ISSN 1668 4737 Archivos Departamento de Antropología Cultural VIII - 2010 CIAFIC ediciones Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural de la Asociación Argentina de Cultura Archivos, Vol. VIII - 2010 ISSN 1668 4737 Directora: Dra Ruth Corcuera Miembros del Consejo Editorial: Dr. Eduardo Crivelli - Universidad de Buenos Aires, Argentina Dr. John Palmer - Brookes University, Oxford, Inglaterra Dr. Tadashi Yanai - Universidad de Tenri, Nara, Japón Dra. María Cristina Dasso - Universidad de Buenos Aires, Argentina Archivos es la publicación periódica del Departamento de Antropología Cultural del Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural (CIAFIC), que por este medio busca servir a la tarea del conocimiento y la reflexión sobre las culturas. Con esta finalidad, tiene como cometido difundir las investigaciones del Departamento, publicar colaboraciones que versen sobre antropología cultural y rescatar trabajos cuyo valor se considera meritorio para la disciplina. 8 2011 CIAFIC Ediciones Centro de Investigaciones en Antropología Filosófica y Cultural Asociación Argentina de Cultura CONICET Federico Lacroze 2100 - (1426) Buenos Aires www.ciafic.edu.ar e-mail: [email protected] Dirección: Lila Blanca Archideo Impreso en Argentina Printed in Argentina La presencia misionera en algunos grupos chaqueños LA PRODUCCIÓN TEXTIL DE LAS MISIONES Y REDUCCIONES JESUITAS Norma Ledesma* Nos ocuparemos de la obra realizada por los jesuitas entre los aborígenes del Chaco para valorar el heroísmo de estos Padres que llevaron la voz del Evangelio entre ellos. Además, el testimonio de los Padres nos permite observar como los jesuitas extendieron el uso del algodón americano en sus tejidos La significación del Gran Chaco El Chaco argentino comprendía Chaco, Formosa, el oriente del Salta, el noroeste de Santiago del Estero, norte de Santa Fe y oriente de Córdoba. Esta gran llanura, que se halla surcada por los grandes ríos Paraná, Paraguay, Bermejo y Pilcomayo, llegó a ser para los conquistadores hispánicos lo que el Atlántico, “mare tenebrosum”, para los antiguos marinos. Existía la fama que quien se aventuraba a desplegar las velas de su embarcación sobre las olas atlánticas o se atrevía a penetrar en la selva chaqueña desaparecía entre los vivos, tragado por las aguas o devorado por las fieras. Ante la llegada del español, los indios se refugiaron en la impenetrable selva chaqueña. Ese fue el hábitat de indígenas, tales como los abipones, mocobíes y tobas. El Chaco es una tierra de contradicciones. Bañado por grandes ríos -algunos de ellos como el Pilcomayo, de difícil navegación, cuyas aguas no eran recomendables para beber-, padecía épocas * Artículo realizado a partir de la tesis de Doctorado en Historia "La manufactura textil en el actual territorio argentino. 1750-1880", Universidad del Salvador, Facultad de Historia, Geografía y Turismo (dic. 2008). Agradezco a mi Directora de Tesis, Dra. Cristina Minutolo de Orsi, y a la Dra. Ruth Corcuera, por haberme guiado y apoyado en el trabajo de investigación y elaboración de la misma. 121 prolongadas de sequía. Alternaba asimismo zonas selváticas con inmensas distancias donde no crecía ni siquiera un arbusto. A eso se le debe sumar los fuertes calores y la presencia de animales salvajes, tales como “leones” –puma-, “tigres” –jaguar-, víboras y los molestos mosquitos. Los indios y los españoles tenían percepciones encontradas con relación a esta región. Según el Padre Dobrizhoffer: “Los Españoles lo consideran el teatro de la miseria; los bárbaros, en cambio, su Palestina, su Eliseo. En cuanto a los Españoles bajo Pizarro hubieron sometido a los Peruanos y, por el derecho de la guerra, se habían apropiado de Chile, Quito y Tucumán, los indios desde todas partes se asilaron aquí como refugio de la libertad y el valladar contra la servidumbre. Los paracuarios corrieron cautelosos a los escondrijos que el Chaco les ofrecía, para substraerse a los ojos y manos de los huéspedes europeos, a los cuales no quisieron tener como amigos ni enemigos. Los cerros más altos les sirvieron de atalayas, los bosques intransitables en vez de una muralla, los ríos y pantanos a guisa de fosas, los campos repletos de fieras y árboles frutales como almacenes, en fin, la provincia entera que por su posición natural y condición está segura contra todos los asaltos extraños, a guisa de una fortaleza.”[1] Los españoles con su visión utilitaria, al no encontrar metales preciosos, perdieron su interés por la región, lo cual la transformó en la “tierra de la libertad” para las tribus indígenas. Allí se produjo un verdadero choque de culturas: la visión materialista del europeo frente a la valorización del indígena de la libertad y del estrecho contacto que tenía con la naturaleza. Es en este contexto que la obra evangelizadora de los jesuitas adquiere rango de epopeya. 1. LAS REDUCCIONES DE INDIOS ABIPONES Ubicación de las reducciones jesuíticas entre los abipones En un ámbito geográfico delimitado por los ríos Pilcomayo, Bermejo, Paraguay, Paraná y Salado se encontraban numerosos grupos indígenas. Según el Padre Furlong: 122 “[...] al noroeste de esa vastísima región predominaban los Chiriguanos, y al sur de ellos los Mataguayos. Entre el río Salado y el Bermejo se hallaban los Vilelas y más al sur los Lules y los Tobas. Sobre ambas riberas del Bermejo tenían su asiento los Mocobíes y desde el río Yabebirí hasta el Pilcomayo estaban los Lenguas, y entre el Yabebirí y el río Paraguay moraban los Guanás.”[2] La vecindad forjaba relaciones de amistad o bien hostiles entre los diferentes grupos indígenas. Las mismas variaban a través del tiempo. Según la descripción de Dobrizhoffer -luego tomada por diferentes autores- entre los abipones se distinguían tres parcialidades, a saber: “Todo el pueblo de los abipones está dividido en tres clases: Riica é, que viven a lo largo y lo ancho del campo abierto; Nakaigetergehé, que mana de los escondrijos de las selvas, y por último los Jaaukanigás. En determinado momento cada una constituyó un pueblo, con su lengua propia. En el siglo pasado fueron oprimidos por las insidias de los españoles (...) y aniquilados en una gran matanza. Unos pocos que sobrevivieron al desastre, hijos y viudas se unieron a sus vecinos abipones por aquel motivo, de modo que ambas naciones se coligaron con mutuas uniones, desapareciendo por completo la antigua lengua de los jaaukanigás. En adelante las tres tribus abiponas tendrían el mismo tipo de vida y de costumbres y la misma lengua.”[3] Según algunos autores, estos grupos o parcialidades corresponderían a tres ambientes geográficos. Los riikahés, provenían del noroeste de Santa Fe; los nakaigetergehés, venían de las selvas que rodeaban a Santiago del Estero y los yaaukanigás, ocupaban la zona norte de la región abipona, al oeste de Corrientes[4]. Las reducciones jesuíticas entre los indios abipones comprendían: San Jerónimo, San Fernando o San Francisco Regis y Concepción. Cada una respondía a una de estas parcialidades: así, San Jerónimo fue fundada para los abipones riikahés[5]; San Fernando o San Francisco Regis estaba poblada por los abipones yaakanigás[6] y la reducción de Concepción por indios nakaigetergehés. 123 Antes de ocuparnos de estas reducciones, debemos destacar la gran movilidad de los guaycurúes y sus reiterados ataques a Asunción, las Misiones Guaraníticas, o bien a Corrientes, alejándose con sus familias a los escondites del oeste. Cuando invadían los campos de Santiago del Estero o Córdoba, se ocultaban en las lagunas, islas o cañadas del río Paraná. De esta manera, eludían el castigo de los españoles[7]. De ello se desprende la importancia de las reducciones jesuíticas en esta área como un medio eficaz de proteger la frontera. La Concepción era una reducción de indios abipones situada en la actual provincia de Santiago del Estero, al sur del río Saladillo, en el punto donde éste desemboca en el Río Salado. Al norte, se encontraba la localidad de Salavina y al sur la de Sumampa. San Jerónimo estaba ubicada en la actual ciudad de Reconquista (Chaco), sobre la orilla septentrional del Arroyo del Rey, trasladándose poco después al sur del mismo. El Padre Cardiel fue su fundador, y le sucedió en el gobierno de ese pueblo el Padre José Brigniel, natural de Kagenfurt, en Harsten, de padre francés y madre griega. Dos años estuvo Dobrizhoffer con él, en los cuales profundizó el estudio de la lengua abipona. El Padre Brigniel realizó un completísimo vocabulario, gramática, catecismo y sermones en esta lengua. Es invalorable el aporte jesuítico en el conocimiento de las lenguas de los indios del Chaco, al igual que de los guaraníes, y de otras áreas donde éstos llevaron su prédica. El Padre Klein, de la Reducción de San Fernando, opinaba que los abipones eran “la quintaesencia de la malevolencia” y el padre Brigniel los solía llamar “tropa escogida de energúmenos”[8]. Es interesante destacar las condiciones que debían reunir los misioneros destinados a América, según las Constituciones de la Compañía de Jesús, que exigían a quienes misionaran entre infieles, cualidades y dotes casi iguales a las que se exigían para el que había de ser elegido General de la Orden. Se les realizaba un examen psicofísico para comprobar que estaban aptos para hacerse cargo de esa responsabilidad. Los misioneros alemanes contaban con gran 124 estima por ser opinión general, según lo manifestara en 1711 el Consejo de Indias al Rey, que “universalmente los alemanes son de complexión robusta, grandes trabajadores, celosos y muy dóciles para aprender lenguas extranjeras”[9]. Otra de las Reducciones de indios abipones era la de San Fernando, ubicada donde en la actualidad se halla la ciudad de Resistencia, capital de la provincia del Chaco. Estaba a cargo del Padre Klein, quien también era de origen alemán, junto a los Padres Gregorio Mesquida, Juan Quesada y Domingo Perfeti. Acerca de la labor del Padre Klein, nos informaba Dobrizhoffer: “Lo que trabajó y sufrió durante unos veinte años, es cosa más fácil de ser imaginada que de ser escrita. Pudo vencer todos los peligros y miserias, despreciando los primeros con gran valentía y sufriendo las postreras con indecible paciencia. Gracias a los subsidios, que anualmente recibía de los indios de las Reducciones Guaraníticas, pudo establecer una magnífica estancia sobre la costa opuesta del Paraná. Con los productos de la misma se alimentaba y vestía toda la población.”[10] Dobrizhoffer nos narra la situación de esta reducción: “... pude advertir, desde el primer momento, que el pueblo estaba rodeado de esteros y lagunas, y rodeado de bosques demasiado cercanos; el aire era ardiente de día y de noche; la casa del misionero era tal que no tenía ventana alguna, aunque sí dos puertas y con un techo de palmas, tan mal hecho, que llovía adentro igualmente que afuera. El agua potable se sacaba de una zanja vecina donde bebían y a donde iban a parar no pocas basuras del pueblo. Siendo todo esto así, pensé yo, no es de extrañar que la salud de mis predecesores se haya arruinado tan infelizmente.”[11] El Padre Dobrizhoffer estuvo en esta Reducción por el término de tres años, lapso en que desmejoró mucho físicamente, por lo cual pensó que sólo viviría dos o tres meses más. En esas circunstancias, el Provincial lo envió a la Reducción Guaranítica Santa María la Mayor, en la costa del Río Uruguay, en la actual provincia de Misiones, y recuperó sus fuerzas en el término de cuatro meses, por lo cual fue destinado a la reducción de indios itatines, llamada 125 San Joaquín de Trauma, al norte de Asunción, donde actuó durante seis años. Es interesante observar como funcionaban las reducciones jesuíticas, en un sistema de verdadera red, en la cual las reducciones guaraníticas, que contaban con mejor situación material auxiliaban económicamente a las del Chaco, e incluso funcionaban como un lugar de descanso y recuperación para los misioneros, después de que éstos pasaran situaciones extremas. Forma de vida Los abipones eran nómades, que vivían de la caza y la pesca, y continuamente emigraban de un lugar a otro, en busca de los elementos necesarios para la supervivencia. Dobrizhoffer nos ofrece un cuadro de la fauna de la zona chaqueña: “En los campos se criaba gran número de aves, ovejas, gamos, tigres, leones, conejos, y otros tipos de animales propios de América. Los ciervos vagaban con frecuencia por las márgenes de los grandes ríos; en tanto, que en los lugares palustres, raramente faltaban las innumerables manadas de jabalíes. En los bosques se alimentaban grandes grupos de osos hormigueros, alces, monos y loros. En arroyos y lagos, riquísimos en peces, habitaban numerosos ejemplares de ánades y patos. No hablaré de las tortugas existentes, pues ni los abipones ni los españoles americanos las comían.”[12] La naturaleza era sumamente pródiga y también les ofrecía una flora variada que era comestible: “Si acaso les faltaban todas estas cosas, nunca quedaban con el deseo de probar las frutas comestibles de los árboles o la abundante miel. Sólo las palmeras, en sus distintos tipos, ofrecían solución a los que buscaban comida, bebida, medicina, habitación, vestido o armas. Tanto bajo la tierra como bajo agua encontraban raíces aptas para alimentarse. La algarroba de dos especies, que el vulgo llama pan de San Juan, les ofrecía comida y bebida saludable la mayor parte del año.”[13] 126 Precisamente, la naturaleza le ofrecía todo lo necesario para poder vivir, y si escaseaban los alimentos en un lugar determinado, se trasladaban a otro en procura de éstos: “¡Oh! ¡Cuánta liberalidad para aquellos que no la cultivan, Dios mío! ¡Oh! ¡Ruda imagen de la edad de oro! Sin ningún trabajo los abipones se proveían de todo lo que atañe al uso cotidiano de la vida. Si debido al clima los arroyos se secaban, o los campos quedaban desiertos, buscaban bajo las hojas del caraguatá el agua que les quitaría la sed, frutos llenos de jugo, semejantes a melones, nacían bajo tierra. En los ríos secos, cavaban con la punta de la lanza un hoyo hasta ver brotar de él suficiente para ellos y su caballo.”