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Gobierno del Distrito Federal
Marcelo Ebrard Casaubon
Jefe de Gobierno del Distrito Federal
Elena Cepeda De León
Secretaria de Cultura
Francisco Bojorquez Hernández
Director del Sistema de Transporte Colectivo
Para leer de boleto en el metro, 8
Por la colección: ISBN 968-5903-01-8
Por el presente volumen: ISBN 970-9905-13-9
Ilustración de portada: Ariadne Apodaca Sánchez
Cuidado de la edición: Paloma Saiz Tejero
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
Ninguna parte de esta publicación, incluido
el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,
almacenada o transmitida en manera alguna ni
por ningún medio ya sea eléctrico, químico, mecánico,
óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso
previo de los editores.
Impreso en México, D. F., agosto 2007
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Presentación
La Secretaría de Cultura del gobierno de la ciudad, ha implementado una serie de programas a través de su Coordinación de Fomento a la Lectura, cuyo único objetivo es crear
nuevos públicos de lectores: gente que lleve un libro bajo
el brazo, personas que se preocupen por ir acompañadas
de un relato en su transporte diario, ciudadanos que hagan
de la lectura uno de sus placeres más cotidianos.
Como lo fue en sus etapas anteriores, Para Leer de Boleto
en el Metro consiste simplemente en que cada usuario del
sistema de transporte colectivo encuentre en diversos puntos un libro (como la presente antología) para acompañar
su trayecto.
Dichos ejemplares contienen textos y narraciones o poemas que pueden ser leídos en un breve transcurso de tal
forma que al transcurrir de estaciones puedan ser finalizados
en su lectura. El usuario podrá dejar el libro nuevamente
en un anaquel al finalizar su recorrido para que otra persona, otro usuario, otro ciudadano pueda tomarlo y realizar
exactamente la misma hermosa tarea: leerlo.
En esta ocasión y al igual que en las anteriores, hemos
seleccionado textos de narradores de primer nivel. Cuentos
de Laura Esquivel, Gustavo Sainz, José de la Colina, Armando
Vega-Gil, H. Pascal, Julia Rodríguez, Eugenio Aguirre, un
texto teatral de Luisa Josefina Hernández, mientras que la
poesía está representada por Carlos Montemayor, Alí Chumacero y Juan Gelman.
Estamos seguros que este material tan diverso y de gran
calidad será disfrutado por quienes lean este libro. Deseamos que los acompañen en su trayecto, que lo lean y lo
compartan con otros.
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Índice
Laura Esquivel
¡Sea por Dios y venga más!.............................................9
Alí Chumacero
Poema de amorosa raíz.................................................15
El orbe de la danza........................................................17
Monólogo del viudo.......................................................18
A una flor inmerssa........................................................20
El viaje de la tribu..........................................................22
Inolvidable......................................................................24
Armando Vega Gil
Como perros y gatos......................................................27
Los eXcusados secretos del metro................................28
El escuadrón de los taxistas Kamikazes........................31
Cuenta regresiva.............................................................34
Inapelable.......................................................................34
Mala pata.......................................................................34
Fuera de cuadro.............................................................34
Juan Gelman
Mujeres...........................................................................37
Homenaje........................................................................40
Ruidos.............................................................................41
Confianzas......................................................................42
Sobre la poesía...............................................................43
La mano.........................................................................46
Julia Rodríguez
Manzana al horno..........................................................49
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José de la Colina
La fiesta del Colegio....................................................55
Eugenio Aguirre
San Nicho.....................................................................65
San Lunes.....................................................................70
Carlos Montemayor
Arte Poética 1..............................................................75
Memoria de las estaciones..........................................77
Memoria de las casas...................................................79
Memoria para las hermanas........................................80
Quisiera ahora.............................................................81
Gustavo Sainz
Paisaje del fogón........................................................85
H. Pascal
Espacios abiertos.........................................................99
Luisa Josefina Hernández
Las Ruinas..................................................................113
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Laura Esquivel
¡Sea por Dios y venga más!
Toda la culpa de mis desgracias la tiene la Chole.
Apolonio es inocente, digan lo que digan. Lo que
pasa es que nadie lo comprende. Si de vez en cuando
me pegaba era porque yo lo hacía desesperar y no
porque fuera mala persona. Él siempre me quiso.
A su manera, pero me quiso. Nadie me va a convencer de que no. Si tanto hizo para que aceptara
a su amante, era porque me quería. Él no tenía
ninguna necesidad de habérmelo dicho. Bien la
podía haber tenido a escondidas, pero dice que
le dio miedo que yo me enterara por ahí de sus
andanzas y que lo fuera a dejar. Él no soportaba
la idea de perderme porque yo era la única que lo
comprendía. Mis vecinas pueden decir misa, pero
a ver, ¿quiénes de sus maridos les cuentan la bola
de amantes que tienen regadas por ahí? ¡Ninguno!
No, si el único honesto es mi Apolonio. Él único
que me cuida. Él único que se preocupa por mí.
Con esto del sida, es bien peligroso que los maridos anden de cuzcos, por eso, en lugar de andar
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Cuentos
cortos
con muchas decidió sacrificarse y tener sólo una
amante de planta. Así no me arriesgaba al contagio
de la enfermedad. ¡Eso es amor y no chingaderas!
¡Pero ellas qué van a saber!
Bueno, tengo que reconocer que al principio a
mí también me costó trabajo entenderlo. Es más,
por primera vez le dije que no. Adela, la hija de mi
comadre era mucho más joven que yo y me daba
mucho miedo que Apolonio la fuera a preferir a
ella. Pero mi Apo me convenció de que eso nunca
pasaría, que Adela realmente no le importaba. Lo
que pasaba, era que necesitaba aprovechar sus
últimos años de macho activo porque luego ya
no iba a tener chance. Yo le pregunté que porqué
no lo aprovechaba conmigo, y él me explicó hasta que lo entendí que no podía, que ese era uno
de los problemas de los hombres que las mujeres
no alcanzamos a entender. Acostarse conmigo no
tenía ningún chiste, yo era su esposa y me tenía
a la hora que quisiera. Lo que le hacía falta era
confirmar que podía conquistar a muchachitas. Si
no lo hacía, se iba a traumar, se iba a acomplejar
y entonces sí, ya ni a mí me iba a poder cumplir.
Eso sí que me asustó.
Le dije que estaba bien, que aceptaba que tuviera su amante. Entonces me llevó a Adela para que
hablara con ella, porque Adelita que me conocía
desde niña, se sentía muy apenada y quería oír de
mi propia boca que yo le daba permiso de ser la
amante de Apolonio. Me explicó que ella no iba a
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Laura Esquivel
quedarse con él. Lo único que quería era ayudar en
nuestro matrimonio y que era preferible que Apolonio anduviera con ella y no con otra cualquiera
que sí tuviera interés en quitármelo. Yo le agradecí
sus sentimientos y me parece que hasta la bendije.
La verdad, yo estaba más que agradecida porque
ella también se estaba sacrificando por mí.
Adela, con su juventud, bien podría casarse y
tener hijos y en lugar de eso estaba dispuesta a
ser la amante de planta de Apolonio, nomás por
buena gente.
Bueno, el caso es que el día que vino, hablamos
un buen rato y dejamos todo aclarado. Los horarios,
los días de visita, etc. Se supone que con esto yo
debería de estar muy tranquila. Todo había quedado bajo control. Apolonio se iba a apaciguar y
todos contentos y felices. Pero no sé por qué yo
andaba triste.
Cuando sabía que Apolonio estaba con Adela no
podía dormir. Toda la noche me la pasaba imaginando lo que estarían haciendo. Bueno, no necesitaba tener mucha imaginación para saberlo. Lo sabía
y punto. Y no podía dejar de sentirme atormentada.
Lo peor era que tenía que hacerme la dormida pues
no quería mortificar a mi Apo.
ÉI no se merecía eso. Así me lo hizo ver un día en
que llegó y me encontró despierta. Se puso furioso.
Me dijo que era una chantajista, que no lo dejaba
gozar en paz, que él no podía darme más pruebas
de su amor y yo en pago me dedicaba a espiarlo, a
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atormentarlo con mis ojos llorosos, y mis miedos de
que nunca fuera a regresar. ¿Qué acaso alguna vez
me había faltado? Y era cierto, llegaba a la cinco o
a las seis de la mañana pero siempre regresaba.
Yo no tenía por qué preocuparme. Debería estar
más feliz que nunca y ¡sabe Dios por qué no lo
estaba! Es más, me empecé a enfermar de los colerones que me encajaba el canijo Apolonio. Daba
mucho coraje ver que le compraba a Adela cosas
que a mí nunca me compró. Que la llevaba a bailar,
cuando a mí nunca me llevó. Bueno, ¡ni siquiera el
día de mí cumpleaños cuando cantó Celia Cruz y
yo le supliqué que me llevara! De puritita rabia, los
ojos se me empezaron a poner amarillos, el hígado
se me hinchó, el aliento se me envenenó, los ojos
se me disgustaron, la piel se me manchó y ahí fue
cuando la Chole me dijo que el mejor remedio en esos
casos era poner en un litro de tequila un puño de té
de boldo compuesto y tomarse una copita en ayunas.
El tequila con boldo recoge la bilis y saca los corajes
del cuerpo. Ni tarda ni perezosa fui al estanquillo
de la esquina, le compré a Don Pedro una botella
de tequila y la preparé con su boldo. A la mañana
siguiente me lo tomé y funcionó muy bien.
No sólo me sentí aliviada por dentro, sino bien
alegre y feliz, como hacía muchos días no me sentía.
Con el paso del tiempo, los efectos del remedio me
fueron mejorando. Apolonio, al verme sonriente y
tranquila, empezó a salir cada vez más con Adela y
yo a tomarme una copita cada vez que esto pasaba,
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Laura Esquivel
fuera en ayunas o no, para que no me hiciera daño
la bilis. Mis visitas a la tienda de Don Pedro fueron
cada vez más necesarias. Si al principio una botella
de tequila me duraba un mes, llegó el momento
en que me duraba un día. ¡Eso sí, estaba segura
de que no tenía ni una gota de bilis en mi cuerpo!
Me sentía tan bien que hasta llegué a pensar que
el tequila con boldo era casi milagroso. Bajaba por
mi garganta limpiando, animando, sanando, reconfortando y calentando todo mi cuerpo, haciéndolo
sentir vivo, vivo, ¡vivo!
EI día en que Don Pedro me dijo que ya no me
podía fiar ni una botella más creí que me iba a morir. Yo ya no era capaz de vivir un solo día sin mi
tequila. Le supliqué. Al verme tan desesperada se
compadeció de mí y aceptó que le pagara de otra
manera. Al fin que siempre me había traído ganas
el condenado. Yo la mera verdad, con tanto calor en
mi cuerpo también estaba de lo más ganosa y ahí
sobre el mostrador fue que Apolonio nos encontró
dando rienda suelta a las ganas.
Apolonio me dejó por borracha y puta. Ahora vive
con Adela. Y yo estoy tirada a la perdición. ¡Y todo
por culpa de la pinche Chole y sus remedios!
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Laura Esquivel
(Ciudad de México, 1950)
Con todo el éxito que ha tenido por su obra narrativa de
ficción, pocos pudieran imaginar que la formación de Laura
Esquivel es teatral. Esta autora tiene una licenciatura en educación preescolar especializada en teatro infantil, de hecho
estudió creación dramática con el ya fallecido dramaturgo
Héctor Azar, luego de lo cual se convirtió en co-fundadora
del Taller de Teatro y Literatura de la Secretaría de Educación
Pública.
La aparición de su novela Como agua para chocolate, significa un antes y después en la vida de esta autora. El éxito
mundial, el reconocimiento de crítica y público, y la adaptación cinematográfica, la hicieron ser requerida por todas
las ferias de libro, y luego la traducción a varios idiomas le
valieron premios como el Ariel y el Silver Hugo en el 28
Chicago International Film Festival, y a ser considerada, su
novela, como el mejor libro del año 1994 de la American
Booksellers Asociation.
Además de su multipremiada obra, Esquivel tiene otros
títulos como Estrellita marinera, La ley del amor, Tan veloz
como el deseo y Malinche.
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Alí Chumacero
Poemas
Poema de amorosa raíz
Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche se unciera su vestido de luto
y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos.
Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire;
tiempo antes que el principio.
Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.
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Poemas
Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban;
cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.
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Alí Chumacero
El orbe de la danza
Mueve los aires, torna en fuego
su propia mansedumbre: el frío
va al asombro y el resplandor
a música es llevado. Nadie
respira, nadie piensa y sólo
el ondear de las miradas
luce como una cabellera.
En la sala solloza el mármol
su orden recobrado, gime
el río de ceniza y cubre
rostros y trajes y humedad.
Cuerpo de acontecer o cima
en movimiento, su epitafio
impera en la penumbra y deja
desplomes, olas que no turban.
Muertas de oprobio, en el espacio
dormitan las familias, tristes
como el tahúr aprisionado,
y añora la mujer adúltera
la caridad de ajena sábana.
Bajo la luz, la bailarina
sueña con desaparecer.
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Poemas
Monólogo del viudo
Abro la puerta, vuelvo a la misericordia
de mi casa donde el rumor defiende
la penumbra y el hijo que no fue
sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo
que en ácidos estíos
el rostro desvanece. Arcaico reposar
de dioses muertos llena las estancias,
y bajo el aire aspira la conciencia
la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba
en el descenso turbio.
No podría nombrar sábanas, cirios, humo
ni la humildad y compasión y calma
a orillas de la tarde, no podría
decir “sus manos”, “mi tristeza”, “nuestra tierra”
porque todo en su nombre
de heridas se ilumina. Como señal de espuma
o epitafio, cortinas, lecho, alfombras
y destrucción hacia el desdén transcurren,
mientras vence la cal que a su desnudo niega
la sombra del espacio.
Ahora empieza el tiempo, el agrio sonreír
del huésped que en insomnio, al desvelar
su ira, canta en la ciudad impura
el calcinado son y al labio purifican
fuegos de incertidumbre
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Alí Chumacero
que fluyen sin respuesta. Astro o delfín, allá
bajo la onda el pie desaparece,
y túnicas tornadas en emblemas
hunden su ardiente procesión y con ceniza
la frente me señalan.
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Poemas
A una flor inmersa
Cae la rosa, cae
atravesando el agua,
lenta por el cristal de sombra
en que su llanto ahoga;
desciende imperceptible,
clara, ingrávida, pura
y las olas la cubren, la desnudan,
la vuelven a su aroma,
hácenla navegante por la savia
que de la tierra nace
y asciende temblorosa,
desborda la ternura de su tacto
en verde prisionero,
y al fin revienta en flor
como el esclavo que de noche sueña
en una luz que rompa
los orígenes de su sueño,
como el desnudo ciervo, cuando la fuente brota,
que moja con su vaho la corriente
destrozando su imagen.
Cae más aún, cae
más allá de su savia,
sobre la losa del sepulcro,
en la mirada de un canario herido
que atreve el último aletazo
para internarse mudo entre las sombras.
Cae sobre mi mano
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Alí Chumacero
inclinándose más y más al tacto,
cede a su suavidad de sábana mortuoria
y como un pálido recuerdo
o ángel desalado
pierde una estela de su aroma,
deja una huella: pie que no se posa
y yeso que se apaga en el silencio.
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Poemas
El viaje de la tribu
Otoño sitia el valle, iniquidad
desborda, y la sacrílega colina al resplandor
responde en forma de venganza. El polvo mide
y la desdicha siente quien galopa
adonde todos con furor golpean:
prisionero asistir al quebrantado círculo
del hijo que sorprende al padre contemplando
tras la ventana obstruida por la arena.
Sangre del hombre víctima del hombre
asedia puertas, clama: “Aquí no existe nadie”,
más la mansión habita el bárbaro que busca
la dignidad, el yugo de la patria
interrumpida, atroz a la memoria,
como el marido mira de frente a la mujer
y en el cercano umbral la huella ajena apura
el temblor que precede al infortunio.
Hierro y codicia, la impotente lepra
de odios que alentaron rapiñas e ilusiones
la simiente humedece. Al desafío ocurren
hermano contra hermano y sin piedad
tornan en pausa el reino del estigma:
impulsa la soberbia el salto hacia el vacío
que al declinar del viento el águila abandona
figurando una estatua que cayó.
Volcada en el escarnio del tropel
la tarde se defiende, redobla la espesura
ante las piedras que han perdido los cimientos.
Su ofensa es compasión cuando pasamos
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Alí Chumacero
de la alcoba dorada a la sombría
con la seguridad de la pavesa: apenas
un instante, relámpago sereno cual soldado
ebrio que espera la degradación.
De niños sonreímos a la furia
confiando en el rencor y a veces en la envidia
ante el rufián que de improviso se despide
y sin hablar desciende de la bestia
en busca del descanso. El juego es suyo,
máscara que se aparta de la escena, catástrofe
que ama su delirio y con delicia pierde
el último vestigio de su ira.
