Caída del liberalismo: fascismo y nazismo

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Tema 9. La caÃ−da del liberalismo: fascismo y nazismo
Lectura 20. Crisis del liberalismo y movimientos fascistas
1. El retroceso del liberalismo polÃ−tico y el auge del conservadurismo
De todo lo ocurrido en el perÃ−odo de entreguerras el que quizá más extrañó a los contemporáneos
fue el hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal, cuyo progreso creÃ−an
garantizado, al menos en los paÃ−ses “avanzados”. Esos valores eran: la desconfianza en la dictadura y el
poder absoluto, la aceptación de un régimen constitucional con gobiernos y Parlamentos libremente
elegidos, y un conjunto de derechos y libertades, incluida la libertad de expresión y de reunión. El Estado y
la sociedad debÃ−an regirse mediante la razón, el debate público, la educación, la ciencia y la
mejorabilidad humana. Estos valores habÃ−an ganado terreno a lo largo del siglo XIX y parecÃ−an
destinados a mayores avances.
Antes de 1914 estos valores sólo los habÃ−an puesto en entredicho la Iglesia católica (que habÃ−a erigido
dogmas contra la modernidad), algunos intelectuales rebeldes y profetas de la catástrofe (que, no obstante,
formaban parte de la civilización que rechazaban) y las nuevas fuerzas de la democracia (hecho, sin duda,
inquietante). La ignorancia y el atraso de las masas, su intención de derrocar la sociedad burguesa mediante
la revolución social, y la latente irracionalidad humana, tan fácil de explotar por los demagogos, causaban,
en efecto, alarma. No obstante, los más peligrosos movimientos de masas, a saber, los partidos socialistas,
estaban, en la teorÃ−a y de hecho, tan decididamente comprometidos como los demás con los valores de la
razón, la ciencia, el progreso, la educación y la libertad. Lo que rechazaban era el tipo de economÃ−a, no el
gobierno constitucional ni los derechos civiles. Hubiera sido difÃ−cil considerar un gobierno presidido por
VÃ−ctor Adler, August Bebel o Jean Jaurès como el fin de “la civilización”; en todo caso, tal gobierno
parecÃ−a entonces lejano.
La barbarie de 1914-18 pareció acelerar el avance de las instituciones de la democracia liberal. Excepto la
URSS, todos los paÃ−ses salidos de la guerra, nuevos o viejos, incluida TurquÃ−a, eran en 1920 regÃ−menes
representativos y electos. La institución básica del gobierno constitucional liberal, la elección de
Parlamentos y/o de presidentes, era casi general en los Estados independientes, si bien en esos años éstos
eran sólo 65 (fundamentalmente europeos y americanos): un tercio de la población mundial vivÃ−a aún
bajo el dominio colonial. La mera celebración de elecciones no es, por supuesto, una prueba de democracia,
pero sÃ−, al menos en teorÃ−a, de una cierta penetración de las ideas polÃ−ticas liberales.
Los regÃ−menes representativos eran, en todo caso, frecuentes. Pero entre la “Marcha sobre Roma” de
Mussolini (1922) y el máximo triunfo del Eje en la 2ª G.M. (1942) se vivió un rápido retroceso de las
instituciones polÃ−ticas liberales. Entre 1918 y 1920 el Parlamento fue disuelto o anulado en dos Estados
europeos, en la década de 1920 en seis, en la de 1930 en nueve y durante la 2ª G.M. la ocupación
alemana destruyó el poder constitucional en otros cinco. Los únicos paÃ−ses europeos que mantuvieron
instituciones democráticas fueron Gran Bretaña, Finlandia (a duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.
En América apenas se puede hablar de un avance de las instituciones democráticas. Los paÃ−ses no
autoritarios eran pocos: Canadá, Colombia, Costa Rica, EEUU y Uruguay. El resto del mundo, formado
sobre todo por colonias, se alejó de las constituciones liberales, si es que alguna vez las habÃ−a tenido. En
Japón un régimen liberal moderado dio paso en 1931 a un régimen militar-nacionalista. En TurquÃ−a
se impuso desde 1923 Kemal Atatürk, un militar progresista y modernizador que no permitió que ninguna
elección le cerrara el paso. En Asia, Ôfrica y OceanÃ−a sólo Australia y Nueva Zelanda eran realmente
democráticas, ya que en Sudáfrica la mayorÃ−a negra estaba excluida de la constitución de los blancos.
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En resumen, el liberalismo polÃ−tico retrocedió entre 1918 y 1945, sobre todo a partir de 1933, cuando
Hitler llegó al poder en Alemania. En 1920 habÃ−a unas 25 democracias en el mundo. En 1938 unas 17 y en
1944 quizá 12 (de 64). La tendencia parecÃ−a clara.
A. Progresos y debilidades de las democracias.
a. Los avances de la democracia polÃ−tica.
Aparentemente la democracia salió vencedora del conflicto. De hecho, Wilson, presidente de EEUU,
habÃ−a afirmado que la finalidad de la guerra habÃ−a sido salvar al mundo para la democracia. Los nuevos
paÃ−ses adoptaron constituciones democráticas y el sufragio universal masculino, adoptado también
por los viejos paÃ−ses de tradición liberal. Pero lo más significativo fue la extensión del voto a las
mujeres. Antes de la guerra éstas sólo tenÃ−an ese derecho en Noruega, Finlandia, Australia y Nueva
Zelanda. Al terminar la guerra, o poco después, las mujeres ya votaban en la mayorÃ−a de los paÃ−ses
occidentales.
En la Europa central (Alemania y el antiguo imperio austrohúngaro) se instauraron nuevos Estados sobre
bases democráticas. Alemania, Austria, HungrÃ−a y Checoslovaquia se convirtieron en repúblicas. Sólo
Yugoslavia será una monarquÃ−a (bajo la antigua dinastÃ−a serbia). En HungrÃ−a, tras el intento de Bela
Kun de fundar una república soviética en 1919, se restableció la monarquÃ−a Habsburgo, si bien la
presión extranjera impidió la restauración del mismo rey. Todos los Estados pequeños, incluidos los
surgidos del antiguo imperio ruso (Polonia, Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania) poseÃ−an, al menos, el
aparato externo de la democracia antes de 1930, es decir, constituciones, parlamentos, elecciones y varios
partidos. Las nuevas naciones que se crearon en Europa se basaban, además, en las premisas de Wilson de
que la autodeterminación de los pueblos era la mejor garantÃ−a para la paz internacional y el progreso,
siempre y cuando fuera unida a un sistema de gobierno democrático.
Entre los viejos Estados la democracia sólo sufrió un retroceso en los primeros años de posguerra en
Italia, Estado parlamentario desde 1861 y con sufragio universal desde 1913. AllÃ−, la democracia terminó
bruscamente, con la dictadura fascista que establecerá Mussolini pocos años después de su llegada al
poder en l922. En los años veinte la Italia fascista constituyó la principal excepción en lo que parecÃ−a
ser una marea ascendente de democracia.
b. Socialismo, democracia y reformas sociales.
El triunfo de la revolución bolchevique en Rusia precipitó la división del socialismo mundial. La
izquierda del socialismo se escindió pasando a engrosar los diferentes partidos comunistas que se crean en
toda Europa adheridos a la Comintern con sede en Moscú. El resto de los socialistas o socialdemócratas
europeos, pese a no renunciar al marxismo, renunció a la revolución y propugnaba la transformación de la
sociedad a través de métodos parlamentarios y legislativos. El sistema capitalista no era cuestionado
radicalmente.
Los sindicatos, con la nueva autoconfianza adquirida gracias al papel desempeñado en la guerra, veÃ−an
aumentar su afiliación, su prestigio y su importancia. No se concebÃ−a ningún gobierno ni régimen sin
el apoyo de las organizaciones obreras, que tan decisiva intervención para la victoria habÃ−an tenido en los
frentes de la guerra y de la producción.
La extensión del sufragio fortaleció la posición de los sectores progresistas, lo que favoreció importantes
avances sociales. La legislación social, iniciada tÃ−midamente en las décadas anteriores a la guerra,
hacÃ−a progresos en muchos paÃ−ses. Se generalizó la jornada de trabajo legal de 8 horas y se adoptaron o
se extendieron los programas de seguridad apoyados por los gobiernos contra las enfermedades, los accidentes
y la vejez.
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Es difÃ−cil generalizar sobre los motivos que condujeron a la extensión de los sistemas de bienestar social.
Un primer impacto vino probablemente de los movimientos socialistas. Fuera de Rusia, los gobiernos
temÃ−an un socialismo en gran escala y, para debilitar la fuerza de las demandas que pedÃ−an la abolición
de la propiedad privada, estaban dispuestos a hacer concesiones a los sectores sociales más débiles. Los
progresos sociales venÃ−an también condicionados por los recursos de que disponÃ−an los diferentes
paÃ−ses europeos: donde no existÃ−a demasiada riqueza para redistribuir, las medidas sociales fueron
escasas o nulas.
Otro factor fue el desarrollo del interés humanitario por los pobres, impulsado por el socialismo y reforzado
por la creciente información aportada por los investigadores sociales. La SdN y la Organización
Internacional del Trabajo patrocinaron estudios sobre las condiciones sociales. Sus informes dieron prestigio
internacional a los planes de bienestar social. La guerra también contribuyó a fomentar la aceptación (y
la exigencia) de medidas sociales, asÃ− como la costumbre de un gasto público elevado (con mayores
impuestos).