[14] Los jesuitas se asombraban frente a este paraíso terrenal en que vivían los indígenas. Para los españoles la realidad era distinta, desconocedores de los recursos que proveía la flora y la fauna, y de los métodos utilizados para aprovecharlos, sufrían sed en las soledades americanas. Existía una división del trabajo por sexo y edad. Mientras los hombres se encargaban de la fabricación de armas y herramientas para cazar, pescar, recolectar miel y hacer la guerra; las mujeres recolectaban productos vegetales, cazaban animales pequeños, cuidaban el hogar y los niños, transportaban los toldos y los trastos en sus mudanzas, confeccionaban la vestimenta y las ollas, transportaban el agua y la leña para uso cotidiano y preparaban el alimento y las bebidas de algarroba. Los más jóvenes aprendían mediante juegos y ceremonias las tareas propias de cada sexo: las mujeres ayudaban a sus madres en las tareas domésticas y los varones se ejercitaban en el arte de la guerra y la caza[15]. La algarroba constituía su principal fuente alimenticia de origen vegetal, además de proveerles la chicha, bebida alcohólica que bebían los hombres en ocasiones especiales, tales como rituales de guerra, nacimiento o muerte de un cacique. La miel era otro de los productos muy apreciados. La recolección de miel era una actividad paralela a la caza, que se realizaba durante las excursiones que em127 prendían los hombres para obtener alimentos. En algunas de éstas participaba todo el grupo familiar, que colaboraba en la recolección de miel en la selva. Cardiel nos informa lo siguiente: “... juntamente con la miel recogen muchísima cera que venden a los españoles por cuñas, cuchillos, abalorios, caballos, ropas y otras cosas semejantes. Pero los infieles que están más retirados (de las poblaciones españolas) la arrojan como cosa inútil.”[16] Dobrizhoffer destaca la importancia de la cera, los caballos, las pieles y los tintes, en sus transacciones con los españoles, al tiempo que critica la actitud de estos últimos que engañaban a los indígenas en un trueque desigual: “No ignoro que muchos españoles lograron allí grandes ganancias. Ellos sabían que con adornos, trastos y desechos, a modo de paga podían lograr de los abipones caballos muy buenos, pieles de ciervo o de tigre, cera o tinturas.”[17] A medida que se establecieron relaciones pacíficas entre los abipones y la sociedad hispano-criolla, las relaciones comerciales pasaron de ser circunstanciales -propias de encuentros ocasionales en viajes y traslados- a ser frecuentes y estables: “La ciudad de Santa Fe fue la primera en concertar la paz con los abipones y mocobíes. Algunos grupos de ellos, iniciada la paz, se establecieron con sus familias en campos cercanos a la ciudad, y vivían comprando lo que deseaban y vendiendo en la plaza pública lo que habían robado a otros pueblos enemigos de los españoles.”[18] En este contexto de pueblos que se desplazaban de un lugar a otro en busca de los alimentos que necesitaban para subsistir, el caballo aportado por los españoles, se convirtió en el compañero inseparable. La preparación del caballo era un asunto de suma consideración. El freno que usaban estaba hecho con cuero de buey, con cuatro maderas atravesadas en forma de enrejado, y atado con dos correas de cuero a modo de riendas. La mayoría, con verdadero orgullo, utilizó frenos de hierro. 128 Dobrizhoffer nos brinda una descripción del aparejo de los caballos: “Fabricaban monturas semejantes a albardas, en cuero crudo de vaca, rellenas de juncos. Antiguamente no usaron estribos. Los varones se sentaban en el lado derecho del caballo; tomaban las riendas con la mano derecha, en tanto, que con la izquierda sostenían una especie de lanza muy larga, sobre la cual apoyaban con fuerza ambos pies, y de allí saltaban al caballo. En los combates empleaban la misma táctica, admirando a los contrarios por la rapidez con que descendían del caballo.” “No usaron espuelas. El látigo estaba formado por cuatro pieles de buey dobladas en forma de tablitas. Lo utilizaban no por la sensación de dolor, sino por el ruido que producían, para estimular a los caballos novicios o reacios a las carreras.”[19] Las mujeres también eran excelentes jinetes, lo cual le ocasionaba dificultades en los partos, debido a los prolongados viajes: “Las mujeres usaban las mismas monturas que los hombres; pero ellas, amantes de la elegancia, preferían hacer la suya de piel blanca de vaca. Se sentaban a horcajadas como sus maridos y en esta posición recorrían caminos durante días, sin perjuicio de su sexo. Sin embargo, atribuían a esta manera de cabalgar la increíble dificultad de sus partos, en los cuales debían soportar grandes dolores. Por la forma de sentarse sobre la dura montura, el coxis y los huesos vecinos, se comprimen y endurecen, de modo que no es raro que las madres tengan gran trabajo para dar a luz.”[20]. Describía el modo en que las mujeres subían a los caballos: “Cuando las mujeres abiponas quieren subir a un caballo, se jactan de hacerlo al modo europeo, por el lado izquierdo hasta el cuello; al mismo tiempo que con las piernas separadas a ambos lados se sientan y se corren hasta la montura desprovista de almohada. No les molestaba esa falta de suavidad, ni aún cuando debían recorrer largos caminos durante varios días; de lo que deducirán que la piel de los abipones es más resistente que el cuero de vaca, pues nunca se encallece, a pesar de las diarias cabalgatas. Andando sin montura, los indios a menudo lastiman el lomo de sus caballos y lo desgarran; sin embargo, ellos no sufren ninguna lesión.”[21] 129 Es muy interesante conocer que estas mujeres llevaban cuando emigraban sus utensilios domésticos, entre los que se encontraban elementos del tejido, tales como hilos de lana y algodón. También hilaban y tejían la fibra americana caraguatá, a la cual le daban diversas utilidades. “Escucha otra de sus costumbres cuando emigraban con sus familias: la mujer además del arco y de la aljaba del marido, lleva en su caballo todo tipo de utensilios domésticos: ollas, cántaros, calabazas; gran cantidad de hilos de algodón y de lana e instrumentos para tejer. Estas alforjas que cuelgan a ambos lados de la montura, se cierran con tiras de piel. Allí suelen colocar a los cachorros y, a veces, a los niños. Además de estas cosas, una estora grande, bien arrollada con dos pértigas para fijar la tienda donde les plazca. Suspenden de los costados de la montura una piel de vaca que les servirá como barquichuelo en las travesías por los ríos.”[22] También solían llevar unas estacas en forma de espátulas, cuya parte media estaba rodeada por un cilindro hecho en madera durísima, de unos dos codos de largo. Este instrumento lo utilizaba en variados usos, tales como: extraer las raíces comestibles, para bajar los frutos de los árboles o las ramas para hacer fuego; o bien para quebrar las armas y las cabezas de los enemigos que encontraban en el camino. Con toda esta carga, los caballos de las mujeres se asemejaban a camellos. Además, las niñas o jovencitas acostumbraban subir de a dos o tres en un mismo corcel; no por carecer de caballos, que eran muy abundantes, sino porque les gustaba conversar mientras cabalgaban, como a las europeas, y eran enemigas del silencio y la soledad. Los potros, si no estaban acostumbrados, no toleraban el peso de varios jinetes a la vez y tiraban al suelo a las mujeres sin hacerles daño. Pero estas amazonas, entre risas, intentaban montar tantas veces cuantas las despedía el animal. La marcha era acompañada por gran número de perros, que eran sumamente útiles como cazadores de gamos y nutrias; además, empleaban su carne como alimento. 130 Asimismo, transportaban las esteras que luego emplearían para construir sus casas, en donde se encontraran: “En efecto: de la misma forma que el caracol lleva a cuestas su concha, éstos transportaban en sus viajes, las esteras que luego ocuparían para construir sus casas. Dos pértigas clavadas en tierra, sostenían a dos o tres esteras, impidiendo la entrada del agua y del viento, para que la lluvia no mojara el suelo donde se acostaban, abrían a los costados de la tienda, una canaleta para desviar el agua.”[23] Mientras la caza era una actividad fundamentalmente masculina, la recolección era una actividad femenina. Estas solían salir en partidas colectivas, que podían durar varios días, para recoger raíces, frutos y tintes vegetales: “Con frecuencia un centenar de mujeres recorre en grupo los campos más lejanos en busca de distintos frutos, raíces, fibras para extraer colores u otros materiales útiles. Aunque a veces tardan cuatro u ocho días en regresar del campo, no aceptan a ningún varón como compañero de viaje.”[24] Los abipones no sólo eran diestros jinetes, sino también eran sumamente hábiles para atravesar los ríos. No sólo los varones, sino también las mujeres y hasta los adolescentes, eran eximios nadadores, y atravesaban a nado los ríos, cuando no había vados o puentes. No tenían canoas, utilizaban una piel de buey, en ella acomodaban a sus hijos, para luego acomodar la carga. Los abipones la llamaban ñatac, y los españoles “la pelota”; la usaban para atravesar los ríos menores. Para su construcción, empleaban cuero de vaca, de abundante pelo, crudo, no sometido a curtiembre y macerado con los pies. Sus cuatro lados tenían una altura de unos dos palmos; ataban cada uno de ellos con una correa para que permanecieran levantados en alto, de modo que formaban la figura de un tetrágono. Acomodaban la montura y el resto del lastre en el fondo de la pelota, cuidando mantener el equilibrio, de modo que pudieran cruzar el río en su parte media. Ataban la barca por uno de sus lados 131 perforados con una especie de rienda, y la sujetaban unas veces con los dientes, otras con la mano. El nadador, remando, transportaba la pelota suavemente por el río sin peligro de que encallara, aunque tuviera en contra el fuerte oleaje producido por el viento. En caso de que el nadador no pudiera seguir nadando, ya fuera porque el frío del agua acalambraba sus pies o bien porque tragara agua, la pelota arrastrada por la corriente lo llevaría incólume a la costa. En caso de cruzar un río de gran cauce o de curso rápido y si notaba que no tenía las fuerzas necesarias para poder realizar la travesía, se sostenía con una mano de la cola del caballo que nadaba delante de él y con la otra, conducía la pelota. Dobrizhoffer afirmaba que, a pesar que a los europeos les parecía sumamente peligrosa esta embarcación, él la había empleado con frecuencia y prefería este cuero para atravesar los ríos. Si llovía en forma persistente durante días y se mojaba el cuero, se ablandaba como si fuera una tela. En estos casos, para realizar la travesía con mayor seguridad, se cubrían los cuatro lados y el fondo de la pelota con ramas de árboles, con lo que el cuero se sostenía y afirmaba. Asombraba a los europeos la destreza de los abipones para atravesar los ríos. Atravesaban habitualmente grandes extensiones de agua, desde la colonia de los Yasucanigás, San Fernando, hasta la ciudad de Corrientes, en la parte donde el río Paraguay se une al río Paraná. Lo hacían a caballo, dado que en este lugar el río era sumamente peligroso hasta para las mismas naves por su increíble rapidez, profundidad y amplitud[25]. Los tatuajes corporales Los abipones, al igual que otros indígenas chaquenses, se realizaban tatuajes corporales. Según Dobrizhoffer: “… hombres y mujeres estampan sus caras. Graban estas líneas con una aguda espina y la ennegrecen cubriendo la herida con ceniza caliente, con lo que quedan indelebles. Estas marcas son hechas con distintivos de familia y consisten en una cruz impresa en la frente, dos líneas desde el ángulo de los ojos hasta las orejas, lí- 132 neas transversales y arrugadas como una parrilla por encima de la nariz, entre las cejas.” Estos tatuajes se realizaban durante una ceremonia que marcaba el paso de la niñez a la pubertad. También servían para simbolizar en las mujeres un rango social determinado: “… aquella que fuere pintada o punzada con más púas, la reconocerás como patricia o nacida en un lugar más noble”[26]. En los hombres, los dibujos generalmente se asociaban a la guerra o a la caza, manteniendo la cantidad de tatuajes y marcas una relación proporcional a la destreza que demostrara el individuo en estas acciones[27]. Debemos destacar que existía una relación entre el tatuaje y la vestimenta, dado que según Dobrizhoffer, el mismo dibujo del tatuaje muchas veces se encontraba bordado en ésta. Las marcas corporales utilizadas por los abipones no se limitaban a los tatuajes faciales, sino que solían quitarse cejas y pestañas, perforar los labios y las orejas, sacar la pelusa del mentón y rasurarse la cabellera de la mitad de su cabeza[28]. Asimismo, era común que se atravesaran el labio inferior con un hierro o una aguda caña, en este orificio introducían una caña o bien un tubo lleno de huesos. Esta costumbre era sólo masculina y no estaba permitida a las mujeres[29]. Estas prácticas se mantuvieron a través del tiempo. A fines del siglo XVIII, Azara manifestaba lo siguiente: “A primera vista observé que la mayor parte de ellos se arrancan las cejas y pestañas y bello del cuerpo; que las mujeres tenían indeleblemente impresa una cruz pequeña en medio de la frente.”[30] Si bien desconocemos el significado de estos tatuajes, éstos constituyeron una suerte de lenguaje y podrían estar indicando cierta pertenencia étnica o familiar. Según Dobrizhoffer: “… a veces otras marcas impresas en el cuerpo muestran el origen de la raza o patria (…) Aquellas pinturas y punciones son familiares entre los abipones para distinguirse entre otros pueblos y respetar las costumbres de sus mayores. Nunca pudimos encontrarles otro motivo.”