Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico / F. Engels

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DEL SOCIALISMO UTOPICO
AL SOCIALISMO CIENTIFICO1
(F. Engels)
PROLOGO A LA EDICION INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de
una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de
Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y
presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada,
sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se
abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx,
sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista Alemán
—los eisenachianos y los lassalleanos2— acababan de fusionarse, adquiriendo éste
así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que importaba todavía más:
la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido
Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para
convertirlo en una potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad
recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a
su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más
remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco
agradable que ello nos fuese.
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto
pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa
Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera
llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo
primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar
que lo mismo los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del
Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de llevar,
al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo
existente. En este respecto, el Dr. Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón
nacional. Nada menos que un "Sistema completo de la Filosofía" —filosofía
intelectual, moral, natural y de la Historia—, un "Sistema completo de Economía
1 El trabajo de Engels Del socialismo utópico al socialismo científico consta de tres capítulos del Anti-Dühring
revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como
concepción íntegra.
2 En el Congreso de Gotha, celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento
obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la
lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido
Obrero Socialista de Alemania. Así se logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto
de programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx y
Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.
Política y de Socialismo" y, finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política"
—tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de
ejército de argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas
precedentes en general y contra Marx en particular—; en realidad, un intento de
completa <<subversión de la ciencia>>. Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que
tratar todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el
bimetalismo3, desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza
perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta la
educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática
universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en
una forma más coherente de lo que hasta entonces se había hecho, las ideas
mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande variedad de materias. Y ésta fue
la razón principal que me movió a acometer esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el "Vorwärts"
de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro,
con el título de "Herrn Eugen Dührings Umw”lzung der Wissenschaft" ["La
subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en 1886 se publicó en
Zurich una segunda edición.
4
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de Lille en la Cámara
de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él
tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme utopique et socialisme
scientifique". De este texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En
1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde
entonces, se han publicado, a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso,
al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición inglesa,
este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra publicación
socialista, incluyendo nuestro Manifiesto Comunista5 de 1848 y "El Capital" de
Marx, que haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro
ediciones, con una tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice "La Marca"6 fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido
Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo
de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto
que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba en vía de concluirse y se
planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos.
Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que
las formas primitivas de posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas,
3 Bimetalismo: sistema monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen simultáneamente dos metales
monetarios: el oro y la plata.
4 Vorwärts (<<Adelante>>): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1 de
octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels Anti-Dühring se publicó en el periódico desde el
3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.
5 Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
6 En la presente edición no se inserta el trabajo de F. Engels La Marca.
así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que
en Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis
recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras
de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en común
de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias
generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe
hoy día). Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para
administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierra 7. Es probable que
Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice8.
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son
nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como
<<producción mercantil>> aquella fase económica en que los objetos no se producen
solamente para el uso del productor, sino también para los fines del cambio, es decir,
como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de la
producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo alcanza su pleno
desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el
capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario,
a obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza
de trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su
coste de producción. Dividimos la historia de la producción industrial desde la Edad
Media en tres períodos: 1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos
cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2)
manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un número más
considerable de obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de
la división del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal
modo que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las
manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la
máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y
rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público
británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor
consideración a los prejuicios de la <<respetabilidad>> británica, es decir, del
filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos salido.
Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el <<materialismo histórico>>, y en los
oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra materialismo es una
palabra muy malsonante. <<Agnosticismo>> aún podría pasar, pero materialismo es
de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del
7 Engels se refiere a los trabajos de M. Kovalevski Tableau des origines et de l'évolution de la famille et de la
proprieté (<<Ensayo acerca del origen de la familia y la propiedad>>) publicado en 1890 en Estocolmo, y
Pervobytnoye pravo (<<Derecho primitivo>>) fascículo 1, La Gens, Moscú, 1886.
8 En el estado de dimensión. (N. de la Edit.)
siglo XVII, es Inglaterra.
<<El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya el escolástico británico
Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar.
<<Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir,
obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era, además,
nominalista. El nominalismo9 aparece como elemento primordial en los materialistas
ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo.
<<El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias
naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más importante
de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias10 y Demócrito con sus
átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son
infalibles y constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en
la experiencia y consiste en aplicar un método racional de investigación a lo dado por
los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación, la observación, la
experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional. Entre
las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es el
movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más
aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como <<Qual>>11 —para
emplear la expresión de Jakob Böhme— de la materia.
<<Las formas primitivas de la última son fuerzas sustanciales vivas,
individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias
específicas.
<<En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo
ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un destello
poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina aforística es todavía
de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas.
<<En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza
el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la
9 Nominalistas: representantes de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que los conceptos generales
genéricos eran nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje humanos y no valían más que para designar
objetos sueltos, existentes en realidad. En oposición a los realistas medievales, los nominalistas negaban la
existencia de conceptos como prototipos y fuentes creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter
primario de la realidad y secundario del concepto. En este sentido, el nominalismo era la primera expresión del
materialismo en la Edad Media.
10 Nomoiomerias: minúsculas partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente. Anaxágoras
consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de todo lo existente y que sus combinaciones daban
origen a la diversidad de las cosas.
11 Qual es un juego de palabras filosófico. Qual significa, literalmente, tortura, dolor que incita a realizar una acción
cualquiera. Al mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana algo del término latino qualitas
(calidad). Su Qual era, por oposición al dolor producido exteriormente, un principio activo, nacido del desarrollo
espontáneo de la cosa, de la relación o de la personalidad sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este
desarrollo.
sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al movimiento
mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia fundamental. El
materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batalla en su propio terreno al
espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar
su carne y convertirse en asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero
desarrolla también la lógica despiadada del intelecto.
<<Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta
Hobbes partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones
mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos despojado
de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres a estos
fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas. Puede incluso haber
nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer, de una parte, buscar el
origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra parte, afirmar que una
palabra es algo más que una palabra, que además de los seres siempre individuales
que nos representamos, existen seres universales. Una sustancia incorpórea es el
mismo contrasentido que un cuerpo incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la
misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella
el sujeto de todos los cambios. La palabra <<infinito>> carece de sentido, si no es
como expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo
material es perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de
Dios. Sólo mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento
mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre
se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad son cosas
idénticas.
<<Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su
principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en el
mundo de los sentidos.
<<Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el
entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes.
<<Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo
baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última
barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo12 no es, por lo menos para los
materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la religión>> 13.
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del materialismo
moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia este homenaje que
Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es innegable, a pesar de
12 Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero
niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.
13 K. Marx und F. Engels, "Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F. Engels. La Sagrada
Familia, Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.) (N. de la Edit.)
todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de aquella brillante escuela de
materialistas franceses que, pese a todas las derrotas que los alemanes y los ingleses
infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo
eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella revolución francesa que
coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando
nosotros por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados
del siglo un extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la
beatería y la estupidez religiosa —así tenía que considerarla él— de la
<<respetable>> clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos
materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía
inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen en una serie de
milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell tergiversasen
los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los mitos del Génesis;
inconcebible que, para encontrar a gente que se atreviese a servirse de su inteligencia
en materias religiosas, hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las <<hordas de
los que no se lavan>>, como en aquel entonces se decía, a los obreros, y
principalmente a los socialistas owenianos.
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha <<civilizado>>. La Exposición de 185114
fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a poco,
internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres y en las
ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres inglesas
encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han encontrado
otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede asegurarse es que la difusión del
aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la aristocracia) fue acompañada
de una fatal difusión del escepticismo continental en materias religiosas, habiéndose
llegado hasta el extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan
elegante como la Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la
respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde
luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvación15. No puedo por menos
de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos
del descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen
extranjero, no circulan con la marca de <<Made in Germany>>, fabricado en
Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el contrario,
un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace doscientos
años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La
concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el mundo
natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia exterior. Pero
14 Se alude a la primera exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de mayo a octubre de
1851.
15 Ejército de Salvación: organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en Inglaterra y reorganizada
en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su denominación). Apoyada en medida considerable por la burguesía,
esta organización fundó en muchos países una red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a las masas
trabajadoras de la lucha contra los explotadores.
nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar
o refutar la existencia de un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta
reserva podía tener su razón de ser en la época en que Laplace, como Napoleón le
preguntase por qué en la Mécanique Céleste16 del gran astrónomo no se mencionaba
siquiera al creador del mundo, contestó con estas palabras orgullosas: <<Je n'avais
pas besoin de cette hypothËse>>17. Pero hoy nuestra idea del universo en su
desarrollo no deja el menor lugar ni para un creador ni para un regente del universo; y
si quisiéramos admitir la existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el
mundo existente, incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece,
inferiríamos una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan
en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo
sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta
de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando
habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a
sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a
las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que
parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de
argumentar, habían actuado. <<Im Anfang war die That>>18. Y la acción humana
había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la
inventasen. The proof of the pudding is in the eating19. Desde el momento en que
aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro
propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible
en cuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería
también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y
nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente. Pero si conseguimos
el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos
formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos
la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de
esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros.
En cambio, si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos
generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la
conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y
superficial, o se hallaba enlazada con los resultados de otras percepciones de un
modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que
denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien
nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las
observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros
actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la
naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia
16 P. Laplace, Traité de mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste>>) Vols. I—V, Paris, 1799-1825. (N. de la
Edit).
17 <<No tenía necesidad de recurrir a esta hipótesis>>. (N. de la Edit.)
18 <<En el principio era la acción>>. Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
19 <<El pudin se prueba comiéndolo>>. (N. de la Edit).
que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que
las percepciones sensoriales científicamente controladas originan en nuestro cerebro
ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la realidad, o de que entre
el mundo exterior y las percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él
media una incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí, podremos
tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la
cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo. Esta <<cosa en sí>>
cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto, ya hace mucho
tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las
propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el
hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos
suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí,
la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que,
en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo
bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa
<<cosa en sí>>. Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido
aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los
gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir
una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la
primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy,
aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin
ayuda de procesos orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se
conoce la constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a
partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la
constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no
hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de
varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar albúmina
artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la vida
orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más altas, no es más que
la modalidad normal de existencia de los cuerpos albuminoides.
Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en
un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a juzgar
por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se dice, la
energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no
hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver
contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os
mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del espiritualismo, in concreto
no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y podemos saber, no existe
creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros respecta, la materia y la energía
son tan increables como indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma
de la energía, una función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la
conclusión de que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera,
etcétera. Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que
sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los
campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no
podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de
<<agnosticismo histórico>>. Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí,
los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así pues,
confío en que la <<respetabilidad>> británica, que en alemán se llama filisteísmo, no
se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos otros idiomas, el
nombre de <<materialismo histórico>> para designar esa concepción de los
derroteros de la historia universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva
de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la
sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la
consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases
entre sí.
Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el
materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya he
aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto que se
instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por lo que
necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la respetable
clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel
tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba.
Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era
su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había conquistado dentro
del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado estrecha para su fuerza de
expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la burguesía, no era ya compatible
con el sistema feudal; éste tenía forzosamente que derrumbarse.
Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana. Ella
unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus guerras intestinas, en una
gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático griego como al mundo
mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo de la consagración divina.
También ella había levantado su jerarquía según el modelo feudal, y era, en fin de
cuentas, el mayor de todos los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera
parte de toda la propiedad territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada
país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había que destruir esta
organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento
de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la física, la anatomía, la
fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su producción industrial, una
ciencia que investigase las propiedades de los cuerpos físicos y el funcionamiento de
las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la
servidora humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras
establecidas por la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una ciencia.
Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y
se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía
necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará para probar:
primero, que la clase más directamente interesada en la lucha contra el poder de la
Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo, que por aquel entonces toda
lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en
primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las
universidades y los hombres de negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que
encontrar, como en efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo,
entre los campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha
contra sus señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su
existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres
grandes batallas decisivas.
La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de
rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas;
primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y luego
la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente,
de la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la burguesía de las
ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde este
instante, la lucha degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y el poder central
del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por doscientos años
del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto es que la
Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella precisamente que necesitaba
la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del noreste
de Alemania se vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más
intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión
religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la competencia, el
éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud del individuo, sino de
circunstancias independientes de él. <<Así que no es del que quiere ni del que corre,
sino de la misericordia>> de fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y
esto era más verdad que nunca en una época de revolución económica, en que todos
los viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que
se abría al mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta los
artículos económicos de fe más sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el
régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente democrático y republicano: ¿cómo
podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los obispos y
de los señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el
luteranismo alemán se convirtió en un instrumento sumiso en manos de los pequeños
príncipes alemanes, el calvinismo fundó una república en Holanda y fuertes partidos
republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran insurrección
de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La puso en marcha la
burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios (la yeomanry) de los
distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en las tres grandes
revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de
combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo,
sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo. Cien
años después de Cromwell, la yeomanry de Inglaterra casi había desaparecido. En
todo caso, sin la intervención de esta yeomanry y del elemento plebeyo de las
ciudades, la burguesía nunca hubiera podido conducir la lucha hasta su final
victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se embolsase aunque
sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue necesario llevar la
revolución bastante más allá de su meta: exactamente como habría de ocurrir en
Francia en 1793 y en Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes
que presiden el desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción
que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras una serie
de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de gravedad, que se
convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la historia
inglesa, al que los filisteos dan el nombre de <<la gran rebelión>>, y las luchas que le
siguieron, alcanzan su remate en el episodio relativamente insignificante de 1689, que
los historiadores liberales señalan con el nombre de la <<gloriosa revolución>>20.
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los
antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les
conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo tiempo en vías
de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho después en Francia: en los
primeros burgueses de la nación. Para suerte de Inglaterra, los antiguos barones
feudales se habían destrozado unos a otros en las guerras de las Dos Rosas 21. Sus
sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas familias,
20 La historiografía burguesa inglesa llama <<revolución gloriosa>> al golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en
Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de
Orange y basada en el compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.
21 La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que luchaban por el trono: los
York, en cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de
los York se agrupaba una parte de los grandes feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y
los ciudadanos; los Lancaster eran apoyados por la aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra llevó
casi al total exterminio de las antiguas familias feudales y concluyó al subir al trono la nueva dinastía de los Tudor
que implantó el absolutismo en Inglaterra.
procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una corporación
completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían mucho más de burguesas
que de feudales; conocían perfectamente el valor del dinero, y se aplicaron en seguida
a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando de ellas a cientos de pequeños
arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de ovejas. Enrique VIII creó una masa de
nuevos landlords burgueses, regalando y dilapidando los bienes de la Iglesia; y a
idénticos resultados condujeron las confiscaciones de grandes propiedades
territoriales, que se prosiguieron sin interrupción hasta fines del siglo XVII, para
entregarlas luego a individuos semi o enteramente advenedizos. De aquí que la
<<aristocracia>> inglesa, desde Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo de la
producción industrial procurase sacar indirectamente provecho de ella. Además, una
parte de los grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles
económicos o políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y
financiera. La transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos
políticos —los cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las
familias de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los
intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos
intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos los
que trazaban en último término los rumbos de la política nacional. Podría haber
rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía demasiado bien
cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad económica a la de la
burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta
pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con todas ellas el
interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del pueblo. El comerciante
o fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros o a sus criados, la
posición del amo, o la posición de su <<superior natural>>, como se decía hasta hace
muy poco en Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de
trabajo posible; para conseguirlo, había de educarlos en una conveniente sumisión.
Personalmente, era un hombre religioso; su religión le había suministrado la bandera
bajo la cual combatió al rey y a los señores; muy pronto, había descubierto también
los recursos que esta religión le ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores
naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos, que los designios
inescrutables de Dios les habían puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba
ahora en la empresa de sojuzgar a los <<estamentos inferiores>>, a la gran masa
productora de la nación, y uno de los medios que se empleaba para ello era la
influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las
inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en Inglaterra.
Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase media, sino que,
además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a los sabios y hombres
cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena para la gran masa no
ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta doctrina pisó la escena como
defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia reales e invitó a la monarquía
absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed mailitiosus22 que era el pueblo.
También en los continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la
nueva forma deística del materialismo seguía siendo una doctrina aristocrática,
esotérica23 y odiada, por tanto, de la burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa,
sino también por sus conexiones políticas antiburguesas. Por eso, frente al
materialismo y al deísmo de la aristocracia, las sectas protestantes, que habían
suministrado la bandera y los hombres para luchar contra los Estuardos, eran
precisamente las que daban el contingente principal de las fuerzas de la clase media
progresiva y las que todavía hoy forman la médula del <<gran partido liberal>>.
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con una
segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del cartesianismo24, y
con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al principio una doctrina
exclusivamente aristocrática. Pero su carácter revolucionario no tardó en revelarse.
Los materialistas franceses no limitaban su crítica simplemente a las materias
religiosas, sino que la hacían extensiva a todas las tradiciones científicas y a todas las
instituciones políticas de su tiempo; para demostrar la posibilidad de aplicación
universal de su teoría, siguieron el camino más corto: la aplicaron audazmente a
todos los objetos del saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el
nombre de <<enciclopedistas>>. De este modo, el materialismo, bajo una u otra
forma —como materialismo declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de
toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la Gran Revolución la
teoría creada por los realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y
terroristas franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del
Hombre"25.
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la
primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en el campo
político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la batalla hasta la
destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo completo del
otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de las instituciones
prerrevolucionarias y postrrevolucionarias y la transacción sellada entre los grandes
terratenientes y los capitalistas, encontraban su expresión en la continuidad de los
precedentes judiciales, así como en la respetuosa conservación de las formas legales
del feudalismo. En Francia la revolución rompió plenamente con las tradiciones del
pasado, barrió los últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil26, una
22 Muchacho robusto, pero malicioso. (N. de la Edit.)
23 Oculta, sólo destinada a los iniciados. (N. de la Edit.)
24 Filosofía cartesiana: doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes (en latín Cartesius), que
dedujeron conclusiones materialistas de su filosofía.
25 La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea Constituyente en 1789.
Se proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen burgués. La Declaración fue incluida en la
Constitución francesa de 1791; sirvió de base a los jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre
de 1793, que figuró como prefacio a la primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención
Nacional en 1793.
26 Aquí y en adelante, Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código civil) de
adaptación magistral a las relaciones capitalistas modernas del antiguo Derecho
romano, de aquella expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la
fase económica que Marx llama la <<producción de mercancías>>; tan magistral, que
este Código francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin
exceptuar a Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero,
no por ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa
expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje feudal
bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación que la ortografía con la
fonética inglesa —<<vous écrivez Londres et vous prononcez Constantinople>>27,
decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha mantenido indemne a
través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las colonias la mejor
parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local y aquella salvaguardia
contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales; en una palabra, aquellas antiguas
libertades germánicas que en el continente se habían perdido bajo el régimen de la
monarquía absoluta y que hasta ahora no han vuelto a recobrarse íntegramente en
ninguna parte.
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una
magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el
comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir las últimas
pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una de las razones
de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de esta revolución le
hacían muy poca gracia. No ya su <<execrable>> terrorismo, sino también su intento
de implantar el régimen burgués hasta en sus últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer
en el mundo el burgués británico sin su aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué
maneras!) e inventaba para él modas, que le suministraba la oficialidad para el
ejército, salvaguardia del orden dentro del país, y para la marina, conquistadora de
nuevos dominios coloniales y de nuevos mercados en el exterior? Cierto es que
también había dentro de la burguesía una minoría progresiva, formada por gentes
cuyos intereses no habían salido tan bien parados en la transacción, esta minoría,
integrada por la clase media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución,
pero era impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución
francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso la
época del terror en París no había demostrado lo que ocurre, cuando el pueblo pierde
la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países vecinos y
recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el de la filosofía
alemana; conforme en el continente ser materialista y librepensador era, en realidad,
una cualidad indispensable para ser persona culta, más tenazmente se afirmaba la
Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del
Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal)
adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de
Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia
del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.
27 Se escribe Londres y se pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
clase media inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que variasen
las unas de las otras, todas eran confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en Francia,
en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright y otros iniciaron iniciaron una revolución
industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del poder económico.
Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la aristocracia terrateniente.
Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia financiera, los banqueros, etc., iban
pasando cada vez más a segundo plano ante los fabricantes. La transacción de 1689,
aun con las enmiendas que habían ido introduciéndose poco a poco a favor de la
burguesía, ya no correspondía a la posición recíproca de las dos partes interesadas.
Había cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de
la del siglo anterior. El poder político que aún conservaba la aristocracia y que se
ponía en acción contra las pretensiones de la nueva burguesía industrial, hízose
incompatible con los nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad de
renovar la lucha contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo
del nuevo poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se
impuso en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma electoral28.
Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento. Luego,
vino la derogación de las leyes cerealistas29, que instauró de una vez para siempre el
predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre
la aristocracia de la tierra. Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también
el último conseguido en su propio y exclusivo interés. Todos sus triunfos posteriores
hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un principio, pero
luego rival de ella.
