña a hacer novelas de capítulos cortos y muy plásticos, muy dialogados. La novela le enseña a hacer un teatro muy bien escrito, nada de Linares Rivas y todo eso. Hay que cuidar el texto teatral como el texto literario, y no abandonar nada al efectismo escénico. Entre el teatro, la pintura y la novela, Valle inventa una expresión nueva, suya, que es audaz, moderna y polivalente. Incluso cine hay en algunos momentos. Valle quiere utilizar todos los materiales expresivos del tiempo nuevo, de las varietés al auge del Greco, redescubierto por el 98. Sólo su poderosa personalidad lo abarcará todo (como Wagner hiciera con la ópera) al servicio de algo total y suyo. Pero antes de desarrollar todas estas cuestiones de creación estética, hagámosle una rápida lectura «política» a La guerra carlista, libro en que se cifra el posible y controvertido carlismo de Valle. Como la crítica ya ha admitido (sin profundizar suficientemente en ello), lo que está haciendo aquí Valle es paralelizar a Chateaubriand, que en algún momento llegó a fascinarle. Si para Bradomín le sirven los modelos de Barbey y D’Annunzio, si para la poesía y la prosa lírica cuenta con Rubén, he aquí que a Chateaubriand, otra de sus grandes devociones de juventud, lo necesita para sí mismo. Quiere en algún momento ser el Chateaubriand español y encuentra en la tradición carlista y en sus guerras un mundo fascinante de novelación y decadencia. Alguna vez diría Valle que ama las causas perdidas, y sin duda son éstas más literarias y soportables que los insoportables triunfadores de la épica de cualquier tiempo. Valle llegó a sentarse a manteles incluso con Vázquez de Mella, pero estaba representando, en la vida como en la novela, al Chateaubriand español, ya está dicho. ¿Es que Valle vivió siempre de influencias? No más que otros. Pero el carlismo en acción tenía algo de anarquismo frente al Estado, que era Madrid. Por esta punta anarquista podemos vincular a Valle con aquel carlismo rampante, a más del esteticismo de la situación, el decadentismo que él siempre invocó y el dandismo (puro individualismo) con que vive su supuesta fe en la Causa. Se le han dado muchas explicaciones, desde la izquierda y la derecha, al carlismo de Valle, que nunca nadie se tomó en serio, salvo los críticos y censores del franquismo, que creían sumarle así a la gran derecha de la Unificación, reduciéndole por otra parte a un esteticista intrascendente (no convenía nada el Valle republicano, amigo de Azaña y gran revisionista del XIX español, mucho más letal que Galdós o Baroja). Muchas explicaciones, sí, pero nunca se ha dicho lo más sencillo y directo, a saber: que, para el dandi provinciano que era el primer Valle, Madrid (un Madrid poco o nada visto) es la burguesía burocrática, el liberalismo corrupto de Isabel II, el individuo haciéndose soluble en el Estado. Valle, anarquista y dandi (hay que repetir inevitablemente estas palabras), no puede menos de fascinarse con un movimiento periférico, galaico y vasco, montaraz y errático, cuyos reyes viven en tienda de campaña, como a veces los Reyes Católicos, o en casas de labranza sencillas y provisionales. El carlismo es una revolución de derechas, pero esto a Valle le da igual estéticamente. Él está cumpliendo y quemando su ciclo/Chateaubriand, realizando su proyecto personal y anticentralista (mucho más tarde cantaría Cádiz, siempre la periferia). El odio madrileño de Valle es un complejo personal y social donde hay mucho amor, como ya hemos visto analizando su definición de la ciudad, de aquel Madrid «absurdo, brillante y hambriento». Valle seguirá siempre odiando el Madrid de los ministerios, pero se siente muy ciudadano madrileño en Luces de bohemia. Zamora Vicente ha estudiado todo el submundo cultural y popular de la ciudad con el que Valle fraguó la imagen y el lenguaje de Madrid en su mejor comedia o tragedia (Haro Tecglen). Más adelante se estudiará la compleja relación humana y literaria de Valle con Madrid. Digamos por ahora lo que nunca se ha dicho: que el carlismo de Valle no es sino un antimadrileñismo, y esto explica mejor que cualquier teoría histórica o ideológica esa etapa de la vida y la obra del escritor. Literariamente juega a Chateaubriand y, como lugareño, juega entre los modelos gerifalte y dandi. Todo esto va de suyo en una gran novela bélica donde la modernidad del montaje narrativo contrasta con el fundamentalismo de los postulados. Todavía —y siempre— Valle estaba hecho de contradicciones. Como cualquiera y más que cualquiera, porque él era más. Tampoco hay en esta toma de posición política demasiada veleidad con respecto de lo anterior (modernismo, modernidad) y lo posterior (republicanismo, anarquismo), ya que el liberalismo burgués fue siempre su bestia negra, encarnada en Isabel II, la antimusa consagrada que preside La corte de los milagros y todo El ruedo con grandeza inversa de personaje al que Valle debe sus mejores páginas, ya que el escritor nunca retrató a la reina, sino que la inventó. Y un texto principia a ser literario cuando principia a traicionar el modelo. Valle sabía esto antes que los estructuralistas: «Las cosas no son como son, sino como se recuerdan.» 9. La hora wagneriana [1] Llega en la vida de Valle eso que llamaríamos la hora wagneriana, la «integración de las artes» que hemos aludido en el capítulo anterior, cuando el escritor quiere meter en su teatro la plástica, los contraluces del cine, la pintura (se sabe de memoria el Museo del Prado), haciendo de cada escena un cuadro, la zarzuela, la literatura, la música (de la palabra), el género chico, el género ínfimo, más sus propios géneros: sonata, esperpento, modernismo, expresionismo, etcétera. Sobre Wagner se recuerda una frase famosa de Valle: «Jamás entenderé el amor de los efebos ni la música de ese teutón llamado Wagner.» Pero sí entendió, aunque no lo aluda nunca, el ideal wagneriano, nietzscheano, romántico, de la integración de las artes, cosa hoy olvidada, pero que Valle intenta, más o menos deliberadamente, en su momento máximo de director y autor teatral. Porque no sólo quiere escribir las obras, sino dirigir las suyas y las de otros. Ya hemos hablado de cómo cuida el matiz escénico, la calidad pictórica de cada escena, lo cual no quiere decir, naturalmente, que paralice la acción o la suprima, sino que cada obra de Valle es un crescendo dramático calculadamente logrado. Su primer teatro modernista tenía influencia italiana. En las Comedias bárbaras parte deliberadamente de Shakespeare y en los esperpentos, largos o cortos, es donde da toda la modernidad y plasticidad de su visión teatral, desde el cartón pintado de Los memos de don Friolera o la estampa miniada, atroz y estática de La rosa de papel, hasta esa circularidad peatonal, cronificada y cinematográfica de Luces de bohemia, que constituye un viaje al fin de la noche superior a todos los conocidos en la literatura del siglo, donde tales viajes son frecuentes, desde Céline a Carol Reed. Valle es prosista ante todo, creemos, contra quienes se ocupan casi exclusivamente de su teatro, pero sí es cierto que el teatro le abre unas posibilidades sin fin, ancheando su imaginación de creador plástico mediante el color, el espacio, el movimiento y el diálogo, sobre todo el diálogo. Para Valle, la novela (hasta La guerra carlista) fue música. En cuanto a la pintura, está en el origen de todas las cosas, de todas sus cosas. La pintura le hace escritor y poeta plástico, la pintura le hace novelista de secuencias cortas, acotadas, trabajadísimas y en relieve, entre el cuadro de época y un teatro pictórico (no encuentro otra palabra), que, sin perder el ritmo de la acción, repito, se ensimisma a cada momento en una composición renacentista o, incluso, se dinamiza (Luces de bohemia) en un montaje cinematográfico, porque para Valle, en su hora wagneriana, digamos, todo es todo y necesita expresar y expresarse, tomar de la calle y de la cultura para hacer murales vivos e historia de España. Los contemporáneos no entendían ese teatro, naturalmente, como no entendían sus nuevas novelas, desde que abandonara el mundo y estilo de las Sonatas. El Valle grande sólo está presagiado muy prematuramente en los cuentos de Jardín umbrío. Se ha perdido mucho el tiempo explicando si Valle es un dramaturgo que hace novelas o un novelista que hace teatro. Valle, en lo que hemos llamado (por sintetizar) «la hora wagneriana», no hace una cosa ni otra y lo hace todo. Lleva a término una comunión de las artes, una integración que Wagner había intentado en la ópera. Pero hoy, en una ópera de Wagner, cada cosa se va por su sitio y el todo se nos cae. En Valle-Inclán se ha conseguido, en cambio, un género nuevo, múltiple y unitario, diverso pero no disperso, al que da unidad y vehiculación de mensaje estético la mera y grande personalidad del maestro. No tiene nombre, ni nosotros vamos a dárselo, esa capacidad y realidad de expresión total que Valle alcanza hacia la mitad de su vida y carrera. Es un caso de dominio absoluto y simultáneo de todos los recursos expresivos del clasicismo y la modernidad, sin que esto se traduzca en multiplicidad, sino siempre dentro de un esquema unitario y de un clima Valle. Sus novelas se mueven, su teatro suena a Shakespeare y al género canalla al mismo tiempo, en una melodía barroca donde hay contraluces del Greco y laconismos del cine. Tan plural y dominada herramienta estaba pidiendo un tema/género absoluto donde emplearse, y es cuando Valle inicia las trilogías (varias, sí) de El ruedo ibérico, treinta años de España, de Isabel II al 98, metiendo en ellos a los reyes y al pueblo, a los políticos y los poetas, su Madrid mártir y sus anarquistas grandes, populares y trágicos. 10. Un gitano con un burro Lo propio de Valle es pensar en imágenes, como Heráclito. Quizá nunca se ha pensado de otra forma, y ahí están la paloma de Kant y la manzana de Newton, que valen como anécdotas, pero también como verdades. Valle no se propone explicar el mundo, sino crearlo. Por eso Valle no es intelectual, sino artista. Y el mundo se crea con cosas y con imágenes de cosas. Valle es más profundo que sus compañeros de generación, Unamuno o el subsiguiente Ortega, porque no quiere explicar la historia, sino inventarla, con lo cual resulta el máximo historiador: el XIX lo explica mucho mejor que Galdós y Baroja. Valle, que se ha propuesto crearse a sí mismo, como hemos visto en este libro, pasa luego a crear el mundo y el tiempo, su mundo y su tiempo, porque crear una cosa es la mejor manera de entenderla. Se hace a sí mismo y hace el mundo que le conviene. Luego, como por casualidad, coincide con el tiempo y el espacio reales. La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales, es un libro de teórica y gnóstica en el que no vamos a entrar ahora. Juan Ramón Jiménez, pese a su amistad con Valle, dijo de él que «es una lámpara con más humo que luz». En efecto. Pero en este libro se manifiesta el proyecto estético de Valle, que nace de su pensamiento plástico: no abstraer el mundo, sino darlo en imágenes nuevas. Dijo Valle alguna vez: «Ideas las tenemos todos; lo difícil es pintar un gitano con un burro.» Quizá ya hayamos dado aquí esta frase. Es toda una poética. El pensar es inmanente al hombre (y a olías especies que llamamos menores), pero el pintar (literaria, musical o plásticamente) es el verdadero acto creador, el que nos asemeja a Dios, como les gusta decir a los devotos, olvidando que Dios es también una bella y espantable creación del hombre. De modo que lo de Valle son ideas en relieve. Gomo dijera el clásico, «sólo creo en ideas que se puedan dibujar». Y Valle las dibuja. Este pensamiento tectónico se ha entendido como pensamiento barroco, pero es fácil comprobar que los clásicos, empezando por los griegos (y no digamos los persas), también lo utilizaron. El pensamiento de Valle, oral o escrito, es siempre asertivo. Valle no se pregunta por las cosas/personas: las inventa. De ahí la continua asertividad de su palabra. Pero ya hemos sugerido que inventar una cosa es la mejor manera de entenderla. Valle, en El ruedo ibérico, se inventaría a Narváez, a Prim, a Serrano, a Isabel II, al padre Claret, a don Francisco de Asís, etc. Incluso se inventa, en el último tomo, al anarquista Bakunin. Y le sale tal cual. ¿Quiere decir esto que Valle no se documenta? Todo lo contrario. Tiene más documentación que Galdós y Baroja[2] (por no hablar de los historiadores profesionales) y la da con más valentía y sinceridad. Sólo a partir de una documentación fehaciente se puede inventar, lirificar la historia. La intuición, muchas veces, nace de lo que consta. Es una constancia improvisada. Esta continua improvisación ¿deja en la obra de Valle una sensación de gratuidad? Sólo los críticos muy frívolos lo entenderán así. Valle sabe que hay que improvisar el pasado para convertirlo en presente. Gratuidad, artificio. Valle desprecia lo mostrenco, la realidad animal y descalabrante. Valle ama el XVIII, que es el siglo más civilizado de la historia. En su gran proyecto de dandismo odia tanto lo zoológico como lo documental. A la humanidad le inventa genealogías, como a sí mismo. No quiere que sus personajes históricos sean «reales», «verídicos», reconstruidos, como los de Galdós, sino que le da a toda la novela un exceso de literatura hasta crear un mundo propio, cerrado (como el de Proust). No pretende servir de biógrafo a los políticos de antaño, sino que los políticos le sirvan a él como personajes literarios, novelescos. Así es como hace de la verídica historia de España un minué violento y exquisito, cruel y «anovelado» (por decirlo con término suyo). No basta con la palabra «esperpento», que es un remediavagos de los críticos. Valle ve esos treinta años isa— belinos como una pavana de sexo, avilantez y sangre. «Nadie sabe todo lo que cabe en un minué», se dijo en el XVIII. Valle sí lo sabe y construye el gran minué del XIX, artificioso hasta la genialidad. Ya no tenemos otra Isabel II que la de Valle. Las otras versiones son más puntuales, pero menos eficaces. Las reinas tampoco son como son, sino como se las recuerda. 11. Iconografías Hemos llegado a la involuntaria conclusión, en páginas anteriores, de que la pintura es la materia fundante de toda la obra literaria de Valle, de la poesía al teatro y, por supuesto, toda la prosa de creación y algunos momentos del periodismo. (La media noche). Acerquémonos ahora, a la inversa, y consideremos a Valle como rehén de la pintura y los pintores. Valle es uno de los escritores más pintados y dibujados del 98, sin duda porque él se fabricó un tipo «pintoresco», que pronto ascendería a pictórico: a mayor dignidad, quiere decirse. Valle, por su exterioridad, interesa mucho a los caricaturistas de la época (de todas las épocas), y por su interioridad interesa a los pintores, que quieren encontrar algo así como la postura definitiva y no vista del alma de Valle. Esas cosas. El mejor retrato del escritor es el de Zuloaga, sin duda, y nos da con cierto modernismo interior lo que el personaje tiene de noble y lo que tiene de esbelto monstruo nacional. La cabeza de Valle aparece un poco desmesurada, entre barba y melena, con relación al cuerpo, de modo que Valle es secretamente esperpentizado por Zuloaga, sobrino algo lejano de Goya. Hay un lujo de almohadones que le dan a este retrato su decorativismo no gratuito, sino referido a una atmósfera de boudoir muy propia del Valle más banalizado, previo a la estilización del dandismo. La desproporción cabeza/cuerpo, «inventada» por el pintor, no es caricatura, sino rasgo que hermana a Valle con los monstruos amables de Velázquez, nunca tan disparatados como los de (Joya, según hemos dicho antes; Valle en hermosa silla a juego, cogiéndose la manga vacía, abrazado a sí mismo, elegante y huérfano, solitario contra un fondo de mera materia abstracta, porque se trata de acercarnos el personaje. Valle tiene en este retrato una nobleza propia que viene subrayada por el noble oficio de Zuloaga. Echevarría y Zuricalday, con muy mala técnica, nos presenta un Valle en pie, con capa española y mano derecha que adquiere mucho protagonismo, como de caballero de la mano al pecho. Lástima que no esté mejor pintada esa mano, porque pudo haber sido el centro certero de un retrato mediocre, donde la expresión de Valle, «evangelizada», digamos, pierde toda fuerza. Pese a estar el escritor de pie, y ancheado por la capa, se mantiene ligeramente la desproporción cabeza/cuerpo, lo que nos hace pensar que, efectivamente, Valle se fabricó una cabeza impresionante, hermosa y audaz, pero contó poco con la proporción de su levedad corporal. La cabeza de Valle va siempre como alzada en una pica, cabeza de descabezado, y esto sobresale e inquieta por entre toda la procesión de la literatura española. La cabeza de Valle es como el pendón de las letras o la cabeza cortada del gran culpable de ese peligro social que es siempre el intelectual y el artista para el Poder. Cabeza eternamente izada en lo alto de una pica, como la izaron los críticos, los compañeros, los enemigos, Baroja y otros cuatreros que se cruzaron en la gloria y la vida de nuestro escritor. Valle es «de la raza de los acusados», como habría dicho Jean Cocteau. El otro Echevarría pinta a Valle con una calidad lograda, pero no de mi gusto. El retrato es de cuerpo entero. Valle aparece pelón (anduvo así a veces, como se sabe), envuelto en manta coloreada, con botas de montar y largo báculo, sobre fondo verde, azul y tormentoso de guerra o qué. Este Valle está entre gerifalte de antaño y emigrado americano. Quizá sea éste el motílenlo en que más se alija de su modelo interior y premeditado de dandi ciudadano. Este retrato siempre me ha sido antipático por eso: por cómo distrae la línea maestra de la personalidad valleinclanesca para enredarlo en otros autotópicos que él, de todos modos, frecuentó. Una biografía (y este libro no lo es) tiende siempre a la linealidad, a eliminar todo lo que se salga de la trayectoria prevista. Uno, sin llegar a eso, descree de este cuadro que nos aporta todo el Valle exótico, aventurero, caudillo, feudal, indiano y desfachatado. Pero hay que admitir que Valle fue todo eso y que en el proyecto de fabricarse a sí mismo, que apuntamos desde el principio, tuvo épocas de no encontrarse o de encontrarse otro que no iba a ser él. «Conócete a ti mismo», dice el tópico clásico. Invéntate a ti mismo, es lema que improviso y que le va mejor a Valle. Esos «Valles» previos, molestos e inevitables, todos los conocemos, pero este libro apunta al modelo fundante que al final se realiza plenamente en el Valle maduro. Sólo en la madurez coincide uno consigo mismo. Creo yo que Anselmo Miguel Nieto le hizo varios retratos a Valle. El que ahora tengo delante es una cosa correcta, amable, académica (así trabajaba este pintor vallisoletano que tuvo por musa a Concha Lagos). La bondad un poco zurbaranesca en que este artista envolvía todo cuanto pintaba hace que el rostro de Valle pierda todo su carácter, con la barba formando un triángulo isósceles perfecto y tranquilo, como si no fuera cierto que Valle se la peinaba furiosamente con su mano única. Es un Valle de capa y libro abierto, muy bien peinado. Quizá Anselmo Miguel Nieto quisiera dar majestad y serenidad a Valle, pero le ha convertido más bien en un reposado notario de provincias o cualquier otro tipo de burgués con prestancia. Como único detalle vivo, la mano cogida al brazo del sillón, esa mano que Echevarría quiso dotar de carácter y fuerza, más cierta ancianidad, y que en el artista vallisoletano tiene mayor calidad pictórica, nos acerca más, sin duda, a lo que fue esa mano derecha de Valle, ancha y fuerte, atletizada por tener cinc hacer el trabajo de dos manos. Es la mano que efectivamente ha podido escribir una obra numerosa, domeñar la formidable y espantosa máquina del castellano («sólo en castellano se puede meditar a gritos», diría él alguna vez, quizá pensando en el teatro de Calderón), sacar adelante una familia y erguir garrota ante los enemigos de la noche y la guerra literaria. Viril, atroz mano que, incluso en reposo, resulta más la mano dura y nerviosa que escribió El ruedo ibérico, antes que la mano falleciente y aristocrática de las Sonatas. Anselmo Miguel Nieto podría quedar por esa mano, mano venosa donde está toda la energía de aquel padrote del idioma, mano guerrillera, espadachinesca, mano de coger a las mujeres por la mata de pelo y guardarlas en un cuarto cerrado con llave, como hiciera con su esposa, Josefina Blanco, para luego tirar la llave a la calle (entonces todas las puertas de una casa tenían gran llave de portal). Y todo porque se negaba a que su esposa, actriz, estrenase una comedia de su odiado Echegaray. Es mano de cura caído, de cura trabucaire, de cura Santa Cruz, aquel carlista atroz que Valle dibuja prodigiosamente en el último tranco de La guerra carlista. Es la cervantina mano única, sólo que más violenta, beligerante y hombruna que la de Cervantes, pues Valle alcanza violencias de prosa a las que el sosegado don Miguel del Quijote no llegaría nunca. El último retrato de Valle que he alcanzado es póstumo, muy póstumo, ya que lo hizo Álvaro Delgado mediante información gráfica, sin duda, aplicándole al «parecido» la técnica expresionista que caracteriza a este gran retratista. Queda un Valle-Inclán que no acaba de ser él, quizá porque el pintor quiso huir de la imagen recurrente del modelo. Entre la ingravidez de la materia, el zarandeo de las líneas y la urgencia del dibujo, este Valle tiene más de personaje de Valle que de auténtico retrato. Los otros Valles, de los que ya hemos hablado aquí. ¿Somos como nos ven, como nos pintan, como nos imaginan, como nos recuerdan, somos como somos? No hay dos retratos iguales de Valle ni de nadie, porque no hay una identidad fija del mundo, sino que entre todos vivimos lo humano total, como dijera Goethe. Añadida a esta verdad universal viene la verdad biográfica de un escritor, un hombre que se disfrazó de muchas cosas, o las fue, que interpretó muchos papeles que previamente se había escrito a sí mismo, que vivió vidas equivocadas y verdaderas a través de las cuales pasa su vida auténtica, esa reconciliación consigo mismo de la madurez, el modelo final, más falso que ninguno, pero también el más auténticamente vivido: el Valle anarquista y gran señor, enfermo, póstumo de todo y metido en la obra más ambiciosa de toda la literatura española, obra que no acabaría, claro, pero eso también está en la condición fragmentaria del dandi. Pienso que, de entre todas nuestras posibles vidas, la más valiosa no es la más sincera —¿dónde está eso de la sinceridad?—, sino la más sinceramente vivida. El Valle definitivo que conocemos y amamos es el mejor, y este libro no trata sino de explicar cómo don Ramón va avanzando hacia él, con retrocesos, arrepentimientos y adivinaciones prematuras. Un Valle «inventado», sí, pero con invención ardientemente vivida. El mejor yo no es el que somos (no somos nadie), sino el que inventamos y, una vez inventado, acendradamente servimos. Y todo esto me parece mucho más un proyecto ético que estético. Aquel don Ramón decisivo y genial, convertido hoy en clisé, lo entenderemos mejor volviendo a hacer la arqueología urgente de «los otros Valles». 12. Los otros Valles Mallarmé definió a Hamlet como «el gran señor latente que nunca llega a ser». Todo hombre de condición problemática y ascendente puede ser definido de igual manera. Y especialmente Valle-Inclán. Sabemos que Valle sí «llega a ser», pero estuvo muchas veces, casi toda su vida, de gran señor latente, y muy bien pudiera haberse quedado sin «llegar a ser». Sólo la entereza elegante de su carácter y el manar continuo y hermoso de su prosa hacen el milagro. He aquí algunos de los «otros Valles» que ahora quisiéramos revisitar con más prisa que pausa: El carlista El indiano El bohemio El dandi El periodista El actor El republicano El anarquista Etc. El carlismo de Valle ya lo tenemos definido en este libro como un antimadrileñismo. El indiano nos dio Tirano Banderas y la Niña Chole, que no es poco. El bohemio nos da Luces de bohemia. El dandi pasa por horas tormentosas y por aliños y desaliños equivocados, pero le llega el momento de los botines blancos de piqué, glosados al principio de este libro, que es el momento del dinero, el confort, la gloria casi reconocida y todo eso contra lo que un dandi tiene que luchar para no quedarse en un burgués ilustrado. El dandismo interior de Valle está hecho de firmeza y violencia, de insistencia y gracia, de majestad y desprecio. Está hecho, sobre todo, del lema que quizá ya se haya citado aquí: «Despreciar a los demás y no amarse a sí mismo.» Es un lema o sacramento que les faltó por escribir y postular a Villers, a Barbey, a Baudelaire, aunque queda implícito en todos ellos. El dandismo de Valle es un proyecto subjetivo (volvemos a recordar) que nace de ese «no amarse a sí mismo» y procurar convertirse artificialmente en otro. El indiano o el actor son caminos desviados, equivocados, para llegar al dandismo. Del periodista hablaremos detenidamente en otro capítulo (el siguiente), porque tiene una importancia hasta ahora no vista o insistida en la vida y la obra de Valle. Él dijo aquello de que «el periodismo avillana el estilo», y los críticos y biógrafos se han contentado con eso para negligir al Valle articulista y reportero, que llega a la genialidad (años 10, 20, 30; casi hasta la muerte) y es disciplina que corrige, enmienda y da musculatura a su prosa para siempre, como en seguida veremos. Al actor le sobraban ideas y le faltaba instinto actoral. El republicano, el azañista, el anarquista final, representan sucesivas evoluciones del escritor y el hombre, que naturalmente se deben dar con la cadencia natural de una vida, y no como momentos aislados unos de otros. Este despiezamiento lo hemos intentado solamente para mostrar de manera casi escolar la complejidad del hombre (de cualquier hombre). Cuando Valle ha sido ya monolitizado por la posteridad, la gloria y el tópico, conviene recordar que fue muchas cosas antes de ser don Ramón María del Valle-Inclán. Y que las fue sucesivamente o al mismo tiempo, con todas sus contradicciones, ya que la contradicción es el riego de retorno de una biografía y en la contradicción pillamos al personaje más verdadero que nunca. El estilo asertivo de Valle, la rotundidad con que hablaba en los cafés y en los artículos, nos ha dejado la imagen de un genio de una pieza, siempre igual a sí mismo. Esto sería un absurdo humano y biográfico. Y literario. Por el contrario, es casi conmovedor ver a Valle equivocándose con el carlismo, con las Américas, con la bohemia, con el teatro, con la política, con todo junto, para acertar sólo en la obra, sin otra línea maestra que su viejo y progresivo proyecto de dandismo: imperturbabilidad en la vida, la persona y la obra, al menos exteriormente; los otros, los «despreciados», no se merecen otra cosa. El mismo hace en algunos artículos grandes elogios de la externidad imperturbable, a propósito de la máscara griega, que enfrenta contra la gestualidad vulgar de los actores de su época. Está hablando de los griegos, pero está hablando de sí mismo. 13. La escritura perpetua El periodismo avillana el estilo. Valle-Inclán Esta afirmación de Valle, más el uso que practicó de enviar a los periódicos trozos de su obra en marcha, novela o teatro (a veces era difícil saberlo), son cosas que han ido alimentando el tópico de que nuestro escritor apenas frecuentó el periodismo, cuando en realidad su firma o su imagen eran recurrentes en la prensa española de la época: El Mundo, Los lunes de El Imparcial (que no siempre salían el lunes), los folletones de El Sol, las grandes revistas, etc. Conviene elucidar pronto (aunque el tema seguirá corriendo a lo largo de este libro) al Valle periodista, mucho más importante y revelador de lo que hasta ahora se han atrevido a sostener los biógrafos. Y conviene a la economía de esta obra porque el Valle articulista (como el prologuista o el escritor de cartas) es el hombre «natural» respecto del hombre «artificial» que hemos venido estudiando, y que él quiso ser. Ya hemos dedicado algunas páginas a ese hombre de artificio (que seguirá siendo genialmente casi hasta la muerte), pero el contrapeso biográfico (aunque esto no sea precisamente una biografía) nos aconseja mostrar ahora lo que, a pesar de todo, era el hombre corriente. Hemos vestido mucho el muñeco, todo lo que hacía falta, y he aquí que el periodismo (como luego veremos con la correspondencia y otros escritos marginales) viene a corregir los excesos literarios de Valle. Lejos de «avillanar» su estilo, el artículo, sí, supone un cierto correctivo para el Valle modernista de los años 10, y encontramos en esos artículos (los mejores de la época, sin duda) a un escritor recio, elegante, claro, irónico, rehén gozoso de la actualidad política, artística, literaria, callejera. Todo un columnista, que diríamos hoy, y sin duda el más moderno de entonces. El periodismo, que yo he definido como «la escritura perpetua», no perjudica a Valle en el estilo (por el contrario, le somete a una cura de sobriedad y diálogo directo con la gente), ni tampoco le quita tiempo para hacer su obra/ópera, que siempre es «omnia» para él. Más tiempo perdía en el Ateneo y en los cafés de camareras. Si Valle se hubiese decidido alguna vez a entender el periodismo como escritura perpetua, esto no habría dañado en nada su producción literaria y, en cambio, le habría permitido ganar más dinero, vivir mejor, tirar de una familia, cenar todas las noches (aunque no creo mucho en la leyenda menesterosa de que se iba a la cama sin cenar). Esa leyenda pertenece al Valle bohemio que quizá estudiaremos en otro momento, y que fue, como se ha dicho más atrás, otro de los papeles que él interpretó (actor siempre de sí mismo, aunque malo en escena) a lo largo de su vida, otro de los Valles posibles, previo o simultáneo al dandismo. Lo que temía Valle no era el avillanamiento del estilo, sino la autoridad de un jefe (periodístico y político, dos jefes o más), la tiranía de un horario o una fecha de entrega. Jamás quiso someterse a eso (bohemia dandi o dandismo bohemio). Tenía el miedo supersticioso de que el compromiso periodístico (que en realidad seguía siendo literario) pudiera afectar a la integridad sagrada de su obra (sólo Juan Ramón Jiménez, en su tiempo, profesa igual culto a la propia Obra). Pero, por sobre todo, está la hidalguía fiera de Valle (luego «degenerada» en dandismo), que le hace ver en el periodismo sólo un mundo de gacetilleros a bajo sueldo: Asmodeo y Fernanflor, petimetres, cursis y lamerones del marqués de Salamanca y otros marqueses; así aparece retratado siempre el periodista en su obra. Pero Valle no es sólo el hombre de genio a la manera hierática (pese a la máscara griega). Esos son los genios que más abundan. Valle, por el contrario, es un genio con gran capacidad de adaptación (más de la que él hubiera querido reconocer), y así acabó probándolo en el teatro con sus muchas sumisiones a Rivas Cherif y la Xirgu para estrenar Divinas palabras, que le afeitaron por todas partes. Así, Valle se adapta inmediatamente al periodismo, tras unos primeros artículos de exceso modernista y declamatorio. El articulismo de Valle es «columnismo», como decimos hoy por influencia anglosajona. Valle se escapa de la crónica, aunque haga muchas, especialmente sobre las exposiciones de Bellas Artes. En todos sus escritos cortos, de la crónica al prólogo de un libro, Valle se arranca con reflexiones e imaginaciones que sólo muy tarde nos traerán al tema del título. La columna se diferencia de la crónica en que ésta ha de ser puntual y directa, poco personalizada, mientras que el columnista americano (y el español, ahora) va a su aire y tiene su fuerza y eficacia en el alto grado de subjetivización de los temas, que mezcla caprichosamente (o no tanto) con otros. Valle, profanador siempre de los géneros, inicia el artículo viniendo de muy lejos, hasta que al fin se posa, no sin coherencia, en «la percha» del tema, según el argot periodístico. Pero, así y todo, su escritura periodística se va haciendo cada vez más sobria, inmediata, fácil, sin perder gracia, subjetivismo, belleza. Lo que ocurre es que Valle habla en el periódico como en la tertulia y no como en el teatro, poniendo en primera página sus problemas personales, sus odios, manías, querellas literarias, gustos y disgustos estéticos, y hasta líos de concursos. El Valle articulista no es hierático como la máscara griega ni como el dandi, sino que su encanto, el encanto de sus colaboraciones, está en que le vemos vivir, vehemente y ocurrente, como en el café. Por eso no se puede escribir sobre Valle-Inclán, biografía o lo que sea, sin haber estudiado bien su periodismo y algunas de sus cartas, pues se trata de confesiones/concesiones que nunca más hiciera. En los escritos políticos, caso de un manifiesto contra la pena de muerte que firma con Victoria Kent, llega a una prosa seca, directa, nada literaria, una prosa civil, valiente y austera. En el periodismo tenemos al gran Valle, pero rebajado a un nivel de café o redacción como los que presenta en Luces de bohemia. Lástima otra vez que Valle no desarraigase de sí esa superstición un poco aldeana contra el periódico, porque el periodismo le habría sumado mucho sin restarle nada, como él temía. La bestia negra de su periodismo es, en política, Maura. En pintura, Sotomayor. En literatura, Martínez Sierra. En la historia, el liberalismo burgués. Con estos personajes y temas, y con otros, hace unos artículos deliciosos, bizarros, libres, como ahora iremos viendo. Pero lo que más nos interesa aquí es ese estilo otro del Valle periodista. Un estilo que ha sido poco o nada estudiado y que, equidistante del modernismo y del expresionismo posterior, sirve a una prosa de armonía lacónica, de precisión insolente, de gracia esquinera, aunque siempre valleinclanesca, por supuesto. En las dos primeras décadas del siglo (sólo Juan Antonio Hormigón ha puesto método en todo esto), Valle hace crítica literaria. Así, cuando parece elogiar a Galdós, en realidad le está enumerando dulcemente todo lo que Galdós no es ni tiene, con la cautela del escritor joven que fustiga/halaga al maestro. Valle elige Tristana, como novela más esquemática, para criticar à rebours los novelones de Galdós llenos de gente, de diálogos vulgares y de reflexiones tautológicas y sobrantes. Más que decir que le gusta Tristana, lo que viene a decir es que no le gusta Galdós. Más clemente es con Baroja, en cambio, aunque el Baroja que a él le gusta es don Ricardo. Ricardo Baroja y Valle son de la misma raza rubeniana de los «raros» y estuvieron unidos toda la vida. Valle escribirá mucho sobre los grabados, aguafuertes, teatro y novela de don Ricardo, y siempre con elogio, elogio que supone un negligir al hermano famoso y novelista. Valle ignora a Baroja en su hermano Ricardo. Don Pío, en cambio, se pasó la vida (véanse sus memorias) criticando a Valle, cuyo gran estilo le inquietaba, y su mayor argumento, caricaturesco, es que todo el estilismo de Valle consiste en escribir «dátiles» por dedos. Ricardo Baroja, sí, es un raro muy de tener en cuenta, un artista variado (Valle le llamará «renacentista», inevitablemente), el amigo perfecto para don Ramón, el amigo clónico, el gemelo. Y en esta amistad tan auténtica se incardina, pese a todo, el rechazo implícito de don Pío. El artículo «Modernismo» (1902) es toda una proclama sobre lo que sea y no sea modernista. Pese a lo temprano del artículo (de su fecha), el texto tiene una madurez teorizadora que lo convierte en fundamental para entender la escuela rubeniana y todo el caso social que el modernismo fue en España. Alguna pluma ha escrito luego, con insolencia inútil, que a los modernistas habría que llamarles «prerrafaelistas», que es lo que son. Y a esa observación contestamos ahora: ¿acaso el prerrafaelismo es otra cosa que la arqueología del modernismo? Otro precedente, otra arqueología: el simbolismo. Romero de Torres es para Valle lo que Delacroix para Baudelaire. Romero de Torres no es buen pintor, pero a Valle le gusta por el aire y la intención simbolista, y, de hecho, todos los elogios que dedica al cordobés son más literarios que pictóricos. Claro que nada de esto sale ni puede salir en el artículo «Modernismo», pero creo que su lectura nos autoriza para estos escolios y arqueologías del modernismo. La década de los 10 termina con unas crónicas argentinas de Valle, muy mejoradas luego en una larga carta personal a Azorín. Ya hemos dicho en este capítulo que hay que leer mucho la correspondencia de Valle y todo lo disperso, pues ahí es donde cogemos por sorpresa al dandi inalterable. Cierto sentido reverencial de la situación (que a veces se da hasta en Valle) lastra y castra esas crónicas, mientras que la gran visión política e histórica que el escritor tiene de la política hispanoamericana se la confía en carta a un amigo. ¿Por qué a Azorín? Sin duda porque, además de escritor, le considera un «político». Y un amigo, pese a que Valle fue de los que anduvieron a la busca y captura de Azorín cuando publicó Charivari. Este intra/Valle de las cartas, las notas sueltas, los prólogos y algunos artículos se nos manifiesta cada día más interesante, y tiene mucho que hacer en un libro que se escora más hacia la investigación y consagración del Valle de la máscara y el dandismo. Sin esta urdimbre cotidiana, «natural», no tendría sentido el Valle «artificial». Valle vive en una dialéctica interior entre el que es/no es y el que quiere ser. No quedaría este libro completo, ni Valle tampoco, sin las inevitables miserias (a veces grandezas) del hombre común, o así lo entiendo yo. Dentro de la producción periodística de Valle, presenta el mayor interés su serie sobre la pintura, a propósito generalmente de las exposiciones nacionales. Ya hemos dicho que Valle hace auténtico columnismo de hoy, pues que entra en el tema por cualquier parte y de manera muy subjetiva. En sus crónicas incardina la crítica de arte con la denuncia de los secretos oficiales que este tipo de certámenes suele llevar o traer consigo, más la divagación metafísica, lírica o erudita que a él le sugiere una pintura, con frecuencia una mala pintura, que también lo dice. Está señalado aquí que Valle acostumbra a tomar los temas desde muy lejos, y lo mismo hace con la pintura. Aquí está la modernidad de su «nuevo periodismo». Quizá sea la única de sus innovaciones que sus contemporáneos entendieron bien y consumieron mucho. Valle, en fin, hace la crítica de arte romántica, un poco a la manera de su admirado y citado Baudelaire. Quizá Baudelaire fuera más fino y certero en sus elecciones, pero tanto el francés como el español tienen ya un sentido claro y unánime de lo que ha de ser el arle moderno. Dice Baudelaire que la belleza moderna ha de ser asimétrica. Valle, en cambio, se decanta por un cierto clasicismo renacentista, pero sólo teóricamente. A la hora de «pintar» él con la pluma elige la asimetría: el esperpento. A fin de cuentas, ya hemos dicho que ambos escritores vienen del común simbolismo. Hasta puede ser que Romero de Torres le hubiera gustado a Baudelaire, y no voy a pedir perdón por esta boutade, difícil de atribuir a quien descubrió a Goya para Europa (Baudelaire), aunque Francia, dominical siempre, dejaría a Goya en «impresionista». Y hasta sacó de ahí una escuela. Uno de los pintores más citados por Valle en estas crónicas de arte (años sucesivos) es el catalán Rusiñol. Don Santiago Rusiñol tiene algo de un Valle barcelonés, aunque Valle acostumbra decir que los catalanes son gitanos, «fenicios» para él, como los propios gitanos, judíos degenerados o aburguesados. Con Rusiñol mantiene una relación identidad/desprecio, cuando de pronto la pintura del catalán deja de gustarle. Pero sin duda Rusiñol es el «hermano» barcelonés de Valle, como Ricardo Baroja es el hermano vasco. El Aranjuez de Rusiñol tiene mucho de un Versalles modernista para don Ramón. Se parecían demasiado como para no acabar cada uno por su lado. Valle cita con frecuencia en estas crónicas, naturalmente, a Romero de Torres y la pintura vasca. Su estudio de lo vasco a través de la pintura exige un párrafo detenido, que es el que viene a continuación. A través de los Zubiaurre y otros pintores vascos, Valle va redescubriendo la Vasconia sencilla y natural, aldeana y montesina, elemental y perfumada. Lo que será el fondo y razón de La guerra carlista. A Valle le fascina esta sobriedad grandiosa del monte vasco, que a veces opone al «pago manchego» (antimadrileñismo). Valle es un periférico fascinado por la aldeanía pura de Vasconia. ¿Cómo se concilia esto con el cosmopolitismo dandi de después? La repetida aventura americana y la excursión europea de la Grand Guerre cosmopolitizan a Valle. En América rubrica su modernismo y en Europa descubre (según críticos, como ya hemos dicho) el expresionismo, o corrobora asimismo algo que ya entoñaba en él. En el amante de la pintura vasca está todavía el carlista, el periférico, el antimadrileñista. Valle, de una manera ingenua (el valor de ingenuidad quizá sea el más ponderado en toda su obra), enfrenta la sencillez campesina, la elementalidad e idealidad carlista, con «la farsa del madrileñismo», que dijera el escritor vasco Javier María Pascual. Madrid, para Valle, ya está dicho, fue por mucho tiempo el trono de la rama «mala» de los Borbones y el club del liberalismo burgués, que detesta. Los viajes, la cultura y la convivencia madrileña acabarían haciendo de él un ciudadano cosmopolita, un escritor que vive incluso con exceso el Madrid peor de la bohemia, cuando comprende que Madrid es la gran ciudad que tiene más a mano para ejercitar su dandismo de botines blancos, que tanto se reiteran en las fotos, y, sobre todo, el cruce de caminos de la literatura y la política y el periodismo, que son los mundos a que él está destinado por naturaleza. Madrid le dará su mejor comedia (la mejor del siglo según Haro Tecglen — como se ha dicho— y Eduardo Blanco Amor, que sólo le reprocha a Luces de bohemia, muy justamente, el tener dos finales, cosa que siempre nos desasosiega, y nos manifiesta que Valle no tenía una idea convencional del teatro, sino que después del final sigue narrando como en una novela). Madrid será el mundo de El ruedo ibérico, con radiaciones hacia todas partes, mayormente el Sur revolucionario. Pero cuando Valle escribía sobre la pintura vasca, con ardor e ingenuismo, aún era sólo en Madrid un tío que estaba de más y que no se iba, o se iba sólo de vez en cuando. Los artículos de la década de los 20 nos sorprenden con una declaración entusiasta y porvenirista sobre el cinematógrafo, que es como se decía entonces. Ya hemos señalado, en el capítulo «La hora wagneriana», que Valle aspira sin decirlo a una integración de todas las artes, y que esa integración la ve posible en el cine. También aquí es un precursor, claro. Como lo es marginando a Chaplin en su momento máximo, porque Valle tiene siempre presente la máscara griega (Buster Keaton, aunque no le cite). Hoy, efectivamente, Keaton y los Marx son más valorados, más «actuales» que Chaplin. Luego entra ya en un ciclo de artículos históricos sobre don Amadeo de Saboya, al hilo de una biografía de Romanones, político que Valle detesta como el gran liberal, pero admira y hasta quiere por su picardía, su «mundo», su cinismo y su inteligencia y gracia. La fascinación por tipos así, que al mismo tiempo se desprecia un poco o un mucho, es característica de una psicología dandi. El dandi es un moralista de sí mismo, pero muy magnánimo con los «indeseables», aunque sean condes. El pícaro no deja de ser el guiño por donde la sociedad convencional/burguesa (liberal para Valle) muestra su rabo satánico. Estos artículos históricos los escribe don Ramón en 1935, para la prensa de Madrid, cuando su mal cístico, que degeneraría en carcinoma, con frecuentes hematurias (cáncer de vejiga), le retira a su Santiago, a los hospitales, a la cama. Este cáncer siempre latente, o el brazo que le falta, son dos mutilaciones sin las cuales no se comprende la mística del dandismo, que como toda mística se alimenta de sufrimiento interior bizarramante llevado. Pero quizá de esto escribiremos más adelante. Casi todo se lo publica Azaña en sus revistas y periódicos, como Ahora. Sobre el libro de Azaña, Mi rebelión en Barcelona, también hace Valle un artículo lleno de lucidez política, protesta cívica y amistad macho. La amistad Azaña/Valle quizá requiera un capítulo aparte (uno no planea mucho y hay cosas que se van imponiendo sobre la marcha). El último periodismo que hace Valle en esta década de los 30 (y en su vida por tanto) es una serie sobre Paúl y Angulo y los asesinos de Prim. Galdós había contado muchas cosas sobre aquella conjura, llegando hasta el límite mismo de la sospechada verdad, pero cuando saca el Episodio Nacional de Prim, se lo calla casi todo. Valle, republicano ya y mucho más valiente e informado que Galdós, lleva su indagación hasta aquello de «el impulso es soberano». Es un hombre que escribe en su lecho de muerte, digamos, y sólo aspira a dejar tras de sí alguna verdad clara. Cosa a la que había aspirado toda la vida, por otra parte. No sé si hemos dicho ya en este libro que el gran cronista del XIX no es ni Galdós ni Baroja, sino Valle, tanto desde el carlismo como desde el azañismo y el anarquismo final. Y encima escribe mucho mejor que los otros dos y tiene más arrojo de prosa, para el estilo y para la verdad. El periodismo, pues, género que «avillana el estilo», según el primer Valle, acaba siendo algo que le apasiona y sustenta (Ortega Munilla primero, y Azaña después, le pagan bien). Vemos que su último modelo es el periodismo histórico, que hecho por él se torna apasionante. Quizá esta pasión por los casos Prim y Saboya le impida terminar Baza de espadas, que cerraría la primera trilogía sobre la historia total del XIX. 14. Hacia sí mismo Cuando aparece Epitalamio, en 1897, Valle es un joven romántico que va travestido entre Zorrilla y Espronceda. Hay ya en él, evidentemente, esa preocupación por la exterioridad que le acompañará siempre. Pero no ha llegado más allá de uniformarse como todos los jóvenes posrománticos de la época. Epitalamio es un libro que luego odió bastante. Sólo hacia 1910 se le verá pasar con hongo, barba negra y quevedos, algo juanramoniano y con buen abrigo, todavía como vestido por mamá. Josefina Blanco, actriz con la que casa, es una mujer que aparece siempre como despintada (o ni siquiera aparece) al lado de este hombre de presencia fuerte, oscura, intensa. Valle es ese español que va por la vida de soltero natural, que vive una soltería dandi y desabrigada, como lobo solitario. Otros tienen aspecto de padres de familia, siendo misóginos. Valle es el soltero de hierro forjado, el soltero espontáneo de la vida (un tipo muy español), aunque no se oculte a sus visitantes en alegoría de hijos que le agarran de las orejas y de la barba al no poderle agarrar de un brazo que no tiene. Los niños de Valle piensan que el padre es siempre monstruo de un solo brazo. Hacia 1911 todavía alterna Valle con Vázquez de Mella, Cerralbo y toda la flor del tradicionalismo rampante. El escritor, indudablemente, tiene un cierto lío político en la cabeza. Está pasando de su integrismo aldeano, romántico y carlista a otra cosa, no sabe qué, y mezcla su hongo enlutado, en los banquetes, con la media chistera de los que luego llamaría «perros patriotas». Pero tiene ya casita en Madrid con baldosines blancos y negros y va uniformado casi de Unamuno, unamunizado. O de joven krausista. Tampoco le faltan esos muebles con muchos cajoncitos donde siempre se piensa ordenar la vida, pero donde luego sólo se encuentran botones desparejados, hilos de colores, un collar en cenizas desatado y una tarjeta de visita, esa visita de la que ya nadie se acuerda. Valle se diría que hace mucha vida familiar y tiene siempre una orla de hijos en torno, pero esto son cosas que se inventan los reporteros, buscando el «interés humano», que a nosotros nos interesa poco, pues que el interés de Valle está en otro sitio, aun ni él sabe cuál. Anselmo Miguel Nieto, el que le había hecho el retrato aplaciente que se ha comentado aquí, logrando la mejor mano de Valle, esa mano que tiene mucho de mano única, es un pintor que tiene fama y dinero, un retratista social, y pasea a Valle en su descapotable con chófer, un descapotable largo que va llenando Madrid de Campos Elíseos a su paso. Cuando la guerra europea, Valle ha instaurado ya sombrero duro, mirada grave, quevedos recios, barba donde vive un Tiziano y capa con mucho barroquismo español de pliegues más del Greco que de Goya. No en vano diría Valle que quiere llenar el tiempo como el Greco llenaba el espacio, y se refiere a su teatro, siempre entre Shakespeare y Wagner, pero aspirando a la verticalidad del Greco. El Greco es pintor que se le había aparecido al 98, patrocinando toda la modernidad, como Góngora se le aparecería al 27. Pero hay otro 27 (Buñuel y por ahí) que está con Goya, y por tanto con Valle. Buñuel llega incluso a hablar con Valle de una película que éste quiere hacer sobre el pintor. Valle ya sabemos que estuvo muy por el cine y por todo lo nuevo, hasta el cubismo literario, del que hay muestras en El ruedo ibérico. No se entiende muy bien este enfrentamiento poeta/pintor, Góngora/Goya, que se plantea Valle, o se entiende demasiado, pero aquí don Ramón es incoherente con sus postulados, o nos estropea a nosotros la teoría previa, ya que de Góngora nacería luego el simbolismo, que en español se hizo modernismo, y el modernismo es Valle-Inclán. Lo que pasa es que Valle está ya muy cerca del esperpento anarquista y todo el lujo mitológico de Góngora más bien le estorba, sobre todo cuando ha descubierto que los amarillos y los negros de Goya son los de su paleta literaria. Madrid ya murmura de él y hay el gran sombrón, como túmulo de siete brazos, que sólo cuenta de Valle anécdotas infames: que «le ha puesto los cuernos» (el pulimentado Cansinos escribía así) a su mejor amigo con la esposa de éste; que Valle ha amenazado con su bastón y llamado imbécil a un joven devoto que le importuna. Etcétera. Luego, cuando muere Valle, las abrumaciones de Cansinos le homenajean en una prosa que se deshilvana en puntos suspensivos y signos de admiración, sin acertar a decir nada válido y lamentando su lejanía del gran escritor. Valle es que los veía venir y, sobre todo, les veía escribir. Contra estas cosas y otras, Valle sigue el viaje por el tiempo, hacia sí mismo, y va dejando una estela de Valles previos que hemos apuntado en este libro. ¿Qué vino a decir realmente Valle? Vino a decirse a sí mismo. Y a decirse a través del mundo y la historia. Valle se está diciendo siempre. Genio es el que se está diciendo siempre, aunque diga otras cosas, aunque hable de Prim, de Isabel II, del carlismo o de Alejandro Sawa. Se ha escrito en estas páginas que Valle no quiere entender la realidad, sino inventarla. El genio es siempre subjetivo porque no viene a enterarse de nada, sino a explicarlo él todo explicándose a sí mismo. Todo esto no nos quita el derecho de repensar al escritor político, denuncia de tiranos, castigo de liberales, glosador de republicanos, debelador de caudillajes, espanto de dictadores. Valle vive y escribe intensamente su época y la anterior, la isabelina/isabelona, que también es la suya; Valle hace su obra con el Pernales e Isabel II, con el Evangelio y Las flores del mal con Rubén y El Espadón de Loja, con Shakespeare y D’Annnnzio, con Alejandro Sawa y Mateo Morral. Valle hace la mejor historia de España, pero siempre con algo de autobiografía. Ya lo dijo una vez: «Yo y mis personajes ignoramos las enciclopedias.» No era para menos. En 1932, la Real Academia le niega el premio Fastenrath por Tirano Banderas, quizá la mejor novela española y americana de todos los tiempos. Claro que, como respuesta a ese gesto, hubo un homenaje nacional a Valle que presidieron Unamuno y Américo Castro (hay fotos). Se lo había advertido su maestro Rubén: «De las Academias, líbranos Señor.» Si él ignora las enciclopedias y los diccionarios (puso faltas toda su vida, como Goya) es porque está comiendo de sí mismo, y sus historias de México o del XIX español o de la Galicia feudal no son sino todo el entramado interior del hombre (un hombre es lo que recuerda: «Yo no soy más que mi gran herencia», dijo Goethe). Valle viene a amonedar en prosa impar su gran herencia de sabidurías universales, temporales y personales. Todo sabe a Valle en Valle, y ésta es la huella digital del genio. Valle viene a decirse infinitamente, no en el reiterativo soliloquio juanramoniano, sino en diálogo con los tiempos y las gentes, porque el diálogo es la forma de expresión que él acaba o empieza amando tanto, hasta hacerlo musical. El hombre íntimo consiste en unos cuantos recortes de periódico. La intimidad es una dispersión y Valle, desde su aislamiento dandi, se sabe repartido eucarísticamente por la Puerta del Sol y las musas modernistas. No sería tan de nuestro tiempo si no fuera el hombre/collage que hoy somos todos, avellanados por la información, las guerras, los adulterios y las vanguardias. Don Ramón María del Valle-Inclán ya emite moneda y acuña sus dicterios bárbaros y definitivos. Así, a Alfonso Reyes, respecto de la revolución mexicana: «Para ustedes, la mejor solución es el degüellen.» Y a los periodistas, respecto de la eterna crisis y renovación del teatro español: «La renovación, naturalmenle, empieza por el fusilamiento ele los hermanos Quintero.» Pero también tiene temporadas de hidalgo de manta, y anda de romería por las pueblas del Caramiñal. Hay algo en él que tira al monte. Cuando Madrid le puede, se aplica una cura de Galicia y gaita. Hasta en La Habana se le ve de botines blancos (el único entre todos, como de costumbre). Se le verá pasar a caballo por Castilla o en vapor (botines blancos) en su segundo viaje a México, 1921. Frecuenta el estudio de Anselmo Miguel Nieto y el de Romero de Torres. Hay un fondo de desnudos femeninos que tiene pátina simbolista. Así hubiera querido Valle algunos desnudos de su teatro —la Mari Gaila—, pero lo crudizo de la escena española y la inmediatez de una verdad que es mentira le hacen desistir de su aventura teatral secretamente wagneriana. Aquí una mujer desnuda siempre parece que está a punto de entrar en el quirófano o de lavarse la cabeza. No hemos acertado con la metaforización natural del cuerpo de la mujer. Goya pinta su Maja desnuda y Eugenio d’Ors anota que es mucho más erótica la Maja vestida. Quiere decir más metafórica, más simbólica y simbolista, más literaria. Pero lo de la pintura se agrava aun en el teatro, cuando la carne femenina tiene moratones de pudor y la marca de las ligas envilece unos muslos atenienses. La misoginia de Valle (de que hablaremos) puede que tenga su origen en la estética, como todo en él, y especialmente en la pintura o el teatro, ya que encuentra a la mujer incapaz de vestirse la «celeste carne» que le atribuye su amigo Rubén. Valle (como Baudelaire, sí) simboliza o vulgariza a la mujer, pero nunca encuentra lo que busca, y por eso le gustan las mujeres de Julio Romero, que tienen una pátina de luna y espejo en su carne desnuda. Fatalmente se casaría Valle con una actriz, imaginando que la actriz es la única mujer capaz de ascender a otra cosa. Pero el experimento, claro, no resulta. Con la musa no hay que casarse nunca. Cuando la musa se vuelve hacendosa el poeta se va al café a hablar de mujeres. De las otras mujeres, de las que no existen. De las que hay que errar en la novela o el lienzo. La mujer metafórica sólo la conseguirían luego los surrealistas, pero Valle nunca llegó al surrealismo y esto se lo reprocha Gómez de la Serna, su gran biógrafo (aunque éste tampoco llega). Es el amenazado por los libros, que los tiene tumbados unos encima de otros, y ya de viejo dirá que no está para leer, sino para aprender las cosas directamente, viéndolas, calibrándolas, sopesándolas como se sopesa la luz o una manzana de aire verde. En Valle hay mucha lectura, pero también hay mucha sopesación inmediata de la vida, una pasión tectónica por los frutos de la vida, que son las cosas, pasión en la que sólo le iguala Gabriel Miró, otro marginado por los gerentes de la literatura. Miró es meridional y Valle es celta. Vivieron aseados por la mano frutal de la naturaleza y luego amaron también, en consecuencia, el tacto inteligente de las cosas. Sólo que Miró es un contemplativo, como su paisano Azorín, y Valle es un dramaturgo de la vida que incluso en las cosas pone temblor de inminencia. Una de las claves del esperpento es tratar literariamente a las personas como cosas, la calidad de sandía vieja que tiene Isabel II, la textura avellanada que tiene el general Prim, remoreno, gitano para Valle. Las novelas y el teatro de Valle están llenos de cosas, porque él quiere llenar el espacio, como el Greco, y a esa chamarilería de oro se le ha llamado unas veces barroquismo y otras expresionismo y otras modernismo. Da igual: es valleinclanismo, es la delicadeza de su única mano de gigante para la piel de las cosas y de las mujeres, y esto en un pueblo de piel gorda que no sabe tocar, acariciar, sopesar. Y entre las cosas, naturalmente, los libros. Valle acostumbra editarse sus propios libros, pero no sólo por economía literaria, por retranca galaica para con el editor, sino porque ama la creación manual, personal, de su libro, como su amigo Juan Ramón Jiménez. Cuida las letras y los tipos, la envergadura del papel, su blanco marfil, el empastelado de las ilustraciones y las grecas, ese fileteado modernista que le enmarca hasta el final de su vida. Cuánto dandismo, Dios. Santos Banderas está construido como una cosa, como una máquina de matar, tiene texturas de hojalata, de corteza seca, de mecanismo inútil. Valle escapa así al truco psicologista, que estaba muriendo en la novela (Proust lo agotó), y nos da un personaje en profundidad con sólo gestos, onomatopeyas, olores, sabores, ruidos y tactos. La tectónica de Isabel II nos daría para un libro entero. La Niña Chole es un trópico metido en unas bragas de mujer. Cuando Valle prescinde absolutamente de la indagación interior, tan del XIX, el ministro Paco, a quien va a pedir dinero Max Estrella, es sólo unas gafas colgantes sobre el vientre, como un vientre con ojos. No se puede dar un ministro con menos palabras