pdf Límites y fronteras [Selección de fragmentos]

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MIGUEL DE CERVANTES
BIBLIOTECA AFRICANA
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SAÏD EL KADAOUI MOUSSAOUI
Límites y fronteras
[selección de fragmentos]
Edición impresa
Saïd El Kadaoui Moussaoui, Límites y fronteras (2008)
En
Saïd El Kadaoui Mossaoui (2008) Límites y fronteras. Lleida:
Editorial Milenio. (pp. 13-18, 27-32, 67-78, 97-100, 117-126, 185194)
Edición digital
Saïd El Kadaoui Moussaoui, Límites y fronteras (2011)
Enrique Lomas López (ed.)
Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Noviembre de 2011
Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto I+D
«Literaturas africanas en español. Mediación
literaria y hospitalidad poética desde los 90»
(FFI2010-21439) dirigido por la Dra. Josefina Bueno Alonso
Casablanca
Límites y fronteras
Saïd El Kadaoui Moussaoui
ADIÓS
Le di un beso en la calva a mi jefe, dos más en la mejilla —¡el pobre me miraba con una
cara!— y le dije que él, bien mirado, era un buen hombre que se había dejado seducir por el poder del
dinero. Había caído en la trampa que esta sociedad nos depara a todos. «Crees ser un triunfador por
haber armado esta mierda de restaurante, pero ¿sabes qué te digo? Sigue explotando a otros. A mí ya
no. Ya encontrarás a otro moro dispuesto a trabajar por la miseria que me pagas. ¡Ah! No te lo había
dicho nunca, pero me apetece hacerlo ahora. Esa mujer de allá, tu madre, con sus aires de marquesa,
es una puta bruja; encuéntrale a alguien que se la folle y le quite las manías que tiene. Porque… ¿debe
de hacer tiempo que no se come una polla, verdad?... ¡no! No te preocupes, ya me voy. Con mi
finiquito puedes pagarte un chapero que te reviente el culo, ¿vale?»
Le di un abrazo que lo sorprendió y salí del restaurante. Me sentía eufórico y desinhibido.
Tenía ganas de abrazar a todo el mundo. Mi «yo» quedó despojado de toda conciencia racional y
solamente era sentimiento a flor de piel. Sentía mucho amor por la mayoría de la gente de la calle
—llegué a abrazar a tres o cuatro personas desconocidas diciéndoles que les quería— y mucho odio
por mi trabajo, el jefe y los árabes. Gritaba que yo era Amazig y no un puto árabe. «Yo soy libre,
completamente libre». Creí que toda la gente me miraba y hablaba de mí. Pensaba que los turistas de
la calle me hacían fotos y que quizás alguno de ellos fuera periodista. «Mañana seré la portada de
todos los periódicos», me decía, y me encaramé a una barandilla de cemento para pedir un minuto de
atención. Rápidamente se hizo un coro a mi alrededor que interpreté como muestra de interés por mis
palabras: «queridos amigos, voy a hacer todo lo posible para liberar a los beréberes de ese miserable
país que es Marruecos. Los emaziguen somos un pueblo único, con un idioma pisoteado por los
bárbaros árabes, con una cultura propia. Los emaziguen somos un pueblo combatiente, con raza y
nadie nos va a seguir explotando. Pido ayuda a la nación catalana para que me ayude a llevar esta
revolución que hoy emprendo. La nación catalana sabe de lo que hablo y tampoco debe dejarse
pisotear por un estado opresor como es España. España, un país explotador de sus inmigrantes.
España invasora del pueblo catalán y llena de gente como el jefe al que acabo de plantar deseándole
lo mejor a él y a su madre…»
Hubo quien me aplaudió. Entre ellos estaba Hasan que se quedó hasta el final para decirme
que él también era amazig, pero de Cabilia. Lo abracé como si de un hermano se tratara y le propuse
que se uniera a mi lucha. Nos fuimos los dos y despilfarré todo el dinero que me quedaba en la tarjeta
de bar en bar. ¡No recuerdo la cantidad de alcohol que tomamos!
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Hasan me debió dejar en alguno de aquellos bares y acabé deambulando por las calles de
Barcelona proclamando que era el Che beréber y que liberaría a mi pueblo de la opresión que sufría.
En estos momentos no se imaginan cómo tengo la cara y no se imaginan el esfuerzo que tengo que
hacer para seguir escribiendo. ¡Me invade una sensación de vergüenza tremenda!
Según me comentaron después, debí pasar dos días enteros con esta historia recorriendo la
ciudad sin rumbo fijo y con una desorientación total. Tengo unos recuerdos muy vagos de todo aquello
y no sé si son reales o si son producto de mi imaginación. La imagen de un policía hablándome, la luz
naranja de las sirenas, dos hombres vestidos con el jersey de la Cruz Roja y algún que otro grito son
los únicos recuerdos que guardo de aquellos días, que han pasado a ser una especie de paréntesis
que enmarcan un tiempo en blanco que yo no viví.
Desperté con una sensación de cansancio en todo el cuerpo. Apenas podía mover mis brazos
y piernas; mi cuello estaba rígido y tenía verdaderos problemas para moverlo y mi boca estaba seca y
pastosa. No sabía dónde estaba.
Cuando se percataron de que había abierto los ojos, se acercó hacia mí una enfermera, me
tocó la frente muy suavemente y me preguntó que cómo estaba. «¿Dónde estoy?» Le pregunté
intentando humedecer mis labios con la lengua. Ella me dio un vaso de agua, me ayudó a incorporarme
y me dijo que no me preocupara. Cuando hube acabado de beber, abrí mejor los ojos y miré a mi
alrededor. No vi nada más que una habitación chiquitina, mi cama y la enfermera que estaba de pie a
mi lado. «¿Dónde estoy?», le volví a preguntar ya más consciente de que aquello no era un sueño. «En
un hospital», respondió ella. Entonces recordé vagamente algunas escenas de baile y gritos con Hasan
y supuse que había bebido más de la cuenta. «Ah, debe de ser el alcohol», le dije con una media
sonrisa, «pero ahora ya me siento bien y ya puedo ir a casa». «No, aún no, deja que venga el
psiquiatra a hablar contigo». «¡Cómo que el psiquiatra! ¡Acaso crees que estoy loco!» «No te pongas
nervioso que no es bueno para ti, ahora vendrá el doctor».
Empecé a sentir calor por todo el cuerpo y una sensación de ahogo tan grande que agarré a la
enfermera de la bata y le dije: «déjame salir de aquí». «Ayuda», gritó ella. Vinieron dos enfermeros más
y me forzaron a soltarla. «Tranquilo, tranquilo», iban repitiendo. «¡Me quiero ir de aquí, sólo ha sido una
borrachera!» «O te calmas o te vamos a tener que pinchar». «¡Pero qué dices hijo de puta! Suéltame
ahora mismo». «Aquí está el psiquiatra», exclamó uno de ellos. «Bueno», dijo con una sonrisa aquel
hombre, «¿Ismaïl, no? ¿Cómo has pasado estas doce horas? Veo que necesitabas dormir porque no
te has despertado en todo este tiempo». «¿Quién es usted?», le pregunté. «Soy el doctor Pere, tu
psiquiatra». «¿Dónde estoy?» «En la Unidad de Psiquiatría, pabellón de Agudos». «Creo que se han
equivocado conmigo. Quiero irme a mi casa». «Sí, ya irás, pero tendrás que esperar un poco».
Entonces lo agarré a él también de la bata y le dije que no quería esperar ni un minuto más. «Cálmate
Ismaïl», y se giró haciéndole un gesto a la enfermera que en un espacio muy corto de tiempo ya tenía
una jeringuilla en la mano. «¿Pero qué hacéis? ¿Os habéis vuelto locos?» «Tranquilo Ismaïl, la
enfermera te va a inyectar algo que te calmará». «No quiero que me pinche nada, quiero irme a casa,
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¿me oyes?» Cuando acabé de pronunciar esta frase, ya tenía a dos enfermeros aguantándome y la
enfermera que esperaba a que no me moviera. Al cabo de muy poco rato me quedé dormido.
Volví a despertar al cabo de unas cuantas horas y recordé en seguida que me habían
inyectado algo tras pedirles a unos cuantos batas blancas que me dejaran ir a casa. «No puede ser que
me esté pasando esto, Ismaïl», pensé. «Quiero irme a mi casa a descansar y no entiendo qué hago
aquí», le dije a otra enfermera que había venido a ver cómo estaba. «Ahora es muy tarde, son las cinco
de la mañana, ya tendrás tiempo de irte a casa». «¿Pero qué os pasa a todos? ¿Me tenéis por un niño
pequeño o por un retrasado? Tengo casi 30 años y puedo tomar mis decisiones solo. ¿Quiénes sois
para impedirme que vaya a casa?» «Hola Ismaïl, soy el doctor X», ya no recuerdo aquel nombre.
«¿Cómo te encuentras?» «Me encuentro bien y quiero irme a casa». «No te pongas nervioso, sólo
queremos cuidarte». «Yo sé cuidarme solito y he dicho…» «No grites que despertarás al resto de
compañeros». «¡Me voy!» e hice el gesto de salir de la cama. Quise apartar con toda la fuerza que
podía a aquel hombre que me lo impidió sin mucho esfuerzo porque yo me encontraba muy débil. «No
hagas más difícil la situación». Esta expresión del psiquiatra me violentó más porque sentía que eran
ellos los que me ponían las cosas difíciles. «¡He dicho que me voy!» Y nuevamente me sujetaron y me
volvieron a pinchar.
