Entrevista con Dámaso González

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ENTREVISTA
Dámaso
González:
“No me
conformaba con nada”
No sabía torear de salón cuando un novillo le reveló el secreto del temple en una capea y desde entonces supo que tenía un don. Pero algunos confundieron estética con belleza y olvidaron que no hay nada más hermoso que llevar a un toro
embebido en el vuelo de la muleta. Dice que a un hombre que lo da todo en la plaza nadie puede negarle nada y que para
ser figura hay que querer un poco más que los demás. Que lo suyo era triunfar disfrutando, y que su mayor satisfacción
no consistía en apoyar un codo sobre el testuz de un toro bravo entregado “era saber que podía ponerle los dos”.
Texto: José Ignacio de la Serna Miró
Fotos: Botán y Archivo Espasa Calpe
Pregunta | ¿Existía un equilibrio entre su
concepto y su forma de expresarlo?
Respuesta |Por supuesto. Lo mío ha sido un
caso de ambición, de no conformarme nunca
con nada. Y no me refiero al dinero, sino a ser
más y mejor delante del toro. Para mí el reto
era aguantar todo el miedo que se pasa a cambio de hacer lo que me gustaba. Y lo que de verdad me gustaba era dominar al toro. Ponerme
cerquita, engancharlo lo más adelante posible
y sacar muletazos largos y templados.
Torear largo colocándose a veinte centímetros de los pitones encierra una enorme dificultad.
No es fácil, no. Sobre todo si el toro ha sido bravo, porque eso significa que antes le has sometido con la muleta. Al final de faena disfrutaba sacándome el toro por aquí y por allá,
con circulares, viéndolo galopar en redondo
detrás del engaño. Además, si no hubiera sido
así, no habría sido torero.
¿Por qué?
Porque era lo que sentía y donde lo veía claro. Si me llegan a proponer ganar en un año
lo que ganaba en tres o cuatro temporadas, pegando largas cambiadas, me hubiera quitado
de esto. Ni por cien fincas lo hubiera hecho.
A mí me gustaba dominar al toro, quitarle la
aspereza, llevarlo enganchado en los flecos de
la muleta el tiempo que fuera posible. Ahí es
donde yo le sacaba sabor al toreo.
Desde muy niño quiso ser torero.
Desde que tengo uso de razón, y eso que no había visto un toro en mi vida. Aunque si te soy
sincero, no te puedo explicar por qué fui torero. Mi padre era muy aficionado, y recuer-
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do que cuando era pequeño, tendría unos siete años, me enseñó una fotografía en la que
aparecía vestido de luces. Yo me quedé embobado mirando aquella fotografía, porque me
parecía increíble que mi padre se hubiera puesto delante de un toro. ¡Era algo grandioso! Hasta que un día, paseando por la feria, descubrí
el ‘engaño’, pues vi que en un puesto había un
torero de cartón pegando un muletazo, donde apoyando la cabeza te podías hacer una foto
para presumir con los amigos.
¿Se acabó el mito del padre torero?
¡Qué va! Los hijos adoramos a los padres toda
la vida. Y si encima han sido tan buenos como
los míos, más todavía.
Estábamos en los comienzos.
Con cinco años me ponía delante de las vacas
de leche de mi padre, como si fueran toros. A
los doce comencé a torear vacas viejas en las
capeas y a los trece ya me habían pegado dos
cornadas. En aquel tiempo apenas sabía torear
de salón, pero un día, en una capea, le pegué
a un eral que estaba muy fuerte cinco o seis
pases con la muleta tremendos, y quedé maravillado. Por primera vez supe lo que era el
temple. Pero después, otra vez de salón, era incapaz de repetirlo. Entonces descubrí que tenía algo especial, un don, algo innato que podía llegar a desarrollar. Era el instinto de torero que llevaba dentro, lo que no se aprende.
A las capeas iba solo.