y con menos imágenes. A esta reducción del personaje a su exterioridad más disonante es a lo que se ha llamado esperpento. Sólo que el muñeco está vivo y dice muchas cosas que son sólo suyas, y otras que son de Valle. El otro Ramón, Gómez de la Serna, es definido por Azorín como «psicólogo de las cosas». Por eso sería fatalmente el gran entendedor de Valle y su mejor biógrafo. Las cosas, en Gómez de la Serna, están más vivas, movientes y elocuentes que en Miró, pero menos que en Valle. Ya hemos dicho que sólo en el mundo valleinclanesco las cosas suspiran con un viento de inminencia. Es decir, viven incardinadas en la acción. Por eso Valle parece que está escribiendo para el cine más que para el teatro. En el cine tendría mucha importancia el pañuelo caído de Desdémona. En el teatro igual puede ser un papel arrugado. Valle encuentra que la perspectiva teatral pierde la importancia de las cosas, y entonces salva los objetos, los matices, los colores y remotos ladridos en las acotaciones, pero las acotaciones «no se dan», por eso Valle (más que por razones del negocio teatral) decide renunciar al teatro y se apasiona tanto con el cine, siquiera como espectador. La novela, en este sentido y en otros muchos, es el reino natural de las cosas para Valle. Es como si hubiéramos leído a Heidegger: «La cosa cosea, la jarra jarrea.» Todas las cosas de Valle cosean, viven, nos dan un resol, un suspiro, un latido de su corazón de madera. Dice en una bella imagen (Valle hace pocas imágenes, contra lo que se cree, ya veremos eso) que las llamas de la chimenea se ladean hacia un extremo, en la noche, «como para escuchar la voz del viento». Ha visto la vida del fuego, la psicología femenina de la llama, su curiosidad. El mismo se trata a sí como una cosa (dandismo), vigila su imagen, del sombrero a los botines, no se abandona nunca, sabe salir en las fotos, cosa que aún no sabían sus contemporáneos, se ama en lo que tiene de cosa, es «el candelabro impar». Como hemos dicho, declara por viejo que puede leer poco y prefiere aprender y aprehender las cosas directamente. Pero en realidad es lo que hizo toda su vida. Por eso toda página suya es verdadera (no «realista», cuidado). Y la cosa de las cosas, la cosa por antonomasia, es la palabra; cosa que habla, cosa que suena, cosa que dice, cosa que recuerda. Toda la estética de Valle-Inclán está en tratar la palabra como cosa. Pero como cosa viva, cosa que se dice a sí misma. Valle prefería que los personajes hablasen mucho, se dijesen a sí mismos, porque Valle sabe que el hombre está construido de palabras. Lo que existe es un idioma, o muchos, y cada hombre, dentro de su idioma, no supone sino una variante del hablar, una variante filológica del gran dinosaurio de un lenguaje. Cada español hablante es un dialecto del castellano. Esto, o algo parecido, se ha dicho de los escritores, pero es común a los hombres todos. Digamos, parafraseando a Goethe, que sólo mediante los hombres que lo hablan se realiza un idioma en su totalidad. Esto sí que lo siente Valle muy reciamente, y por eso no hay en toda su obra una frase perdida, un «ay» gratuito, un lugar común que no sea en otro sentido más noble común de verdad. Ese lenguaje viviente, más que elocuente, es el que le sirve para narrar y dialogar, sin embreñarse jamás en un diálogo decorativo (como se lo ha parecido a muchos) que paralizaría la acción y la prosa. (Guando Valle habla de «paralizar» una escena, como en la pintura, es en otro sentido, precisamente en el sentido pictórico.) Valle cree ante todo en la palabra hablada, en los géneros dialogados, y por eso sus descripciones de personajes o hechos no tienen el estatismo balzaquiano, sino que son descripciones que ocurren y transcurren. Incluso los arcaísmos (el más peligroso lastre de su prosa) o los modernismos, funcionan cinematográficamente, digamos, en sus novelas. El habla es la antropología incesante del ser. Una antropología que está ocurriendo/transcurriendo ante nosotros en la vida, el teatro y el texto. A un hombre que habla y habla le estamos viendo como masticado, pronunciado por su idioma, dicho, articulado por las palabras que articula. Valle, cuando hace prosa, o cuando hace tertulia, está dejando que toda la corriente ancha del castellano, con sus poderosos afluentes (Valle mismo es un «afluente») pase por su persona. Y cuando dialoga para la novela o el teatro nos está dando el varillaje arqueológico del personaje que habla. Este es el sentido eficaz y penetral de su escritura, y no el meramente ornamental a que han querido remitirle muchos críticos y algunos generales. Un hombre callado sigue siendo un mono ingenioso e industrioso. El mono también tiene silencios pensativos y ocurrentes. Sólo el habla, que es exterioridad, nos salva de ese viaje hacia atrás, antropológico, que se produce en silencio y en el silencio. Valle es exterioridad (su dandismo sólo se comprende como el lujo de su exterioridad). Dijo que ideas las tenemos todos y lo difícil es «pintar un gitano con un burro», como hemos recordado aquí. Esto es esteticismo, pero en la medida en que lo es el vivir hacia afuera (no hay otro), no en la medida mediocre que suponen los mediocres. La fundamental exterioridad de Valle lo explica todo: elocuencia de café, novela dialogada, teatro plástico y pictórico, integración wagneriana de las artes, botines blancos o grises (éstos de fieltro), gente que habla siempre mucho y, sobre todo, el discurso de Max Estrella, íntegro en Luces de bohemia, que es el discurso estético y político fundamental de Valle, mucho más que La lámpara maravillosa y otras lamparerías. Pero a ese discurso (que para nada es el de Alejandro Sawa) le dedicaremos un capítulo aparte. (Habría que contrastar fechas, por cierto, para saber si el título Luces de bohemia viene influido por Luces de la ciudad, de Chaplin.) Exterioridad de Valle, decíamos: hay una foto familiar con sus cuatro hijos, dos niños y dos niñas, cuya disposición «alegórica» no puede ser sino obra de Valle, mucho más que del fotógrafo. Incluso de la intimidad y la familia, pues, hace Valle exterioridad, estética. Pero esto no constituye nunca «amaneramiento» de su personalidad y persona, ya que de entrada ha situado obra y vida en el plano exterior, visible, barroco, en la «profundidad hacia afuera», que es como definió Rafael Alberti el barroquismo de Quevedo. Profundidad hacia afuera. Los personajes de Valle son profundos hacia afuera porque hablan mucho, con lengua numerosa, y así están exteriorizando el alma en cada momento. Ningún diálogo de Valle es de ocasión, como en sus odiados Quintero, para los que (ya se ha dicho) pide fusilamiento. En los homenajes a Valle principia a verse a Indalecio Prieto y algún otro socialista. El escritor va pasando a la izquierda muy naturalmente. Ya veremos esto en su correspondencia. Su trayectoria es contraria a la de casi todos los miembros del 98, que empiezan en incendiarios y acaban en bomberos, según la frase de Pitigrilli. Unamuno se queda con Franco, Baroja vuelve y jura, Azorín pasa de la derecha al fascismo sin dar un ruido. Maeztu sustituyó en seguida la bohemia por el sentido reverencial del dinero. Sólo Machado y Valle se izquierdizan al mismo tiempo que España y la República, hasta llegar a las vísperas revolucionarias. Valle, contando los amenes isabelinos, hace la metáfora histórica de la España que le es presente. En el escritor y en cualquier otro hombre el moderantismo viene de suyo con la edad, el confort o la gloria. Valle recorre una órbita inversa. Empezó en marqués apócrifo y acaba en anarquista justiciero que pide, por voz de Max Estrella, la instalación de la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. Así escapa Valle (el dandismo es lo «antinatural») a las leyes de la especie o de la sociedad. En los años 30 es el anarquista más lleno de sangre teórica que pueda encontrarse en España, y dice que para salvar Barcelona hay que destruir Barcelona. Ya es el mártir de cabeza bíblica, contra las derechas, como lo había sido contra los militares de Primo de Rivera. Lo de Unamuno había sido más espectacular, pero Unamuno acaba cambiando un dictador por otro. Valle ha escrito muchas historias de caudillaje como para militar en eso. Pero es también el santo inverso, el profeta del demonio en las tertulias de actores, las lecturas de obras y la cacharrería del Ateneo, que preside sentado casi en el suelo y teniendo ya como sombra protectora al ángel gordo y republicano de don Manuel Azaña. Irene López Heredia le estrena lo que no quiere estrenarle la Xirgu. (Botines de paño gris.) En la Castellana se han petrificado hoy sus paseos solitarios en puro soliloquio. Tiene sillón de mimbre en el Ateneo y un diablo de la guardia (Benavente), así como Azaña es su ángel. Don Jacinto Benavente, autor con porte de empresario, abrigos de mucho blindado y puro, es el que asiste a la poda del brazo izquierdo de Valle. Benavente, entregado a un teatro burgués, rehén del éxito, hubiera querido hacer el teatro de su amigo Valle (que acabaría escribiendo muy fuerte contra él). Benavente es en realidad el que ocupa el sitio de Valle en la escena española. Siempre hay un autor español que sostiene el teatro de taquilla, mientras el autor porvenirista y hondo calla en la sombra (a veces dentro de la misma persona). Dice Fernando FernánGómez que el público del teatro «son unas señoras». Para esas señoras hay que escribir. Benavente es amigo de Valle por mala conciencia, porque sabe que el sitio de Valle lo está ocupando él. Benavente está haciendo imposible a Valle. El teatro, como todas las otras artes, no es sino una magna invención que viene a aliviarnos de la mediocridad de las verdades, de cualquier verdad. La más alta invención del hombre es la invención de la mentira. Esto nos diferencia de los animales. Sólo el hombre es capaz de mentir. Y la mentira asciende de necesidad a gratuidad, y entonces se llama arte y sustituye, como acabamos de decir, a la verdad. El teatro, pues, ha de ser teatro con todas las consecuencias, como la pintura pintura, y éste es el mayor y mejor argumento que podemos encontrar para negar el realismo. Valle— Inclán, como Wagner (ya está dicho y repetido aquí), aspira a la integración de las artes, aunque no lo diga, pero va más lejos que Wagner, pues que no busca sólo el espectáculo total, sino la exasperación de todas y cada una de las artes, juntas y por separado, hasta agotarlas en sí mismas. El teatro llegará en él a la máxima teatralidad, y la palabra a la máxima locuacidad, a agotar el sentido en el sonido. Algún crítico ha dicho a propósito de Montenegro en las Comedias bárbaras (lo más wagneriano de Valle, aunque se tenga por shakespeariano), que este señor es siempre excesivo. Lo que no ha dicho el crítico es que también Valle es excesivo (Montenegro no es sino una de las caracterizaciones de Valle). Tiene que hacer un teatro excesivo (irrepresentable) porque ésa es la única gran respuesta viva a la realidad. Mas he aquí que Benavente y el benaventismo no quieren que la vida se sublime en teatro, sino que el teatro se parezca a la vida. Dice André Bretón, teorizando sobre la metáfora, que cuanto más distantes estén los dos objetos sometidos a comparación o equivalencia, más tensa será la relación entre ambos y más eficaz y nueva la metáfora. Así el teatro. Cuanto más se aleje de la realidad mostrenca, más fuerte será luego su incidencia sobre esa realidad. Por ahí va el teatro de Valle, que también se ha asociado con Maeterlinck. Pero Valle es más que simbolista. Es «excesivo», como ya se ha dicho, y no pretende sólo decorar o sugerir, sino apurar la gran mentira del arte frente a nuestras pequeñas y mediocres verdades. ¿Cómo podía, pues, soportar el benaventismo, la realidad pequeñoburguesa del cuarto de estar repetida en otro cuarto de estar sin cuarta pared? A pesar de lo cual Benavente y Valle fueron amigos, quizá porque Benavente hizo un cierto modernismo (utilitario y aplicado) en Los intereses creados, o porque se entendían como hombres de teatro (Valle también lo era, y no sólo a nivel sublime, sino meramente profesional). Benavente está haciendo imposible a Valle, hemos dicho. Benavente y el benaventismo imponen el teatro de la burguesía, la realidad mostrenca y apicarada, la complicidad sentimental con el público. En la cultura de lo evidente mal podía entenderse a ValleInclán. No se le entendió nada. Valle es excesivo, sí, como su personaje Montenegro. El esperpento no es una asimetría, sino un exceso. Así como García Márquez (que tanto tiene de Valle) ha utilizado magistralmente la exageración como registro literario, multiplicando guerras y Buendías, Valle le precede utilizando el exceso. Todo es excesivo en su persona y obra: el hambre, la leyenda, la perfección, el flash de oro, la prosa, la invención, el rasgo. A Tirano Banderas y a Isabel II los consigue por exceso. Les logra artísticamente por exceso. Son así, pero no tanto. Y en el tanto está la gloria y ventaja de don Ramón María. Las vanguardias nos traerían luego el teatro del exceso, de Ionesco a Kantor o Pina Bausch. Y hasta el exceso inverso, el exceso de omisión: Beckett. A todos ellos se anticipa Valle. Sólo por el exceso de mentira puede salvarse el teatro y evitar la acechante, abrumante y empobrecedora realidad. Si Valle (especialmente en las Comedias bárbaras) tiene por padres a Shakespeare y Wagner, a su vez tiene por hijo a García Lorca. El teatro de Valle, mucho antes de triunfar, ya ha dado un discípulo genial. Hoy no se entiendo el teatro de Lorca sin el precedente de Valle. Se les vería juntos en el estreno de Yerma, en 1934. A Lorca también tardaron en entenderle. Pero Lorca, según Miguel GarcíaPosada, especialista en el tema, supo recurrir a las canciones y otros recursos de público que, sin deshonrar la obra, la conectasen con el patio de butacas. Eran los años de una España estilizada y simbolizada (la España clara de Azorín), de cara al mundo, como remedio de la España folklórica de los Quintero, «los fusilables». Fue muy fuerte esta estilización republicana de España, para venderla a Europa. Anglada Camarasa y Zuloaga la dan en pintura. Y Romero de Torres, el favorito de Valle. Entre el expresionismo centroeuropeo y un cubismo que le llega a Lorca a través de Dalí y Buñuel, esa España de afiche llega hasta el Buñuel de Viridiana, que nos da en su película unos mendigos valleinclanescos a los que les falta la palabra mágica. Dialogan de una manera realista, pobre, insultiva, que les priva de la calidad simbolista que intenta la imagen. Sierra salvaje, 1952, es filme que todavía recrea a Valle y Lorca (director, Antonio del Amo) en la estética y el conflicto. El conflicto: el drama rural. ¿De qué manera evitan Valle y Lorca La malquerida del triunfal Benavente? Ya se ha dicho que mediante la estilización (Lorca) y mediante el exceso (Valle). El realismo agrario del drama rural no emite su perfume adusto en Valle y Lorca. En cuanto a la dramaturgia, Benavente se queda en el caso, en la noticia de periódico. La complica, la enriquece, pero no la supera. Lo que plantea Valle (y se supone siempre que Lorca) no es un caso, sino una levitación entre el cielo y la tierra. Esta navegación del hombre es la vida, y los casos de la vida, presentes en su teatro, no ofrecen sino ligeras variantes en la levitación humana, en esa criatura teatral que Valle gustaba mirar de rodillas. Costumbrismo, realismo, color local, drama rural. Todo eso no está en sí mismo, sino en la manera de entenderlo el autor y el público. Cervantes no es el costumbrista de La Mancha. Joyce no es el costumbrista de Dublín, por más que la pedantería y el señoritismo madrileño llegasen a insinuarlo (tras haber fracasado en su imitación de Joyce). La fórmula, tan sencilla, la ha dado mil veces Valle: «Las cosas no son como son, sino como las recordamos.» El realista se empecina en dar las cosas como son. No sale jamás del color local (los salones también tienen su color local). El que no escribe cosas, sino el recuerdo de las cosas (gran metáfora universal de Marcel Proust), se ha salvado de lo actual, que sólo genera información, pero nunca imaginación. Valle acabaría escribiendo sólo del XIX, incluso en los periódicos, como ya hemos contado, no sólo por la pasión crítica, sino porque el pasado que no ha conocido le da una memoria histórica y mágica de las cosas. Prim, Serrano, Espartero, Narváez, son para él generales de leyenda, aunque luego los ponga a caer de un burro, o, por mejor decir, del caballo de bronce en que se pasean aún por Madrid. Mediante la memoria mágica o la magia de la memoria, Valle se salva del historícismo, como se había salvado del realismo. El historicismo no es sino el realismo del pasado. Valle, tan documentado, escribe la historia mágica. Por eso él es gran artista y no Galdós. Casi por los mismos años Marcel Proust y Valle-Inclán, con estéticas tan dispares, están trabajando en un nuevo concepto de la novela y de la historia que supone una consagración del tiempo, del determinado tiempo de una vida o de una época, acotado previamente. Proust hizo la crónica del fin de siglo, una decadencia, de acuerdo con el tiempo de su vida, pero trabajando siempre con la memoria y no con el presente, ya que también el francés cree más en lo recordado que en lo vivido. Valle hace la crónica de otra decadencia, la época isabelina de España, y consigue que la memoria le ilumine más que el dato, potenciando el recuerdo de lo nunca conocido directamente, como Proust con el ciclo de los amores de Swann, anterior a él cronológicamente. El francés y el español son dos cronistas líricos y dos enfermos crónicos. Quizá la enfermedad, esa carta que desde muy lejos nos envía cotidianamente la muerte, sea lo que les hace especialmente sensibles a los personajes muertos (al menos, muertos «socialmente», en Proust). En el segundo Valle están más vivos los muertos que los vivos, aparte que las deflagraciones que se narran en ambos cronicones, el tiempo perdido y el siglo perdido, son ante todo metáforas del destino caedizo y musical de las cosas. Valle se refugia en el XIX como Proust en la infancia y primera juventud (y no hay que apurar nunca estos paralelismos, por cansancio del presente personal, social e histórico, que a la postre queda simbolizado en cuanto escriben. El proyecto de Valle en El ruedo ibérico (tres trilogías) era tan ambicioso como el de Proust, pero lo concibió ya viejo y muy enfermo. Aunque ambos hagan su crónica para destruir la ficción de la historia, vemos y sabemos que en la historia, grande o pequeña, se han refugiado como evasión de un presente insoportable e invivible. Ningún hombre hace las cosas por una sola razón, y menos un escritor, y menos un genio. Isabel II es a Valle lo que el señor de Charlus a Marcel Proust: un monstruo de lujuria que pivota toda una gran novela. El mundo de Guermantes, finalmente «esperpentizado» por el francés, tiene mucha equivalencia con la Corte de Isabel II, desde un principio esperpentizada por Valle. Cronistas líricos, hemos dicho. La magia del pasado, aunque sea una magia negra, está en el ánimo y la estética de Valle. Le apasionan los documentos de época como poemas. Ha dicho que el esperpento está en Goya. En este libro hemos resuelto que en el origen de todo Valle está siempre la pintura, que otros tratadistas han llamado la «plástica». De modo que el origen del esperpento no es moral, sino estético, contra lo que digan los moralistas y el propio Valle (Max Estrella). Valle quiere pintar a Isabel II como Goya pintó a María Luisa, con trazo «esperpenticio», como luego diría Alberti. El ruedo ibérico es la crítica de la razón histórica consumada por Valle mucho más y mejor que por todos los historiadores y novelistas (aunque se siga usando mucho el realismo galdobarojiano). Pero esta trilogía es también una manera de amueblar la vejez que encuentra Valle cuando sabe que ha de hacer su grande y última obra. Se ha hablado de un modernismo de evasión y de un modernismo arcaizante. Nosotros añadimos en este libro el modernismo crítico, que es el trabajado especialmente por Valle, y del que saldría el esperpento. Valle, pues, apenas hace modernismo de evasión, pero sí novela de evasión, en un sentido mucho más profundo, cuando emprende la arqueología del XIX, no para evadirse de la crítica del presente (más bien la metaforiza en el pasado: él mismo había escrito que hay que ser «profeta del presente»), sino para evadirse de sí mismo, del yo que acaba y muere, para recrear un mundo que le hubiese apasionado vivir. El ruedo ibérico, en este sentido, es el gran monumento funerario que Valle se levanta a sí mismo. Ahí están sus personajes por siempre, velándole. El relato se nos ofrece a través del cristal del pasado y la memoria, del olvido y la falsa nostalgia, y todo el isabelismo es un minué esperpéntico, sangre y oro. Hay magia en lo mejor de ese mundo inventado y es la magia del tiempo y la luz baja de la memoria histórica, que Valle vive y ejerce como suya.[3] Algún enterado explica que Valle, el Valle tardío, hablaba de Prim y Narváez como si los hubiera conocido, metiéndose él en la acción. Valle, que había sido pura exterioridad, como se especifica aquí, se interioriza luego entre los personajes de su libro. ¿Dónde está Valle, que no viene a la tertulia? Está en el siglo XIX. La tertulia, sí, sobre todo «La Granja del Henar», adonde también iba Azaña, había sido para Valle la máxima concesión de su exterioridad barroca. Juan Ramón Jiménez tiene una página inclemente donde describe una actuación de Valle en su tertulia, dejándolo todo al final en traca, petardeo, luminaria, ceniza y sombra. Baroja (tan inquieto siempre con Valle, que en cambio no se ocupa de él), llega a apuntar que el gallego tiene la barbilla escasa (signo de debilidad) y se la encubre con la tupida barba. La tertulia, sí, entre particulares, desconocidos, aficionados, admiradores y algún amigo importante, es la exterioridad de Valle llevada a la calle de Alcalá, pero es también el banco de pruebas donde el escritor va ensayando teorías, formas, palabras, definiciones, y si entre la ferralla de oro sale algo valioso, seguro que se lo guarda en la memoria para pulirlo luego en casa. La tertulia es una manera de hacer músculos, de poner en movimiento las ideas. Valle, que se ha querido espectacular, necesita el pequeño espectáculo de la tertulia, donde improvisa un papel, tanto como el gran espectáculo del teatro total, de su teatro, que nunca llegó a ver levantándose en un escenario con toda la grandeza, minucia y bagatela que él le había puesto. En aquel Madrid de cafés y tertulias, Valle es el contertulio por antonomasia (hoy se dice «tertuliano», en plena degeneración del español), ya que su discípulo Gómez de la Serna sólo se reúne en Pombo los sábados. Valle, cuando está en Madrid, acude a la tertulia diariamente (tuvo varias, y fue muy importante la del Ateneo). Unamuno, que también era pura exterioridad, aunque él creyera lo contrario (y una exterioridad no tan lograda como la de Valle), también tuvo tertulia en Madrid, cuando venía de Salamanca. Dos hombres tan hijos de sus palabras, como Valle y Unamuno, necesitaban el diálogo y el monólogo en público. Diálogo ya nada socrático, sino más bien alborotado. Aportemos el nombre de Azaña al de los grandes «profesionales» de la tertulia con tertulia propia (cosa que entonces era una categoría). Una ciudad con varios genios perorando desde las tres de la tarde, cada uno en su café, es una ciudad que poco tiene que envidiar a Atenas. Eso es lo que tiene de «brillante» el Madrid que Valle cifra en Luces de bohemia. Incluso Rubén Darío, un «cerdo triste» que no hablaba, tuvo tertulia en Madrid, Calé Colón. Claro que de aquel Madrid que define a Rubén como «cerdo triste» tampoco había mucho que esperar. El desencanto y el mal devuelven a Valle a su Galicia llorandera y bella, callado sitio para vivir, callado sitio para morir. Y allí muere, revisitado por García Sabell y unos pocos. Se le había visto pasar por las rúas de Santiago, acompañado del citado García Sabell, con la barba vieja, desemblantado y pávido. Dijo a la hora de la muerte: «Cuánto tarda esto.» No hizo frases, como Max Estrella. No recibió cura, ni lo necesitaba. Su muerte fue sólo como si le cortasen el otro brazo, el de trabajar, con lo que le separaban de su escritura, que es lo que nos queda. 15. La novela epistolar Las muchas cartas que Valle-Inclán escribió a lo largo de los años nos dan algo así como la novela epistolar de su vida, ya que en ellas se confiesa mucho (a veces sin querer) y cuenta cosas con calidad e interés de diario íntimo, digamos. Sus cartas jóvenes a Clarín, aquel monstruo provinciano de la crítica, a propósito de Epitalamio, nos dan ya la sabiduría galaica de un autor adolescente que responde con halagos al mal trato del maestro, quien, como ha dicho Hormigón, era irritantemente paternalista con los jóvenes. (Me interesa Hormigón porque es quien más lejos ha llevado, sin perder la razón, el izquierdismo, el comunismo, el anarquismo de Valle, contra quienes se quedan en el esteticista o el legitimista.) Clarín, naturalmente, no entiende a Valle, que entonces vale poco, pero es ya una clara promesa modernista y muestra una pluma gimnástica que es el primer signo de que hay un escritor detrás. Toda la crítica de Clarín, todo su discurso metaliterario está montado sobre una actitud quietista y más bien reaccionaria, aunque él pasase por avanzado en política, y sobre un lenguaje vulgar, lleno de dichos, frases hechas, refranes, tópicos, sabidurías mostrencas y gracias sin gracia. Si no había entendido ni gustado a Rubén, cómo iba a gustar de aquel joven rubeniano e ignoto. La crítica de entre dos siglos fue así, mostrenca, pedante y quietista. Sólo donjuán Valera (que luego saldría como personaje en Una tertulia de antaño, de Valle) le da a la cosa cierta gracia, erudición y cosmopolitismo, según su condición diplomática de hombre viajado y con más idiomas que Clarín. El magisterio de Clarín es provinciano, no porque él escriba desde provincias, sino poique nunca gustó de Bécquer, de Heinc, de Rubén, del internacionalismo, de lo nuevo, a todo lo cual él sólo oponía su españismo berroqueño y sus gustos inamovibles. Era un crítico de creencias más que de ideas. Era un fundamentalista de provincias. Lo malo de escribir en una provincia es que uno llega fácilmente a ser el más listo de la comarca, y eso es fatal. El escritor necesita el buril de la gran ciudad, el hervidero de competencias, el contraste, la lucha que le dejará en su sitio, sitio que él debe mejorar, pero no consagrar como definitivo. Así que la culpa de todo seguramente no es de Clarín, sino de su obstinación provinciana —¿miedo, recelo?—, y ese regusto de ser halagado por toda una ciudad admirable que le cree infalible porque publica en los periódicos del remoto y mágico Madrid. La provincia es devorante para el escritor y pocos se han salvado de ella. La provincia te da una gloria de concejal, que es la que tenía Clarín, aquel concejal de las letras. De todos modos, no era mucho lo que había que descubrir en el primer libro de Valle, sino nada menos que una promesa, el entoñar de un escritor de verdad. Valle, cauto como galaico (antes de llegar a la iracundia o el desprecio dandi de la madurez), no ataca a Clarín, sino que le da las gracias por todo y el Buda provinciano vuelve a sacarle en la prensa de Madrid, que es lo que Valle pretendía. Al escritor profesional se le conoce también por sus procedimientos. Es un intuitivo del medio y desde muy joven sabe por dónde hay que orientarse. Valle digamos que se gana a Clarín. Las cartas a Ortega Munilla son profesionales. Munilla siempre atendió y entendió a Valle, como dueño y director de periódicos, siempre le adelantó dinero. Quizá por esta debilidad del padre, luego el hijo, Ortega y Gasset (todo hijo, y más si es genial, necesita rectificar a papá), fue injusto, superficial y frívolo con Valle, al que, como hemos dicho en este libro, dedica pocos artículos y negativos, en contraste con la dimensión de libro que tienen sus ensayos sobre Baroja, que encima no le gustaba. Pero Ortega, como hemos dicho, estaba «asesinando al padre». Y lo hace a costa de Valle. Clarín, Ortega. Todos contra Valle. Los grandes maestros rechazan al joven escritor galaico. Lo exilian a México o al olvido. Lo importante de reseñar aquí es la imperturbabilidad de Valle, la temprana actitud dandi, la insistencia en lo mismo, la seguridad en lo que está haciendo, aunque con la otra mano (si es que aún la tenía) escriba cartas halagüeñas a sus verdugos. Ortega, avizor de lo venidero, tampoco entiende el modernismo de Valle. Se queda en los adulterios y las bernardinas. Luego su prosa devendría modernista, pero esto es inconsciente y él no lo sabe. Es el gran modernista del ensayo, por unos años. El escenario, el atalaje del modernismo, las «princesas rubias hilando en ruecas de cristal», engañan a Ortega, que no pasa de ahí. Pero su obligación era pasar. El modernismo, aunque hable de princesas, no es reaccionario, sino porvenirista, y Valle estaba en eso, como ampliamente mostraría y demostraría luego. Ortega jamás entró a estudiar la poesía y la prosa modernistas, con su música innovadora y su sintaxis revolucionaria. Se limitó a la decoración. Y es que Ortega cuando se vuelve periodista se vuelve inaguantable. Uno de los grandes vacíos en la labor ingente y genial de Ortega es el no haber lanzado valores como Valle. Clarín da igual, pero Ortega no. La correspondencia con Pérez de Ayala no tiene relevancia. En cualquier caso, se ve que Valle mantuvo contactos interesantes con la generación del 14, que es la de Pérez de Ayala. De la correspondencia con Azorín lo más importante, como ya hemos señalado aquí, es su larga carta desde Buenos Aires, informándole de la mala política hispanoamericana, pues que Valle considera a Azorín, además de un escritor y un amigo, un «político». Y político lo fue el maestro, siquiera por omisión. Pero el estilo grandioso de Valle, que viene a desplegar todas las bellezas del idioma y de otros idiomas, no podía casar con el maestro de Monóvar, apóstol de la parquedad, la sencillez y la sobriedad. Azorín dice en algún momento que «escribir con metáforas es hacer trampas», lo cual no tiene otro valor que el de una autodefensa: la del que se sabe incapacitado para la metáfora y decide negarla de entrada, aunque con ello esté anulando varios siglos de literatura occidental. No es que Valle hiciera muchas metáforas, contra lo que parece, pero eso lo estudiaremos luego. Las cartas a Rubén Darío son las menos interesantes (aunque teóricamente debieran ser las más), ya que el maestro y el discípulo están tan de acuerdo que poco nuevo tienen que decirse, salvo cumplidos. Con Galdós el juego también es complejo, ya que el joven y astuto Valle (Baudelaire practicó semejantes avilanteces) no quiere perder el favor del maestro, aunque en Luces de bohemia lo define como «garbancero». Ya hemos hablado aquí de la crítica que Valle le hace a Tristana, y que es una crítica de doble filo por cómo alaba la novela por omisión de los defectos de otras grandes novelas del canario. Con Unamuno la relación también es ambivalente. Valle y Unamuno fueron los únicos intelectuales que entraron en conflicto bizarro con la Dictadura de Primo de Rivera, pero personal y estéticamente no podían entenderse. El cuáquero Unamuno se escandaliza con la sensualidad literaria de Valle. Se ha insistido mucho en eso de que Primo definió a Valle como «estrafalario». El error viene de que Valle creó un Don Estrafalario. Pero el adjetivo del general es «extravagante», más exacto y ceñido. Hagamos justicia por una vez a los generales. Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Azaña y hombre de teatro, fue uno de los pocos profesionales que entendieron a Valle y lucharon por la representación de sus obras. Valle y Rivas tuvieron amistad y correspondencia. Ya hemos señalado aquí que Rivas supo ver la influencia de wagnerianismo que había en el teatro de Valle, detectándola especialmente en Voces de gesta, que por ser una obra en verso se aproxima más a la ópera. Valle estaba de acuerdo con esta influencia que se le atribuía, como tampoco negó nunca la de Shakespeare (otra cosa son los «plagios», de los que luego hablaremos). Una de las Comedias bárbaras comienza con la Santa Compaña, «que pasa sobre los maizales como una niebla», y entonces el teatro se llena de muertos, luces, humo, velas y melopea. El efecto, en aquella época de teatro doméstico, hubiera parecido más propio de una ópera, y de una ópera de Wagner, aparte de que entre todo ello va donjuán Manuel de Montenegro, borracho y ecuestre sobre un caballo medio loco. A todo esto sólo le falta la ruidosidad de la ópera. Valle era consciente de estos excesos, que hoy no lo serían en absoluto para un director medianamente dotado. No se trata ahora de repetir el tópico de que Valle fue un adelantado, y lo fue, sino de rubricar algo que ya hemos dicho: que pretendía exagerare 1 teatro, hacer un teatro excesivo, contra el benaventismo, y su referente inmediato a estos efectos era Wagner (Shakespeare lo era a otros). Las Comedias bárbaras es cierto que suenan a Shakespeare más que ninguna otra cosa de Valle (concomitancia deliberada), pero el wagnerianismo que Rivas Cherif detecta en una de ellas, sólo apuntado, es algo que puede hacerse extensible a buena parte del teatro valleinclanesco, y que nunca hemos visto estudiado por nadie. Valle hereda de Maeterlinck y Wagner el sueño de un teatro total. Estos autores eran todavía la modernidad. Rivas ayuda a nuestro autor en tal aventura, que naturalmente se queda en nada. Hoy, cuando a Valle se le pone como debe ser (no siempre), ya no nos acordamos de Wagner, pero el espíritu teatral de Valle sigue vivo y vigente: el teatro es teatro y debe exhaustivizar su condición de tal, es decir, de fabulosa y bella mentira, farsa. Crear una tensión entre su realidad artística y la realidad mostrenca del patio de butacas y de otros tipos de teatro. Esto sólo podía hacerlo y quererlo un hombre excesivo, como Valle, ya que excesivo se llamó a Montenegro, sin calado suficiente como para hacer extensiva esta calificación/consideración al autor, al hombre, al personaje real que andaba queriendo y no queriendo estrenar. En alguna carta confiesa con cinismo venial e ingenuo que sólo el teatro podría sacarle de apuros económicos. Pero el teatro de Valle no estaba escrito para salir de apuros, sino más bien para meterse en otros. Rivas Cherif, autor de Retrato de un desconocido, biografía muy interesante de Azaña, todavía siguió haciendo teatro en la cárcel, donde me parece que le conoció Buero Vallejo, durante la guerra o después de ella. Hay que recordarle como el intelectual y el profesional del teatro que más y mejor entendió a Valle, poniendo todos los medios de la época (pocos) al servicio de lo que entonces era un imposible. Juan Ramón, Cernuda, Lorca, etc., sabían que Valle era la modernidad escénica. Rivas llegó a atreverse con esa modernidad. Y de Rivas Cherif pasamos a su ilustre cuñado, don Manuel Azaña, que siempre entendió, valoró y ayudó a Valle, aunque en sus diarios íntimos hay alguna nota sobre el carácter y la imprevisibilidad del personaje. El mismo día en que le da un cargo a Valle, Azaña anota: «Todo acabará en una dimisión ruidosa.» Más o menos fue así. Azaña, el calmo, sabía que el genio de su amigo había que entenderlo también en el otro sentido de la palabra, como mal genio. Azaña no fue tan escrupuloso como Ortega con la prosa de Valle (ver correspondencia), pero sospechamos que tenía sus reservas respecto de ella. Y lo sospechamos sobre todo teniendo en cuenta cómo escribe el propio Azaña, que llega a amonedar, para el ensayo, el discurso y la narración, una prosa lúcida y escueta, discretamente arcaizante, un telegrafismo lírico donde siempre apunta la idea o tiembla la imagen. Y no digamos la ironía. Azaña, cuando tiene poder (la República), hace a Valle algo así como inspector máximo del patrimonio artístico nacional, pero Valle no ve en esto una regalía entre viejos ateneístas (regalía muy justa, dada la situación económica y vital de Valle), sino que en seguida se pone a tomar decisiones o a protestar de que otros las tomen por él. Valle rio era hombre de estarse quieto. Otro tanto le ocurre más tarde, cuando Azaña le envía de director a la Academia Española de Roma. Se inician pronto los conflictos con el embajador español, que le prohíbe cambiar un solo mueble de sitio en la Academia. Un día en que son más los invitados que las sillas, Valle tiende su capa española en el suelo para que se sienten los que se han quedado en pie, por no acercar una silla de otro salón, que está a cinco metros. Y así se lo comunica al embajador con su más grave, administrativa e irónica prosa. Los pensionados de la Academia insisten en vivir allí con sus mujeres o amigas, cosa que prohíben los estatutos y la propia misoginia de Valle, quien encuentra que las mujeres han convertido aquello «en un aduar», y así se lo escribe a Azaña. Valle, en fin, es el antifuncionario (de su misoginia ya hablaremos). La famosa escena de Luces de bohemia donde Max Estrella va a visitar a su antiguo amigo el ministro de la Gobernación, para denunciar malos tratos, la han referido los historiadores a Julio Burell, que efectivamente también fue poeta de joven, compañero de bohemia de Max, y que estaba en Gobernación por la época en que transcurre la comedia. Algo hay de eso, pero uno diría que el ministro esperpentizado, Paco, también tiene mucho de Azaña, que es a quien Valle visitaba efectivamente para hablar de literatura, del pasado pasado y del hambre actual. Azaña acaba siempre ayudando a Valle, como ya hemos visto, aunque éste no ha ido a «venderse». Azaña también ha dejado la literatura por la política, como Paco (aunque no del todo, como sabemos, sino que cambia de géneros). La esperpentización absoluta del personaje no se corresponde, en cambio, con el respeto que don Ramón sentía por Azaña, como lo prueban las emocionantes cartas que Valle dirige al derribado Azaña cuando Mi revolución en Barcelona, y que suponen una amistad macho, una comprensión inteligente y una toma de partido muy hermosa por el amigo, por el político, por el hombre. Estas últimas cartas a Azaña son quizá lo más dramático, desnudo y fuerte que podemos encontrar en todo el epistolario de Valle. Aquí está el anarquista que ha hallado algo, alguien en quien creer, y se entrega a ello con bizarría y dandismo de suicida. Valle y Azaña, quizá las dos personalidades más interesantes y vigentes de aquella época, se soportaron mutuamente con amistad ateneística, con bonhomía. Azaña respetaba sin duda aquella obra literaria en marcha que él mismo hubiera querido hacer (también fracasa en el teatro), y Valle pasa del amigo al mito cuando ve en Azaña al hombre más digno, cabal y valiente de la situación. Valle siempre publicó en los periódicos y revistas de don Manuel. Azaña es quizá el único hombre y político que Valle respeta y salva implícitamente en obra y vida, tras su viaje de negras postrimerías por un siglo de España. A Alfonso Reyes es a quien le dice Valle en una carta que la solución de lo de México es el «degüellen». El epistolario de Valle, en fin, es poco literario, muy directo y práctico. Valle no escribió cartas para lucirse, como tantos escritores (cartas para la posteridad), sino para el momento urgente y el problema inmediato. Su correspondencia, por eso, es la vértebra arqueológica por la que podemos reconstruir toda la cotidianidad y «vulgaridad» de un hombre que tanto luchó por evitar/ocultar todo eso. Nunca se sabe si sus botines blancos decoran o encubren unos zapatos poco deslumbrantes. 16. Glosario Uno de los primeros textos de Valle, titulado Un retrato, glosa la figura de un bandolero galaico llamado Mamed Casanova (este nombre anovelado es del personaje real y no de Valle). El joven Valle muestra aquí, prematuramente, una admiración y devoción por los aventureros, por los hombres airados, que no es sólo pasión de juventud, pues sabemos que se corrobora ampliamente en la primera parte de su vida, y por otros caminos en la segunda. En Valle es muy fuerte la tendencia épica, la pasión por el rebelde, que es una pasión romántica, decantada luego en anarquismo. Valle hizo lo que tantos: trasladar su violencia personal a lo que escribe. Pero hay una ira del cuerpo que sigue vigente y pujante en él, y que, contenida o encauzada, nos da la materia prima del dandismo: energía interior, física y mental, sometida a norma. El dandismo no es una educación sentimental (ya se ha dicho aquí que Valle nunca lo fue), sino una educación de gladiador inmóvil. Eso, un gladiador inmóvil, es el dandi. Así se entiende el entusiasmo de Valle por el Tenorio de Zorrilla, obra y personaje. Ya hemos contado que hay una foto del escritor, de la época en que publica Epitalamio, que es zorrillesca, romántica. Valle supo asimilar para el teatro el exceso operístico de Wagner y supo ver profundamente la gran teatralidad del Tenorio, que se había quedado en una obra burguesa y menestral, de circunstancias. Zorrilla, sí, también es un poco precursor de don Ramón, pues que el romántico lleva el teatro, sobre todo en esta obra, a su exceso y exhaustividad, aunque por caminos equivocados, con frecuencia, o directamente cómicos para el público de hoy. Pero Zorrilla no era el victorhuguismo malo de Echegaray ni lo que luego sería el burguesismo redicho de Benavente. En Zorrilla hay teatro que sí se atreve a decir su nombre, teatro que se muestra y exagera como tal, sin pretensiones de verosimilitud. En algunos pasajes de Valle es posible encontrar versos enteros de Zorrilla. Los románticos en general, frente al exasperante clasicismo francés, entendieron el teatro como una pasión inútil, como una invención de realidades que no lo son, pero valen más que la realidad, como un aria en verso, prosa o sangre, que libera toda la subconsciencia lírica, épica y mítica del hombre. Luego el simbolismo vendría a depurar todo eso. El teatro es un arma «cargada de futuro» contra el público burgués, y así lo ha sentido uno todavía ante las barricadas de Los miserables en una famosa versión musical. El teatro tiene que ser mucho teatro (como en Grecia) para operar la catarsis de la realidad, que de ningún modo es la verdad. Y esto lo recoge Valle donde lo encuentra: Shakespeare, Wagner, Zorrilla, los géneros ínfimos del Madrid de su época, la zarzuela, Arniches, etc. De modo que donjuán Tenorio interesa a Valle doblemente: como espectáculo y como hombre/espectáculo. Porque donjuán es el hombre/espectáculo, el verdadero protagonista teatral (como Hamlet por el otro extremo). A Valle le importa la obra y le importa el personaje, el hombre. El marqués de Bradomín tiene mucho de un don Juan sosegado y de un Casanova católico y sentimental. Valle, entre los papeles de su vida, desempeñó el de donjuán, real o teóricamente, y no sólo como persecutor de mujeres (que no lo sabemos), pero como ejecutor de aventuras, profesional de una vida movida, airada, alegre y peligrosa. Es el hombre de Tierra Caliente y de los duelos en Madrid (que nunca tuvo, salvo a bastonazos, lo que había de costarle lo que sabemos). La deconstrucción y reconstrucción de todo eso, lo que hemos estudiado aquí como el paso de un gerifalte a un dandi, es la verdadera biografía de Valle, que todavía crea su personaje más violento y bizarro en el ciego Max Estrella, que tanto tiene de él mismo, más que de Alejandro Sawa, como a su tiempo veremos. Baroja escribió las Memorias de un hombre de acción sin serlo. Se trataba de otro. Es ya un tópico eso de que el escritor, criatura sedente, se desfoga escribiendo, inventando lo que hubiera querido vivir. Valle, empero, tiene mucho de hombre de acción, y por ahí van las Memorias del marqués de Bradomín. Este tema se vincula muy naturalmente con el militarismo/antimilitarismo de Valle, un sentimiento, un complejo, diríamos hoy, que él nunca resolvió, a mi parecer, y que nunca he visto estudiado por nadie. El Valle de La guerra carlista, más todo lo que pertenece a este mundo (toda gran novela deja siempre un halo de cosas que se le relacionan), es sin duda un escritor que, carlista o no, vive la fascinación de las armas, y en esto es más Cara de Plata que Bradomín. Más el sobrino que el tío. Hay textos grandes y pequeños (Una tertulia de antaño) en los que vive esa fascinación de la espada, esa devoción de la milicia. Los héroes de las Comedias bárbaras son señores feudales, es decir, el origen del militar moderno.[4] Pero luego viene el antimilitarismo de Valle. Este antimilitarismo (que se veía asomar) se hace radical en Martes de carnaval y sus tres piezas, sobre todo Don Friolera y La hija del capitán. Pero hay otros muchos textos de Valle, desde el periódico a la novela corta pasando por el teatro, donde su antimilitarismo llega al descaro, la burla y la exasperación. Hay que tener en cuenta la circunstancia exterior: la Dictadura de Primo de Rivera, que supone la militarización del Estado y pone en indignación a toda la España válida (o más bien inválida), señaladamente a Unamuno y Valle, como ya hemos dicho aquí. Pero, bien presente la circunstancia histórica exterior, en Valle teníamos ya de antes un antimilitarista confeso, literario y vital, que llegaría a la apoteosis de su denuncia (y de tantas denuncias) con El ruedo ibérico. ¿Cómo es que el militarismo devoto de La guerra carlista nos da luego todo el amplísimo ciclo antimilitarista de este escritor? A uno le parece que se trata de la misma cosa. Valle tenía una concepción militar de España, como Quevedo, por otra parte. Esta concepción es positiva en la juventud y se torna negativa con la experiencia y el conocimiento. Los militares, que habían sido España, luego son el mal de España. Casi el único. Las tres bestias negras de la política y la historia, para Valle, son la Iglesia, la aristocracia y el ejército, sobre todo el ejército. Es curioso, y no parece haberse notado ni anotado, que Valle apenas escribe contra los banqueros, contra los profesionales del dinero, salvo alguna caricatura del marqués de Salamanca y aquella enumeración de Max Estrella: en Barcelona se mata un patrono o dos cada día. «Eso siempre consuela.» La negligencia no es de Valle, sino de la época. Todavía el socialismo y el marxismo no habían pregnado a nuestros intelectuales y obreros (clases artesanas que aún no eran proletariat). No se había llegado a esa verdad sencilla y fundamental de que el motor de la historia es el dinero. Los hombres más lúcidos se quedan en lo visible: ejército, Iglesia, aristocracia en su mayoría agraria. Es una visión superficial. En Valle también. Valle tiene un sentido militar de España, acabamos de decir. Como Quevedo y otros clásicos. El problema de España es siempre para Valle un problema militar. Los generales carlistas son buenos militares y los generales liberales y románticos, Prim, Narváez, etc., son generales malos. Pero no salimos del problema de los generales y los carabineros. En La hija del capitán Valle complica la farsa y licencia del dictador Primo de Rivera con el crimen del capitán Sánchez. Es el ejército el que está putrefacto y por eso España no anda. En esto se diferencia Valle del 98. El 98 y los regeneracionistas son quizá demasiado «espiritualistas» al cifrar las claves de España en la conciencia, la moral, las costumbres, el españolismo bien entendido y otros valores generales. Valle, por su parte, es demasiado pragmático al centrarlo todo en el problema visible de los generales. Valle busca soluciones militares: un hombre como Lenin, «la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol», salvar Barcelona arrasando Barcelona, fusilar patronos, etcétera. En su crítica total de la hora falta siempre la crítica en profundidad del profesional del dinero. Quizá una vez dijo: «Antes quemaron las iglesias; mañana quemarán los bancos.» O lo suscribió. Pero en su crítica del dinero no suele pasar de los empeñistas del costumbrismo. Ya hemos dicho que no es una negligencia de Valle, sino de la época. Las bestias negras de Valle son las de su momento: Iglesia, ejército, aristocracia (un militarismo estilizado). Los ricos sólo son los que tienen fincas, porque España no es aún un país industrial, pero la banca extranjera y la naciente banca nacional mueven en realidad la política, el obreraje, la guerra y la paz, el oro del Rif y las grandes concesiones, como el Metro o la Telefónica. En aquella España premoderna los intelectuales del 98, del institucionismo, del krausismo, los arbitristas, etc., andan buscando soluciones morales a conflictos inmorales. Valle se diferencia de ellos en que, dada su idea militar de España, todo lo cifra en encontrar un buen general, que desde luego no sería Primo, con el que tiene su gran cuerpo a cuerpo contra la milicia. Claro que más tarde escribirá que «el anarquismo es el único regeneracionismo». Pero ése sería ya el Valle terminal. En el gran esperpento general de España falta la figura del banquero, aparte, ya se ha dicho, del fugaz marqués de Salamanca. Aquellos idealistas no habían pasado por la revolución industrial, no sabían exactamente lo que era el capitalismo como subsuelo de la historia. Unos quieren salvarse en las ideas y otros en el anarquismo, como Valle, cuando la Dictadura de Primo le desengaña definitivamente de su secreto sueño militar, feudal, montenegrino, dandi (porque en el dandismo hay una secreta componente marcial). Un Valle con conciencia socialista del dinero y su denuncia nos habría dado el gran esperpento del capitalista y el banquero. Por su época, sólo pudo quedarse en el empresario catalán. Tiene algunas frases contra los fabricantes de Bilbao y Barcelona, lo que significa que empezaba a orientarse, pero en seguida se mete en el siglo XIX, en aquel mundo isabelón que le fascina y horroriza y donde el pecado capitalista aún no había tomado figura. El banquero, lástima, es el esperpento que falta en la galería de Valle. (Nuestro autor, en cambio, llegó a la insinuación —muy de la época— de que algunos militares practicaban el canibalismo, y tiene un personaje que se llama «Chuletas de sargento».) En las Comedias bárbaras, tan familiarizadas con Shakespeare, Wagner y otras influencias, hay en cambio una premonición modernísima del Valle siempre pionero: el teatro de la crueldad de Antonin Artaud. Artaud llegó a sugerir que se matase de verdad a la primera actriz en escena (ninguna señorita quería el papel). La crueldad literaria de Valle puede que venga de Sade (arqueología del dandismo). Valle empieza por ser cruel consigo: se hace amputar el brazo sin anestesia, se auto— mutila un pie, por error, naturalmente. Y, sobre todo, soporta durante toda su vida el mal, la enfermedad, haciéndose curar el cáncer con cura de urgencia en la Casa de Socorro de Cuatro Caminos, para seguir «consagrando rutas» en la noche. La ceguera de Max Estrella es la metáfora del cáncer de Valle (aunque Sawa fuese realmente ciego). Autocastigo, autocrueldad o suicidio aplazado, «supremo sacramento del dandismo», generan naturalmente la crueldad no tan sólo literaria de muchos de sus textos. Hay un sadismo fino en el Bradomín amante de marquesas moribundas. Hay cerdos que se comen a los niños galaicos. Hay la crueldad/denuncia, que es frecuente en cierto Valle, la crueldad social, digamos, y hay la crueldad/espectáculo, puramente estética (estética negra), que le viene de (Joya, sí, como todos sabemos, pero también de Sade, siquiera a través de Villiers y Barbey. El origen del teatro de la crueldad, y la novela de la crueldad, en Valle, me parece, pues, más literario que temperamental, aunque hay un poco de todo, pues acabamos de señalar el carácter de automutilación que pueden tener los episodios del brazo, el pie y la vejiga cancerosa, con hematurias frecuentes, el mal tan larga y grandiosamente llevado. El dandi, como el asceta (es un asceta de salón) necesita sufrir por dentro. La crueldad escénica de Valle, más evidente y real que la novelística, se ha entendido siempre como «denuncia», pero hay otra crueldad gratuita, repito, cuyos orígenes personales o culturales he querido señalar aquí, ya que no parecen estudiados antes. Las famosas acotaciones del dramaturgo se han entendido siempre como un pecado involuntario del novelista o como un error del autor novel y poco o nada representado. Significan más bien una continuidad teatro/novela, o a la inversa, en la que Valle incurrió siempre que quiso. Tienen un origen literario, narrativo e incluso pictórico. Están en la base del teatro total y wagneriano que alguna vez soñó Valle. No son torpezas sino aspiraciones a más teatro o deslizamientos voluntarios hacia la novela. Pero el origen de todo es muy prosaico. Valle escribe teatro para publicar, no para estrenar (cosa que parece estarle vedada), y de esta limitación comercial, digamos, el genio hace un género nuevo: un teatro que se disfruta incluso más leído que representado, sobre todo por el lector de novelas. Valle es quizá el único dramaturgo que se reedita y lee como Shakespeare. La realidad comercial nos dice que el público compra un libro de Valle para leer a Valle, y no hace distinción entre comedia y novela. El portugués Saramago asegura que «el lector no lee la novela, sino al novelista». Pues eso pasa mayormente con Valle. Sus bellísimas y eficaces acotaciones puede que molesten al director de escena, pero no molestan nada al lector, sino que le estimulan, como está demostrado editorialmente. Hay un salto cualitativo en la obra total de Valle-Inclán que es el que supone el paso de los dramas personales, subjetivos, al drama general, al gran drama social de España. ¿Cuándo se produce este salto? Digamos que ya desde los tiempos de lo que he llamado el «modernismo crítico» se insinúa la rebeldía del santo anarquista venidero, mediante la ironía, la crueldad o la presentación del vivir común español (mayormente galaico), un vivir que, pese a su presentación pura y dura, no rebasa casi nunca la condición coral. A Valle parecen importarle más las princesas afligidas o las condesas agonizantes que la condición general y personal de los campesinos, del vivir laboral y mísero. Valle es crítico con la aristocracia, con los generales, con los carabineros, con los señores feudales y los hermosos segundones, pero de una manera subjetiva, ya se ha dicho, personal. Shakespearianamente, se encamina más hacia los grandes ejemplos de pasión, soberbia o lujuria, poder o crimen, que hacia la psicología de todo un pueblo, que es ya un tema de la modernidad. Incluso Divinas palabras supone el conflicto entre el adulterio y la virtud ensálmica del latín. Gana el latín. Flor de santidad es una recreación evangélica inversa (ya hemos hablado aquí de «Evangelio y satanismo») donde el satanismo acumula tantos prestigios como el espíritu evangélico de la protagonista y de la aldea. Este satanismo de la novela es todavía más la leyenda rural que de herencia maudit y baudeleriana, pero presagia ya la fascinación de Valle por el protagonismo negro del demonio. Por cierto que los episodios virtuosos de esta novela se localizan en el Pazo (clase social alta), y los episodios malignos en la Venta (clase social baja). Valle se deja llevar en esta hermosa novela por un sentido de clase que todavía le traiciona y nos revela que no ha tomado conciencia en este aspecto. Identifica el Bien (evangélico) con los señores y el Mal (satánico) con los odiosos venteros. Esto en sí es muy poco evangélico, pero la novela está escrita hacia 1909, y en Aranjuez, de modo que al escritor le falta mucho para el salto cualitativo desde lo psicológico (Shakespeare) a lo sociológico (modernidad). Tirano Banderas es ya una denuncia del caudillaje, pero el problema parece localizarse históricamente en América. Novela política, pero de una política que nos queda lejos. La guerra carlista también es novela política, pero muy centrada en conflictos personales y figuras dramáticas (Shakespeare), con bufón y todo. El conflicto político no supera el empecinamiento carlista contra los liberales y el cinismo liberal y madriles contra todo un pueblo y una tradición. La lectura política de Valle, hasta determinado momento, no nos da sino una fijación contra la bestia negra del liberalismo (ya hemos visto que esto es sólo una forma aldeana de antimadrileñismo), una añoranza de los viejos mayorazgos que gobernaban evangélicamente la tierra (o eso parece en la distancia) y un entendimiento del pueblo como decididamente vil o, a lo más, creador de un lenguaje inagotable, rico, variado, expresivo, nuevo, eficaz, mordaz, que el escritor trabaja como un orífice hasta convertirlo en un popularismo que suena musical, con ese sentido «orquestal» de la palabra (wagnerianismo) que Valle se atribuye a sí mismo o exige a los demás con toda justicia. Pero del estilo y el estilismo de Valle, el gran fablista de España, se hablará más adelante. El cuadro «sociológico» de la España de Valle queda esquematizado en el párrafo anterior. Los primeros indicios del tema social se producen en piezas cortas, sin que quepa en esto una gran precisión cronológica. Valle, en su recreación de las «culturas verdes», como dijo alguien, había trabajado y consagrado los ritos y ritmos de la tribu, las supersticiones, los ciclos fijos y los grandes señores, que le daban gran tema para grandes tragedias, y motivo para frecuentar a silenciado Shakespeare, al que a veces llama William cariñosamente. La cultura verde que es Galicia no podía darle al Valle de entonces (la Galicia de entonces) otros modelos que esos señores tardofeudales y paleoshakespearianos. Con ese material trabaja y se manifiesta gran escritor. Es Madrid, su odiado Madrid, la ciudad absurda, brillante y hambrienta, el gran club liberal de España, el pequeño o grande mundo que le enseña a entender a las clases artesanas como pueblo, a leer al pueblo como masa, a la masa como horda, a la horda como proletariado. En Madrid asiste Valle al nacimiento del primer proletariado industrial (Madrid no había tenido otra industria de mayor entidad que las castizas fábricas de churros y buñolerías). En Madrid toma contacto, naturalmente, con los nombres y los libros de Marx, Lenin, Bakunin, más los socialistas y anarquistas españoles. Todo esto acaba acumulando una conciencia social en Valle, una lectura de las clases artesanas como protagonistas desvalidas de la historia. Así, la dramaturgia, la novelística de lo singular pasa a lo plural y el salto cualitativo (salvo síntomas menores, incluso periodísticos) donde se da es en Luces de bohemia, que se tiene por la etopeya de un loco o un beodo ciego de gloria, pero, mucho más que eso, es el levantamiento de toda una cordillera social: obreros, anarquistas, poetas, intelectuales, prostitutas, pueblo en barricada o en huida, tensión pública, corrupción política, etc., más el discurso de Max Estrella a lo largo de la obra, que estudiaremos luego. El discurso de Max Estrella es mucho más político y social que literario o modernista. Max Estrella, que parece tan obseso con su gloria, su miseria y su muerte, es en realidad la conciencia social de un Madrid en transición, el primer héroe social de Valle, y quizá el mayor. El salto está dado y nuestro autor no volverá atrás. El ruedo ibérico, su grandiosa trilogía final, ya ni siquiera tiene protagonista, decididamente, sino que (y lo sabemos por Valle) es o quiere ser la novela total y social de España, la cartografía literaria de todo un país, con su acento plural y su verdad diversa, pero con un único argumento: la Revolución o sus repetidos amagos. Valle ha dejado atrás para siempre (le quedaba poco siempre) los grandes personajes de tragedia griega y los pequeños héroes bufos tomados a la zarzuela y a la vida, como don Friolera. Hemos dicho aquí que Valle tenía una concepción militar de España. De ahí a la concepción socialista o anarquista va pasando con un ritmo medido y creciente (el mismo ritmo de la historia), que invalida la afirmación airada de Montesinos de que Valle sólo quiere hacer estilo y broma, que no ama a sus personajes. También hemos hablado de la posible crueldad de Valle, que se exterioriza sobre todo en su teatro y que quizá tenga una correspondencia interior en su persona, manifestándose por el autocastigo, la resistencia al dolor y la herencia de unos escritores de genealogía sadiana con los que sin duda tiene afinidades. Pero nada de esto autoriza al señor Montesinos, que quizá ni siquiera lo haya considerado, para aplicarle a Valle la teoría reduccionista del estilismo y la broma sin contenidos morales ni sociales de ningún tipo. La crueldad, precisamente, es una forma de comunicación abrupta con el otro, una forma desviada de hermandad, un camino quizá equivocado, pero no indiferente. Lo que el señor Montesinos parece haber considerado es el esperpento como fórmula para fabricar buñuelos humanos, personajes llenos de viento y retórica. Ya veremos en otro capítulo, el dedicado a Luces de bohemia, cómo el esperpento, contra el tópico culto, no es un muñeco del tingladillo de Valle —¿qué tingladillo? —, sino una humanidad sinóptica, pero agudísima. Sobre el esperpentismo como humanismo hay mucho que escribir. A su tiempo. Ocurre que el señor Montesinos es un rehén erudito de Galdós. Para él la novela se termina en Galdós y a Valle ya no lo entiende. Don Quijote es más esperpéntico que todos los esperpentos de Valle, y ahí está. Lo del señor Montesinos es como decir o creer que los muñecos de Goya son realmente muñecos, sin significación humana (puede que algunos no la tengan, porque su significado es social, y eso pasa también con Valle). El señor Montesinos se quedó en el clasicismo menestral de Galdós y nunca entendió la modernidad, y menos el Modernismo. Los famosos plagios de Valle-Inclán, levantados sobre todo por don Julio Casares, no son sino la venganza del erudito contra el creador. No sólo es disculpable que el joven creador plagie, sino que es necesario. Un organismo nuevo tiene que alimentarse de todo. El que sólo nace plagiario se quedará en eso, y por poco tiempo, pero el creador, el artista adolescente toma del acervo total de la cultura porque sabe que eso es como robar dinero en la cocina de su casa. Robar «de lo suyo». El que de verdad lleva por dentro la convicción de ser «uno de ellos», tiene derecho, consiguientemente, a robar de lo que es suyo, porque sabe intuitivamente que un soneto de Garcilaso o un cuadro de Turner, pasado por su mano, se convertirá en otra cosa. Incluso la copia literal de un verso es respetable en el artista cachorro, pues que la juventud tiene poco sentido de la propiedad, afortunadamente, y a fuerza de identificarse con un poema lo considera suyo. Y suyo es. Unamuno plagió San Manuel Bueno de un italiano (el viejo tema del cura que no cree) y ese plagio es su mejor novela. Unamuno tenía el libro italiano en su biblioteca, sin rubor, sin duda porque estaba convencido de que él había hecho otra cosa. Y la había hecho. «Lo que no es tradición es plagio», escribiera Eugenio D’Ors. Por tradición entendía la continuidad de la cultura, que se mueve por secuencias. El plagio culpable, en cambio, frente a la tradición, es el de quien se queda en copista. En algún momento de la obra de Valle alguien dice que no le interesan los copistas. Tomar de lo anterior o de lo afín es tomar en justicia, continuar y continuarse, ayudar a que la cultura dé un paso adelante. Tomar del Museo del Prado por mera y aceptada incapacidad de crear, eso sí que tiene algo de robo inútil, porque a la cultura no se le devuelve nada a cambio. D’Ors entendía la tradición como una sucesión de plagios creativos (que son los de Valle), digamos que como un plagio a lo sublime. Valle devuelve a sus plagiados mucho más de lo que le dieron, siquiera en celebridad y actualización. Al erudito don Julio Casares, autor de un gran diccionario, lo que pasa es que no le gusta Valle-Inclán. Si hubiese participado del simbolismo europeo de la época, aquello que aquí se llamó modernismo, habría entendido muy bien aquel arrebatacapas donde todos se parecen a todos con un parecido generacional y de época. Pero Casares no entendió el modernismo ni sabía lo que era el simbolismo. Casares, sencillamente, odiaba a Valle, al creador puro, y lo persiguió como lobo por las sendas del bosque de las literaturas europeas, hasta tenderle trampas en francés y en italiano. Gloriosa montería la del académico. Dejó un buen diccionario, pero ya dice Valle que «ni yo ni mis personajes creemos en las enciclopedias». Seguramente era una respuesta a Casares. La guerra entre el erudito y el autor, o entre el crítico y el creador, es una guerra eterna y a muerte. Dijo Roland Barthes de sí mismo: «El crítico es un escritor aplazado.» Cuando el crítico es autor a su vez (de la crítica se puede hacer una obra de arte, como de todo), este conflicto no se da. La crítica es un género literario todavía no reconocido por culpa de los propios críticos. Hoy asistimos a una revalorización de la crítica. Anotó Susan Sontag que por cada novela de Hemingway que salía al mercado, aparecían veinte libros sobre Hemingway. Hemos asistido a una inflación de la crítica. Cuando la crítica la hacen Baudelaire o el citado Eugenio D’Ors, esta pieza menor suele cobrar mucha mayor importancia que la creación glosada. Se han hecho críticas grandiosas de libros mediocres. Una vez más, lo que importa no es el género, sino el escritor. Tomar por motivo el libro de otro no es menos creativo que tomar una rosa o una señorita por ocasión de crear. El crítico, tradicionalmente, ha cambiado creatividad por autoridad. Prefiere que le respeten o teman a que le admiren. En este cambio ha salido perdiendo el corporativismo crítico. El crítico prefiere su autoridad a su creatividad, y luego se queja de que su oficio sea tomado por subalterno. Pero hay ya verdaderos críticos, en el libro y el periódico, que saben olvidar su autoridad para ejercer su creatividad. Un libro, como objeto, no es menos sugerente que un árbol. Incluso se parece mucho a un árbol. Por ahí se está salvando la crítica como gran género literario nada «aplazado». Pero el señor Casares fue muy anterior a todo esto y a la idea positiva de plagio. El que come del pan de otro no le está plagiando su pan. Valle, con plagios y todo, nutrió mucho más a Casares que Casares a Valle. 