El tren blindado - Partido Comunista de Arriate.

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EL TRE BLIDADO 14/69
Vsiévolod V. Ivánov
EL TRE BLIDADO 14/69
CAPÍTULO I. ¡A TODA PRISA!
AMANECÍA entre brumas. Terminada la fiesta,
los invitados se despedían en el porche. Varia, la
novia del capitán Nezelásov, tardaba en salir,
entretenida en los aposentos interiores con Vérochka,
la hija del coronel Katin: comandante de la fortaleza.
Nezelásov, en el umbral, sostenía entre las manos un
chal de seda, humedecido por la niebla.
Ríen los oficiales. Un centinela hace su ronda y
viene lentamente, desde la muralla del fuerte, oculta
entre la neblina, hacia la coquetona casita. A unos
treinta pasos de ella, da media vuelta y se oculta de
nuevo entre la vaporosa oscuridad. En el interior de
su domicilio, el coronel Katin, amigo del "aire puro",
abre las ventanas. Tras de bajar lentamente la tapa
del piano de cola, se aproxima al capitán Nezelásov y
dice, con su voz firme y sonora, tan del agrado de
todos:
-¿Satisfechos? ¿Se han divertido bailando? Me
gusta la gente joven. Hace usted mal en fumar tanto.
Vérochka se queja de dolores de cabeza. ¡Vérochka,
Vérochka! ¿No sales a despedir a los amigos?
Dentro se oyó una voz juvenil, muy parecida a la
del coronel:
-No, papá. Me siento un poco indispuesta.
La que salió fue Varia, quien, cogiendo el chal
que le ofrecía su novio, indicó mientras arqueaba
significativamente las cejas:
-Vérochka está mal, Sasha. Tiene escalofríos. -Y
añadió muy quedo-: ¿No será el tifus?
Después de acompañar a sus huéspedes hasta las
murallas, el coronel Katin volvió junto a Nezelásov y
le preguntó con la sonoridad y el aplomo habituales
en él:
-Se dice, capitán, que sale usted para la taigá. ¿Va
a pacificar a los mujiks?
-El tren blindado es más necesario aquí respondió secamente Nezelásov-. Sí, mi coronel; aquí
será más útil.
-¡Qué dice, capitán! Era una broma... Yo no
mando en su tren... Hoy le encuentro un poco
suspicaz...
¡Ay, sobrados motivos de suspicacia tenían el
capitán, el coronel y todos los demás! Una densa
niebla azulina envolvía a los oficiales, que
bromeaban comentando lo fácil que sería, en medio
de tanta bruma, raptar a cualquier dama. Nezelásov
creyó oír un ruido sospechoso allá en el fondo de la
pegadiza neblina, quizás en la muralla del fuerte o en
sus cercanías. Apoyando la mano en la muñeca del
coronel Katin, inquirió:
-¿Ha oído?
-Yo no. ¿Y usted?
-Habrá sido una figuración -respondió el capitán
sonriendo y remedando ligeramente la voz del
comandante de la fortaleza.
-Cosas de la niebla -bostezó éste-. Bueno, ya
estarnas en el portalón. ¡Eh, centinela! ¡Abra paso!
Espero que no necesitarán de mí para encontrar su
camino. Descansaré cosa de una horita, y luego haré
mi inspección. Tengan en cuenta que guardo buenos
pájaros en la prisión del fuerte: Peklevánov y sus
compinches.
Fuera del recinto, la niebla era más tupida todavía.
Los oficiales se cogieron del brazo; arreciaron las
risas, y Varia, muy alegre, dijo a Nezelásov:
-¡Ay, Sasha! ¡Qué entusiasmo había hoy en la
plaza!
-Ayer -puntualizó el teniente Von Kün entre risas.
-Eso es, eso es, ayer -rectificó Varia-. ¡Qué
entusiasmo! Cuando desfilaron las tropas aliadas y
después pasaron las nuestras, la milicia de la Cruz
Roja, toda la ciudad se puso a recaudar fondos.
¡Vencer a los bolcheviques o morir! El general
Sajárov, comandante jefe del Ejército, ofrendó sus
últimos cubiertos y su vajilla de plata antes de salir
camino de la taigá para combatir a los guerrilleros.
-Y el obispo Makari -añadió, presuroso, el cadete
Seriozha- ha donado una cruz cuajada de perlas
preciosas.
-Yo tampoco pude reprimir mi entusiasmo y
ofrecí mi último anillo de brillantes.
-No sería el último o tendrías dos -objetó
Nezelásov con una mezcla de ironía y tristeza-;
porque llevas otro puesto...
-Bueno, lo ofrecí, pero todavía no lo he
entregado... ¡Ah, caballeros, felicitad a mi hermano
Seriozha! Ha ingresado en la milicia de la Cruz Roja.
¿Te imaginas, Sasha, cuando el obispo Makari, que
ha recabado para sí el mando de la milicia, calce las
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botas altas y monte a caballo?
Nezelásov contestó frío:
-Un espectáculo imponente.
Seriozha, rasgueando las cuerdas de la guitarra, se
puso a cantar, y le secundaron las damas.
En esto los alcanzó el ayudante del jefe de la
fortaleza, un viejo oficial apellidado Fomín, que,
jadeante, volaba a caballo, rumbo a la ciudad:
-¡Silencio, señores! ¡Ha ocurrido una desgracia!
-¿Se ha terminado la guerra civil? -soltó Von Kün
una carcajada.
-¡Peklevánov ha huido de la prisión! ¡Y todos los
cables están cortados!
-Bien decía yo que se oían unos ruidos extraños
junto a la muralla del fuerte -recordó Nezelásov-.
Peklevánov ha descendido al mar. ¡Fomín!
-¿Por la muralla? ¡Imposible! Tenemos noticia
cierta de que salió disfrazado por el portalón y de allí
se largó para la ciudad.
Y, sin pensarlo más, corrió en la misma dirección.
Nezelásov le acompañó un momento con una
mirada despreciativa y masculló:
-¿Con jefes como éstos vas a hacer la guerra?
Los oficiales, sin cesar en sus risas ni en sus
chanzas, caminaban lentamente hacia la ciudad, a lo
largo de la línea del ferrocarril.
Tres cadetes llevaban detenido a un marinero.
-¡Idiotas! -pensó Nezelásov-. De fijo que le han
confundido con Peklevánov."
Von Kün se encaró con los cadetes:
-Un momento, caballeros: éste es el marinero
Semiónov, de la dotación de mi lancha. ¿Qué haces
tú por aquí, Semiónov?
-Pues, mi teniente... un asunto de faldas. Y los
señores cadetes han debido de figurarse...
-Es Peklevánov, mi teniente; Peklevánov
disfrazado... -explicó el mayor de los cadetes.
Von Kün soltó el trapo a reír:
-¿Éste? ¿Semiónov?
El capitán, acompañándose a la guitarra, entonó
una cancioncilla que le gustaba hasta enternecerle.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, acaso por la
emoción de la copla o porque Varia le estaba dando
unos terribles celos con Von Kün, quien, de cuando
en cuando, lanzaba al capitán una mirada de sus
grandes ojos saltones y pensaba: "Parece que
Nezelásov está que trina."
Con los rojos acabemos
sin misericordia,
y a nuestra Rusia daremos
dicha y concordia.
-Tengo entendido, Nezelásov, que va usted a salir
a toda prisa para la taigá con el tren blindado.
-Tonterías. Tengo que atrapar a ese Peklevánov.
Si no soy yo, no habrá quien le eche el guante, lo
aseguro.
-¿Y por qué ha de ser precisamente usted?
-Pues porque ustedes se dedican a emborracharse,
mientras que yo he estudiado la ciudad y la conozco
como la palma de mi mano. ¿Quién aplastó la
insurrección? ¿Ustedes? ¡Yo!
Mientras tanto, dos sombras se deslizaban por la
muralla de la fortaleza, apenas visible. Desde allí, a
causa de la niebla, tampoco se distinguía el puerto, y
mucho menos las casas de la ciudad. Ni siquiera la
propia fortaleza, enclavada en una colina y
suspendida sobre el mar, se divisaba bien. Mas no
por ello resultaba más fácil arrastrarse.
-¡Al mar, al mar, Iliá Guerásimich! ¡A toda prisa!
-Creo que, por culpa mía, no nos retrasamos,
Znóbov.
Tintineó una cadena. Peklevánov musitó:
-No haga ruido.
-Ya le dije, Iliá Guerásimich, que me permitiera
limarla en seguida...
-En la prisión se hubiera oído. Pero aquí siga
limando.
El leve chirrido de la lima pareció estremecer la
niebla. El centinela, prosiguiendo su ronda entre la
muralla y la casa del comandante, sonrió, cansino, al
oír la vocinglera y desacorde canción de los oficiales,
alzó la cabeza y lanzó hacia la muralla una mirada,
aunque sin poner en ella una atención muy particular.
Cesó el ruido de la lima.
-Échele un poco de aceite; un poco de aceite,
Znóbov. Y no se precipite.
-Todo va bien. Según mis cálculos, ahora deben
los ferroviarios de tocar los silbatos de las
locomotoras. Aprovechándonos del estrépito que
armen, nos escurriremos tan tranquilos.
-Estupendo.
-¿Qué, Iliá Guerásimich?
-Todo, Znóbov, todo es estupendo. Lástima que
no se divise la ciudad. Allí tengo a mi prometida.
-¿Sabe lo de nuestra fuga?
-Si me quiere, el corazón se lo dirá.
Estallaron a distancia los estridentes silbidos de
una locomotora. Siguieron los de otra. Luego, los de
una tercera...
Por fin, la hendidura producida por la lima
traspasó la cadena. Peklevánov, quitándose el grillete
de los pies, preguntó en voz baja:
-¿Qué hago con esto, Znóbov?
-Tírelo al mar, y asunto concluido.
El grillete cayó al agua. Días después, al
encontrarlo cerca de la orilla junto con la lima,
adivinaron por qué camino se había escabullido
Peklevánov. Pero, de momento, el centinela,
distraído con el silbar de las locomotoras con la
neblina y con el chapoteo de las olas, continuaba
impertérrito su ronda, de la muralla a la casa del
coronel, sin sospechar ningún desaguisado.
Arrastráronse las dos sombras por la escarpada
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orilla. Znóbov lanzó un guijarro al agua. Apareció,
sigilosa, una barca. Znóbov ayudó a bajar a su
compañero, y la embarcación se esfumó entre la
neblina.
La víspera de la fuga, Nikita Egórich Vershinin
salió de su aldea para la ciudad. Por supuesto, nada
sabía de la operación que se preparaba. Sólo había
visto una vez a Peklevánov en un mitin celebrado
antes de la ocupación de la ciudad por las tropas
blancas, y nunca hubiera imaginado que sus caminos
habían de cruzarse.
Pero se cruzaron.
Su carreta pasó ante la alta iglesia de ladrillo, que
se erguía sobre una pendiente del camino, desde la
que se divisaban los rastrojos, grisáceos ya por el
otoño, los montes vecinos, la taigá, el ancho y oscuro
río, de mansa corriente, y el nebuloso mar.
-Estos campos están pidiendo el arado, la grada y
la semilla -murmuró Vershinin.
- Pues ponte a arar -le contestó Nastásiushka.
-¿Para quién?
La grada, con sus dientes corvos, ocupaba la
mayor parte del carromato. Nastásiushka, esposa de
Vershinin, la sostenía para evitar que se cayera. Los
hijos del matrimonio, en lloriqueante porfía, corrían
tras la carreta. Nastásiushka los amenazó señalando a
su marido, que volvió la cabeza y les sonrió.
En dirección contraria, procedentes del río, venían
varios pescadores con sus redes y su botín. Uno de
ellos, Kolsha, inquirió:
-¿A la herrería, Nikita Egórich?
-A la herrería y a la ciudad -explicó Nastásiushka
con voz trémula-. Fíjate cómo lloran los chiquillos,
Kolsha.
-No tiene importancia. Dentro de un par de días,
ya estáis de vuelta.
-Pero ¿y la guerra, Maxímich? Cuentan que en la
ciudad están los mericanos, los aponeses y los
franchutes...
-¿La guerra? ¿Aquí? -sonrió sarcástico Vershinin. ¿A quién se le va a ocurrir meterse en estas selvas
perdidas de la taigá?
-Todo lo perdidas que quieras, Nikita Egórich objetó Sumkin, un pescador chaparrote-; pero en los
cinco días que hemos estado de faena, fuera de la
aldea, nos han dicho que nuestra gente ha armado un
motín. ¿Qué hay de cierto?
-¿Qué motín ni qué niño muerto? Estaba
celebrándose la fiesta del santo. Los guardias
comenzaron a meterse con las mozas, y después se
les ocurrió exigir a los aldeanos aguardiente casero.
Y, claro, les dieron para el pelo. -Vershinin se puso
derecho el gorro y gritó, severo, a los niños: "¡Andad
para casa!", pero luego, incapaz de mantener su
rigurosa actitud, se apeó de un salto y los llenó de
besos.
Y otra vez la aldea, los huertos, las casuchas, la
tienda. En la escalerilla de la entrada, el tendero
Obab, entre bostezo y bostezo, mira al cielo; al ver a
Vershinin, le saluda con una inclinación de cabeza.
El viejo Obab es hombre fino.
La carreta se detiene ante la herrería. Un abedul
amarillento inclina sus ramas. Vershinin, con diestro
balanceo, hace que la grada caiga a la sombra del
árbol.
-¿Nos preparamos para la primavera, Nikita
Egórich? -inquirió el herrero.
-Quien no se prepara en otoño, se retrasa en
primavera.
Vershinin, acompañado de su mujer, pasó de
largo por la herrería y se detuvo en la linde de una
campa. Después de contemplarla pensativo, agachóse
y recogió un puñado de tierra.
-Es magnífica -comentó la esposa mientras
desmoronaba un terrón.
-Magnífico sí lo es, pero veremos si nos permiten
labrarla. Aún no hemos terminado de distribuirla y ya
tenemos que agradar a los nuevos amos.
Nastásiushka, por toda respuesta, exhaló un
suspiro. El tono de Nikita Egórich denotaba la
turbación de su alma.
Ya sin el peso de la grada, la carreta abandonó la
herrería y echó acorrer entre los campos.
El camino entre la aldea y la ciudad era largo: al
llegar al río con la carreta había que cruzarlo en
balsa; venía luego la taigá de roja arcilla, con sus
frondosos pinares y sus alerces; a renglón seguido
debían viajar en barca, junto a las húmedas y azules
rocas de la costa, para atravesar posteriormente un
estrecho y, por último, penetrar en una ensenada
donde se hallaba el puerto. Con el otoño se espesaban
las nieblas sobre el mar, y era tan difícil remar como
respirar. ¿Para qué darse tanta prisa ni tomarse tales
molestias? ¿No les hubiera valido más encender la
estufa y tumbarse encima, con el calorcito?
¿Tumbarse? ¡Adelante, a toda prisa! La época era
azarosa; la pesca había sido abundante, y el pescado
estaba a buen precio. Magnífica ocasión para
comprarles unos trapos a los chiquillos y a los viejos.
En la guerra son de más utilidad las nuevas armas
que las propias trincheras. Aunque Vershinin sonríe,
pensando que las peripecias de la guerra respetarán la
taigá, en el fondo de su corazón no alienta la
seguridad de que ocurrirá así.
Los aldeanos son propensos al silencio y al
retraimiento. Vershinin lo sabe. "La marta cebellina
es el más callado y el más curioso de los animales;
por eso es el más bello", suele decir. De ahí que
solamente hable largo y tendido durante las
reuniones de la comunidad campesina; en casa o en
compañía de sus amigos prefiere salir del paso y
evadirse con breves parábolas o aforismos,
inventados por él en su inmensa mayoría.
A decir verdad, le cuesta mantenerse en silencio,
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dada su curiosidad. Tiene algunos libros, de Ciencias
Naturales en su mayoría. Los volcanes, las tormentas
y los terremotos le intrigan sobremanera. "¿Andas
buscando la fuerza de Dios?", le pregunta alguno de
los que saben leer al ver los volúmenes que Nikita
Egórich luce sobre el iconostasio. Vershinín
responde evasivo: "Dios no está mal; pero le estorban
los popes." Cuando va a la ciudad, no deja de asistir a
una función cinematográfica, mas no le interesan las
películas de argumento, sino los documentales
geográficos. "¡Qué hermosa es la tierra! -dice a su
mujer, contemplándola cariñosamente al salir del
cine-. ¡Y el hombre, qué malo! ¿Por qué?"
No es nada viejo: acaba de cumplir la treintena.
Pero su barbaza, su enorme estatura y el cuerpo un
tanto encorvado le hacen aparentar más edad. Él, que
lo sabe, se enfada: "Le tengo miedo a la vejez. Los
ancianos mienten mucho." Así se explica, de seguro,
que, pese a su enorme curiosidad, pregunte muy rara
vez a los viejos; a quienes recurre con más frecuencia
es a los peregrinos, a los caminantes y a los
vagabundos, entre los cuales tiene fama de
"dadivoso". Sin ser rico, tampoco es pobre. Se dedica
a la pesca y a la caza de animales de pieles valiosas.
De buena gana labraría la tierra, pero hasta mil
novecientos diecisiete carecía de ella, y después de la
revolución de febrero diríase que a cada momento
estaba a punto de atraparla, pero siempre se le iba de
entre las manos.
-¡No tengas tanta ansia de riqueza, Nikita, que
sólo trae quebraderos de cabeza! -replica a sus
discursos sobre la tierra algún ricachón por el estilo
del vejete Obab.
-Mi ansia esde tierra, no de riqueza -contesta
Vershinin-. Quiero purificarla, porque está maleada.
-¿Maleada? ¿Por quién?
-Por vosotros.
-Déjate de monsergas. Como tu suegro se arruinó,
tú quieres sacarlo del atolladero.
En efecto, el padre de Nastásiushka, rico en
tiempos, poseía una gran hacienda; pero, llevado de
la avaricia, tuvo la ocurrencia de meterse a
comerciante para, también en estas lides, batir al
viejo Obab. Casó a tres de sus hijas con ricachones
que le exigieron buenas dotes, de suerte que para la
pequeña, Nastasia, no quedó un ochavo. Los
pretendientes, al cerciorarse de su ruina, pusieron
tierra de por medio, y hubo que casar a Nastásiushka
con Nikita Vershinin, que venía ron dándola desde
hacía tiempo.
El nuevo yerno tardó poco en significarse. Ante el
altar observó una actitud de seria gravedad, mas
apenas terminó su misión el cura, el recién casado no
pudo reprimir una carcajada y atronó con su voz la
iglesia entera: "Está visto que los pobres, para ser
felices, lo que tenemos que hacer es arruinar a
ustedes, los ricos", dijo, señalando a su suegro. Con
todo y con eso, resultó ser el mejor de los yernos:
Vsiévolod V. Ivánov
cuando el padre de su mujer se arruinó por completo
y las calamidades de hicieron enformar, el único que
le socorrió, llevándole pan, y pescado y ropa, fue
Nikita. "No lo hago por usted -explicóse para
responder a la gratitud del suegro-, sino por su hija,
que tiene la majestad de un cedro."
Interpretadas en su sentido literal, estas palabras
no carecían de sentido: Nastasia era alta, de largas
pestañas, semejantes a las agujas de las coníferas.
Hábil y diligente en los quehaceres domésticos,
discutía muy rara vez con su marido, y a Nikita le
agradaba extraordinariamente hasta su voz, baja y un
tanto ronca. ¿Cómo no iba a gustarle? Había sido en
tiempos una cantarina perpetua, pero perdió la voz
mientras segaba; y no porque cogiera un aire, sino
porque cuando Nikita se le declaró, ella se puso a
cantar hasta quedar afónica.
-¡Gracias a Dios! ¡Qué a gusto estoy contigo! decía Vershinin a su esposa, contemplándola
dulcemente con sus ojos alargados y pardos-. Lo que
siento es tener poca tierra.
-Ya tendrás más.
.
-Es que voy envejeciendo. Hasta en la guerra
contra los alemanes estuve y, sin embargo, ¿qué vi?
Hospitales y vendajes.
Así fue. Llevaron soldados del Extremo Oriente;
de los vagones los condujeron, sin más ni más, a los
helados pantanos de Prusia oriental; al amanecer,
cuando amainó la borrasca, el ataque, una herida en
el pecho, un camastro en un hospital de campaña
junto a las posiciones, otro vagón, la ciudad de
Ornsk, un alto muro de ladrillos en torno a un
edificio de tres plantas y ventanas increíblemente
angostas; y allí, el reconocimiento médico y la
licencia absoluta. La herida se había cicatrizado; no
le impedía realizar ningún trabajo, ni siquiera
dedicarse a la cacería; y la cabeza parecía estar hasta
más despejada y alegre. AI referirse a su herida,
Vershinin decía con una sonrisa amarga: "Poco favor
me han hecho los médicos mandándome de vuelta al
pueblo", y pronunciaba estas enigmáticas palabras en
un tono tan significativo, que su interlocutor
palidecía. Ciento o doscientos años antes, aquel
hombre hubiera podido ser veterinario o hechicero.
Pero se mofaba de las hechicerías: "En la universidad
han descubierto tales cosas, que los brujos de antaño
no sirven ni para limpiar las zapatillas a los
científicos de ahora." Asistía a misa, no por devoción
ni por mojigatería, sino para no dar la nota
discordante. Si alguien sacaba a relucir en su
presencia el tema de la religión, siempre saltaba él:
-Recuerdo que cuando chico iba con mi padre a
los yacimientos de oro de Irkutsk. Allí veía
frecuentemente a los santones indígenas. ¡Aquello sí
que era fe! ¿En qué creían los santones? En que el
hombre podía convencer a Dios. "Así, pues,
poseyendo el don de la palabra, poco puede
importarte Dios." ¿Qué os parece? Ni que decir tiene
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El tren blindado 14/69
que nuestros popes acabaron con todos los santones
por predicar tales creencias y por tener al hombre en
tan gran estima.
A partir de mil novecientos diecisiete, las juntas
de la comunidad campesina comenzaron a celebrarse
a menudo. Llegaban agitadores, representantes de
diversos partidos; hubo elecciones a los Soviets
rurales y comarcales; eligiéronse luego diputados a la
Asamblea Constituyente; por último, se presentaron
los guardias blancos con sus ametralladoras, y todo
quedó como petrificado.
Poco antes de la llegada de los blancos, los
bolcheviques y Lenin concedieron la tierra a los
mujiks. Cuando, en la reunión de la comunidad rural,
se leyó el Decreto sobre la tierra y se hizo un
embarazoso silencio, Vershinin preguntó:
-¿De balde? ¿De balde nos dan la tierra?
-De balde -respondió el orador.
-Entonces, presidio a la vista.
-¿Cómo interpretar sus palabras, ciudadano? intrigóse el que había leído el Decreto.
-Quiero decir que ya se las arreglarán los ricachos
para meternos en la cárcel -respondió Vershinin-.
Procuraremos salir de la trampa, con la ayuda de
Dios. Cuando las espaldas pican, señal de tormenta.
Los guardias blancos, los agentes de los japoneses
y de los americanos y otros elementos de la misma
laya, que pretendían demostrar que todas las naciones
se habían concitado contra los bolcheviques,
invadieron la región con la rapidez de un alud, de
suerte que, aunque las espaldas picaban, no hubo
tiempo ni de blandir el puño, como dice la antigua
canción.
Cada cosa a su tiempo.
Seguía la barquichuela atravesando la ligera
niebla entre las Rocas Azules. Ya estaban cerca el
puerto y la ciudad. Vershinin bogaba con parsimonia.
Su pensamiento se detuvo en el herrero: juerguista y
jaranero hasta hacía poco, se había reducido a un
silencioso recogimiento; había atestado de iconos el
rincón delantero de su alcoba y, colocando ante ellos
una mariposa ardiendo, todas las tardes, al decir de la
gente, rezaba las vísperas. ¿Por qué? ¿Por miedo a
los guardias blancos?
-Fíjate Nikita -le dijo Nastásiushka-: ¿no es
Jmárenko el que viene por allí?
Jmárenko, carpintero y antiguo marino, vivía
junto a la posada donde solía parar Vershinin.
Arrastraba una vida muy precaria, y era de suponer
hasta que pasase hambre, a juzgar por su alborozo
cada vez que Vershinin le daba algo de pescado. No
se concebía que sufriese hambre una persona tan
instruida, al parecer: los libros que procuraba para
Vershinin eran de mucha enjundia y, según todos los
indicios, el antiguo marinero sabía infinitas cosas.
-¿De pesca?
-¿De pesca dices? En busca tuya vengo.
Jmárenko acostó su barca a la de Vershinin, le
pidió tabaco y cargó la pipa; pero, en vez de ponerse
a fumar, tiró al agua la cerilla, que ya había
encendido, y profirió enigmático:
-No debieras darte tanta prisa en ir a la ciudad,
Nikita Egórich.
-Es que se pudre el pescado.
-Preferible es que se pudra él a que te pudras tú.
-Yo no estoy metido en líos.
-Metido o no, registran a todo el mundo.
-¿Qué buscan?
-Buscan a Peklevánov.
-Yo daría también algo por encontrarle. Dicen que
es hombre de luces: que ha estado en el extranjero y
en las cárceles del zar, aunque parece que comenzó a
vivir allá por el año cinco.
-Viene a tener tu edad, Nikita Egórich.
-No son los años los que enseñan sino la lucha.
-Eso es muy cierto.
-Pues parece más cierto aún, Jmárenko, que los
blancos han metido a Peklevánov en la cárcel de la
fortaleza y que han puesto para guardarlo todo un
tren blindado.
-El tren blindado catorce-sesenta y nueve. Su jefe,
amigo, es un tal Nezelásov; un mocoso que desde
muy joven se ha acreditado de criminal.
-O sea, que le guardan bien...
-Le guardaban.
-¡Cómo! -exclamó Vershinin sin inmutarse.
-Como que se ha escapado.
-¿De la fortaleza? ¿Con un tren blindado
vigilándolo? ¡Caramba, qué valor! ¿Le habéis
escondido en alguna parte?
-¿Yo? A mí no me metas en eso.
-Déjate de cuentos, que te veo de parte a parte.
-Pues no, todavía no lo hemos enviado a ningún
sitio -confesó Jmárenko tras una pausa.
-Sería cosa de darse prisa.
-Desde luego; pero no podemos confiar
Peklevánov a cualquiera.
-¡Hombre, claro, a cualquiera no!
-A ti sí te lo confiaría el partido, Nikita Egórich,
¿serías capaz de esconderlo en la taigá?
Vershinin sonrió:
-¡Por vida del Señor, Jmárenko! ¿Qué se me ha
perdido a mí en vuestro pleito? Somos gente de alma
cristiana y mansa. Lo nuestro es el arado, la tierra,
una barca en el mar. Yo no veo otra cosa que los
campos. ¿Qué vela vamos a llevar en el entierro de
esa guerra?
Terció Nastásiushka:
-Nuestras almas cristianas y pacíficas están en
nuestro armario, señor Jmárenko, y no tenemos por
qué meternos a pelear.
Prosiguió su razonamiento Vershinin:
-Además, somos gente ignorante y analfabeta, con
una familia grande que mantener. Sin contar a los
viejos, tengo mujer, sobrinos y dos hijos: Mitka y
Sashka.
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-¡Y qué hijos! Tan diligentes y tan trabajadores...
-Desde luego, son buenos, cariñosos, alegres. No,
conmigo que no cuente nadie para meterme en
laberintos.
Y arqueó el cuerpo sobre los remos. La
barquichuela de Jmárenko no se rezagaba:
-Se dice que vuestros aldeanos se han
amotinado...
-¿Amotinado? ¡Qué fantasía! Lo que pasó es que
les dieron una zurra a dos guardias borrachos.
-Pues a mi hermano lo fusilaron anteayer los
blancos, Nikita Egórich.
-¿A Pavlusha?
-A Pavlusha, sí.
-Pero si no tendría ni diecisiete años... Buen mozo
era... Dios le tenga en su gloria...
-¡Nikita Egórich!
-Que no, Jmárenko, que no puedo. Compréndelo,
por el amor de Cristo. ¿Cómo vaya ocultar a un
militar si no estoy en guerra? Yo soy hombre de paz.
-Y tras un breve silencio, levantó los remos y añadió
maligno-: Otra cosa sería, por ejemplo, un peregrino
que pasara junto a mi cabaña de la taigá... Uno que,
digamos, se cruzase ahora con nosotros en una barca
y que estuviera oculto por aquí cerca, entre los
peñascales... De uno así me compadecería, le
ocultaría, le mantendría y le defendería; ya podían
ofrecerme millones, que no lo entregaría. ¿Me
entiendes?
-Entendido...
Y Jmárenko entonó a media voz: "Mucho tiempo
arrastré las pesadas cadenas", viró con su
embarcación y desapareció entre la niebla, tras las
rocas de la orilla.
Vershinin, acompañándole con la mirada,
pronunció pensativo:
-Tengo una mala corazonada, Nastasia.
-¿Y por qué vas a ocultar a Peklevánov?
-Lo que me inquieta no es el asunto de
Peklevánov, sino otra cosa... Creo que nos hemos
precipitado, pero las desgracias tienen las piernas
más largas que nosotros. Me temo que Jmárenko no
haya venido a nuestro encuentro tan sólo por lo de
Peklevánov. ¿No oyes la voz de Kolsha detrás de
esas peñas? ¡Nos ha adelantado!
-¿Kolsha, el pescador? ¿Qué puede traerle por
aquí?
-Lo único que sé es quenas ha adelantado -repitió
receloso Vershinin.
Entre las brumas percibíase ya netamente la voz
de Kolsha, el pescador:
-¡Nikita Egórich! ¡Nastáshiuska! ¿Estáis por aquí?
-¡Alguna desgracia! -exclamó ella levantándose
en la barca-.¡Aquí estamos!
Se les acercó otra barca con varios pescadores.
-En busca tuya venimos, Nikita Egórich -dijo
Kolsha en voz queda.
-Un caso triste, Nikita Egórich -murmuró Sumkin
Vsiévolod V. Ivánov
más quedo todavía.
-¿Triste? -inquirió Nastásiushka exhalando casi
un alarido.
-¿De qué se trata? -preguntó estremecido
Vershinin.
-Una desgracia, Nikita Egórich -respondió
Sumkin-.La aldea nos ha enviado por ti.
-Si es la aldea la que os manda, mal deben de
andar las cosas.
-Una expedición de castigo rodeó el pueblo. La
mandaba el hijito de nuestro tendero Obab, con grado
de alférez. Emplazaron unas ametralladoras. A poco
de marcharte tú empezaron a disparar, sin fijarse en
si mataban viejos o niños.
-¿Niños, dices?
-Niños, Nastasia Mítrevna.
-¿Niños? ¿Qué es esto, Dios de los cielos? ¿A
quién han matado? ¿A cuál de ellos? -inquirió
Vershinin.
-Cuando salíamos del pueblo, tu padre, Egór
Ivánovich, se quedó en la iglesia celebrando un
funeral por tus hijos. Por el alma de Mitia y por la de
Sáshenka.
-¿A Mitia y a Sáshenka han matado? ¿A los dos?
-A los dos.
-¡Madre mía! -lanzó Nastáshiuska un penetrante
grito mezclado con rezos incoherentes-. ¡Mítenka,
Sáshenka! ¡Hijos míos!...
Llegado que hubieron a la ciudad, los pescadores
se apresuraron a ir a la posada. No contentos con
haber avisado a Vershinin, deseaban visitar a
Jmárenko. El ex marino se alegró de verlos y se
contristó al oírlos. Le apenaba la desgracia de
Vershinin, pero estaba ya seguro de que habría en la
taigá un escondite para Peklevinov. Sin pérdida de
momento envió a su amigo Semiónov, también
marino, a entrevistarse con Znóbov, oculto entre las
Rocas Azules.
Jmárenko, miembro del comité revolucionario
clandestino, sabía que Znóbov, organizador de la
fuga de Peklevánov, se proponía tenerle
temporalmente escondido entre las quiebras de las
Rocas Azules. Semiónov, enterado ya del motín que
estallara en el pueblo de Vershinin, desconocía los
pormenores e ignoraba que los hijos de Nikita
Egórich habían perecido en el ametrallamiento. Sólo
sabía que los aldeanos, después de una escaramuza
con los blancos, se habían refugiado en la selva.
Como las escaramuzas no son siempre sangrientas, el
marino Semiónov estaba tranquilo, y Peklevánov
tampoco se mostraba preocupado.
-¿Qué le parece si le afeitamos esa maraña, Iliá
Guerásimich, antes de ver a Vershinin? Con la barba
le quitaremos de encima los últimos recuerdos de la
cárcel, ¿eh?
-Bueno, adelante.
-¿Y si le dejamos una especie de perilla, Iliá
7
El tren blindado 14/69
Guerásimich?
Peklevánov respondió sonriente:
- Bueno, pues llevaremos la perilla, no vaya a
creer Vershinin que el presidente del comité
revolucionario es un chiquillo.
-Tampoco él es ningún viejo.
-Ya lo sé, ya lo sé. ¡Hay que ver la lata que me
estáis dando con vuestro Vershinin!
-Tenga por seguro que de todas las cabezas
aldeanas la suya es la primera.
Znóbov cogió agua en un cubo. Peklevánov,
arqueándose sobre el mar, se lavó con visible
fruición. Mientras tanto, Znóbov buscó algún trapo
con una ojeada y, al no encontrarlo, hizo un guiño a
Semiónov, quien se despojó rápidamente de su
blanca y liviana guerrera. A Semiónov le hizo gracia
que Peklevánov ni siquiera advirtiese con qué se
había secado la cara. "Un sabio distraído", se dijo
alborozado.
Peklevánov preguntó:
-¿Ha leído usted El Conde de Montecristo,
Znóbov?
-Sí, Iliá Guerásimich.
-¿Se acuerda usted de aquel marino que se
llamaba Dantés, si mal no recuerdo, y que se escapó
de la prisión del castillo de If con una pelambre por
el estilo de la mía? ¡Ja, ja!
-Su situación era muy otra: después de tantos años
de cárcel, nadie le conocía en la población, mientras
que usted no ha estado más que un mes...
-Pues a pesar de todo, tengo gana de ir a la
ciudad. ¡Cuánto me gustaría! Pero, dígame: ¿no
correrá peligro Vershinin por entrevistarse con
nosotros?
-Para un pescador no hay sitio más seguro que el
mar; Iliá Guerásimich -repuso Znóbov.
-¿Y están seguros los miembros del comité
revolucionario de que la candidatura más apropiada
es la de Vershinin? Yo no lo he visto nunca. ¿Ha
servido en el ejército? ¿Cuánto tiempo? ¿Con qué
graduación?
Entre la niebla resonó un grito de mujer.
La barca de Znóbov se deslizaba silenciosa junto
a la de Vershinin. Los pescadores se mantenían a
cierta distancia. Vershinin iba encorvado en su
asiento, con las dos manos sobre la cabeza de su
mujer. Peklevánov, apoyando la espalda en el mástil,
los miraba en silencio. Atardecía. La humareda
azulina de la niebla se estremecía por encima de las
dos embarcaciones.
Por fin, Peklevánov rompió el silencio:
-Mientras veníamos para acá, Nikita Egórich, los
componentes del comité revolucionario hemos hecho
un recuento de nuestras fuerzas. Estamos seguros de
salir airosos. Se necesita que también la ciudad se
subleve. ¡Esta vez venceremos! Naturalmente, si
ustedes nos ayudan.
-¿Quiénes son esos "ustedes"? -preguntó con
amargura Vershinin.
-Los mujiks.
Znóbov trató de dar una explicación:
-Si apretamos todos, lo conseguiremos. Nosotros
en la ciudad; vosotros en la taigá. Vamos a ver,
Nikita Egórich: tú querías que Iliá Guerásimich
pasara cerca de tu casa con hábito de peregrino...
Vershinin, enardecido de cólera, replicó jadeante:
-¡Se acabó lo de los peregrinos! Vivíamos, y
teníamos hijos, y teníamos casa, y teníamos respeto,
y teníamos una aldea. Pero los blancos iluminaron
ayer el cielo con nuestras casas. El fuego devoró en
un suspiro el trigo campesino. ¿El trigo solo? Junto
con él quemaron a mis hijos. Se fueron allí, al cielo,
con el humo de los incendios.
-Es una tremenda desgracia la suya, Nikita
Egórich -profirió Peklevánov en voz queda y
entrecortada-. ¡Cuánto lo siento, cuánto lo siento!
Las barcas navegaban lentamente.
Peklevánov dijo a Vershinin:
-La paz, la gran paz del trabajo y del socialismo,
será el fruto de luchas enormes. El arte de vencer a
los invasores, a los terratenientes y a la burguesía no
es nada fácil. Hemos de aprender infinidad de cosas.
Tómese usted mismo como ejemplo, Nikita Egórich:
tiene ascendiente sobre una comarca entera, pero
quizá no sepa ni la tabla de multiplicar.
-No la sé, hermano -corroboró Vershinin sin alzar
la cabeza-. Has acertado.
-Pues es algo que debe aprenderse de niño.
-¿De niño la tabla de multiplicar? Si los míos
pudieran aprenderla... ¡Ay!
Y rompió a llorar, apoyando las manos en los
hombros de su esposa.
La niebla, el mar, las barcas...
Peklevánov dijo:
-Los guerrilleros actúan dispersos, Nikita Egórich.
Seamos bolcheviques; unamos las guerrillas en un
ejército. ¡En un ejército disciplinado y firme!
Seguían navegando cerca de la orilla. En tierra se
oían los sones de una flauta. Peklevánov miró
interrogativamente a Znóbov, quien explicó:
-En el malecón hay un estudiante tocando la
flauta. Es un simpatizante, Iliá Guerásimich. Tengo
distribuidos a muchos partidarios por la orilla para
que nos hagan señales. Contamos con adictos hasta
entre los refugiados.
-A propósito de los refugiados -observó
Peklevánov-: si caen algunos en sus manos, Nikita
Egórich, no les toque usted e1pelo de la ropa.
-¿Por qué?
-Porque son muy valiosos auxiliares -respondió
Peklevánov con una leve sonrisa-. Siembran el
pánico, y eso nos conviene muchísimo.
Encorvado en su asiento, con una pierna sobre la
otra, miraba al fondo de la barca. Vershinin le había
causado excelente impresión, y de buena gana
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hubiera prolongado largo rato el diálogo con él...
Exhalando un suspiro, levantó la cabeza:
-Muy breve ha sido nuestra entrevista, Nikita
Egórich, ¿qué se le va a hacer? Esperemos que las
sucesivas sean más largas.
Vershinin contestó emocionado:
-Gracias, Iliá Guerásimich. Eres hombre justo y
sencillo. Después de hablar contigo parece como si
se hubiera encendido una luz en mi alma. ¡Tengo una
comezón en la espalda! ¡Qué comezón! Señal de
tormenta...
CAPÍTULO II. LOS EUGAEOS
Sáshenka, vino a verte Obad. Acababa de llegar
de una expedición punitiva que dirigió en su pueblo.
De aquí se fue a casa del comandante de la fortaleza
en busca tuya. ¿Te encontró?
-Sí, sí...
-¿Habló contigo?
-Creo que sí... Durante la fiesta...
"Pero, bueno, en la fiesta que dio el comandante
yo no le dije a Obab ni una palabra -recapacitó
Nezelásov, mirando, soñoliento, a su madre-. Es más:
¿estuvo él allí? No me acuerdo. Evidentemente, nos
hemos hecho muy tolerantes y, por así decirlo,
atraemos a gente del pueblo a la defensa de la patria;
pero, de todas maneras, el hijo de un tendero de una
aldea de la taigá, obtuso y estúpido... No, es seguro
que no conversé con él. Me acuerdo perfectamente.
Y ahora tendré que recibirle en este mísero
apartamento... ¡Qué odio le tengo a esta vivienda,
qué odio! Todo en ella es pobre y ruin. Sin embargo,
mamá está tan satisfecha, y lo mismo le pasa a
Sernión Semiónich y a Seriozha, e incluso a Varia, a
pesar de su gusto exquisito y sutil... -siguió el capitán
sus cavilaciones, mientras contemplaba con repulsión
los líos que iba desatando el asistente-. ¡Menudo
palacio! ¡ja, ja, ja! Más que una casa es una guarida."
En aquel inmueble, situado en el centro de la
ciudad, había antes una gran tienda de flores,
mientras que luego, ¡oh, capríchos del destino!, vivía
el famoso capitán Nezelásov, tan elogiado de todos incluso del mando aliado-, aunque los encomios no le
valieran para ascender. ¡Envidias, envidias, intrigas,
miedo a un nuevo Bonaparte!
A lo largo de las paredes se extendían los amplios
estantes vacíos, y en un rincón se amontonaban
todavía las macetas, de horadados fondos, metidas
las unas en las otras. Por la vitrina se veía la calle;
algo más allá, las instalaciones del puerto y los
edificios del ferrocarril; y al fondo, el espigón y el
mar. Por las aceras se movía una multitud de gente;
de tarde en tarde, alguien se detenía ante el
escaparate, se miraba en él con obtusos ojos
mortecinos, se arreglaba nerviosamente la pechera y
reemprendía su camino.
El asistente y dos artilleros del tren blindado
seguían acarreando bultos. Nadezhda Lvovna, la
Vsiévolod V. Ivánov
madre de Nezelásov, los inspeccionaba minuciosa y
atentamente y ordenaba que los desembalasen cuanto
antes.
Le ayudaba en su tarea Semión Semiónich, un
remotísimo pariente, linajudo y bondadoso, pero
estúpido si los hay. Su necedad era tan imponente
como su barba. ¡Dios mío, qué maraña! Cuando,
posteriormente, ya en la taigá, Nezelásov recordaba
la tienda de flores y su imaginación recaía en Varia o
en las innumerables macetas que formaban columna
en todos los rincones de la casa, creía ver en cada
tiesto la barba de Semión Semiónich: aquella
pelambre colosal no cabía en el tiesto y se salía de él,
exuberante...
Nezelásov, por supuesto, amaba a su madre, pero,
¿por qué se le ocurrían a ella tales bobadas y por qué
Semión Semiónich asentía solemnemente con su
frondosa e impresionante barba rubia?
-Continúa llegando gente y más gente, Sáshenka suspira Nadezhda Lvovna-. Refugiados y más
refugiados...
-Refugiados y más refugiados -remacha Semión
Serniónich.
-A ver si ponéis un poco más de cuidado,
soldaditos -resuena de nuevo la voz de Nadezhda
Lvovna-. Eso es un jarrón. Resulta que tenemos
jarrones, pero flores no las hay ni siquiera en la
floristería. -Va contando los bultos-: Dieciocho...,
veintiuno... Bueno, creo que ya están todos. ¿Han
encargado ya la estantería para los libros de
Sáshenka, Semión Semiónich?
-Sí.
-Ahora no se necesita más que un biombo para
Várenka, y nos habremos instalado como es debido.
Semión Semiónich, con aire hosco, cual si le
molestase la sola idea de que alguien le creyera
inteligente, se apresuró a soltar una de sus habituales
tonterías:
-Alexandr Petróvich, hoy he visto a Trofím
Efímovich Preobrazhenski, el alcalde de nuestra
ciudad, ¿le recuerda usted? ¡Qué tío con más valor!
Desde Samara hasta Omsk fue en su troika, y luego
siguió huyendo hasta el mismísimo Krasnoiarsk. ¡Mil
verstas! Sólo en Krasnoiarsk cogió un tren, y eso
porqué se le reventaron todos los caballos. Sigue tan
campechano como siempre. Me obsequió con un
cigarro puro.
-¿Con un cigarro puro? ¿Y no le obsequió con la
novedad del día, Semión Semiónich? ¡Peklevánov ha
huido de la cárcel y ha desaparecido sin dejar rastro!
-¿Y quién es Peklevánov?
¡Santo Dios! El capitán cogió un voluminoso
tomo de una enciclopedia y buscó una palabra con la
que se había tropezado la víspera. Un término muy
significativo: algo que recordaba a Guinea, adonde,
según muchos indicios, habrían de emigrar todos
ellos, y al Evangelio y, sencillamente, a uno de los
absurdos que tanto abundan en nuestra vida.
9
El tren blindado 14/69
Leyó en voz alta, entre triste y socarrón:
-"Euganeos. Pueblo que, en la antigüedad, habitó
en las regiones del nordeste de la Península Apenina,
de donde fue expulsado por los vénetos. "Ya no
existen ni los euganeos ni los vénetos. A los unos y a
los otros los echaron de allí, y todo el mundo se ha
olvidado de ellos. A usted y a mí, Semión Semiónich,
nos han echado también. Y nos olvidarán de tal
modo, que ni en el diccionario se nos encontrará. ¡Ja,
ja, ja!
Semión Semiónich le escuchaba atento: no en
vano era un admirador de los libros. Y Nadezhda
Lvovna proseguía impasible sus temas caseros:
-Mira qué bien: ya podemos almorzar a las horas
de costumbre. Eso nos obliga a combatir como es
debido. Porque, vamos, ¡hemos huido ya hasta el
mismísimo océano Pacífico! Más allá, imposible...
De manera que hay que dar la cara, quieras o no. De
no hacerlo así, ¿qué será de nosotros? Va una por la
calle, y todo son achuchones, todo es barullo; líos de
ropa y maletas en los poyos de las ventanas..., gente
por todas partes..., hacinamiento... Yo, al verlo, me
tengo por afortunada con vivir en una antigua tienda
de flores. Porque hay gente que se ha instalado en
lugares que son una indecencia...
