Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? ¿UNA SOCIEDAD DEPRESIVA?1 Introducción ¿Puede una sociedad ser depresiva? Esta es la pregunta que se ha puesto como título provocativo a mi conferencia. ¿Puede la sociedad deprimirse como lo haría una persona que duda de sí misma, pierde el gusto por la realidad, se siente asténica y melancólica? La respuesta se impone por sí sola: son las personas quienes se deprimen y no las sociedades, las cuales son un reflejo de sus miembros. La sociedad, entonces, no es depresiva, sino las personas que, en contacto con ella, se deprimen cuando no logran canalizar su energía psíquica hacia la realidad. En cambio, sabemos, desde la psiquiatría social, que la sociedad produce patologías sociales que, a su vez, repercuten sobre las personas según la situación de cada cual. El individualismo, el desempleo, el divorcio, la inseguridad, la ausencia de una verdadera educación, la carencia de transmisión del saber, de la cultura, de la moral y la vida de fe, y la inobservancia de las normas objetivas en ara del relativismo ético, no hacen más que debilitar las personalidades por falta de raíces y estabilidad existencial. De esa forma la sociedad puede agigantar los trastornos depresivos. Examinaremos a continuación los siguientes tópicos: 1. 2. 3. 4. 5. La soledad depresiva: entre enfermedad y problemas existenciales Un mundo sin límites Un sentimiento de impotencia Una implosión psíquica La angustia de vivir 1. La soledad depresiva: entre enfermedad y problemas existenciales El aumento de los estados depresivos en el mundo contemporáneo se ha convertido en algo preocupante. Pero, antes de describir la relación entre los dos, es preciso definir qué se quiere decir cuando se habla de depresión. En efecto, para diagnosticar, en sentido médico, la presencia de una depresión, debe haber una duración y una intensidad que manifiesta síntomas verificables: sufrimiento moral, duda acerca de sí mismo, rechazo de la vida, actividades mentales entorpecidas, pensamientos repetitivos y tristes, disgusto por la comida, alteración del sueño, cansancio físico, aislamiento relacional, ideas negativas, ansiedad constante, llanto, incapacidad para trabajar y asumir la vida familiar. Cuando la persona se encuentra en estas condiciones es importante que acepte curarse. El recurso a los antidepresivos u otros tratamientos, (como la psicoterapia cuando es especialmente aconsejada) pueden ser medios valiosos para recupera la salud. En cambio, no se 1 http://www.healthpastoral.org/eventes/18conference/anatrella_01.htm 1 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? puede atribuir la curación a la simple asunción de medicamentos. Hay también en muchos casos, como lo atestigua la experiencia de personas deprimidas y la literatura, una fuerza interior que lleva al sujeto a desprenderse de aquel clima deletéreo en que se encuentra. Por estas razones es necesario distinguir entre diferentes tipos de depresión. La depresión endógena está relacionada según se supone ─aunque sin tener todas las evidencias─, con el equilibrio de la biología cerebral que puede condicionar el aparecer de los estados melancólicos. Las neurosis de angustia y los trastornos bipolares del humor, que antes se llamaban psicosis maníaco-depresivas, se encuentran a menudo a lo largo de varias generaciones de la misma familia. De todos modos, queda por verse cuál es la incidencia que tiene la parte biológica, el proceso de identificación, la capacidad de resistir las frustraciones y los fracasos de la vida, y el medio ambiente. La cuestión permanece abierta ya que no se ha podido demostrar la existencia de un preciso fallo genético que ocasiona los trastornos del humor. Se trata sin duda de una relación sutil y la cuestión es compleja. En efecto, observamos que en ciertos casos, unas personas luchan más que otras para salir de su problema depresivo. Esto nos demuestra que el ser humano no está sistemáticamente supeditado a sus determinismos. La depresión puede también ser de tipo reactivo. Puede surgir como consecuencia de problemas cuales: mudanzas, pérdida del empleo, fracasos, crisis conyugales, fallecimientos, divorcio, paso a otra edad de la vida, etc. Se trata a menudo de un suceso doloroso de la vida, pasajero, y que puede ser superado. La gente tiende a “medicalizar” los distintos problemas de la existencia en lugar de aceptar que cada cual puede vivir acontecimientos tristes y difíciles sin padecer por ello una depresión patológica. Hay también otra forma de depresión, más sutil, que es con frecuencia expresión de una crisis existencial y que se manifiesta a veces en la adolescencia, entrando en la crisis de la mitad de la vida, al empezar la vejez. La vida se presenta sin una finalidad y un significado; aparece un sentimiento de impotencia. La persona se siente perdida y no sabe cómo asumir su existencia. Está triste y sin gusto por la vida. Esta depresión existencial parece manifestarse, como ha sucedido en otros períodos de la historia, a través de la dificultad para dar un sentido a la vida. La melancolía y los estados depresivos, en el sentido médico que le damos en la actualidad, siempre han existido y ponen de manifiesto unas alteraciones de la biología cerebral y del psiquismo. La crisis existencial que provoca “el mal de vivir” es inherente a la condición humana y es el resultado de una seria de cuestiones a las que la persona está llamada a dar una respuesta, con el apoyo de la sociedad y también de la Iglesia. 