Para mejorar la salud y la alimentación se crearon sistemas sociales que ofrecÃ−an servicios o ayudas en
metálico a personas con bajos ingresos. Las medidas iban dirigidas principalmente a recién nacidos,
niños, ancianos e indigentes. Gran Bretaña contaba con el mayor número de servicios financiados por el
Estado: clÃ−nicas prenatales, maternidades, centros para niños y visita médica a domicilio. En las
escuelas se daba a los niños leche y alimentos gratis o baratos, y un servicio médico con reconocimientos
regulares. En muchos paÃ−ses los hospitales (en especial los de enfermedades infecciosas) se financiaban con
fondos públicos y proporcionaban tratamiento gratuito o casi. En Gran Bretaña y Dinamarca se pagaban
pensiones de vejez a quienes no alcanzaban un determinado nivel de renta.
El rasgo más tÃ−pico de los planes de bienestar de esos años, fue la generalización de la seguridad
social: trabajadores, empresarios y, a veces, el Estado contribuÃ−an a la creación de unos fondos que
aseguraban unos ingresos a quienes sufrÃ−an una incapacidad temporal (por enfermedad o desempleo) y a los
jubilados. Por su parte, la ayuda familiar fue una novedad, aunque sólo se introdujeron sistemas de
aplicación general en Francia y en Bélgica.
La intervención del Estado fue esencial también para posibilitar a los trabajadores el acceso a la vivienda.
Una medida bastante generalizada fue el control de los alquileres para mantener bajos los de las viviendas
baratas. Se crearon diversas ayudas financieras y se construyó mucha vivienda barata, directamente por el
Estado o por constructoras o inmobiliarias supervisadas por el Estado. Un 25% de las viviendas construidas en
estos años en Alemania, Holanda, Gran Bretaña o Dinamarca, lo fueron mediante subvención pública.
Con estas medidas, el Estado del bienestar, iniciado tÃ−midamente en el siglo XIX, daba pasos notables. Pero
Europa no era homogénea en absoluto. HabÃ−a una gran diferencia entre los paÃ−ses del norte y oeste,
más desarrollados, y los del este y sur, mucho más atrasados. El contraste afectaba no sólo a la cobertura
social para los obreros, sino también a la educación, la alimentación, la esperanza de vida, el Ã−ndice de
mortalidad (sobre todo, la infantil), etc.
Las diferencias en educación eran enormes. Mientras casi todos los niños holandeses sabÃ−an leer y
escribir a los 10 años, en Rumania el 50% eran analfabetos. El analfabetismo era 36 veces mayor en
Portugal que en Bélgica. En secundaria las diferencias eran aún mayores: el porcentaje de adultos con
estudios secundarios era mucho menor en España y Portugal que en Suiza o Bélgica. En los paÃ−ses
atrasados el analfabetismo femenino era muy alto. En los paÃ−ses avanzados se tomaron medidas para que
niñas y niños recibieran una misma educación primaria, mientras que en los más pobres siguió la
discriminación. Lo mismo ocurrÃ−a en la secundaria. El incremento del gasto público permitió crear
más escuelas primarias, ampliar el perÃ−odo escolar obligatorio y reducir el número de alumnos por
profesor. En Gran Bretaña, PaÃ−ses Bajos y Alemania, el porcentaje de renta nacional que el Estado
dedicó a la educación aumentó notablemente, si bien muy pocos paÃ−ses emplearon fondos públicos
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para que alumnos de clase modesta pudieran acceder a estudios secundarios y superiores.
Además de las enormes diferencias existentes entre un paÃ−s y otro, hay que tener en cuenta las que
habÃ−a dentro de cada paÃ−s, entre las distintas clases sociales y regiones. Hacia 1930 la tasa de mortalidad
infantil era del 156 por mil en Extremadura frente a 74 en Cataluña. Incluso en Gran Bretaña las
diferencias eran muy acusadas: 91 en Escocia, 30 en la isla de Wight. La relación entre hacinamiento,
pobreza y enfermedad se constató en muchas ocasiones. Estudios hechos en los años veinte en Amsterdam
y Glasgow pusieron de manifiesto que las tasas de mortalidad infantil en las zonas más pobladas eran casi 4
veces más altas que las de los distritos con mayor nivel económico. Hacia 1930, un niño holandés
tenÃ−a al nacer una esperanza de vida superior en 25 años a la de un rumano.
c. El creciente control de la democracia.
La guerra habÃ−a aumentado el poder del Estado. La gravedad de la situación, la necesidad de dedicar todas
las energÃ−as y la larga duración del conflicto, exigieron una fuerte intervención del Estado en todas las
esferas de la vida nacional. Evidentemente, tales medidas excepcionales quedaron anuladas o mitigadas al
llegar la paz, pero ningún paÃ−s volvió al sistema previo a la guerra ni en lo económico ni en lo
polÃ−tico. Los gobiernos se habÃ−an acostumbrado a tomar las decisiones fuera del Parlamento, llamado
solamente para ratificar las decisiones del gobierno. El sistema parlamentario saldrá, asÃ−, debilitado de la
guerra, ya que durante la misma, el ejecutivo vio reforzada su autoridad y ampliadas sus atribuciones.
Tras la guerra, la complejidad de los problemas a los que se enfrentaban los gobiernos contribuyó a reforzar
el poder ejecutivo. Se produjo una transferencia de poder, primero desde el electorado al Parlamento, y
después, de éste al gobierno. A menudo los Parlamentos fueron incapaces de decidir con rapidez y
eficacia ante los nuevos problemas y la creciente complejidad de la máquina estatal. Una parte importante de
la función parlamentaria pasó a la administración y al gobierno. Las facilidades aportadas por el
teléfono, el avión y la radio para enviar órdenes e información favorecieron la centralización de las
decisiones. La necesidad de recurrir a expertos también tendió a reforzar el poder del gobierno.
En Gran Bretaña, el poder se concentró en un reducido grupo de ministros y, cuando el primer ministro
era, como Lloyd George, una fuerte personalidad, él mismo adoptaba todas las decisiones. La complejidad
de los problemas le hizo rodearse de una SecretarÃ−a de Estado, con técnicos y funcionarios para estudiar
los problemas que competÃ−an a los distintos ministerios. Ello dio al primer ministro una gran independencia
incluso frente al propio gobierno. Por ello en Inglaterra se ha llegado a hablar de la “dictadura del gabinete”.
En Francia el Parlamento se debilitó también por el hecho de que cada vez era más frecuente la
promulgación de decretos-ley, consecuencia de que el Parlamento delegara en el gobierno la facultad de
legislar sobre cuestiones en las que una mayorÃ−a no podÃ−a o no querÃ−a ser responsable. El control sobre
el gobierno se ejercÃ−a a posteriori, con lo que resultaba más débil e ineficaz. Algo semejante ocurrÃ−a
en la república alemana de Weimar.
La organización de los partidos se hizo cada vez más rÃ−gida y centralizada; la influencia de las bases
disminuyó y los lÃ−deres se hicieron todopoderosos. En Gran Bretaña un candidato independiente no
tenÃ−a ninguna posibilidad de ser elegido. Una vez designados, los diputados, nombrados a menudo por los
dirigentes, eran sometidos a una rÃ−gida disciplina y a un control riguroso, convirtiéndose en máquinas
de votar. El lÃ−der del partido mayoritario, que era automáticamente jefe del gobierno, podÃ−a conseguir la
total subordinación de la Cámara ya que su sustitución requerÃ−a la celebración de nuevas elecciones.
Las dificultades de la guerra y la posguerra contribuyen a explicar la influencia creciente de la
Administración. El Estado multiplica su intervención y la ejecución de las leyes exige un personal
especializado y con experiencia. Además, los altos funcionarios casi siempre se reclutan entre las clases
dirigentes: tanto en Francia como en Inglaterra proceden de la alta burguesÃ−a. El parentesco, la amistad, los
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sentimientos de clase hacen, sin duda, que estos funcionarios, obligados a intervenir cada vez más en lo
económico, experimenten (aun a su pesar) la presión de los grupos económicos que les facilitan los
informes que necesitan.
Durante el siglo XIX la lucha por la libertad de prensa habÃ−a sido una lucha contra el poder polÃ−tico, pues
se trataba de defenderla contra la acción de los gobernantes. Pero hacÃ−a tiempo que habÃ−a aparecido otra
amenaza encarnada por el “poder del dinero”: aparte del Estado y los grandes partidos polÃ−ticos, era el
único que disponÃ−a de los recursos necesarios para crear medios de comunicación. Hay que tener en
cuenta que éstos alcanzan un desarrollo sin precedentes en esos años. A la prensa se suman la radio y el
cine sonoro. Ambos serán omnipresentes y tendrán un extraordinario impacto en la sociedad. Ahora más
que en ninguna época la opinión pública podrá ser dirigida, manipulada.
B. El refuerzo del conservadurismo.
Sin contar las dictaduras, en estos años predominan los gobiernos de derecha. El temor a la revolución
favoreció ese hecho. La revolución rusa, que fue un poderoso acicate para la clase obrera, aterrorizó a las
clases dirigentes. Ya durante la revolución una intensa propaganda antibolchevique logró convencer a
muchos de que los bolcheviques eran unos feroces sanguinarios dispuestos a implantar en toda Europa, e
incluso en América, un régimen de sangre y terror. El miedo fue la base de la propaganda anticomunista
y se seguirá usando como componente importante del populismo y del nacionalismo. La invocación a la
“revolución mundial” hecha por la III Internacional, junto con las informaciones más inverosÃ−miles,
como la nacionalización de mujeres e hijos, se difundieron en masa, contribuyendo a crear, en amplios
sectores, un estado de histeria colectiva anticomunista.
a. El nacionalismo ultraconservador en EEUU.