-Y que lo diga usted -asintió Semión Semiónich-.
Fíjese en mi caso. Me han ofrecido un empleo y han
hecho grandes elogios de mi voz, asegurando que
tiene un timbre muy sonoro. Puede que lleven razón
y que yo posea una voz excepcional; pero, ¿a santo
de qué sacar a relucir la voz? Ni que fuera a cantar en
la Ópera o en un templo y no a remover papelotes en
la Comandancia de Intendencia...
La cháchara de los euganeos es interrumpida por
Obab. El alférez penetra en la pieza, y la gorra
tiembla en su mano, sacudida por la excitación:
-Llevo buscándole todo el día, señor capitán. Tres
veces he ido al tren blindado. Por orden del general
Spasski, jefe del Estado Mayor del Frente del Este,
paso a disposición de usted para combatir a los
guerrilleros.
-Pero, bueno, ¿no ha acabado usted con ellos?
-He quemado casas y matado a muchos, pero no a
todos.
-¿A la taigá, a los bosques, a las montañas? pregunta Nadezhda Lvovna suspendiendo la
supervisión de los bultos llegados.
Obab, puesta la mirada en Nezelásov, responde:
-Sí, señora. La orden es salir para la taigá.
Al capitán se le escapó un chillido de indignación:
-¿La orden? ¿Quién ordena tal cosa? ¿No sabe
usted, Obab, quién se ha escapado de la cárcel?
¡Peklevánov!
-Ya lo atraparán.
-¿Quién?
-Los nuestros. Y si no le echan el guante los
nuestros, se lo echarán los japoneses; y si no los
japoneses, los americanos. Descuide, que no faltará
quien le coja.
-¿Y si se equivoca usted? ¿Y si Peklevánov
organiza otro motín? Repito mi pregunta: ¿quién ha
sofocado todas las insurrecciones de los obreros?
¡Yo! ¡Mi tren blindado! Entonces, ya es hora de que
se me dé el mando de la guarnición y de que se me
ascienda, por lo menos, a coronel, porque esto de
seguir siendo capitán...
Obab, mordiéndose significativamente los labios,
propuso a Nezelásov ir a visitar los depósitos de
artillería, situados en las afueras de la ciudad.
¡Sí, sí! Allí estaba la solución de todo…
También el arsenal de artillería estaba envuelto en
niebla. Obab, produciendo un chirrido increíble,
abrió los anchos portalones. Ante sus ojos se
presentó una larga nave atestada de cañones. El
alférez hizo un guiño al capitán:
-Son unos cañones superiores, Alexandr
Petróvich. Americanos. Sin embargo, observe usted
qué poquitos proyectiles: un juego para cada cañón.
-Las granadas deben de hallarse en el depósito
contiguo. Sé de muy buena fuente que los
americanos descargaron un sinfín de ellas.
-Que las descargaron es cierto; sólo que el general
Sajárov volvió a cargarlas.
-¿En los barcos?
-En sus propios trenes, Alexandr Petróvich. El
general está combatiendo a los guerrilleros. "Hay que
barrerlos de la faz de la tierra antes que se unan." No
sé si lleva cinco trenes de proyectiles o si son ocho,
aunque incluso pudieran ser doce.
Nezelásov inquirió con voz trémula:
-¿Para qué quiere el general Sajárov tanto
proyectil? ¡Doce trenes!
-A decir verdad, son quince.
- Por eso le pregunto a usted: ¿para qué los
quiere?
-Los quiere, Alexandr Petróvich, porque tiene
miedo. Los militares de hoy no son gente de fiar.
Derrota uno a los guerrilleros, regresa cubierto de
gloria a unirse con sus amigos, y los amigos le
reciben a cañonazos. -Y Obab añadió en un susurro-:
El general Spasski, jefe del Estado Mayor del Frente
del Este, afirma que si usted sigue al general Sajárov
alcanzará con facilidad el grado de coronel, Alexandr
Petróvich. ¡Qué bien le sentará el título! No que así
resulta punto menos que una canallada: se lleva todas
las municiones a la taigá, y nuestro tren blindado se
queda sin una bala que disparar. ¿Y si Peklevánov se
levanta otra vez?
Como era de esperar, todo se decidió en los
depósitos. En casa, por supuesto, no faltó un bello
gesto. ¿Cómo no iba a realizar tal gesto un euganeo?
Había que blasonar de valeroso ante Várenka, la
novia, haciendo creer que, bajo su influencia, el
capitán Nezelásov se había ido a la taigá con el tren
blindado. Várenka frecuentaba el domicilio de los
10
Spasski. La generala era una idiota a la que sorbían el
seso los gatos, y su marido, el tío Viacha, se pasaba
el tiempo encuadernando libros, cuyas pastas le
volvían loco... Pero, en fin: ¡que supieran de una vez
que Nezelásov había resuelto partir para la taigá!
Convenía que Várenka se fuese de la lengua en casa
del general comentando la intrepidez de su novio.
Éste recordaba que también Bonaparte era osado en
el hablar; y si no lo era, ¡al diablo Bonaparte!
Nezelásov sería más atrevido.
Como pretexto aprovechó unas palabras del
contratista Dúmkov. Aquel señorito rubio y
recompuesto cortejaba a Várenka, quizá con alguna
esperanza. "¿Qué me importa Várenka y qué se me
da a mí del amor? -decía el capitán para su capote-.
Lo que me interesa es la graduación de coronel y la
fama. Cuando alcance la una y la otra tendré las
Várenkas a patadas."
Mientras cenaban amigablemente, algunos
invitados –y sobre todo el contratista Dúmkovexpresaron la opinión de que sólo las milicias de la
Cruz Roja salvarían al ejército blanco.
Nezelásov atajó al contratista con una risotada:
-¡Menudos cruzados! Cinco mil verstas han
corrido ustedes hasta el océano Pacífico para que
aquí se les ocurra la estupidez de formar esas milicias
de la Cruz Roja.
-¿Y tú, no has corrido? -le atacó Várenka
indignada-. ¿Es que tú has caído del cielo?
-¡Varia! -trató de apaciguarla Nadezhda Lvovna.
-¡No, Nadezhda Lvovna! ¡Deje que me
desahogue!
-¡Muy bien! -exclamaron a coro el cadete
Seriozha, el contratista y hasta el bobalicón de
Semión Semiónich.
-Ya sé, ya sé lo que vais a decirme: soy un
cobarde emboscado en retaguardia, un charlatán, un
intrigante...
Dicho esto, el capitán Nezelásov se tornó hacia
Obab y, con voz sollozante, blandiendo los puños,
vociferó:
-¡Alférez! ¡A la taigá con el tren blindado catorcesesenta y nueve!
"¡Fuera los euganeos!"
Y ya está Nezelásoven la taigá.
-Orden del general Spasski.
-¿A qué se refiere?
-Los trenes de municiones del general Sajárov se
encuentran todos en la estación de Muklionka.
-¡Cómo!
¡Dios de los cielos, qué horrible estremecimiento
le sacudió al saber que el general Sajárov, jefe del
Ejército, se había llevado a la taigá todos,
absolutamente todos los proyectiles de artillería! Y lo
más terrible era confesarse a sí mismo que aquella
sacudida tan desapacible tenía algo de agradable: al
general Sajárov se le consideraba un truhán, y si el
Vsiévolod V. Ivánov
capitán Nezelásov "se cargaba" al jefe y se apoderaba
del mando y de los proyectiles, recorrería en un
santiamén el camino de la gloria.
-Es la orden número...
¡Números, números y más números! Las órdenes
del general Spasski venían siempre sembradas de
guarismos.
"El tren blindado 14-69 deberá presentarse sin
dilación, no más tarde del 2 de septiembre, en la
estación de Muklionka, tomando posiciones junto al
río del mismo nombre, junto al apeadero 85, para
proteger el puente número 37. El jefe del Estado
Mayor del Frente del Este, general-mayor Spasski."
Números en las portezuelas del tren blindado;
números en los marcos de las ventanas, en el correaje
y en la funda del revólver. Hasta los cigarrillos
americanos que el capitán Nezelásov iba quemando
uno tras otro, y cuya ceniza se reducía suavemente a
polvo en el vientre rotundo de un buda de bronce,
partido por medio, lucían una multitud de cifras.
-¡El diablo que, Be lleve tanto número! -refunfuñó
colérico Nezelásov-. Está visto, Obab, que son un
signo de nuestro tiempo y que tienden a crear una
apariencia de realidad. El tren blindado, un número;
la orden, otro número; la dirección, otro número más.
Pero la realidad es que nada existe. ¡Cero! ¡Todos
nuestros actos equivalen a cero! Debiéramos estar en
la ciudad, dando caza a Peklevánov, y nos hemos
venido, "en la dirección número tal" para buscar al
general Sajárov, que no está aquí ni se sabe por
dónde anda. "Sin dilación." ¡Ja, ja, ja!
Evidentemente, si lo que pretenden es aniquilarme,
no ha podido ocurrírseles mejor procedimiento; pero
si quieren sacar algún provecho de mí...
-¿Para qué iban a mandarle a la taigá sin utilidad
alguna, mi capitán? -repuso Obab-. Hasta un grano
que le salga a uno es útil en el mundo. ¡Ja, ja, ja!
-Desde luego, salimos como el pus de las heridas:
por los extremos. Nosotros estamos en el extremo de
la taigá; los fugitivos y el gobierno, en el extremo de
la vida.
Obab observó de reojo la contracción de los
músculos faciales del capitán y sugirió evasivo:
-Debería usted ponerse en cura.
Era el alférez Obab uno de tantos voluntarios que
escalaron la oficialidad en el ejército del almirante
Kolchak. Refiriéndose a los oficiales de carrera solía
decir: "Están todos enfermos." Respetaba al capitán
Nezelásov: era un "técnico", que había servido en las
unidades blindadas en Petersburgo y hasta trató, en
octubre del diecisiete, de sacar los tanques a la calle
para combatir a los bolcheviques. Bien es cierto que
falló en el intento, pero entonces falló todo el mundo
y no había por qué cargar el fracaso en la cuenta del
capitán. Acababa de presentarse el momento propicio
y no convenía desaprovecharlo, pues quizá fuera
incluso más favorable que el de octubre: concedíanse
cuantiosas recompensas en tierras, en metálico y en
11
El tren blindado 14/69
honores.... El atamán Semiónov favorecía a los suyos
de tal manera, que daba gusto. Saltaba a la vista la
fatiga, la extenuación del capitán Nezelásov...
-Si no se cuida lo va a pasar mal. ¿Quiere que
llame al practicante?
Nezelásov, tembloroso y precipitado, sacó otra
cigarro:
-Está usted en Babia, Obab. -Y, sacudiendo
nervioso la ceniza, cacareó-: Esto es muy triste,
Obab, muy triste. La patria nos ha... dado la patada.
Nos
creíamos
necesarios,
indispensables,
imprescindibles, Y de buenas a primeras nos
despiden... Y al fin y al cabo, si fuese una simple
despedida… Pero es un puntapié, un puntapié, un
puntapié...
-¿Mandarle a la taigá significa despedirle? ¡Por
Dios, Alexandr Petróvich! Yo lo tengo por una
misión honrosa: capturar a Vershinin...
-¿Honrosa? Cuando usted mata un animal, ¿qué le
corta primero, la cabeza o el rabo?
-La cabeza -contestó Obab tras de pensarlo un
poco-. Y luego las patas. Si supiera lo que me gusta
la gelatina...
-Pues Peklevánov es la cabeza, y Vershinin la
cola.
-¡Oh, eso no! Vershinin es el cuerpo. Y aún está
por ver si la cabeza es Peklevánov. Yo, Alexandr
Petróvich, no creo en los obreros, sobre todo en los
de nuestra región de Primorie. ¡Son unos borrachos,
una chusma indecente! A mi entender, la fuerza
principal es el mujik, sólo que el muy canalla se ha
estropeado a fuerza de mimos. Alexanclr Petróvich.
Lo primero que necesita el mujik es un buen
vergajo. Ahí tiene usted al atamán Semiónov: ése no
se anda con chiquitas, ni con liberalismos, sino que
aplica lo de garrotazo y tente tieso.
-Verdaderamente, el atamán Semiónov tiene sus
cualidades... Por ejemplo, la energía…
-Desde luego; en dos patadas...
¡Otra vez los números! Eran como los postes de
una empalizada o como las pértigas de un redil,
destinadas a contener un rebaño loco. Bien estaba
que aquel bruto de Obab anduviera en mitad de la
manada aguantando empujones, pero ¿y un hombre
dotado de individualidad y de talento? Allí estaba el
alférez Obab, ayudante del capitán Nezelásov,
tumbado en un camastro, semejante a un enorme y
fofo número 8, con la pelada cabeza hundida en los
desproporcionados hombros. ¿De dónde y para qué
había venido? ¿Dónde le había visto por primera vez,
el capitán? ¿En el séquito del general Spasski? Sí, le
parecía que había sido allí.
-¡Exactamente!
"¿Exactamente? -dudó Nezelásov-. En primer
lugar, ¿es cierto lo de los proyectiles? En segundo
lugar, ¿será verdad que Peklevánov ha huido a la
taigá? Y, por último, ¿no es una fantasía la fuerza de
Vershinin y de sus guerrilleros?"
Nada podía afirmarse; todo era una mezcla
confusa. En vez de esperar al tren blindado 14-69, el
general Sajárov había desplazado sus unidades hasta
los accesos a la taigá, dislocándolas en los campos
inmediatos a Muklionka, que, dicho sea de paso,
acababan de serie graciosamente donados por el
gobierno. Su actitud resultaba harto comprensible: ni
más ni menos que tres mil fanegas de magnífica
tierra. Pero ¿por qué no se le ocurrió al muy idiota y
miserable dejar siquiera una esquela a Nezelásov,
explicándoselo todo y pidiéndole perdón?
Entre golpes de tos, expeliendo a un tiempo saliva
y humo, el capitán bramó:
-¡Oh, esclavos indolentes y estúpidos! Se asfixia
uno entre vosotros...
Nezelásov levantó la tapa del ventanuco. Obab
dormía.
Olía a hulla y a tierra calcinada. La estación
sudaba, atestada de gente, y tenía el aspecto de un
bote de lombrices. Sus paredes y la campanilla
suspendida junto a la puerta despedían un brillo
aceitoso.
Un maestro de escuela, acicalado como un
figurín, pero con un sucio desgarrón en un hombro,
iba y venía por el andén. Las despeinadas cabezas de
las señoritas, con una de las dos mejillas tumefactas,
de un tinte gris rosáceo, denunciaban la dureza de las
almohadas o quizá su ausencia y sus sustitución por
un simple saco. ¡Polvo, suciedad, el sello de la huida
por doquier!
-Otro telegrama, mi capitán -anunció un artillero.
-¿De qué se trata? -exclamó Obab despertándose
súbitamente-. ¿Del general Sajárov? ¿Dónde está?
Con cansina displicencia, el capitán Nezelásov
tabaleó sobre el azulado y tosco papel del mensaje.
Como siempre, como en todas partes, números y más
números en el telegrama. Las pupilas de Obab tenían
su habitual tinte borroso. "¿Temerá algo? Pues si
Obab teme, muy mal deben de andar nuestros
asuntos."
-Es del general Spasski -explicó Nezelásov-.
Ordena que demos con el paradero del general
Sajárov. Ahora bien, ¿dónde se ha metido ese hijo de
perra? ¿Por qué se oculta? ¿No estará fraguando un
golpe de estado? ¿Se habrá ido con los bolcheviques?
¿Por dónde andará, Dios mío?
-Eso es lo cierto.
-¿Qué?
-Pues lo de Dios -explicó se Obab-. Hay que
encomendarse a algún Dios, y ésos nos miran como a
dioses.
-¿Quiénes?
-Los refugiados.
Nezelásov se asomó por el ventanuco.
La masa de refugiados, apiñada junto al tren,
contemplaba con embeleso el blindaje de los
vagones. Un maestro de escuela, dé limpia gorra y
12
astroso abrigo, sosteniendo cuidadosamente en su
pequeña mano una gran tetera de aluminio, preguntó
meloso:
-Señor capitán, a muchos les intriga por qué,
durante las maniobras en la vía, la locomotora está
unas veces a la cabeza del convoy y otras veces en
medio de él.
Hay en los ojos del maestro tanta tristeza, que
parece que ésta, reflejada en la redonda panza de la
tetera, vibra y se multiplica infinitas veces. ¡Tristeza
de hojalata! El capitán se compadece de él un
instante y le responde, exagerando la cortesía:
-Es que, verá usted, señor maestro: tenemos un
maquinista nuevo, trasladado de un tren de
mercancías. Como le falta hábito de conducir trenes
blindados, duda en muchas ocasiones y, llevado de
sus viejas costumbres, coloca la máquina a la cabeza
del tren. Sin embargo, es muy afecto a la causa de los
blancos y nunca nos traicionará. ¡Eh, Nikíforov,
déjate ver!
¡Es un gesto magnífico! Los refugiados mueven la
cabeza con satisfacción. Confían en la fuerza del
capitán Nezelásov; pero si, además, su fuerza se
multiplica por la fidelidad del nuevo maquinista,
tanto mejor. ¡Qué grato es contemplar un tren
blindado tan poderoso! ¡Cuánto acero, cuántos
cañones, cuánto estrépito y cuánto humo! ¡Qué
marciales son los artilleros y qué cortés el
comandante del tren, a quien, sin duda, le espera un
brillantísimo porvenir!
"Todo está muy bien -dijo Nezelásov para sus
adentros-. Pero ¿dónde se habrá metido ese miserable
general Sajárov?"
Y se le vinieron a la memoria la ciudad, la
estación y un menestral de botas rojizas que, ebrio y
desgarbado, bailaba en la taberna cercana al depósito
adonde Nezelásov, en compañía de Obab y del nuevo
maquinista Nikíforov, fue para inspeccionar el tren.
El capitán le hizo una revisión completa; pasó por
entre las ruedas y hasta subió para acabar
exclamando sorprendido:
-¡Qué buena reparación han hecho los muy pillos!
-Con arreglo a las instrucciones -comentó
Nikíforov.
-Quisiera "darles las gracias". Tanta precisión me
huele mal. ¿No habrán acondicionado tan bien el tren
pensando que les va a servir a ellos? A lo mejor se
les ha ocurrido: "En cuanto se descuide el capitán
Nezelásov, nos apoderamos de este armatoste y
adivina quién te dio."
Pero el general Sajárov le impidió "dar las
gracias" a los trabajadores. En un caminillo cercano
al depósito apareció su coche. Nezelásov, después de
amenazar a los obreros con el puño, corrió solícito:
-¡Excelencia, excelencia!
El carruaje se detuvo y se oyó la voz impasible y
ronca del general:
-Me han dicho que ha accedido usted a ir a la
Vsiévolod V. Ivánov
taigá, capitán -pronunció a modo de saludo y agregó
con sorna-: Se lo agradezco en el alma. Allí nos
encontraremos.
Nezelásov se dirigió a él en un tono punto menos
que implorante:
-¡Proyectiles, necesito proyectiles, excelencia!
Atajóle el general:
-Repito que allí nos encontraremos. A propósito,
capitán, ¿le han comunicado que se le ha concedido
un lote de tierras casi lindantes con las mías?
-¿De tierras?
-Sí, señor: le han otorgado doscientas cincuenta
fanegas. Pero tengo prisa por llegar al Estado Mayor
del Extremo Oriente. Perdone usted...
Y, señalando los manchones de aceite de que
estaba impregnado el uniforme del capitán, el general
le lanzó una puntada con una risilla sardónica:
-No conviene ponerse en evidencia con tanta
mancha, ¡ja, ja, ja! Tengo entendido que es usted de
origen plebeyo... En fin, no tiene importancia; ha
sido una broma...
En el preciso instante en que Nezelásov se
disponía a "mostrar su agradecimiento" a los obreros
de los depósitos, que estaban fumando a la entrada,
llegó el chino Sin Bin-U, que reconoció al capitán
pese a estar embadurnado de aceite. Sin Bin-U hizo
ademán de escabullirse, pero las sonrisas de los
trabajadores, quizá deliberadamente afectuosas, le
detuvieron. El chino explicó furioso, indicando al
capitán con un movimiento de hombros:
-Ella quelel matal a mí. Casa mía aquí estaba. Yo
caval tlinchelas en flente. Llego aquí, y no hay casa,
ni niños, ni mujer.
-¿Te han acusado de insurrecto? -bromeó el
cerrajero Lijántsev, fornido y corpulento.
-Sí, sí. Ello insulección acusalme. Tiene mal
colazón. Necesita enfadalse.
El viejo ferroviario Filónov, mostrándole un
atadijo, respondió al chino:
-Te enfades o no te enfades, la vida hay que
tomarla como es. Dos semanas hace que intento
llevar esto a mi hijo y no me lo permiten... También
lo han detenido como rebelde...
-Mía complendel tuya -exclamó el chino.
-Sería cosa de encontrarle algún trabajillo -sugirió
Lijántsev.
-Podríamos mandarlo al puerto, con los
cargadores.
-No, es mejor dejarlo con los cerrajeros -opinó en
voz baja Shurka, ayudante del maquinista Nikíforov-.
Así le será más fácil irse con los guerrilleros...
No obstante, Lijántsev condujo al chino al puerto,
pero también allí consideraron que le valdría más
escapar a las zonas de las guerrillas. Sin Bin-U tomó
el camino de la estación de Muklionka. Creían los
obreros que, por tratarse de un nudo ferroviario, los
guerrilleros atacarían precisamente aquella estación,
13
El tren blindado 14/69
donde podría incorporárseles Sin Bin-U.
CAPÍTULO III. E LA LAGUA DE
KUDRÍSKAIA
El doctor Sotin, entrado en años, rugoso y abatido
por las preocupaciones, debía visitar a un enfermo y
tenía prisa: en la ciudad imperaba el estado de guerra,
y ya comenzaba a oscurecer. De buena gana hubiera
permanecido en su casa, arrellanado en su sillón y
viendo a Masha hojear, a su lado, un libro de Gleb
Uspenski y acariciar al gato, que tan pronto se le
subía a las rodillas como saltaba a la mesa y daba
leves manotazos a la cubierta del libro.
De pie ante un maletín abierto, la mujer del
médico miraba unas veces al rostro de su marido y
otras al de su hija. ¡Qué inquietud reflejaban sus
ojos! ¡Cuán profunda era su sensibilidad ante lo que
ocurría y cuán superficial su comprensión de todo
aquello!
De repente se incorpora Masha, ahuyenta con el
libro al gato, coloca su silla junto a la pared y coge
una toquilla.
-¿Otra vez a hacer gestiones, Masha?
La madre cala el sentido de todos los
movimientos de la hija. También los comprende el
padre, que exhala un suspiro y dice:
-Las peticiones a las autoridades son inútiles.
Replica la hija:
-Pero el coronel Katin me prometió hace tres
días...
-Tampoco sus promesas valen ya para nada. El
caso es que…
Las facciones del médico traslucen temor a las
autoridades, resignación ante la realidad, admiración
por la hazaña de que ha tenido referencia y el simple
afán de dar a conocer una novedad.
-...el caso es que ha telefoneado Iván
Nikoláievich: Peklevánov ha conseguido... -Y el
doctor añadió en voz queda-: Ha conseguido huir.
-¿De dónde? -preguntó la madre, no obstante
saber perfectamente en qué lugar se encontraba
Peklevánov.
-De la cárcel de la fortaleza. ¡Se ha escapado con
los grilletes puestos! Un nuevo Casanova.
-Pero no evitará que le capturen. Son tan fuertes
las autoridades...
El médico replicó entre burlón y serio:
-A un gobierno endeble se le derriba; de un
gobierno fuerte se huye. A lo que se ve, Peklevánov
ha buscado refugio en la taigá. Por no sé qué razón,
todo el mundo cree que se ha escondido en la zona de
la laguna de Kudrínskaia. El lugar es de lo más
propicio: la selva remota. Pero precisamente por
tratarse de un lugar apropiado me parece que él no
habrá ido a ocultarse allí.
La madre, dándose cuenta, por fin, de lo ocurrido,
se santiguó ante el icono y dijo temerosa, a su hija:
-¡Qué contrariedad! Como Peklevánov te hacía la
corte...
-No sólo me hacía la corte, mamá, sino que me
quiere. Me ha pedido por esposa y yo le he dado mi
consentimiento.
-¡Esposa de un presidiario fugitivo!
Masha salió en silencio detrás de su padre. Ya en
la calle, intercambiaron una mirada de inteligencia y
se despidieron. Sotin tomó el camino del mercado, y
la hija dirigió sus pasos a la zona del puerto.
Anochecía. En la torre del parque de bomberos
iban a dar pronto las ocho, después de lo cual sólo se
permitiría el tránsito por la ciudad a los poseedores
de salvoconductos especiales. Todos los viandantes
se daban prisa y nadie mirada a nadie. Hasta la
niebla, que en densos remolinos llegaba del mar, se
apresuraba a esconderse en las calles, y
especialmente, por no se sabe qué ocultos designios,
en las callejuelas, donde la suciedad y el fango eran
mayores.
Sin reparar en el barro resbaladizo, el viejo
ferroviario FiIónov avanzaba a buen paso por el
malecón, balanceando el atadijo en la mano. De
pronto se detuvo ante el callejón de Prolomni, donde
tenía su domicilio, y pensó: "¿Y si regresara a la
fortaleza para pedir una vez más que le entreguen
esto? Quizá me dé tiempo hasta las ocho." No le
seducía la idea de entrar en casa. Su mujer volvería a
recibirle con gritos y lamentaciones. Estando juntos,
su dolor era irresistible.
En esto pasaron a su lado dos desconocidos con
traje de ferroviarios. Uno de eIlos, el de estatura más
baja, se volvió, encaróse con él y le estrechó la mano.
-¿Iliá Guerásimich? -preguntó Filónov asombrado
y confusa-. ¿De dónde viene?
-Voy de paso -repuso Peklevánov con una
sonrisa-. ¿Y tú, qué haces por aquí tan tarde?
-Quería llevar un paquete a mi hijo, que está en la
fortaleza.
-¿Es artillero?
-Por hacer propaganda entre los artilleros le han
detenido -dijo Filónov con ceño, y continuó con
amargura-: Está usted corriendo un peligro, Iliá
Guerásimich. ¿No ha leído los anuncios?
-¿Qué anuncios?
-Los que hay en esa garita.
Y Filónov torció hacia la fortaleza, murmurando:
-¡Aviados estamos! Llevo un paquete para mi
hijo, y me encuentro aquí a Peklevánov... Quiere
decirse que el muchacho lo va a pasar peor. ¡Qué
desgracia!
Znóbov leyó el anuncio ofreciendo una
recompensa a quien capturase a Peklevánov. El
retrato tenía poca semejanza con el original. Tras de
corroborarlo en la comparación, Znóbov sonrió
satisfecho: ¡no lo reconocerían!
-Treinta mil rublos ofrecen por Iliá Guerásimich.
Una cabeza cara -iba mascullando Filónov al
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desaparecer entre la niebla.
No era para creído. ¡Peklevánov en persona! ¡Y
con qué impavidez se le acercó! Diríase un sueño.
¿De manera que estaría preparando otra
insurrección? De no ser así, ¿a qué preocuparse tanto
por los artilleros? ¡Ay, Señor! Bueno sería que le
diese tiempo a liberar a Seriozha. Pero ¿y si llegaba
tarde? ¡Dios santo! "No, no voy a la fortaleza. Me
vuelvo a casa. ¿Le cuento a la vieja el encuentro que
he tenido? Muy indiscreta no es, pero, a pesar de
todo, parece que Peklevánov tiene su escondite en
nuestro propio callejón de Prolomni. Más nos valdría
callarnos la boca."
No, Peklevánov no se ocultaba en el callejón de
Prolomni. Pasó de largo y, saliendo a un espacioso
descampado, lo atravesó. Densas capas de niebla
flotaban junto a los sombríos edificios de los
arsenales.
Peklevánov, sonriente, dijo a Znóbov:
-El corazón me late con más fuerza. ¿No son ésos
los depósitos de artillería? Siento debilidad por los
cañones... De fijo que tia serán pocos los que hay ahí
dentro. Y también habrá su buena cantidad de
municiones. ¿Tenemos ahí gente nuestra?
-¿Nuestra? ¿Bolcheviques?
-No, monárquicos -sonrió Peklevánov.
-No, Iliá Guerásimich.
-Pues debiéramos tenerla. Desde hace tiempo.
Un individuo con quien se tropezaron le pareció
sospechoso a Znóbov, que introdujo a Peklevánov en
el hueco de un portalón. En espera de que la calle
quedase desierta, Peklevánov inquirió quedo:
-Usted es artillero, ¿verdad, Znóbov?
-Lo fui durante el servicio en la Marina.
-Pues también yo lo he sido, sólo que de tierra.
Incluso estudié cierto tiempo en una academia. Peklevánov, riendo, se enjugó las mejillas con la
palma de la mano-. ¡Cuánta humedad! Hablando de
artilleros, no parece muy original evocar a León
Tolstói. ¿Recuerda usted La guerra y la paz?
-No la he leído, Iliá Guerásimich.
-¿Que no ha leído La guerra y la paz?
-No pude aguantar la lectura, Iliá Guerásimich. En
El Conde de Montecristo conseguí llegar hasta el
final, pero con La guerra y la paz no pude.
-¡Bah! Ya podrá en otra ocasión. Las cosas
requieren tiempo. ¡Pues sepa que es una obra
maravillosamente escrita! -Y, señalando a unas casas,
preguntó-: ¿Sigue estando aquí el albergue de los
cargadores? ¿Y tenemos entre ellos tantos
simpatizantes como en otros tiempos?
-Quizá más.
Una vez que dejaron atrás el albergue, Peklevánov
y Znóbov descendieron a la hondonada en que se
extendía el barrio chino: tugurios, garitos, sucias
callejuelas; y, presidiéndolo todo, una colina sobre la
que se divisaban las ruinas de una casa de
mampostería.
Vsiévolod V. Ivánov
-Detrás de aquellos escombros está nuestra
mansión, Iliá Guerásimich. En aquel escondite, nadie
le encontrará.
-Nadie más que el amor.
Procurando no pensar en el amor, sino en alguna
otra cosa, en la artillería, por ejemplo, Peklevánov
sonrió:
-Pues sí, amigo: fui artillero, e incluso con
graduación de oficial. ¿No le parece extraño,
Znóbov?
-¿Qué, Iliá Guerásimich?
-¡Que el presidente del comité revolucionario sea
un antiguo oficial!
-Ésa era una idea anticuada mía: la de que todos
los oficiales eran unos canallas. Ahora ya sé
distinguir. Pero, eso sí, había buenos granujas entre
ellos. Recuerdo a un infame que teníamos en el
barco. ¡Qué vozarrón! Enteramente el de un
protodiácono. Se ponía a cantar y temblaba todo el
buque como azogado.
-En eso no veo ninguna infamia.
-La infamia consistía en otra cosa. Después de la
revolución le echamos mano y le preguntamos:
"¿Cuáles son tus ideas?" "Soy monárquico",
respondió. "¡Vaya, hombre! Pues mira: como la
monarquía se ha hundido, también te toca hundirte a
ti." Y lo tiramos al mar. Se hundió el hombre como
un pez de plomo. A no ser por sus tendencias
políticas, como oficial no estaba mal.
Mientras tanto, Masha arrancaba los anuncios de
los quioscos de la calle. Su padre, acercándose
silenciosamente, le puso la mano en el hombro:
-Masha, a casa.
-Yo no vuelvo, padre.
-Las cosas hay que hacerlas con talento. Vente,
que quiero explicarte algo.
El doctor y su hija entraron en el comedor de su
domicilio. Jadeante, el padre extrajo de su cartera un
paquete de carteles bastante voluminoso y, no sin un
matiz de orgullo, lo arrojó sobre la mesa. Su mujer,
que se disponía a poner el mantel, se quedó como
petrificada. Sotín, adoptando una expresión glacial,
le explicó:
-Mis buenos dineros me ha costado.
La mujer guardó silencio. En cambio, la hija
exclamó con emoción:
-¡Gracias, papá! Pero no creo que con ello
dificultes las pesquisas para capturar a Peklevánov.
Sonaron las ocho en la torre del parque de
bomberos. Los tres miembros de la familia se
tornaron hacia el gran reloj del comedor, montado en
madera de roble, que iba ligeramente retrasado, y se
pusieron a esperar que diese la hora. Cuando se
extinguió el ruido de la última campanada, el médico,
cruzadas las manos a la espalda, recorrió el aposento
pausadamente, se detuvo luego junto al paquete de
los anuncios y pronunció emocionado:
-Yo me enorgullezco de Peklevánov. Es un
15
El tren blindado 14/69
auténtico defensor de Rusia. Todos los partidos
políticos, excepto los bolcheviques, están dedicados a
lamer las botas a los invasores.
Su esposa, roja de indignación, hizo tintinear las
pinzas sobre el azucarero:
-¡Te prohíbo que hables así! ¡Te lo prohíbo!
-¡Y yo prohíbo que nuestra hija permanezca aquí!
En momentos de tanto peligro, su obligación es estar
junto a él.
-También tú deberías irte con él.
-A lo mejor me voy.
La mujer, indignada, salió dando un portazo,
mientras la hija, llorosa y conmovida, abrazó al
doctor. La madre, entreabriendo la puerta, les gritó:
-¡Yo os maldigo! ¡A los dos!
-Escucha, Masha...
A Sotin le agradaba comprobar la fuerza de
convicción de sus palabras; se complacía en ver que
su hija y él eran buenos y honrados, que ayudarían a
los demás a establecer una vida honrosa y tranquila.
¡De ser necesario, no habría vacilado en ofrendar su
vida por semejantes ideales!
Las lágrimas brotaron de sus ojos:
-¡Vete, Masha! ¡Vete con él!
- Pero, padre, ¿cómo voy a encontrarle? Además,
todo el mundo me conoce. Si la policía me vigila,
temo ponerla sobre su pista.
-Coge unos cuantos anuncios y vete a los
arrabales. Allí te pones a pegarlos. Donde más te
increpen -pudieran llegar a golpearte-, da por seguro
que Peklevánov no está lejos. Sus amigos te
reconocerán y te llevarán con él... Déjame que te
bendiga. Aunque soy ateo y esto de la bendición no
me va, la costumbre es la costumbre. -Y, poniendo en
su voz toda la fuerza de que era capaz, exclamó
imperioso-: ¡Anda, vete en busca suya! Si fuera
menester, basta en la laguna de Kudrínskaia debes ir
a buscarle.
Ya fuera por haber seguido los consejos del padre
o por cualquier otra circunstancia propicia, lo cierto
es que un día, en el preciso instante en que el reloj de
los bomberos daba las ocho con una sonoridad
desusada, Masha batía el aldabón de la puerta del
tugurio en que se escondía Peklevánov. Oyéronse en
el zaguán unos pasos que ella conocía, y la puerta de
la casucha se entreabrió.
-¿Por qué has venido, Masha? ¿Por qué?
La joven, amorosa y ligeramente enojada ¡esperaba una acogida más afable!- contempló el
rostro juvenil y pálido de su amado. Su mirada se
detuvo después en las muñecas de él, donde
perduraban las huellas de los grilletes, y la
muchacha, entre sollozos, apoderándose de sus
manos, balbució angustiada:
-¡Porque quiero estar contigo! ¡A la cárcel, a la
clandestinidad, a presidio, a cualquier parte iría con
tal de estar a tu lado, Iliá! ¡Me iría incluso a
Kudrínskaia!
Peklevánov la estrechó entre sus brazos:
-¡Amada mía, vida mía, esposa mía!
Una noche oscura, a cosa de treinta verstas de la
laguna de Kudrínskaia, Vershinin, acompañado de
unos cuantos campesinos, recorría, con un farol en la
mano, una aldea incendiada por una expedición
punitiva blanca. Uno de sus acompañantes, con
ruidoso jadeo, arrastraba una ametralladora. Habían
expulsado a los enemigos hacía poco, y las huellas de
los incendios estaban frescas: aún crepitaban,
chisporroteantes, los troncos de las paredes de las
isbas quemadas.
La luz del farol iluminó un cadáver que yacía
junto a la escuela, incendiada también. Oíanse en las
tinieblas los sollozos de los hijos de la maestra.
Vershinin volvió la cara y murmuró:
-¡Y yo que pensaba que la guerra pasaría de largo!
Ahí tenernos cómo ha pasado. "No queremos la
guerra." ¿Y quién la quiere? Los invasores, los
guardias blancos y las bandas represivas. ¡Eh,
mujiks! -y su voz tronó sobre las ruinas de la aldea-:
¡Basta de lloriqueos! ¡Reuníos, aldeanos! Que cada
cual se lleve las armas que pueda, amigos.
Al amanecer, numerosos ancianos, delegados de
diversos pueblos, acudieron al campamento de su
guerrilla, que se había desplazado casi unas quince
verstas hacia la laguna de Kudrínskaia. Como no
cabían en la caseta de cazadores donde pensaban
celebrar la asamblea, muchos se habían sentado en el
suelo, al pie de la ventana y de la puerta. Vershinin
se acercó a una tosca mesa de palos trenzados sobre
la cual había extendido un mapa de la región el
estudiante Misha.
-¿Hay representantes de todos los distritos? inquirió Vershinin haciendo una reverencia a los
ancianos reunidos-. Esperamos de vosotros, nuestros
mayores, un consejo; y de vosotros, jóvenes, vuestra
energía y vuestro esfuerzo.
-¡Quiere que le aconsejemos!
-Pide nuestro esfuerzo…
-Sería cosa de hablar…
-¡Silencio!
Una vez que se callaron todos, el jefe guerrillero,
entornando un ojo, volvió a dirigirse a los ancianos:
-¡Ayudadnos, mujiks! Hay que salvar a Rusia.
-Sí, desde luego... -asintieron, perezosos, los
viejos.
Sus palabras eran sinceras, pero carentes de ardor.
Vershinin, encolerizado por tanta frialdad, enrojeció
y, apretando los dientes, rugió:
-Sí, desde luego... Pero ¿no podríais responder
con más entusiasmo?
-Ya hemos respondido, Nikita Egórich.
-Vamos, Nikita Egórich.
-Nosotros, Nikita Egórich.
-Hay muchos delegados de allí.
Vershinin cogió una talega, sacó de ella un
16
paquete de fotografías envueltas en papel de
periódico, lo desenvolvió lentamente y dijo:
-Según cuentan, las autoridades blancas han
concedido al general Sajárov cinco mil fanegas de
tierra en el distrito de Sósnovo, precisamente en las
inmediaciones de la laguna de Kudrínskaia. También
cuentan que Sajárov ha llevado tropas a aquella
región. ¿Es cierto?
-Sí, sí -repitieron a coro varios campesinos.
-Es un bocado muy apetitoso.
-¡Se explica que haya llevado tropas!
Vershinin continuó:
-El camarada Peklevánov me ha proporcionado un
mapa de todos los distritos, y entre ellos, uno del
vuestro. Y mientras yo conversaba con él, estaba en
la orilla, tocando la flauta...
Vershinin, recordando su entrevista con
Peklevánov, quedó pensativo, movió la cabeza y
mostró ceño:
-Estaba en la orilla, tocando la flauta, el estudiante
Misha, este que aquí tenéis, y que es agrimensor.
-Yo estudiaba en el Instituto de Montes, Nikita
Egórich.
-¿De cuándo acá los montes no son tierra? Lo son,
aunque un poco más dura que la de labranza. ¿No
sabes medir las montañas? ¿Pues por qué no has de
saber medir y distribuir los terrenos labrantíos?
Un vozarrón preguntó:
-Pero ¿ha llegado la hora de que distribuyamos la
tierra? Vershinin extrajo una fotografía y la mostró a
los presentes:
-¿Lo conocéis?
-¡El jefe de los salteadores!
-¡El general Sajárov!
-El mismo -corroboró Vershinin-. La tierra que le
han concedido ocupa en el mapa exactamente el
mismo espacio que su retrato. ¿No es verdad, Misha?
-Aproximadamente, Nikita Egórich.
-Para que luego digas que no entiendo de
agrimensura.
Así diciendo, colocó la fotografía de Sajárov
sobre las tierras que en el mapa figuraban como
otorgadas al general. Hecho esto sacó otra fotografía
y se la alargó a Misha:
-¿Quién es éste? La letra es muy menuda y no
consigo entenderla.
Misha leyó:
-El ganadero Pímenov, ministro de Agricultura
del gobierno de Primorie.
-Cubre sus tierras con la foto. Veamos ahora de
quién es ésta.
-Es la del atamán Malashin.
-Ponla sobre el mapa.
-¿Y quién es éste, aldeanos? ¿Lo reconocéis?
-El comerciante Grigori Ivánich Baliáiev.
-Colócala también ahí.
-¿Y éste?
-Obab, un propietario rico.
Vsiévolod V. Ivánov
-Cubre sus terrenos con la fotografía.
Los campesinos estaban consternados, mirándose
perplejos los unos a los otros y posando luego las
coléricas miradas en el mapa, tapado enteramente por
las fotos.
Vershinin resumió, abriéndose de brazos:
-Toda la tierra está ya repartida, amigos. O se la
han dado a un ricacho, o a un comerciante, o a un
atamán de cosacos, o a un general. Y no olvidéis que
aún quedan los invasores para participar en el
reparto. Ésos se llevarán buena tajada. Para todos
ellos tendréis que cultivar los campos.
-¡Los señoritos van a apoderarse de la tierra,
hermanos! -resonó la voz excitada de un hombre que
parecía acabar de despertarse.
-¡Pretenden quítárnosla!
-¡Eso nunca!
-¡No permitas que nos arrebaten lo que es nuestro,
Nikita Egórich!
Vershinin, henchido de satisfacción, escucha con
alegría el griterío creciente.
-¿Qué partido tomar, mujiks?
Un anciano de cabello gris, abriéndose paso a
empujones, se acercó a la mesa.
-¿Qué quieres, abuelo? -le interrogó Vershínin
sonriente.
-¡Quiero tierra!
-¿De qué distrito eres?
-Del de Mutióvskoie, Nikita Egórich.
-¿Dónde está ese distrito, Misha?
-En ninguna parte, Nikita Egórich.
-¿Cómo que en ninguna parte? -indignóse el viejo.
Vershinin explicó, encogiéndose de hombros:
-Ya lo ves, abuelo: no aparece por ninguna parte;
los retratos de los señores ocupan todo el mapa.
-¡Pues ahora van a ver esos señores!
El vejete, asiendo un pico del mapa, dio un tirón y
arrojó al suelo todas las fotografías.
Los mujiks soltaron una carcajada.
La expedición de castigo, después de retirarse, se
atrincheró en Bolshoie Mutióvskoie. La aldea,
rodeada de grandes huertas, se extendía a lo largo del
río Muklionka: el mismo río cuyo puente había de
proteger el capitán Nezelásov con su tren blindado.
El Muklionka, serpenteando entre florestas y
montañas, desembocaba en la laguna de Kudrínskaia.
La distancia del pueblo al ferrocarril no pasaría de
veinte verstas.
Entre las líneas férreas y la aldea abundaban los
prados y las tierras de labranza, fértiles y fecundas,
que antes de la revolución pertenecían al Gabinete de
Su Majestad. Después de la revolución; los
campesinos las cultivaron y usufructuaron, pero toda
la zona le había sido graciosamente regalada al
general Sajárov, que se proponía dedicarlas al cultivo
del trigo y a la ganadería, con prioridad para ésta
última. Los prados eran de una exuberancia
asombrosa, sobre todo junto a las colinas que
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El tren blindado 14/69
resguardaban la laguna de Kudrínskaia. Ésta, por
desgracia, tenía poca profundidad y sólo era
navegable para barcas de poco calado; pero el
general, seguro de enriquecerse con la ganadería,
proyectaba drenar el fondo y abrir un canal que,
partiendo de allí, permitiera transportar los cereales y
el ganado.
De momento, en las inmediaciones de la aldea no
había ni lo uno ni lo otro, y las enormes huertas
aparecían llenas de abrojos. Entre ellos avanzaban
ocultos los mujiks, armados de granadas y de
escopetas. Aunque brillaba la luna, los centinelas no
los distinguían: temerosos de montar la guardia en las
huertas, preferían andar por la calle. No podía
afirmarse que, de noche, la disciplina rayase a gran
altura entre las tropas blancas.
En casa de la hostiera, haciendo cama redonda
sobre un montón de heno, dormían varios oficiales.
El de más graduación dormitaba con la cabeza
apoyada sobre la mesa, los puños a guisa de
almohada. Con tal motivo, el interrogatorio del chino
Sin Bin-U transcurría en el zaguán. Un alférez
bisoño, bajándose a cada momento del baúl revestido
de resbaladiza hojalata, que le servía de asiento,
contemplaba displicente el rostro del chino, que tenía
las manos atadas. Había poco petróleo en el quinqué,
y el oficial sacaba más la mecha mientras
preguntaba, entre bostezos:
-¿Cómo has venido a parar aquí, chino? ¿Querías
unirte a los bolcheviques, a los guerrilleros?
-Yo nesesital ilme a China.
-Mentira. China está en la dirección contraria.
El alto oficial pelirrojo que dormía apoyando la
frente en la mesa, se levantó. Entumecido y cansado
por lo incómodo de su posición, avanzó cojeando,
chirriantes las altas botas, y dijo al alférez:
-¡Qué sueño he tenido, Pável Andréievich, qué
sueño! El Volga, Nizhni Nóvgorod, la feria...