2. Un mundo sin límites 2 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? Hoy día, la persona se encuentra dejada cada vez más sola consigo misma, en una sociedad que le hace creer que puede decidir únicamente en nombre de su experiencia, de sus exigencias subjetivas y de los intereses del momento. De esa forma el niño se hace maestro de su propia educación, en detrimento de la necesaria transmisión del saber. Todo adulto asume el papel de dictaminar acerca de la vida y la muerte, con el poder de decidir sobre el aborto, el suicidio o la eutanasia, al margen del derecho natural, es decir, de los valores universales y del bien común de la humanidad. Se trata a menudo de respuestas de muerte ante situaciones difíciles, en momentos dramáticas, de la existencia humana. Nos encontramos ante un vuelco de los valores cuando se lucha, y con justa razón, contra la pena de muerte, y por otro lado se reivindica la facultad de matar a un niño en gestación, a un enfermo, en el nombre del “derecho de morir con dignidad”. Esta reivindicación de la muerte provoca efectos colaterales sobre la sociedad que llega a desvalorizar la vida en la psicología de sus miembros, especialmente de los más jóvenes. El actual universo cultural nos quiere dar a entender que todo nos es posible, que vivimos en un mundo sin límites y que cada cual puede decidir según sus deseos. Esto trae como consecuencia la de magnificar el individualismo, pero también el riesgo de provocar una parálisis de los deseos ante tal omnipotencia. El contexto sociocultural favorece el “mal de vivir” y la depresión existencial, como ya lo había indicado en mi libro Non à la société dépressive2. Yo demostraba ahí como el ambiente, desde el momento en que no se propone ya como soporte, deja que la persona se convierta en su propio punto de referencia. De esa forma la sociedad exalta el individualismo, es decir, el sujeto que se hace su propio proyecto personal (que tiene su aspecto positivo) y que fija sus propias normas (lo cual plantea muchos problemas). Sin embargo, cuando la persona no logra realizarse dentro de este modelo individualista, corre el riesgo de devaluarse, experimentando un sentido de fracaso. La libertad individual, la seducción de las relaciones sociales, el deseo de presentar una buena imagen de sí mismo, la identificación con la juventud y el rechazo del mínimo signo de envejecimiento, se han transformado en las nuevas normas. Estas obligaciones son mucho más apremiantes que las mismas normas sociales y los valores morales que inspiraban los comportamientos y permitían a cada cual crear su propio estilo en el momento de socializarse. La sociedad consumista desvirtúa asimismo el sentido de la felicidad haciendo creer que se encuentra en el consumo, la posesión de bienes y la satisfacción inmediata. Favorece una confusión entre la felicidad y el bienestar, que no son, obviamente, lo mismo. Las políticas, las campañas publicitarias y las trasmisiones televisivas prometen una felicidad que se encuentra en la pronta satisfacción de los deseos. La felicidad no es simplemente un deseo, sino una deber. Es preciso ser felices, dinámicos y realizados: son éstos los criterios de selección de las carreras profesionales. Aquel que no logra alcanzar este estatus es marginado de la vida social. Se enoja, entonces, consigo mismo, se devalúa y piensa que no está a la altura de lo que se le pide. La sociedad tiende así a reemplazar la culpabilidad psíquica y la noción de pecado, con el desprecio de uno mismo. Para mantener un ambiente eufórico se llega a crear nuevas fiestas comerciales cuando en realidad están vacías de sentido y de un ritual estructurante. Estas fiestas no celebran nada de la historia de la sociedad y Publicado en Francia por la editorial Flammarion en 1993. En español: Contra la sociedad depresiva, Sal Terrae, Santander, 1994. 2 3 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? tampoco contribuyen a construir una vínculo social ya que los participantes se reúnen puntualmente para autocelebrarse, so pretexto de un evento artificial en las ciudades urbanas (la fiesta de la música, la fiesta de la ciencia, la fiesta del patrimonio público o la fiesta macabra de Halloween que cultiva los miedos más imaginarios y que provoca regresiones enfermizas, etc.). Mientras tanto se ignoran las fiestas del calendario, tanto religiosas como civiles, como si tuviéramos que olvidar nuestra historia y el aporte del cristianismo para nuestras sociedades. De esa forma la sociedad se mantiene en una relación depresiva con aquello que la constituye dado que siente vergüenza de sus orígenes. En un mundo sin límites que enturbia sus propios puntos de referencias y que, si bien no los niega, se rehúsa a inspirarse en ellos, la angustia y los estados depresivos no están lejos de ir en aumento. Las producciones televisivas y cinematográficas, las novelas, pero también la mayor parte de los videojuegos para niños y adolescentes, están cargadas de imágenes regresivas, enfermizas, criminales y catastróficas. El imaginario individual está embebido de estos modelos que acaban influyendo sobre las personas y los vínculos sociales. Ya no se trata de tener una esperanza, un compromiso para construir un mundo mejor, de