En EEUU los grandes intereses económicos influÃ−an decisivamente en la polÃ−tica, ya que la
participación electoral era muy baja entre las clases populares (menos del 50%) y el electorado, en general,
dócil e ignorante. Ello facilitaba el control de las elecciones por ciertos grupos dispuestos a pagar por
mantener sus privilegios, y explica que los candidatos en las “primarias” puedan ser elegidos con un número
ridÃ−culo de votos. Una familia, como la Du Pont de Nemours, llegó a dominar la polÃ−tica en el Estado de
Delaware; la Anaconda Koper Mining controlaba la de Montana. Donantes ricos llenaban las arcas electorales
de los dos grandes partidos. AsÃ−, en las campañas presidenciales de 1912 y de 1928, Mellon, el hombre
más rico de EEUU, Rockefeller, Irene Du Pont, Alfred Sloan (General Motors), Harvey Firestone, etc.
estaban entre los mayores donantes a los republicanos. Pero la presión de los grandes intereses privados no
sólo se ejercÃ−a sobre el Congreso a través de las elecciones, sino de forma permanente mediante los
grupos de presión o lobbies.
El “miedo rojo” contribuyó, además, al resurgir del nacionalismo a través de varias organizaciones que
defendÃ−an la recuperación del “americanismo”, esto es, de los valores y creencias considerados
“auténticamente americanos”. Numerosos comités, asociaciones, ligas y legiones de decencia y
moralidad ejercerán una gran influencia en esos años y lograrán que se adopte toda una polÃ−tica de
acción moral. Estas organizaciones consideraban necesario aplicar normas que subrayasen el carácter
virtuoso de América frente a la “desordenada” Europa. El lema venÃ−a a ser la defensa de lo blanco,
anglosajón y protestante, en contra de los negros, católicos, judÃ−os, emigrantes y de cualquiera que
pudiera ser calificado de liberal por sus ideas progresistas. Se predicaba la discriminación y la xenofobia y se
defendÃ−a la preservación de la “pureza de la raza nórdica” como eje del progreso de la nación
americana.
Un gran desarrollo logró, por ejemplo, la secta fundamentalista, que recomendaba la aplicación Ã−ntegra
de los preceptos de la Biblia, sin permitir ninguna crÃ−tica al texto sagrado. El darwinismo (la teorÃ−a
evolucionista) fue objeto de particular atención y su enseñanza fue condenada e incluso prohibida en
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algunos Estados. Partidarios del darwinismo se vieron obligados a declarar ante los tribunales. Otros
fenómenos, que vamos a ver a continuación, fueron también expresiones del nuevo rearme moral con el
que EEUU intentaba reafirmar su independencia de Europa, en un contexto de polÃ−tica aislacionista que
rechazaba la ratificación del Tratado de Versalles y el ingreso en la SdN.
1. El resurgimiento del Ku Klux Klan.
El KKK reapareció en 1915 con el nombre del “Imperio Invisible” bajo la dirección del coronel,
empresario y predicador W. J. Simmons. Tras la guerra experimentó una gran expansión proclamando,
sobre todo en el sur y oeste del paÃ−s, su violenta xenofobia, ciertamente antinegra, pero también
antiitaliana, antijudÃ−a, anticatólica, etc. y convirtiéndose en una fuerza polÃ−tica poderosa. En 1920 la
organización inició una carrera fulminante, pasando de unos pocos centenares de miembros a casi 5
millones en 1925. En 1922 el Klan lograba su máxima influencia llegando a controlar a los gobernadores y
las Asambleas Legislativas de Oregón, Oklahoma, Arkansas, Texas, Indiana, Ohio y California, a la vez que
alcanzaba sus mayores cotas de violencia sembrando el pánico entre la comunidad negra.
Sus actividades incluÃ−an sesiones con un aparatoso ritual, marchas solemnes, disfraces y secretismo, pero su
enorme odio racial se traducÃ−a sobre todo en actos violentos. Entre 1920 y 1923 la organización
desencadenó su más alto grado de violencia (asesinatos, mutilaciones, palizas) al tiempo que crecÃ−a su
capacidad de convocatoria. EjercÃ−an además una fuerte presión para conseguir la promulgación de leyes
federales que restringieran la inmigración. Enviaban amenazas, seguidas de violencia, contra quienes no
hacÃ−an caso a sus advertencias. A veces denunciaban el internacionalismo pacifista y acusaban de
antipatriotas a historiadores e intelectuales que hacÃ−an interpretaciones crÃ−ticas de la revolución
americana y de los héroes de la Independencia, logrando la aprobación de leyes que prohibÃ−an los libros
de texto que supuestamente pervertÃ−an, falsificaban y distorsionaban el “puro americanismo”.
2. Las leyes eugenésicas.
La idea determinista de que tanto la inteligencia como la debilidad mental y la criminalidad se debÃ−an a
causas genéticas y eran, por tanto, hereditarias, estaba muy extendida desde el siglo XIX. Según esa idea,
las diferencias sociales y económicas se explicarÃ−an por las diferentes capacidades innatas. AsÃ−, el papel
de las clases altas se justificarÃ−a por su mejor dotación genética, en tanto que los pobres, los negros y
otros grupos desfavorecidos, “genéticamente inferiores”, ocuparÃ−an el lugar subordinado que les
correspondÃ−a.
La creencia en que la herencia jugaba un papel decisivo en la transmisión de las tendencias criminales y de
las deficiencias mentales tuvo importantes repercusiones. Se llegó a ver al deficiente mental y al criminal
(delincuentes y revoltosos) como una amenaza para la sociedad que sólo podrÃ−a solucionarse evitando su
reproducción. En contraposición, deberÃ−a animarse a los sanos y personas de bien a que tuvieran más
hijos. La idea de mejorar la raza (aumentando la reproducción de los sanos e inteligentes y limitando la de
los enfermos y débiles mentales) se denominó eugenesia y se tradujo en un movimiento que abogaba por
promulgar leyes que impidieran tener descendencia a los débiles mentales, etc. La conducta considerada
socialmente molesta, dañina o peligrosa se vio también afectada por las leyes eugenésicas, de modo
que éstas sirvieron para controlar a quienes resultaban ser una amenaza para los intereses de los poderosos,
al tiempo que se disfrazaban de mejoras humanitarias.
A finales del siglo XIX se aprobaron leyes eugenésicas en Massachussets y Michigan, que permitÃ−an
castrar a determinados grupos de niños y adultos. A principios de siglo XX se sumaron Indiana (1907),
Nueva Jersey (1911) y Iowa (1913). En este último la ley recogÃ−a la necesidad de prevenir la procreación
de los “criminales, violadores, idiotas, débiles mentales; imbéciles, lunáticos, borrachos, toxicómanos,
epilépticos, sifilÃ−ticos, pervertidos sexuales y morales y personas enfermizas y degeneradas”. Entre 1909
y 1928, 21 Estados promulgaron leyes eugenésicas para controlar la reproducción de desviados sociales y
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marginados, aunque no todas fueron puestas en práctica. Se ha estima-do que antes de 1929 se llevaron a
cabo unas 8.500 esterilizaciones (6.200 en California). El movimiento eugenésico puso en marcha oficinas,
comités asesores, etc. para reunir informes y recomendar medidas públicas: según sus “investigaciones”,
en torno al 10% de la población era portadora de la “mala semilla”. EEUU se convirtió asÃ− en la primera
nación donde se aprobaron leyes que aplicaban la esterilización forzosa en nombre de la “pureza de la
raza”, adelantándose a la Alemania nazi.
3. Las leyes contra la inmigración.
La llegada a EEUU, en la década anterior a 1914, de 10 millones de inmigrantes dio lugar a que sectores
“notables” de la sociedad pidieran un estricto control sobre la “calidad” de sus futuros conciudadanos. Ya en
1871 una ley, aunque no fijaba cuotas ni grupos étnicos o nacionales, excluÃ−a a algunos emigrantes a los
que se consideraba indeseables y entre los que se contaban culies (asiáticos), prostitutas y convictos. Con el
paso de los años se añadieron otros grupos: “lunáticos e idiotas” (1882), “epilépticos y locos” (1903)
“imbéciles y débiles mentales” (1907), y se establecieron procedimientos para examinar a los recién
llegados y excluir a los que no se ajustaran a los criterios legalmente fijados. Pronto se hizo evidente que la
tradicional polÃ−tica de “puertas abiertas” habÃ−a dejado de ser útil a los intereses de quienes estaban en
condiciones de imponer sus opiniones en el paÃ−s.
Durante la guerra, casi dos millones de reclutas fueron sometidos a tests mentales para su clasificación.
Aunque este hecho no influyó en su destino militar, la publicación de los resultados tras la guerra,
repercutió notablemente en la polÃ−tica respecto a la inmigración y la asimilación de los inmigrantes. Los
tests establecÃ−an una clara relación entre nacionalidad y nivel de inteligencia. No es de extrañar, ya que
se basaban en las asignaturas impartidas hacia 1900 en EEUU en la escuela: dado que muchos reclutas no
habÃ−an sido escolariza-dos o eran de origen extranjero, las preguntas basadas en esas materias suponÃ−an
una patente discriminación social. Los tests se pasaron, además, en condiciones penosas: instalaciones
inadecuadas, poco tiempo y escasa colaboración por parte de las autoridades militares. La conclusión fue
que “los que proceden de paÃ−ses de habla inglesa y los escandinavos ocupan el primer puesto de la lista,
mientras los últimos pertenecen a los paÃ−ses eslavos y latinos”.
Su publicación en 1920 aumentó el clamor que exigÃ−a restringir más la inmigración. En 1921 una ley
fijó “cuotas” que limitaban el número de extranjeros procedentes cada año de un determinado paÃ−s al
3% de los inmigrantes de ese paÃ−s que ya residieran en EEUU según el censo de 1910. Fue la primera vez
que el gobierno hizo algo semejante, pero no la última.