Después de dos días dedicando todo mi esfuerzo mental al enfado con aquella gente que no
me quería dejar marchar, me rendí y me convertí en una persona totalmente extraña para mí. ¿Estaba
viviendo una pesadilla de la que despertaría algún día? ¿Había un complot organizado con el fin de
acabar conmigo? ¿Aquella gente era realmente quien decía ser? ¿Toda mi vida iba a ser así a partir de
ahora? Sentía una angustia que me era totalmente desconocida. No era miedo a que me pasara algo,
no era un sufrimiento por verme de aquella manera, no era un malestar con mi vida, no era nada a lo
que pudiera agarrarme. Aquello debía ser algo parecido a lo que puede sentir un recién nacido cuando
está en manos del médico que lo tiene cogido por los piececitos y dándole palmaditas en el culo. Solo,
en manos ajenas y un inmenso vacío que no tiene nombre. «¿Dónde está mi madre?», pensé, y justo
después de aquel pensamiento un temor inquietante: «¿Tengo madre?»
Los días fueron pasando y, resignado con mi situación, acepté hablar con el doctor Pere, que
quiso saber si sabía por qué estaba allá. «No, no lo sé y nada de esto me parece real». Entonces él me
explicó que habían hablado con mi familia y que le habían dicho que sí que me habían visto extraño
estos últimos meses pero que no sabían por qué. También me comentó que habían hablado con el
propietario del restaurante donde yo trabajaba y, junto con el informe de la policía y de la Cruz Roja,
pensaban que había sufrido lo que ellos llaman brote psicótico. En mi caso con delirios de grandeza y
creo que no hace falta explicar el porqué.
Cuando recuperé un poco el sentido, caí en una profunda depresión. No sabía qué me pasaba
y, a veces, sentía que todo yo desaparecía y me transformaba en pequeñas partículas esparcidas en
aquel enorme vacío.
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Había momentos en que todo me resultaba extraño e incluso llegaba a dudar de si yo era yo;
de si yo existía o todo era pura invención. En aquellos momentos tenía miedo de todo y de todos. Me
acurrucaba en un rincón y sólo quería que me dejaran a mi aire y que nadie se me acercara.
Después de un mes, un poco más recuperado, aunque extraño con todo lo que me rodeaba,
me dijeron que consideraban oportuno un traslado a la clínica, donde podía hacer un tratamiento más
activo.
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EL ETERNO EXTRANJERO
Ahí en la clínica y, sobre todo, en las entrevistas que tenía con don Jorge, empecé a ver en
qué consistía esto de estar loco. No, no es una enfermedad como otras.
La locura es una enfermedad del cuerpo, pero sobre todo del alma, y no tiene otra cura que no
sea la recuperación de la capacidad de construir, de mejorar, de querer vivir. Los talleres, las charlas
con los compañeros y las terapias de grupo formaban un todo. No eran un pasatiempo para hacer más
placentero el día, sino que formaban un todo que yo ahora llamo «el camino».
Esto lo fui descubriendo gracias, sobre todo, a don Jorge. Con él aprendí el valor de la palabra
que, hasta entonces, desconocía por completo. En las entrevistas que tuve con él me sorprendí
narrando trozos de mi vida que ni tan sólo yo sabía que sabía, que recordaba y que eran tan
importantes para entender algo de lo que era en aquellos instantes.
—¿Y por qué lo de ser príncipe de los beréberes?
—¿Tiene importancia?
—No lo sé, suponía que era parte de la locura y ya está.
Respondí con un tono seco y, aparentemente seguro, pero con un sentimiento de vergüenza y
rencor. Vergüenza por esa confrontación con una realidad que sólo quería olvidar. Aún hoy quisiera
eliminar aquel episodio de mi memoria. Y rencor porque aquel hombre me lo estaba recordando. Este
hecho lo viví por unos instantes como si don Jorge fuera un sádico al que le gustara recrearse en la
mierda de los otros. Me pareció cruel y humillante.
—¿Pero entonces usted, es beréber o no?
—Sí lo soy. Pero si le digo la verdad, no sabía que lo fuera tanto hasta aquel día, en que no
sólo me sorprendí orgulloso de serlo sino que quería que todos lo fueran. Tampoco sabía que era un
entusiasta defensor de la independencia de Cataluña.
—¿Por qué no me explica algo de los beréberes?
—Es que en realidad no sé nada de los beréberes.
—Sí, comprendo. Pero yo no me refería a que me hiciera una reseña histórica y erudita sobre
los beréberes sino a que me hablara de usted como beréber.
Por unos instantes me sentí bloqueado. Pero después, cuando don Jorge me hizo saber que
teníamos tiempo, empecé a hilvanar sentimientos e ideas que habitaban en mí sin yo saberlo. Hoy,
pensándolo con la perspectiva que da el paso del tiempo, creo que fue el principio de una recuperación
que, con altibajos, ha seguido un camino que me llena de júbilo.
—Hace ya un tiempo —empecé a contarle— leí dos cuentos de una escritora de Beirut. Hanan
es su nombre. Uno de estos cuentos hablaba de la relación de una mujer árabe con los ingleses.
Describía muy bien un sentimiento que, creo, compartía con ella. Todo lo extranjero, en su caso lo
inglés, le parecía mejor que lo suyo y, por tanto, todos los ingleses, por el simple hecho de serlo, eran
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seres superiores. Hasta tal punto que un día, al cruzarse con un mendigo inglés, decide darle algo para
sentirse, por primera vez, superior.
—Y dice que a usted le ocurre lo mismo que a esta mujer.
—Es algo realmente difícil de explicar y de lo que me estoy dando cuenta recientemente.
Cuando era muy pequeño, apenas empezaba a ir al colegio, trataba de convencer a todos mis
amiguitos de que el mejor equipo de fútbol del mundo era Marruecos. ¡Y pobrecito de aquél que me
contrariase! Pronto se dieron cuenta de que lo mejor era darme la razón y evitarme una rabieta. En mis
viajes de verano a Marruecos, trataba de defender a España como uno de los más grandes equipos de
fútbol del mundo. Los marroquíes, que son grandes amantes del fútbol español, me decían, con los
datos en la mano, que España no había ganado nada. Recuerdo que en una ocasión, un hombre me
dijo: «de la selección sólo se podría salvar aquel jugador de barba llamado Martín Vásques». Yo le
respondí desesperado: «allí en España hay muchos jugadores, muchos, tan buenos o más que Martín
Vázquez pero nos falta un gran entrenador que los lleve a la selección. Cuando esto suceda seremos
campeones del mundo».
—Usted defiende Marruecos cuando está en España y a España cuando está en Marruecos;
pero yo me estaba preguntando: ¿de quién hay que defenderlos?
—No lo sé. Sólo sé que me enfada hasta la impotencia verme como un ciudadano de menos
categoría. Siempre estoy construyendo grandes argumentos en mi mente para defender que los
marroquíes no somos ciudadanos de segunda. Y cuando viajo allá… Cuando era más pequeño, me
enfadaba muchísimo que en marruecos se valorara más a mis primos de Alemania y Francia que a
nosotros que veníamos de España. Mis primos de Marruecos decían que el marco y el franco eran
monedas más fuertes y con más valor. Así que podías hacerte rico con más facilidad que si ganabas
pesetas. «La peseta es una moneda de pobres. Tiene poco valor», me decía mi primo. Fui un niño muy
interesado en todo lo que hacía referencia a la Comunidad Económica Europea porque había oído que,
algún día, todos tendríamos la misma moneda. Deseaba que llegara ese día para no aguantar más
aquellos comentarios que tanto daño me hacían. Llegué a creerme aquello que me decían y me
acomplejaba mucho ver que la peseta tenía menos valor que el dírham. Pensaba, enfadado, que mi
padre había salido de un país pobre para llegar a otro peor.
—Así que el resultado acababa siendo siempre el enfado. Imagino que sufrió mucho con estos
enfados a dos bandas.
Mientras pronunciaba las palabras sufriendo mucho, me invadió un sentimiento que, en aquel
entonces, no sabía nombrar. Ahora, con algo más de distancia, diría que era ternura por aquel niño
enfadado con su destino de perdedor. Al poco rato, sin poder contenerme, me puse a llorar. En
aquellos momentos, se apoderaba de mí una sensación de ridículo que fue disminuyendo a medida
que tenía más confianza con don Jorge.
Recuperé mi voz y le dije que sí.
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—Sobre todo por este complejo de inferioridad que tenía en todas partes. La lectura de este
cuento que le he comentado fue algo muy importante para mí porque me ayudó a entender que son
mis propios monstruos los que me hacen sentirme inferior. E inferior en todas partes. Los que somos
de familias venidas de otros lugares no tenemos país, no tenemos patria.
—Creo que los beréberes tampoco son sólo de un país.
—No. Hay en diferentes países del Magreb.
Siguiente entrevista
—Olvidamos hablar del otro cuento.
—El otro cuento trataba de una mujer que regresa de vacaciones a su país y piensa que hasta
aquel momento no lo había podido hacer por desprecio. Años atrás su objetivo principal había sido
partir hacia Europa. Nuevamente los europeos eran el ejemplo de todo y los árabes representaban todo
lo que ella no quería ser. El viaje le permite recuperar parte de la identidad negada por la frustración de
nacer al otro lado de la libertad.