La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes capitalistas,
pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros fabriles. Esta clase
crecía constantemente en número, a medida que la revolución industrial se iba
adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número, crecía también su
fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al parlamento a derogar a
regañadientes las leyes contra la libertad de coalición30. Durante la campaña de
agitación por la reforma electoral, los obreros formaban el ala radical del partido de la
reforma; y cuando la ley de 1832 los privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus
reivindicaciones en la Carta del Pueblo (People's Charter)31 y se constituyeron, en
28 El proyecto de ley de la primera reforma electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en marzo de 1831 y
aprobado en junio de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los representantes de la burguesía
industrial. El proletariado y la pequeña burguesía, que eran la fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron
engañados por la burguesía liberal y se quedaron, al igual que antes, sin derechos electorales.
29 El bill de abolición de las leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas, aprobadas
con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en
beneficio de los grandes terratenientes (landlords). La aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la burguesía
industrial, que luchaba contra las leyes cerealistas bajo la consigna de libertad de comercio.
30 En 1824, el Parlamento inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un acto
aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones)
31 La Carta del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo de 1838 como proyecto
de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos; derecho electoral universal (para los varones
desde los 21 años de edad), elecciones anuales al Parlamento, votación secreta, igualdad de las circunscripciones
oposición al gran partido burgués que combatía las leyes cerealistas32, en un partido
independiente, el partido cartista, que fue el primer partido obrero de nuestro tiempo.
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de
1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las que
plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran resueltamente
inadmisibles, desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego sobrevino la
reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril de 184833;
después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en junio del mismo año;
más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el Sur de Alemania; y por
último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de diciembre de 185134. Con
esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo, el espantajo
de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto, si el burgués británico
estaba ya antes convencido de la necesidad de mantener en el pueblo vil el espíritu
religioso, ¡con cuánta mayor razón tenía que sentir esa necesidad, después de todas
estas experiencias! Por eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus
colegas continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en
la evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia maquinaria
religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan35, el más grande organizador de negocios
religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a
Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del
Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del
cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos, combatiendo al
capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de lucha de clases del
cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser molesto para las gentes
ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para esta propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar en
ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo tiempo—, de la
misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia feudal durante la Edad
Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la burguesía,
32
33
34
35
electorales, abolición del requisito de propiedad para los candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los
diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la exigencia de la aprobación de la Carta del Pueblo, entregadas al
Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
La Liga anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los fabricantes Cobden
y Bright, de Mánchester. Al presentar la exigencia de la libertad completa de comercio, la Liga propugnaba la
abolición de las leyes cerealistas con el fin de rebajar los salarios de los obreros y debilitar las posiciones
económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Después de la abolición de las leyes cerealistas (1846), la
Liga dejó de existir.
La manifestación de masas que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el fin de entregar
al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular, fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones
de sus organizadores. El fracaso de la manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la
ofensiva contra los obreros y las represalias contra los cartistas.
Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al régimen
bonapartista del Segundo Imperio.
Hermano Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las colonias
norteamericanas de Inglaterra por la independencia (1775-1783).
Revivalismo: corriente de la Iglesia protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII y
propagada en Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y la organización de nuevas
comunidades de creyentes para consolidar y ampliar la influencia de la religión cristiana.
como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos de tiempo. Bajo
Luis Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la burguesía, pues otra
parte mucho más considerable quedaba excluida del sufragio por el elevado censo de
fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la segunda República (1848-1851),
gobernó toda la burguesía, pero sólo durante tres años; su incapacidad abrió el
camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la tercera República36, vemos a la
burguesía en bloque empuñar el timón por espacio de veinte años, pero en eso revela
ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una dominación de la burguesía
mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que
nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer
momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman
ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo
de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos los altos cargos
públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que la clase media rica se
resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W. A. Forster,
en un discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen francés si querían
hacer carrera, contando a este propósito el triste papel que había hecho él cuando,
siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad en que el francés era, por lo
menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel
entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que tenían que
ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos aquellos altos puestos del gobierno que
exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad insulares, salpimentadas por la
astucia para los negocios37. Todavía hoy los debates inacabables de la prensa sobre la
middle-class-education38 revelan que la clase media inglesa no se considera aún
bastante buena para recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso,
aun después de la derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy
natural que los que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los Forster,
etcétera, quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que por
último, veinte años después, una nueva ley de Reforma39 les abrió las puertas del
36 El Segundo Imperio de Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República, de 1870 a 1940.
37 Y hasta en materia de negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta hace muy poco, el
fabricante inglés corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro idioma que no fuese el suyo propio y le
enorgullecía en cierto modo que esos <<pobres diablos>> de los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra,
descargándole con ello del trabajo de vender sus productos en el extranjero. No advertía siquiera que estos
extranjeros, alemanes en su mayor parte, se adueñaban de este modo de una gran parte del comercio exterior de
Inglaterra —tanto del de importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses con el
extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los Estados Unidos y a Sudamérica.
Y tampoco advertía que estos alemanes comerciaban con otros alemanes del extranjero, que con el tiempo iban
organizando una red completa de colonias comerciales por todo el mundo. Y cuando, hace unos cuarenta años,
Alemania empezó seriamente a fabricar para la exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un
instrumento que le prestó maravillosos servicios en la empresa de transformarse, en tan poco tiempo, de un país
exportador de cereales en un país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años, los fabricantes ingleses
empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no podían retener a todos sus
clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1† porque no os molestáis en aprender la lengua de vuestros clientes y
exigís que ellos aprendan la vuestra, y 2† porque no intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y
los gustos de vuestros clientes, sino que queréis que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra.
38 Educación de la clase media (N. de la Edit.)
39 En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda reforma
ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan profundamente penetrada de un
sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y del pueblo una casta
decorativa de zánganos que tienen por oficio representar dignamente a la nación en
todos los actos solemnes y se considera honradísima cuando se encuentra a un
burgués cualquiera reconocido como digno de ingresar en esta corporación selecta y
privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada por la misma burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar por
completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se presentó en
escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se produjo después del
movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la expansión sin
precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión que suele atribuirse
sólo al librecambio, pero que se debió en mucha mayor parte a la extensión
gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los medios de comunicación en
general) volvió a poner a los obreros bajo la dependencia de los liberales, cuya ala
radical formaban, como en los tiempos anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las
exigencias obreras en cuanto al sufragio universal fueron haciéndose irresistibles.
Mientras los <<whigs>>, los caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli
demostraba su superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los
<<tories>> introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del
household suffrage40 y, en relación con éste, una nueva distribución de los distritos
electorales.
A esto, siguió poco después el ballot41, luego, en 1884, el household suffrage
hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una
nueva distribución de las circunscripciones electorales, que las nivelaba hasta cierto
punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase obrera en
las elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores en 150 a 200
distritos. ¡Pero no hay mejor escuela de respeto a la tradición que el sistema
parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración al grupo que lord
John Manners llama bromeando <<nuestra vieja nobleza>>, la masa de los obreros
miraba en aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba <<la
clase mejor>>, la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace quince años era
ese obrero modelo cuya consideración respetuosa por la posición de su patrono y
cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones ponían un poco de
bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes de cátedra42 les inferían las
parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el movimiento que reivindicaba esta
reforma. Como resultado de ella, el número de electores en Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de
obreros calificados conquistó el derecho a votar.
40 El household suffrage establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa independiente. (N. de la Edit.)
41 Votación secreta. (N. de la Edit.)
42 Socialismo de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX. Sus representantes, ante
todo profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus cátedras el reformismo burgués, tratando de
presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre otros A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el
Estado era una institución situada por encima de las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar
gradualmente el <<socialismo>> sin afectar los intereses de los capitalistas. Su programa se reducía a la organización
de los seguros de los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas medidas en la esfera de la
legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban que, habiendo sindicatos bien organizados, no había
incorregibles tendencias comunistas y revolucionarias de los obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían
más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el poder
con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de aprender de lo
que era capaz el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde entonces, habían
tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor parte de la Carta del
Pueblo. Ahora más que nunca, era importante tener al pueblo a raya mediante
recursos morales; y el recurso moral primero y más importante con que se podía
influenciar a las masas seguía siendo la religión. De aquí la mayoría de puestos
otorgados a curas en los organismos escolares y de aquí que la burguesía se imponga
a sí misma cada vez más tributos para sostener toda clase de revivalismos, desde el
ritualismo43 hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de
pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués continental. Los
obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban totalmente
contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se preocupaban
gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar el poder. Aquí, el
puer robustus se había vuelto realmente cada día más malitiosus. Y al burgués francés
y alemán no le quedaba más recurso que renunciar tácitamente a seguir siendo
librepensador, como esos guapos mozos que cuando se ven acometidos
irremediablemente por el mareo, dejan caer el cigarro humeante con que
fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando uno tras otro, exteriormente,
una actitud devota y empezaron a hablar con respeto de la Iglesia, de sus dogmas y
ritos, llegando incluso, cuando no había más remedio, a compartir estos últimos. Los
burgueses franceses se negaban a comer carne los viernes y los burgueses alemanes
se aguantaban, sudando en sus reclinatorios, interminables sermones protestantes.
Habían llegado con su materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss
dem Volk erhalten werden (<<¡Hay que conservar la religión para el pueblo!>>); era
el último y único recurso para salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia
suya, no se dieron cuenta de esto hasta que habían hecho todo lo humanamente
posible para derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en
que el burgués británico podía reírse, a su vez, de ellos y gritarles: <<¡Ah, necios, eso
ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!>>
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico ni
la conversión post festum44 del burgués continental, consigan poner un dique a la
creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis
necesidad de lucha política, ni de partido político de la clase obrera. El socialismo de cátedra constituyó una de las
fuentes ideológicas del revisionismo.
43 Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos llamaban a la
restauración de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del catolicismo en la Iglesia
anglicana.
44 Después de la fiesta, o sea, retardada. (N. de la Edit.)
inertiae45 de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene
necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la larga
de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas
y religiosas no son más que los brotes más próximos o más remotos de las
condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no
pueden mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas condiciones. Una
de dos: o creemos en una revelación sobrenatural, o tenemos que reconocer que no
hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que se derrumba.
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a
moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de tradiciones.
Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no pueden existir más
que dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase obrera tiene que valerse
del gran partido liberal para laborar por su emancipación. Y tradiciones obreras,
heredadas de los tiempos de sus primeros tanteos de actuación independiente, como
la eliminación, en numerosas y antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que
no han tenido un determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa,
en rigor, que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar
de todo esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor
Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los
socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y mesurado,
vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a trechos, con una
desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de Socialismo, pero
asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va comunicándose a una
capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los obreros no calificados del
East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto qué magnífico empuje han
dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no
es aconsonantado a la impaciencia de unos u otros, no deben olvidar que es
precisamente la clase obrera la que mantiene vivos los mejores rasgos del carácter
nacional inglés y que en Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se
pierde jamás. Si los hijos de los viejos cartistas no dieron de sí, por los motivos
indicados, todo lo que de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos
de sus abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra. Este
triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra,
Francia y Alemania46. En estos dos últimos países, el movimiento obrero le lleva un
buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a una
45 La fuerza de la inercia. (N. de la Edit.)
46 Esta conclusión de la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en el caso de ser simultánea
en los países capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la imposibilidad de la revolución en un solo país, era
justa para el período del capitalismo premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del
capitalismo monopolista, Lenin, partiendo de la ley, descubierta por él, de la desigualdad del desarrollo económico y
político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a una nueva conclusión, a la de la posibilidad de la
victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo país, y de la imposibilidad de la
victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta
conclusión nueva en su artículo La consigna de los Estados Unidos de Europa (1915).
distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace
veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero alemán avanza con
velocidad acelerada.Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia
lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de
perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado
abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue
el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal
como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también
el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?
20 de abril de 1892
F. Engels
DEL SOCIALISMO UTOPICO AL SOCIALISMO
CIENTIFICO47
I
El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en
la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moderna
sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros asalariados, y, por
otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el
socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más
consecuente, de los principios proclamados por los grandes ilustradores franceses del
siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo, aunque tuviese sus raíces en los
hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes.
Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que
había de desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No
reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión, la concepción de la
naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más despiadada;
cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el fuero de la razón o
renunciar a seguir existiendo. A todo se aplicaba como rasero único la razón pensante.
Era la época en que, según Hegel, <<el mundo giraba sobre la cabeza>>48, primero,
en el sentido de que la cabeza humana y los principios establecidos por su
especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos
humanos y de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que
la realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía subvertida de hecho desde
los cimientos hasta el remate. Todas las formas anteriores de sociedad y de Estado,
todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales;
hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no
merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el
reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión
serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada
en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre.
47 El trabajo de Engels Del socialismo utópico al socialismo científico consta de tres capítulos del Anti-Dühring
revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como
concepción íntegra.
48 He aquí el pasaje de Hegel referente a la revolución francesa: <<La idea, el concepto de Derecho, se hizo valer de
golpe, sin que pudiese oponerle ninguna resistencia la vieja armazón de la injusticia. Sobre la idea del Derecho se ha
basado ahora, por tanto, una Constitución, y sobre ese fundamento debe basarse en adelante todo. Desde que el Sol
alumbra en el firmamento y los planetas giran alrededor de él, nadie había visto que el hombre se alzase sobre la
cabeza, es decir, sobre la idea, construyendo con arreglo a ésta la realidad. Anaxágoras fue el primero que dijo que el
nus, la razón, gobierna el mundo: pero sólo ahora el hombre ha acabado de comprender que el pensamiento debe
gobernar la realidad espiritual. Era, pues, una espléndida aurora. Todos los seres pensantes celebraron esta nueva
época. Una sublime emoción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si por
vez primera se lograse la reconciliación del mundo con la divinidad>>. Hegel, "Philosophie der Geschichte", 184O,
S. 535 (Hegel, "Filosofía de la Historia", 1840, pág. 535). ¿No habrá llegado la hora de aplicar la ley contra los
socialistas (22) a estas doctrinas subversivas y atentatorias contra la sociedad, del difunto profesor Hegel?
Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la
burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la
igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos
más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de la
razón, el <<contrato social>> de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de
la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores
del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su
propia época les trazaba.
Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en
representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo
general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que
trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes de la
burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino de toda la
humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació, la burguesía
llevaba en sus entrañas a su propia antítesis, pues los capitalistas no pueden existir sin
obreros asalariados, y en la misma proporción en que los maestros de los gremios
medievales se convertían en burgueses modernos, los oficiales y los jornaleros no
agremiados transformábanse en proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía
podía arrogarse el derecho a representar, en sus luchas contra la nobleza, además de
sus intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de todo gran
movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de
aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado
moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras campesinas en Alemania
la tendencia de los anabaptistas49 y de Tomás Münzer; en la Gran Revolución inglesa,
los <<levellers>>50, y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones
revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las
correspondientes manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las
descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad51; en el siglo XVIII, teorías
directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably. La reivindicación de la
igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las
condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los
privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo
ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera
forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes
utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía,
hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria; Fourier y Owen, quien, en el país
donde la producción capitalista estaba más desarrollada y bajo la impresión de los
49 Anabaptistas (rebautizados). Los miembros de esta secta se denominaban así porque reivindicaban un segundo
bautismo a la edad consciente.
50 Engels se refiere a los <<verdaderos levellers>> (<<igualadores>>), o los <<diggers>> (<<cavadores>>), representantes
de la extrema izquierda en el período de la revolución burguesa inglesa del siglo XVII y portavoces de los intereses
de los pobres del campo y de la ciudad. Reivindicaban la supresión de la propiedad privada sobre la tierra,
propagaban las ideas del comunismo primitivo igualitario y trataban de llevarlas a la práctica mediante la roturación
colectiva de las tierras comunales.
51 Engels se refiere, ante todo, a las obras de los representantes del comunismo utópico: Utopía, de Tomás Moro, y
Ciudad del Sol, de Tomás Campanella.
antagonismos engendrados por ella, expuso en forma sistemática una serie de
medidas encaminadas a abolir las diferencias de clase, en relación directa con el
materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del
proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia historia. Al
igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar primeramente a una
clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que ellos,
pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero entre su reino y el
de los ilustradores franceses media un abismo. También el mundo burgués, instaurado
según los principios de éstos, es irracional e injusto y merece, por tanto, ser
arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni menos que el feudalismo y las
formas sociales que le precedieron. Si hasta ahora la verdadera razón y la verdadera
justicia no han gobernado el mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido
penetrar debidamente en ellas. Faltaba el hombre genial que ahora se alza ante la
humanidad con la verdad, al fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido
ahora, y no antes, el que la verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no
es, según ellos, un acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del
desarrollo histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer
quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de errores,
de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la
revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se pretendía
instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto contradecía a
la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto también que, en
realidad, esa razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del
estado llano que, precisamente por aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués.
Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta sociedad racional y este
Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales que fuesen
en comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón absoluta. El Estado
racional había quebrado completamente. El contrato social de Rousseau venía a
tomar cuerpo en la época del terror52, y la burguesía, perdida la fe en su propia
habilidad política, fue a refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio53 y, por
último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había
trocado en una interminable guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la
sociedad de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el
bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y
otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de
beneficencia, que lo atenuaban. La <<libertad de la propiedad>> de las trabas
feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el pequeño burgués y
52 Epoca del terror: período de la dictadura democrático-revolucionaria de los jacobinos de junio de 1793 a julio de
1794.
53 El Directorio constaba de cinco miembros, uno de los cuales se elegía cada año. Era el órgano dirigente del poder
ejecutivo de Francia en el período de 1795 a 1799. Apoyaba el régimen de terror contra las fuerzas democráticas y
defendía los intereses de la gran burguesía.
el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos señores poderosos su
pequeña propiedad, agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la
gran propiedad terrateniente; con lo que se convertía en la <<libertad>> del pequeño
burgués y del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la industria sobre
bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras en
condición de vida de la sociedad. El pago al contado fue convirtiéndose, cada vez en
mayor grado, según la expresión de Carlyle, en el único eslabón que enlazaba a la
sociedad. La estadística criminal crecía de año en año. Los vicios feudales, que hasta
entonces se exhibían impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se
recataron, por el momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían
exuberantemente los vicios burgueses, ocultos hasta allí bajo la superficie. El
comercio fue degenerando cada vez más en estafa. La <<fraternidad>> de la divisa
revolucionaria54 tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de
competencia. La opresión violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como
principal palanca del poder social, fue sustituida por el dinero. El derecho de pernada
pasó del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en
proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que ya
era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la prostitución,
complementado además por una gran abundancia de adulterios. En una palabra,
comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las instituciones sociales
y políticas instauradas por el <<triunfo de la razón>> resultaron ser unas tristes y
decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los hombres que pusieron de relieve el
desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo XIX. En 1802, vieron la luz
las "Cartas ginebrinas" de Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra,
aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto
Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark55.
Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el
antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía muy
poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer, era todavía desconocida
en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los conflictos que
transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo de producción y la
eliminación de su carácter capitalista —conflictos que estallan no sólo entre las clases
engendradas por esa gran industria, sino también entre las fuerzas productivas y las
formas de cambio por ella creadas— y, de otra parte, desarrolla también en estas
gigantescas fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien,
hacia 1800, los conflictos que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a
desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los medios que
habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron
adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello llevar al
triunfo a la revolución burguesa, incluso en contra de la burguesía, fue sólo para
demostrar hasta qué punto era imposible mantener por mucho tiempo este poder en
54 Trátase de la divisa de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII: <<Libertad. Igualdad. Fraternidad>>
55 New-Lanark: fábrica de hilados de algodón cerca de la ciudad escocesa de Lanark. Fue fundada en 1784, con un
pequeño poblado anejo.
las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el
seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente incapaz
todavía para desarrollar una acción política propia, no representaba más que un
estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse por
sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto.
Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del
socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente de la
producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar de la
cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones
económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males,
que la razón pensante era la llamada a remediar. Tratábase por eso de descubrir un
sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde
fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante
experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían
condenados a moverse en el reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos
fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías.
Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto,
incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios
revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para poner
de relieve, sobre el fondo de ese <<cúmulo de dislates>>, la superioridad de su
razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales gérmenes
de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas partes bajo esa envoltura de
fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no
contaba aún treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la
gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la producción y el comercio,
sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la sociedad: la nobleza
y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado no era más que el triunfo
de una parte muy pequeña de él, la conquista del poder político por el sector
socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía poseyente. Esta burguesía,
además, se desarrollaba rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando
con las tierras confiscadas y luego vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y
estafando a la nación por medio de los suministros al ejército. Fue precisamente el
gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó a Francia y a la
revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe
de Estado. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y
los estamentos privilegiados de la sociedad tomó la forma de un antagonismo entre
<<obreros>> y <<ociosos>>. Los <<ociosos>> eran no sólo los antiguos
privilegiados, sino todos aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la
producción ni en el comercio. En el concepto de <<trabajadores>> no entraban
solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los comerciantes y
los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir
espiritualmente y gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la revolución
había sellado con carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las experiencias de la
época del terror habían demostrado, a su vez, que los descamisados no poseían
tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según
Saint-Simon, la ciencia y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un <<nuevo
cristianismo>>, forzosamente místico y rigurosamente jerárquico, llamado a restaurar
la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los
sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los
fabricantes, los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de
transformarse en una especie de funcionarios públicos, de hombres de confianza de
toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición autoritaria y
económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer término los llamados a
regular toda la producción social por medio de una reglamentación del crédito. Ese
modo de concebir correspondía perfectamente a una época en que la gran industria, y
con ella el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, apenas comenzaba a
despuntar en Francia. Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él
le preocupa siempre y en primer término es la suerte de <<la clase más numerosa y
más pobre>> de la sociedad (<<la classe la plus nombreuse et la plus pauvre>>).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que <<todos los
hombres deben trabajar>>.
En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno
de las masas desposeídas.
<<Ved —les grita— lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas
subieron al poder, ellos provocaron el hambre>>.
Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la
nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, era, para
el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial. En 1816, Saint-Simon declara
que la política es la ciencia de la producción y predice ya la total absorción de la
política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer en germen la idea de
que la situación económica es la base de las instituciones políticas, proclama ya
claramente la transformación del gobierno político sobre los hombres en una
administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la producción, que no
es sino la idea de la <<abolición del Estado>>, que tanto estrépito levanta
últimamente. Y, alzándose al mismo plano de superioridad sobre sus contemporáneos,
declara, en 1814, inmediatamente después de la entrada de las tropas coligadas en
París56, y reitera en 1815, durante la guerra de los Cien Días57, que la alianza de
Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos países con Alemania es la
56 El 31 de marzo de 1814. (N. de la Edit.)
57 Los Cien Días: breve período de la restauración del Imperio de Napoleón I que duró desde el momento de su
regreso del destierro en la isla de Elba a París, el 20 de marzo de 1815, hasta su segunda abdicación, el 22 de junio
del mismo año.
única garantía del desarrollo próspero y la paz en Europa. Para predicar a los
franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo58, hacía falta tanta
valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite
contener ya, en germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los
socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa,
pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier coge
por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus interesados
aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo despiadadamente la miseria
material y moral del mundo burgués, y la compara con las promesas fascinadoras de
los viejos ilustradores, con su imagen de una sociedad en la que sólo reinaría la razón,
de una civilización que haría felices a todos los hombres y de una ilimitada
perfectibilidad humana. Desenmascara las brillantes frases de los ideólogos
burgueses de la época, demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por todas
partes, la más mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la
fraseología su sátira mordaz. Fourier no es sólo un crítico; su espíritu siempre jovial
hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de todos los tiempos. La
especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu
mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus obras con
trazo magistral y deleitoso. Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma
burguesa de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad
burguesa. El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en
una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más
descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la sociedad. Fourier divide
toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el salvajismo, el
patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que coincide con lo que
llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el
siglo XVI, y demuestra que el <<orden civilizado eleva a una forma compleja,
ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la barbarie practicaba en
medio de la mayor sencillez>>.
Para él, la civilización se mueve en un <<círculo vicioso>>, en un ciclo de
contradicciones, que está reproduciendo constantemente sin acertar a superarlas,
consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o pretexta querer
conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que <<en la civilización la
pobreza brota de la misma abundancia>>.
Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su
contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca hablando de la ilimitada
capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica, que toda fase
histórica tiene su vertiente ascensional, mas también su ladera descendente, y
proyecta esta concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant
58 El 18 de junio de 1815, el ejército de Napoleón I fue derrotado en la batalla de Waterloo (Bélgica) por las tropas
anglo-holandesas acaudilladas por Wellington y el ejército prusiano de Blücher.
introduce en la ciencia de la naturaleza la idea del acabamiento futuro de la Tierra,
Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento futuro de la
humanidad.
Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se
desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos
poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta convirtieron la manufactura en la
gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la
sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la manufactura
se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la producción. Con una
velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la división de la sociedad en
grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y entre ellos, en lugar del antiguo
estado llano estable, llevaba una existencia insegura una masa inestable de artesanos
y pequeños comerciantes, la parte más fluctuante de la población. El nuevo modo de
producción sólo empezaba a remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el
modo de producción normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y,
sin embargo, ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales:
hacinamiento en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población
desarraigada de su suelo; disolución de todos los lazos tradicionales de la costumbre,
de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del trabajo, que sobre
todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras; desmoralización
en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones de vida totalmente
nuevas: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de una situación
estable a otra constantemente variable e insegura. En estas circunstancias, se alza
como reformador un fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo candor casi
infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como
pocos. Roberto Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores
materialistas del siglo XVIII, según las cuales el carácter del hombre es, de una parte,
el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las circunstancias que
rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante el período de su
desarrollo. La mayoría de los hombres de su clase no veían en la revolución industrial
más que caos y confusión, una ocasión propicia para pescar en río revuelto y
enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno adecuado para poner en práctica su
tesis favorita, introduciendo orden en el caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una
fábrica de más de quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar
prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque con
mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran
fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y
gerente. Una población que fue creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas,
reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la mayoría de ellos muy
desmoralizados, convirtióse en sus manos en una colonia modelo, en la que no se
conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para
pobres, ni la beneficencia pública. Para ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros
en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la
educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos, que
funcionaron por vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la escuela
desde los dos años, y se encontraban tan a gusto en ella, que con dificultad se les
podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros
trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo
era de diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica
durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo, siguieron
cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado hasta el
doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el último día, abundantes ganancias.
Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que
había procurado a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia
digna de un ser humano <<Aquellos hombres eran mis esclavos>> —decía.
Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban
todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el
carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus energías.
<<Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a
la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido
el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va a parar la
diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran
tenido que consumir las 600.000?>>
La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de
la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo que
venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de New
Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra.
<<Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido
imposible llevar adelante las guerras libradas para derribar a Napoleón y mantener en
pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo, este nuevo poder era
obra de la clase obrera>>59.
A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas
fuerzas productivas, que hasta allí sólo habían servido para que se enriqueciesen unos
cuantos y para la esclavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para
una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad
colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los
cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que
conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un
59 De "The Revolution in Mind and Practice" (<<La revolución en el espíritu y en la práctica>>), un memorial dirigido
a todos <<los republicanos rojos, comunistas y socialistas de Europa>> y enviado al Gobierno Provisional francés
de 1848, así como <<a la reina Victoria y a sus consejeros responsables>>.
sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y
presenta, en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de
establecimiento, desembolsos anuales e ingresos probables. Y así también en sus
planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están calculados
con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y a vista
de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma de la sociedad, poco
sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra los pormenores de su
organización.
El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen.
Mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más
que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No sólo
los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los
príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías
comunistas, se volvió la hoja. Eran principalmente tres grandes obstáculos los que,
según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la propiedad privada, la
religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía
atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su posición
social. Pero esta consideración no le contuvo en sus ataques despiadados contra
aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado de la sociedad oficial,
ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus fracasados experimentos
comunistas en América, a los que sacrificó toda su fortuna, se dirigió a la clase
obrera, en el seno de la cual actuó todavía durante treinta años. Todos los
movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés
de la clase trabajadora, van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819, después de
cinco años de grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la primera ley limitando
el trabajo de la mujer y del niño en las fábricas. El fue también quien presidió el
primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron en una gran
organización sindical única60. Y fue también él quien creó, como medidas de
transición, para que la sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente
comunista, de una parte las cooperativas de consumo y de producción —que han
servido por lo menos para demostrar prácticamente que el comerciante y el fabricante
no son indispensables—, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de
intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya unidad
era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos tenían necesariamente que
fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de intercambio61,
diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea universal para
todos los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso dado hacia una
transformación mucho más radical de la sociedad.
60 En octubre de 1833, en Londres, bajo la presidencia de Owen, se celebró el Congreso de las sociedades cooperativas
y los sindicatos en el que fue fundada formalmente la Gran Unión Consolidada Nacional de las producciones de
Gran Bretaña e Irlanda. Al tropezar con una gran resistencia por parte de la sociedad burguesa y del Estado, la
Unión se desmoronó en agosto de 1834
61 Proudhon hizo un intento de organizar un banco de intercambio durante la revolución de 1848-1849. Su Banque du
peuple (Banco del pueblo) fue fundado en París el 31 de enero de 1849 y existió cerca de dos meses, quebrando
antes de comenzar a funcionar. A principios de abril el banco fue clausurado.
Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas
socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían culto,
hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses, y a ellos se
debe también el incipiente comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El socialismo
es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y
basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo. Y, como la
verdad absoluta no está sujeta a condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo
histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo y dónde este
descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la
justicia varían con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de
la verdad absoluta, de la razón y la justicia está condicionado, a su vez, en cada uno
de ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado de cultura y
la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades absolutas no cabe más
solución que éstas se vayan puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que
surgiese una especie de socialismo ecléctico y mediocre, como el que, en efecto,
sigue imperando todavía en las cabezas de la mayor parte de los obreros socialistas de
Francia e Inglaterra; una mescolanza extraordinariamente abigarrada y llena de
matices, compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las
imágenes sociales del porvenir menos discutibles de los diversos fundadores de
sectas, mescolanza tanto más fácil de componer cuanto más los ingredientes
individuales habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos
perfilados y agudos, como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para
convertir el socialismo en una ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el
terreno de la realidad.
II
Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la
moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El principal mérito de
esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como forma suprema del pensamiento.
Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos, espontáneos, y la
cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado ya a estudiar las
formas más sustanciales del pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún
teniendo algún que otro brillante mantenedor de la dialéctica (como, por ejemplo,
Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, influida principalmente por
los ingleses, en la llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi
totalmente entre los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente
filosóficas. Fuera del campo estrictamente filosófico, también ellos habían creado
obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta citar "El sobrino de
Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres" de Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los
rasgos más esenciales de ambos métodos discursivos.
Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o
sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con
la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que
nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y
cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los
detalles pasan todavía mas o menos a segundo plano; nos fijamos más en el
movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia
y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente
justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez
primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un
proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad. Pero esta
concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos
ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese
cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro.
Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o
natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y
efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la
historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones muy
justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían dedicarse
a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta
cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico,
la comparación y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso,
los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta llegar a
los griegos del período alejandrino62, y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la
auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a
partir de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo
acelerado. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los
diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la investigación
interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras
tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos
realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la
naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de
enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la
concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados
estáticamente; no como sustancialmente variables, sino como consistencias fijas; no
en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al transplantarse,
con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez
específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de
pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son
62 Trátase del período comprendido entre el siglo III a. de n. e. y el siglo VII de n. e., que debe su denominación a la
ciudad egipcia de Alejandría (a orillas del Mediterráneo), uno de los centros más importantes de las relaciones
económicas internacionales de aquella época. En el período alejandrino adquirieron gran desarrollo varias ciencias:
las matemáticas, la mecánica (Euclides y Arquímedes), la geografía, la astronomía, la anatomía, la fisiología, etc.
objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de
por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible;
para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede63.
Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es
y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto
revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este
método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del
llamado sentido común. Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de
puertas adentro, entre las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente
maravillosas en cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el
método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en
muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto
de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la
cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles
contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su
concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su
caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los
árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo,
y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa
con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica
considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se
han atormentado por descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del
niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco
determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha
demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso
muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro;
en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de
su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el
transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se
renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los
antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto.
Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos
polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos
el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y
vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su
aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su
concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de
una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian
constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí
carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las
especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus
imágenes conceptuales sustancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en
63 Biblia. Evangelio de Mateo, cap. 5, verso 37. (N. de la Edit.)
su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no
son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder. La
naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos
brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y
enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se
mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles
metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente
repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que citar en primer
término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente,
plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un
proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a la concepción
metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas que
han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto
entre los resultados descubiertos y el método discursivo tradicional pone al desnudo
la ilimitada confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que
constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables
acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y
de retroceso, llegamos a una concepción exacta del Universo, de su desarrollo y del
desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en
las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar,
desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de
filósofo disolviendo el sistema solar estable de Newton y su duración eterna —
después de recibido el famoso primer impulso— en un proceso histórico: en el
nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación.
De aquí, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba también,
necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue
confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el
espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas
de gas, en diferente grado de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que
por vez primera —y ése es su gran mérito— se concibe todo el mundo de la
naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante
movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de
relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo.
Contemplada desde este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía ya
como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el
fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes,
sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento
incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos los extravíos, y
demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello que a primera vista
pudiera creerse obra del ciego azar.
No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba. Su
mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un
problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era, con SaintSimon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase circunscrito, en
primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo
lugar, por los conocimientos y concepciones de su época, limitados también en
extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era
idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes más o menos
abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su
desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones realizadas de la <<Idea>>,
que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese el mundo. Así, todo quedaba
cabeza abajo, y se volvía completamente del revés la concatenación real del
Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no pocas de las conexiones
concretas concebidas por Hegel, era inevitable, por las razones a que acabamos de
aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un carácter amañado artificioso,
construido; falso, en una palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero
el último de su género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima
incurable; pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la
concepción histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo
que no puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de
eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como suma y
compendio de esa verdad absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado
del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes
fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello,
implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda
progresar gigantescamente de generación en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó
necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel materialismo
puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la
simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el
materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad,
cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la
naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en
la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro
de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba Newton,
y con especies invariables de seres orgánicos, como enseñara Linneo, el materialismo
moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias naturales, según
los cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como
las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y
los ciclos, en el grado en que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más
grandiosas. Tanto en uno como en otro caso, el materialismo moderno es
sustancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima
de las demás ciencias. Desde el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas
de la posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de
éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar las
concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía, con
existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la
dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la
historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo
había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba a la
ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo que se
habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al modo
de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de
1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero nacional: el de los
cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía pasó a
ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al mismo
ritmo con que se desarrollaba en ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la
dominación política recién conquistada de la burguesía. Los hechos venían a dar un
mentís cada vez más rotundo a las doctrinas económicas burguesas de la identidad de
intereses entre el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general
de las naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por
alto estos hechos, ni era tampoco posible ignorar el socialismo francés e inglés,
expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja concepción
idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases
basadas en intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género;
para ella, la producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía
accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la <<historia cultural>>.
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas
investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la
historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases
sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de
producción y de cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que la
estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto,
la base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la superestructura
integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología
religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico. Hegel había liberado a la
concepción de la historia de la metafísica, la había hecho dialéctica; pero su
interpretación de la historia era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba
desahuciado de su último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una
concepción materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la
conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta
entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o
cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre dos clases
formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su misión ya no era elaborar
un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico
económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto,
descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así
creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva concepción
materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza del
materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas ciencias
naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo capitalista de
producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo, ni podía, por
tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que repudiarlo, lisa y
llanamente, como malo. Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de
la clase obrera, inseparable de este modo de producción, menos estaba en condiciones
de indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación. Mas de lo que
se trataba era, por una parte, exponer ese modo capitalista de producción en sus
conexiones históricas y como necesario para una determinada época de la historia,
demostrando con ello también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al
desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el
descubrimiento de la plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen
capitalista de producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por
forma fundamental la apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun
cuando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el valor
que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo
que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de donde
proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos de las clases
poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la producción de capital
quedaban explicados.
Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la
revelación del secreto de la producción capitalista, mediante la plusvalía, se los
debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se convierte en una ciencia, que sólo
nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones.
III
La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y
tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden social; de que en todas
las sociedades que desfilan por la historia, la distribución de los productos, y junto a
ella la división social de los hombres en clases o estamentos, es determinada por lo
que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos.
Según eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las
revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea
que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las
transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse
no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trata. Cuando nace en los
hombres la conciencia de que las instituciones sociales vigentes son irracionales e
injustas, de que la razón se ha tornado en sinrazón y la bendición en plaga64, esto no
es mas que un indicio de que en los métodos de producción y en las formas de
cambio se han producido calladamente transformaciones con las que ya no concuerda
el orden social, cortado por el patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello
queda que en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya —más o
menos desarrollados— los medios necesarios para poner término a los males
descubiertos. Y esos medios no han de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la
cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de la producción, tal y
como los ofrece la realidad.
¿Cuál es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El orden social vigente —verdad reconocida hoy por casi todo el mundo— es obra
de la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de
producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo
capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los
estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal.
La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas el régimen
de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la libertad de
domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las mercancías y tantas
otras maravillas burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse libremente el modo
capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva producción maquinizada y
transformar la antigua manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas
y puestas en movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una
velocidad inaudita y en proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo
modo que en su tiempo la manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose bajo
su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la gran industria,
al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en
que la tiene cohibida el modo capitalista de producción. Las nuevas fuerzas
productivas desbordan ya la forma burguesa en que son explotadas, y este conflicto
entre las fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un
conflicto planteado en las cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el
pecado original del hombre y la justicia divina, sino que existe en la realidad,
objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad
de los mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que
el reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas,
empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la clase
obrera.
¿En qué consiste este conflicto?
Antes de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con
64 Goethe, "Fausto", parte I, escena IV ("Despacho de Fausto"). (N. de la Edit.)
carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del trabajador
sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a cargo de
pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria estaba en manos de
los artesanos. Los medios de trabajo —la tierra, los aperos de labranza, el taller, las
herramientas— eran medios de trabajo individual, destinados tan sólo al uso
individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos, diminutos, limitados. Pero esto
mismo hacía que perteneciesen, por lo general, al propio productor. El papel histórico
del modo capitalista de producción y de su portadora, la burguesía, consistió
precisamente en concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de
producción, transformándolos en las potentes palancas de la producción de los
tiempos actuales. Este proceso, que viene desarrollando la burguesía desde el siglo
XV y que pasa históricamente por las tres etapas de la cooperación simple, la
manufactura y la gran industria, aparece minuciosamente expuesto par Marx en la
sección cuarta de "El Capital". Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado
en dicha obra, no podía convertir esos primitivos medios de producción en poderosas
fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de producción en medios
sociales, sólo manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar manual,
el martillo del herrero fueron sustituidos por la máquina de hilar, por el telar
mecánico, por el martillo movido a vapor; el taller individual cedió el puesto a la
fábrica, que impone la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los medios
de producción, se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de
actos individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos
individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de metal que ahora
salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un gran número de obreros,
por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su elaboración. Ya nadie podía
decir: esto lo he hecho yo, este producto es mío.
Pero allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del
trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan alguno, la
producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo intercambio,
compra y venta, permite a los distintos productores individuales satisfacer sus
diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad Media. El campesino,
por ejemplo, vendía al artesano los productos de la tierra, comprándole a cambio los
artículos elaborados en su taller. En esta sociedad de productores individuales, de
productores de mercancías, vino a introducirse más tarde el nuevo modo de
producción. En medio de aquella división espontánea del trabajo sin plan ni sistema,
que imperaba en el seno de toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó
la división planificada del trabajo dentro de cada fábrica: al lado de la producción
individual, surgió la producción social. Los productos de ambas se vendían en el
mismo mercado, y por lo tanto, a precios aproximadamente iguales. Pero la
organización planificada podía más que la división espontánea del trabajo; las
fábricas en que el trabajo estaba organizado socialmente elaboraban productos más
baratos que los pequeños productores individuales. La producción individual fue
sucumbiendo poco a poco en todos los campos, y la producción social revolucionó
todo el antiguo modo de producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo
pasaba desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la
única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías.
Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de
mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria artesana y el
trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de producción de
mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de apropiación de la
producción de mercancías.
En la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media,
no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos del trabajo. El
productor individual los creaba, por lo común, con materias primas de su propiedad,
producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios de trabajo y
elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No necesitaba, por tanto,
apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de producirlos. La propiedad de
los productos basábase, pues, en el trabajo personal. Y aún en aquellos casos en que
se empleaba la ayuda ajena, ésta era, por lo común, cosa accesoria y recibía
frecuentemente, además del salario, otra compensación: el aprendiz y el oficial de los
gremios no trabajaban tanto por el salario y la comida como para aprender y llegar a
ser algún día maestros. Pero sobreviene la concentración de los medios de producción
en grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción
realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales
eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de producción
y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los medios de trabajo se
había apropiado de los productos, porque eran, generalmente, productos suyos y la
ayuda ajena constituía una excepción, ahora el propietario de los medios de trabajo
seguía apropiándose el producto, aunque éste ya no era un producto suyo, sino fruto
exclusivo del trabajo ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente,
no pasaban a ser propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los
medios de producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista. Los
medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en factores
sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación que
presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada cual es
dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El modo de
producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que destruye el
supuesto sobre que descansa65. En esta contradicción, que imprime al nuevo modo de
producción su carácter capitalista, se encierra, en germen, todo el conflicto de los
tiempos actuales. Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e impera en
todos los campos fundamentales de la producción y en todos los países
económicamente importantes, desplazando a la producción individual, salvo vestigios
65 No necesitamos explicar que, aun cuando la forma de apropiación permanezca invariable, el carácter de la
apropiación sufre una revolución por el proceso que describimos, en no menor grado que la producción misma. La
apropiación de un producto propio y la apropiación de un producto ajeno son, evidentemente, dos formas muy
distintas de apropiación. Y advertimos de pasada, que el trabajo asalariado, que contiene ya el germen de todo el
modo capitalista de producción, es muy antiguo; coexistió durante siglos enteros, en casos aislados y dispersos, con
la esclavitud. Sin embargo, este germen sólo pudo desarrollarse hasta formar el modo capitalista de producción
cuando se dieron las premisas históricas adecuadas.
insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la incompatibilidad entre la
producción social y la apropiación capitalista.