Ciertos sectores económicos favorecieron una polÃ−tica de inmigración de “puerta corredera” para
regular la disponibilidad de fuerza de trabajo foránea según las fluctuaciones del mercado. Tanto las
grandes empresas como la Cámara de Comercio, que defendÃ−a los intereses de las pequeñas empresas,
eran partidarias de restringir la inmigración. Incluso en sectores obreros se veÃ−a como un modo de eliminar
la competencia. Las instituciones filantrópicas también se mostraban inclinadas a la restricción. El propio
presidente Coolidge dio voz a ese amplio consenso al proclamar “América para los americanos”. La puerta
abierta que habÃ−a ofrecido la posibilidad de una nueva vida a millones de inmigrantes, estaba cerrándose.
El deseo de lograr una solución expeditiva y eficaz a la inmigración halló un aliado inmejorable en el
ámbito cientÃ−fico, donde primaban planteamientos deterministas que afirmaban el carácter hereditario
de la inteligencia. La ciencia se utilizó claramente para legitimar la adopción de una polÃ−tica inmigratoria
que era la más deseable para los intereses dominantes en EEUU. CientÃ−ficos y polÃ−ticos aunaron sus
esfuerzos para conseguir una exclusión selectiva basada en el ideal eugenésico de “pureza racial”.
La justificación biológica del prejuicio racial, tan antiguo como la historia humana, es reciente. Desde el
siglo XIX el determinismo se apoyaba en datos cuantitativos, aportados primero por la craneometrÃ−a y
luego por los “tests de inteligencia”. Esta justificación elimina-ba la posibilidad de que los desfavorecidos se
redimieran mediante la educación y las mejores condiciones de vida, resolviendo asÃ− a las autoridades el
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problema de lograr la asimilación de los marginados mediante planes de ayuda social, que, aparte de
costosos, vendrÃ−an a ser inútiles. La ciencia pasaba asÃ− a reforzar las ideas imperantes, plagadas de
prejuicios, sobre la desigualdad innata de los grupos humanos, legitimando la jerarquización social.
En ámbitos cientÃ−ficos y polÃ−ticos estaba extendida la creencia de que la población estaba
“degenerando al nivel de la raza latina y eslava”. La idea de la degeneración racial, causada por la mezcla
con inmigrantes de inteligencia inferior, que parecÃ−a agravada en EEUU por la “mancha” de la población
negra (“problema” que no tenÃ−a Europa), producÃ−a terror en amplios sectores. Algunos informes decÃ−an
que “se debe impedir la propagación de linajes defectuosos en la población actual. Se puede aún parar el
descenso de la inteligencia americana impidiendo la inmigración”. Según ellos, era imprescindible frenar la
inmigración, que deberÃ−a ser no sólo restrictiva, sino selectiva. Eso sÃ−, los pasos a dar “para preservar o
incrementar la capacidad intelectual, deben venir impuestos por la ciencia, no por la práctica polÃ−tica”.
Esto explica el inicio del apoyo federal a la investigación cientÃ−fica considerada relevante y se fomentasen
estudios sobre la inteligencia cuya base eran los tests del ejército.
En las deliberaciones, iniciadas en 1923, para elaborar leyes antiinmigratorias no faltó la nota de
antisemitismo, aunque sobre la supuesta inferioridad de los judÃ−os los expertos no se ponÃ−an de acuerdo
(recordemos que uno de los rasgos del estereotipo judÃ−o vigente desde el siglo XIX era precisamente la
inteligencia y la astucia).
La Ley de Inmigración Johnson-Lodge de 1924 reflejaba la fuerza del movimiento antiinmigratorio y
eugenésico. Era una ley más restrictiva aún que la de 1921, pues reducÃ−a la cuota de inmigrantes al
2%, y establecÃ−a ese porcentaje respecto al censo de 1890, en lugar del de 1920. Con ello se pretendÃ−a
restringir lo más posible el número de inmigrantes procedente del sur de Europa, sobre todo italianos, cuya
llegada masiva se produjo después de 1890. La ley redujo también el número de judÃ−os que podÃ−an
entrar en EEUU, pasando de los 100-150.000 en años anteriores a 49.000 y luego a 11.000 por año.
Menos de una década después, cuando estos “indeseables” eslavos, mediterráneos y semitas se
convirtieron en vÃ−ctimas de las medidas eugenésicas del Tercer Reich, muchos intentaron escapar a la
cárcel o al exterminio huyendo a EEUU, que les negó la entrada aduciendo que sus cuotas nacionales
habÃ−an sido cubiertas. Se ha calculado que, gracias a las leyes antiinmigratorias, entre 1924 y 1939 se
impidió la entrada a 6 millones de europeos del sur, centro y este.
El rechazo a los mediterráneos vino acompañado de una ola de hostilidad centrada sobre todo en los
italianos. Las operaciones de la policÃ−a en los barrios italianos de Nueva York eran frecuentes y, a menudo,
violentas. En esta atmósfera de xenofobia estalló el “caso” Sacco y Vanzetti. Nicola Sacco y Bartolomeo
Vanzetti simbolizaban a los obreros latinos, católicos, de piel blanca y pelo negro, que llegaron a EEUU
soñando con un paraÃ−so de libertad y fueron vÃ−ctimas de los prejuicios y la intolerancia. En abril de
1920 el pagador y el escolta de una fábrica de zapatos en Massachusetts son asesinados y el dinero de la
nómina robado. Veinte dÃ−as después, la policÃ−a recibÃ−a presiones del gobernador y de los
“honorables” ciudadanos de Boston por la creciente criminalidad que sufrÃ−a Massachusetts. Poco después
eran detenidos Nicola y Bartolomeo con armas y propaganda anarquista. Están asustados, no dominan el
inglés y sus testimonios son confusos. Atemorizados, lo niegan todo, incluso lo evidente, lo que la
policÃ−a sÃ− puede demostrar: que llevaban armas y que eran anarquistas.
En el juicio importó poco que los testigos no lograran ponerse de acuerdo sobre si los atracadores habÃ−an
sido cuatro, tres, dos o uno, ni que se llegara a decir que los asesinos “caminaban como italianos”, ni que un
testigo perdiera su trabajo tras no reconocer a los acusados para recuperarlo cuando decidió “recordar” que
sÃ− los reconocÃ−a. Se trataba de dar un escarmiento a los latinos que llegaban a EEUU y tenÃ−an la
desvergüenza de olvidar quién mandaba allÃ−. A pesar de las irregularidades del proceso, fueron
condenados a muerte. En todo el mundo se alzaron voces pidiendo su libertad, en especial entre el
movimiento obrero. La opinión pública progresista de Europa, cientÃ−ficos, intelectuales y personalidades
salieron a la calle para pedir la libertad de los dos anarquistas inocentes. La batalla se perdió. De nada
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sirvió que un puertorriqueño se confesara autor de los asesinatos y negara cualquier implicación de los
italianos en el crimen. En 1927, fueron ejecutados. Hubo que esperar hasta 1977 para que la justicia de EEUU
reconociera que habÃ−a ejecutado a dos hombres inocentes.
4. La “Ley seca”.
En 1919 el Congreso de EEUU aprobó la Ley Volstead, que prohibÃ−a la fabricación, distribución y
venta de bebidas alcohólicas, y estuvo vigente hasta 1933. La conocida como Ley seca representaba el
triunfo del esfuerzo de los sectores conservadores por “purificar” la nación americana. Sus partidarios
pertenecÃ−an, sobre todo, a medios rurales, aunque también los habÃ−a en las ciudades. En general,
defendÃ−an la prohibición los protestantes y los grupos aislacionistas hostiles a la entrada de EEUU en la
guerra, mientras que los que se oponÃ−an eran en su mayorÃ−a católicos. También puede decirse que el
nordeste era hostil a la prohibición, mientras que el Sur y el Oeste eran más bien favorables. El intento de
reforma moral mediante la ley incluyó también la regulación del juego. La prohibición de ambas
actividades facilitó su control por bandas criminales (gangsterismo).
b. El predominio de los gobiernos de derecha.
En Gran Bretaña el sistema electoral favorecÃ−a a los conservadores, que obtenÃ−an mayorÃ−as
parlamentarias con minorÃ−as electorales. AsÃ−, en 1928 la coalición conservadora en torno a Lloyd
George obtuvo el 68% de los escaños con el 48% de los votos. En las Cámaras predominaban la
aristocracia y los intereses financieros. Más de 2/3 de los diputados conservadores pertenecÃ−an a familias
con tÃ−tulo hereditario y se habÃ−an educado en colegios de élite. En 1935 170 diputados de los Comunes
eran miembros de 650 consejos de administración. De los 450 diputados de la Cámara de los Lores en los
años de entreguerras, 272 eran miembros de consejos de administración, 106 representaban a 69
compañÃ−as de seguros, 66 a 42 bancos, 49 a la construcción naval, etc. No sorprende, pues, que el
gobierno conservador, tras superar la huelga general de 1926, patrocinara en 1927 una ley contra el
sindicalismo y se opusiera a la ratificación de la Convención de Washington que consagraba la jornada de 8
horas y al examen en Ginebra de la propuesta de la semana de 40 horas.
El gobierno “nacional” formado tras las elecciones de 1931 dio a las grandes empresas una seguridad
desconocida desde 1914; el partido laborista se vio neutralizado por su derrota y sus divisiones; desde
entonces todos los instrumentos de poder quedaron en manos de representantes de los grandes intereses. La
Federación Industrial, por ejemplo, elaboró la polÃ−tica proteccionista adoptada por el gobierno, dictó los
términos de los acuerdos comerciales con Francia y logró modificar las tarifas aduaneras al margen del
Parlamento.
