COMO MURIÓ FEDERICO GARCíA LORCA

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Como murió
Federico García
Lorca
Un día del verano en guerra
de 1937, el autor de esta nota,
amigo de Federico García Lorca,
fue llamado desde el Cuartel del
Almirante, dedicado a prisión
provisional de evadidos y prisioneros del campo franquista en
Valencia, para oír la confesión
espontánea de un guardia civil
de los que formaron parte del
pelotón que fusiló al gran poeta
granadino. Al parecer, hombre de
campo, sencillo y veraz, se pasó a
las filas leales por haberse visto
obligado a cometer éste y otros
delitos que repugnaban a su conciencia. Nada sabía del poeta,
pero una tarde en el «Rincón de
Cultura» del Cuartel vió su retrato, lo reconoció, sin poder ocultar
su emoción, y dijo: «A ése también lo matamos nosotros». Así,
con esa trágica sencillez, comenzó a hablar. Lo que sigue pretende ser un reflejo exacto fiel y real
de aquel hecho monstruoso, con
los nombres de todos los ejecutores de una sentencia que no se
sabe, y acaso no se sepa nunca,
quién dictó y a qué móviles pudo
obedecer.
Debió ser a mediados de septiembre de 1936. Mes y medio
después de haber estallado la sublevación. La ciudad llevaba una
vida lánguida y triste. Rostros
taciturnos cruzaban las esquinas rehuyendo el encuentro con
los esbirros de Falange. La propaganda nazi gritaba desde las
esquinas y escaparates un optimismo hueco y chillón. Vivas a
Franco, Mussolini y Hitler ocupaban grandes pancartas en holocausto al «nacionalismo» indígena. Desfiles y más desfiles
entusiasmaban a las «gentes de
orden» que esperaban, por fin, la
definitiva salvación de la Patria.
Por algo la elocuencia de los fusiles estaba haciendo enmudecer
para siempre a aquellos «malditos rojos» que se habían atrevido, más de una vez, a perturbar
sus digestiones de hombres apolíticos con absurdas pretensiones
de reivindicación. El porvenir era
suyo. Unos días, quizás unos meses, y ya habría tiempo después
del triunfo para preocuparse de
encontrar la justificación adecuada a unos crímenes necesarios.
Aunque éstos se cometieran con
catedráticos, médicos, maestros,
artistas, escritores, etc., el mundo
debía comprender y comprendería la incompatibilidad existente
entre el Nuevo Régimen y aquellos seres, tan anticuados, que
aún creían en los derechos del
hombre. ¿No se habían quemado
en la ultra-civilizada Alemania,
en plena vía pública, las obras
de Einstein, Mann, Ludwig,
Schroedinger, etc.?
Pues España no podía ser menos. Si los alemanes quemaban
libros, los fascistas españoles,
discípulos aventajados de aquellos, debían quemar personas.
Así cayeron víctimas de esta fobia a la cultura, sólo en Granada,
Salvador Vila, Rector de la
Universidad y destacado arabista;
los catedráticos, también universitarios, Palanco Romero, Yoldi,
Duarte, Mejía, García Labella y
otros; casi todos los profesores
de la Normal; los diputados a
quienes sorprendió el movimiento en la ciudad; el periodista Ruiz
Carnero; los profesores de la
Escuela de Artes y Oficios Álvarez
Salamanca y Ricardo Agrasot y
muchos más que harían esta lista
interminable. Todos ellos murieron ignorados frente a una tapia
o en los caminos de las afueras,
sin formación de causa, mezclando su sangre generosa con la de
cientos de trabajadores, carnaza
habitual y cotidiana para aquellos
tiburones de tierra firme.
¿Qué de extraño, pues, en
el asesinato de Federico García
Lorca? Desde el principio le buscaron. Querían —es la única hipótesis remisible— la carne humillada de aquel gran poeta del
pueblo para matar su voz, que
un día quizás se elevaría acusadora. Se cansaron de hacer pesquisas «las patrullas negras» que
dirigían Perete, ex-novillero fracasado y el hijo del «Pajarero»,
personaje muy conocido en aquella localidad. Intervino entonces
Sebastián Fernández, el traidor
ex-secretario del diputado comunista Pretel, que tampoco pudo
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dar con su pista. La presa se les
había escapado. Pero todavía quedaban los que nunca perdonan.
Los calaveras de plomo con alma
de charol seguían su rastro
Tienen, por eso no lloran,
de plomo las calaveras.
Con el alma de charol
vienen por la carretera.
Jorobados y nocturnos,
por donde animan ordenan
silencios de goma oscura
y miedos de fina arena
Su guardia civil española
acecha el Consulado de Francia.
Allí se había refugiado Federico,
cuando se enteró de que era perseguido. Un día sale para dirigirse a la Fábrica del Gas, en cuyo
edificio vivía un amigo suyo muy
relacionado con el Consulado. ¿A
qué va? Nadie lo sabe. Son las tres
de la tarde. Traje claro y sonrisa
en los labios. Le falta tan sólo la
vara de mimbre para parecer su
Antoñito Torres Heredia, el hijo
y nieto de Camborios. Hay una
extraña semejanza entre ambos,
identificados en la muerte.