-No moleste -protestó el interrogador-, que no
consigo escribir el nombre de éste. ¿Cómo te llamas?
-Buena gana tiene usted de perder el tiempo con
ese chino. Péguele un tiro, y asunto concluido. O si le
parece mejor, déjeme que se lo pegue yo.
El azafranado oficial puso la mano sobre la funda
del revólver. Suspendió el alférez el interrogatorio y,
llegándose a la mesa, se sirvió en un bote de hojalata
un poco de té frío, que se tomó de mala gana. Los
oficiales se aburrían soberanamente.
-¿Qué hora es?
-Las tres y media.
-¡Dios mío, qué sueño!
El más alto de los dos alzó la cabeza, aguzó el
oído y pronunció con gravedad:
-Oigo pasos junto a la ventana.
-Será el centinela.
-Me parece que no es gente nuestra.
Sin Bin-U, tal vez por comprender también que
algo raro estaba sucediendo fuera de la casa, trató de
distraer la atención de sus guardianes:
-Yo quelel complal pipas. Vine este pueblo
complal pipas. Se me han acabado. ¿Cómo voy a
ganalme vida sin vendel pipas?
El oficial pelirrojo, descargando un puñetazo
sobre la mesa, vociferó:
-¡Despierten ustedes, señores! Ahí fuera hay
alguien. Tenemos que comprobarlo.
Antes que terminase de formular su orden, el
marco de la ventana voló hecho añicos, y Vershinin,
con una bomba en la mano, irrumpió en la habitación
y se subió a la mesa de un salto.
La laguna de Kudrínskaia. Praderas, campos,
colinas... ¡Cuánta lozanía, cuánta luz, cuánta
inmensidad! ¡Qué abundancia de heno, qué mieses
ubérrimas brindarían esos campos si los prados no
hubiesen sido hollados por la soldadesca, si las
tierras de labranza no estuvieran surcadas por
trincheras protegidas con alambre espinoso y si en las
colinas, algo distanciadas, no se hubiera fortificado el
propio general Sajárov, que, al decir de la gente,
había traído consigo varios trenes llenos de granadas
de artillería! Sajárov había ordenado requisar las
carretas en los cinco distritos circunvecinos. Dos
semanas había durado el acarreo de los proyectiles, y
los artilleros se habían pasado diez días enteros
ayudando a los tiros de mulas a arrastrar los cañones
hasta sus emplazamientos: los caminos estaban
sumamente escurridizos a causa de las lluvias.
Menos mal que había dejado de llover; de no ser
así, ¡cualquiera probaba a arrastrarse por aquel
terreno, negro y resbaladizo, hasta las posiciones del
general! Iba a ser difícil tarea la de atacar en la
región de Kudrinskaia. ¡Ay, quién tuviera aunque no
fuese más que un par de cañones y medio vagón de
proyectiles! Pero ¿cómo soñar con piezas de artillería
cuando faltaban hasta municiones para las
ametralladoras? Eso no hablando ya de la carencia de
fusiles. Ciertamente, el mujik siberiano sabe
economizar las balas, mas para satisfacer la sed de
venganza acumulada en tantos pechos, para aplacar
tanta cólera, no bastarían miles de millones de
cartuchos...
Muy en vanguardia del grueso de la guerrilla,
tendidos en la seca y agostada hierba, Vershinin, el
estudiante Misha, Sin Bin-U y tres mujiks
observaban las colinas donde se habían atrincherado
los blancos y en las que resonaban disparos de fusil.
Vershinin, mirando al cielo, preguntó:
-¿Vienen los demás? Mucho parece que tardan.
Como nadie le respondiera, volvió a inquirir
nervioso y enojada:
-Pregunto si han llegado las restantes compañías.
-No han llegado, no, Nikita Egórich -le contestó
Misha.
-No -dijo también el chino-. Nadie venil.
-A ver, Petrov, ¿qué pasa con los mujiks? ¿Dónde
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están?
Petrov llegó a rastras. El jefe guerrillero le miró
interrogativamente.
-Se han vuelto -declaró Petrov con un pesaroso
suspiro-. Han retrocedido.
-¿Por miedo a los fusiles?
-A los fusiles, no, Nikita Egórich. Fíjate en las
posiciones del general Sajárov...
Vershinin miró con atención.
-Son cañones, Nikita Egórich. Cuando menos lo
pienses pueden tronar.
-Verdaderamente, son cañones... -terció Misha
con una sensación mezcla de respeto y de envidia.
Vershinin le atajó colérico:
-Cañones, cañones... ¿Qué tiene eso de particular?
Y se encaró bruscamente con Petrov:
-Ve en busca de los mujiks y diles que... que los
quiero como a hermanos...
Tras de lo cual repitió, esta vez con cierta
emoción:
-Diles que los quiero como a hermanos; que los
quiero tanto, que ahora mismo voy a ponerme de pie
ante aquellas trincheras, ante aquellas alambradas,
aguantando el fuego de los fusiles y de los cañones.
Y que así permaneceré a pie firme hasta que regresen
ellos o me mate el enemigo. Moriré por nuestra
tierra, por Rusia.
Petrov se retiró arrastrándose.
Vershinin lió un cigarrillo y, dándole un par de
chupadas, se lo entregó a Misha.
-No fumo, Nikita Egórich. ¿De veras que va usted
a ponerse ahí de pie?
-¿Y por qué no?
-No me entra en la cabeza.
-Ni falta que hace. Tú sigue ahí cuerpo a tierra,
Misha, ¿En qué estás pensando?
-¿Yo? Pues estoy pensando en el porvenir y
recordando el pasado. ¿Sabe usted que es una
ocupación la mar de agradable? Y tengo ganas de
leer. ¿Quiere que le recite a Turguéniev de memoria,
Nikita Egórich?
-¿Qué dices?
-Si desea que le recite un libro.
-A ti te falta algún tornillo. ¿No te das cuenta de
dónde estamos, Misha?
Nikita Egórich incorporóse lentamente, se irguió
y, en silencio, se puso a contemplar las trincheras y
las colinas que se divisaban en lontananza.
Arreciaron los disparos de fusil procedentes de las
posiciones enemigas.
-¡Qué lástima de prados, amigos! -exclamó
Vershinin con un suspiro de tristeza-. ¡Qué hermosa
hierba sin cortar! Da verdadera pena. Le llega a uno a
la cintura, y parece que está pidiendo una guadaña... Poniéndose una mano a modo de visera, observó
atentamente las posiciones de los blancos-. Pues si
que son cañones. El general Sajárov es también
diligente, a su manera.
Vsiévolod V. Ivánov
Petrov, haciendo grandes aspavientos con los
brazos, corrió hasta una vaguada en la que se habían
reunido los guerrilleros al retirarse.
-¿Os dais cuenta, mujiks? Vershinin se ha puesto
de pie bajo las balas, y vosotros, mientras tanto, os
refugiáis y os tendéis a la bartola en este barranco.
Sabed que ha dicho que va a morir por amor a
vosotros. "Aquí voy a quedarme a pie firme hasta que
me maten los blancos." ¿No os dicen nada estas
palabras, por el amor de Dios?
Siguió una pausa hasta que, por fin, de entre la
tropa guerrillera salió una voz grave:
-Hemos hecho muy mal, muchachos.
-Muy mal -le secundó otra voz al cabo de un
breve silencio.
Petrov se acercó al que había dicho: "Muy mal", y
le susurró:
-Ha sido un acto feo y vergonzoso.
El mujik se levantó gritando:
-¡Me arrepiento y me avergüenzo de lo que hemos
hecho! ¿Cómo se me ocurriría seguiros, idiotas?
-Sí, pero ¿y los cañones?
-¿Qué importan los cañones? -replicó el
guerrillero-. Más me importa el peso que llevo en el
corazón. ¡Si matan a Vershinin, me sentiré
deshonrado para toda mi vida!
Se hizo de nuevo el silencio, pero un silencio muy
distinto del anterior. Petrov, percatándose del cambio
que se había operado en los corazones, echó mano a
su fusil:
-¡A formar!
Y los mujiks abandonaron la vaguada.
Prados. Colinas. ¡Qué hermosa era la zona de
Kudrínskaia!
Las balas no llegaban hasta Vershinin o pasaba
por encima de su cabeza.
De repente, el chino Sin Bin-U se levantó:
-¡Imposible! Yo no podel tendido. Necesito
panelme a su lado.
-Verdaderamente, da vergüenza, y me extraña mi
cobardía -dijo también Misha levantándose.
¡La fila constaba ya de tres hombres!
Los otros tres mujiks se aproximaron a rastras y
también se alinearon.
Uno de ellos, observando la trayectoria de las
balas, comunicó alborozado a Vershinin:
-Nikita Egórich, los soldados blancos no tiran a
darnos.
-¡Bah, no sueñes!
-¡Por la santa cruz que sí!
Alguien razonó con gravedad:
- Puede que no tiren a dar; pero puede que no
sepan.
Cuando el tableteo de una ametralladora vino a
añadirse al fuego de fusilería, un mujik, dando con el
codo a Vershinin, exclamó con alegría:
-Fíjate: alguien viene arrastrándose desde las
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El tren blindado 14/69
posiciones de los blancos. El muy truhán debe de ser
un valiente; no se le pueden poner reparos.
Los mujiks aprestaron las armas, pero Vershinin
ordenó en voz queda:
-¡Quietos! -Y después preguntó alzando el tono-:
¿Quién va?
-Soy de los vuestros -sonó una voz entrecortada.
-Sois muchos los que decís lo mismo -replicó
Vershinin poniendo el dedo en el gatillo-. Responde:
la tierra...
La voz entrecortada iba aproximándose:
-Para el pueblo.
-Las fábricas...
-También.
-La paz...
-Sin anexiones ni contribuciones.
Vershinin bajó el fusil:
-Acércate.
De entre la hierba surgió Vaska Okorok con un
camisote de un rojo desvaído. Llevaba en la mano
una gorra, también descolorida, con un ribete azul
cielo. Ensangrentado todo él, manteníase de rodillas,
como maravillado de verse a salvo.
-Quería fusilarme el general Sajárov, y yo...
-¿Fusilarte? ¿Por qué?
-Porque soy el secretario del ciento veinticuatro
regimiento revolucionario y me infiltré en sus filas
para sembrar en ellas la descomposición.
-¿Dónde está tu regimiento?
-Conforme volvía del frente, todo el mundo se
dispersó y se fue a su casa. Yo, en cambio, no tengo
casa: como soy el secretario de un regimiento
revolucionario, me la quemaron los blancos.
-¿Sabes leer?
-Leo y escribo para salir del paso.
-¿Conoces la tabla de multiplicar?
-Bastante mal, Nikita Egórich.
-¿Dónde has aprendido mi nombre?
-Me lo dijeron los muchachos a quienes habían
encargado que me fusilaran: "Aquel que está allí
desafiando las balas a pie firme no puede ser otro que
Nikita Egórich Vershinin -me animaron-. ¡Anda,
huye!" Para guardar las formas dispararon muchas
veces cuando me escapé, pero sólo me rozaron este
carrillo. Míralo.
Silbaron balas.
-¡Ay! -exclamó Vershinin-. ¡Valiente tirador!
Otro fallo...
-¿Le han herido?
-Algo peor: me han destrozado una bota. A ver,
tira de ella.
Vaska le descalzó, y alguien le vendó la herida.
-Ya está todo el mundo aquí, Nikita Egórich.
El jefe se tornó hacia sus huestes.
-Ya hace tiempo que debierais haber llegado. En
fin podemos sentarnos un poco1. No conviene
provocar la cólera de Dios. Sentémonos antes de
atacar.
Obedecieron todos.
Vershinin, el fusil entre las manos, repiqueteando
con los dedos sobre el cañón, explicó pesaroso a
Okorok:
-También aquí hay combatientes de tres al cuarto.
Ya lo ves: casi todos se rezagaron. Y luego se llaman
bolcheviques.
-Lo que aquí necesitáis es una célula, Nikita
Egórich -sugirió Vaska Okorok-. De haber tenido una
célula, nadie hubiera retrocedido.
-¿Y de dónde quieres que saque yo esa célula?
-Quizá pudiéramos formarla...
-Ese es un asunto a consultar con Peklevánov.
Tiene mucha confianza en mí. "Ponte en campaña me dijo-, porque toda la comarca está bajo tu
influencia." ¿La comarca? Me conformaría con un
distrito. Yo lo tomé por una incitación: "A ver si
consigues esa influencia." Y claro, tuve que
esforzarme por conseguirla. Lo curioso del caso es
que no mandó ningún comisario conmigo. Es porque
confía en mí, pero yo confío en él diez veces más.
El jefe de la guerrilla arrancó un manojo de
hierba, la contempló largo rato, pensativo, y luego
preguntó a Vaska:
-¿De manera que el general Sajárov y todos sus
altos oficiales están allí, en la colina?
-Detrás de ella, en un blocao, Nikita Egórich, Si
atacamos de flanco podríamos irrumpir en la
retaguardia del enemigo.
-Eso es lo que se me ha ocurrido a mí, camarada...
Haced lo que haga yo.
Todos se levantaron al ver incorporarse al jefe,
quien, humedeciéndose un dedo con la lengua lo
levantó en alto. Los restantes, sin la menor
vacilación, le imitaron. Tan sólo el estudiante Misha
sintió un escrúpulo: "¿Voy a meterme en la boca un
dedo sucio?" Pero ¿qué remedio?
Sentáronse de nuevo. Vershinin preguntó:
-¿Os habéis dado cuenta de dónde sopla el viento?
-A mí me daba en la espalda, Nikita Egórich respondió diligente Okorok.
-Un momento, amigo: ¿cómo te llamas?
-Vaska Okorok.
-¿Okorok? ¿Eres de la familia del cerdo?2
-Mi nombre y apellido son Vasili Okorótok. Pero
los mozos se reían de mí: "¿Cómo te llamas
Okorótok siendo tan largo?3. Pues mira, nosotros te
acortaremos. En vez de Okorótok te vas a llamar
Okorok." Y así he acabado por llamarme Vasili
Okorok.
-Misha, ¿de dónde viene el viento?
-A mí me pasa una cosa, Nikita Egórich: como
tengo las espaldas humedecidas por la emoción, me
pareció que soplaba de detrás.
1
2
Es costumbre antigua entre los rusos sentarse antes de
emprender un viaje. (N. del t.)
3
Juego de palabras. Okorok significa «jamón». (N. del t.)
Okorótok quiere decir «corto». (N. del t.)
20
Llegó arrastrándose Petrov:
-El regimiento está a punto, Nikita Egórich.
-Estupendo. Recógeles a todos los fósforos. Los
más jóvenes, que recorran el frente prendiendo fuego
a la estepa. Protegidos por las llamas, lanzaremos
nuestro ataque.
Los jóvenes guerrilleros, arrancando manojos de
heno y apilándolos en montones, los quemaron.
El viento llevó las llamas por los campos de heno
seco hacia las trincheras de los blancos.
El humo y el fuego flotaban sobre las posiciones,
penetraban en los blocaos y envolvían los
emplazamientos artilleros.
-¡Hurra!
Los mujiks armados de fusiles, de carabinas o de
simples hachas, se lanzaron al asalto.
Cortaron las alambradas e irrumpieron en las
trincheras, dispersándose por ellas y batiendo a los
defensores.
Al pie de la colina en que estaban emplazados los
cañones, un grupo de oficiales rodeaba al general
Sajárov junto a un blocao.
Vershinin se acercó lentamente al general,
detúvose y, cruzando los dedos de ambas manos, se
encaró, impasible, con él:
-¿El general Sajárov?
El interpelado, sin dignarse mirar al jefe
guerrillero, preguntó a su vez:
-¿Y tú quién eres?
-Vershinin, un mujik4.
-Ya veo que no eres una baba5.
Vershinin, arrancándole las charreteras al general,
las arrojó lejos de sí:
-No tienes derecho a llevar encima oro ruso. -Y,
tornándose hacia los ancianos que le seguían, les
pidió consejo-: ¿Qué hacemos con él, abuelos?
Los viejos intercambiaron miradas. Se oyó a uno
sacar la tabaquera, llevarse una brizna de rapé a la
nariz y estornudar, mientras que otro tosía azorado.
Por último un tercero, gris y enteco, dictaminó
con voz de bajo profundo:
-¡Fusilarlo!
Otro mujik, de lengua barba y venerable aspecto,
miró al general de arriba abajo y se dirigió a
Vershinin:
-Lo suyo sería colgarlo, Nikita Egórich. Créeme
que eso sería lo mejor.
-¿Cómo?
-¿No se ha dedicado él con tanta saña a ahorcar a
los nuestros? Pues debiéramos pagarle con la misma
moneda. Además, si lo fusilamos habrá que cavar
luego una fosa y perder tierra y esfuerzo para
enterrarlo, mientras que si lo colgamos de un pino, se
quedará ahí balanceándose y servirá de alimento para
4
Mujik suele significar aldeano, campesino; pero
literalmente equivale a «hombrecillo». (N. del t.)
5
Baba es un peyorativo de «mujer», como mujik lo es de
«hombre». (N. del t.)
Vsiévolod V. Ivánov
los cuervos.
Un oficial bisoño, de nariz achatada, avanzó unos
pasos y, saludando militarmente, presentóse a
Vershinin:
-Soy el ayudante del general Sajárov. Es un
monstruo. Siempre me ha indignado su proceder y
me sigue indignando. Ciudadano jefe: permíteme
enjabonar...
-¿Cómo?
-Permíteme enjabonar la cuerda. Será para mí un
verdadero deleite.
Vershinin miró al ayudante con ojos desorbitados
y hasta retrocedió un par de pasos. A renglón seguido
avanzó y, no se sabe si impresionado o sorprendido,
colocó la mano sobre el hombro del ayudante como
para cerciorarse de que existían individuos tan
despreciables.
-¿La cuerda para tu jefe? ¡Oh, hijo de perra, hijo
de mala madre! Y a lo mejor sabes la tabla de
multiplicar...
Después se volvió hacia Sajárov:
-Por mí, te fusilaría, general; pero ya has oído a
los ancianos. Nuestros viejos están terriblemente
enojados. Vaska, escribe la sentencia. Aunque,
espera un poco…
Tras una breve meditación, señaló con el dedo al
ayudante y profirió, inflexible:
-¡A ése aplícale la misma pena! ¡Y que lo
cuelguen primero!
CAPÍTULO IV. LOS GUERRILLEROS E
LA VÍA
Los guerrilleros merodean por la vía -carraspeó
Obab mostrando unos telegramas-. Aquí se dice que
los destacamentos de Vershinin operan en la línea
férrea. En cambio, la ciudad está tranquila.
Con pesado movimiento, apartóse de la ventana:
-Todo es obra de los judíos, mi capitán: lo mismo
lo de la ciudad que lo de Vershinin. ¿Me da un
cigarro? Ese Peklevánov tiene que ser un judío de
marca mayor.
-¿Por qué?
-Pues porque a todos se la ha dado con queso. De
fijo que está con Vershinin. De no ser así, ¿cómo iba
Vershinin a hacer lo que ha hecho con el general
Sajárov?
-¿Qué es lo que ha hecho con el general? ¿Le ha
pasado algo?
Obab levantó una mano y la balanceó en el aire. A
Nezelásov se le quedó frío el corazón.
Incorporándose
de
un
salto,
preguntó
atropelladamente:
-Oiga, alférez, ¿dónde está nuestro mando?
¿Quién es nuestro jefe inmediato?
-El general Sajárov,
-¡Ah! ¿Y dónde se halla?
-Los guerrilleros lo han ahorcado.
-¡Cáspita! ¿De modo que estamos solos usted y
21
El tren blindado 14/69
yo?
-Los americanos acudirán en nuestra ayuda. Y
también los japoneses.
-¿Conocen ellos la suerte corrida por Sajárov?
-De momento no.
-Pues no los informe.
-¿Cree que pondrán pies en polvorosa?
-Eso, de seguro.
Obab dejó caer los brazos, largos y escuálidos
como cuerdas flojas.
-¡Qué maravilla! -exclamó el alférez al notar fijos
en él los abultados ojos de Nezelásov-. Cuando los
aliados huyen es una delicia: abandonan tantas
cosas...
-¿Y si hacen lo mismo con usted?
-¿Qué?
-Dejarte tirado.
-Yo tengo siete vidas como los gatos. Ya verá
cómo me salvo.
-Que carguen agua y que preparen el tren para
salir.
Obab preguntó estúpidamente, cual si tratara de
rimar con las palabras de su jefe:
-¿Y adónde vamos? -tras de lo cual añadió-:
Quiere decirse, Alexandr Petróvich, que las tierras de
Sajárov pasarán ahora a poder de usted, ¿no es
verdad?
El capitán, apretándose el cinturón pareció a
punto de vociferar rudamente: "¡Déjese de pamplinas
y cumpla la orden!"; pero, en lugar de hacerlo, volvió
la espalda y, arañando, como aburrido, la pintura del
marco de la ventana, inquirió en voz baja:
-¿A quién vamos a obedecer, alférez? A ver, ¿de
quién dependemos, según el telegrama? Aguarde un
instante.
Obab dio un papirotazo al barrigón del ídolo de
bronce y trató de encajar cierta idea en su cerebro,
mas la idea se le escabulló.
-Pues no lo sé... ¿Cargar agua? Pues
carguémosla... ¿Que nos ordenan disparar? Pues
dispararemos. La cesa tiene poca ciencia.
Y, al modo de un ganso de alas desplumadas,
abombado el pantalón de montar, el alférez echó a
andar por el pasillo, mientras murmuraba:
-Yo no tengo la obligación... de pensar... ¿Qué
soy yo? Una partícula, un peón de la guerra...
Bastante necesidad tengo de calentarme los sesos...
El capitán descendió al andén. Debía comprobarlo
todo personalmente: el maquinista Nikíforov era tan
cumplidor como Obab, pero tan estúpido como él.
Por otra parte, cabía esperar la llegada de un
telegrama de la ciudad. El puesto de Comandante
Jefe había quedado vacante. ¿A quién designarían?
No iban a nombrar al tío Viacha, al general Spasski,
tan chocho con su manía de encuadernador. ¡De
veras que daba miedo, por vida del diablo! ¿Cómo
pudo Vershinin, un lugareño analfabeto, coger
prisionero al Comandante Jefe, con todo su Estado
Mayor? ¿No llevaría razón Obab? Tal vez fuera
Peklevánov quien dirigía las operaciones de los
guerrilleros. Por consiguiente, él debía aniquilar a
Vershinin fuese como fuese. Si lo conseguía, lo
natural era que le colocasen en el puesto dejado
vacante por Sajárov. ¡No podía ser de otro modo!
Procedía, pues, indagar, ante todo, el paradero del
grueso de las fuerzas de Vershinin. "¡Estupendo! ¿De
manera que piensa atacar la estación? Mejor que
mejor: aquí le esperaré." ¿Con cuántos americanos y
japoneses contamos? Podríamos colocarlos en el
centro de las líneas a fin de que la animación
cundiese por todas partes al ver a los aliados. Por lo
tanto, hay que esperar a que lleguen las tropas
aliadas.
"¡Oh, qué estación tan repugnante y tan sucia!
¿Será posible que ésta sea la cuna de mi fama?"
Un soldadillo canijo, vestido con unos andrajos
franceses, de un azul desvaído, y calzando enormes
botazas, le hizo el saludo militar.
Nezelásov, deseoso de evitar los apretujones del
andén, dio la vuelta junto a los acorazados vagones
de su tren y echó a andar entre los de mercancías,
llenos de refugiados fugitivos.
"La Rusia inútil -reflexionó abochornado y
enrojeció al redondear su pensamiento-: Tú
perteneces a esa Rusia."
Instintivamente, profirió una exclamación en voz
alta:
-¡Majadero!
Una mujer con mucho colorete en las mejillas
volvió la cara. Tenía los ojos tristes y mortecinos y la
frente estrecha y surcada de profundas arrugas.
Los vagones de refugiados estaban revestidos de
madera grisácea. En las bisagras de las puertas
brillaba una especie de herrumbre verdosa y
descolorida. Sonaban, al abrirse y cerrarse, las
puertas con correas en lugar de picaportes. De unas
escarpias, clavadas en las paredes, pendían bolsas de
malla con carne, aves y pescado. Sobre algunas
puertas se veían ramas de abeto, y en el interior de
los vagones resonaban juveniles voces femeninas. En
uno de ellos estaban tocando el piano.
Olía dentro a sudor y a pañales sucios, y de la vía
se elevaba un acre hedor de excrementos pisoteados.
En uno de los vagones, un soldado, en cuclillas,
apretados los dientes amarillentos, aullaba sin cesar:
-¡Ooo-eee!...
"Disentería -pensó el capitán mientras encendía
un cigarrillo-. Ése no lo cuenta."
La sensación de vergüenza y aquella remota
cólera, que parecía llegarle hasta los talones no
cesaban.
Un viejo de espaldas planas, levantando con
dificultad una pesada hacha, trataba de cortar una
traviesa medio podrida.
-¿Viene de muy lejos? -inquirió Nezelásov.
Repuso el anciano:
22
-De Sizrán.
-¿Y adónde va?
El interpelado bajó el hacha y, arrastrando un pie
desnudo, de negras y agrietadas uñas, contestó
apático:
-A donde me lleven.
Tenía la nuez muy grande, del tamaño del puño de
un niño, y cubierta de fláccidas arrugas. Al hablar se
le veían en el cuello pequeñas franjas, como hilillos,
de piel blanca.
"A lo que se ve, no se le presentan muchas
ocasiones de conversar con gente", se dijo
Nezelásov.
-En Sizrán tengo fincas -declaró el viejo como
deleitándose en el recuerdo-. Magnífica tierra negra:
una tierra que es oro puro, del que podría acuñarse
moneda... Y, sin embargo, todo lo he abandonado.
-¿Lo lamenta?
-Pues claro que sí. Pero, no obstante, allí dejé mi
hacienda. Tendré que volver.
-El camino será largo... muy largo...
Sin soltar el hacha, el anciano movió ligeramente
la cabeza y exhaló un suspiro mezclado con un
silbido, al tiempo que se encogía de hombros:
-Desde luego, está lejos... Además, señor capitán,
se dice que Vershinin ronda la línea del ferrocarril.
-Eso es mentira. No hay un solo guerrillero.
-¿Que no? Entonces serán inciertos los rumores asintió el viejo, volteando animoso el hacha-. Pues se
asegura que todo lo arrasa a su paso y que no tiene
piedad ni del ganado. La única defensa, según
muchos, es el tren blindado. Eso y nada más. Ahora
bien..., ¿quiere decir que es mentira?
-No hay un solo enemigo en las vías...
-Pues más vale así, mi capitán. Acaso podamos
llegar a Vladivostok... El que viva, lo verá. ¿Cómo
voy a volverme a Sizrán, por vida del Señor?
-No lo resistiría... Pero no se apure, hombre.
-Es lo que yo digo: hallaría la muerte en el
camino.
-¿No le gustan estos parajes?
-La gente es muy distinta a la nuestra. Allí todo el
mundo se muestra amable, mientras que aquí no
saben ni hablar. Los chinos ni siquiera entienden el
ruso. Esto es como para agusanarse. ¿No me valdría
más volverme atrás, arrostrándolo todo? Los
bolcheviques también son hombres, ¿no le parece?
-¡Qué se yo! -evadió la respuesta el capitán.
Al atardecer, la estación se llenó de humo.
Ardía el bosque.
La humareda era vaporosa y cálida, y en derredor
olía a resina quemada.
Los minúsculos edificios de la estación, la torre
del agua, semejante a una jarra de arcilla, las
casuchas chinas y los amarillos campos de zahína
exhalaban un hálito azulino, y los rostros palidecían
como por ensalmo.
Vsiévolod V. Ivánov
El alférez Obab reía a carcajadas:
-¡Ventrílocuos! ¡No os acobardéis!
Y, cual si trataran de atrapar la risa en el aire, sus
largos brazos se extendían ansiosos.
Una refugiada tísica, de rostro terroso y abrigo
marrón, ceñido al talle por una cuerda de las que se
usan para atar los sacos de azúcar, correteaba con
paso diminuto por la estación murmurando sin cesar:
-Los guerrilleros... los guerrilleros... han quemado
la taigá... y fusilan a diestro y siniestro... Se acerca
Vershinin.
La vieron a la vez en los doce trenes allí
estacionados. Llevaba el abrigo de terciopelo marrón
cubierto de ceniza, y sus sienes hundidas se habían
perlado de sudor. Todos experimentaban una desazón
angustiosa, semejante a la que produce el hambre.
El jefe de la estación -los soldados le llamaban
"Cuatropisos"-, de cabeza gorda y mostachos blancos
y transparentes como carámbanos de hielo, pretendía
imponer la calma:
-Conservad vuestra integridad espiritual. No os
asustéis.
-¡Es que han tomado Chitá! ¡En Vladivostok están
los bolcheviques!
-Os equivocáis de medio a medio. Tenéis
demasiado grandes los oídos. Mantenemos
comunicación con Chitá. Hace un momento han
telegrafiado desde allí preguntando por la niñera del
general Nox.
Y, reprimiendo en la garganta una risilla
irrespetuosa, recalcó las sílabas:
-¡El general inglés Nox ha perdido a su niñera y
anda buscándola! Han ofrecido una recompensa a
quien la encuentre. ¡Qué diantre, se trata ni más ni
menos que de una niñera diplomática!
Un muchacho rizoso y rubio -enteramente un
cerezo en flor- iba pegando por los vagones carteles
y partes de operaciones del Estado Mayor; y aunque
nadie sabía dónde se encontraba el tal Estado Mayor
ni quién hacía frente a los bolcheviques, todo el
mundo cobró ánimos.
Una tupida lluvia tibia cayó repentinamente.
Estalló un trueno. Rugió la taigá.
Disipóse el humo, pero cuando cesó el chaparrón
y salió el arco iris, afluyó de nuevo, en densas
oleadas, la azulina humareda, y el ambiente se tornó
otra vez cálido e irreparable. El viscoso fango
atenazaba los pies al suelo.
Olía a tierra húmeda, y tras las casetas de los
chinos rumoreaban levemente las remojadas zahínas.
En esto llegaron al andén dos cosacos con el
cadáver de un sargento que habían encontrado detrás
de la torre del agua.
-Han sido los guerrilleros... -masculló la refugiada
del abrigo marrón-. Los de Vershinin... Ellos...
Los ocupantes de los pardos vagones de
mercancías se agitaran entre murmullos:
-Los guerrilleros..., los guerrilleros...
23
El tren blindado 14/69
La del abrigo marrón, de pie sobre la plataforma
de un vagón, preguntaba, nerviosa, a los soldados:
-Vuestro tren no nos abandonará, ¿verdad?
-No moleste -le dijo Nezelásov que había tomado
un odio repentino a aquella mujer de nariz aguileña-.
¡No se debe hablar con la tropa!
-Es que los guerrilleros van a degollamos,
capitán... Bien lo sabe usted...
Nezelásov dio un portazo y vociferó:
-¡Váyase al cuerno!
Trajeron un nuevo telegrama. Algún jefe, con
prosa ininteligible, en la que, como siempre,
abundaban las cifras, ordenaba aniquilar las bandas
de Vershinin, apostadas a lo largo del ferrocarril.
-Pero ¿dónde están los americanos, Obab?
-Ya se acercan.
-¿Y los japoneses?
-Ahí al lado. Más allá del puente, en la orilla
opuesta del río Muklionka.
-¿Y quién es ese chino?
-Se dedica a vender pipas.
-Para despistar. Todos esos amarillos de ojos
oblicuos son iguales. Pregúntale a ver si tiene
cocaína.
-¡Eh, chinito! ¿Llevas cocaína?
-Cocaína no. Pipas llevo.
Obab y Nezelásov se retiraron. Sin Bin-U, sin
quitarles la vista de encima, preguntó al maquinista
Nikíforov:
-¿Es muy selio ese capitán? ¿Tenel pocos
soldados? Mucho teme guelillelos.
-Soldados le sobran.
-Pelo ¿cuántos tiene?
-¿Qué te importa a ti?
-Mí no impolta nada.
-Bueno, pues cállate esa boca. ¿No sabes que la
ley nos prohíbe hablar? Entérate de una vez: para mí
la ley está por encima de todo. Y como la respeto
tanto, pongo la máquina como en los trenes mixtos:
delante del convoy, que es laque manda la ley. ¿Te
has enterado?
-Eso estal muy bien.
-Es lo mejor.
-¡Mila, amelicanos!
-No, según lo mandado, serán los japoneses los
primeros en llegar.
En efecto, las tropas niponas llegaron antes. Los
americanos aparecieron unas cinco horas después.
La locomotora, monstruo obeso y bonachón,
resoplando como aliviada, arrastró hasta el andén seis
vagones de soldados japoneses. A renglón seguido
llegó otro tren. Los diminutos y pulcros
hombrecillos, semejantes a pájaros de cabezas
amarillas, se dispersaron por el andén.
Un oficial japonés encontró al capitán Nezelásov
en la locomotora del tren blindado. Acariciando la
funda del revólver y moviendo levemente los codos,
el nipón hablaba en un ruso blandengue, atento a
pronunciar bien la erre:
-Soy el teniente Tanako Muzzo…Sí señol-r. Se
me ha ol-rdenado ponel-rme a sus ól-rdenes.
Y, elevando súbitamente el tono, escandió un
lema, que debía de haberse aprendido de memoria, en
medio de un chifle de erres y eles:
-¡Aniquilal-rlos, aniquilal-rlos!
Hallábase a su vera un corresponsal de prensa
americano, con una guerrera de relucientes botones
verdes y altas medias rayadas, dentro de las cuales
llevaba recogidas las perneras del pantalón. Con
rápido ademán, también aprendido, abarcó de una
ojeada la estación y garrapateando aceleradamente
con el lápiz, inquirió:
-¿Y ésta? ¿Y ésta? ¿Qué?
Obab y otro oficial, entre sudores y golpes de tos,
le explicaron lo que les pareció que había
preguntado.
-Está bien -dispuso Nezelásov-. Obab, dé usted
orden de preparar el tren para el combate.
Y cerró de golpe la pesada puerta de acero.
-¡Arranca, arranca! -chilló.
Allá en su interior se acentuó el deseo de ver, de
palpar la angustia que se había trasplantado desde los
convoyes de fugitivos al tren blindado 14-69.
El capitán recorría el tren amenazando a todo el
mundo con el revólver; hubiera deseado agigantar su
grito para que fuese capaz de reventar las paredes de
los vagones, revestidas de fieltro y de acero... Al
cabo de unos instantes, no comprendía ya para qué
había vociferado de aquella manera.
Los soldados, sucios, se colocaron en posición de
firmes y sus caras cuadradas se volvían de hielo.
El alférez Obab, diligente y taciturno, seguía los
pasos de su capitán.
Rechinaron los topes. La máquina lanzó un breve
silbido; un cubo de hojalata cayó con estruendo al
suelo; y, apretando los raíles contra la tierra, dejando
atrás estaciones, casillas de guardaagujas, bosques
humeantes y colinas graníticas, acariciadas por una
brisa cálida y húmeda, las cajas de acero, portadoras
de cientos de cuerpos humnos llenos de angustia y de
rabia, se precipitaban incesantemente en las tinieblas.
El capitán Nezelásov exclamó:
-¡Ea, tren blindado catorce-sesenta y nueve,
último grito de la técnica rusa, adelante, a cubrirte de
gloria!
Las tropas rusas y aliadas, con el apoyo del tren
blindado 14-69, han puesto en dispersión las bandas
guerrilleras de Vershinin.
%uestras bajas se elevan a 42 muertos y 115
heridos. La bravura de los aliados en el combate
supera a todo elogio. Continúa la persecución del
enemigo.
El jefe del tren blindado 14-69,
Capitán %ezelásov. Parte n.º 8701-19.
24
Firmado el parte, el capitán se echó a reír:
-En verdad, no se sabe quién ha derrotado a quién.
Sea como fuere, lo cierto es que han colgado al
general Sajárov. Una indecencia...
-¿Le parece que publiquemos la segunda Orden
del Día, mi capitán? -le preguntó, respetuoso, Obab.
-¿Cuál?
-La orden ascendiéndole a usted a coronel.
-Bueno, publíquela.
Nezelásov se sentía muy ufano: no porque el alto
mando, saltándose el escalafón, le hubiera otorgado
la graduación de coronel, sino porque en una de las
estaciones del trayecto había conseguido apoderarse
de numerosos vagones de proyectiles pertenecientes
en vida al general Sajárov. ¡Ni siquiera se había
preocupado de esconderlos el muy granuja!
-¡Ja, ja, ja! ¡Mira que haberle ahorcado!... Lo
siento en el alma: hubiera sido mi vecino de
hacienda... Ya sabe usted que me han concedido un
lote de tierra junto a la que le dieron a él... -De
repente, el capitán se levantó de un salto-: ¡Abrid
fuego! ¡Los guerrilleros están en la vía!
Obab corría por el interior del tren, gritando a los
artilleros:
-¡Fuego, fuego!
CAPÍTULO V. U HOMBRE DE OTRAS
TIERRAS
Los cuerpos llevaban ya seis días experimentando
el peso de una especie de losa candente, notando la
flaccidez de los árboles, sometidos a un calor
asfixiante, pisando la crujiente y seca yerba y
sintiendo el contacto de una leve brisa.
El peso de los fusiles sobre los hombros
repercutía dolorosamente en la cintura.
Dolían las piernas cual si estuvieran sumergidas
en agua helada; y las cabezas parecían huecas, como
una cañaheja que ha perdido su savia.
Guerrilleros de tres distritos, cuyos cabecillas no
habían conseguido aún tomar contacto con
Vershinin, llevaban seis días de marcha, camino de
las montañas.
De cuando en cuando, patrullas de cosacos
atacaban a los grupos de avanzada. En tales casos se
oían disparos que recordaban el crujido de los tallos
secos de las habas al romperse.
Más atrás, a lo largo de la línea férrea, por campos
y bosques, merodeaban los cosacos, los checos, los
japoneses y gentes de otras tierras, que prendían
fuego a las aldeas y pisoteaban los sembrados.
Seis días, con breves descansos, durante los que
se observaba un silencio religioso, avanzaban,
extenuados, los guerrilleros, por estrechos caminos
de mulas, protegiendo los convoyes en los que iban
sus familias y sus enseres. Hastiados del camino, se
apartaban a menudo de las veredas, internándose
entre las breñas; y, hollando la maleza, seguían en
línea recta hacia los montes, que recordaban enormes
Vsiévolod V. Ivánov
hormigueros.
Al séptimo día se presentó en las montañas el
chino Sin Bin-U, quien anunció que Vershinin había
derrotado a las unidades de Sajárov, ahorcando al
propio general.
Un labriego con la cara vendada, que acompañaba
a Sin Bin-U, extrajo de su bolsillo un pliego de papel
escrito con letra diminuta y, entregándoselo al jefe
del destacamento, le dijo:
-Le traigo la orden de que se incorpore a la
agrupación de Vershinin.
Reunidos en asamblea, los guerrilleros
deliberaron, y aquella misma noche torcieron a la
derecha para, atravesando la cordillera de Granitni,
unirse a Vershinin.
Éste, mediado el día siguiente, preguntaba al
mujik de la cara vendada, tirándole, nervioso, de la
manga de la camisa:
-¿Habéis traído muchos caballos?
-Algunos, Nikita Egórich.
-¿Cuántos?
-Cosa de una veintena.
-¡Cabeza de chorlito! ¡Necesitamos lo menos
ciento! Urge trasladar a la vía los cañones que le
quitamos a Sajárov. Estamos en otoño -y miró con
inquietud al cielo-. De buenas a primeras, empieza a
llover, se embarran los caminos, y con esta tierra tan
resbaladiza, ¿cómo vamos a transportar hasta la línea
férrea las piezas de artillería? Ten en cuenta que sin
ellas no podemos capturar el tren blindado. Y, claro,
a la espalda no vamos a llevarlos, porque pesan lo
suyo, ¿me entiendes?
-Tendremos caballos -repuso el campesino con
acento de indecisión.
Sin Bin-U, arrimado a una roca, veía desfilar ante
sí el destacamento y, con rabia reconcentrada, iba
animando a cada uno de los mujiks:
-¡Pegal dula a japonés! ¡Uh, cómo necesitamos
pegal! ¡Amelicanos también!
Y, abriéndose de brazos, señalaba cómo había que
batir a los japoneses y a los americanos.
Vershinin dijo a Vaska Okorok:
-Un japonés es para nosotros peor que un tigre.
Los tigres, antes de devorar a un chino, le quitan la
ropa a zarpazos, quizá para dejar que la carne se
ventile; un japonés, en cambio, no se para en barras:
se lo traga con botas y todo.
Sin Bin-U, contento de que hablasen de los de su
casta, exclamó:
-¡Es veldad!
-¡Veldad, veldad!... -le remedó Vershinin presa de
una ligera contrariedad-. ¿Y los caballos? ¿Dónde
están los caballos para llevar los cañones? Se nos va
a escapar el tren blindado, ¿no te das cuenta?
-No escapal, no escapal -objetó el chino-. Va
coliendo de un lado pala otlo. No sabel qué hacel. Yo
estuve en estación y lo vi.
-Lo verías; pero, a pesar de todo...
25
El tren blindado 14/69
Los amplios pantalones bombachos, plisados, del
tamaño de un costal de harina, le ceñían
estrechamente las rodillas a Vershinin, y su rostro,
lleno de pecas por efecto de los aires marinos, se
fruncía como ensombrecido.
Vaska Okorok, mirando soñoliento la barba de su
jefe, terció en la conversación, ni más ni menos que
si hablara de un pasatiempo:
-En Rusia van a construir una nueva torre de
Babel, Nikita Egórich. A nosotros nos dispersarán,
como dispersa el milano a los polluelos, para que
llegue un día en que ni nos conozcamos los unos a
los otros. Te preguntaré: "¿Quieres un poco de
aguardiente, Nikita Egórich?, y tú saldrás
chapurrándome en japonés: "Tala-bala." Y Sin BinU, mala pedrada le peguen, nos regalará el oído con
un ruso que ya quisieran hablarlo en Moscú. ¿Qué te
parece?
Vaska había trabajado en las minas de oro, y
hablaba siempre en broma, como quien ha
encontrado una pepita y no se da crédito a sí mismo
ni tampoco a los demás. Solía mover perezosamente
la azafranada y rizosa cabeza, y parecía extasiarse
con la cálida y lenta brisa procedente del mar y con
la viva y nostálgica fragancia de la tierra y de los
árboles.
-¡Ay!, este calor no es de buen agüero -vaticinó
Vershinin-. Creo que tendremos lluvia.
Desde los bosques y las colinas, chapoteando, con
apagado y cansino jadeo, desembocaban en los
senderos torrentes de hombres, de ganado y de
carretas. Arriba, en las rocas, negreaban sombríos los
cedros. El calor secaba los corazones como ramas
desgajadas de sus troncos, y los pies no encontraban
dónde posarse: diríase que andaban sobre ascuas.
A retaguardia resonaron disparos.
Varios guerrilleros, rezagándose del grueso de la
columna, se aprestaron a repeler la agresión.
Okorok sonrió con toda la cara:
-¡Qué risa durante la marcha!
-¿Qué sucedió? -inquirió Vershinin.
-Pues que un gallo se puso a cacarear. ¡Los
malditos se habían traído las aves de corral! Yo les
dije: "Más vale que os las comáis, porque acabaréis
tirándolas."
-Eso de ninguna manera. ¿Qué sería del hombre
sin los animales? Perdería todo su peso. Todo el peso
de su espíritu, quiero decir.
Sin Bin-U alzó la voz:
-Los cosacos sel muy malos; los nipones muy
glanujas: toman mujeles y eso está mal. Cosacos
mala gente. Los ojos de Lusia...
Mordiéndose los labios, soltó un salivazo entre los
dientes, y su cara, color de oro en bruto, con ojos de
pepitas de melón, estrechos y oblicuos, sonrió
complacida:
-Shango!6
6
«Muy bien».
El chino, en señal de aprobación, levantó hacia
arriba el pulgar de la mano derecha.
Pero, como no oyera la carcajada de los
guerrilleros que premiaba siempre sus observaciones,
añadió como entristecido:
-Muy mal, muy mal. -Y lanzó alrededor una
mirada de angustia.
-¿Mal por qué? -le preguntó Okorok,
-Porque va a llover -aclaró Vershinin el sentido de
las palabras del chino-. Tiene pena porque presiente
la lluvia. ¡Adelante, muchachos, adelante!
El destacamento avanzó con mayor rapidez.
Sin quitar la vista de las montañas, en espera
siempre de ver aparecer los caballos, el jefe seguía
lentamente detrás de sus huestes.
Junto a la abrupta y rocosa orilla, el camino se
interrumpía. De las peñas de ambas márgenes pendía
un puente de ramas trenzadas. La enorme fuerza del
torrente iba a estrellarse sobre las piedras y rugía con
tempestuosas salpicaduras. La pasarela estaba
húmeda y resbaladiza, pero los guerrilleros no
titubearon un instante en cruzarla.
-Estos campesinos son valientes -suspiró
Vershinin-. Si me llegaran los caballos y los
cañones...
-¡Y si te regalaran el tren blindado! -añadió
Vaska.
-¿De qué te ríes?
-¿Cómo vamos a echarle la zarpa al tren, Nikita
Egórich?
-Más difícil sería lo de tu torre de Babel.
-Ya, pero es que yo lo decía de broma.
-Pues yo lo digo en serio.
-¿Lo de la torre de Babel, Nikita Egórich?