Después de leer estos dos cuentos pasé unos días sumido en una tristeza profunda, una
tristeza que también era física. Era como si se pudiera tocar. Yo acostumbraba a tener épocas en las
que me sentía especialmente bajo de ánimos, pero, ¡aquello! «Dios mío», me preguntaba, «¿qué me
está pasando?» «¿Quién soy yo? ¿Éste es mi cuerpo? ¿Qué es un cuerpo? ¿Estoy vivo? ¿Soy de
aquí? ¿Qué significa la palabra aquí?» ¡Qué sentimiento más extraño! ¿Cómo hice para ir a trabajar?
¿Dónde encontraba la fuerza para empezar los días? ¿Cómo pude seguir el ritmo de la vida sin tan
sólo tener conciencia de que vivía? No recuerdo mucho más de aquella época, pero conservo un miedo
muy particular: temo volver a estar atrapado en aquel laberinto tan depersonalizador.
No sé cómo fui saliendo de aquella situación, pero recuerdo que la fuerza la encontré en el
odio. Fue despertando una especie de monstruo interno que lo odiaba todo y, yo, era su títere. «¿Qué
coño haces aquí?», me preguntaba. «¿Quién coño eres en esta vida? ¿Vas a ser camarero toda tu
vida? ¿De qué coño te sirven los libros que lees? ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Vas a
permitir que te siga explotando ese ser despreciable que es tu jefe? ¿Vas a estar siempre sometido a
personas como él?»
—Y supongo que la única salida que consiguió encontrar este odio que iba creciendo cada día
fue la que se produjo —concluyó don Jorge.
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TERAPIA FAMILIAR
Aquello me parecía espantoso, lo peor de la clínica. Creo que, de no haber sido por el diario
que escribía, hubiera olvidado por completo aquellas reuniones. Me ponían de muy mal humor y las
consideraba del todo inútiles.
Los padres llegaban antes y empezaban a hablar de sus hijos enfermos como si fuéramos
criaturas traviesas, unos pobres desgraciados o unos monstruos que les habían amargado la
existencia. Lo peor era oírles explicar a todos, incluida mi madre, el gran sufrimiento que suponía tener
un hijo con una enfermedad mental. Sentía que hablaban de nosotros como si fuéramos unos objetos
con los que no les quedaba más remedio que convivir.
En muchas de aquellas reuniones mi madre no hacía más que llorar y comentar, de vez en
cuando, que sufría por todo: por su suerte, por verme a mí ingresado en un manicomio, por mi futuro y
por tantas y tantas otras desgracias.
Pasaba muchos ratos de aquella terapia desconectado y recriminándole en silencio a mi
madre yerros que nunca me había atrevido a decirle a la cara. Don Jorge insistió una y otra vez para
que lo hiciera y poder tratarlo allí. «Tu padre y yo queremos que estudies, que tengas tu carrera, que
puedas defenderte en la vida mejor de lo que hemos podido hacer nosotros. Ya sabes que hoy en día
la persona que no tiene estudios no tiene opciones a casi nada. Tu padre y yo te apoyaremos en todo».
«Ohhh, literatura francesa. A tu padre no le gusta nada esto que quieres estudiar. ¿De qué te va a
servir? Tu padre dice que solamente servirá para que te olvides completamente de tu país. ¿Por qué
no te haces médico? Podrías trabajar también en Marruecos. Allí podrías ser muy útil y te ganarías muy
bien la vida. Serías el orgullo de la familia. Te convertirías en ―mi doctor‖. Tu padre no cabría en sí de
contento. Siendo doctor, podríamos buscarte a la mejor mujer de todo Nador y haríamos una boda que
sería la envidia de todos y yo sería la madre más feliz del mundo». Recordando aquellas palabras y
viéndola llorar, me entraban ganas de matarla, de enterrarla, de decirle que, muy al contrario de lo que
ella creía, había contribuido a que enloqueciera. Y él, ¿quién es él? Sólo lo conozco por lo de «tu padre
dice, tu padre cree», ¡como si no hubiéramos habitado el mismo techo durante años! ¡Como si
necesitara de los labios de mi madre para hablar! Siempre lejos. Primero estuvo lejos porque vivíamos
en países diferentes y después porque no supo entablar un diálogo directo conmigo y, para rematarlo,
murió de forma fulminante de un infarto que me dejó a mí y a mis hermanos sin padre de un día para
otro.
Su gran fortaleza estuvo en el hecho de decidir un cambio tan grande como el que supone un
nuevo proyecto de vida en un lugar desconocido. Debió de ser difícil para ellos dos empezar de cero.
Aquel día, me preguntaba para qué había servido tanto sacrificio. Mi madre estaba allí llorando, mi
padre, fallecido, yo en un psiquiátrico y mis hermanos sin saber qué hacer con sus vidas.
Parece que sea fácil echarle la culpa a los otros de lo que le pasa a uno, pero en mi caso fue
lo más difícil. Yo fui incapaz de criticar a mi madre —a mi padre sí que lo había hecho tímidamente—
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hasta que empecé a profundizar en mi vida con do Jorge. Hasta entonces, mi madre me parecía el ser
más bondadoso que existía y siempre la había visto frágil. Fue precisamente esa fragilidad la que me
mantenía atado a ella, dispuesto a protegerla, a hacerle ver que yo siempre estaría ahí para hacerle la
vida menos problemática. Trataba de ser su soluciona-problemas. Cuando me ocurría algo malo, lo
primero que pensaba no era que me había sucedido a mí; no, yo lo primero que pensaba era en mi
pobre mamá que de nuevo tenía otro problema al que enfrentarse. Mis problemas se convertían
automáticamente en los problemas de ella. Incluso cuando me di cuenta de que yo estaba ingresado
en un psiquiátrico preguntándome si estaba loco, pasé días llorando pensando: «¡qué te he hecho,
mamá!»
Transcurridos unos diez meses del ingreso, sentí que empezaba a despertar de una larga
pesadilla que me había mantenido esclavizado todos aquellos años. «¿Cómo que pobre mamá?»,
pensé. «¿Y yo qué?»
A partir de entonces empezó la lucha contraria que don Jorge definía muy bien con una de sus
máximas: «No dejar que todo aquel amor se convirtiera en odio». Éste pasó a ser uno de los objetivos
de la terapia y no fue una lucha fácil porque aquel odio llegaba a ser tan fulminante que sentía que iba
a matarla a ella o a mí. Le reprochaba con mucha contundencia, sin llegar a decírselo jamás, sus
palabras enloquecedoras. Me empujaba a ser yo, a ser libre pero, juntamente, con esto que decía, su
actitud era justamente la contraria y parecía que me dijera que si me iba, si me apartaba de ella por
poco que fuera, la iba a matar. He sido esclavo de este lenguaje suyo toda mi vida. El resultado ha sido
el que es y hasta ahora he creído que la vida sólo consistía en ir viéndolas venir sin que nada pudiera
hacer yo para evitarlo y echándole la culpa unas veces a Catalunya, otras a España, otras a
Marruecos, como si se tratara de personas físicas que sólo se hubieran dedicado a fastidiarme.
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VENGANZA
Aquel día ni tan siquiera el taller literario me ayudó a desconectar. Pensaba en Candela en
todo momento. Mi cabeza parecía habitada por dos monstruos que luchaban a muerte. Uno, con el que
me sentía más afín, pensaba que Candela era la solución definitiva, lo era todo. Con ella el mañana, el
futuro o lo que fuera, forzosamente iba a ser mejor. Otro, en cambio, me decía «Ismaïl, ¿por qué te
engañas? ¿A cuántas mujeres has deseado exactamente igual como deseas ahora a Candela? ¿Te
acuerdas de Ona? ¡Qué obsesión! ¿Qué te pasó con Ona, Ismaïl? ¿Lo sabes no? Va dilo, dilo…» «No,
pero Candela es diferente», respondía el otro monstruo. «Dilo, dilo, ¿qué pasó con Ona? Por cierto, ¿y
con Ester, la que iba a ser la madre de tus hijos? María, con ella sí que iba de verdad, con Marta, la
belleza que siempre habías buscado. No te engañes Ismaïl, ahora está sucediendo exactamente lo
mismo». «No, no, no, esta vez es diferente». «Candela, Candela, Candela, Candela…» «Tú sabes que
Candela lo está tapando todo. ¿Te recuerdo más nombres?» «¡Candela, Candela, Candela, Candela,
Candela, Candela!»
—Traigo otra vez a Goytisolo —dijo Fidae.
—Bien, Goytisolo está muy bien —dijo Carme, que mostraba talento y sensibilidad cuando
hablaba de poesía.
«Candela, Candela, Candela, Candela».
Empecé a observar a todos los componentes del taller. «Míralos, concentrados leyendo.
¿Concentrados? Ya verás cuando Fidae se interese por lo que hemos entendido. ¿Qué te apuestas a
que Raquel no se habrá enterado de nada? Hasta parece increíble que no sea capaz de quedarse con
nada. ¿En qué debe de estar pensando Raquel ahora?»
«Candela, Candela, Candela, Candela». «¿Quieres más fracasos?» «No, esta vez no es un
fracaso. Las otras son historia. Ahora todas se llaman Candela».
Seguía observando a Raquel. «¿Debe estar pensando en algún hombre obsesivamente como
lo hago yo? No, Raquel parece que no piense, que no hable. ¿Te acuerdas de aquel día que le
preguntaste por qué se reía? ―Un elefantito y una elefantita juntitos, juntitos‖ respondió ella. ¿Qué
inabarcable esto de la locura, verdad?»