17. El canon español Una vez que don Julio Casares nos ha remontado a los placeres de la gran crítica, a este libro se le impone la obligación de ir derechamente a la busca del canon español, por saberse qué representa Valle, si es que representa algo, respecto de tal canon. Así pues, hemos seleccionado dos textos magistrales de dos grandes mandarines de la crítica, la cátedra o la academia: el ya citado Montesinos y Fernando Lázaro Carreter, director de la Real Academia en el momento en que escribo y acreditadísimo internista en Quevedo, el Barroco, el propio Valle, etc. El ensayo de Fernández Montesinos es de 1970 y se titula «Modernismo, esperpentismo o las dos evasiones». Montesinos, internista asimismo en Galdós, exiliado de profesión, en vida (q.e.p.d.), afirma en las primeras páginas de su ensayo que Eça de Queiroz «le va a dar casi todo su estilo ya hecho» a Valle-Inclán. ¿A qué estilo se refiere Montesinos? Porque tratándose de Valle no se puede hablar de estilo en singular, ya que estilos tuvo diez o doce. ¿Cuál es el que le pasa Eça de Queiroz por el mero hecho de haberlo traducido, y muy bien? ¿El estilo expresionista, el callejero y desgarrado, el cubista, el impresionista, el cinematográfico de La media noche, el hispanoamericano de Tirano Banderas y la Sonata de estío, el castizo de Luces de bohemia, el aristocrático o aristocratizante, el arcaizante de las Comedias bárbaras, el cultista y literario de Max Estrella, el esperpéntico y rimado de la Farsa y licencia? Etc. Entre Queiroz y Valle no hay sino un vago parentesco galaicoportugués. Resulta muy fuerte eso de que, tan prematuramente, Queiroz le dé a Valle «casi todo su estilo ya hecho». Montesinos es un realista o un naturalista descalabrante, un galdofundamentalista, un profesor que cree en la verdad inmediata como verdad definitiva, cuando sólo es verdad cronológica, y no siempre. Un señor que ignora aquello de que «las cosas no son como son, sino como se las recuerda», frase fundante de la novela moderna desde Proust y Valle (dos simbolistas). Pero Galdós (y Montesinos) es todavía siglo XIX. Montesinos necesita ejecutar a Valle porque intuye, aunque no le entiende, que es el gran rival, enemigo y superador de Galdós, y él ha edificado su iglesia literaria sobre la dura piedra galdosiana. En cuanto a los contenidos, Montesinos se expresa todavía (1970) con la terminología y las valoraciones de la posguerra y el exilio. Así, en el modernismo (y en el expresionismo, que deriva) sólo ve «evasión», literatura de evasión. Montesinos es un izquierdista liberal acendrado por el exilio que parece reprochar escapismo a Valle, en un lenguaje de liberal estalinista, valga el contradiós, porque es así. Pero sabemos que quien llegó al socialismo soviético, y al anarquismo, fue Valle, y no el profesor Montesinos, beneficiario del Premio Nacional de Ensayo Francisco Franco, en los años 60, por su definitivo, desmesurado y pétreo «Galdós», o como se llamase aquello. La palabra «evasión» es muy vieja ya en 1970, después de Gramsci y a punto de nacer el eurocomunismo, muy superados Sartre y Stalin. Pero el profesor Montesinos arrastra con su reloj el lógico retraso histórico y gramatical del exiliado. Casi todos los exiliados traían relojes de piedra o llenos de arena (pero no «de arena»). Hablar de «evasión» en la literatura progre de los 70, cuando Valle vuelve con toda su violencia anarquista y escénica, liberado del paraíso esteticista donde le confinó el franquismo, es como hablar de los mambises o cualquier otra cosa de la guerra de Cuba. El joven Valle sugirió alguna vez a Galdós escribir menos y más cuidado, lo cual tiene mucho sentido común. Valle fue el único que se atrevió por escrito a denunciar finamente el proverbial descuido del canario, de torpe aliño estilístico. Esta observación pone muy tarasca a Montesinos, que la califica de «necedad», sin mucha finura estilística, tampoco, por su parte. Pero Galdós escribía a tanto la línea y tenía prisa. Valle prefirió cuidar su obra y pasar hambre. De todo lo cual Montesinos deduce que a Valle le pierde y seca el estilo, que le hace reiterativo y poco creador de historias. Montesinos supone que todo el modernismo está lleno de palacios renacentistas. Pero Galdós está lleno de córralas madrileñas. Así, el profesor y ex exiliado cree que la cuestión se reduce a una contienda entre palacios y córralas, y él, como naturalista, opta por las córralas, que son reales, dando por hecho que los palacios renacentistas italianos, los palazzi, no existen y no son reales y por lo tanto no tienen derecho a ser galdosianos. En mitad de esta polvareda renacentista/casticista, Montesinos, caricaturizando o caracterizando el modernismo, dice que las manos femeninas, en Valle, hacen siempre «gestos litúrgicos», olvidando que los gestos sólo se hacen con la cara: con las manos, en todo caso, se hacen señas.[5] Montesinos está nicotinado de la sintaxis galdosiana. Son cosas de la prisa, ya digo, y el a tanto la línea, a lo que siempre se negó Valle, salvo un par de folletines/folletones en colectividad y nunca negados ni ocultados. Montesinos no sabe hacer la burla modernista; Montesinos no entiende el modernismo. Más adelante habla el profesor de «las limitaciones que le impone (a Valle) una extraña sequedad inventiva». Esa sequedad, si existiese, no tendría por qué ser extraña. La sequedad inventiva aqueja al 99 % de la especie, incluido el profesor Montesinos. Pero es que, además, hablar de «sequedad inventiva» en Valle suena sencillamente a mala fe, ya que el galaico se caracteriza por todo lo contrario. Es cierto que nuestro escritor utiliza una y otra vez sus propios textos en otro contexto, retocados o no, pero eso también lo hace Juan Ramón Jiménez en su poesía, y no por ello se permitiría nadie atribuirle sequedad lírica. Montesinos, acostumbrado a la urgencia, el atropello y el estajanovismo burgués y castizo de Galdós, cuya pluma no usa de la gramática (como de la mujer), sino que la atropella (como a la mujer), no puede menos que extrañar el cuidado, la calma, la reiteración, la insistencia, la constante pulcritud de Valle, tan semejante, ya digo, a la de su amigo Juan Ramón. Todo eso para Montesinos es evasión. La verdad, el realismo socialista, está en el barullo y la prisa. Montesinos, con Casares, el otro gran odiador de Valle, se dedica en su ensayo a hacer chistes fáciles sobre la obra y el estilo de nuestro autor. El ensayismo de Montesinos fallece mucho con esto, pero a Valle «le integra», como diría don Latino de Hispalis. A las piezas cortas de Valle las llama «obrezuelas», con diminutivo/despectivo que suena mucho a Galdós. Si a Montesinos no le suena horrible esa palabra (y hasta un insulto debe tener clase, como en Valle), está claro que no puede entender al «orquestal» autor de El ruedo ibérico. A Montesinos le molesta mucho que el modernista de veintipocos años diga «los relieves del yantar» por los restos de la comida, pero lo cierto es que hay ahí una imagen muy plástica, casi una greguería, aunque a Rubén no le gustase la palabra yantar, que encima atribuye a Pereda, lo que nos descubre la poca atención que prestó a la frase, al párrafo. Yantar es un arcaísmo y Valle había observado que el pueblo suele hablar arcaizante (es uno de los secretos de su primer estilo), de modo que no hay amaneramiento ni capricho en la citada frase, salvo para el galdosiano educado en el estilo de Galdós, que es el vulgarismo sin ninguna elaboración. Montesinos cifra el arte de Valle, como máxima concesión, en el truco de escribir gallego con palabras castellanas. ¿De verdad cree el profesor que Max Estrella o el narrador de La media noche hablan en gallego? Lo que Montesinos no le perdona a Valle, en realidad, es su evasión en el tiempo y el espacio. Esto sólo vale para el modernismo y tiene la virtud no reconocida de acabar con el realismo mostrenco y situar el arte en su espacio natural, que es la realidad otra de las cosas. El simbolismo, tan decisivo en el XIX como el surrealismo en el XX, encuentra de nuevo en la literatura una manera de trascender, como Quevedo la encuentra respecto de la picaresca, que es el primer realismo, o el penúltimo. Siempre vendrá, ay, otro realismo más empeñoso que el anterior. La literatura, el arte en general, no tiene otro sentido que trascender (así, como verbo intransitivo), y de esas sucesivas trascendencias venimos viviendo. El Renacimiento trasciéndela Edad Media. El teatro griego trasciende la razón socrática. Pero siempre se vuelve a producir la invasión de los bárbaros que quieren contar y cantar las cosas como son. ¿Es que sabe alguien cómo son las cosas? El simbolismo llega a su gran fórmula narrativa con Marcel Proust, que prestigia la historia y las historias, y las cosas, distanciándolas en el tiempo, con frecuentes equivalencias en el pasado remoto: Gilberto el Malo. (Su primera heroína se llamará Gilberta.) El maestro Lázaro Carreter, en estudio que después veremos, sostiene que los simbolistas (en España modernistas: Valle) se alejan en la historia, distancian sus mundos narrativos porque en ese marco, en ese exotismo del tiempo (hay un exotismo del tiempo) desenvuelven mejor el lujo y hasta el artificio de su palabra. Aceptado esto, nosotros diríamos, al contrario, que para trascender hay que distanciar, que la distancia temporal prestigia las personas y las cosas (ya lo hemos dicho en otro momento), y misión de la literatura es liberarnos de la realidad periodística del día y la fecha para trascendemos a otras realidades: místicas, estéticas, líricas, mágicas, metafísicas. El simbolismo es el realismo de los soñadores, como el surrealismo es el naturalismo de los sueños. Por eso Valle trasciende, y no sólo por oportunista imitación de sus modelos, sino porque los encuentra de su natural familia simbolista, o romántica o renacentista o persa o barroca, y sabe que ése es su camino, aunque Clarín, siempre inoportuno, le aconsejase tomar otro. Valle, como declara Lázaro Carreter, no le hizo ningún caso, pese a sus «humildes» cartas al maestro. Decidido a anular a Valle con un predecesor, ya que no tiene mejor arma ni imaginación para inventarla, Montesinos insiste ahora en que Ega jugaba con el humor, la ironía, la sátira, cosas que al parecer le faltan a Valle. Hecha esta afirmación en 1970, no hay sino admitir la mala fe del ensayista o la mala memoria del viejo. Dice Montesinos que Valle no aprendió todo eso (salvífico para él) «hasta muy tarde», de modo que condena y ridiculiza «la parte modernista» del autor por carecer de tales dotes. La falsedad es tan formidable que basta un solo ejemplo para declararla: Corte de amor, uno de los primeros libros de Valle, en pleno modernismo, se subtitula «Florilegio de nobles y honestas damas», pero en realidad se trata de las historias de cinco putas. ¿No hay aquí ironía y burla? Como la hay en todo el modernismo de Valle, que por algo hemos llamado «crítico». Insisto, sólo vale elegir entre la mala fe del profesor o la mala memoria del viejo. Dice Montesinos que Ortega, en 1904, «vio ya muy agudamente sus límites infranqueables». ¿Cómo iba Ortega, por muy Ortega que fuese, a los ventipocos años —1904—, a prever La media noche o los nueve tomos (en proyecto) de El ruedo? Parece que los límites «infranqueables» de Valle resultaron muy francos para el escritor. De Valle y Gabriel Miró afirma Ortega que, con su estilo demorado, van desnovelizando la novela. ¿Y Marcel Proust, referencia inevitable? Pero ya hemos dicho en este libro que Ortega no entendió (mejor dicho, no leyó) a Proust. La escombrera naturalista y psicologista del XIX abruma aún a Ortega, Montesinos y familia. Hasta que, por fin, Montesinos da con una verdad obvia. Valle no intenta «crear un mito, sino nulificarse a sí mismo». Por fin ha entendido el premio Nacional el proyecto de dandismo literario/baudeleriano de Valle. O al menos lo ha rozado con su tacto adusto de realista. Otro tratadista ha dicho que cuando la transición política de los 70 se relanzó a Valle con más alharaca que conocimiento, preguntándose a continuación si Valle tiene algo que decirnos hoy. ¿Y Séneca, oiga? De modo que este tratadista critica aquella movida cultural por no lanzar debidamente a Valle (sin conocimiento) y critica a Valle, que quizá «no tiene nada que decirnos hoy». Pero sigamos con el intrépido Montesinos. Cuando el profesor ya va entendiendo el proyecto vital y artístico de Valle, entra a hablar de «esa extraña exaltación de la violencia». Si la violencia es «extraña» en Valle es que el crítico no está licenciado en valleinclanismo. Aquí hemos explicado mucho la violencia y hasta la crueldad del escritor. «Energumenismo caprichoso» es la acuñación que utiliza Montesinos para definir las Comedias bárbaras. La frase vale también para Shakespeare. Puesto a ser sólo y cósmicamente galdosiano, Montesinos se carga lo que haga falta. Todo lo que se salga del galdointegrismo es «caprichoso». Montesinos advierte que no se va a ocupar con gran detalle del teatro de Valle-Inclán. Tampoco ha entendido, entonces, que Valle y su obra son intrínsecamente teatrales: lo que aquí hemos definido como la total «exterioridad» de Valle. Frente al «pazo consabido» que Montesinos anota en Valle, está la córrala consabida que yo anoto en Galdós. Pero Montesinos sabe de Valle más de lo que parece dispuesto a admitir (su misión es anularlo para dejar solo a Galdós), y así habla de su cinematografismo y dice que los del cine podrían «hacerlo revivir». O sea que lo da por muerto. Todavía descubre que el Valle modernista ironiza. Ya se le ha olvidado que le había negado esta condición de ironista. Al modernismo, lo llama «efímero», pero lo cierto es que ha quedado en nuestro siglo XX con tanta pregnación como el 98 o el 27. O más. En pensadores como Ortega y Unamuno, que negaban a Rubén, hay modernismo. Y en el austero Machado. ¿Por qué efímero el modernismo y no los Episodios Nacionales, que son de trama infantiloide, como que los cuenta un niño? Otro pecado capital que Montesinos aplica al modernismo/parnasianismo/simbolismo es la indiferencia por el asunto. El asunto, para Montesinos, es el chisme galdosiano, asunto de portería o café de horteras. Todavía cree, como los consumidores de premios literarios, que la literatura es el «asunto». Y esto después del surrealismo, el estructuralismo y el deconstruccionismo. El profesor se ve que vivió en un sempiterno exilio cultural. Pero la literatura no es el asunto ni el estilo, sino, insisto, la capacidad de trascender y sólo es escritor el que tiene esa capacidad, por ejemplo Valle-Inclán. Galdós no trascendía, sino que todo lo descendía. Galdós es intrascendente. Pero a veces se le olvida a Montesinos que él es la infantería galdosiana y define a Valle como «hombre genial». Luego, metido a desfacer molinos y entuertos valleinclanescos, se adentra nada menos que en el esperpentismo, segunda parte de su ensayo, y lo define también como una evasión. ¿Y cuando la figura esperpentizada tiene nombre y apellido? ¿Cuando se llama Isabel II o Primo de Rivera, también es una evasión? Esta ignorancia/negligencia de Montesinos es de nuevo un acto de mala fe. Hay mala fe en negar lo evidente. Y hay evidente mala fe en no ver lo evidente. Montesinos sostiene que Valle va al esperpento «lleno de un rencor previo de raíz estética». No entiendo la frase. ¿Rencor por qué y contra qué? ¿Y cómo puede ser el rencor de raíz estética? Montesinos no sabe cómo ni por dónde entrarle al gran género nuevo de Valle y se enreda en palabras amargas, como «rencor», que parecen decirlo todo y no quieren decir nada, mas pretende aclararlo explicando que se trata de un rencor «estético», con lo que añade confusión a la confusión y le pone mermelada envenenada al pastel negro. Montesinos define el esperpento como un «género de titiriteros», de modo que se ha creído de verdad el juego de Valle, o le conviene creérselo para quitarle importancia al invento. Valle desprestigia la historia y la vida mediante el esperpento como los místicos mediante la meditación. El esperpento tiene un sentido moral profundo y el cifrarlo en el títere supone una genialidad del maestro, que por otra parte le viene de Quevedo y Cervantes: ¿no es esperpéntico don Quijote? Mucho más que Max Estrella, me parece que ya lo he dicho aquí (habría que estudiar el quijotismo de Max Estrella). Todo esto tiene ya en nuestra cultura una difusión escolar, y Valle se encargó de teorizar muy bien el esperpento, y de ponerlo en pie (no se queda en la teoría). Siempre es doloroso y humillante explicar lo obvio. Tampoco la cosa es tan complicada como para tenerla que aclarar más. El esperpento es eficaz, pero no difícil de entender. Si Montesinos no lo ha entendido, y sólo ve en él rencor y estética, esto se debe a que Montesinos se ha autoesperpentizado como profesor. Cuando Valle dice que su estética es «una superación del dolor y de la risa», Montesinos, de muy mala fe, no quiere entender que esto lo refiere Valle a su actitud creadora. Prefiere remitirlo al espectador y dice que un teatro donde los espectadores no lloren o rían está destinado a desaparecer muy pronto. La lectura literal de lo que no quiere entenderse es un truco, un recurso de la mala fe que no tiene nada de nuevo. Montesinos aplica este truco crítico de la literalidad fingida y quizá cree que se trata de un procedimiento científico. Naturalmente, Valle, con el esperpento, ha incurrido en «deshumanización» orteguiana. Suponemos que orteguiana, que es como la palabra ha pasado al canon. Este fácil recurso a la fácil fórmula de Ortega nos manifiesta otra vez que Montesinos no tiene nada que decir sobre el esperpento. En el tema del modernismo se le veía más saltarín y palabrón. ¿Acaso es deshumano el citado Max Estrella, o don Friolera? Con su arte «más allá del dolor y de la risa» Valle se está anticipando al distanciamiento brechtiano. Entendamos que (elidamos, a la inversa, que este juego es una «puesta en juego» de la realidad y la humanidad. La dialéctica juego/moraleja, crítica/títere, es incesante. Por eso el esperpento es dinámico y no acaba nunca, contra lo que pronostica Montesinos. Para decir las cosas como son ya está Galdós. Para decirlas como no son está el artista, ya que éste es asunto mucho más complejo y metafísico. Sólo acierta Montesinos al apuntar que Los cuernos de don Friolera puede suponer una crítica y una burla del teatro de Calderón. Lo que pasa es que eso es obvio. Montesinos es un audaz cazador de obviedades. No se le escapa una. El esperpento era una creación rencorosa de Valle, destinada a no durar, según Montesinos, pero de pronto éste cae en veracidad (y cómo se escapa siempre la verdad alacre de la trampa de la mentira) y nos dice que en Cervantes y en su impagable Galdós hay tragedia y personaje grotesco, esperpento. Cuando Montesinos incurre en veracidad, sin darse cuenta, es cuando nos da un respiro para luego seguir leyéndole. Quevedo. Al fin Montesinos admite que Valle viene certificado por Quevedo (de Goya no se ha enterado). Mas he aquí que el esperpentismo de Quevedo queda avalado por el «estoicismo» del clásico. ¿No es Valle también un estoico? El profesor no ha leído La lámpara maravillosa. Valle es estoico en el sentido espiritual, moral y físico (estoicismo ante el dolor propio y ajeno; estoicismo, pero no indiferencia ni incomprensión). El aspecto negro del estoicismo de Valle es la crueldad, que ya hemos estudiado aquí. Montesinos no llega a tanto, sino que sólo ve en Valle dispersión y anarquía. «Estoicismo el de Quevedo», escribe, como quien dice «Costas las de Levante». Es la sintaxis galdointegrista, ya digo. Montesinos intenta fijar disparidades entre Quevedo y Valle, pero le salen paralelismos, que es lo que hay, y acaba preguntándose qué es lo que quiere Valle, para pasar seguidamente a la novela Tirano Banderas, de la que lo mejor que dice es que está plagiada de Ciro Bayo. Pero Valle había estado varias veces en América, en México, y no necesitaba aprender aquello en los libros de otros. Don Ciro Bayo, empero, nunca llegó a la poderosa creación novelística que es Tirano Banderas. Valle prolonga en vida, obra y política su vivencia de México con la denuncia pública y violenta de la colonia española, siempre secuaz del tirano de turno, Banderas o no. A Alfonso Reyes acaba explicándole que la única solución que le queda a México es el «degüelle», como ya se ha anotado en este libro. O sea, la revolución violenta. De modo que Valle prolonga su novela en la realidad y la actualidad, con una actitud política bizarra y concienciada. Montesinos ignorará todo esto (que viene a avalar la autenticidad del libro) y seguirá diciendo que Tirano Banderas sólo es jerga y plagio. La avilantez intelectual, entre nosotros, puede llegar muy lejos. Otro profesor, Laín Entralgo, había escrito, en su libro sobre el 98, que Valle es «esteticismo», con lo que le clausura junto con Benavente y Manuel Machado, como un brillante ornitorrinco indigno de compadrear con las gentes «serias» del 98. ¿Por qué ignora Laín el vigor moral, político, ético, republicano, revolucionario, que hay en la vida y la obra del Valle maduro y viejo? Porque le conviene. ¿Por qué le conviene? No lo sé ni me importa. A principios de los 60, cuando empezaba a decaer el tópico franquista del Valle lúdico, se representa su teatro en Madrid, salta a Europa, se le publica sin cesar y hoy es el más vigente del 98/modernismo. Pero al final de esa década, 1970, Montesinos define Tirano Banderas como una «americanada». Ah, y encima le molesta mucho que la luna luzca siempre resplandeciente en las noches valleinclanescas. Por negarle, le niega a don Ramón hasta la luna. Montesinos y Laín. Dos liberales. En Tirano Banderas, según Montesinos, Valle se decide a «mostrar un sentido social que siempre le había faltado». Esto es cronológicamente inexacto. Y además supone una lectura a medias del Valle modernista, que, cuando decide pasar al esperpento, lo primero que esperpentiza es eso: su escuela literaria, el modernismo. Farsa y licencia no es otra cosa que tal: antes que el esperpento de una reina o una corte, una pieza magistral de modernismo esperpéntico. Hemos hablado aquí del modernismo crítico. Bueno, pues Valle no se paró ahí, sino que llegó al modernismo esperpentizado. ¿Por qué esperpentiza Valle un género que tanto ha cultivado, y con tan buenos resultados? Por dos razones: la fórmula ya se le va quedando vieja, claustral, como todas las fórmulas, y, por otra parte, él necesita ahora la libertad de la burla, la caricatura, la insolencia, la denuncia de una historia y una política que no le gustan. El propio Montesinos dice en otro momento que de Farsa y licencia nace todo. Pues claro, hombre. Negarle al siempre subversivo Valle el sentido social es no haberle leído o haberlo hecho de mala fe. El socialismo o la rebeldía estaban, pues, en su sistema endocrino y se manifiestan siempre. En cuanto tiene joven conocimiento de las cosas, todo eso calcifica en socialismo. Sólo un infame de mala fe o un ignorante puede afirmar que a Valle siempre le había faltado el sentido social. Así, dice que la justicia social hubiera hecho imposibles a Montenegro o Bradomín. Otra luminosa obviedad, pero llena de malicia. Cómo no va a ser Valle consciente de eso. La justicia social haría imposibles a estos personajes, pero la falta de justicia social, y literaria, hace posible al Valle bohemio, hambriento, pobre, explotado. Esto parece que no le duele al profesor. Su truco o maña consiste en trasladar el escándalo social que suponen esos personajes al propio autor, como si el novelista estuviera siempre conforme con lo que narra. Este truco, en profesor tan eminente, no puede ser un error involuntario, sino una forma maligna de traspasar a Valle los vicios de sus personajes. Viciosa maniobra. Valle sabe que está cronificando la muerte de los dinosaurios, pero él no es un dinosaurio. El argumento de Montesinos sería pobre y débil si no fuese sencillamente malvado. Siguiendo con Tirano, el profesor consigna el entusiasmo de Valle por la revolución mexicana, pero dice que está expresado «bajo alharacas retóricas». El consejo a Alfonso Reyes de que los revolucionarios procedan al «degüelle» ¿es una alharaca retórica? La colonia española de México, cómplice siempre de los tiranos, se las tuvo muy tiesas con Valle, que se enfrenta a aquella gente directamente, bizarramente. Montesinos ignora la historia (que viene a convalidar la novela) o es tan atrabiliario como Montenegro (simple aliteración de apellidos). Reconoce que en Tirano hay rasgos de humor, tan «raros en Valle— Inclán». No vamos a demostrar de nuevo que el humor, galaico o personal, apunta desde muy pronto en el escritor. Tirano ha dado lugar a toda una serie de novelas de caudillaje, ha creado una escuela en América que dura ya todo el siglo. Pero el profesor sigue negándole autenticidad. Atreviéndose con El ruedo, Montesinos le reprocha a Valle que siga la misma técnica de Tirano. Le molesta que el escritor tenga ya una manera nueva, propia y moderna de novelar. Al estilo, a la técnica, los llama reiteración y «copiarse a sí mismo». ¿Cómo pedirle a Galdós que deje de ser galdosiano, que cambie de escritura en cada libro? Pues esto, que Montesinos jamás le exigiría a Galdós, se lo exige a Valle. Va de suyo que el escritor hecho tiene una huella digital inconfundible, un estilo, como el pintor, y eso le hace personal, incanjeable, genial. Pero lo que en otros, empezando por nuestro querido Galdós, es señal de madurez y personalidad, en Valle es pobreza, limitación, insistencia y autoplagio. La actitud de Montesinos es tan pobre y torpe que ya nos va cansando esta polémica con un muerto (también o además cadáver literario). Pero Montesinos, como todo verdugo, enseña a veces el cuchillo o el truco o el secreto sin querer. Montesinos elogia el psicologismo del XIX, tan ausente de la novela moderna, desde Joyce, y le reprocha a Valle falta de psicologismo y exceso de acción o violencia. Montesinos no ha entendido nada. Valle es un precursor de la novela moderna en España. Ya hemos teorizado aquí sobre su esencial exterioridad barroca. Empezó haciendo fino y despiadado psicologismo del amor en las Sonatas (aunque eso tampoco lo ha visto el profe), pero luego dio el salto genial del intimismo a la acción, de la intimidad a la crueldad, y eso es lo que le hace actual. Montesinos reprocha a Valle su falta de sentido social, y cuando Valle reniega expresamente de los conflictos individuales para ocuparse sólo de los conflictos sociales de masas (teorizó mucho y bien sobre ello), Montesinos le reprocha que no cultive el intimismo del XIX, que se está más calentito. Un poco desgualdrajado el ensayo del maestro. Dice el profesor que el único contenido de la gran trilogía es «befa septembrina». ¿Y qué hace ahí Bakunin, entre la befa septembrina, señor Montesinos, se va usted enterando? No, no se va enterando, porque poco más adelante se pregunta: «¿Qué quiere Valle-Inclán?» Tendremos que humillarnos intelectualmente y decirlo claro. Valle quiere la revolución, instalar la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol, arrasar la Barcelona industrial, degollar a los gachupines de México. Quizá todo esto le asuste a su liberalismo pulcro y prefiera no enterarse cuando lee, cuando pregunta. Montesinos conoce perfectamente el drama español del XIX. Sólo que Galdós lo cuenta bien y Valle lo cuenta mal o no lo cuenta, que es lo que está queriendo decirnos el exégeta. No lo cuenta a su gusto. Simplemente, Montesinos no entiende el arte moderno, que viene de Jarry, Artaud y Goya. Y se atreve a llamar a El ruedo, que es una gran novela política y social, «arte de evasiones». La necedad de Montesinos se comenta a sí misma. Al final de su ensayo, sigue hablando de las limitaciones de Valle, cuando éste ya ha demostrado ser el más ilimitado del 98 y el modernismo, el autor más capaz, diverso y renovador, el gran wagneriano que acertó a conjugar todos los géneros en uno: el que está ejercitando en ese momento. Por el otro extremo del canon nacional, el maestro Fernando Lázaro Carreter, que no parece fanático de nada ni integrista de nadie, como Montesinos, habla de la prosa modernista de Valle en el Ateneo de Madrid. Lo primero que sienta Lázaro Carreter es la tardía influencia de Rubén Darío en Valle-Inclán, que ya estaba muy formado en lecturas europeas cuando conoce a Rubén. Respiraban todos el clima de la época y en este libro se han determinado las grandes influencias de Valle, todas francesas, italianas, simbolistas, más el fundante Eça de Queiroz y el venidero Tolstoi, que le llevará a dar el gran paso hacia la novela de masas o novela social. Es muy importante esta determinación de Lázaro Carreter por cuanto libera a Valle del tópico de ser algo así como una segunda versión nacional en prosa (mayormente) de lo que fue Rubén. Toda Europa estaba haciendo lo mismo, o viviendo de la herencia de lo hecho, y Valle, muy avizor, también. Con Rubén hay una relación de identidades y no de dominio. Señala Lázaro Carreter que todo el 98 es egotista, figura por figura, contra el dogma realista anterior que impone la desaparición del artista en bien de la obra. Y concluye que Valle «extrema su ostensión creándose un yo literario, Xavier de Bradomín, y enajenándose en él. Y forjando a su servicio y a su medida una forma condignamente cosmopolita». También califica a Valle como «genial bohemio», según la técnica crítica del maestro, que consiste en rebajar siempre un adjetivo mediante el nombre común, o a la inversa. Todo ello viene a corroborar lo que nosotros hemos presentado como un proyecto de dandismo personal y artístico. Señala Lázaro que en Valle abundan las series triádicas de adjetivos, que Casares remite directamente a la influencia de Eça, pero el primero nos recuerda que esas series abundan también en D’Annunzio y otros. Las tríadas adjetivales y otros recursos de Valle los entiende el maestro Lázaro como maneras de retardar la narración y la acción, que es poca, como forma de solemnizar el discurso. De este modo, al lector/espectador se le va distrayendo, como en un museo de palabras y cosas mostradas, fascinándole para que no se enoje con la lentitud o ausencia de asunto. La narración, en Valle más que en D’Annunzio, quiere ser un muestrario de bellezas, un paseo por el idioma y el tiempo, más que una trama urgente e inquietante. Todo esto es muy sagaz y sensato por parte del maestro, pero nosotros hemos estudiado en este libro las tríadas en un sentido contrario. Cuando Valle define a Bradomín como feo, católico y sentimental, está aplicando ya una fórmula urgente, moderna, sintética, un chispazo de expresionismo. Aquí la fórmula resulta abreviadora más que ralentizadora (lentificadora). Y otro tanto y más podemos decir y decimos de otra famosa tríada, en Luces de bohemia. «La acción, en un Madrid absurdo, brillante y hambriento.» La acotación teatral no puede ser más breve, sinóptica y eficaz: contiene en su brevedad todo aquel Madrid de principios de siglo que se nos va a narrar. No puede decirse que Valle esté utilizando aquí las tríadas para retardar y distraer, sino, muy al contrario, para ganar tiempo. El primer ejemplo que he puesto está tomado de la época modernista, con lo que resulta aún más significativo, y el segundo expresa ya el nerviosismo creador del expresionismo y el esperpento. Como ha dicho el maestro Lázaro, todavía en Tirano hay mucho modernismo. A la inversa, diremos nosotros que ya en las Sonatas hay cierto expresionismo. Las cosas nunca están tan claras con Valle, ni con nadie. Y Lázaro Carreter nos recuerda, sobre todo, la admiración de Valle por Espronceda, de quien echaba versos por las calles, como nosotros hemos anotado la influencia de Zorrilla y su Tenorio en algún momento del teatro de Valle. Romanticismo y modernismo la verdad es que son escuelas que se intercambian armas y bagajes con mucha cordialidad. Quién que es no es romántico, dijo algún modernista. El modernismo es la modernidad del romanticismo, su renacimiento. El modernismo es un romanticismo optimista, sin ruinas ni muertos, al menos en Rubén (en Valle pesa más la influencia del romanticismo galaico). Espronceda fue baironiano, Espronceda se hizo un tipo y una leyenda, Espronceda interesa a Valle, que, con lo mejor (y lo peor) de románticos y simbolistas se va haciendo un estilo y una persona. Consigna Lázaro Carreter la pesadumbre de oros que hoy nos aburre en una novela dannunziana, y señala cómo Valle escapa instintual a eso mediante la construcción ligera, la novela corta y troceada en capítulos y capitulillos que permiten ser leídos como pequeñas joyas de prosa, sin llegar a abrumar la acción. Todo esto es muy cierto y perspicaz, pero lo que estaba detrás y delante de todo el fenómeno era el simbolismo, que había encontrado su fórmula en poesía, con Baudelaire, y estaba pugnando por encontrarla en prosa, en novela: Marcel Proust, con quien se logra la máxima lentificación, el supremo enlagunamiento del asunto, y, al mismo tiempo, el ademán más audaz y moderno para hacer una novela libre de la «odiosa deliberación» que los surrealistas — André Bretón— denunciarían luego en este género joven y convencional a la par. Porque la novela del siglo XX tiende, por la línea de Proust, a la abolición del asunto (Beckett) o a la proliferación cancerígena de los asuntos (Dos Passos, Faulkner). Y esta segunda vía arranca de los maestros del primer expresionismo europeo, entre ellos Valle-Inclán. Juan Ramón Jiménez, ferviente y buido crítico, define la narración modernista como «cursilería», pero en el propio Juan Ramón hay mucho modernismo y mucha cursilería. Más, desde luego, que en todo ValleInclán. Lázaro Carreter analiza muy bien los pequeños y grandes recursos que Valle utiliza, lleno de precocidad, para huir de las abrumaciones modernistas, ya excesivas en un poeta (algo así como un decadentismo decadente), pero obsoletas en un narrador. Exhaustivizando su teorizar, Lázaro afirma que la cumbre del modernismo valleinclanesco es Tirano Banderas, y seguramente tiene razón. ¿Supone Tirano un cruce de modernismo y expresionismo? Uno diría que Valle, más bien, hace en esta novela lo que yo llamo el modernismo de lo feo. Es decir, sigue mimando la palabra, el adjetivo, la frase, creando el mundo, mejor que narrarlo o presentarlo (distinciones que había hecho Flaubert). ¿Por qué, sin embargo, Tirano no causa una primera impresión modernista, sino todo lo contrario? Porque Valle está ejercitándose ahora en el modernismo de lo feo, porque trabaja con materiales abruptos, desagradables, míseros, criminales, «tercermundistas», diríamos hoy, desemblantados, humildes, híspidos y brutales. El modernismo de lo feo es la última etapa del modernismo de Valle y viene a revelarnos algo muy claro y muy poco visto: que él es artista siempre y que la manera modernista, barroca u orífice (cualquier lujo del idioma) no procede de la nobleza de los materiales, sino de la sensibilidad y locuacidad del escritor. El gran error está en creer que hay cosas, palabras y palabras/cosa más poéticas o dignas que otras, y que esto da el modernismo y cualquier preciosismo, y por supuesto todo lirismo. No. Valle crea el modernismo de lo feo y todo gran prosista puede hacer la lírica de la sangre, la brutalidad y el crimen: Genet, Henry Miller, por no irnos a los clásicos. Pero lo que se suele enseñar en la universidad es todo lo contrario. Afina Lázaro Carreter su análisis y nos hace ver que Valle, sin renunciar jamás al lujo de la adjetivación, ha cambiado de sistema: ahora es más lacónico, suprime el como y el de. Así, en vez de espuelas de plata escribe espuelas plateras. Hay cientos de ejemplos en Tirano. Lo que no nos dice el maestro es por qué Valle va aplicando nuevos procedimientos sintéticos a su prosa. Quizá la explicación no vaya con su tema. Para nosotros, el nuevo laconismo de Valle, estudiado ya a propósito de las tríadas, no es sino la adaptación del lenguaje a un tiempo nuevo. Ahora se trata de reflejar (o de crear) un mundo crispado y eso requiere una prosa crispada, un laconismo vivo y urgente. De ahí nace el expresionismo, que Lázaro, con fino matiz, llama «impresionismo». Efectivamente, mucho de lo que entendemos por expresionismo no viene sino del impresionismo pictórico y literario de Francia, de Renoir a los Goncourt, citados por Lázaro. Sólo que al impresionismo le ha quedado como una cierta connotación dominical, plácida y festiva, mientras que el expresionismo es históricamente dramático, tenso, muy siglo XX. Quizá el expresionismo sea el impresionismo de lo atroz. O el impresionismo sea el expresionismo de lo amable (y burgués, por qué no decirlo). Así, del impresionismo pasamos al puntillismo, siempre llevados sutilmente por Lázaro Carreter, quien habla de «metáfora impresionista» (una clásica acuñación suya) cuando el impresionismo/expresionismo se hace enumerativo: «polvo, sudor y hierro», del modernista Manuel Machado. Lo que pasa es que yo no veo la metáfora por parte alguna. Se trata de brillantes y bien elegidas enumeraciones, tanto en Rubén como en Machado como en Valle. Como bien dice Lázaro, Rubén hizo aquí una gran aportación a la sintaxis de nuestra lengua de arte. Es una aportación sintáctica, pero uno diría que no es para nada una nueva forma de metaforizar, siquiera el maestro lo defina como «metáfora impresionista». Así Valle en Tirano: «metales, cohetes, bateo». Y también muchos ejemplos semejantes en esta novela y en el Valle venidero. Enumeración de cosas reales, que alcanza visualización y eficacia, plasticidad tectónica. De muy antiguo están los sabios de acuerdo en lo que es metáfora. Y en lo que es enumeración (hasta llegar a la enumeración caótica, con los surrealistas y Neruda). Si metáfora es comparar una cosa con otra (digámoslo ingenuamente), aquí no hay ninguna comparación, sino el señalamiento de cosas reales, que designadas de forma coherente o incoherente, pero simultánea y vigorosa, producen un efecto impresionista de realidad viva. ¿Por qué el maestro Lázaro Carreer lo llama metáfora? Lo ignoro, pero lo respeto. Siempre hemos pensado que en la prosa de Valle, de cualquier época, contra lo que se dice, hay pocas metáforas, aunque siempre espléndidas, e incluso alguna rarísima greguería. Lo que hay en Valle, si se le lee de cerca, son muchas descripciones, melodiosas o contrapuntísticas, según la época. Esto, que puede parecer estupefaciente, es rigorosamente así. Valle describe y dialoga. Nada más. Metaforiza poco. Describe para mostrar, como quería Flaubert, y más aún, para crear. Y dialoga para que los personajes se muestren por sí mismos. Para que existan. Las descripciones de Valle, ya en la época impresionista/expresionista, son rápidas, nerviosas, crispadas como el tema y el mundo, acotadas y eficacísimas, originales por supuesto. Flaubert dijo: «He escrito toda mi novela Salambó sólo para dar una idea del color amarillo.» Cómo acierta Lázaro Carreter. Esa novela sería la cumbre del impresionismo literario. Digamos que Valle escribe toda la primera mitad de su obra total sólo para dar una idea del verde de Galicia, y toda la segunda para dar una idea del gris plata de Madrid. Valle, con Tirano Banderas, se conciencia absolutamente en la novela política, que luego llevará a la genial exasperación con El ruedo. Y esa novela de asunto político y dramático (su equivalencia teatral es Luces de bohemia) le exige una prosa urgente, nerviosa, impactante, dura, ágil, seca, pero muy expresiva, muy «expresionista», con perdón. Quizá esto pueda explicar el paso de «espuelas de plata» a «espuelas plateras», que artísticamente, dicho sea de paso, tampoco es lo mismo ni mucho menos. No hay palabras sinónimas, pero tampoco hay construcciones sinónimas. Siempre una tendrá más eficacia que otra, y Valle ha descubierto ya que el estilo no es bueno o malo, sino que el estilo ha de ser eficaz. El estilo es la eficacia, y por eso es eficaz Baroja con un mal estilo. Lázaro Carreter explica con numerosos ejemplos cómo la prosa de Tirano sigue siendo modernista, pese al cambio de materiales y escritura. Yo he resumido esta verdad con mi teoría del «modernismo de lo feo». Lázaro hace llegar la influencia de don Ramón hasta muchos escritores del siglo: se arriesga mucho y no se arriesga nada, porque tiene razón, y sobre todo porque está glosando al primero que lo dijo, Juan Ramón Jiménez. Hasta en Lorca hay Valle-Inclán (y por supuesto en su teatro). Se alarga maestro Lázaro hasta el testimonio de Ortega, herborizando aquellos pasajes orteguianos más favorables a Valle, cuando el filósofo ya se había corregido de sus primeros análisis condenatorios (véase la anterior glosa a Montesinos, primera parte de este capítulo). Es el propio Ortega quien acaba haciendo valleinclanismo, como aquello del sol con su lanza de oro. Valora Ortega en Valle el culto del adjetivo. Azorín dirá que en el adjetivo está la literatura. Por eso él cuida tanto los suyos. En cuanto a las metáforas, Ortega señala que el unir por hilo sutil cosas muy distantes es cosa que Valle ha aprendido de escritores extranjeros. En este libro hemos reproducido la teoría de André Bretón, padre de surrealismos y surrealistas, según la cual la mayor distancia entre los dos objetos comparados hará siempre más tensa y eficaz la metáfora. Pero Valle, ay, me parece que no llegó a leer a los surrealistas. Lázaro Carreter, tras sentar definitivamente el valleinclanismo de Ortega, se alarga hasta el presente para denunciar gozoso la materia modernista, muy transformada, que él todavía gusta en los libros de ahora mismo. Hemos enfrentado, pues, a dos grandes mandarines del canon español, Montesinos y Lázaro, a propósito de Valle. Se contradicen el uno al otro sin saberlo o sin decirlo. El canon nacional vive también por dentro su guerra civil, como todo, y Valle-Inclán (tal cualquier escritor libre) escapa a esos cánones y huye hacia un café, un recado de escribir o una Casa de Socorro. 