-No, lo del tren blindado.
-¡Caray!
-Consigue los caballos, y después habla.
Una vez que dejaron atrás el puente suspendido,
Vershinin sugirió:
-¿Y si hiciéramos un alto?
Los mujiks se detuvieron a echar un cigarro.
Sin embargo, no hicieron alto para descansar:
tiempo habría después de atravesar la aldea de Davia,
internándose nuevamente en las montañas, para hacer
noche.
Junto a un pastizal, lindante con Davia, un
labriego descalzo, a lomos de un caballo rubicán, se
acercó e informó a Vershinin:
-Hemos tenido un combate aquí, Nikita Egórich.
-¿Con quién?
-Los japoneses lucharon contra unos guerrilleros
en la propia aldea. Las cosas han salido a pedir de
boca. Entre todos rechazamos a los enemigos, pero
hay que suponer que vuelvan mañana. Por eso, cada
cual ha reunido sus cachivaches, y quisiéramos
marcharnos con vosotros a las montañas.
-¿Qué guerrilleros eran ésos? ¿Quién los
mandaba?
26
-¡Qué sé yo! Desde luego no parecían de nuestro
distrito, pero también eran campesinos. Llevaban
ametralladoras;
ametralladoras
estupendas;
tableteaban que era un primor.
En la calle más ancha aparecían, dispersos por el
suelo, carros volcados, cadáveres y reses muertas.
Un japonés, con el cuello atravesado por una
bayoneta, yacía sobre un ruso al que le colgaba sobre
la mejilla, suspendido de un hilo, un ojo azul. Por la
guerrera, empapada en sangre, pululaban las moscas.
Cuatro japoneses estaban tendidos junto a una
valla, de cara al suelo, como avergonzados. Tenían
las nucas destrozadas. Trozos de piel, mezclados con
duros cabellos negros, se habían adherido a las
espaldas de los pulcros uniformes, y las polainas
amarillas, cuidadosamente lustradas, producían la
impresión de que los nipones se disponían a dar un
paseo por las calles de Vladivostok.
-Sería cosa de enterrarlos -insinuó Okorok-. Es
una vergüenza dejarlos así.
Los aldeanos iban cargando sus enseres en carros.
Los chiquillos conducían el ganado. La expresión de
todos los rostros era la de siempre: tranquila y
diligente.
Correteando de una casa a otra, un perrillo blanco,
que se había vuelto loco, saltaba y giraba
vertiginosamente entre los cadáveres.
Acercóse un anciano de rostro parecido a una
vieja zalea gris: dijérase que los rodales rojos de las
mejillas y de la frente correspondían a trozos de la
piel en los que la lana se hubiera desprendido.
-¿Andáis enzarzados en la guerra? -preguntó a
Vershinin con voz lastimera.
-No hay más remedio, abuelo.
-Ya lo veo; la gente es un asco. Nunca se vio una
guerra tan repelente como ésta. Antes servíamos al
zar, pero ahora, ahí lo tienes: peleamos entre nosotros
mismos, el diablo que nos lleve.
-Es igual que cuando estás mucho tiempo en
camino y de pronto se te estropea el carro, abuelo.
Como estaba podrido desde hacía tiempo, hay que
hacer uno nuevo.
-¿Eh?
-Digo que la carreta del zar estaba podrida.
El viejo inclinó la cabeza, como atento a un ruido
que se produjera bajo sus pies, y tornó a preguntar:
-¿Eh? No te entiendo...
-Digo que la carreta se ha roto.
El anciano, accionando como quien se sacude las
manos mojadas, murmuró:
-Vamos, vamos... ¿Qué carretas son las de hoy?
Ha nacido el anticristo; no esperes, pues, carretas que
valgan nada.
Vershinin se llevó la mano a los riñones, donde
sentía un dolor mortecino, y lanzó una ojeada
alrededor.
El chucho loco no cesaba de aullar.
Un guerrillero, apuntándole con la carabina,
Vsiévolod V. Ivánov
disparó. El perrillo se arremolinó sobre sí mismo; se
estiró luego, cual si se desperezase después de un
sueño, y quedó muerto.
El viejo se rascó la cabeza intranquilo:
-Fíjate, Nikita Egórich: ese perro se ha muerto de
pena. El hombre, en cambio, todo lo aguanta... Lo
aguanta todo, Egórich. Dicen que un tren blindado va
a subir a las montañas, que lo destrozará todo y que
lo quemará todo.
-No le digas a la gente tales tonterías. Para subir a
las montañas se necesitan raíles.
El viejo escupió con rabia:
-¡Sin necesidad de raíles subirá! Se han unido con
los japoneses, y los japoneses, en compañía de los
americanos, todo lo pueden. Estamos perdidos,
Egórich. Perdidos sin remisión. La gente se pudre,
igual que la cosecha bajo la lluvia... ¿Y ese capitán
del tren blindado es de la familia del zar?
-Déjate de bobadas, abuelo.
-Cuentan que tiene muy malas pulgas, que mide
más de dos metros y que lleva una barbaza...
A Vershinin le fastidiaba la charlatanería del
vejete; llamando al guerrillero de la mejilla vendada,
le dijo:
-En el puesto de mando del general encontramos
algo de dinamita. ¿Sabes dónde está el puente del río
Muklionka?
-Tenemos poca experiencia de esas cosas, Nikita
Egórich.
-No contamos con nadie más. Llévate unos
cartuchos, y mientras el tren blindado anda por la
taigá, vuela el puente.
Desde una colina se veía la carreta avanzar por el
prado. Iban en ella tres guerrilleros llevando sobre las
rodillas un cajón de dinamita. Probablemente, desde
allí divisaban ya el puente sobre el Muklionka, ¡Con
un par de centenares de carretas como aquélla se
acabarían todas las penas! Los mujiks se habían
llevado los caballos de las tropas de Sajárov, y
¡cualquiera los recuperaba! ¡Cuán útil era una bestia
en aquellos momentos! ¡Qué valor había adquirido
cada una de ellas! Todo estaba clarísimo; pero el
problema consistía en reunir caballos...
-¡Nikita Egórich!
El que llegaba para informar era Vaska Okorok:
-Camarada comandante, tropas americanas se
mueven en dirección a las antiguas posiciones del
general Sajárov. Parece que acuden en su ayuda.
-¿Americanos? ¿Son muchos?
-Algo así como una compañía.
-Manda a su encuentro a la guerrilla de
Muklionka.
Acercáronse unos mozos, con el fusil en
bandolera, vociferando al son de un acordeón:
¡Ay, mi tartana americana!
Soy una moza muy charlatana…
27
El tren blindado 14/69
Vershinin arrugó el entrecejo y hasta dio una
patada en el suelo:
-¿No habrán encontrado otra copla que cantar?
-La coplilla no está mal, Nikita Egórich. Es muy
alegre -dijo Vaska un tanto sorprendido.
-Estará bien para una juerga, pero no para pelear.
En el combate se necesita una canción vibrante,
demonios. ¿Cuántos son siete por siete? ¡No consigo
acordarme!
También en la ciudad hacía calor. El mar no se
movía. La calma chicha reinante parecía estimular la
navegación: los buques entraban en el puerto uno tras
otro. Desde la fortaleza se disparaban salvas, y los
vecinos que deambulaban a lo largo del malecón
intercambiaban miradas de optimismo: ¡ay, cuántos
bulos! Se rumoreaba que el general Sajárov se había
llevado consigo todos los proyectiles. ¿Cómo era
posible que hubiera arramblado con todos si las
baterías de la fortaleza disparaban sin cesar? ¡Y aún
había quien osaba afirmar que el general Sajárov
había sido ahorcado por los guerrilleros!
-¡A quienes debieran colgar es a los que hacen
correr tales bulos, caballeros!
-¿De qué nacionalidad es ese barco de color
rosáceo?
-Es italiano.
-Usted perdone: no es italiano, sino portugués.
-Al fin y al cabo, da igual.
-Efectivamente. ¡Habría que colgar a los bulistas!
El contratista Dúmkov, Nadezhda Nezelásova y
Varia iban paseando por el malecón.
-¿Qué tal le van las cosas a Alexandr Petróvich? interesóse Dúmkov-. Me refiero a su hijo.
-Pues allí anda combatiendo -suspiró la madre del
capitán.
-Aquí nos está haciendo falta. Créame usted. Es
una calamidad esto de tratar con los cargadores.
-Pues ¿qué pasa?
-Que están muy reacios, y yo necesito descargar
ese barco. Los americanos han traído muchas cosas.
-¿Municiones?
-Con las municiones hay no sé qué lío. De
momento, lo que han traído son piezas de tela.
-¡Gracias sean dadas al Señor! Porque viene a
resultar que estamos salvando a Rusia desnudos.
Pasaron junto a unos cargadores que, recostados
sobre una barraca, miraban al cielo. Nadezhda
Lvovna y Varia no repararon en ellos, pero al
contratista le endemoniaba la ostensible indiferencia
de los obreros.
Tras de disculparse ante las dos damas, Dúmkov
se aproximó a los cargadores, a grandes zancadas, y
se plantó ante ellos:
-Y bien, muchachos, ¿no se os ha dado orden de
descargar?
-Sí.
-¿Qué hacéis entonces?
Silencio.
-¿Qué soy yo para vosotros?
-El contratista.
-¿Por qué, entonces, no cumplis mis órdenes?
-Cúmplelas tú.
-Llamaré a la policía, a los cosacos, a los
japoneses…
-Gaitas.
El viejo ferroviario Filónov pasó por su atadijo:
-Le llevo un poco de comida a mi hijo y no me la
admiten. ¿Hasta cuándo va a durar esto, Señor?
-Hasta que se declare la huelga.
-¡La huelga! -masculló el contratista retirándose
apresuradamente. Filónov dijo a los cargadores:
-Declaraos en huelga, y ya veréis: os fusilarán a
todos u os enrolarán en el ejército blanco.
El cerrajero Lijántsev, que se encontraba entre los
cargadores, prosiguió un relato que había
interrumpido cuando se acercó el contratista:
-Pues bien, amigos: los portuarios franceses les
contestaron a los soldados...
-¡Fíjate!
Un cargador joven, rubicundo y jovial, se
incorporó ligeramente y señaló a un barco de guerra.
La cadena rechinaba, pues estaban bajando el ancla.
-¿Es japonés?
-Americano -respondió el alegre cargador-. ¿Me
entiendes?
-Un barco de bandidos. ¿Cómo no voy a entender
lo que quieres decir?
Se aproximaba un pelotón de soldados americanos
y, en dirección contraria, otro pelotón japonés. Los
respectivos jefes se hicieron el saludo militar, y el
jovial cargador comentó:
-Tanto vale el uno como el otro. ¡Ja, ja, ja!
-Desde luego, el japonés no tiene nada que
envidiarle al yanqui, ¡ja, ja, ja! Muy bien vestidos,
pero se ve que les han zumbado en los morros. Cosas
de la guerra.
-Se acabó -dijo uno de los trabajadores y,
dirigiéndose a Lijántsev, preguntó con interés-:
Bueno, a todo esto, ¿qué pasó con los portuarios
franceses?
-...Pues los portuarios franceses contestaron a los
soldados: "¡Gaitas!"
-Aguarda un momento -volvió a insistir el
cargador-. Quisiera preguntarte...
Quería preguntarle dónde estaba Peklevánov, si
en la taigá o en la ciudad, y qué pensaba. Pero, al
notar la expresión de sus compañeros, que, al
parecer, deseaban lo mismo, cayó en la cuenta de que
no era oportuno preguntar por el paradero de
Peklevánov...
-¿Qué querías?
-Nada... Era sólo... una bobada...
Aquella tarde comenzaba la huelga de los
cargadores.
Vsiévolod V. Ivánov
28
Por la noche, el cerrajero Lijántsev se presentó en
el escondite de Peklevánov, y media hora después
llegó Znóbov. En opinión de éste, la huelga de los
cargadores se convertiría en paro general, y éste, a su
vez...
Y, conteniendo la respiración, muy abiertos los
ojos, contempló a Peklevánov quien, haciéndose
cargo de la alegría y de la inquietud que embargaban
a su compañero, le dijo, al tiempo que le ponía la
mano sobre el hombro:
-Amigo Znóbov: Lijántsev me ha traído una
importantísima noticia. ¡Los depósitos de artillería
están verdaderamente vacíos!
-Es para creído y no creído, Iliá Guerásimich. ¿No
se tratará de una provocación de los blancos?
-¿Qué provocación?
-Quizá pretendan suscitar un alzamiento
prematuro.
Peklevánov, danelo una palmada, exclamó
risueño:
-¡Qué bueno!
Indeciso, titubeante, como si no diese crédito a tan
grata noticia, se acercó a Masha:
-¿Has oído, Masha? ¡Es magnífico!
-Los blancos nunca dejarán de ser los blancos repuso ella-. Unos monstruos.
-Pero no hasta tal extremo. En un momento tan
crítico, llevarse de la ciudad todos los proyectiles y
dejar los cañones...
-Piezas de artillería no deben faltarle a Sajárov.
-Pero dispone de pocas, de muy pocas.
Al poco rato apareció el marinero Semiónov.
Znóbov se lo llevó a un rincón para comunicarle el
acuerdo del comité revolucionario: debía salir con un
mensaje para Vershinin.
Semiónov palideció.
Znóbov, sin darse cuenta de la palidez del marino,
prosiguió:
-Le pones al corriente de nuestro proyecto de
insurrección y regresas en seguida. Convéncele de
que intercepte la línea ferroviaria. ¡Necesitamos
proyectiles como el comer! El general Sajárov se
llevó todas las municiones de artillería. En la ciudad
hay cañones, pero no granadas.
-Ya lo sé -profirió Semiónov retrocediendo y
palideciendo más aún-. Lo sé, pero no quiero ír.
Peklevánov se acercó al marino y le cogió de un
brazo:
-No podemos imponer nuestros planes a
Vershinin, pero sería de desear que interceptara el
ferrocarril y se apoderase del tren blindado. ¡Del tren
blindado y de los convoyes de proyectiles! El colmo
de nuestras ilusiones sería que los trajese aquí. ¡Qué
golpe tan formidable!
-Iliá Guerásirnich, yo no quiero participar en la
insurrección.
-Los camaradas insisten, Semiónov.
Ardía la taigá.
Un destacamento americano avanzaba por la linde
de un bosque, contemplando con recelo el incendio,
que se acercaba lentamente. Las pavesas cubrían el
arenoso camino y los tupidos y jóvenes pinos de los
alrededores. A causa de la humareda, reinaba una
oscuridad casi total. La ceniza, en alas del viento, iba
a posarse en las caras de los soldados. Dondequiera
que éstos mirasen, todo cuanto veían dejaba en sus
almas una sensación desapacible.
Un pequeño convoy seguía al destacamento.
Uno de los carros, cargado de bidones metálicos,
se rezagó del resto. El carrero, un soldado bisoño,
bajo de estatura, se apeó de un salto y se puso a
observar una rueda: al parecer estaba averiado el eje.
Su compañero, flaco, larguirucho, carilargo, de
dientes muy grandes y de más edad que el primero,
miró a la taigá en llamas y dijo con un carraspeo:
-All is on fire, all! Why are we here?7
El soldado joven levantó la cabeza:
-Il tell you...8
No terminó la frase. De entre los tupidos pinos
salieron dos aldeanos con sendos fusiles, y dos
campesinas. El más joven de los soldados pretendió
oponer resistencia, pero una de las mujeres le hizo
morder el polvo de un garrotazo en la cabeza.
-¡Amárralo! -se ordenó a sí mismo uno de los
mujiks, picado de viruelas y, presto y diligente, ató
las manos al soldado larguirucho.
Una de las dos mujeres era Nastásiushka, la
esposa de Vershinin, que presenció en silencio cómo
su compañera abría un bidón, miraba al interior y,
levantándolo en vilo, se ponía a beber. El recipiente
le temblaba entre las manos, debido al peso, y el
líquido acabó derramándose.
-¡Qué buena está! -extasióse la aldeana
tornándose hacia Nastásiushka-. Te miro y me
asombro: ni siquiera has cambiado de color. ¿Es que
no te da miedo andar metida en estos líos?
-¡Un miedo horrible!
-¿Por qué te has metido, pues?
-Porque mi marido está fuera de sí -explicó
Nastásiushka- No hay palabras para expresar su
pesadumbre y su tristeza. Con lo alegre que siempre
fue...
-Vaya, mujer, ya recobrará la alegría.
A poca distancia sonaron disparos y gritos. Las
dos aldeanas, agarrándose de la mano, miraron en la
dirección de donde procedían los tiros.
Llegaron unos guerrilleros:
-¿Qué habéis hecho?
-Pues ya lo ves: hemos dejado frío a un hombre de
otras tierras.
Vershinin subía la cuesta que conducía a la
iglesia, dejando atrás las isbas calcinadas.
7
8
«Todo está ardiendo. ¿Por qué nos habrán metido aquí?»
«Si quieres que te diga...»
29
El tren blindado 14/69
Diseminados por la pendiente, se veían jinetes, carros
y tiendas de campaña, entre los cuales había una
especie de corredor que daba acceso a la iglesia,
también muy afectada por el fuego.
-¿Qué noticias hay de la ciudad, Nikita Egórich? le preguntaron desde una carreta.
-Esperamos recibirlas.
Un hombrecillo gris, descalzo, de camisa y
pantalones raídos, se detuvo en el camino y gritó con
amargura:
-¡Estoy que no puedo más, Nikita Egórich!
¿Vendrá pronto la revolución mundial?
-La revolución mundial somos nosotros.
-¿Quiénes?
-Tú y yo.
El mujik descalzo se miró de arriba abajo lleno de
indecible perplejidad.
-¡Dios mío!
Okorok corrió al encuentro de Vershinin, quien le
preguntó:
-¿Se sabe algo de los del puente, Vaska?
-Hora y media ha transcurrido desde la explosión
y no tenemos noticia alguna. El estallido lo oímos
todos, pero hasta ahora no hay nada de información.
-Han ido en busca de ellos.
-Hemos tenido noticias de que los nuestros han
tomado prisionero a un americano, Nikita Egórich.
¿Te lo han dicho?
- No es un triunfo muy brillante... En total, anda
por ahí una compañía de ellos.
Vershinin se puso a subir al tejado de la iglesia.
A la pared del templo habían adosado una especie
de andamio de troncos y algo así como una tarima,
formando escalera, por la que podían ascender varias
personas a la vez: el tejado de la iglesia estaba
convertido en puesto de observación y en sede del
Estado Mayor de la guerrilla.
Como el piso del tejado había ardido y la hojalata
que le cubría estaba agrietada, los pies tropezaban en
ella a menudo, produciendo fuerte estrépito. Los
cabrios habían sido retirados; en algunos lugares
habían puesto tablas para pasar, y en la torre, debajo
mismo de la campana, cuyo badajo estaba sujeto por
una faja de tela azul, se veía una mesa de escritorio,
una caja fuerte y varias sillas.
Vershinin preguntó a un guerrillero de barba
rasurada, que estaba escribiendo en un cuaderno
escolar:
-¿Hay noticias del puente?
-Ninguna, Nikita Egórich.
Regresó Vaska, seguido de un viejo decrépito,
que apenas se tenía en pie.
-¿Qué te trae por aquí, abuelo?
-Pues he venido a rezar; entro en el templo y me
lo encuentro lleno de ametralladoras y de fusiles.
¿Qué habéis hecho con la iglesia del Señor, malditos
diablos? ¿Queréis destruir a Dios?
-¿Tú necesitas a Rusia, viejo? -le preguntó
Vershinin.
-¿Qué iba yo a hacer sin ella? ¿O es que no soy
ruso?
-Pues reza por Rusia, abuelo; por Rusia y por que
el puente sobre el río Muklionka haya volado por los
aires.
-¿Has hecho volar el puente? ¿Y a quién le tocará
luego construirlo? ¿Otra vez a nosotros?
-¿De dónde habrá salido este provocador? exclamó Okorok-. Te parece que le parta los dientes
a este miserable, Egórich?
Vershinin, sentado tras la mesa y mirando al
suelo, murmuró:
-Dios... Dios será todo lo Dios que quiera, pero lo
que importa es no hacer daño. Dios permitió a los
blancos quemar el pueblo, y dejó intacto el
campanario para sí. Ese Dios no nos hace falta. Tres
por siete, veintiuno. Eso es lo cierto. En cuanto a
Dios... ¿Y cuántos son nueve por nueve? Eso Dios lo
sabrá. ¿Por qué arman ese griterío ahí abajo, Vaska?
-Es que han llegado refuerzos. -Mirando desde lo
alto del campanario, Vaska gritó-: ¿De qué comarcas
sois, muchachos? Han llegado los de Podlísievo y los
de Komendántskoie, Nikita Egórich. ¡Qué de gente
nos sigue ya! Yo creo que alcanzamos el millón.
Chirriaron las tablas del suelo bajo unas fuertes
pisadas, y apareció una aldeana con toquilla rosa a la
cabeza y altas botas de cazador.
-¡Hermanos en Cristo, Nikita Egórich! ¡Traen
prisioneros! Y cuentan que los ha atrapado tu
Nastásiushka.
-Si no tuvo miedo de meterse tantas veces mar
adentro, ¿porqué no iba a atreverse a atacar a los
invasores? -pronuncio impasible Vershinin.
Un mujik calvo, medio borracho, llegó, en loca
carrera, sobre. un caballo rubicán. Parecía como
adosado al robusto lomo de su cabalgadura; le
bailaba la cara, se le estremecían los puños, y su
garganta vociferaba jubilosa:
-¡Hemos cazado a un mericano, amigos!
Okorok chilló:
-¡Oh, oh, oh!
En la callejuela aparecieron tres hombres con
fusiles.
En medio de los tres, cojeando ligeramente, iba un
soldado americano vestido con fino uniforme de
franela.
Tenía rasurado el rostro juvenil. El miedo hacía
temblequear sus labios entreabiertos, y un tic
nervioso le sacudía el pómulo derecho.
Un aldeano patilargo y calvo, que venía
custodiando al americano, inquirió:
-¿Quién es aquí el jefe?
-¿De qué se trata? -le respondió Vershinin.
-Éste es el jefe, éste -gritó Okorok-. Nikita
Egórich Vershinin. Y tú cuéntanos cómo lo habéis
atrapado.
El campanario se llenó de gente, entre la que no
30
podía faltar Sin Bin-U. Adelantóse un mujik picado
de viruela, que formaba parte del grupo que
acompañó al americano, y pronunció parsimonioso:
-Te lo hemos traído, Nikita Egórich, porque tienes
fama de hombre justo. Aquí lo juzgaréis.
-¿De qué pueblo eres? -le preguntó Okorok.
-¿Quién?
- Te lo estoy preguntando a ti.
-¿A mí? Nuestra aldea se ha echado toda al
campo… Se llama Pepino. ¿La habéis oído mentar?
-¿No dicen que la han quemado?
-Hasta los cimientos. Aquí ha quedado en pie el
campanario, mientras que allí ha ardido el pueblo
entero. ¡Cochinos! -rugió asestando un puñetazo en
la cara al americano; quiso repetir la suerte, pero
Okorok le detuvo, y el mujík continuó-: Pues verás:
hace un rato nos encontramos en la carretera a unas
mujeres que nos dijeron: "Por aquí andan haciendo
de las suyas los mericanos, y nosotras les queremos
jugar alguna trastada." En fin, nos fuimos con ellas...
El narrador estuvo tentado de escupir con asco,
pero, echando una ojeada alrededor, se percató de
que se hallaba en la torre de una iglesia, cosa que
hasta entonces no había advertido, se quitó el gorro,
acercóse a los cabrios y escupió desde allí. Con el
gorro en la mano, y mirando reverenciosamente a la
campana, el aldeano continuó su relato, lleno de
serena furia:
-Pues los mericamos iban en carretas..., ¡y
llevaban leche en bidones de hojalata! Debe ser una
gente la mar de chusca: vienen aquí en son de guerra
y, como son tan finodos, toman chocolate con leche.
El americano, cuadrado militarmente ante
Vershinin, en quien debía ver a su juez, no le quitaba
la vista de encima.
Los guerrilleros iban agolpándose, y su cólera
crecía. Aumentaba en torno al prisionero el olor a
tabaco y a sudor que exhalaban los mujiks.
La tupida masa de cuerpos producía un calor que
mareaba, y una cólera reconcentrada iba embargando
los corazones.
Levantóse un fuerte griterío:
-¿Qué están haciendo ahí?
-¡A fusilar a ese canalla!
-¡Hay que darle su merecido!
-¡Acabar con él!
-Y asunto concluido.
Intimidado por la algarabía, el americano se
encorvó y hundió la cabeza entre los hombros; pero
esta actitud no hizo sino acrecentar la indignación de
los mujiks.
-¡Van quemándolo todo, los granujas!
-¡Y dando órdenes por todas partes!
-Ni que estuvieran en su casa...
-¿Para qué han venido aquí?
-¿Quién los ha llamado?
-¡Dale un mojicón en los hocicos y tíralo de la
torre abajo!
Vsiévolod V. Ivánov
-¿Os vais a poner a juzgarlo? Ya están
condenados.
-¡Menudos amos nos han salido!
-¡Hay que apiolarlo! -resonó una voz-. ¡Apiolarlo
y dejarnos de tonterías!
-Quítate de en medio, Vaska, que a lo mejor te
damos a ti.
No era Vaska hombre fácil de amedrentar. El
americano se apretujó contra él, y Okorok se dirigió
indignado a la multitud:
-¿Apiolarlo? Para matar a un hombre siempre
tendremos tiempo. Es muy fácil matar. Ya veis
cuántos cadáveres hay tirados por las calles de
nuestros pueblos. Pero ahora estamos de
enhorabuena, amiguitos: hemos ahorcado al general
Sajárov; hemos derrotado a los americanos; hemos
destruido el puente del Muklionka y tenemos en una
trampa al tren blindado catorce-sesenta y nueve. De
manera que, apenas almorcemos y nos aticemos un
trago de vodka, nos apoderaremos del tren con
nuestras manos muy limpias. Viene a resultar que...
debemos convencer a este cabrón americano,
amiguitos...
Las palabras de Vaska arrancaron una carcajada a
todos los presentes.
Un mujik de cráneo pelado, salpicando saliva al
hablar, gritó:
-¡Por lo menos, abróchate esa bragueta, Vaska!
-¡Anda, Vaska, haznos unos pucheritos!
En el tejado y en la escalera, los guerrilleros
comentaban entre sí:
-Este Vaska convence a cualquiera.
-Hay quien hace entender a las mismas piedras, y
éste es un tío como hay pocos.
-Aplende... -dijo con gravedad el chino.
-¡Zúrrale! -resonó todavía alguna voz vindicativa.
La robusta Avdotia Steschénkova, recogiéndose la
falda amarilla, se inclinó y dio con el hombro un
empujón al americano:
-Aprende, tonto, que sólo queremos tu bien.
El prisionero, mirando las barbudas caras
broncíneas de los mujiks y la bragueta desabrochada
de Vaska, y oyendo aquella jerga incomprensible,
contraía el rasurado rostro en una sonrisa que quería
ser obsequiosa.
Los mujiks, entre los que persistía la excitación,
daban vueltas alrededor de él, llevándole de un lado a
otro, como hoja arrastrada por la corriente y
gritándole todos a una, ni más ni menos que si le
creyeran sordo.
El americano, parpadeando con frecuencia, cual si
le entrase humo en los ojos, levantaba la cabeza y
sonreía, incapaz de entender una sola palabra.
Okorok le habló a voz en grito:
-Cuando vayas allí, explícalo todo. Explícalo
bien, porque lo que estáis haciendo tiene muy poca
gracia.
-¿Por qué os inmiscuís en nuestros asuntos?
31
El tren blindado 14/69
-¡Os obligan a luchar contra vuestros propios
hermanos?
Vershinin pronunció con gravedad:
-Como buena gente que sois, debéis comprender
las cosas. Sois campesinos como nosotros, que
labráis la tierra y vivís de vuestro trabajo. El japonés
es distinto: no sabe más que comer arroz, y con él
hay que hablar de otra manera.
Okorok se plantó delante del americano y,
atusándose el bigote, trató de darle una explicación:
-Nosotros no nos dedicamos al pillaje, sino que
imponemos el orden. Tal vez eso no lo sepáis allá
lejos, al otro lado del mar; además, tu alma es de otra
tierra...
-Muy bien dicho: es un hombre de otras tierras.
Intervino Sin Bin- U:
-¿Hay olden en tu país? En mi China también se
necesita imponel olden. Pelo tu orden no lo
necesitamos aquí.
-¡Muy bien, muy bien, chino!
-Ya lo veis: también éste es un hombre de otras
tierras, y, sin embargo, sabe distinguir.
La algarabía arreciaba. El prisionero, mirando
impotente alrededor, dijo:
-I dont understand!9
Entre los guerrilleros se hizo el silencio, y Vaska
Okorok lo aprovechó para dirigirse al americano:
-Tú no entender. No saber ruso. ¡Pobrecillo!
Los mujiks retrocedieron ligeramente.
Vershinin se sintió un tanto confuso:
-Lleváoslo, y que se incorpore a su convoy. ¿Para
qué vamos a rompernos la cabeza aquí con él?
Vaska, que disentía de su opinión, no cesaba de
repetir:
-¡Que no, ea! Tengo que hacer que me
comprenda. El asunto es encontrar la palabra... ¡Qué
pena que no haya a mano un cuaderno con dibujos!...
¡Traed un libro con dibujos, malditos diablos!
-¿De qué iban a servirte los dibujos, Vaska? objetó la mujeruca de la toquilla rosa a la cabeza-.
Teníamos libros, pero todos estaban en ruso, y
además os los habéis fumado.
-¡Acabará por comprenderme! Lo que se precisa
es un libro... o una palabra... que...
El cautivo, apoyándose tan pronto en un pie como
en otro, se balanceaba ligeramente. La angustia
estremecía su rostro casi imperceptiblemente, como
la brisa el heno.
Sin Bin-U se tendió en el suelo junto al americano
y, tapándose los ojos con la mano, entonó una
quejumbrosa canción china.
- Esto es un verdadero martirio -entristecióse
Vershinin-. No hay una palabra que consiga
entender.
-¡Sí que la hay! -afirmó Vaska pensativo e
irresoluto, no muy convencido de poder imprimir a la
palabra en cuestión la suficiente claridad y fuerza-.
¡Existe, existe esa palabra!
Así diciendo, agitó alegremente los brazos, asió al
americano de la guerrera, lo atrajo hacia sí y le gritó
a quemarropa:
-¡Escucha bien, muchacho!
Y, elevando el tono más y más, silabeó la palabra
mágica:
-Le-e-e-nin... ¡LENIN!
El nombre resonó como un trueno sobre el tejado,
sobre la escalera, cubierta de guerrilleros, y sobre la
plaza. Hombres, mujeres y niños levantaron las
cabezas hacia la torre, se asomaron a las tiendas,
quedaron inmóviles sobre los caballos.
-¡LENIN!
-¿Lenin? -inquirió el americano muy quedo, cual
si no reconociese su propia voz-. ¿Lenin?
En torno suyo volvieron a agolparse los mujiks
con su olor a pan negro y a tabaco.
-Lenin -repitió, recio y firme, Vaska; y sonrió
como instintivamente, retrocediendo un poco.
El prisionero se estremeció de arriba abajo y,
fulgurantes los ojos, exclamó regocijado:
-That is a boy!10
Okorok se dio un golpe en el pecho y, repartiendo
palmadas de contento sobre los hombros y las
espaldas de los guerrilleros allí reunidos, gritó:
-¡La República Soviética!
El americano, tendiendo las manos hacia los
mujiks,
contestó
entusiasmado,
con
un
estremecimiento nervioso en las mejillas:
-Hurra, hurra! All right11.
Rieron los guerrilleros alegremente:
-Resulta que entiende, el muy ladino.
-¡Habrá granuja!
-Pues fíjate en Vaska: chamulla el americano.
-A ver, Vaska, dile algo de sus burgueses...
Abriéndose paso entre la multitud, la mujeruca de
la toquilla rosa llegó con un enorme icono, que había
encontrado abajo, en la iglesia. Por el camino iba
explicando:
-Acaso sirva este cuadro. Aunque es religioso,
representa una escena santa.
Vaska cogió el icono y, sin titubear un instante,
dijo embargado de júbilo:
-¿Una escena santa? De santidad entendemos aquí
lo nuestro.
A renglón seguido se humedeció el dedo con
saliva y lo restregó por la inscripción para poder
leerla.
El icono, de escaso valor pictórico, representaba
una leyenda bíblica: Dios, para probar la fe de
Abraham, le ordenó que sacrificase a su hijo Isaac. El
patriarca obedeció al instante y, colocando a su hijo
sobre una pira de leña, le aplicó a la garganta la punta
del cuchillo. El Señor, desde los cielos, contemplaba
emocionado el acto del sacrificio. La imagen era
10
9
«No comprendo.»
11
"¡Éste es un buen mozo!»
«Muy bien».
Vsiévolod V. Ivánov
32
nueva: la había donado recientemente a la iglesia el
tendero Obab, que se la encargó en la ciudad, a
cambio de medio pud de harina, a un conocido pintor
de Petersburgo, rico en otros tiempos y a la sazón
refugiado. El mercachifle, que había oído los
sermones del obispo Makari acerca de los cruzados y
de los sacrificios de Abraham, resolvió no ser menos
que el patriarca del Antiguo Testamento y pensó que
su hijo, el alférez Obab, debía estar a la altura de
Isaac, aunque pedía a Dios que todo terminase como
la historia de Abraham y de su hijo: el Señor detuvo
la mano que esgrimía el cuchillo...
Vaska, apuntando con el dedo al icono, leyó
lentamente la inscripción al americano:
-"Abraham sacrificando a Isaac". Estupendo.
Escucha bien: éste del cuchillo es el burgués; fíjate
qué barrigón; una andorga como ésa está pidiendo a
gritos un reloj con cadena. Y aquí, sobre la pira de
leña, hay un muchacho, que representa al
proletariado. ¿Me entiendes? Éste es el proletariado...
-Proletariado... Obrero... yo... obrero... -dijo por
señas el prisionero-. Auto... I am a worker from
Detroit autoworks12.
-¿Os habéis dado cuenta? -dirigióse Vaska a todos
los presentes-. Es un obrero. Los burgueses lo han
movilizado a la fuerza. Fíjate bien: nuestro
proletariado está tendido sobre la leña, y el burgués
quiere degollarlo; aquí, entre las nubes, están los
dioses de la tierra, los americanos, los japoneses, los
ingleses y toda la canalla del imperialismo, que es la
que ha fraguado la guerra. La guerra contra nosotros,
¿te has enterado?
-¿Imperialismo? -preguntó el americano-. ¡Abajo
imperialismo!
-¡Tú lo has dicho! ¡Abajo!
-¡Hay que derribarlo!
Okorok arrojó con rabia su gorra al suelo:
-¡Al diablo el imperialismo y los burgueses!
Sin Bin-U corrió hacia el prisionero y,
sosteniéndose los calzones, que se le caían, parloteó:
-Lusia lepública. China lepública. Amelicana
lepública, muy mal. Nipones muy mal. Hace falta
lepública, lepública loja...
Y, mirando en derredor, se puso de puntillas,
levantó lentamente el dedo pulgar y concluyó su
arenga:
-¡Muy bien!
Vershinin ordenó:
-Dadle de comer, y después llevadlo a la carretera
y dejadlo en libertad.
El anciano que lo trajo custodiado preguntó:
-¿Le vendamos los ojos? No vaya a
traicionarnos...
-¿Vendarle los ojos? Nada de vendarlos ojos a
nadie. Que todo el mundo vea con qué nobleza
defendemos las tierras soviéticas.
12
«Soy un obrero de las fábricas de automóviles de
Detroit».
Coincidieron los mujiks:
-No nos traicionará, no.
Y Vaska, desde el tejado, cantaba victoria:
-¡Lo he convencido! Nuestra propaganda puede
llegar a todos. Sólo se necesita corazón.
Dicho esto, se puso a cantar, secundado por la
gente joven:
Inglesa es la tabaquera,
indígena, la guerrera,
los galones, del Japón,
y el gobernador, de Omsk…
¡Ay, mi tartana americana!
Soy una moza muy charlatana:
El tabaco se ha acabado,
el uniforme está usado,
los galones se han caído
y el gobernador ha huido…
¡Ay, mi tartana americana!
A los acordes de esta canción bajó Vershinin la
escalera y se internó entre el gentío que conducía al
americano, tranquilo y contento ya.
-¡Vaska! -gritó el jefe desde abajo-. Dicen que
viene alguien a caballo. Mira a ver si son los del
puente del Muklionka. ¿En dónde se habrán metido?
Vaska bajó de la torre y musitó:
-De ésos no hay la menor noticia. El que viene es
otro.
Vershinin miró, usando los anteojos, y profirió
con aire intranquilo:
-Es el marino Serniónov, que viene de la ciudad.
-¿Quizás enviado por Peklevánov?
-¿Quién iba a enviarle sino él? Esto me inquieta,
Vaska. Peklevánov exige que se implante la
disciplina en todas partes, y ya ves lo que sucede
aquí. De fijo que nos preguntará dónde están los
caballos y cómo pensamos arrastrar los cañones.
El jefe de la guerrilla se mantuvo alegre,
circunspecto y triste a la vez. Semiónov le elogió y le
transmitió las felicitaciones de Peklevánov y de todo
el comité revolucionario, pero Vershinin, sonriendo
como a regañadientes, murmuró:
-No merezco tanto elogio. Ya ves: hemos volado
el puente del Muklionka..., espero noticias... y no me
llegan... ¿Quieres dirigir unas palabras a mis mujiks?
-De buena gana.
Semiónov habló a las guerrillas campesinas de la
huelga declarada en la ciudad, que había terminado
convirtiéndose en huelga general; les dijo que toda la
República Socialista Federativa Soviética de Rusia
seguía con profunda atención la lucha de los
guerrilleros contra los invasores, y puso tanto fuego
en su discurso, que su cazadora de piel, deteriorada y
amarillenta por el uso, se le empapó de sudor y se
tornó oscura. Mientras tanto, Vershinin no cesaba de
33
El tren blindado 14/69
darle vueltas en la cabeza al río Muklionka, a los
cañones de Sajárov y a los caballos. Seguía sin
bestias de tiro. Cuando Semiónov, terminado su
discurso y temblando por la emoción que habia
puesto en él, descendió de la torre y se acercó a
Vershinin, le oyó repetir lo mismo de antes:
-Seguimos sin noticias del puente, y eso me
inquieta.
-¿Temes que nos derroten?
-¿Temer, por qué? -respondió Vershinin-. Claro
que a ti y a mí pueden darnos en la cresta; pero, de
todas maneras, venceremos. Poniéndome la mano en
el corazón, lo que más miedo me da es pensar cómo
vamos a gobernar un país como éste.
Semiónov, limpiándose la nariz con la manga,
repuso:
-Aprenderemos, Nikita Egórích.
-¡Aprenderemos! Mejor que blasonar de lo que
vas a aprender sería que usaras pañuelo. A ver,
Vaska, trae para acá los pañuelos del general.
Okorok se marchó a cumplir la orden. Vershinin
explicó a Semiónov:
-Es un buen muchacho, pero un charlatán
empedernido. ¿Por qué dices que no te desagradaría
que el puente sobre el Muklionka quedara intacto?
-Pues no me desagradaría, Nikita Egórich, porque
el comité revolucionario te pide que hagas lo posible
por apoderarte del tren blindado y de los trenes de
proyectiles que están bajo su custodia. -Y Semiónov
añadió en un susurro-: El general Sajárov se llevó a
la taigá todas las municiones de artillería, pero sólo
una parte de los cañones. ¿Está claro ahora? Nosotros
podemos capturar las piezas que han quedado en la
ciudad, pero ¿de qué nos valdrían sin granadas? ¿Me
entiendes?
-Como entender, ya lo creo que entiendo... asintió Vershinin e inquirió luego-: Dices que
aprenderemos. ¿Nos llevará mucho tiempo el
aprender?
-¿A quién?
-A ti y a mí.
-Cinco o seis años.
-¡Uf!
-¿Qué, te parece poco?
-No, poco no. ¿Y quién me va a dar de comer
todo ese tiempo?
-El pueblo.
-¿Porqué?
-Por tus méritos.
-Hasta ahora no tengo ninguno -replicó Vershinin,
y preguntó después en voz baja-: ¿Para cuándo está
fijada la insurrección?
-Hoy es domingo... Se dice que para el miércoles.
¿Está claro? ¿Qué respuesta tuya les llevo, Nikita
Egórich?
El interpelado guardó un breve silencio y eludió,
de momento, la respuesta:
-¿Qué tal está de salud Iliá Guerásimich?
-Sin novedad.
-Es muy inteligente -dijo Vershinin y, tras otra
breve pausa, agregó-: Cumpliremos todo cuanto
ordene el comité revolucionario.
Semiónov se marchó en un carricoche. Okorok
acudió a la carrera y entregó al jefe una caja de
pañuelos. Vershinin le hizo seña de que había llegado
tarde.
En esto se le acercó lentamente, con aire de
temor, el mujik de la mejilla vendada.
-¡Pronto! -le gritó Vershinin-. ¿Vienes del
Muklionka?
Retirando hacia atrás la cabeza, como receloso de
recibir un súbito puñetazo, el del carrillo vendado
masculló con voz ronca:
-No hemos volado el puente, Nikita Egórich.
-¿Que no lo habéis volado? -extrañó se Vershinin,
que apretó los dientes-. ¿Y el estallido que oímos?
-Los muchachos tenían poca experiencia...
Quisieron probar antes… Yo iba detrás, porque se
me había caído la bolsa del tabaco, y andaba
buscándola. Bueno, pues vino a resultar que cuando
hacían las pruebas estallaron los explosivos y
murieron todos. Corrí hacia ellos y no encontré más
que los gorros y charcos de sangre... Yo solo me he
salvado, Nikita Egórich.
-¿Que te has salvado? -rugió Vershinin,
disparando a quemarropa sobre el mujik.
Apretados los puños, temblorosos los labios,
pálido de ira, subió al campanario.
Una vez allí, dio la vuelta a la mesa, dejóse caer
en la silla, se llevó las manos a la cabeza y clamó:
-¡Qué vergüenza! Hemos engañado a Iliá
Guerásimich con nuestra fanfarronería. ¡Qué
calamidad!
"Prepara
la
insurrección,
Iliá
Guerásimich, que nosotros te llevaremos los
proyectiles." ¡Bonitos proyectiles vamos a llevar! El
tren blindado acudirá a la ciudad.
Incorporóse de un salto, y, arrancando la tela con
que estaba atado el badajo de la campana, clamó en
un rapto de cólera:
-¡Al combate todos! ¡Oíd cómo toco a rebato!
La campana resonaba sobre la multitud, llamando
a las armas.
La niebla iba posándose sobre el puente del río
Mukilionka y sobre el terraplén del ferrocarril,
cubriendo los campos y aproximándose a la
pendiente sobre la que se alzaba la iglesia, convertida
por los guerrilleros en puesto de mando.
Había anochecido. El tiempo era apacible. La
llama de un candil de petróleo ardía sin la más leve
oscilación. Sentados junto a la mesa estaban
Vershinin, dos pescadores y Sin Bin-U, y a corta
distancia de ellos Vaska Okorok y Nastásiushka. El
jefe daba órdenes a sus guerrilleros:
-La niebla ha descendido. Iréis por el mar, cada
uno en una barca. Sin Bin-U: tú los acompañarás
34
hasta la orilla.
Vershinin tenía la vista clavada en la mesa. Sin
mirar a los guerrilleros, dijo con voz sorda:
-Comunicad a Iliá Guerásimich que tememos no
llegar a tiempo para el miércoles.
-¡Cómo vamos a llegar! -asintió el pescador
Sumkín-. Ya se lo explicaré yo.
-He mandado varios destacamentos al puente.
Pero allí están los cosacos armados de
ametralladoras, que van a combatir por lo menos tres
días. Además, el capitán Nezelásov dispone de
artillería. Y, para acabarla de enmendar, la niebla.
Puede llover y convertirlo todo en un barrizal... Pedid
a Iliá Guerísimich que aplace la insurrección aunque
sólo sea por tres días, y que la deje para el domingo.
Así diciendo, miró fijamente a los dos
guerrilleros:
-¿Conseguiréis llegar a la ciudad?
Permaneció pensativo un momento y luego
carraspeó:
-¡Nastasia!
-Permítame que vaya yo, Nikita Egórich -le rogó
Vaska Okorok.
-Cállate. ¡Nastasia!
La esposa se acercó a la mesa.
-Tú también irás a ver a Iliá Guerásimich. ¿Has
oído lo que hay que decirle? Pero mucho cuidado...
Si te atrapan los blancos, no sueltes palabra aunque te
saquen las tripas.
-Bien sé yo cuándo hay que callar, Nikita Egórich
-contestó la mujer-. Pero es que soy tan ignorante...
-Para eso no se necesita instrucción, Nastasia; es
valor lo que se necesita.
CAPÍTULO VI. AQUÍ LLOVIZA Y ALLÍ
DILUVIA
Los ocho portalones del mercado miraban al
espacioso paseo del mar, humedecido por una fina
llovizna a la que, por lo demás, nadie prestaba la
menor atención.
Relucían las verduras, las carretas, los artículos de
alfarería; los dependientes alardeaban exhibiendo sus
telas en las tiendas; un olor a sopa de coles salía de la
fonda; sonaba una pandereta y cantaba una gitana.