Vino la duda y la pasión del vino,
cuerpos como puñales, aquello que transforma
la juventud en tiranía: los placeres
y la tripulación de los pecados.
Un estallar alzaba en la deshonra
el opaco tumulto y eran las cercanías
ignorados tambores y gritos y sollozos
a los que entonces nadie llamó “hermanos”.
Al fin creí que el día serenaba
su propia maldición. Las nubes, el desprecio,
el sitio hecho centella por la amorosa frase,
vajilla, aceite, aromas, todo era
un diestro apaciguar al enemigo,
y descubrí después sobre el naufragio tribus
que iban, eslabones de espuma dando tumbos
ciegos sobre un costado del navío.
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Poemas
Inolvidable
Decir amor es recordar tu nombre,
el ruiseñor que habita tu mirada,
ir hacia ti a través de lo que fuiste
y cruzar el espacio suavemente
buscándole cristal, desnuda forma
caída del recuerdo, o sólo nube.
Si lloro, el aire se humedece y vuelva
con languidez, en lágrimas bañado,
y de mis ojos naces libre sueño
sin más navegación, inolvidable,
grácil estatua de melancolía
Solo, como una ráfaga o ceniza,
miro aún el candor de tu cabello,
la amorosa violencia de tus ojos
hoy ya distancia, caracol cerrado
a mi rumor de corazón herido,
casi naufragio, tenebral y duelo.
En vano lejanías, o la muerte
del tiempo entre tu cuerpo agonizando,
porque en música pura estoy rendido
cuando al sentir conmigo tu tristeza
sobre mis labios mueres, amor mío.
Tomado del libro Antología Personal, editorial Colibrí.
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Alí Chumacero
(Nayarit, México, 1918)
Enumerar los premios de Alí Chumacero rebasa cualquier
semblanza, desde el Xavier Villaurrutia, el Alfonso Reyes,
el Nacional de Ciencia y Artes, o el Medalla de Oro Bellas
Artes; lo mejor es que su obra poética nos permite olvidar
tanta grandeza.
Su Páramo de sueños, o las Imágenes desterradas seguirán ofreciendo material para los amantes de su poesía o a
quienes se acerquen por primera vez a su obra.
Innumerables lectores son los que han llegado a Alí
Chumacero por el famoso poemario llamado Responso
del peregrino (Breve antología), y que fuera publicado por
la Universidad Nacional Autónoma de México en su serie
Material de Lectura, con el número 76
Aquí estamos, maestro, felices de tenerlo y leerlo.
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Armando Vega-Gil
Cuentos cortos
Como perros y gatos
Cuando vio que Silvestre, el gato, iba a pasar junto
a él, Pinto, el perro, se hizo el dormido. Al descubrir el engaño, Silvestre fingió soñar, y en sueños
se volvió perro. Pinto, sin darse cuenta, se quedó
dormido y despertó vuelto gato en el sueño de
Silvestre, de tal suerte que, cuando Pinto, el gato,
iba a pasar junto a él, Silvestre, el perro, se hizo
el dormido. Al descubrir el engaño, Pinto fingió
soñar, y en sueños se volvió hombre. Silvestre, sin
darse cuenta, se quedó dormido y despertó vuelto
mujer en el sueño de Pinto, de tal suerte que ahora
ambos viven el sueño idílico del amor en espera
de que despierten del engaño y se destrocen como
perros y gatos.
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Cuentos
cortos
Los eXcusados
secretos del metro
Hace poco, luego de años de haber sido inaugurado
el Metro, encontré al fin un baño público en sus
instalaciones, caso excepcional, en la parada de
Chilpancingo. Y ahí llegué a una conclusión poética: “¿Existe algo peor que estarse meando en la
estación Balderas en una hora pico? Sí, contenerse
ahí las ganas de zurrar”.
Cuando alguien aguanta y se aguanta a hacer
del cuerpo, le vienen unos dolores de parto (con
la diferencia de que el producto no es un bebé
sino una bola de excremento) que suben desde un
punto harto frágil del pobrecito ano e invaden el
vientre cual patada de judicial. Sientes las paredes
del colon ensancharse hasta quedar como una
membranita restirada, a punto del desgarre. Uno
cae de rodillas, aprieta el esfínter y gime ¡ay ay ay!
entre goterones de sudor frío. Y es que en nuestra
moral cristiana es mal visto que uno ande cagado
por la vida, más aún si cuelgas de un pasamanos
del Metro. El dicho “es preferible perder un amigo
que un intestino” debía privar por nuestro propio
bien, pero la moral es la moral.
Así me ocurrió con dos compañeros de la escuela: el Caballo y Dominique. Yo estaba enamorado
de ella, y, claro, Domi no me pelaba. Esa mañana
quedamos de vernos en una biblioteca, cerca del
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Armando Vega-Gil
Metro Allende, para hacer una tarea. Yo estaba nerviosísimo, por lo que me dio por desayunar como
puerco, encima que la víspera había cenado pozole
con harto cacahuazintle, eso sí, descabezado. La
inseguridad hizo meterme todavía, entre libros y
apuntes, dos bolsas de cacahuates japoneses sabor
limón, un boing de a litro, una torta de tamal y
un paquete de pasitas aflojatodo. Al rato me sentía
recargadito, pero levantarme al baño le hubiera
concedido unos segundos al Caballo para darme
baje con la chata.
Al salir de la biblio ya me había arrepentido de
no obrar, pero mejor era aguantarse. La cosa empeoró al bajar por las escaleras de la estación del
subterráneo: tenía que caminar como pingüino,
aflojando sólo ciertos músculos que atenuaran el
dolor pero evitaran la salida del cake.
En el andén el primer gran cólico me dobló por
el ombligo. Sudaba entre escalofríos, veía nublado.
“Dios mío, ¿qué te pasa?”, preguntó Dominique
mientras me tomaba por los hombros. ¡Ah!, esa era
su primer manifestación de cariño, pero ni modo
que le dijera que me estaba haciendo de la caca.
Domi pedía ayuda a gritos cuando, más fuerte,
me vino la segunda contracción. Llegó un policía
preguntando qué pasa, y yo sólo farfullaba: “Necesito un baño, ¡un baño por favor!”. El poli amenazó con llamar una ambulancia. “¡No, un baño!”,
chillé..., y todo por no haber guáters públicos en
el méndigo Metro. Sé que los chilangos somos bien
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Cuentos
cortos
marranos y dejaríamos los wc vueltos barquillos
con todo y cereza, pero esto era de vida o muerte.
Entre mirones ya me sacaban a rastras el tira y el
Caballo, y yo insistía ebrio de dolor: “¡Su baño!”.
“Híjole, joven, es que sólo es pa empleados”. Dominique suplicó al azul, ¡ándele, por favorcito!, y
el Caballo le dio un billete azul al agente. “Me van
a llamar la atención, pero órale”. Tras una puerta
disimulada en un muro estaba el trono salvador, me
dejaron solo y ahí hice la caca más deliciosa de mi
vida. ¡Ah, liberar al Keiko! Y salí feliz, recuperado.
El poli entró a revisar si no me había inyectado
heroína, pero sólo encontrose con el denso buqué
del pozole.
El Caballo y Domi me fueron a dejar a mi casa,
y me depositaron en mi camita donde perdí el conocimiento. Al día siguiente mis compañeritos ya
eran novios. ¡Chale!, y todo por no haber guáters
en el Metro.
Un consuelo me queda: cuando el Caballo y Dominique se pongan nostálgicos y acaramelados, sin
duda dirán entre suspiros:
—Bebé, ¿te acuerdas del día que nos enamoramos?
—Sí, mi vida, fue cuando el güey aquel se estaba
cagando.
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Armando Vega-Gil
El escuadrón
de los taxistas kamikaze
—¡No te subas ahí! —me gritó la Nati en un arrebato
místico—, ¡ese minitaxi es un ataúd con llantas!
Natividad Tungusca leía el futuro en los asientos
de tu exprés turco cortado en un regacho café-tarot de la Escandón. “De día pongo sellos en una
oficina de Correos —me había dicho sonriendo con
sus incisivos destellantes por la gracia de un par de
incrustaciones de oro en forma de estrella de cinco
puntas—; pero al caer el sol me vuelvo pitonisa...
Y no pongas esa cara, ¡animal! Pitonisa es una sacerdotisa especializada en adivinar el porvenir, no
una sexoservidora de San Pablo”.
Nati y yo salíamos esa medianoche de un tremendo reventón donde servían cubas tibias hechas con
un brandy chafa capaz de matar borregos.
“Mejor me quedo —me aclaró enamorada—, ahí en
la fiesta hay un prieto al que le quiero leer el iris, las
palmas de los pies y las manchas de sus calzones”.
¡Fuiiit!, la interrumpí pegando un chiflidote arriero a
un minitaxi que cruzaba por ahí cual alma en pena.
Natividad me gritó que no lo abordara, pero yo estaba
harto y quería irme a mi camita a echar la güeva.
Dentro del ataúd con llantas me di cuenta de
mi error: la máquina verde-ecologista bufaba de
a panza con gastritis, del asiento del pasajero se
asomaban resortes herrumbrosos, y el piso estaba
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Cuentos
cortos
tan picado que bien podíamos meter freno con la
suela de los zapatos estilo Picapiedra. No traía su
tarjetón con foto ni taxímetro, a más que el finísimo
y marrano chofer tenía el cabello sebudo peinado
estilo almohadazo y la camisa agujerada.
—¿A dónde, ca? —me preguntó con un aliento
que acabó de ponerme hasta atrás—. ¿Palenque
con Morena? ¡Chale, mai!
En lo que trataba de explicarle que aquello no era
albur sino un entronque en la Narvarte, el chafirete
metíale la chancla a fondo al Vocho que, a pesar de
que sus pútridos amortiguadores se me encajaban
en el riñón, volaba a más de cien por hora. ¡Fumm!
¡Fummm!, zumbaban los postes mientras agarraba
las curvas con rechinidos de llanta con huarache.
Al verme agarrado a veinte uñas del respaldo, el
taxista me contó su verdadera vocación:
—No te saques de onda, padrino. Al contrario, ponte chido —me dijo al invitarme un jalón de cigarro
ilegal—. ¿Has oído hablar del escuadrón de taxistas
kamikaze?
La sangre se me bajó a los talones: el tal escuadrón era un grupo de taxistas que salían por las
noches a recoger pasaje y someterlos al estímulo del
adrenalinazo. Apagaban las luces, aceleraban a más
no poder y, sin voltear ni frenar tantito, cruzaban a
ciegas las grandes avenidas que se abrían a su paso
con los semáforos parpadeando en preventiva. Lo
único que los podía detener eran un superchoquemadrazazazo o la dirección del pasajero.
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Armando Vega-Gil
—Sí —le contesté fingiendo calma—, pero no
existe, ¿verdad? Son una leyenda urbana.
—¿De veras? —me respondió justo cuando apagó
sus luces rumbo al Eje Central. El icuiricui comenzó a
gemir y yo a mojar mis pantalones, cuando de pronto...
la máquina tosió, pegó un reparo y se paró en seco.
—¡Uta! —respingó el chof—, a buena hora me
fallas.
Salté del taxi. Detrás de mí escuché una mentada, pero no me detuve sino hasta una esquinita
donde me escondí tras un montón de basura harto
apestocha. A lo lejos escuché arrancar de nuevo al
minitaxi que fue a perderse en la oscuridad bajo el
estruendo de sus punterías descalibradas. Decidí
mejor irme a mi casa a pata. Al llegar a la esquina
de Xola y Vertiz, vi un choque espantoso: un Cougar
embarrado contra una tiendita Oxxo 24 horas y
un minitaxi patas parriba todavía con las llantitas
girando. Mi primera reacción fue ir a ayudar a los
heridos, pero al ver el taxi preferí no comprobar si
el chofer era el ruletero seboso que había estado
a punto de matarme. Llamé a una ambulancia que
llegó media hora tarde (los sábados por la noche hay
harta chamba) y me fui a mi casa con la duda de si
el escuadrón de taxistas kamikaze existía o no.
De ahora en adelante no tomo taxis de noche a
menos que mi cuata, Natis, la pitonisa, les dé el
visto bueno.
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Cuentos
cortos
Cuenta regresiva
Su pesadilla comenzó cuando le dijo: “Eres la mujer
de mis sueños.”
Inapelable
—¿Quedarme contigo? ¡Ni lo sueñes! —dijo ella,
y el hombre despertó en su cama, solo.
Mala pata
Esta era una vieja coja que todos los días se levantaba con el pie izquierdo.
Fuera de cuadro
Un segundo antes del suicidio, vio proyectada en
su cabeza la película de su vida; pero como ésta
había sido tan aburrida, cayó dormido antes de que
terminara la función.
Cuando despertó, fue demasiado tarde.
Texto inédito
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Armando Vega-Gil
Armando Vega-Gil
(Ciudad de México, 1955)
Rockero, cineasta, antropólogo, performancero, argumentista de la serie de televisión el Güiri-Güiri, catedrático y
promotor de talleres de escritura, escalador de montañas
nevadas, buzo de aguas dulces y saladas, trotamundos y
trovador de veras, Armando ha sido galardonado con premios nacionales de literatura como el San Luís Potosí de
Cuento.
En su haber existen una docena de títulos publicados
como La ventana y el umbral (poesía), Diario íntimo de un
guacarróquer (crónica autobiográfica) y Cuenta regresiva
y otras fábulas supernumerarias, donde reúne su obra
narrativa reciente.
Se le puede ver en la televisión con el grupo de sátira
política El Palomazo informativo o leer en su columna de
cine en la revista Eme-Equis. En la actualidad prepara su
primer largometraje, Biombo Negro.
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Juan Gelman
Poemas
Mujeres
decir que esa mujer era dos mujeres es decir poquito
debía tener unas 12.397 mujeres en su mujer/ era
difícil saber con quién trataba uno en ese pueblo
de mujeres/ejemplo:
yacíamos en un lecho de amor/
ella era un alba de algas fosforescentes/
cuando la fui a abrazar
se convirtió en singapur llena de perros que aullaban/recuerdo
cuando se apareció envuelta en rosas de aghadir/
parecía una constelación en la tierra/
parecía que la cruz del sur había bajado a la tierra/
esa mujer brillaba como la luna de su voz derecha/
como el sol que se ponía en su voz/
en las rosas estaban escritos todos los nombres de
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Poemas
esa mujer
menos uno/
y cuando se dio vuelta/su nuca era el plan económico/
tenía miles de cifras y la balanza de muertes favorable a la
dictadura militar/
nunca sabía uno a dónde iba a parar esa mujer/
yo estaba ligeramente desconcertado/una noche
le golpié el hombro para ver con quién era
y vi en sus ojos desiertos un camello/a veces
esa mujer era la banda municipal de mi pueblo/
tocaba dulces valses hasta que el trombón empezaba a desafinar/
y los demás desafinaban con él/
esa mujer tenía la memoria desafinada/
usté podía amarla hasta el delirio/
hacerle crecer días del sexo tembloroso/
hacerla volar como pajarito de sábana/
al día siguiente se despertaba hablando de malevíc/
la memoria le andaba como un reloj con rabia/
a las tres de la tarde se acordaba del mulo
que le pateó la infancia una noche del ser/
ellaba mucho esa mujer y era una banda municipal/
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Juan Gelman
la devoraron todos los fantasmas que pudo
alimentar con sus miles de mujeres/
y era una banda municipal desafinada
yéndose por las sombras de la placita de mi pueblo/
yo/compañeros/una noche como ésta que
nos empapan los rostros que a lo mejor morimos/
monté en el camellito que esperaba en sus ojos
y me fui de las costas tibias de esa mujer/
callado como un niño bajo los gordos buitres
que me comen de todo/menos el pensamiento
de cuando ella se unía como un ramo
de dulzura y lo tiraba en la tarde/
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Poemas
Homenajes
el pueblo aprueba la belleza aprueba el sol
del espectáculo del mundo aprueba el sol
aprueba el río humano
en la pared de caras populares escribe “apruebo el
sol”
¿no hay dolor o pena en el mundo?
¿humillaciones no hay y fea pobreza?
¿no cae la baba policial sobre la mesa de torturas?