[31] 133 Hilanderas y tejedoras Las mujeres eran diestras en el hilado y tejido de diferentes fibras. En las Misiones Guaraníticas se ha constatado la existencia de algodón silvestre de origen americano. Podemos delimitar una amplia zona que abarcaba las Misiones Guaraníticas, el Chaco y Paraguay, donde crecía el algodón de este origen. Este dato es muy interesante porque en general se suponía que el algodón no existía en América hasta la llegada de los europeos, a su vez portadores del algodón de origen asiático. Los españoles no pudieron disponer del algodón del Chaco, porque los aborígenes –que manejaban esta fibra-, se resistieron al contacto con el conquistador, realizando temidos ataques a las ciudades fundadas en América, tales como Santiago del Estero, Santa Fe y Corrientes. Tampoco tenían acceso al algodón existente en las Misiones Guaraníticas, que era utilizado por los indígenas bajo la dirección de los jesuitas, en la confección de lienzos de algodón. Las mujeres abiponas hilaban y tejían este algodón americano, que recibía el nombre de mendiyú. Asimismo, utilizaban la lana de las ovejas, traídas por los españoles. Estas se ocupaban de esquilarlas. Según Dobrizhoffer: “... obtienen con gran habilidad los hilos; los tiñen con alumbre en variados colores, según el material del que dispongan. En seguida tejen con estos una tela con diversos trazos, líneas y figuras en diferentes tonalidades. Los creerías un tapiz turco, digno de los europeos, sin embargo no es más que el usual vestido de los abipones.”[32] Los instrumentos para tejer se limitaban a unas pocas cañas y maderas, que transportaban a caballo en sus viajes sin ninguna molestia. Las mujeres abiponas, tenían una habilidad especial para hilar y tejer, al igual que otras indígenas americanas. También tenían gran habilidad para modelar con arcilla, ollas y cántaros de múltiples formas, utilizando sólo las manos. Cocían estas vasijas sin utilizar horno, a campo abierto, rodeándolas de 134 leña. Las bañaban en un color rojo y después las untaban con una cola natural para darle brillo. Fibras vegetales autóctonas No sólo se utilizaban el algodón y la lana de oveja, sino también recurrían a fibras autóctonas tales como el caraguatá, el algarrobo y una especie de pino. Hilaban y tejían la fibra del algarrobo, que era similar al algodón. Las plantas de caraguatá eran denominadas por los abipones kalité, De ellas, había gran cantidad y eran sumamente útiles. Como tienen cierta similitud con el aloe, muchos lo consideraban una especie de éste y por ello se llamaba en español acíbar o zábila, según el léxico de Antonio Nebrija. En Paracuaria se veían varias especies del vegetal. Mencionaremos solamente algunas de las más conocidas. La caraguatá guazú o grande se apoyaba sobre una raíz gruesa pero corta. Consistía en veinte y tantas hojas extremadamente gordas, dentadas como un serrucho por ambos lados y muy agudas, del largo de dos pies. En el centro, se elevaba su tallo como el tronco de un árbol hasta cinco pies y aún más alto. Su copa se hallaba coronada por flores amarillas azafrán[33]. De las fibras de las hojas de caraguatá, las indias abiponas hilaban unos hilos como de cáñamo o lino y se fabricaban sogas, ropas y hamacas que colgaban de dos árboles para dormir. Además, utilizaban la fibra del caraguatá las viudas, siguiendo una costumbre tradicional, para cubrirse la cabeza y los hombros, durante el tiempo que duraba el luto[34]. Esos hilos no llegaban a tener una blancura perfecta y todos los artificios para obtenerla eran vanos; tampoco retenían ningún color por mucho tiempo. En Guayana, se hilaban estos hilos de caraguatá, que los españoles llamaban “hilo de pita” o “chaguar”, y se fabricaban unas 135 medias tan lindas que –a veces en Francia- se las prefería a las de seda a causa de su duración y suavidad[35]. En los bosques existían otras especies de caraguatá, muy similares a la anterior, pero que no eran aptas para hilar. Los abipones la llamaban “hermano de la caraguatá” kalite mañalhevoa. Otra especie de caraguatá se asemejaba a un ananá o alcachofa. Tenía frutas purpurinas y producía una semilla abundante encerrada en un tallo recto y esbelto. En derredor de estas plantas crecían unas hojas sumamente grandes dentadas como un serrucho y dobladas hacia abajo en cuyo centro, los viajeros, encontraban frecuentemente una porción de agua purísima, que aliviaba la sed en las grandes soledades áridas. De las diferentes especies de caraguatá se obtenía un gran provecho. Se las podía utilizar alrededor de los huertos y edificios administrativos, se volvían un cerco vivo que no sólo resistía a toda intemperie sino que por sus esquinas era casi infranqueable para el ganado y las gentes. Sus hojas se hilaban como el lino y se usaban para techar chozas levantadas con apuro. De sus hojas se exprimía un jugo graso que las lavanderas usaban en lugar de jabón. Sus espinas se utilizaban como agujas de coser. Hervido se consumía. Los indios comían diversas frutas de caraguatá. Asimismo, las heridas eran curadas con su jugo[36]. Otra fibra no convencional que era hilada y con la cual se confeccionaba ropa, era la de un pino. En los bosques Mbaeverá, ubicado entre los ríos Acaray y Monday, las indias obtenían hilo de una corteza de pino que, primero limpiaban prolijamente y elaboraban ropas tan blancas como el lienzo de lino más hermoso, según el testimonio de Dobrizhoffer. El tejido hecho de la corteza de pino expuesto al sol y regado frecuentemente, se emblanquecía perfectamente y además conservaba inextinguible todos los colores. Este árbol se encontraba sólo en los bosques de Paracuaria[37]. 136 Del palo borracho o “árbol ebrio”, según los españoles, y denominado zamuú por los indígenas, se utilizaba su madera blanda para realizar botijas o barriles. También se usaban sus fibras en la elaboración de la vestimenta: “[...] produce una fruta redonda parecida a los zapallos grandes y de cáscara dura que al quedar madura se abre por sí misma y entonces exhibe en su interior unas vedijas lanosas cual algodón. Estas son finas como la seda pero de hebritas tan cortas que sólo con mucho trabajo pueden hilarse.”[38] Pieles Los abipones utilizaban las pieles cuando hacía frío y sus vestidos livianos resultaban insuficientes para cubrirse. Las mujeres fabricaban un manto hecho de piel de nutria. Una vez cazadas las nutrias con auxilio de perros, sus pieles se sujetaban al suelo con pequeñas estacas, para que no se arrugaran. Una vez secas, les pintaban unos cuadros de color rojo, en forma de cubiletes. Las mujeres se dedicaban a sobarlas y ablandarlas con las manos; luego, las cosían con un hilo muy fino, para envidia de los curtidores. Lo hacían con tanta destreza, que las uniones no eran visibles ni a los ojos más perspicaces; todo el manto parecía confeccionado con una sola piel. Usaban unas espinas muy finas a modo de agujas, con las que perforaban la piel de nutria, como los zapateros el cuero con la lezna; por allí, pasaban un hilo muy fino de caraguatá. Soportaban los fuertes vientos con este manto que usaban hombres y mujeres, que denominaban nichigebé, porque nichigherit significaba nutria. Los ancianos se negaban a quitarse estas pieles, aún cuando el calor era muy intenso[39]. Los más pobres preparaban este manto con despojos de los gamos, ciervos y tigres. Los abipones al igual que algunos pueblos de la antigüedad, combinaban las prendas tejidas con el uso de pieles[40]. 137 Los Padres Jesuitas poseían formación clásica, lo que les permitía observar la realidad americana comparándola con los pueblos de la Antigüedad, sin perder de vista la Europa contemporánea y algunos aspectos medievales. También de ello surge la riqueza del testimonio jesuítico. Un elemento para destacar era que los caciques –cuya función como jefe la ejercían fundamentalmente en las guerras- no solían mostrar signos de riqueza que los diferenciara del resto: “El cacique no llevaba nada de especial en sus ropas o armas que lo distinga de los demás indios rasos; por el contrario, usa el vestido más gastado y anticuado; pues si apareciera en la calle con ropa nueva y elegante, acabada de confeccionar en el taller de su esposa, el primero que lo viera diría: tach caué gribilagi, dame esa ropa. Si se opusiera, ganaría la risa y desprecio de todos.”[41] Confeccionaban las coberturas de los niños con aquellas pieles y mantas, ya en desuso, para no lastimarlos al envolverlos. Tintes Los jesuitas Martín Dobrizhoffer y José Jolís, se ocuparon de describir los diversos tintes utilizados en esta área. Cabe aclarar que muchos de éstos también eran utilizados por los guaraníes. La virga áurea, denominada en abipón nakalík, tiene un tronco recto, con ramas desde arriba hasta abajo y hermosas flores amarillas. Posee una altura de cuatro a cinco pies y crecía en abundancia en muchos campos paracuarios. Su tronco y sus hojas, mezcladas con alumbre, hervidas en agua, daban un espléndido color amarillo para pintores y tintoreros. Si se le agregaba el color azul, se obtenía un hermoso verde. Las astillas del árbol tatayy proporcionaban también color amarillo, pero éste no era muy vivo. La virga áurea también era utilizada con fines medicinales. Existen diversas especies de esta planta[42]. 138 La corteza caá provenía de un árbol, llamado en abipón achite, que sumergida en el agua, teñía con color rojo pálido, especialmente el cuero al ser curtido[43]. También obtenían el color rojo del lapacho colorado, con el que teñían sus paños y toda clase de huesos, logrando: “[...] un color tan vivo e indeleble que no cede un punto, sino resiste aunque se lave con agua hervida o esté expuesto a las inclemencias del tiempo.”[44] Para obtener este color también se recurría al: roncon, la cochinilla o grana, el algarrobo blanco macerado en agua y la hierba chavi, llamada así por los chiriguanos y socondo en Tucumán, que era semejante a la grasiola, excepto por sus tallos sarmentosos, no tan espinosos como los de ésta. Asimismo, empleaban el color rojo para sus tinturas corporales, muy extendidas entre las distintas parcialidades indígenas chaquenses. El roucou, llamado así por los franceses, archote, por los españoles, y urucu, por los chiriguanos, era un arbusto cultivado por los chiriguanos y guaraníes con este fin. Las hojas de este arbusto formaban la figura de un corazón, las flores eran blancas con variantes rojas y forma de estrella. Tenían vainillas, cada una con 20 o 30 granitos semejantes a los guisantes, rojos y resinosos, que puestos en agua dejaban un depósito de color rojo, del cual se obtenían las tinturas. Los indígenas utilizaban la madera, que era muy resinosa, para hacer fuego[45]. De un árbol llamado jotom por los tobas, se obtenía el color amarillo para teñir. También recurrían a una planta llamada en lengua quichua Kello-Tullpuna, o bien a la chilca, según la lengua general del Perú. Si querían obtener un amarillo más fino o más claro se servían del lapacho amarillo[46]. La semilla de un fruto llamado en lengua peruana comer alllpuna, se utilizaba para teñir de verde. La semilla era negra, de la misma forma y tamaño de la pimienta. En agua hirviendo se obtenía 139 un hermoso tono de verde. También proporcionaba un tinte verde las ramas u hojas de un árbol llamado por los españoles clavillo[47]. A orillas del arroyo Nárahagem, Dobrizhoffer encontró un arbusto que era utilizado para teñir de color verde. Consultó a las indias viejas del lugar acerca de las hojas brillantes que poseía y éstas le informaron que este arbusto servía para teñir, pero no era comestible porque contenía elementos venenosos[48]. Una especie de guayacán, distinta del palo santo, servía para teñir de negro, al igual que varias clases de algarrobos. Los jesuitas utilizaban algunas clases de estos últimos para hacer tinta para escribir, que no era inferior a la europea[49]. Jolís consideraba que había muy buenos tintes en el Chaco y, si bien de América se llevaba a Europa el campeche, la cochinilla y el índigo, si se incorporase el Chaco, se podría enviar el lapacho rojo y amarillo, el socondo o chapí, al igual que otras plantas y tierras coloridas, que según sus palabras: “...serían quizás de más aprecio que las nombradas”[50]. Los misioneros: difusores del vestido entre los pueblos americanos Existía la costumbre entre los pueblos americanos que vivían en zonas calurosas, de permanecer desnudos antes de la llegada de los misioneros. Estos incorporaron el sentido del pudor cristiano y difundieron, por lo tanto, el uso de la ropa en pueblos que antes – ocasionalmente- se cubrían con pieles. Según el testimonio del Padre Dobrizhoffer, los indios paracuarios incorporaron gustosamente el uso de la vestimenta: “Ofréceles un sombrero elegante, unos trozos de tela o de paño rojo, un puñado de cuentas de colores de vidrio y serás para ellos el gran Apolo: si le ordenas ir al cielo, irán.”