En Francia la polÃ−tica cambió de rumbo y se orientó hacia la derecha. Agricultores, artesanos,
pequeños comerciantes e industriales, que formaban un sector muy amplio de la sociedad francesa y
habÃ−an apoyado hasta entonces a la izquierda, mostraron su rechazo a la creciente agitación obrera y
renunciaron a una alianza que suponÃ−a apoyar una legislación social vista ahora como una generosidad
inútil y un despilfarro. La clase media, encuadrada en el partido radical, se deslizó hacia la derecha y el
paÃ−s, que habÃ−a votado a favor de la izquierda, vio cómo la derecha volvÃ−a al poder. También
aquÃ− los grandes intereses, muy concentrados, pudieron imponer su voluntad, directamente o mediante la
corrupción. Y en gran medida lo seguirán haciendo incluso tras el advenimiento del Frente Popular en
1936, oponiéndose a sus reformas sociales, a los proyectos de represión del fraude fiscal, etc.
El nacionalismo de preguerra, representado por la Ligue des Patriotes y la Action Française, aumentó su
influencia en medios intelectuales y polÃ−ticos. Ese nacionalismo patriotero y agresivo era alimentado por el
orgullo de la victoria, la satisfacción de poseer un imperio colonial de enormes recursos (el mito de la
“Francia de 100 millones de habitantes”) y la idea de que los frutos de la victoria habÃ−an sido
desperdiciados o se los habÃ−a arrebatado la envidia extranjera o la incapacidad de los polÃ−ticos. El miedo
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a la revolución dio a la derecha nacionalista un pretexto para monopolizar “lo nacional” contra los partidos
de la izquierda “manchados” por el internacionalismo. El nacionalismo tenÃ−a el apoyo del clero, del
ejército, más influyente que nunca, y de la alta burguesÃ−a, asÃ− como el de aquellos sectores de la
población inclinados a la derecha y hostiles a las huelgas, los sindicatos y el socialismo.
Los problemas de Francia para cobrar las indemnizaciones, agruparon a gran parte de la opinión a favor de
un programa de armamentos y de una polÃ−tica de recelo frente a la SdN y de “firmeza” frente a Alemania y
de estricta aplicación de los tratados, asÃ− como de una disciplina nacional fundada en el respeto riguroso a
la jerarquÃ−a social y en la defensa de los valores tradicionales. El antisemitismo era también uno de los
contenidos básicos de la demagogia nacionalista. Francia, que habÃ−a recibido una gran cantidad de
inmigrantes judÃ−os al acabar la guerra, comenzó a cerrarles la puerta. Los propios sindicatos socialistas
apoyaban esta polÃ−tica, afirmando que la inmigración presionaba a los salarios a la baja.
c. La Iglesia católica.
La Iglesia católica, tradicional fuerza conservadora, cuyo poder habÃ−a declinado en el siglo XIX debido a
las revoluciones liberales y los progresos de la democracia, reforzó su poder en este perÃ−odo. Tras la
guerra, en que se mantuvo neutral, tuvo que afrontar grandes dificultades. La desaparición de la católica
monarquÃ−a austrohúngara y la integración de minorÃ−as católicas en paÃ−ses de mayorÃ−a ortodoxa
como Yugoslavia o Rumania no se compensaba con la resurrección de una Polonia católica. Además,
habÃ−a surgido un nuevo Estado, la URSS, adverso a la religión. El Papado intentó adaptarse a la
situación reforzando su centralización mediante la publicación del derecho canónico, la uniformidad de
la liturgia, la multiplicación de seminarios y colegios nacionales en Roma. La Iglesia desarrolló su
influencia a través, sobre todo, de la Acción Católica, que favorecÃ−a la creación de partidos
confesionales y promovÃ−a que los seglares ejercieran el apostolado en su medio cotidiano.
La Iglesia consiguió establecer acuerdos con los gobiernos. Sectores de la burguesÃ−a, que antes de 1913
habÃ−an defendido sistemáticamente las prerrogativas del Estado frente a la Iglesia, atenuaron su hostilidad,
paralizaron las leyes que perjudicaban a la Iglesia, renunciaron a la idea de separación y se prestaron a una
“verdadera inversión de la obra de secularización legislativa” que habÃ−a progresado desde hacÃ−a un
siglo.
PÃ−o XI desarrolló una polÃ−tica que aseguraba a la Iglesia grandes ventajas. Entre 1919 y 1929 se
firmaron 15 Concordatos (Francia, Italia, Polonia, Letonia, Lituania, Rumania, Checoslovaquia...), que
consagraban ciertas disposiciones de derecho canónico y daban notables ventajas a la Iglesia: exención
fiscal para edificios de culto y otros, exención del servicio militar, reconocimiento jurÃ−dico del matrimonio
religioso; libertad de enseñanza confesional e inspección episcopal sobre la educación moral y religiosa
en la escuela pública.
Francia e Italia, los paÃ−ses más anticlericales antes de 1913, renunciaban a esa actitud al firmar los
Concordatos. Tras restablecerse la embajada francesa ante la Santa Sede, esta polÃ−tica se verá coronada en
Italia por el Concordato de 1929 (que “devolvÃ−a Italia a Dios y Dios a Italia”) y el Tratado de Letrán que
Mussolini firmaba con el Papa por el que se creaba el Estado Vaticano. Desde la unidad italiana y el final de
los Estados Pontificios, el Papa no habÃ−a tenido poder polÃ−tico como Jefe de Estado.
2. Los movimientos fascistas: algunas caracterÃ−sticas generales
En el perÃ−odo de entreguerras la amenaza a las instituciones liberales procedió exclusivamente de la
derecha, cuestión que quizá merece recordarse pues se asume como obvio que entre 1945 y 1989 esa
amenaza procedió del comunismo.
La revolución social comunista dejó de extenderse una vez que la oleada de 1919-20 se retiró. Los
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movimientos socialdemócratas se convirtieron en sostenedores del Estado más que en fuerzas subversivas y
de su compromiso con la democracia no habÃ−a duda. En casi todos los paÃ−ses los partidos comunistas
eran minoritarios y allÃ− donde eran fuertes estaban prohibidos o lo estarÃ−an pronto. En los veinte años
de retroceso liberal ni un solo paÃ−s realmente democrático fue derrocado por la izquierda. El peligro
procedió de la derecha, que representó no sólo una amenaza al gobierno constitucional y representativo,
sino también a la civilización liberal en su conjunto, asÃ− como un movimiento casi mundial, el
“fascismo”.
A. El fascismo y otras fuerzas antiliberales y antidemocráticas.
Las fuerzas que derrocaron los regÃ−menes democrático-liberales fueron de tres tipos: la derecha autoritaria
tradicional, la derecha del “estatismo orgánico” y los movimientos fascistas. Las tres iban dirigidas contra
la revolución social y eran una reacción contra la subversión del viejo orden social producida en 1917-20.
Las tres eran autoritarias y hostiles a las instituciones polÃ−ticas liberales, aunque a veces más por
pragmatismo que por principios. Las tres tendÃ−an a favorecer a los militares y a la policÃ−a u otros
cuerpos capaces de ejercer coerción fÃ−sica, puesto que eran los baluartes más directos contra la
subversión; su apoyo fue esencial para que la derecha llegara al poder. Y las tres tendieron a ser
nacionalistas, en parte por resentimiento contra algún paÃ−s, por alguna guerra perdida o por la
insuficiencia de sus imperios, y en parte porque agitar la bandera nacional era un modo de conseguir tanto
legitimidad como popularidad. Pero también habÃ−a diferencias entre las tres fuerzas.
Los autoritarios o conservadores tradicionales, como el almirante Horthy (HungrÃ−a), el mariscal
Mannerheim (vencedor de la guerra civil contra los “rojos” tras lograr la independencia de Finlandia), el
mariscal Pilsudski (liberador de Polonia), el rey Alejandro (primero, de Serbia y, desde 1919, de Yugoslavia)
o el general Franco, no tenÃ−an una ideologÃ−a propia, excepto el anticomunismo y los prejuicios
tradicionales de su clase social. PodÃ−an aliarse con la Alemania de Hitler y con movimientos fascistas en su
propio paÃ−s, pero sólo porque la alianza “natural” incluÃ−a entonces a todo el espectro de la derecha.
Consideraciones nacionales podÃ−an, a veces, romper esa alianza. Churchill, un conservador muy derechista,
mostró simpatÃ−a por la Italia de Mussolini y no creyó que hubiera que apoyar a la República española
contra Franco, pero la amenaza de Alemania a Gran Bretaña le convirtió en un campeón de la unidad
internacional antifascista.
Otra tendencia fue el llamado “estatismo orgánico”, un régimen conservador que, más que defender el
orden tradicional, recreaba deliberadamente sus principios para hacer frente tanto al individualismo liberal
como al reto del proletariado y del socialismo. Detrás habÃ−a una nostalgia por una imaginaria sociedad
feudal, en la que se aceptaba la existencia de clases sociales o grupos económicos, pero se rechazaba la lucha
de clases mediante la aceptación de la jerarquÃ−a social, reconociendo que cada grupo social o “estado”
tenÃ−a un papel que desempeñar en una sociedad orgánica formada por todos como una colectividad. Esto
generó teorÃ−as “corporativas” que sustituÃ−an la democracia liberal por la representación de los grupos
de intereses económicos y laborales. A veces se le llamó democracia “orgánica”: de hecho se trataba de
un régimen autoritario y de un Estado fuerte gobernado desde arriba por burócratas y tecnócratas. Los
mejores ejemplos de estos regÃ−menes antiliberales de derechas se hallan en paÃ−ses católicos, como
Portugal con Oliveira Salazar, el más duradero (1927-1974), Austria entre la destrucción de la democracia
y la invasión de Hitler (1934-1938) y, hasta cierto punto, la España de Franco (1939-1975).