¿no pisa y pesa la bota del tirano?
hay dolor y pena en el mundo
humillaciones hay y fea pobreza
cae la baba policial sobre la mesa de torturas
pisa y pesa la bota del tirano pero
el pueblo aprueba la belleza
bajo la baba policial escribe
bajo la bota del tirano de turno
sobre la mesa de torturas
escribe “apruebo el sol”
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Juan Gelman
Ruidos
esos pasos ¿lo buscan a él?
ese coche ¿para en su puerta?
esos hombres en la calle ¿acechan?
ruidos diversos hay en la noche
sobre
nadie
nadie
nadie
esos ruidos se alza el día
detiene al sol
detiene al gallo cantor
detiene al día
habrá noches y días aunque él no los vea
nadie detiene a la revolución
nada detiene a la revolución
ruidos diversos hay en la noche
esos pasos ¿lo buscan a él?
ese coche ¿para en su puerta?
esos hombres en la calle ¿acechan?
ruidos diversos hay en la noche
sobre
nadie
nadie
nadie
esos ruidos se alza el día
detiene al día
detiene al sol
detiene al gallo cantor
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Poemas
Confianzas
se sienta a la mesa y escribe
“con este poema no tomarás el poder” dice
“con estos versos no harás la Revolución” dice
“ni con miles de versos harás la Revolución” dice
y más: esos versos no han de servirle para
que peones maestros hacheros vivan mejor
coman mejor o él mismo coma viva mejor
ni para enamorar a una le servirán
no
no
no
no
ganará plata con ellos
entrará al cine gratis con ellos
le darán ropa por ellos
conseguirá tabaco o vino por ellos
ni papagayos ni bufandas ni barcos
ni toros ni paraguas conseguirá por ellos
si por ellos fuera la lluvia lo mojará
no alcanzará perdón o gracia por ellos
“con este poema no tomarás el poder” dice
“con estos versos no harás la Revolución” dice
“ni con miles de versos harás la Revolución” dice
se sienta a la mesa y escribe
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Juan Gelman
Sobre la poesía
habría un par de cosas que decir/
que nadie la lee mucho/
que esos nadie son pocos/
que todo el mundo está con el asunto de la crisis
mundial/y
con el asunto de comer cada día/se trata
de un asunto importante/recuerdo
cuando murió de hambre el tío juan/
decía que ni se acordaba de comer y que no había
problema/
pero el problema fue después/
no había plata para el cajón/
y cuando finalmente pasó el camión municipal a
llevárselo
el tío juan parecía un pajarito/
los de la municipalidad lo miraron con desprecio
o desdén/murmuraban
que siempre los están molestando/
que ellos eran hombres y enterraban hombres/y no
pajaritos como el tío juan/especialmente
porque el tío estuvo cantando pío-pío todo el viaje
hasta el
crematorio municipal/
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Poemas
y a ellos les pareció un irrespeto y estaban muy
ofendidos/
y cuando le daban un palmetazo para que se callara la boca/
el pío-pío volaba por la cabina del camión y ellos
sentían que
les hacía pío-pío en la cabeza/el
tío juan era así/le gustaba cantar/
y no veía por qué la muerte era motivo para no
cantar/
entró al horno cantando pío-pío/salieron sus cenizas y piaron
un rato/
y los compañeros municipales se miraron los zapatos grises.
de vergüenza/pero
volvieron a la poesía/
los poetas ahora la pasaban bastante mal/
nadie los lee mucho/esos nadie son pocos/
el oficio perdió prestigio/para un poeta es cada día
más difícil
conseguir el amor de una muchacha/
ser candidato a presidente/que algún almacenero
le fíe/
que un guerrero haga hazañas para que él las cante/
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Juan Gelman
que un rey le pague cada verso con tres monedas
de oro/
y nadie sabe si eso ocurre porque se terminaron
las
muchachas/los almaceneros/los guerreros/
los reyes/
o simplemente los poetas/
o pasaron las dos cosas y es inútil
romperse la cabeza pensando en la cuestión/
lo lindo es saber que no puede cantar pío-pío
en las más raras circunstancias/
tío juan después de muerto/yo ahora
para que me quierás/
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Poemas
La mano
no pongas la mano en el agua
porque se irá de pez/
no pongas agua en tu mano
porque vendrá el océano
y la orilla después/
dejá tu mano así/
en su aire/
en ella/
sin comienzo/
ni fin/
Tomado del libro Juan Gelman de palabra, editorial Visor.
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Juan Gelman
(Buenos Aires, 1930)
Es el mayor poeta argentino en la actualidad. Exiliado, vagabundo por varios países debido a la dictadura militar, un
día decidió radicar con nosotros.
Sus inicios fueron como miembro fundador del grupo
de poesía El pan duro, y de ahí hasta ser director del suplemento cultural de La opinión, diario argentino. Ya en
estos lares ha colaborado en revistas, suplementos y diarios
como Análisis, La Jornada Semanal, Nueva Expresión, Página/12, Rojo y Negro y actualmente se le puede leer cada
sábado en el diario Milenio con su columna de análisis
internacional.
Su obra se encuentra en múltiples antologías y, junto
con la de Mario Benedetti y la de Oliverio Girondo, formó
parte del guión de la película El lado oscuro del corazón
de Eliseo Subiela.
Hacia el sur, Violín y otras cuestiones y El juego en que
andamos son los poemarios que recogen lo mejor de su
obra. Entre sus premios se encuentran el Mondello, de Italia, el Nacional de Poesía 1997, en Argentina, el Juan Rulfo
de literatura latinoamericana y del Caribe, en México, el
Reina Sofía de poesía, en España. Nada más.
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Julia Rodríguez
Cuentos cortos
Manzana al horno
No había comido manzana al horno desde los nueve
años, en casa de la abuela. Y el filete estuvo mejor, puedo apostarlo, que los del Waldorf Astoria.
La ensalada y los fideos, magníficos. Una cena de
primera. No pueden quejarse de mi docilidad, la
engullí completa. Ahora un cigarrillo, es lo consecuente.
Qué noche estrellada y silenciosa. Apostaría a
que nací en una igual, al menos eso dijo la abuela: una noche quieta, sin ruidos, salvo los gritos
de mi madre en la clínica. “Era una olla express a
punto”, contaba la abuela, y que el partero apenas
si tuvo tiempo de colocar las manos para atrapar
al resbaladizo bebé indefenso. Luego de cortar el
cordón no quise llorar, otra vez según la abuela.
El hombre me dio la consabida nalgada y entonces
obedecí. Debo haber resentido la pérdida de la
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Cuentos
cortos
tibieza; ya los labios se me habían puesto azules.
Seguramente algún espasmo involuntario contrajo
mis pulmones, un impulso ciego en busca de la
supervivencia. De cualquier modo, no quise respirar, me negué y lo he seguido haciendo el resto
de mis días. A los dos o tres años tampoco acepté
dormir con la luz apagada. Mi madre lo consintió
porque con frecuencia tenía pesadillas. Lo único
que recuerdo de ese tiempo son mis despertares
sin causas memorables y aquel cuarto demasiado
grande y solitario. Me ponía a llorar hasta no reconocer poco a poco cada cosa: el carrito azul de
policía que aullaba apretándole el botoncito rojo,
los zapatos maltratados, los calcetines llenos de
tierra, los libros ilustrados y las cajas con modelos
de aviones para armar. Mi madre los coleccionaba
para mí, pese a que yo fuera demasiado pequeño
para armarlos, pero ella decía “cuando regrese tu
padre, él te va a enseñar cómo”.
Nunca he podido recordar nada de él. Se fue
demasiado pronto. Un día comencé a imaginarlo
como policía con su placa en la mano, mostrándola.
Tengo de él esa imagen, nada más. Desde entonces me sentí disgustado con el mundo. Detestaba
todo, bueno, casi todo, pero más que nada tener
que cagar. Mi madre quiso arrebatarme el derecho
a mi propia mierda. A eso se debió mi ausencia de
apetito por esa época. Bien sabía que engullir era
tanto como cagar después, ceder a sus deseos: hacerlo en la taza. No, mi madre nunca fue sensata.
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Julia Rodríguez
Vivía en otro mundo y no entendía nada, menos
aún pareció comprender la muerte de mi padre. Lo
cierto es que nadie supo cómo fue. Se concretaron
a traer sus cosas a la casa, y ella las guardó, salvo
la foto, las puso bajo llave y jamás se le ocurrió
compartirlas conmigo. Recuerdo la foto colgada en
la sala para regocijo de las visitas. Parecía un vulgar delincuente. Por eso preferí volver a la imagen
del policía con la placa en la mano y le agregué
un bigotito. De ese modo tenía un padre más reconocible.
Mi madre se fue haciendo más y más odiosa. Me
golpeaba sin motivo y yo me empeciné en mis nos.
Sólo defendía mis derechos, al menos creí hacerlo.
Un día enloqueció y me envió con la abuela. Con
los meses ésta superó con mucho la tiranía de su
hija. Al ajustar los nueve años, mi único anhelo era
crecer para largarme. El día que lo logré, jamás volví
a verlas. Si hoy las recuerdo se debe a la manzana
al horno. Maldita manzana, siento retortijones.
Qué alivio. Únicamente entiendo el haberme negado en la infancia por culpa de la terca y controladora de mi madre. Pese a todo, le gané. Siempre
conseguí su derrota y tuve el orgullo de ensuciar
los pantalones hasta los siete años. Maldita sea. Por
negarme anduve sucio y apestoso. Fui el vencedor
vencido o el ganador al revés. Como dijo Lulú: “Te
vas a morir diciendo no.” La verdad, ninguna supo
(Lulú tampoco) que me gustaba llevar la contraria.
Y decía sí cuando el no habría sido lo adecuado.
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Cuentos
cortos
Fue mi lema. Apuesto a que por esto me atraparon.
Heme aquí, en esta mazmorra solitaria. Perra soledad. De continuo la traje prendida a la manga. Cuál
es el problema, se nace solo. Por eso la soledad no
tiene nada de extraño. Mis pulmones respiraron
aquella primera noche estrellada, hicieron el milagro. Malditos pulmones inconscientes, buena me la
hicieron. No puedo quejarme, cada quien recibe su
tajada de soledad. Es la más asidua de las amantes.
Lulú, en cambio, un día se le ocurrió meterme al
orden y se volvió como las otras, dejó su soledad y
se quiso meter con la mía. Se traicionó a sí misma
y en vez de poemas, de su boca empezaron a salir
sapos y ranas. La detuve en seco, sin darle explicaciones. Si viviera lo entendería. Y no es cuestión
de arrepentirse ahora. Qué estaría haciendo en
una noche como ésta, tan quieta. No, no me tengo
lástima si lo único que puedo hacer es mirar las
manchas de humedad sobre la pared o los brotes de
hongos entre las junturas del cielo raso, no hay otra
cosa que hacer. Hasta puedo reírme de la situación,
aunque si lo pienso, es lógica, lógica consecuencia
de mi tenacidad para negarme. Tampoco es cosa
de ponerse solemne y reflexionar. Ganado me lo
tengo y pensándolo mejor, pude haber conseguido
una buena defensa, pero dije no, ¿Por qué habría de
hacer lo que el abogado sugirió? Que se queden con
sus síes. Yo soy especialista en lo opuesto. Maté a
Lulú y ya, qué más quieren. Una manzana al horno
fue el premio. La engullí, soporté los retortijones
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Julia Rodríguez
y dejé la mierda en su pútrida taza como buen
ciudadano.
Lo único que me inquieta un poco es la inyección. La silla tiene, por lo menos su lado romántico. Pero la inyección, maldita sea, es como la
nalgada del partero: si se aguanta la primera, le
ponen a uno la segunda y cuantas sean necesarias. Apuesto que habría sido algo muy diferente
si mis pulmones se hubieran negado a funcionar
aquella noche sin ruidos.
Texto inédito
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Julia Rodríguez
Ciudad de México, 1948
La formación de Julia Rodríguez arranca en el Centro Universitario de Teatro, de donde es egresada. Fue miembro
de la Compañía Universitaria de Teatro y actriz profesional
durante trece años. Es traductora, guionista y conductora
de radio en el Instituto Mexicano de la Radio.
Su novela corta Cuento para sordomudos, fue publicada por la UAM Azcapotzalco; luego pasó al cuento donde
destacan Manzana al horno, Sabios amantes, Lo que resta
de un recuerdo. En la prestigiosa serie Material de Lectura
que publica la UNAM, en 1986, apareció Sonata triste y
otros cuentos.
Amante de temas oscuros, es autora de El vampiro del
espejo, La nostalgia del vampiro y El cazador de vampiros.
En 1991 ganó el primer concurso para Radio-Teatro, convocado por la Deutscher Rund Funk (ex Alemania Federal)
y el Instituto Goethe con su obra Hotel Montecarlo. En el
2000, Siglo XXI Editores publicó su novela ¿Quién desapareció al Comandante Hall?
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José de la Colina
Cuentos cortos
La fiesta del Colegio
Cómo olvidar la fiesta en el parque de nuestro
Colegio, la despedida ya sin punto de retorno de
nuestra niñez entrada en la adolescencia. Yo recuerdo, recuerdo, recuerdo a la orquesta allá en
el lejano templete, al fondo del parque. El confeti
llovía sobre el cabello, el cuello y los hombros de
Susana, que acababa de darme un brusco y candoroso beso cuando estábamos solos allá en la
enramada. Me recuerdo intercambiando con ella
salivas enamoradas. Le juré que Isabel no sabría
nada, ni Alicia, ni Rosita... Pero Andrea, desde atrás
de la cascada, me había gritado ¡yuuuju!, como en
una vieja comedia musical de Ruby Keeler. Y yo,
Don Giovanni avant l’age iba de una de mis chicas
a la otra, y sus mejillas tenían el aroma del viento
nocturno. Y aquel sabor furtivo, aquella suavidad
amelocotonada y húmeda sobre los labios de todas
ellas, ¿era el gusto agridulce, casi picante, de la fe55
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Cuentos
cortos
licidad a punto de perderse en cuanto dejáramos
nuestro primer colegio, nuestro paraíso? Ay, yo no
lo sabía, no lo sabía.
La orquesta no dejaba de tocar su música, que iba
desde valses y polkas y la obertura Guillermo Tell a
tangos y foxtrots y selecciones de la Consagración de
la primavera y hasta a algunas baladas de los Beatles
(esto último seguramente por influencia de la profesora de Biología, la señorita Carolina Bustos, que
era la más aggiornata que teníamos en el Colegio).
Y se oía la noche susurrar entre las frondas como
el frufrú de una inmensa cola de vestido suntuoso,
pasando entre el follaje, agitándolo con su ondulante
cuerpo fantasma.
A todas mis amadas les prometía yo el amor
loco y para siempre, pero, en la embriaguez de
los besos que ya iban haciéndoseme indistintos
(¿cómo ocurría, por sólo dar un ejemplo, que en
los labios de Paquita estuviera el sabor de Carmela?), iba filtrándoseme una vaga pero aguda
inquietud. Había algo que me atraía cada vez más,
realmente tirando de mi mirada, de mi pensamiento: aquella soledad citadina que se percibía más
allá de la puerta enrejada del colegio, es decir, lo
que los alumnos solíamos llamar el Mundo, esa
realidad exterior que habíamos casi enteramente
abandonado desde que nuestros padres nos habían impuesto la condición de colegiales internos.
Allá estaba pues el aire exterior y la incipiente, ¡y
sabatina!, noche de fuera, ese espacio de otra fiesta
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José
de
la
Colina
quizá menos dulce pero tal vez más verdadera, con
el atractivo de lo incierto y hasta de lo peligroso,
alimentos apetecibles para nuestros corazones demasiado sometidos al ámbito empalagoso, de tan
paradisíaco, que era el Colegio.
Aquella atracción del más allá de la reja tomó
pronto el carácter de una necesidad.
—¡Hasta la vista bonitas! —Les grité a las muchachas—.
Voy por cigarrillos. ¡Yo volveré, yo les juro que
volveré!
Y corriendo dejé la fiesta y el colegio y el círculo
de las lindas.
En la esquina de la calle, al extremo de la hilera
de incontables amarillentos faroles, un autobús
público, iluminado en todas sus ventanas, con el
motor encendido, runruneante, premioso, sin más
ocupante que el chofer, quizá había estado horas
esperándome sólo a mí. Saqué del bolsillo todas
mis monedas y las conté con la aprensión de una
primera partida. Hasta entonces mis únicos viajes
los había realizado al modo que aconsejaba Deniz:
con el dedo por los mapas, lo cual permitía viajar
pasando, en una sola noche, y antes de dormirme,
de Nápoles a Singapur a Nueva York a Bodego Bay
a Pekín a Samarcanda a Bruselas... a donde fuese
mi voluntad: Ahora el viaje sería de todo yo, no
exclusivamente de mi dedo índice. ¿Qué me aportaría el destino en forma de autobús público? ¿Qué
me esperaba en este viaje mucho más amplio y sin
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Cuentos
cortos
duda más largo, y a través de ese mundo realmente
desconocido de más allá de la reja?