Los primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del
trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar, como
punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un jornal, tenía
sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía vivir. Las
ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se convirtiesen mañana en
maestros. Pero, tan pronto como los medios de producción adquirieron un carácter
social y se concentraron en manos de los capitalistas, las cosas cambiaron. Los
medios de producción y los productos del pequeño productor individual fueron
depreciándose cada vez más, hasta que a este pequeño productor no le quedó otro
recurso que colocarse a ganar un jornal pagado por el capitalista. El trabajo
asalariado, que antes era excepción y ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma
fundamental de toda la producción, y la que antes era ocupación accesoria se
convierte ahora en ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se
convirtió en asalariado para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos
asalariados de por vida se ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo
del orden feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la
expulsión de los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio
entre los medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado,
y de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de trabajo. La
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta
como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una
sociedad de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo
social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción de
mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el mando
sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta, con los
medios de producción de que acierta a disponer, y para las necesidades de su
intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma clase que los
suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto
individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera,
en general, si podrá venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la
producción de mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes
características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren paso a
pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en la
única forma de ligazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los
productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En
un principio, por tanto, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga
experiencia las vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y
aún en contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de
producción. El producto impera sobre el productor.
En la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la producción
estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo las necesidades
del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en el campo, subsistían
relaciones personales de vasallaje, contribuía también a satisfacer las necesidades del
señor feudal. No se producía, pues, intercambio alguno, ni los productos revestían,
por lo tanto, el carácter de mercancías. La familia del labrador producía casi todos los
objetos que necesitaba: aperos, ropas y víveres. Sólo empezó a producir mercancías
cuando consiguió crear un remanente de productos, después de cubrir sus necesidades
propias y los tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente,
lanzado al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía.
Los artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya
desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor parte de los
productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus pequeños
campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además les
suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana, etc. La
producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en sus comienzos.
Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de producción
estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local; en el interior, la asociación
local: la marca en el campo, los gremios en las ciudades.
Pero al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo
capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta aquí
apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera franca y
potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las antiguas fronteras
locales se vienen a tierra, los productores se convierten más y más en productores de
mercancías independientes y aislados. La anarquía de la producción social sale a la
luz y se agudiza cada vez más. Pero el instrumento principal con el que el modo
capitalista de producción fomenta esta anarquía en la producción social es
precisamente lo inverso de la anarquía: la creciente organización de la producción
con carácter social, dentro de cada establecimiento de producción. Con este resorte,
pone fin a la vieja estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial,
no tolera a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria
artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un campo de
batalla. Los grandes descubrimientos geográficos y las empresas de colonización que
les siguen, multiplican los mercados y aceleran el proceso de transformación del
taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los
productores locales aislados; las contiendas locales van cobrando volumen nacional,
y surgen las guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que, por fin, la
gran industria y la implantación del mercado mundial dan carácter universal a la
lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los
capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la posesión de las
condiciones —naturales o artificialmente creadas— de la producción, decide la lucha
por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin piedad. Es la lucha darvinista por la
existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a la
sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el punto
culminante del desarrollo humano. La contradicción entre la producción social y la
apropiación capitalista se manifiesta ahora como antagonismo entre la organización
de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de
toda la sociedad.
El modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación
de la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin
apelación aquel <<círculo vicioso>> que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo que
Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va reduciéndose
gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral y tiene que llegar
necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas, chocando con el centro.
Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte a la
inmensa mayoría de los hombres, cada vez más marcadamente, en proletarios, y estas
masas proletarias serán, a su vez, las que, por último, pondrán fin a la anarquía de la
producción. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que
convierte la capacidad infinita de perfeccionamiento de las máquinas de la gran
industria en un precepto imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar
continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria
equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación y
el aumento cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de
millones de obreros manuales por un número reducido de obreros mecánicos, su
perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de obreros
de las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de obreros
disponibles que sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital, de un
verdadero ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en 184566, de
un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a
todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos
períodos, se ve lanzado a la calle, constituyendo en todo momento un grillete atado a
los pies de la clase trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y un
regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las
necesidades del capitalismo. Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se ha
convertido en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera, en un medio de
trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos del obrero,
ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su
esclavización67. De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo,
desde el primer momento, el más despiadado despilfarro de la fuerza de trabajo y un
despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo68. Y la
maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de
trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir la vida entera del obrero y
de su familia en una gran jornada de trabajo disponible para la valorización del
capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la condición determinante de la
carencia de trabajo de otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero,
66 "La situación de la clase obrera en Inglaterra", pág. 109. (N. de la Edit.)
67 Véase C. Marx, "El Capital", tomo I. (N. de la Edit.)
68 Ibídem.
en carrera desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia
casa el consumo de las masas a un mínimo de hambre y mina con ello su propio
mercado interior. <<La ley que mantiene constantemente el exceso relativo de
población o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de
la acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las
cuñas con que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación
del capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumulación de la
riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase que
produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria, de
tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de
degradación moral>>. (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Y esperar del modo
capitalista de producción otra distribución de los productos sería como esperar que
los dos electrodos de una batería, mientras estén conectados con ésta, no
descompongan el agua ni liberen oxígeno en el polo positivo e hidrógeno en el
negativo.
Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna,
llevada a su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción
dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas
industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer
siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el precepto en
que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su órbita de
producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la de los
gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como una necesidad
cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra
a su paso. Estos obstáculos son los que le oponen el consumo, la salida, los mercados
de que necesitan los productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e
intensiva de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy distintas y
que actúan de un modo mucho menos enérgico. La expansión de los mercados no
puede desarrollarse al mismo ritmo que la de la producción. La colisión se hace
inevitable, y como no puede dar ninguna solución mientras no haga saltar el propio
modo de producción capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción
capitalista engendra un nuevo <<círculo vicioso>>.
En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez
años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el
intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o menos
bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están
sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes
abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el crédito
desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida
precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las liquidaciones se
suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y
los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de
mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción
y el cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el
paso de andadura se convierte en trote, el trote industrial, en galope y, por último, en
carrera desenfrenada, en un steeple-chase69 de la industria, el comercio, el crédito y la
especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la
fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma
historia desde el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta
vez. Y el carácter de estas crisis es tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba
todas cuando describía la primera, diciendo que era una crise pléthorique, una crisis
nacida de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción
social y la apropiación capitalista. La circulación de mercancías queda, por el
momento, paralizada. El medio de circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo
para la circulación; todas las leyes de la producción y circulación de mercancías se
vuelven del revés. El conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de
producción se rebela contra el modo de cambio.
El hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se
haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con la
anarquía —coexistente con ella y por encima de ella— de la producción en la
sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas, por la
concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a costa de la ruina
de muchos grandes y, sobre todo, pequeños capitalistas. Todo el mecanismo del modo
capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas productivas que él mismo ha
engendrado. Ya no acierta a transformar en capital esta masa de medios de
producción, que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer
también inactivo el ejército industrial de reserva. Medios de producción, medios de
vida, obreros disponibles: todos los elementos de la producción y de la riqueza
general existen con exceso. Pero <<la superabundancia se convierte en fuente de
miseria y de penuria>> (Fourier), ya que es ella, precisamente, la que impide la
transformación de los medios de producción y de vida en capital, pues en la sociedad
capitalista, los medios de producción no pueden ponerse en movimiento más que
convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza humana
de trabajo. Esta imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de
vida se alza como un espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que
impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la producción; es
la que no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros trabajar y
vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia
incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas
productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se elimine la contradicción,
a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca de hecho su
carácter de fuerzas productivas sociales.
Es esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su
69 Carrera de obstáculos. (N. de la Edit.)
calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca su
carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas cada vez más
abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello es posible
dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta presión industrial,
con su desmedida expansión del crédito, que el crac mismo, con el desmoronamiento
de grandes empresas capitalistas, impulsan esa forma de socialización de grandes
masas de medios de producción con que nos encontramos en las diversas categorías
de sociedades anónimas. Algunos de estos medios de producción y de comunicación
son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles,
toda otra forma de explotación capitalista. Al llegar a una determinada fase de
desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de
una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a
regular la producción; determinan la cantidad total que ha de producirse, se la
reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano.
Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los
negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama
industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior
cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió ya en 1890
con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse todas
las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad con
dirección única y un capital de 120 millones de marcos.
En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan
de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de la
futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está que, por el momento, en
provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación se hace tan patente,
que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo toleraría una producción
dirigida por los trusts, una explotación tan descarada de la colectividad por una
pequeña cuadrilla de cortadores de cupones.
De un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad
capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la
producción70. La necesidad a que responde esta transformación de ciertas empresas en
70 Y digo que tiene que hacerse cargo, pues, la nacionalización sólo representará un progreso económico, un paso de
avance hacia la conquista por la sociedad de todas las fuerzas productivas, aunque esta medida sea llevada a cabo
por el Estado actual, cuando los medios de producción o de transporte se desborden ya realmente de los cauces
directivos de una sociedad anónima, cuando, por tanto, la medida de la nacionalización sea ya económicamente
inevitable. Pero recientemente, desde que Bismarck emprendió el camino de la nacionalización, ha surgido una
especie de falso socialismo, que degenera alguna que otra vez en un tipo especial de socialismo, sumiso y servil, que
en todo acto de nacionalización, hasta en los dictados por Bismarck, ve una medida socialista. Si la nacionalización
de la industria del tabaco fuese socialismo, habría que incluir entre los fundadores del socialismo a Napoleón y a
Metternich. Cuando el Estado belga, por razones políticas y financieras perfectamente vulgares, decidió construir
por su cuenta las principales líneas férreas del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna necesidad económica le
impulsase a ello, nacionalizó las líneas más importantes de la red ferroviaria de Prusia, pura y simplemente para así
poder manejarlas y aprovecharlas mejor en caso de guerra, para convertir al personal de ferrocarriles en ganado
electoral sumiso al gobierno y, sobre todo, para procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la fiscalización
del Parlamento, todas estas medidas no tenían, ni directa ni indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada
de socialistas. De otro modo, habría que clasificar también entre las instituciones socialistas a la Real Compañía de
Comercio Marítimo, la Real Manufactura de Porcelanas, y hasta los sastres de compañía del ejército, sin olvidar la
propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de transportes
y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los ferrocarriles.