Las escamas del pescado reflejaban el azul del cielo
y el rojo de los ladrillos de los edificios. Sus aletas
conservaban todavía los suaves colores del mar:
zafiro dorado, amarillo claro y naranja oscuro.
Los chinos, con la impasibilidad de quien mira al
vacío, contemplaban los montones de carne y
gritaban, vocingleros:
-¿No quelel complal? ¿Eh?
Znóbov, salpicado de barro amarillo y oliendo a
cieno, estaba sentado en una barca junto a una
escalerilla del malecón y hablaba, descontento, con
Semiónov:
-Estamos dedicados a destruir. Ya fastidia.
¿Cuándo vamos a construir algo? -Y cambió de
Vsiévolod V. Ivánov
tema-. ¡Ay, quién encontrara a un japonés que
supiera leer y escribir!
Semiónov acercó los pies al agua y, rozando con
las suelas el vértice de las olas, inquirió:
-¿Para qué quieres al japonés?
Tenía una cabeza redonda y lisa como una bola de
billar, de la que sobresalían las sucias orejas. Diríase
que todo él chapoteaba, igual que el mar al contacto
con la barca: su camisa, sus anchísimos pantalones y
sus flexibles mangas producían un extraño chapoteo
al moverse. Para él todo flotaba: el malecón, la
ciudad...
"Es un hombre feliz -pensó Znóbov-. Para él no
hay penas."
-El japonés lo puedo agenciar yo. Pues anda, que
hay pocos por aquí...
Znóbov salió de la barca, inclinó se hacia su
compañero y, mirando por encima de su hombro a la
muchedumbre, abigarrada como una manta de
retales, a los tintineantes vagones de los tranvías y a
las chaquetillas de los chinos, cortas y de un color
azulino-amarillento, pronunció en tono confidencial:
-El japonés que necesitamos no debe ser de los de
aquí, sino muy especial: necesitamos publicar un
manifiesto y pegarlo por toda la ciudad. Seria un
golpe... También podríamos distribuirlo entre las
tropas niponas.
Mientras decía esto, se imaginó un pliego de
papel lleno de signos incomprensibles, y sonrió
complacido:
-Ellos lo entenderían.
-Bueno, pero es muy difícil dar con un japonés de
ese tipo.
-Es lo que digo yo. Si lo encuentras, será porque
te tropieces con él casualmente.
El, marino se puso de puntillas y lanzó una ojeada
sobre el gentío.
-¡Cuánta gente! Quizás haya allí un japonés
bueno, pero ponte a buscarlo...
Znóbov suspiró:
-Será todo lo difícil que sea, pero hay que
hallarlo.
-Lo hallaremos. -Y Semiónov preguntó en voz
baja-: ¿No es hora de que vayamos a ver a
Peklevánov?
-Después, cuando escampe del todo. ¿Qué se dice
de las lluvias en la zona de operaciones de
Vershinin?
-Al parecer han comenzado.
-¿Molestarán?
-Si son torrenciales, sí.
-Hay que compensarlas con el manifiesto: a
nosotros nos molestan las lluvias; a ellos, los
pasquines...
-Así estaremos parejos. ¡Ja, ja, ja!
-Muy risueño te encuentro.
-Lo da el tiempo. La risa alegra.
-¡Ejem! ¿A ellos también les alegra?
35
El tren blindado 14/69
-¿A quiénes?
-A ésos, a los invasores.
Pasaba por delante de ellos un grupo de
canadienses, pulcramente vestidos, que reían
ruidosamente. Desfilaban en silencio los japoneses,
semejantes a figurillas de cera. Los cosacos, de
plateados galones, marcaban un pasacalle con las
espuelas.
Fatigábase el mar en su inútil pugna con el
granito. El viento, húmedo como la espuma y con
olor a pescado, revolvía los cabellos. En la bahía,
como dibujos estampados sobre tela azul, destacaban
los buques de un gris liliáceo, las chalupas chinas, de
blancas proas, y las barcas de los pescadores.
-¡Esto no es Rusia; es un burdel!
Semiónov se levantó de un salto, como despedido
por un muelle y se echó a reír:
-No te apures: les daremos para el pelo.
-¿Vamos? -insinuó Znóbov.
-¿Apuestas a ver qué viento llevamos? Yo digo
que viento de popa, ¡ja, ja, ja!
Subieron por la cuesta de la calle llamada de
Pekín.
Las casas despedían tufo a carne asada, a ajo, a
mantequilla. Dos mozos de cuerda, reacomodándose
sobre las espaldas unas balas de piezas de tela
fuertemente sujetas con correas, miraron a los dos
marinos y soltaron una insolente carcajada:
-¡Eh, marinerillos! ¿De quién es ahora el océano?
¿De los japoneses, de los americanos o de los rusos?
Znóbov y Semiónov pasaron de largo para evitar
compromisos. El primero refunfuñó:
-¡Hay que ver cómo se ríen los muy cochinos! Y
yo llevo la barriga como si dentro me estuvieran
construyendo una casa. ¡Maldito tipo! De buena gana
les hubiera chafado la nariz a esos perros...
Semiónov removió el cuerpo dentro del caparazón
de la camisa y tosió:
-Cada cual ve las cosas a su modo.
Diríase que la enorme ciudad marítima vivía su
existencia habitual.
Pero el deprimente efecto de las derrotas había
dejado ya sus huellas en los rostros de las gentes, y
aun en los animales, en los edificios y hasta en el
mar.
Tras las brillantes vitrinas de los cafés, sentados
en torno a diminutas mesas, los oficiales bebían
coñac, vaciando las copas de un trago, cual si con
cada una de ellas creyeran ponerse una inyección de
ánimo. Sus espaldas, encorvadas, denotaban fatiga, y
sus párpados, mustios, se cerraban como por inercia.
Esqueléticos caballos, extenuados por la continua
retirada, y cojeando por no poder apenas mover las
pezuñas, arrastraban unas carretas cargadas de ropa
sucia, que, por equivocación, habían mandado
evacuar de Omsk en lugar de los proyectiles y de los
cañones. A todos se les antojaba que aquella ropa
interior procedía de gente muerta.
Los manchones de las casas semi destruidas
durante el último levantamiento herían los ojos como
agua de jabón.
El mar, muy distinto que de ordinario, seguía su
perenne chapoteo.
También el viento era muy distinto que otras
veces: sutil y tintineante como el alambre, venía del
verde océano, de la lejana línea del horizonte, y
rozaba la ciudad con sus alas.
Semiónov se apresuraba a saludar a todo superior
que pasara, aunque lo hacía con cierto aire socarrón.
-¿No tienes miedo a los confidentes? -preguntó a
Znóbov.
Éste iba pensando en los japoneses y,
entresacando la respuesta del cúmulo de sus
pensamientos, respondió un tanto atropellada:
-Al principio les temía, pero a última hora he
terminado por acostumbrarme. Ahora se espera a los
bolcheviques, y como todo el mundo teme las
represalias que pudieran sobrevenir, no te delatan
aunque te conozcan. -Sonrió ligeramente y agregó-:
¡Qué miedo inspiramos! En diez años no se
extinguirá.
-Pero también hemos aguantado lo nuestro.
-Desde luego... ¿Ha habido arrestos entre
vosotros?
-Se han llevado a tres.
-Vaya... Sólo que no se te ocurra decírselo a
Peklevánov. ¿Qué necesidad hay de ponerlo
nervioso?
-Descuida, que no se inmutará. Además, le llevo
noticias alentadoras.
-¿Cuáles?
-Ya las oirás.
-¿Proceden de Vershinin?
-No, son de aquí, de la ciudad.
-¡Caramba!
Peklevánov estaba sacando punta a un lápiz con
un cortaplumas. Los rayos del sol rozaban los
cristales de sus lentes y los iluminaban, arrancando a
sus ojos destellos desconocidos.
-Viene usted con mucha frecuencia, camarada
Znóbov -observó Peklevánov-. Con demasiada
frecuencia. ¡Vaya, si está aquí Semiónov! ¿Llegó
usted al campamento de Vershinin?
-La duda ofende.
-¿Y qué?
El marino colocó sobre la mesa los dedos,
agrietados por el viento y por el agua, y pronunció
como a regañadientes:
-La gente quiere actuar.
-¿Y qué?
-No se lo permiten, y está de un humor de perros,
porque la llevan de un lado para otro. Yo allí me
sentía como sobre ascuas, ni más ni menos que si
estuviera tratando de convencer a una muchacha rica
para que se casara conmigo.
-Ya entiendo.
36
Semiónov, retransmitiendo el ambiente reinante
entre los guerrilleros, prosiguió su relato con una
tensión impropia de él:
-Están hartos de esperar. La inactividad les sienta
como un tiro: quisieran atacar los trenes, quemarlos,
batir a los cosacos... Tienen allí el tren blindado; los
japoneses son peores que el fuego; no entienden por
qué se los tiene inactivos.
-Todo pasará.
-De sobra lo sabemos. Si no pasara, ¿para qué
morir? Piensan volar el puente.
-Estupendo. Se necesita promover la iniciativa.
¡Es magnífico!
- Vershinin me aseguró: "Comenzad la
insurrección, que yo llegaré a tiempo".
-¿Eso dijo?
-Con todas las letras.
-¡Soberbio! Porque la ciudad está preparada,
¿verdad?
Quitóse la gorra Znóbov y se alisó el pelo cual si
con ello tratara de corroborar que la ciudad estaba
preparada:
-No lo dude un instante.
-¡Viento de popa, ja, ja, ja!
-¿Qué significa eso? -interrogó Peklevánov.
-Significa que el barco lleva el rumbo debido,
camarada presidente del comité revolucionario.
Y el marino continuó:
-No sé qué pensará usted, camarada presidente,
pero yo tengo la impresión de que no estamos solos
en la ciudad.
-Hombre, eso por descontado... Somos miles,
decenas de miles.
-No me refiero a eso, sino a la dirección.
-¿O sea?
"¡Ah, ésta es la sorpresa agradable que le tenía
preparada!", se dijo Znóbov mirando intrigado a
Semiónov. La curiosidad de Peklevánov no era
menor.
-O sea, Iliá Guerásimich, que hay síntomas de que
en la ciudad existe otro centro bolchevique; otro
centro, por así decirlo, para... para...
-¿Paralelo al nuestro?
-Eso mismo.
-Y ¿para qué? -extrañó se Znóbov.
-Para que si uno cae, se haga cargo de la
insurrección el otro, y no fallemos el tiro. De no ser
así, encuentro incomprensibles muchas cosas...
-¿Incluso muchas? -preguntó Peklevánov, cada
vez más intrigado por las palabras de Semiónov-.
¿Cuáles, por ejemplo?
-Hay células del partido en lugares inaccesibles
para los miembros de nuestro comité. Por ejemplo,
en el Estado Mayor de la Circunscripción Militar.
Hoy se me acercó un elemento que presta servicio
allí y me dio como contraseña el día de la
insurrección. En un principio lo tomé por un
provocador, pero luego me convencí de que era de
Vsiévolod V. Ivánov
los nuestros. Y hay tres más...
-¡Maravilloso! ¡Qué alegría!
El presidente del comité revolucionario se rascó
un codo. Tenía la tez de un color enfermizo, como de
haber pasado en vela toda la vida, pero allá en lo
profundo de su ser alentaba la alegría, y sus latidos,
recónditos como los de una criatura en el vientre de
su madre, le coloreaba en aquel momento las
mejillas.
El marino alargó la mano y estrechó la de
Peklevánov con la fuerza de quien trata de exprimir
un limón hasta la última gota:
-Yo también me alegro, Iliá Guerásimich.
Znóbov, por su parte, pensó conmovido:
"¡Hay que ver cómo son estos bolcheviques! Otro
habría protestado: "¿Qué viene a ser eso de crear un
centro paralelo sin informarme a mí? ¿Es que no
tenéis confianza en mis aptitudes? Se habría
enfadado, pero éste se alegra."
Debido a sus muchas preocupaciones y
quehaceres, Peklevánov había cambiado mucho en
los últimos días y estaba demacrado. "Serán también
repercusiones de la vida carcelaria", prosiguió
Znóbov sus reflexiones, mirando compasivamente a
Iliá Guerásimich.
"Eres muy buena persona, pero para jefe estás
muy... endeble." Hubiera querido ver en su puesto a
un hombre robusto, de barba rasurada y con una
calva que le cubriera toda la cabeza.
Encima de la mesa había un periódico sobre el
que se veían un gran trozo de pan negro, unas rodajas
de salchichón muy finas y, junto a él, en un plato de
color azul, dos patatas. Al lado del plato había un
terrón de azúcar.
"La comida de un pajarillo -pensó contrariado
Znóbov-. ¿No se deberá a la desnutrición tanta
delgadez? Lo mismo le pasa a su mujer. Si en algo
pudiera ayudarlos..."
Se abrió de brazos, cual si con ellos tratara de
abarcar la mesa entera, y musitó:
-Debiera usted editar una proclama para los
japoneses. A ver si les inflama los corazones…
-¿La imprimiría usted?
Terció Semiónov:
-¿Para qué tenemos la imprenta del Estado Mayor
de la Circunscripción Militar? Allí existe una célula...
-y pronunció con un esfuerzo ímprobo-, una célula
paralela.
-Bueno, pues a imprimirla.
Y Peklevánov entregó a Semiónov un manifiesto
escrito aquella mañana. El marino lo cogió con mano
temblorosa por efecto de la almiración y el júbilo,
pensando:
"¡Éste sí que es un revolucionario! No podemos
medirnos con él." Levantada ya la pierna para cruzar
el umbral, dijo:
-Adiós. Eres un hombre precedente, Iliá
Guerásimich.
37
El tren blindado 14/69
Cuando Semiónov y Znóvob salieron, Masha
exclamó como ofendida:
-¡Precedente! ¡Qué expresión tan estúpida!
-¿Por qué?
-Porque da idea de un hombre del pasado.
-Bueno, ¿y qué tiene eso de ofensivo? Al hablar
de un "hombre precedente", quiere decir que se trata
de un participante en la revolución anterior, o sea, en
la de mil novecientos cinco.
-Pues mira, yo no lo entendí.
-Semiónov habla de una manera enrevesada, pero
es simple en sus hechos y en sus ideas.
-Quizá lleves razón. Ahora dime: ¿existe, a juicio
tuyo, el centro paralelo?
-Eso se me había ocurrido antes. En uno u otro
caso, es grato suponerlo, ¿verdad? Y, por supuesto,
no cejar en el trabajo... Un momento: ¿qué es esto y
quién lo ha traído?
Peklevánov entornó los ojos y se inclinó.
Junto a una pata de la mesa había una botella de
vodka semioculta por un mantel calado.
-La trajo Semiónov. Y el salchichón, también.
-Pues las dos cosas son excelentes.
Peklevánov cortó un trozo de embutido, se tomó
un trago de vodka y, contemplando la pared, en la
que pululaban las moscas, dijo:
-Bien... Un hombre precedente.
Con una sonrisa de satisfacción, cogió un pliego
de papel y, produciendo un ruidoso rasgueo con la
pluma, se dedicó a redactar unas instrucciones para
las unidades militares sublevadas.
Al salir del callejón y entrar en la calle, Znóvob se
tropezó, junto a una empalizada, con un soldado
japonés.
Éste, tocado con una gorra de escarapela roja,
enfundadas las piernas en unas polainas amarillas,
llevaba en las manos una fuente de porcelana
esmaltada. El nipón tenía la boca pequeña y dura y
usaba un bigotillo ralo, semejante a un chorro de
hormigas.
-¡Aguarda! -le gritó Znóbov asiéndole de una
manga.
El japonés se desprendió de un tirón y vociferó
enfadado:
-¡Déjame en paz!
Znóbov contrajo la cara y le remedó:
-¡Qué gruñón! Eres un cerdo. Me acerco a ti con
buenas intenciones, y tú me sueltas un gruñido.
¿Crees en Dios?
El japonés entornó los ojos y, por entre las corvas
pestañas, lanzó a Znóbov una mirada de través, de
hombro a hombro; trasladó luego la vista a las botas
y, al observar en ellas el barro amarillo y seco, arrugó
los labios y carraspeó:
-Luso canalla, ¡vete!
Y, apretando la fuente contra su cuerpo, siguió su
camino sin apresurarse.
Znóbov contempló las brillantes hebillas del
correaje del japonés y dijo como compadecido:
-¡Eres un idiota, amiguito, un tonto de remate!
La lluvia, de una frialdad casi invernal, azotaba
una vez y otra los acalorados rostros de los dos.
El japonés desapareció. En el jardincillo, una
bandada de gorriones piaba a coro; dijérase que los
unos animaban a los otros. Al contemplarlos, Znóbov
pensó en el japonés: de no haber ido solo, sino en
compañía de algún nipón más, acaso hubiera sido
posible entablar conversación.
¡Pero uno solo no piaba!
La helada llovizna penetraba a través de la niebla.
Iba disminuyendo la amplitud de las olas marinas.
"Lo que son las cosas -pensó Nastásiushka
agarrándose a la borda de la barca-: unas simples
cañaveras han bastado para aplacar el mar. ¿Traerán
brújula los pescadores? No vayamos a desviarnos de
nuestra ruta."
Cual si le hubiera adivinado el pensamiento, el
pescador Sumkin le dijo:
-De nuestro rumbo no nos apartamos; pero, a lo
que parece, patrullan por aquí muchas lanchas
japonesas. Quietos los remos, muchachos. Tenemos
que orientarnos. . .
En medio de la niebla se oyó un lejano silbido.
Incorporóse Sumkin y silbó, a su vez. Instantes
después aparecía una piragua rápida y estrecha. La
tripulaba un anciano muy viejo, oculto por completo
entre las redes, quien, agitando la mano, como quien
espanta a los mosquitos, profirió impasible:
-Da la vuelta, Sumkin, y aconseja a los demás, si
alguien viene, que se vuelvan también. A cada
cuarenta varas hay una chalupa. ¿Cómo vais a pasar?
-¿De modo que tendrá ella que tomar el ferrocarril
para entrar en la ciudad?
-Creo que no habrá más remedio.
La barca puso rumbo a la desembocadura del río.
Camino de la estación, Nastásiushka y Sumkin se
encontraron con Sin Bin-U, quien, con paso lento y
corto, llevaba a la espalda un gran saco de pipas de
girasol.
-¿Vas a la ciudad, chino?
-No -respondió, jovial, Sin Bin-U-. Mía envial de
nuevo a estación. Mía tenel que milal de nuevo tlen
blindado del capitán Nezelásov.
-Un día de estos te ahorcan -bromeó Sumkin-, y
entonces si que vas a nidal bien.
-Tú no conocelme, y entonces no me aholcalán replicó el chino con su jovial sonrisa anterior-. Tú no
conocelme.
-Está bien, está bien, no te conoceremos prometió Nastásiushka-. Pero dime una cosa: ¿le han
llegado a Nikita Egórich los caballos para arrastrar
los cañones?
-Caballos no. Dijo a mujiks que tendlán que lleval
cañones en las espaldas.
-Mal asunto.
38
-Malo, malo -asintió el chino mostrando los
dientes con su alegre sonrisa-. Adiós.
-Adiós.
Aunque la estación estaba separada del mar por
las montañas y por la taigá, las brumas marinas y la
llovizna eran idénticas. El humo de los bosques, al
mezclarse con la neblina, comunicaba un aspecto
siniestro a los edificios de la estación, construidos de
troncos, a los vagones del tren blindado y al
sinnúmero de vagones de mercancías junto a los
cuales se arracimaban los refugiados. Vigilantes
centinelas montaban guardia junto a unos convoyes
de largas plataformas cubiertas de lonas. Sin Bin-U
merodeaba por los alrededores. "Esas plataformas
deben de llevar proyectiles -dedujo Nastásiushka-.
De no ser así, ¿para qué iban a cubrirlas?"
Sumkin le hizo entrega de los atadijos que
llevaban por equipaje, y Nastásiushka probó a
introducirse en uno de los vagones de mercancías. La
dama del abrigo de piel le preguntó:
-¿A qué se deberá que, apenas llegan nuestros
trenes a una estación, aparece infaliblemente el tren
blindado? Y, por si fuera poco, los convoyes de
proyectiles. ¿Qué será de nosotros si, de buenas a
primeras, se presenta Vershininy vuela todas estas
municiones? No sólo arderemos en el incendio de la
taigá, sino que, por añadidura, estallaremos.
Nastásiushka vio venir, tambaleándose, al alférez
Obab. "¡Va a reconocerme!" -pensó temerosa y se
cubrió el rostro con los atadijos-. "Los borrachos
tienen aguda la vista, y hay que ver lo alumbrado que
viene ése."
La refugiada del abrigo de piel gritó a Obab:
-Señor alférez, ¿qué se sabe de Vershinin?
-Los americanos se lo han cargado -respondió la
voz ebria de Obab-. Vayan diciéndolo por ahí: a
Vershinin lo han apiolado, y se acabaron para
siempre sus andanzas. Dentro de muy poco traerán el
cadáver al tren blindado.
-¿Conseguiremos verlo?
-No habrá tiempo, no.
"¡Miente, miente!" -trataba Nastásiushka de
convencerse a sí misma.
Aunque no quería entrar en el vagón, el gentío la
arrastró hasta dentro, y el tren arrancó.
Sin Bin-U continuaba deambulando por el andén
con la cesta de pipas. Cogiendo un puñado, lo vertía
poco a poco en la cesta, al tiempo que gritaba:
-¡Pipas muy buenas tengo! Comple pipas, comple
pipas.
Se le acercó Nikíforov, el maquinista del tren
blindado, que iba en compañía de su ayudante
Shurka. Nikíforov, sombrío y parsimonioso como
siempre, abrió un bolsillo de su chaqueta y dijo al
chino:
-Échame dos vasos.
-¿Dos? ¡Aaah! Yo conocelte... ¿No eles
Nikifolov? ¡Ah! Yo conocelte. Tú siemple amigo de
Vsiévolod V. Ivánov
cumplil las instlucciones, ¿veldad?
-¿Las instrucciones? Como te dé un mojicón en la
jeta vas a ver lo que son las instrucciones. Las
instrucciones son la ley, ¿te has enterado? Si no
cumple la ley, ¿adónde puede llegar el hombre? A
derrocar al zar, a los mayores atropellos. Te he dicho
que me eches dos vasos de pipas.
Sin Bin-U obedeció:
-Dos. ¿Y dinelo?
-¿Cómo? -rugió indignado Nikíforov.
-Dame dinelo.
-¿Tienes permiso para vender?
-¿Pelmiso? No.
Nikíforov le amagó como para golpearle, pero, no
obstante las amenazas de su imponente puño, el
chino le siguió por toda la estación. Finalmente, el
maquinista llamó a la guardia y sólo así logró que su
perseguidor se retirase. Pero entonces se acercó al
chino Shurka. Sin Bin-U le mostró la cesta de las
pipas, mas el ayudante del maquinista, mirándole de
hito en hito y absorto en un solo pensamiento,
susurró:
-No necesito pipas, chino, ni es éste un momento
para ocuparse de tal cosa. Escucha lo que voy a
decirte: ¡no quiero ni puedo servir a blancos! Debo
irme con los guerrilleros.
El chino fingió ignorancia:
-¿Quiénes guelillelos son?
-No me vengas con monsergas, que te conozco.
No pretendo escaparme, sino entregarme a los
guerrilleros con el tren blindado y todo.
-El tlen sel del capitán. Tú sel ayudante del
maquinista. No tienes delecho a entlegal el tlen.
Shurka habló atropellado, con pasión:
-¡Escucha, chino!, arrancamos ahora mismo.
Como hay niebla, iremos despacio. Organizad algo
en la línea... Colocad, por ejemplo, un cadáver, o
haced que alguien se mueva en la vía: un hombre o lo
que sea... De acuerdo con las instrucciones...
El frío recelo de la desconfianza impedía que el
chino le creyese. Sin embargo, sobreponiéndose a sí
mismo, clavó una inquisitiva mirada en el rostro
enardecido de Shurka. ¡No, no podía ser un traidor!
En medio de las brumas y de la oscuridad reinante, el
alma del muchacho pugnaba por encontrar la luz. Sí,
se podía confiar en él.
-Tu maquinista gusta cumplil instlucciones,
¿veldad?
-Eso es, eso es. Poned un cadáver sobre los raíles.
Como maquinista de un tren de mercancías, al
observar que hay un cuerpo en la vía, debe detenerse.
Hasta ahora se atiene a las normas de los ferroviarios
civiles, ¿me has entendido?
-No tenel cadável. No hay caballos. Velshinin no
ha podido juntal caballos pala tilal de cañones. Hablá
que ponel un homble.
-Bueno, pues un hombre.
- Tendlé que ponelme yo, ¿eh? Maquinista me
39
El tren blindado 14/69
conoce. Pensalá que bandidos han matado chino y
necesitalá velme, ¿no te palece?
-Muy bien, muy bien.
Nikíforov llevaba un buen rato dando voces para
llamar a su ayudante, y Shurka tuvo que musitar
aceleradamente:
-En cuanto el maquinista asome la cabeza, te lo
cargas de un tiro, ¿entendido? Y yo fingiré que no sé
conducir la locomotora.
-¡Shurka!
-¡Voy corriendo! ¿Me has comprendido, chino?
Ponéis un hombre en la vía...
Partiendo pipas con los dientes, el ayudante del
maquinista corrió hacia la locomotora.
Nezelásov, en su departamento del tren, acogió al
alférez Obab con una mirada furibunda: ¿qué
necesidad había de ir a cada momento a ver al
telegrafista si las noticias eran siempre las mismas?
El alférez parecía borracho. No, era algo peor: estaba
desconcertado.
Mientras se reacomodaba en el diván, Nezelásov
gruñía:
-¡Qué incomodidad! No hay manera de estar a
gusto aquí tendido. Da miedo pensar la cantidad de
gente que, en lo que va de guerra, se habrá tumbado
en este diván.
-¿Me permite informarle?
-Informe, amigo, informe...
-Para apaciguar a los timoratos, mi coronel, estoy
difundiendo el rumor de que a Vershinin lo han
matado y de que, de un momento a otro, van a traer
su cadáver a este tren.
-No es mala idea. ¿Se ha restablecido la
comunicación telegráfica con la ciudad?
-Si, señor.
-Envíe dos telegramas: el primero, cifrado, al
servicio de contraespionaje; y el segundo, sin cifrar, a
Varia. El texto de este último me lo ha inspirado su
ocurrencia de usted: "Mantengo contacto con
Vershinin. Vershinin ha accedido denunciar paradero
de Peklevánov."
- Pero ¡eso no es verdad, mi coronel!
-¿Es mentira?
-Mentira del principio al fin.
Nezelásov miró al techo, sentóse en el diván,
encendió un cigarrillo y exclamó con aire soñador:
-¡Qué gusto da soltarle el cabello a la novia de
uno o hacerle la trenza!
-Ahora les ha dado a las mujeres por cortarse el
pelo -repuso Obab, embargado de una sensación de
temor.
-Precisamente, precisamente; ahora se cortan la
melena -repitió Nezelásov y, descargando un
puñetazo sobre la mesita, gritó-: ¡Que me traigan a
algunos mujiks! Los necesito para los mismos fines
que el telegrama.
La invención de Obab le había parecido a
Nezelásov muy afortunada, y más afortunada aún, su
propia ocurrencia respecto a Peklevánov. La ciudad,
novelera de por sí, se había hecho diez veces más
habladora por efecto del pánico de los últimos días.
El bulo de que Vershinin era un traidor resultaría
altamente útil: los adictos de Peklevánov serían
menos tozudos que hasta entonces, y eso permitiría a
Nezelásov ganar tiempo. Atraería a Vershinin a la
línea del ferrocarril, le incitaría a atacar al tren
blindado, dispersaría sus bandas con fuego de
artillería, y los mujiks, acusando del fracaso a su
caballería, le entregarían. Lo esencial estribaba en
impedir que los guerrilleros se acercasen a las
plataformas cargadas de proyectiles, no fuera a ser
que las volaran.
-¡Que emplacen ametralladoras en las plataformas
donde van las municiones!
-Me atrevo a comunicarle, mi capitán...
-Obab, me ha bajado usted la graduación, ¡ja, ja,
ja!
-Mi coronel, disponemos de pocas ametralladoras
y no conviene debilitar el tren blindado.
-Menos conveniente sería que los guerrilleros
hicieran estallar los convoyes de proyectiles.
Nezelásov observó complacido a los soldados que
emplazaban las ametralladoras en las plataformas.
Acudió Obab:
-Ya está cumplida su orden, mi coronel.
-¿La de las ametralladoras? Todavía no...
-Me refiero a la de los mujiks.
Los soldados hicieron entrar a tres aldeanos. Uno
de ellos, greñudo, barbudo, con cavernosa voz de
diácono, se arrojó aterrorizado a los pies de
Nezelásov. Los otros dos se mantuvieron serenos, y
Nezelásov ordenó a Obab, señalándole a ambos:
-Que fusilen a esos dos, y que éste se venga
conmigo.
Dicho esto, se llevó al mujik de las barbas. Obab,
pensativo, vio alejarse a su jefe, sacó la pitillera,
extrajo de ella un cigarrillo, dio unos golpes con la
boquilla sobre la tapa y dijo a los mujiks, exhalando
un suspiro:
-¡Ay, qué harto me tenéis! No recuerdo ya la
gente que me habrá tocado matar.
En el departamento de Nezelásov, el mujik peludo
y timorato parpadeaba presa de un miedo insensato.
El flamante coronel le preguntó:
-Bien, ¿has comprendido de lo que se trata?
-No, excelencia.
Entró Obab abrochando la funda del revólver.
Nezelásov, mirando enojado al mujik, repitió su
explicación:
-Te presentas a Vershinin y le das la consigna:
"¿Hay frambuesas en el huerto?", a lo que él te
responderá: "¡En el huerto, bayas!" Después le
explicas que Nezelásov tiene prisa. Que te diga
cuanto antes dónde está Peklevánov. ¿Entendido?
-No, señor.
40
El aldeano seguía parpadeando embobado.
-¿No eres del pueblo de Pokróvskoie? -le
interrogó, severo, Obab al tiempo que desabrochaba
la funda del revólver.
-Sí, señor.
-¿Me conoces?
-Creo que no, señoría.
-Obab.
-¿El hijo del tendero Obab?
-Del tendero no; del comerciante. Pues bien, a ver
si te enteras de una vez, alma de cántaro: Vershinin
fue el que os traicionó y me llevó a mí para que
prendiera fuego a la aldea. ¿Está claro?
-¡Dios mío!
-Vershinin es un traidor. ¿Lo comprendes?
-Claro que sí. ¡Oh, santo Dios!
Obab se asomó por el ventanuco y ordenó al
centinela:
-A este mujik hay que dejarlo en libertad. Tenéis
la costumbre de permitir el paso a algunos y
aplicarles después la ley de fugas. Advierte a los
demás para que no ocurra tal cosa.
El lugareño de las barbas corrió alocado por el
andén. Los oficiales, viéndole huir de aquella
manera, intercambiaron una mirada y se echaron a
reír.
-No creen lo que es verdad, y en cambio los
convence siempre la mentira -comentó Nezelásov-.
Cierto que este infundio no descuella por su agudeza,
pero contiene su poquito de intriga.
Dando en el suelo unas patadas de impaciencia,
cogió la pitillera de Obab, la abrió y la cerró
maquinalmente y, por último, echó mano al idolillo
de bronce y le dio un golpe con la pitillera en la
panza. Le ardía el rostro, y todo su cuerpo temblaba.
-Cuando Versliinin se entere de que se le tilda de
traidor, creo que procurará atacar el punto más
importante. ¿Cuál es el punto principal, en su
opinión? ¡El Muklionka! Es decir, el puente de ese
río. Ya pretendió una vez volarlo, aunque fracasó, y
ahora lanzará sobre aquella zona todas sus fuerzas:
irá él en persona, llevando la artillería capturada al
general Sajárov. Por fortuna dispone de pocos
proyectiles, y sus cañones no podrán disparar mucho
tiempo. ¿Qué opina usted de mis cálculos, Obab?
-Acertadísimos, mi coronel.
-Pues entonces, ordene que el tren blindado salga
con dirección al puente del Muklionka.
-¿Y los convoyes de proyectiles, mi coronel?
-Detrás de nosotros.
Obab se desconcertó.
-¿Pasa algo? -le preguntó Nezelásov.
-Con esta niebla, acaso sea peligroso. Quizá nos
valiera más no mover esos trenes.
-¿Y dejarlos en la estación? ¿Y si, de buenas a
primeras, Dios nos libre, los guerrilleros interceptan
las comunicaciones y nos quedamos sin granadas?
De volver a la ciudad sin ellas; no todo el mundo me
Vsiévolod V. Ivánov
reconocería por dictador; pero si llego con los
proyectiles, no habrá quien no me obedezca.
¡Repórtese, Obab! Le propondré para la Cruz de San
Jorge. Ya es usted el teniente Obab. ¡El capitán
Obab! No crea que no le entiendo: lo que usted
propone es dejar los proyectiles cerca de las tierras
que me ha donado el Gobierno del Extremo Oriente y
de las que luego me he apropiado yo mismo: me
refiero a la hacienda del general Sajárov. De buena
gana me dedicaría a recorrer estas tierras mías, pero
la ciudad es la ciudad, el mar el mar, y, ¿qué gloria se
puede alcanzar sin poseer la zona marítima? ¡Me
abriré paso hasta el océano! Y todo el que se niegue a
obedecerme, ¡al paredón, al paredón con él! ¡Yo soy
el dictador! ¡Estoy salvando a Rusia! ¡Yo!...
Llevándose las manos a la cabeza, se tambaleó.
Obab le sostuvo y le ayudó a sentarse en el diván.
"¡Por si fuera poco, es epiléptico!", pensó.
-En seguida se le pasará, mi coronel.
Le dio a beber agua. Nezelásov, entre trago y
trago, profería con un hilo de voz:
-¿Existe otro mundo radiante, tranquilo y alegre,
distinto de estas paredes hediondas y desconchadas,
de las caras obtusas de los artilleros, del vodka y de
la perversión? Y, si existe, ¿dónde está? ¿Por qué no
veo más que tinieblas y monotonía alrededor? ¿Por
qué todo es gris, horrible, y por qué hasta la sangre
parece gris?
Como para airearse, asomóse al ventanuco.
-¡Oh, qué mal me siento, Obab! ¿Ve usted al
chino sentado allí?
Así diciendo, se quitó la sortija y se la dio:
-¡Necesito cocaína! -abrió los ojos-.¡Pronto, le
espero!... Ansío tranquilidad; un sosiego, por
pequeño que sea.
Sobre el andén de la estación, junto a su cesta de
pipas, seguía sentado Sin Bin-U.
Los vagones de mercancías, por más que sufrieran
mil traqueteos, bandazos y tirones, avanzaban con
bastante rapidez.
¡Ay, si no hubiera sido por aquellos horribles
pensamientos sobre su esposo, qué a gusto hubiera
estado Nastásiushka! Se consolaba recordando
cuánto mentían los evacuados. De fijo que la muerte
de Vershinin era también un infundio.
Una de las que más se distinguían por sus bulos
era una anciana de pelo gris y nariz aguileña, tocada
con un ancho sombrero y cubierta con un velo.
Nastásiushka, cada vez más apegada a ella, la
contemplaba afablemente, boquiabierta; y la
vejancona, fulgurantes los ojos, repintada la cara de
colorete, peroraba sin cesar. Al decir de ella, los
militares sublevados hacía tiempo que se habían
apoderado de Moscú; en Crimea estaban de nuevo
los aliados con el ejército de Wrangel; y Ucrania
había vuelto a caer en manos de Petliura.
El tren se detuvo súbitamente.
41
El tren blindado 14/69
Un corpulento ferroviario, abriendo las puertas de
par en par, anunció a los fugitivos con la jovialidad
de quien comunica una alegre noticia:
-De aquí no pasamos.
-¿Vershinin?
-No es a causa de Vershinin, pero tenemos que
dejar paso una vez más al tren blindado.
-¡Caracoles! Alguna vez acabará de pasar, ¿no?
-No sabemos nada. Si fuera solamente el tren
blindado... Pero están, además, los trenes de
municiones. Como les dé por estallar, iremos a hacer
compañía a los diablos. La orden que traigo para
ustedes, señoras y señores, es que si desean ir a la
ciudad, tiren por ese camino.
Anduvieron largo tiempo a campo traviesa, entre
interminables bosques de abedules empapados de
agua. Arreciaba la lluvia. Al amanecer llegaron a un
río. La vieja del sombrero y el velo probó con la
mano la temperatura del agua:
-¡Dios mío, qué fría!
-Es otoño, señora.
-Yo no puedo vadearlo, Grigori Petróvich -dijo la
anciana a su hermano, que le ayudaba a llevar la
maleta-. Y tú padeces de reúma...
Nastásiushka, arremangándose la falda, penetró
en el agua.
-¡Danos tu bendición, Señor!
Los refugiados, creyéndola conocedora del vado,
y temiendo que se les perdiese de vista, la siguieron
en tropel, entre gritos y blasfemias.
Salieron a un camino vecinal. Como ya no
tendrían que cruzar ningún otro río, se dispersaron.
Un labriego que iba a la ciudad a vender una carga de
zanahorias accedió a llevar a Nastásiushka en la
carreta.
-Dentro de media hora estarás allí sana y salva -le
dijo-. ¿De dónde eres?
-De muy lejos -respondió ella.
-Eso ya se ve por lo asustada que estás. He notado
que cuanto más lejos de la ciudad vive la gente, más
miedo tiene.
Echándose la pelliza por encima, se amodorró.
Pero de pronto el caballo dio un brinco.
Despertóse el aldeano y tiró fuertemente de las
riendas.
Entre la grisácea neblina se dibujaban, borrosos,
los edificios de una ciudad. O acaso no fuera tal. ..
El carrero, cubierto con su pelliza, tornó a
adormilarse. Mas he aquí que el caballo se espantó de
nuevo; su amo, apoderándose de las riendas, levantó
la cabeza y se santiguó.
En la oscuridad, frente al carruaje, se veía un
poste del telégrafo semi derrengado, del que, casi
rozando el suelo con los pies, pendía, tambaleante, el
cuerpo de un hombre.
-¡Dios mío!
Nastásíushka se apeó de un salto. Sobre un cartel
blanco, suspendido del escuálido y largo cuello, se
leía una inscripción:
ESPÍA Y GUERRILLERO
Era el mujik enviado por Vershinin para
establecer contacto con Peklevánov. "¿Cómo se
llama este hombre, madre de Dios?", se preguntaba
Nastásiushka desconcertada; mas como le fue
imposible recordar el apellido del mujik, sintió una
desazón irresistible, no exenta de temor.
CAPÍTULO VII. ¡LA VÍA!
Hacia tiempo que deberían haber arrastrado los
cañones para atacar al tren blindado en cuanto
apareciese.
Pero los cañones continuaban lejos de la vía; por
más caballos que mandaba, todos eran pocos, y a los
artilleros enviados con ellos parecía que se los
hubiera tragado la tierra. Afortunadamente, el tren
debía de haberse atascado en algún sitio.
-Nikita Egórich, ¿dónde habrá que emplazar las
piezas cuando las traigan?
-Todas en la zona del puente del Muklionka.
-Desde aquí también dispararíamos a placer: el
sitio no puede ser mejor.
-¡Déjate de mítines, y obedece!
-¿Cómo voy a dejarme de mítines cuando estamos
en pleno mitin?
En efecto, hasta entonces todo había sido prisa
por avistar el terraplén de la vía, pero bastó que aquél
se divisase en lontananza y que no se oyera el
traqueteo del tren -lo cual daba a entender que no
había por qué apresurarse- para que, de por sí, se
iniciase un mitin. Un viejecillo bajito preguntó
quiénes tenían mayor interés en apoderarse de la
tierra de los mujiks: ¿los japoneses, los guardias
blancos o los americanos?
-¡Sean quienes sean, hay que echarlos!
-¡Hay que echarlos campesinos!
-Permitidme una pregunta, ciudadanos: ¿qué pasa
con la tierra en Rusia, en la región de Moscú, por
ejemplo?
-¿Acaso aquí no estamos en Rusia?
-Pido la palabra, ciudadanos.
-¡Basta ya! ¡A la vía todo el mundo!
-¡Ya le hemos dado bastante a la lengua!
-¡No permitas que el japonés se apodere de
nuestra tierra, Nikita Egórich!
-Yo no pienso permitirlo. Pero tú y la comunidad
campesina tenéis que echar una mano. Sobre todo
ahora.
El mitin continuó.
El rostro de Vaska Okorok, amarillento como un
girasol, aparecía tan pronto en un lado como en otro,
entre la multitud, y sus labios, agrietados por el calor,
murmuraban:
-¡El pueblo..., el pueblo somos millones,
camaradas!...
42
Nikita Vershinin, corpulento, robusto, con la
majestad de un caballo encabritado, gritaba desde un
tocón:
-¡Lo principal es resistir! Pronto vendrá el
ejército... el ejército soviético. ¡Y tú no permitas que
te quiten la tierra, anciano!
Con la misma ansiedad con que el pez caído en la
red busca un resquicio para salvarse, los congregados
parecieron encontrar su salvación en una sola
palabra:
-¡No-o-o!
Diríase que la rotunda exclamación iba a producir
de un momento a otro un estallido incontenible,
como un tirón.
En esto, un hombrecillo picado de viruela, con
una camisa de seda color frambuesa, llevóse ambas
manos al vientre y expresó su conformidad con un
grito estridente:
-¡Yo creo porque es verdad!
-Porque Petrogrado está con nosotros... ¡No
podrán vencernos los de tierras extrañas! Nada hay
que temer… ¿Qué es para nosotros un japonés? En
dos patadas lo echamos.
-¡Muy bien, muchacho, muy bien! -chilló el
hombrecillo.
La densa, sudorosa y multitudinaria reunión
secundó su grito:
-¡Muy bien!
-¡No lo permitiremos!
-¡No-o!
-¡O-o-o!
-¡O-o-o!
El hombrecillo de la camisa color frambuesa
agarró a Vershinin por el faldón de la pelliza y,
llevándoselo aparte, musitó misteriosamente:
-Te entiendo muy bien. Tú me crees tonto de
remate. Pues bien: mi consejo es que les metas una
idea en la cabeza. En cuanto te crean, irán a donde
quieras... Lo principal es inspirar confianza... ¿y la
Internacional?
Hizo un guiño malicioso y agregó en voz más
baja todavía:
-La consigna para arrastrarlos debe ser muy
simple. Por ejemplo, "la tierra". Una palabra mágica.
-Estoy harto de buenas consignas.
-Te equivocas. Sólo esas consignas son las que te
han valido y te valdrán. Procura inculcarles tu idea.
Luego, lo que no les haga falta puedes ocultárselo...
Así fue siempre y así será. Ya sabes que cierta gente
necesita patrones colosales. Hay pillo que se niega a
medirte con el palmo y se empeña en aplicar la
versta. Pues bien: déjalos que la apliquen, que midan
a su antojo... Como tú conoces tu medida... ¡ja, ja, ja!
El vejete dio a Vershinin una palmada en el
hombro, ni más ni menos que si se conocieran de
toda la vida.
A Nikita Egórich se le contraía el cuerpo. Ardía
de calor.
Vsiévolod V. Ivánov
Terminó el mitin y se acordó, sin esperar a que
llegase la artillería, probablemente atascada en los
barrizales de los campos, asediar la vía y contener al
enemigo como fuera.
Una vez más, cual si hubiera estado esperando el
acuerdo de la reunión, emergió la niebla de los
pantanos adyacentes al río y, a ras del suelo, avanzó
hacia los mujiks y hacia el camino.
-¿Dónde estará la maldita vía? La niebla la ha
ocultado por completo.
-Allí se ve, Nikita Egórich -señaló Vaska Okorok
hacia unos mimbrales.
-Pues yo no veo nada. Y vuestro chino tampoco
aparece por ninguna parte.
Vershinin se detuvo:
-¡Abrámov, Miátij y Beslov, venid aquí!
Los tres requeridos se presentaron.
Chapoteaban las botas sobre la tierra mojada.
Desfilaban los guerrilleros. A uno se le ocurrió
silbar: "¡Ay, mi tartana americana!", y el jefe le gritó
enojado:
-¡Silencio! Tendréis tiempo de silbar cuando os
apoderéis del tren. -Y, dirigiéndose a los tres
guerrilleros que antes llamara, les ordenó-: Vosotros
también saldréis para la ciudad a tomar contacto con
Peklevánov. Los otros han podido no llegar… Vaska,
explícales en qué consiste su misión.
Reacomodándose la correa del fusil sobre el
hombro, se puso al frente de las tropas.
Por fin se presentó ante sus ojos el terraplén del
ferrocarril, elevado sobre las inmensas praderas.
Por lo demás, los campos no se distinguían, ni
tampoco la taigá ni las montañas. Todo ello estaba
envuelto en la tupida niebla.
Sin embargo, en la cima del terraplén la
nubosidad parecía un tanto menos densa.
Por la vía, haciendo aspavientos con los brazos,
vieron venir al chino Sin Bin-U.
-¡Velshinin! ¡Nikita Ególich, Nikita Ególich!
No le llegó respuesta alguna. Entre la neblina,
pasó volando un ave que no tardó en ocultarse.
El chino prosiguió su carrera por el terraplén
llamando a Vershinin.
A la postre oyó una voz lejana:
-¡Eh! ¿Eres Sin Bin-U?
-¡Sí, sí!
-¡Acércate!