18. El milagro y la sintaxis Dijo Ramón Gómez de la Serna que la palabra no es una etimología, sino un puro milagro. Dijo Paul Valéry que la sintaxis es una facultad del alma. El español y el francés vienen a coincidir sustancialmente en la irracionalidad del decir, y sobre todo del decir poético. Afirmaríamos nosotros que aquello que los antiguos llamaban inspiración no es sino una sintaxis abierta al milagro. Y ninguna sintaxis tan abierta al milagro, en el siglo XX español, como la de Ramón del Valle-Inclán. Es un cansado tópico el repetir que Valle cuidaba y recuidaba minutísimamente su prosa. Yo creo, por el contrario, que Valle tenía el don espiritual de la sintaxis, según Valéry, y que, aunque muy puesto en etimologías, estaba siempre a la espera del milagro verbal, tan frecuente en su escritura. Con fama de orífice aplicado del idioma, a uno le parece, por el contrario, que vivió, según sus creencias mágicas, tan estetizantes, del hallazgo inesperado, del capricho verbal, de la genialidad. Una palabra, un adjetivo, una frase, sólo son verdaderos y matinales cuando le sorprenden a uno mismo, al que los ha escrito. El escritor es el primer lector de sí y por lo tanto el primer sorprendido de lo que acaba de escribir. En un texto sin autosorpresa tampoco se puede esperar que la encuentren los lectores. ¿Se escribe para epatar? Se escribe, sobre todo, para epatarse uno a sí mismo. Otra cosa es (mero oficio) que Valle barajase mucho sus textos o los reiterase con malicia de profesional, malicia que exasperaba al torpón Casares y otros. Esto es mera cocina literaria y no tiene nada que ver con lo que venimos diciendo. Pero me parece que no se puede escribir tanto y tan exigente como Valle escribió sin estar dotado de facilidad, de fecundidad, de hallazgos espontáneos. Se lee con facilidad lo que con facilidad está escrito, y a Valle se le lee siempre muy bien, pues que la cadencia de su estilo nos lleva. Quienes dicen que Valle es difícil son los eruditos que se ponen a elucidar cada neologismo. Valle escribió fácil y gozoso, por eso escribió tanto, y tenía la palabra milagrosa como un Espíritu Santo, siempre sobre la cabeza o el sombrero, como la tenía en el café. ¿Por qué se iba a volver tonto a la hora de escribir el dueño de aquella verba (palabra suya) tan puntual y plural? Caligrafías En Claves líricas encontramos toda la poesía de Valle reunida por él mismo. Hay dos libros que son todavía —o ya — mero modernismo habitual y hay un libro único, La pipa de kif que quiere enlazar con lo que viene después del modernismo, o con lo anterior a éste; ya el título lo indica, kif: hachisch, has (jas en el argot de hoy); marihuana: cáñamo índico (maña en el argot de hoy). «Estimulantes» los llamaba él. Baudelaire pasa su pipa de opio a un par de generaciones maudits, el arte alucinado (dopado que dicen en el deporte) se pone de actualidad y quién que es no es drogadicto. Sin duda, Valle aprende a fumar maría y jas en México, donde estas cosas son tan habituales (allí descubrió Artaud el peyote). La resistencia al dolor que caracteriza a Valle, como hemos dicho en este libro, definiéndola incluso como crueldad o autocrueldad (todo muy del decálogo dandi), puede que le venga en parte de su estado vagamente alucinatorio. Llega incluso a hacer un poema al cloroformo que le «estimula» después de una operación. También esta facilidad que, a pesar de todo, transmite la prosa de Valle, es posible que venga estimulada por el jas y la maña. Cuando se decide a titular su mejor libro de poemas La pipa de kif, parece estar haciendo bandera de su satanismo, de su baudelerianismo, al mismo tiempo que llena el libro de hallazgos que los críticos han llamado surrealistas y hasta cubistas. Hemos dicho al principio de este libro que la poesía de Valle es «literaria», algo que no parece completamente bueno para la lírica. La afirmación vale también para La pipa, ya que esos hallazgos (vanguardismos posteriores a Rubén) tienen algo de greguerías, algo de Apollinaire, algo de poesía en prosa o prosa poética, sólo que muy bien medida y rimada. Demasiado bien si pensamos en la necesaria evanescencia de la lírica tal como hoy se entiende, y que radica siempre en lo inefable (indecible), siendo así que don Ramón en sus versos lo dice todo. De manera que La pipa, la mejor poesía de Valle, es un libro de deliciosa y muy interesante lectura y acabamos decidiendo que da igual prosa o verso cuando se tiene previamente el milagro iluminando la cabeza, borrando etimologías con su luz; cuando entre las facultades del alma cuenta la sintaxis, que no es sino la disciplina de la natural guturalidad humana, disciplina que ha de ser siempre muy flexible y mudadiza. En La pipa encontramos al Valle crucial, al vanguardista posible, al que escribirá luego que «el grillo del teléfono se orinó por todo el regazo amplio de la burocracia», o aquello de los «pianos hipocondríacos» (y estos dos hallazgos, aunque lo parezca, no son de La pipa). Hallazgos que justifican a un Valle apollineriano, por no decir greguerista, que sin embargo prefirió hacer vanguardia aplicada, como antes había hecho modernismo aplicado. Aplicado todo al imperativo máximo de su necesidad de narrar en novela o teatro. Porque Valle no es un modernista ajeno a las vanguardias, sino que, leído de cerca y a trasflor, tiene ya en Luces de bohemia y El ruedo mucho vanguardismo que él ha hecho soluble en la prosa, porque necesita la coherencia del relato o el drama y no consiente en la dispersión de poemas y liases o greguerías en papeles volanderos, que parece lo propio de los vanguardistas de París. «La pipa de kif» es poema que da título al libro: Mis sentidos tornan a ser infantiles, tiene el mundo una gracia matinal. Mis sentidos, como gayos tamboriles cantan en la entraña del azul cristal. Mucho modernismo todavía, como puede verse, pero ya, en el cuarto verso, un hallazgo «posterior»: «… la entraña del azul cristal». Eso de que un cristal tenga entrañas es ya gracia nueva. Aunque ese cristal azul sea el cielo. Digamos que la imagen modernista era todavía coherente en cierto modo con el universo. En cambio, hay una lírica incoherencia en esta imagen que anuncia todo lo que vendrá después en el libro, porque éste no es homogéneo ni mucho menos. En este poema, «La pipa de kif», hay todavía adjetivos modernistas como deifico y órfico. La modernidad de Valle nos la van a dar más el teatro y la novela, más la prosa que la poesía. Y, de pronto: En mi pipa el humo da su grito azul. Cosas que parecen tomadas de Gerardo Diego o de Ramón. El poema siguiente, «Aleluya», es un panfleto vanguardista escrito en modernismo. La vanguardia es todavía más intencional que real. Valle cita a Cotarelo, Ricardo León, Cejador, el político Maura (que rima con Clemencia Isaura) y otras bestias negras de su personal universo literario, dándole así libertad, acracia y periodismo a sus versos, que tienen gracia y novedad. Lo más explícito es este pareado: Yo anuncio la argentina de socialismo cocaína. era y Hasta se alude a Berceo mediante el vaso de bon vino. Se trata de dar en todo el libro un aleluya de libertad, agresividad y juego, de manera que Allan Poe se entienda con el clásico. Todo el poema tiene un tono de época, de ruptura venial, de alegre apollinerismo. Pero este Valle «ultraísta» nos parece más caedizo que el revolucionario de la novela y el teatro, el que trajo unas estéticas que todavía perduran hoy entre lo «clásico» de la vanguardia. «Fin de carnaval». El tema del carnaval viene del romanticismo y el modernismo. Es un tema viejo que nos suena a Larra, a Solana, a Ramón, pero con ecos marchitos. El carnaval era ya un cadáver cronológico cuando la dictadura hizo de él, con la prohibición, un mito popular y una nostalgia. El carnaval es toda la alegría tristísima del pueblo, que ahora trata de volver. Fue pintado y escrito con una alegría falsa y comicante. Ganivet conoce en un carnaval a la cuarterona que acabará con su vida. Hoy sólo entendemos los carnavales cosmopolitas de Río y Venecia. El tema lo han dejado imposible «para vos y para mí». Incluso Valle creía aún en la emoción popular o estética del carnaval, en su novelería pobre y repetida: Mitrados ensabanados. Mitras de papel. Es el recurso a Valdés Leal, que ya había agotado todo eso, aunque más tarde Buñuel saca en su cine esqueletos con ropa obispal y gorro. Una herencia del peor romanticismo como sinopsis de la España negra. Pierrot anda por aquí, sale en un sitio y otro. Pierrot es un personaje tonto que, como otros tontos con suerte, ha pasado del modernismo a Picasso sin que sepamos por qué. Pierrot viene de la Comedia del Arte, o de donde venga, y todavía la amante de Ramón se firmaba Colom bine. Nada de esto interesa ya ni revitaliza unos poemas que Valle quiere vanguardistas. En todo este esfuerzo valleinclanesco por revolucionar su arte (la verdadera revolución artística la hizo en otro sitio, como acabamos de decir), abunda la palabra «absurdo» como adjetivo que vamos a estudiar un poco. Es el Madrid «absurdo» de Luces de bohemia. Y en este libro de versos: «destrozona absurda». Absurdo, para Valle, parece que viene significando, más o menos, «surrealista». Cuando quiere prestigiar algo como nuevo, cubista o porvenirista, lo califica de absurdo. La sensación que uno tiene es de que la cosa en sí era absurda para el propio Valle, ilegible, porque un verdadero vanguardista vive en el absurdo como en su medio natural. En «Marina norteña» tenemos todo el descriptivismo poético de Valle, eso que hemos llamado «poesía literaria», como lo es la de Machado y otros cuando deciden no trascender, quedarse en un realismo en verso. Valle hace estos ejercicios de poema descriptivo con más talento y dones que cualquier otro contemporáneo, pero personalmente seguimos pensando que se trata de un género híbrido, peligroso y sin porvenir. De pronto, en «Marina norteña», este verso: «Eran allí pictóricos trofeos.» El juego de Valle, en toda su obra, con los verbos ser y estar, es de gran eficacia y estirpe. El eran por el estaban viene del Romancero y Valle lo recoge como un arcaísmo, no por arcaizar, sino porque se le alcanzan en seguida las posibilidades poéticas de este cambio de verbo, así como el cambio de los tiempos verbales, con los que consigue un juego de planos narrativos muy eficaz. Este gran recurso expresivo de los dos verbos, donde otras lenguas sólo tienen uno, le permite al castellano finísimos matices psicológicos. No es lo mismo ser triste que estar triste. Esto tardan en entenderlo los estudiosos apresurados de nuestra lengua. El escritor español se limita a usar correctamente uno u otro verbo según los casos. Sólo un fablista como Valle toma esa flor del Romancero y la aplica en una prosa moderna. «Eran allí pictóricos trofeos.» Eran por estaban. Ya dijo Ortega que un estilo consiste en irle haciendo finas erosiones a la gramática. Hay que desgarrar el pentagrama, como Beethoven. Aparte el valor arcaizante, la prosa de Valle, y la poesía, se poetizan mucho con este uso deliberadamente equivocado de los dos verbos primos hermanos. Digamos que se profundiza la condición de la cosa o la persona cuando se afirma que «era allí» por estaba allí. Hay aquí como una profundidad heideggeriana del lenguaje, intuida por Valle. Ser en un sitio es más que estar en un sitio, y mucho más, por supuesto, que «ser de un sitio», que es la forma coloquial más corriente. Valle, en fin, no innova por innovar, sino porque escribe desde lo más hondo del idioma, asciende desde la guturalidad original siempre a mayores y mejores significaciones. Y en el gris de las tardes las cometas dan su voz como rojas llamaradas. Vale por Rimbaud: «Y el metal amaneció clarín.» Aquí es cuando Valle, inesperadamente, se muestra pleno vanguardista, tan valiente de imágenes como el que más. El «grito azul» de la pipa y las cornetas/llamaradas son hallazgos apollinerianos que Valle pudo intuir en Ramón, Gerardo o cualquiera de los dedicados entonces a la «poesía de creación». El simbolismo ha llegado a su límite de contacto con el surrealismo. No avanzó mucho Valle por ese camino. Ya hemos dicho que su afán narrativo, en teatro o novela, le lleva a una coherencia sintáctica de gran novedad, pero de curso legal para el público. El fabulador puede más en él que el vanguardista de café. Es el lento y seguro camino de Valle hacia lo que hoy se define como el texto único, que en otro momento estudiaremos. Pero, en cualquiera de estos pasos intermedios, Valle sabe que escribir bien no es escribir bonito, sino decir más cosas y decir más las cosas, que es a lo que debe aspirar todo texto creador, incluso el puramente especulativo. Y estos dos versos: «la triste sinfonía de las cosas/tiene en la tarde un grito futurista». Bellísimos y conseguidos, la palabra «futurista» nos explica que, efectivamente, el futurismo de Valle es más de intención que de logro, ya que necesita anunciarlo con un grito. «Bestiario» es un largo poema dedicado a la Casa de Fieras de Madrid, que antaño fuera importante y luego acabó como una especie de gallinero exótico. Valle la conoce en sus buenos tiempos. Las casas de fieras, el circo y el carnaval constituyen toda la cultura popular de la belle époque. De todo ello escribe Valle en un momento u otro y con una intención u otra. El culterano Valle nunca es ajeno a las pequeñas y sencillas culturas de la gente. El simbolismo trata estéticamente a los animales como joyas (gatos de Baudelaire). El surrealismo hace de los animales una mitología propia y nueva, así las mujeres/pájaro de Max Ernst y las palomas gigantes o los burros voladores de Marc Chagall. Valle deja al animal en una mera caricatura del hombre, y muchas veces de un hombre concreto. Por aquí veríamos asomar ya una punta de esperpentismo. En principio parece que el tema se va a prestar a la greguería, y algo hay de ello en este poema de Valle, pero el humor de don Ramón va por otros caminos, pese al parentesco literario entre ambas escrituras: sustitución permanente de la cosa por la palabra. Caricatura, decíamos. Así, el canguro «tiene trazas de alemán». El oso le recuerda a Tolstoi, su admirado Tolstoi, de quien iba a tomar Valle la idea de la novela de masas (exactamente, la guerra), superando la novela de individualidades y psicologismos, con gran anticipación a la modernidad. El leopardo bengalés es el animal de quien ha tomado su insolencia y dignidad el lord inglés. Unas veces se caracteriza una raza o una clase social, como vemos, y otras una persona determinada. El lobo tiene algo «curial», clerical. La jirafa es una solterona (a una mujer la llamó «jirafona», en otro libro) y también, con certera audacia, la ve como Sarah Bernhard. El elefante es un fakir. Rilke hizo el milagro de entrar en el alma de la pantera y verse como le veía el animal a través de las rejas. El enrejado era él. Es un juego parecido al de Valle, sólo que más petulante. La cotorra recuerda a la infanta Isabel. Siempre sus viejas obsesiones de carlista maniático contra la Casa de Borbón reinante. También tiene algo la cotorra de «feminista que disparata» (misoginia). La cigüeña en una pata es como Simeón el Estilita. Y también tiene un algo de bruja «que escapó a la Inquisición». El cocodrilo es «faraónico». A través de estas caricaturas (Valle caricaturiza al animal o al ser humano: en su obra hay muchos humanos «animalizados») se ven a trasflor los odios, manías, obsesiones, etc., del escritor. La Pérfida Albión, como él lo escribía, está en el leopardo bengalés. El poema termina con «un rojo grito»: el crepúsculo. En La pipa de kif es muy frecuente la metaforización en grito de muchas cosas: el grito azul del humo de la pipa y otras varias sinestesias que van a parar a la palabra grito, muy relacionada con el griterío vanguardista. Como ya hemos señalado, casi todo el libro es un panfleto vanguardista, más en su declaración expresa que en los hechos: los versos. Y Valle ha encontrado que la sinestesia «grito» (lo azul, lo rojo, cualquier anomalía poética de las cosas) suena a garata, algarada y panfleto de artistas nuevos. Dijo Jean Cocteau que un affiche debía ser «un grito en la pared». Los vanguardistas gritaban en todos los colores. En todos los idiomas, como cualquier novedad que irrumpe. La palabra, el adjetivo que podría definir la primera época de Valle es «ingenuo» en todas sus variantes y siempre más en el sentido estético que psicológico. Quede dicho esto contra quienes señalarían «litúrgico» o «eucarístico» como palabras modernistas por excelencia, y que no son sino malos lectores de Valle, Montesinos, etc. La palabra que más y mejor define al segundo Valle, el del esperpento, es «absurdo», que aplica a todo lo ilegible, Madrid o Santos Banderas. Valle, a más de darnos el absurdo de lo narrado, como buen artista, lo califica él mismo de absurdo, porque ésta fue palabra que utilizaron mucho los burgueses cultos para elogiar o rechazar lo que no entendían. (Hoy, coloquialmente, se aplica «surrealista» o «kafkiano» en el mismo sentido.) Pero el pasajero vanguardismo «oficial» de Valle (hay otro más profundo) se acoge a «grito» como palabra de moda y de mucha utilidad sinestésica para metaforizar colores y cualquier cosa que no sea precisamente un grito. La Clave número VI de La pipa de kif es el poema «El circo de lona», y la puntualización no sobra, pues que también había circos con edificio, como los teatros, y en Madrid hemos conocido una casa que era el Circo Price. El circo de lona se supone trashumante y mucho más modesto que el circo inmueble. De ahí la poesía que tiene para Valle. Ya hemos dicho que el circo, las fieras enjauladas y el carnaval fueron los tres ápices de la cultura popular de la belle époque. Y, asimismo, que Valle presta atención a estos tres temas, como su biógrafo Gómez de la Serna, los pintores afines y todo el que quiere realizar el imaginario de la calle en aquellos años. Son tópicos a los que no escapa nadie. Todo ese costumbrismo, «modernismo de lo feo», he dicho, o de lo pobre, es frecuentado por Valle y luego trasmutado en su obra en prosa, donde no aparece tan explícito, sino soluble en el habla de las gentes y del propio autor. El modernismo de lo pobre, que está en todo el segundo Valle, dejando atrás el modernismo de las fastuosidades, me parece a mí que ha sido poco estudiado. ¿Y no tiene este modernismo mucho que ver con el costumbrismo y la zarzuela? Por supuesto. La diferencia, la categorización está en que los costumbristas y zarzueleros de oficio son frontales, patriotas, creen en lo que hacen, mientras que Valle como cualquier artista se distancia y afea lo feo, diría yo, se burla siempre (burgués al fin). Se burla o se avillana por un momento, todo lo cual le sirve para trascender. Kl artista pone distancia intelectual y estética (que no excluye lo fruitivo) entre él y el casticismo. El castizo hace cuerpo con lo castizo, no hay distancia ninguna que señalar. Por otra parte, como queda dicho, Valle hace acopio (ver Zamora Vicente) de materiales populares y callejeros que luego quedan en los traspatios de sus obras grandes. Valle, como diríamos hoy, «tiene mucha calle». Y esto es lo que enriquece, aproxima y calienta cualquier tema suyo, sin perjuicio del distanciamiento dandi o brechtiano, según, que aplica al tratamiento de la cosa. Valle es el escritor que tiene más calle de todo el 98/modernismo. No en vano fue un «bohemio genial», como le nombra Lázaro Carreter, mientras sus compañeros de generación tenían una cátedra, como Unamuno, Machado, o unas rentas, como Baroja. Luego vendría el 27, ya una generación de señoritos, «geniales» si se quiere, pero no bohemios. Como el creador todo lo aprovecha, aquel destino no deseable de Valle-Inclán como hombre de mucha calle es lo que luego le permite ponerle un apresto de verdad inmediata al cultismo de su estilo y con frecuencia de sus temas. Comparamos estos poemas «populares» con las Canciones del suburbio, de Baroja, y comprendemos cuándo el artista sabe trascender el motivo y cuándo no. Baroja no sabe. Todo ese poema, «El circo de lona», es descriptivo, festivo, gracioso, y sólo de vez en cuando da una nota modernista: «Y talle con alusiones de vihuela.» O vanguardista: «Tarde. Rojas sinfonías.» O maudit: «Mis quimeras de cannavina» (cannabis, cáñamo índico, etc.). O esperpénticas: «El oso asturiano siempre en aldeano.» O arcaizante: «Que esto fue en Castilla, tiempos que aún están.» El eterno juego con ser y estar, que ya hemos estudiado aquí. «El jaque de Medinica», variado de metros y figuras, nos recuerda aquel romance de la laguna negra que popularizó Machado. Hay en este largo poema como un muestrario de todos los estilos y maneras de Valle. Más que para contarnos una historia (muy bien contada) le sirve al poeta para ejercitar los diversos recursos de su verso y prosa, ajustando cada medida a la viñeta que hay que contar. Es una épica muy hecha donde se llega hasta el cartelón, tan caro a Valle. «Vista madrileña». Un magistral paisajismo con sorpresas de variado registro: Pasan los tranvías con algarabías. (Vanguardia) La tapia amarilla color de Castilla. (Expresionismo) Lejano y nocturno el viejo Saturno. (Modernismo) En el siguiente poema, «Resol de verbena», más color local. Y más sorpresas: «Olivos de azul cobarde» (expresionismo). «Y enseña la liga rosada» (modernismo). Hasta llegar al inevitable «Agua, azucarillos y aguardiente». Son poemas bellísimos, pero siempre poesía literaria. Valle estiliza primero en verso los temas populares que luego se harán solubles en su prosa y su teatro, como ya hemos dicho. Ahora bien, ¿por qué este Valle «costumbrista» no es Arniches ni Gabriel y Galán ni Casero ni Chamizo? ¿Por qué sigue siendo un gran escritor incluso cuando condesciende al color local? Uno sólo tiene una respuesta, que son varias y ya se han dado aquí. Porque Valle trasciende, se distancia, sonríe, no cree en lo que está haciendo, aunque lo disfruta y utiliza. Valle no cree que todos los madrileños sean graciosos, como lo cree Arniches (que no es de Madrid). Valle no cree que todos los pobres sean buenos y desgraciados, como lo cree Gabriel y Galán. Valle no cree que todos los castúos sean heroicos, como Chamizo. Valle no hará jamás el castúo con sus personajes. Valle supera lo castúo (vale para todo regionalismo) o ni siquiera necesita superarlo, porque nunca ha entrado en ello. Baroja creía o fingía creer que Valle hacía casticismo, pero Valle estiliza a los golfos como el Greco estiliza a los ángeles. Todo el toque del artista está en estilizar. Las cosas en crudo siempre son de algún sitio. La cosa estilizada sólo es del reino natural del artista. Los hallazgos inesperados que hemos señalado en estos poemas, del modernismo al vanguardismo, nos ponen sobre aviso: Valle está aplicando sus distintas lentes a una realidad mostrenca que necesita trasponer. Naturalmente, este proceso de estilización no se aplica sólo al bajo pueblo, para huir de lo castúo, sino también a las clases altas o a los mundos exóticos, para huir del realismo, que es mal mucho más grave y extendido. Valle aplica el mismo proceso estilizador a una marquesa que a una portera. El esperpento no es sino una estilización inversa. Valle utiliza los costumbrismos y a los costumbristas como utiliza a los simbolistas franceses e italianos. No para plagiarlos, como creía brutalmente don Julio Casares, sino para estilizar lo estilizado, para hacer decadentismo decadente, como ya hemos escrito aquí, o expresionismo expresionista. El proceso sintáctico de Valle es algo que no tiene fin. En sus últimos libros se torna vertiginoso. Hay una cierta locura por dar el mundo como texto. Genialidad. El modernismo pobre de La pipa de kif es tan admirable y trabajado como el modernismo de las vihuelas, sí. Cambia la materia, pero el artista es el mismo. El antimadrileñista fanático de Estrella es ahora un contemplativo irónico de Madrid, de la buhardilla (que él llamaría «guardillón») al Palacio de Oriente. Madrid ha hecho del tigre periférico un gato de tejado al sol. Así, Valle puede pasar fácilmente del «casticismo» de los poemas anteriores al cosmopolitismo de «La tienda del herbolario». A una tienda de herboristería la define como «embalsamado breviario». O esto: «Cannabis índica et babilónica.» O el signo Se sustituyendo una palabra. (Jada hierba, cada perfume, cada color o sabor llevan al poeta a un exotismo distinto, como en un mapamundi de los olores. Todo el libro tiene algo de Paul Morand, a quien leía Valle por entonces. El vanguardismo fue cosmopolita, viajero, exotista, desde Morand a Blaise Cendrars ojean Cocteau. Los surrealistas viajan a México buscando peyote y otros «surrealismos». También Valle les había precedido en esto, como a casi todos en casi todo. También el modernismo había sido cosmopolita, como que lo uno y lo otro vienen del simbolismo y de aquellos vagos Orientes que viajan por los versos de Baudelaire, quien nunca pasó de una breve estancia en la isla Mauricio, pero eso le bastó para perfumar de misterio asiatoide toda su obra. El poema final de este libro es «Rosa del sanatorio». En este poema hay «alarido interno» y «olor amarillo». Valle se ve a sí mismo como «cubista, futurista y estridente», proclamando otra vez su nueva condición, como si los versos no bastasen para acreditarla: los versos y las imágenes. Se trata del soneto que cierra el libro. Porque, pese a su «cubismo», Valle no renuncia a formas tan académicas como el soneto. La pipa de kif, en fin, es el mayor testimonio que tenemos del paso de Valle por las vanguardias, por Apollinaire y Picasso. Por eso nos hemos detenido en este bello y sorprendente libro. Más adelante o al mismo tiempo, Valle trabaja en otra vanguardia menos vistosa y proclamada, pero más duradera, enteriza y trascendente: el expresionismo de Goya y sus ecos europeos, alemanes (auspiciados en la guerra del 14, como ya se ha apuntado aquí), y la novela simultaneísta de los norteamericanos. Yo aventuro la tesis de que Valle pasa del primer vanguardismo, francés, que es el de La pipa de kif, al vanguardismo alemán, que es el expresionista. Así, el vanguardismo de sus novelas grandes, que Lázaro Carreter ha denominado finamente «impresionismo», con toda exactitud, es sobre todo francés, como la escuela de pintura (de aquí el acierto de Lázaro), mientras que el vanguardismo de su teatro, expresionismo puro, pudiera ser alemán pasado por Goya, y pasado, mayormente, por Valle, que ya es marca registrada. La lámpara maravillosa pudiera haber sido el breviario del dandismo europeo. Para ello le sobra orientalismo, quietismo, misticismo, prosa y misterio pueril. Como sabemos, dijo Juan Ramón Jiménez, nada sospechoso de animosidad contra Valle, que es ésta una lámpara «con más humo que luz». Lo que queda claro en este libro de «pensamientos», más que de pensamiento, es que la razón de Valle es siempre plástica (exterioridad) o sólo alcanza su ser en la plástica. «El centro justifica el círculo.» Buen ejemplo de un pensamiento estético. El universo a que se refiere Valle en sus divagaciones resulta al cabo muy local, muy familiar: es el paisaje de cualquier hombre. Pero este paisaje está trascendido mediante la prosa, la poesía y la idea. Y en cierto sentido nos recuerda la lírica de SaintJohn Perse, que, sin ningún propósito moral, hace la poesía de mundos y mares que nos recuerdan vagamente la historia universal, y eso son, pero una historia en la que el poeta no quiere hacer pie. Las verdades de La lámpara serían, pues, verdades a veces mostrencas, pero estilizadas por una deliberada vaguedad. En otros momentos alcanzamos verdades muy precisas y precisiones muy verdaderas. Así: «El verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical.» He aquí resuelta de pronto la disyuntiva de Valéry entre sonido y sentido. Valle opta decididamente por el sonido, por la música. Esta es la declaración de toda su estética. Ha trabajado siempre con el sentido «orquestal» de la palabra o del idioma, según dijo él mismo. El malentendido está en creer que eso es decorativismo, esteticismo. Es un malentendido crítico o de los críticos. Lo que quiere decir Valle, porque así lo siente, es que el sonido lleva mayor verdad a los otros, que la música hace volar las palabras, y esto tiene especial relevancia en el teatro, cuando la palabra es dicha en voz alta. Valle equipara el verbo de los poetas al de los santos, y no por un sentido místico, como pudiera hacer creer el contexto de su libro, sino porque el lenguaje de la fe es irracional y Valle cree o sabe que el nivel más profundo de comunicación es siempre el irracional. Quiere que su palabra teatral (y por extensión las demás) llegue antes a la sensibilidad del auditorio que a la inteligencia, tome el atajo musical del sentimiento o la emoción estética. Esta es la verdadera palabra simbolista, la que no transmite penosamente una cosa, sino la música, el sentido alado de la cosa, su significación, que sólo es tal cuando es cantada. Bien hablada. Nos parece que esto tiene poco que ver con el decorativismo que se le atribuye a Valle como modernista. «Solamente cuando nos perdemos por los musicales senderos de la selva panida podemos oír los pasos y evocar la sombra del desconocido que va con nosotros.» Es decir, somos desdoblamiento, duplicidad, y esto sólo se hace evidente en la soledad y sus selvas. Ese desconocido que va con nosotros (el verdadero Yo) sólo se hace presente a la luz de algún silencio, en el espacio de alguna soledad. Es casi el tema existencial (y baudeleriano) del desdoblamiento. Sartre lo estudia en Baudelaire. Asistimos a nuestra propia vida. Pero el sonido del mundo nos impide atender a estas cosas. El exceso de compañía nos priva de nosotros mismos. Siempre tenemos la sensación, entre la gente, de que hay otro yo que se aburre, que calla y piensa. No es un hermano desasistido. Es el revés de toda exterioridad. Valle, que vive y crea en exterioridad, como hemos dicho en este libro, sabe también, empero, del contacto con ese desconocido que realmente somos y que oye y calla. Nos observa. Hemos arrancado este libro con la idea de que Valle no quiere ser el que es. Valle se niega para luego crear un yo de artificio, que es el que impone y difunde. Pero, finalmente, el otro, el desconocido y siempre clausurado, vuelve o no se ha ido, está ahí, es la sombra testimonial que no tiene ningún sentido judicial, moral, en nuestra vida, por supuesto. Sólo es la otra mitad del desdoblamiento en que consistimos. Como el desconocido no quiere nada, no dice nada, y el yo exterior y cismundano se arroja a la vida para serlo todo, entre otras cosas porque no soporta esa otra presencia que le desmiente (nunca a efectos morales, cuidado, sino existenciales). Aquí puede que esté el origen del largo y fecundo invento valleinclanesco de un yo que no es él. El desdoblamiento sólo se suprime ignorándolo. Todos los hombres vivimos ese desdoblamiento, de manera más o menos consciente, pero héroe es el que decide asumirlo y suprimirlo. Llamamos hombre excepcional, sin saberlo, al que vence al desconocido y se nos ofrece como impar, cuando todos somos pares. Valle es un buen ejemplo de héroe. El que, por el contrario, elige quedarse en/con el desconocido es el monje o el santo, que diría Valle. Pero entonces el desconocido se vuela. Ya Valle ha dicho que sólo es una sombra evocada. La desmesura de nuestro escritor, glosada en este libro, no es, así, sino un esfuerzo sostenido (dandismo) por reunir, aferrar, domeñar y unificar la duplicidad. Pero en estos «ejercicios espirituales» de La lámpara el desconocido vuelve a caminar con nosotros. Es el inquilino de nuestra soledad y sólo a partir de este intimismo puede entenderse la heroica exterioridad de Valle. «El idioma de un pueblo es la lámpara de su karma.» Aquí volvemos a encontrarnos con Heidegger, con Unamuno, con tantos. Todo pueblo vive bajo la luz de su idioma. Esto es casi obvio. Pero, aplicado a Valle, significa que su artesanía de la palabra, su hacer hablar al pueblo con voz propia y coral, individualizada o general, es para él el mejor procedimiento, la mejor manera de hacernos presente a ese pueblo (galaico, mexicano, castellano, gitano, aristocrático o plebeyo). Valle parece que ha inventado el diálogo artístico, como pudiéramos llamarlo, y esto lo han tomado muchos críticos por lujo inútil. Muy al contrario, Valle es el único escritor español, con Quevedo y los barrocos, que ha sabido hacer hablar a la gente, a toda una raza, no mediante la reproducción mecánica del coloquialismo (realismo galdobarojiano), sino mediante una estilización y síntesis que elevan cualquier localismo a un nivel de significación mayor. En otros autores hay gente, personajes, esbozos, tumulto. En Valle hay pueblo con perfil y voz porque sólo él ha sabido hacer hablar a las multitudes. Donde otros hacen costumbrismo verbal, Valle hace un todo estilizado, real/irreal, eficacísimo, para que las masas, que acaban de entrar en la historia con el nuevo siglo, digan su verdad y su mentira con la claridad prosódica con que habla el mar cuando sólo le escucha la luna. Valle acabaría en la novela coral, de masas, Valle ha tomado conciencia de las masas (la que nunca tomó Ortega) a través del idioma, de los plurales dialectos que hacen un idioma. El verbo, su pasión, le llevó a la vanguardia de la historia. En Los cruzados de la Causa asistimos a este planto: «— ¡Era el mejor de los mozos! »—¡Era la marinos! »—¡Cómo castellano!» flor de los cortaba Y en La rosa de papel, otro planto: «— ¡Mujer de su casa! »—¡Mujer de su casa!» En la roca de lo popular, Valle ha cincelado lo artístico. Gracias a él, el pueblo galaico, metáfora de todos los pueblos feudalizados, ya tiene voz. Nunca la había tenido. Y porque tiene voz es pueblo, es clase, ya no es masa. Valle augura la futura ética/estética. «Tres lámparas alumbran el camino: temperamento, sentimiento, conocimiento.» Es decir, irracionalismo. El conocimiento, en esa tríada, parece venir como consecuencia del temperamento y del sentimiento. Los personajes de Valle son temperamentos: Montenegro, Niña Chole. Bradomín es sentimiento y conocimiento. El propio Valle es «todo un temperamento». Algo de nietzscheano hay en este predominio dogmático del temperamento, algo de wagneriano en el sentimiento. De acuerdo con el existencialismo, la existencia precede a la esencia: el conocimiento es consecuencia del existir. Valle está no sólo en las nuevas estéticas, sino también en la nueva filosofía. Es la razón vital de Ortega. El idealismo ha muerto, bien combatido entre nosotros por el filósofo madrileño. Pero ¿es el simbolismo un idealismo? ¿Es Platón el primer simbolista? Toda cosa es idea y las ideas también son cosas. Pero el simbolismo no busca la idea en la cosa, sino que utiliza la cosa para comunicar con otras cosas menos inmediatas o visibles. «La belleza es la posibilidad que tienen todas las cosas para crear y ser amadas.» No la belleza como cerrada e inaccesible, sino la belleza como apertura a lo abierto. Esto sí que lo dijo Platón: «El amor es afán de engendrar en la belleza.» La definición no ha sido superada. Luego belleza es comunicación y no culminación, como en el idealismo. Valle no es idealista, como Juan Ramón Jiménez, porque su capacidad de belleza, creada o recibida, dice siempre belleza narrativa, comunicativa, no estática. Sólo esta consideración bastaría para salvarle del «pecado» de estilismo. «La suprema belleza de las palabras sólo se revela, perdido el significado con que nacen, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su ideología.» Aquí Valle vuelve a optar por el sonido frente al sentido. La palabra es goce musical. La voz humana vuelve a infundirle toda su ideología. Valle habla de «la virtud del tono». Nosotros diríamos guturalidad. Como varias veces hemos apuntado en este libro, Valle viene a coincidir con Heidegger sin saberlo, lo que prueba su radical y nativa modernidad. Lo más profundo que puede transmitirnos la palabra es la guturalidad de la especie, y esto se aprecia todavía en el flamenco y el jazz negro. Escritor es el que trabaja con la guturalidad humana, evitando que los significados, tan variables, le alejen de esa guturalidad, que en principio es lo único esencial e importante que tenemos que transmitirnos unos a otros. Esta vigencia de la guturalidad la conocen bien quienes conviven con animales de labor o domesticidad. Pues claro que hay un diálogo entre mi gata y yo. Yo entiendo su maullido y ella sabe cuándo estamos hablando entre nosotros y cuándo me dirijo a otros hombres. El rebaño conoce y atiende la voz del pastor. Y la pantera la del domador. Y el caballo la del jinete. El diálogo con un animal (lo afirmo desde la experiencia) no es menos efectivo ni complejo que el diálogo con otro hombre (y sí mucho más claro y puro). Lo primero que nos fascina de la mujer es la guturalidad femenina, la guturalidad del otro sexo. El escritor sordo para la guturalidad humana no es escritor. Los diálogos de sus libros quedarán siempre planos, conceptuosos, faltos de convicción. Hay que escribir con lo profundo de la voz, como hablan en escena los buenos actores. Ellos hablan de «impostar» la voz. No hacen sino sacrificar el sentido al sonido, precisamente para que el sentido nos llegue por vía subterránea y más eficaz y secreta. Para crear una escritura propia, literaria y valiosa hay que esculpir las palabras en ese gran bloque de sonido que es la guturalidad (y mucho más o en otro sentido la palabra hablada, teatral). Esto es lo que hizo Valle y por eso es el mayor fablista de las Españas, como más o menos le definiera Juan Ramón, su amigo. El escritor de raza es un primitivo que trabaja la materia prima, como los antiguos escribían en tabletas de cera o bloques de barro o tierra. Las últimas teorías del lenguaje van más o menos por ahí. Valle, que estaba partiendo de los orígenes, queda como un estilista de salón. Así es la sensibilidad literaria de los españoles cultos. Cultos, pero que no han leído La lámpara maravillosa. El quietismo. En todo el simbolismo fin de siglo hubo una contaminación de orientalismos, magias, droga, gnosticismo, misticismos inversos, etc. Valle también participa de eso. Es la herencia de Baudelaire, De Quincey, los románticos y los malditos. Para nosotros no supone sino la chamarilería en resaca que deja todo gran movimiento artístico. El revés del modernismo es cursi y el revés del simbolismo es el chiscón de una echadora de cartas. Algo tiene que ver el quietismo con la impasibilidad del dandi, pero un mínimo rigor nos lleva a deslindar las disciplinas secretas de Occidente de las maleables y fungibles disciplinas orientales, asiatoides. Que nuestro libro, al menos, no se contamine de eso. «En las creaciones del arte, las imágenes del mundo son adecuaciones al recuerdo donde se nos representan fuera del tiempo, en una visión inmutable.» Valle entiende la novela, ante todo, como la consagración del tiempo, de un espacio de tiempo (el tiempo de la novela, el tiempo evocado, recreado o inventado). También lo dijo Valle más sencillamente: «Las cosas no son como son, sino como las recordamos.» Esta nueva escuela del tiempo viene de Bergson y Proust. Valle trabaja mucho con el tiempo, recrea tiempos muertos, actualiza tiempos «vivos», hace arqueología del pasado y de la memoria. De lo que trata siempre es de evitar el tiempo presente (salvo Luces y alguna pieza adyacente). Puesto que la novela es consagración del tiempo, de un tiempo, entre el autor y el lector, no tendría sentido que ese tiempo fuera el presente, que es el tiempo que no existe. Valle quiere ver el mundo «fuera del tiempo» y que la visión sea «inmutable». Esto no es sino una definición de la novela. Todo libro narrativo es un cofre de tiempo, tiempo que se pone en movimiento en cuanto empezamos o volvemos a leer. El misterio de la novela es que esconde una espiral de tiempo como el fakir esconde una serpiente que de pronto se levanta y ondula. El novelista sólo puede trabajar con el pasado. El pasado es un bloque de tiempo donde cincelar una historia. Y, a la inversa, la historia que se cuenta es pasado en acción, pasado actuante. El presente sólo es prisa. Y, finalmente: «Para que el recuerdo sea quietud y visión interior, olvidemos los caminos por donde nos llega.» Valle, sin saberlo, está anticipándose a la «memoria involuntaria» de Marcel Proust. Prosa corta Eliane Lavaud-Fage fija en 1915 el final de la producción de cuentos de Valle-Inclán, que ella llama «novelas cortas». Valle no escribió muchos cuentos en su vida, y todos pertenecen a una etapa temprana, según la fecha que acabamos de dar. Los cuentos de Valle parecen más, a simple vista, porque el autor los barajó mucho, como hace todo autor de cuentos, y de poemas, formando un volumen nuevo mediante la reestructuración de lo viejo, más algún inédito añadido. Esto ponía muy tarasca a Montesinos, que lo consideraba como impotencia creadora, cuando es uso común y, sobre todo, cuando responde a la mera economía del escritor que necesita «sacar otro libro» o presentar de otra forma los que tiene, o revender el material (pobreza española) en editoriales y periódicos. Pese a todo este barajeo, los tomos de cuentos de Valle quedan muy estructurados definitivamente, según su gusto (su buen gusto), y podríamos agruparlos en dos grandes familias: modernismo modernista y modernismo naturalista. El modernismo modernista, que ahora se me ocurre llamar así, ya se ve bien lo que es: una literatura de la literatura, unas historias más bien obtenidas de otros libros, con sus ambienta— dones, y de otros autores. Gran parte del modernismo se hizo así y nuestros jóvenes posmodernos o neonovísimos también lo hacen. La literatura de la literatura, los libros hechos con olios libros, no son cosa nueva ni indigna. Los antiguos se [jasaron la antigüedad glosándose unos a oíros. En nuestros días, el hoy universalizado Borges no hizo otra cosa que libros de libros, mucho más que libros de la vida. Se puede ser genial en cualquier género y por cualquier camino. El Valle joven, que se estaba formando como escritor, escribe de lo que lee y lee lo más afín a lo que lleva escrito. Pero no por eso sus historias cortas carecen de interés, sino todo lo contrario. La capacidad fabuladora de Valle, su conocimiento del alma femenina, la audacia de su prosa, aun dentro de una escuela, hacen que cada cuento sea una cosa viva, latiente, nueva. Pero, por entonces, Valle no es sino su «gran herencia» (Goethe), como ya hemos citado aquí. Y esa herencia es lo que le perjudica ante la crítica de la época, de modo que Clarín, siempre en la vanguardia de la retaguardia, se indigna con el «cinismo repugnante» de Epitalamio. Aquellos adustos reyes godos de la literatura, que venían de Núñez de Arce y se nutrían de Menéndez Pelayo, no repugnan el modernismo sólo por su estética, sino que siempre lo consideraron una escuela amoral o inmoral, peligrosa, extranjera. Porque los cuentos de Valle son relatos abiertos en dos sentidos: carecen de moraleja final y de sorpresa argumental que cierre la historia. Todavía Oscar Wilde, uno de los maestros del esteticismo y el decadentismo fin de siglo, hace que Dorian Gray acabe fulminado ante el retrato repulsivo que ha acumulado todo el horror de su alma. Pero simbolistas y modernistas evitan la bastardilla de la moraleja, en el verso y la prosa, por una dignidad intelectual que les impide predicar a la burguesía lo que ésta quiere escuchar. Incluso al realista Galdós (en el realismo hay una izquierda dura: Pereda sería la derecha) se le hace imperdonable el desenlace teatral de Realidad, donde la pecadora es perdonada. Varias razones creemos nosotros que explican esta unánime y repentina amoralización de la literatura: —Falta de fe en la moral burguesa. —Falta de fe en general. —Clara distinción entre literatura y pedagogía. —Apertura de la obra a nuevos valores porveniristas. Valle pudo tener sueños hidalgos, pero nunca burgueses. Valle tuvo muchas fes, lo que quiere decir que no tuvo ninguna, hasta llegar a la «fe social» del revolucionario. Valle, como modernista, sólo predica belleza. Como carlista, predica un carlismo estético (en su primera época). Valle jamás es pedagógico, como el resto del 98. Por eso pudo decir el gran Jorge Guillén: «Me encanta Valle-Inclán porque no le duele España.» España le dolía a Unamuno, pero también a José Antonio Primo de Rivera. Cuidado con los dolores demasiado «patrióticos». Valle está abierto, desde todas las escuelas que frecuentó, al porvenirismo revolucionario y estético, hasta el cinematógrafo, que tanto influye en su teatro, y sobre todo en sus últimas novelas. En El ruedo funciona ya esa cámara que Dos Passos usa en Manhattan Transfer. El relato abierto, frente a los relatos remachados y abrochados del propio Clarín, es una novedad de gran anticipación, que sólo empezaría a practicar Cela en España después de la guerra. Valle deja el relato abierto moralmente porque no quiere pronunciarse (que se pronuncie el lector) y porque sabe que la vida tampoco tiene un final definitivo y feliz para cada ocasión, sino que lo específicamente humano es vivir a la intemperie, experimentar nuestra existencia como apertura al azar y a la muerte. Eso es toda la modernidad y Valle lo entendió antes que nadie en España. Así es como muere Max Estrella. Unamuno quería cerrar su vida mediante un pacto con Dios. Sólo los animales viven realmente una vida cerrada, pues que ignoran la muerte y mueren dentro de la vida. Modernismo modernista, modernismo naturalista, hemos consignado más arriba. ¿Qué podemos entender por modernismo naturalista? Vamos a referirlo a los cuentos de Valle para que quede claro y documentado. Los cuentos modernistas de sus primeros libros son como más artificiales, más artísticos, se integran en la gran masa de prosa modernista que invadía España, sus revistas e incluso periódicos, sus libros. El cuento modernista aspira a ser una joya, una «inmensa miniatura», que hubiera dicho Cocteau a otros efectos. El modernismo modernista es voluntariamente artificioso y los cuentos que produce son suntuosos, cínicos, divertidos, confortables y falsos. Sólo la buena caligrafía de algunos autores, Valle entre ellos, los salva como diálogo o ambientación. Otra cosa no se pretende. Como hemos dicho al principio de este libro, el autor estaba «haciendo dedos». Pero hay un modernismo naturalista que es aquel donde naturalismo y modernismo se encuentran y reconcilian todas sus diferencias, si el autor de ese encuentro sabe llevarlo con fortuna. En Valle es el caso de los cuentos no cortesanos, sino galaicos, donde la tierra y el habla, el tempero y el pueblo nos traen una realidad y una salud literaria que serían algo así como un naturalismo estilizado, tocado apenas por el simbolismo. Pues claro que Valle sigue siendo simbolista en estos relatos. Lo que hace es superar el viejo paisajismo mediante la continua metaforización del mundo. Sustituir el viejo psicologismo mediante una dialéctica de los sentimientos más ironizada, más distanciada o bien más exagerada (futuro esperpentismo). El simbolismo es una dialéctica de metáforas, más que de ideas. Otra característica del modernismo modernista es la fuerte literaturización de los personajes y del autor. Se trata ya de un manierismo, en el que por supuesto incurre Valle. Susan Sontag, en Contra la interpretación, define como kitsch el procedimiento de metaforizar un personaje o cosa mediante una alusión cultural o literaria. Para Valle, todas las bellas maduras son madonnas de algún pintor renacentista, y todos los ríos tienen algo que ver con la mitología griega (tomo el ejemplo de uno de sus cuentos). De modo que nuestro escritor queda en esto completamente kitsch por lo que se refiere a su primerísima época, cosa natural, por otra parte. El procedimiento nos parece no solamente kitsch, que nadie sabe lo que es, sino más bien cómodo, ya que la cultura nos da las metáforas hechas. El autor hace así alarde de sus conocimientos, pero como creador queda inédito. Todo esto, por lo que se refiere a los personajes, viene a agravarse. Casi todos están leyendo a Barbey o al Aretino, redundancia literaria que perjudica al texto. Todos tienen los mismos gustos literarios que el autor, lo cual ayuda a no salir de un mundo cerrado, y eso es bueno, pero quita realidad a tan ilustres lectores, pues detrás de cada uno vemos a Valle dándoles a leer lo que a él le conviene. Es comparable a cuando los personajes hablan como el autor, cosa que en Valle no se da sino muy inicialmente, gracias a Dios. La literaturización de la literatura, el trabajar con personajes muy cultos (tan cultos como el autor, no podía ser de otra forma) es algo que sólo Borges ha llevado adelante sin peligro, con convicción, sólo que pagando el precio de que todo lo suyo lo leamos como malabar literario de un genio, sin implicaciones emocionales: son las que rechaza el público de hoy, la cultura de la asepsia, y de ahí la moda/Borges. Todos estos inconvenientes se vuelven anodinos cuando pensamos en el modernismo que he llamado naturalista, hecho sólo con el latido del paisaje y la agudeza de los diálogos. Cuando el sentimentalismo asoma, Valle lo anula con su sarcasmo sutil o brutal, según. Valle, de cualquier modo, es el escritor más literaturizado de nuestra cultura, con Góngora y su padre Quevedo (al que nunca cita). La gracia natural de Valle consigue que esta fuerte literaturización no sature, y, por otra parte, el impulso libresco queda compensado por la fuerza de las pasiones y los hechos, que, como ya se ha señalado en este libro, llegan fácilmente hasta la crueldad. Valle amaba la crueldad de Shakespeare, porque le parecía «gratuita». Hoy sabemos que la crueldad está en la especie humana como la lubricidad, de modo que no hace falta justificarla: es endógena. Lo que hace falta es que la crueldad, en el arte, sea artística. Lo es en Shakespeare como en Valle. Pero no sólo utiliza Valle su condición libresca para publicitar autores extranjeros, sino que la aprovecha para invectivar a los nacionales (Echegaray) directa o indirectamente. A los críticos de la época les escandalizan y producen rechazo tres cosas, en los jóvenes cuentos de Valle: Modernismo/exotismo Culturalismo Amoralismo. El crítico, demasiado humano, se escandaliza contra lo que no entiende. Todavía no tenían hecho el oído gremial a la música rubeniana. Lo que menos soporta el crítico es que el creador sea tan culto como él o más, o culto de otras culturas más nuevas e interesantes. El amoralismo suele centrarse en el adulterio femenino, y aquí son tan culpables los autores como los críticos y el público, ya que el adulterio masculino queda venial y poco interesante. El adulterio masculino con una chalequera no es tema. El adulterio masculino sólo se vuelve interesante cuando anda por medio una marquesa. Es decir, otra vez el adulterio femenino. Porque la mujer libre o administradora libérrima de sus pasiones es cosa que escandaliza y deleita a nuestra sociedad mora. En este otro fin de siglo todo eso parece superado, afortunadamente, pero, antañazo, a la mujer se la concebía pecadora por naturaleza al mismo tiempo que se le agravaba cualquier pecado. El pecado era ella, pero se le prohibía pecar. Todo este lío moral y religioso es lo que viene a subvertir el joven Valle con sus cuentos. Pero hay críticos como Montesinos que sólo han visto en él al joven petulante, esteticista, afrancesado, sin nada que decir. Incluso se le ha llamado misógino, cuando sólo ha escrito de política, de guerra y de la redención de la mujer: Divinas palabras. Galdós, progresista a su manera, perdona a la adúltera de Realidad (lo que le cuesta muchos disgustos) como Cristo perdona a la adúltera de Divinas palabras a través de un sacristán. El Cristo que nosotros entendemos siempre ha hecho más y mejor uso de los sacristanes que de los curas. De modo que no hay sólo una manía de época contra el joven Valle, sino que el consagrado Galdós también es condenado por la sociedad cuando decide optar por la redención de la mujer (y condenado sobre todo por las mujeres, que están acallando así su mala conciencia o son reos directamente de una sociedad todavía calderoniana). Los cuentos de Valle tenían mucho menos público que el teatro de Galdós, de modo que ni siquiera se lucraba el galaico de esa publicidad inversa del escándalo, que suele ser la más eficaz, y la que él buscaba. En una novela de Valle hay un extranjero que le dice a un militar: «Ustedes los españoles parecen todos personajes de Calderón.» No es que lo parezcamos, sino que lo somos. O lo éramos. El género galante, tan consumido como denigrado en los años en que Valle emprende la conquista de Madrid, supone nada menos que el enfrentamiento a Calderón. Desde los libertinos del XVIII los malditos del XIX, la literatura viene haciendo la revolución de la mujer, que es la que no hizo la Revolución francesa. Sólo autores muy estúpidos, dentro de ese género, se quedan en la picardía de quiosco. Lo que vive en todos (herencia de Sade) es la revolución sexual, que luego proseguiría Freud, hasta entrar en un período involutivo y cerrar todas las ventanas que había abierto. ¿Es Valle uno de aquellos libertinos? Con las limitaciones fisiológicas que imponía nuestro país, Valle juega a libertino (el libertinaje es el folklore del dandi), pues que los libertinos fueron los continuadores de la Revolución por otros caminos. Sólo lectores superficiales, urgentes o maliciosos han podido ver en aquellos/estos cuentos mero esteticismo decadente. Son lo más avanzado socialmente que podía darse en la España de entonces. Por eso fracasaron. Don Estrafalario. Los alter ego de Valle son más de uno. El más obvio es Bradomín. Pero más que Bradomín lo es su tío Montenegro, como en su momento veremos. Y Max Estrella y don Estrafalario, que es quien introduce el esperpento en Los cuentos de don Friolera. Don Estrafalario dialoga con su amigo don Manolito, quien ya le habla de «la emoción de Goya y el Greco». Efectivamente, mucho se ha insistido en la herencia goyesca de Valle, y él mismo la admite, pero ya se ha dicho en este libro que en su concepción del «teatro total» Valle introduce contraluces y estilizaciones del Greco. El esperpento no siempre es a lo ancho, sino a veces a lo alto, como en Divinas palabras (claro que entonces ya no es esperpento). Dice don Estrafalario que «al diablo le hacemos gracia los pecadores». Apunta en esta conversación toda una teología paradójica, como no podía ser menos en Valle, que señala la intelectualidad y el humor del diablo frente a la obra de Dios. Esta satanización intelectual del mundo tiene su genealogía en el dandismo. La Obra, vista por alguien ajeno o que se ha ganado la ajenidad, el diablo, no deja de resultar regocijante y obsoleta, lo que trae como consecuencia el rechazo de la naturaleza y el culto de la artificialidad, tan baudeleriano, por parte de Valle. Valle tiene muchos alter ego, pero, como los de Pessoa, todos dicen lo mismo. Y los de Machado. Valle, como vemos, es coherente e insistente en sus ideas, en su actitud ante la vida, con una coherencia que sólo pasa inadvertida para quienes se dejan engañar por la polifonía de su estilo, de sus estilos, de sus estéticas. Salta don Estrafalario a otra cosa: «Los sentimentales que en los toros se duelen de la agonía de los caballos son incapaces para la emoción estética de la lidia. Su sensibilidad se revela pareja a la sensibilidad equina.» Ya hemos hablado de la crueldad de Valle, que es también la de don Estrafalario. La fiesta de los toros, de la que misteriosamente habla poco o nada, salvo las palabras e imágenes que toma de ella (sólo sabemos que se hizo alguna foto con Belmonte), es la representación perfecta de la estética de la crueldad, la crueldad estilizada como arte, y Valle hubiera podido ejemplificar con esto su «teatro de la crueldad», muy superior al de Artaud, como ya hemos dicho. Sin embargo, Valle nunca nos lleva a los toros. Y yo creo que él fue poco o nada. Por otra parte, los toros casan mal con su lucha modernista contra el casticismo. Si Mallarmé dijo que «el teatro es una misa», los toros son mucho más misa que el teatro. Los toros sí que son teatro de la crueldad. Los toros son puro simbolismo, metáfora de metáforas, y sólo lo que tienen de España castiza ha alejado de este espectáculo a los simbolistas, con las excepciones gloriosas de Lorca y Alberti. Más adelante, don Estrafalario pide para nuestro teatro «el temblor de las fiestas de toros». Valle le dio a su teatro ese temblor, esa crueldad y ese simbolismo. Quizá por eso no necesita utilizar la lidia directamente. En el párrafo que venimos glosando, don Estrafalario dice a propósito de algo, «por caso de cerebración inconsciente», con lo que ya no sabemos si el verso es de Rubén o suyo. Habría que consultar cronologías, pero el propio Valle detesta el orden cronológico (incluso para la historia) en La lámpara, y llena El ruedo de anacronismos deliberados, poéticos o de construcción, porque lo que le importa no son las fechas oficiales, como a Galdós, sino el «texto único», exigencia muy de hoy que luego glosaremos. Don Estrafalario: «Reservamos nuestras burlas para aquello que nos es semejante.» Aquí está el profundo sentido del humor de Valle. Sólo lo semejante nos afecta para bien o para mal. El afecto o el odio a los animales o las cosas no es sino una «humanización» del mundo. Valle es antropocéntrico y se regocija con el hombre, como el diablo. Todo esto queda también muy dandi. Y a partir de aquí se entiende, a la contra, su prodigiosa «humanización» del paisaje galaico, que hemos llamado simbolización. Las verdaderas emociones de Valle son estéticas, hasta que le llegue la hora magna de las emociones revolucionarias y cruentas. «Todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos» (don Estrafalario). La muerte, para Valle, ha sido siempre un elemento estético, la clave de la crueldad, y ahora reconoce que todo arte tiene su origen en la idea de la muerte. Pero Valle no es un agonista, como Unamuno, sino un dandi terminal o liminar que utiliza mucho la belleza negra de la muerte. Hasta que descubra el «degüellen» o la muerte como arma revolucionaria. Su propia muerte no parece importarle mucho, quizá porque la lleva siempre consigo en su enfermedad sangrante. (El dictador Primo de Rivera había llamado a Valle, en sus notas de prensa, «extravagante, estrafalario» o cosas parecidas, y de ahí sin duda viene el nombre que el autor le da a su alter ego en Los cuernos.) Don Estrafalario: «Mi estética es una superación del dolor y de la risa.» Ya hemos comentado el entendimiento malevo que Montesinos hace de esta frase, trasladando tal superación del autor al espectador, con lo que anula el poder sugestivo del teatro de Valle. Respecto a las «burlas de cornudos» —Don Friolera—, don Estrafalario las atribuye literariamente a la periferia peninsular, incluido Portugal, contra «el honor teatral y africano de Castilla». (Habría mucho que hablar del anticastellanismo de Valle.) Pero aquí va contra los clásicos. Detesta «el retórico teatro español». En otro lugar dirá Valle que nuestros clásicos no hacen más que «latinizar», y él se inventa sus propios clásicos para su uso. Niega asimismo las formas populares de la literatura española, pero esto es ya más cuestionable, pues que en su utilización constante de popularismos literarios y esquineros hay un vaivén de amor/burla que nunca se aclara. Valle, como es sabido, se nutre mucho de lo popular, y hasta de lo canalla y lo infame, pero estilizando siempre, como hemos estudiado, y niego aquí la teoría de Greenfield sobre el «realismo prosaico» de Valle. Valle jamás es prosaico, sino lírico, y jamás es realista, sino simbolista. Agradezco a Greenfield sus citas, pero en esto se equivoca. Y he aquí el gran párrafo de don Estrafalario: «Una forma popular judaica, como el honor calderoniano. La crueldad y el dogmatismo del drama español solamente se encuentran en la Biblia.» Luego halaga a Shakespeare, «porque es violento, pero no dogmático». Dice que la nuestra es «una furia escolástica». (Y el párrafo ya citado sobre los toros y el teatro.) «Si hubiese sabido transportar la violencia estética, sería un teatro heroico como la Iliada. A falta de eso, tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática» (ya hemos dicho que siempre cometió faltas). Violencia estética, estética de la violencia. Todo viene a ser lo mismo. Don Estrafalario es un Valle más elocuente que Valle, y que Max Estrella. Pero la violencia estética es sencillamente crueldad y esta palabra no llega a atribuírsela nunca Valle, o casi nunca. Como que es la clave de su arte, desde el refinamiento sadiano de las Sonatas hasta la furia expresionista de las Comedias bárbaras, Luces y El ruedo. Y las verdaderas claves siempre se callan. 