Iba con un novillero de Albacete, amigo de mi
padre, al que yo quería mucho y se llamaba Angelete. Era valentísimo. Se ponía en el centro
del ruedo y le cogían cinco o seis veces. Le pegaban unas palizas tremendas, pero se levantaba otra vez como si nada. No llegó a conocer
la técnica del toreo, y lo mató un toro en Torrepachecho, en Murcia. También fui mucho
con Piyayo, y con otros chavales de Albacete.
¿Qué aprendió en las capeas?
Que con la suavidad y con el temple se puede
a los toros. En las capeas disfrutaba con locura,
antes y después de torear, sobre todo andando el camino, pensando en lo que me esperaba.
Y disfrutaba, ¡vaya si disfrutaba! Me acuerdo
que un día, con trece años, en un pueblo que
se llama Yuncos, me cogió un toro con más de
quinientos kilos para matarme. Apoyó su
testuz sobre mi pecho, enterró los pitones en
la arena, y giró lentamente dando una vuelta de campana. Me reventó los oídos y permanecí inconsciente durante más de dos
días. Era duro, pero también bonito.
¿Cómo se puede disfrutar en una plaza de
talanquera, con toros de trapío, con la gente corriendo de un lado a otro, sin enfermería…?
Gracias al instinto, que me ayudó a intuir la
condición de los toros. Además, sólo salía cuan-
do lo veía claro. Recuerdo que en una ocasión,
volviendo de una capea, me quedé dormido en
un tren de mercancías, y cuando me desperté estaba en Valdemorillo. Uno del pueblo me
dijo que estaban rodando una película de toros, y que el protagonista era El Pireo. Así que
me fui para allá, con mi muleta y mi espada,
y cuando vi la oportunidad me lance al ruedo. No era la primera vez que me tiraba de espontáneo. Salió el toro y le pegué diez muletazos de categoría. A continuación me fui corriendo y me escondí en el sótano de una taberna, porque entonces la Guardia Civil te llevaba detenido al cuartelillo. Ese día estaba en
la plaza Manolo Cano, que apoderaba al Piero, y le dijo a Pacorro, que luego fue muchos
años en mi cuadrilla, que me buscara por todo
el pueblo, que yo iba a ser figura del toreo y
quería apoderarme. Me llegó la noticia, pero
no me encontraron, porque pensé que era una
excusa para echarme mano.
En la plaza conocí el miedo y la responsabilidad, algo que no había experimentado
hasta entonces. En las capeas sólo toreaba
cuándo y cómo quería. ¿Que el toro sólo tenía
seis pases?, pues seis pases le pegaba; pero en
la plaza hay que ponerse con el bueno y con
el malo.
Tras actuar en la parte seria de un espectáculo cómico y torear novilladas sin picadores, debutó con caballos en 1968.
Y al poco tiempo me quedé parado, porque
no estaba preparado. Hasta que un buen día,
un banderillero que se apodaba El Gallo, le
dijo a mi paisano y matador de toros Pedro
Martínez Pedrés que había un chaval en Albacete que podía ser torero. Me llevaron al
campo y después de torear Pedrés le habló de
mí a Camará padre. Quiso verme y me bajé
a Sevilla, a su finca. Me echó tres vacas grandes y fuertes y quedó gratamente impresio-
”S
i no maté a los toros
fue porque mi ambición
terminaba cuando cogía la espada”
¿Por qué iba a las capeas?
Por puro placer, porque yo sólo aspiraba,
como mucho, a ser matador de toros. Como
Manolete. No tenía otras aspiraciones.
Pero siendo de una familia humilde y trabajadora.
En aquellos años se pasaba muy mal, pero también es cierto que un niño, con el cariño de los
padres y un pedacito de pan que llevarse a la
boca, era feliz. Con nuestras vacas de leche creíamos tener algo. Repito que sólo tuve ambición delante del toro y que no pensaba en ganar dinero; incluso después, cuando era matador de toros. Si hubiera ambicionado otro
tipo de cosas habría hecho el esfuerzo de matar a los toros como Dios manda, y hubiera
triunfado el ochenta por ciento de las tardes.
Si no he matado a los toros ha sido porque mi
ambición terminaba cuando cogía la espada.
