La Mellada ó La Playa de los Espantos ¿Por qué será que hay personas para adentro y personas para afuera…? Algunos, desde que nacemos, tenemos condicionados nuestros reflejos en mirar por nosotros mismos…, sin embargo, de cuando en vez, se topa uno con alguien que tiene los reflejos cambiados y, en vez de por sí…, tiene la tendencia en mirar primero por los demás. No digo que abunden estos…, pero haberlos haylos. Es posible que la cosa sea cuestión del gen del egoísmo…, o incluso del de la bondad o tal vez, puestos a puestar, sea cosa de experiencias previas, quiero decir, de vidas anteriores…, de mochilas que traemos de otra dimensión anterior…, de donde venimos con la condición ya medio determinada. Lo cierto es que, cualquiera de nosotros, si se encuentra en la arena de la playa una cadena de oro…, se llena de alegría ante el hallazgo y, de momento, pasa a preguntarse qué valor tendrá lo hallado…, para dimensionar el montante con el que la diosa fortuna le ha favorecido. Sin embargo, cuando Luicito, delante de mis narices, le dio con el dedo así a un algo que brillaba en la arena…, y acto seguido empezó a tirar del extremo de una preciosa cadena de oro, que salía, como por arte de magia, de la blanca arena, él, exclamó…, ¡ vaya disgusto que se habrá llevado la criatura que haya perdido ésta cadena…!, seguro que fue un regalo de alguien que bien le quería, continuó mientras escudriñaba la medalla que salió de la arena tras el resto de cadena y enganchada a ella. ¿Lo ves…?, dijo leyendo en el reverso, “De tu madre que nunca te olvida” y hay una fecha…, ¡coño…! 7 de julio de 1906…, sí que es antigua la mellada…, dijo asombrado. Vaya coincidencia, le espeté yo, justo hoy hace cien años de esa dedicatoria…, ¡ cojone…! exclamó Luicito poniéndose blanco de superstición y miedo…, tienes razón picha…, balbuceó, justo hoy hace cien años de esta mellada…, y esto tiene que significar algo… La medalla estaba muy gastada, como de haber rodado mucho tiempo por las arenas del mar; en el anverso, por extraño que pareciera, no traía la imagen de ningún santo ni ninguna virgen…, traía un ancla y un timón, entrelazados, y una sola palabra bajo ambos…, “sígueme”. Eso es de un ahogado, le dije con mala leche para provocarle yuyu…, que se ha soltado de la calavera y las corrientes y las olas la han echado a tierra. Al oírme, Luicito soltó la cadena como si le hubiera dado un calambrazo…, mas, cuando yo fui a echarle mano, me agarró con su manaza de labrador y, pasado el efecto del yuyu, me dijo, quieto ahí picha…, que me la he encontrado yo. Y, después del susto, Luicito nuevamente cogió un extremo de la cadena y comenzó a tirar de ella, recuperándola otra vez de la arena, donde se encontraba medio enterrada. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando pudimos comprobar que, como el fuego de San Telmo en los mástiles de los barcos, una especie de fuego fatuo, extraña fosforescencia, se había adherido a la cadena…, haciéndose más intensa en torno a la medalla, cuando esta emergió de las arenas. Y, a partir de este momento, como que se nos cambiaron los papeles…, Luicito, suelta eso que me está dando muy mala espina, le dije yo francamente asustado. Sin embargo él, relajado, y hasta divertido con el asunto, no sólo no la soltó sino que verificó que el cierre funcionaba y, ni corto ni perezoso, se la colgó del cuello. Y el fosforito no sólo no se apagaba sino que se puso más intenso, nada más tomar contacto con su piel. El día era un magnífico día de playa, los vientos se estaban relevando…, era ese momento en el que se para el poniente y, por debajo de la puerta, comienza a colarse el levante…, aún no aprieta, pero ya empieza a hacer calor y se apetece mucho el baño. Por eso, creo, no me extrañó que Luicito se levantara y, sin mediar palabra, se fuera para el agua…, aunque bien es cierto que llevaba una extraña expresión en el rostro que en aquel momento no supe explicarme. Pues…, cómo