19. El sadismo de Bradomín Al marqués de Bradomín siempre se le han adjudicado los mismos modelos y maestros: Barbey, D’Annunzio, Huysmans, Baudelaire, etc. Pero nadie parece haber ido nunca más allá preguntándose: ¿y quiénes fueron, a su vez, los modelos y maestros de estos escritores europeos? Parece claro que en su «parte maldita», satanizante, libertina, el gran modelo y maestro fue el marqués de Sade, porque resulta que Bradomín tiene en su genealogía a ese otro marqués, al que nunca cita. El sadismo (un sadismo atenuado, refinado, que casi nunca va demasiado lejos) es el tema único de las Sonatas. Tema y clave de estos famosos libros, no encontramos ningún autor que cite a Sade como precedente primero y último, excepcional para entender la serie. Leda Schiavo nos dice que las Sonatas son una obra escrita con ironía y burla de los tópicos que acabamos de citar más arriba, tan vigentes en el fin de siglo. Parece que separa a Bradomín/Valle de los temas tratados, «ironizados», pero luego ella misma se desmiente al afirmar que, en Valle- Inclán, vida y obra son una misma cosa. ¿Hay o no hay distanciamiento, entonces? Bradomín practica un sadismo muy refinado al llevar al agotamiento sexual y vital a mujeres moribundas, al pasear sus cuerpos muertos por los largos pasillos del palacio correspondiente. Bradomín practica incluso el sadismo moral al encender el amor de una adolescente que se siente en pecado por su culpa. Bradomín, como Cloderlos de Lacios, entiende que la víctima vale la pena siempre que peque contra sí misma y contra Dios. No interesa deslanatizarla religiosamente, sino que el placer está en que ella se entregue contra todos sus principios. En asistir al espectáculo de la virtud vencida por el deseo directo y sexual de la carne, aunque se encubra con la palabra amor, que nada arregla. Bradomín es irónico por naturaleza, Bradomín es cínico, pero no podemos decir, con Leda Schiavo, que Valle/Bradomín se estén burlando de todo aquello. Valle es joven cuando escribe las Sonatas y en buena medida participa (a través de Bradomín, que es viejo) en las sensaciones y emociones que demoradamente nos narra. La lentitud del pecado, por cierto, es otra característica sádica inconfundible. Bradomín nunca es urgente con sus víctimas, cuanto más agonizantes mejor. Cualquier página de las Sonatas nos advierte de que allí hay algo más que literatura de la literatura, o sea, crítica literaria. Como crítica literaria no habrían alcanzado un renombre y una gloria tan tempranos y largos. Y hablamos aquí, naturalmente, de sadismo literario, pues que para nada nos interesa ahora el sadismo clínico, aunque la resistencia física de Valle al dolor, tan demostrada, tiene un algo de sadomasoquismo que podría confirmar, desde el otro lado, desde el masoquismo, una cierta sensibilidad del escritor para entender el sadismo. Sadomasoquistas son las víctimas de Valle que disfrutan con incentivos sexuales que las llevan más allá de su mal y su dolor físico. Pero todo esto está muy claro. Lo que no parece tan claro es si Bradomín está recogiendo una herencia que le pertenece o haciendo la farsa de una literatura en la que ya no cree. Esta última tesis desmontaría el éxito de las obras y el sadismo literario del autor, que hasta ahora hemos llamado crueldad. Si Valle es cruel en las Comedias bárbaras, en Divinas palabras, en Luces, en casi toda su obra, ¿por qué no vamos a creer en la crueldad sádica y refinada de las Sonatas? Alega Schiavo que Valle reescribió mutilo estos libros, y confunde esto (re— elaboración, tan propia del autor) con una especie de pastiche irónico de las escuelas literarias que nos ocupan. Pero don Julio Casares sabía bien, cuando denunció los «plagios» de Valle, que éste no se estaba burlando de sus víctimas. En las Sonatas hay escenas (pocas) que son de otros autores. No se plagia para burlarse, sino para enriquecerse y aprender. Bradomín es el sadismo como Montenegro será luego la crueldad shakespeariana (luego y siempre). Sentado esto, el sadismo literario (con el correspondiente masoquismo de las amantes) es la clave única de estos conflictos tan sutilmente contados por el autor. Si hasta ahora no se ha llegado a escribir tal cosa es porque los intelectuales provincianos que se escandalizaban con Valle (Clarín) no conocían a Sade. Schiavo incluye en su lote de ironizados a Wagner. Efectivamente, a Valle no le gusta la música de Wagner, pero aspira al teatro total, como el músico, y en él tiene su callado modelo de una ópera (sin música). Es otra muestra de que Valle se tomó el fin de siglo con mucha más seriedad de la que pretende Leda Schiavo. Sí es cierto en cambio, como hemos avanzado en este libro, que Valle se está haciendo una personalidad artificial, dandi, y utiliza como percha a Bradomín, pero esta artificiosidad no supone ironización del modelo elegido, sino todo lo contrario. Cuando Valle, o cualquiera, decide «hacerse una cabeza» (decisión muy de la época), no lo decide en broma, no se hace una cabeza de cartón. El modernismo fue una provocación, Valle y Rubén fueron una provocación, y Bradomín y hasta Dorio de Gadex. Pero tal provocación y de tal envergadura, es todo menos una gamberrada. Los modernistas no utilizaban sólo sus modelos para provocar, sino para ocupar ellos en España el lugar de esos modelos. Afirma Valle en Sonata de invierno que «la leyenda es más importante que la historia». Pero procura ser fiel a la historia, cuando escribe, para luego reescribirla como leyenda, y éste es el secreto legendario, ambiguo, poético, de sus Sonatas, que parecen leyenda, pero son historia de la literatura bien aprendida. «Toda la obra de Valle-Inclán es unitaria y obsesivamente recurrente», nos dice la tan citada especialista. Esto viene a rubricar nuestra idea de que Valle avanza hacia el «texto único», gran exigencia crítica de ahora mismo. Las sonatas son un primer ejemplo de texto único, que luego se haría definitivo en El ruedo. Eso que se llama tener un mundo propio no es sino el arte magistral de la recurrencia bien administrada. Nadie menos disperso que Valle, pese a su aura bohemia y la «fragmentariedad» de sus escritos (aparte de que el dandi rinde culto al arte del fragmento). Valle vende fragmentos a los periódicos, pero la obra total la tiene en casa. Su economía de escritor se ha confundido con una dispersión literaria que jamás fue cierta. Las Sonatas son un falso ejemplo de «dispersión» y Pere Gimferrer, ya citado, ha sabido ver el peligro de que la preocupación por la pequeña pieza interrumpa la acción, pero Valle tiene contra eso un sabio recurso de montaje cinematográfico donde la ubicuidad sustituye a la linealidad, cosa que, por otra parte, supone una manera de narrar mucho más moderna: actual. En Sonata de invierno se vuelve sobre los tópicos regeneracionistas del 98 con toda la ironía y distancia de que es capaz Valle. Ni Montesinos tiene razón (Valle carente de contenidos) ni tampoco Pedro Salinas con su amena teoría de Valle como «hijo pródigo del 98». Esto hay que decirlo y repetirlo en este libro y donde haga falta. Valle no es 98 porque no le gusta Castilla y porque nunca predicó un regeneracionismo literario, intelectual, inane. Valle no es hijo pródigo porque no vuelve a un seno donde nunca estuvo. Andarín de su propia órbita, Valle pierde la inocencia histórica cuando descubre que el carlismo no es sino el estandarte engañoso de los señores feudales que luchan por mantener sus lucros, riquezas y derechos, incluido el de pernada. Para ello crean una leyenda de rey rústico y santo frente al liberalismo de Madrid (que puede ajustarles las cuentas) y la licencia de Isabel II, que lo patrocina. El pueblo se convierte en pechero de sus verdugos creyendo que todos marchan unidos en la causa común de una monarquía montaraz y benigna, un poco el buen salvaje, e invocando religiosamente a un Carlos VII de quien Valle descubre que hablaba con acento extranjero. En otro momento de este libro hemos dicho que el carlismo de Valle es un antimadrileñismo. Ahora se ve toda la profundidad de esta afirmación. Perdida la inocencia política, el escritor va entrando literariamente en el credo de Azaña, de Lenin, de Marx, hasta terminar en el anarquismo de Luces y El ruedo. Del simbolismo a la revolución. Valle quiere el degüelle para la oligarquía mexicana y la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol, para la española. Este itinerario, como se ve, poco tiene que ver con el regeneracionismo del 98, hijo de un arbitrismo ingenuo, y mucho menos con la trayectoria evangélica, parabólica, que le asigna Salinas. Lo que quiere decir que Valle sólo ha sido aceptado por nuestra derecha como esteticista, como estilista, y por nuestra izquierda como noventayochista tardío (véase Laín Entralgo). Nadie se ha atrevido a llegar hasta el anarquista revolucionario, porque eso les estropea la estampa, tan decorativa, de un señor que escribía muy bien, de un bohemio con buena pluma y basta. Y les estropea, sobre todo, su confortable digestión literaria y política. Hay que decir que sólo algunos tratadistas extranjeros han sido más audaces al respecto, entre otras cosas porque a ellos, a fin de cuentas, les daba igual. La pérdida de la inocencia histórica de Valle la seguiremos mejor en La guerra carlista, a su debido tiempo, cuando el escritor pasa del encendido fervor de la Causa a la mera exaltación cruel de personajes como el cura Santa Cruz, que le dan por una parte los cismas internos del carlismo y por otra la pauta y atracción de los caracteres fuertes (ya explicados aquí), mediante los que a veces se expresa a sí mismo. Nada que ver, pues, con el 98 ni con las parábolas del Evangelio, sino una peripecia politicohistórica muy personal, diversa y atractiva; origen de una gran narrativa que en nada recuerda la tradición galdobarojiana, tan valiosa y tan ajena a Valle. El Aretino, Casanova y Sade forman el triángulo en que se inscribe a Bradomín, y él mismo admite esta genealogía, pero nadie parece haber reparado en la diferencia o salto cualitativo. Los otros son «libertinos» o padres de la escuela libertina. Sade es ya otra cosa, Sade es un metafísico de la carne, del dolor y el placer, del sexo y la muerte. Bradomín tiene más de sádico que de libertino. La de libertino es sólo su presentación más amable. El sadismo de Bradomín se va profundizando a medida que leemos las Sonatas. En la de Invierno, que es quizá la peor construida de las cuatro, encontramos en cambio dos veneros valiosísimos: la decepción de Bradomín frente al carlismo, una guerra que considera perdida, con señores feudales que le repugnan, gerifaltes que se hacen la guerra entre sí, clérigos tahúres y soldados nada profesionales, que sólo son mozos fanatizados y brutos. Encima, el rey, como ya se ha dicho, habla con acento extranjero. Bradomín elabora toda una teoría de las causas perdidas, un elogio de la mentira[6] y un amor puro/impuro por la reina, eleva el carlismo a catedral gótica o monumento nacional, pero estas frases no son sino un premio de despedida para una causa en la que ya no cree. En cuanto a la otra revelación, es naturalmente la sadomasoquista. Bradomín nos cuenta cómo le amputan el brazo izquierdo (una versión más), y habla de un cierto placer amargo en el dolor. El sadomasoquismo literario es cierto y minucioso en estos párrafos, aunque quizá no sea más que eso: literario. Sólo que la pérdida del brazo, como sabemos, poetizada o no, es un episodio que se corresponde con la vida de Valle. Pero todo tiene algo de artificioso y se viene abajo cuando Bradomín, al día siguiente de serle amputado el brazo izquierdo, cuando ya sólo tiene uno, trata de abrazar y seducir a una novicia que «se le escapa de entre los brazos». El héroe ha olvidado que sólo tiene uno. Esta errata cómica (edición Austral), no infrecuente en otros autores, le quita toda credibilidad al episodio, como decimos, pero Bradomín refuerza su tema por otro lado, ya que su víctima es su propia hija natural, y Valle nos deja en la duda de si Bradomín lo sabía o no lo sabía. El sadomasoquismo y el incesto (frustrado y quizá purgado) están ahí, mejor o peor muñidos, ya que lo mejor de esta Sonata es la visible desmoralización de los soldados en «esta guerra que no es guerra», la disolución de la Causa entre el ejército y el pueblo, y sobre todo en el alma de Bradomín, como le ocurrirá o le ha ocurrido en La guerra carlista, que principia con gran fanfarria bélica y termina con la exaltación confusa y logradísima del cura Santa Cruz y otros hombres crueles de aquella campaña. Valle se refugia en la crueldad, o refugia a Bradomín, como tema fuerte de una historia que se le deshace entre las manos (como se le fuga la novicia). Si esta Sonata está construida a veces con cierta desgana (Valle ha de inventarse una ambientación no galaica), es en cambio la que cierra sabiamente la serie con una historia de deflagraciones: la Causa perdida, los hombres desmitificados, las amantes en huida, la pérdida del brazo y la confesión implícita de un sadomasoquismo ilustrado por la famosa operación — crudelísima— de amputación. Valle ama más a María Antonieta cuando el marido de ésta enferma y se queda cerebralmente inútil (sadismo) y ama más a cierta niña cuando sabe que es su hija, que es desgraciada y que es «feúcha». Toda esta Sonata es una orgía de sadismo que supera a las anteriores (no anotamos la fecha de la escritura, sino el ciclo natural de las cuatro estaciones, como diría Leda Schiavo). Sadismo crepuscular de un personaje ya muy viejo, pero por eso más evidente y afilado. No se puede seguir diciendo que las Sonatas son las memorias de un «libertino». Son las memorias de un sádico y el sadismo (categoría muy superior, mucho más interesante literaria y científicamente) es lo que las engrandece y hace malditas por debajo o por encima de su artesonado barroco, pomporé, mordoré, fililí, donde tanta ironía (ahí sí) ha puesto Valle al describirlo, al crearlo y recrearlo. Pero él mismo dice, a propósito del teatro, que «el escenario genera la acción». Necesitaba unos escenarios así, tan «teatrales», en lo rústico y en lo palaciego, para que se generase en ellos una acción de falso heroísmo colectivo, de cínico cortesanismo y, sobre todo, de creciente sadismo. Todas las fornicaciones, todas las muertes, todos los pecados y vicios de la serie culminan con la amputación deliciosa y cruel de un brazo en crudo. Mientras le operan rudamente, Bradomín está pensando en cómo utilizará mejor su manquedad con fines galantes, estéticos o de seducción. Bradomín no es Sade, pero también es marqués. Y un poco homosexual de pensamiento, para completar el diagnóstico. (Schiavo añadiría vampirismo.) Esta Sonata terminal ha sido muy asediada, por otra parte, en cuanto a su intertextualidad, sus influencias y sus plagios. Se ha hablado de Poe, Baudelaire, Barbey, Huysmans, Verlaine, Beardsley, Wilde, Remy de Gourmont, etc. Casi todos estos nombres los habíamos anotado ya a otros efectos o a los mismos. Pero la importancia o culpabilidad de un plagio no es cosa que se dirima en el acto, contrastando, sino que requiere la perspectiva del resultado final. Valle ha hecho con todo eso, más su imaginación personalísima y su caligrafía impar (cuando quiere) una obra larga, importante, singular, propia. Volvamos a la frase tópica y dorsiana: «Lo que no es tradición es plagio.» Valle, como todo el que quiere continuar la tradición de la cultura en sí, incurre a veces, inevitable y prematuramente, en el plagio. Pero Valle no plagia sólo a los grandes nombres, sino también al pueblo de Madrid, a los aristócratas mediocres, a los reyes, a los generales, a las putas, a las monjas, a los soldados, más todos los dialectos de España y América. Tan inmenso plagiario no es tal, por supuesto, sino un prodigioso visualizador de palabras, oidor de imágenes, que se queda, sublime cleptomanía, con todo lo que le pasa por delante. Artista es el que plagia el universo y luego lo reescribe a su manera. En esta concepción total de Valle, los pequeños plagios prematuros no son sino gramatiquerías de quienes los rastrean con diligencia, pereza y avilantez. Finalmente, Invierno, con la vejez de Bradomín, nos trae el tema del catolicismo estético y sacrílego de la época. «Dios es mi lujo», dice Eça de Queiroz. Otra vez los mismos nombres, ejemplos y plagios. Sade viene de la Enciclopedia y no es religioso. Pero hay mucho sadismo en estos beatos pecadores que disfrutan de su culpa y sobre todo de la culpa católica de sus víctimas. La religión es un flagelo más de un sadomasoquismo tópico. Valle resolvió su problema religioso por otros caminos (se desentendió para siempre), pero le conviene que su personaje sea católico estetizante, como todos los libertinos, ya que el catolicismo tiene un ingrediente masoquista (santa Teresa) que disfrutan todos los practicantes en uno u otro grado. (Aquí la Oda al Santísimo de García Lorca.) El catolicismo fruitivo de Bradomín no es sólo un mimetismo o una tradición, sino el ingrediente añadido por la cultura a su naturaleza sádica. El judeocatolicismo es el gran espacio sagrado de un sadomasoquismo que está en la Biblia, y que Valle alude cuando habla de la «crueldad» de ese libro. El judío es víctima y el católico hereda eso no sin alborozo. En las Sonatas y en La guerra carlista apunta la figura de don Juan Manuel de Montenegro, que luego cobraría pleno protagonismo en las Comedias bárbaras, cuando Valle vio cómo el personaje le iba creciendo entre líneas, hasta hacerse grandioso. Pero los plagios persiguen a Valle como los cuervos a Poe, y en seguida dijeron los críticos que había, como siempre, influencia de Shakespeare, influencia que Valle no negó nunca, sino que proclamó y anticipó. Pero los críticos cuando quieren afinan mucho, y concretaron esa influencia en Lear King. Efectivamente, algo hay del rey Lear en las Comedias, aunque no influencia ni plagio, sino modelo humano y teatral. Admitido esto, digamos que Valle, a su vez, es muy plagiado, desde el teatro de Lorca hasta la prosa de Miró, por sólo poner ejemplos ilustres. Valle no intenta copiar mecánicamente el modelo Lear, porque le gusta, sino que el personaje Montenegro se le va haciendo cada vez más afín y entrañable. Como que se trata de él mismo. Hemos dicho en estas páginas que Valle necesita caracteres fuertes, temperamentos, para expresarse a sí, pues que él, repito, era «todo un temperamento». Max Estrella, el cura Santa Cruz (por admiración, no por identificación), ciertos momentos de Bradomín, y por supuesto donjuán Manuel. Bradomín, protagonista de estas Sonatas, sólo es el Valle que Valle se propone a sí mismo como modelo irónico, entre Casanova y Sade. También se ha citado mucho a Donjuán, pero Donjuán, tal como lo entendemos los españoles, es un violador deportivo, superficial y alegre, sin sadismo, sin literatura bradominesca. Donjuán puede ser Casanova, pero no Bradomín. Contra el tópico de la identificación Bradomín/Valle, tan propiciado por el autor, nosotros sostenemos que donde se puede hallar a Valle, dentro de estos ciclos (luego veremos «El ciclo militar»), es en Montenegro. Montenegro es la parte atroz, la superioridad, la noble o innoble violencia, el feudalismo tardío, la grandeza, la genialidad cruel y la salud. Montenegro es el Valle que va quedando atrás, rezagado entre la niebla gallega, Gilles de Rais de los pazos con derecho de pernada, vociferante e imperante, pero final de raza. Ya hemos dicho aquí cómo Valle se hace consciente de que los feudalismos galaico y vasco, perdido su último estandarte idealista, el carlismo, son sistemas sociales de la Edad Media que mueren lentamente. Pero él asistió a esa muerte y la vive literariamente en Montenegro, a quien incluso le pone un bufón. Valle estuvo mucho más cerca de los señores feudales, en su juventud, que de los libertinos palaciegos como Bradomín. Se merece el marquesado, pero sus grandes personajes son Max Estrella y Montenegro, o sea él mismo, como siempre pasa en literatura. Montenegro y la crueldad. Hemos comprobado que Valle llega incluso a ser el precursor del teatro de la crueldad. Cuando menos como artista, Valle tiene una componente de crueldad, como su admirado Shakespeare. Esa crueldad sin beneficio (lo otro sería crimen) que va de Shakespeare a Sade, aunque en éste se empecata de didactismo. Esa crueldad, muy en bruto, está en Montenegro, así como una suerte de «aristocracia anarquista», muy del gusto de Valle. El temperamento autoritario y vociferante, lleno de salud y de muerte, le permite al escritor explicar muchas cosas a través de su personaje. Digamos que en Montenegro está el Valle todavía añorante (añoranza crítica) de los grandes señores de su tierra (hoy existen con otros modales), mientras que en Max Estrella encontramos también al «aristócrata anarquista», pero esta aristocracia es ya de las Letras, de modo que el anarquismo puro y duro es todo el discurso de la gran comedia esperpéntica. A tal punto que en el final (truncado) de El ruedo, que es Baza de espadas, a Valle se le aparece Bakunin en alta mar. Algún crítico ha anotado que Bakunin es el único personaje que Valle respeta en toda la trilogía, aunque no físicamente: le describe como era, con cara de niño desdentado y viejo. Uno añadiría los nombres de Carolina Torre-Mellada y la dulce Feliche Bonifaz, rubia y espiritual, con el marqués de Bradomín al fondo. Estas dos bellas mujeres son en todo momento irónicas con lo que está pasando en torno, corte isabelina, y la TorreMellada es incluso dama en el palacio de Montpensier, causa reaccionaria que justifica plenamente la presencia esmerilada del ubicuo Bradomín (habría que hacer una cronología/toponimia de Bradomín a lo largo de toda la obra valleinclanesca para comprobar la naturaleza mágica y milagrosa de sus apariciones/desapariciones en el tiempo y el espacio, y quizá esto nos daría el verdadero satanismo del marqués sádico/irónico). Pero el implacable Montesinos ha señalado a Feliche como «la próxima víctima» de Bradomín, su odiado, y añade como alicientes que ella es ingenua y buena. Ni siquiera en su última aparición perdona el catedrático ético al personaje libertino. Según esto, Bradomín sólo persigue la virtud para vencerla: sadismo en el que Montesinos no ha reparado. Montenegro, sí, es la arqueología de Valle, el autor que todavía quiere crear grandes personajes para grandes conflictos humanos, fuertes individualidades (herencia del psicologismo) para fuertes tragedias. Luego, cuando Valle accede a la modernidad plena y preconiza explícitamente un arte de masas, revolucionario (El ruedo), los montenegros y los bradomines ya no tienen nada que hacer. Desaparecen. Valle ha superado el psicologismo decimonónico, que sólo encuentra su justificación científica en Freud y se empoza de sombra y nada para siempre con el surrealismo, que es una psicología inversa: la de los sueños, que anula la otra. De los afanes del dandismo juvenil nos queda el Bradomín de las novelas, literatura de la literatura («víctima de sus lecturas, como don Quijote», ha escrito alguien), y los botines blancos de piqué. De Montenegro nos queda en Valle un temperamento. Valle, ante todo, es un temperamento, como ya se ha dicho aquí. Temperamento de artista absoluto, de triunfador nato, aunque inverso, y de insolente ante la vida y ante la historia. Montenegro/Bradomín son el desdoblamiento de Valle. Cuando ya no hay Montenegro en sus obras, hay montenegrismo en su vida literaria y política. Un montenegrismo estilizado lejanamente por aquel dandi que no era sino un falso sobrino, incluso en la genealogía. De un personaje que expresa tanto al autor no se debe comentar que sea un plagio. Antes que del rey Lear, Valle ha tomado a Montenegro de sí mismo. Hemos escrito en este libro que Valle tuvo hasta muy tarde un concepto militar de España, quizá hasta el final, sólo que luego le dio la vuelta. Montenegro, el señor feudal, es el anticipo del general, que tiene pecheros por soldados. Montenegro muere o se extingue junto al concepto militar de España. El feudalismo es el precedente del militarismo moderno (capitanes generales). De personaje tan complejo, expresivo, representativo e íntimo del autor no se puede decir que sea un plagio. Salvo con mala fe, que nunca falta. «Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase: Viva la bagatela. Para mí, haber aprendido a sonreír es la mayor conquista de la humanidad.» Son palabras de Bradomín hacia el final de las Sonatas. La primera sentencia se anticipa a toda la moderna filosofía del arte gratuito, que Ortega llamó «deshumanizado», exagerando siempre un poco, que era su genial secreto de pensador eficaz o que sabe «llegar». Poe también maldecía de la didáctica como «herejía». El arte no debe profanar la ignorancia del espectador, porque la ignorancia es un estado de gracia y expectativa. De la gratuidad creadora nacerían todas las vanguardias, que perdieron lozanía, algunas, cuando asumieron cualquier compromiso social o político. Bradomín, aquí, no está coincidiendo en absoluto con Valle, contra lo que supondría un crítico de mala fe. Valle sabemos cómo se incardina siempre en la vida y la historia. Pero libera mediante Bradomín su tendencia ácrata a la bagatela. Este grito de «Viva la bagatela» se le ha atribuido luego a mucha gente del 98 y de la época en general (Gómez de la Serna, a quien le va mejor), pero aquí encontramos su origen. Fueron efectivamente unos años ele bagatela nacional (la palabra estaba de moda), y por bagatela se entendía lo que hoy llamaríamos «bacile», «pasada», «movidilla». España venía de fuertes desastres históricos y algunos profetas de boina, como Baroja, habían predicado escepticismo y bagatela en la Puerta del Sol. Para el pueblo, bagatela fueron los toros, las verbenas, el entremés y los primeros amores fáciles y populares, bien glosados por el organillo. Toda esa España, todo ese Madrid lo recoge Valle con pregnación dramática (La hija del capitán), pero el palaciego Bradomín, unos años antes, no pone ningún dramatismo en su grito, sino sólo un venial escándalo para las monjas y las princesas. Hoy, de vuelta al pensamiento débil, todos trabajamos la bagatela, ya que los grandes temas y los grandes sistemas se van muriendo como las catedrales. Desde el punto de vista del economicismo burgués, todo arte no imitativo, toda literatura no didáctica, eran y son despreciable bagatela, hasta que el capitalismo ha encontrado la manera de hacer de la bagatela un mercado, desde el arte abstracto hasta la literatura de evasión. El grito de «viva la bagatela» ha perdido hoy toda fuerza subversiva, pues que la bagatela se ha vuelto muy rentable. Y ahora viene la frase más ahondada del párrafo: «El haber aprendido a sonreír es la mayor conquista de la humanidad.» Como tanto se ha dicho, la sonrisa es lo único que nos diferencia del animal (que no puede decirse que no tenga sentido del humor, puesto que los cachorros juegan mucho, y saben que juegan). Pero más importante que esta obvia observación naturalista es el hecho de constatar que, efectivamente, hubo millones de años en que el hombre no sonreía. Lo que tiene por consecuencia que aún hoy la mayor parte de la gente no sonríe: se carcajean, se retuercen, entienden lo grotesco, que viene de «grutesco», de gruta, chillan, gritan, interjeccionan, saltan de alegría o satisfacción, o están siempre graves, como asnos solemnes, pero no sonríen. Todavía hay media humanidad que no ha aprendido a sonreír, y no me refiero a los salvajes, naturalmente, sino a nuestros contertulios de salón y conferencia. Todo lo más, el político y el banquero sonríen en falso, pero Bradomín quería una sonrisa irónica, galante, cínica, la suya. Bradomín lo que está elogiando es ese matiz de la inteligencia que no calla ni otorga, sino solamente sonríe. La sonrisa no es aceptación ni diversión ni crítica, sino un bisel de inteligencia, comprensión y cansancio que le ponemos a la vida. Puro dandismo. Spleen. Hay siempre como un fondo de siglo XVIII en todo lo que hace y dice Bradomín. Escribía Eugenio D’Ors que éste es el gran siglo, el más distante de la selva, el momento en que la humanidad llega a su ápice, para luego decaer. Y, en efecto, Bradomín es un enciclopedista vaticano, y se complace en la contradicción, un ilustrado contrarreformista, un volteriano que va a misa. Todas estas contradicciones divierten a Bradomín, que se entendía y bailaba solo. Valle ha puesto en este personaje todas sus dudas sobre el que es y el que quiere ser. La pluralidad de sus personalidades vive en fecunda contradicción, y por eso necesita alter egos, uno, quizá, para cada época de su vida. Aunque parezca que todos dicen lo mismo. Las Sonatas son algo así como la capilla o abadía del mal que Valle le construye a su personaje, como las Comedias son el monumento que levanta a Montenegro, y Luces el gran catafalco nocturno y mundano, con putas y ministros, donde ha de reposar el más sí mismo de todos sus sí/mismos: Max Estrella, mucho más Valle que Sawa. Valle se expresa mediante estos personajes, y por eso son tan verdaderos. Pero Valle, muy sabio artista, no da el retrato inmediato, el autorretrato, sino que lo hace mediante un juego de espejos y distanciamientos. A Bradomín lo distancia en la aristocracia, a Montenegro casi en la Edad Media, a Max Estrella en la bohemia. Son y no son el propio escritor. Valle se está novelando a sí mismo y esto lo denuncia algún tratadista, quizá otra vez el recurrente Casares, como un vicio o una impotencia, cuando ningún escritor ha hecho nunca otra cosa. El caso es hacerlo bien. Valle sólo desaparece en El ruedo y La media noche, entre sus obras grandes, pero tiene otra manera de estar omnipresente y deslumbrante: el estilo. Una pregunta muy de nuestro tiempo es la pregunta por el narrador. ¿Quién narra en la narración? A eso ya se le ha dado toda clase de respuestas. Es inútil que el autor haya tratado de evadirse, a partir de Flaubert. Cuando el autor consigue estar ausente del libro en absoluto, en realidad está omnipresente por el estilo, si lo tiene (si no, más vale dejarlo). La última manera de estar presente el escritor, cuando ya se le ha desalojado de todas las páginas de la novela, es el estilo, que, como digo, le hace omnipresente. Y esta idea conviene a Valle más que a nadie. ¿Qué es lo que falta en el teatro y las películas que narran textos de Valle? Falta Valle, el clima Valle, su sonido, su música, su temperatura, su fiebre humana y su mundo interior e incluso exterior (exterioridad de Valle). Hemos visto algo de cine basado en estas Sonatas y ahí está todo, aunque revuelto. Todo menos Valle. Él creía mucho en el cine, pero el cine es un medio frío y el arte de Valle es un medio caliente. El estilo de Valle se ha estudiado mucho y mal. En este libro lo estudiamos sin decirlo, salvo algún capítulo, procurando el hallazgo antes que la norma. Cuando Valle levanta el fastuoso edificio de las Sonatas, cuando transcurre por palacios y princesas, está viviendo personalmente como un escritor pobre, a lo Alejandro Sawa, y envía algunos fragmentos de estos libros a los periódicos, para cobrarlos en seguida. Esta realidad anecdótica y biográfica nos llevaría a todo un ensayo sobre la sociología de la literatura. La española, por aquellos años, se dividía en aristócratas y bohemios. Don Juan Valera es un aristócrata y se le nota en la prosa. Galdós es un buen burgués. Unamuno tiene una cátedra, Baroja tiene una renta, Azorín también, y de ahí lo tranquilo y demorado de su estilo. Valle no tiene nada y profesa en la bohemia con modernistas infames, meretrices y periodistones de engaño y sable. Más tarde vendrían los señoritos del 27, todos con cátedra, renta y familia burguesa, salvo el náufrago Alberti. Naturalmente, hacen poesía pura. Algo de todo esto ya lo hemos apuntado en este libro. Sin caer en el socialismo crudo debemos decir que cada clase social hace su literatura y que la economía influye mucho en lo que se escribe y cómo se escribe. Ortega es alta burguesía culta y Valle es bohemia e incultura (los saberes tuvo que hacérselos día a día, con hambre, libros misteriosos, intuición y gran biblioteca de la memoria). Por eso es coherente que, mediante un mecanismo de compensación, escriba de princesas (modernismos aparte), aunque estas princesas escandalicen a Ortega como hurgamanderas que invaden su despacho y su confort. González-Ruano, Manuel Bueno y tantos otros vivieron la bohemia del periodismo porque en casa no había un duro. Apenas tuvieron Facultad donde emplear sus facultades. Paco Villaespesa es modernista por sublimación, ya que su mujer tiene que andar por los periódicos vendiendo un artículo del poeta para poder comer. El 98 tiene algo que ver con la bohemia, pero el 27 es ya una gran revolución de señoritos. El modernismo lo trajo Rubén, que era embajador. Después de nuestra guerra hubo una brillante generación de prosistas y poetas de la Falange, porque los vencidos estaban callados o muertos. Eugenio D’Ors tiene que hacer su filosofía en los periódicos, para vivir, sin la paz, la calma, la demora y el confort de Ortega, a quien en efecto le sale una prosa confortable. Ramón Gómez de la Serna tiene renta personal y el dinero del periodismo, lo cual le permite dedicarse a la literatura en estado puro y generalmente optimista. En sus últimos tiempos de Buenos Aires, pobre, solitario y nial pagado, el optimismo ha desaparecido, y hasta el humor. Nace un Ramón amargo. Los estilos, pues, tienen algo que ver con los réditos. Por eso es milagro que Valle, en la más cruda bohemia, señor de esquinas, labore un estilo y un mundo exquisitos, señoriales, suntuosos, orfebres, gentiles y un tanto venenosillos. Los críticos que le reprochan nunca han tenido en cuenta el humilde y sencillo factor de la calderilla que él transformó en oro.[7] Quedamos, pues, en que Valle, en las Sonatas, vive de préstamos, pero generalmente mejora a sus modelos. Valle se hace un estilo artificioso, y por veces bellísimo, siempre deleitable, porque nadie parte de nada y porque él está dispuesto a ser artificio en vida y obra. Su prosa modernista no es sino el modelo que conducirá su vida. Algo así tiene en la cabeza cuando escribe las Sonatas. No importa que no existan los castillos ni las princesas. Importa la conversión del mundo en texto, para luego pasar más fácilmente del texto al mundo. Quedamos, asimismo, en que el bohemio falto de dinero ha sabido acuñar oro literario, que en los periódicos le cambian por calderilla. Su fe en sí mismo, en su raro proyecto vital, le permite soportar todo esto y hasta cohonestarlo dignamente. Le prestan los periódicos y le prestan (metáforas) los simbolistas y D’Annunzio. Decir que Valle imita a D’Annunzio es como decir que Garcilaso imita a Petrarca. Obvio e innecesario. Tan obvio que no sé si esta misma frase la he acuñado ya páginas atrás. El sadismo de Estío llega a su culmen cuando Niña Chole se enamora de Bradomín mientras contemplan ambos, sobre el mar, cómo un tiburón devora a un joven nativo. Esta devoración enciende la lascivia de la mulata. Del sadismo de los salones y las alcobas agonizantes hemos pasado a un sadismo salvaje, brutal, austral. Valle sigue uniendo sexo y crueldad en todo el ciclo. La clave de Bradomín, en efecto, es el sadismo (y la clave de la serie). En la tríada famosa «feo, católico y sentimental», a Bradomín se le olvida voluntariamente el rasgo profundo que le explica. La continuidad con que Valle mantiene el sadismo de su personaje en tan distintos avatares es prueba de que lo tiene muy perfilado y de que no se ha limitado a copiar un figurín libertino. ¿Llamaremos sádicos a algunos momentos de la vida de Valle y su carácter? Este libro preferiría no pasar de la crueldad ya estudiada. En la Sonata de invierno hay una humanización de la luna como novicia que huye (alusión poética a un episodio de seducción que acaba de vivir Bradomín). García Lorca, en su Romancero gitano, escribirá mucho después que «por el cielo va la luna con un niño de la mano». Esta humanización de la luna es de origen valleinclanesco y sólo un pequeño ejemplo de cómo dependió Lorca (sobre todo en el teatro) del magisterio bronco de Valle. La gran polémica de la modernidad ha sido la polémica entre perfección y carácter. Baudelaire anota que «el arte moderno es asimétrico». André Bretón, exagerando a Baudelaire, afirma que «la belleza moderna será convulsa o no será». Goya inaugura la modernidad en España porque impone el carácter a la perfección: puro romanticismo. Baudelaire se deslumbra con Goya en París y lo proyecta a Europa. Todo el siglo XX ha sido una prolongación accidentada del romanticismo en lo que tenía de revolución porvenirista frente al neoclasicismo y el Renacimiento. La primera algarada del carácter es el Barroco. Pero los clasicismos recurrentes siempre vuelven. Antes de Fidias hubo en Grecia una escultura que era ya puro carácter, expresión, subjetividad y violencia. Luego viene el helenismo a imponer la norma (con medidas falsas), la perfección y la impersonalidad. A Fidias aún no lo hemos derrotado. Vuelve con periodicidad y, de hecho, habita en las academias de Bellas Artes y las clases nocturnas de modelado. Pero Chillida, por ejemplo, viene de aquella escultura pre Fidias. Goya también. Y de Goya, después, lodos: Dclacroix, los expresionistas alemanes, los impresionistas franceses, De Kooning, el grupo Cobra de Holanda, los americanos Pollock y Motherwell, el inglés Bacon, etcétera. En literatura los Fidias son muchos y conocidos. En literatura, Fidias llega hasta Thomas Mann o Juan Valera, en España. Por lo que se refiere al simbolismo, los caracteres literarios se confunden con los pictóricos: Puvis de Chavannes, Gustave Moreau, Odilon Redon, Dante Gabriel Rossetti, Edvar Munch, Beardsley, Ensor, Romero de Torres (el pintor de Valle), Khnopff, Hodler, Bócklin, Klimt, Delville, Denis, etc. Valle se vincula a todo esto, personalmente, por Romero de Torres, como ya sabemos. Pero el simbolismo estaba en él. Para Francisco Calvo Serraller el simbolismo queda explicado así: «Entre aproximadamente la década de 1880 y comienzos del siglo XX, tiene lugar una amplia corriente artística internacional que se conoce como “Arte simbolista”. En esta corriente participaron por igual escritores, músicos, pensadores y, desde luego, artistas plásticos, todos ellos unidos en el común objetivo de reaccionar frente al materialismo y al positivismo dominantes en la segunda mitad del siglo XIX. En el concreto terreno de la pintura, el ejemplo de esta visión materialista científico-positiva fue el impresionismo. Contra él se sublevaron los simbolistas, volviendo a reivindicar la subjetividad creadora, la imaginación, la importancia del tema y, en general, una concepción del cuadro que trascendiese su unilateral interpretación como una pura visión física de la realidad. »Dentro de esta corriente neorromántica, convergieron diversos grupos, mentalidades e intereses. Estaban, por un lado, antiguos impresionistas insatisfechos, como Van Gogh y Gauguin, que renegaban de la pasividad espiritual y de la delicuescencia pictórica del impresionismo. «También hubo quien dio más trascendencia al tema, al significado, del cuadro, queriendo con ello restituir los lazos tradicionales de la pintura con la literatura y el pensamiento. Fue éste el grupo más numeroso, heterogéneo y desigual, pues en él concurrieron desde los partidarios de nuevas sectas espiritualistas de naturaleza esotérica, como los Rosa-Cruces, hasta individualidades que pretendían reinterpretar en clave moderna los viejos mitos y símbolos de todas las culturas o explorar el dominio fantástico del inconsciente humano, como Moreau o Redon. También, en fin, hubo quien no consideró cerrada la fuente del clasicismo y pretendió una actualización moderna del mismo, como Puvis de Chavannes. »En cualquier caso, contra la interpretación tópica que sostenía hasta hace poco un artificial salto entre el impresionismo y el arte del XX, hoy se sabe que el legado simbolista fue fundamental en el desarrollo de las vanguardias históricas. Volver la mirada sobre el arte simbolista no es, pues, sólo un ejercicio de erudición arqueológica, sino la única manera de profundizar en la génesis del arte de nuestro siglo y, por tanto, en su comprensión cabal.» El simbolismo, para Calvo, es una reacción frente al materialismo y el positivismo de la segunda mitad del XIX. Los simbolistas reivindican la subjetividad, la imaginación, el tema. Esto es lo que hace Valle contra el «materialismo/positivismo» de Galdós. Valle es el único escritor de su época que tiene en España momentos y reacciones simbolistas frente al arte materialista/burgués de nuestras clases altas y medias. Calvo también entiende el simbolismo como un neorromanticismo. Nosotros diríamos que el carácter se impone a la perfección (realismo socialista, realismo burgués) entre las componentes simbolistas. El impresionismo es la versión francesa, atenuada y dominical, de Goya. Van Gogh y Gauguin no se resignan a la «pasividad espiritual» del impresionismo. «Espiritual.» Luego hay espíritu, hombre, carácter. La nueva valoración del «tema» en pintura es lo que lleva a Valle a la cercanía de Romero de Torres, sin duda el más literario de nuestros pintores modernos. El simbolismo anticipa las vanguardias, según este valioso texto de Calvo. Por el simbolismo pasaría Valle al expresionismo y las técnicas cinematográficas, americanas, de sus novelas grandes y finales. El simbolista de las Sonatas evoluciona orgánicamente. Pero observemos que el simbolismo de Valle dura más en su teatro que en la novela. Divinas palabras todavía es simbolista. Este hechizo se rompe tardíamente con Luces y todas las piezas menores que complementan esta gran obra. En la novela, a partir de Tirano, Valle hace ya otra cosa, que Lázaro Carreter ha llamado «impresionismo», como consignamos aquí. El ruedo, desde el primer tomo, pasa del simbolismo al expresionismo mediante una fórmula muy personal de Valle, que es el esperpento. De modo que el esperpento no es un hallazgo casual ni una teoría arbitraria del autor, y mucho menos una necesidad ética/ estética de expresar moralmente el mal de España. La interpretación moralista puede dejarse para otra ocasión, o para nunca, pero ya vemos la larga genealogía del esperpento, a partir de Goya y el simbolismo, que de alguna manera son corrientes contemporáneas entre sí. El esperpento no es una moralización de la literatura ni un arbitrismo del esteta, sino la salida genial que le encuentra un escritor español al largo y fecundo proceso que viene del neorromanticismo europeo. El esperpento, pues, tiene más ancestros que los consabidos Goya, Solana y Quevedo. En el simbolismo se trata de que las cosas signifiquen, asciendan a símbolos (nunca utilitarios, como los usaderos, horror), y cuando Valle ha apurado este sistema, todavía vigente en La guerra carlista, lo exaspera y encuentra la forma de que Isabel II signifiquemos a Isabel II, que no es para nada la madre realista de Galdós ni la muñecona hueca que quieren ver en Valle los galdointegristas, los del materialismo literario y el positivismo de Compte. Las Sonatas son el ápice del simbolismo valleinclanesco. Según nos recuerda Pere Gimferrer, el señor Nora opina que Valle ejerce de decadente «sin convicción», escribe «desde fuera». Esto al señor Nora le parece muy arriesgado, más bien desaconsejable, pero Valle tenía la convicción voluntarista de lo que estaba haciendo, de que se estaba él haciendo. Gimferrer, en certero y moderado ensayo, nos recuerda que todo el mundo de las Sonatas y sus equivalencias recibiría, mucho tiempo más tarde, en el mundo anglosajón, el apelativo de camp. Pero lo camp no es un solo estilo de cosas. Camp es Fidias (ya que lo hemos citado aquí) respecto de la escultura «salvaje» anterior a él. Camp es la novela gótica respecto del thriller. Camp es el thriller respecto de la ciencia/ficción. Camp es la ciencia/ficción respecto del neo— provincianismo de hoy. Camp, en fin, es la consecuencia de contrastar una época con otra. No hay mayor mentira estética que la perennidad del arte. Camp es el realismo minucioso respecto al modernismo de las Sonatas, y camp son las Sonatas respecto del Valle posterior. Camp, en fin, no es una moda de entre dos siglos, sino una cualidad negativa e irónica que adquieren las cosas cuando se quedan viejas, pero siguen ahí. Reseña Gimferrer, siempre minutísimo y acertado, la peculiar puntuación que impone Valle a su prosa, ya que escribe según el ritmo y no según la gramática.[8] El equivalente coetáneo de esto pudiera ser la revolución gramatical, fonética, de Juan Ramón Jiménez. Todo ello modernismo en la forma y simbolismo en el fondo. Insiste el poeta y crítico catalán en la influencia de Casanova, que es muy cierta, pero, como ya hemos dicho aquí, Valle va más lejos del casanovismo: llega al sadismo, adonde nunca llegaría Casanova porque fue un fornicador deportivo y aventurero, superficial y ficticio en su realismo. A propósito del prerrafaelismo, que cita Gimferrer como modelo (muy superado en seguida) de Valle en sus textos italianos, debemos recordar lo escrito en este libro: ¿qué es el prerrafaelismo sino la arqueología del modernismo? «La más plena imprevisibilidad posible», escribe Gimferrer refiriéndose a la prosa de Valle en las Sonatas, pero esto es extensible a cualquiera de los numerosos y sucesivos estilos de Valle. Y aquí sí que venimos de Quevedo. Una vez me dijera Francisco Rico que «Quevedo siempre es previsible». «Lo único previsible de Quevedo es que va a ser imprevisible», le dije. El género imprevisible tiene mucho que ver con el Barroco. Tiene que ver más con la poesía que con la prosa y el surrealismo lo lleva a la exasperación. Sartre lo llamaba «provocar incendios en los matorrales del idioma», reseñando su gratuidad (pero él también jugaba a ser imprevisible). Ortega, con imagen parecida, habla de «combinaciones eléctricas de palabras» (también él incurriría en este irresistible juego, tan fecundo como moderno (Quevedo es modernidad). Se trata, en fin, de juntar palabras que nunca habían estado juntas. O de adjetivar con un sustantivo, como hace con frecuencia Borges. Simbolismo contra neoclasicismo. Dijo Azorín que la literatura está en el adjetivo. También en la sintaxis inesperada y rota. Valle es imprevisible hasta su última página. La imprevisibilidad de una prosa (en poesía ya digo que es casi obligado) nos da el espesor y la autenticidad de un escritor. Los pintores aprendieron un día a juntar colores incompatibles, con mucho resultado, y el simbolismo, tan deudor de la pintura, como hemos visto en páginas anteriores, intenta juntar palabras antagónicas. Como se ha dicho y repetido en este libro, siempre a propósito de Valle, todo, a fin de cuentas, viene de la plástica. ¿La imprevisibilidad es un capricho epatante? La imprevisibilidad se ha dado siempre en el gran escritor. El Alighieri habla de «un águila hecha de reyes». Shakespeare es imprevisible con frecuencia (siempre lo es en verso). Cervantes es menos imprevisible que Quevedo, y esta previsibilidad facilita la lectura del Quijote, pero empobrece y monotoniza la prosa, salvo cuando Cervantes coge la música, ese otro gran «placer del texto». El simbolismo y las vanguardias nos educaron a los lectores del siglo XX en la imprevisibilidad y ésta ha sido la huella digital del siglo en la literatura de Occidente. Valle, en España, es también en esto un adelantado, ya que se cría entre los previsibilísimos Galdós, Valera, Clarín y por ahí, que naturalmente rechazan esa sintaxis, que es mucho más que sintaxis: es vivificación del texto, una manera de decir más cosas y de decir más las cosas. Quizá el escritor más imprevisible del siglo XX español, y americano, sea Ramón Gómez de la Serna, aparte los poetas y los surrealistas, naturalmente. En éstos, la imprevisibilidad es un fin. En Ramón y en Valle es un gran recurso para galvanizar la narración. Aparte los «hechos atómicos» de Wittgenstein, la novela de este siglo atiende más al hallazgo idiomático constante que a la continuidad clara de la narración. Es curioso al menos, es paradójico que la novela moderna se haya hecho al mismo tiempo muy cinematográfica de montaje y muy literaturizada de escritura. Pero este contraste es precisamente lo que confiere personalidad a nuestra literatura contemporánea, lo que marca un paso adelante. Inevitable decir que, entre nosotros, sólo Valle y Ramón entienden y aplican esto con enorme fortuna. Casi todos los demás, varias generaciones, ignoran la innovación, la profundización, y siguen siendo galdosianos sin saberlo. Gimferrer sostiene que Valle, cultivando la aceleración, la autoparodia y el exceso, llega a fundador de la modernidad. Todos estos son rasgos vanguardistas. Valle nunca ejerce de vanguardista profesional o de nómina, pero lo es más que nadie, con la repetida excepción ramoniana. Aceleración: el tiempo siglo XX se introduce en la escritura. Autoparodia: nihilismo que llegaría a Beckett y el primer Ionesco. La literatura se burla de sí misma. Joyce nos da la pauta. Exceso: surrealismo en Francia, abstracción en Estados Unidos, esperpento en España. De Aleixandre a Gimferrer, pasando por todo el 27, consideran a Valle como un antepasado. Pero un antepasado vigente, que no cumple el destino lamentable y arqueológico de D’Annunzio en Italia. Proust, Baudelaire y Flaubert son para el joven poeta catalán el subsuelo de nuestra modernidad. Con el que más tiene que ver Valle es con Baudelaire, al que casi nunca cita. Las Sonatas, en fin, tienen como clave personal el sadismo de Bradomín y como clave literaria, estética, un simbolismo degenerescente que traía en sí todas las posibilidades mallarmeanas de una escritura nueva. Valle, el bohemio astroso de los cafés de Alcalá, lleva todo eso dentro y lo sabe o intuye, pero lo calla, casi siempre, y hace bien. Tampoco iban a entenderle. Ortega, el más esperanzador, tampoco le entiende a fondo, llevando en su prosa algo semejante. Con lo que Valle se nos queda solo, resplandeciente de ausencias. 20. El personaje/influencia Llamo personaje/influencia al que no ha sido creado a partir de una experiencia personal, sino a partir de unas lecturas, de unas influencias literarias. Así, el ejemplo mayor de personaje/influencia es Don Quijote, que nace de las lecturas de Cervantes y del propio Don Quijote (gran modernidad e innovación de esta última circunstancia). Los libros de caballerías hacen a Don Quijote, pero primero hacen a Cervantes. Le hacen, quiero decir, otro escritor del que era. El personaje/influencia, si de verdad está logrado, no sólo vive de los influjos que le hicieron, sino que a su vez influye en el autor y en todo el libro. Don Quijote quijotiza ese libro y toda La Mancha en él narrada. Es en esta segunda fase cuando el personaje/influencia realmente se cuaja y logra. Nos importa el caso en cuanto a Bradomín, naturalmente, que es el mayor y mejor personaje/influencia de ValleInclán. Porque Montenegro está más tomado de los hidalgos gallegos que de Lear King, y Max Estrella está tomado del propio Valle y de la vida, de la época. Bradomín, en cambio, es hijo claro, preclaro y espurio de las malas y buenas influencias literarias. Cuando esta clase de personaje literario no está logrado, el tipo se queda en su primera fase y dentro de la obra, teatro o novela, no se comporta como personaje, sino como influencia, lo cual quiere decir que sólo es literatura y está muerto. En esto se diferencia el plagio fecundo del estéril, y el no comprenderlo es lo que ha llevado a tan ociosas y mostrencas discusiones sobre los plagios de Valle, que ya hemos dejado atrás en este libro. A Valle no se le puede acusar de robo o plagio alguno, pues que su gran personaje/influencia, Bradomín, cumple a plena satisfacción sus dos fases. No es una mera influencia que vague errática por los libros, sino un personaje que a su vez influye en los otros personajes, en el escenario y en los diálogos. Bradomín, asimismo, lo «bradominiza» todo. Hay otros muchos personajes menores y mayores en la obra de Valle que han nacido librescos, hijos de una influencia, pero luego no actúan como tal influencia, sino como verdaderos personajes, y aquí está la clave de por qué Valle, siendo tan literario, sea al mismo tiempo tan vital en sus creaciones de hombres y mujeres. El personaje/influencia lo encontramos en casi todos los escritores del mundo. Pero ese paso de la influencia al influir, de la influencia al personaje, sólo lo da Valle con fortuna, más algunos otros, pocos. Los personajes de Borges, otro gran libresco, son un problema literario a resolver más que un individuo. Es fácil tomar un personaje de un clásico, por ejemplo. Fácil y legítimo. Lo difícil es que ese personaje/libro, una vez en escena (la novela también es un escenario) se comporte como persona y no como influencia. No digo, naturalmente, que Valle sea el único que logra llevar hasta el final este arriesgado proceso creador, pero sí que entre nosotros es quien mejor lo consigue, después del citado ejemplo de Cervantes en el Quijote. Los personajes de Quevedo—, y sobre todo el Dómine Cabra, son acuñaciones literarias con más hallazgo verbal que realidad vital o entidad social, por más que efectivamente respondan a arquetipos, prototipos y tipos costumbristas de su tiempo. En Quevedo, la creación verbal acaba ahogando al personaje, bien sea la bella Lisi o el citado Dómine. Por eso Quevedo es poeta y glosador antes que narrador. El caso Quevedo es un caso límite dentro del gran Barroco español del XVIII. La realidad abrumada y asfixiada por el arte: eso es el Barroco. Pero el barroquismo de Valle no llega a tanto, sino que las abrumaciones literarias, propias o ajenas, no llegan nunca a borrar al ser humano. Valle es en esto más comedido que Quevedo, su gran maestro, y le interesa el hombre/metáfora o la metáfora humanizada. Mantiene siempre el delicado equilibrio entre lo uno y lo otro. Basta establecer este sistema de comparaciones para desmentir toda la teoría negativa sobre el esperpento como juego de muñecos. La escuela Montesinos insistirá en los muñecos, pero ya hemos dicho aquí que la Isabel II de Valle significa más Isabel II que la de Galdós o cualquier otro, por no hablar de los historiadores y otros disecadores de almas. Como digo al principio de este capítulo, mi teoría del personaje/influencia viene a anular todas las especulaciones sobre el plagio en Valle. Si el personaje/plagio pasa a actuar como realidad y no como plagio, el caso está salvado y todo es legítimo. La mayoría de los autores no saben poner a andar el engendro que han plagiado, y entonces todo se queda en sustracción inútil que acaba en el Rastro de la literatura. Tenemos, pues, que Valle se salva de lo que no se salva Quevedo, en cuanto a la intensa literaturización de los personajes. Y tenemos, por otra parte, que Valle se salva de lo que no se salvan los plagiarios de oficio, a quienes se les queda el plagio parado, como una curiosidad filatélica, como un billete falso que pronto es retirado de la circulación. Así vamos, escalonadamente, salvando a Valle, en justicia, de las inculpaciones que no le corresponden. El que no entienda esto que vuelva a Palacio Valdés, Amado Nervo, Ricardo León y Pereda. El personaje/influencia, ya está dicho, lo inventa Cervantes sin saberlo (y esto le salva). Y lo utiliza Valle, también sin saberlo, pero con arte y humanidad como para tomar de la literatura para enriquecer la vida. Quizá algunos primeros personajes valleinclanescos, en sus cuentos, sean más influencia que personaje. Aunque siempre habrá en ellos un susto de realidad, un momento de verdad. En seguida, cuando Valle intuye sus propios alcances, ya puede permitirse tomar de cualquier parte, que la prosa se le hace realidad en seguida y el personaje/influencia empieza a vivir por su cuenta, empieza a influir. ¿Hay personajes de Valle que no estén tomados de los libros o la historia? Hay muchos en Luces, en Tirano, etc., pero digamos que una fuerte tendencia del autor es partir de una noticia de periódico (La hija del capitán), de un cronicón, de un texto de otro (La cara de Dios, Arniches), de los extranjeros, de la zarzuela, del Tenorio, etc. Como Shakespeare se nutre casi íntegramente de la historia y la leyenda que le llegan ya hechas. Y Lope de Vega. Todo esto es muy sabido. Lo que no suele decirse es que los clásicos, más documentales y menos autobiográficos que el escritor moderno, con frecuencia se quedan en el personaje/influencia (por eso se mineralizan pronto), mientras que un rasgo de modernidad (Valle, Joyce) es partir de los jesuitas o de Homero para hacer «de la prosa otra cosa», como dijera Machado, que todo esto lo tenía muy claro, y a veces hasta lo explicó perezosamente. 