El chino descendió de la vía y corrió hacía los
matorrales desde los que le llamara Vershinin.
-¡Fijaos, mujiks, ha vuelto el chino!
-Pues es verdad.
-¿No ha conseguido Nezelásov pasar todavia, Sin
Bin-U? -inquirió Vershinin.
-No pasó. Capitán Nezelásov estal en estación.
Quiele colel mucho con su tlen, pelo no puede.
-¿Por qué?
-Polque niebla no pelmite. Imposible colel más.
Le estolban tlenes de municiones.
43
El tren blindado 14/69
-¿Quieres decir que los convoyes de proyectiles
no le dejan avanzar más?
-Eso mismo.
Los guerrilleros rodearon al chino, se lo llevaron
hasta una vaguada cercana a la vía, y Misha el
estudiante procedió a explicar (a sí mismo y a sus
compañeros) las palabras del recién llegado:
-Eso no tiene nada de particular, ciudadanos. Un
hombre a medio instruir es más bruto que un
analfabeto. Cualquier minucia técnica que aprende,
por insignificante que sea, le parece una revelación
fantástica. El maquinista del tren blindado... ¿cómo
se llama?
-Su apelido es Nikífolov.
-Pues el tal Nikíforov, en una palabra, es un
pedante…
Vershinin interrumpió a Misha:
-Se oyen silbidos. El tren blindado viene hacia
acá.
-¿Qué dice usted, Nikita Egórich? Ha sido una
figuración suya. Todo está en silencio. Se aproxima
el crepúsculo, y con la oscuridad seria más fácil
apoderarse del tren.
-¿Más fácil? ¿Por qué?
El estudiante ignoraba por qué. Vershinin dijo con
un suspiro:
-Necesito acecharle junto al puente del
Muklionka: pero, a decir verdad, no es nada fácil.
Podría retener acosado al tren si dispusiera de
cañones, pero ¿dónde están? Vergüenza da pensarlo:
no puedo reunir los caballos que necesito.
-Con semejante barro, Nikita Egórich, no habría
bestia que diera un paso. Nuestra tierra es muy
jugosa, y así se explica la afición de los señores por
ella.
Vershinin, después de dar algunos pasos a lo largo
del terraplén, se detuvo:
-Ni un roce, ni un rumor, ni un silbido. Ni se oye
ni se ve nada. El capitán Nezelásov debe estar
dormido y soñando con su novia... Vaska, ¿tienes
novia tú?
-No, Nikita Egórich.
-¿Y tú, Misha?
-Por supuesto que sí.
-Tss...
Todos aguzaron el oído.
-No, no parece oírse nada. ¿Qué hacemos, Nikita
Egórich? ¿Talamos árboles para interceptar la vía?
-Aguarda un poco... Seis por siete, cuarenta y
siete. Otra vez he metido la pata. ¿Cuántos son seis
por siete, Misha?
-Cuarenta y dos -respondió el estudiante, sin dejar
de pensar en lo que le preocupaba-. Nikita Egórich:
haces mal en desdeñar lo que dice el chino. Para mí
que tiene mucho sentido.
-¿A qué te refieres?
-A las instrucciones.
-¿Qué tiene eso que ver?
-Maquinista lespeta instlucciones -intervino Sin
Bin-U.
-Según las normas vigentes para los maquinistas
de los trenes de mercancías y pasajeros -explicó
Misha-, cuando se observa que hay un hombre en la
vía...
Sin Bin-U afirmó convencido:
-Maquinista debe palal tlen con toda segulidad.
Shulka, su ayudante, también me lo dijo: es segulo
que detendlá el tlen.
Vershinin, tras una breve pausa, profirió:
-¡Qué raro! No me entra en la cabeza.
-¿Tú sabes tilal bien, Nikita Ególich?
-Si.
-Si un homble está tendido en vía, el maquinista
saca la cabeza pol la ventana pala vel qué es lo que
hay en Iaíles. Entonces, tú le metes una bala en un
ojo...
-¿Y si colocáramos unos cuantos troncos
atravesados en la vía? -sugirió Vershinin.
-Son capaces de barrerlos a cañonazos y de
estropear los raíles.
-Ya los arreglaríamos.
Mientras tanto, entre las montañas de la taigá, a
cosa de diez o quince verstas del lugar en que
discutían los guerrilleros, el tren blindado avanzaba
lentamente, silbando a cada momento, a causa de la
niebla.
El maquinista Nikíforov y su ayudante Shurka
iban fumando. El primero de los dos, que lanzaba
frecuentes ojeadas por la mirilla, dijo:
-Eres un imbécil, Shurka. Todavía no has
aprendido el oficio, mientras que yo lo aprendí sin
subir a una máquina. ¡Oh, cuánto enseña la tierra!
-Viene a resultar, Iván Semiónich, que la
instrucción, incluso la que da la tierra, tiene aspectos
muy distintos.
-¡A callar! Mi padre tenía cien fanegas de tierra y
muchos braceros... Por eso, cuando los bolcheviques
me quitaron mi hacienda, violaron la ley, que yo
respeto tanto como a Dios. ¿Qué es aquello que se ve
a lo lejos?
Shurka aplicó el ojo a la mirilla.
-¿Qué ves?
-Yo nada más que la niebla.
-Fíjate bien.
-Esté tranquilo, señor maquinista.
-Muy fino te veo hoy, so granuja. Tanta
cumplimentería me da mala espina.
-Es que hoy, señor maquinista, estoy muy amable
con todo el mundo. Al señor Obab le he regalado un
perrillo.
-¿Qué?
-Cuando iba a arrancar el tren, me encontré un
perrillo abandonado en el andén, y se me ocurrió
regalárselo al señor alférez para ver si se acuerda de
mí cuando quede vacante el puesto de maquinista.
-Muy suelto de la lengua estás, necio. A ver si te
44
callas.
-A sus órdenes.
Obab llevó al departamento un cuerpecito
blandengue hecho un ovillo, que pasó, indeciso, de
las manazas del alférez al camastro, donde lanzó
unos aullidos quejumbrosos.
-¿Para qué lo quiere? -inquirió Nezelásov.
Obab sonrió de una manera muy peculiar:
-Al fin y al cabo, es un animal. En mi pueblo se le
consideraría parte del ganado. Soy del distrito de
Barnaúl.
-Pues es inútil, alférez.
-¿Qué?
-¿Qué necesidad tiene nadie de su distrito de
usted? Usted es... el alférez Obab, un hombre que
lleva galones y, por consiguiente... un enemigo de la
revolución. No hay más que eso.
-¿Y bien? -inquirió adusto el alférez.
El coronel, con una satisfacción apenas
perceptible, redondeó su idea:
-Pues resurta que, como enemigo... de la
revolución..., ha de ser aniquilado. ¡Aniquilado!
Obab posó los vidriosos ojos en sus rodillas;
contempló luego sus anchas manazas, de nudosos
dedos, semejantes a raíces secas, y respondió con voz
incierta y titubeante:
-¡Bah! Los haremos papilla.
Dentro del tren reinaba un bochorno agobiante. El
cuerpo se derretía en sudor, y las manos se pegaban a
las paredes y a los bancos.
Se divisó un fragmento de cielo plomizo, y ante la
mirilla pasaron, revoloteantes, frágiles hojas de arce,
arrancadas de sus ramas.
El perrillo aullaba lastimero.
Nezelásov recorría atropellado los vagones,
soltando blasfemias de grueso calibre. Los soldados
tenían la expresión mustia y las caras largas, y el
coronel disparaba una tras otra las maldiciones:
-¡Callaos, parásitos! Silencio, meteos la lengua
en...
Abultábanse más todavía los salientes pómulos de
los soldados, que se asustaban de sus pensamientos
subversivos. Al oír las vociferaciones del coronel les
parecía que alguien, refractario a la disciplina,
refunfuñaba sordamente junto a las ametralladoras y
los cañones. Y ante esta idea, volvían la cara
recelosos.
Las placas de acero que cubrían las frágiles
chapas de madera, corrían por los raíles, derechos
como velas, hacia el Este, hacia la ciudad, hacia el
mar, hacia el puente del río Muklionka.
Por la noche, el bochorno se hizo asfixiante;
densas e irresistibles oleadas de calor llegaban de los
campos brumosos y sombríos, de los bosques
circundantes; para los labios eran como chorros de
agua hirviendo; y a cada resuello, el pecho se llenaba
de una angustia pesada como el barro.
Vsiévolod V. Ivánov
El crepúsculo de aquellas regiones tiene la
brevedad de las ideas de un demente. La oscuridad
sobreviene de pronto, y el cielo queda cuajado de
parpadeantes luceros. Las estrellas corren en pos de
la locomotora, y la locomotora machaca los rieles,
horada las tinieblas y gime, impotente y
quejumbrosa.
Tras ella vuelan los montes y los bosques. Si le
cayeran encima, la aplastarían como la pezuña de un
buey a un escarabajo.
En tales ocasiones, el alférez Obab optaba por
comer. Extrayendo presuroso de la talega de las
provisiones unos cuantos huevos, les quitaba la
cáscara y se los metía en la boca revueltos con pan,
con mantequilla y con carne. Le gustaba la carne
medio cruda, y la masticaba con los incisivos,
derramando sobre la manta del camastro una saliva
viscosa como la miel. Pero en su interior seguía
sintiendo bochorno y hambre.
Su asistente le rebajaba el alcohol con té;
descendía en las estaciones para llenar la cesta de los
víveres, y al regreso le informaba perplejo:
-Seguimos sin comunicación con la ciudad, señor
alférez.
Obab guardaba silencio, cogía la canasta, con los
sarmentosos dedos arrancaba trozos de las hogazas
de pan, y cuando saciaba su hambre, pellizcaba con
fruición la miga, la estrujaba y acababa tirándola.
Había colocado al perrillo en el suelo y seguía sus
movimientos con mirada desvaída, desde el camastro
en que permanecía inmóvil. El cuerpo comenzaba a
transpirar. Le causaba una desazón extraordinaria
que le sudase la cabeza.
El cachorrillo, también sudoroso, exhalaba tristes
aullidos. Rechinaban las botas en el pasillo, y
trepidaba el acero cual si estuvieran remachándolo...
Allá en su departamento, con el ánimo
apagándosele y encendiéndosele por momentos,
como la llama de una vela a la intemperie, Nezelásov
murmuraba:
-¡Nos abriremos paso... al infierno! No
reconocemos mando alguno... ¡Todos nos importan
un bledo!
Pero el tren, igual que el día anterior, iba
tragándose kilómetro tras kilómetro, con la misma
voracidad que Obab engullía la carne, sin saciarse
jamás. Desfilaban, fugaces, las casillas de los
guardagujas; y al final de la vía, la ciudad,
incomprensible y pavorosa en su silencio, rodeada de
campos, de vientos y de mar, seguía su vida...
-Nos abriremos paso -gruñía el coronel y corría a
consultar al maquinista.
Éste, impulsivo, de rostro oscuro, hacía una seña
con todo su cuerpo y gritaba a Nezelásov:
-¡Váyase, váyase!
El coronel, con una mueca imperceptible,
procuraba sosegar al maquinista:
-No se apure... Aquí no hay guerrilleros...
El tren blindado 14/69
45
Pasaremos; nos abriremos paso sin falta... Pero usted
toda la vida... ¿Qué pensé? Resulta que me
dese prisa... Sea como sea...
equivoqué... Semejante equivocación está bien a la
El fogonero, señalando con un dedo a las
hora de morirse... Pero yo tengo treinta años, Obab.
tinieblas, preguntó:
Treinta años, y una novia que se llama Várenka... Sus
-¿Ven ustedes aquello... junto a la línea roja?
uñas son de color de rosa, Obab...
Nezelásov miró a los ojos del maquinista, negros
Las ideas del alférez, bastas como la punta de la
de humo, y su imaginación calenturienta le hizo
bota de un soldado americano, se dispersaron
concebir disparatados pensamientos sobre la "línea
confusas. Obab se retiró a su departamento, cogió un
roja": al traspasarla estallaría la locomotora; se
cigarro y, aun antes de encenderlo, se puso a escupir:
volvería loca...
al principio, en el suelo; después en el cristal de la
-Todos nosotros..., sí..., con la locomotora...
ventana, en las paredes y hasta en la manta; y cuando
Había un desagradable tufo de carbón y de aceite.
se le secó por completo la boca, sentóse en el
Venían se a la memoria del coronel los obreros
camastro y posó la vidriosa mirada, en el húmedo
amotinados.
ovillo viviente que aullaba en el suelo.
De repente, Nezelásov abandonó la máquina
-¡Lombriz! ¡Cómo se da cuenta de la suerte que le
como una exhalación y corrió por los vagones
espera!
vociferando:
-¡Fuego, fuego!
Misha se acercó nuevamente a Vershinin para
Apretándose los correajes, los soldados se
decirle:
apostaron junto a las ametralladoras y dispararon en
-Nikita Egórich, le ruego una vez más que me
la oscuridad. La rutina de su acción les daba náuseas.
oiga. Hace ya un rato que vengo hablando con el
Apareció Obab, carnosos los labios, sudorosa la
chino. Dice que en la estación se enteró de que el
frente, preguntando una y otra vez lo mismo:
maquinista del tren es nuevo y hasta hace poco
-¿Nos atacan, nos atacan?
trabajó en trenes de pasajeros y de mercancías.
Nezelásov le ordenó:
-Acaba pronto.
-¡Apártate!
-Resulta que, según las instrucciones vigentes
- Explíquese, coronel...
para el tráfico ferroviario civil, el maquinista viene
Todo corría y gritaba en el tren: los objetos y los
obligado a detener el tren si ve sobre los rieles un
hombres. El perrillo gris aceleró también sus aullidos
cuerpo de hombre o animal.
en el departamento del alférez.
-Eso suponiendo que lo vea desde lejos. Pero ¿y si
El coronel daba rápidas chupadas al cigarrillo:
está cerca?
"-¡Idos... al diablo! Comed... todo lo que queráis...
-¿Si está cerca? Entonces debe acelerar la marcha,
Sin vosotros nos arreglaremos. -Y gritó a voz en
para pasar sobre el cuerpo sin correr peligro, y
cuello-: ¡Al-fé-rez!
después parar el convoy y levantar acta de lo
-A sus órdenes –respondió Obab-. ¿Qué necesita?
sucedido.
-Nos abriremos paso... Digo que nos abriremos
-¿Levantar acta? ¡ja, ja, ja! Como para actas están
paso…
ahora ésos.
-Está clarísimo. Nada nos falta...
-Tenga por seguro que detiene el tren. El
El coronel bajó el tono:
maquinista es de una cerrazón...
balancín…No
tenemos
ni platillos para la balanza ni pesas.
-Nada ¡Lo hemos perdido todo! No nos queda más que un-Por
nada del mundo
lo detendrá.
-Ya me encargaré yo...
-Espera un poco, Vaska -prosiguió decididamente
Nezelásov se metió en su departamento,
Vershinin-. Escúchame con atención, Misha. ¿Y si en
farfullando:
los raíles hay un cadáver? ¡Oídme también vosotros,
-Pues... La tierra está ahí..., más allá de las
mujiks! En el tren blindado se atienen a reglas
ventanas… De momento... ella... le maldice a usted,
antiguas. Son las normas viejas las que rigen. Según
¿verdad?
esas normas, resulta que si un maquinista ve un
-¿A qué me viene con tales desvaríos? Me gustan
cadáver en la vía tiene que parar el tren... Vamos a
muy poco. Sea más breve.
ver, amigos, ¿quién será capaz de ponerse sobre los
-Alférez: somos cadáveres... del mañana. Usted, y
raíles para que...? Ha de saberse que el peligro es
yo, y todos los que vamos en el tren no pasamos de
grande... El tren viene a la carrera, y hay que
ser polvo... Hoy asistimos a un entierro, y mañana...
aguantar el tirón... Sólo que, a mi entender, el
traen la pala para nosotros. Así es el mundo.
maquinista conseguirá detener el convoy. En cuanto
-Tendría usted que ponerse en cura.
lo detenga y asome la cabeza para observar la vía,
Nezelásov se llegó hasta Obab y, aspirando
tengo que meterle una bala en un ojo como si se
ansiosamente el aire, musitó:
tratase de una ardilla. Lo más seguro es que se
-El acero no se repara; hay que fundirlo de
parará, porque no va a cortar en dos el cuerpo de un
nuevo... Este acero se mueve si... si funciona... Pero
hombre... A ver, camaradas...
si está enmohecido... Yo pensé toda mi vida, y para
Después de un silencio momentáneo, algunos
46
contestaron:
-¡Es capaz de atropellar a cualquiera!
-¿Qué le importa a él partir en dos a otro? ¿Va a
tenerle lástima?
-¡Camaradas!
-Tiéndete tú...
-¿Yo? Pues bien, yo me tenderé.
-¿No permitamos que lo haga Nikita Egórich!
-¿Y quién lo va a hacer si no lo hago yo?
Vaska Okorok, apartando a Vershinin del
terraplén, tiró el fusil.
Todos a la vez volvieron la cabeza impulsados por
un motivo idéntico: sobre el bosque se extendía una
humareda semejante a la niebla, pero más espesa.
-¡Ya viene! -exclamó Okorok.
Repitieron los mujiks:
-¡Ya viene!
-¡Camaradas! -les arengó Okorok-. ¡Hay que
detenerlo!
Los mujiks corrieron hasta el terraplén, se
tendieron sobre las traviesas y, cargando los fusiles,
se aprestaron.
Gemían los rieles bajo el peso del tren en marcha.
Alguien auguró en voz queda:
-Pasará por encima de nosotros, y asunto
concluido. Ni siquiera disparará para no gastar
munición en balde.
Como compenetrados con esta idea, todos se
arrastraron en silencio hacia la maleza, dejando
expedita la vía.
El humo iba espesándose; aunque el viento lo
zarandeaba, seguía flotando tenazmente sobre la
arboleda.
-¡Ahí viene! ¡Ahí viene! -gritaron los guerrilleros
corriendo hacia Vershinin.
El jefe guerrillero y todos los miembros de su
Estado Mayor permanecían tendidos en silencio,
entre los matorrales, y empapados hasta los huesos.
Vaska Okorok daba furiosos puñetazos en el suelo.
El chino, en cuclillas, arrancaba manojos de hierba.
-¿Qué hemos hecho, camaradas? -vociferó
Vershinin.
Sus huestes callaron.
Vaska se arrastró hasta lo alto del terraplén.
-¿Adónde vas? -le gritó el jefe.
El interpelado repuso colérico:
-¡Idos todos a la..., mamarrachos!
Y, estirando los brazos a lo largo del cuerpo, se
tendió de través sobre los raíles.
Exhalaban los árboles su ululante hálito, y sobre
sus vértices, como la espuma de las olas, se mecía,
oscilante, un humo purpúreo amarillento.
Vaska se colocó boca abajo. Olían las traviesas a
resina. Arrojando sobre una de ellas un puñado de
tierra, Okorok apoyó la mejilla. La tierra era cálida y
gruesa.
Diseminados entre los arbustos, los mujiks
sostenían una conversación ininteligible, como el
Vsiévolod V. Ivánov
rumor del viento en el follaje. Las ruedas producían
un zumbido en el bosque al contacto con los raíles.
Vaska levantó la cabeza y lanzó en voz baja una
pregunta a los de los matorrales:
-¿No tenéis un poco de aguardiente? Me arde el
cuerpo.
Un guerrillero de barba rubia se le acercó a gatas
con una cantimplora de aguardiente casero. Vaska se
tomó un trago y colocó el recipiente a su lado.
A renglón seguido levantó la cabeza y,
sacudiéndose con la mano la tierra de la mejilla, echó
un vistazo a la vía: zumbaban, azules, los árboles;
zumbaban, azules, los rieles.
Se incorporó apoyándose en los codos. Su rostro
se contrajo en una arruga amarilla, y sus ojos se
tornaron dos lágrimas bermejas...
-¡No puedo más! ¡El alma se me va!
Los guerrilleros se mantuvieron en silencio.
-Se explica su actitud, Nikita Egórich -murmuró,
quedo, el estudiante Misha-. Vaska no cree en la
cerrazón del maquinista, mientras que Sin Bin-U está
seguro de ella y hasta se ha puesto de acuerdo con el
ayudante.
-¿Y si el ayudante ha mentido? Mira, lo mejor
será que me tienda yo...
Vershinin se levantó súbitamente, y al instante
resonaron voces tratando de disuadirlo:
-¡Va a destrozarte!
-Lo que da miedo no es que lo destroce a uno; lo
horrible es tenderse solo.
- Permite que nos tendamos todos, Nikita Egórich.
-La comunidad no puede permitirlo -dijo un
anciano guerrillero a Vershinin-. Tú no puedes
sacrificarte. Es preferible que nos tendamos todos los
demás.
El chino, abandonando el fusil, se arrastró
terraplén arriba.
-¿Adónde vas? -le gritó Vershinin.
Sin Bin-U, sin volver la cara, respondió:
-Vas ka se abule ahí solo.
Y se tendió al lado de Vaska.
Su rostro amarillo se contraía, oscurecido como
una hoja de árbol en otoño. Lloraban los raíles. Sin
Bin-U no distinguió a un hombre que descendía por
el terraplén y al que los matorrales acogían...
-¡No puedo, hermanos! -aulló Vaska, retirándose
de la vía.
-No tiene importancia -le dijo el estudiante
Misha-. No es un caso de cobardía, sino de
inseguridad en la actitud del maquinista. A mi
entender...
-¡Guárdate tu entender! -le amonestó Vershinin-.
En un momento tan delicado nos sale él con sus
explicaciones. Ya nos explicaremos si salimos con
bien de ésta.
Goteaba la hierba; goteaba el cielo…
Sin Bin-U estaba solo.
La achatada cabeza del chino percibió el contacto
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El tren blindado 14/69
de las traviesas; apartóse de ellas y, balanceándose,
elevóse sobre los raíles, tras de lo cual se volvió
hacia sus compañeros.
De entre la maleza asomaron la cara los silentes
mujiks, con ojos ávidos y expectantes.
Sin Bin-U se tendió.
Pero se levantó de nuevo, y varios centenares de
cabezas estremecieron los arbustos y se tornaron
hacia él.
El chino volvió a tenderse.
Un hombrecillo encorvado, de barba rubia, le
gritó:
-Échame la cantimplora, hombre. Y también
podrías dejarme el revólver. ¿Para qué los necesitas
ya? ¿Eh? A mí, en cambio, pueden hacerme falta...
Sin Bin-U, sin levantar la cabeza, volteó la mano
con el revólver, cual si se dispusiera a arrojarlo a los
matorrales, pero, de pronto, se disparó un tiro en la
sien.
Su cuerpo quedó estrechamente apretado contra
los raíles.
Los pinares expelieron de su seno al tren
blindado. Era gris, cuadrangular; las pupilas de la
locomotora refulgían con destellos de un escarlata
siniestro. El cielo se tapizó de un verdín grisáceo; los
árboles eran pañuelos azules tendidos en el campo.
El cadáver del chino Sin Bin-U, fuertemente
apretado contra el suelo, oía el trepidante chirrido de
los raíles...
Shurka, el ayudante del maquinista, había pegado
los ojos a la mirilla. Nikíforov, contemplando irritado
sus redondos carrillos, pálidos de temor, le preguntó:
-¿Qué miras? ¿Está libre la vía, o ves algo?
-Yo diría que es un caballo... o quizás un becerro,
señor maquinista. -De pronto, apartándose de la
mirilla, exclamó azorado-: ¡Es un hombre! Tendido
sobre los raíles, agita las manos. Probablemente
estará herido.
-¡Acelera la marcha!
-¿Que acelere, señor maquinista? Según las
instrucciones...
-Te estoy diciendo que aceleres, Shurka. Y si
tienes miedo a partirlo por medio, lo acribillaré con
la ametralladora...
El maquinista comenzó a subir por una escalerilla
hacia un nido de ametralladoras situado en una
torreta, en el techo de la locomotora.
-¡No haga eso!
Shurka asió por el cinturón al maquinista, quien,
volteando el brazo, le descargó un puñetazo en el
rostro, mas no por ello logró verse libre.
El ayudante cogió una llave de tuercas y,
amenazando a Nikíforov, repitió:
-¡No haga eso!
El maquinista, tardo de imaginación, acabó por
enfadarse completamente en serio:
-¡Voy a matarte, miserable!
-¡Para la máquina!
-¿Que la pare? Ahora vas a ver cómo la paro. –Y
le asestó otro puñetazo con toda su fuerza.
Shurka, aturdido, retrocedió hasta la puerta. Pero,
recobrándose pronto y llevándose las manos a la
cabeza, gritó frenético:
-¡Lo has matado!
-¿A quién? ¿Dónde? -murmuraba desconcertado
el maquinista.
-¡Ahí, ahí! ¡Has destrozado a un hombre, canalla!
Nikíforov quedó confuso. Shurka, agarrándole del
cuello, le arrastró hasta la puerta y la abrió con un
esfuerzo ímprobo:
-¡Míralo!
Resonaron, uno tras otro, dos disparos.
El maquinista Nikíforov cerró la puerta y se
desplomó.
El tren continuaba su marcha.
También Shurka estaba gravemente herido. No
obstante, reuniendo las últimas fuerzas, se arrastró
hasta la palanca.
La locomotora sufrió una sacudida y paró en seco.
-Estamos copados -sentenció Obab-. Se acabó, mi
coronel. Conozco de sobra a los mujiks.
-¿Cómo, cómo? ¿Por qué se acabó?
-Porque sí.
-Escuche -dijo Nezelásov tirando de las dos
mangas de Obab con ánimo de atraerlo hacia sí.
Obab se volvió, escurriendo el bulto como quien
esconde el forro raído de su chaqueta.
-¿Están disparando? ¿Serán los guerrilleros?
-Escúcheme...
Tenía Obab los párpados hinchados y húmedos
por efecto del calor, y sus ojos vidriosos, semejantes
a dos puñaladas en un pedazo de trapo, tenían
borrosa la mirada.
-¿Es que no merezco un lugar... entre la gente,
Obab? Compréndame... Necesito... recibir carta.
Carta de mi casa...
El alférez repuso, ronco:
-Es hora de dormir; apártese.
- Necesito... recibir de casa..; ¡Pero no me
escriben! No tengo noticia alguna. Al menos,
escríbame usted, alférez... -Nezelásov soltó una
risilla ruborosa-: Yo... así… sin que se note... ya sabe
que, a veces... ¿eh?
Obab se apartó de un salto, se estiró la caña de las
botas con mano temblona y, por último, gritó,
carraspeante:
-¡En cosas del servicio, lo que quiera! Pero eso no
lo permito... También yo tengo novia..., en el distrito
de Barnaúl... -El alférez se enderezó con marcialidad
de desfile-. Quizá no estén limpios los cañones.
Habrá que dar orden de engrasarlos. Los soldados
están borrachos, y, mientras tanto, tú... ¡No tienes
ningún derecho! –Tras de hacer algunos aspavientos
y de apretarse el cinturón, añadió-: ¿Qué me importas
tú? ¿Por qué he de tener compasión de ti? ¡No me da
la gana!
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-Es que siento una angustia, alférez... Y usted, a
pesar de todo..., es una persona...
-La tuya es una vida de perversión, y tú mismo
estás corrompido... ¡A buena hora se pone a pedir
ternuras!
-Póngase en mi situación... Obab.
-¡No son cosas del servicio!
-Yo se lo ruego...
Vociferó el alférez:
-¡No me da la gana!
Y, repitiendo una y otra vez la exclamación, cada
vez que la repetía perdía el color del rostro. Su
garganta emitía un rugido enorme, ronco y pavoroso
como el fragor de un ejército en desbandada:
-¡O-o-a-a!
Sin oírse el uno al otro, estuvieron gritando los
dos hasta quedar afónicos, secas las gargantas.
El coronel, fatigado, tomó asiento en el camastro
y, poniéndose el perrillo en las rodillas, dijo con
amargura:
-Yo le creía... una piedra, Obab. Pero resulta que
el témpano de hielo... ha salido ardiendo.
El aludido abrió la ventana de par en par y, dando
un salto en dirección al coronel, se apoderó del
perrillo, al que agarró del pescuezo.
Nezelásov se le colgó de la mano gritando:
-¡No hagas eso! ¡No te atrevas a tirarlo!
El animalillo exhaló un berrido lastimero.
-¡Suel-ta! -arrastró el alférez su vozarrón-. ¡Suélta-me!
-Te digo que no te suelto...
-¡Suél-ta-me!
-No temas... Yo...
Obab se zafó de un tirón y, como acentuando
adrede el ruido de sus pisadas, salió del
departamento.
Continuaba el perrillo aullando mientras
arrastraba, inseguro, sus grises patitas por el suelo y
por la manta, de color grisáceo. Era un manchón
blandengue y reptante.
-¡Pobrecillo! -se dijo Nezelásov y, de repente,
sintió un nudo en la garganta y una humedad viscosa
en la nariz: estaba llorando,
Los mujiks se descubrieron y se santiguaron por
el alma del chino.
-¡Ahora, a parapetarse! -les previno Vershinin-.
Hemos detenido el tren, pero habrá que esperar de él
mucho fuego.
Y los guerrilleros corrieron a atrincherarse.
Vershinin, agachándose ligeramente, recorrió las
posiciones acompañado de Vaska. Así llegó a la
curva, desde donde se divisaba el puente sobre el
Muklionka.
-Nikita Egórich, déjame que lave mi culpa...
Permíteme ser el primero en atacar el tren blindado.
Sin darle respuesta alguna, Vershinin subió al
terraplén y, apretando los pies entre dos traviesas,
Vsiévolod V. Ivánov
estuvo un buen rato mirando las dos brillantes franjas
de acero que corrían hacia occidente.
-¿Qué haces? -inquirió Okorok.
El jefe volvió la cara y, descendiendo del
terraplén, preguntó con gesto sombrío:
-¿Vivirán bien las generaciones del porvenir?
-¿Es todo lo que se te ocurre preguntar?
-Todo.
Vaska abrió los brazos y respondió complacido:
-Eso es cosa de ellas. A mi entender, están
obligadas a vivir bien, mal rayo las parta.
Acudieron cuatro mujiks, anunciando a coro:
-¡Nikita Egórich, han llegado los caballos!
-¡Ahora mismo traerán los cañones!
-¡Y les haremos ver lo que es bueno!
Vershinin sentenció:
-No os las deis de valientes antes de hincarles el
diente.
CAPÍTULO VIII. EL ATAQUE
Un individuo paticorto, de rostro rasurado,
repechándose sobre la mesa, ni más ni menos que si
no pudiera mantenerse en pie, argumentaba con voz
ronca:
-No se puede actuar así, camarada Peklevánov. El
comité revolucionario no cuenta para nada con la
opinión del Consejo de los Sindicatos. La acción es
prematura.
-En el Consejo de los Sindicatos predominan los
mencheviques -replicó Peklevánov-, y no entra en
nuestros cálculos contar con su opinión. ¿No es casi
general la huelga? Lo es. ¿Por qué, pues, vamos a
considerarla prematura?
Uno de los obreros presentes intervino, sarcástico,
desde un rincón:
-Los japoneses han declarado que se mantendrán
neutrales. No vamos a esperar hasta que se marchen
por las buenas a sus islas. Teniendo nosotros el poder
se irán antes.
El paticorto se mantenía en sus trece:
-El Consejo de los Sindicatos, camaradas, no
desea riesgos inútiles; podríamos esperar...
-¿A que los japoneses saquen a otro personaje
para gobernarnos?
-Bastante hemos esperado ya.
La asamblea iba agitándose. Peklevánov, entre
sorbo y sorbo de té, calmaba a los reunidos:
-Un poco de tranquilidad, camaradas.
Continuó sus protestas el paticorto representante
del Consejo de los Sindicatos:
-No os hacéis cargo de la situación. Cierto que
entre los campesinos reina un ambiente de excitado
fanatismo, pero... Ya habéis mandado agitadores a la
comarca; los campesinos avanzan sobre la ciudad;
los japoneses se mantienen neutrales... Todo es
cierto... Puede que Vershinin consiga retener el tren
blindado, pero, a pesar de todo, vuestra insurrección
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El tren blindado 14/69
fracasará.
-¡Dadle a ése!...
-¡Es pura demagogia!
-¡Pido la palabra!
El de las piernas cortas, aprovechando un instante
de calma, cuchicheó con Peklevánov:
-Le siguen a usted los pasos. Tenga cuidado…
Ha hecho mal en enviar al marino Serniónov a la
comarca…
-¿Por qué?
-Pues porque tiene una lengua muy larga. ¡Dios
sabe las necedades que habrá dicho por ahí! Hay que
andarse con pies de plomo al elegir a la gente.
-La cosa es que conoce bien a los mujiks -objetó
Peklevánov.
-A los mujiks no hay quien los conozca.
Semiónov es muy ligero de cascos en todo, y esa
ligereza, verdaderamente, influye sobre ellos, pero,
no obstante... ¿Irá usted al mitin?
-¿A cuál?
-Al de los depósitos de la estación del ferrocarril.
Los obreros desean verle. Sin haberle visto a usted no
quieren lanzarse a la acción. Desconfían de las
palabras; necesitan la presencia de los hombres...
Pese a la vigilancia que hay, y aunque saben que le
fusilarán si le atrapan, se empeñan en verle... "¿Está
entre nosotros?", se preguntan. Hacen ustedes mal en
proyectar la insurrección y el ataque. Es peligroso terminó el paticorto, pensativo.
-Una insurrección entraña siempre un peligro. La
una no existe sin el otro. Le agradezco el haberme
puesto en relación con Vershinin. Se ha convertido
en un magnífico jefe de guerrillas.
Apartándose de su interlocutor, Peklevánov se fue
en busca de Znóbov para decirle en un tono
confidencial:
-Si, por la razón que fuere..., la insurrección...
todo puede ocurrir... Si, por cualquier motivo, no veo
a Vershinin dentro de poco, comuníquele que el
comité revolucionario ha decidido que en cuanto
restablezcamos el enlace con Moscú, él debe formar
parte de la primera delegación del Extremo Oriente
que vaya a visitar a Lenin. ¡Qué gratos nombres:
Moscú y Lenin! A decir verdad, también a mí me
gustaría muchísimo ir a la capital...
Cuando los miembros del comité revolucionario y
los representantes de los sindicatos se marcharon,
Peklevánov dijo, mirando por la ventana:
-Evidentemente, el mar es una maravilla en estos
parajes, pero Moscú me parece todavía mejor.
¿Habrá algo más hermoso que el otoño moscovita?
Sobre todo cuando se inaugura la temporada teatral.
Al extremo inferior del anuncio, donde va el pie de
imprenta, se ha adherido una hoja de árbol, húmeda y
marchita, que el viento ululante no consigue
arrebatar. Te acercas tú…
-En la ciudad hay una gran agitación, Iliá. Otra
vez han puesto carteles ofreciendo sumas enormes
por tu cabeza...
-No temas, Masha, Todo se arreglará. Está
lloviendo de nuevo. Tengo irritada la garganta, y el
catarro nasal me dura ya tres días. Pero estos chinos
no saben hacer pañuelos. Más que pañuelos, son
cuadros en los que el sol desciende sobre el océano.
Un pañuelo debe ser sencillo...
-Temo que te detengan en cualquier momento.
Cuando salí a comprar pan, vi frente a nuestra casa
un japonés con una cesta de flores de papel; pero iba
vestido como un señorito.
-Será un espía. Confidentes no faltan por aquí,
pero puede que no me atrapen... Pierde cuidado,
Máshenka. Aunque no te sobren ánimos, procura
mantenerte tranquila.
-Tranquila me mantengo, Iliá; pero sabes que,
físicamente… A propósito, has dejado sobre la mesa
aquellos documentos importantes y hasta el revólver.
Mientras se guardaba el arma en el bolsillo,
Peklevánov dijo:
-En efecto, esto conviene ocultarlo. Pero, por
pocas que sean tus fuerzas físicas, Máshenka, tengo
que darte una mala noticia... A uno de nuestros
compañeros...
-¿Qué le ha sucedido?
-Han perpetrado con él un crimen feroz. Me ha
traído la noticia Znóbov: los japoneses han quemado
a Serguéi Lazó en la caldera de una locomotora.
-¡Dios mío!
Atenta al ruido de un coche de alquiler que por la
calle pasaba, Masha gritó:
-¿No vendrán por ti?
-No, no. El que llega es Semiónov. Viaja en
coche, pues finge ser un tronera.
Entre las ramas de unos arbustos se veía el
sombrero de paja de Semiónov, que lucía un bigotillo
amarillento y recortado, por el estilo de un cepillo de
dientes. El caballo bufaba.
Masha estaba llorando. Tenía unos labios de línea
perfecta y un rostro sonrosado. Sobre sus coloreadas
mejillas y sobre el fino mentón, las lágrimas
resultaban un despropósito:
-Me tienes muerta. Me paso los días temblando,
no sea que te detengan... Sabe Dios... Una sola cosa
te pediría: ¡no vayas!
Recorría nerviosa la habitación. De pronto se
plantó junto a la puerta y, asiéndose al picaporte,
profirió:
-¡No te dejaré marchar! ¿Quién será capaz de
devolvérteme si te fusilan? ¿El comité
revolucionario? Me importan muy poco todos ellos.
-Está esperándome Semiónov.
-No es más que un canalla. Te digo que no te
dejaré salir de aquí, ¡ea!
Peklevánov, echando una ojeada alrededor, se
dirigió a la puerta. Masha se encorvó como un
arbolillo azotado por el viento. En la mano contraída
se le notaba la tensión de los tendones.
50
Peklevánov, confuso, se retiró hacia la ventana:
-No consigo comprenderos...
-Tú no quieres a nadie, Iliá. Ni a mí ni a ti mismo.
No te vayas.
La voz ronca de Semiónov llegó desde el coche:
-¿Va usted a tardar mucho, Vasili Maxímich?
Mire que va a oscurecer y cerrarán las tiendas...
Peklevánov murmuró:
-Esto es una vergüenza, Masha. ¿Es que voy a
tener que hacer lo mismo que Podkoliosin y saltar
por la ventana? No puedo negarme a ir. Podrían
tomarme por un cobarde.
-Pero es que vas a una muerte cierta. No te dejaré
marchar.
Peklevánov se pasó la mano por la cabeza:
-Habrá que hacer lo que Podkoliosin.
Rebuscando algo en los bolsillos de la chaqueta,
con una sonrisa forzada, comenzó a subir al alféizar
de la ventana:
-¡Valiente tontería! Mira que tener que recurrir a
esto...
El guerrillero enviado por Vershinin en
seguimiento de Nastásiushka la encontró junto al
mercado. Le dijo que andaba desde por la mañana
temprano buscando a Peklevánov, que se hablaba
mucho de éste, que la ciudad estaba en huelga y que
su promotor y dirigente era Peklevánov, pero que no
había modo de averiguar su paradero. Como
conclusión añadió:
-Por aquí he encontrado a un vejete muy beato
que me ha prometido llevarme a donde está él. Yo iré
a verle, Nastásiushka, y tú espérame.
-Está bien, esperaré. En este carro no tengo nada
que temer.
Lloviznaba. El aire era brumoso; en el morro, tras
el malecón, se estrellaban las turbias olas del mar.
Nastásiushka, echándose la blusa por encima,
dormitaba medio aterida.
Pasó a poca distancia el japonés de las flores de
papel y miró inquisitivamente a la carreta. Poco
después se acercó una mujer entrada en años con una
pelliza bajo el brazo, que, metiendo la mano en el
carro, preguntó:
-¿Qué vendes?
-Lo he vendido todo ya -respondió displicente
Nastásiushka.
Una mujer joven, acompañada del guerrillero a
quien enviara Vershinin, pasó muy cerca, a toda prisa
la Nastásiushka le pareció un sueño), y musitó:
-No conseguirá usted ver a Iliá Guerásimich... Le
siguen la pista... Soy su mujer... Márchese,
Nastásiushka.
Y desapareció entre el gentío.
Nastásiushka escrutó los alrededores, se apeó del
carro y corrió hacia el malecón, en busca del aire del
mar. Allí se sentiría aliviada.
Vsiévolod V. Ivánov
Peklevánov no consiguió penetrar en el depósito.
Pronunció un discurso en los astilleros y regresó a su
escondite coincidiendo con la llegada de Masha, que
volvía del mercado.
-¿Es cierto que la mujer de Vershinin se encuentra
en la ciudad? ¿La has visto, Masha?
-Sí, pero me dio miedo traerla. Me seguía el
japonés con la cesta de las flores de papel.
-Abundan los espías -observó Peklevánov,
pensando, al mismo tiempo, en los obreros de los
depósitos de ferrocarriles, entre los cuales se echaba
de ver la influencia de los mencheviques-. Pero, sin
embargo, necesito irme al depósito.
-Temo mucho por ti, Iliá. La ciudad está otra vez
llena de anuncios. Ya no ofrecen treinta mil rublos
por tu cabeza, sino doscientos cincuenta mil.
-¡Caramba! ¿Sube de precio Peklevánov? Quiere
decirse que sus negocios van viento en popa. -Y,
después de un corto silencio, afirmó decidido-: Ahora
estoy ya seguro.
-¿De qué?
-¿Recuerdas que Semiónov dijo que en la ciudad
se nota la actuación de un segundo centro
bolchevique?
-Eso es una fantasía.
-Pues yo lo creo, Masha. De veras que lo creo, Y
no es por efecto de la soledad, sino tal vez por exceso
de energía. Ya sabes que estudié en Simferópol. Allí
hay mucho sol. Cuando iba al instituto llevaba el
alma radiante de alegría; veía mi sombra tan
netamente delineada cual si estuviera hecha con tinta
china; tan acusada, que yo diría que era digna de mi
fe.
-Tu sombra es Vershinin, y no ese imaginario
segundo centro de la insurrección. ¿Para qué se
necesita?
-Supónte que tenemos un tropiezo nosotros. En
ese caso, el segundo centro toma las riendas.
-Ya nos arreglaremos sin esos paralelismos protestó Masha con una rudeza impropia de ella.
Peklevánov la miró atentamente y se echó a reír.
Oscurecía. Encendiéronse en el puerto las luces de
los barcos y, acto seguido, como por reflejo, ardieron
las de las casas. Resplandecieron por última vez los
rayos del sol sobre la cúpula de la catedral, y sonó la
campana cual si quisiera darles la despedida. Fuera
de la casucha se oyeron pasos cautelosos.
Peklevánov, después de mirar intrigado por la
ventana, se dirigió a la puerta.
-¿Adónde vas, Iliá?
-De momento, al huerto.
Desde el huerto se divisaba una pendiente que
descendía hacia el malecón; junto a ella, unos
caminos arenosos con diminutas casuchas dispersas;
y más allá la negra mancha del jardín municipal. Los
vientos de los últimos días, atravesando la espesura
de la niebla, habían despojado completamente de
hojas todos los árboles, y el jardín parecía circundado
51
El tren blindado 14/69
de alambre espinoso.
Abrióse de par en par la puerta de una de las
chabolas de la pendiente. Una mujeruca de largo
vestido rosa sacó un enorme samovar que refulgía en
sus manos como un lingote de oro.
-Se queda uno embelesado -dijo Peklevánov a
Znóbov, que, tendido entre las coles del huerto, tenía
puesta la vista en el cielo.
-Verdaderamente -respondió Znóbov-, estos
cielos tan estrellados se ven ahora muy rara vez. Pero
no hable usted tan fuerte, que el enemigo vigila.
Peklevánov, con un dejo de ironía, preguntó:
-¿Y fumar se puede?
Arrancando una hoja de col, se puso a
desmenuzarla entre las manos.
-Quiere decirse, Iliá Guerásimich, que, en primer
lugar...
-En primer lugar sublevaremos a los obreros de
los depósitos y ocuparemos los arsenales de
artillería...
-¿Y luego a los cargadores?
-Sí, después atacaremos el puerto y la fortaleza.
La tomaremos por asalto.
Siguió un breve silencio.
-Nosotros somos de la misma opinión, Iliá
Guerásimich -dijo Znóbov-; sólo que abrigamos
ciertos temores respecto a los arsenales de artillería.
Supóngase que nos apoderamos de los cañones y que
Vershinin tarda en llegar con los proyectiles...
-No tardará.
-¡Los traerá! -afirmó Semiónov, que se acercó a
rastras.
Se produjo una nueva pausa, al cabo de la cual
Semiónov anunció con la voz demudada:
-Iliá Guerásimich, han detenido a la mujer de
Vershinin.
-Un motivo más para que aceleremos los
preparativos de la insurrección.
-¿Le parece que enviemos unos enlaces a
Vershinin para pedirle que se dé prisa? ¿Debemos
decirle lo de su mujer, o conviene ocultárselo?
-Hay que decírselo todo. Es hombre estoico,
Tableteaban las ametralladoras. Disparaban los
vagones con las ametralladoras. Las ametralladoras
estaban recalentadas, igual que la sangre.
De entre la maleza subían al terraplén guerrilleros
heridos que ya no se ocultaban ni temían dar la cara a
pecho descubierto frente al enemigo.
Pero los que no estaban heridos seguían ocultos.
Prados apacibles; arbustos dorados y grisáceos;
charcos en los caminos; colinas; bosques. A veces
parecía que sólo disparaba el tren blindado.
-¿Habrán traído ya los guerrilleros sus cañones?
-De ningún modo, mí coronel; aún no tienen
piezas de artillería -contestó Obab.
-¿Quiere decirse que tampoco se halla entre ellos
Peklevánov?