«Y Fidae, ¿sabe que cada uno de nosotros está en lo suyo o realmente cree que estamos
disfrutando de estos poemas como lo está haciendo él? ¿Cómo debe ser Fidae para que pueda
disfrutar sin obsesiones, sin contradicciones, sin altibajos? ¿Pero, tal vez él también tenga sus
altibajos, no? ¿Quién te dice que ahora no está pensando en otras cosas?»
«No quiero esta tortura siempre, no la quiero Ismaïl». «Candela, Candela, Candela». «Eso es,
ahora ponle un poco más de música al estribillo. ¿Qué música le ponemos? Vamos a ponerle la
melodía de Billy Jean del negroblancomonstruo Michael Jackson. ¡Cómo te gustaba esta canción
cuando eras un crío! ¿Te acuerdas? Venga, vamos allá: Candela, Candela, Cacacandela, Candelaaaa,
is Candela, Candela, Candelaaa, Uhhhh… ¡Estás loco, completamente loco!»
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Mira como se controlan los Ferranes. Se odian.
Los Ferranes resultaban ser uno de mis mejores entretenimientos en los ratos de «cámara»
—así llamo a los arrebatos de voyeurismo que de vez en cuando experimento—. Uno de ellos era
minucioso y escrupuloso en todas las tareas que realizaba, por insignificantes que fueran. Resultaba
cómico algunas veces, como cuando se empeñaba en que le trajeran los cubiertos necesarios para
poder comer el pescado, y otras, agotador por su insistencia en el detalle más ínfimo. Naturalmente, a
la hora de hablar, siempre quería encontrar la palabra precisa y acababa utilizando un sinfín de
sinónimos para describir cualquier acontecimiento, obra, suceso u objeto. Todo ello expresado con un
tono monótono, sin emoción y siempre en catalán. Acostumbraba a decir: «som a Catalunya no? Si no
és així prego que m’ho digueu». Cuando se quería dirigir a alguien le podía soltar: «disculpa que et faci
una pregunta, mmm, que et plantegi una qüestió. Bé, més aviat el que vull dir-te és un apunt, un petit
toc d’atenció si m’ho permets, és clar». Toda esta retahíla de modos para acabar espetando: «podries
baixar el teu to de veu? Perquè, com veus, estic intentant llegir».
Pues bien, Ferran, que no perdía la paciencia nunca, sí que lo empezó a hacer con la llegada
del otro Ferran. Un hombre altísimo y grandote sin llegar a ser gordo. Éste desconfiaba de todo el
mundo y se mostraba muy celoso de su intimidad. Sus respuestas siempre eran evasivas. «¿Cómo
estás Ferran?» «Bien, ¿por qué lo preguntas?» «¿Te quieres sentar a mi lado?» «No, prefiero estar
solo». «¿Quieres que hablemos de algo?» «No, yo ya estoy bien así callado. ¿A qué viene este
interés?»
Únicamente en el taller literario lo veíamos algo relajado. A nadie se le escapaba que sentía
un interés auténtico por los libros y no escatimaba ninguna oportunidad para demostrarlo. Creo que fue
precisamente esto lo que irritaba al otro Ferran, que no desaprovechaba ocasión para ponerlo en
evidencia. Un día, Ferran el grandote, dijo: «Como dijo una vez el escritor francés Simenon…» y, antes
de que pudiera seguir, el otro salió al paso con brusquedad y con cara de satisfacción, como queriendo
decir «ya te tengo» y dijo: «No!» Y sorprendió a todos los asistentes al taller. «¿No, qué?», preguntó
Fidae. «Doncs, que Simenon no era un escriptor francès sinó belga». «¿Ah sí?», dijo Fidae. «Sí, yo ya
sabía que era belga», respondió Ferran el grandote, y añadió: «pero si lees sus entrevistas, su
biografía, la suya, la escrita por él, verás que dice que se siente francés». «Però, ara centra’t en la
pregunta que et faré. Suposo que tu ets un home prou intel·ligent i llest, diga’m si m’equivoco, si us
plau, com per entendre això que ara vaig a dir-te, a comentar-te, a assenyalar-te: on va néixer
Simenon? No, no no! Espera un moment si ets tan amable. On va néixer, quiné s el país que el va
veure néixer, no d’on se sent aquest individu?»
La situación fue ganando en crispación hasta que Fidae puso un poco de orden diciendo que
siguiéramos con el texto que estábamos trabajando.
¿Qué deben estar pensando ahora los Ferranes? Seguro que se están peleando con ellos
mismos buscando el mejor argumento sobre el poema que ahora hemos de comentar para dejar KO al
otro. ¡Qué locura!
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«Candela, Candela, Ca, Ca, Candela, Candeeeela…»
«¡Quiero a Candela!» —grité perdiendo el control y siendo yo el primer sorprendido del taller.
«Muy bien, muy bien», dijo Fidae, «al menos estás aquí con todos nosotros siguiendo el poema porque
yo no tenía esa impresión».
Resulta que estábamos leyendo el poema «Quiero todo esto» de José Agustín Goytisolo.
Todos los versos de este poema arrancan con un «Quiero» y supongo que, a pesar de no estar por la
lectura, sí que percibía de alguna manera esta reiteración. Sin darme cuenta solté aquel grito.
Al finalizar el taller salí escopeteado a ver a don Jorge aún sabiendo que no me tocaba visita.
Subí las escaleras llorando, no de tristeza sino de rabia. Estaba enfadado conmigo mismo porque no
sabía cómo quitarme a Candela de la cabeza. Le pedí permiso y entré en su despacho con un gesto de
derrota, queriéndome dejar caer al suelo, y le dije: «¿Tiene un ratito para mí?» Sin darle tiempo para
responder, me senté y empecé a llorar, esta vez sí de tristeza. Don Jorge tenía ese poder en mí. Yo
solo, cuando pensaba, más que pensar me peleaba y podía llorar de cansancio, de rabia, de enfado,
pero pocas veces de tristeza. En cambio, con él sentía que tenía derecho a entristecerme.
Don Jorge cerró la carpeta que tenía entre manos y empezó a hablar:
—Veo que no me ha dejado opción. ¿Debe de ser importante, no?
—¿Sabe lo que me hace enfadarme conmigo mismo? Creo que voy camino del fracaso, que
otra vez se cruza la piedra que he tenido millones de veces en mi camino y nuevamente no la voy a
saber esquivar. Usted dice que la terapia tiene que servir para no caer siempre en los mismos errores.
Pues yo veo la piedra y creo que nuevamente voy a tropezar. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra
vez —le dije subiendo el tono de voz y con lágrimas en los ojos.
—Sí, sí, ya me ha quedado claro esto. ¿Pero puede concretar un poco más?
—No puedo dejar de pensar en ella. ¿No dicen que el amor es maravilloso? Maravilloso para
los demás, porque para mí es una tortura. ¿Es amor? ¿Es enamoramiento? ¿Es un capricho? ¿Es una
obsesión? A veces me hago ilusiones y otras me parece ridículo hacérmelas.
—Tengo la impresión de que enamorándose de Candela usted quiere dejar atrás de forma
precipitada aquello que le ha hecho ingresar aquí.
Aquel comentario que ya me había hecho en otras ocasiones me impactó de forma muy
especial. De repente sentí como si en mi cabeza se estuvieran abriendo de par en par las puertas que
guardaban un gran secreto. ¡Había olvidado por completo aquella historia!
—A los quince años me enamoré de Mónica. Era muy guapa y no le faltaban pretendientes.
Ella también se enamoró de mí y empezamos a salir. En el instituto fue un acontecimiento. «Mónica
sale con Ismaïl», empezó a correr de boca en boca. Aquello me enfrentó a una evidencia que no había
querido ver. Yo era diferente de mis amigos. ¡No me había dado cuenta! «¿Sales con Ismaïl?» «Me
han dicho que sales con Ismaïl». «¿Es verdad que sales con Ismaïl?»
Llegaron a atosigarla tanto que al cabo de un mes me dejó. Sí, me dejó. Las reacciones de la
gente pudieron con ella y a mí me dejaron sumido en la peor de las soledades que recuerdo. Odiaba a
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mi familia, me odiaba a mí, odiaba a mis amigos —¿eran verdaderamente amigos?—, odiaba aquel
país que se suponía que era el mío, odiaba España que me pedía integración pero hasta un límite. Un
límite que yo me había atrevido a franquear enamorándome de una catalana y, lo que es peor,
enamorándose ella de mí.
¿Qué había de extraño en que Mónica saliera conmigo? Pues ya ve, fue un gran
acontecimiento.
«Mira Ismaïl», me dijo con toda la delicadeza de un adolescente mi amigo Albert, «para
nosotros no eres moro, eres tú y ya está. ¿Si tú sabes que te queremos un montón, no? ¡Qué iba a ser
de nosotros sin ti! Pero para el resto tú eres un moro, ¿y cómo iba a salir un moro con Mónica?»
Quería a Albert como a un hermano. Por esa razón me podía hablar como lo hizo, pero no supo jamás
que sus palabras, una a una, las fui digiriendo como se puede digerir una espina que ya no se está a
tiempo de devolver.
¿Cómo? ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo podía haber vivido tanto tiempo engañado? Pero,
y fue como despertar de una pesadilla, si no sé nada de mi tierra. ¿Es aquella mi tierra? ¿Cómo es que
no tengo ningún amigo marroquí? ¿Es obligatorio que tenga un amigo marroquí? ¿Por qué dejo que
me llamen moro? ¿Soy un entretenimiento para ellos? ¡Me quieren mucho, sí, pero hasta que tocas a
una mujer que todos ellos quisieran! ¡Hijos de puta!