[51] Le solicitaban a los misioneros en forma de súplica: “Padre, dame un vestido. ¡Pay! Tachcane bibilalk, o aapar aik”[52] 140 Obsequiarles ropa era necesario para poder ganar la voluntad de estos indígenas, y atraerlos a la aceptación de la labor evangelizadora de los Padres Jesuitas: “Esto los cautiva rápidamente, del mismo modo que el anzuelo a los peces”[53] Asimismo, debía haber en las reducciones abundancia de vacas y ovejas, ya que la carne se utilizaba como alimento y la lana para la vestimenta. Si les faltaban algunas de estas cosas, abandonaban la reducción y volvían a sus antiguas costumbres. En esos casos, nuevamente hacían la guerra contra los españoles, porque haciéndoles la guerra conseguían armas y se consideraban más ricos y poderosos. En tiempos de paz era imposible obtener armas, a pesar de sus súplicas. La labor jesuítica perduró después de su expulsión. No hemos de considerar las grandes contribuciones que aportaron en los aspectos: religioso, lingüístico, etnográfico, etc. Nos limitaremos al rubro textil. Con respecto a ello, hemos encontrado en el Archivo General de la Nación, un documento que consideramos de interés. Se trata de una carta enviada por Estanislao López a Justo José de Urquiza, fechada el 13 de octubre de 1834, en la cual hacía referencia a un poncho que le había enviado por conducto de su compadre, Don Pascual Echagüe, realizado por sus “chinas aviponas”, que se ocupaban de hacer estos tejidos. Por lo cual, comprobamos que estos pueblos mantuvieron los hábitos del vestido introducido por los misioneros y continuaron sus mujeres en el arte del hilado y del tejido, con la habilidad que las caracterizaba[54]. Las relaciones comerciales con los españoles Artículos tales como la cera, los caballos, las pieles y los tintes, eran estimados en sus transacciones con los españoles. Dobrizhoffer criticaba la actitud de estos últimos que engañaban a los indígenas en un trueque desigual: “No ignoro que muchos españoles lograron allí grandes ganancias. Ellos sabían que con adornos, trastos y desechos, a modo de 141 paga podían lograr de los abipones caballos muy buenos, pieles de ciervo o de tigre, cera o tinturas.”[55] Las pieles eran tan requeridas, que dejaron de ser sólo un artículo para uso personal que acrecentaba el prestigio del cazador, para convertirse en un medio de obtener productos españoles mediante el trueque. Asimismo, la caza de animales se hizo más fácil al incorporar el caballo y las lanzas con punta de hierro. El aporte español del caballo y del hierro fueron elementos muy valorados por los abipones. A partir de la conquista española no podemos entender la realidad hispanoamericana sin este continuo interactuar del indígena y del europeo. “La ciudad de Santa Fe fue la primera en concertar la paz con los abipones y mocobíes. Algunos grupos de ellos, iniciada la paz, se establecieron con sus familias en campos cercanos a la ciudad, y vivían comprando lo que deseaban y vendiendo en la plaza pública lo que habían robado a otros pueblos enemigos de los españoles.”[56] Paradójicamente, los productos que los abipones comerciaban con esta ciudad, en algunas ocasiones provenían de los botines obtenidos por hurto, saqueo o malón: “… prometían la paz con el fin de lanzarse con toda su fuerza, contra los españoles corrompidos de otras ciudades; y quitando botines a estos, permutaban en la ciudad amiga de Santa Fe cuchillos, espadas, lanzas, hachas, bolas de vidrio o ropas.”[57] 2. LAS REDUCCIONES JESUÍTICAS MOCOVIES DE SANTA FE ENTRE LOS Las reducciones jesuíticas entre los mocovíes contaron con los siguientes pueblos: San Javier, fundado en 1743, y San Pedro, en 1764, bajo la jurisdicción de Santa Fe, y San Francisco Solano, en 1765, bajo la jurisdicción de Asunción. Estas dos últimas por haber sido fundadas con muy pocos años de diferencia de la expulsión de los jesuitas, no pudieron consolidarse. 142 La reducción de San Javier estaba ubicada en el sitio del emplazamiento de la primera ciudad de Santa Fe, distante dieciocho leguas de la nueva ciudad sobre un brazo del río Paraná. El padre Francisco Burgés fue el primer misionero que estuvo a cargo de ésta y permaneció en la misma alrededor de ocho años. El padre José Cardiel, también participó de su fundación, pero se retiró luego de cuatro meses. Entre los jesuitas que colaboraron en esta reducción encontramos a los siguientes: Jaime Bonenti, Miguel de Cea, Francisco Nabalón, José García y Florián Paucke. Este llegó a esta reducción en 1750, cuando se realizaba su segunda mudanza por los inconvenientes ocasionados por una crecida del río Paraná, y se hizo cargo de la misma hasta la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. Durante su permanencia, se desarrollo la enseñanza de diversos oficios, tales como herrería, carpintería, fabricación de ladrillos, etc.[58]. Al acercarse nuevos grupos mocovíes, se hizo necesario fundar una nueva reducción. El padre Puole, que había acompañado a Paucke unos años en San Javier, se ocupó de la fundación de San Pedro en 1764 y se hizo cargo de la misma. Fue acompañado en esta empresa por los padres Wittermayer, Antonio Bustillo y José Lechman[59]. Como se ha dicho, estos pueblos estaban ubicados en la frontera con los indios, por lo cual, aseguraban el territorio de posibles invasiones. El peligro de las invasiones y la inconstancia de los indígenas chaqueños hicieron que sufrieran inestabilidad y problemas económicos. Dobrizhoffer nos brinda su testimonio acerca de los peligros que se corrían en estas reducciones. En el momento de su llegada a la reducción de San Javier, la misma había sido asaltada por indios tobas y abipones, apoyados por indios mocovíes no convertidos. Dobrizhoffer relató las circunstancias dramáticas vividas por Sánchez Labrador cuando ésta fue asaltada: “Llegué al pueblo, y al momento me rodearon los indios alzados. El P. Sánchez salió a mi encuentro y se echó en mis brazos. Presen143 taba un aspecto lastimero; estaba todo desgreñado y tenía la sotana despedazada, de suerte que su vista me infundió terror, y después me produjo tristeza y conmiseración. Su sotana o mantón era una especie de bolsa, despedazada y rota, y sin color alguno definido; la barba más negra que la tez, tupida y desgreñada. En sus ojos mismos aparecía cuánto había tenido que sufrir. ‘Más tolerable sería mi vida en Algería, entre los moros que entre los estos bárbaros que te rodean’, exclamó, no bien me saludó, y con gemidos de esta índole dióme la bienvenida.”[60] Los jesuitas comparaban a los indios del Chaco con los moros, que fueron el gran azote de la Cristiandad en Europa, especialmente en España. Los sacerdotes comparaban la realidad americana con la europea, por lo cual -como consignáramos anteriormente-, su mirada es sumamente interesante, porque a la vez que nos proporciona una lectura de la situación americana, no se desprende de la realidad europea. La presencia de las reducciones actuaba como un freno para los ataques a las poblaciones españolas. También escribe Dobrizhoffer acerca de los efectos benéficos de las reducciones de indios mocovíes para la ciudad de Santa Fe: “[..]. hallándome parado junto a la puerta de nuestra iglesia, paróse junto a mí un noble caballero español y medio llorando de pura emoción, me dijo: ¡Oh Padre! ¡cómo estaban nuestras cosas, pocos años hace! Por ley se nos había prohibido venir a esta Iglesia, si no era armado. Ni a la calle podíamos salir sin peligro de la vida.”[61] Según el testimonio de Dobrizhoffer, la ciudad de Santa Fe antes de la fundación de las reducciones -tanto de indios abipones como de mocovíes-, de San Javier, San Jerónimo, Concepción, San Pedro y San Pablo, sufrió las incursiones de los indios abipones, mocovíes, tobas y charrúas hasta el extremo de provocar la decadencia y la destrucción de sus mejores estancias, que estaban más distantes. En consecuencia se dicta una ordenanza, por la cual ningún vecino debía ir sin fusil a la Iglesia, como refleja el texto citado más arriba. 144 Lo mismo sucedía con la ciudad de las Siete Corrientes. Esta sufrió un ataque de los abipones, que la llevaron al borde de su despoblación. Con la fundación de la reducción de San Fernando y la consecuente pacificación de estos indígenas, se produjo un período de prosperidad para la ciudad. Como consecuencia para la economía urbana, se pudieron utilizar los prados y selvas ubicados allende el río., obteniendo maderas para la construcción de barcos, y disponiendo de pasturas para el ganado. Se destaca también, entre la acción llevada a cabo por los Padres José Cardiel, Francisco Burgés, Florián Paucke, Antonio Bustillo, José Lechmann, Pedro Pool , la del padre Ramón Termeyer, especialmente en lo que atañe a sus estudios acerca de la seda de las arañas y la introducción del gusano de seda. Existía una marcada diferencia entre las prósperas reducciones guaraníticas y las más nuevas establecidas entre los indígenas del Chaco, como los mocovíes y abipones, que no alcanzaban a cubrir sus gastos, por lo cual se las eximió del pago de impuestos. Las reducciones entre los mocovíes contraían deudas, que luego les resultaba difícil poder pagar. Uno de los aspectos relevantes es la iconografía que nos dejó el Padre Paucke, que tiene un valor histórico-etnográfico invalorable. Por su medio podemos interiorizarnos en el modo de vida y en la vestimenta de estos pueblos. Por otra parte, este sacerdote nos ofrece su testimonio de cómo introdujo el tejido entre estas parcialidades indígenas, que hasta ese momento se cubrían con cueros y cómo esta actividad trajo como consecuencia un bienestar económico para estos pueblos, logrando poder vender su producción en Asunción. Actividad textil El Padre Florián Paucke alentó la actividad textil ente los mocovíes. Buscó sustituir las pieles de “tigre”, “león” y nutria, que constituían su principal vestido hasta ese momento, por piezas tejidas. 145 Ciertamente, las pieles constituían la materia prima que las mujeres utilizaban para la confección de la vestimenta; eran objetos de intercambio con los españoles y, los cueros de “tigre”, se usaban como parte del precio de la novia. Esta última utilización se debe a que los cueros eran símbolo de la valentía del hombre y de su aptitud para la caza y para el aprovisionamiento de su futura familia[62]. Además de la lana de oveja, incorporada por los jesuitas, los mocovíes utilizaban algunas fibras vegetales para fabricar algunas prendas: “Tienen pencas de chaguar; y de él tejen primorosamente paños para cubrirse las viudas la cabeza, que es su luto, y bolsas para guardar sus cosas que llaman coteoqui. Le dan varios tintes especialmente negro y morado, con zumo o agua de astillas de ciertos palos que ponen en infusión.”[63] La presencia del ganado ovino en las reducciones trajo como consecuencia la enseñanza a las mujeres mocovíes de diversos oficios con nuevos materiales textiles. Según datos aportados por el padre Burgés, el trasquilado de las ovejas se había iniciado hacia el año 1746[64]. En ese entonces ya se conocía el tejido de ropa de lana entre las mocovíes, quienes adquirían este material en la ciudad de Santa Fe. Pero fue con la llegada del Padre Paucke que la actividad textil adquirió relevancia y no se limitó a atender las necesidades domésticas, sino que produjo un excedente destinado al mercado. Los talleres previamente desarrollados de carpintería, herrería, cerrajería, escultura -al igual que la albañilería- empleaban mano de obra masculina. Según el testimonio de este jesuita, hasta entonces la población femenina se divertía cazando o bien permanecía en sus chozas, pasando sus días “en total indolencia”, y sólo algunas mujeres recurrían al huso cuando tenían mucha necesidad de algún vestido de lana para su uso personal. Para enseñarles a las mujeres la manufactura textil, convocó el Padre Paucke a todos los caciques de la reducción y les hizo comprender cuán importante era que convencieran a sus esposas e hijas 146 que tomaran parte de la labor común, mientras él, por su parte, les prometía encargarse de buscar una persona idónea que les enseñara a hilar, teñir y tejer la lana. El misionero le exigía que entre cada tres mujeres tejieran una manta por año y se comprometió a darles por recompensa, la lana y tintes necesarios a fin de que pudiesen tejer también para sus maridos mantas de “lindos colores” en sustitución de las pieles que hasta entonces constituían su único vestido. La reducción tenía entonces 1.700 ovejas de buena cría, cuya lana se repartió entre casi todas las mujeres. Estas se dedicaron con entusiasmo a esta tarea y en sólo tres meses el misionero ya tenía 73 mantas bien confeccionadas. Las envió a Asunción y recibió a cambio para la Reducción, 48 quintales de yerba paraguaya, 15 de tabaco y algunos panes de azúcar, todo lo cual lo repartía diariamente entre los indios participes de esta industria, que además recibían el vellón de cinco ovejas y los tintes. Este efecto logro interesar a las mujeres que no habían adherido a esta nueva forma económica, quienes se incorporarían en los años subsiguientes, lo mismo que las jovencitas de menor edad. Las niñas aprendieron pronto a hilar y teñir la lana y se sumaron otras jóvenes. A los pocos días había unas cincuenta muchachas que concurrían regularmente y con asiduidad al trabajo. El Padre les hizo construir un local, en donde pudieron realizar sus tareas cómodamente. El les proporcionaba toda la lana que necesitaban y les enseñó todo lo que sabía, hasta que ellas pudieron trabajar con autonomía. Llegado el momento de empezar a tejer, eligió entre las muchachas a algunas de las mayores y les enseñó a tejer diferentes piezas, empezando por fajas de 3 a 4 pulgadas de ancho y de un solo color, y luego varias tiras hasta con dibujos. Una mujer india, que antes había servido durante muchos años entre los españoles y sabía tejer perfectamente, fue constituida maestra e inspectora de las niñas, y en poco tiempo, éstas aprendieron a elaborar alfombras de varios colores y aún con algunos sencillos diseños. 147 Luego se agregaron las indias casadas, que querían aprender esta industria, y en menos de un año en cada choza, salvo pocas excepciones, se hallaba instalado un telar -si bien muy primitivo- en el que trabajaban la madre y sus hijas. De esta manera, pronto pudo remitir al Paraguay 300 mantas escogidas, que fueron pagadas a razón de 25 pesos algunas, 12 la mayor parte y las inferiores a 6 pesos. Según sus palabras, toda la reducción experimentó el provecho de esta industria: “Ya no se fabricaban las mantas tan sólo para enajenarlas, sino también para trocarlas por ovejas, negociación en la cual siempre me vi obligado a hacer de intermediario a fin de evitar que mis indios fuesen explotados. Muy a menudo se conseguía por una sola manta 18, 20 y a veces aun más ovejas, y de vez en cuando también trocaban sus caballos por ellas para ir así aumentando sus rebaños.”