Por su parte, la Iglesia católica, profundamente reaccionaria, no era fascista, dado su rechazo al carácter
básicamente laico de los Estados totalitarios. No obstante, la doctrina del “estado corporativo”,
ejemplificado en paÃ−ses católicos, se elaboró, sobre todo, en los cÃ−rculos fascistas, aunque estos
regÃ−menes no bebÃ−an sólo de la tradición católica, e incluso en paÃ−ses católicos el fascismo
podÃ−a surgir directamente del catolicismo integrista, como el movimiento del belga Leon Degrelle. Lo que
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unÃ−a a la Iglesia con los reaccionarios de viejo tipo, y con los fascistas, era su odio a la ilustración del siglo
XVIII, a la revolución francesa y a todas sus derivaciones: la democracia, el liberalismo y, por supuesto, el
“comunismo sin dios”. Cuando el liberalismo cayó, la Iglesia, con raras excepciones, se alegró.
El primer movimiento fascista, que dio nombre al fenómeno, fue el italiano, creado por un periodista
socialista renegado, Benito Mussolini. Pero el fascismo italiano no tuvo mucho éxito internacional. De no
haber ganado Hitler en Alemania, el fascismo no se habrÃ−a convertido en un movimiento general. Salvo el
italiano, todos los movimientos fascistas importantes surgieron después de subir Hitler al poder. Destacan
la Cruz y la Flecha en HungrÃ−a, que obtuvo el 25% de los sufragios en la primera votación secreta de ese
paÃ−s (1939), y la Guardia de Hierro en Rumania, que gozó de un apoyo aún mayor. Los movimientos
apoyados por Mussolini, como los terroristas croatas ustachi de Ante Pavelic, no lograron mucho ni se
hicieron fascistas hasta los años treinta, en que buscaron inspiración y ayuda financiera en Alemania.
Además, sin el triunfo de Hitler no se habrÃ−a desarrollado la idea del fascismo como movimiento universal
(una especie de internacional de la derecha con centro en BerlÃ−n frente a la Komintern de Moscú).
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenÃ−an en común las diferentes corrientes del fascismo,
aparte de aceptar la hegemonÃ−a alemana. La teorÃ−a no era el punto fuerte de unos movimientos que
predicaban la insuficiencia de la razón y la superioridad del instinto y de la voluntad. Los teóricos
reaccionarios atraÃ−dos por el fascismo eran más bien elementos decorativos. Tampoco se puede identificar
al fascismo con el “estado corporativo”: la Alemania nazi no se interesó mucho por él, dado que entraba
en conflicto con el principio de una indivisible comunidad del pueblo. Incluso un elemento tan crucial en
apariencia como el racismo faltaba al principio del fascismo italiano. En cuanto al nacionalismo,
anticomunismo, antiliberalismo, etc., el fascismo los compartÃ−a con otros grupos de derecha.
La mayor diferencia entre la derecha tradicional y el fascismo era que éste movilizaba a las masas desde
abajo. PertenecÃ−a a la época de la polÃ−tica democrática y popular, rechazada por los tradicionales y
que los defensores del “estado orgánico” intentaban superar. Al fascismo le gustaban las movilizaciones de
masas y las conservó como escenografÃ−a incluso cuando subió al poder. Los fascistas eran los
“revolucionarios” de la contrarrevolución: de ahÃ− su retórica, su atractivo para cuantos se consideraban
vÃ−ctimas de la sociedad, su llamamiento a transformarla radicalmente, e incluso su deliberada adaptación
de los sÃ−mbolos y nombres de la revolución social, tan evidente en el caso del Partido Obrero
Nacional-Socialista de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la adopción del 1º de mayo como fiesta
oficial.
Análogamente, aunque el fascismo se especializó en la retórica del retorno del pasado, no era un
movimiento tradicionalista, si bien propugnaba muchos valores tradicionales. Denunciaba la
emancipación liberal (la mujer debÃ−a permanecer en el hogar y dar a luz muchos hijos) y desconfiaba de la
influencia de la cultura moderna y, en especial, del arte de vanguardia, al que los nazis tildaban de
“degenerado” y de “bolchevismo cultural”. Pero ni en Italia ni en Alemania recurrió a la Iglesia o a la
monarquÃ−a, guardianes históricos del orden conservador. Intentó, más bien, suplantarlos por un
principio totalmente nuevo de liderazgo encarnado en el hombre hecho a sÃ− mismo y legitimado por el
apoyo de las masas, y por unas ideologÃ−as (y cultos) laicos. El pasado al que apelaban era un artificio. El
propio racismo de Hitler era una elucubración posdarwinista de finales del siglo XIX, que pretendÃ−a
apoyarse en la genética y en su rama aplicada o “eugenesia”, que soñaba con crear una superraza
mediante la reproducción selectiva y la eliminación de los menos aptos. Hostil a la Ilustración y a la
revolución francesa, el fascismo no podÃ−a creer en la modernidad y en el progreso, aunque eso no le
impedÃ−a combinar esas absurdas creencias con la modernización tecnológica.
Tampoco se puede identificar fascismo con nacionalismo. Es obvio que el fascismo tendÃ−a a apelar a las
pasiones y prejuicios nacionalistas. Pero el nacionalismo creó problemas a los movimientos fascistas de los
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paÃ−ses ocupados por Alemania o cuya suerte dependÃ−a de la victoria de ésta contra sus propios
gobiernos. En Flandes, Holanda o Escandinavia cabÃ−a identificarse con los alemanes como parte de un gran
grupo racial teutónico, pero resultaba más útil una postura internacionalista (apoyada por la propaganda
de Goebbels). Alemania se veÃ−a como el núcleo y única garantÃ−a de un futuro orden europeo, con las
tÃ−picas invocaciones a Carlomagno y al anticomunismo. Las unidades militares no alemanas que lucharon
bajo bandera alemana en la 2ª G.M. destacaban este elemento internacional.
También es obvio que no todos los nacionalismos simpatizaban con el fascismo, y ello no sólo porque las
ambiciones de Hitler les amenazaban (caso de polacos y checos). De hecho, en varios paÃ−ses la
movilización antifascista produjo un patriotismo de izquierda en la 2ª G.M., cuando la “resistencia” la
dirigÃ−an “frentes nacionales” que cubrÃ−an todo el espectro polÃ−tico, excepto los fascistas y sus
colaboradores. Que un nacionalismo se encontrara en el campo del fascismo dependÃ−a de si ganaba más
que perdÃ−a con el avance del Eje y de si su odio al comunismo o a otra nación o grupo étnico (judÃ−os,
serbios) era mayor que su antipatÃ−a a alemanes o italianos. AsÃ−, los polacos, antirrusos y antijudÃ−os,
apenas colaboraron con la Alemania nazi, pero sÃ− lo hicieron los lituanos y algunos ucranianos (ocupados
por la URSS).
El fascismo no arraigó en Asia ni en Ôfrica (excepto entre los bóers de Sudáfrica) porque no
respondÃ−a a las situaciones polÃ−ticas locales. Esto es cierto incluso para Japón, aunque fuera aliado de
Alemania e Italia, luchase a su lado en la guerra y estuviese polÃ−ticamente en manos de la derecha. Las
afinidades ideológicas entre Japón y las potencias occidentales del Eje eran, sin duda, fuertes. Los
japoneses defendÃ−an con gran empeño sus convicciones de superioridad racial y la necesidad de la pureza
racial, asÃ− como la creencia en las virtudes militares del sacrificio personal, el estricto cumplimiento de las
órdenes, la abnegación y el estoicismo. Los valores predominantes en Japón eran la jerarquÃ−a rÃ−gida,
la total dedicación a la nación y a su divino emperador y el rechazo a la libertad, la igualdad y la
fraternidad. Los japoneses comprendÃ−an perfectamente los mitos wagnerianos sobre los dioses bárbaros,
los caballeros medievales puros y heroicos y la naturaleza llena de leyendas del bosque y la montaña.
TenÃ−an la misma capacidad para conjugar un comportamiento bárbaro con una sensibilidad estética
refinada. De hecho, entre los grupos ultranacionalistas que asesinaban a los polÃ−ticos que no les parecÃ−an
suficientemente patriotas, asÃ− como en el ejército que conquistó y esclavizó Manchuria y China,
habÃ−a muchos japoneses que propugnaban una identificación más estrecha con las potencias fascistas
europeas.
El fascismo no podÃ−a equipararse a un feudalismo oriental con una misión nacional imperialista.
PertenecÃ−a a la era de la democracia y del hombre medio, y el concepto mismo de “movimiento”, de
movilización de las masas por objetivos nuevos, tal vez revolucionarios, tras unos lÃ−deres
autoproclamados, no tenÃ−a sentido en el Japón de Hirohito. Más que Hitler, eran el ejército y la
tradición prusianos los que encajaban en su visión del mundo.
B. Las bases históricas y sociales del fascismo.
Los movimientos fascistas, que mezclaban valores conservadores, técnicas de la democracia de masas y
una ideologÃ−a nueva de violencia irracional, centrada sobre todo en el nacionalismo, habÃ−an nacido a
finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo (y los cambios sociales fruto del capitalismo),
contra los movimientos socialistas en ascenso y contra la riada de extranjeros que formó el mayor
movimiento migratorio conocido hasta entonces. En esos años se inició la xenofobia masiva, cuya
expresión pasó a ser el racismo (la protección de la raza nativa frente a la contaminación de las hordas
subhumanas invasoras).