te diría yo esto…, verás…, la cuestión es que…, la verdad, nadie nos lo esperábamos…, pero el pobre Luicito…, pues eso…, que no regresó jamás… Ahora lo entiendo, pero entonces no lo entendí…, debí acarajotarme de algún modo, porque lo cierto es que su actitud no era la de alguien que entra en el agua para bañarse…, más bien era la de Alfonsina que entró en el mar para pasar a formar parte de él, pero, ya te digo…, en aquel momento, no me di cuenta. Sólo al ver que se sumergía sin hacer nada por nadar, sino que continuaba caminando por el fondo, fue cuando me percaté de que aquello no era corriente…, me levanté y, cuando eché a correr hacia él ya apenas se le veía la calva entre ola y ola. No obstante, no me detuve..., corrí hacia el agua dispuesto a sacarlo, de las orejas si era preciso…, pero a sacarlo como fuera. Al entrar precipitadamente en el agua, ésta, como queriendo detenerme, me dio un olazo…, - sí hombre, un golpe de ola- en mis partes que me hizo rugir de dolor y provocó que me entrara una risa estúpida y nerviosa. Dios, qué momento más inoportuno para quejarse de un dolor de huevos…, pero es que era intensísimo. Me sobrepuse como pude y corrí hacia donde había visto su calva por última vez…, otra ola, salida de la nada, me hizo tragar agua…, aunque parezca una tontería, estuve a punto de ahogarme, pues perdí pie y, entre tos y tos, casi respiro agua. Nuevamente recuperé el control, nadé mar adentro y cuando llegué al sitio, me sumergí. Naturalmente no llevaba gafas de buceo, así es que lo veía todo turbio…, no obstante, como a unos diez pasos distinguí un destello azul que podía ser el bañador de Luicito. Salí a la superficie y nadé en dirección al azul…, cuando creí estar sobre él, respiré profundo varias veces, tomé aire y nuevamente me sumergí… Verdaderamente que no sé por qué te cuento esto…, al final pasará lo de siempre…, que tú, al igual que los demás…, pensarás que todo es un rollo, que es producto de mi fantasía o que, ése día, yo había cogido una insolación. Y la verdad es que, algo de sol sí que cogí…, pero lo que yo vi debajo del agua…, te aseguro que eso lo vieron estos dos ojos que se han de comer la tierra. Cierto es que estaba borroso, porque ya te he dicho que no llevaba máscara de buceo, pero, al sumergirme por segunda vez, Luicito estaba como a quince pasos de mí…, seguía caminando por el fondo del mar como lo hubiera hecho por la arena de la playa…, sus movimientos eran como los de la cámara lenta del cine…, la cadena brillaba deslumbrante alrededor de su cuello…, yo no le veía el rostro pues él caminaba mar adentro, pero, aún así, yo sé que se estaba sonriendo, pues…, y aquí viene lo más grande, le salían al paso varias figuras humanas, vestidas de militar o marineros antiguos, caminando también por el fondo y alborozados por el encuentro que iba a producirse…, la escena era como si se reencontraran los miembros de un clan o de una pandilla de piratas. Cuando estuvieron a la misma altura, se abrazaron, y se pusieron a dar saltos, blandiendo sus mohosos sables y pistolones, levantando la arena del fondo y, después, todos cogidos del hombro, como los chavales antiguamente, continuaron la marcha, todos unidos, hacia lo más profundo del mar. Llegados a éste punto el rizo se riza…, sé que no te vas a creer lo que sigue, como posiblemente no te creas lo que antecede…, pero, realmente, éso no me preocupa demasiado…, de todas formas te lo voy a contar. Yo ya sé que debajo del agua apenas se oyen los sonidos y, por supuesto, no se entienden las palabras…, pero te aseguro que yo, escuchar…, escuchuve. Pues, el que pareciera el jefe de aquella banda, se dio la vuelta, regresó sobre sus pasos y se me encaró diciéndome: Somos la tripulación del San Juan Nepomuceno…, el barco de Churruca, pensé yo, y él, como leyéndome el pensamiento, me corrigió…, el navío de 74 cañones al mando del brigadier Cosme Damián Churruca…, y, como quién aprovecha