Pensé que me iba a volver loco. Odiaba a los marroquís, a los españoles, a las mujeres, a los
amigos, al idioma, a la vida… ¿Por qué has aguantado tan poco Mónica, por qué? Ojalá no te hubiera
conocido nunca, mala puta. Puta, hijos de puta, vuestra puta madre, eran las palabras que más
frecuentaban mis pensamientos.
La verdad es que aguanté como pude, más por odio que por amor, y ahora tengo la sensación
que a mis treinta años esa espina sigue allí.
A pesar de todo, no me ha ido nada mal con las mujeres. ¡He conseguido tantas como he
querido! —le dije llevado por ese odio que volví a revivir.
—Creo que cada una de estas mujeres, a parte del cariño, el amor y la amistad que le han
brindado, también han sido un trofeo que pretendía hacerle olvidar aquel episodio. Pero no hay forma
de conseguirlo.
Aguantó más por odio que por amor. Candela sería otro trofeo. Ésta es su venganza. Pero vea
que esta venganza no soluciona su conflicto. Más bien lo alimenta.
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VOLVER
—Ayer tuve un sueño: llegaba con mis maletas a Beni Sidel y le pedía a mi primo Farid que
fuera a por el mulo para ir a abastecer de agua a la casa. «Como aquella vez, ¿te acuerdas?» Él me
miró avergonzado y me contestó: «¿Le hablarás en castellano o en amazig al mulo?»
Hacía tiempo que no soñaba con el pueblo. A veces, cuando estoy nervioso intento relajarme
pensando que estoy estirado al sol, cerca de la casa donde nací. De fondo se escucha la bulla de los
niños que corretean gritando y siento un olor intenso a hierbabuena. Esto me tranquiliza más que el
tranxilium que me tienen pautado.
—Está bien que encuentre sus propios recursos para enfrentarse a su malestar. Pero yo me
he quedado pensando en esta idea de retorno al origen que me explica en el sueño. Usted llega con
sus maletas a su pueblo natal.
—No. Yo ya no volvería a instalarme en Marruecos, no puedo. Hablo mejor el castellano y el
catalán que el amazig y no tengo ni idea de árabe. La verdad, tampoco creo que fuera la solución de
nada. Pero sí que hay algo que me preocupa. Quiero llegar a sentirme cómodo con esta doble
nacionalidad.
En el sueño aparece mi primo Farid. Lo quiero mucho, pero también le guardo rencor. En el
primer viaje de regreso, tres años después de la partida, fui con él a buscar agua. En el pueblo no
había luz, ni agua corriente. Las noches las pasábamos a la luz de los candiles y el agua la íbamos a
buscar, cargando a mulos y burros con cantimploras, a una fuente que había a una hora de donde
vivíamos.
Lo que para mí era una ruta turística, para mi primo era una tarea más de las tantas que se
tenían que hacer allí. Cargamos con garrafas de plástico el mulo blanco, el preferido de mi abuelo y al
que quería como a un hijo, y partimos dirección a Sidi Sameh, la fuente. «Vamos a hacer una cosa
Ismaïl. Cuando lleguemos a Sidi Sameh fingiré que sé hablar castellano delante de la gente. Tú
respóndeme como si entendieras lo que estoy diciendo, ¿vale?», me pidió Farid. Le prometí que le iba
a seguir el juego sin saber bien el por qué de aquel asunto. Llegamos, se apeó del mulo y me dijo algo
así como: «para la se de la caballo». Yo le dije que sí y sujeté al mulo en un árbol que había por allí
cerca. Todos se quedaron impresionados con el dominio del idioma que tenía Farid y le pidieron que
me siguiera hablando en castellano. Así que durante más de cuarenta minutos, Farid decía un apalabra
que sabía del castellano rodeada de otras que no significaban nada. Le seguí el juego para
complacerlo pero me sentí humillado. Todos me miraron como si fuera una atracción. De hecho ya
estaba acostumbrado a que eso sucediera al principio de todo encuentro con gente del pueblo pero al
cabo de unos minutos de preguntas siempre repetidas, «¿te gusta España?» y «¿te has olvidado de
nosotros?», me dejaban en paz. En cambio, aquella vez, Farid alargó mi agonía por puro
entretenimiento. La única forma que encontré de vengarme fue respondiendo a sus comentarios
indescifrables cosas como: «eres un gilipollas que está haciendo el ridículo» o «qué miráis con esa
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cara» o «no tenía que haber venido con este capullo», todo dicho con una sonrisa en los labios que
hacían que mi primo no parara de hablar, si es que a eso se le podía decir hablar.
—Estaba pensando que usted expresa sus deseos de querer ir a Marruecos, pero después
recuerda una anécdota a raíz del sueño que le resulta humillante. Enseguida encuentra un freno a sus
deseos.
—En todos mis viajes a Marruecos he tenido una experiencia que se ha repetido. Recuerdo
muy nítidamente la imagen del día anterior al regreso en mi último viaje. Estaba sentado en la acera de
la casa y deseaba que se detuviera el tiempo. El regreso siempre ha sido difícil. Lo bueno del caso es
que muchas veces me aburría tremendamente y no hacía más que pensar en mis amigos de aquí.
Pero llegado el momento, la despedida de mi familia, los sollozos rutinarios que se producían en cada
retorno y el abrazo a los abuelos, siempre temiendo que fuera el último, me resultaba insufrible.
Durante los veranos coincidíamos los primos de Marruecos, con los españoles, los alemanes,
los franceses y los holandeses. Nos juntábamos y hacíamos piña. Sin apenas conocernos nos
sentíamos tan unidos los unos a los otros que, después de la timidez del primer encuentro, pasábamos
a ser inseparables. Al cabo de unos pocos días, iban produciéndose «bajas» entre nosotros. Los
primos de Francia tenían que regresar, los de Alemania también, que allí el curso escolar empezaba
antes; después los de Holanda, o antes nosotros, ¡qué más daba! Al cabo de quince o veinte días tenía
la sensación de haber vivido una guerra donde ya no quedaban supervivientes. No sé por qué siempre
lo he vivido así. Hubiera podido quedarme contento con el reencuentro, por haber vivido aquellos
maravillosos días en compañía de otros niños con los que parecía producirse un entendimiento directo
sin tan siquiera hablar el mismo idioma. El amazig lo íbamos recuperando a medida que pasaba el
tiempo. Lo cruel era que cuando ya nos entendíamos a la perfección, llegaba el momento de irse.
Siempre me he reprochado ver la parte negativa de las cosas, más cuando veía la cara de la
felicidad de mi hermano mayor que parecía dar gracias a Dios por haberle dejado vivir aquellos
magníficos días. Él no sabe lo que he llegado a envidiarle ese carácter.
—Así que le cuesta ir porque le cuesta separarse después.
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TALLER DE REVISTA
La mayoría de artículos que escribí en la revista que publicábamos en la clínica hacían
referencia o bien al conflicto palestino-israelí o bien a los muertos del Estrecho. Ahora los releo y veo
que los primeros estaban llenos de acusaciones a Israel, a Estados Unidos, a España y, en general, a
Occidente y hacían una ciega defensa de los marroquíes y de los palestinos. Progresivamente, mis
escritos se vistieron con los matices y las dudas que requiere cualquier tema complejo. Me emociona
ver la transformación de mis artículos porque me hablan de mi propia evolución. Los dos años de la
clínica me ayudaron a pasar de un reproche torturador a muchos de mis actos y sentimientos, a
dialogar más conmigo y enfadarme menos.
A los palestinos les quitaron la Tierra; la Tierra con mayúsculas, pero también la tierra con
minúsculas; esa que sirve para cultivar los alimentos diarios. ¡Les han quitado el espacio de los
sueños, la Tierra, y el de la vida diaria, la tierra! ¿Qué les queda más que el sabor amargo de compartir
su muerte?
Éste fue uno de mis primeros artículos sobre Oriente Medio. Por supuesto, no reniego de
estas palabras pero me doy cuenta de que hay muchos palestinos que aún creen que les queda mucho
más que la muerte. ¿Quién soy yo para hacer de ellos unas pobres víctimas sin margen de maniobra?
Le enseñé este artículo a don Jorge, igual que como la mayoría de los que escribí. Gracias a
ellos pudimos comentar muchas cosas.
—Me da miedo pensar esto que le voy a decir. Creo que la violencia no lleva a ninguna parte,
que lo mejor es que se produjera un entendimiento en oriente Medio y que israelíes y palestinos
convivan en paz.
—Sí, ya veo que le da tanto miedo que no se atreve a comentarlo conmigo.
—Sí… —vacilé un rato— a veces; sólo a veces, recalcando que, cuando las noticias hablan
de un palestino que se ha inmolado llevándose consigo a dos o tres israelíes, me parece poco.
Lo dije muy rápido y con un tono de voz muy bajo. Después me sentí aliviado porque había
conseguido deshacerme de un sentimiento que me oprimía el corazón.
—Quiero que haya —proseguí— más judíos muertos. Ellos matan como lo hace todo rico,
desde la distancia, con misiles, metralletas; en cambio los palestinos matan dejándose la piel, viendo
su propia muerte junto a la de los demás. ¡Ah, pero son ellos los terroristas, los bárbaros, los fanáticos!
Los israelíes tienen ejército, tienen la legitimidad que tiene un estado, pero ¿cómo van a defenderse los
palestinos si son una nación sin estado que los proteja? Me hastía que la información esté secuestrada
por los más poderosos.