No necesitaba culminar mi obra. Si le había
podido al toro me daba por satisfecho.
Con la experiencia que dan los años, ¿haría hoy lo mismo?
Intentaría matar bien a todos los toros.
¿Por qué?
Porque si mi satisfacción es poderle a un toro,
la de los partidarios son las orejas.
¿Qué sintió la primera vez que pisó una
plaza de toros?
nado. Le dijo a su hijo Pepito que llamara inmediatamente a don Pedro Balañá, para que
me incluyeran en la primera novillada que
se celebrara en la Monumental de Barcelona. Corté cuatro orejas y dos rabos, y en
tan sólo dos meses toreé ocho novilladas en
esa plaza.
¿Y después?
Corté tres orejas en Sevilla, aunque no me dejaron salir por la Puerta del Príncipe, y antes
de tomar la alternativa me despedí como novillero en Valencia, con siete orejas y un rabo
frente a seis novillos de Benítez Cubero. De la
tarde de Barcelona guardo una anécdota con
gracia. Resulta que después de mi triunfo Camará, que ya me apoderaba, me hizo una publicidad en un periódico nacional diciendo
que Dámaso había acabado con el cuadro. Pero
al domingo siguiente triunfó Miguel Márquez,
y entonces se hizo otra publicidad diciendo
que Márquez había puesto los cuadros otra vez
en su sitio.
¿Qué vio Camará en aquel chaval?
Pues no lo sé, quizás percibió que quería más que
los demás. El que desea triunfar de verdad comienza a hacer el esfuerzo donde otros terminan. Ese es el secreto para ser figura del toreo.
A eso se le llama capacidad.
La capacidad nace con uno, y es necesaria para
no agotarte en la cara del toro.
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ENTREVISTA
¿Qué recuerda de su alternativa en Alicante?
Que me pegaron diecisiete volteretas y una
cornada.
¡Joder!
Esa tarde lo pase muy mal, porque sólo estaba preparado para triunfar y disfrutar, pero
sin responsabilidad.
Pero valor tenía de sobra.
Pero amigo, en una plaza llena de gente, con
un toro duro y complicado que te quiere coger, es otra historia.
cerlos rectificar y darle la vuelta a la tortilla.
A mí no me dieron esa opción. Una tarde cortaba cuatro orejas y dos rabos y a la mañana
siguiente me ponían a parir. Aquella incomprensión me afectó mucho.
¿Tan mal le trató la prensa?
Se metieron mucho conmigo. Para ellos Dámaso González tenía tantos defectos que no me
dieron la posibilidad ni de corregirlos. Por eso
decidí centrarme en lo que más me gustaba: en
la mano derecha, donde podía y disfrutaba con
los toros. Fíjate, en los primeros años toreaba
bien con el capote, pero después de tantas crí-
”U
n periodista dijo que si me
quería suicidar lo que tenía que
hacer era tirarme de un quinto piso”
¿Qué pasó?
El toro no obedecía a la muleta y cada vez que
le llamaba se iba derecho a por mí. Pero yo no
me movía. El segundo me pegó hasta catorce
volteretas. Si me quedaba tan quieto no era
porque fuera un ‘chalao’, o un loco, como dijeron algunos, era porque quería ser torero. Un
crítico taurino dijo que si me quería suicidar
lo que tenía que hacer era tirarme desde un
quinto piso. Algunos no entendieron que
quería triunfar a costa de lo que fuera, y que
aquel toro sólo ofrecía dos posibilidades: salir
corriendo o quedarme quieto. Y opté por la segunda. Después de la alternativa las cosas se
pusieron muy negras. Sólo hicimos una corrida de toros en Albacete.
¡Me parece increíble…!
Aquello se interpretó como un gran fracaso.
¿Después de aquel derroche de valor y
entrega?
Sí, sí. Ya te digo que algunos dijeron que era
un ‘chalao’. Mi apoderado tenía un disgusto
terrible, porque además la corrida fue suya. Y
mira que le pedí que cambiara los toros.