[65] Esto llevó a que los indios infieles -que frecuentaban esos parajes-, viendo los progresos que se experimentaban en la reducción, se acercaran e incorporasen a la misma. Tintes Las materias primas para la elaboración de tintes eran obtenidos por las mujeres en su tarea de recolección. El Padre Paucke nos informaba acerca de la recolección de la grana y su aprovechamiento, ya fuera para uso personal o venta en el mercado. Esta se comercializó a través del circuito jesuítico para que cada india obtuviera lo que pedía: “De ahí guardan para ellos (una cantidad) para teñir y venden lo que resta. La libra se les paga en un peso o ‘harten Thaler’. Yo recuerdo que mis ‘indios’ habrían reunido con trabajo de un año treinta y siete ‘stein’(fanegas) que pesaron nueve ‘Cent’(quintales) sin (contar) aquella grana que cada ‘india’ guardaba para su uso y tintura. Estos nueve quintales y veinticinco libras se entregaron por separado a mí para que yo los enviara en provecho de ellos al 148 ‘Procurator’de la ‘misión’y fuere pagado lo que cada ‘india’pedía por ello.”[66] La vestimenta de los mocovíes El Padre Antonio Bustillo describía la vestimenta masculina en estos términos: “... su vestido ordinario en los hombres es una piel de nutrias o de gamas, que a manera de manta doblada, y atada por una punta, se la mete por la cabeza por la parte superior del hombro derecho, e inferior del izquierdo, con que cubren su caja, o lo más del cuerpo, dejando siempre desnudos y libres los brazos.” Con relación a la indumentaria femenina: “En las mujeres, escribe el mismo misionero, es la misma piel doblada, que ceñida por medio del cuerpo cubre toda su parte inferior de él, y dejan al aire toda la superior. Suelen algunas veces cubrir el medio cuerpo arriba con otra piel, que a modo de mantilla, o capotillo de mujer europea, ponen a los hombros. Sus viudas a más del referido vestido cubren su cabeza, y cara con un velo claro como red basta y ordinaria.”[67] El Padre Canelas nos ofrecía una mayor información acerca de la indumentaria femenina. Las mujeres se ceñían a la cintura – dejando a veces caer la parte de arriba- llevando sin rubor descubierto el cuerpo de la cintura para arriba, y otras veces se cubrían con ella como una mantilla. Siempre resguardaban medio cuerpo, lo que no hacían los varones, para no descuidar totalmente la honestidad. Estos vestidos que comúnmente se conocían como quijapis y ellos llamaban lilaló eran de cueros de tigres, “leones”, gamas y otros animales. Los cubrían o ablandaban, utilizando grasa. Lograban que quedaran suaves pero hediondos, perdiendo con el uso el fuerte olor. Para el invierno, hacían sus lilalós de pieles de nutria, las que eran muy apreciadas en Europa. Se intentó exportar estas pieles, pero la polilla frustró este intento. Las nutrias tenían dos pelos: uno como una pelusa, y otro que sobresalía por entre éste. Ambos eran 149 suaves. Según el Padre Canelas, se asemejaba la suavidad a la vicuña, pero de aspecto eran muy parecidos a los castores. Su color era más oscuro que la lana de vicuña; después de estaquearlas, cosían los cueros con chaguar muy delgado y fuerte. Las “chinas” los pintaban por la parte que no tenían pelo, con un tinte que daba un color entre morado y colorado, que pasado el tiempo, tiraba a negro. Cada lilaló llevaba de 100 a 200 cueros, porque algunos los hacían dobles con el pelo por dentro y por fuera. Cuando no eran dobles, para conseguir abrigo y adorno, doblaban la parte superior que quedaba “como una cenefa”. Algunos usaban dos lilalós, uno sobre otro. El que iba abajo lo ceñían a la cintura, y el otro lo vestían a modo de “pluvial” o “capa de coro”, no con el nudo sobre el hombro, como quedaba el de abajo, sino con el nudo al pecho. Este vestido lo llevaban indistintamente los distintos miembros de la familia, y podía servir con nudo como vestido y sin éste, como manta, alfombra, cortina, techo de las casas, o lo que quisieran[68]. En sus fiestas, añadían a los vestidos ordinarios, algunas plumas de varios colores, que distribuían por brazos, hombros, cintura, rodillas y pies, utilizando las más largas para prenderlas en sus cabelleras o para formar con ellas una especie de guirnaldas con que se coronaban. Algunos usaban unos capacetes brillantemente tejidos, y matizados de plumas de loro. Se tatuaban el rostro, agujereando con espina de raya, el labio de abajo hacia la barba, y el de arriba hacia la nariz, hasta la ternilla y por los agujeros metían plumas. Este adorno buscaba un doble objetivo: por un lado, embellecerse, y por otro, demostrar su valor. Se tatuaban los rostros y brazos con color negro y colorado, lo cual –según las palabras de los Padres Jesuitas- quedaban “poco menos horrorosos que los diablos”. Si conseguían algún pedazo de metal amarillo o plata, se los ataban a la frente, cuello, y a su lilaló. Usaban zarcillos en las orejas, que se abrían desde pequeños, y collares al cuello de pedazos de vidrio, de concha redondeados y aba- 150 lorios, con diferentes metales –plata, cobre, etc.- que obtenían los hombres en la guerra con el español. Untaban sus cabellos con grasa, echando un mechón para un lado, y otro para el otro, dejando colgar hacia atrás el resto[69]. También adornaban a sus caballos con plumas y jáquimas vistosas, las que hacían tejidas con lana roja o amarilla, con cordones del mismo material, en lugar de riendas. También engalanaban las flautas que tocaban. A las que eran de cuero, las cubrían con un tejido esmaltado con pedazos de concha y abalorios; las solían llevar colgadas al cuello. Las mujeres se tatuaban sus pechos –que normalmente llevaban descubiertos- con tinta negra que giraba a azul. Para hacerse este tatuaje, estaban cerca de un mes encerrados, por el sufrimiento e hinchazón que les ocasionaba. También se pintaban del mismo modo el rostro y los brazos. Asimismo, los misioneros mencionan la existencia de ponchos de lana, como “vestido propio de los indios”, que llamaban quiapi, aunque también lo utilizaban los españoles, dado que les permitía –cuando andaban a caballo- defenderse de las lluvias y del frío[70]. Las descripciones del Padre Canelas y la abundante iconografía que nos dejó el Padre Paucke, constituyen un invalorable testimonio histórico-etnográfico. La labor de los Padres Jesuitas trasciende el tiempo y nos acerca -de un modo vívido- a la realidad de estas parcialidades indígenas Las reducciones del Chaco y la expulsión de los jesuitas Con la expulsión de los jesuitas, estas reducciones dejaron de funcionar y los indígenas volvieron a su antiguo hábitat. Estos pueblos que eran sumamente belicosos, retomaron la guerra contra los españoles. El testimonio del Padre Caamaño es importante en relación con la labor de los jesuitas en el Chaco y sus reducciones entre los indios abipones, mocovíes e inclusive en el Chaco boreal, más 151 allá del actual territorio argentino, como la Reducción de Nuestra Señora de Belén, de indios mbayás, de 1760: “Estos pueblos rodeaban al Chaco formando un cordón por sus confines occidentales y orientales, y de este modo defendían las provincias españolas de los que aun quedaban gentiles en el Chaco. Este ha sido el mejor medio- agregaba- para hacer cesar enteramente la guerra, y como esta había cesado con este arbitrio y se promovían cada vez más y más nuevas fundaciones, había muy fundadas esperanzas de ver en pocos años reducida a la fe de Cristo, todo o la mayor parte de este país.”[71] Sin embargo, si bien la presencia de estas reducciones facilitaron la situación de la frontera, los ataques continuaron, aunque en menor escala, y las expediciones militares se sucedieron. En 1750 desde el Tucumán, el gobernador Juan Victorino Martínez de Tineo realizó una importante entrada, fundando reducciones y fuertes, al tiempo que castigaba a los indios enemigos. En la frontera de Santa Fe, Pedro de Cevallos promovió en 1759 una entrada general, junto con los gobernadores del Tucumán y del Paraguay, Joaquín Espinoza y Jaime Sant Just, respectivamente. Hubo otras entradas, como la de Juan Manuel Campero en 1764, que procuraron la búsqueda de un camino que comunicara Tucumán con Asunción y Corrientes. Se produjeron guerras entre las naciones aborígenes -mocovíes, tobas y abipones- que llevaron a la inestabilidad de las reducciones. La actitud amenazante de los tobas frente a la reducción abipona de Timbó; los problemas domésticos de los mismos abipones de Concepción, o bien las guerras entre abipones y mocovíes en San Fernando, reflejan esta situación. Más allá de lo expresado anteriormente, con la expulsión de los jesuitas no se perdió totalmente su labor evangelizadora y cultural. En relación con la evangelización, había entre los indios reducidos, un 61 % de bautizados. La proporción de lules, vilelas y mocovíes cristianos era más elevada que entre tobas y abipones, más reacios a dejar sus antiguas tradiciones. 152 Las exploraciones realizadas en el Chaco, volcadas en gran parte en la cartografía jesuítica, y las obras de los misioneros -elaboradas en su mayoría en el destierro- , que revelan la nostalgia de la tierra americana y la necesidad de reivindicar su labor misional, permanecen como testimonios de esta gesta evangelizadora cuyos trabajos permanecieron entre estos indígenas, integrándose a su patrimonio cultural. 3. LAS MISIONES CHIQUITOS JESUÍTICAS ENTRE LOS INDIOS Ubicación El territorio poblado por los indios Chiquitos se extendía entre el río Grande al oeste y la frontera de Bolivia con el Brasil al este y desde el grado 14 hasta el 19 de latitud sur, comprendiendo, según el historiador Patricio Fernández S. J., veinte mil millas cuadradas[72]. Se ubica en una zona de transición entre el Chaco Boreal, con su clima seco y su vegetación de algarrobos, chañares y caraguatás, y las selvas pantanosas que llegan hasta el Amazonas. En la zona sur de este territorio, el verano es sumamente caluroso y en la estación de las lluvias, que empieza en septiembre y termina en mayo, se registran grandes inundaciones. Encontramos las reducciones jesuíticas de San José, San Juan, Santiago y Santo Corazón. En la parte media, el paisaje es montañoso y cubierto de selvas, con pampas en las zonas bajas, las cuales se convierten en inmensos lagos durante la estación de las lluvias. Se establecieron en este territorio las reducciones de San Rafael, San Miguel, Santa Ana y San Ignacio. Más hacia el oeste, en una zona accidentada, se ubicaba San Javier, el primer pueblo de indios Chiquitos que fundaron los jesuitas, y un poco más hacia el norte Concepción, en un área cubierta de bosques. 153 Los Chiquitos antes de su conversión Si bien nuestro trabajo se basa en los aspectos textiles, no podemos ignorar elementos ligados al medio ambiente y a sus hábitos de vida, para poder valorar el aporte realizado por los jesuitas en el proceso de evangelización, especialmente cuando los misioneros respetaron las características de estos pueblos, con relación a su idioma e idiosincrasia, buscando erradicar los elementos animistas y las malas costumbres en el ámbito privado como público, entre ellas la hostilidad que reinaba entre las distintas parcialidades indígenas. Vivían tribus de diferente origen; el grupo mayor era el de los Chiquitos y había pueblos indígenas que hablaban aruac, chapacura, otuque, guaicurú, etc. Cada tribu tenía su territorio dentro del cual se desplazaba. Al ser nómades, según Fernández vivían en: “... cabañas de paja... una junto a otra sin algún orden o distinción y la puerta es tan baja que sólo se puede entrar a gatas, causa porque los españoles les dieron el nombre de Chiquitos”[73]. No tenían una base cultural común. Había cazadores y pescadores nómades, que vagaban por las selvas, pero que en general, respetaban los distritos de caza de otras tribus. Había también pueblos sedentarios que vivían de la agricultura. Desmontaban los bosques, quemaban los troncos, para luego sembrar maíz sobre las cenizas. Según Fernández, los Chiquitos eran un pueblo semisedentario que ya conocía la agricultura: “Cultivaban la tierra con palos de madera tan dura, que suple la carestía de arados o azadores de acero”[74]. También practicaban la caza y los hombres se alejaban en excursiones en grupos, en procura de obtener las provisiones necesarias para compensar las pobres cosechas. Cazaban jabalí, ciervo, oso hormiguero, tapir, etc. Estas prácticas se mantuvieron en el período jesuítico, ya que frente a una mala cosecha era necesario recurrir a la caza. Hemos de ocuparnos del rubro textil, que es el tema que nos ocupa. En relación con la vestimenta, Fernández describía: 154 “Cuanto al vestir, los hombres andan totalmente desnudos; las mujeres traen una camiseta de algodón que llaman tipoy, con mangas largas hasta el codo y lo demás del brazo, desnudo. Los caciques y los principales usan también de este vestido, aunque un poco más corto.”[75] Knogler nos proporciona un testimonio muy interesante. “Andan desnudos, pues no hace frío en su país. Pero llevan una seña que indica su nacionalidad y su idioma. Algunos usan con tal fin un pedazo de piel de presa, con el cual se cubren, o bien componen un tejido de fibra o de algodón silvestre.”[76] También nos decía acerca de otra tribu: “He visto una tribu cuyos hombres llevan adherido al cuello un cuero de tigre resecado que mueven de un lado al otro según el viento que corre y que les sirve de colchón. Las mujeres de esta tribu se envuelven la parte superior del cuerpo en un tejido de algodón silvestre o de fibra, dándose varias vueltas alrededor del pecho con una larga faja. Estas mismas mujeres se cortan el cabello al rape y dejan solamente una especie de copete desde la frente hasta la coronilla, de la altura del ancho de una mano. Se mantiene erguido y resulta para ellas sumamente gracioso.”