autor : Carlos Ríos El triunfo del amor Severina, de Rodrigo Rey Rosa, Buenos Aires, Alfaguara, 2012. En su paso fugaz por Buenos Aires en abril, Rodrigo Rey Rosa comentó la experiencia de escribir Severina como un conjuro para revocar la oscuridad temática de El material humano, ese libro necesario sobre la violencia política guatemalteca y sus alcances, tan adherido a los conflictos reales que el autor advirtió, con un epígrafe, que el lector tenía en sus manos –aunque no lo pareciera– una obra de ficción. Severina, por el contrario, es una historia de amor distinta a la narrada en su libro anterior, donde aparecen esbozados los contornos de una ruptura amorosa. En este caso, Rey Rosa propone un ejercicio narrativo levísimo para dar cuenta de un juego entre dos: un librero “aspirante a escritor” se enamora de una ladrona de libros. El resultado es una novela que conjuga sencillez, misterio, delirio amoroso y un trasfondo sutil de violencia ¿inevitable? cuando se narra cualquier historia ambientándola en la Guatemala de hoy. Levedad, decía, en el sentido que le dio Italo Calvino a la palabra en Seis propuestas para el próximo milenio: “sustraer peso [...] quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; [...] quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”. Tal aligeramiento puede observarse en otros libros de Rey Rosa, más aun, podríamos decir que este procedimiento es una modulación indispensable en su literatura. Abramos el libro. Una dedicatoria a una mujer, y luego un epígrafe de Williams Carlos Williams en el que se resalta el valor del perdón como el poder exclusivo del amor. Luego, en el primer párrafo de la novela, Severina y el librero. Una primera intuición: esa mujer es una sofisticada ladrona de libros. La librería se llama “La Entretenida” y existe en la historia gracias “a un grupo de amigos aficionados a los libros”. El aspirante a escritor devenido librero nos cuenta que ha terminado una relación con una colombiana, una historia “fácil e imposible a la vez” con una de las mujeres que el protagonista creía que sería la mujer de su vida. Hasta aquí, el perfil de una historia sentimental en ciernes, no a lo grande, más bien es la letra chica y franca del amor la que construye. Sigamos. Hay un juego de desencuentros e intrigas entre el librero y Ana Severina Bruguera. Movimientos a partir de los cuales este hombre, un sujeto enamorado, abandona todo. Encuentra el amor, lo pierde, lo vuelve a encontrar, inicia una búsqueda hecha de tanteos, aproximaciones intuitivas, muda de piel, se camufla para conseguir lo que quiere. Hay un descubrimiento capital: ese amor viene con una tercera persona: la figura de un hombre mayor, el señor Blanco –¿padre, abuelo, socio?– en pleno derrumbe físico. Severina y dicho hombre están cercados: el robo de libros ocasiona que Ahmed, otro librero pretendiente con residencia en Antigua, ponga un cerco legal para que la mujer y el señor Blanco –estafadores internacionales– no puedan salir de Guatemala. Antes, el señor Blanco sufre un derrame cerebral y es internado en un centro médico gracias a la ayuda del librero. La firma que hace posible el ingreso del enfermo en la institución es también una rúbrica amorosa: “En mi imaginación, con una mezcla de miedo y esperanza, veía un fárrago de cosas que se aproximaban y tenían como causa primera el acto físico de escribir con mi propio puño mi nombre, mis números, mis señas y trazar mi firma en un pedazo de papel”. Y más: “por primera vez en mi vida, estaba dispuesto a poner todo de mi parte para hacer que una historia sentimental siguiera su curso [...] Había firmado esos papeles en el estado mental de quien firma un acta matrimonial [...] acababa de dar mi primer paso hacia la liberación por medio del amor”. Historia sentimental que es meditada justo cuando en el centro médico irrumpen hombres armados que trasladan a un herido de muerte. Al alta del pariente de Severina sigue una convivencia en el departamento del librero. Aquí la novela se hace grande, espesa, es la vida inclinándose sobre la lengua cuando el amor se consuma en un escenario fatal: mientras en la habitación principal dos se aman, en el cuarto de servicio uno se muere. La simultaneidad, demás está decirlo, perturba y contamina la relación. El recorrido hacia la inhumación clandestina del señor Blanco tiene un dramatismo que hace recordar, por su intensidad, aquel episodio relatado por Kenzaburo Oé en Una cuestión personal, cuando Bird y su amante Himiko buscan un sitio en donde arrancarle la vida a su hijo recién nacido. En Severina, los amantes suben la montaña con el cadáver hasta llegar “al culo del cielo”. Y allí honrar el cuerpo ido, hacerlo invisible y luego absorber su identidad: el anillo cómplice entre amantes. Un pacto –de muerte, amor y riesgo– que condena al liberar: “Vi en mi imaginación, [...] una pira hecha con los libros de Severina en lo alto de un monte sin árboles, el cuerpo del viejo contorsionándose, crepitando como lo hacen los cadáveres al ser purificados por las llamas”. Y bien: fue necesario embarcarse en una novela pacífica y en apariencia inofensiva para llegar a este pasaje. De ahora en más, todo lo que leímos se inclina sobre el último tramo para anudar la complejidad de la relación entre el librero y Severina, ese amor construido entre libros. ¿Y qué hay de los libros? En la novela hay listas –en El material humano las listas y las citas de libros son medulares– de lo que Severina roba, y esos libros tienen en apariencia un valor de mercado, no del mercado literario, sino más bien del interés que podría tener por ellos un coleccionista. Son perlas para traficantes. Los libros: biombos que delimitan un espacio donde el amor entre dos se diseña, “hace” futuro, logra sobrevivir. Hacia el final un libro, El Corán, ofrece a partir de la figura de Borges una clave inesperada para que los amantes puedan sentir que “el amor triunfa una vez más”, como escribió César Aira en el desenlace de El llanto. No es noticia que Rey Rosa, en cada libro, empuja las palabras hacia un terreno cristalino y elíptico, como si buscara en cada cuerda gráfica aplazar su antecedente. No hay relieve textual y su escritura es la espina dorsal que un dedo dibuja sobre el agua: tan invisible como intensa. (Actualización julio–agosto 2012/ BazarAmericano)