21. Flor de caudillaje Flor de santidad es tanto una obra maestra como una novela despareja, solitaria, casual, en la producción del primer Valle. Bien podría iniciar un camino, el de la Galicia rural tratada entre la poesía, la magia y un satanismo que ya hemos señalado al principio de esta obra como muy propio del Valle maudit. Dentro de las coordenadas generales de la producción valleinclanesca, podríamos clasificar Flor de santidad en el modernismo rural, dado que el modernismo fue fundamentalmente urbano, exótico y cosmopolita. Esta novela y algunos cuentos del autor y de la época apuntan, sí, hacia el «modernismo naturalista», acuñación ya usada aquí y que puede parecer caprichosa, pero no lo es. Se dice que Valle admiraba Los pazos de Ulloa, de la Pardo Bazán. No lo sé. Pero muy bien pudo Valle encontrar en su paisana el venero de una interpretación modernista/simbolista del naturalismo, por incorporar toda la riqueza de paisaje, vida, magia, misterio, lengua, superstición y costumbres de un mundo que es el suyo y que luego llevaría más al teatro que a la novela. Simbolismo, hemos dicho. Adega, la niña protagonista, remite a la Virgen María, a las mártires cristianas y a otros motivos religiosos y evangélicos. El protagonista es una pura reunión de símbolos y sugerencias: Cristo, el demonio, los peregrinos compostelanos, el hombre del saco, el ángel de las anunciaciones, etc. Este hombre no es un hombre sino una orgánica acumulación de símbolos. Un Cristo inverso, un san Gabriel, un demonio que a veces tiene de religioso y a veces de brujo. La novela presenta asimismo un corte sociológico por el que vemos que todo lo bueno le ocurre a Adega en el pazo señorial y todo lo malo en el figón. Los buenos son los ricos y los malos la gente de posada y camino, los pobres. Valle tenía ya una conciencia social clara, aunque no urgente ni radicalizada. Quizá (no he hallado nada para documentar esto) Valle encontrara, como digo, un posible venero narrativo en el naturalismo pasado por su óptica modernista, simbolista, magicista. Porque hay que distinguir aquí entre el magicismo del pueblo, que es mera superstición, y el magicismo de Valle, que aprovecha genialmente el clima diabólico de la Galicia bruja para levantar su propia parábola inversa y magistralmente abierta. Adega, al final de la novela, sigue flotando entre el cielo y la tierra. ¿Por qué no siguió Valle en esta línea del modernismo naturalista o rural, salvo algunos cuentos ya aludidos, generalmente de calidad? Quizá continúa contándonos Galicia en el teatro, pero hay en Flor de santidad sutilezas, misterios, «cosas que viven y que no se ven» (Rosalía) que difícilmente pueden hacerse plásticas en escena. Las metáforas no conviene visualizarlas, y los ultramundos menos. La Santa Compaña tiene más magia y poder literario en una novela de Valle que en una obra de Valle. El teatro está hecho incluso para lo excesivo, y de ello se ha hablado aquí, pero no para lo incorpóreo. Así, las mujeres pueden ser cisnes en un poema, pero El lago de los cisnes y La muerte del cisne siempre nos han parecido una paupérrima escenificación de una metáfora. En cualquier caso, Flor de santidad, obra solitaria, perfecta, acabada, queda ahí como un camino truncado. Sólo se me ocurre pensar que Valle, por alguna razón, prefiere desarrollar en teatro su mundo galaico, ya que la novela la reserva para La guerra carlista o El ruedo, ambiciosas trilogías. Se ha dicho, y es verdad, que la novela es el género más amplio y libre (y joven) de cuantos puede manejar un escritor, y Valle, que aspiraba a innovar mucho y a abarcar mucho, prefirió novelar la saga total del XIX. Sabemos de hecho que en las tres trilogías, nueve tomos, de El ruedo, iba a entrar toda España. De alguna manera, La guerra carlista, en diapasón muy diferente, casa con El ruedo en la novelización completa del siglo XIX. Tirano Banderas tiene en común con Flor de santidad su carácter de pieza única (en autor tan proclive a las trilogías, tetralogías y sagas), su condición de camino cortado, de ruta iniciada y abandonada, aunque resulte obra muy cerrada y perfecta en sí misma. ¿Por qué no pudo Valle hacer una trilogía americana? Sonata de estío es la otra novela que le da Tierra Caliente. Como éste no es un trabajo hecho mediante la sucesión de reseñas, libro a libro, sino mediante el alumbramiento de pistas, caminos, intuiciones, hallazgos, visiones sesgadas y verdades casuales, bien podemos decir sobre Tirano, novela tan insistida en lo que llevo escrito, que quizá Valle tuviera miedo de perderse en la selva americana, como lo tuvo de perderse en la selva galaica. Lo que se acostumbra en el estudio de un autor, ya lo sé, es ir adunando críticas y glosas por orden cronológico, con estética más propia de una tesis escolar que de una verdadera aventura a través de un autor. Lejos de toda «tesis», uno se arriesga en suposiciones como ésta: Valle tenía en la cabeza, consciente o inconsciente, el propósito de hacer la gran crónica del XIX, que era su libro de caballerías. Del XIX español, claro. Y otro proyecto paralelo, la teatralización de Galicia. Ambos los cumple con sobradura (salvo el tajo de la muerte). Obras maestras como las dos que aquí citamos quizá le distrajeran de su proyecto original y total. Y las deja ahí, solitarias y perfectas, como dibujos al margen del códice absoluto. Esto nos llevaría a considerar algo que no es nuevo, pero conviene insistido: Valle diseña su pían de trabajo para toda la vida, quiere levantar no sólo una catedral de prosa, sino dos mundos que le apasionan: la Galicia profunda, como naturaleza, y el XIX cortesano, guerrero y populoso, como historia. Así las cosas, queda una tercera pieza suelta, Luces, que, fuera de su teatro galaico, es la modernidad y la anticipación escénica, la crónica actual sobre lo actual y la pieza única, sin continuación posible. Luces es más autobiografía que nada de lo suyo. Y aún podemos añadir, como cuarta «rareza», La media noche, que se justifica por la guerra, el encargo y el ensayo de una prosa nueva, expresionista y simultaneísta. Miro con totalidad la obra de Valle y advierto cordilleras imperantes y completas: las Comedias, las Sonatas, La guerra carlista, El ruedo, Galicia, el XIX. Este hombre tenía un plan. Lo realizó, y además le quedó tiempo e imaginación para el teatro y la novela de empeño impar, solitario, y hasta la crónica. Valle es un sistema orográfico con torreones aislados, erguidos, perdurables. No se propone este libro (me parece que está claro) ser un manual de Valle, sino más bien un texto aventurero que toma atajos, camina largo y se para donde quiere. De Valle buscó lo esencial, lo total, lo inconfesado y lo inconfesable. Eruditos y pedagogos no tienen nada que buscar aquí. Como ya se ha expuesto en este libro, el maestro Lázaro Carreter considera que Tirano sigue siendo una novela modernista, y al tono expresionista de la novela él prefiere llamarlo «impresionista». Se trata, en todo caso, de un impresionismo duro. Esta obra única, solitaria, reúne dos grandes novedades en la producción de Valle: un tema inédito, el caudillaje, y un estilo nuevo: el expresionismo/impresionismo. Digamos que el caudillo americano, el tirano hoy típico y tópico, es todo lo contrario del señor feudal que había tratado Valle en su novela y teatro. El señor feudal también es tiránico, pero está aureolado de dinastías y conserva un estilo medieval y casi monárquico de gobernar. Todo esto no supone nada, claro, pero es así. El caudillo americano, por el contrario, es improvisado, hortera, y generalmente procede del pueblo, lo que le hace doblemente culpable, ya que está traicionando y explotando a su clase de origen. Valle había conocido por la historia y la convivencia a los «espadones» españoles, pero el caudillo americano, generalmente civil (aunque jefe o rehén del ejército), es una figura política nueva que interesa mucho a nuestro escritor. Y a esta figura la simboliza en Santos Banderas, que tiene algo de verdugo y algo de sacristán. Su primera campanada política, digamos, la da Valle con un hombre de otro país, con un modelo de gobernante que le parece infame, peligroso y nuevo. El esplendor creativo de Tirano Banderas viene de que don Ramón ha dado con un tema nuevo, con un personaje distinto. En Santos Banderas reúne muchos caudillos americanos, y en la prosa de la novela reúne, de manera coherente con el tema, muchos dialectos de Hispanoamérica. Durante la dictadura franquista se explicaba este libro como un ejercicio de mestizaje lingüístico, sin entrar para nada en el asunto, tan semejante al que nosotros estábamos viviendo. Pero es cierto que Valle encontró en México la cuarta dimensión de su prosa, en aleación con otras. Esto supone en sí un enriquecimiento literario y artístico suficiente, pero además está significando una asunción del pueblo, del poblaje, de las poblanías americanas y abandonadas, del nativismo y el indigenismo, al mestizaje y el español de España, barroco todavía, fililí y mordoré, algo Churriguera, como las iglesias y palacios que allí alzaron los españoles. Esta totalidad del caos, este caos hecho totalidad, consigue Valle ceñirlo a una novela geométrica, cinética, expresiva, dialogada, violenta y justa. Lázaro Carreter ha hecho notar, como tengo contado aquí, que Valle simplifica su estilo en esta novela, y en lugar de espuelas de plata escribe «espuelas plateras» (es un ejemplo entre mil, aunque quizá lo repito ahora). Lo que hay que preguntarse de nuevo es por qué a Valle le entra esta urgencia expresiva, este fervor lacónico, cuando siempre ha sido un demorado acuñador de su estilo. Para mí está claro que el expresionismo supone concreción, eliminación de partículas muertas, urgencia mental. La brevedad aumenta la sorpresa, en el drama como en el humor. La compresión acumula fuerza. Así trabajan los pintores expresionistas y así trabaja Valle en Tirano, en El ruedo y en alguna parte de su teatro. Lo cual no quiere decir que renuncie a ningún hallazgo o posibilidad nueva en el decir, sino que el período largo y modernista lo ha superado y sustituido por un período corto e «impresionista» (aquí el acierto de Lázaro Carreter). Pero esta nueva escritura no responde sólo a una renovación estética, sino que nace de (o hace nacer) un tema, motivo o cosa que, por su naturaleza subitánea (los fusilamientos, por ejemplo) requiere expresión asimismo subitánea. La urgencia expresiva de Tirano Banderas es mucho mayor, más crispada que la de El ruedo, porque se narran realidades mucho más apremiantes, un tiempo celérico en el que puede pasar todo. Admirable adecuación, pues, entre palabra y acción, entre texto y tiempo. Si no se lee así Tirano Banderas más vale no leerla. Esta novela es el éxtasis expresionista y esperpenticio de Valle. Lo que viene después resulta relajado. Así como Flor está escrita en Aranjuez y de un tirón, lo que explica su pianíssimo, Tirano Banderas está escrita bajo las abrumaciones asesinas y revolucionarias de un país sin hacer (aunque ya lejos de ellas, claro). Y esto también explica que el instinto novelístico de Valle le lleve a comprender que la primera fuerza de su relato ha de estar en la sintaxis, más que en lo que cuente. Santos Banderas es un esperpento, sí, pero un esperpento que le sirve a Valle para descubrir o reinventar la estética del laconismo, el preciosismo de lo feo, las infinitas demoraciones de la prisa, el estilismo de las cuatro palabras. La novela es de construcción sencilla y asunto leve y sangriento, pero el pueblo vive en ella por el lenguaje, unos diálogos que, sean mexicanos o no, tienen sabor a campo, guerrillero, inminencia y sangre. El embajador de España es el contrapunto fililí (rimado con la arquitectura) que necesita esa realidad en prosa, esa prosa «realista», para cobrar aún más fuerza. Santos Banderas, como hemos dicho, supone una forma de poder que se parece poco a la de los «espadones» españoles. Todo un hallazgo para Valle, toda una denuncia y todo un género. Él lo dejó ahí, ya hemos explicado en este capítulo por qué, pero Tirano es una novela fundante que daría lugar a un género, flor de caudillaje, que va de Asturias a García Márquez, de Roa Bastos a Carpentier, etc. La gran novela americana, en fin. Valle deja más discípulos en América que en España. El espadón es cortesano, intrigante, y tiene un fondo republicano, contra la monarquía que sirve. El espadón es aristocracia al servicio de la Corona, pero con vocación republicana de pueblo. El caudillo americano es pueblo al servicio del capital, la oligarquía, los Estados Unidos y la colonia española, que llegó a odiar y linchar (en intención) a Valle, contra los tratadistas y mandarines de la cátedra que sostienen todavía que el revolucionarismo de Valle (hoy estaría con Chiapas) es pura y mera alharaca. Tirano Banderas, pues, nace de un descubrimiento político. A Valle, como a otros escritores, le fascina el político como personaje literario, aunque sea para destruirlo. El político es el último hombre épico de nuestra civilización marengo, para bien o para mal, ya que todavía decide sobre vidas y haciendas, es «el hacedor de lluvia», el hacedor de la realidad en los periódicos. Por eso Valle tiene poder para condenar a un ministro o un rey al noveno círculo del infierno, y lo ejerce. Poder del «esteticista» que no tuvieron ninguno de los novelistas del galdonaturalismo precedente y consecuente. Valle, hemos dicho, se inventa una sintaxis urgente para narrar el crimen de Estado. Goya, su maestro, se inventa una pincelada urgente para pintar los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid. ¿Algo más? 22. El ciclo militar Lo que llamo el ciclo militar de Valle comprende, aparte obras menores, las Comedias bárbaras, La guerra carlista y La media noche. Ya hemos dicho aquí que Valle tiene una concepción militar de España, o la tuvo hasta muy tarde, y para él el país iba mal porque los militares eran malos (noventayochismo), y el país hubiera ido bien con militares buenos. En su segunda etapa, Valle da la vuelta a este concepto militar de España, descubre la República, el socialismo, el marxismo, el anarquismo y la revolución. Entonces ya los generales son malos y risibles por naturaleza, como institución, y es cuando les aplica el trato esperpenticio. En La guerra carlista es donde su militarismo se hace más evidente, contra el republicanismo latente de Madrid. Pero también aquí hay graduaciones. El primer tomo de La guerra, «Los cruzados de la Causa», es fanático y beligerante. Bradomín se convierte en un agente activo del carlismo (como lo había sido en alguna de las Sonatas) y anda en un alijo de armas. El clero, el pueblo, los señores feudales están en la Causa. Los campesinos y hasta los bandoleros. Este primer tomo de la trilogía tiene el encanto de que transcurre en Galicia y todo lo que ve y cuenta Valle nos sabe a familiar. El episodio termina mal, pero el espíritu carlista no decae en ningún momento, con su ingenuidad y su disparate. La novela transcurre en dos niveles: el político y el vernáculo, digamos. Toda la parte política tiene mucho asunto, pero queda mi poco teatral (o cinematográfica, hoy) en su trama y, sobre todo, en el carlismo sin fisuras de cualquier personaje. Esto contrasta con la visión más realista y minuciosa que vendrá luego. El otro nivel, el vernáculo, está en el pueblo, claro, y en Montenegro. Montenegro quizá ya se haya dicho aquí que es un señor feudal con «mando» de capitán general. Un poderoso vinculero. El militarismo visual y vistoso de la novela lo dan los cruzados de la Causa, los conspiradores carlistas (con algún cura trabucaire). Pero el militarismo profundo, raigal, constitutivo de la España que conoció Valle, está en los señores feudales: Montenegro. Montenegro viene, efectivamente, de obispos y guerreros (o imaginativamente), y en su presencia y actitud de gran señor tiene mucho de los capitanes de los Tercios de Flandes. En Montenegro vemos una España arcaica que todavía es militar, porque hubo siglos en que sólo se podía ser general o concubina. El militarismo de Montenegro me parece más hondo, histórico y significativo que la farsa improvisada de los carlistas. Montenegro viene, digamos, de Carlos V. Los carlistas sólo vienen de Carlos VII. Valle vio de niño a estos señores feudales, y lo confiesa, llenos de poder, gloria y abuso, y esto estructura en su cabeza una noción militar de España que le acompañaría mucho tiempo para lo bueno y para lo malo. En toda la obra de Valle hay más referencias a lo militar (para bien o para mal, repito) que a ningún otro estamento. El referente militar es buen dato en cuanto a que Valle no se plantea en su juventud problemas de justicia social, libertad, reparto, monarquía o república. En su obra hay muchos más militares que abogados, banqueros, ministros o jueces. Efectivamente, aquella España estaba muy militarizada y ése era uno de sus males. Pero Valle tarda en comprender que la solución no es una regeneración profunda del ejército, sino una puesta del ejército en su sitio y una emergencia unánime de la sociedad civil (república). Montenegro, aparte de ser el gran referente militar de Valle (sin militar en nada), es, como ya se ha dicho aquí, «todo un carácter», el gran carácter que necesita Valle para expresarse él mismo, que también practica cierta arrogancia militar que luego desviaría hacia el dandismo. Bradomín, sí, viene de Casanova (y de Sade), y Montenegro viene de Shakespeare, del feudalismo y de la guerra. Luego protagonizará las Comedias bárbaras. Bradomín es el que Valle hubiera querido ser y Montenegro es Valle, un Valle sublimado, exagerado y cruel, pero está fabricado como personaje con pulsiones muy subjetivas del escritor, aparte el aire de rey Lear que va tomando en las Comedias. En la trilogía carlista consigue Valle una superación del estilismo de las Sonatas, un torno más cercano a Balzac, a veces, un acercamiento lírico a la realidad muy en el tono de la novela tradicional. Estilísticamente es una obra menos subversiva que las Sonatas, pero más canónicamente novelesca, aunque ya renovadora en el montaje de las secuencias cortas. Balzac se manifiesta sobre todo en «el retorno del personaje», aquel gran invento balzaquiano. Sobre un fondo brujuleante de pueblo y soldados, Valle juega con muy pocas figuras que van cambiando de plano, plásticamente, de manera que cada una tiene su momento, su protagonismo y su sombra. Esta trilogía es mucho más novela que las Sonatas y Valle encuentra aquí y realiza un pacto entre el modernismo y el naturalismo, presidido ya por una gran madurez de prosa, ritmo y realidad. Nunca he visto esta trilogía valorada como texto único, que lo es, y supera el artificio de las Sonatas. El carlismo nace de un equívoco dinástico. O de un cisma, cuando unos borbones se hicieron modernos, liberales, parlamentarios, y otros se enrocaron en la tradición más quietista y fanática. Esta rama fanática da el carlismo y es entonces que Carlos VII dice: «No se puede ser carlista sin ser católico.» ¿Era carlista Valle, era católico? Todo ello de una manera, como sabemos, muy superficial y estética. Empero, cuando describe a la familia «real» llega a extremos de cursilería inauditos en él. Fernández Almagro dice que la guerra carlista es una guerra del campo contra la ciudad. Aquí hemos escrito que el carlismo de Valle es ante todo un antimadrileñismo. Viene a ser igual. Pero pronto descubrirá Valle, en el segundo tomo de La guerra, que el carlismo está sirviendo de estandarte a los viejos señores feudales y sus intereses, con gran engaño para el pueblo combatiente, como ya se ha dicho aquí. Es entonces cuando nuestro escritor pierde su fe monárquica y va abandonando la Causa. Pero en la novela no lo hace directamente, claro, sino a través de la madre Isabel, de la familia de los Bradomín y Montenegro, que, viendo la guerra de cerca, comprende que no es precisamente el momento épico y hasta religioso que ella esperaba, sino una matanza ruin por ambas partes, entre la orgía y el cinismo. Esta monja lúcida y aristócrata va sintiendo que el mito empalidece dentro de ella y que por el camino de la sangre no se ennoblece ninguna causa. Para entender bien La guerra hay que tener en cuenta que en las Sonatas hay ya mucho carlismo. De este carlismo modernista al más realista y crudo y ambiguo de La guerra va todo el proceso de desencanto de Valle (nada en él es tan exterior como él mismo pretende). De acuerdo con la visión despoetizada de la guerra, que está en los dos últimos tomos de la trilogía, la prosa se va haciendo más dura, más realista, más atroz y descriptiva. La prosa de Valle nunca es rica en metáforas, contra lo que se piensa de un modernista. El modernismo en sí nace más de la música que de la imagen, aunque la imagen se la aporta el simbolismo. La metaforización de Valle, feliz, inesperada y renovadora, no es precisamente el rasgo esencial de su escritura. Si hubiéramos de fijar ese rasgo, se diría que Valle es un descripcionista original, afortunado, audaz, renovador, pero su gran registro está en el adjetivo, el neologismo o el arcaísmo, y por supuesto el popularismo. Valle es un revolucionario de la sintaxis más que de la imagen. Rico en imágenes, como no podía ser de otro modo, lo que personaliza su estilo y revoluciona el castellano es la sintaxis, tomada a veces del pueblo (muchas) y a veces de los antiguos. Valle es todo menos un almacén de metáforas modernistas. Pocas veces he visto explicado esto en los estudiosos de la prosa de Valle. Nos lo dan todo como un lote luciente, pero sólo el adjetivo y el giro sintáctico personalizan esa escritura y la hacen subversiva. Me importa subrayar el descriptivismo de Valle, que está en todas las épocas y maneras de su estilo, porque apenas se ha puesto el acento en ello. El que parece que se dedica a hacer volar las palabras como mariposas o batalla de flores, es en realidad un minucioso descriptivista que conoce la realidad de las cosas, de las personas, los detalles de la naturaleza, de la ropa, de la arquitectura, todo. Valle, digamos, es un «realista» recamado de modernista. Sólo con su profundo conocimiento visual y tectónico de las cosas podría haber llegado al preciosismo primero y al expresionismo después. Dijo Picasso (o no lo dijo) que para desdibujar hay primero que saber dibujar. Para convertir un guijarro en una joya, como Valle, hay que haber amado y observado mucho la conducta mineral del guijarro. Valle es tan realista como Galdós, sólo que no nos da las cosas en crudo (ese tono crudizo de «La Camerana», tan galdosiano), sino muy elaboradas para que sean más ellas y más de él. Valle descubre la joya que hay en cada piedra, pero también la piedra que hay en cada joya. Todo esto se dice aquí, ahora, y no antes ni después, porque es precisamente en La guerra carlista donde Valle pega el salto silencioso hacia una versión más inmediata y caliente del universo y los hombres, tras las frías tersuras sonatinas y modernistas. Valle (otra característica de su estilo) no deja nunca un capítulo desflecado, terminado de cualquier manera o en vista panorámica, sino que incluso a las escenas corales les encuentra un matiz personal, musical, minutísimo, que cierra el fragmento como un signo de oro. Esto es lo que lleva a Gimferrer a sugerirnos, y con razón, que el amor al fragmento puede paralizar la acción, romper la continuidad, pero hay que tener en cuenta que Gimferrer se está refiriendo sobre todo a las Sonatas. En La guerra Valle tiene ya una sabiduría narrativa que le permite un «montaje» (en el sentido cinematográfico) de las escenas cortas, haciendo una narración picada y visual que tiene algo de la novela y del cine norteamericanos. Valle es nuestro narrador más vanguardista, pero esto tampoco suelen decirlo los críticos ni los Fernández Almagro, tan retardones. La secuencia corta con primor final, detalle como obvio, lujo, son dos rasgos característicos de una de las maneras más brillantes de la novela del siglo XX. En Valle los encontramos con una precocidad que desconcierta. Galdós ha quedado ya muy atrás. Y quizá el modernismo también. Estos hallazgos, no hay que decirlo, son comunes a la novela y el teatro, a partir de un punto. Como quizá ya ha quedado claro, el amortiguamiento de la Causa carlista en Valle no supone una modificación del concepto militar de España. Este concepto lo salva todavía Valle en su personaje Cara de Plata, que es el renuevo de las tradiciones con pujanza y modernidad. El hermoso segundón de los Montenegro hace la guerra y canta la tradición con un ímpetu que promete continuidad y salva el concepto del militar noble, valiente, ejemplar, con más creencias que ideas, pero muy caballero y muy arrogante. Quizá Cara de Plata, en La guerra y en las Comedias, sea el último esfuerzo de Valle por cifrar lo militar en el alma de España, por renovar su fe guerrera, su quijotismo, digamos. Valle no habla de otras salidas al drama de España que la salida militar. Cara de Plata, más que un galán es un símbolo de la milicia ejemplar y brava que sueña Valle. De hecho, a la vuelta de su anarquismo y revolucionarismo, ya viejo, Valle escribe casi hasta la muerte sobre temas militares, y concretamente da una serie a la prensa sobre el asesinato de Prim donde, como ya se ha dicho aquí, aporta muchas más verdad y documentación que Galdós sobre ese oscuro asunto. Los temas militares fueron siempre para Valle los grandes temas de España. Ya hemos dicho que en El resplandor de la hoguera, segunda novela de La guerra, el escepticismo del escritor se deja ver sabiamente a través de la madre Isabel, una monja singular, todo un personaje de la raza de los Montenegro. Esto quiere decir que Valle ha descubierto la picaresca de la guerra, en ambos bandos y en todos los niveles sociales, del general al pueblo. Morirá su carlismo, pero no su militarismo. En este segundo tomo se apuntan los que luego serán «gerifaltes de antaño» (tercera y última novela): Miquelo Egoscué y el cura Santa Cruz. Un pastor heroico y un cura sanguinario. Los carlistas se dividen entre sí con cismas y caudillajes menores. La guerra está perdida. Miquelo es el campesinado que se improvisa en guerrero. Miquelo es un carlista elemental y un capitán eficaz. Valle no pierde nunca la fascinación por estos «caballeros andantes». Parece muy convencido de que son los que pueden salvar España, la España tradicional, más arcádica que «social», que él llevaba todavía dentro. Miquelo es noble, improvisado, listo, audaz, montesino y generoso. Pero acabará engañado por otro gerifalte, el cura Santa Cruz, cada uno con su partida de hombres. Miquelo, en cierto sentido, forma pareja con Cara de Plata en cuanto a la simbolización del militar «natural», digamos, frente al militar de academia que envía Madrid. Valle cree que en cada joven labriego español, pastor o señor, hay un guerrero como los antiguos. Esta lirificación del pueblo como milicia hoy podría parecemos «fascista», pero en Valle viene de las novelas de caballerías, del Quijote (Sancho el escudero viviendo de ideales) y de la propia historia de España, que él lee a su manera. Decididamente, el pastor y el guerrillero son más nobles [tara Valle (pie el político de Madrid. Son ángeles beligerantes y de ellos espera la salvación militar de España (de lo demás no dirá nada hasta la segunda parte de su vida). Valle apuesta por el buen salvaje, que no es precisamente roussoniano, sino altivo, violento y aristocratizante incluso entre las castas del pueblo. Todo esto, sí, es novela de caballerías, pero le permite a Valle (que quizá lo exagera) hacer con grandeza una novela y un teatro rural que se ratifican en el fondo de su alma campesina, en la entraña galaica y profunda de la memoria personal/colectiva. Valle, como tantos idealistas (quizá sólo lo es literariamente), está confundiendo el futuro con el pasado de oro, un pasado que seguramente nunca existió. Lo que más le importa en ese momento, pienso, es completar su hermosa trilogía de la guerra carlista, que a fin de cuentas es para él un tema más que un problema. La diferencia entre tema y problema la veremos en seguida. Cara de Plata es el soldado noble en todos los sentidos de la palabra. Es la grandeza feudal de una España militar y perdida. Miquelo es el personaje, el pueblo que rima con ese militarismo de los señores. Valle describe con realismo la corrupción del ejército liberal y ahoga en fantasía a estos héroes espontáneos y jóvenes que son Cara de Plata y Miquelo Egoscué. Ambos tienen mucha verdad humana y novelesca, pero como símbolos de un sentido de España quedan convencionales, arquetípicos, y todo arquetipo es sospechoso y poco eficaz literariamente. Asesinado Miquelo por Santa Cruz, habría que pasar al cura, a los más atroces gerifaltes de la guerra, que fascinan a Valle (olvidado todo idealismo) porque le expresan de alguna forma y le dan mucho juego literario. Ya hemos dicho que Valle se maneja mejor con caracteres fuertes, como el suyo propio. Santa Cruz es la derrota de la Causa desde dentro por ambición y traición, por una mezcla de cálculo y fanatismo, pero todo esto es justamente lo que atrae a Valle y le lleva a dibujar en este personaje quizá la creación más importante (y lograda históricamente) de esta gran trilogía. Vemos, pues, cómo el carlismo y su guerra van pasando en Valle de problema a tema, de vivencia coral a asunto personal. La confusión tema/problema es común a toda la literatura y hay que estudiarla aparte y ahora mismo, pues que en Valle se da muy vivamente. El gran tema es siempre la estetización de un problema. Jorge Manrique tiene un «problema» con la muerte de su padre. Da salida a su dolor escribiéndole unos versos que luego se harían inmortales. Pero en cuanto empieza a escribir, en lo que se afana Manrique es en conseguir un buen poema. El problema ha pasado silenciosamente a ser un tema. Así ha ocurrido siempre con el tratamiento de los avatares humanos y más y menos que humanos. En cuanto el problema se somete a música, pintura o literatura, queda objetivado como tema. Hemos sustraído el problema. Lo que importa ya es la obra. El problema se hace soluble en su tratamiento. ValleInclán tiene un problema, el problema de España (noventayochismo), que trata de resolver mediante la fe carlista. Para ello escribe una gran trilogía novelesca sobre las guerras carlistas. Pero desde las primeras líneas le importa ya más la trilogía que el carlismo. Y quizá desde antes. Valle había vivido de niño la secuela de esas guerras y llevaba su dolor y convicción en la memoria infantil. Cuando decide hacer con eso una novela, o varias, el problema ha calcificado ya como tema. El escritor, todo escritor, está siempre buscando grandes temas. Intelectualmente, Valle comprende pronto que no podrá sostener durante unos cientos de páginas el mito carlista, en el que ya no cree por haber conocido su mentira y porque su pensamiento adulto ha evolucionado. Es entonces cuando tiene el valor de darnos el revés ruin de la guerra, hasta acogerse al caudillismo de los «gerifaltes de antaño», que resultan mucho más novelables. Valle, pues, principia esta trilogía como una novela coral (género muy suyo) y la termina como un estudio personalista de caracteres: Santa Cruz y Miquelo Egoscué, cuyo antagonismo ya hemos reflejado aquí. Cara de Plata también le da mucho juego como personaje, pero la guerra va quedando al fondo, como tapiz, mientras emergen las individualidades. Así se salvan estas novelas, sobre todo la última, como totalidad. Pero el canto a la Causa queda frustrado, como no podía ser menos. Este proceso de la transformación del problema en tema es muy común en todas las literaturas. Uno diría que es la sustancia misma del escribir. Mala novela es la que resuelve el problema y nunca lo eleva a tema literario. La buena novela completa el tema literario, lo cumple, y se olvida del problema. La literatura no es una obra de caridad, y menos un panfleto. De ahí el equívoco de la novela política, militante o panfletaria: que, en ella, el problema está siempre asfixiando el tema, no lo deja medrar literariamente. Con lo que no tenemos una buena novela ni un gran discurso político, sino un engendro que hasta puede ponerse de moda, lo que significa que pasará pronto. La trilogía carlista de Valle va creciendo y mejorando del primer tomo al último, contra lo que suele ocurrir. Tales crecimiento y mejora se producen en la prosa, los tipos y las situaciones a medida que Valle renuncia a hacer un panfleto para hacer una novela de guerra a la manera de su amado Tolstoi, aunque en contraposición estética a Tolstoi. Contraposición estética y ética, ya que el ruso iba de apóstol y Valle se sitúa muy lejos de todo apostolado, salvo su apostolado del dandismo, que es la aureola de toda su vida y obra. En el segundo y tercer tomo de La guerra carlista Valle consigue, como hemos consignado anteriormente en este capítulo, algunos de sus mejores momentos novelísticos y, lo que más nos importa, una madurez de narrador, una serenidad superadora, un «realismo» de gran poder plástico y fino sello «modernista», que puede ser un buen paso hacia el expresionismo venidero. A riesgo de insistente, repito que el valor de esta trilogía como roboración del Valle novelista no ha sido apuntado, me parece, con todo el énfasis necesario. La obra suele pasar entre las Sonatas y las Comedias como un trámite carlista, pero Valle nunca hizo nada mejor en novela, salvo la tardía El ruedo. Esta serenidad de narrador — ¿tolstoiano?— no se volverá a dar en él, aunque quizá salgamos ganando con el expresionismo nervioso y brutal de El ruedo. Baroja y Unamuno se ocupan novelísticamente del cura Santa Cruz. Ambos nos narran al personaje. Valle, por el contrario, nos lo presenta vivo, hace que sea él mismo quien irrumpa en la novela matando y guerreando, yendo y viniendo, avanzando y retrocediendo. Santa Cruz habla con una mezcla de labrantín y zorro guerrillero. Aquí vemos claramente que Valle es mucho más novelista que sus compañeros de generación, y sobre todo más moderno, más actual y flaubertiano. Su Santa Cruz está mucho más vivo que el de los otros dos porque es un hombre actuante, no una papeleta novelada. ¿Quién llega a la verdadera personalidad de Santa Cruz? Seguramente nadie. Pero Valle consigue, al menos, un hombre real, un personaje humano, atrozmente humano. Los otros no. Santa Cruz se convierte así en un test literario para demostrar de una vez por todas cómo Valle supera en eficacia y modernidad a los otros narradores del 98. Valle sabía, quizá sin conocer la consigna de Flaubert (que al fin y al cabo se la da a su amante en una carta, como de pasada, dentro de un epistolario que ha salido a la luz mucho más tarde), que la eficacia de la novela, y su honradez, está en dejar que los personajes actúen y las cosas sean. En presentar y no en narrar. Baroja y Unamuno redactan. Valle escribe, que es verbo mucho más vital. Santa Cruz tiene para Valle, como otros personajes que ya hemos visto, el prestigio (negativo) de ser un militar de paisano, un militar nato, un hombre con el arte de la guerra en la cabeza. En él, como en Montenegro y Cara de Plata, encuentra Valle un cruce de pastor y caudillo que siempre le ha fascinado, pues éste es para él (lo fue mucho tiempo) el hombre original de España, militar de alma, frente a los militares de academia que manda Madrid, como ya hemos dicho. Santa Cruz es asesino y traidor, pero tiene en sí el genio de la guerra. Por herencia literaria y quizá por temperamento, Valle cree todavía en que estos hombres son los que pueden salvar España, y no los políticos liberales del Ateneo ni los retóricos del Congreso. Ni mucho menos los «espadones» de Isabel II, que principian por traicionarla a ella misma. Así las cosas, toda la trilogía se desnivela hacia el cura, en el tercer tomo. Cura Santa Cruz, lo llama Valle, y no Manuel Santa Cruz, como Baroja y Unamuno. Ya en este detalle se muestra don Ramón más intuitivo para la fuerza y elocuencia de los nombres, un valor literario que también ignoraron sus contemporáneos. La guerra se disipa en ambos bandos, todo es ruina y mentira, pero Santa Cruz es un personaje épico y cruel en el que se centra Valle, salvando así su novela y escribiendo mejor que nunca, ya que el carácter militar y literario del Cura le fascina. Valle, como Shakespeare, sabe que sólo con los grandes malvados se hacen buenas historias. Y todavía le queda otro pequeño personaje de su «familia». Es Agila, el soldado aristócrata y sádico que arroja a una tía suya por una escalera de piedra, en puro acto gratuito, gideano, anterior a Gide. Aunque Valle sea tolstoiano, Agila tiene más de Dostoievski. En Agila renace, recrudecido, el sadismo de Bradomín, que duerme en Valle. Más una crítica de los soldados liberales que van contra su propia tradición familiar. La crueldad gratuita y feble de Agila hay que confrontarla con la crueldad fanática, patriótica, sagrada, del Cura (quizá sólo de eso se trate), para que, por contraste, quede más alta la grandeza del caudillo asesino, del gerifalte traidor y genial, que tiene en sí el genio y la sangre de la guerra. Algún intelectual de la época de Valle, fascista y extranjero, llega a escribir que «la guerra es la única salud del mundo». Valle, pues, está en este momento muy cerca de un prefascismo ignorado, y esto le da más valor a su posterior giro hacia el republicanismo libertario. Frente a Agila, el niño asesino, el Cura es el militar que mata y sabe por qué, y no sólo a sus enemigos, sino también a sus amigos ya inútiles o sobrantes (hegemonía). Valle está en plena concepción militarista de España, como se expresará en Voces de gesta. Literariamente, Santa Cruz y Miquelo Egoscué, otro militar «natural» de los que da el pueblo, están diseñados por Valle, puestos a vivir, con perfección, agudeza y sabiduría novelística tales que suponen la madurez absoluta del autor. Después de esta plenitud vendría el exceso genial, el esperpento. Las «Comedias» Las Comedias bárbaras suponen quizá el planteamiento teatral más ambicioso de Valle, aunque hay, como sabemos, otras trilogías en su dramaturgia. Es ésta una obra de temperamentos en sus tres partes, y ya hemos dicho y repetido que Valle luce más en los temperamentos fuertes. Montenegro y el abad de Lantañón, que además son familia, representan dos grandes creaciones de Valle, aunque el abad desaparece pronto de la trilogía. Pero es realmente un abad del demonio, lo que ya promete todo un carácter. Valle insiste en llamar hidalgo a Montenegro, así como a otros semejantes de que tiene noticia, pero aquí me parece que hay un equívoco valleinclaniano, porque el hidalgo clásico español es un equivalente del moderno burgués, un hombre pobre y pacífico, con más apariencia que posibles. En la picaresca y en Cervantes hay hidalgos «que tuvieron palomares en Valladolid». El mismo don Quijote es un hidalgo de mediano pasar, y desde luego muy pacífico (toda su violencia es fantasía, sueño y locura, como vemos al final). El hidalgo castellano no responde a las constantes de Valle. Valle llama hidalgo al señor feudal de horca, cuchillo y derecho de pernada. Si el hidalgo castellano sería el burgués actual, el señor feudal es algo así como el precedente del capitán general, como ya hemos dicho. No vale con la trilogía el recurso analítico de las «dos lecturas». Porque la lectura realista nos dejaría cada pieza en un dramón rural con mucho asunto, poca sustancia y bastante folklore. Las Comedias admiten una sola lectura, que es la simbolista. La no/realista. La trilogía es grande por esto, y universal. Empecemos por decir que eso no es Galicia. Es una Galicia transverberada, sutilizada, «artificial», poetizada. Es una geografía mágica. Insistir en los valores galaicos de la trilogía (y esto es extensible a Divinas palabras y otras piezas) nos parece recurrencia realista, casticista y perjudicial para un teatro que viene de Maeterlinck tanto como de Shakespeare o más, porque la influencia de Shakespeare, concretamente de Lear King, es hora de tasarla en su justa medida. ¿Qué teatro moderno no viene de Shakespeare? La influencia inmediata y concreta de las Comedias es otra: Maeterlinck y el simbolismo. Así, esa Galicia es un país visto del revés, reflejado boca abajo en un río. La Galicia de Valle en su teatro «gallego» está vista no directamente, sino en el río simbolista que todo lo transforma y vuelve. Esta es, en realidad, la magia del teatro. El escenario debe ser río fluyente en el que vemos reflejadas las cosas, las personas, los paisajes, las almas, las palabras. Sólo el teatro realista sustituye el río transcurrente de la vida y la imaginación por un río duro y quieto de madera. Ahí está toda la diferencia entre el realismo y el otro teatro, que es todo, el universal. A los griegos y a Shakespeare hay que verlos en el fondo de un río. A Galdós y Benavente sobre un tablado de madera, aunque este último lo llamase «de la antigua farsa». Se equivocaba. La antigua farsa griega no era realista. Nuestros clásicos españoles hay que decir que muchas veces se quedan en el maderamen, salvo Calderón. El verdadero teatro nunca ocurre en un teatro, sino en un río, y esto lo lleva a sus últimas consecuencias el simbolismo, que consigue así su mayor y mejor revolución/revelación haciendo patente lo que siempre habíamos intuido. El teatro es el mundo al revés, un revés poético. El teatro jamás debe ser la realidad, quiero decir, sino el otro lado de la realidad, como la poesía es el otro lado de la prosa. Como dijo Rilke que «la música es el otro lado del aire». Valle-Inclán, naturalmente, tiene todo esto muy claro o muy oscuro. Por eso aspira a un teatro operístico. La ópera también tiene que suceder en los salones del agua, por reflejo. Una ópera realista sería algo intolerable. El agua, el río de la ópera es la música. ¿Pero cómo hacer pasar el río en un teatro sólo hablado? No en vano don Ramón quería hacer de Romance de lobos una ópera. Así, su Galicia está vista en un espejo andante, y esta magia sostenida que invierte las cosas es lo que hace milagrosa la trilogía, porque de otro modo, ya digo, nos quedaríamos con un dramón rural y costumbrista. Valle no ha temido manejar estos elementos porque desde la primera acotación ya los está pasando por la laguna honda del simbolismo, desde la palabra a la imagen. Dicho esto, el lector comprenderá que el pobre recurso de una «doble lectura» para superar la realidad mostrenca es un truco de erudito, pero no un sueño de artista. Veamos de cerca las Comedias. El abad es abad del demonio. Los hijos son contrahijos, enemigos del padre, incluso Cara de Plata, el más filial, por causa de un amor. La virginal Sabela es barragana de su padrastro Montenegro. Y prefiere el amor de un viejo al de un joven como Cara de Plata. Montenegro es el militar inverso que no milita. El mundo al revés, como diríamos vulgarmente. El mundo visto en el reflejo de un río, más bien. Lo primero que nos da esta inversión es un anti— psicologismo. Autor de grandes caracteres, Valle no desea, empero, crear conflictos de acuerdo con el ya viejo psicologismo. La inversión de las realidades mostrencas le salva de ese peligro. Guando renunciamos a la vía psicologista, positivista, realista, no nos queda otra vía de conocimiento que la simbólica, mágica, metafórica, poética. Invirtiendo todas las cosas, cada cosa es metáfora de sí misma y por tanto es arte, no realidad artesanalmente trabajada. Esto que digo, obviamente, atañe a la trilogía completa. Fuso Negro es un loco en el «dramatis personae» de Valle, pero en realidad es el demonio. Otra inversión. El demonio es la inteligencia por antonomasia, el pecado de la lucidez (Lucifer), pero su apariencia, en Valle, es de pobre loco. Con este entendimiento de las Comedias nos parece que queda abolida toda la dramaturgia tradicional de la obra. Pasamos de Shakespeare a Maeterlinck, a D’Annunzio. Lo resumo en una frase anterior: esa Galicia no es Galicia, y todos lo sabemos. Ese lenguaje popular no es el lenguaje del pueblo, sino un milagro de palabras reflejadas en el río. La voz del río. El diálogo suena ya de otra forma, con más valores metafóricos que dramáticos. O se adopta esta «lectura» única de las Comedias o nos quedamos en el dramón por episodios. Uno escribe todo esto para devolver a la trilogía su frescor fluvial. Espejo deformante del esperpento. Espejo poetizador del río. Parece que Valle tenía en la cabeza la idea balzaquiana de los grandes ciclos narrativos o teatrales, aunque sus estéticas sean tan distintas. Una prueba de este «préstamo» balzaquiano es la práctica del «retorno del personaje», en este caso Cara de Plata, como en otros Bradomín o Montenegro. Las Comedias son ricas en acotaciones. Esto de las acotaciones se ha considerado siempre un lujo antiteatral de Valle, por lo literarias y excesivas. Pero es que se ignora su origen. Valle, dispuesto a vivir de la literatura, pero resistente al artículo de actualidad improvisada, va mandando a los periódicos fragmentos de su obra en marcha, sólo por cobrarlos, naturalmente, y a veces no sabe si lo que está escribiendo es una novela dialogada o una comedia con mucha literatura. Por eso en estas entregas periodísticas vemos a veces una indicación de género, «novela» o «comedia», que luego ha quedado como todo lo contrario. Quiero decir que Valle dialoga mucho sus relatos y acota mucho, y muy literariamente, su teatro, porque en realidad no sabe qué va a ser aquello al final. La urgencia monetaria le lleva a estas indefiniciones, y es estupefaciente que la obra creadora más completa, compleja y elaborada de nuestro siglo, haya nacido como criatura hermafrodita, de la que el propio autor no conocía el sexo ni siquiera cuando organizaba sus obras completas. De ahí el doble perfil de sus novelas y dramas. Gracias a los directores de teatro, a los eruditos y a todos los valleinclanianos, se ha conseguido luego decidir si una cosa era de un género o del otro. Pero como había siempre genio, y en todo, la utilización posterior de un texto ha resultado satisfactoria en cualquier sentido. Valle, pues, crea un género nuevo, o varios, la novela teatral o el teatro novelado, por imperativo económico de vender como libros o piezas periodísticas fragmentos de su obra total. Con lo que venimos a la conclusión de los primeros economistas y sociólogos en cuanto a que la estructura monetaria de un país puede determinar hasta el carácter y modalidad de una obra literaria, por razones personales, sociales o dineradas. La sociología de la literatura es una ciencia que habrá que emprender alguna vez.[9] En las Comedias nos asombra, deleita y completa la riqueza literaria de las acotaciones, pero debemos recordar que no son un capricho del autor, sino un ingenuo truco crematístico para vestir de novela un drama, o a la inversa. Valle podemos decir que se empieza a poner en valor en los años 60. En 1966 presenta Adolfo Marsillach Águila de blasón, con buena acogida de público y crítica, salvo de ABC, es decir, de su crítico teatral de entonces, Garlos Luis Álvarez, que terminaba su reseña diciendo: «El teatro de ValleInclán está muerto, muerto y muerto.» Escribiendo este libro, la otra noche asistí a una reposición de Luces de bohemia por Tamayo, y Álvarez, Cándido, estaba en primera fila. Parece que Valle ha seducido incluso a este inteligente periodista. Pero la reacción contra Carlos Luis Álvarez, antaño, fue muy fuerte en la prensa «de izquierdas» (época de plena censura), como es el caso de Monleón en Triunfo o el de Ricardo Doménech en ensayos posteriores. Había toda una intelectualidad franquista que se había educado en la idea de que Valle era un preciosista sin sustancia, una flor exótica e inútil del 98. Pero hay otra cuestión de más asunto. La hemos sugerido hace poco hablando del simbolismo. El teatro de Valle no resiste una lectura realista. Muchos le han hecho esta lectura durante años, y por eso lo han negado. Como que el realismo no aparece por parte alguna. La lectura simbolista de Valle (sobre todo del Valle galaico) la inicia en España, entre otros, el citado Ricardo Doménech. Cierto que encontramos mucho detallismo en Valle, mucho «exceso» de minucias en las famosas acotaciones, pero se trata de un realismo excesivo, alucinatorio, como el hiperrealismo de hoy (observable también en la pintura de Salvador Dalí), que no trata de amueblar la vida con miniaturas, sino de depositar una clave simbólica o metafórica en cada cosa. Valle quiere que el mundo sea elocuente por sí mismo, como lo es su prosa. Ya hemos dicho que el autor no usa demasiadas metáforas, contra lo que parece a primera vista, pero lo cierto es que todo objeto enumerado, todo detalle humano o cosificado tiene valor metafórico de símbolo. Valle no es un realista porque no se limita a alinear los objetos o los animales sino que esas enumeraciones de la acotación o la novela desrealizan la acción, más que amueblarla de realismo. Su prosa establece relaciones mágicas e implícitas entre las minucias del mundo. Esto crea un clima, favorece una irrealidad que tiene mucho que ver con el río/espejo de que hemos hablado más arriba. En general, Valle se sirve mucho más de la enumeración que de la metaforización, insisto (porque la idea general es la contraria), pero esa enumeración no es realista a lo Valera, sino alucinatoria por exceso. Sobre Montenegro, gran protagonista de esta trilogía, debemos decir que es un hombre en función de una casa o una casa en función de un palacio. A Montenegro lo vemos muy poco en la calle o en el campo, salvo cuando viene de cazar. Esta reclusión se corresponde bien con el señor feudal que está dentro de su castillo como dentro de una armadura. Montenegro es gigantesco entre cuatro paredes, o a caballo. A lo mejor a pie y por la calle era menos Montenegro. Los señores feudales se están en su feudo como el general en su cuartel o campamento militar. Valle sabe lo que hace no sacando mucho a Montenegro. Si el propio Valle dijo que «el escenario hace la obra», también pudo decir que la casa hace al hombre. Montenegro domina el mundo siempre que no salga de su casona. Ella es la que le engrandece al mismo tiempo que le aprisiona. Su esposa vive en un pazo, en Flavia, pero él ni siquiera eso: en una vieja casa feudal. Montenegro es el hombre/casa que necesita ese caparazón (el escenario del teatro) para ser grande y para ser él. Quiere decirse que se trata de una clase social que ya sólo sobrevive recluida y se extinguirá pronto. Esto lo vemos también en la aristocracia y sus palacios. Cuando una clase se recluye es para morir, antes o después. El pueblo vive en la calle. Hemos hablado, a efectos simbolistas, de Galicia como río, del teatro como río, del escenario fluvial o fluyente. Todo esto le va muy bien al teatro simbolista, que es el de Valle; Galicia es un río y Madrid es un espejo, ya queda dicho. La cuestión es dar siempre las cosas a través de otra cosa. Eso es el simbolismo, es la poesía y es la buena prosa. Pero Valle nos certifica la verdad de esta afirmación cuando Sabelita efectúa un bautismo en un río, el bautismo de un niño no nacido aún: seguimos con la inversión de las cosas y los hechos. En ese río se suicidará Sabelita. Toda esta comedia dramática ocurre en el agua del río o en el agua del tiempo. Nunca en el seco escenario de madera dura y estéril. Mircea Eliade ha escrito mucho y bien sobre las culturas lacustres. Las Comedias son un mundo lacustre, y quizá toda Galicia. El locuaz Bradomín aparece mudo un momento. Otra inversión de un teatro antinaturalista. Sabela es literalmente una sombra a lo largo del río. A lo largo de esta saga. Y, cuando se hunde en el río, no sabemos si la salvan viva o muerta. Valle es sabio en el arte de dejar la obra abierta. Esto es de una modernidad absoluta en su época y hoy. El realismo quiere abrochar la vida y el relativismo la deja abierta, fluyente, según la poética del simbolista Antonio Machado, que lo fue tanto como su hermano, pero más calladamente y sólo a veces. El simbolismo es un relativismo donde las cosas están abiertas a las cosas. Todo dialoga con todo. Así en el teatro de Valle, y particularmente en el de naturaleza galaica. Este relativismo es el que deja las obras abiertas. El mundo es metamorfosis, comunicación, y el artista se resiste a clausurar una obra en sí misma. Valle es un ejemplo excelso de tal condición. Es lo que venimos examinando en las Comedias. Termina una obra, pero queda abierta a la siguiente o a una comunicación incesante con el mundo y el tiempo. En la tercera parte de la trilogía de las Comedias, la titulada Romance de lobos, encontramos a Montenegro predicando a los mendigos, por los caminos, eso que luego se llamaría, ya en nuestro tiempo, «la revolución desde arriba», que no es sino la revolución o contrarrevolución fascista. «Vuestra revolución tenemos que hacerla los señores.» Sus palabras nos «suenan» a José Antonio Primo de Rivera. Montenegro ha sufrido una transformación moral por la muerte de su esposa. Se llena de remordimientos, sus hijos, los cachorros del lobo, se vuelven contra él y Montenegro, desposeído voluntaria e involuntariamente, sin poder ni riqueza, es el hombre de los caminos que quiere morir confundido entre los mendigos itinerantes y los leprosos. Aquí hay mucho del Tolstoi apostólico, aunque esta obra haya sido signada especialmente por la influencia de Shakespeare, que es más escenográfica que otra cosa («La tempestad», título del inglés). Montenegro, puesto a repartir apostólicamente sus bienes entre los pobres, o a ayudarles en su revolución, primero les humilla considerándoles incapaces de redimirse por sí mismos. Todavía no había nacido la idea del pueblo como clase, y, aunque hubiese nacido, Montenegro nunca hubiera entendido eso. Es más evangélico y tolstoiano que marxista, naturalmente. Es la segunda vez que encontramos a Valle o sus personajes rayando con el fascismo o prefascismo. El paso de esta «revolución desde arriba», revolución de los señores, que quiso ser la del fascismo español y europeo, a la revolución social, leninista y ortodoxa, lo dará Valle lentamente y lo explicará con acción y palabras en Luces de bohemia. No en vano hemos llamado a este ciclo de las Comedias «ciclo militar», juntamente con otra trilogía y La media noche. Montenegro se plantea una revolución militar, y militares son siempre las que se hacen «desde arriba». Montenegro, incluso arrepentido de su vida, sigue siendo un espíritu militar, aunque jamás haya llevado galones. Hay militarismo más que cristianismo en la buena nueva que anuncia a los mendigos galaicos. Y sobre todo, como ya está dicho, una influencia vital del Tolstoi evangélico. Veamos, por otra parte, lo que se ha dicho del señor feudal y del hidalgo como hombre/casa. A Montenegro le hacía reyezuelo su casa. Cuando la abandona, o la casa le abandona a él, anda desnudo y pobre por el mundo. Ya no es Montenegro. Es un náufrago incluso literalmente, y por supuesto metafóricamente. La violencia de Romance es inusitada durante toda la acción. Estamos ante la obra más violenta del violento Valle. Aquí sí que hay mucho Shakespeare, incluso en el conflicto, pero esto ya es obvio. Esa violencia pasa del lenguaje a la acción, o de la acción al lenguaje, y nos refrenda en la idea de que Valle es ante todo un artista de la crueldad, idea mía ya vieja pero vigente en este libro. La obra se inicia con el paso de la Santa Compaña, que sorprende a Montenegro a caballo y borracho, «como niebla sobre los maizales», con brujas y muertos y la adivinación implícita de que su esposa ha muerto. Todos estos elementos desrealizadores nos meten de lleno (coros de mendigos como coros de ánimas) en una creación simbolista que supera con mucho las supersticiones aldeanas de Galicia. Así, la desbandada de los hijos, la estampida de los criados y los pobres, los naufragios y las tormentas, la vigencia de la muerta, el juego sacrílego con los objetos religiosos, siempre simbólicos, la violencia general, en fin, es y no es verdad, porque todo está transcurriendo no ya sobre un río, o en el fondo, como hemos dicho antes respecto de la desaparecida Sabelita, sino en el corazón del mar y el ojo de la tormenta. Las representaciones de Romance con estética realista han fracasado siempre, lo que llevó a pensar que el teatro de Valle era irrepresentable o estaba «muerto» (Álvarez), pero toda esta rica dramaturgia está esperando una puesta simbolista, en las estancias del mar, para dar toda su grandeza. Romance es la apoteosis del teatro simbolista de Valle. Y la muerte de Montenegro, que no cierra el fluir misterioso e irracional del tiempo y el paisaje (metamorfosis). El lenguaje de los coros es más lírico que nunca, a partir de un aldeanismo estilizado y artístico. Es, como ya se ha dicho aquí, un lenguaje reflejado en el agua, un idioma leído en un espejo. En las acotaciones se habla de «túnicas de niebla». El simbolismo y Wagner, en fin. Synge y, siempre, Maeterlinck. Teatro ritual. Ya hemos citado aquí una frase famosa: «El teatro es una misa.» Hay rito cuando todos los actos y objetos que intervienen en una acción son simbólicos, remiten y refieren a otra cosa. Sólo que el simbolismo religioso es un simbolismo aplicado, y por tanto de segundo orden, inferior literariamente. El simbolismo de Valle, herencia de su modernismo juvenil, es de naturaleza poética, mallarmeana. Poético en primerísima instancia. Aquí en España seguimos enrocados en nuestros clásicos, casi todos sequizos (por no hablar del teatro burgués). Por otra parte, hemos entendido e interpretado toda la vanguardia del siglo, pero, inexplicablemente, la riqueza inmensa, sugeridora y vivísima de Valle (una de las primeras de Europa) aún nadie la ha decantado teatralmente a satisfacción. Los críticos, naturalmente, tienen mucha culpa de esto. Han entendido mejor a Valle los extranjeros, Speratta-Piñero, Leda Schiavo, Greenfield, etcétera. Digamos finalmente, respecto del problema/Shakespeare, que en Valle es todo un «problema», que lo que Valle tiene de Shakespeare es lo que Shakespeare pueda tener de precursor del romanticismo. Romance de lobos es una obra byroniana y esproncediana, con Shakespeare al fondo. Pero Espronceda, amado de Valle, nos queda más cerca, con su gran carga romántica, y el romanticismo será en Europa, al fin y al cabo, el paso fácil y propicio hacia el simbolismo. La media noche. En 1916, cuando Valle es invitado a visitar los frentes de guerra por el Gobierno francés, en torno a Verdún, y enviado por algunos periódicos españoles y americanos, acaba de escribir La lámpara maravillosa como libro fundante de su poética y su mística, de modo que quiso aplicar al tema nuevo, grandioso y plural de una guerra muy siglo XX aquellas normas de cierto orientalismo que redacta en sus Ejercicios de La lámpara. Naturalmente, se equivoca. Lo escrito en La lámpara es bueno para un mundo de contemplación e introversión. Valle se propone mirar la guerra con una visión astral y totalizadora (lo que no es óbice para que su francofilia esté siempre presente en el libro y las crónicas de La media noche). Un vuelo en avión parece que le confirma en su visión celeste del conflicto total. Pero nada de esto tiene que ver con un corresponsal de guerra. Valle va a Francia imbuido todavía de esencias orientalistas y quietismo a lo Miguel de Molinos; lo más contraindicado para el cronista de guerra, y de una guerra nueva, mecánica y científica. Aquí me parece a mí que radica el fracaso de La media noche, porque La media noche es un fracaso, como reconoce el propio Valle en nota previa, y como han reconocido asimismo glosadores tan asiduos y sagaces de Valle como Darío Villanueva. No le falla al escritor, naturalmente, el estilo, la escritura, el ojo. Sus «estampas» de la guerra son expresionistas, crudas, deslumbrantes, eficaces, crueles, pero nos faltan referencias concretas, detalles periodísticos, orientaciones en el gran laberinto de la guerra. Incluso cae Valle en un maniqueísmo según el cual hasta el último sargento francés es gentil y hasta el último o primer general alemán es brutal. Ni periodismo ni libro de guerra, sino una sucesión de flashes brillantes e impresionantes sobre lo que ve en cada momento. Todo lo contrario de lo que se había propuesto: la perspectiva aguileña de la guerra. Por el contrario, tenemos mucho detallismo (ya se ha hablado aquí de la capacidad de Valle para potenciar la minucia). Pero a este detallismo, insisto, le falta la fecha, el origen. Todo queda como abstracto. Valle se había mostrado gran «corresponsal de guerra» a posteriori en La guerra carlista, haciendo la crónica de la historia, aunque también en esta trilogía se le advierte más proclive a la acción personal que a los grandes movimientos de masas, propios de una contienda, que tanto admiraba en Tolstoi. Lo que perdernos por una parte, con este libro, lo ganamos por otra, ya que el estilo realiza aquí un salto cualitativo y se convierte en una lectura completamente moderna, expresionista, que no necesita apelar a la magia del simbolismo ni a la fuerza del esperpento, ya que la fuerza está en el tema —la guerra—, y Valle, como tantas veces ocurre, ante un nuevo desafío de la realidad, responde con un nuevo desafío de la escritura, como todo escritor de raza. La media noche importa como un gozne estilístico entre el modernismo naturalista, el simbolismo y el expresionismo/impresionismo, y porque sólo este paso adelante le ha permitido a Valle acceder luego al ambicioso proyecto de una novela colectiva de toda España, El ruedo. La globalidad que intentaba en estos reportajes de guerra se le da luego en El ruedo con mejor planteamiento y pegado al terreno, renunciando a la visión astral, herencia inmediata de su Lámpara, tan arriesgadamente puesta a iluminar la tragedia de Europa. El secreto u ostentoso militarismo de Valle, que mucho hemos estudiado aquí, llega a su ápice cuando se encuentra en mitad de la Grande Guerre. Creo que no hay en todo este libro, La media noche, una sola condena o lamentación de la guerra, al menos con la profundidad, autenticidad y desolación con que la madre Isabel va desidealizando la violencia en La guerra carlista. Muy al contrario, Valle se ha hecho aliadófilo en el acto (ya lo era), y «milita» literariamente en cada párrafo. La salvación de Europa, como antes la de España, está para él en los buenos militares, y los buenos son los aliados, especialmente los franceses. El ejército francés es todavía el que Valle sueña para nuestro país, como más tarde su amigo Azaña emprenderá una reforma del ejército español basada en el modelo francés. Nos dice que los teutones (siempre los llamó así) «odian el mundo clásico», que sin duda es el suyo, a juzgar por las influencias primeras de su obra: Renacimiento. Con estos juicios, Valle está entendiendo una vez más la guerra como una cosa ideológica. Guerra romántica, guerra de ideas. Pero hoy comamos con una impasible sociología de la guerra según la cual todos los conflictos bélicos, desde la Edad Media, y seguramente desde siempre, son conflictos de intereses. Como tal cosa ha quedado esta romántica Grande Guerre, pese a sus perfiles sentimentales. Y por supuesto las guerras posteriores, sobre todo la mundial. Nuestra filosofía de la guerra ya no es la de Valle. La guerra siempre es más económica que militar, pero esto tardaría nuestro autor en comprenderlo y expresarlo: en Luces, El ruedo. A La media noche no le bastan las referencias históricas y geográficas, que Valle invoca con cierto énfasis literario, para cobrar realidad y asunto. La famosa visión astral de la contienda (herencia de La lámpara, sí) le impide hacer más periodismo. Por otra parte, como sí es periodismo, no hay argumento, y esta falta de argumento no se suple con los montajes cinematográficos que los buenos exégetas han querido ver en este documento (no documental) donde el estilo ahoga la información. Bien sabía Valle que se había equivocado y habla de volver al frente para hacerlo de otra forma (nunca volvería, claro). Si algún bien puede traer una guerra, ésta trajo a Europa el siglo XX, la revolución de las costumbres, las ideas, las clases sociales y, por tanto, las estéticas. Nacen las vanguardias. Pero en esta crónica valleinclanesca de la guerra hay ya vanguardia de escritura y de montaje (cine). Sólo le faltaría a Valle aplicar este vanguardismo al teatro y la novela (en seguida lo hizo) para ser el adelantado de toda la literatura española de la época, y el mejor. Ya hemos hablado en otro momento de la sensibilidad del autor para el detalle, para contrastar lo grande con lo pequeño, o dar lo uno mediante lo otro (simbolismo). Así, en La media noche, cuando se describe un cafetín de soldados o un militar hablando por teléfono en mitad de la batalla, el texto se calienta y volvemos al Valle de siempre, tan capaz de resumir en una anécdota menor y marginal toda la historia (y en este caso la falta de historia, salvo el viaje por la geografía bélica, con una supuesta incursión en el campo alemán). Zamora Vicente, Greenfield, Risco, Villanueva, etc. han insistido en la influencia del cine en muchos momentos de Valle, y concretamente en La media noche, empezando por López Casanova, que lo considera un «relato visual». Sin embargo, todavía quedan eruditos de café que niegan que Valle llegase a alcanzar un tipo de cine que pudiera influirle. Pero a los eruditos de café les suele sentar mal el café y mejor harían quedándose en su casa a enterarse leyendo un poco. Así, hay quienes niegan el cinematografismo de Luces, por ejemplo, comedia itinerante, viaje al fin de la noche, «película» teatral, aduciendo falta de concordancia en la cronología. Pero no vamos a entrar en polémica por esto. Con La media noche se cierra el ciclo militar de Valle, y muy brillantemente. Era el último hombre que creía en la guerra como «salud del mundo», según sus coetáneos fascistas, ya lo hemos dicho. Pero las vanguardias y el republicanismo en seguida llevarán a Valle hacia otra moral más siglo XX. Sin embargo, en La media noche todavía se leen frases como éstas: «Odio de incluseros a los que tienen abolengo» (los alemanes a los franceses). «En medio del horror y de la muerte, una vena profunda de alegría recorre los ejércitos de Francia. Es la conciencia de la resurrección.» «Para el alma francesa, armoniosa y clásica, el teutón continúa siendo el bárbaro.» «El francés, hijo de la loba latina, y el teutón, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra.» Racismo, militarismo y literatura. 