A la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo
las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de
producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del Estado
demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de estas
funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista corren todas a cargo de
empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a cobrar sus rentas,
cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los capitalistas de toda clase se
arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes el modo capitalista de producción
desplazaba a los obreros, ahora desplaza también a los capitalistas, arrinconándolos,
igual que a los obreros, entre la población sobrante; aunque por ahora todavía no en
el ejército industrial de reserva.
Pero las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en
propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado. Por
lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es palpablemente claro. Por
su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una organización creada por la
sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores generales del modo
capitalista de producción contra los atentados, tanto de los obreros como de los
capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una
máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista
colectivo ideal. Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se
convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos explotará.
Los obreros siguen siendo obreros asalariados, proletarios. La relación capitalista,
lejos de abolirse con estas medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Mas, al
llegar a la cúspide, se derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas
productivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio formal,
el resorte para llegar a la solución.
Esta solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social
de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo de
producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios de
producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente y sin
rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra dirección
que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios de producción y de los
productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores, rompiendo
periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que sólo puede
imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso ciego de las
leyes naturales, será puesto en vigor con plena conciencia por los productores y se
convertirá, de causa constante de perturbaciones y de cataclismos periódicos, en la
palanca más poderosa de la producción misma.
nacionalización de los prostíbulos propuesta muy en serio, allá por el año treinta y tantos, bajo Federico Guillermo
III, por un hombre muy listo.
Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos
con ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo ciego,
violento, destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha sabido
comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el
supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de ellas
los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las gigantescas
fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos obstinadamente a
comprender su naturaleza y su carácter —y a esta comprensión se oponen el modo
capitalista de producción y sus defensores—, estas fuerzas actuarán a pesar de
nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos puesto bien de relieve. En
cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza, esas fuerzas, puestas en manos
de los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas
servidoras. Es la misma diferencia que hay entre el poder destructor de la electricidad
en los rayos de la tormenta y la electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco
voltaico; la diferencia que hay entre el incendio y el fuego puesto al servicio del
hombre. El día en que las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al
régimen congruente con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la
producción dejará el puesto a una reglamentación colectiva y organizada de la
producción acorde con las necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el
régimen capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo
crea y luego a quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del
producto que el carácter de los modernos medios de producción está reclamando: de
una parte, apropiación directamente social, como medio para mantener y ampliar la
producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio de vida y
de disfrute.
El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la
inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no quiere
perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más la conversión
en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de producción, señala ya
por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de producirse. El proletariado
toma en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de
producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo
como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con
ello mismo, el Estado como tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente
entre antagonismos de clase, ha necesitado del Estado, o sea, de una organización de
la correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de
producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la clase
explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o el vasallaje
y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El Estado
era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible;
pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época representaba a toda la
sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad
Media el de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el
Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por
sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que
mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto
con la lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la
producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que
reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el Estado. El
primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda
la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la
sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la
autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras
otro de la vida social y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es
sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de
producción. El Estado no es <<abolido>>; se extingue. Partiendo de esto es como hay
que juzgar el valor de esa frase del <<Estado popular libre>> en lo que toca a su
justificación provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta
de fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada la
reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de la noche a
la mañana.
Desde que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción
capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado más o
menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos los medios de
producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese realizable, para que se
convirtiese en una necesidad histórica, era menester que antes se diesen las
condiciones efectivas para su realización. Para que este progreso, como todos los
progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la existencia
de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la igualdad, etc.; no
basta con la mera voluntad de abolir estas clases, sino que son necesarias
determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la sociedad en una
clase explotadora y otra explotada, una clase dominante y otra oprimida, era una
consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción. Mientras
el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo estrictamente indispensable para cubrir
las necesidades más elementales de todos; mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe
todo el tiempo o casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de los miembros de la
sociedad, ésta se divide, necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría
constreñida a no hacer más que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida
del trabajo directamente productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la
sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las ciencias,
las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de base a la
división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de la sociedad
en clases se lleve a cabo por la violencia y el despojo, la astucia y el engaño; ni quiere
decir que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga de consolidar su
poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel social de dirección en
una mayor explotación de las masas.
Vemos, pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de
ser, pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas
condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y será
barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas. En
efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de desarrollo
tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase dominante concreta, sino de una
clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de las mismas diferencias de
clase, representa un anacronismo. Presupone, por consiguiente, un grado culminante
en el desarrollo de la producción, en el que la apropiación de los medios de
producción y de los productos y, por tanto, del poder político, del monopolio de la
cultura y de la dirección espiritual por una determinada clase de la sociedad, no sólo
se hayan hecho superfluos, sino que además constituyan económica, política e
intelectualmente una barrera levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se
ha llegado. Hoy, la bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un
secreto ni para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite
periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se
asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, a
los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la absurda contradicción
de que sus productores no tengan qué consumir, por falta precisamente de
consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras
con que los sujeta el modo capitalista de producción. Esta liberación de los medios de
producción es lo único que puede permitir el desarrollo ininterrumpido y cada vez
más rápido de las fuerzas productivas, y con ello, el crecimiento prácticamente
ilimitado de la producción. Mas no es esto solo. La apropiación social de los medios
de producción no sólo arrolla los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la
producción, sino que acaba también con el derroche y la asolación de fuerzas
productivas y de productos, que es una de las consecuencias inevitables de la
producción actual y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar
con el necio derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes
políticos, pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios de
producción y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un modo
efectivo, la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio
de un sistema de producción social, una existencia que, además de satisfacer
plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades materiales, les garantiza el
libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales.71
71 Unas cuantas cifras darán al lector una noción aproximada de la enorme fuerza expansiva que, aun bajo la opresión
capitalista, desarrollan los modernos medios de producción. Según los cálculos de Giffen, la riqueza global de la
Gran Bretaña e Irlanda ascendía, en números redondos, a
1814... 2.200 mill. de lib. est. = 44.000 mill. de marcos
1865... 6.100 >> >> >> = 122.000 mill. de marcos
1875... 8.500 >> >> >> = 170.000 mill. de marcos
Para dar una idea de lo que representa el despilfarro de medios de producción y de productos malogrados durante las
crisis, diré que en el segundo Congreso de los industriales alemanes, celebrado en Berlín el 21 de febrero de 1878,
se calculó en 455 millones de marcos las pérdidas globales que supuso el último crac, solamente para la industria
siderúrgica alemana.
Al posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de
mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La anarquía
reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una organización
armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y con
ello, en cierto sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se sobrepone
a las condiciones animales de existencia, para someterse a condiciones de vida
verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta
ahora le dominaban, se colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su
control, y el hombre, al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones
sociales, se convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza.
Las leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al hombre
como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su imperio, son
aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su
poderío. La propia existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como
algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los
poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se
colocan bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a
trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las
causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y
cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del
reino de la necesidad al reino de la libertad.
Resumamos brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.- Sociedad medieval: Pequeña producción individual. Medios de producción
adaptados al uso individual, y, por tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia
mínima. Producción para el consumo inmediato, ya del propio productor, ya de su
señor feudal. Sólo en los casos en que queda un remanente de productos, después de
cubrir ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la
producción de mercancías está aún en sus albores, pero encierra ya, en germen, la
anarquía de la producción social.
II.- Revolución capitalista: Transformación de la industria, iniciada por medio de
la cooperación simple y de la manufactura. Concentración de los medios de
producción, hasta entonces dispersos, en grandes talleres, con lo que se convierten de
medios de producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis
que no afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas de
apropiación. Aparece el capitalista: en su calidad de propietario de los medios de
producción, se apropia también de los productos y los convierte en mercancías. La
producción se transforma en un acto social; el cambio y, con él, la apropiación siguen
siendo actos individuales: el producto social es apropiado por el capitalista
individual. Contradicción fundamental, de la que se derivan todas las contradicciones
en que se mueve la sociedad actual y que pone de manifiesto claramente la gran
industria.
A. El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado
a ser asalariado de por vida. Antítesis de burguesía y proletariado.
B. Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción
de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción entre la organización social
dentro de cada fábrica y la anarquía social en la producción total.
C. De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte
en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez
mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra parte, extensión ilimitada de
la producción, que la competencia impone también como norma coactiva a todos los
fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito de las fuerzas productivas,
exceso de la oferta sobre la demanda, superproducción, abarrotamiento de los
mercados, crisis cada diez años, círculo vicioso: superabundancia, aquí de medios de
producción y de productos, y allá de obreros sin trabajo y sin medios de vida. Pero
estas dos palancas de la producción y del bienestar social no pueden combinarse
porque la forma capitalista de la producción impide a las fuerzas productivas actuar y
a los productos circular, a no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo
que precisamente les veda su propia superabundancia. La contradicción se exalta
hasta convertirse en contrasentido: el modo de producción se rebela contra la forma
de cambio. La burguesía se muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas
sociales productivas.
D. Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas, arrancado
a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos de producción y de
transporte, primero por sociedades anónimas, luego por trusts, y más tarde por el
Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas sus funciones sociales
son ejecutadas ahora por empleados a sueldo.
III.- Revolución proletaria, solución de las contradicciones: el proletariado toma
el poder político, y, por medio de él, convierte en propiedad pública los medios
sociales de producción, que se le escapan de las manos a la burguesía. Con este acto,
redime los medios de producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da
a su carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya posible una
producción social con arreglo a un plan trazado de antemano. El desarrollo de la
producción convierte en un anacronismo la subsistencia de diversas clases sociales. A
medida que desaparece la anarquía de la producción social languidece también la
autoridad política del Estado. Los hombres, dueños por fin de su propia existencia
social, se convierten en dueños de la naturaleza, en dueños de sí mismos, en hombres
libres.
La realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del
proletariado moderno. Y el socialismo científico, expresión teórica del movimiento
proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y, con ello, la
naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase llamada a hacer
esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la
naturaleza de su propia acción.
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