[77] Este testimonio es relevante respecto al tema textil, ya que nos permite deducir que el algodón silvestre, de origen americano, se extendía hasta esta zona del oriente altoperuano. Se adornaban de distintas maneras, con pinturas corporales y tatuajes: “Otros se ungen con tierra rodena, embadurnándose especialmente la cabeza, de modo que parecen llevar puesto un casco de punta. Otros se pintan el cuerpo haciendo rayas con materias colorantes extraídas de raíces y plantas. Como la pintura es fácil de quitar, pueden adornarse con otras figuras, usando diferentes colores. Las mujeres se tatúan sirviéndose de espinas puntiagudas con las cuales se pintan en el rostro una flor, un pájaro o un animal; mientras las punzadas están todavía frescas, pulverizan un pedazo de carbón e introducen el polvo en las heridas que forman los contornos de la figura. Cuando las lesiones se han cicatrizado 155 queda este cuadro imborrable, pues nada logra borrar las manchitas negras.”[78] Utilizaban como ornamentos las conchas de caracoles y moluscos, que las mujeres usaban en grandes cantidades para hacerse cadenas, a las que apreciaban tanto como si fueran piedras preciosas. Asimismo, los varones se perforaban, en la primera infancia, el labio inferior a un dedo de distancia de la boca y les colocaban en el orificio una maderita parecida a un clavo, con una cabeza para que no se cayera de lugar. Este pedacito de madera era hueco como una cañita, de modo que podían fijar en él otra maderita del tamaño de un dedo pero delgado como una aguja de coser. Esta madera la podían sacar y cambiar. Otros varones tenían el labio superior perforado a ambos lados para poner unos tarugos adentro. Por todo esto su cara resultaba bastante extraña para los europeos. Se quitaban las cejas, friccionando la piel con ceniza para que ésta no creciera nuevamente. También algunos se perforaban el lóbulo de la oreja, colocando maderas en el orificio, sustituyéndolas periódicamente por otras más gruesas, por lo cual el orificio se ampliaba y el lóbulo se tornaba cada vez más flaco y largo[79]. Las misiones jesuíticas Establecer misiones entre estos indígenas conllevó un proceso de transformación, en el cual estos pasaron de ser seminómades a sedentarios. Asimismo, en estos pueblos se englobaban diferentes etnias, que antes eran enemigas y que luego se manejaron en un ámbito de convivencia pacífica. Como dato interesante, debemos destacar que las diferentes naciones que se reunían en un pueblo vivían separadas, cada una bajo la dirección de un cacique, cuya casa se encontraba, por lo general, en una esquina desde donde podía dominar con la vista la calle reservada para su tribu. 156 Modo de subsistencia de las misiones Estas misiones entre los Chiquitos, se desenvolvían dentro de una economía de subsistencia. Había dificultad en las comunicaciones, porque no había ríos navegables y durante la estación de las lluvias, se inundaban los caminos y casi todo el territorio, que se mantenía aislado. Dentro de las actividades principales se encontraban la ganadería, especialmente de ganado vacuno y en menor medida, caballar y mular utilizado para transporte, y la agricultura de maíz, mandioca o yuca y caña de azúcar. No se elaboraba azúcar, sino que simplemente se tomaba su jugo. El padre Schmid advertía que esto sucedía por la dificultad en las comunicaciones, a diferencia del Brasil, donde era un cultivo costero, por lo cual los lusitanos la exportaban en los buques de carga a Europa[80]. Para poder mantener los gastos de estos pueblos, que requerían de productos importados que eran muy caros, tales como el hierro y acero, y para conservar en buen estado las iglesias y sacristías, se implantó la fabricación de cera de abejas silvestres. Esta se enviaba a la ciudad altoperuana más cercana, de donde los españoles la mandaban a Potosí. Allí se vendía y ese dinero era entregado a los misioneros, previa deducción de los gastos. La ganancia sufragaba todo lo necesario: hierro, estaño, cuchillos, tijeras, agujas, géneros y telas, utilizadas para adornar los altares y para los hábitos sacerdotales, así como el vino para misa y la harina para las hostias. Muchas veces, sin embargo, esta entrada resultaba escasa para adquirir todo lo necesario, lo que obligaba a reunir más cera en el próximo año[81]. La distancia desde las misiones de Chiquitos a Chuquisaca y Potosí, dificultaba los beneficios que podían obtener de la cera y los lienzos que enviaban. Observamos que mientras el textil para vestir a los indios procedía de la producción local; se recurría al importado, que era muy caro, para usos específicos, tales los relacionados con el culto y el 157 hábito de los sacerdotes. El precio exorbitante del textil importado en Potosí, hacía que sólo se pudiera acceder a una cantidad exigua. Merece destacarse la labor que realizaban los misioneros en estas reducciones, donde no sólo se ocupaban del aspecto espiritual, sino que también debían atender el material: “... no sólo son curas párrocos que deben predicar, oír confesión y gobernar las almas, también son responsables por la vida y la salud de sus parroquianos y deben procurar todo lo que se necesita para su pueblo, pues el alma no se puede salvar si el cuerpo perece. Por lo tanto, los misioneros son consejales y jueces, médicos, sangradores, albañiles, carpinteros, herreros, cerrajeros, zapateros, sastres, molineros, panaderos, cocineros, pastores, jardineros, pintores, escultores, torneros, carroceros, ladrilleros, alfareros, tejedores, curtidores, fabricantes de cera y de velas, estañeros y muchas cosas más, en vista de que deben reemplazar a todos los artesanos que hay comúnmente en un pueblo europeo.”[82] Producción de algodón El Padre Martín Schmid, quien se desempeñó en estas misiones como maestro de música, nos ofrece su testimonio acerca del cultivo de algodón: “Vientos no nos faltan. Nos agradan si son refrescantes, como el viento sur que viene del polo antártico y que trae, a veces, un frío intenso y muy raras veces escarcha, muy perjudicial para nuestros campos, especialmente para las plantaciones de algodón que dan buen resultado en nuestro país y compensaron a los indios y a los misioneros por la falta de lino y lana.”[83] En relación con el tejido, había muchos telares en cada pueblo, porque en casi todas las casas las mujeres tejían las camisas para la familia. Estas eran hábiles hilanderas: 158 “Las mujeres hacen el hilo de algodón sin rueca y sin torno de hilar, hilan mientras caminan, sentadas o de pie. Alrededor del brazo izquierdo ponen el algodón y sacan de allá la fibra y la enrollan en el huso al que nunca dejan que toque el suelo. En vez de mojar los dedos de vez en cuando, los meten a ratos en una escu- dilla llena de ceniza limpia que llevan siempre consigo a tal fin. Los chicos no las molestan en esta ocupación, pues los cargan a la espalda en un pañolón, de modo que tienen ambas manos libres para hilar o para otros trabajos.”[84] La vestimenta Si los hombres querían usar pantalones, recurrían al cuero: “Quien quiere tener pantalones se los fabrica de cueros, puesto que ya todos saben curtir; se los ponen abajo de la camisa, de modo que aparece sólo un pedazo alrededor de la rodilla. Los que son muy laboriosos se hacen también un jubón de cuero con o sin el pelo del animal en cuestión. Así se ve caminar por el pueblo medio tigre, medio oso hormiguero, medio ciervo, medio mono o jabalí.”[85] Para adornarse recurrían, en algunas ocasiones, a una corona de plumas de papagayo y a las de avestruz en las caderas. Cuando se trenzaban el cabello, usaban un penacho abajo. Las mujeres no usaban esos adornos, sino collares de conchas de caracoles, mejillones, frutos colorados, cuentas de vidrio, etc. Sánchez Labrador mencionaba que estos versos parecían escritos para ellas: “El femenil ardor adula el daño De pobres mendigueses infelices Rústico traje pero tan extraño Conchas y cocos de inferior tamaño Varían a colores sus matices siendo parte aceptado en su hermosura La idea de tan rara compostura.”[86] Con relación a su aspecto, así los vio este misionero cuando hizo el viaje desde Belén a Chiquitos: “Cuanto permite su pobreza (que es muy grande) están limpios y aseados, el pelo tendido hombres y mujeres y el rosario al cuello patente y manifiesto y sin este sagrado adorno jamás se verá chiquito, ni grande, ni pequeño.”[87] 159 Vivían descalzos y, únicamente, cuando viajaban por el monte se hacían ojotas, con suelas de pieles fuertes sin curtir, atadas con correas en los dedos de los pies y los talones. D’Orbigny señalaba cuál era la vestimenta de los hombres hacia 1831: “Llevan la ropa de los campesinos de San Cruz; tienen un calzón de algodón, camisa y la cabeza descubierta, los cabellos le caen sobre los hombros.”[88] En cuanto a la vestimenta femenina expresaba lo siguiente: “... las mujeres indígenas, vestidas con su tipoi, especie de camisa larga de algodón sin mangas, adornada arriba y abajo con bordados de lana de color y larga hasta el suelo. Estos tipois no se atan en el talle, de modo que flotan sin amoldarse el cuerpo.”[89] También mencionaba que las mujeres llevaban una trenza caída hacia atrás y que sus cuellos y brazos estaban cargados con varios kilogramos de cuentas de vidrio colorado. La manufactura textil chiquitana después de la expulsión de los jesuitas Lamentablemente, después de la expulsión de los jesuitas, estos pueblos debieron sobrellevar múltiples inconvenientes. La suerte de los mismos dependía de los administradores y los curas, que reemplazaron a los jesuitas, y el grado de corrupción existente entre éstos, era muy grande. Sin embargo, se mantuvo en parte el sistema de trabajo ideado por los jesuitas, según el cual los indios trabajaban tres días a la semana en los campos comunales, que a partir de la Independencia pertenecerían al Estado, y los otros tres en sus propias tierras. También debieron soportar la invasión de los indios guaycuyrúes en los primeros años después de la expulsión de los jesuitas. Tres cuadernos del Archivo de Chiquitos se llenaron con autos formados contra las irrupciones de estos indígenas entre los años 1767 y 1774[90]. 160 A pesar de ello, los indios Chiquitos continuaron elaborando tejidos después de la expulsión de los jesuitas. Del relevamiento de material documental en el Archivo General de la Nación, hemos encontrado testimonios que se refieren al tema en cuestión. En carta del gobernador Melchor Rodríguez al virrey Nicolás de Arredondo, escrita en Chiquitos el 25 de marzo de 1792, se hacía referencia a la labor del capitán Antonio López Carvajal en la provincia. Este no se había ocupado del plantío de algodonales, que era uno de los ramos principales, ni se ocupó de las casas de los indios ni de que sembraran para su subsistencia. Esto provocó que ante el hambre, los indios se dirigieran a los montes. Dejó a la provincia con una deuda de 40000 pesos, cuando si estuviera bien gobernada podría contribuir con 20000 pesos al Real Herario. Asimismo, informaba acerca de la presencia de indios salvajes que ponían en peligro estos pueblos, tales como los: ymonos, guaycurués, guanás, payaguás y chiriguanos. La Administración General le envió en auxilio 3000 a 4000 pesos en bayeta de la tierra, “fierro”, cuchillos y chaquinas, a cambio de cera y lienzos[91]. En otra carta de Melchor Rodríguez al virrey Nicolás de Arredondo, del 25 de junio de 1793, contestaba una Real Cédula, fechada en San Lorenzo el 18 de octubre de 1702, donde se solicitaba que informaran sobre las necesidades públicas más urgentes de la provincia. Manifestaba que con la expulsión de los jesuitas, había disminuido el número de ganado vacuno, debido a los malos gobiernos. De las 100000 cabezas con que se contaba anteriormente, se llegó a una situación de carencia de carnes, provocando que los indios se fueran a los montes. Durante su gobierno se volvió a fomentar la cría de ganado. El dinero no se debería tomar del ramo de las limosnas del sumario, sino del excedente de lienzos y de ahí comprar 2.000 reses anuales por espacio de tres o cuatro años, para poder dar al Real Herario la suma de 20.000 pesos anuales[92]. Vemos las distintas utilización del textil. Por un lado, de la carta anterior se desprende que servía, junto con la cera, como trueque por artículos necesarios para estos pueblos, que fueron enviados por la Administración General. La 161 última carta muestra un excedente en lienzos que podría utilizarse para compra de ganado. Finalmente, en una nota de Melchor Rodríguez al virrey Nicolás Arredondo –Chiquitos, 29 de septiembre de 1794-, que acompañaba su memorial de servicios, le informaba acerca de su mal estado de salud, por lo cual solicitaba ser enviado a Montevideo con pago de todo el sueldo, o lo que considerase el virrey. Asimismo, planteaba cómo sacó a la provincia de una situación de deuda, encontrándose en ese momento con una ganancia considerable, gracias al fomento de la ganadería, el laboreo de la cera y la producción de lienzos y añil: “… después de sufragar sus cargas anuales produce a fabor del Real Herario veinte mil pesos, sin contar con veinte mil cabezas de ganado bacuno, y con proporción al caballar y mular, que antes iba en decadencia; con la refacción de los Pueblos y oficinas para el laboreo de zera y lienzos; agregándose esto y entable del beneficio del Añil que ofrece mucha utilidad, de modo que de todo lo expuesto resultan a favor de la temporalidad la crecida suma de doscientos mil pesos…”[93] El Teniente Coronel Miguel Fermín de Riglos, oficial de gran mérito, quien fue nombrado gobernador en 1799 y murió en 1808, fue uno de los buenos gobernantes que se preocupó por la situación de estos pueblos. Los primeros documentos de su gobierno que figuran en el Archivo de Chiquitos, son expedientes que dirigió a la tesorería de Santa Cruz para solicitar herramientas para los talleres y mulas para transportar los productos de los pueblos a Santa Cruz. El Archivo contiene informes anuales de las reducciones que se ocupan de la existencia de ganado y la producción de los talleres. Los informes de San Miguel, de 1804-1805, mostraban una población de 2577 habitantes, una carpintería con un maestro y dieciocho oficiales, un taller de pintura con un maestro y veinticinco oficiales, una herrería con un maestro y doce oficiales, una escuela para ambos sexos con cuarenta y tres alumnos, una escuela de música con dos maestros y 162 cincuenta alumnos, estancias con ocho mil novecientas noventa y nueve cabezas de vacuno, etc. Este funcionario introdujo la vacuna contra la viruela entre los indios Chiquitos[94]. En una relación de una visita efectuada por Riglos, que fue publicada en el Telégrafo Mercantil del 3 de enero de 1801, informaba acerca de su labor de fomento de diversas actividades, entre ellas la manufactura textil: “… dispuse que los hilados fuesen finos, ofreciendo y dando premio á las mugeres que lo hacían mejor, y en efecto he establecido en todos los Pueblos, texidos de Paños de manos, de macana, de mantelería, de lienzo blanqueado, de medias, de mejorar la Cera, y fabricar belas.”