Eran duros de patas, estaban muy comidos, y
tenían una aspereza tremenda. Pero no fue posible. De todas formas, yo estaba contento, porque había cumplido el sueño de tomar la alternativa.
De José Tomás dicen lo mismo algunas
tardes…
Es un grandioso torero, con personalidad propia, y con una forma especial de sentir el toreo.
No todos piensan lo mismo.
Si hay un sector de la prensa que no lo comparte, tiene suerte, porque él es capaz de ha-
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ticas me aburrí, y lo dejé. Pero no le guardo rencor a nadie y jamás miré mal a nadie. ¿Que eran
malos conmigo?, mejor, así no se metían con
otros compañeros. Y lo que son las cosas, al final de su vida el critico Alfonso Navalón, que
tanto daño me hizo, tomaba café conmigo.
¿Qué tiene que hacer un torero para superar las críticas?
Esas cosas se superan delante del toro, disfrutando con lo que haces. Pero pienso que la
prensa tiene el deber de ser objetiva, de hablar
de lo que realmente sucede en el ruedo, dejando sus gustos y preferencias aparte. Luego
pueden tener una opinión personal de un torero, pero cuando pasan cosas en la plaza, hay
que contarlo.
¿Cuándo llegó la remontada?
Sustituyendo a Miguel Márquez en Vinaroz,
corté cuatro orejas y dos rabos, y al poco tuve
suerte y triunfé en otra, y así, poco a poco, me
fui abriendo camino. Afortunadamente, terminé la temporada con treinta corridas de toros. Dos años más tarde, en el 71, ya estaba consolidado en lo más alto del escalafón. Durante la década de los setenta ya no me bajé de los
70 contratos por temporada, aunque la prensa seguía dándome caña.
Dámaso González llega al toreo en una
época en la que el toro pierde gran parte
de su movilidad y, en consecuencia, los toreros de su generación se ven obligados a
desarrollar una técnica adaptada a ese
tipo de toro. Me refiero, por ejemplo, al dominio de las alturas, algo de lo que no se
hablaba años atrás.
Al principio de los setenta el toro te permitía
ponerte lejos, era pronto y se arrancaba con
alegría; pero, como bien dices, poco a poco, y
sobre todo después del guarismo, el toro se fue
parando y se volvió tardo en su acometida. Con
cuatro años cumplidos y después de pegarle
un puyazo, como no te metas en su terreno no
embestiste, salvo excepciones. Además, cuando coge es más certero, y fija más la cornada.
Hoy para triunfar hay que exponer mucho. Por
eso, para sacarle partido a un gran número de
toros tuve que jugar con las alturas y la presentación del engaño y, en ocasiones, me vi forzado de mitad de muletazo en adelante a sacar la muleta por arriba, que no es lo puro,
pero alivia las embestidas y los desengaña.
Cuando lo castigas desde un principio se
aburre y deja de embestir.
Como resultado de esa pérdida de movilidad empezó a prodigarse el recurso del
pisotón, el ‘zapatillazo’.
Es un recurso feo y no válido. Otra cosas es ganarle un paso al pitón contrario, ganarle la acción, para que repita y no se pare. Así han
triunfado muchos toreros.
Creo que fue Paquirri el que dijo que hay
una violencia en el toro que no se quita en
Gustaba de faenas largas que iban a más.
Iba poco a poco dominando al toro, sobre la
marcha, intentando disfrutar. Ya hemos dicho
que al toro se le domina llevándolo embebido en la muleta. Mi mayor satisfacción al final de faena no era ponerle un codo sobre el
testuz, sino saber que podía ponerle los dos.
¿Mantuvo la cabeza fría en la plaza?
Pienso que sí. Recuerdo un año en la feria de
Logroño, con Paquirri y Capea, que estaba cayendo una tromba de agua impresionate y hacía un frío de mil demonios. Me tocó un toro
con el que no terminaba de ponerme. Lo cambiaba de terreno continuamente, de un lado
a otro, un tironcito para allá y otro para acá,
y así durante un buen rato. Hasta que de repente escuché a dos aficionados que estaban
sentados en barrera como uno le decía al otro
que él no quería que un toro cogiera a un torero, pero que si el torero no arriesgaba, qué
hacían allí los dos. Entonces me dije, ¡coño, Dámaso, tienen razón! Me arrimé como un condenado y le corté las orejas.