El sustrato común del fascismo era el resentimiento de los “pequeños”, aplastados entre el gran capital y
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los movimientos obreros en auge, o privados de la posición respetable que habÃ−an ocupado en la sociedad
y creÃ−an merecer. Esos sentimientos hallaron su expresión más tÃ−pica en el antisemitismo, que a
finales del siglo XIX empezó a animar movimientos polÃ−ticos concretos. Los judÃ−os estaban en casi
todas partes y podÃ−an simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto, en gran medida porque
aceptaban las ideas de la Ilustración y la revolución francesa que los habÃ−a emancipado (y hecho más
visibles). PodÃ−an servir como sÃ−mbolo del odiado capitalista/financiero, del agitador revolucionario, de la
influencia destructiva de los “intelectuales desarraigados” y de los nuevos medios de comunicación de
masas, de la competencia que suponÃ−a su desproporcionada presencia en determinadas profesiones con
cierto nivel de instrucción, y del extranjero y el intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción de los
cristianos más tradicionales de que habÃ−an matado a Cristo.
El rechazo a los judÃ−os era general en Europa. No obstante, el que los obreros en huelga atacaran a los
tenderos judÃ−os y consideraran a sus patronos como judÃ−os, no quiere decir que fueran protonazis. El
antisemitismo agrario de Europa central y oriental se hizo más explosivo a medida que las sociedades rurales
eslava, magiar o rumana sufrÃ−an las sacudidas del mundo moderno. En Polonia, la independencia vino
marcada por el asesinato de miles de judÃ−os. Cuando EEUU, Gran Bretaña y Francia enviaron
delegaciones para conocer la situación, fueron acogidos con hostilidad por los periódicos nacionalistas que
calificaron el hecho de injerencia de la “internacional judÃ−a” en los asuntos polacos. En HungrÃ−a, a los
judÃ−os, abundantes en la banca, el comercio, los intelectuales y las profesiones liberales, se les acusaba de
“encarnar el capitalismo en sus aspectos más odiosos” y de haber dirigido la fracasada revolución
comunista de 1919. En Rumania, con una prensa llena de artÃ−culos antisemitas, grupos de estudiantes
atacaban y asesinaban a judÃ−os con gran impunidad.
Esta situación contradecÃ−a la igualdad de derechos recogida en las Constituciones de los nuevos Estados y
las garantÃ−as contenidas en los tratados de paz respecto a las minorÃ−as. En Rumania se aprobaron leyes
que impedÃ−an acceder a la ciudadanÃ−a a quienes no pudieran probar que residÃ−an en los nuevos
territorios antes de la guerra. Medidas semejantes afectaron a los judÃ−os polacos y austriacos. En Polonia y
otros paÃ−ses se restringió el número de judÃ−os en cargos públicos y en Rumania no podÃ−an ser
funcionarios. También se restringió el ingreso de judÃ−os en la enseñanza superior. Toda una serie de
trabas económicas para dificultar a los judÃ−os el desarrollo de ciertas actividades se establecieron, sobre
todo a partir de 1930. En Polonia, Rumania, Lituania, Letonia y Grecia, los artesanos y pequeños
comerciantes judÃ−os se fueron empobreciendo como resultado de una polÃ−tica gubernamental deliberada.
Este antisemitismo popular dio amplia base a los movimientos fascistas de Europa oriental, sobre todo la
Guardia de Hierro rumana y la Cruz y la Flecha húngara. En todo caso, en los antiguos territorios de los
Habsburgo y los Romanov esta conexión era más clara que en el Reich alemán, donde el antisemitismo
popular, aunque fuerte y enraizado, era menos violento o más tolerante. A pesar de ello, no se puede
comparar la violencia ocasional de los pogromos anteriores a 1914 con el exterminio de los judÃ−os durante
la 2ª G.M.
Los militantes de clase media y baja se integraron en la derecha radical, sobre todo en los paÃ−ses donde no
prevalecÃ−an las ideologÃ−as del liberalismo y la democracia. En los grandes paÃ−ses liberales (Gran
Bretaña, Francia y EEUU) la hegemonÃ−a de la tradición revolucionaria impidió la aparición de
movimientos fascistas destacados. Las clases medias bajas fueron la espina dorsal de los movimientos
fascistas. En Austria, por ejemplo, de los nazis elegidos concejales de Viena en 1932, el 18% eran
trabajadores por cuenta propia, el 56% administrativos, oficinistas y funcionarios, y el 14% obreros; de los
nazis elegidos en cinco ayuntamientos de fuera de Viena ese mismo año, el 16% eran trabajadores por
cuenta propia y campesinos, el 51% oficinistas, etc, y el 10% obreros no especializados.
Eso no quiere decir que el fascismo no tuviera apoyos entre la clase obrera. A la Guardia de Hierro la
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votaban los campesinos pobres. Gran parte del electorado de la Cruz y la Flecha era de clase obrera y en
Austria, derrotada la socialdemocracia en 1934, se produjo un fuerte trasvase de obreros hacia el partido nazi,
sobre todo en provincias. Además, una vez que los gobiernos fascistas adquirÃ−an legitimidad pública,
muchos trabajadores comunistas y socialistas, como en Italia y Alemania, pasaban a sintonizar con el nuevo
régimen.
El fascismo caló en la clase media y entre los jóvenes, sobre todo, los universitarios. En 1921, antes de la
marcha sobre Roma, el 13% de los fascistas eran estudiantes. En Alemania en 1930 lo eran un 5-10% de los
miembros del partido nazi. Muchos eran ex-oficiales, para los cuales la guerra habÃ−a sido la cima de su
realización personal, desde la cual sólo veÃ−an el futuro de una vida civil decepcionante. El atractivo del
fascismo era mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernÃ−a sobre la clase media.
En Alemania la inflación de 1923 y la depresión de 1930 radicalizaron incluso a los funcionarios de nivel
medio y superior, que, en circunstancias menos traumáticas, se habrÃ−an sentido satisfechos con su papel
de patriotas conservadores tradicionales. Entre 1930 y 1932 los votantes de los partidos burgueses de centro y
de derecha se inclinaron en masa por el partido nazi.
Esas capas medias conservadoras se sentÃ−an atraÃ−das por los demagogos del fascismo y estuvieron
dispuestas a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano tuvo buena prensa en los años 20
e incluso en los 30 entre los liberales. Hitler fue llevado al poder por una coalición de la derecha tradicional.
En Francia no fue fácil después de 1945 distinguir a fascistas y colaboracionistas de los seguidores de
Pétain. En resumen, en esas décadas la alianza “natural” de la derecha iba desde los conservadores
tradicionales hasta los fascistas. El fascismo dinamizó a las fuerzas del conservadurismo y la
contrarrevolución, fuertes pero poco activas, y su éxito, sobre todo tras la subida de los nazis al poder en
Alemania, hizo que apareciera como el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a adquirir
importancia, aunque pasajera, en la Gran Bretaña conservadora demuestra esa fuerza.
El ascenso de la derecha radical después de 1919 fue una respuesta a la revolución social y al
fortalecimiento de la clase obrera en general, y a la revolución bolchevique en particular. Sin ellos no
habrÃ−a existido el fascismo, pues aunque hubo ultraderechistas activos en diversos paÃ−ses desde finales
del siglo XIX, hasta 1914 siempre habÃ−an estado bajo control. Visto asÃ−, los apologistas del fascismo
quizá tienen razón cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Pero no tienen derecho en
absoluto a disculpar la barbarie fascista afirmando que se inspiraba o imitaba las barbaridades previas de la
revolución rusa.
Hay que matizar, además, la tesis de que la reacción de la derecha fue una respuesta a la izquierda
revolucionaria. Primero, subestima el impacto de la 1ª G.M. sobre una gran parte de las clases medias y
medias-bajas, los soldados o los jóvenes nacionalistas que, tras el armisticio, se sintieron defraudados al
haber perdido su oportunidad de ser héroes. El “soldado del frente” o excombatiente ocupa un lugar
destacado en la mitologÃ−a de la derecha radical y en los primeros grupos armados ultranacionalistas, como
los oficiales que asesinaron a los espartaquistas Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo, los squadristi italianos y
el Freikorps alemán. El 57% de los primeros fascistas italianos eran veteranos de guerra. El compromiso de
la izquierda con el pacifismo y el antimilitarismo, y la repulsa popular a la carnicerÃ−a de la guerra, hizo que
muchos subestimaran la importancia de una amplia minorÃ−a para la cual la experiencia de la lucha, el
uniforme, la disciplina y el sacrificio (el suyo y el de los demás), asÃ− como las armas, la sangre y el poder,
eran lo que daba sentido a su vida masculina.
En segundo lugar, la reacción derechista, más que al bolchevismo, fue una respuesta a todos los
movimientos obreros organizados que amenazaban el vigente orden social. Lenin era su sÃ−mbolo. Para la
mayorÃ−a de los polÃ−ticos, la amenaza real no residÃ−a tanto en los partidos socialistas, cuyos lÃ−deres
eran moderados, sino en el fortalecimiento de la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los
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viejos partidos socialistas una nueva fuerza polÃ−tica y que, de hecho, los convirtió en el sostén
indispensable de los Estados liberales.
Lo que asustaba a los conservadores era la amenaza implÃ−cita en ese refuerzo de la clase obrera, más que
la llegada de socialistas al gobierno, aunque esto fuera ya amargo. En esos años de disturbios sociales
ninguna frontera clara los separaba de los bolcheviques. De hecho, en 1919-22 muchos partidos socialistas se
habrÃ−an pasado al comunismo si éste no los hubiera rechazado. Y no fue a un comunista, sino al
socialista Matteotti a quien Mussolini hizo asesinar después de la “marcha sobre Roma”. Es posible que la
derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo el mal del mundo, pero el alzamiento de
Franco en 1936 no iba dirigido contra los comunistas (una minorÃ−a dentro del Frente Popular), sino contra
un movimiento popular que apoyaba a los socialistas y los anarquistas.