23. Latinas palabras La «tragicomedia de aldea» titulada Divinas palabras es, aunque pieza aislada, el ápice del teatro galaico/simbolista de Valle, más cerca ya del esperpento que del simbolismo a la manera europea. Más cerca de Goya que de Maeterlinck. Valle hace una lectura de esta obra a la Xirgu, y la lectura del autor puede considerarse, según testigos, la mejor representación que se haya dado de la pieza, ya que Valle hacía admirablemente todas las voces y el misterio de las acotaciones. Los actores de la época le parece a Valle que están envenenados de realismo y, por tanto, incapacitados para decir sus textos. El desprecio de Valle por el realismo siempre es ejemplar. A Margarita Xirgu la encuentra demasiado «trágica» en el papel de la Mari Gaila, ya que él había concebido a esta mujer (la mejor y más adorable criatura femenina de las por él creadas) como irónica, cínica, salvaje, alegre, fornicatriz e independiente. Todo lo contrario del tragicismo, que siempre supone fanatismo. Los usos teatrales de la época le parecen a Valle de «mal gusto». Iglesias Feijoo ha estudiado esto. En cuanto al gran Borrás, Valle dice textualmente: «Yo concebí a Pero Gailo como un pobre sacristán de pueblo y Borrás interpreta al cardenal Segura.» Bergman y Barrault y otros muchos directores han montado Divinas palabras por el mundo entero. Hasta Nuria Espert y Tamayo. Hubo dos proyectos de ópera basados en la obra, lo que hubiera consagrado el sueño wagneriano de Valle, el teatro total.[10] El localismo trascendido, como en el Quijote, es la clave de la universalidad de esta obra, y los elementos de trascendencia son esa huida valleinclanesca del realismo, la desrealización de una plástica goyesca y el simbolismo del lenguaje, que parece aldeano —«tragicomedia de aldea»—, pero es sinfónico. García-Sabell, el gran humanista gallego, amigo que fue de Valle, adjudica a nuestro autor la moral del 98. Los problemas morales y convencionales ya los hemos dejado muy atrás en este libro, a propósito de Montesinos, el galdointegrista. La moral personal de Valle, en sus primeros tiempos, es eso, personal, no institucionista ni nada de eso, de modo que poco tiene que ver con el 98 como ética. Más tarde, Valle descubre la moral social, colectiva, que es la de este siglo, y pasa por el republicanismo, el comunismo, el leninismo y, finalmente, el anarquismo revolucionario. Muy lejos también del 98. Para «98», Valle primero se queda corto y luego se pasa. Lo sentimos por García-Sabell, Laín y Pedro Salinas, pero la moral revolucionaria de Valle nada tiene que ver con la moral lírico/burguesa del 98 (Baroja es un anarquista de zarzuela que nunca tuvo problemas con ningún gobierno). El sentido revolucionario/violento de la historia es el definitivo en Valle, siempre acorde con el siglo, a diferencia de los otros. Por su parte, Greenfield le da mucha importancia a la guerra del 14 como hito en la evolución ética y estética de nuestro autor. Efectivamente, con esa guerra termina el XIX, nace el nuevo siglo y sus vanguardias, como ya hemos apuntado aquí. Nacen los fascismos y los socialismos. O se ponen en acción. A Valle también le influye (adelantado de todo) la nueva teología laica de la modernidad, pero, para desmentir a Greenfield, baste con recordar que en La media noche, crónica de esa guerra, Valle es todavía un racista contra los alemanes y a favor de los franceses, y no sólo por razones culturales, sino también de las otras. Valle, como sus montenegros y bradomines, fue a su modo feudal. Valle, políticamente, es sólo Max Estrella. La modernidad del pensamiento de Valle vendría efectivamente con la gran onda histórica de los años 20, pero ocurre que en textos muy anteriores del autor apunta ya el germen de lo que luego sería un revolucionario. A Valle le galvanizan las ideas de posguerra, pero no se puede, como hace Greenfield, explicar toda la evolución ético/estética del escritor mediante la clave del 14. Sí parece aceptar el citado estudioso, en cambio, lo que en Divinas palabras hay de «simbolismo naturalista», si es que esta expresión llega a tener algún sentido como explicación de la estética de la obra y del momento creador de Valle. Del tema clásico del honor y la honra se burla Valle en Divinas, haciendo de su tragicomedia un auto sacramental inverso y sacrílego que va directamente contra Calderón, aunque habría que decir entre paréntesis que la burla de sí mismo ya la hizo Calderón en comedias de capa y espada. Esto certifica la verdad de Valle contra una doctrina que su propio divulgador, Calderón, tenía muy en entredicho, aunque luego sirviera con grandeza los intereses y encargos de la época, que en general eran religiosos. Valle no es 98 no es calderoniano. Valle es Valle. Recordemos nuestras páginas anteriores glosando a Don Estrafalario, que también es un personaje que se acerca mucho a su autor. La crítica de la moral tradicional española y calderoniana ya la hizo Valle en otra comedia de cornudos, Don Friolera. Don Estrafalario no perdonaba al Siglo de Oro. Pero aún hay otra guerra en Divinas palabras, y es una respuesta implícita y grandiosa a Echegaray en cuanto a la estética de su teatro y en cuanto a la continuidad que supone de la moral recibida. Valle sufrió todavía el imperio de Echegaray, prohibió a su esposa, actriz, interpretar a este autor, y lo maldice expresamente en varios textos. Se ha dicho asimismo que Divinas está construida mediante la estética de la fealdad. Ya hemos hablado aquí del «modernismo de lo feo». En cualquier caso, quizá sea Divinas la obra más goyesca de Valle. Divinas tiene como punto geográfico de referencia Viana del Prior, un pueblo que no existe y por tanto puede ser y significar todos los pueblos de Galicia o cualquiera de ellos. Viana aparece en toda la obra galaica de Valle, novela y teatro, prosa y verso. Viana es a Valle lo que La Mancha a Cervantes, lo que Madrid a Quevedo, lo que Macondo a García Márquez, lo que Jefferson a Faulkner, lo que París a Baudelaire, lo que Balbec a Marcel Proust. Ese lugar mítico que nunca existió y que tanto existe en nosotros, en la memoria del escritor y el lector, que siempre es creadora. Viana del Prior es el resumen, la concreción y la universalización de una Galicia más simbolizada que real, de un país inventado a partir de otro país, de una geografía musicalizada y una lengua estilizada hasta la exasperación, donde los localismos tienen valor gutural antes que denotativo. Viana del Prior es la infancia de Valle, una geografía que no admite cartografía. La creación de este pueblo es uno de los aciertos fundamentales del escritor, pero nadie lo ha señalado. Es ya un tópico eso de que el narrador debe tener un mundo propio. Uno, más que en esa abstracción, cree en el escritor que elige un espacio concreto, lo acota (aunque le ponga otro nombre), lo trabaja, lo ahonda y se nutre de su tierra lírica, antigua y viva. Es, insisto, el Faulkner de Sartoris en Jefferson. La literatura itinerante, cosmopolita, da una novela turística, como es el caso de Hemingway, Paul Morand o Blaise Cendrars en la poesía. Se equivoca Greenfield cuando adjudica el esperpento a la idea orteguiana de la deshumanización del arte, aparte de que Ortega no quiso decir eso en su famoso ensayo. Los orígenes de Valle están claros, y otros los hemos aclarado aquí: el Renacimiento, Goya, Zorrilla, romanticismo/simbolismo, Rubén Darío, Wagner, Maeterlinck, Nietzsche, el cine, Espronceda, el cubismo (que no deshumaniza nada). Hay, en cambio, una observación muy valiosa de Greenfield cuando habla de la «teatralidad personal de Valle», que luego comunica a sus personajes. En lodo este libro lo venimos llamando dandismo. Valle es un carácter, se «hace una cabeza», como decía Lamartine u otro; Valle es teatral por repugnancia baudeleriana de ser natural. En Divinas palabras, como en tantas obras, Valle rompe el tiempo y la cronología. Las cosas ocurren en un tiempo relativo que se adivina más por las costumbres que por los relojes. Por ejemplo, la hora de la siesta, que es aleatoria y sin contorno fijo. Las veinte escenas de Divinas flotan así en un tiempo relativo, pero no por eso pierden coherencia, sino que van componiendo un conjunto románico de estampas. Entre las secuencias del románico y los saltos narrativos del cine se orquesta ya el modo teatral de Valle. Se trata de un teatro de absoluta actualidad por cómo suprime los esquemas clásicos, que enfrían la acción, para darnos flashes de acción directa. Valle principia por violentar el tiempo convencional de la realidad real o fingida, e incluso la cronología, que es tiempo planificado, para situar su acción en un tiempo maleable y moldeable que, lejos de desrealizar los hechos, los presenta en el momento justo. El hecho dimana su tiempo propio, no se atiene a tiempos convencionales de la preceptiva, y así es como todo ocurre cuando tiene que ocurrir. Hay un paralelismo estructural, que nunca he visto subrayado, entre el carretón que pasea al monstruo y el carretón que pasea a la Mari Gaila desnuda sobre un lecho de heno. Son el carretón de la muerte y el carretón de la vida. El primero se aleja hacia la sombra cierta y el segundo torna con el oro de la paja y la eucaristía del cuerpo de la adúltera que es el amanecer y la vida. El eterno milagro del atardecer. El carretón del monstruo es el eterno carro goyesco de la muerte, «negros son los caballos y negras las herraduras», como dijera otro poeta. Valle nos está señalando el viejo camino del comercio y la usura como entierro de la sardina humana. En cambio, la diosa popular de la vida, la eterna adúltera, la madame Bovary de aldea, la mujer libre y rompedora, el signo que altera todas las viejas estructuras convencionales, torna entre oros de la tarde y oros del campo, trayendo el rehén blanquísimo de la libertad. La Mari Gaila es la mujer que rompe (siempre la mujer) con los ritos y ritmos de la tribu, las latinas palabras de la Iglesia, pero Valle es irónico y amargo. Esas divinas palabras en latín incomprensible para el pueblo, dichas por un sacristán tomista y beocio, rescatan a Mari Gaila —la libertad— del mundo que había conquistado, para devolverla al silencio lóbrego de la iglesia sin luz. Su hermosa desnudez se viste de latines y la aventura de la libertad ha terminado. Valle nos dice que las divinas palabras del Evangelio tampoco liberan, sino que se ponen al servicio de la opresión, la convención y la continuidad negra de la vida. El pueblo se somete a las latinas palabras de la tribu, unas palabras que no entiende, pero le hipnotizan y asustan. Esta tragicomedia es el triunfo de la monotonía moral sobre la libertad venidera, triunfo ayudado por las palabras del Evangelio, que ya no son salvación de adúlteras, sino susto del pueblo y atrición de la pecadora. Justamente, el papel de la Iglesia en nuestro mundo tradicional y feligrés. Este pueblo sometido a las latinas palabras es el protagonista de la obra, pero le asusta por un lado el canto de la libertad, porque el cuerpo de Mari Gaila desnuda es un canto, y por otro la salmodia del latín, que ha sido herramienta de sometimiento durante siglos. Entre esos dos miedos, entre esas dos supersticiones, la tradición y la novedad insólita, el pueblo vuelve a su majada y la mujer a su clausura. Mari Gaila es la mujer/símbolo por excelencia. Ya hemos dicho aquí que se trata del mejor personaje femenino de Valle. Mari Gaila es la metáfora, mucho más violenta que la Bovary, del sueño de la libertad, que siempre es femenino, la fascinación de los caminos, el mundo ancho y ajeno que se añora y se ignora. Mari Gaila pertenece a la historia y Pedro Gallo a la tradición y las creencias. Ella metaforiza, con toda su ruindad, el clariver de lo por venir. Pero Valle no cree todavía en las razones de la libertad y devuelve amargamente su rehén a las catacumbas matrimoniales de una iglesia de pueblo. He aquí todo el simbolismo estructural de dos carretones que atraviesan la función en direcciones contrarias. Valle no espera nada del pueblo ni del latín, aunque sus escenas finales sean ambiguas. Valle está aún lejos de la moral colectiva, de la moral social del siglo XX. En cuanto al episodio del Trasgo, que no es sino el seductor Lucero, metamorfosis del diablo, se trata de un recurso del teatro de Maeterlinck que nos atestigua la veracidad de esta influencia que atribuimos al autor simbolista sobre Valle, pero nunca ha acabado de encajar en una obra de presentación realista. Lucero, en su encarnación humana, es el mundo frente a la aldea, la república (de la que habla) frente al feudalismo rural. Pero Valle es autor muy sabio y no nos da las metáforas en crudo: Mari Gaila metaforiza la libertad, pero como personaje es culpable y pervertida, mezquina. Lucero metaforiza el mundo libre, que concreta incluso en su versión republicana, pero tampoco es un predicador, sino un pícaro. Valle, en una palabra, huye del arquetipo y combina la fuerte simbolización de sus personajes con un lastre de ruindad humana que los hace más eficaces en todas direcciones. Divinas palabras no supone el triunfo del latín sagrado sobre el mal, como se ha entendido siempre, sino el fracaso de la libertad en un universo aldeano de alma, regido por los muertos. Y sabemos que los muertos hablan siempre en latín. Ya hemos hablado mucho en este libro de la exterioridad de Valle-Inclán. Exterioridad personal y estética. La exterioridad ambiental se cumple en Divinas, que ni siquiera ocurre en Viana del Prior (el pueblo mítico de Valle, como ya hemos dicho), sino a campo abierto, con el mar al fondo. La exterioridad de estos paisajes y escenas tiene por fin, como creo que ya se ha dicho, explicar el afán de infinitos de Mari Gaila, que es una madame Bovary rural. En Mari Gaila hay tal vencimiento hacia la libertad que hasta Valle la respeta. Su marido, el sacristán Pedro Gailo, es mediocre y ridículo. Siempre estamos viendo en él un cura asexuado, que no puede serlo porque entonces no habría conflicto de cuernos. Todo es una farsa, el mundo sigue, la dialéctica dialectiza, Valle ni siquiera pronuncia su profundo «NO». Hay aquí un conflicto entre libertad y represión, entre vida y muerte. Pero hay, sobre todo, una estética de carretones que está como concebida para un estudio estructural, tantos años antes del estructuralismo. El carretón del idiota es el carretón de la muerte. Va de ida. El carretón de heno o paja que devuelve a la adúltera y desnuda Mari Gaila al pueblo, es el carretón de la vida, del sexo, de la libertad. No entiende uno cómo ninguno de los críticos nacionales o extranjeros ha reparado en esta dialéctica simétrica de los carretones. El del idiota lleva a éste hacia su muerte fatal. El de Mari Gaila la trae hacia su muerte vital, moral, excepcional. El tonto tiene que morir porque no es sino un instrumento de la avaricia humana. Mari Gaila tiene que morir como mujer libre porque el contexto lo exige. El contexto son las latinas palabras, la lujuria del pueblo y la honestidad que aplaca esa lujuria, como un bálsamo envenenado. Con Mari Gaila, bajo el influjo supersticioso de las latinas palabras, muere la libertad imaginativa de Mari Gaila. Triunfan la represión y la Iglesia. Lo curioso es que a este final se le ha hecho siempre una lectura inversa, de acuerdo con la anécdota del Evangelio sobre la mujer adúltera. El contexto no admite una excepción. Ellas porque envidian en secreto y ellos porque anhelan en secreto. Los dispares se reúnen en el rechazo, pero por razones muy diversas. Divinas es la ejemplificación de cómo la libertad baja la cabeza ante la tradición, pero siempre se ha leído en contrario, incluso en el mítico Greenfield. Greenfield, por cierto, habla de una comedia a gritos, de lo mucho que se chilla en esta obra (y le estoy favoreciendo), pero no llega nunca a la explicación del fenómeno, y es que aquí está la pura exterioridad de Valle, a campo abierto, la gran mentira, porque sólo el que miente grita. La verdad se dice con palabras más sosegadas. En Divinas chillan todos porque todos mienten. Mari Gaila, ante el acoso de los machos del pueblo, enardecidos, encuentra su arma genial y feminísima: desnudarse absolutamente. Para aquellos pardales, que fornicaban a oscuras, el desnudo absoluto de la mujer es sagrado. Mari Gaila, recurriendo precisamente al desnudo (pudor inverso) y no a los tapujos, se defiende de sus asediadores, pues el instinto le dice que el desnudo es fetiche sagrado y diabólico entre los hombres elementales. Esta orgía de exterioridades que es Divinas consuma su máxima exterioridad con el desnudo de Mari Gaila, que no se despoja para excitar, sino para asustar. Valle no ha podido llegar más lejos en su expresión de la exterioridad como verdad del mundo. En cuanto a los gritos de la interpretación, Valle trata de recoger aquí la grandiosa guturalidad del pueblo, concepto que, como se ha reiterado en este libro, pertenece al mejor Heidegger, a quien Valle, seguramente, no había leído nunca, aparte de que ambos sistemas son contemporáneos y rigorosamente aislados. Valle es un europeo que no lo sabe. Quizá Divinas sea la obra de Valle donde más cuenta la guturalidad, el poder de la voz humana sin significante (y con tantos), empezando por las palabras incoherentes del muñeco idiota y goyesco. Nada de esto lo encontramos en Greenfield; qué se le va a hacer, nadie es extranjero impunemente. Lo que algunos han echado en falta es una Celestina entre Mari Gaila y Lucero. Hay algunas mujeres que hacen de mediadoras, pero no hay una Celestina definida. Valle quizá decidió que no le hacía falta, dado el carácter aguerrido de ambos amantes. 24. El ciclo madrileño Lo que pudiéramos llamar el ciclo madrileño de Valle comprende Farsa y licencia de la reina castiza, Luces de bohemia y La corte de los milagros, más otros importantes fragmentos de El ruedo ibérico y algunas piezas sueltas, como La hija del capitán. Me anticipo a decir que no intentamos aquí un ciclo galaico porque Galicia no es un ciclo ni un tema en Valle, sino que corre por toda su obra, a veces subterráneamente en las «latinas palabras» en las que empezó a escribir y que ahormaron para siempre el ritmo y la eficacia de su estilo. Una Galicia estilizada, simbolizada (incluso cuando es más expresa), pero subyacente siempre en la arqueología de la obra entera de Valle. Farsa es el único esperpento en verso que recordamos. Quizá el único que existe, pero admirable y completamente esperpéntico. Luces supone el gran espectáculo de un Madrid «absurdo, brillante y hambriento», tríada que hemos glosado al comienzo de este libro. Comedia itinerante, viaje al fin de la noche, pero lejos de Céline. Expresión del Valle más exasperado en su crónica de la bohemia, una hora trágica de España y una confesión de anarquismo revolucionario en el tono literario y canalla que corresponde a su personaje uno y trino: Max Estrella, Sawa, Valle-Inclán. La corte tiene un título afortunado y una presentación deslumbrante e irónica del Madrid palaciego e isabelino, mas luego se bifurca hacia La Mancha y otras geografías, en el proclamado afán del autor por hacer la novela total de los pueblos de España. Viva mi dueño es, en toda la trilogía, la novela de más escenificación madrileña, pueblo y aristocracia, personajes históricos (curiosa ausencia de burguesía galdosiana). Y en el tomo final e inacabado (iban a ser nueve), o sea, el tercero, Baza de espadas, se centra en Cádiz, salvo algunos efectos militares madrileños de mucho espectáculo. Es en Luces donde Valle más ha recogido el alma de Madrid, comedia con mucha calle. Zamora Vicente ha documentado esto muy bien: Valle se nutre de los géneros ínfimos, de los periódicos ilegibles, del sabor y el color de un tiempo, la leyenda triste de la bohemia y el «pingajo y colorín» de la literatura, como dice Estrella. Luego veremos la transfiguración Valle/Sawa/Estrella, que son por sí mismos un juego de espejos, aparte los del famoso callejón. Aquel Madrid está íntegro en Luces, que quizá sea la obra más contemporánea de sí misma que compusiera el autor, con algo de novela (la andadura) y mucho de crónica inmediata. El casticismo y el costumbrismo están sometidos aquí a simbolización o esperpento, según los casos. Pero nunca se trata de una obra realista. Está entre la zarzuela y la novela urbana del nuevo siglo. Puede hablarse, pues, de un ciclo madrileño de Valle, que no es el mesocrático de Galdós, ni el ropavejero de Baroja, sino el de las redacciones, los ministerios de papelón, las putas, los artistas callejeros, el modernismo, las buhardillas, la literatura, el periodismo, el hampa, la represión y los fusilamientos. Valle nos habla siempre de mendigos o de reinas, castizas o no. Jamás se ha demorado, como los autores citados y otros (todos sus contemporáneos) en el Madrid pequeñoburgués o menestral. Valle necesita la marginalidad por arriba o por abajo. Los amantes de la reina o las meretrices del Prado. Ya hemos dicho en algún momento de este libro que Valle es extremado. De la guerra carlista le interesa Santa Cruz, el hombre más cruel de ambos bandos. De América le interesa el tirano y el indiaje. Hay como un desprecio dandi de las clases medias y, con ello, de la literatura de clases medias, que tanto se cultivó en el XIX, y que eran las propias consumidoras de aquello que producían, en una endogamia literaria de vuelo corto y sin muchas posibilidades de salida al mundo, naturalmente. El modernismo, un cierto dandismo natural y una pronta rebeldía social llevan a Valle a las afueras de la sociedad, al encanallamiento palatino o suburbial, siempre lejos del conformismo de brasero galdosiano (aunque dos de sus heroínas mueran sobre un brasero). ¿Hay un Madrid de Valle, como hay un Madrid de Quevedo, Larra o Galdós? Yo creo que sí. Está todo entero en Luces. En cuanto a los extremos, el palacio y el suburbio o los barrios bajos, son revisitados en El ruedo con fortuna, minucia y prodigiosa adjudicación de su lenguaje a cada clase (siempre mucho diálogo). Claro que este hablar el príncipe como príncipe y la lavandera como lavandera no es sino un efecto artístico que logra mayor eficacia expresiva al mismo tiempo que un distanciamiento por vía no brechtiana. El artificio simbolista de la palabra que, aparte de comunicar, vale en sí misma y sustituye la cosa por su nombre: desdoblamiento que metaforiza el mundo. El lenguaje como espejo del universo o el universo como espejo del lenguaje. La palabra se mira en la cosa y la crea. Este Madrid es un Madrid hecho con materiales de derribo, pero siempre metaforizado, ambivalente y simbolista, si nos atrevemos a entender el esperpento como una versión nacional, bronca y metamorfoseante de los simbolismos europeos. El esperpento, entonces, sería algo así como el simbolismo crítico. Farsa, licencia y casticismo. Farsa es, como quizá ya hayamos dicho aquí, el único esperpento en verso de Valle. Así, lo primero que se esperpentiza no es el tema, sino la poesía misma. En ninguno de sus libros de versos había llegado el poeta a tan inesperados electos. Al esperpento le va bien la prosa, y a la prosa el esperpento, pero la poesía se avillana en este género y, más que de Isabel II, Valle se está burlando de tan noble instrumento. Es la poesía, más que la reina, la que se rebaja y humilla aquí. Nunca hubiéramos imaginado a un poeta sometiendo a su musa a tan bajos trances y tan brutales torceduras. Valle se ve que ha dejado de creer en la poesía —ay— y sólo le sirve como aristón para conseguir efectos cómicos sobre la marcha. En la universal degradación de las cosas que es el esperpento, la poesía tampoco se salva de la furia del poeta. Directa o indirectamente, lo que Valle está ultrajando no es sólo una reina, sino mayormente su reina, la poesía que suena siempre al fondo de su prosa. Es la deflagración ya total que trae el esperpento, como último ademán literario de un creador que no cree y, en consecuencia, sólo crea. Crea descreando. El esperpento no tiene fin y así Rafael Alberti aún pudo rizar el rizo barroco de esta palabra creando lo «esperpenticio». En cuanto a la «licencia» del título, puede que se refiera al género licencioso al que asistimos o a la licencia que se toma el poeta respecto de sus personajes, empezando por los más notorios. La reina es «castiza» porque el casticismo fue una manera de gobernar en los siglos XVIII y XIX españoles (también lo había sido antes, alguna vez). El casticismo de las clases altas es lo que hoy llamaríamos demagogia. Un casticismo de las costumbres que confunde falsamente al pueblo con la aristocracia. Esto supone una parodia de la Revolución francesa que aquí nunca tuvo eco ni remedo. El pueblo se siente halagado como castizo, consiste en su casticismo, y la prueba de que está en lo cierto es que los nobles también son «castízales». Castizo viene de casta y la casta es el enunciado menor, casi zoológico, de la raza. El pueblo, así, es racista, y los poderosos viven del racismo del pueblo, que acude fácilmente a rendir pleitesía, a una guerra suicida o a pagar alcabalas. El casticismo es la forma festiva y engañosa del patriotismo. Para el pueblo, ser castizo es ser cabal, tener personalidad, una personalidad que a su vez se integra en la totalidad. El casticismo es una falsa conciencia de clase. Antes de saber que es proletario, explotado y virtualmente revolucionario, el pueblo sólo sabe que es castizo. Los españoles se realizan como castizos y el casticismo les da una identidad, bien sea la madrileña, la baturra, la andaluza, etc. El casticismo no es inocente porque está sustituyendo una verdadera conciencia de clase, que en Francia fue burguesa y en Rusia proletaria. Nada de eso ha llegado aquí. Valle frecuenta mucho el casticismo consciente de la trampa. El esperpento consiste en pasar toda España, reyes incluidos, por el casticismo, con lo que quedan inmediatamente deformados o desnudos. El esperpento es un baile de disfraces donde los nobles y los plebeyos o artesanos viven la farsa de ser lo que no son, o de no ser lo que son, y ya sólo con eso, delegada su humanidad, resultan muñecos a los que Valle sólo tuvo que poner nombre y dar cuerda. Lo que quizá no se haya dicho nunca es que España se esperpentiza a sí misma mucho antes de Valle-Inclán, al disfrazarse colectivamente de castiza. Las princesas de Versalles condescendían un rato a vestirse de pastoras, pero esto España lo lleva al extremo y basta vestir a una noble dama de castiza para tener el esperpento. Esto se ve mucho en los niños, que quedan monstruosos con sus trajes regionales, como viejos enanos. La vejez de la ropa contrasta en ellos con la poca edad y el contraste es casi fúnebre. A los niños el disfraz los amortaja. Todo lo que tiene genuinidad, como la infancia o la aristocracia, por poner ejemplos extremos, queda esperpéntico mediante la mentira castiza. Valle tuvo la genialidad de ver esto y lo teorizó a su manera. Lo de los espejos es una teoría estética, pero la teoría social del esperpento es la que venimos formulando, y tiene mucho que ver, ya no es preciso insistir, con el casticismo. La aristocracia, tomando al vuelo un capricho francés, decide hacerse castiza (tampoco tiene imaginación ni opciones para mucho más). Este casticismo o imitación del pueblo halaga mucho al pueblo mismo, con lo que la farsa se ha convertido en arma de gobierno. El pueblo, que se siente secularmente abandonado, solo, hospiciano históricamente, recrudece su casticismo a partir del 98, lo cual nos da un casticismo de dos direcciones: los españoles se reconcentran en sí mismos para ser ellos, para ser algo, ya que no son nada, y la imitación de las clases altas les corrobora y les aúna por primera vez (en falso) con estas clases. El casticismo sólo es una revolución de la ropa, una revuelta indumentaria (lo prueba el motín de Esquilache) que lleva a nobles y plebeyos a compartir modales, corridas de toros, arte flamenco y lenguaje coloquial (el de Isabel II). Goya es el que fija definitivamente todo esto, para bien y para mal. Con razón ha podido decir Valle que todo él viene de Goya. Ha puesto en teatro y novela los cuadros del aragonés. El germen del esperpento, sí, es el casticismo, ese españolismo exagerado y por tanto falso. La genialidad de Valle está tanto en verlo como en contarlo. En Farsa hay sexo y política, como luego en todo El ruedo. Realmente, el sexo y la política son los dos grandes temas de la literatura y el arte. Durante media vida se escribe de sexo y durante la otra media de política. Esto es verdad en Valle y en cualquier artista. Aparte imperativos biológicos (el erotismo de la juventud, el cerebralismo y la avaricia de la madurez), lo cierto es que el tema amoroso se acaba pronto, por reiterativo, y entonces acudimos al tema de la política, en cualquiera de sus formas, que es menos grato, pero mucho más variado, ya que la política nos está sucediendo siempre, mientras que el amor sólo nos sucede de vez en cuando o de tarde en tarde. En El ruedo ya sólo habrá política. El ruedo es la gran novela política de España. García-Posada ha dicho que Luces de bohemia es nuestra mayor muestra de teatro político. Así, en lo que hemos llamado el «cielo militar» de Valle hay también mucho amor. Y en el ciclo madrileño lo que hay es mucha política, pues que Madrid es una de las capitales más políticas de España, por el centralismo secular de este país. De todo eso sale Farsa. En Farsa se acerca Valle como nunca al «disparate» de Goya. Farsa es lo más disparatado, efectivamente, de nuestro autor. Luego se produce en él no una involución, pero sí un mayor dominio del disparate dentro de la «ortodoxia» narrativa, que sólo es la ortodoxia de la vanguardia. Volviendo a Greenfield, repara éste en el «animalismo» que caracteriza a la pieza. Efectivamente, hay animalismo (personajes representados como animales, o a la inversa, animales en función de hombres). Pero lo hay sólo en el juicio de los militares, o reunión de la cúpula castrense, y poco más. Greenfield exagera su teoría del animalismo y así, cuando Valle se refiere al «anca de yegua» de Isabel II, Greenfield ve ahí animalismo, metamorfosis. Pero la imagen sólo es metáfora y no metamorfosis. Greenfield, en el estudio de Farsa, tiende a confundir metáfora con metamorfosis. Hay metamorfosis cuando una cosa o persona se convierte realmente en otra, incluso cambiando de especie. Hay metáfora cuando meramente se compara una cosa con otra. El anca de la reina se parece al anca de una yegua, pero la reina no es una yegua. Aplicado el principio de Greenfield, toda la metafórica universal sería metamorfosis: monstruoso. La metamorfosis funciona en las fábulas de animales. La metáfora no pertenece a la fábula, sino a la lírica. Greenfield confunde los géneros. Y para terminar con Greenfield, espero, dice que el esperpento es o actúa siempre sobre la actualidad, y esto examinando una pieza que no se refiere a la actualidad, como Luces, sino al pasado, al siglo anterior. Casi todo el esperpentismo de Valle es retrospectivo. Precisamente el esperpento es la manera que tiene Valle de actualizar la historia. Ya hemos dicho que nadie es extranjero impunemente. La exigencia de actualidad dejaría el esperpento en caricatura de periódico. Corte isabelina, befa septembrina. Farsa de muñecos, maliciosos ecos de los semanarios revolucionarios La Gorda, La Flaca y Gil Blas. El «Apostillón» de Valle a Farsa es una obra maestra de lo canalla. Zamora Vicente ha estudiado con detenimiento, como ya se ha dicho, la presencia de lo popular y bajo, de los géneros ínfimos y la blasfemia de la calle en Luces. Otro tanto puede reconocerse en Farsa. Hay un arranque poético de lirismo golfo que hasta casi suena un poco a Verlaine. Estos versos fáciles y logradísimos tienen un perfume de época que Valle consigue mágicamente. Va a ponerse otoñal, pero otoñal en canalla. Su lirismo golfo llega aquí a la perfección. Entiendo por lirismo golfo ese que se da sólo en Valle y que le diferencia de tantos poetas de la calle y la noche. La diferencia está en que éstos son sentimentalones, verlenianos pasados de rosca, mientras que Valle, partiendo del mismo juego de violines, va hacia la destrucción, la catástrofe y el crimen. La invocación cacofónica a los «semanarios revolucionarios» tiene una fuerza singular y un repunte de coña chula. Valle es un artista de la chulería, en obras como ésta, y en esa cuerda dejó todo lo que le había dado Madrid, la expresividad caliente y vivísima de la calle de Madrid. Todo el «Apostillón» es cacofónico y logra hacer de la cacofonía un arte y del ripio una puñalada. La alusión, la cita de los tres títulos de periódico esquinero y anarquista llena el poema de actualidad isabelina. Hay un Madrid pasado por Valle que está entre el cuplé y la zarzuela con un fondo de pueblo canalla y un epílogo de sangre. Esto es lo que llegaría a su expresión y revolución definitiva con Luces. De la evocación isabelina, del verlenianismo rojo pasamos a la segunda parte del «Apostillón», en un salto muy logrado: Mi musa moderna enarca la pierna, se cimbra, se ondula, se comba, se achula, con el ringorrango rítmico del tango y recoge la falda detrás. He aquí la musa moderna del nuevo cosmopolitismo madrileño. He aquí a Isabel II transmutada en mujer de cabaret. El doble filo del poema es una navaja macho tirada en mitad de la calle. «Se cimbra, se ondula.» He aquí la palabra clave de estos versos: «achula». Valle, artista de la chulería, como hemos dicho. Chulería de La hija del capitán, chulería que recorre luego todo El ruedo. Baroja, tan impotente frente a él, le reprocha, de esta época, que a los dedos los llame «dátiles». Baroja no ha entendido que Valle ha recogido la navaja del barbián y con ella va a acuchillar también la época, la historia, la política y la vida. Valle hace de la chulería madrileña una categoría estética. El personaje histórico —Isabel II— pasado por la chulería da el esperpento, como antes hemos dicho del casticismo. Este descenso del escritor al corazón del pueblo, a lo peor y más expresivo del lenguaje, al argot y las malas palabras, tiene una grandiosidad inversa en quien fue príncipe de la lengua y ahora quiere ser príncipe de las tinieblas. Valle no se limita a mimetizar al pueblo en esto, como han dicho sus estudiosos, sino que asume profundamente, irónicamente, su condición de pueblo, y nos habla desde el albañal, que es desde donde se puede hablar con autoridad contra el marqués de Salamanca. Hay un momento en que el poeta maldito y la canalla se encuclillan inevitablemente en esa nostalgia del lodo, baudeleriana, que el autor español experimenta también. A Valle llega a fascinarle plásticamente una sub/lengua llena de creación y libertad. Y la utiliza como cuchillo de cuchillero castizo contra todo el Madrid «absurdo y brillante». «… con el ringorrango / rítmico del tango.» Ya tenemos a una reina antigua convertida en una tanguista. Valle no margina las peores palabras, las que son un lazo de vulgaridad trenzado en la cretona de la jerga: ringorrango. Palabra de sastra o chalequera. Valle está seguro de que en su hablar total esa palabra también va a valer. «Y recoge la falda detrás.» Con un movimiento real, con un escorzo plástico se cierra el «Apostillón». Vale esta pieza por toda la comedia y juega hábilmente con dos épocas de España, el romanticismo isabelino degradado y el nuevo cosmopolitismo madrileño. «Apostillón» me parece un pequeño logro, una breve genialidad, un alarde de gracia, intención y juego. Greenfield (qué le vamos a hacer) dice que el tango es algo muy hispano. El tango es entre italiano y lunfardo, algo así como una caricatura de París y la java. España tiene poco que ver ahí. Greenfield se equivoca siempre en lo pequeño, aunque a veces acierte en lo grande. El discurso de Max Estrella. En Luces hay sainete, periodismo y teatro de burla. Los géneros ínfimos e infames de la época están aquí hábilmente jugados y dotados de rango literario. La teoría del esperpento ya la hemos formulado más atrás. El esperpento es la historia (o la actualidad) pasada por el casticismo, el costumbrismo o lo canalla. Lo de los espejos del callejón del Gato nos parece más metáfora que teoría. Luces es una obra llena de literatura en las referencias cultas y populares. Un relato interior al mundo de las letras, pero no un relato libresco, sino algo intensamente vivo, visual, viviente, cambiante (en escenarios y personajes) e incluso cinematográfico. Ya no hay duda de que Valle se estaba nutriendo del cine cuando escribió ¡Aires! Su literatura es, sí, eminentemente visual, y esta visualidad narrativa le fascina en el cine. El cine y Valle vienen a coincidir. Luego, en El ruedo, también hay mucho cine, pero las dimensiones de esta trilogía nos devuelven a la literatura, mientras que Luces es una película perfecta. Luces de la ciudad, Luces de bohemia… Valle, que siempre ha sido escritor de citas, como sus personajes, mostraba un natural respeto y énfasis por los autores citados. En Luces se hace, al tiempo que el esperpento de la vida, el esperpento de la cultura, ya que todas las citas, clásicas o contemporáneas, son retruécanos, o lo parecen, así como algunos cultismos dispersos. La cita, en Luces, tiene una intención humorística, irrespetuosa, maligna, divertida o golfa. Valle no hace sólo el esperpento de la vida, sino el esperpento de ese comentario a la vida que es la literatura. Quiere decirse que está, como Max Estrella, convencido de que, al final, la poesía también engaña. El discurso de Max Estrella es el discurso de Valle-Inclán. Valle juega aquí a un distanciamiento muy del arte de nuestro tiempo. Cuenta la vida de un bohemio sin talento, Alejandro Sawa, pero sublima al personaje como si fuera un gran poeta dotado de unas cualidades éticas que Sawa quizá no tuviera, al menos en el límite heroico de mártir en que Valle lo sitúa. Y cuando ya ha logrado un personaje que es/no es Sawa, se pone él, el autor, a hablar por sí mismo, a través de estos dos mecanismos —Sawa, Estrella—, de manera que se cierra el círculo y el autor acaba siendo el personaje, como lo fue en la primera intención. Hay que preguntarse si la muerte real de Sawa, con mucho eco en los mundos de la bohemia, porque era un poco la muerte de todos, no fue el hecho inicial que sugirió a Valle esta obra. Así, el discurso de Max Estrella a lo largo de una noche caliente y lóbrega, es el mayor y mejor discurso literario, moral y político de Valle-Inclán. De Alejandro Sawa toma la anécdota y en Estrella pone su propia voz cargada de indignación, noble resentimiento, grandeza, ingenio y reproche. La teoría de los espejos (metáfora más bien, ya digo) la formula un Estrella agonizante (cosa no muy verosímil ni siquiera en el teatro ni en este teatro), pero quien está hablando no es Max, sino el autor. Todos estamos de acuerdo en aceptar esa formulación como definitiva y valleinclanesca, con lo que admitimos implícitamente que Max es Valle. La metáfora de los espejos no queda como una teoría curiosa de un personaje, sino como una de las formulaciones definitivas del autor, aunque uno cree que éste se ajusta más cuando nos dice que todo el esperpento viene de Goya. Algunos tratadistas se han preguntado contra quién va Valle en Luces, e incluso sostienen que es difícil saberlo. La respuesta nos parece obvia, ya que se definen por su nombre situaciones políticas del momento, personajes —Maura—, instituciones — la Academia—, políticos, tendencias ideológicas, corrientes, revoluciones, revolucionarios —Lenin—. Etc. El no querer entender esto me parece una manera hipócrita de minimizar Luces como el gran teatro de la agresión al vacío con resultados meramente estéticos. En cuanto a la citada esperpentización de los clásicos, Valle llega hasta su admirado Shakespeare, de quien ya no necesita: lo mimetiza grotescamente en el diálogo de los sepultureros y en otro diálogo simultáneo y culto entre Bradomín y Rubén (los dos únicos personajes respetados en la obra), cuando el marqués ironiza sobre Ofelia, «niña tonta», y el joven Hamlet. Valle, en Luces, se acoge a una literatura canalla, como ya hemos dicho, y desde ella esperpentiza la gran literatura. Asimismo, denota muy bien el habla pseudoculta del pueblo madrileño. No es correcto decir que Valle, por entonces (el entonces de Luces) vuelve al regazo del 98. El 98 queda aquí muy superado. Como quizá ya se haya dicho en este libro, el 98 es un regeneracionismo literario. Sólo Valle toca crudamente la realidad de la historia y, mucho más allá del regeneracionismo, levanta el arbitrismo de la guillotina, el arrasamiento de Madrid y Barcelona, el advenimiento de la revolución, que primero se abandera en Lenin y luego, en el último libro que escribió, Baza de espadas, se aproxima al anarquismo y Bakunin, a quien veremos en persona en esa novela. Pedro Salinas y otros teorizadores del noventayochismo de Valle parece que no han querido ver esto. Recogiendo toda la voz de la calle en aquel momento, Valle llega incluso a la greguería de quien luego sería su gran biógrafo, Gómez de la Serna: «El grillo del teléfono se orina en el amplio regazo de la burocracia.» La acotación sorprende, pero en realidad está muy acorde con la modernidad y vanguardia de toda la obra. Baroja, a quien siempre hemos de citar por sus maniáticas alusiones a Valle, dice sobre éste y sin citarlo: «Ahora se lleva hablar en cínico y en golfo.» Él, Baroja, se acercó mucho a estos personajes del hampa, pero no supo hacerlos hablar, ya que todos se expresan como el propio novelista. Incoherencia narrativa que a Baroja se le perdona, no sabemos por qué. El gran peligro que acecha a Valle en esta obra, estilísticamente, pudiera llamarse Arniches. Arniches también es popular y social, también sabe hacer hablar al pueblo de Madrid, pero Arniches es realista y Valle está muy lejos del realismo, ya que da las personas, las cosas y los paisajes a través de espejos cóncavos y convexos. Luces, empero, suena a veces a verbena madrileña, pero el discurso de Max se va agravando a medida que avanza la obra. Don Latino tiene algo de los bufones de Montenegro, pero asimismo esperpentizado. ¿Debiera terminar la función con la muerte de Max, sobrando así los finales superpuestos? Quizá. Luces de bohemia es la lucha del hombre contra las instituciones, como en Kafka, como en toda la literatura de este siglo. Esa es su verdadera dimensión. El hombre había luchado contra los dioses, en Grecia, pero modernamente se enfrenta al Estado de uno ti olio signo o a las instituciones sociales, económicas, culturales, nacionales, etc. El discurso de Max Estrella es el discurso «poscontemporáneo» (Bousoño) por excelencia. Ahora que nos acercamos a otro 98, la intelectualidad joven parece de acuerdo en que Valle es el único superviviente de aquella generación, en cualquiera de sus géneros. Como que Valle es otra cosa. El texto único. De acuerdo con las últimas teorías de la crítica occidental, entendemos por texto único aquel que reúne unidades de tiempo, espacio, estilo, acción, coherencias de intención, clima, ambiente y directrices. A este postulado del texto único se adhiere prodigiosamente la obra completa de Valle, que es la más estructurada, unitaria y autorreferente de nuestro siglo. Entre toda la obra de Valle, el texto único por excelencia es El ruedo ibérico, ya que reúne unicidades de tiempo, espacio, estilo, lenguaje e intención. Valle cronifica los amenes isabelinos, con aperturas a la España real y rural, Andalucía, La Mancha, Extremadura, etc., de acuerdo con su proyecto de tres trilogías, que responde a la idea tolstoiana de la novela total de un pueblo donde desaparecen los protagonismos individuales. Los hombres sólo son agentes de la historia. La gravitación histórica nos da el texto único. Los «maliciosos ecos» de Farsa se hacen actuales en La corte de los milagros, actualidad que a su vez metaforiza la contemporaneidad de Valle, que no sólo cronifica la historia, sino que la metaforiza como trasunto de la actualidad, ya que España sigue siendo la misma. Isabel II, aquí como en la historia, sólo habla del «amor de los españoles», que dice haber perdido, lo cual nos explica un gobierno sentimental, un irracionalismo político que lleva España al desastre o la revolución. El rey consorte es una «pulcra insignificancia» y a veces se le ve, con todos sus fajines y cruces, «muy perejil». La Isabel II de Valle no es sólo un retrato, una biografía o un esperpento, sino el simbolismo puro mediante el que se nos da una España sentimental, supersticiosa, militar y agónica. Valle no se limita al esperpento de la reina, sino que pasa al simbolismo de una mujer que encarna país y época con esa misteriosa capacidad alegórica que tiene la hembra. La mayor parte de los tratadistas sólo ha visto aquí el esperpento isabelón, cuando lo que tenemos es el resumen femenino de España mediante fórmulas que a Valle le vienen claramente del simbolismo. Narváez, otro asombroso retrato, define a los cris— tinos y moderantistas como «un carlismo sin sotanas». El liberalismo de Madrid, aunque corrupto, se enfrentaba entonces al entorno de una España cerril. Valle, a la izquierda de unos y otros, parece más interesado por los «generales bonitos», liberales y revolucionarios. Nuestro escritor acomete aquí, con fuerte brío, la novela de masas, que es la del siglo. Sus personajes se hacen solubles en el tiempo histórico, pero esto no quiere decir que se pierda el hilo argumental y novelesco, como han sostenido Fernández Almagro y otros lectores desganados. Cada personaje tiene su tragedia, pero lo que novela Valle es la tragedia de España. Colocando este texto sobre una página histórica saltan a la vista los anacronismos. Estos anacronismos son de dos clases: Funcionales Poéticos El anacronismo funcional lo practica Valle porque le conviene, para lograr precisamente el texto único, importándole más la cuadratura del círculo que la linealidad histórica. El anacronismo poético responde a un profundo conocimiento del poder lirificante del tiempo, de modo que Valle aleja, distancia o acerca la muerte de Narváez, gran entierro en el Madrid de los grandes entierros, según los efectos estéticos y poetizadores que va a conseguir con esto. (En San Camilo de Cela encontramos una digna y suficiente imitación de este procedimiento con los entierros de Calvo Sotelo y el teniente Castillo, casi simultáneos, que el autor prolonga o acorta en la narración con dosificaciones narrativas y estéticas, según los casos.) Valle escapa a las cronologías puntuales de Galdós, no por falta de información (está probado que tenía mucha), sino por sentido poético del tiempo, el espacio y la historia. Es lo que tiene sobre los cronistas y noveladores del XIX. Carolina Torre-Mellada y su amiga Feliche son dos mujeres aparte, bellas, irónicas y cansadas, escoltadas casi siempre por Bradomín, que Valle salva del esperpento de la corte. Las Sonatas asoman así una punta por este mundo tan diverso de El ruedo. La gran hazaña narrativa de esta trilogía son los lenguajes. Cada clase social, ciudadana, rural, palatina y contrabandista habla su lenguaje propio. Como ha señalado oportunamente Julián Marías, Valle ha conseguido incluso un andaluz galleguizado. Es prodigioso su juego con las lenguas, y le da actualidad y realidad a sus novelas, mientras que Baroja y otros, como ya hemos dicho, crean personajes que hablan todos igual y, a su vez, todos como Baroja. Mediante los argots consigue Valle sobre todo la pluralidad de las Españas que quiere novelar. La novela de Valle no es lineal, según tradición, sino circular, y circulares, por tanto, el tiempo y el espacio. No se trata de viajar de un punto a otro sino, más de acuerdo con el mundo, de darle muchas vueltas a un tema que no avanza. El pueblo que habita esta trilogía es un pueblo fuera de la ley. Los señoritos perdis asesinan guardias y los bandoleros desvalijan marquesas. Con esto quiere decirnos Valle que la España oficial no tiene nada que ver con un país acanallado, sublevado o anarquista de derechas. Los poderes se están ejerciendo sobre la nada y cada estamento dicta y cumple o no sus propias leyes. Madrid es sólo una abstracción que sirve de burla o burle a los españoles. Aquello no podía durar. Sólo los milites liberales lo ven claro. Hasta Fernández Almagro se da cuenta de que Valle incorpora las vanguardias de la época a su escritura final, y no por esnobismo, claro, sino por seguir enriqueciendo y actualizando lo que dice y lija. Valle parece haber hablado en algún momento, teorizando sobre la novela, de que lo importante no es narrar, sino mostrar. La fórmula se parece tanto a la de Flaubert que más bien la creemos adjudicada a Valle, aunque muy bien entendida por éste y puesta en práctica hasta el límite. En El ruedo las cosas ocurren, no nos las cuenta nadie. La fórmula es todo lo contrario de Galdós, Clarín y el XIX. Cervantes arranca con la modernidad cuando cuenta lo de los molinos o los rebaños. Mientras lleva el hilo cómodo de la narración sigue siendo pastoril, clásico y viejo. Entre los estudiosos encontramos una notable confusión respecto de lo grotesco y el esperpento. Lo grotesco viene de «gruta», de grutesco, es elemental e inmediato, produce risa. El esperpento es la consecuencia intelectual de una elaboración estética, o la captación de un hecho social, aristocratismo/casticismo, como sobradamente hemos visto en este libro. Da rubor decirlo, pero todavía hay autores que estudian el esperpento confundido con lo grotesco, como una «rareza» de Valle. En Francisco Ynduráin encontramos el sentido de lo «jaque» en Valle, que es una variante agresiva de lo castizo, con connotaciones beligerantes, majezas y torerismos. Ynduráin afina mucho en esto, pero aun así hay quienes vuelven al concepto holgado y rudo de lo grotesco como única explicación. Aunque Francisco Rico nos diga que Quevedo es el mal de España y el barroquismo la ruina de todo, y el Buscón una calamidad, sin Quevedo no habría Goya ni Valle ni Gómez de la Serna, de quien Valle incorpora ramonismos, interpretando las aspas de los molinos del Quijote como absurdos pájaros negros cuyas alas derrumban al héroe. Valle dijo que el idioma primero nos hace y luego nos deshace. Efectivamente, su creación/recreación continua del castellano y todo lo demás es una lucha entre ese idioma que se nos da hecho y el peligro de que se deshaga y nos deshaga reducidos a tópico, escombro, refrán, frase hecha, locución vulgar y repetición. Este entendimiento beligerante del lenguaje viene precisamente de Quevedo y lo sentimos por don Francisco Rico, que quiere volver al Renacimiento y suspender la modernidad española desde su origen. De 1919 datan los popularismos que Valle maneja en El ruedo. Los críticos se asombran de su salto desde un estilo elegante a un estilo vulgar, pero la verdad es que no hay tal vulgaridad. Ni tal salto. Valle aplica igual trato a las palabras del pueblo que a las de los sabios o las marquesas, de modo que es también un orífice de la calderilla idiomática, un preciosista. Aquí lo hemos definido como «modernista de lo feo», lo cual no hay que confundir con el feísmo. Para Valle hay tanta joya en una palabra maldita como en una importación de Garcilaso. O de Cervantes. Valle toma mucho de Cervantes, y eso de que toma sólo de Quevedo es otro tópico fácil. Incluso en los hipocorísticos Valle es siempre original y creativo: la Pisa-Bien, PicaLagartos y miles de ellos. Nunca cae en la menesterosidad de llamar a un cojo Patachula, como otros autores. El arte valleinclanesco del hipocorístico sólo lo ha heredado Cela. Ni Galdós ni Baroja pensaron nunca en las posibilidades creativas del hipocorístico. El estudioso García de la Torre sostiene que en los Episodios nacionales hay argumento y en la novela histórica de Valle no lo hay, porque la creación verbal lo entorpece. Los argumentos galdosianos de los Episodios son casi infantiles. Sólo el lector que confunde la literatura con el enredo puede creer que a Valle le falta «tema». Muchos temas se trenzan en El ruedo para hacer la novela coral del siglo XX. Entre nosotros, de ahí viene La colmena. Hay un artículo de Pérez de Ayala sobre Valle donde alterna al maestro con Grandmontagne y otro. El compuesto ya es grave, pero es que Ayala dice, además, que Valle es azaroso y fragmentario en su creación, que dejó el talento en los cafés, etc. Valle es el creador más organizado y sistemático del siglo XX español: cuartetos, trilogías, poética de La lámpara, luego practicada en La media noche. Obra completa planeada desde muy pronto. Por si el crimen fuera poco sangriento, Ayala dice que Valle se quedó políticamente en el liberalismo. Sencillamente, no ha leído al segundo Valle. Aparte de que nuestro autor nunca fue liberal. Todo menos liberal. Si esto lo escribe Pérez de Ayala, qué esperar de la crítica de oficio. A Valle, ya lo hemos dicho aquí, le persiguen los plagios y las calumnias como a Poe los cuervos. En Viva mi dueño, segundo tomo de El ruedo ibérico, se presenta ya crudamente el enfrentamiento entre moderantistas y revolucionarios. Se habla de la Niña, que bien pudiera ser la república, la revolución, no se sabe. Lo que había en España, realmente, era un malestar y un clima de inminencias que Valle concreta presentándonos el pueblo, los palacios, la gente, la Corona, las ciudades y sobre todo Madrid. Valle se encuentra ya en la novela total, en el texto único, en el relato de masas, muy siglo XX, y los episodios privados y particulares de unos cuantos hombres y mujeres no son sino viñeta menuda de lo que él está narrando en grande. En todo caso, unas viñetas mucho más conseguidas que las de Galdós. El mundo de los Montpensier ya no es tratado por Valle con pluma de Bradomín, sino con pluma de anarquista. Luis González Bravo, aquel primer ministro de Isabel II, antipático y zorro, tiene hoy para nosotros el encanto inesperado de su decidido recelo contra los militares, lo cual le hace, con reservas, un azañista anticipado. Valle ironiza sobre la unidad nacional y dibuja muy claras las dos Españas, como las ve. Hay unas primeras escenas en Cibeles. Cibeles empieza a ser la plaza central de Madrid. Bravo está siempre contra los «espadones», tanto revolucionarios como reaccionarios, porque intuye que lo que persiguen siempre es militarizar España y la monarquía. O’Donnell es el más leal a la reina. Valle parece muy bien informado sobre la época, pero tampoco desprecia el sensacionalismo de hemeroteca, sino que lo utiliza, ya sabemos, como una de las claves de su estilo. El escritor sabe que el sensacionalismo tiene una mostaza de realidad y encierra siempre datos marginados por la prensa y los historiadores «serios». Valle, gracias a esto, sigue acanallando («avillanando», diría él) su estilo y su visión de España, pues sabe, naturalmente, que la marginalidad periodística es la que recoge esas verdades ahistóricas que realmente hacen y explican la historia. Por otra parte, el sensacionalismo de época le da muchas claves para su esperpentismo histórico. El sensacionalismo, según la palabra, recoge aquello que causa sensación, y Valle es un «sensacionista» que se guía más por las sensaciones generales del pueblo que por las declaraciones frías de los políticos. Si está haciendo novela de masas, tiene que atender a lo que más movió y mueve a las masas: el sensacionalismo. A nada de esto llegan Galdós ni otros novelistas e historiadores. El autor consigue así anovelar la historia y hacer novela histórica. En cuanto a los generales progresistas y románticos, como Prim (que le obsesiona), Valle no olvida que Prim, en Puerto Rico, postuló la continuación del sistema esclavista. El tópico «voluntad nacional» era muy usado por la derecha como sustitutivo de voluntad democrática. El ejército lo identifica Valle con el orden, y el orden con la injusticia. Porque el novelista sabe o cuenta que los espadones ilustres, como los jayanes, llevan escrito en su limpia espada un lema de cachicuerna: «Viva mi dueño.» Y de aquí el título del libro. González Bravo llega a una formulación que hoy nos parece profética: una dictadura civil. Hasta entonces sólo se habían conocido las militares. Valle está muy lejos de su ciclo militar y Bravo muy cerca de las dictaduras civiles del siglo XX, cuyo modelo máximo es la de Lenin (muy valorado por nuestro novelista). Pero hoy sabemos que la dictadura civil, de izquierda o derecha, acaba aforrada de generales o coroneles, pues de otro modo duraría poco. El dictador civil, si es conservador, se convertirá en rehén del ejército. Si es progresista, también, a no ser que prefiera seguir hasta el fusilamiento. En todo caso, el señor Bravo dibuja sin saberlo una figura política que es ya puro siglo XX. Gitanos y gitanismos abundan en la prosa y los diálogos de este libro. Alguien lo ha interpretado en relación con Lorca y el lorquismo. Sólo que Lorca los tenía muy cerca, en Granada, y Valle ha de ir a buscarlos a lo hondo de España, como busca otras razas, etnias, tribus y marginales para darnos la geografía humana total de un tiempo y un país, el texto único, la globalización tolstoiana. Ya hemos citado en este libro una curiosa frase de Valle: «Ideas las tenemos todos. Lo difícil es pintar un gitano con un burro.» De modo que su fascinación por los gitanos no es nueva cuando los crea y recrea en esta novela. Todo el gitanismo del lenguaje está muy bien hallado, pero mayormente muy bien manejado, ya que un exceso de caló habría hecho el texto ilegible o folklórico. Valle lo alterna en el diálogo y la narración con otros dialectos, consiguiendo así, como hiciera en Tirano, la amalgama de los pueblos y las razas sin necesidad de retórica, ya que es la voz de cada etnia o sombrajo la que escuchamos. Y todas forman una impresión pululante de masa plural, de ese barullo de razas que es España, de esa riqueza por abajo que da este país, con sus invenciones y tradiciones. Pero el novelista no se limita al gran logro de que cada quien hable como tal, sino que él mismo, cuando narra o describe, lo hace con frecuencia trenzando una prosa de múltiples casticismos y viva plasticidad. La calidad de cosa que tiene esta