El vehículo se había puesto en marcha y atravesábamos zonas casi enteramente rurales, barriadas
destartaladas y grises, desiertos iluminados pobremente por cobardes farolitos solitarios y centrales,
calles como dormidas en una niebla rojiza o morada, selvas de luminosos anuncios comerciales,
parques que se desleían en pelusas enfermizas, largas avenidas desiertas que concluían en barrancos
al borde de los cuales se mantenían en equilibrio
cabañas informes, y edificios aerodinámicos, altos
y encristalados, oscuros, ciegos, alzados a ambos
lados de las calles, y avenidas como farallones falsos, coronados siempre por esculturas simbólicas y
alegóricas (Águilas, Cuadrigas, Apolos, Mercurios,
Venus, Mariscales, Príncipes Felices, Elvispreisleis,
Ratones Mickey), etcétera. Y como mientras tanto
nadie subía al autobús, le pregunté al chofer el porqué de esa deserción de los posibles pasajeros, pero
no obtuve respuesta, aunque insistí dos veces más.
Luego, advirtiendo que el autobús parecía no llevar
un rumbo fijo, me acerqué al asiento del conductor
y al ponerle la mano en el hombro, para llamar su
atención, el hombre (pues era, sí, un hombre, pero
por un momento pensé que podría ser un muñeco,
una mera réplica) se derrumbó de lado, al tiempo
que el vehículo se detenía. Se me heló el corazón
con el folletinesco pavor de que el chofer estuviera
muerto, pero no: dormía, y se le veía indesperta58
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ble. (Quizá estaba durmiendo desde el comienzo
del trayecto. Quizá era un chofer perpetuamente
sonámbulo).
Bajé del vehículo a una especie de terraplén
enorme en cuyos ángulos había los eternos faroles
de luz debilucha, uno de ellos parpadeante, y me
inquietó un ruidito insistente, un golpeteo que al
poco rato identifiqué como el de una máquina de
escribir, seguramente una vieja Rémington como las
que usábamos en la clase de Mecanografía Experimental bajo la dirección de la señorita Rebolledo.
Pero, cosa incomprensible, en muchos metros
alrededor mío no había nada de donde aquel repiqueteo pudiera venir. Me sentí tembloroso: alguna
vez mi condiscípulo Miret me había hablado de
una máquina insituable en la que un empleadillo
burocrático, casi un fantasma igualmente insituable, pero en última instancia un hombre de carne
y hueso (y un pedazo de pescuezo, añadía innecesariamente Miret), escribía informes sobre ciudadanos que no tenían una conducta decente. Traté
de tranquilizarme. Sin duda era yo víctima de una
alucinación sonora causada por los latidos de las
sienes. Eché a andar y me reconforté silbando La
ci daren la mano una y otra vez. Alrededor de la
gran explanada se divisaban algunas luces temblorosas que sólo podían ser, por sus agrupaciones
en formas paralelas y en sentido vertical, las de la
ansiada ciudad. Empezó a caer una llovizna blanda,
monorrítmica, que con el repiqueteo de la invisible
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Cuentos
cortos
máquina de escribir y el cansancio que al cabo de
dos o tres horas me dominó, me obligó a tenderme
en el duro suelo de cemento, a dormitar.
Cuando desperté me encontré dentro de un gran
túnel apretadamente oscuro que por el tacto descubrí recorrido de enmarañadas tuberías metálicas.
¿Cuándo había entrado yo en esa larga ratonera,
y hacia dónde iba el túnel? La maquinita seguía
conduciendo aquel repiqueteo y ahora casi le agradecí su impalpable, invisible presencia, pues ya era
como algo familiar y por tanto tranquilizador.
En fin... Al cabo de dos o tres horas más se empezó a ver un pequeño claror allá lejos, quizá a
kilómetros más adelante. Hacia ella me dirigí, tan
cansado que ya casi reptaba más que caminar,
mientras el repiqueteo sonaba múltiple, y pensé
que tenían que ser varias máquinas de escribir.
El túnel desembocaba en una claridad total, y al entrar en ella tuve que frotarme los ojos. Me demoré en
abrirlos, como tomando un respiro, y en esa demora,
mientras todos los repiqueteos se interrumpían, oía
una voz. Una voz de mujer. Una voz de mujer de
digamos entre cuarenta y sesenta años:
—¿En qué se le puede servir, caballero?
Me reproché haber abierto los ojos, pero ahora
ya no tenía remedio.
Después de un minuto me atrevía a alzar la vista
y las vi.
Las vi.
Las vi en una larga oficina con hileras de máqui60
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nas de escribir, sentadas ante los teclados de las
máquinas Rémington.
Vi a Susana, a Patricia, a Paquita, a Isabel, a Rosita,
a Andrea, a... no recuerdo su nombre, pero era, o
había sido, una de ellas.
Vi sus austeros trajes-sastre, sus peinados recogidos en la nuca, sus sienes griseantes, sus rostros
sin maquillaje, ajados, y el gesto severo de todas,
aunque la de una supuesta Susana parecía esbozar
una triste sonrisa.
Las vi. Eran otras, pero habían sido ellas.
—Buenos días —dije.
—Buenas tardes —dijeron a la vez.
—¿La fiesta? —pregunté.
—¿Cuál fiesta, caballero? —preguntó una de ellas
(no importa quién, todas se veían bastante parecidas
en la vestimenta, en la actitud, en las huellas de los
años).
—Pues... la fiesta... La fiesta del Colegio.
Hubo un silencio. La que en algo recordaba a Paquita reprimió un sollozo. La miraron enfadadas.
—Ah, la fiesta del Colegio —dijo fríamente la que
ya había hablado, creo que podría ser Susana—. Usted, si recuerdo bien, nos prometió que volvería.
—Según me parece recordar —dijo una que tal
vez había sido Carmen—, hasta lo juró.
—Sí, yo lo recuerdo. Lo juró. Y nosotras cometimos la tontería de creerlo, y lo esperamos. ¿Verdad?
Lo esperamos hasta que se apagaron las luces y
se acabó la música y todos, maestros, alumnos,
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Cuentos
cortos
alumnas, parientes y familiares, se fueron yendo,
y finalmente también nosotras nos fuimos con
ellos. No queríamos irnos, pero nuestros padres
nos tiraban del brazo. Por cierto: ¿compró usted
los cigarrillos?
—Pero ustedes... aquí... —dije, ahora yo también
a punto de sollozar—. ¿Qué lugar es éste?
—La Compañía Productora de Documentos El
Águila, como habrá advertido por la gran ave de
bronce que corona la cúpula de este edificio...
—Pero... el Colegio...
—El Colegio fue demolido, caballero, pero usted
en cierto modo está pisando su recuerdo. Sobre el
terreno en que se levantaba el querido e irrepetible
Colegio se levanta ahora esta compañía, una compañía seria, bien establecida. Hemos de convenir
en que la situación tiene algo de irónico.
Es, como si dijéramos, una situación de ironía
objetiva. Dése cuenta, caballero: de hecho estamos
en el mismo lugar, estamos todas, y podría decirse
que hemos seguido esperándolo. Esperándolo a
usted, tontas de nosotras.
—Todos son iguales— susurró alguna al fondo.
Carraspeé. Estuve a punto de levantarme y salir
pretextando que iba a comprar cigarrillos y que volvería en seguida. Pero intuí que eso sería grosero,
que parecería una táctica habitual en mí.
—En fin, lo pasado, pasado. —Continuó la misma voz—.
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José
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Usted dirá qué servicios requiere, y le rogamos
sea preciso y breve…
Abrí la boca para disculparme, para pedir perdón, no sé para qué, y… no llegué a decir nada.
—Un instante, por favor— dijo la posible Susana,
y se volvió a la que me parece que se parecía a
Isabel: una Isabel marchita, con lentes bifocales—.
Señorita Menchaca, haga favor de traerle al caballero nuestro muestrario de documentos.
Me ofrecieron una silla, comenzó el repiqueteo
y alguien me trajo el muestrario. Yo tenía la boca
seca, pero como también sentía una vergüenza,
me abstuve de pedir un vaso de agua.
Tomado del libro Los mejores cuentos mexicanos 2000, selección de Enrique Serna, editorial Joaquín Mortiz.
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José de la Colina
(Santander, España, 1934)
Articulista, periodista, guionista de cine con películas multicelebradas como Naufragio y El Señor de Osanto, llegó
con sus padres desde pequeño a nuestro país, refugiado,
tras la derrota de la República Española en un viaje que
transcurrió por Bélgica, República Dominicana y Cuba.
Ha destacado como crítico de cine, y gran cantidad de
sus artículos los reunió en el volumen titulado Miradas al
cine, mismo nombre que le dio a la columna que desde
1988 publicó en la Cultura en México, el suplemento de la
revista Siempre.
Ha colaborado en las más importantes publicaciones
literarias. Jefe de redacción de los suplementos Sábado,
de Unomásuno y El Semanario, del desaparecido diario
Novedades.
Es autor de Cuentos para vencer a la muerte, Ven, caballo gris y otras narraciones, La lucha con la pantera. En
colaboración de Tomás Pérez Turrent publicó un libro de
entrevistas con Luis Buñuel titulado Prohibido asomarse
al interior.
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Eugenio Aguirre
Cuentos cortos
San Nicho
El humo de ocote entreverado con la niebla que
baja de la serranía envuelve en una especie de sudario las callejuelas del pueblo. De algunos patios
surgen, de vez en cuando, los sonidos animales
que los hombres han sancionado en su vocabulario
con el nombre de onomatopeyas. En el atrio de la
iglesia están congregadas las personas que ostentan cargos civiles y religiosos en la comunidad. Los
rodean, en actitud agresiva y vociferante, todos los
adultos sobre quienes recaen las responsabilidades
familiares, amén de los ancianos y ancianas que se
mantienen expectantes.
Una voz anónima, que sale del gentío, maldice
y expresa ¡Saquen a ese pinche santo Braulio de
la iglesia! ¡No sirve para nada el cabrón, más que
para sacarnos gastos y muinas! ¡No cumple con lo
que le pedimos! ¡Se hace buey, nomás! A esa voz se
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Cuentos
cortos
unen otras hasta crear un murmullo que tiembla y
se sacude igual que una víbora acosada. El Mayordomo golpea el suelo con su bastón de mando y
levanta un brazo. Su puño está cerrado y brilla. La
gente calla. ¡Ya lo vamos a echar de nuestro templo
y a sembrar su figura de cabeza para que se vaya
mucho al Infierno, para que se tateme igual que
los santos mentirosos que hemos venerado y que
nada más nos han hecho tontos! ¡Vamos a dejar ese
nicho vacío! ¡Ningún santo volverá a ocuparlo! ¡No
se lo merecen! ¡Ya corrimos a la santa Eduviges, a
Catarino, a Lorenzo y a Polonia! ¡Ahora este Braulio!
¡Que chinguen todos a su madre!
La multitud guiada por el Mayordomo entra en el
templo. Se dirigen hasta una pequeña capilla lateral. Un peón trepa un peldaño para llegar a donde
está la escultura de San Braulio, hermosa talla valenciana en madera policroma y estofada, la toma
y la arroja hacia donde están los fieles, quienes se
hacen a un lado para que se estrelle y descascare
contra el granito del suelo. ¡Ora sí ya se chingó!,
pronuncia con entusiasmo una mujer regordeta. El
nicho queda vacío.
Transcurren cinco años. La vida del pueblo se
arrulla en su monótona rutina. Unos nacen y otros
mueren. A la iglesia sólo acuden las beatas empedernidas y una que otra mujer desconsolada, como
Rutilia Tovar, presunta hija ilegítima del patrón de
la hacienda Santa Rosa de Lima, quien sufre y se
desespera porque su hijo de cinco años de edad no
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Eugenio Aguirre
puede articular palabra alguna, ni siquiera mamá, y
se ahoga constantemente con un moquerío espeso
y solferino que le da el aspecto de una granada
china apachurrada.
De nada han servido ungüentos y medicinas,
limpias y sahumerios. Vaya, ni siquiera colgarle
estampitas en su mameluco o llevarlo con el chamán de Agua Hedionda para que le soplase polvo
de huesos en el ombligo y en las partes blandas.
¡Este niño está pasmado —sentenció una hechicera
de Barrio Viejo—, y sólo lo podrá curar la divina
voluntad del Señor o algún santo que se apiade
de la friega en la que está metido! Sólo que en
Chipotetlán no hay santo que obre por iniciativa
propia o que le haga de intermediario con el Cielo,
y Rutilia lo sabe bien porque ella estuvo de mirona
aquel día que expulsaron a San Braulio del templo
y se sabe desamparada; sin embargo, conserva la
costumbre de ir a rezar para desahogarse de sus
cuitas y desatar ese nudo que le llena el estómago
con pelos cada vez que su Rafaelito se asfixia y
puja, puja y se caga.
Las dos bancas de madera carcomida están repletas esa madrugada. No hay lugar ni siquiera para
descansar media nalga y concentrarse en la letanía
del novenario que se le reza a la Virgen María.
Rutilia busca un sitio en el piso para arrodillarse.
Las lozas de granito están más frías que el interior
del congelador de la carnicería donde trabaja. Peligrosamente frías como para colocar sobre ellas a
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Cuentos
cortos
Rafaelito, aun con la protección del rebozo en el
que lo lleva envuelto. Busca dónde dejarlo. Advierte
la hornacina baldía que antes albergaba a los santos y, después de hacer un bulto con el chal para
proteger a su hijo, lo deposita y se enfrasca en sus
oraciones.
Rutilia pide y repide por la salud del pequeño.
Sabe que si no se alivia, en cualquier momento lo
va a encontrar ahogado entre el caldo que fluye por
sus narices y más muerto que su abuelito Tilón el
día en que lo sepultaron. Recorre con sus labios los
nombres de todos los miembros de la corte celestial
que conoce y hasta inventa otros que le suenan rimbombantes, como Archí Papa de los romanos, y por
lo tanto influyentes y bien efectivos. Termina sus
jaculatorias una hora más tarde. Recoge a su hijo, le
quita el rebozo de la cabeza y encara el milagro que
la deja boquiabierta y con el corazón cacareando.
Rafaelito le dice: Mamá, mamacita, tengo hambre,
con unos labios limpios de mucosidades, con una
lengua clara, cristalina, y una garganta de la que
han desaparecido las llagas, la tos y los gruñidos
cavernosos.
La noticia del milagro se esparce. Muchas madres al principio y después todo aquél que pueda
llegar al pie del nicho y encaramarse colocan a sus
vástagos o arrumban su propia humanidad en la
oquedad bendita y obtienen la curación anhelada,
reclamada durante días, meses, o años. La iglesia
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Eugenio Aguirre
recobra su calidad de santuario y el nicho es venerado con cirios, velas, quinqués y lámparas de
baterías, y adornado con milagritos y retablos hechos y pintados por manos preñadas de humildad
donde se le agradecen los favores recibidos. Se crea
la congregación de San Nicho y es la misma Rutilia
quien borda con hilo de plata un paño carmesí y
viste con él el santo hueco.
Hoy el templo de Chipotetlán semeja un queso
gruyere en su interior, debido a que un cura con
cierta imaginación y sentido financiero escarbó una
vasta cantidad de nichos en sus muros, a los que
agregó una rendija que sirva como alcancía, sin
que hasta la fecha le hayan dado resultado; pues
como dice un lugareño: ¡San Nicho sólo hay uno y
ése nos hace los milagros gratis!
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Cuentos
cortos
San Lunes
Indolente y bonachón, San Lunes es el patrono de
todos aquellos que se desmandan, sobre todo en
sus raciones etílicas, los fines de semana; aunque
quienes le manifiestan mayor devoción son los albañiles y los aficionados al pulque, los aguardientes de caña de azúcar y los destilados de uva de la
más baja estofa, cuya ingestión les da pasaje para
visitar por unas horas el inframundo y les ocasiona
un severo envenenamiento, bautizado en el argot
patibulario con el rasposo nombre de cruda o curda,
según si se es de origen mexicano u oriundo de la
península ibérica.
Sus fieles le solicitan auxilio mediante una gama
indescriptible de lamentaciones y quejidos expresados desde la más rigurosa inmovilidad, misma
que llevan a los excesos de la resistencia pasiva
inspirada en el ejemplo de Mahatma Gandhi. No
se desprenden del sueño o intentan movimiento
alguno, así sus obligaciones les puncen el cerebro,
su mujer les menee la cama, petate o hamaca donde
yacen, o su prole entone un infernal concierto en
la escala más aguda y estridente de los berridos y
reclamaciones. Se cuelgan, literalmente, del manto
del santo, y cobijan con él los estragos físicos y
mentales que les desguanzan el cuerpo. Esperan,
con dolor punzante, a que el santo los toque con
su dedo y les dé un respiro para incorporarse e ir
en busca de advocaciones más eficaces.
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Eugenio Aguirre
San Lunes es pródigo en sus apariciones y las
realiza bajo el amparo de formas diferentes, dependiendo de la calidad de su clientela. La más
generalizada, y que es reclamada fervorosamente,
es aquella que lo ofrece en comunión envuelto en
la espuma y las burbujas rubias de la cerveza fría
embotellada. Es en esta beatífica presencia donde
su influjo opera de manera milagrosa y produce
cambios radicales de conducta muy parecidos a la
beatitud, ya que el beneficiado manifiesta humildad y contrición, si no es que llega al colmo del
arrepentimiento.