-Con estos barrizales endemoniados, los caminos
están impracticables, y de nada les valdría tener ahí
cien Peklevánov. Por otra parte, mi coronel, no le
suba tanto de precio, que aquí estamos entre gente
nuestra.
-¿De veras?
Nezelásov no podía distinguir los rostros de los
soldados en el tren. Apagábanse los candiles, y las
caras adquirían una palidez mayor que la de los
amarillos pabilos.
El cuerpo del coronel obedecía dócilmente; su
garganta tenía una sonoridad un tanto brusca, y su
mano izquierda se apretaba en el aire.
Quería gritar a los soldados algo consolador, pero
desistió al pensar: "Ellos mismos lo saben."
Y se sintió de nuevo enojado con el alférez Obab.
"¿Gente nuestra? ¡Ja, ja, ja! Los de Vershinin sí
que son gente suya. Tiene un millón de adictos, ¡ja,
ja, ja! ¿Quién dijo eso? Creo que fue un campesino
guerrillero en el momento en que iban a fusilarle.
Flaco y debilucho como era, en cuanto vio los fusiles
apuntándole y amenazándole con una muerte cierta,
se enfureció, y gritó: "¡No tiene usted bastantes balas,
señor. Vershinin es un millón de hombres!» ¿O fue
Obab el que me refirió el caso de este mujik?"
-¡Qué aburrimiento, Dios de los cielos! Todos los
martes hay velada en casa del comandante. Varia se
sentará en el diván y abrirá el libro... Pero ¿qué libro
se puede leer en una noche como ésta?
Sí, aquella noche era difícil leer.
Los guerrilleros habían encendido hogueras que
ardían despidiendo enormes lenguas de fuego de un
color amarillo lechoso; y como era arriesgado
acercarse a ellos y alimentar el fuego, lanzaban la
leña desde lejos, de modo que cada hoguera se
ensanchó hasta alcanzar el tamaño de una isba
campesina.
A ambos lados de la línea férrea serpenteaban,
pues, las llamas, pero no aparecía ninguna figura
humana, de suerte que los disparos procedentes de la
taigá parecían ser el chisporroteo de los húmedos
leños al arder. Al coronel se le antojó que su cuerpo,
muy pesado, sobrecargaba un extremo del tren y,
llevado de esta idea, corrió a situarse en el centro.
Con visible deseo de imponer respeto, iba
gritando:
-¡No escatiméis... las municiones!.. . -Y, para
consolarse a sí mismo, vociferaba-: ¡A vosotros os lo
digo! ¿Es que no os enteráis? ¡Que nadie escatime las
balas! -Volviendo la cara, se reía con sordina, detrás
de la puerta, y agitaba la mano izquierda, irónicos el
gesto y el ademán-: Lo principal es sacar a relucir el
depósito de lugares comunes, de frases
estereotipadas: "¡No escatiméis las municiones!"
Nezelásov echó mano a un fusil y probó a
disparar en la oscuridad, pero recordó la norma de
que el jefe es necesario como ordenador de las
operaciones y no como simple unidad. Palpóse la
52
rasurada barbilla, pensó atropelladamente: "Pero
¿para qué sirvo yo?", Y tornó a situarse en el centro
del vagón:
-¡Que nadie tire sin previa orden!
El tren aguantaba el tiroteo tranquilamente, y tras
las aceradas ventanas corrían los soldados de vagón
en vagón, intercambiando puestos y manejando ya,
muchos de ellos, armas distintas a las suyas. Al
tiempo que se frotaban los sudorosos pechos, se
decían:
-¿Dónde estarán los mujiks, Dios mío? ¿Qué
esperan
En efecto, ¿qué o a quién esperaban?
¿A Peklevánov?
"¿Y qué tiene que ver con todo esto Peklevánov?"
-Entonces, ¿quién tiene que ver?
Verdaderamente ¿quién?
-¿Y si atacásemos nosotros, mi coronel?
-Obab, usted no es tonto. ¿Con qué fuerzas vamos
a atacar? Disponemos de proyectiles, pero ¿y los
hombres? ¿Dónde están nuestros intrépidos cosacos
blancos?
-Han huido.
-¿Dónde se han metido los aliados, los japoneses,
los americanos?...
-Deben de estar al llegar.
-Usted lo ha dicho: "al llegar". ¿Al llegar adónde
y de dónde? Puede que estén al llegar a sus barcos, y
no a nuestro tren. No tengo gente para pasar al
ataque, Obab.
Le horrorizaba presentarse ante el maquinista. Los
pensamientos, como los soldados dentro de las cajas
de acero, se agitaban en el interior de su cerebro y, a
veces, en lugar de decir lo que quería, el coronel
gritaba a voz en cuello:
-¡Canallas!
Pero la palabra que había querido pronunciar le
repercutía en las piernas y en los brazos, convertidos
en carne de gallina.
Nezelásov blandió los puños:
-¡He dicho... que ni proyectiles... ni compasión!
¡Infames, truhanes!...
Pateando el suelo, descargó una palmada sobre el
cojín que hacía de almohada y echó a correr una vez
más por los vagones.
Los soldados no miraban a su coronel. Su figura,
ancha de huesos, pero delgada, semejante a un papel
de fumar descolorido y convertida en un espectro, se
desplazaba con un rumor casi imperceptible.
"Sí, la vida tiene algo de horrible. ¡Cómo no! Pero
el caso es que sólo tú tienes la culpa. ¿Sólo yo?
Discúlpenme: a mí me empujaban desde todas partes.
¿Quién te empujaba, hijito? Piénsalo un poco."
-¡Maldita sea! Ya empiezo a hablar solo.
-¿Qué dice, mi coronel?
-No te estoy hablando a ti. ¡A callar!
Aunque ordenaba que se callasen, le complacía
que conversaran con él. ¡Oh, si en aquel tren hubiera
Vsiévolod V. Ivánov
ido aunque sólo fuese una persona alegre y normal!...
"Un momento: ¿es que yo soy un anormal?"
-¡Fuego! ¡No escatiméis los proyectiles!
Seis horas largas llevaban ya las ametralladoras
disparando contra la maleza, contra los árboles,
contra la oscuridad, contra las rocas en que se
reflejaban las sombras de las hogueras; y nadie
comprendía por qué los guerrilleros, sabiendo que
con sus balas no lograrían perforar el blindaje de los
vagones, continuaban tirando.
Nezelásov sentía una fatiga que le aturdía el
cerebro. Las botas, secas y duras como si fuesen de
madera, le apretaban estrechamente los pies.
Giraba el techo, se combaban las paredes, olía a
carne quemada. ¿De dónde, por qué? Y la
locomotora, silba que te silba:
-Pi·i-i...
-¡Qué espera, qué horrible espera! Da miedo abrir
los ojos, levantar la cabeza... ¿Por qué? -mascullaba
el coronel, encorvado sobre las rodillas-. ¿Deseo
vivir o temo padecer unos dolores desconocidos?
¡Qué angustia, qué angustia!
Reinaba en torno una oscuridad mortecina, casi
sepulcral. Los fogonazos de los cañones iluminaban
la torreta del tren y las piezas de artillería, cuyos
servidores dormitaban, apáticos y cansados, junto a
ellas. Sus movimientos traslucían su extrema fatiga.
Al pie de los cañones había verdaderas pilas de
cascotes vacíos.
Nezelásov, sentado en un cajón de municiones,
tenía el color del musgo. Ansioso de disipar la
deprimente tiniebla de la noche, el alférez Obab,
despojado de su guerrera y vestido con una sucia y
húmeda camisa, paseaba junto a los cañones.
-¡Preparadas la primera y la segunda piezas! murmuraba Nezelásov por teléfono-. Batir el
terraplén en profundidad. Objetivo treinta y cinco,
ángulo treinta y cinco. ¡Fuego!
Resplandor de cañonazos.
-¿Contra quién dispara usted, mi coronel? inquirió Obab colocándose junto a la mirilla-. Eso
está oscuro como boca de lobo.
-¡No me fastidie! ¿Qué tal en la locomotora?
-El maquinista ha muerto, y el ayudante está
gravemente herido.
-Que los sustituyan los cadetes.
-Entre ellos no hay ninguno que sepa manejar una
locomotora, mi coronel.
-Este dolor de cabeza es monstruoso. Creo no
haber dormido todo un siglo. En casa del comandante
de la fortaleza estarán cenando ahora, y después
jugarán a las cartas. Varia, recostada en el diván, se
pondrá a leer. ¡Ja, ja, ja! Lo de siempre.
No, lo de siempre no. Las cosas distan mucho de
ser las de siempre.
En efecto, los invitados van congregándose ante la
coquetona casita del coronel Katin, y el cadete
53
El tren blindado 14/69
Seriozha empuña ya el picaporte. Pero todos oyen lo
que relata en voz baja el contratista Dúmkov:
-Vershinin ha accedido a entregar a Peklevánov.
Noticia de buena fuente.
-¿A cambio de cuánto?
-De un cubo de rublos zaristas.
-Señores, no se rebajen a sí mismos creyéndose
capaces de sobornar a Vershinin -se oyó la voz de
Varia.
-Por favor, Várenka -gritó Dúmkov-. ¿No fue
usted misma quien me comunicó la noticia?
-¡Qué tontería! ¿Cuándo?
-Caballeros, venimos como huéspedes a una casa
ajena; contengan sus nervios y cesen en sus
discusiones.
El cadete Seriozha abrió la puerta de la casa del
coronel Katin y cedió el paso a las damas.
Todo prometía seguir el camino que, allá en su
tren, se imaginaba Nezelásov. Pero no todo había de
ser igual.
El recibidor estaba vacío. Nadezhda Lvovna,
contrariada, preguntó a Varia:
-¿Seremos los primeros?
-Usted, Nadezhda Lvovna, siempre va de prisa.
-¡Oh, calle, Varia! Eso sí: no se le olvide
preguntar...
-Ya lo sé, ya lo sé.
-No, si no me refiero a Vershinin, hijita.
Vershinin me tiene sin cuidado. Lo que me importa
saber es si vendrán por nosotros los buques
americanos.
¡Santo Dios, qué tonta era aquella vieja! Sin
reparo alguno, ni más ni menos que si estuviera en su
casa, conjeturaba en voz alta:
-Lo más seguro es que Sasha haya guardado en el
tren buena cantidad de divisas. Quizás haya vendido
las tierras que le han otorgado. Estamos hartos de
guerra, y nuestro mayor deseo sería descansar en
América.
-Nadezhda Lvovna, tss...
-¿Por qué tss? Aquí todo el mundo quiere
marcharse a América, sólo que unos se lo callan y
otros lo declaran. ¿Cree usted que el coronel Katin no
está deseando huir a los Estados Unidos?
Pregúnteselo.
El coronel Katin, saliendo de su gabinete, acude al
encuentro de los huéspedes. Están colocadas las
mesas con manjares para obsequiarlos; también hay
una mesita dispuesta para jugar a las cartas. Varia
coge un libro y se sienta en un diván... Todo como
siempre, pero no como siempre.
El coronel tiene una expresión de inquietud y de
desconcierto. De pronto vuelve la cara hacia atrás.
Rechina la puerta del dormitorio y sale el doctor
Sotin. Ante la mirada interrogativa del comandante
de la fortaleza, se encoge de hombros, saluda con una
reverencia a las señoras y se retira. Katia,
olvidándose hasta de presentar sus respetos a las
damas, sale detrás del médico, quien, ante la nueva
mirada inquisitiva, responde en voz baja:
-Por desgracia, lo que tiene su hija es el tifus.
-¿Vérochka-a?
El coronel retorna a la sala y contempla con ojos
extraviados a los huéspedes. Éstos presagian alguna
desgracia, y Nadezhda Lvovna dice lo primero que se
le ocurre:
-Mucha gente de la ciudad está haciendo las
maletas, y se asegura que varios buques americanos
vienen por nosotros.
El coronel Katin murmuró:
-Perdonen ustedes. Es algo tan inesperado...
Parece que mi hija tiene tifus...
Es de noche. Los caminos están tan embarrados,
que el fango llega a la cintura. Atascados en él, los
hombres y los caballos pugnan por arrastrar los
cañones. Se rompen los tirantes, los ejes de hierro,
las ruedas...
-¡No cedáis, camaradas, empujad!
-¡Estos cañones hacen falta en el Muklionka!
-Los proyectiles están preparados allí. ¡Os
esperamos, compañeros!
-Hay que cambiar los caballos, porque a éstos no
les quedan ya fuerzas ni para mover las pezuñas.
-¡A ver esos látigos! ¡Zurradle duro al caballo de
varas!
-¿No veis que no puede ya con su alma?
-¡Es lo que yo digo, hay que cambiarlos!
-¡Daos prisa, amigos, daos prisa! No vaya a ser
que le lleguen refuerzos a Nezelásov...
-Lo principal es que avancen los cañones.
-Solamente nos quedan cinco verstas hasta llegar
al río.
-Cinco verstas que son como cinco mil.
-Más vale que metas el hombro, Ermil.
-Bien que lo metemos, Vaska, pero más nos
metemos en el barro. ¿Qué tal está Nikita Egórich?
-Vivito y coleando. Pero quiere veros pronto allí.
-¡Ea, ea, empujad, mujiks!
-¡Ese hombro, ese hombro!
-Habrá que colocar troncos bajo las ruedas.
¡Troncos!
-Todo se sume en el barro, Vaska.
-¿Será cosa de enviaros unos cuantos mujiks para
que os ayuden?
-Mujiks y caballos sobran, pero este barrizal no
hay quien lo pase.
-Estamos hundiéndonos, Vaska.
-¡Tirad, mujiks, tirael de los cañones! ¡Aprisa!
-Prisa ya nos la damos, pero no se puede dar un
paso.
-¡Reina de los cielos! ¡Un carro le ha cogido una
pierna a Lábeznikov!
-¡Her-ma-nos!
-¿Por qué, Madre de Dios?
El tren blindado, con la esperanza puesta en la
54
llegada de los aliados, arreciaba su fuego.
-Tú tira, tira todo lo que quieras -gritaba
Vershinin con los labios resecos-. Sigue tirando, que
ya llegará nuestra hora; fíjate cuánto mujik acude.
Llegaban sin cesar aldeanos que, dejando en el
bosque las carretas con sus familiares, salían a la
linde, fusil al hombro, y desde allí, a rastras, seguían
hasta el terraplén para apostarse en sus
inmediaciones.
Las mujeres, entre rezos, acogían y evacuaban a
los heridos. Los más leves blasfemaban a gritos
contra ellas, mientras que los graves, rebotando sobre
las carretas, exponían sus heridas al aire y a la
hojarasca que, desprendiéndose de las ramas, caía
sobre los ensangrentados carros.
Una viejecilla diminuta y picada de viruelas, con
un jarrón de agua bendita, iba y venía por la linde del
bosque, rociando a los heridos, que se volvían hacia
ella. Vershinin, desde una carreta emplazada tras la
garita del guardagujas, oía los partes que le iba
leyendo el secretario del Estado Mayor.
Vaska Okorok musitó como temeroso:
-¿No tienes miedo, Nikita Egórich?
-¿De qué? -inquirió, ronco, Vershinin.
-De llegar tarde a la ciudad disponiendo de tanta
gente.
-¿Y a ti, qué? Responderá la comunidad
campesina.
A partir de la muerte del chino, Okorok andaba
como intimidado y miraba a todos con una sonrisa
forzada, de culpabilidad.
-Mucho tardan, Nikita Egórich. Llevo una
desazón por dentro…
-Pues cállate y se te pasará. Nosotros no
dormimos de noche, mientras que tú, Vaska, con tu
frivolidad de diablo pelirrojo, tomas la vida por un
eterno jolgorio.
Vaska emitió un suspiro:
-Pues se cuenta que en no sé qué país eximen de
la mili a los pelirrojos, mientras que yo he servido al
zar siete años: cuatro en paz y tres en la guerra contra
Alemania.
-Es una suerte que no volaran el puente... -dijo
Vershinin.
-¿Por qué?
-Porque no podríamos llevar a la ciudad el tren
blindado.
Okorok hundió la rizosa cabeza en los hombros y
se levantó el cuello de la pelliza:
-¡Cuánto lamento lo del chino! Yo creo que irá a
la gloria, pues sufrió por la fe cristiana.
-Eres un mentecato, Vaska.
-¿Por qué?
-Porque crees en Dios.
-¿Y tú no?
-Vamos, hombre...
-Allá tú, Nikita Egórich. Ahora hay libertad, pero
yo estoy obligado a creer. Mi familia es de la secta
Vsiévolod V. Ivánov
kerzhátskaia, un grupo cismático.
-Menudos creyentes estáis hechos.
-Bueno, Nikita Egórich, déjame siquiera ir a pegar
unos cuantos tiros.
-Imposible. Como perteneces al Estado Mayor,
tienes que permanecer en el puesto de mando.
-¡Un proyectil! ¿Lo oyes?
Un cristal se estremeció y cayó al suelo
produciendo un leve tintineo.
Vershinin, repentinamente enojado, empujó a su
secretario:
-Estáte ahí. En cuanto se haga de noche, que
enciendan hogueras, no vaya a ser que Nezelásov se
escabulla del tren y se pierda en el bosque. Yo voy a
acercarme un poco.
Así diciendo, condujo su carro a lo largo de la
línea férrea sin dejar de gritar:
-¡No escaparás, no!
Al caballo, lanudo como un perrillo de aguas, se
le balanceaba el vientre, redondo como un tonel.
Saltaba, entre vaivenes, la carreta. Vershinin
poniéndose en pie junto al varal, tiró de las riendas:
-¡Arre e-e!
La bestia enderezó las patas, meneó la cola y salió
al galope.
El jefe guerrillero no cesaba de castigarle con el
látigo el sudoroso lomo.
Vaska le gritó desde la puerta de la garita:
-¡Zúmbale duro, Egórich! El Estado Mayor
inspecciona las tropas. Y al coronel ese, con todo su
tren, nos lo meteremos en el bolsillo. ¡Adelante,
Egórich!
Corría la carreta ante los parapetos de los mujiks,
que se incorporaban sobre las rodillas y, después de
acompañar con la vista al intrépido jefe, aprestaban
los fusiles y se ponían a la espera.
Vaska entornó los ojos:
-A un hombre de esa altura no hay quien le
alcance. Deben de estar aturdidos, porque ni siquiera
le ven.
Erguido sobre el carruaje. Vershinin ofrecía un
espectáculo majestuoso. Las cejas, hirsutas, le caían
sobre la sudorosa cara:
-¡No cedáis, camaradas!
-¡Manteneos firmes! -vociferaba Okorok.
Trepidaba la carreta; en los costados, con
estrépito, golpeaban las ruedas: de debajo del asiento
caían manojos de heno sacudidos por el traqueteo.
Los mujiks, apostados entre la maleza, respondían en
discordante coro, muy distinto del grito de una
formación militar:
-¡No pasa nada!
-¡Y si hay que diñarla, la diñamos, mozo!
-¡Lo atraparemos!
Entre las hogueras estallaba, en la oscuridad, un
torrente de fragorosos proyectiles.
La hirsuta figura de la carreta daba órdenes. Los
mujiks llevaban troncos de árboles al terraplén y,
55
El tren blindado 14/69
haciéndolos rodar lentamente delante de ellos,
avanzaban a rastras. El tren blindado disparaba
contra ellos casi a quemarropa.
Los troncos eran como cadáveres, y los cadáveres
como troncos. Crujían las ramas de los unos y los
brazos de los otros; y tanto los cuerpos de los árboles
como los de los hombres eran jóvenes y sanos. .
-¡No escaparéis, no!
-Si llegaran pronto los cañones...
-Llegarán...
El cielo, oscuro y pesado, como hecho de hierro,
tronaba, allá en lo alto, con un estrépito semejante al
de la locomotora.
Santiguábanse los mujiks, cargaban sus fusiles y
seguían haciendo rodar los troncos. Olían éstos a
resina; aquéllos, a sudor.
Vaska, encorvándose junto a la casilla del
guardagujas, reía a carcajadas:
-¡No tienes nada que beber, canalla! Mañana
daremos cuenta de ti. No creas que vas a escabullirte.
¿O es que hemos sacrificado al chino en balde?
-Mañana se les acaba el agua. Les echaremos
mano. Eso, por descontado.
Vershinin estaba serio:
-Tenemos que acudir en ayuda de la ciudad.
Caían los hombres como frutas maduras,
zarandeadas por el viento; y daban a la tierra su
último beso: el de la muerte.
Ya no se apoyaban en las manos al caer;
desplomábanse dulcemente, con todo el cuerpo, sin
dolor alguno: la tierra tenía compasión de ellos. Al
principio
caían
por
docenas.
Lloraban
silenciosamente las mujeres en la linde del bosque y
en los caminos cercanos. Después sucumbían por
centenares, y los sollozos iban en aumento. Ya no
había quien evacuara tanto herido, y los cadáveres
impedían que los troncos rodasen por la vía.
Los guerrilleros continuaban el asedio, cada vez
más estrecho.
El tren blindado proseguía su incansable y
mortífera tarea.
Mucho antes que resonase el grito de Vershinin:
"¡Adelante, camaradas!", los mujiks se lanzaron al
asalto.
-Si tuviéramos cañones...
-Siquiera uno...
-De momento, vamos a probar sin ellos.
-¡Porque necesitamos llegar a tiempo! -gritó
Vaska-. ¿Verdad... Nikita Egórich? Lo prometido es
deuda.
-Desde luego, Vaska, desde luego.
Partículas de plomo y de cobre, despedidas desde
las paredes de hierro, se precipitaban sobre los
cuerpos y destrozaban los pechos, atravesándolos y
abriéndoles un ojal donde la muerte pondría su eterno
botón.
Rugían los guerrilleros:
-¡O-a-a-ao!...
La maleza cubría hasta el vientre, hasta el pecho.
Enredábanse en los tallos de los arbustos las pobladas
barbas, entre cuyos pelos, sudorosos y húmedos,
asomaban los labios:
-¡O-a-a-a-o!
Habían quedado detrás las hogueras; a poca
distancia se levantaban las oscuras siluetas de los
vagones, semejantes a graneros; mas no había modo
de acercarse a los hombres temerosamente ocultos
tras los tabiques de hierro.
Un guerrillero arrojó contra las ruedas una bomba
cuya explosión repercutió en todos los pechos.
Los mujiks retrocedieron.
Amanecía.
Cuando, a la luz del alba, vieron tanto cadáver,
lanzaron las mismas lamentaciones que si estuvieran
despellejándolos, y se abalanzaron de nuevo sobre
los vagones.
Vershinin, que se había despojado de las botas,
avanzaba descalzo. Vaska Okorok le contemplaba
inquieto y le gritaba:
-¡Eres un héroe, Nikita Egórich!
-Un héroe que todavía no ha hecho nada.
Resplandecía de júbilo el rostro de Vaska, y en
sus ojos brillaban lágrimas de emoción.
El tren no cesaba de disparar.
-¡Hay que cerrarle la boca! -exhaló Okorok un
estridente chillido al tiempo que se erguía; pero, de
pronto, llevándose las manos al pecho, parloteó con
una vocecilla de niño enfadado-: ¡Señor, también a
mí!...
Se desplomó.
Los guerrilleros, sin detenerse a mirarle, subían
hacia el terraplén, alto y amarillento, como el túmulo
de una inmensa tumba.
Se contorsionaba febrilmente el cuerpo de Vaska.
Díríase que, como siempre, tenía prisa.
Los guerrilleros retrocedieron otra vez.
Amanecido ya, llegó un enlace del comité
revolucionario de la ciudad para comunicar que
Peklevánov había iniciado la insurrección, que los
obreros estaban batiéndose con intrepidez, que "la
lucha es la lucha" y que Nastásiushka, la esposa de
Vershinin, detenida por los blancos, había sido
recluida en los sótanos de la fortaleza.
Vaska Okorok, herido en el pecho, deliraba.
Vershinin, sentado junto a él, le había cogido la
mano; con la vista fija en su rostro redondo, de
pálidas pecas, y en sus cabellos, totalmente rojos,
quizá por efecto del sudor, comentaba triste:
-De todas maneras, mejor es su situación que la
mía. ¿Quién acarreará tantas amarguras a los
hombres? ¿Quién?
Vaska abrió con dificultad los ojos; dibujando una
sonrisa torcida, musitó con voz apenas audible:
-Llevaba razón el chino, Nikita Egórich, en lo del
maquinista... ¡Con qué puntería... lo apiolamos!
Después, de manera casi ininteligible ya, añadió:
56
-Ése... quería... jugárnosla...
Y, sobreponiéndose al dolor, acabó de expresar su
idea:
-... Pero se... fastidió...
Sudando a chorros y armando un enorme ruido
con los bidones, los soldados refrigeraban las
ametralladoras junto a las troneras. Sus manos, llenas
de arañazos, tenían movimientos tímidos, presurosos,
y puede que hasta un tanto avergonzados.
Estremeciase el tren con febriles sacudidas, y
ardía todo él como un enfermo de tifus.
Una oscuridad rojiza, de oscilantes coágulos,
llenaba el cerebro de Nezelásov. Un temblor
lacerante, mezclado con escalofríos, partía de sus
sienes como un punzante triángulo, cuyo vértice,
invertido, bajaba hasta su corazón para clavarse en él.
-¡Miserables! -tronaba el coronel-. ¿Qué hacéis?
-Es que, mi coronel...
Nezelásov corrió hacia un soldado medio dormido
y le dio una patada:
-¡Eh, so cerdo, aquí no se duerme!
-¡Estamos muertos de cansancio, mi coronel!
-Y no tenemos agua para los cañones.
- Verdaderamente, se han recalentado -corroboró
Obab-. Es peligroso seguir disparando, mi coronel.
-¡Yo no puedo ni dormir ni tumbarme! Siento en
el cuerpo un enorme vacío. ¡Oh, Dios de los cielos!
A ver, el primer cañón, el segundo, el tercero, todos:
¡Preparados para el combate! Doce grados, contra el
terraplén, granadas rompedoras. ¡Fuego!
Resonó una andanada.
Sin saber él mismo cómo ni cómo no, vio que
tenía en las manos una carabina de las que se usaban
en caballería, con el cerrojo extrañamente cálido y
corredizo. Nezelásov, rozando las puertas con la
culata, correteaba por los vagones.
-¡Miserables! –berreaba-. ¡Canallas!
Le enfurecía no dar con una palabra que pareciese
una orden, y los insultos se le antojaban los más
oportunos y los más fáciles de recordar.
Los mujiks proseguían el asalto.
Por las aspilleras se veía correr cuerpos
encorvados que, llevando a su flanco los fusiles,
semejantes a listones de madera, atravesaban la
lejana maleza, enmarañada como un ovillo de lana.
Tras los matorrales erguían su imponente masa los
bosques y las sinuosas lomas verdinegras, siempre de
un tamaño inesperado. Pero todavía más temibles que
las enormes peñas eran las espaldas corvas
(caparazones pintiparados) que corrían de un arbusto
a otro. Los soldados se atemorizaban y, para evitar
que se oyese el ronco rugir de las breñas, procuraban
ensordecerlo con fuego de ametralladoras. Una de
éstas disparaba sin cesar, incomparablemente más
que las otras, contra los matorrales. El coronel
Nezelásov pasó muchas veces, a la carrera, ante su
departamento. Por efecto de una superstición
Vsiévolod V. Ivánov
incomprensible, le daba miedo entrar en él; por la
puertecilla se veía un retrato litográfico de Kolchak,
un mapa del teatro de la guerra europea y el idolillo
de bronce que hacía de cenicero. El coronel presentía
que si entraba en el departamento rompería a llorar y,
acurrucándose en un rincón, como el gimiente
perrillo, no volvería a salir de él.
Continuaba el asalto de los mujiks.
A Nezelásov le daba reparo reconocer que
ignoraba cuántos asaltos había sufrido ya el tren; y
no era posible preguntárselo a los soldados, en cuyos
ojos leía un odio implacable. No se habían apartado
un momento de los cerrojos de los fusiles ni de las
cintas de las ametralladoras, y hubiera sido imposible
apartarlos, pues al primer momento de raciocinio le
habrían dado muerte. El coronel iba y venía entre
ellos; la carabina, cuya culata le golpeaba la caña de
la bota, le parecía liviana como un junco. En
ocasiones se le antojaba oír el rumor del viento en el
bosque... Los soldados, sombríos y apáticos, batían la
oscuridad con fuego de fusil y ametralladora, cuyas
balas parecían horadar un gigantesco cuerpo que
gritaba furiosamente. Un soldado de cabello rubio
añadía petróleo al candil. El petróleo llevaba ya un
rato vertiéndosele sobre las rodillas. El coronel, que
se detuvo a poca distancia, percibió un leve olor a
manzanas.
-Habría que dar de comer al perrillo -sugirió
atropellado.
El rubio soldado frunció los labios, obediente, y
se puso a llamarle:
-Ps, ps, ps...
Otro, de manos muy finas, pero brazos
extraordinariamente cortos, que estaba poniéndose
las botas, se llevó a la nariz un peal, lo olfateó un
buen rato y dijo, muy tranquilo, al coronel:
-Eso es petróleo, señor. En mi pueblo, la libra
cuesta un rublo...
-¿Y qué?
El soldado guardó silencio, aunque sus ojos
querían decir: "El petróleo está caro; cuesta a rublo la
libra, mientras que la vida de un soldado no vale un
ochavo. ¿Por qué, mi coronel? Al fin y al cabo, son
ustedes quienes fijan el precio."
-¡No os durmáis, malditos, no os durmáis! La cara
se te cae de sueño, soldado, pero no te duermas.
¡Manténte en vela! ¡Están atacando! ¿No lo oyes?
Nos atacan los guerrilleros.
-¡Adelante, camaradas!
¿De quién era aquella voz? ¿Sería la de
Vershinin? ¿O tal vez la de Peklevánov? ¡Cualquiera
lo adivinaba! En cambio, se sabía perfectamente de
quién era la respuesta: ¡de los guerrilleros!
Sobrepujando el estruendo de las ametralladoras,
y penetrando por los pequeños orificios de las
troneras, retumbó en los vagones un pétreo y
formidable bramido:
-¡O-o-u-o!
57
El tren blindado 14/69
Y un leve lamento:
-¡Ay, ay!
El soldado de la cara soñolienta dijo:
-En la taigá rezan por ellos las mujeres. Por
nosotros nadie rezará.
Y se dejó caer sobre un banquillo.
Una bala le había entrado por un oído y le había
salido por el otro lado de la cabeza abriéndole un
agujero del tamaño de un puño.
-¿Cómo ven en la oscuridad? -extrañó se el
coronel-. Allí hay hogueras. Aquí debe estar oscuro.
Además, la humareda: están tratando de asfixiarnos
con humo. ¿No lo notáis?
Hogueras en las tinieblas. Tras ellas, los sollozos
de las mujeres. ¿O tal vez eran los montes los que
lloraban?
"¡Monsergas! Lo que hacen los montes es arder."
"No, ésa es otra monserga. Las que arden son las
hogueras de los guerrilleros."
Un ametrallador, con el costado ardiendo, se echó
a llorar igual que un chiquillo.
Un voluntario, viejo y barbudo como un pope, lo
remató de un pistoletazo.
Al coronel le entraron ganas de gritar, pero, sin
saber él mismo por qué, guardó silencio y se limitó a
pasarse las manos por los párpados, de una tersura de
papel. Tenía novia en la ciudad y, probablemente, en
aquel momento, ella...
La noche tocaba a su fin. Pronto saldría el sol. La
novia estaba leyendo un libro. Se había dormido
sobre sus páginas. Tenía los párpados húmedos de
sueño.
El soldadillo rubio dormía a la vera de la
ametralladora, y el otro disparaba soñoliento. Aunque
tal vez no fuera su máquina la que disparaba, sino la
del vecino. O quizá también la del vecino permanecía
amodorrada, mientras su servidor gritaba:
-¡Allí, allí!
"¿Qué libro podría leerse en una noche como
ésta?"
Un dolor intenso le subía a Nezelásov de la
garganta al mentón; el coronel sentía como si le
arañasen la piel con un clavo. De pronto vio a muy
pocos centímetros de su rostro unas manos de largas
y sucias uñas que temblaban estremecidas. ¿Sería
Obab?
Después se olvidó. Olvidó mucho aquella noche...
Unas cosas hay que apartarlas de la memoria; de lo
contrario, resultaría demasiado angustioso llevarlo
todo en ella...
Súbitamente se hizo el silencio...
Callaban los matorrales que rodeaban los
vagones. Había que descabezar un sueño. ¿Era
mañana o tarde? No conviene recordar todos los días.
Ya no tiraban desde los montes. Junto al terraplén
yacían, yertos y ensangrentados, mucho mujiks. Por
supuesto, debían de estar incómodos.
Pero allí, junto a sus ojos, reinaban las tinieblas.
Nezelásov estaba ciego.
-¡Jamás!
-¿Qué dice, mi coronel?
-Digo que jamás, Obab. ¿Vamos a permitir que
nos asfixien con el humo como a simples mosquitos?
¡Ja, ja, ja!
El coronel cogió el teléfono:
-¡A ver! ¡Preparados los cañones! Granadas
rompedoras contra el terraplén. Primera pieza,
segunda, tercera, ¡fuego! ¡Fuego, por vida del diablo!
Los cañones permanecían silenciosos.
El alférez arrancó el aparato de manos de
Nezelásov:
-¡Rompedoras contra esos miserables! ¡Fuego!
-¡Ja, ja, ja! Duermen como troncos. Resulta que
los artilleros prefieren dormir a salvar a Rusia.
Bueno, pues que se vayan al cuerno. Habéis perdido
a Rusia por dormir, y yo se la entregaré a los
americanos, o a los japoneses, o a quien pague mejor.
Obab, apague la luz...
-Mi coronel... -farfulló desconcertado el alférez.
-Míreme a los ojos, Obab. ¿Verdad que estoy
loco? ¡Ja, ja, ja! A ver, mi abrigo…
Obab le ayudó a ponerse el abrigo. Nezelásov
echó mano a la carabina, se llenó de cartuchos los
bolsillos y hasta se metió algunos en el seno:
-Abra la puerta sin hacer ruido y sólo lo suficiente
para que yo pueda salir de costado. Le deseo suerte,
alférez. Regresaré dentro de un par de horas, o quizá
dentro de una, trayendo conmigo al maquinista de
uno de los trenes de proyectiles.
-¡Por vida de Dios! ¿Cómo no se me habrá
ocurrido tal idea?
Obab apagó la luz y entreabrió la puerta.
Nezelásov sacó la cabeza y después un hombro.
Por fin, dijo en un susurro:
-Un poquito más...
Resonó un disparo en la oscuridad. El coronel
cayó murmurando:
- Buen tirador; estupendo...
Obah se apartó de un salto de la puerta y se
apretujó contra la pared opuesta. No le quedaban
ánimos para cerrar.
La puerta iba abriéndose más y más, como por sí
sola.
-Se acabó -masculló el hijo del tendero-. Está
visto que debo despedirme de condecoraciones, de
tierras y de honores.
-Por fin nos encontramos, alférez Obab, Iván
Aristárjovich, asesino de mujiks. A ver, sal a hablar
con los aldeanos, que te estamos esperando.
-Sal de ahí...
"¿Será Vershinin? ¡El mismo!"
-Baja ese revólver, Iván Aristárjovich, que no es a
ti a quien toca disparar. ¿Me oyes?
Nezelásov experimentó un mareo repentino. Las
náuseas le revolvían el vientre y le afectaban también
58
las piernas, los brazos y las espaldas. De pronto se le
hundieron los hombros, la hierba se le escapó de
debajo de los pies, y se doblaron sus rodillas.
El coronel vio ante sí un camisote felpudo, un
galón ensartado en una bayoneta y un trozo de
carne...
Era carne suya, del coronel Neze!ásov...
"Albóndigas de cerdo... Restaurante Olimpia... Un
negro mejicano dirige una orquesta rumana… Un
pobo... El otoño... Os quedo agradecido, Rusia...
mundo… eslavismo entero... por este silencio...
Silencio en toda la tierra…" -desvarió.
-¡Fuego, duro con ellos, zurradles de firme!
Gira, da vueltas, se parte en trozos la peonza...
No estaba el tren blindado sobre el terraplén. Por
consiguiente, debía de ser noche. Palpando el espacio
que tenía bajo su mano, encontró el coronel cabellos
humanos llenos de sudor. La mitad de la oreja que le
quedaba parecía de paño; estaba como desgarrada
con un clavo...
Tenía en la mano un tallo de arbusto. Podía
cortarlo y hasta metérselo tranquilamente en la boca.
Aquello no era la oreja.
Llevaba la carabina al hombro. ¿Quería decirse
que se había marchado del tren?
Nezelásov se alegró. No recordaba dónde se había
provisto de aquel cinturón de municiones que tenía
ceñido por encima de la guerrera.
Concibió súbitamente la esperanza de salvarse.
"¡Estoy vivo, estoy vivo! Me abriré paso. Llegaré."
Pero se echó a reír: "¿Adónde? Al fin y al cabo, da
igual."
El matorral vecino despedía un acre olor a sangre
caliente. De los montes vecinos soplaba un viento
negro y punzante que penetraba entre el ramaje, largo
y húmedo. ¿Húmedo de sangre? ¿De sangre de
quién? ¿De él mismo? No, de Obab.
"Pasó Obab a rastras con el perrillo bajo el brazo.
Su pantalón de montar se asemejaba a las ruedas de
una carreta. ¿De manera que también estaba vivo?
El soldado rubio se cuadró marcialmente y
preguntó en voz baja:
-¿Ordena que pongamos el tren en marcha, mi
coronel?
-¡Vete al diablo!
La evacuada del abrigo marrón le musitó al oído:
-¡Ahí vienen, ahí vienen!
De sobra sabía Nezelásov que venían. ¡Era el
ataque! Necesitaba ocupar una posición ventajosa.
Arrastróse hasta un alto.
Levantó la carabina. Disparó... Mejor dicho, quiso
disparar...
Le faltaba una mano, al parecer. Podría tirar de
rodillas. Pero así no vería el punto de mira... "¿Por
qué no se me ocurriría disparar en el tren y aquí se
me ha ocurrido?" -siguió su delirio.
Estaba solo, y los enemigos se acercaban
arrastrándose... ¡De ellos eran aquellos canallas
Vsiévolod V. Ivánov
barbudos! Las balas rebotaban en el suelo, pues de no
haber sido así...
El coronel Nezelásov estuvo disparando a lo loco,
contra las tinieblas, hasta que se le acabaron los
cartuchos. Mejor dicho, quiso disparar, pero su mano
era incapaz de alzar la carabina.
Abandonó el arma. Rodó desde la pequeña loma a
un matorral y, hundiendo el rostro en el suelo, expiró.
Su ataque había terminado.
CAPÍTULO IX. E LA VIEJA FORTALEZA
Y E SUS ALREDEDORES
¿Porqué callas, bonita? ¿Por qué callas? -preguntó
Von Kün amablemente, aunque en voz alta, como
ordenaba el reglamento.
El escribano y el médico de la prisión se
mantenían a cierta distancia, junto a la puerta de la
larga cámara. Von Kün los miró y exhaló un suspiro.
Ambos callaban. ¿Por qué abrían aquellos ojos? ¿No
se estaba portando con la debida severidad?
Metiéndose las manos en los profundos bolsillos, el
interrogador recorrió la estancia.
Por la ventalla se divisaba el mar. Todos creían
que los calores tocaban a su fin, pero se había
presentado un día de bochorno. Dijérase que no
existían ni la niebla, ni los vientos fríos, ni las
lluvias. Sin embargo, al atardecer comenzaron a
enfriarse de tal manera el malecón, las calles y las
casas, que todo el mundo se olvidó del calor. Los
botes de conserva vacíos relumbraban a través del
agua transparente y opalina, ele aspecto puramente
otoñal. Las sombras imprecisas de las cañas de
pescar oscilaban entre las virutas que flotaban sobre
una finísima capa de petróleo. No se veía a ningún
pescador. Por lo demás, para eso están las cárceles:
para que desde ellas no se vea la gente.
-¿Por qué callas? Sabemos muy bien que eres la
mujer de Vershinin...
¿Qué más hubieran querido ellos! Nada sabían.
Sencillamente, el mando, que desconfiaba del
coronel Katin, había decidido enviar al interrogatorio
a Von Kün, quien, a su juicio, se distinguía por su
escrupulosidad y no era propenso a las componendas.
Quizá no lo fuera. Pero, por desgracia, Von Kün no
creía que aquella campesina, con su humilde vestido
de percal y su toquilla de lana gris sobre los
hombros, fuese la esposa del ya célebre Vershinin.
¿Qué necesidad tenía éste de haberla enviado a la
ciudad, exponiéndola a tan graves peligros? El
nombre del marido corría de boca en boca, y era
natural que parasen su atención en ella hasta personas
que jamás la tuvieron en cuenta para nada.
El médico de la prisión, bilioso, fofo,
aguardentosa la voz, tocó ligeramente en el codo a
Von Kün y, con la mirada, le hizo seña de que
saliese.
Una vez fuera, le dijo quedo:
-Creo que basta. A mi juicio, su demencia es
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El tren blindado 14/69
pasajera. No la asustemos, Mijal Mijálich.
Atravesaron el pasillo. El coronel Katin los
esperaba en un alto y luminoso aposento al que se
daba el nombre de Sala de Separación. Al ver el
semblante apático y decaído de Von Kün, se mordió
los labios y dijo:
-Al parecer, Mijal Mijálich, no ha sacado usted la
convicción de que esa lugareña sea la mujer de
Vershinin. ¿Quién tuvo tal ocurrencia?
Von Kün repuso secamente, con una ligera
irritación:
-El mando recibió una confidencia de los agentes.
-¡Una confidencia, una confidencia! ¿Y no le han
dicho a usted que el señor Karantáiev se ha
ahorcado?
-¿Qué señor Karantáiev?
-Pues el señor Karantáiev: el ministro de
Hacienda de nuestro gobierno. He pasado por su
casa. Tenía la frente fría y dura como la tela de la
mortaja que le han puesto. Si, señor. En la
información oficial, como es de suponer, no habrá la
más mínima alusión al suicidio. Aquella casa huele
ya a incienso; el sacristán recita salmo tras salmo; en
la catedral ensayan los cantores, y el campanero se
escupe en las manos, preparándose para darle de
firme a la cuerda.
-Me ha dejado usted estupefacto, mi coronel.
-A mí me asombró la noticia no menos que a
usted.
-Por desgracia, las confidencias de los espías son
siempre dudosas -prosiguió-. A propósito,
comunique a sus agentes que los barcos americanos y
japoneses van acercándose a la ciudad, lo mismo que
el tren blindado del capitán..., es decir, del coronel
Nezelásov. Que difundan el rumor. -Y, tras un breve
silencio, añadió angustiado-: Mi hija tiene cuarenta
grados de fiebre. Mal veo las cosas, muy mal...
Cuando se hubo separado de Von Kün, el coronel
volvió a morderse los labios, lanzó un profundo
suspiro y, como a regañadientes, penetró en su casita.
En la sala de estar le esperaba Varia, quien le
anunció que, al parecer, el estado de Vera había
mejorado: tenía menos fiebre, respiraba con más
facilidad, y había desaparecido el intenso sudor.
-¿No será la crisis? -conjeturó.
-Estamos muy lejos de ella, Várenka; muy lejos.
-¿Ha leído usted, coronel, el telegrama de
Nezelásov respecto a Vershinin?
-¿Por qué se inmiscuye usted en los asuntos de la
guerra, Varia?
-Cada uno de nosotros debe ayudar al mando en la
medida de sus fuerzas. Incluso propagando bulos.
-Lo que yo debo hacer no es propagar bulos, sino
imponer el orden, y, como representante de la
autoridad...
-¿De cuál? -inquirió Varia con frialdad-. ¿De la
que sólo figura sobre el papel o de la que existe
realmente? La autoridad está en manos de quien tiene
suficientes proyectiles. Al coronel Nezelásov le
sobran. ¿Me entiende usted?
-Ni palabra.
-El poder debe hallarse en manos de rusos
auténticos. ¿Me comprende ahora?
-No.
El coronel Katin lo comprendía todo
perfectamente, como también comprendía que las
intrigas y los golpes de estado eran una calamidad
siniestra. ¿Hasta cuándo iba a durar semejante
situación, Jesús? ¿Para qué tanta conjura si nadie
podía conjurar el tifus? ¡Dios santo, qué retruécano
tan estúpido y tan vulgar le había salido!
Katin corrió a la ventana y se asomó. Respirando
ansiosamente, lanzó una mirada obtusa a la muralla
de la fortaleza, otra vez envuelta en la niebla.
Varia cogió perezosamente un libro y tomó
asiento en el diván. Al oír el roce del papel, el
coronel volvió la cara. La joven, con su anterior aire
descuidado, le dijo:
-El mejor y más concienzudo médico de la ciudad
es Sotin. Solamente él sería capaz de definir si el
estado de esa mujer es normal.
-¿El de qué mujer?
-El de esa que dicen que es la mujer de Vershinin.
Sotin debe ayudarle a usted.
-¡Nunca! Vérochka tiene cuarenta grados de
fiebre, y él es el doctor que la cuida. ¡Nunca!
Además, su Nezelásov de usted no pasa de ser un
charlatán.
Varia se levantó de su asiento y replicó con mayor
frialdad aún:
-Coronel, si mi prometido es un charlatán, usted
sólo quiere salvar su pelleja. Nezelásov le fusilará.
Acuérdese bien.
-La pelleja lo será usted. Entérese de una vez.