[95] De esta producción se hicieron dos remesas a la Administración General de Chuquisaca, donde fue vendida en menos de ocho días, sin dejar de enviar mucho más de lo acostumbrado al Receptor de Santa Cruz. En este mismo artículo se mencionaban los oficios promovidos por los jesuitas entre los jesuitas, tales como herreros, plateros, carpinteros, torneros, fundidores, zapateros y los que se dedicaban al “beneficio de la cera”. Durante la gobernación de Riglos nuevamente se estimuló el aprendizaje de oficios en los diferentes pueblos a través de maestros: “…he puesto á cada uno, y en cada Pueblo, seis muchachos aprendises, y no hace diez meses, que empezaron, y ya trabajan a una con los Maestros, por que son estos naturales de una havilidad extraordinaria que imitan todas las muestras que se les ponen por delante.”[96] Asimismo, se ocupó de fomentar el cultivo del algodón, que era “el principal manantial de la felicidad de estas Misiones”, ordenando que todos los administradores lo sembraran y cuidaran las sementeras en sus respectivos pueblos. Les envió semillas “trahidas de afuera”, para evitar la escasez. En los “años buenos” se deberían hacer depósitos con el algodón, para poder utilizarlos en los “años malos”[97]. 163 En una carta de Riglos dirigida al virrey Joaquín del Pino Santa Ana, 26 de agosto de 1801-los felicitaba por haber sido nombrado virrey y le informaba que antes de su ingreso sólo se producía cera y lienzo llano. El se dedicó a que se “afinasen” los hilados y en esos momentos se hacían paños y macandos?, parecidos a los de Moxos, pero más durables. Asimismo, le informaba el haberle enviado muestras de tejidos. En otra carta del 26 de agosto de 1801, reiteraba estos conceptos, afirmando que la Real Audiencia aprobó esta actividad y que los tejidos contaban con la aceptación del público[98]. En una nota de Riglos al virrey Marqués de Sobremonte, el 30 de abril de 1806, en la cual le adjuntaban muestras de tejidos, destacaba las mejoras obtenidas en la producción de rosarios, cera y textiles: “Dirijo á V. E. por quadriplicado Treinta y seis Muestras de los Texidos mas finos (...)que estan texiendose en las Oficinas de estos Pueblos en este año, y de los Rosarios qe se hazen También por los Naturales, cuyos Establecimientos e dirijido yo desde mi ingreso a este mando; pues en los anteriores Goviernos no á havido estas Labores, sino la de Lienzos ordinarios, y Rosarios toscos, haviendo logrado al mismo tiempo aumentár y mejorár el Veneficio de la Zera que producen estos montes, á favor de la temporalidad de los Pueblos, y en Veneficio de estos Naturales y su fomento.”[99] El Virrey recibió este muestrario, que fue enviado en cajones con el correspondiente pasaporte a la receptoría de Santa Cruz y Administración General de Chuquisaca. El muestrario, que incluye muestras de tejidos fabricadas por los naturales de Chiquitos entre los años 1766-1809, es sumamente valioso, dado que nos permite conocer cómo era el algodón que se tejía en estos pueblos, así como los motivos y los colores empleados. El mismo se encuentra en el Archivo General de la Nación y fue publicado por el Dr. Ricardo Caillet Bois. Nosotros lo hemos incluido en nuestro Apéndice Documental. 164 La Dra. Ruth Corcuera nos facilitó la siguiente información, que consideramos sumamente relevante. Envió una hebra de este algodón al Instituto Universitario del Nordeste (Corrientes), que dirige el ingeniero Krapovickas, en noviembre de 2006. Del análisis de la fibra surge que se trata de algodón gossipium barbadense, es decir algodón americano. Los colores utilizados en este muestrario corresponden al algodón sin teñir, que van del marfil casi blanco al marrón oscuro, a excepción del azul que es teñido. Esta información nos permite corroborar que en Chiquitos se utilizó algodón americano y, al mismo tiempo, comprobar como la Corona, a través de sus funcionarios en América, alentó en algunas ocasiones la producción de “ropa de la tierra”, continuando –en este caso- la labor jesuítica. Por otra parte, en procura de fomentar la manufactura textil, el marqués de Avilés, en ese entonces virrey del Río de la Plata, concedió pasaporte al ex soldado saboyano José Sibilat en marzo de 1800, para que pasara a las Misiones de Chiquitos a instalar una fábrica de lienzos y medias de algodón. Riglos tenía gran confianza en Sibilat, dado que sabía que era capaz de hilar media libra de algodón por día, por lo cual le facilitó personalmente el viaje y le consiguió la baja y el dinero necesario para el camino[100] Lamentablemente, los acontecimientos políticos relacionados con la guerra de la Independencia afectaron la tranquilidad de estos pueblos que, en algunas circunstancias, se vieron obligados a luchar en uno u otro bando. Sin embargo, el testimonio de los viajeros nos permite corroborar que, a pesar de las dificultades, se continuó con la elaboración de tejidos. Alcides D’ Orbigny, quien visitó el pueblo de San Javier en julio de 1831, mencionaba que había en su Colegio, denominado entonces “casa de gobierno”, cuatro patios: “... que ofrecen departamentos espaciosos para el administrador, el cura, las habitaciones destinadas a los viajeros y numerosos talleres. Cuarenta telares funcionan sin interrupción y vi también curtidores, zapateros, carpinteros, torneros y herreros. Observé además instalaciones para la refinación y el blanqueo de la cera 165 de abejas silvestres y para la elaboración de azúcar. Estos talleres suministran productos expedidos todos los años a Santa Cruz por cuenta del Estado, único propietario aquí.”[101] Según D’Orbigny las entradas disminuyeron considerablemente en relación con la época jesuítica: “Con los jesuitas, Chiquitos producía alrededor de 300.000 francos; con los primeros gobernadores españoles daba otro tanto. Hoy apenas rinde 59.000 francos, en tanto que los sueldos de los empleados, la paga de un pequeño destacamento de soldados situado en la frontera con el Brasil, en el camino a Matto Grosso, y el minimum necesario elevan los gastos a 69.500 francos.”[102] François de la Porte, Conde de Castelnau, a mediados del siglo XIX, manifestaba que se entregaba algodón a las mujeres, quienes debían devolver una libra de hilo por cada cinco libras de algodón en bruto. Este trabajo se pagaba con carne, la que se distribuía entre las hilanderas. Los hombres se ocupaban del tejido. Los géneros que se fabricaban eran bastante ordinarios. El tejido se pagaba en especies, a razón de una vara de género por diez varas de tejido[103] 4. LA PRODUCCIÓN TEXTIL EN MOXOS DESPUÉS DE LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS Moxos, en el noreste altoperuano, estaba ubicado en una zona de frontera con el Brasil lusitano. Contaba en las postrimerías del siglo XVIII con varios pueblos importantes: San Pedro, Loreto, Trinidad, Santa Ana y La Exaltación, con 22.000 habitantes. La política borbónica buscaba fomentar la actividad económica en América, siempre que ésta no compitiera con la de la Península, y perseguía, entre otros, claros fines de recaudación de impuestos, para hacer frente a las diferentes guerras que libraba la Metrópoli en Europa. Asimismo, la política borbónica en relación con la Iglesia se caracterizaba por el regalismo, verificado en primer lugar con la expulsión de los jesuitas, lo cual impactó en el gobierno 166 de estas reducciones y fue la política que se siguió implementando en las mismas. Al implantarse la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de Exército y Provincia en 1782, estableció entre las obligaciones de los gobernadores intendentes, informarse: “... particular y separadamente del temperamento y calidades de las tierras que comprehende cada Provincia, de sus producciones naturales en los tres reinos: mineral, vegetal y animal; de la industria y comercio activo y pasivo... Instaba a que fomentasen las cosechas de cera de abejas silvestres y de colmenas y de algodón”[104]. Lázaro de Ribera fue nombrado gobernador de Moxos el 3 de septiembre de 1783, con lo cual terminaba el período de los interinatos. Si bien había nacido en Málaga en 1756, se trasladó joven a América en 1775. En Lima se desempeñó como paje del Virrey. Allí concluyó su formación personal bajo la tutela de Cosme Bueno, quien lo introdujo en las ideas de la Ilustración: “El nuevo gobernador de Moxos –dice Vázquez Machicado- traía una mentalidad trabajada por las corrientes modernas a la sazón en Europa y que incluso habían invadido España. El Fisiocratismo y el Enciclopedismo eran signos positivos del Iluminismo, el Aufklaerung teutónico. Una nueva ideología con referencia a la condición misma del hombre se había divulgado concretándose en fórmulas de un jusnaturalismo que abogaba por ciertos derechos propios e inmanentes de la naturaleza humana.”[105] A diferencia de sus antecesores, realizó visitas a los distintos pueblos, tratando de sacarlos del estado de abandono en que se encontraban. Después de la visita a Santa María Magdalena, en junio de 1789, dio varias instrucciones: prohibir la entrada de todo tipo de comerciantes que hacían negociaciones con los curas; fomentar la cría de ganado; procurar aliviar a los indios encargados de las navegaciones; fomentar la agricultura (fundamentalmente algodón y cacao); ordenar la enseñanza del castellano y, por último, recomendar respetar el fomento de la soberanía rural[106] 167 Este funcionario procuró quitarle poder a los curas doctrineros, y sacarles a éstos el manejo de las Temporalidades, incorporando administradores que se ocuparan del aspecto material, mientras los doctrineros sólo lo harían del aspecto espiritual. Acusaba a los curas de mantener contrabando con los cruceños (Santa Cruz de la Sierra) y portugueses, evadiendo una cantidad importante de dinero, y de ser los responsables de la relajación de costumbres. Elaboró un plan de Gobierno, Reglamento de Administradores, que fue rechazado por autoridades civiles, como el gobernador de Santa Cruz, Francisco de Viedma, y eclesiásticas: el Obispo de Santa Cruz y los curas doctrineros, y tampoco contó con el apoyo de los indios. Este plan fracasó, al provocar un amotinamiento de los indios, encabezado por el cacique Maraza, del pueblo de San Pedro, que obligó al gobernador Zamora, sucesor de Ribera, a salir de la provincia en 1801. El fin de la administración jesuítica estuvo marcado en esta área por el enfrentamiento del poder civil y eclesiástico y la consecuente inestabilidad en el gobierno de estos pueblos. Nos hemos de referir a los aspectos relativos con el fomento de la actividad textil. Manufactura textil Ribera en un informe al virrey Arredondo, destacaba la labor de los indios en los diferentes oficios: “La habilidad de estos Naturales no puede menos que admirar á todo el que reflexione la destreza con que un solo individuo desempeña varias artes y oficios. Hay muchos Indios que son á un tiempo buenos músicos, texedores, bordadores y carpinteros. No tienen el talento de la invención, pero imitan perfectamente quanto veen.” En relación con la industria textil, el material utilizado era el algodón: 168 “Con su algodón hacen varios texidos para mantelerías, sobremesas, colgaduras de camas, paños de mano y listados. En el día imitan una cotonia de cordoncillo muy semejante á una que traxe de Europa en una chupa que les sirvió de muestra. Los gorros y las medias, también de algodón, que ahora van trabajando prometen a su comercio buenas esperanzas.”[107] También trabajaban la madera y los cueros, pero los principales productos que se comercializaban eran el cacao, el sebo, cera y café. Estos productos eran de la comunidad y se los entregaba a los administradores, quienes los enviaban a través de los ríos Mamoré y Grande a la Administración subalterna de Santa Cruz, de donde pasaban a la General, que se encontraba en La Plata. De allí recibían: sal, hierro, “ropa de la tierra” y algunos géneros de Europa para la conservación de los templos y las necesidades de la provincia. Existían conflictos entre las autoridades civiles y religiosas. El funcionario criticaba duramente a los curas, a quienes acusaba de remitir a la Administración General sólo 7 u 8.000 pesos de los 70 u 80.000 que producían los pueblos. El resto se destinaba al contrabando con los dominios de Portugal. Asimismo, los españoles que entraban a estos pueblos, sólo podían tratar con los curas, ya que les estaba prohibida toda comunicación con los indios. Estos sólo hablaban quichua o aymará, desconociendo el castellano. Según el gobernador, los pueblos, que recibían 200 o 300 pesos en abalorios, navajas, agujas y otras bujerías, tenían que entregarle 4 o 6.000 pesos a sus administradores eclesiásticos. Dos años más tarde, Lázaro de Ribera señalaba que las tres grandes columnas del “edificio de la prosperidad de Moxos” eran el cacao, el sebo y los tejidos de algodón. Respecto a los tejidos decía: “Los texidos que salen de las manos de los Indios Moxos tienen estimación en todo el Perú, y sin embargo de que la concurrencia de otras Provincias divide con la de Moxos este comercio, la buena calidad de los suyos, le dá la superioridad sobre las otras.”