El Árbol

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El Árbol
Él siempre estuvo allí. Cuando Ellos eran pequeños, lo veían inmenso, inalcanzable y
muy temible.
En el tiempo de otoño, el viento zamarreaba enardecido sus fuertes y ásperas ramas,
mientras un silbido estremecedor se descolgaba de su copa hacia los frágiles corazones
que se cerraban presurosos y despavoridos. En primavera solía ofrecer unas flores
tímidas, carentes de vistosidad, que sin embargo emanaban un aroma intenso y
misterioso que resultaba muy fascinante para muchos. Sus mejores frutos quedaban
muy altos y eran difíciles de alcanzar, resultaban ser un trofeo precioso para los más
audaces de las alturas, que con piernas fuertes y vista aguda se aventuraban en la
búsqueda.
Su madera poseía una consistencia inusual, por lo cual el moldeado exigía una
ímproba y paciente tarea, por eso muy pocos la utilizaban para la construcción. De
todos modos, cuando venían los grandes vendavales, las únicas construcciones que
resistían eran aquellas hechas de esa madera.
No se podía hacer fuego sólo de su leña, se requerían otras leñas más livianas, más
simples para que pudiera encender. Cuando finalmente ardía, generaba un intenso
calor que producía un gran bien y no dañaba; emanaba un fuego de colores puros y de
llamas vivas.
Por muchas generaciones fue para Ellos fuente de protección, de temor, de leyendas y
misterios. Así es como algunos de Ellos nutrían hacia Él un sincero afecto, la mayoría
lo respetaban, y no faltaban aquellos que simplemente le temían (por ignorancia o por
desconfianza).
Un día comenzaron a preguntarse desde cuándo estaba Él allí. Surgieron hipótesis,
suposiciones, se divulgaron leyendas. Los más ancianos, escarbando en sus memorias,
hicieron referencias a otros ancianos conocidos en sus infancias, los cuales tampoco
habrían podido precisar un origen. Continuaron los cálculos y las teorías, cada cual se
fue embanderando tras una postura considerada como más lógica y razonable.
Ellos habían crecido, se habían multiplicado, habían aprendido mucho sobre muchas
cosas, por eso no se resignaban a no poder responder a las preguntas: ¿desde cuándo
estaba allí? ¿Cuándo nació? ¿Quién lo había plantado? ¿Por qué no moría? ¿¡Cómo era
posible que ellos nacieran, crecieran, se formularan preguntas y las respondieran,
envejecieran y murieran, y él siguiera estando allí!? ¡Tan majestuoso e inevitable como
siempre, sin signos de deterioro, sin atisbos de hacerse tierra, en la cual, sin embargo,
estaba tan firmemente arraigado! ¿¡Cómo era posible!?
Además, su sombra servía para cubrir a los más menesterosos y para congregar a los
excluidos de aquí y de allá. En efecto, los que no tenían casas, aquellos que Ellos
mismos decidían apartar para no alterar la imagen y el buen orden de la vida social, se
encontraban allí y se prodigaban los unos por los otros bajo su ramaje. Esto resultaba
una alternativa peligrosa y de desprestigio para el resto de la sociedad; era necesario
poner límite a tal situación.
Los cabecillas convocaron a una asamblea general. Allí trataron de llegar a un
consenso sobre una decisión que ya había sido tomada de antemano: «¡había que
talarlo! ¿Acaso les era necesario aun? ¿Acaso no eran capaces de regirse por sí
mismos?» Algunos se opusieron y fueron acusados de traidores, de infantiles y
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cobardes, se los cargó con burlas, difamaciones y ultrajes. Después, convencer a la
mayoría fue tarea menor.
¡Y fue talado! Se repartieron la madera, desparramaron el follaje, quemaron las ramas,
y los menesterosos se dispersaron. Todo había concluido. ¡Por fin se sentían dueños de
su historia! Nada ni nadie los precedía. Nada ni nadie los trascendía. ¡Esto eran un
gran triunfo!
Y sucedió que las aves callaron su canto y quedaron sin aliento para volar. Las flores
dejaron caer sus pétalos uno tras otro y los capullos ya no se abrieron más. El sol se
signó de luto con un manto de nubes negras. En esa noche la luna los privó de su
mirada clara. Toda la tierra quedó quieta y en silencio, un duelo indecible aletargaba
sus latidos. Ocurrió entonces que el cielo se atrevió a llorar. Y desde las cenizas, desde
cada gota de savia caída en tierra rebrotó la vida, volvió e escucharse la melodía de las
aves cantando, renació el aroma de las flores y el calor de sol cubrió de caricias y de
besos la tierra herida. Hubo festejos entre aquellos que habían sido perseguidos pero
que habían seguido creyendo y esperando.
Ellos no hallaron explicación posible. ¿¡Cómo podía ser...!? Crisparon sus puños,
rechinaron sus dientes, agudizaron su astucia y quedaron a la espera de otro momento
oportuno que pudiera presentarse. Lo oportunidad llegó, habían aprendido de la
experiencia, esta vez no lo talaron, simplemente construyeron un gran muro. Para que
nadie volviera a verlo, para que ninguno supiera nada de Él, para que su recuerdo
desapareciera de la memoria colectiva, para liberarse de la ficticia necesidad de su
presencia. Para ser libres de una vez por todas.
Transcurrió un largo tiempo, muchos soles y muchas lunas pasaron. Los pobres, los
niños y los ancianos solían ir hasta el muro, lo miraban, lo acariciaban, a veces
parecían balbucir algo, muy lentamente. Las aves también iban a apoyarse para cantar,
y los poetas escribían sobre sus piedras poesías que después declamaban a viva voz.
Entre piedra y piedra se fue gestando el verde de la vida. Un día los cimientos cedieron
y el muro cayó. Él estaba allí, con la simple, viva y pertinaz presencia de siempre.
Murió aquella generación, sin dejar herencia alguna. Los excluidos, que Ellos habían
apartado, construyeron ataúdes con la única madera que siempre se les había ofrecido
tan gratuita como generosamente y acompañaron con un silencio respetuoso el retorno
de aquella generación sin herencia a la tierra de donde había surgido.
La Reja Grande, 1995
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