¡Dios de los cielos, qué acto tan necio, tan ruin y
tan imperdonable! Katin corrió en pos de Varia.
En el porche oyó el rudo estrépito de unas ruedas
sobre el empedrado: el capitán Petrov, que se dirigía
a la ciudad, había ofrecido a Varia un sitio en su
coche. Retumbó la campana de la catedral. ¿Estarían
ya enterrando al ministro suicida? Un poco pronto
parecía.
El doctor Sotin, cabizbajo y como conteniendo el
aliento, caminaba lentamente, atento al repique de la
campana.
-¿Qué tal se encuentra nuestra enferma, coronel?
-Mal. -Y de pronto, inesperadamente para sí
mismo, Katin sugirió-: Antes de ver a mi hija, le
rogaría que entrase allí, a reconocer a una reclusa.
Así diciendo, señaló a la prisión.
-En la cárcel tienen su médico, mi coronel.
-Está enfermo. Además, dudo que otra persona
que no sea usted consiga descifrar este enigma. La
mujer de un importante general, destinado
actualmente en el Japón, desapareció un buen día. Se
supone que la raptaron los guerrilleros y que allí
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perdió la razón. Creo que se trata de ella...
Sotin bajó la cabeza más todavía:
-Dispénseme, coronel. Esta ciudad es pequeña;
vivimos en guerra, y los vecinos como yo sabemos
muchas cosas.
-Magnífico. Conque ¿no tengo que explicarle
nada?
-Casi nada.
El doctor alzó la frente y añadió:
-Pero yo sí tengo algo que explicarle: el solo
hecho de expresarle a una humilde campesina la
sospecha de que ella es la mujer de Vershinin puede
provocarle la demencia. ¡Comprenda usted la
crueldad de semejante actitud! Y encima quiere usted
que yo "la identifique..."
-Como la salud de mi hija está en sus manos,
abusa usted del respeto que le profeso.
-Del tratamiento de su hija seguiré ocupándome,
pero en la cárcel no entraré.
-Acabaré deteniéndole.
-Hay tifus en la ciudad, y no se atreverá usted,
porque no tiene derecho a detener a un médico.
-¿Dónde está su hija?
-En casa de unos amigos, fuera de la ciudad.
-¿Cómo se llaman esos amigos? ¿Por qué no
contesta? ¿No se trata de Peklevánov?
Cuando Sotin, tras de reconocer a Vera, dictaminó
que la enferma se hallaba verdaderamente muy
mejorada y que no padecía tifus, sino unas fiebres, el
coronel Katin, dando un suspiro de alivio, profirió:
-Es una situación diabólicamente estúpida, doctor;
pero me veo obligado a detenerle. De todas maneras,
habría sido peor que le arrestase el Estado Mayor; yo,
por lo menos, no voy a fusilarle.
-No blasone de bondadoso -repuso el médico
contrayendo los labios en una risilla forzada-; firme
la orden de detención y llame a su ayudante.
-¡Bushman!
-Eso es, eso es.
Antes de trasponer el umbral, Sotin se detuvo y
dijo a Katin, mirándole a los ojos, fríos y serenos:
-Ahora que ya me ha detenido, coronel, voy a
refutar mi premeditada mentira: su hija no tiene unas
simples fiebres, sino verdadero tifus. Tendrá usted
que mandarme fusilar.
-¡Infame!
-Todavía está por ver quién es el infame.
Al quedarse solo, el comandante contempló a su
hija, cuyo rostro ardía, y se preguntó a sí mismo:
"Verdaderamente, ¿quién es el infame?"
Atravesando huertos y buscando con la vista la
silueta de los depósitos ferroviarios, Peklevánov
decía a Znóbov:
-Las argucias, ¿sabe usted?, son una arma de dos
filos. Nezelásov ha hecho correr la especie de que
Vershinin ha prometido entregar a Peklevánov, y el
Estado Mayor de los blancos se ha tranquilizado:
Vsiévolod V. Ivánov
¡Peklevánov está en su poder! Estupendo. ¿Por qué
estupendo? Pues porque de los depósitos ferroviarios
a la fortaleza van unos raíles. Si los blancos
esperasen la irrupción de Vershinin con el tren
blindado, ordenarían destruir esta vía, pero como
Vershinin, según ellos, es ahora amigo de Nezelásov,
y los blancos esperan a ambos, no levantarán los
raíles, y nuestro tren blindado podrá llegar hasta las
mismas puertas de la fortaleza. Deme otro cigarrillo.
"¿Habrá atravesado sin novedad los huertos o...?"
-pensaba mientras tanto Masha, de pie en el porche,
con la vista puesta en las blanquecinas sombras del
ocaso. La niebla iba arremolinándose en el arquillo
de mampostería del portalón, a través del cual se oía
el trepidante ruido del motor de una lancha en el mar.
La lancha salía a las seis en punto. "¿Te has dado
cuenta, Masha? ¿Comprendes ahora que un
bolchevique, por orden del partido, debe sacrificarlo
todo, incluso la vida, en cualquier momento? Tú, en
cambio, apoderándote de la llave, te empeñas en tu
idea: "¡No te dejaré salir!" Eres la mujer de un
bolchevique, y debes comprender..." -"Sí, sí, ya lo
comprendo. Toma la llave"-. "¿Qué pasa? ¡Uf, qué
diablo! Voy a salir por la ventana. Procura
entretenerle." ¿A quién? Debía de ser al que se
aproximaba con la cesta de flores (¡a las seis de la
mañana!) al porche de la casa.
-¿Qué se le ofrece?
-Nada, nada -contestó el japonés y, tirando las
flores, irrumpió en la habitación para volver a salir
disparado y echar a correr por los huertos.
-Oiga, ¿y la cesta?
Masha cogió el revólver y se lanzó tras el japonés.
"Procuremos no armar ruido ni dar un escándalo..."
-¡Qué tíos! ¡Son unos demonios! Heridos y todo,
conducen la máquina.
-Yo estoy sano y salvo, abuelo -replicó Misha el
estudiante.
-No, si me refiero a ése -indicó el vejete a Vaska
Okorok-. Ahí lo tienes, dando órdenes; y parece un
entendido...
-El que entiende es Shurka; yo es por puro
pasatiempo.
Shurka, el ayudante del maquinista, herido y
cubierto de vendajes, observaba las maniobras de
Misha el estudiante desde un sillón traído del
departamento de Nezelásov. La locomotora silbó.
Sonó el teléfono. Se puso al aparato Vaska
Okorok, oyó lo que se le decía y respondió:
-Imposible correr más, Nikita Egórich. -Pero, sin
soltar el auricular, preguntó a Misha-: ¿O a lo mejor
se puede? ¿Me entiendes?
-Claro que se puede. Para algo han de servir mis
estudios en la Escuela de Peritaje.
-Aceleramos la marcha, Nikita Egórich,
El tren blindado, aumentando la velocidad por
momentos, volaba entre los abruptos peñascos que
61
El tren blindado 14/69
pendían sobre la línea férrea.
Vaska Okorok adelantó a un vejete barbilampiño
y penetró en el departamento donde, hasta poco
antes, solía arrellanarse el capitán (o coronel, ya daba
igual) Nezelásov:
-¡Cómo corremos, Nikita Egórich! De fijo que nos
tragamos cien verstas a la hora.
-Gracias a Dios.
-Esas gracias no las das de muy buena gana.
-Quizá por no ser buen creyente. Mas Él me
perdonará, pues es misericordioso.
Misericordioso, pero no tanto. Vershinin, al
quedarse solo, se acordó de su mujer, de la dulce
expresión de su rostro, de su blanco cuello, de sus
bien trazadas cejas y de sus ojos, semiocultos tras
unas pestañas que acaso no las hubiera ni en el
Paraíso. Si, al menos, Nastásiushka hubiera dado con
Peklevánov para que retrasara la insurrección un par
de días... Pero ¿y si no llegaban a tiempo los
guerrilleros con el tren?
-Nikita Egórich, dicen los mujiks que el alférez
ese tenía aquí un pantalón de repuesto.
-Bueno ¿y qué? Unos calzones no son una bomba,
que puede estallar...
-Pero es que yo me los probaría: me da la
impresión de que me vendrán a la medida.
Ante la puerta del departamento, el vejete
barbilampiño, probándose los anchísimos y azules
pantalones de montar del alférez Obab, gritaba con
pueril regocijo:
-¡Qué tío! Pero si esto es enteramente una saya...
Y deja las pantorrillas al descubierto. ¡Vaya chasco!
Ceniza sobre la mesilla. Entra una gran humareda.
Las ventanillas están de par en par. Las puertas,
de par en par también: los baúles abiertos.
El dios tibetano yace en el suelo, lleno de
escupitajos, y sonríe lastimero. ¡Qué chusco y qué
ridículo!
Más allá del terraplén, otro dios va emergiendo
desde detrás de las colinas. Es amarillo, redondo y
cascabelero...
Las jugosas yerbas son negras.
Relucen como la mirada del hombre harto y
satisfecho.
-¡O-jo-jo!
-¡Ya han llevado lo suyo esos demonios!
-¡Y lo que te rondaré!
Los mujiks se habían subido a la locomotora;
dijérase que sus cuerpos, cálidos y ebrios de victoria,
se habían adherido al acero.
Uno de ellos, de camisa roja, amenazaba con el
puño alzado:
-¡Te enseñaremos lo que es bueno!
¿A quién? ¿Quién?
Nadie lo sabía. .
Pero siempre hay que amenazar. ¡Siempre!
Una camisa roja, una cinta roja sobre un capote
gris.
¡Una cinta!
¡O-o-o-o!
-¡Aprieta, Gavrila!
-¡A-a-a!...
Una cinta.
Sobre el tren blindado 14-69 tremola una bandera
roja. ¡Una cinta!
Ahora está aquí la rueda; dentro de un minuto
estará dos verstas, tres verstas más adelante. Los
raíles guardan silencio; perplejos de asombro, no
zumban. Callan.
-¡Ah!
Tra-ta-ta... Tara-ra...
-¡Cualquiera lo entiende!
-Un momento: por la mirilla entra humo. ¿Será de
la locomotora?
-¡Los blancos tratan de asfixiarnos con humo,
camaradas! ¡Acabemos con ellos!
-Acaba tú de gruñir, imbécil. Es un túnel.
-¡Ah!
-De qué buena gana vería el túnel.
-¿De noche lo vas a ver?
-Pues es verdad: es de noche.
-Está amaneciendo.
-Camaradas, por orden de Peklevánov llevamos
detrás de nosotros los trenes de proyectiles. ¡Todos,
sin faltar uno solo! Eso bien merece echar un trago.
-Muchachos, dadle a éste un cubo de agua.
-¿Cómo la quiere usted, de la fuente o del lago,
caballero?
-¡Ja, ja, ja!
En seguimiento del tren blindado salen del túnel
los
convoyes
de
proyectiles.
Guerrilleros
ennegrecidos por el hollín de la locomotora montan
guardia arriba de los vagones, junto a las
ametralladoras. Se miran y sueltan una carcajada.
-Aquí revienta uno, ¡qué diablo!
-Dicen que Nikita Egórich va muy triste.
-¿No echará de menos a su mujer?
-¿Qué graznas? Ahora tendria todas las mujeres
que se le antojaran... ¿Quién te da derecho a...? Mira
que te rompo los morros.
-Pues tú, antes de abrir el pico, muérdete la
lengua, no sea que te la corte yo. A mí no hay quien
me moje la oreja, y estoy por la verdad. El propio
Dios me protege con su mano...
-¡Oh!
-¡A ver si os calláisl
-¡O-oh!
El retrato de Kolchak anda por los suelos. Las
órdenes andan por los suelos. Los periódicos andan
por los suelos...
La gente no repara en el suelo; anda por él, mas
no lo siente.
-¡A-a-a!
El 14-69 lleva encima una bandera roja.
-¡Ah!
Colosal y majestuoso, flota en el viento el tren, un
Vsiévolod V. Ivánov
62
trozo de paño rojo, ensangrentado, vivo, ululando:
¡O-a-o!
-En América menudean las huelgas.
-Ya lo sé... Yo mismo he estado haciéndole
propaganda a un burgués americano.
-Han aprendido...
-Y en Inglaterra, camaradas.
¡ARRIBA, PARIAS DE LA TIERRA!
-¡O-o-o!
El tren blindado sale del túnel y vuela por la orilla
del mar.
Ay mi tartana...
Vershinin, Vaska y unos cuantos guerrilleros más,
sentados en el departamento que perteneciera a
Nezelásov, juegan a las cartas, a "la nariz". Gana
Vaska:
-A ver, Nikita Egórich, pon la nariz.
-¡No me mates! -sonríe con desgana Vershinin.
El tren silbó y se detuvo.
Cesaron las canciones.
-¿Qué pasa? ¿Quién va? -inquirió el jefe.
Entró presuroso Misha:
-Ha llegado un enlace de Peklevánov, Nikita
Egórich. La insurrección ha estallado en todas
partes...
Vershinin cerró los ojos:
-¿Nos hemos retrasado?
-El comité revolucionario, camaradas, con la
intención de…
-¡Ya lo sabemos!
-Basta ya, que también yo tengo ganas de gritar:
Ruiseñor, ruiseñor, pajarillo;
¡canario mío!
Vershinin está tendido en el camastro. Su
respiración es profunda y acompasada. Arde por
dentro. Su aliento caldea el departamento, aunque la
puerta está de par en par. Se respira un ambiente
pesado, enrarecido con el sudor de los mujiks.
-¡Mísha, Shurka! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Los
maquinistas de los trenes de proyectiles? Oídme
bien: o estamos allí dentro de cinco horas, o se acabó
nuestra historia para siempre. ¿Es que no vamos a ser
capaces de dar ese ejemplo? Aunque las locomotoras
queden hechas papilla, tenemos que llegar.
Requisaremos por el camino carbón o leña;
derribaremos casas para alimentar las calderas o
haremos lo que sea, pero hemos de llegar a la ciudad.
Estamos salvando el país, ¿entendido?
-Entendido, Nikita Egórich.
-Llevaremos nuestra carga.
-Y todos los convoyes irán en línea, como va la
gente a comulgar.
-¡Ja, ja, ja!
-Ya tendremos tiempo de reír en la ciudad, en la
fortaleza.
¡Ay, mi tartana americana!
…………………………..
El tabaco se ha acabado,
el uniforme está usado,
los galones se han caído
y el gobernador ha huido…
Al otro lado de la puerta, alguien lloriqueaba con
ebrias lamentaciones:
-Esos canallas... mataron a Sin Bin-U... Para
vengarlo, tengo que abrir en canal a cinco de ellos...
Malditos sean...
-Que se vayan al... esos perros...
-Ya les daré yo lo que se merecen, para vengar al
chino...
Vershinin se asomó: uno de los que se lamentaba
era el vejete barbilampiño. Nunca había mostrado
mucho afecto a Sin Bin-U, pero de buenas a
primeras, todo salía a la luz. Sí, muchas cosas se
revelaron aquella noche. ¡Qué mirada tan emotiva la
de aquellos ojos de entornadas pestañas!
-¡O-o-o! ¡Yoy!
-Senka, Stiopka, Kikimora...
-A ver, un cuento.
Estos hombres, revestidos de acero, tienen el
rugido bronco y parecen ufanarse de ello; se doblan
las aceradas placas, tiembla la enorme máquina, y las
tinieblas se expanden como una mancha de aceite:
-¡U-o-u-a! ¡U-u-u-u!
¡Es el tren blindado 14-69!
-Toda la línea lo conoce, la ciudad toda, Rusia
entera... De seguro que en el lago Baikal y en el río
Obi es ya célebre nuestro tren.
-¡Desde luego!
Las cintas de ametralladora yacen en el suelo. Los
cartuchos recuerdan el grano esparcido. Sobre las
bocas de las máquinas de guerra sécanse al sol las
ropas de los guerrilleros. Hay en sus cañones sangre
seca, semejante a vieja seda color de burdeos.
-Pues bien: una vez iba por tierras del Turquestán
el Sha de Persia cuando se encontró con la reina de
Inglaterra...
-¡Mira qué ladino!
-Cierra el pico y no molestes.
Escuchan todos con ávida atención. Aunque han
oído el cuento mil veces, quieren que se repita.
Una estación. El tren blindado levanta una ráfaga
de viento frío que recorre el andén. La luna es
pequeña y como además está velada por las nubes,
sus rayos no pueden abrirse paso. La estación
aparece sombría, como entristecida. Zumban las
moscas en los destrozados marcos de las ventanas;
hace frío en la desierta cantina; ulula el viento, y la
plazoleta de delante de la estación está llena de
63
El tren blindado 14/69
hogueras. Alrededor de ellas, en las calles
requemadas, se ven unas tiendas extrañas. ¡Oh, son
los japoneses!
-Desean parlamentar, Nikita Egórich.
-Pues que vengan.
Un oficial nipón, saliendo de entre las tinieblas, se
acercó al tren con andares acompasados y extraños.
Se traslucía en él una fuerza exótica, oculta en la
oscuridad, que producía a un tiempo hilaridad, frío y
temor.
Vershinin salió a su encuentro.
El oficial le tendió, rápido y diligente, la mano y
pronunció en ruso, deformando adrede las palabras:
-Nosotlos, neutlalidat...
Acto seguido, elevando el tono, dijo algo, sonoro
e imperativo, en japonés. Su voz denotaba desprecio
y una especie de tedio incomprensible.
Vershinin replicó:
-La neutralidad está muy bien, pero ¿son ustedes
muchos?
-Veinte mil... -afirmó el japonés.
-¡Pues nosotros somos un millón, so canalla! intervino Vaska Okorok señalando a su herida con no
se sabe qué intención.
-¡Cálmate, Vaska! no te precipites -le aconsejó
Vershinin y, tornándose hacia el japonés, le dijo-: No
tocaremos a ninguno de vuestros veinte mil hombres,
pero hay entre ustedes uno, el capitán de caballería
Ribakov, que debéis entregárnoslo, o se acaba la
neutralidad. ¿Qué le parece?
-No tenemos Libakov.
-Bueno, allá ustedes. Si no lo tienen, tampoco
tendrán neutralidad.
-No; nosotlos somos veinte mil.
El nipón dio media vuelta al estilo militar, con
tieso destaque de su figura grotesca y peregrina, y se
retiró.
Vershinin, virando también en redondo, repitió las
palabras de Vaska:
-¡Pues nosotros somos un millón, so canalla!
Y escupió su ira en la palma de la mano, diciendo:
-¡Y todavía, el muy bribón, se atreve a
estrecharme la mano!
-No va a quedarnos otra solución que colgarlos a
todos.
-Soltarles una descarga con todos nuestros
cañones.
Los guerrilleros reclamaban:
-Ordena atacar, Nikita Egórich.
-¡Hay que hacer fuego!
De pronto, sofocado de júbilo, Vershinin señaló
con el dedo al extremo del andén:
-¿No lo conocéis?
-¡Es Ribakov!
-Nos han entregado al capitán...
-Nikita Egórich -se oyó una voz al fondo del
andén-. ¡Traemos al asesino!...
-Echaremos una parrafada con él. ¡Eh, aguarda un
poco!
Los guerrilleros traían conducido a un oficial con
cara de niña, que venía sollozando. Lloraba también
como una chiquilla: retorciendo los ojos y los labios.
Un mujik que llevaba un saco sucio y vacío
suspendido del brazo, se acercó al oficial y, con la
mano libre, le asestó un puñetazo en la cara:
-¡Para que no lloriquees!
Entonces, uno de los de la escolta, como cayendo
súbitamente en la cuenta de algo, levantó ambos
brazos y, dando un salto como en un ejercicio de
esgrima de fusil, hundió la bayoneta en el pecho del
oficial.
Otra estación.
Un farol amarillo, unos rostros amarillentos y una
tierra negra.
La noche.
-Somos neutlales.
-Muy bien; marchaos, pues, a vuestras islas.
-Es olden del Mikado.
-Estupendo. Adiós, que tenemos prisa.
-Adiós, señor comandante -respondió el oficial
japonés con una sonrisa extraña y lastimera.
"¿Qué le pasará? ¿Tanto les habremos asustado?
Ni yo mismo me lo creo. No, lo que le sucede,
probablemente, es que está enfermo", pensó
Vershinin mientras se dirigía a la oficina del tren
blindado.
-Apunta lo que voy a decirte.
El escribano, borracho, no le entendió. Por otra
parte, ¿quién entendía nada de lo que pasaba?
-¿Qué?
Vershinin permaneció pensativo un instante.
Había que hacer algo; necesitaba decir algo a
alguien...
-Escribe... -pronunció haciendo un esfuerzo.
Y el obeso escribano, con letra tan ebria como él
mismo, empezó a escribir:
"Orden. Por disposición..."
-Nada de órdenes. Escribe: "Puesto que hemos
dado palabra de llegar dentro de cinco horas, lo
haremos aunque tengamos que pasar por encima de
nuestros propios cadáveres. Lo único que se precisa
es que tú resistas, Iliá Guerásimich". ¿Te parece
bien?
-Magnífico -asintió el escribano y se durmió al
instante, apoyando la gorda cabeza en una frágil
mesita, donde se veían huellas de chinchetas clavadas
y manchas de tinta azul.
Quedaron, pues, sin anotar las palabras de
Vershinin, como tampoco se escribieron tantas de
las cosas acaecidas en aquellas asombrosas jornadas.
El viejo Filónov, con su sempiterno atadijo en la
mano, pasaba por delante del depósito de
ferrocarriles. El cerrajero Lijántsev le salió al
encuentro:
-Debes entrar en el depósito, Filónov. Es una
misión honrosa.
64
-¿Qué me importa a mi la honra? ¿Y de quién es
la misión? -inquirió tristemente Filónov-. Le he
llevado a mi hijo unas empanadillas y no me las han
admitido. Quise ver al comandante, pero no me
permitieron ni siquiera entrar en la fortaleza.
Lijántsev se llevó a Filónov junto a la sirena del
depósito:
-¿Está claro?
-¿Qué?
-Mira, Filónov: por ser tú quien más ha sufrido las
arbitrariedades de los guardias blancos, se te ha
confiado tocar la sirena, dando la señal para la
insurrección.
El viejo movió la cabeza negativamente:
-Conmigo no contéis. Aunque me lo ordenara el
mismísimo Peklevánov, me negaría.
-¿Te has vuelto loco?
-Los que os habéis vuelto locos sois vosotros. Yo
tengo un hijo preso en la fortaleza. Si la asaltáis, los
invasores lo fusilarán. ¿No os da lástima de él?
-Verdaderamente, éste no puede dar la señal;
significa la muerte de su hijo.
La multitud obrera se alborotó: los unos por
simpatía; los otros con indignación.
-¡Él no es el indicado!
-¡Da la señal, Filónov! Hay que comprender las
cosas.
-Debes tocar la sirena, abuelo. ¿Qué le vas a
hacer? Son cosas de la guerra.
Filónov, asiendo un mazo que yacía en el suelo,
se apretó contra la sirena, la cubrió con su cuerpo,
alzó el mazo y rugió:
-Ni yo toco ni os dejo hacerlo a vosotros.
El viejo ferroviario Vasin sacó un revólver:
-Hemos trabajado juntos veinte años, Filónov, y
nunca hemos ni siquiera discutido. Fui yo quien
propuso que te dieran la misión de tocar la sirena, y
ahora resalta que te niegas…
-Me negaría ante el propio Peklevánov.
Por fin dejaron atrás los huertos y los
descampados. Atravesaron presurosos la línea del
ferrocarril, pasaron bajo una plataforma y
contemplaron, llenos de cólera e indignación, a una
anciana que yacía sobre los raíles, hundida la
revuelta cabeza en almohadón. "¿Quién será? -pensó
apesadumbrado Peklevánov-. ¿Qué delito ha podido
cometer? ¿Qué bala asesina ha segado su vida?
¿Tardarán mucho en ser castigados tales crímenes?
La cólera me sofoca... Se necesita, verdaderamente,
un centro paralelo..." Sus pensamientos eran un
agitado enjambre y, para encauzarlos un poco
mediante la conversación, se dirigió a Znóbov:
-¿Qué se dice del centro paralelo?
-No le entiendo, Iliá Guerásimich.
-Lo del centro paralelo se lo comuniqué yo intervino Semiónov.
Estaban a dos pasos del depósito.
Vsiévolod V. Ivánov
-Hemos llegado a nuestro destino -dijo Znóbov-.
Al parecer, todo ha salido a pedir de boca, gracias a
Dios.
A sus espaldas, desde detrás de una esquina,
alguien disparó un tiro que retumbó como un trueno.
Znóbov, volviéndose instantáneamente, descargó su
pistola. El japonés de las flores se desplomó con la
celeridad de quien recibe un violento empujón. Pero
no era Znóbov quien le había alcanzado con su
disparo: torciendo la misma esquina, apareció Masha
con el revólver en la mano:
-¿He llegado tarde?
-¿Qué dices, Masha! ¿Y por qué has venido?
-¿Estás herido, Iliá?
-Sí; parece que la bala me ha rozado -declaró
Peklevánov como disculpándose-. Sosténgame,
Semiónov. Todavía estoy en condiciones de
pronunciar el discurso que he preparado… Le ruego
que abra la sesión cuanto antes y que me conceda la
palabra el primero... La insurrección ha de comenzar
aquí, en el depósito...
-¡Yo no toco la sirena!
Por el portalón del depósito sacaron en una
camilla el cadáver de Peklevánov.
Filónov contempló estupefacto la cara del difunto,
mientras el mazo se le caía de entre las manos. Tras
de palpar el cuerpo sin vida, atronó el depósito con
un grito: "¡Lo han matado! ¡Han matado a
Peklevánov!"
El zumbido de la sirena voló sobre el depósito y
sobre la estación.
Los obreros, a tiros y a bombazos, se abrían
camino, por la vía del ferrocarril, hacia los arsenales
de artillería.
-¡Han matado a Peklevánov!
-¡Lo que pretenden es amedrentarnos, camaradas!
-¡Pues van arreglados!
-¡Los cadetes!
-¿Dónde están?
-Preparaos al combate, compañeros.
Irrumpieron en el arsenal; pero cuando
desalojaron de él a los cadetes, y les hicieron buscar
refugio en la fortaleza, los asaltantes se miraron
sorprendidos:
-Un momento, muchachos: aquí hay algo que
huele mal…
-¿Qué es lo que te da mala espina, Znóbov?
-Pues que no hayan volado los arsenales al
abandonarlos.
-Se habrán asustado.
-¿Asustarse los cadetes?
-Yo tengo la explicación, camaradas -intervino,
chillón, Semiónov-. En el arsenal no hay proyectiles.
Viene a confirmarse que el general Sajárov se los
llevó.
-¡Valientes bandidos!
-Guardias blancos, ¿qué más quieres?
-¡Znóbov, que venga Znóbov!
65
El tren blindado 14/69
-Voy corriendo.
-Aquí no tenemos proyectiles.
-Ya lo sé, pero Vershinin los traerá.
-De Vershinin no hay la menor noticia.
La ciudad los acogió con calma.
Ya en el último apeadero, un guardia les anunció
temeroso:
-Aquí no ha estallado insurrección alguna. Y si ha
estallado, yo voy a lo mío, que es el ferrocarril. El
jornal es mísero, y...
Tenía la barba grisácea, de color de estiércol seco,
y olía a gallinero.
En la sala del jefe de estación numerosos
oficiales, llenos de pánico, se arrancaban los galones.
Desde lo alto de sus camiones, situados junto al
andén, gritaban jubilosos los chóferes. Del depósito
salían obreros entristecidos.
-¿Es Vershinin?
-El mismo.
Al jefe guerrillero le dio un vuelco el corazón.
Observando angustiado el rugoso rostro grisáceo y
pálido de un obrero, le preguntó:
-¿Quién eres tú?
-Me llamo Filónov. Han asesinado a Peklevánov,
Nikita Egórich. Su cuerpo está en el depósito. Le
acompaña su mujer... ¿Tú adónde piensas dirigirte, al
depósito o a la fortaleza? Mi hijo está allí preso...
Racimos de guerrilleros saltaban de los vagones
con ametralladoras y fusiles. Casi todos iban
destocados, y en sus ojos se reflejaba el cansancio.
-¿Qué pasa por aquí?
-Emplaza esa ametralladora.
-Trae para acá esa máquina, negro.
Se acertaban camiones. En la oficina del jefe de
estación, estrépito de cristales y disparos de revólver.
Unas pálidas señoritas estaban colocando en la
cantina de primera clase una bandera roja desgarrada.
-No esperaba yo que me recibieras así, Iliá
Guerásimich -murmuró Vershinin aproximándose al
cadáver de Peklevánov-. Con la de tierras que hemos
ganado para ti...
Llegó casi a la carrera un destacamento de obreros
armados con carabinas. Uno de ellos, rechoncho,
fornido, con gafas y largos cabellos, dejó oír su voz
de bajo profundo:
-¿Ordena usted que nos lancemos contra la
fortaleza?
-¿De dónde sois?
-De la serrería y del arsenal; también se nos ha
unido un destacamento de tropas sublevadas. Yo soy
el centro paralelo...
-¿Cómo has dicho?
Verdaderamente, ¡qué palabreja! Hasta la pobre
Masha, abatida por el dolor, levanto la vista y miro
asombrada a aquel individuo. "¡El centro paralelo!"
Conque ¿era cierto que existía? Pero, embargada de
nuevo por la tortura de su dolor, pronto se olvidó del
centro paralelo y dijo a Vershinin:
-Acaso ella esté en la fortaleza.
-¿Quién?
De sobra había entendido que se refería a
Nastásiushka. "¿No vendrá en esa carreta? Pero no:
no vienen más que soldados..."
La carreta en cuestión traía un cargamento de
muertos.
Una vieja, de toquilla rosa, lloraba. Trajeron
detenido a un cura que venía contando algo muy
chistoso y haciendo reír a carcajadas a los que le
escoltaban.
Un americano cuidadosamente rasurado se subió a
una pila de traviesas y disparó varias veces el flash
de su aparato fotográfico.
-¿De dónde ha salido ese fotógrafo?
-Es un americano. Ésos, igual que los japoneses,
se han declarado neutrales.
-Bueno, pues entonces que tome las fotos que
quiera.
-¡Ha comenzado la insurrección, la insurrección!
-La encabezan Peklevánov y Vershinin...
-Déjense de monsergas, que tenemos sueño: nos
hemos pasado la noche confeccionando un plan de
defensa con los americanos.
-¡Pero si los yanquis se han declarado neutrales!
-¿Sabe una cosa, amigo? Usted ha perdido la
chaveta.
En efecto, el Estado Mayor del general Spasski
nada sabía.
Muchachas de exuberante cabellera tecleaban en
las máquinas.
Oficiales con bandas amarillas en los pantalones
corrían por las escaleras y por los pasillos,
estrepitosos como una traca. Cantaba un canario en
su jaula, en el recibidor, y sobre un sofá de madera
dormitaba el soldado de guardia.
De repente aparecieron unos camiones por una
esquina. La muchedumbre rugió sordamente al caer
sobre el portalón. Sonaron los timbres de los tranvías
y las bocinas de los automóviles; los guerrilleros
corrieron escalera arriba.
Otra vez papeles por los suelos, máquinas de
escribir destrozadas, hombres muertos.
Escalera abajo conducían a un general de pelo gris
y orejas coloradas. Le mataron en el escalón inferior
y lo arrastraron hasta el sofá donde dormitaba el
soldado.
Un guerrillero corría por la escalera sosteniéndose
el vientre con una mano. Demacrado el rostro, antes
de bajar la mitad de los peldaños exhaló un grito
penetrante y contrajo la cara.
Una mujer lanzó un alarido.
El canario, allá en la jaula, arreció en su concierto.
A muchos oficiales los recluyeron en el sótano.
Ninguno de ellos, al bajar la escalera, reparó en el
cadáver del general. Un soldadito de polainas azules
66
y gruesas botas quedó de centinela a la entrada del
subterráneo que servía de encierro a los oficiales.
Empuñaba una bomba inglesa, y había recibido
una orden tajante: "En caso de necesidad, les largas
un bombazo y que se vayan a la porra."
En la puerta azuleaba un ventanuco cuadrangular.
Dentro se oía un incoherente y rápido cuchicheo:
diríase que estaban rezando...
El soldadito se preguntaba, intrigado y abúlico:
"¿Rebotará " la bomba en el ventanuco cuando la
tire, o no rebotará?"
Escribía versos en sus momentos de ocio, pero
eran tan breves esos momentos, que en toda la guerra
no había compuesto más que una decena de poesías,
de dieciséis líneas cada una.
Desde la muralla de la fortaleza, el coronel Katin
miró a la ciudad con los anteojos. Después se los
pasó a su ayudante y le preguntó:
-¿No es una bandera blanca? ¿Será que quieren
entregarse, Bushman?
-Naturalmente, mi coronel. Si nosotros carecemos
de proyectiles, ¿cómo van a tenerlos ellos? Además,
y a lo que parece, Nezelásov se acerca.
El coronel, enfurecido, golpeó un puño contra el
otro:
-¡Ay, si yo tuviera municiones, podían venirme
con banderas blancas!
Y, bajando el tono, agregó:
-A mi hija no hace más que subirle la fiebre...
Al cabo de un corto silencio, el ayudante inquirió:
-¿Qué ordena, mi coronel, respecto a los de la
bandera blanca?
Descendieron de la muralla, silenciosos los dos.
-¿Qué ordeno? Parlamente con ellos, Bushman.
Prométales perdonarles la vida.
-¿La vida, mi coronel?
-Ni siquiera Dios Nuestro Señor cumple siempre
sus promesas. ¿Cómo hemos de cumplirlas nosotros,
los pecadores?
Después de atravesar una plazoleta cubierta de
cadáveres, Vaska Okorok y el marino Semiónov,
portadores de una bandera blanca, se dirigían hacia la
fortaleza por la línea del ferrocarril.
Les salieron al encuentro Bushman, ayudante del
coronel Katin, y tres cadetes:
-¿Guerrilleros?
-Exactamente -respondió riendo Vaska-. Somos
los destacamentos unidos de Vershinin...
-...y la clase obrera sublevada -añadió Semiónov,
encarándose, audaz y retador, con Bushman-. Esas
cosas se nos dan bien, señor oficial.
Los oficiales y los cadetes habían formado ante la
casa del jefe de la fortaleza. A lo largo de la
formación, el coronel Katin, encorvado, las manos a
la espalda, iba y venía, hablando como si tuviera al
suelo por interlocutor:
Vsiévolod V. Ivánov
-Los rojos nos han intimado a rendirnos,
amenazándonos con fuego de artillería. Creo que
blasonan de lo que no tienen. Pero, por desgracia, no
podemos responderles con la misma amenaza porque
nadie nos creería. El mando supremo nos ha
traicionado y ha huido. Los aliados no acuden en
nuestra ayuda. Disponemos de tan pocos cartuchos,
que no nos bastan ni para fusilar a los detenidos y,
con harto sentimiento, me veré obligado a quemarlos.
A propósito, conviene comprobar... Tengan la
bondad de esperar un poco, caballeros. Tenemos
todavía media hora.
El coronel se apartó de la formación. Llevaba el
rostro demudado y los ojos llorosos. Su hija estaba
muy grave.
Penetró en la prisión. Los cadetes habían llenado
los pasillos de virutas, astillas, paja y tablas.
-Que rocíen todo eso con gasolina.
-Ya está rociado, mi coronel.
-Haga el favor de darme una cerilla -pidió Katin-.
Yo no fumo.
Acto seguido, prendió fuego a la paja, que estalló
en súbita llamarada.
El fuego se propagó con tal rapidez, que el
coronel retrocedió.
-Y mi hija sigue delirando -murmuró mientras
volvía ante la formación.
Los oficiales estaban fumando. Alguien ordenó:
"¡Firmes!", y todos tiraron los cigarrillos. El coronel
Katin prosiguió su interrumpido discurso:
-Señores: disponemos de cañones, pero no de
proyectiles. Creo que lo mismo les sucede a los
insurrectos. Quedan las bayonetas. Pero en un cuerpo
a cuerpo tendrían ellos una superioridad aplastante.
Quiere decirse -y permaneció callado un momento,
mirando al suelo-, quiere decirse que el dilema
consiste en capitular o suicidarse. Quien opte por la
claudicación, que dé dos pasos al frente.
Todos los oficiales y cadetes, salvo cinco de los
primeros, avanzaron dos pasos. El coronel se cubrió
los ojos con la mano, y los que prefirieron rendirse se
dirigieron al portalón de la fortaleza. Los cadetescruzados iban arrancándose del pecho las cruces
blancas cosidas sobre el uniforme.
El ayudante del coronel, Bushman, desplegó una
bandera tricolor, y el jefe de la fortaleza, con voz
apagada, pronunció:
-Capitán Koliosin.
-¡A la orden!
-La primera bala, para usted, capitán.
Koliosin se disparó un tiro y se desplomó en
tierra.
-Capitán Grigóriev, capitán Petrov, Von Kün.
Los tres oficiales se suicidaron simultáneamente.
El coronel miró a su ayudante, que desabotonó la
funda de su revólver.
-Espere un momentito.
Katin reflexionó un breve instante para decir
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El tren blindado 14/69
luego:
-Apunte usted el texto de un radiograma que
acaba de recibir. -Y le dictó-: "Dieciséis buques
japoneses y americanos con proyectiles y cañones
van rumbo a ese puerto. Encuéntranse a unas seis
millas. Esperen confiados esta ayuda. Captado por el
teniente Bushman." Ahora ponga el año, la fecha, la
hora y el minuto.
Para que cumpliera este requisito, mostró su reloj
al ayudante:
-Y ahora, teniente, sostenga el radiograma en la
mano izquierda. La derecha le queda libre. Adiós.
El teniente Bushman se descerrajó un tiro. El
coronel recogió la bandera tricolor, cubrió con ella
los cadáveres de los oficiales, sacó su revólver y se
dijo a sí mismo:
-Coronel Katin, la última bala es para usted. ¡A la
orden!
Y se disparó en la sien la última bala.
Por los raíles que conducían al interior de la
fortaleza entró lentamente un tren de proyectiles. La
niebla tornó a arremolinarse sobre el mar.
Los guerrilleros acarrearon los proyectiles hasta
los cañones de las murallas.
-¡Cargad las piezas! -resonó la voz de Vershinin.
Presidiendo la escena, sobre un montículo, estaba
la camilla con el cadáver de Peklevánov. Hallábanse
presentes Masha, Nastásiushka, Znóbov, Semiónov,
Jmárenko y el doctor Sotin.
Vershinin, con grave y majestuoso continente,
subió al montículo, se detuvo ante el cadáver de
Pekleváhov y se descubrió. El estudiante Misha
corrió a entregarle el falso mensaje recientemente
dictado por el coronel Katin:
-Se acercan los barcos de los invasores, Nikita
Egórich.
Vaska Okorok llegó en ese momento conduciendo
a los telegrafistas, quienes, al leer el texto, afirmaron:
-Nosotros no hemos recogido ese radiograma.
-Por el contrario, hay noticias de que la escuadra
enemiga, al enterarse de la toma de la fortaleza por
los guerrilleros, se internó mar adentro.
-Con esta niebla, Nikita Egórich, no hay quien
distinga un bulto a dos pasos.
Y Vaska añadió:
-Pero junto a la orilla sí que se divisa algo, Nikita
Egórich. Fíjate: los fugitivos están embarcándose en
unas chalupas, ¿no podríamos largarles unos cuantos
pepinazos?
-¿Y por qué no? ¡Fueg...!
Iba ya a dar la orden de abrir fuego; pero,
recobrándose, dijo a Vaska:
-No. Peklevánov prohibió disparar contra los
fugitivos. Que se vayan. Ésos, hermano, meten más
pánico que los piojos.
Mientras hablaba, cogió los anteojos de Okorok.
Los servidores de los cañones cargaban, sin
embargo, las piezas de la muralla:
-¡Tenemos que desahogarnos con unos cuantos
disparos, Nikita Egórich! Créeme. Lo que sale por
esta boca es la pura verdad.
-No, si yo te creo, Vaska. Tu boca es la que
predica el Evangelio. ¡Preparad los cañones!
-¡Preparad los cañones! Primera pieza, segunda...
-¡Tercera, cuarta...! -corrió la orden de boca en
boca.
Y, como si obedeciera el mismo mandato, la
niebla se alejó de la orilla, dejando despejado el
puerto.
No se veían más que las lanchas encargadas de
evacuar a los fugitivos.
Seguía distanciándose la niebla. El horizonte
estaba claro, y los guerrilleros, ante el cuadro que se
les ofrecía, se regocijaron:
-¡Mira, Nikita Egórich! ¡No ha quedado uno!
-Y la niebla parece haberse llevado con ella los
cruceros de los invasores, Nikita Egórich.
-Ya lo veo -asintió Vershinin sacando el pañuelo-.
Esto es una delicia -agregó con dificultad, por tener
resecos los labios.
Contemplando el pañuelo con una mirada de
incomprensible alborozo, acabó por soltarlo y por
enjugarse con la bocamanga la sudorosa frente:
-¡Qué delicia! -exclamó-. A ver, muchachos,
vamos a celebrarlo con una salva al aire.
No tintineaban los tranvías. Tampoco llegaba el
rumor de la multitud en las aceras de las calles. El
calor, denso y amarillento, agobiaba la ciudad.
Saturaba el aire una leve y cálida neblina, que
también hay neblinas cálidas. Semejantes a los
peñascos de la sierra, las casas se erguían, inmóviles
y adustas, en torno a la bahía.
En sus aguas verdiazules se balanceaban, con
frágil ingravidez, los silentes barcos de "los aliados".
El canario expandía sus trinos armoniosos en la
antesala del puesto de mando, y en alguna parte,
como siempre, alguien lloraba.
El obeso secretario del Estado Mayor
revolucionario, sonriendo con media cara, escribía
sobre un banco, aunque todas las mesas estaban
libres.
Cuatro guerrilleros, conversando en voz baja, pero
excitada, pasaron a la carrera. Olía a cuero mojado, a
brea...
El secretario buscaba el sello, pero se lo había
llevado Vershinin. Recogiendo el tintero, pareció
querer llamar a alguien.
¡Una salva! El estampido fue atronador, enorme,
capaz de estremecer a cualquiera.
Regresaron los cuatro guerrilleros:
-¿Son los invasores, camarada secretario?
El interpelado soltó el auricular del teléfono y
respondió con una sonrisa:
-No, son los nuestros, que disparan en son de
júbilo.
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-Hacen bien. Todos los corazones se han
alegrado.
-¡Cómo no!
El secretario se puso a terminar la carta. Escribía a
su mujer, comunicándole que, al parecer, el enemigo
había sido derrotado definitivamente, que se habían
sufrido bajas, "pero la guerra es la guerra", y que
Nikita Egórich, sin cesar de repetir la palabra
"delicia", por la que sentía una gran predilección en
los últimos tiempos, había dicho que acaso tuviera
tiempo de arar las tierras y sembrar el trigo de
invierno: "¡Qué delicia!"
-Verdaderamente, es una delicia.
-¿Es cierto, camarada secretario, que vamos a
celebrar un desfile pasado mañana?
-Esa orden tenemos.
Desfilaron mezclados obreros y campesinos.
Pasaron los mineros de los yacimientos de oro,
con sus anchos pantalones plisados y sus azules
camisas de percal. Tenían los rostros huesudos,
cubiertos de una pelambre grisácea, como de musgo.
Refulgían sus ojos redondos, acostumbrados a la
piedra.
Marchaban luego los pescadores de los lagos de
Zeisk, de brazos largos, hasta más abajo de las
rodillas. Decíase que usaban pantalones de piel de
lota. Sus largas melenas, tupidas como la hierba en
primavera, olían a pescado...
Iban después, rítmico y duro el paso, los pastores
de la cordillera de Sijote-Alin, de estrechos ojos
achinados, llevando escopetas de largos cañones,
heredadas de sus tatarabuelos.
Vsiévolod V. Ivánov
Y también los pescadores del río Jor, y los del
golfo de Santa Olga, fornidos, habituados a arrostrar
los vientos marinos, que vienen a morir a los
cañaverales del continente.
Y los aldeanos de la llanura, de rostro atezado y
paso uniforme y cansino, como el de un rebaño
fatigado...
Abrían la marcha, sobre un automóvil, Vershinin
y Nastásiushka. Ardían el rostro y el cuerpo de la
esposa, ataviada con un vestido de vivos colores.
Casi le sangraban los agrietados labios, y su fuerte
vientre se acusaba bajo el vestido. Manteníanse los
dos inmóviles en sus asientos, sin ladear la vista a
derecha o izquierda; sólo se movía el viento, un
viento como el de las montañas, denso, que traía el
aroma del mar, de las rocas y de las yerbas y que
hacía tremolar el vestido de Nastásiushka.
Sobre un guardacantón, apoyándose en un farol,
un corresponsal norteamericano garrapateaba con su
lápiz en un cuadernillo. Pulcramente vestido y
rasurado, contemplaba la manifestación con fugaces
miradas ratoniles.
Frente por frente, en la acera opuesta, había un
soldadillo enclenque, enfundado en un capote
semejante a la bata de un hospital, ceñidas las
pantorrillas por unas polainas azules y calzado con
unas botazas inglesas. Miraba al americano por
encima de la multitud que desfilaba, procurando
grabarlo en su memoria. Pero el yanqui, nervioso y
movedizo, resultaba tan difícil de apresar como un
pez en el agua, y esto irritaba al soldado: era un poeta
ansioso de recordar todo cuanto de sorprendente y de
sublime ocurría en aquellas memorables jornadas.
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