[108] 169 Comparaba la producción anterior con la actual, expresando que antes sólo se elaboraban paños de mano y mantelería, realizados por mujeres y hombres respectivamente. Se buscó hacer un nuevo tejido: “... cuyo consumo comprehendiese todas las clases del Perú. Este es un lienzo que llaman tucuyo, aunque el de aquí no merece este nombre por su excelente calidad. La dificultad estaba en hallar pronto telares y tejedores...”[109] Se establecieron ochenta y ocho telares que tejieron sesenta y seis mil seiscientas ochenta y seis varas de lienzo de algodón. La Audiencia se ocupó de instalar una fábrica de muselina, y después de muchos obstáculos logró que: “... sin conocimiento ni noticias del telar, y solo con el auxilio de un pedazo de musolina que sirvió de muestra, han hecho dos tentativas que han producido 987 varas y últimamente se ha remitido á la Administración General una pieza rayada.”[110] Expresaba cómo se llegó a realizar una cotonía rayada, a través de diferentes intentos: “Ya han empezado –continúa diciendo- a trabajar una cotonia rayada que tiene aprecio en el Perú... Hasta ahora solo han texido 4.479 varas, sin tener para esto mas guía ni maestro que una chupa que traje de Europa. De ella cortaron un pedazo para desaserlo y examinar la dirección de los hilos. Setenta veces hicieron, y desbarataron el telar, y después de caminar á tientas muchos meces, consiguieron imitarla...”[111] Se elaboraban también: “Las medias, calzetas, gorros, y guantes de algodón se van adelantando, y los cortes ce chupas y calzones, blancos y listados, con otros objetos que piden fomento y atención, se trabajan con alguna inteligencia.”[112] También encontramos el testimonio del Oidor Protector de Misiones, quien se refería al aumento de la población, a los cultivos (entre los que se encontraba el algodón) y a instrumentos textiles: 170 “[...] aumentó la población que ha habido en dos años cinco meses, a saber 494 a lunas con lo que asciende hoy el número a 20.017... La labranza no ha tenido poco en el plantío de 22 cacaguetales, 52 algodonales y 12 cañaverales. La industria en la habilitación de 112 telares, 12 tornos de urdir y 13 trapiches para la fabricación de azúcar.”[113] Un cuadro estadístico del 18 de marzo de 1808 nos permite apreciar la producción textil y compararla con la del período 17901792. Observamos que se mantiene el mismo tipo de textiles, y con relación a las cantidades resulta difícil la comparación ya que mientras en algunos rubros es mayor la cantidad del período 1790-1792, en otros tales como sobrecamas, sobremesas, sábanas, algodón, gorros, muselina, etc., mientras a veces no se puede comparar como en el ejemplo de la cotonía rayada de 4.479 varas, mientras en 1808 hay cotonías lisas, listadas, obscuras y celestes, que suman 4.728 varas. Las alfombras bordadas sólo aparecen en el primer período. Suponemos que las mismas se realizaban con algodón, dado que era el material utilizado en esta área[114]. El informe de Ribera nos permite conocer la importante producción de la zona en el período post-jesuítico, a pesar de la inestabilidad en el gobierno de estos pueblos a fines del período hispánico. Las guerras de la Independencia y los posteriores conflictos políticos y sociales durante el proceso de surgimiento y conformación de la Nación Boliviana contribuirán a la decadencia moral y material de estas reducciones. Notas [1] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, Resistencia (Chaco), Universidad Nacional del Nordeste, Facultad de Humanidades, Departamento de Historia, 1967, v. I, p. 221. [2] GUILLERMO FURLONG, Entre los abipones del Chaco: según noticias de los misioneros jesuitas Martín Dobrizhoffer, Domingo Muriel, Joaquín Camaño, Jose Jolis, Pedro Juan Andreu, José Cardiel y Vicente Olvina, Buenos Aires, Talleres Gráficos San Pablo, 1938, p. 10. 171 [3] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., 1968, v. II, pp. 101-102. Dentro de los autores que reprodujeron casi literalmente esta subdivisión interna de los abipones encontramos los siguientes: SALVADOR CANALS FRAU, Poblaciones indígenas de la Argentina: su origen - su pasado - su presente, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1973; LUDWIG KERSTEN, Las tribus indígenas del Gran Chaco hasta fines del siglo XVIII, Resistencia, Universidad Nacional del Nordeste, 1968; BRANISLAVA SUSNIK, “Dimensiones migratorias y pautas culturales de los pueblos del Gran Chaco y su periferia (enfoque etnológico)” en Suplemento Antropológico 7 (1), pp. 85-107 y JAMES SAEGER, The Chaco Misión Frontier. The Guaycuruan Experience, Tucson Arizona, The University of Arizona Press, 2000. [4] JAMES SAEGER, The Chaco..., ob. cit., p. 17. Véase también: CARINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos abipones hacia mediados del siglo XVIII, Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología, 2005, p. 74. [5] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., 1969, v. III, p. 120. [6] Ibidem, v. III, p. 246. [7] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., v. II, pp. 16-17. [8] MARTIN DOBRIZHOFFER, “Carta al R. Antonio Miranda” en GUILLERMO FURLONG, “El Padre Martín Dobrizhoffer S. J: filólogo e historiador (1718-1791)”, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas Nº 35, Buenos Aires, 1928, p. 435. [9] VICENTE D. SIERRA, Los jesuitas germanos en la conquista espiritual de Hispanoamérica, Buenos Aires, 1944, pp. 76-117. Véase también: MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., v. I, p. 22. [10] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., v. III, p. 195. [11] Ibidem, v. III, p. [12] Ibid, v. II, pp. 113-114. [13] Ibid, v. II, p. 114. [14] Ibid, v. II, p. 114. 172 [15] Véase: Ibid, v. II y CARINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos abipones..., ob. cit., p. 126. [16] JOSE CARDIEL, “Recuerdos del Gran Chaco” en Estudios XVIII, p. 381. [17] MARTIN DOBRIZHOFFER, La historia de los abipones, ob. cit., v. III, p. 319. [18] Ibid, v. III, p. 109. [19] Ibid, v. II, p. 115. [20] Ibid, v. II, p. 115. [21] Ibid, v. II, pp. 115-116. [22] Ibid, v. II, p. 116. [23] Ibid, v. II, p. 120. [24] Ibid, v. II, p. 137. [25] Ibid, v. II, pp. 123-125. [26] Ibid, v. II, p. 37. Véase también: CARINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos aipones..., ob. cit., p. 88. [27] Ibid, v. III. Véase también: Ibid, p. 88. [28] Ibid, v. II, p. 42. [29] Ibid, v. II, p. 38. [30] FELIX DE AZARA, Viaje por la América del Sur, Montevideo, Biblioteca del Comercio del Plata, 1846, p. 185. [31] MARTIN DOBRIZHOFFER, Historia de los abipones, ob. cit., v. II, pp. 43-44. Véase también: CARINA PAULA LUCAIOLI, Los grupos abipones…, ob. cit., pp. 88-89. [32] Ibid, v. II, p. 130. [33] Ibid, v. II, p. 515. [34] Ibid, v. I, p. 515. [35] Ibid, v. I, p. 515. [36] Ibid, v. I, pp. 516-517. 173 [37] Ibid, v. II, p. ¿?. [38] Ibid, v. I, p. 458. [39] Ibid, v. II, pp. 130-131. [40] Ibid, v. II, p. 131. [41] Ibid, v. II, p. 110. [42] Ibid, v. I., p. 512 [43] Ibid, v. I, p. 513. [44] JOSE JOLIS, Ensayo sobre la historia natural del Gran Chaco, Resistencia, Universidad Nacional del Nordeste, 1972, p. 105. [45] Ibidem, p. 106. [46] Ibid, p. 106. [47] Ibid, p. 107. [48] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., v. I, p. 513. [49] JOSE JOLIS, ob. cit., p.106. [50] Ibid, p. 107. [51] Ibid, v. II, p. 132. [52] Ibid, v. II, p. 132. [53] Ibid, v. II, p. 133. [54] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina, Sala III, 3-3-4-, t. 164. [55] Ibid, v. III, p. 319. [56] Ibid, v. III, p. 109. [57] Ibid, v. III, p. 22. [58] FLORENCIA SOL NESIS, Los grupos mocoví en el siglo XVIII, Buenos Aires, Sociedad Argentina de Antropología, 2005, pp. 90-91. [59] Ibid, p. 91. [60] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit, v. III, p. 221. [61] MARTIN DOBRIZHOFFER, ob. cit., t. III, p. 17. 174 [62] FLORENCIA SOL NESIS, Los grupos mocoví..., ob. cit., p. 52. [63] GUILLERMO FURLONG, Entre los mocobíes de Santa Fe según las noticias de los misioneros jesuitas Joaquín Camaño, Manuel Canelas, Francisco Burgés, Román Arto, Antonio Bustillo y Florián Paucke, Buenos Aires, Sebastián Amorrortu e hijos, 1938, p. 75. [64] Ibid, p. 32. [65] GUILLERMO FURLONG, Entre los mocobíes..., ob. cit., p. 133. [66] FLORIAN PAUCKE, Hacia allá y para acá. Una estadía entre los indios mocobíes, 1749-1767, Tucumán, Universidad Nacional de Tucumán, 1944, v. III, p. 202. Véase también: FLORENCIA SOL NESIS, Los grupos mocoví..., ob. cit., pp. 108-109. [67] GUILLERMO FURLONG, Entre los mocobíes..., ob. cit., p. 96. [68] Ibidem, pp. 96-97. [69] Ibid, p. 98. [70] Ibid, p. 158. [71] ERNESTO J. A. MAEDER, Historia del Chaco, Buenos Aires, Plus Ultra, 1997, p. 52. [72] JUAN PATRICIO FERNANDEZ, Relación historial de las misiones de los indios que se llaman Chiquitos, Madrid, 1726; nueva edición, Asunción, 1896 en WERNER HOFFMANN, Las Misiones Jesuíticas entre los chiquitanos, Buenos Aires, Fundación para la Educación, La Ciencia y La Cultura, 1979, p. 4. [73] JUAN PATRICIO FERNANDEZ, ob. cit., I, 52 en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 6. [74] JUAN PATRICIO FERNANDEZ, ob. cit., I, p. 56 en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 5. [75] WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 7. [76] JULIAN KNOGLER, Relato sobre el país y la nación de los Chiquitos en las Indias Occidentales o América del Sud y las Misiones en su territorio, redactado para un amigo en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 140. [77] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 140. 175 [78] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 140. [79] Ibid, pp. 140-141. [80] Carta del P. Martín Schmid, al P. Schumacher, San Rafael, 10 de octubre de 1744 (traducido del latín) en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 189. [81] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 157. [82] Carta del P. Martín Schmid al hermano P. Francisco Schmid, que estaba en Baden (Suiza), 17 de octubre de 1744 (traducido del latín) en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 194. [83] Carta del P. Martín Schmid al P. Schumacher, San Rafael, 10 de octubre de 1744 (traducido del latín) en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 190. [84] JULIAN KNOGLER , ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 153. [85] JULIAN KNOGLER, ob. cit. en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 157. [86] JOSE SÁNCHEZ LABRADOR. El Paraguay católico, ob. cit., t. I, p. 81. [87] JOSE SANCHEZ LABRADOR, ob. cit., t. I., p. 81. [88] ALCIDES D’ORBIGNY, Viaje a la América Meridional, ob. cit., t. III, p. 1148. [89] Ibidem, t. III, p. 1145. [90] G. RENE MORENO, Catálogo del Archivo de Mojos y Chiquitos, Biblioteca Boliviana, Santiago de Chile, 1888, p. 335, XXXIII en WERNER HOFFMANN, ob. cit., p. 66. [91] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina, Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7 [92] Ibidem. [93] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina, Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7. 176 [94] René Moreno, Catálogo del Archivo..., ob. cit., p. 420, XXIII, citado por: Werner Hoffmann, ob. cit., p. 68. [95] Visita General hecha en el Gobierno de Chiquitos por su actual Gobernador el Teniente Coronel de Exército D. Miguel Fermín de Riglos, etc. en Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata (1801-1802), Reimpresión facsimiliar dirigida por la Junta de Historia y Numismática americana, Buenos Aires, 1915, Nº 1, t. III, domingo 3 de enero de 1801, p. 7. Véase también: RICARDO R. CAILLET BOIS, “Un ejemplo de la industria textil colonial” en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas Dr. Emilio Ravignani, Buenos Aires, año XIV, t. XX, enero-junio de 1936, Nº 67-68, pp. 25-26; JOSE M. MARILUZ URQUIJO, El Virreinato del Río de la Plata en la época del Marqués de Avilés (1799-1801), Buenos Aires, Plus Ultra, 1988, p. 167. [96] RICARDO R. CAILLET BOIS, “Un ejemplo...”, p. 12. [97] Ibid, p. 12. [98] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina, Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7. [99] Archivo General de la Nación, Buenos Aires, República Argentina, Colonia, Gobierno, Gobierno de Chiquitos, Sala IX, 20-6-7. Véase también: Ricardo R. Caillet Bois, ob. cit., p. 25. [100] Archivo General de la Nación, Licencias y pasaportes, Libro 15, Sala IX, 12-9-1. Véase también: JOSE M. MARILUZ URQUIJO, El Virreinato..., ob. cit., p. 167. [101] ALCIDES D’ ORBIGNY, Viaje a la América Meridional, Buenos Aires, Editorial Futuro, 1945, t. III, p. 1147-1148. [102] ALCIDES D’ORBIGNY, ob. cit., t. III, p. [103] François de la Porte, Conde de Castelnau, Expédition dans les parties centrales de l’Amérique du Sud, París, 1851-1857 en Werner Hoffmann, ob. cit. , p. 91. [104] Archivo de la Nación Argentina, Documentos referentes a la época de la independencia y emancipación política de la República Argentina y de otras secciones de América que cooperó desde 1818 a 1828, Buenos Aires, 1914, pp. 31 y sigs. Véase también: RICARDO R. CAILLET BOIS, “Un ejemplo…”, ob. cit., p.19. 177 [105] HUMBERTO VAZQUEZ MACHICADO y H. PATIÑO TORRES, “Un códice cultural del siglo XVIII” en Historia, Buenos Aires, IV, Nº. 14, 1958, p. 74. Véase también: ALCIDES PAREJAS MORENO, “Un impacto de la expulsión: el ‘nuevo’ régimen en Moxos” en Jesuitas. 300 años en Córdoba, ob. cit., pp. 299-300. [106] A.G.I., Audiencia de Charcas, 6233 en ALCIDES PAREJAS MORENO, “Un impacto...”, ob. cit., pp. 300-301. [107] RICARDO R. CAILLET BOIS , ob. cit., p. 20. [108] Ibidem, p. 22. [109] Ibid, p. 22. [110] Ibid, p. 23. [111] Ibid, p. 23. [112] Ibid, p. 23. [113] A.G.I., Audiencia de Charcas, 142 en ALCIDES PAREJAS MORENO, ob. cit., p. 305. [114] Véase Apéndice Documental. 178