También, San Lunes se deja ver tendiendo sus
piadosas manos entre las zonas que rodean a los
lamparones de grasa de un caldo de pollo o asomándose tras los granos de maíz cacahuacintle de
un pozole enrojecido por la túnica que forma el
chile piquín espolvoreado. Asimismo, se ostenta
con harta frecuencia en los trozos de carne de
borrego transformados en barbacoa después de
haber resucitado de su enterramiento en tierra seca
y de su sepulcro de pencas de maguey u hojas de
plátano o maíz serrano, si su advocación reviste la
forma de mixiote. Su efectividad, en estos casos, es
lenta pero segura, y los fieles adquieren la certeza
de que vale la pena volver a pecar para recibir sus
beneficios.
Otras de sus expresiones milagrosas conllevan
complicidades térmicas que el santo crea al asociarse, por ejemplo, con la inmensa variedad de chiles
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Cuentos
cortos
o ajíes cultivados dentro de los cánones de la flora
vernácula, que producen sudoraciones espesas y
abundantes para cumplir con el proverbio que reza:
cruda sudada, cruda pasada. Estas apariciones
pueden ser directas y mandibularias, mediante la
masticación del chile seleccionado, o encubiertas
bajo la composición de salsas, guacamoles y otros
menjurjes que, amén de escaldar la lengua del penitente, le ayudan a curarse con diarreas y pedorreras
cuya pestilencia ahuyenta a los demonios e impide,
así, cualquier reclamación personal y embarazosa
de las huestes de Satán.
Mas, si bien el auxilio carnal de San Lunes le ha
ganado millones de devotos Urbi et Orbe, también
es justo hacer hincapié en sus dotes metafísicas
que han llegado a instituir tradiciones y precedentes en el derecho consuetudinario. En su papel de
justificante por faltas o retardos laborales, basta
con que el infractor o infractora (aquí se unen a la
grey las sirvientas, mucamas, chachas, galopinas
o como quiera que se les llame) apele a San Lunes
para que la parte patronal, sea cual fuese la naturaleza de la fuente de trabajo, comprenda que la
infracción no ha sido voluntaria, sino el ejercicio
de una costumbre arraigada tradicionalmente en la
comunidad y, por ende, sancionada como un derecho adquirido que, si bien no ha sido consagrado
en la normatividad del derecho positivo, tiene la
misma validez jurídica que las sentencias de los
tribunales colegiados que sienta jurisprudencia y
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Eugenio Aguirre
determinan la legitimidad de los laudos emitidos
en controversias obrero-patronales en beneficio de
los acólitos de este santo macanudo. Ni qué decir
de su aceptación como excluyente de responsabilidad. Nadie en su sano juicio, ni siquiera en los
países más bárbaramente desarrollados del planeta,
se atrevería a castigar a los profesantes del credo
de San Lunes.
Santo polifacético, que igual se aparece disfrazado bajo la imagen de garnacha, memela, sope,
chicharrón en pipián verde, sopa de médula, caldo
de camarón, coctel de mariscos variopintos y otras
muchas representaciones, San Lunes ha sido y es,
desde los tiempos inmemorables del Arca de Noé
hasta nuestros días, uno de los tutores más queridos y solicitados por la humanidad. Por ello, se le
invoca cada semana y se le mantiene en un lugar
privilegiado en los altares.
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Eugenio Aguirre
(Ciudad de México, 1944)
Narrador, ensayista y guionista de cine. Estudió derecho y
obtuvo la maestría en literatura en la UNAM. Ha sido colaborador de Radio Educación para la preparación de la serie
“El Cuento Mexicano”; jefe de la sección de publicaciones
del Instituto Mexicano de Comercio Exterior; asesor de la
Comisión del Libro de Texto Gratuito en la SEP; presidente
de la Asociación de Escritores de México; director de Programas Editoriales de la Dirección General de Publicaciones
y Medios de la SEP; coordinador editorial de la colección
¿Ya LeÍSSSTE? del ISSSTE y Director titular de la rama de
Literatura de SOGEM. Ha colaborado en Angoleta, Excélsior,
París International, Plural, Revista Mexicana de Literatura,
¡Siempre!, Unomásuno y Voices of México. Recibió la Gran
Medalla de Plata otorgada por la Academia Internacional de
Lutece, París, por su novela Gonzalo Guerrero y el premio
José Fuentes Mares por su novela Pasos de sangre.
Entre su obra destacan Victoria y Jesucristo Pérez .
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Carlos Montemayor
Poemas
Arte poética, I
A Fernando Ferreira de Loanda
Cuando mi hijo come fruta o bebe agua o se baña en un río,
sólo dice que come fruta
o bebe agua o que se baña en el río.
Por eso ríe cuando leo mis poemas.
No comprende aún tantas palabras,
no comprende aún que las palabras no son las cosas,
que en un poema quiero decir lo que nos rebasa a cada paso;
la ira entre quincenas y casas prestadas y ropas que
envejecen;
la esperanza entre deudas y calles compartidas con días
monótonos
y con mañanas cuya única dulzura es el agua que nos baña;
la honra entre empleos temporales y amigos deshonrados;
la rapiña entre diarios y oficinas públicas;
la vida que nos abre los brazos para tomar
a un lado la noche de las lluvias
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Poemas
y en otro los días de las desdichas.
Mas cierta vez, comiendo un persimonio de mi pueblo,
dijo, sin darse cuenta,
que sabía como a durazno y ciruela.
Porque desconocía esa fruta,
no dijo lo que era, sino cómo era.
No comprende aún que así hablo yo,
que trato de comprender lo que desconozco,
y que intento decirlo, a pesar de todo.
Como si ignorar fuese también una forma de comprender.
Como si siempre recordara
que la vida no es una frase ni un nombre
ni un verso que todos entienden.
Es, a mi modo, como decir
que bebo agua o como una fruta
o que me baño en un río.
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Carlos Montemayor
Memoria de las estaciones
La hiedra avanza en el corazón de cada día,
no regresa a lo que fue o pudo ser,
no corta sus hojas creyendo que ya no están
porque ayer cubrieran el muro.
La vida en la tierra es la estación que vuelve.
Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.
Hay estaciones en que nos toca añorar lo que no fuimos,
o estaciones en que permanecemos a solas
y buscamos a ciegas entre vestigios lo que los ciegos codician.
Somos una oscura hiedra, una invisible hiedra ascendiendo
por un muro de oro, de luz,
tras el cual la vida vive sus estaciones,
sin saber que abajo de nosotros sigue prendido a ese muro
el cuerpo que amamos, los árboles que nos cobijaron,
la tierra y las piedras y las colinas que distantes permanecieron,
como soles cayendo sobre nosotros,
ocultándose en nosotros y cada vez naciendo.
Extiendo mi brazo y toco la tierra caliente de una tarde
o abro la ventana hacia los más lejanos veranos,
ahí estoy, sucio todavía del polvo de las estaciones.
Por esa invisible hiedra asciende
la luz, la estación de la nada,
un río sin palabras que moja los sueños,
una tierra sólo pisada por árboles y viento caliente de veranos.
Una hoja seca es la tarde en que me asomé
con mi madre a una ventana;
otra, el otoño entre los nogales que se vareaban en la huerta,
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Poemas
con un ruido de muchas voces, de muchas ciudades.
o la primavera en que las noches caían luminosas
como si fueran días perdidos.
Todo aguarda la voz de la estación a que pertenece.
Sólo nosotros creemos en el pasado.
Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.
No ha muerto mi madre, no ha muerto mi hermano:
es el canto de las estaciones, es nuestro canto.
Juntemos los días, las noches, las fogatas de la infancia y la vejez;
los cantos de juegos y los cantos tristes,
los labios y las frentes y los cuerpos,
como recuerdos que nacen entre escombros de cuerpos,
como otoños que nacen entre escombros de veranos;
juntemos el agua de las lluvias que nos han mojado,
las noches y los amores que las han iluminado
(no porque no estemos juntos, amor, no estamos juntos),
seamos el canto de las estaciones que vuelven,
de las estaciones que se abren para que todas las muertes vivan,
para que todas las vidas hablen.
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Carlos Montemayor
Memoria de las casas
Durante el verano, cuando anochece en mi pueblo,
todos se sientan afuera de las casas.
El verano es como un peldaño en que muchos hombres se sientan
al anochecer,
un peldaño en que la vida se ve como un paisaje amplio, hermoso
y saqueado,
al que se sientan a mirar
queriendo encontrar lo que no se entiende.
Y es como un recuerdo que no saben cuándo nace,
como si una voz les dijera que están fuera, muy lejos,
y quisieran volver,
como si miraran a través de una ventana
y quisieran ser también lo que miran.
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Poemas
Memoria para las hermanas
Estoy, otra vez, solo en el monte.
Miro mis pensamientos atropellados como un día de fiesta.
El cielo es azul, sin nubes.
(Algo en tan inmenso azul está hablando).
A lo lejos, en las huertas,
junto a los niños que juegan,
caen las sombras de los nogales.
Y como un rumor de muchas tardes juntas,
de árboles o de voces,
siento que en el viento que atraviesa el monte
pasa el mismo viento de hace muchas tardes.
Y me parece comprender que algo queda después de ese viento.
Como si una tristeza elevara el polvo
de lo que deseo con todas las fuerzas de mi vida,
de todos los seres que he amado
y que permanecen bajo mis pensamientos, bajo mis recuerdos.
Como si no nos fuéramos para siempre de los lugares
y algo quedara en nosotros de lo que hemos sido,
algo que no siente nostalgia y después del viento se queda,
como la tierra o las piedras.
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Carlos Montemayor
Quisiera ahora. . .
Quisiera ahora estar sentado
en una gran piedra bajo los árboles
y sentir el paso del viento. . .
O leer, o pensar, dejando pasar estas horas.
O a la orilla de un río donde mi hijo pudiera bañarse
mientras yo lo contemplara, fumando.
O estar en un huerto fresco, en otoño,
cuando se varearan los nogales y las nueces cayeran
sobre la tierra como en mi infancia.
Sí, estar ahora en un huerto fresco
donde mi madre volviera a vivir
y se sentara a mi lado bajo la sombra,
a conversar de estos años,
a descansar del sol entre los nogales y los álamos
de nuestra casa antigua,
y aspirara la fragancia de las frutas,
el mismo aire que yo, el mismo aire que yo.
O quisiera subir a una montaña
desde donde pudiera contemplar
mis tentaciones reunidas,
postrándose a mis pies con todos sus reinos,
desplegando su persuasiva soledad.
Quisiera estar con mi hija
(pero no tengo una hija),
que cantara y bailara
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Poemas
y que me preguntara cómo era mi pueblo en mi infancia.
Quisiera que esa hierba fuera conmigo a todos sitios...
Pero estoy aquí,
contento con esta tristeza de mi memoria,
contento con mi cuerpo que siente la tarde.
Estoy aquí, esperando.
Oyendo las voces de las gentes que conversan,
el ruido de los automóviles que pasan junto a mi casa,
en las horas de esta tarde.
Oyendo mi voz preguntando en la casa donde no hay nadie.
Estoy aquí, esperando,
como esperar algo que no llega,
como esperar a alguien que nunca dijo que vendría.
Tomado del libro Antología del 2° Festival Internacional de
poesía, Morelia Mich. 1983, Editorial Joaquín Mortiz y el Instituto Michoacano de Cultura.
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Carlos Montemayor
(Parral, Chihuahua, 1947)
Ensayista, poeta y narrador. Estudió derecho, la maestría
en letras iberoamericanas en la UNAM y estudios orientales en El Colegio de México. Es miembro de la Academia
Mexicana de la Lengua, de la Real Academia Española, del
Consejo Científico Internacional de la Association Archives
de la Littérature Latino-Américaine des Caraïbes et Africaine
du XXM siécle y de la Asociación de Escritores en Lenguas
Indígenas. Es además especialista en la tradición oral de los
mayas e impulsor de la nueva literatura escrita en lenguas
indígenas de México.
Entre sus premios destacan el Xavier Villaurrutia, por
Las llaves de Urgell, el José Fuentes Mares, por Abril y otros
poemas, el Nacional de Narrativa Colima para obra publicada por Guerra en el paraíso y el Giuseppe Acerbi, por La
danza del serpente, título de la novela Los informes secretos
en su versión italiana.
Entre sus obras destacan Los informes secretos, Mal de
piedra y Guerra en el paraíso.
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Gustavo Sainz
Cuentos cortos
Paisaje de fogón
LAS LLANTAS SE nos hicieron pedazos; una de ellas
tiene veintisiete parches. En el arenar se podían freír
huevos de lo caliente que estaba, y todos los hombres,
menos el General Molina y yo, terminaron insolados.
Es la tercera vez que recorremos el desierto por
tierra. Exploramos hasta una región agreste que
derrite y empavorece con su calor de hornaza y
su silencio casi absoluto: un erial con gigantescas
oquedades en forma de cráteres apagados y enormes
dunas vírgenes que cubren todo el horizonte.
Molina iba manejando y juró haber visto a alguien
que le hacía señas, pero al acercarnos comprobamos
que sólo era una gobernadora mecida por el viento y
no uno de los cuatro hombres desaparecidos. Total:
regresamos cuando amainó un poco el calorón, por
estar mal equipados para pasar la noche. Como quien
dice: no hay que jugársela así nomás a lo tarugo.
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Cuentos
cortos
HOY LA BÚSQUEDA duró más tiempo. Al Jefe ya
se le echa de ver su miedo. Sabe que tiene toda
la responsabilidad si la brigada muere, y contrató
por fin los servicios de un avión Cessna piloteado por el gringo McGregor. Los acompañé en los
primeros reconocimientos. El avión siguió la línea
del ferrocarril hasta el kilómetro 132 y a partir de
allí se internó por diferentes rumbos del desierto,
pero no encontramos ni rastro de Bravo Menescal
ni de ninguno de los otros. Observé al gordo del
Jefe dándole instrucciones al Bolillo, como si él
fuera aviador.
ENTRE OTRAS DISPOSICIONES igualmente pendejas, el Jefe ordena que el Departamento de Compras adquiera cohetes de señales. Vaya momento
de prevenir accidentes. Después de ahogado el
niño tapan el pozo. ¿Estarán aún vivos? No puedo
preguntármelo sin temblar.
EN SONOITA DICEN que el ingeniero Bravo Menescal días antes de su desaparición en el desierto,
invitó a comer a sus amigos de más confianza. En
la conversación de sobremesa recordó la leyenda
esculpida en piedra en la fachada del hotel Bárbara
Worth, al otro lado de la frontera:
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G u s tavo S a i n z
El desierto te espera abrasador
Y fiero en su desolación
Guardando sus tesoros
Bajo el signo de la muerte
Contra la llegada
De los poderosos y los fuertes
No sabía que el desierto realmente lo esperaba.
Los jefes de la capital habían decidido localizar un
nuevo trazo entre la Coconeta y Puerto Peñasco,
del kilómetro 120 al 200, para satisfacer los deseos
de ricos industriales de la zona que quieren explotar seriamente las salinas existentes muy cerca de
la costa. En el momento de la convocatoria no fue
muy bien la cosa y Bravo Menescal fue el único que
pidió encargarse de la localización de esa vía…
AQUÍ CREO QUE está la primera causa de la tragedia: Bravo Menescal tenía gran empeño en demostrar que su brigada realizaba trabajos que otros
regían. Setenta o noventa kilómetros de trazo en el
desierto eran nimiedades para sus hombres. Harían
el trabajo en tres semanas: en ese lapso llegaría su
esposa al campamento, y ambos celebrarían su primer año de casados en San Diego. Esto, claro está,
si el Jefe les conseguía el permiso o las vacaciones
que aún no disfrutaba…
Aquí intuyo la segunda causa de la tragedia: a
fecha fija, el ingeniero Bravo Menescal iba a celebrar
un acontecimiento importantísimo para su vida.
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Cuentos
cortos
Tenía pues que joderse y terminar el trazo en un
término de diecinueve a veinte días…
PARADAS, LAS MÁQUINAS de terracería esperaban
línea. Esto obligaba a Bravo Menescal a reconocer
perímetros de unos doce a catorce kilómetros y
regresar. Acampaba en cualquier sitio, pues estaba
acostumbrado a quedarse varios días en el desierto
sin volver al campamento. Esto es quizá la tercer
y más importante causa de la tragedia: su confianza.