para dar una lección largo tiempo sabida y nunca expresada, continuó…, construido en los astilleros de Guarnizo (Santander) en 1765, perdido en Trafalgar en 1805, de 173 pies de quilla, 51’4 de manga, 196 de eslora, 25’5 de puntal, 1630 toneladas de desplazamiento, con 24’5 pies de calado a popa y 22’5 a proa. Con 28 cañones de a 24, 30 de a 18, 16 de a 8 y 4 pedreros de a 4…, con una dotación de 623 héroes…, al mando del heroico brigadier Churruca…, se quedó parado, con la satisfacción de haber largado el rollo durante tanto tiempo retenido…, le dio como un hipo y terminó…, la obra viva la tenía forrada con planchas de cobre… Yo sabía que el brigadier, en la batalla de Trafalgar, siendo su buque atacado por cuatro barcos ingleses simultáneamente, había mandado clavar la bandera de combate en el palo mayor del San Juan…, dando a entender a los ingleses que no habría mortal que les hiciera arriarla y rendirse. Así fue…, me dijo el fantasma que parecía estar conmigo en mis pensamientos…, acribillado nuestro buque y muerto nuestro brigadier en combate…, el enemigo tomó posesión de nuestro buque, lo transportó a Gibraltar y allí lo tuvieron, muchos años, como símbolo del poderío marítimo inglés y del valor de que somos capaces algunos españoles. En la puerta del camarote del brigadier grabaron su nombre con letras de oro, y a cuanto visitante penetraba en él, le hacían descubrirse, en señal de respeto por el valeroso vencido. Ciertamente, pensé yo, los ingleses aún conservan el Victory del almirante Nelson…, vosotros, siguió él mi discurrir, no conserváis nada del San Juan, ni de nosotros…, ni de nuestro brigadier…, ¿tan sobrada de gloria está vuestra Armada…? Unos años después de lo nuestro, continuó, las Cortes democráticas constituidas en Cádiz, acordaron que siempre, ¿me oyes…? ¡ siempre… !, un buque de la Armada española llevaría el nombre de nuestro brigadier…, ¿tan escasos estáis de memoria…? Había un buque Churruca, pensé yo, creo que un dragaminas…, no, pelo blanco, no…, era un destructor y se desguazó en el año 1963…, desde entonces está esta playa maldita…, y lo estará hasta que pongáis la memoria del brigadier donde le corresponde… Su esquelético cuerpo adoptó la posición “en su lugar, descanso”…, había cumplido. Después le entró otro hipo, levantó el gesto, altivo, me miró con gran desprecio…, me hizo un corte de manga, se volteó y continuó la marcha detrás de sus camaradas…, levantando la arena del fondo…, cantando canciones obscenas…, cogidos de los brazos sobre los hombros…, como chiquillos malos… Cuando llegué a la superficie, al límite de mi resistencia y de respirar agua, inspiré todo el aire del mundo, hasta saciarme los pulmones y, acto seguido, naduve y naduve hacia la orilla. Allí, todos se habían alertado, los todoterrenos de la cruz roja, las lanchas salvavidas, voces, griterío, curiosos como moscas que acudían, dejando sus juegos o baños, para enterarse de lo que pasaba. Los hombres rana se dirigieron hacia donde les indiqué que había visto por última vez a Luicito…, me pusieron en una camilla, aún en bañador y mojado…, todo era un gran barullo alrededor…, pero, en medio de aquel torbellino de luces amarillas rafagadas, ambulancias, sirenas, órdenes y aspavientos, yo distinguí perfectamente las palabras que pronunció un viejo cuando mi camilla pasaba por su lado…, “… otro que se llevan los de Trafalgar…, cuándo acabará esa maldita guerra…” Moraleja: Si te encuentras en la arena una cadena de la que pende una medalla con la fecha de ése mismo día, de hace cien años, en cuyo reverso, un ancla y un timón te dicen: ”sígueme”…, arrójala lo más lejos que puedas de ti…, antes de que se le encienda el fuego de San Telmo…, porque a partir de ése momento, ya no tendrás salvación…, habrás mordido el anzuelo con el que, los de Trafalgar, pescan en tierra. Moraleja 2: Mejor sería honrar a nuestros héroes…, ¿no…? Playa de La Barrosa seis de julio de 2006