C. Las condiciones de acceso al poder y el balance de su actuación.
Lo que dio a la derecha radical después de 1919 la ocasión de triunfar con el ropaje del fascismo fue el
hundimiento de los viejos regÃ−menes y de las viejas clases dirigentes con su maquinaria de poder,
influencia y hegemonÃ−a. Donde esos regÃ−menes se mantuvieron bien no fue preciso el fascismo. No
progresó en Gran Bretaña porque la derecha conservadora tradicional siguió controlando la situación, y
tampoco en Francia hasta la derrota de 1940.
El fascismo tampoco fue necesario en los nuevos paÃ−ses independientes cuando unos dirigentes
nacionalistas se hicieron con el poder. Esa derecha antidemocrática podÃ−a ser reaccionaria e imponer un
gobierno autoritario, pero no era propiamente fascista. No hubo un movimiento fascista importante en
Polonia, gobernada por militares autoritarios, ni en la zona checa (democrática) de Checoslovaquia, ni en el
núcleo serbio (dominante) de la nueva Yugoslavia. En los paÃ−ses gobernados por reaccionarios
tradicionales (Finlandia, Rumania, HungrÃ−a, la España de Franco), los movimientos fascistas, aunque
importantes, estuvieron controlados. Esto no quiere decir que los movimientos nacionalistas minoritarios no
vieran atractivo el fascismo, aunque sólo fuera porque podÃ−an esperar apoyo económico y polÃ−tico de
Italia y, desde 1933, de Alemania. AsÃ− ocurrió en el Flandes belga, Eslovaquia y Croacia.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha fueron la existencia de un Estado caduco cuyos
mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente, una masa de ciudadanos desencantados y
descontentos sin saber en quién confiar, unos movimientos socia-listas fuertes que amenazasen con la
revolución social (o asÃ− lo pareciera) y un resentimiento nacionalista contra los tratados de 1918−-20. En
esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentÃ−an tentadas a recurrir a los
radicales extremistas, como hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-22 y los
conservadores alemanes con los nazis de Hitler en 1932-33. Pero el fascismo no “conquistó el poder” en
Italia ni en Alemania, aunque recurrió a menudo a la retórica de “ocupar la calle” y “marchar sobre Roma”.
En ambos paÃ−ses accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o por iniciativa del mismo, esto
es, por procedimientos “constitucionales”.
Por último, el fascismo no habrÃ−a alcanzado un lugar relevante en la historia de no haberse
producido la Gran Depresión. Italia no bastaba para mover el mundo. En Alemania, los pilares de la
sociedad imperial (generales, funcionarios, etc.) apoyaron a los grupos paramilitares de derecha contra la
revolución “espartaquista”, pero dedicaron sus mayores esfuerzos a lograr que la nueva república fuera
conservadora, antirrevolucionaria y, sobre todo, capaz de conservar cierto margen de maniobra en el ámbito
internacional. Forzados a elegir, como cuando el putsch derechista de Kapp en 1920 o el golpe de Munich en
1923 (donde Hitler jugó un papel destacado), apoyaron sin dudarlo el statu quo.
Tras la recuperación económica de 1924 el partido nazi sólo logró el 3% de los votos: en 1928 obtuvo el
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2,6%, frente al 5% del civilizado Partido Demócrata, el 10% de los comunistas y el 30% de los
socialdemócratas. Dos años más tarde, sin embargo, consiguió el apoyo de más del 18% del
electorado, convirtiéndose en el segundo partido más votado, y en el verano de 1932 fue, con diferencia,
el más votado, más del 37%, aunque en las siguientes elecciones democráticas no conservó ese apoyo.
Sin duda fue la Gran Depresión la que hizo que Hitler dejara de ser un fenómeno marginal y se convirtiera
en dueño de Alemania.
Ni siquiera la Gran Depresión habrÃ−a dado al fascismo la fuerza e influencia que tuvo en los años 30 de
no haber llevado al poder un movimiento de ese tipo en Alemania, un paÃ−s destinado por su tamaño,
potencial económico y militar y posición geográfica a ejercer un importante papel polÃ−tico en Europa
(su derrota en las dos guerras no ha impedido, al fin y al cabo, que ahora sea el paÃ−s dominante en Europa).
La toma del poder en Alemania por Hitler pareció confirmar el éxito de la Italia de Mussolini e hizo del
fascismo un gran movimiento polÃ−tico de alcance mundial. La expansión militar agresiva (y con éxito)
de ambos paÃ−ses, reforzada por la de Japón, dominó la polÃ−tica internacional de la década. Era
lógico que varios paÃ−ses y movimientos se sintieran atraÃ−dos e influidos por el fascismo, buscaran el
apoyo de Alemania y de Italia, obteniéndolo a menudo, dado el expansionismo de ambos paÃ−ses.
La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar las viejas normas del
juego polÃ−tico y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta. La transferencia total del poder, o
la eliminación de todo adversario, llevó mucho más tiempo en Italia (1922-28) que en Alemania
(1933-34), pero una vez conseguida no hubo ya lÃ−mites para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un
lÃ−der populista supremo (Duce o Führer). Llegados a este punto, es necesario rechazar dos tesis
igualmente incorrectas: el fascismo ni fue “revolucionario” ni fue la expresión del “capitalismo
monopolista”.
Los fascismos tenÃ−an elementos tÃ−picos de los movimientos revolucionarios en la medida que algunos de
sus miembros preconizaban una transformación radical de la sociedad, a menudo con una marcada tendencia
anticapitalista y antioligárquica. Pero el fascismo revolucionario no logró cuajar. Hitler se apresuró a
eliminar a quienes se tomaban en serio el adjetivo “socialista” dentro del nombre del partido nazi. La utopÃ−a
del retorno a una especie de edad media poblada por propietarios campesinos, artesanos y muchachas de
rubias trenzas no era un programa realizable en un gran Estado del siglo XX y menos aún en regÃ−menes,
como el italiano y el alemán, interesados en la modernización y el progreso tecnológico.
Lo que sÃ− logró el nazismo fue depurar radicalmente las viejas elites e instituciones imperiales. El
nazismo tenÃ−a también un programa social, que cumplió en parte: vacaciones, deportes, el “coche del
pueblo” (Volkswagen). Pero su principal logro fue superar la gran depresión con éxito, gracias a que su
antiliberalismo le permitÃ−a no comprometerse con el libre mercado. Ahora bien, el nazismo, más que
radicalmente nuevo, era el viejo régimen revitalizado. Al igual que el Japón imperial y militarista de los
años 30, era una economÃ−a capitalista no liberal que consiguió una sorprendente dinamización del
sistema industrial.
Los resultados de la Italia fascista fueron más modestos, como se demostró en la 2ª G.M., en la que no
logró desempeñar un papel eficaz. Su referencia a la “revolución fascista” era retórica, aunque sin duda
para muchos fascistas de base se trataba de una retórica sincera. Era más claramente un régimen que
defendÃ−a los intereses de las viejas clases dirigentes, pues habÃ−a surgido como defensa frente a la
agitación revolucionaria posbélica más que, como en Alemania, como reacción a los traumas de la
Gran Depresión y a la incapacidad de los gobiernos de Weimar para afrontarlos. El fascismo italiano, que en
cierto sentido continuó el proceso de unificación nacional del siglo XIX creando un gobierno más fuerte y
centralizado, obtuvo también logros notables. Por ejemplo, combatió con éxito a la mafia siciliana y a
la camorra napolitana. Pero su significado histórico reside más bien en su función de adelantado de una
nueva versión de la contrarrevolución triunfante: Hitler nunca dejó de reconocer la inspiración y la
prioridad italianas. Por otra parte, el fascismo italiano fue durante mucho tiempo una anomalÃ−a entre los
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movimientos derechistas radicales por su tolerancia, e incluso aprecio, hacia la vanguardia artÃ−stica y
también, hasta que Mussolini empezó a actuar en sintonÃ−a con Alemania en 1938, por su total
desinterés hacia el racismo antisemita.
En cuanto a la tesis del “capitalismo monopolista de Estado”, lo cierto es que el gran capital puede entenderse
con cualquier régimen que no pretenda expropiarlo y que cualquier régimen se ve forzado a lograr un
entendimiento con él. El fascismo no era “la expresión de los intereses del capital monopolista” en mayor
medida que el gobierno de Roosevelt, el gobierno laborista británico o la república de Weimar. Hacia 1930
el gran capital no mostraba una especial predilección por Hitler y habrÃ−a preferido un conservadurismo
más ortodoxo; incluso después de la Gran Depresión su apoyo fue tardÃ−o y parcial. Sin embargo,
cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decididamente con él, hasta el punto de utilizar
durante la guerra mano de obra esclava y de los campos de exterminio, y tanto las grandes como las
pequeñas empresas se beneficiaron de la expropiación de los judÃ−os.
Hay que reconocer, no obstante, que el fascismo ofrecÃ−a algunas notables ventajas al capital que no
tenÃ−an otros regÃ−menes. En primer lugar, eliminó o venció a la revolución social izquierdista y
pareció convertirse en el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros y
otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en su relación con la fuerza de trabajo. El
“principio de liderazgo” fascista correspondÃ−a al que ya aplicaban la mayorÃ−a de los empresarios en la
relación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En tercer lugar, la destrucción de los
movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran
Depresión. Mientras que en EEUU el 5% de la población con mayor poder de consumo vio disminuir un
20% su participación en la renta nacional entre 1929 y 1941, en Alemania ese 5% de más altos ingresos
aumentó en un 15% su parte en la renta nacional en ese mismo perÃ−odo. Finalmente, el fascismo
dinamizó y modernizó las economÃ−as industriales, aunque no obtuvo resultados tan buenos como las
democracias occidentales en la planificación cientÃ−fico-tecnológica a largo plazo.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 20
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