EL VEINTICINCO DE junio se celebró en Sonoita una fiesta Pápaga. Los indios, en prolongada
ebriedad desde el día de San Juan convirtieron las
calles del poblado en pista de carreras, desbocando y rayando los caballos. Sus atavíos de lujo, de
géneros brillantes y tonos estridentes centelleaban
por todos lados. Las bandas de música y los borrachos jodieron con tonaditas elementales y repetidas hasta el cansancio. Fue la última vez que vi al
ingeniero Bravo Menescal: repetía alegremente un
estribillo.
SON LAS TRES de la mañana y no tengo sueño.
McGregor acaba de irse. Está borracho y dice que
no volará más si no le pagamos, que tiene mujer y
cuatro hijos y necesita cobrar su salario y no perder
su tiempo buscando fantasmas que juegan al escondite. Ignoro cómo el Jefe maneja el presupuesto.
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G u s tavo S a i n z
LLUEVE, PARECE QUE por primera vez en todo el
verano. La lluvia no alcanza el suelo, se evapora
antes, y las gotas que de casualidad llegan a tocar
la arena, producen un ruido chisqueante, igual al
que se oye cuando uno toca una plancha caliente
con el dedo mojado…
El gordo del Jefe me ordenó leer a las brigadas los
memorándum para que ellos sacaran conclusiones,
y regañó al gringo que toda la noche estuvo armando pleito con una mujer que apodan La Jaiba…
EL SÁBADO VEINTISÉIS salimos de Sonoita rumbo
a los campamentos en construcción, a los campamentos fijos El Doctor y El Roble, y al provisional
en el kilómetro 132. Bravo Menescal manejaba la
camioneta Ford 1947, con carrocería de madera,
inventariada con el número once. Ese día el Jefe le
ordenó repetidas veces que no se internara en el
desierto más de quince o veinte kilómetros. Luego dijo algo que molestó a Bravo Menescal y éste
arrancó bruscamente la camioneta dejándolo con
la palabra en la boca…
El lunes 28, Bravo Menescal y su brigada llegaron
al campamento del kilómetro 132. Ahí estaba el sobrestante de construcción de terracerías, General e
Ingeniero Molina, un buen hombre, muy esforzado
y bonachón, amigo de Bravo Menescal y el primero
en salir al desierto en su búsqueda…
El martes 29 partieron en la camioneta número
once, el chofer, de quien sólo se conocen sus ini89
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Cuentos
cortos
ciales, GCM, los cadeneros Heriberto López, Marco
Antonio Burciaga y el ingeniero Bravo Menescal.
Llevaban dos cajas de madera con comida y cuatro
bolsas llenas de agua.
Sólo sacaron un carro. Iban cerca y esperaban estar
de regreso al día siguiente (¿para qué complicar el viaje
cargando tantas cosas?). Sin embargo, Bravo Menescal
y sus acompañantes, sabían que iban a enfrentarse a
un gran riesgo (en tierras inexploradas del desierto)
por tratar de encontrar un paso entre los más peligrosos médanos. Al partir, según afirma el General
Molina, le dijeron:
—Si no volvemos mañana por la noche salga a
darse una vueltecita para buscarnos.
Y no regresaron.
EN ESTE MOMENTO el Jefe les niega permiso a
los topógrafos para salir al desierto en busca de
Bravo Menescal y sus acompañantes. Están en la
habitación de al lado. Acaba de llegar un mensajero y dice que se derrumbaron por la lluvia más
de 1,200 metros de vía, porque en la línea no hay
obras de drenaje que eviten los deslaves; que en
Sonoita está lloviendo desde hace dieciocho horas
sin interrupción por primera vez en siete años…
AHORA SON LAS ocho de la noche y no hay nadie en el campamento: se llevaron a todos a las
terracerías. De día cuidan mucho a los peones de
la insolación y la deshidratación. No hay sombra
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dónde guarecerlos, aparte de las plataformas del
tren, y les dan fuertes dosis de café negro y sal
para rehidratarlos…
DIÁLOGO ENTRE EL Jefe y el contratista Torrijos,
uno de sus protegidos:
—Este material no es de primera clase y no se sujeta a las especificaciones del reglamento. Es preciso
que nos surtas los durmientes con las características
establecidas por la West Coast Grinding…
—Mira, mira, mira… ¿Desde cuándo me la haces
de tanto pedo? Firma de recibido y acuérdate con
quién estás hablando. ¿De cuándo acá te me aprietas
tanto?
ACABA DE REGRESAR el General Molina sin noticias. La búsqueda fue hasta el kilómetro 154. Dice
que allí hay un volcán extinguido con sus faldas
llenas de chaparrales y arbustos petrificados.
Otra brigada salió más tarde, muy norteada y sin
saber qué zona rastrear…
ENTRE LOS MÉDANOS nacen lirios y azucenas
silvestres, siempre en las inmediaciones de las
llamadas tinajas, depósitos subterráneos de agua.
Parece que estas plantas aprovechan la humedad
del subsuelo y aspiran la del ambiente. A veces, tras
una sucesión de lomas pardas de arena se descubre
un oasis florido, y unos dos metros más abajo hay
agua dulce y fría. ¿Cómo es que Bravo Menescal y
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Cuentos
cortos
sus acompañantes no pasaron cerca de alguna de
estas oquedades? Con McGregor creemos haberlas
revisado todas. ¿Cómo diablos no dieron con su
correspondiente tinaja de agua fresca?
DESPUÉS DEL NIÑO ahogado tapan el pozo. ¿Ya
había dicho esto? Hoy se ordenó que cada diez kilómetros se establezcan puestos de aprovisionamiento
y socorro. Las tiendas que protejan los depósitos
serán de color rojo. Habrá en cada puesto altas asta
banderas con paños de color amarillo para orientar
a los caminantes…
POR FIN ENCONTRARON la camioneta…
Estaba abandonada frente a un banco de arena,
un talud largísimo imposible de rebasar con el vehículo. Sus ocupantes se bebieron hasta el agua del
radiador y probablemente partieron hacia la costa
en busca de agua…
Del campamento fijo El Doctor saldrán algunos
automóviles con indios rastreadores pápagos. Un
avión Bellanca de la Dirección de Ferrocarriles,
piloteado por el capitán Arturo Salazar, también
colaborará en la búsqueda…
La costa dista 42 kilómetros del lugar. El Jefe
dice que Bravo Menescal y sus hombres ya deben
haberla alcanzado. No toma en cuenta que para dar
un paso en las dunas de arena deben darse cinco
o seis pasos en falso. Nunca antes había trabajado
en el desierto.
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ENVIAMOS AL BELLANCA cardillo con los espejos
de los coches. Desde el aire es muy difícil seguir las
brigadas que van por tierra. Los topógrafos afirman
que las huellas de los desaparecidos no se localizan
hacia la costa, sino que se internan en el desierto…
Las brigadas de rescate son seis, cada una con
diez hombres, sin contar el avión que va arrojando
agua, comida, refacciones.
¡Cómo me acuerdo de Bravo Menescal! Era muy
bueno para el cubilete. Yo no. Miles de veces lo
vi arrojar al aire el vaso con dados y recuperarlo
limpiamente para arrojar los dados sobre la mesa.
Cuando yo quise hacer lo mismo se me cayeron
los dados: uno quedó atrás de la sinfonola, otro se
perdió y tuve que pagar veinticinco pesos.
LOS TROQUEROS DESCUBRIERON un remedio
para evitar que los vehículos se atasquen en la
arena y en los pozos de lodo y tierra acampechanada. Lo llaman Salvavidas del Desierto. Consiste
en unas láminas de acero hechas con los estribos
de los coches viejos que hay en los depósitos de
chatarra. Cada camión carga con varias láminas y
las usan para, por tracción de las llantas, sacar el
carro o el camión del atascadero…
ENCONTRARON LOS CADÁVERES. Ayer en la noche vino el comisario de Sonoita y levantó el acta
dando fe de los hechos. El chofer GCM estaba como
kilómetro y medio antes que los cadeneros, como a
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cortos
doce kilómetros de nuestro campamento. Desde allí
pueden verse las luces, las tiendas de campaña, los
vagones de ferrocarril. Suponemos que su muerte
fue muy desesperante. El chofer cavó siete agujeros en la arena, enloquecido por encontrar agua.
Su cadáver, paralizado, conservará por un tiempo
su último gesto: la mano izquierda en la boca, los
dientes clavados en los dedos…
Después la brigada siguió hasta hallar a los cadeneros. Molina afirma que Burciaga murió trastornado del cerebro. Lo encontró abotagado y cerca de un
pedazo de cholla verde, cactus que come el ganado
y que en el cogollo a veces contiene agua…
El cadáver del ingeniero Bravo Menescal estaba
a varios kilómetros de allí. Murió contemplando
algunas cartas de su esposa: éstas estaban semienterradas en la arena alrededor suyo, como resguardándolo de las inclemencias del mundo…
LOS PEONES TIENEN varias hipótesis:
Los cuatro hombres se detuvieron en un lugar
Equis del desierto a discutir qué rumbo seguir.
Bravo Menescal apenas podía caminar y ahí lo dejaron. GCM le quitó los catalejos y el zaracof y se
fue con los cadeneros rumbo al campamento del
kilómetro 132 y la costa. Quizás Bravo Menescal se
repuso un poco y trató de seguirlos, pero no supo
qué rumbo tomar, insolado y débil. O rendido de
cansancio, deshidratado, apenas y tuvo fuerzas para
releer las cartas de su esposa, y luego las fue medio
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enterrando alrededor suyo, en un rito romántico.
Cuatro kilómetros más adelante cayeron los cadeneros, y uno y medio más allá, el chofer…
HACE RATO LLEGARON los investigadores. Dicen
que pueden probar que la camioneta de Bravo
Menescal y los otros, tiene perforado el tanque de
gasolina; que se quedaron sin combustible cuando
menos lo esperaban, y no pudieron regresar por eso.
Bravo Menescal, según ellos, murió el viernes dos, y
sus acompañantes al día siguiente, el sábado tres.
EL JEFE INCAUTÓ la brújula que utilizó la brigada
de Bravo Menescal para exhibirla en el Museo de
los Ferrocarriles. Molina y los topógrafos dicen que
estaba descompuesta y que fue la principal causa
del desastre. Sugieren que escriba un informe para
firmarlo todos.
El cuerpo de Bravo Menescal parecía casi carbonizado, la cabeza negra y la grasa del cuerpo
saliéndosele por el calor. Según Molina, sobre la
zona quedó un gran lamparón de grasa.
Los cadeneros Heriberto López y Marco Antonio
Burciaga quedaron boca arriba, sin zapatos y sin
camisas. Tenían los pies ampollados y el cuerpo
lleno de manchas negras. López trató de amortiguar
el calor construyendo una enramada de hediondilla;
a manera de toldo puso su camisa y la de Burciaga. Tenían sus zapatos y sus carteras a manera de
almohadas.
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Cuentos
cortos
El cadáver de GCM estaba completamente ennegrecido por los efectos del sol; sus miembros
tiesos, con una consistencia semejante a la de la
madera balsa. Tenía consigo innumerables objetos
personales de Bravo Menescal, aparte del zaracof
y los binoculares, lo que permite extrañas y aventuradas interpretaciones. También tenía las cuatro
bolsas de hule en las que llevaban el agua, vacías,
desde luego…
DICTADO DEL JEFE:
Se desató en mi contra la jauría, Un acontecimiento de estos es como un vomitivo para provocar náuseas a causa de la miseria moral de los
hombres. Cierto que también es un reactivo para
descubrir a los verdaderos amigos o a las personas
de corazón bien puesto, aunque éstos sean los menos. Se presenta la ocasión de inculpar a alguien y
los pequeños enemigos se frotan las manos, se me
echan encima como perros rabiosos: contratistas,
ingenieros, aspirantes a ingenieros, peones despedidos del trabajo por flojos, borrachos e incumplidos, ambiciosos de toda laya y hasta fondistas y
falluqueros que no pueden vender alcohol en los
campamentos. Aquellos a los que no les gusta mi
nombre, ni mi posición, y les soy antipático, han
comenzado a ladrar, a culparme del lamentable
accidente. Me han creado un ambiente hostil…
Etcétera.
Y termina su informe:
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G u s tavo S a i n z
Pero a pesar de los ladridos de la jauría, la verdad se impone.
¿Cuál verdad? ¿La de su burocratismo? ¿La de sus
cómodos y rápidos viajes en avión y sus comilonas
y borracheras en hoteles de primera, muy lejos de
la aterradora realidad del desierto? Carajo, espero
que se lo lleve la Dientona, la Tía de las Muchachas,
la Chifosca…
EL JEFE SOSPECHA que envié a la Dirección un
informe secreto en su contra. Dice La Jaiba que
anoche andaba borrachísimo en el bule del Turco
gritando que nos iba a correr a mí y a todos.
Por otra parte hoy fue ampliamente felicitado por
su actuación en el hallazgo de los cadáveres (él
dice “desenlace de la tragedia”), cuando tal mérito
les correspondería al sobrestante Molina y a los
topógrafos que lo acompañaron.
Soplaba un viento de fogón…
Texto inédito
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Cuentos
cortos
Gustavo Sainz
(Ciudad de México, 1940)
Resulta un lugar demasiado común decir que Sainz pertenece a la literatura de la onda, al lado de Avilés Fabila o
José Agustín, sin embargo, su obra siempre se mostró con
un lado extraño. La aparición de su novela Gazapo trataba sobre la inocencia perdida, misma que retomaría con
Obsesivos días circulares hasta La princesa del Palacio de
Hierro, Fantasmas aztecas, Paseo en trapecio o Muchacho
en llamas.
Hace más de veinte años que Sainz emigró a la Unión
Americana donde se convirtió en maestro de literatura, y
también desde entonces —sin que sea razón— comenzó a
desarrollar una obra difícil de clasificar como Quiero escribir
pero me sale espuma o La novela virtual.
Autor de culto y de extremos, Sainz ha preferido asumir
el riesgo de experimentar cuando nadie se cuestionaba
tal asunto. Sus novelas siempre serán difíciles de colocar
en el estante de los géneros, sin embargo, su paso por la
literatura mexicana es de lo más sano, es el puente acaso
entre la narrativa de fines de siglo y lo que ahora se lee. ¡Y
lo hizo veinticinco años atrás!
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H. Pascal
Cuentos cortos
Espacios abiertos
A Fee
Pronto nos encontraremos en una fase de la historia universal en la que ninguna de las libertades que apenas hemos
tenido tiempo de disfrutar será tolerada...
Mircea Eliade
—¡En la madre!—. El muro contra el que Juan chocó
era de acero líquido, mullido como una nube de
cristal, cortante como un muñeco viejo de peluche.
El golpe en la mejilla reculaba hacia afuera. El dolor
le venía desde el centro de los huesos.
Trató de reaccionar cuando Paquito sacó la navaja.
Una larga hoja de acero emitió un clic casi musical e
hizo un guiño al neón del vetusto gimnasio. El pétalo de ocre con antiguas líneas de sangre se movió
entre destellos y penumbras, buscando sus entrañas.
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Cuentos
cortos
Alcanzó a escuchar el murmullo expectante del público: una premonición de eclipses y desastres.
—Nomás un piquetito, p’a que dure—. La voz de
Bernardo desde la penumbra intentaba dosificar
la violencia de Paquito, pero Juan supo que si no
movía los puños, si no sentía de nuevo la fuerza
del cuadrilátero, aquella hoja llena de muerte se
clavaría en la médula del dolor.
El izquierdazo alcanzó el ojo derecho de Paquito,
obligándolo a titubear. La derecha de Juan se desplazó
a través del aire, zumbando hacia la quijada. Paquito
se movió muy lentamente y el puño le llegó a un lado
de la garganta. Se escucharon gruñidos y la resonancia del metal que golpeaba el suelo de cemento.
—Ya están parejos otra vez—, dijo Bernardo,
fríamente. Juan sintió en un costado la ráfaga de
furia de Paquito. Pero ahora estaba dispuesto a defenderse y aguantó. Alzando la guardia, hizo una
finta y probó de nuevo con la izquierda. Paquito se
movió y el golpe que iba hacia el tórax cayó en el
hombro derecho. Juan no esperó a ver la reacción
y, abriendo la mano con los dedos rígidos como
madera, disparó la derecha hacia el fondo del rostro movedizo. Alcanzó a torcerse las articulaciones
cuando las uñas se sumergieron en la cuenca del
ojo izquierdo de Paquito.
—Pinche, puto. Con las uñas no...—, gruñó Paquito. Reculó mientras se tapaba el rostro herido.
Juan sólo rió al pensar en la navaja caída. Lanzó el
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H. Pascal
pie derecho hacia arriba y alcanzó en el arco del
triunfo a Paquito. Luego subió con fuerza la rodilla
para cazar con ese impulso el rostro de su oponente
cuando se doblaba.
El cuerpo de Paquito se fue hacia atrás. A Juan le
hubiese gustado verlo en cámara lenta. El chorro de
sangre brotando como caricia púrpura hacia el aire
caldeado; las gotas de sudor bailando en el vacío.