—Yo creo que lo que le inquieta, sobre todo, y también le hastía, es sentir odio. Sí, el odio al
final acaba llevando a la muerte.
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—Me siento tremendamente cercano al dolor de los palestinos. Siento que comparto con ellos
su dolor y su desgracia.
—Yo creo que, al margen de lo que usted pueda opinar racionalmente de este conflicto grave
que parece haberse enquistado sin que nadie le encuentre solución, este tema lo pone en contacto con
algo suyo, genuinamente suyo y creo que tendrá que ver con la Tierra.
—Leo la prensa cabreado. A veces lo hago para legitimar mi enfado y darle sentido. No sé qué
es; es posible que sea la tierra como dice usted. A mí también me la arrebataron sin que nadie me
consultara. Lo que sí sé es que a veces tendría ganas de luchar contra mi odio dando cabezazos en la
pared, pegándome un tiro o saltando por un balcón. ¡Es tan difícil vivir así!
—No puede vivir con tanto odio. Y hacemos bien en ir desgranándolo para que no se convierta
en algo enquistado como parece que sucede con el conflicto sobre el que usted ha escrito.
—¿Qué sería de mí si fuera palestino? Creo que cada vez admiro más la capacidad que
tienen de vivir. Me maravilla el amor a la vida que podemos llegar a tener las personas. Yo siento que
estoy a punto de perder aquello que me une a la vida y, en algunas ocasiones, he pensado en tirar la
toalla.
Mi último artículo sobre el tema me parece tan bueno que lo voy a transcribir entero.
Hay algo que hace que me sienta más cercano al sufrimiento palestino que al israelí. Pero hoy
trato de imaginar las vidas de un niño, un hombre o una mujer israelíes después de un atentado y me
reprocho no pensar en las personas y hacerlo únicamente en palestinos e israelíes.
Pero, parece que las ideas también hay que pensarlas como algo separado del día a día de
las personas. Una idea clara lucha por hacerse un sitio visible en este papel: hay una víctima y un
agresor. Tarea de la política es hacer de la víctima menos víctima y del agresor menos agresor.
«La escritura, una cachorro que muerde la nada
la escritura hiere sin mancha de sangre».
Versos de Mahmoud Darwich que esconden una gran verdad. Nuestra prensa ha decidido que
su escritura hiera, cada día un poco más, a los que queremos la verdad. No valen eufemismos para
ninguna de las partes. Voy a decirlo alto y claro: los ataques selectivos son un acto terrorista. Hasta
que no lo vea escrito en los periódicos más vendidos de nuestro país voy a sentir la herida.
Pero tengo una buena noticia que comunicar a los que lean este artículo. Un año y ocho
meses después de mi ataque de locura, veo que se puede salir de ella. Con prudencia, pero se puede.
Al verme menos enfermo, más fuerte y con más capacidad de decisión, me he dicho a mí mismo:
«Ismaïl, si te enfada leer los diarios, si te hieren con sus eufemismos, ¿por qué lo sigues haciendo? El
masoquismo también es una enfermedad mental». Así que he dejado de leer la prensa y ahora tengo
más tiempo para los libros.
Finalmente, me despido de vosotros hasta el próximo número diciendo que se puede
aprovechar nuestra estancia aquí para buscar soluciones a nuestro sufrimiento. Gracias y hasta pronto.
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Lo leo con deleite porque revivo aquello que sentía mientras lo escribía. Me daba perfecta
cuenta de que había recuperado mis ganas de vivir y tenía proyectos que hoy estoy realizando. Ya no
me sentía un loco, ahora disfrutaba de poder serlo.
Sin embargo, no todo fueron alegrías. Recuerdo la amargura y la rabia que sentía mientras
escribía este otro artículo que ahora estoy ojeando. «Un puñado de moros menos» lo titulé. Las
lágrimas que no pude contener y la voz que parecía ahogarse en ellas no me dejaron leérselo a don
Jorge.
Yo, un moro al otro lado del Estrecho, siento que algo mío se muere cada vez que veo y leo
las muertes de un puñado de moros más en el Estrecho. Me siento hermano de todos ellos y es tan
grande mi dolor que preferiría ser uno de ellos y dejar que el mar hiciera con mis despojos aquello que
le viniera en gana.
—Usted se siente unido a sus paisanos en la muerte.
Después de oír estas palabras de don Jorge que hacían más real mi unión con aquella gente
que moría, eran paisanos míos, sentí un topetazo en la boca de mi estómago. Se plantó allí como si de
un puñetazo interminable se tratara. Al cabo de un rato, aquello pasó a tener vida propia y hacía que
me retorciera de dolor. Era como un ratoncito moviéndose desesperadamente dentro de mí. Sin
pensarlo, quise ayudarlo a salir dando un golpe seco y muy fuerte en la mesa de don Jorge y lo hizo en
forma de grito.
—¡Ojalá Marruecos, todo Marruecos, fuera una pesadilla que jamás hubiera existido! ¡Ojalá se
hundiera todito en los catorce kilómetros que lo separan de su sueño!
Sorprendidos los dos por mis gritos, reaccionamos con un silencio tenso que pudo durar
segundos u horas, puesto que perdí la noción del tiempo. Finalmente, me dejé caer en la silla.
—Si sirviera de algo gritar que tal sueño es una losa que se carga en los hombros y que no
deja avanzar cuando lo vives…
—Para usted no es un sueño, es una realidad. Y usted oscila entre la pena por lo que dejó, la
culpa de sentirse un privilegiado con respecto a los que fallecen en el Estrecho y la rabia…
—Rabia hacia una mierda de país que deja que su gente camine hacia una muerte segura o
una vida de perros donde todo te es ajeno —dije sin dejar que don Jorge acabara.
La noche que siguió a aquella entrevista no pude conciliar el sueño. Me asustó comprobar que
el odio estaba bien arraigado en mi corazón y que podía ser su títere. Me sorprendió ver cómo podía
pasar de un sentimiento de pena profunda, de solidaridad enfermiza con el sufrimiento de aquellos
marroquíes que se embarcaban en una aventura sin retorno, para luego dar un giro sentimental y
verme enfurecido y deseando la muerte de todo Marruecos.
Como otras noches, cogí el lápiz, mi lápiz, para intentar aclarar aquel vaivén de sentimientos
que me tenía sumido en una inquietante confusión.
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Ya que me utilizas para hacerme decir aquello que no quieres decir tú, ya que me pides que te
saque a bailar, hoy te tengo preparado un rock, de esos que se acompañan con una batería
contundente.
Marruecos, gran tema, tu país, o no. ¿Sí o no? ¡Qué lío, guau! Para ti, Marruecos siempre va a
ser ese pasado nostálgico imposible de alcanzar. Esto mismo, esta nostalgia es la que te lleva a pensar
que tú en tu país serías más tú. Pero si le permites a este humilde lápiz expresar su opinión, te voy a
aclarar algo: la nostalgia es nostalgia y no verdad. Es más, esa nostalgia que tú vives como una verdad
incuestionable, porque la sufres, te impide ver la verdad. Claro que, ¿poco importa la verdad, no? Tú ya
lo sabes. Bien, esta nostalgia es la que hace que un pueblo sin luz, sin agua, sin carretera, sin más
vida que la que impone la realidad: ir a buscar agua a las cinco de la mañana, desayunar, ir a la
mezquita, salmodiar suras del Corán, soportar el mal aliento y la pedantería del imán, volver a casa a
discutir con los primos, escuchar a las mujeres criticar todo lo criticable y dormir; te parezca hoy la
mejor de las vidas posibles. Ya, ya, tú dirás que no era eso sólo. Es verdad, tienes razón.
¡Ay! Pero tú pasas de la nostalgia al odio. Y el odio tampoco deja ver la verdad. ¿Qué es
Marruecos, pues? ¿Un interrogante? ¿Una mentira? ¿Una verdad punzante? Y yo te respondo: ¿Hace
falta saberlo? ¡Guau!
Aquella noche decidí que iba a leer un libro que hacía tiempo me había regalado una amiga,
más conocedora y amante de Marruecos que yo. El libro era Sueños en el umbral de Fátima Mernisi.
Me encantó. Una vida restringida en el espacio físico para ellas, que transformaban en una diversidad
de mundos llenos de historias fantásticas que las transportaban lejos de aquellas paredes. Aquellas
historias las hacían mucho más libres que todos los hombres que deambulaban por Fez a su antojo.
«La palabra, el mejor instrumento para la libertad», pensé.
Es lo que más me fascina de Marruecos. Aquel mundo de mujeres donde podías entrar de
niño. Mis tías, mi madre, sus amigas y mis primas. Aquellas tardes eran una delicia. Todas reunidas
vengándose de los hombres convirtiéndolos en motivo de sus chistes. «Creen que te lo dan todo
introduciéndote esa serpiente negra que tienen entre las piernas en tu maravillosa cueva. No saben el
esfuerzo que nos lleva hacerles sentir hombres. ¡Cuántas mentiras les hacemos creer! ¿Dónde está,
mujeres, el hombre prometido? ¿Dónde está ese hombre que me haga gritar de verdad? Creo que está
en los libros que yo no sé leer», dijo una vez mi tía y todas se pusieron a reír y a añadir anécdotas, a
cuál más graciosa. Después de las risas, venía la hora de la siesta y las historias de esta tía. Era capaz
de inventar infinidad de versiones de una noche de Las Mil y una noches. A veces me pierdo en la
nostalgia que siento por aquellos días.