Y a la mitad del camino,
bajo las ramas de un olmo,
guardia civil caminera
le llevó codo con codo.
En la sala de los suplicios, antiguo guadarné de las caballerizas
de la Comandancia, situada a la
izquierda de la entrada a la carretera de la Sierra, le esperaba el
sargento Romacho. Es el Jefe de
la «escuadra negra» de la guardia
civil local. Joven, alto y grueso
se enfrenta con la endeblez física del autor del «Romancero».
Allí hay vergajos, pinchos y palos
que se han utilizado, otras veces,
para arrancar inútiles declaraciones a los condenados a muerte. Permanecen juntos hasta las
ocho de la tarde.
Entretanto, en el patio, guardias civiles en grupos charlan entre sí. Algunos, muy pocos, no
pueden soportar los alaridos de
los presos que están siendo maltratados y se alejan. Otros, entre los que se destaca Francisco
Ubiña Jiménez, exmaestro nacional, tienen frases jocosas a cada
grito de dolor. La escena es interrumpida por la presencia del brigada Tomás Olmo. Ha llegado la
hora de la lista. Los guardias están ya formados. Las camionetas
esperan para ser cargadas con los
hombres a quienes hay que hacer
desaparecer aquella misma noche. Entre ellos debe ir Federico
García Lorca. Pero se cambia
de parecer. Mejor es que vaya
él solo, por separado, con cinco
números al mando del teniente
Medina, que serán los encargados
de la ejecución.
Todo está preparado. Falta el
preso, que no tarda en aparecer
escoltado por dos guardias que
lo sujetan de los brazos. De su
cara y de sus manos mana sangre. Sin embargo, conserva la entereza. A empellones se le sube
a la camioneta. Y ésta arranca.
En ella van los «beneméritos»,
Francisco Ubiña Jiménez, el exmaestro sanguinario; Burgos,
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Granada, su Granada, había matado al mejor de los poetas. San Rafael, San Lázaro, el
Albaicín, el Matadero, sus barrios
populares, han muerto con él.
Veinticinco mil asesinatos cometieron los fascistas en aquella provincia. Es un record escalofriante
y terrorífico que da idea de una
ferocidad inigualada. Entre ellos
destaca Federico García Lorca,
como símbolo de tantos y tantos intelectuales sacrificados por
un odio a la inteligencia que sólo
los hombres que de ella carecen
pueden sentir. Nuestro dolor es
grande por los amigos muertos,
pero no lo es menos por tener
compatriotas de tan bajo nivel
humano. ¡Pobre España!
Habana, 8-11-39
(Nuestra España, nº II, noviembre
1939)
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antiguo escribiente de la
Comandancia; Carrión,
no menos conocido que
el primero por su ferocidad y los de nuevo ingreso, Corpas Jiménez y
José Vázquez Plaza, que
no pueden ocultar su
temblor de novatos no
avezados aún al asesinato. En medio, el sádico
teniente Medina, padre
de tres hijos curas.
A unos dos kilómetros
del Padul, en la carretera
que va de Granada a este
pueblo, se detienen. Ha
llegado el momento. Es
de noche ya. Los faros
están encendidos. Se ordena al preso que avance
a unos seis metros de la
camioneta. La oscuridad
protege a los cinco guardias y al teniente, que se
Federico con sus padres, su hermana Concha y su hermano Francisco.
quedan al lado del vehículo. Federico está iluminado por los dos torrena vosotros por este asesinato,
tes de luz. No puede contenerse
sino al traidor que cree que con
y dice estas o parecidas palabras:
mi muerte podrá vivir tranquilo.
«Guardias civiles. El Dios que
¿A qué traidor aludía el poevosotros decís defender nunca
ta? No se sabe, ni siquiera es fáos perdonará. Como el lobo que
cil sospecharlo. Dio todavía unos
está en la selva, hambriento, acepasos en medio del estupor de los
chando al cazador, así me habéis
guardias y cayó de nuevo. Medina
cogido vosotros a mí, para asese le acerca profiriendo juramensinarme. Podéis estar seguros
tos y maldiciones y descarga todo
de que los marxistas que, según
el cargador de su pistola sobre su
vuestros jefes, no creen en Dios
cuerpo ya inerme.
ni en la Patria, son, sin embargo,
Un guardia se atreve a insimás creyentes y humanos que
nuar:
vosotros e incapaces de fechorías
— Mi teniente. ¿Qué hacetales…».
mos con el cadáver?
Le interrumpe el teniente
— ¡Dejadlo en la cuneta para
Medina:
que sirva de pasto a los cerdos.
— Cállate. Si sigues, en vez
de fusilarte te coseremos a maAsí, murió Federico García.
chetazos.
Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil.
Da la orden de fuego y suena
Viva moneda que nunca
la primera descarga, que derriba a
se volverá a repetir.
Federico García Lorca. Pero todaUn ángel marchoso pone
vía no está muerto. Se incorpora
su cabeza en un cojín.
y aún puede decir: —No os culpo
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