El rostro del dolor congelado en un instante. Pero
sólo miró un bulto borroso que caía al suelo, y luego
rebotaba un poco.
Paquito en posición fetal. Paquito retorcido. Paquito se quejaba como un neonato no deseado. Era
el momento de retirarse o de concluirlo todo.
—Ahora la navaja es tuya—, dijo Bernardo.
Pero Juan no hizo caso. Propinó una patada de
consolación en las costillas del cuerpo inerme, aclaró la garganta con un rugido casi mudo y escupió
un gargajo sobre Paquito.
—Si te agarran, te van a matar—. La frase resonaba
en su cabeza. Los implantes del oído derecho zumbaban. Le aseguraron que estaban hechos con fibra
de carbono reforzada, pero ahora sabía que eran
simplemente de aluminio con pintura negra.
—Me van a agarrar los güevos—, le contestó a
Bulmaro.
—Sin duda, y no hay implante que los reemplace.
Juan se movió inquieto. Se llevó las manos a los
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Cuentos
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oídos. Intentaba atemperar el zumbido—. Pásame
la heroína.
¿Era una súplica o una orden? —No hay—, dijo
Bulmaro.
—No te hagas pendejo. Ayer todavía quedaba para
dos arponazos y tú sólo usas drogas de diseño.
—Cada quien su veneno—. Bulmaro meneó un
poco los hombros. Con un movimiento rápido alzó
uno de los cojines del sillón y sacó dos bolsitas
de plástico. En una estaba el polvo blanco, pseudoheroína lejana a la amapola y muy próxima a
la probeta y el afore de laboratorio, en la otra, las
píldoras marmoleadas en azul, cielo en arcoiris,
colores que salían del centro de la tierra, bellas,
casi luminosas. Juan tomó la heroína y mientras
preparaba el polvo, los líquidos para diluir, el
fuego de la jeringa, Bulmaro puso sobre su lengua dos de aquellos extraños objetos de colores
oblongados.
—Ya me voy, prefiero los espacios abiertos—.
Con la sensación de la pastilla aún en la garganta,
Bulmaro cerró la puerta en el momento en que la
aguja penetraba en la vena hinchada de Juan.
—Nos dejó bien colgados—. Bernardo desconectó
la pantalla de videoteléfono. Estaba encabronado.
Las entradas se habían perdido, seguramente. El
público pagaba por ver sangre, ahora que las peleas
de box estaban prohibidas.
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H. Pascal
—No hay mejor antídoto contra la prohibición que
la ilegalidad. Se gana más. Y puedes proyectarla
por la Nueva Red.
—Sí, siempre y cuando no contrates a un puto—,
le había dicho al senador, antes de colgar. —Un
pinche maricón que no acaba su trabajo.
Prohibidas las corridas de toros, había resucitado
la caza de vacunos con bulldogs, rediseñados genéticamente. Prohibidos los cabaretes, habían renacido los antros subterráneos donde se presenciaban
violaciones reales, en vivo. Prohibido todo, los interdictos sólo hacían resurgir el lado más oscuro de
espectáculos y deportes.
Otra vez el zumbido del videoteléfono. — ¿Y ahora
qué?—, preguntó Bernardo al ver la borrosa cara
del senador reconformándose en la pantalla.
—¡Quién chingados autorizó la transmisión!—,
reclamó un rugido en la bocina. El rostro era un
borrón furibundo.
—¿Cuál transmisión?
—Enlázate al canal alterno de deportes. — Bernardo
accionó el mando remoto de su computadora. La pantalla tridimensional lo llevó por varias ventanas antes
de enlazarse. Sólo alcanzó a ver que Juan escupía a
su oponente y se largaba, dejando a los apostadores,
a Bernardo, incluso a los operadores de la cámara de
video atónitos. Era una grabación en un mal ángulo,
plenamente casera. Pero funcionaba, dejando ver todos
los detalles. La pantalla titubeó, se puso en negro y
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Cuentos
cortos
aparecieron unas letras azules con la hora y el enlace
de la siguiente retransmisión. —Quiero que rastreen
la base de enlaces—, le dijo al senador.
—Claro, como si no lo supieras.
—No lo sé, y quiero saberlo. Al cabrón hacker
que lo hizo lo voy a despellejar vivo.
Lorena miró de reojo a Bulmaro. —Ya déjalo estar.
Si continúas monitoreando el número de entradas
al enlace, nos van a rastrear. El cuarto zumbaba
con la potencia de máquinas recompuestas, clones
de clones, viejísimas pentium interconectadas para
simular nuevas potencias, monitores reprogramados en alteros rectangulares para crear pantallas
gigantes.
—T’á güeno—, dijo Bulmaro, engullendo una de
las pastillas azules con vetas blancas e insinuaciones de listones solares de colores. Tecleó el escape
y pasó a un servidor de Turquía, luego saltó a un
enlace en México, para regresar a Japón y perderse
en la Nipnet de los neohackers japoneses.
—Estuvo chida la pelea—, dijo Lorena, más tranquila.
—Prefiero los espacios abiertos.
—Ya te vas—, dijo ella, sin preguntar, al ver que
Bulmaro se levantaba.
—Ahorita vengo. No me tardo ni dos horas.
Ella vio que sobre una mesa de trabajo se quedaba
la bolsita de plástico con las pastillas. Rara droga
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de diseño que sólo había visto ingerir a Bulmaro.
Sonrió al tiempo que tomaba uno de esos extraños
baloncitos con el pulgar y el índice. Un sabor dulce
y afrutado se disolvió lentamente mientras su lengua acariciaba la pastilla.
—Nadie la puede rastrear—. El senador era un
pendejo o los hackers de mierda unos chingones,
discurrió Bernardo, viendo cómo comenzaba a
hacer agua el negocio. Casi nadie sintonizaba sus
enlaces con nuevas peleas o retransmisiones de las
mejores broncas clásicas.
—Lo peor es que todo el mundo anda mirando
esa pelea, la graba, se la pone en su casa, se retransmite, se vende en microdiscos.— Bernardo
dejó hablando solo al senador. Pensaba. Cuál era
el éxito de esa pelea tan pinche.
—Es que le perdonó la vida— escuchó que decía
el senador.
—No mames—, contestó. Pero pensaba. Calculaba. ¿Estaba de moda el altruismo?
—No me dejes hablando solo—, le reclamó el
senador.
—Habrá que inventar otro negocio—, dijo Bernardo y rompió la transmisión.
Las cámaras habían captado a un greñudo. Tenía
una especie de encendedor en la mano derecha,
que intentaba empecinadamente dirigir hacia los
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Cuentos
cortos
puntos principales de la pelea. –Qué pinche truco
más gastado.
—Pero caímos. Eso es lo que me caga. Un colado
al que nadie conoce nos chinga el negocio— dijo
Bernardo, con voz ronca.
— ¿Y la base de datos de la compañía?— El senador era un hombre de sistemas viejos. Confiaba
en la tradición.
—Nos dan como cien opciones. No mames. Y
puros estúpidos hackers de las cloacas. Puse una
recompensa en los circuitos terciarios de la red,
pero no creo que resulte. —Bernardo pensó un
momento más— Lo único inusual fueron un par de
píldoras. —Mostró al senador la bola de colores. Una
almendra veteada con las rayas del arcoiris. —Estoy
esperando el informe del laboratorio.
—Ya se chingó— dijo el senador. —Si es droga
de diseño lo encontraremos. Todos los laboratorios,
por pinches que sean, le ponen rastreadores a sus
venenos.
Un zumbido en la computadora. Una hoja que
salió por la boca negra de la impresora. Bernardo
frunció el ceño. —Ya lo adivinaba. Son unos putos
caramelos de mierda. Hay millones de puntos de
venta en el mundo.
—No de estos— El senador miraba aquel dulce.
—Mira cómo brilla. Tornasol. Este no es un producto industrial. Es casero, un pinche dulce casero....
Debe ser un cabrón de aquí mismo... Un hacker
local. Un naturista de mierda.
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—Sólo podemos hacer una cosa: redada, una pinche razia a fondo, una incursión de rompemadre,
mi senador...
El senador tomó su celular y, mientras marcaba,
dijo: —Que se chinguen todos parejo. Será una
buena lección.
Los comandos vestidos de gris, armados con fusiles
de asalto de microrráfagas, portando exoesqueletos
negros de fibra de carbono sobre sus uniformes,
sus rostros anónimos y feroces detrás de visores
de plástico blindado, sus cascos con alitas nazis
reflejando los tonos de gris de la violencia.
La entrada a una sucia bodega. Una puerta de
metal estallando. Una mirada fugaz a las nubes de
gases de la explosión. Cuerpos haciéndose añicos,
descuartizados por el fuego y la metralla. Los policías como una jauría de lebreles grises que buscaban sangre. Detrás de ellos, dos hombres maduros,
de traje, cubierto el torso con chalecos atibalas y el
cráneo con cascos redondos como bacinicas.
—Chínguenselos a todos— gritaba Bernardo, opacando las órdenes del senador, que sólo gesticulaba,
señalando desesperadamente hacia los pedazos de
cuerpo que había en el suelo. Las microrráfagas
estallaron sobre lo que parecía un par de hombres
al fondo de la bodega mal iluminada.
Cuando cesaron los zumbidos, se escuchó por fin
la voz del senador —¡Alto el fuego, alto el fuego,
caraja madre!
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Cuentos
cortos
El senador caminó hacia una mano deshecha.
La levantó, agitándola, para que todos la vieran,
para que no hubiese dudas. —Son unos pinches
muñecos...— Uno de los policías señaló hacia el
piso: fragmentos de algo que brillaba a la luz de las
linternas. Vetas de colores, trazos de arcoiris sonriendo. —Estos monos están rellenos de dulces.
—Busquen dispositivos electrónicos— ordenó el
senador.
Bernardo caminó sobre los destrozos artificiales.
Aplastando deliberadamente los caramelos.
—Está de moda el altruismo. Ni un muerto. Sólo
dulces rotos brillando en la penumbra— dijo con rabia
Bernardo, pero el senador no le hizo caso pues ya
regresaba uno de los técnicos sosteniendo un amasijo
de cables delgados y un objeto rectangular. —Cámaras de fibra óptica, conectadas a un cpu y a una
línea pirata de la web. Nos grabaron y transmitieron
la razia. No sé si haya más cámaras y transmisores.
—No mames— dijo Bernardo.
—Sí, imbécil. Parece que están de moda los pendejos—, contestó el senador al tiempo que se cubría
la mirada de furia con sus lentes oscuros. Miró
hacia uno de los policías para hacerle un gesto y
salió de la bodega mientras se escuchaba gritar a
Bernardo: —¡No mames! ¿Y a mí por qué?
Entre el zumbido de las microrráfagas, se alcanzó
a distinguir la voz del policía que disparaba: —Por
feo, hijo de tu pinche madre.
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La última cámara había captado la sangre de Bernardo en el aire, la lentitud de esa lluvia roja que
caía, cubriendo los pedazos de colores, los fragmentos de caramelo sólido. Y luego la mano del técnico
arrancándola del techo de la bodega.
—Ya, Bulmaro, deja de checar las entradas. Sabemos que son un chingo y sólo vas a lograr que
nos rastreen.
Bulmaro miró a Lorena. Paladeaba al hablar. Descubrió, entre sus labios medio abiertos, un arrullo
de saliva sobre el que nadaba una perla oblongada,
colores, franjas de dulce luz. —T’á güeno—, dijo, y
se salió del enlace.
—Oye, te andaba buscando Juan. Se oía levemente encabronado—. La miel en la voz de ella, la luz
de los colores a través de sus labios.
—Sí. Le cambié el polvo por azúcar glas. Seguro
trae un pasón de glucosa que no se la acaba. Ha
de estar bastante hiperactivo el wuey. — Lorena lo
miró sin entender, pero no importaba, se dijo él.
Vieron en la pantalla compuesta de decenas de
monitores la repetición de las escenas de los muñecos rotos, sus tripas de dulce saltando por el aire.
—¿Está de moda la misericordia, el altruismo?—,
preguntó ella.
—Está de moda la resistencia. Siempre lo ha estado, y lo estará mientras haya pendejos con poder,
sicóticos con iniciativa, cerdos con ambición de
chingarse a los demás...
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Cuentos
cortos
—Uy, qué contundente y militante. Pero se nos
escapó el senador. —Ella sonreía.
—Sí, pero también hay cámaras en Singapur—,
dijo Bulmaro y sacó la bolsita con dulces. A la luz
de la microrráfagas de la pantalla se veían como
pedazos de estrellas. —¿Quieres una pastillita,
reina?
—Mejor te convido de la mía—, contestó ella y
unió su boca a la de Bulmaro.
Él sintió que antes de besarlo le mordía los labios.
Luego el caramelo pasó a su lengua. Cerró los ojos
mientras se escuchaba, de nuevo, el sonido de la
explosión en la puerta de la bodega.
Y pensó que le gustaban los espacios abiertos,
pero más la dulce lengua de Lorena.
Texto inédito.
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H. Pascal
(Ciudad de México, 1958)
Convencido y apostador de manera cabal por la literatura
llamada de género, es el principal impulsor del proyecto
editorial Goliardos que a la fecha lleva ya más de 70 títulos,
lo que representa más de trescientos mil ejemplares publicados, relacionados con la literatura fantástica y la poesía.
Tallerista continuo del Centro Cultural José Martí, fundador del Círculo Cultural H. P. Lovecraft, también del Círculo
Cultural del Circo Volador, organiza cada año junto con sus
alumnos, el Festival de Horror Cósmico y todo lo relacionado con la fantasía, el horror o la ciencia ficción.
Con su proyecto Goliardos ha publicado cerca de veinte
antologías en donde abundan vampiros, darkys, punketas,
skatos y toda la fauna literaria que jamás se tomará la foto
oficial.
H. Pascal, seudónimo tomado del gran matemático y físico, es también autor de novelas como El llanto del verdugo
y varios poemarios entre los cuales destaca –será porque
nos gusta mucho— Como por ejemplo en la madrugada.
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Luisa Josefina Hernández
Las ruinas
(Comedia en un acto)
PERSONAJES:
Lolita
Pepe
Lola
Ramón
Es de noche, la escenografía quedará indicada de
la manera que resulte más cómoda al director y al
escenógrafo. Son unas ruinas indígenas cerca de un
pueblo. Relativamente visibles hay varios letreros:
ESTAS RUINAS SON PROPIEDAD DE LA NACIÓN,
HORAS DE VISITA, DE ONCE DE LA MAÑANA A
CINCO DE LA TARDE, ENTRADA $ 2.50... Escuchamos el ruido de un automóvil que se detiene y
unas portezuelas que se abren y se cierran. Entran
Pepe y Lolita, son muy jóvenes y van bien vestidos,
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Cuentos
cortos
con ropa de viaje. Los vemos acercarse a las ruinas,
con una linterna en la mano.
LOLITA.— (Con un gesto de disgusto) Pepe, aquí
no es el hotel.
PEPE.— (Dulce, quiere darle una sorpresa) Claro
que no, reina. Fíjate bien en lo que es.
Le da la linterna.
LOLITA.— (Después de echar una ojeada) Son unas
casas viejas, aquí no vamos a poder dormir.
PEPE.— (Riendo, muy comprensivo) No, mi amor.
No son unas casas viejas. Pon atención.
LOLITA. — (Un poco impaciente, después de mirar de
nuevo) ¿No? Pues yo en este hotel no quiero quedarme. Tú me dijiste que íbamos a uno muy bonito. (El
ríe, ella ilumina uno de los letreros) ¡Dos cincuenta!
Yo nunca he entrado en un hotel de ese precio. (Ve
el otro letrero, él ríe a carcajadas) Además, parece
que no es hora de entrar. ¿De qué te ríes?
PEPE.— Lolita, son unas ruinas, las más recientemente descubiertas por nuestros arqueólogos. Son
ya famosas. En el Times de la semana pasada...
LOLITA.— (Alarmada) ¡Ruinas! ¿Y vamos a dormir
aquí?
PEPE— No, Lolita, pero las fotos que yo vi estaban tomadas de noche y eran lo más hermoso del
mundo, lo más apropiado para pasear a la luz de
la luna.
LOLITA.— (Muy decepcionada) Pero... (Busca en el
cielo) ¡No hay luna, Pepe! Si apagamos la linterna
no se ve nada.
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Luisa Josefina Hernández
PEPE.— (Contrariado) Debería haberla. Yo consulté
el calendario y estaba seguro...
LOLITA.— Sería el del año pasado.
PEPE.— (Terco) No, era el de este año.
LOLITA.— Sería del mes pasado. (Pepe niega con la
cabeza, segurísimo. Ella decide cambiar de táctica
y le sonríe muy coqueta) Pepe, es que estoy tan
cansada. Con tantas emociones, el matrimonio civil,
temprano, luego el religioso, la gente, los regalos,
las felicitaciones. (Se acerca a él y le acaricia el pelo,
quiere besarlo) Este no es un día como todos.