escritura no es fácil de igualar. Por otra parte, el juego es completamente funcional, pues que Valle consigue así la aleación del autor con sus personajes. Veamos esto. Es frecuente en la novela con diálogos dotados de algún tipo de singularidad, desde el esnobismo al casticismo, que la prosa del autor, más sobria, quede como despegada de tales diálogos, con lo que esos personajes dialogantes pierden credibilidad. Nuestro novelista ha visto esto antes y mejor que nadie, de modo que su prosa, aunque a veces lírica o simbolista, está siempre trenzada con los mismos hilos del diálogo. Esta técnica contribuye mucho a la sensación de texto único. Uno de los problemas más graves de la novela, y menos estudiados, reside en la conciliación de la prosa narrativo/descriptiva o meditativa con el diálogo, que ha de ser siempre más escuchado que leído por el lector. El novelista no tiene por qué hablar como sus personajes, ya sean finos o bastos, pero entre ambos momentos narrativos tiene que haber una cierta identificación. Es malo, ya se sabe, que los personajes hablen como el autor, pero es aún peor que el autor hable como los personajes. Sin embargo, tampoco debe estar lejos de ellos verbalmente. A Baroja, como ya hemos contado aquí, le parecía que todo el dialecto de Valle consistía en llamar a los dedos «dátiles». Esto es una caricatura barojiana, claro, pero ahora tenemos ocasión de explicar que Baroja, tan inquieto siempre con las innovaciones de su amigo/enemigo, estaba mintiendo. Valle hace su primer intento de globalización dialectal en Tirano, con mucha fortuna, y llega a la ambición logradísima del sistema en El ruedo, rubricado aquí el acierto por el hecho de reunir circularmente todas las parlas de España. Hay un personaje en Viva mi dueño, un clérigo (todo Valle está lleno de clérigos), el Vicario de los Verdes, que nos recuerda al Cura Santa Cruz de La guerra carlista. España abundaba entonces en curas trabucaires, que a nuestro novelista le fascinan. Santa Cruz es un genio del reaccionarismo y la crueldad. El Vicario de los Verdes se vuelve revolucionario por razones personales y también es un cura de cuerpo entero y un personaje muy dibujado. En las Comedias recordamos asimismo otro cura que se las tiene tiesas con Montenegro. Estos clérigos salvajes y con categoría, no clero de tropa, los saca Valle con notable acierto costumbrista, digamos, y profunda verdad humana, tanto en lo cruel como en lo evangélico. A Valle, en fin, se le dan muy bien los curas, desde las Sonatas en adelante. El sacerdote es un ser que no es, un hombre con vocación de otra cosa (de Cristo o de papa), y esto quizá sea lo que interesa a Valle, pues, como hemos visto sobre todo en la primera parte de este libro, él mismo quiere ser el que no es, representar otro o «representarse» a sí mismo. Por eso los oficios con uniforme, militares y curas, le motivan mucho literariamente. Son gente con derecho a ir disfrazada. Valle mismo va disfrazado de Valle. Su dandismo le hace amar el disfraz, la doble personalidad, esa que sólo exhiben profesionalmente los militares y los sacerdotes. Hay en esta novela descripciones cubistas como las que ya encontramos en los poemas de Valle. Un cubismo en prosa que da los paisajes mediante planos y geometrías móviles. Una mirada sobre las cosas influida ya por el arte nuevo que ha visto o intuido Valle. Con esta prosa conviven arcaísmos muy logrados y gratos, incluso galicismos que nos suenan al Valle de antaño. Así, es por está: «La moza era en…» El abanico de la novela va del presunto republicanismo de Prim al anarquismo y el comunismo. Valle está haciendo historia, pero también mete en la novela el presente real en que escribe. Nos habla con ironía de los «desastres gloriosos» y «las heroicas retiradas» de nuestros ejércitos, muy lejos ya de su sentido militar de España. Pablo Neruda escribiría mucho más tarde de la soberbia del ejército español, «que sólo ha ganado batallas contra los españoles». Apunta ya en esta novela el monólogo interior, aunque siempre corto. Nos encontramos con un inesperado Bradomín liberal. La voz de la calle y los sufijos son recursos constantes en la parlería de este libro, donde Valle ha conseguido un laconismo barroco, o un barroquismo de lo escueto que será ya el final crispado de su carrera y lucha contra el lenguaje. Escribe corto y rápido en estos libros, pero la sensación de adunamiento verbal y visual es la misma de siempre. Valle necesita ahora menos palabras, mas la plasticidad acumulativa del relato no pierde nada por eso. Quiere decirse que cada adjetivo o mero sustantivo le viene cargado de expresión, vida e intenciones. Pero la mayor sorpresa estilística de la novela está en las reflexiones del propio autor, que funcionan a veces por sí mismas, como acotaciones intelectuales a la novela, y que van contra todos los principios estéticos de Valle, pero al mismo tiempo anuncian y denuncian una madurez reflexiva del artista a quien ya no le importa exponer directamente lo que piensa, más allá de cualquier tecnicismo. Dice Lukács en su Teoría de la novela que la novela del siglo XX es «la épica de un mundo sin dioses». Esto es perfectamente aplicable a El ruedo, un mundo sin dioses religiosos ni políticos ni monárquicos, sino poblado de los antidioses revolucionarios, como Bakunin, que aparecerá en el tomo siguiente, o Lenin, recurrente en el segundo Valle. A ese mundo sin dioses ha llegado el novelista tomando conciencia de la humanidad que tiene en torno, y contribuyendo con su prosa a derribar los últimos iconos de las religiones sociales, políticas y estéticas que de alguna manera había venerado, prestigiado o respetado. La humanidad de esta trilogía queda ya abandonada a su trayectoria de mar histórico, de marea humana, maelstrom de hombres que van trayendo el siglo XX y la revolución plural, mientras las mitologías de siglos se borran solas y un XIX crepuscular va «borrando estatuas», por decirlo con el poeta. Lampedusa ha estudiado el tiempo en Stendhal. Lampedusa sostiene que Stendhal puede meter mucho tiempo novelesco en pocas páginas, y a la inversa. El imperio del novelista sobre el tiempo es fundamental para trabajar en una novela. Valle ha jugado siempre con el tiempo, tirando del anacronismo cuando le hace falta. Tiene un sentido poético y no cronológico del tiempo. De ahí la irrealidad y el clima propio que respiramos en toda su obra. Se trata del tiempo simbólico, digamos, y no del tiempo real. En esta trilogía el tiempo que se maneja es el ‹le la historia, pero también poetizándolo, falseándolo. Es fácil comprobar que los acontecimientos de aquellos años isabelinos no guardaron la misma cronología que les aplica Valle, pero es que el artista está a las conveniencias de su novela, en construcción y aura, y no a la fidelidad practicona de Galdós metiéndose a historiador. Generalmente, el procedimiento de Valle consiste en acotar espacios de tiempo real muy cortos, dos o tres meses en la historia, y llenarlos de hechos, acciones simultáneas y viajes, de modo que la vida resulta plural y restallante cuando tomamos conciencia del poco tiempo que «ha pasado». Lampedusa observa la finura con que Stendhal introduce el tiempo sin recurrir a las fechas, por un detalle exterior, banal. Valle, por el contrario, se inventa la poesía del calendario, lo que viene a ser lo mismo. Así, «befa septembrina» o «amenes isabelinos». Da la cifra, pero ya como símbolo. Lampedusa, exquisitamente traducido por el poeta Antonio Colinas, observa que Stendhal produce unos diálogos neutros, sin brillo, porque Stendhal no cree que las palabras revelen nada de la persona, y prefiere revelar a ésta mediante la gestualidad bien observada. Es ya un tópico eso de que el lenguaje sirve para ocultar más que para expresar. Pero nuestro Valle sabe que el momento extático de la gestualidad es la palabra pronunciada, y por eso hace hablar mucho a sus personajes, para que los veamos bien. No importa lo que dicen, sino cómo lo dicen. Y Valle pone todo el énfasis de su escritura en el cómo. Ya hemos hablado aquí de guturalidad. A nuestro novelista, tan plástico, le interesa la guturalidad humana, y esta guturalidad, anterior al lenguaje, se acentúa en las palabras raras, mal dichas, exóticas, salvajes, extranjeras, arcaicas, dialectales, etcétera. Hay menos guturalidad en un diálogo de condesas, como las que trataba Stendhal, que en una voz con acento regional. Valle hace hablar al personaje, cultiva también diálogos banales, como Stendhal, pero por razones opuestas. Quiere que el personaje nos llegue íntegro por su guturalidad, caló, galaico, etcétera. Y lo consigue. En Baza de espadas, libro último donde se trunca El ruedo por enfermedad definitiva del autor, respiramos ya un clima de revolución. Unionistas y progresistas tienen su controversia diaria en Madrid. Pero la novela pronto sale a provincias. Las agitaciones campesinas pudieran hacer pensar en una revolución agraria, que siempre ha estado flotando en los veranos de España. Entre los intelectuales se principia a citar a Fourier, cuyo anarquismo hedonista nos suena muy cercano a las afinidades personales de Valle. Salvochea es el asceta de la revolución, muy popular por entonces y muy cuidado por Valle en su dibujo. No hay bromas con Salvochea. Paúl y Angulo, por lo exaltado, acabaría siendo el culpable «oficial» del atentado mortal contra Prim, como alguien le pronostica en esta novela. Pero recordemos (ya se ha dicho en este libro) que Valle pasó los últimos días de su vida redactando un folletón muy documentado, desde la cama, en su pueblo, folletón que le publicaban en Madrid y que es un verdadero dossier sobre el asesinato de Prim, del que se redime a Paúl y Angulo para remontar el hecho a más altas instancias. Valle da sobre esto más datos que Galdós y cualquier historiador. Prim le había apasionado de vivo, en sentidos contrapuestos, y le sigue apasionando de muerto. También cruza por el libro doña Baldomera Larra, hija del periodista romántico y mujer muy anovelada, incardinada siempre en los enredos políticos y económicos del siglo XIX. La parte central y más extensa de este libro transcurre en un barco que hace la travesía de Gibraltar a Inglaterra. Todo lo del barco es en sí mismo como una novela intercalada, como las que da Cervantes en el Quijote, aun cuando Valle alterna el folletín con el hilo político e histórico de la trilogía. Las páginas del barco, muchas, ya veremos que no están ahí gratuitamente. El barco le sirve al novelista para aglutinar, en la pasividad de una travesía por mar, personajes como Bakunin, una logia masónica, unos flamencos que proyectan el asesinato de Prim, unos ilustres exiliados, etc. El barco se perfila claramente como recurso —¿quizá de urgencia en un enfermo como Valle?— para presentarnos en vivo y en contraste el mapa político nacional. Por otra parte, la falta de acción que impone el viaje le permite al novelista enredar a sus personajes en largos parlamentos doctrinales y controversias, lo que efectivamente queda muy natural en esta circunstancia pasiva y no recuerda para nada la novela/ensayo que por aquellos años 20/30 se ponía de moda en Europa. Aparte de que Valle se ha propuesto hacer la novela global, y en el globo, naturalmente, cuenta también el mar. Entre otras muchas ideas, se suelta en estas tertulias de altamar la de que «la de Rusia es la única revolución decente». Nuestro escritor vivió siempre una cierta contradicción entre el anarquismo y el comunismo, que a veces mezcla como la misma cosa, siendo cosas contrarias. Pero las ideas andaban sueltas y confusas en aquellos primeros años del siglo en que él escribe, y, por otra parte, en Valle es más fuerte el afán de justicia que claros los caminos para llegar a ella. Así, Marx y Bakunin aparecen en sus escritos un poco mezclados. Respecto de la Gran Utopía, todo viene a ser mezclado y qué más da, por más que Bakunin (parte del pasaje) deja sentado que Marx pasa por el autoritarismo y los anarquistas no. Respecto de la revolución española, que se ve como inminente, Bakunin la desprecia y minimiza. «Hacer una revolución para buscar un tirano…», se burla. Bien podemos colegir que Valle es quien pone estas palabras en boca de Bakunin, por el trato despectivo que él mismo da a los revolucionarios españoles. En su apreciación de Prim, concretamente, y como ya hemos insinuado, unas veces le fascina su calidad de héroe que galopa hacia la república, y otras cae en la tentación de dibujarle según los «semanarios revolucionarios», siempre llenos de «maliciosos ecos». Ya se ha dicho aquí que a Valle le interesa mucho, como estética y como documento marginal, eso que hoy llamaríamos «sensacionalismo». En general, Valle parece más cerca de Bakunin que de Marx, y es siempre ambiguo con Prim, personajes todos que le dan mucho juego político o literario. Dentro de este barco/síntesis se oyen también frases que suenan al propio Valle: «Al fin y al cabo, las revoluciones no se hacen con obispos.» Ya hemos dicho que Bakunin condena aquí la revolución española, que no le parece tal, y seguramente esto es histórico. En Baza encontramos al Valle más radical, como que es el último y habita ya el «mundo sin dioses» que dijera Lukács. Cádiz, «capital» de España hacia 1912, es en esta novela un enredo de calles nocturnas y estrechas por donde se hila o fracasa el rumor del mar. Se ha definido esta última prosa de Valle como «telegráfica», pero la definición, aunque rutinaria, es inexacta y molesta. Ya se ha mostrado aquí cómo nuestro novelista puede manejar un laconismo barroco, un «telegrafismo» (vale) cargado de imágenes y sentidos. El autor ha llegado al esqueleto de la gramática, pero sin perder un color, un sabor, un matiz, una intuición. Todo el largo episodio del barco es a la vez discursivo y folletinesco. Mucha política y mucho novelón. El novelista consigue aunar la teoría con la acción y la novela se lee con todo interés, pese a la fracasada arquitectura del libro y del autor terminal. Los hallazgos son tan vigorosos como en cualquier otro libro de Valle. Cánovas, por citar un político que ha quedado en la historia y la memoria, es definido como «dogmático y perruno». Un adjetivo psicológico y otro físico, el parecido de Cánovas con un perro. Así trabajó el escritor toda su vida, eligiendo los adjetivos que se contraponen o se complementan, dando de un lado lo psicológico y de otro lo físico, pero esperpentizado. «Animalizado» en este caso, como suelen decir los críticos exagerando; ya que Valle no trata de convertir a Cánovas en un perro, sino de afinar caracteriológicamente por aproximación. Prim sigue siendo en este último libro, ya se ha dicho, una pasión contradictoria de Valle, un naipe de esperpento y un héroe nacional. Es frecuente que nuestro novelista castigue de pronto a sus pocos y mejores héroes, y esto tiene más que ver con la estética que con la política. La Sofi es la mujer mala y sentimental del barco, una bella, ultrajada y pobre víctima. El escritor la dibuja casi con amor y asco. Entre tantos adjetivos, la llama «lumia», que hoy decimos «lumí», y que en cualquier caso es «puta». Pero entre la prosa canalla todavía asoman imágenes de vanguardia (Valle estaba al día): «La noche desmelenada de estrellas.» Como la cosa ocurre en Cádiz, abundan los andalucismos. Mas Valle no se limita a tomarlos tal cual, en su deformación popular, sino que, yendo más lejos, deforma lo deformado por el pueblo y se inventa alguna palabra nueva y más eficaz y baja. Diríamos que su último suspiro de vivo/muerto fue sin duda una palabra inédita, insólita, lírica. 25. El mal El cáncer de vejiga, atendido de madrugada en las Casas de Socorro, ese muñón de brazo que interrumpe su presencia, la vocación de catástrofe que siempre tuvo (sofrenada por el trabajo bien hecho, función profunda del estilo), el sadismo, la soberbia que le hace despreciar a los demás y no amarse a sí mismo, la crueldad profunda y distinguida para con el mundo y consigo, el masoquismo moral que le estrella como un fracaso humano contra las reiteradas tapias de lo posible y lo imposible, los plagios y las calumnias que le persiguen como los cuervos a Poe. El mal. Valle juega al mal cuando es joven y viajero, cultiva un dandismo violento y una insolencia que es como genealógica; es un Casanova del que no se conoce una sola aventura, un Bradomín que traiciona todas sus causas, un Montenegro que quiere asustar a la vida porque la vida le asusta, un Max Estrella que dice las verdades últimas de su época con la crueldad ética que siempre le hizo caminar como dejando huellas de sangre. Valle es el rebelde que principia denunciando a los jurados de los salones nacionales de pintura y acaba denunciando a los reyes de España. Para él es tan importante salvar un buen cuadro como salvar a un anarquista. Practica la justicia imposible de su poder inerme y fuma su pipa de kif acodado en la borda de Madrid, como esperando que la ciudad atraque en algún puerto menos torvo y manchego que los puertos madrileños. Valle es el que se deja melena como si se dejase crecer el talento, es el que se acaricia la barba como si se acariciase la vanidad de ser ValleInclán. Don Ramón es el que calza botines blancos de piqué para que la noche pueda seguirle los pasos, el que se sujeta la manga vacía como si fuera un ala que va a echar a volar y se le puede llevar a los tejados vertiginosos de la bohemia y las chimeneas de los suicidas. Él es el que lleva bastón beligerante por la mañana y bastón distinguido y gentleman por la noche, como entrando siempre en la ópera en la que nunca entró, porque él estaba lleno de óperas interiores que fue dando en su teatro y cuya música sólo puede oír él mismo el día en que no ha acudido nadie a ver su función. El mal es la actitud que toma la justicia en su obra, el mal que le hace la vida y el que él depura mediante una sintaxis de miniador de códices y espadas. El mal es el brazo que ya no le duele porque no lo tiene, el rigor cruento con que va construyendo su obra muy estructurada, su estilo que duele de tan bello e instantáneo. El mal es la palabra inesperada, agudísima, con filo de oro y matiz de joya, ese otro idioma que lleva dentro, suyo y misterioso, cambiante y secreto, que sólo a veces asoma como un quiebro del lenguaje entre satánico y lujoso, venido de una lengua que nadie habla, pero a todos nos ciega cuando la adivinamos. Valle lleva dentro un lenguaje sagrado y maldito, bellísimo y clausurado, que va traduciendo al lenguaje común de los demás, poco a poco, por hacerse entender en castellano, aunque él no piensa en castellano ni en galaico ni en ninguna otra lengua conocida, sino en el alfabeto monstruoso e inagotable que trajo al mundo. Toda su obra no es sino el intento de ir traduciendo a idioma común ese alfabeto que no sabe de dónde le viene y que es su secreto y su mal. Lo que vive, arde, canta y resuena en su prosa no es sino el eco de lo que habla consigo mismo, pasado a un castellano que nos deslumbra y a veces nos da miedo, porque no viene de los libros ni de las gentes, sino de aquello que estuvo a punto de decir en La lámpara maravillosa y no dijo nunca. Valle es el que va acumulando en sí toda la negación y toda la subversión que los demás ignoran o evitan para seguir transigiendo, hasta que tanta verdad es otra cáncer por su pecho y le hace toser las maldiciones definitivas e irónicas contra esa otra verdad del mundo, que es la mentira. Valle hace rigorosamente, elegantemente, obstinadamente, su camino de suicida lúcido, geométrico y digno. Quiere que la muerte le mate sin escupirle en los quevedos. Quiere verlo todo hasta el final y cada vez existe menos como anatomía y más como literatura. Es ya una sola osatura de palabras, una esquelatura dorada y negra de verdades que sólo él dijo y de acusaciones que siguen en el aire. Valle es ese carácter maldito que toman la verdad y la justicia cuando otros se reparten el bien en monedas de curso legal. Valle es esa actitud de espada suntuosa y verde que toma la belleza cuando se la amortaja en los libros y nadie quiere leerla por no cegar. Valle comió de su mal, fue el cáncer de su propia belleza increada, acuñó su tesoro como algo sagrado y religioso que estaba en su pecho, entre lo real imposible y lo deslumbrante demudado. El que lo lee muere o se salva porque en Valle hay vida disponible y mundo áureo para quien sepa vivirlo. No es un artista ni un poeta ni un místico. Es el Sísifo de toda la belleza del mundo, que amanece también sobre la miseria. Tenía demasiado tesoro dentro como para que le cupiese en un libro. Por eso sus libros están sobrados de hermosura y luz. Valle es la rara coincidencia de la belleza plural con la equidad mortal. Tenía y tiene tal capacidad de decir que él mismo se asustaba a veces y lo estropeaba todo con una frase, para no infartarse de evidencias. Más que un escritor, es él solo todo un idioma. No cabe en un libro y menos en el nuestro. Por eso lo dejo aquí, como un muerto hermoso y desnudo que se sale del ataúd barroco. Tiene uno la sensación de haber perdido el tiempo. Que los eruditos acaben de enterrarle. Yo sé que nadie vive tanto como él en su obra. Y en nosotros. Anexo Del simbolismo a la revolución La barba honda, la manga vacía, los botines blancos. Es el aristócrata demediado, el que se hace ya la foto consagrativa, fija, perdurable y al mismo tiempo porvenirista, ya que anticipa una estética: pudiera pasar esa manga por un objeto inútil de Duchamp, pudiera pasar esa barba por una barba de teatro, falsa y por eso más importante, pudieran pasar esos botines, ya un poco anacrónicos, y por eso más elegantes, por otra ropavejería ilustre. Cuando un hombre decide hacerse una foto así, en la plenitud de su vida, es porque ha llegado a convertirse en el fetiche de sí mismo y le importa más el Valle inventado que el Valle notarial o judicial, al que ha conseguido dejar abandonado en las traseras de Madrid, donde se amontonan jergones viejos y porcelanas fracasadas. La raya de la pared, los anchos listones del maderamen, el primor del almohadón, el primor de la silla, y los botines, todo en un entrecruce de épocas y sensibilidades. La barba y los botines son pasado, decadencia, dandismo. El libro y todo lo demás, la foto de perfil, desolada y pura, contra una pared neutra, entra ya en el cubismo o el teatro del absurdo. Valle-Inclán estaba precisamente en ese momento de pasar del simbolismo de Maeterlinck al esquematismo de Picasso y de su propia segunda escritura. Hasta se ha cortado la melena en un momento de modernidad. La mano extendida sobre el libro, mano única y por tanto más autoritaria, tiene la seguridad, ya, de poder salvar una prosa por imposición de manos. He aquí a don Ramón en la tarde crucial, con luz que entra de no se sabe dónde, esa tarde crucial en que pasa de su primera biografía a la segunda, del decadentismo a la vanguardia, como don Quijote pasa de la primera parte del libro a la segunda, seguro ya —y lo dice — de ser un famoso personaje de novela. Pero empecemos por el principio. El estudiante de Santiago, la barba negra, un último viento romántico en la foto, esa foto del artista adolescente que se hacen hasta quienes nunca fueron artistas ni adolescente. Valle tenía ya, veía ya escrito en sus quevedos, todo lo que había de escribir en una larga vida de «ni un día sin línea». Estudie lo que estudie, siempre está estudiando literatura. Viene de la casa natal de Arosa, casa de mediano pasar, con corredores, escalinatas y arboleda. Todo eso, magnificado por la memoria y la palabra, puede llenar toda una literatura. Lindes rústicas que limitan la biografía. Lindes que se saltan pronto, como pasando de la vida a la vida. ¿Y el pazo? En el pazo, destruido por un incendio, hubo blasones, escudos, conchas, peregrinos y cimeras. Es el imaginario familiar que cualquier hombre se limita a llevar en la memoria toda la vida, como una foto fija, pero que el escritor va transformando, sustituyendo, hasta crear genealogías y dinastías a partir de un escudo rústico. Hay tantos en Galicia… No se trata, naturalmente, de una heráldica de snob, sino de una creación de escritor. Escritor es el que agota su infancia en memorias e imaginaciones que tendrán siempre la luz literaria y purísima de la primera mañana frente al mundo, niño falandero (ellos dirían falandeiro). Valle tenía escudos, sí, pero en realidad no los necesita. Sus escudos comunes son las cacerolas de la cocina, aquella cocina. La hidalguía, el marquesado, el gentilhombre de las Sonatas, hasta las águilas de blasón, toda la poderosa creación literaria, artística, teatral y humana de Valle nacen de ese escudo como tantos. En la noble Galicia todo el mundo tiene escudos, digamos. En la hidalga Castilla todo el mundo tiene escudos. Pero sólo un poeta de mucho imaginar llega al incendio (luego tan real) de su pazo o su castillo, cuando todo arde y es ya otra cosa. Lo que menos importa es la estirpe real. Importa más la estirpe literaria que la ha sustituido: donjuán Manuel de Montenegro, Cara de Plata, el marqués de Bradomín, todo eso. Los investigadores investigan orígenes. El lector, si es despierto, no busca datos reales, sino naranjas en la mar, «cosa que la mar no tiene», como dice la copla. Pero añade, rima y acierta: «la esperanza me mantiene.» La esperanza, la imaginación, mantiene al escritor cuando mete la mano en el agua profunda, en los mares verdes y rojos de su memoria, que le engaña y le enriquece hasta hacerle genial. De toda la memoria sólo vale… Etcétera. El destino está en Madrid y Madrid, por entonces, era Galdós. Un cronista de la época define a Galdós como «un maestro de obras socialista». Pinta de indiano, pues en realidad viene de las Indias más españolas, Canarias. El mostacho, la mano gorda y el cigarrillo, la calma de un hombre encorpachado y bien encastillado en sí mismo. El novelista sólido de tipo balzaquiano. Aquí lo llaman bestia negra y garbancero. En París, más finos, los llaman «cadáveres exquisitos» (Anatole France). Valle-Inclán está de más en un Madrid donde reina Galdós, pero no se va. Valle insulta a Galdós por la calle y en sus libros. Galdós es el realismo burgués y decimonónico. La novela como compromiso burgués. Valle no viene de eso, sino del simbolismo, que en España se llamó modernismo. Galdós vive del asunto y Valle quiere vivir de contar o no contar el asunto. Le importa más el contar que el cuento. Más el escritor de la novela que el personaje. Es la literatura del siglo que viene, el XX: Marcel Proust, Joyce, el anticipadísimo Flaubert, que soñó con escribir una novela sobre nada, la que escribiría Joyce, Ulises. Es inevitable que Valle sienta su sitio ocupado por el tío gordo que fuma, triunfa, escribe y no se va. Como esos que nos caen al lado en el tranvía o en el café. Pero en Madrid también está Rubén Darío, porque Madrid ya empieza a ser muchas ciudades —«los madriles»—, y el Madrid de Rubén es el de los cafés de lujo, el hotel París en la Puerta del Sol, las embajadas, el Retiro en sus mejores tardes. Un Madrid algo parisino, siempre con una copa de champán en la mano. Amanecer y atardecer en el champán. «Peregrinó mi corazón y trajo de la sagrada selva la armonía.» Ya está. Es lo que Valle venía buscando a Madrid. La música nueva, el mundo nuevo, las sagradas selvas que en realidad no pasan la Casa de Campo y la Moncloa, con crepúsculos que luego serían juanramonianos. Rubén, cabeza cuadrada, nobleza, ingenuidad, violencia melódica de auténtico inspirado. La nariz muy abierta a la fragancia del siglo nuevo. Rubén, como amigo de Valle, reúne en sí a Barbey, D’Annunzio, Maelerlinck, Mallarmé. Muchos amigos en un solo amigo. Valle ama a Rubén hasta el plagio. Rubén es el traje entorchado de diplomático y los pies descalzos del indio que se quita los zapatos al primer whisky. Rubén o la vocación. La vocación de Valle. Todo lo que Valle ha imaginado interiormente, confusamente, está unificado, ordenado y tangible en un hombre, el nicaragüense Rubén, Baudelaire de América. Siglos más tarde, 1930, Azaña, Marañón, Valle, Tapia, etc., entregan una mascarilla de yeso del difunto Rubén al Ateneo de Madrid. Valle mira el fantasma blanco del amigo como calavera hamletiana. ¿Ha pasado un siglo? Ha pasado la vida. Azorín. Ya está aquí el 98. El 98 es regeneracionista, ético, burgués al fin y al cabo. Valle no es 98 aunque quiera el señor Salinas. Valle anda poco con esta gente política, neo españolista, sobria y seca. Machado, Unamuno, Baroja. Valle vive en la estela de Rubén más que en la de Jorge Manrique. Valle circularía del simbolismo a la revolución. Para poco en el 98, y es injusto llamarle hijo pródigo de esta generación, o traidor a ella, porque política y humanamente llegó más lejos que nadie, y más a la izquierda. Azorín fue oficinista de altura, y el oficinista de sí mismo. Valle se descarría y pierde en la bohemia de los peores, hasta ese puerto mandriles de la plaza del Progreso, donde se queda a vivir, todavía con luz de gas a media llave. De aquellas convivencias pudo sacar su mayor genialidad teatral, Luces de bohemia, la mejor obra del siglo según Haro Tecleen. Valle se nutre de los géneros ínfimos, de los bohemianos sifilíticos como Sada, que confunden la inspiración con la ceguera, de la cuarta de Apolo, de los «semanarios revolucionarios», La Gorda, La Flaca y Gil Blas. Todo esto, bien aleado con D’Annunzio, le da un lirismo canalla y propio. A los del 98 les sigue doliendo España. A Azorín mayormente. Unamuno no había entendido a Rubén, ni por lo tanto a Valle. Unamuno dice que le veía a Rubén la pluma de indio por detrás. Don Miguel era lírico a su manera, pero sordo para la música celestial de Rubén. Unamuno se había hecho un uniforme de cura con bragueta corta y Rubén se había hecho un uniforme de poeta maldito cruzado de embajador latinoché en París. Don Miguel impone la pana salmantina, mientras que Rubén llena España de sedas, tules, colores, rosas enfermas y mujeres tampoco demasiado sanas. El modernismo es una moda que cambia la forma de las lámparas y el culo de las señoras. Lo de Unamuno es más bien una predicación en torno a la espiritualidad de España y a su propia espiritualidad. No dio nunca en el clavo porque el problema de España era económico y no místico. Unamuno es un cura de aldea antes de Bernanos, y sus grandes hallazgos, como en todos los filósofos, los da como de pasada, en ocurrencias laterales, más que en la tesis final, aunque a veces ni siquiera hay tesis. Unamuno es el último enlutado del siglo XIX y Rubén es el primer versicolor de la modernidad. La salmantina pana de Unamuno, siempre en casas de muchos niños que arrastran almohadones por el suelo, es algo que se lleva el siglo XIX, mientras que las fascinaciones de Rubén —raza, música, ropa, alcoholes, amistad, optimismo, porvenirismo— edifican el siglo XX en España. Pero Unamuno y Valle son los dos grandes héroes del 98, digamos, frente a la Dictadura de Primo de Rivera. Ambos desafían al dictador con una bizarría cívica de hombres altos y muy encastillados en su nombre y fama. Cuando Valle tiene uno de sus más graves encuentros con Primo, se le da un banquete de adhesión de los intelectuales y a su derecha está Unamuno. Pío Baroja siempre vivió, como vemos por las memorias y las anécdotas, muy preocupado con Valle-Inclán. Sospechaba que Valle era el que sabía escribir, y como él «no quería saber escribir», critica una y otra vez a don Ramón en vida y obra. Así, cuando la segunda época de Valle, el casticismo crítico, el Ruedo, el trato con los peores argots de un Madrid inconfesable, trasmutados en arte, Baroja dice: «Todo el estilo de Valle consiste en que los personajes llamen siempre dátiles a los dedos.» Miserias como ésta son frecuentes en Baroja. Valle nunca se interesó gran cosa por el vasco, pues su escritura no podía interesarle y el personaje — anarquista de sainete— tampoco. Cuando La guerra carlista, Baroja denuncia que Valle habla de viñedos en el País Vasco, y que en su país, el de Baroja, nunca ha habido viñedos. Es decir, que Baroja no había entendido la máxima estética y literaria, profunda, de Valle: «Las cosas no son como son, sino como se las recuerda.» Hubiera podido escribirlo Marcel Proust. Baroja cuida su árbol genealógico tanto como Valle, sólo que Valle prefiere inventárselo, seguir haciendo literatura. Lo que más enriquece y millonariza la literatura de Valle son las portadas de su Opera Omnia, esa arborescencia modernista que desborda los libros, con manzanas de oro que se le caen al lector sobre el regazo. Valle no quiere la portada realista e ilustrativa, sino el bosque animado del modernismo, una especie de barroco natural (para D’Ors la naturaleza es barroca), y una alusión excesiva a jardines, o más bien a magnolios que no dejan ver el jardín, como se ha dicho que los árboles no dejan ver el bosque. Valle se refugia tras ese exceso floral y modernista, escondiendo así su hambre, su bohemia, su casa con gas a media llave, su manquedad, su cáncer y su escritura perpetua. Hay una edición de La pipa de kif que lleva un pelícano en portada, y el pájaro sigue estando en el exotismo de Rubén y Valle. Algunas portadas empiezan a ser casi picassianas, porque los ilustradores van a su aire y con el aire de los tiempos. Penagos es el que más penaguiza el mundo de Valle, con organilleros y cocottes que entran ya en el mundo cosmopolita de la Gran Vía, recién abierta. Picasso, que andaba por Madrid con su pinta de garajista y pantalones a cuadros, le hace a Valle una caricatura buena de trazo, pero que no da el personaje. Leopoldo Alas, Clarín, el crítico de la época, nos dejaría sus gustos literarios logrados en La Regenta, de modo que ya sabemos que todo lo que no vaya por ahí le interesa poco o sólo le interesa para hacer broma, ironía, para lucir su ingenio, que hoy ha dejado de serlo. Clarín sabe, como Flaubert, que en la novela moderna ya no se trata de narrar, sino de mostrar, de que las cosas ocurran en la página, pero no se aplica este principio en su famosa novela. Las primeras cosas de Valle las acoge Clarín con repudio, o sea que más bien no las acoge, pero sus rechazos son más morales que estéticos, cosa que no se comprende en un crítico que iba de moderno. Todavía a los contemporáneos nos dicen que hemos malogrado una novela por hablar mal de Dios. El equívoco ética/estética se dilucidó hace mucho (aquí del modernismo), pero Clarín estaba en Oviedo, sin ser asturiano, tenía media cara de maestro de escuela y la otra media embozada en una barba no larga pero total. Valle, con cierta ironía galaica, agradece a Clarín las lecciones en la prensa de Madrid, es un joven sumiso, o eso parece, y Clarín se encariña con él y le da consejos morales, ya que los literarios no parece necesitarlos, evidentemente. Sonará raro, pero todavía hay entre nosotros quienes hacen la crítica literaria a la manera piadosa de Clarín, que encima pasaba por liberalote y progresista. El «98» con quien mejor se entiende Valle es don Antonio Machado, el bonísimo Machado que tuvo también su veleidad modernista. En cuanto a Manuel, hace modernismo andaluz por su cuenta. Machado y Ricardo Baroja son los «98» más cercanos a Valle. La bohemia de Ricardo Baroja tiene algo que ver con la de Valle, mucho más, desde luego, que el estatismo burgués de don Pío, hombre que se recoge pronto. En «La novela de hoy», treinta céntimos, encontramos Agüero Nigromántico, de nuestro autor, que podría asegurarse no es sino un retazo de Tirano Banderas, la gran novela mexicana de Valle. La madrugadora aventura de don Ramón le sirvió para matizar de exotismo su obra durante toda la vida, y loe dio muchos argumentos narrativos. Es algo muy semejante al caso de Baudelaire, que sólo muy joven viajó a la isla San Mauricio, por poco tiempo, pero este viaje exótico, esta visión fugaz del otro lado de las cosas, le brindó imágenes y perfumes asiáticos para toda su poesía. Un poeta, un escritor en movimiento puede quedarse con el mundo tallado en la retina para siempre al primer día de salida. Y muchos de los que no salen se han arreglado muy bien con la intuición. Pero Valle hizo muy real su presencia en México, hasta el punto de que la colonia española, muy poderosa y oligárquica, le prohíbe volver a consecuencia de las crónicas que manda a España. Tirano Banderas es una obra maestra de la que sin duda ha nacido la tradición de las «novelas de caudillaje», tan abundantes en la América española, aunque esto a ellos no les gusta decirlo. La Puerta del Sol, aquella Puerta del Sol entre dos siglos, plaza de pueblo grande, sin adornos municipales, que se llevó la historia (luego vendrían otros) en su momento más desolador y solariego, donde repostan los tranvías, como elefantes en un gran lago, para luego partir hacia todas las puntas de la estrella madrileña. Esa Puerta del Sol es el club callejero, el ágora manchega, el sol nocturno y la luna diurna de la generación del 98, que allí se reunían como conspiradores, sin contraseña tácita, en una pululación de bohemios, sisleros, vendedores de lo inverosímil y toda la gallofa que es como resaca humana del XIX, no glorificada aún por los anuncios luminosos que en seguida le pondrían a la plaza. Dijo Gómez de la Serna que «en la Puerta del Sol flotan las almas de los sablistas muertos». Y entre ellos, Alejandro Sawa, el amigo de Verlaine, el Max Estrella ciego y muerto de Luces de bohemia, la contrafigura de Valle, que supo ver y verse en este modernista fracasado, desnivelado, usadísimo, para ser y no ser la misma cosa, pero en triunfador pobre. La Puerta del Sol es el zoco y la ceca donde se acuñan los hombres del 98, siendo Valle el más visible por la chistera o la melena, y Maeztu (un «98» que salió de la derechona) el más inquieto: llegaría a atravesar a gatas toda la plaza. Paseando al sol de la Puerta, entrando y saliendo de todos los cafés, o eligiendo uno como segunda residencia, que diríamos hoy, viviendo la noche en esta plaza ochavada y tranviaria, moridero de elefantes municipales, entre las librerías de San Martín, de Fernando Fe, donde ya empezaban a aparecer sus libros, los del 98 tomaron cuerpo, argamasa, conciencia de grupo, sobre todo cuando les dijo Azorín que ellos eran el 98 (antes se lo había dicho a Ortega). Ante el escaparate de Fernando Fe, esquina de magnicidios, Valle se paraba, muy puesto en edad y temple, a mirar libros. Tiempos del sombrero razonable, elegante, el bastoncito de nudos, el traje completo y la melena aseada y corta. Puede parecer un catedrático de instituto o un rentista de la Villa y Corte, pero es Valle-Inclán ante la actualidad editorial del día, con esa impaciencia tranquila del que ya sabe que entre los libros estará el suyo, no puede faltar. Valle-Inclán en la Puerta del Sol, en Fernando Fe (que ha desaparecido en obras hace sólo uno o dos años), ni glorificado ni mendigo, sino en ese momento de seguridad y solidez que tiene el escritor cuando la vida le ha profesionalizado y maneja el bastón por darle juego a la mano única y poderosa, llevando pegado a él un dandy, que es el manco del otro lado. El cura Santa Cruz, la figura más fascinante de La guerra carlista, era bajo, ceñudo, avellanado, cenceño, con barba y bigote apretados. Santa Cruz, fanático, cruel, frío, visionario y rezador, se erige hacia el final de la gran trilogía como el verdadero revés de aquella guerra y de la Causa. Sólo Valle llega a novelar toda la profundidad y complejidad, casi shakespeariana (de un Shakespeare rural) que tiene Santa Cruz. Ya ha publicado don Ramón los tres tomos de esta gran trilogía, donde da el paso desde el modernismo hasta una narración más realista, moderna, dinámica y casi cinematográfica. Ya no es sólo el autor de las Sonatas que, como dice Gómez de la Serna, «primaverizan, estivalizan, otoñizan e invernizan su figura y obra». Es cuando se le ve en la gala de las fiestas, en el centro de la escalera humana de los invitados, recibiendo homenajes, y por allí anda otra vez Unamuno, sin smoking ni pajaritas que le hubieran quedado ridículas, misteriosamente cercano al artista con el que no tiene nada que ver. Quizá la lucha política los ha acercado. La lucha política. Ahí está el daguerrotipo atroz de Primo de Rivera, africanista y aristócrata, con Alfonso XIII, que alguien llamará «el rey perjuro». Hay un altorrelieve de cascos, palmeras, civiles balcones llenos de gente, militares y paisanos de gala, estos últimos con el rostro neutro de las concesiones, las abdicaciones, el malhumor de su propia traición y la sonrisa de los que saben que se han equivocado y esperan que no se note. Don Ramón se yergue en el Ruedo Ibérico como la sublimación de lo civil, como la metáfora noble de la calle contra la traición militar. Principia a recibir amenazas e insultos, y es cuando más se aprieta el brazo vacío, en un estrujamiento de crispación moral, de impotencia, con su mano derecha, venosa y fuerte, que tiene gallardía de mano única. Le crece la barba y se aferra a su ropa, que es él mismo, para seguir siéndolo y no ponerse el frac cementerial de sepultar la democracia, o siquiera la libertad de vivir, hablar y escribir. Es cuando la Puerta del Sol está más populosa que nunca, como la había pintado Benjamín Palencia en 1918, ya con biombos publicitarios, carretelas, jinetes y urinarios, todo bajo la torre paleta y cronológica del reloj de Sol, en el Ministerio de la Gobernación, ministerio de una España ingobernable. Tranvías de cortinillas, chisteras y raíles, una fuente en el centro, los toldos del verano, como las pestañas del comercio galdosiano y fastuoso. Por Alcalá se cruzan los tíos de los costales con los picadores y los paseantes en corte con las damas de cabriolé, sobre el adoquinado de resonancia oscura, «penumbra del viaje», todos hacia la Puerta de Alcalá, que es como la entrada mágica y Carolina al país de las maravillas municipales del Buen Retiro. La Puerta del Sol va dejando de ser ya la plazoleta generacional del 98, el limbo de los injustos, los sablistas y los inspirados, el reino en varios idiomas y plurales divisas del deslumbrante, retórico y ciego Alejandro Sawa, que moriría de la sífilis literaria en un martes alegre, esos martes de Madrid en que la ropa tendida es como grímpolas y gallardetes de un navío pobre de inmigrantes varado en el cielo. Sawa tenía la melena escasa y revuelta, los ojos bellos y cansados del ciego que quiere ver, puede que un algo judío en la nariz y la barba, la chalina persistente sobre la camisa de cuadros. Valle lo perpetuiza como Max Estrella en Luces de bohemia. Después de alternar con Hugo, Verlaine y Rubén (él lo mezclaba todo), las necrológicas de los periódicos le dejan en «notable escritor». Lo más que se ganó su vida de bohemia, fe literaria y sueño francés, fue un notable, poca cosa, poca nota en la carrera de las letras. Como ya hemos dicho, la muerte de Sawa, con largo velatorio de buhardilla, le lleva a Valle a verse en aquel fantasma y replantearse el duelo inútil de la bohemia, el misticismo de la calle y la noche, todo lo que a unos les cuesta la vida y a él le había costado ya un brazo y muy levantadas hambres. Azaña es el amigo que irá salvando a Valle de los tramos de sombra que hay en su vida. Se habían conocido en el Ateneo, eran dos ateneístas profesionales. Don Manuel Azaña principiaría haciendo política ateneística como ejercicio para luego hacer la gran política de España y traer la República mientras escribía una novela. Estilista él mismo, no puede menos de admirar los logros de Valle por otra vía: por la vía del barroquismo y el preciosismo negro. Es el momento en que se hunden en los sillones más profundos del Ateneo, casi sentados en el suelo, como moros, y Azaña fuma pitillos de funcionario y Valle cruza mucho las piernas enseñando sus botines blancos o envolviéndose en la capa de murciélago. Pasados muchos años, Azaña le da a Valle el cargo de director del Instituto de España en Roma. «Es un puesto sin problemas, bueno para Ramón, pero los problemas ya se los creará él», dice Azaña y anota en su diario. Este tironeo entre el político benéfico y el artista fracasadizo se refleja de algún modo en Luces de bohemia, porque es una constante en la vida de Valle, aunque no siempre tuvo cargos, como sostiene ruinmente Baro— ja, tan obsesionado con Valle, el cual parece que ignora al vasco. Hay otros amigos, como Pérez de Ayala, que saca a Valle en Troteras y danzaderas, el escultor Sebastián Miranda, el pintor Romero de Torres y, en general, gente ya situada que le va alejando de la bohemia y los cafés de camareras. O Anselmo Miguel Nieto, gran retratista que hace impresionantes desnudos de mujer y algún buen retrato de Valle. A Valle ya le sacan mucho los pintores y fotógrafos porque sin duda le ven como un objeto de arte, digamos, como esa foto de hermosa cabeza bíblica recostada sobre almohadones modernistas, tirado él en la cama, con pijama y zapatos de suela rota. Valle posa ya de sí mismo y el fotógrafo sabe que está retratando a Valle-Inclán, que es cuando pasa por todos los magnesios de aquellas fotografías que dejan la casa habitada de errantes ángeles de humo. El retrato de Zuloaga, el don Ramón itinerante de los botines y el bastoncillo, el paseante de la Castellana, años treinta, el Valle de bombín, un bombín que aplaca un poco su figura, como apagando la llama de su personalidad y su melena, cuando ya va teniendo buen apresto de escritor embarnecido por el éxito, pero que no por eso engorda un kilo. Es delgado hasta el susto y tiene ese faquirismo de los gallegos que deciden no comer, como si siguiera dentro de su Lámpara maravillosa, el libro que, bajo apariencia oriental, está lleno de verdades actuales, cercanas, y de una estética de la pureza artística a veces próxima a Juan Ramón Jiménez, otro amigo que le admiró y le tuvo un poco de miedo como personaje de la noche y los fondos madrileños más desesperadamente goyescos y traidores a toda la inmensa farsa del Madrid del marqués de Salamanca. Siempre concita muchos banquetes, como si todo el mundo quisiera matarle el hambre, y diríamos que se hace fotos generacionales, con un par de generaciones de smokings rodeando al maestro. A veces saca los botines grises, de fieltro, como más abrigadores. Hay un cuadro sin terminar, 1936, de Zuloaga, Mis amigos, donde reconocemos a Marañón, Ortega, Baroja, algún torero vestido de tal, con un fondo de desnudas arcangélicas del Greco, esbeltísimas y deslizantes. A la derecha está don Ramón, en pie, con pose de fraile, que era una de las suyas, baja la cabeza, cogiéndose la barba en meditación y muy envuelto en la capa/sayal. Sin duda era lo más místico que él podía ponerse para posar bajo la influencia del Greco. Ortega, que tantas páginas dedicó a su amigo Baroja, que en realidad no le gustaba, lo más que hizo con Valle fue aconsejarle que se dejase de «bernardinas» y princesas en ruecas de cristal, pero nunca le acompañó intelectualmente en la aventura posterior del simbolismo, el expresionismo, el goyismo, el anarquismo, el republicanismo, etc. Marañón y Ortega eran señoritos liberales a quienes, como a Juan Ramón, les asustaba un poco el aire y el aura de calle cruda, de noche de crimen, que traía Valle consigo. Falta en la obra de Ortega esa aventura valleinclanesca, ensayística, más allá de la prosa de despacho. Se soslayaron de Valle como antes y después se soslayaron de la República. Valle había estado en la Grande Guerre invitado por Francia, había volado sobre la noche de la guerra, por ese cielo de otro día que hay más arriba de la oscuridad, y tenía ya ese cosmopolitismo supremo de los escritores viajeros de la época, un nuevo estilo —su libro La media noche —, y sabía viajar en los largos automóviles que se pusieron de moda en Madrid, como tartanas gutaperchadas, donde iba con sus amigos Penagos y Nieto, pintores del tiempo que pasaba, con un chauffeur como un cabo de África disfrazado de conductor. Ahora hace Valle la bohemia de oro en descapotable y es ya un escritor europeo como el que más. Pero el europeísimo Pérez de Ayala le pone el contraste que le deja en aldeano gallego o en buhonero de sus esperpentos. Alterna con Rusiñol en Aranjuez. Rusiñol es un poco el Valle-Inclán catalán y amaba tanto Aranjuez —pintor de sus jardines— que allí moriría bajo un gran cartel de Anís del Mono. Valle y Rusiñol aman Aranjuez y hay que saber que los jardines, los palacios, los sauces y las lejanías húmedas de las Sonatas son una falsa Galicia inventada en Aranjuez, donde Valle se hacía una obra en quince días. Valle llevaba dentro su Galicia, pero le gustaba pintar del natural, escribir del natural, y hay que tener en cuenta que todo Aranjuez es una Sonata no escrita, con el autor paseándose por dentro. Estamos en la generación del 27. Alberti me ha hablado mucho de Galdós, con pasión novelona, pero nunca de Valle. Jorge Guillén, en el exilio, dijo una cosa cínica de señorito de Valladolid, y además equivocada: «Me encanta Valle-Inclán porque no le duele España.» Hay que entrar a fondo en la segunda parte de Valle —y en la primera— para comprender que a Valle le duele España mucho más que a toda su generación, y además documenta este dolor literariamente como ningún otro, pidiendo la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. En el mundo del teatro coincide con Federico García Lorca, el más brillante del 27. El teatro de Lorca no se explica sin el precedente de Valle. Lorca quiere ver a Andalucía como Valle vio a Galicia, y ambos universalizan lo que ven, pero esta decisión de dramatizar la patria chica no habría sido posible sin Valle, que es quien se inventa una Galicia simbolista, de donde viene la Andalucía simbolista de Lorca, enriquecido asimismo por Manuel de Falla. Valle ve a Andalucía a través de Julio Romero de Torres, el pintor amigo sobre el que más decididas y avanzadas cosas ha escrito, porque es nuestro único pintor simbolista. Hay en el Casino de Madrid dos cuadros de Romero de Torres y es necesario mirarlos mucho —sobre todo uno— para entender (para no entender) cómo España pudo hacer calendarios con uno de los mayores simbolistas de Europa. Valle sabe ver a Romero de Torres como Baudelaire supo ver a Goya, los pintores que están pintando ya la poesía, en clave de Mallarmé (por lo que se refiere a Romero), tan lejos del realismo mostrenco como de la pintura literaria o narrativa, que nada tiene que ver con el simbolismo. Hay cosas en esos dos cuadros que digo como del primer Juan Ramón, con mujeres alusivas y profundas en primer plano, con crepúsculos que Juan Ramón definiría como «de un incoloro casi verde». Romero de Torres tiene el estudio en la plaza de los Carros, que es una plaza como de Chirico, de un Chirico paletón y aldeano. El pintor vive en triunfante con dos galgos y collares de mujeres aspirantes a «romeracas» (modelos del artista). Valle es al único que salva en sus crónicas de las grandes exposiciones nacionales. Lorca es un joven gordito de gran corbata, un desesperado del teatro (Valle tiene además la novela), y ninguno de ellos es comprendido en la época en que todavía Echegaray, el sólido Galdós y el efluvial Benavente se llevan a los públicos. Llega un momento en que Valle no sabe si está escribiendo un drama o una novela, porque sus técnicas se entrecruzan y porque el oro vale lo mismo en bruto que orificado. Lo que importa es publicar, estrenar, vivir. Hay un cuadro de Romero de Torres, Cante hondo, donde el simbolismo tiene ya complicaciones dalinianas, como ese paisaje remoto y habitado que se ve entre la cabeza de una virgen muerta y el arco estirado de un galgo negro. A pesar del título del cuadro, a pesar de que en él hay guitarras, navajas, asesinadas y mantillas, nada que ver con el narrativismo, el costumbrismo, el localismo ni el realismo. Todo son símbolos poéticos, metáforas visuales. Valle y el pintor se reunían en un café y hablaban. Algún crítico ha dicho que Romero pintaba al dictado de Valle, lo que estaría nada mal. «La Novela semanal» publica La rosa de papel con portada ya de herencia cubista, treinta céntimos. Aunque sale en una colección de novela, se trata de una obra teatral corta y de calidad violentísima, que luego formaría parte de la trilogía Retablo de la lujuria, la avaricia y la muerte. Hemos dicho poco más atrás que Valle publica lo que sea donde sea, y por otra parte nunca está muy seguro del género que está haciendo, ya que desprecia genialmente los géneros canónicos. Don Jacinto Benavente, con grandes abrigos de autor confortable, es siempre fiel amigo de Valle y se dice que llegó a reconocer que el buen teatro era el que estaba haciendo su amigo el de la capa. Benavente había intentado el simbolismo en Los intereses creados, con poca fortuna artística (otra cosa es lo comercial), de modo que decidió seguir con sus comedias de salón o sus dramas rurales. Benavente quiso y admiró de verdad a Valle, y cuando a éste le amputaron el brazo, quien estuvo a su lado fue Benavente. —Me duele este brazo, Jacinto. —Ese ya no, Ramón. Valle conoce ese trance de la lectura de una obra a la compañía que la va a poner. Era un gran lector que hacía todas las voces. Las actrices acudían a estas lecturas litúrgicas con sus gorros de fieltro y sus pieles. Todos exageraban el éxito de aquello porque el autor es sagrado en el teatro, aunque luego salían diciendo que no habían entendido nada. Azaña, en la altamar de la política, se va alejando de la vida de Valle. Ahora, sus íntimos están en el teatro, con esa asiduidad de café y entrecajas que tiene el teatro, la profesión que más une a la gente. Valle convive con Margarita Xirgu y don Enrique Borrás. El autor mira siempre a los actores como si fueran ya sus personajes, y eso le lleva a espiarlos y quererlos. Hay, entretanto, el gran retrato de Anselmo Miguel Nieto, un poco demasiado eclesial para el maldito Valle, pero ahí está la mano, esa mano poderosa que se sabe única y se ha robustecido como garra impar de toda una vida. Queda muy lejos la influencia de D’Annunzio a medida que Valle va pasando del simbolismo al esperpento, que a fin de cuentas es otra vez el simbolismo, pero orientado a la degradación y no a la sublimación. Vamos pasando de Maeterlinck a Goya. Ramón Gómez de la Serna recibe el encargo de Valle de hacer su biografía. La hará después de muerto el maestro. En su chamarilería de pipas y bolas de colores, en su estampado antiguo y moderno, Ramón fuma y escribe. La pipa es la pistola que dispara el cáncer de pulmón a los fumadores. A Ramón le disparó en Buenos Aires. Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Azaña y gran amigo y admirador de Valle, entiende mejor que nadie el teatro simbolista de don Ramón. Rivas, el Cipri, seguiría haciendo teatro incluso en el campo de concentración de Franco donde estuvo condenado (sólo condenado) a muerte. Es quien mejor siguió la etapa wagneriana de Valle. Damos aquí el certificado de casamiento de Valle— Inclán con Josefina Blanco como arranque de una novela familiar que no vamos a escribir porque es igual a todas las novelas familiares. Y por respeto a la intimidad de cualquier familia. Baste un álbum familiar donde descubrimos a un Valle amantísimo de sus hijos, el revés de tanta bohemia y tanta intemperie. Y un recibo de 75 pesetas por una colaboración. De 75 en 75 pesetas, Valle hizo el milagro de sacar adelante una familia con brío y serenidad, padre eterno de sus hijos. La última influencia de Valle es el anarquista Bakunin, a quien hace aparecer en Baza de espadas, novela que transcurre casi toda ella en un barco de huidos y emigrantes. Valle respeta y sigue a Bakunin, aunque el retrato que de él deriva inevitablemente hacia cierto esperpento: «… la boca sin dientes, las encías…». Enfermo y viejo, torna a Santiago y pasea por su ciudad con el doctor García-Sabell. En la cama todavía escribe para Madrid un folletón sobre el asesinato de Prim —exonera a Paúl y Angulo—, contando muchas más cosas que Galdós y Baroja, que nunca se atrevieron a llegar al delicado fondo del asunto. El 6 de enero de 1936, el Heraldo de Madrid, periódico republicano, titula: «Ha muerto don Ramón María del Valle— Inclán.» «España pierde al más destacado e ilustre artífice moderno de su idioma.» Luego, el diario propone a la Real Academia que incorpore el nombre de Valle a sus listas. Eso parece que no fue tenido en cuenta. El escritor, tiempo ha, escribiera un poema titulado «Testamento», que principia así: Te dejo mi cadáver. Reportero, El día que me lleven a enterrar Fumarás a mi costa un buen veguero, Te darás en la Rumba un buen yantar… FRANCISCO UMBRAL. Seudónimo de Francisco Pérez Martínez (Madrid, 1932-Madrid, 2007), periodista y escritor español. Desde muy joven vivió en Valladolid, junto con Madrid una de las ciudades claves en su literatura, pues fue allí donde se inició como periodista bajo el magisterio de Miguel Delibes. Enviado en 1961 a Madrid en calidad de corresponsal, se convierte en unos años en un cronista de prestigio por la originalidad de su enfoque periodístico y por la sensibilidad de su mirada sobre lo cotidiano, que concilia la precisión no exenta de inventiva y un mordiente sentido del humor a menudo abrumado de amargura. Ya periodista y escritor de éxito, colabora con los periódicos y revistas más variados e influyentes en la vida española. De su ingente producción literaria destacan: Memorias de un niño de derechas (1972), Las ninfas (Premio Nadal, 1975), Mortal y rosa (1975), La noche que llegué al café Gijón (1977), Trilogía de Madrid (1984) y Leyenda del César Visionario (Premio de la Crítica, 1992). Este último título adquiriría carácter inaugural de una serie de obras que, a semejanza de los Episodios nacionales de Pérez Galdós, abordan algunos de los principales acontecimientos de la historia y la política contemporáneas españolas. En 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en el año 2000 el Premio Cervantes y en el año 2003 el Premio de Periodismo Mesonero Romanos. Notas [1] Rivas Cherif apunta wagnerianismo en Voces de gesta. Valle lo acepta. << [2] Véanse sus artículos sobre el asesinato de Prim. << [3] La distancia en el tiempo, como en el espacio, lentifica los hechos. Valle escribió que la distancia espiritualiza la cosa. << [4] Mamed Casanova es, como todo bandolero, un militar inverso. << [5] Es correcto, pero feo. << [6] Tema tópico en él y otros. << [7] Véase Lukács. << [8] Véase Domingo Ynduráin. << [9] Superando a Lukács. << [10] En 1997, Francisco Nieva, Plaza y García Abril estrenaron esta ópera. <<