El libro de Fátima Mernisi también muestra otra cara de la verdad. Una verdad más cruel, la
falta de libertad y la sumisión de las mujeres. A veces, todo Marruecos pasa a ser eso para mí. Un
mundo de tradicionalismos que coartan la libertad.
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Recuerdo que, durante mi ingreso, estalló una polémica en Francia. Fue el principio del debate
sobre el velo islámico en las escuelas públicas. Entonces, escribí para la revista un artículo que titulé
«El velo. Tradicionalismo o libertad».
Hay verdades que esperan mucho tiempo a vivir entre nosotros. Yo voy a hablar de una. De
aquí a no sé cuánto tiempo, en Marruecos, en Egipto, en Francia, hasta en Irán, los locos a veces
seremos pedantes, las mujeres vestirán a su gusto y no al de algunos hombres que son los guardianes
del tradicionalismo. Entonces, estoy seguro, veremos muchos menos velos.
¿A quién le importa este tema aquí en la clínica? A mí. Sólo en un lugar como éste uno
escribe un artículo que sabe sólo va a leer él. Deliciosa locura, a veces.
Hay diferencias culturales y hay luchas comunes. La libertad jamás será una diferencia
cultural.
La cuestión es saber dónde están las mujeres. Yo os lo diré. Unas se han olvidado de ellas,
otras están durmiendo, otras están de boda y otras están demasiado solas.
No tengo nada más que decir.
Releyendo este artículo y, sobre todo la pregunta que en él lanzaba, me viene a la memoria un
tema que siempre me ha inquietado. Cada verano que iba a Marruecos asistíamos a un sinfín de
bodas. Ahora este primo, ahora este vecino, ahora este tío, ahora esta prima. Mi madre, mis tías y mis
primas agotaban toda su conversación explicándose la ropa que habían mandado coser, las pulseras,
los anillos y los pendientes de oro que iban a lucir. Algunas de ellas, las casadas y con cierto nivel
adquisitivo, presumían de sus cinturones de oro. Ningún otro acontecimiento las hacía divertirse, gozar
y bailar tanto. Yo me apartaba y lo observaba todo con la curiosidad de alguien que quiere realizar un
documental. De hecho, en muchas de las bodas de mis familiares, yo era «el cámara». Ése era mi
regalo.
Mi prima Farida fue mi primer amor, nos habíamos besado y habíamos jugado a desnudarnos
el uno al otro a nuestros cinco o seis años. Cuando teníamos dieciséis, en un viaje de verano, me dijo
que me quería comentar algo. Yo ya sabía por mi madre qué era aquel algo. «Me caso de aquí a tres
semanas. ¿Vendrás a mi boda?» «Allí, a los dieciséis años no se casa nadie y creo que tiene más
sentido», le dije. «¿Tú me sigues queriendo verdad?», replicó ella. «Allí, los primos no se gustan, no se
hacen novios, no se casan y creo que es mejor». Entonces nos besamos con pasión y tristeza
conscientes de que aquel era nuestro último beso.
Hoy debe de tener no sé cuántos hijos. Siempre se lo pregunto a mi madre y ella me
responde, pero nunca sé si me ha dicho tres, cuatro o cinco. ¿Qué más da? Lo que sí sé es que en esa
boda sentí odio, auténtico odio por Marruecos, por España y por vivir siempre al otro lado de donde me
hallaba. Aquello no me dejaba disfrutar de nada.
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¿Dónde están las mujeres? Hoy tengo dos respuestas: «en las bodas, perpetuando el
tradicionalismo», pienso cuando estoy enfadado con Marruecos, y «allí están, luchando por hacer de
Marruecos un país que se mueve, que cambia, que se abre», cuando estoy contento.
¿La verdad? Aún sigo confundido.
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VIAJE A MARRUECOS
Seguía teniendo dificultades para pensar con claridad en mi tierra natal. Cualquier crítica que
asomaba en mi cabeza de Nador o Marruecos, en general, la vivía con un sentimiento de traición que
me mantenía atado y me devolvía al silencio. Don Jorge me dijo que fue precisamente la intuición de
que no me gustaban en absoluto muchas de las cosas que había visto allí, familiares, la
desorganización y el todos contra todos que me pareció percibir en mi último viaje, lo que hizo que, en
un movimiento mental forzando la máquina precisamente al otro extremo, me quisiera convertir en el
príncipe de los beréberes. La línea que separa la idealización del desprecio es extremadamente
delgada, me señaló, y creo que tenía razón.
Me animó a pensar tranquilamente en Marruecos y me dijo algo muy sencillo y sincero que me
ayudó mucho. «Hacer crítica siempre es bueno y creo que le conviene ver a su país con ojo crítico,
pero no destructivo». Aquello lo sentí como si me hubiera dado permiso para pensar lo que quisiera, sin
que por ello estuviera cometiendo ninguna traición.
Antes de darme el alta, que estaba ya pensada para el mes de septiembre, don Jorge me
animó a viajar a Marruecos en junio, pasar ahí unos días y ver qué sensaciones tenía.
Escribir me ayudó a ir digiriendo los días que pasé en Marruecos. Necesitaba plasmar en un
papel las vivencias que me deparaba aquella aventura para explicármelas mejor y no perderme en el
caos que a veces se apoderaba de mí.
Conservo muchos papeles repletos de notas. Recientemente los he ojeado y he disfrutado
leyendo y rememorando dos conversaciones que tuve con dos de mis primos.
Jamal
Llego a Nador con la ligera esperanza de ver cambios. Pronto, como ya me había ocurrido en
otras ocasiones cuando aún era un adolescente, la realidad se impone y las esperanzas se quedan
atrás como si me esperaran detrás de la frontera que acabo de cruzar. La carretera de Melilla a Nador
está en peor estado de cómo la había encontrado hacía unos años. Entrando en Nador, el taxista se
vio obligado a frenar y esquivar como pudo a un coche que venía de cara y que utilizaba nuestro carril
para adelantar. «Aquí la gente está loca», gritó. No tardó mucho en realizar un adelantamiento idéntico
al que se había encontrado hacía un minuto y que le había hecho quejarse amargamente.
La actitud de aquel taxista no es una excepción. Aquí, en Nador, es la norma.
Aún en la carretera, viendo el espectáculo patético de una conducción sin normas, una
pregunta aterrizó en mi conciencia y ya no dejó espacio para nada más. Cada vez que me proponía
pensar en otra cosa, la pregunta se convertía en una especie de pájaro que me iba torturando con sus
picotazos: ¿por qué no empieza alguien a cumplir las normas de conducción que todos saben?
Me sentí preso de aquel pensamiento y quise liberarme de él trasladándoselo a ese taxista a
quien, a medida que pasaban los minutos, más aborrecía. «¿Y por qué no conduce usted más
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civilizadamente si tanto se queja? ¡Alguien tiene que ser el primero!» —le grité en uno de esos ataques
de sinceridad o de locura, todavía sigo sin saber cómo llamarlos, que me dan.
—Ya veo, otro foráneo más que viene a enseñarnos —contestó secamente.
—No señor. No se ofenda usted tan rápido. Yo no intento darle lecciones. Le traslado una
pregunta. Si usted se queja de cómo conduce el vecino, ¿por qué usted conduce exactamente igual
que él?
—Cuando lleves unos cuantos días más aquí, lo entenderás. Si conduces un coche en estos
días te acordarás de mí muchas veces. Estás en la tierra de los emaziguen.
Efectivamente, como predijo aquel taxista repelente, unos días después me vi a mí mismo
conduciendo, pitando y quejándome amargamente como todos los demás. El primer día tenía a mi
primo Jamal al lado. Supongo que se percató enseguida de que yo tenía la firme voluntad de conducir
bien. Se puso a reír a carcajadas y me pidió perdón por hacerlo de aquella manera.
—¿Pero de qué te ríes?
—No, nada, nada.
—¡Venga hombre de qué te ríes! —le exclamé yo que no sabía si estaba contento o enfadado
por aquellas risas.
—Es que cada verano me encuentro con la misma situación —y otra vez interrumpió la
explicación por las risas.
—¡No entiendo nada!
—Tenéis un corazón enorme, enorme, shab l’jarech. Tenéis un corazón enorme —interrumpió
su explicación un rato más por las risas y cuando pudo continuó. Te predigo media hora más de esta
conducción inmaculada. Cuando te canses de ser el tonto del pueblo, cuando te hayas cansado de
dejar pasar a todo el mundo y ser tú el último, cuando veas que te adelantan por la derecha, por la
izquierda, por delante y por detrás, entonces conducirás como se tiene que conducir aquí.
En aquel momento me rendí; reímos largo y tendido y, efectivamente, ¡qué caray, maricón el
último!
Pasé algunos ratos de diversión y juego y otros de enfado y desespero con la conducción. Un
entretenimiento que nos inventamos fue hacer cuentas de la cantidad de dinero que nos ahorrábamos
por las multas que en España nos hubieran puesto si hubiéramos conducido de la misma forma. Cada
vez que me saltaba un stop, exclamábamos: «300 euros que nos ahorramos». Adelantar en línea
continua, otros 300 euros; no ceder el paso cuando toca, saltarse un semáforo… Nos metimos tanto en
nuestro papel que aquel supuesto dinero que teóricamente nos ahorrábamos era como si realmente
fuera nuestro, con lo que nos convertimos, si no en millonarios, sí en gente de dinero.
La conducción podría ser perfectamente la metáfora de todo lo demás.