PEPE.— (Con la cara muy cerca de la de ella) El
calendario era de este mes y de este año.
LOLITA.— Pepe... volveremos mañana. Ahora estoy
tan... tan cansada.
PEPE.— (Sonríe y la abraza, parece que va a besarla cuando...) Mira, ya salió la luna, se ve que
estaba tapada con una nube espesa. (La empuja)
Mira Lolita, mira qué maravilla. (Ha salido una
luna inmensa que ilumina con claridad de media
tarde. Lolita está bastante enojada) Oye, la fotografía no la tomaron de este lado. Vamos para allá,
ese es el lado más bonito. (La empuja) Mira, pero
fíjate. ¡Apaga la linterna que ya no nos sirve para
nada! (Los vemos salir, ella va viendo el suelo y
tropezando, él camina de prisa, más adelante que
ella y muy entusiasmado).
Una pausa, entra el velador, Ramón. Viene armado con un rifle y con un atavío muy parecido al
de los soldados. Un poco detrás de él viene Lola, su
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Cuentos
cortos
novia, una muchacha de pueblo bastante guapa.
LOLA.— No sé qué tanta prisa tenías de regresar
aquí. Luego tengo que volver sola a mi casa y me
da mucho miedo.
RAMÓN.— Usté, Lola, es muy necia. Ya sabe que
me pagan por estar aquí.
LOLA.— Sí, sentado y sin hacer nada.
RAMÓN.— ¿Qué no sabe que aquí viene la gente
a robarse las piedras? Luego me echan la culpa a
mí... hasta me pueden meter a la cárcel.
LOLA.— Mentiras. Lo que quieres es que me vean
volver sola a las doce de la noche y empiecen a
hablar de mí.
RAMÓN.— ¿Para qué había yo de querer que hablen de usted?
LOLA.— Pues para que ya no me enamore nadie.
RAMÓN.— (Con celos, muy evidentes) ¿Y quién
quería usted que la enamorara?
LOLA.— Nadie, pero así todos saben que tú y
yo...
RAMÓN.— ¿Le importa mucho que lo sepan?
LOLA.— No. Pero como todavía no le has dicho a
nadie que te quieres casar conmigo...
RAMÓN.— ¿A quién se lo voy a decir? ¿No le basta
con que se lo diga a usted?
LOLA.— (Tierna) Sí. (Se abrazan y van a besarse
cuando se oye la voz de Pepe).
PEPE.— ¡Lolita! ¡Lolita! ¿Qué sucede? ¡Ven!
Ramón se alarma, levanta el rifle que había dejado
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Luisa Josefina Hernández
a un lado al mismo tiempo que, enfurecido, sacude
a Lola por un brazo.
RAMÓN.— ¡Ahí está uno que la venía siguiendo!
¡Por eso no quería llegar hasta acá! (Lola está demudada, no sabe qué decir) Por eso me estaba
diciendo que si se sabía que era usted mi novia
ya no la iba a querer nadie. (Lola trata de hablar
pero él no la deja) Ahora va a ver los líos en que
se meten las mujeres pérfidas. A ese le voy a dar
un balazo para que se le quiten las ganas de andar
siguiéndome...
LOLA.— Oye, Ramón, pero si a mí...
RAMÓN.— ¡Cállese! ¿Cree que no oí cómo le gritó
por su nombre? Usted quiere que yo sea sordo.
LOLA.— A mí nadie me dice Lolita.
RAMÓN.— A mí tampoco.
PEPE.— (A lo lejos) ¡Lola! ¿Dónde estás? No seas
tonta, mujer.
RAMÓN.— ¿Ya oyó cómo le dice Lola? (Se adelanta, sin soltar el rifle) ¡Esta vez me las paga! (Oímos
unos pasos apresurados y aparece Lolita. Ramón
le pone el rifle enfrente y grita,) ¡Alto!
Lolita se detiene aterrorizada y empieza a sollozar.
Ramón baja el rifle sorprendido y con cierta admiración por la muchacha. Lola mira con envidia, el
vestido, el peinado.
LOLA.— Será una ladrona.
LOLITA.— (Entre lágrimas, pero escandalizada)
¿Yo?
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Cuentos
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RAMÓN.— (A Lola) Déjeme que hable yo.
LOLA.— (Terca) Sí, ha de ser una ladrona.
LOLITA.— Pero, ¿de qué?
RAMÓN.— (Muy suave) Sabe, señorita, que yo soy
el vigilante. Para que no se roben las piedras.
LOLITA.— ¿Las piedras?
LOLA.— No se haga la que no sabe. (Lola te da una
mirada de reproche de Ramón) Tú me dijiste que
las gentes venían aquí a robarse las...
RAMÓN.— Yo no le dije nada. (Lola le da una mirada de indignación).
LOLITA.— (Muy superior) Mire señora, yo tengo
dinero suficiente para comprar todas las piedras
que quiera.
RAMÓN.— (Con un poco de fastidio) Entonces, ¿las
quiere comprar?
LOLITA.— No, claro que no. Yo, ¿para qué las quiero?
LOLA.— (Dándole un codazo) ¿Ya ves?
RAMÓN.— (Contempla a Lolita con placer) Dígame
señorita, ¿qué hacía aquí tan tarde?
Lolita hace un puchero.
LOLA.— Dígaselo porque si no la llevan a la cárcel.
LOLITA.— ¿Por qué?
RAMÓN.— (Sumamente galante) Sabe que... está
prohibido entrar aquí de noche.
LOLITA.— (Con rabia) ¡Me lo imaginaba!
LOLA.— (Violenta) Entonces, ¿para qué entró?
LOLITA.— (Furiosa) ¿Y a usted qué le importa? El
señor es el vigilante, no usted.
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RAMÓN.— Mire señorita, yo...
LOLITA.— Usted me lleva a la cárcel y yo le hablo
por teléfono a mi Papá y ya verá cómo le va. Le
aseguro que le quitan el empleo.
RAMÓN.— (Dudoso) ¿Quién es su papá?
LOLITA.— Un... un señor.
Lola se suelta una carcajada prolongada y burlesca.
Lolita se le echa encima y empieza a sacudiría. Las
dos gritan. Ramón tira el rifle y quiere separarlas.
LOLA.— Ay, ay. Vieja loca...
LOLITA.— Pero ¿quién se ha creído que es usted?
Pero quién...
Pepe aparece caminando despacio y mira con calma la escena. Lolita lo mira y cambia su expresión
de ferocidad por una muy indefensa, suelta a Lola
y corre hacía él sollozando dulcemente.
LOLITA.— Mira mi amor cómo me puso los brazos
esa mujer. Tiene unas manos como tenazas y yo...
no le hice nada.
Lola, mientras tanto, se examina los brazos, con
ira contenida. Ramón observa un tanto asombrado
la reacción de Lolita y acumula un poco de rencor
contra Pepe.
PEPE.— (Muy tranquilo) Dime mi amor, ¿por qué
te portas así? No es bonito atacar a las personas.
Anda, cuéntame, ¿por qué te le echaste encima a
la señorita...?
LOLITA.— (Lívida de rabia al verse descubierta)
¿Yo? ¿Qué estás diciendo?
RAMÓN.— (Muy decidido) Mire señor, está prohibido
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Cuentos
cortos
entrar aquí de noche. Estas ruinas son del gobierno
y... hágame el favor de decirme qué estaban haciendo
aquí.
LOLITA.— (Reivindicándose) Lo que quiere decir
es que nos iban a meter a la cárcel
PEPE.— (Mundano) Puedo explicarlo perfectamente. Se trata de un día muy especial...
LOLITA.— (Todavía en plan de reivindicación) Se
lo explicaré yo. Nos casamos hoy en la mañana y
estamos de luna de miel. Antes de ir al hotel...
PEPE.— (Fulminándola con la mirada) Veníamos
en coche y yo había pensado, antes de ir al hotel,
que a mi esposa le gustaría...
LOLITA.— No es cierto, yo te dije muy claro que a
mí lo que me interesaba...
LOLA.— Mételos a la cárcel, Ramón.
LOLITA.— (Haciendo dengues, enojada con todo el
mundo) Sabe usted que mi esposo había leído en
una revista que descubrieron estas ruinas y antes
de ir a dormir se le ocurrió pasar a verlas, porque
parece que no podía esperar ni un día, yo le dije
muy claro que prefería ir al hotel, pero él insistió
y por eso...
Pepe está en el colmo de la indignación y de la vergüenza, podría ahogar a su mujer. Lola y Ramón
se miran con un poco de burla.
RAMÓN.— ¿Y qué más?
LOLITA.— (Aturdida, no sabe qué ha dicho) Pues
eso, que pensó que a mí me divertiría mucho ver
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las ruinas antes de... (Ante las obvias miradas de
burla de los otros) ¿Verdad Pepe?
PEPE.— (Serio, muerto de coraje) No se trata de
eso. Les aseguro que no es cierto nada de lo que
ella ha dicho.
RAMÓN.— Bueno, señor. Díganos qué estaban
haciendo.
LOLITA.— (Que se ha quedado pensando y empieza a alarmarse) Si eso no es cierto, ¿para qué me
trajiste? Yo dije varias veces que prefería...
PEPE.— (Después de darle una mirada durísima)
Vine por motivos estrictamente personales que sería
inútil explicar.
RAMÓN.— El caso es que está prohibido entrar y
ustedes han cometido un delito.
PEPE.— ¿Desde cuándo es delito ver?
LOLA.— Ver no pero dicen que se andan robando
las piedras.
PEPE.— (Muy mundano, de nuevo) Pueden ustedes
registrarme, no me he llevado nada.
RAMÓN.— (Fastidiado) Oiga señor, ¿qué no sabe
leer? (Señala los letreros)
LOLITA.— (Con el rostro descompuesto) Pepe, ¿para
qué me trajiste?
PEPE.— Sí sé leer, pero con el entusiasmo del
momento...
RAMÓN.— (Levantando el rifle del suelo) Bueno,
ya vámonos a la comisaría.
LOLITA.— (Coqueta, repentinamente). Señor vigilante. Usted no puede hacernos eso. (Recuerda lo que
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Cuentos
cortos
verdaderamente la preocupa) Pepe, ¿para qué...
PEPE.— (Sacando la cartera, de nuevo el hombre
de mundo) ¿Cuánto quiere? (Ramón duda un momento pero Lolita se interpone)
LOLITA.— No le des nada, no seas tonto. Si no se
puede entrar en las ruinas (señalando a Lola) ¿qué
está haciendo esta aquí?
LOLA.— Me llamo Lola.
LOLITA.— Yo también me llamo... Pues sí, si usted
vigilante nos lleva a la comisaría, nosotros lo acusamos de dejar entrar mujeres en las ruinas, para que
luego se lleven las piedras y ustedes digan que es la
gente que pasa.
LOLA.— (Orgullosa) Es que yo soy su novia, ¿verdad, Ramón?
LOLITA.— Peor les va a parecer que traiga aquí a
sus novias para...
RAMÓN.— (Decidido) La señorita no es mi novia.
Apenas si la conozco. Pasaba por aquí cuando...
LOLA.— ¿Qué estás diciendo?
PEPE.— Bueno, bueno, nosotros tenemos que irnos.
LOLITA.— Ahora vas a salir con que tenemos mucha prisa.
LOLA.— (A Ramón) ¿Y si no soy su novia, por qué
se puso celoso cuando este andaba gritando mi
nombre?
RAMÓN.— Qué celoso ni qué nada, si yo creía que
esta señorita andaba sola. (Con mucha prisa) Mire
señor, son cincuenta pesos.
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Luisa Josefina Hernández
PEPE.— (Busca en su cartera y saca el billete) Eso
es hablar.
LOLITA.— (Se interpone) Mi papá me ha dicho que
eso es una inmoralidad. (Adelantándose) Por mí,
podemos ir inmediatamente a la comisaría, ándele,
llévenos.
LOLA.— Lléveselos, que al fin a usted no le importa
nada... (Furiosa) Ya me voy y luego no me ande
buscando porque...
PEPE.— (Rápido, haciendo a un lado a su mujer)
Tome los cincuenta pesos y basta. (Se los pone en
la mano).
RAMÓN.— (A Lola que se aleja) ¡Venga acá! No
se haga la ofendida porque si no me la llevo a la
comisaría a usted.
LOLA.— (Regresando) ¡Lléveme si puede! (Se le
para enfrente con los puños sobre la cintura).
RAMÓN.— (Ligeramente contrito) Oiga, Lolita...
LOLA.—No me diga Lolita, Lolita es aquella.
LOLITA.— (Rápido) A mí me dicen Dolores.
PEPE.— (Impaciente) Dije que bastaba. (Agarrándola de un brazo con cierta violencia) ¿No tenías tantas ganas de irte. Pues vámonos (Ella se aparta).
RAMÓN.— Yo creía que no quería que nadie supiera que era mi novia, por eso...
LOLA.— ¡Convenenciero! ¡Sinvergüenza! (Se va
acercando a Lolita).
PEPE.— (Fuera de sí) ¡Vámonos, vámonos a dormir!
RAMÓN— La convenenciera es usted.
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LOLITA.— (A los dos) Son unos groseros. Yo no
me voy.
PEPE.— ¿Qué?
LOLA.— Por eso siempre me está hablando de usted,
para que nadie lo sepa, porque ha de tener otra.
LOLITA.— Eso es, ¡Los dos han de tener otra!
PEPE.— ¿Qué estás diciendo?
LOLITA.— Que de aquí no me muevo. (A Lola, buscando protección) ¿Verdad que usted tampoco?
RAMÓN.— (A Lola) Usted dijo que ya se iba.
LOLA.— ¿Quiere que me vaya?
RAMÓN.— No, no quiero, si no le estoy diciendo
eso, es que usted no entiende.
Pepe y Ramón se observan, es una mirada de profunda comprensión.
RAMÓN.— ¿Qué le parece si las dejamos aquí y nos
vamos a tomar una cerveza? Yo lo invito.
PEPE.— (Dudando ante una mirada desesperada
de su mujer) Oiga… no. (Ramón se encoge de hombros. Pepe, muy dulce, a Lolita) Dime Lolita, ¿por
qué no quieres irte?
LOLITA.— (Haciendo mohines, bajo) No me voy
hasta que me digas para qué me trajiste aquí.
PEPE.— (Con un gesto de asco) ¿Que para qué...?
LOLITA.— Sí, dímelo aquí, delante de todos.
PEPE.— (Se sienta en una piedra, piensa y al fin
se decide) ¿Sabes por qué? ¡Por animal, por estúpido, por ser un soberano idiota! (Ella lo mira más
contenta) ¿Ya?
LOLITA.— ¿Lo dices en serio? (Él mueve la cabeza
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Luisa Josefina Hernández
afirmativamente) Ya. (Se pone en pie y se le acerca)
PEPE.— (Pasándole el brazo por la cintura) ¿Nos
vamos?
LOLITA.— Sí, mi amor. (Se vuelven al mismo tiempo
a los otros).
PEPE.— Buenas noches.
LOLITA.— (Riendo) Muy, muy buenas noches.
Se alejan y los otros los miran sin contestar.
RAMÓN.— Lola.
LOLA.— Ya váyase a tomar su cerveza.
RAMÓN.— ¿Qué quiere que le diga para que se
contente?
LOLA.— (Después de pensar un momento) Quiero
que me diga que usted también es un animal.
RAMÓN.— Que yo...
LOLA.— Sí.
RAMÓN.— (Convencido a medias) Pues... sí... yo
también he de ser un animal. (Lolita se le echa en
los brazos) Lolita...
LOLA.— Dígame Dolores. (Se besan).
FIN
*Tomado del libro Teatro para adolescentes de Emilio
Carballido, México Editores Mexicanos Unidos/SEP, 1985.
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Luisa Josefina Hernández
(Ciudad de México, 1928)
Con incursiones leves en la narrativa, su obra ha sido el
teatro, de hecho es maestra especializada en arte dramático
por la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante muchos años ha sido profesora de arte dramático en el
Instituto Nacional de Bellas Artes.
Entre sus obras puestas en escena se cuentan Agonía, Los
sordomudos, La corona del ángel, Arpas blancas... conejos
dorados, La paz ficticia, El orden de los factores, En una
noche como ésta, Habrá poesía y Las bodas.
Múltiples premios destacaron su calidad como autora
hasta su culminación con el Xavier Villaurrutia en 1982 o
el Nacional de Teatro Juan Ruiz de Alarcón en el 2000 o el
Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Literatura
y Lingüística en el año 2002.
El capitulo inicial de su novela Nostalgia de Troya sobre el
asunto de una mujer pasando la calle tomada por el brazo
por un hombre y todo el debate que eso conlleva hacia el
feminismo —o el machismo- nos sigue inquietando.
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