¿Qué piensa cuando los aficionados dicen
que con veinte muletazos se pueden cortar las orejas?
¿Con veinte? Y con menos. En Madrid he oído
pegar un ole rotundo con un solo muletazo.
Lo que ocurre es que la mayoría de las veces
hay que pegar muchos antes de llegar a ese momento cumbre, en el que con cinco o seis pases se le cortan las orejas a un toro.
el caballo, pero sí con la muleta.
Estoy totalmente de acuerdo. El temple, el
mimo, el pulso y el consentir a los toros dejando que lleguen a la muleta sin enganchar,
es la mejor medicina, para el bueno y para el
malo. Para corregir los tornillazos también es
importante cambiar de pitón a lo largo de la
faena.
¿Cómo se puede dominar a un toro sin bajarle la mano?
Llevándole siempre muy toreado. Hay toros
que llevan la cara por encima del palillo y parece que están embistiendo a la mano, pero si
te fijas bien, cuando tiras de la muleta, el vuelo de abajo está siempre más cerca del hocico
que el estaquillador. Y es precisamente ahí donde mira el toro. Con ese vuelto, que parece quedarse atrás, es con lo que hay que templar la
embestida.
¿Y el valor?
He cogido en cada momento el que he necesitado, nada más.
¿Y cuando había que apostar y tirar la moneda al aire?
Yo nunca he apostado. He sido muy consciente
de lo que he hecho en cada momento. Y si me
han cogido los toros ha sido porque estaba a
gusto y tenía ganas de pelea, no por hacer un
esfuerzo.
¿Pasaba miedo?
Sólo pasé miedo con tres o cuatro toros. Eran
bruscos y violentos, había que resolver y el
público creía que eran buenos. El toro más
fiero me salió en un pueblo de Murcia que se
llama Lorca. Era de Miura y no he visto un
toro más agresivo en toda mi vida. Le pegaron tres puyazos tremendos, de los de verdad, y cuando salía del caballo parecía que
estaba como borracho; pero, oye, al poco se
recuperaba y otra vez a pegar oleadas a los capotes. En aquel momento, antes de coger la
muleta, me dije: “Dámaso, no te gustaba
tanto torear, pues ahí lo tienes”. Y me fui derecho hacia él. Me puse en el sitio, a torear, y
le formé un lío muy gordo. En los pases de
pecho tenía la sensación de que estaba pasando por debajo de la muleta un avión. Yo
sabía que se le podía dar fiesta, pero que si
me cogía me partía por la mitad. Pero para
eso están los toreros, ¿no?
El crítico taurino Barquerito bautizó la
fase final de sus faenas como la ‘sobredosis’. ¿En que consistía?
En querer más cuando ya se tienen las orejas
cortadas. El que quiere un poco más que los
demás es el que llega. Técnicamente se trataba de una sucesión de pases encadenados y desplantes al final de faena, con los que me emborrachaba de toro. Luego me cruzaba y le
daba con la rodilla en el pitón contrario, una
y otra vez.
Tuvo una feliz reaparición en 1991, y en el
93 indultó un toro en Valencia y entró definitivamente en la afición de Madrid, con
un toro de Samuel Flores.
La prensa me trató muy bien y les estoy muy
agradecido. Pero me quité al ver que después
de triunfar algunas empresas se empeñaban
en ponerme en las corridas duras. El éxito del
toro de Samuel fue que me puse allí sin darle importancia, sabiendo que la tenía.
¿Es cierto que cambiaría su trayectoria por
tener una fotografía como las de Belmonte?
Sí. De Belmonte me quedo con el temple, con
el gesto y con la torería. Dicen que hoy se torea como nunca, pero antes se toreaba como
se va a torear toda la vida.
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