Cierto día, mi primo me comentó:
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—Aquí no sé qué puñetas le pasa a la gente. Su única preocupación es hacerse la casa más
grande que la del vecino y celebrar bodas que luego son un desastre. No vamos bien y uno no sabe
qué hacer para frenar esta rueda.
—Pero déjame decirte algo. Tú, el poco dinero que estás ganando lo estás invirtiendo en
agrandar la casa de tus padres y también ya tienes encargada a una mujer —esta última expresión la
utilicé con mucha intención para provocarlo. Sabía que había ido con su madre a pedir la mano de una
chica de la que tenía buenas referencias y a la que no conocía más que de vista.
—¿Y qué quieres que haga? Yo vivo aquí, no soy como tú que viene de fuera, critica y se va.
Aquí las cosas van así.
—¡Pues tampoco voy a ser yo quien cambie las cosas por ti! Aquí todos sois muy susceptibles
con los que venimos de fuera. Pero hace unos minutos no era yo el que se estaba quejando.
En vez de criticar a los ihgraben por sus costumbres, creo que algo sí que se podría aprender
de ellos.
—¿Sabes lo que dicen de ellos? Que son unos miserables porque cuando van a comprar
verdura compran dos pimientos, un pepino, un quilo de tomates y dos cebollas y cuando van a comprar
carne, compran un quilo de esto y medio quilo de lo otro. No son como nosotros, que cuando vamos a
comprar, nos lo queremos llevar todo para demostrar nuestro poder adquisitivo. Aquí no nos gusta la
miseria. Pero si te digo la verdad, más miseria que esto no puede haber. Aquí uno se muere de
zafquez. No se sabe por dónde empezar a cambiar las cosas. Todo esto es una gran cárcel.
—Yo estoy de acuerdo contigo pero después veo lo que haces y es todo lo contrario de esto
que dices. ¿Por qué tanta prisa por casarte con esa cría? ¿Tú también serás otro de los que desgracia
la vida a una niña y se la desgracia a él trayendo criaturas al mundo para que vivan esto? Mientras el
país se va moviendo en otros lugares, aquí lo único que oigo son quejas y lamentaciones; pero nadie
mueve un solo dedo para cambiar nada de todo esto.
—¡Qué país! —me dijo gritando. Esto nunca lo han considerado como parte de su país. ¿O es
que estás ciego? ¿De dónde crees que vienen todos los problemas?
—¿Pero las cosas han cambiado, no? Yo veo que hay otras intenciones. L’malik ha venido a
Nador varias veces mientras que tu padre no lo había hecho nunca. Tú mismo me has dicho que hace
poco destituyó a un gobernador corrupto. Y tú mismo me has dicho que él tiene intenciones pero que la
gente de aquí no le ayuda.
—¡Y tú te lo crees todo al pie de la letra! Eres un ingenuo.
—No, no soy ningún ingenuo. Utilizo tus palabras para que veas que el ingenuo eres tú. Sólo
un inocente puede moverse entre estos extremos en los que tú te mueves. Unas veces crees que se
pueden cambiar las cosas y otras dices que no hay nada que hacer. Lo ingenuo es creer que algo va a
cambiar si tú no empiezas a mover nada.
—Si tan poco te gusta esto, vete. Tú puedes hacerlo. ¿Has pensado alguna vez por qué este
empeño tuyo en que cambien las cosas aquí? ¡Quizás así tendrías la conciencia más tranquila!
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—Te lo he dicho en alguna ocasión y te lo voy a repetir ahora. No me harás caer en la trampa
que aquí todos tendéis cuando os quedáis sin argumento. Yo quiero que cambie esto simplemente
porque no consigo vivir como si esto no fuera conmigo. ¿Por qué? No lo sé, pero es así. ¿Qué tiene
esto de malo? ¿Acaso la tienes tranquila tú?
Fin de la discusión. Cada uno por su lado y al día siguiente ya nos abrazábamos y reíamos
como si nada hubiera ocurrido.
Lo cierto fue que aquella noche no dormí nada bien y estuve pensando en aquella pregunta
que Jamal me había lanzado: ¿Por qué ese empeño mío en que cambiaran las cosas? ¿Estaba en lo
correcto por pretenderlo?
Hoy pienso que a mi primo le sucedía lo mismo que a mí en otros tiempos. Vivíamos en una
cárcel de palabras, de creencias, de ideas y de automatismos difíciles de mover. Ahora tengo la
sensación de que he conseguido desenredarme de toda aquella telaraña que me atrapaba de forma
violenta. Poco a poco he ido encontrando una puerta más a mi medida. La cárcel en la que he vivido ha
sido la de creer que mi cultura era aquello, que criticarlo era criticar mis raíces y poner en peligro todo
lo que yo era.
Desde Nador, al otro lado de la frontera, también veo que mi enfado es con España. Siento
que ahí ya les está bien ver solamente lo folclórico, lo caricaturesco de todo y a eso le llaman cultura.
Supuestamente mi cultura. Es más, estoy enfadado también con la palabra cultura. La detesto. Y
detesto que la utilice gente a la que le queda grande esa palabra puesta en su boca.
¿Qué catalán defendería hoy, en el siglo XXI, que la ley del Hereu fuera impuesta a todos los
catalanes porque es un hecho cultural?
Hay mucha gente que no sabe que, defendiendo la cultura del otro, lo que hacen muchas
veces es no darle el valor que tiene: el de no ser un bloque de hormigón, como decía Tahar Ben
Jelloun.
Desde Nador quiero decir que la libertad, la igualdad o el progreso no son patrimonio exclusivo
de ese primer mundo que, con algo de esfuerzo, se podría ver desde la terraza de esta casa en la que
estoy.
Farid
Fue con mi otro primo, el hermano de Jamal, con quien tuve la charla decisiva de aquellas
mini-vacaciones de trabajo. Farid estudiaba derecho en la Universidad de Rabat. Él siempre me ha
confesado una especial admiración por Europa, que le intentaba rebatir con argumentos poco
consistentes. «Los argumentos frágiles del que protesta porque tiene derecho a hacerlo», me decía él.
«Ahí, aunque tú no seas consciente de ello, casi estáis en el final del camino. Los trabajadores tienen
sindicatos y participan en ellos, las mujeres y los hombres son iguales; algunos homosexuales son
alcaldes y políticos importantes y existen leyes que regulan incluso el trato que hay que dar a los
animales y las cumplen». Yo le contestaba: «Explotación laboral. Gente con carreras y con sueldos
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miserables y los que no tenemos carreras trabajamos por 8000 dírhams que, te aseguro, ahí no son
nada. El derecho a la vivienda digna es del que tiene la cantidad de dinero que ni tú ni yo juntos vamos
a ver nunca. Las mujeres, ¿os llegan las noticias de la cantidad de ellas que mueren a manos de sus
parejas? No Farid, tu visión es la de alguien que idealiza lo que no tiene».
—Ahí te equivocas, primo. No, yo no soy ningún ingenuo y no me considero un idealista. Muy
al contrario, soy de los que no sabe disfrutar de la vida porque parece tener la tendencia de
responsabilizarse de las preocupaciones que otros no quieren ver. Yo hablo de leyes, de acuerdos, de
participación y, en definitiva, de democracia. Ése, la democracia, es el mejor invento del ser humano.
Tú puedes participar en la construcción de tu país. ¿Quién te impide participar de la vida política? Si
tienes un accidente y has de estar dos años parado, no tienes por qué hundirte en la miseria porque
tendrás tu paga. La seguridad social que tenéis es el resultado de un pacto grandioso que se ha
transformado en ley. Eso no viene dado, se construye y se mantiene. Y sólo la democracia permite
logros como la seguridad social para todos. Tú me hablarás de que esto no va bien, que aquello
tampoco, que no se respetan los derechos de las mujeres, de los trabajadores o lo que quieras. Pero, a
todo esto te voy a responder que Europa nunc allegará a ser perfecta pero ahí habéis dado pasos que
yo anhelo mucho para este país.
En aquel momento dejó de hablar y se mostró algo emocionado. Me miró tiernamente y siguió
hablando.
—Tenía ganas de verte y hablar contigo, primo. A veces miro alguna foto donde estamos los
dos juntos y no sé si sentir rabia o pena por ti. Estás lejos, pero en un buen sitio, aunque siempre serás
un extranjero en los dos países. Me comentó Jamal que habíais estado hablando. Sé que te explicó
que tenía una novia. Y sí, es una novia encargada como tú le has dicho. Yo sólo creo que te equivocas
en una cuestión. ¿Crees que los logros de Europa se han conseguido porque la gente piensa más que
aquí, porque es más lista que la de aquí, porque es más previsora que la de aquí? No, no te
equivoques, primo. Si tuvieras un país sin ley, un país que en vez de querer ir a la democracia se
hubiera quedado anclado en el franquismo, tendrías muchos de los problemas que tenemos aquí. Si no
me crees, pregúntale a la gente que vivió aquella etapa.
La democracia fomenta la independencia de las personas y a cambio les pide acatar unas
normas colectivas, las señales de tráfico, el pago de impuestos y otras cosas que tú tienes el privilegio
de sufrir. En cambio aquí, aquí la democracia es una palabra que utilizan mucho los políticos pero que
no se ve traducida en hechos. Aquí se fomenta la dependencia, el no progreso personal y nadie
respeta a nadie. Las normas están vacías de contenido. Y las únicas que lo tienen son las que impone
la tradición. Ahí tienes la respuesta a muchas de las preguntas que le hacías a mi hermano.
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