saber perdonar y de seguir progresando, sino de ir hacia un porvenir de pesadillas. El mundo occidental ha dejado de ser guiado por las filosofías del iluminismo que prometían el progreso y la felicidad del hombre liberado de la naturaleza y de Dios. Desvinculado de estas ideas que han fracasado, el hombre vuelve a encontrar sus angustias existenciales por desconocer el sentido de su destino. Los temas actuales tienen como centro el miedo cuando nos hablan de un mundo donde hay que desconfiar de todo. La cultura contemporánea no ha sabido reflexionar sobre el sentido de la angustia, de la culpabilidad, del sufrimiento y del mal inherente a la condición humana. Este malestar social lleva a las personas a quejarse de la vida y de los demás procurando “legislar” su existencia. Sea como sea, hay que buscar a un culpable, juzgarlo, condenarlo y transformarlo en chivo expiatorio. Jesucristo nos ha liberado de esta visión primaria de la falta y de la culpabilidad. Si el porvenir siempre ha sido incierto para el hombre, ahora se ha vuelto inquietante, acompañado por la sensación de que se le escapa de las manos el dominio de la realidad terrenal y de que eso traerá consecuencias nefastas para las próximas generaciones. Envueltos en una total inmadurez histórica, hemos así perdido el sentido de la preservación de la vida para las futuras generaciones. Por esa razón trabajamos y producimos sólo para la generación presente, procurando aprovechar todo lo que se pueda. Todavía hace unos años se construían escuelas y universidades para que permanecieran a lo largo del tiempo y atestiguaran la importancia de la transmisión de ideas. Las actuales construcciones, pasados los diez años, se deterioran y dan muestra de la escasa estima que se tiene por la educación y por las nuevas generaciones. La sociedad se ha vuelto narcisista y, por lo tanto, es fuente de depresión existencial porque las personas, que se toman a sí mismas como centro y punto de referencia de todo, se devalúan con mayor facilidad. En una sociedad que a su vez es menos significativa, más laxista y permisiva, las personalidades depresivas se reprochan el no poderse conceder la libertad de ser diferentes. Se convierte la depresión en una falta, cuando en realidad es sólo una debilidad humana de aquellos que, no hace mucho, podían ser ayudados dentro de un medio ambiente más estructurado y rico en relaciones socializadas. 4 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? La proclamación de la muerte de Dios y el rechazo de los valores trascendentes, dejan al hombre solo consigo mismo. Y esto no es precisamente una buena nueva. La cultura actual que toma como blanco al individuo para hacerle creer que se dirige únicamente a él, intenta borrar, en nombre de la laicidad, cualquier dimensión trascendente y espiritual dentro de la vida social. Los tópicos se centran principalmente en intereses inmediatos, y a veces dramatizan las acciones comunes de la vida, como puede ser la educación de los niños y adolescentes ante la cual los adultos se sienten perdidos. Los medios de comunicación alimentan el individualismo cuando ejercen presiones sobre los legisladores, queriendo convertir un caso personal y aislado en un problema social, como se hizo recientemente en Francia con la eutanasia de una joven mujer, reivindicada por su madre. De esa forma la sociedad pierde el sentido de los valores universales que construyen a las personas y les permiten vivir juntas. Es como si viviéramos en un mundo sin ley, donde cada cual procura justificar sus conductas narcisistas pidiendo a los legisladores emanar leyes que legitimen las exigencias subjetivas e intereses particulares. Las personas viven así en la confusión y fragmentación. Han explotado porque les falta confianza en sí mismas y les cuesta aceptarlo. Manifiestan una necesidad de ser reconocidas que no quiere ya anclarse en los valores comunes, sino en el deseo constante de afirmarse ante los demás, cueste lo que cueste. Una tal situación provoca trastornos psíquicos ya que plantea la postura a tomarse ante la vida. Lo que acaba predominando es la duda acerca de sí mismo y el sentimiento de sentirse privado de recursos interiores. En una sociedad que sugiere vivir diferentes vidas al mismo tiempo, se vuelve difícil, para muchas personas, encontrar una estabilidad y comprometerse en algo. 3. Un sentimiento de impotencia Las personalidades actuales, enfermas de subjetivismo, corren el riesgo de vivir en un universo idealista y desencarnado, con un sentido de impotencia ante la difícil realidad de la vida. Ciertas personas pueden tener la sensación de experimentar sufrimientos y dificultades inusuales en la historia, cuando en realidad han sido propias de la condición humana. Es por esta razón que es más importante responder a la cuestión acerca del sentido que dar a la propia existencia, que llorar sobre la vida o tratar de huir de ella. Según la mentalidad contemporánea vivimos en una lógica de impotencia. El hombre actual tiende a presentarse como una víctima de la vida, de la sociedad y de la educación y se condena a sí mismo a no hacerse cargo de ellas. Vive también como un enfermo y se confía totalmente a la medicina, la cual debería encontrar el remedio a todos los problemas existenciales, cuando en realidad sólo puede curar enfermedades. Una ética de la angustia multiplica ciertas intervenciones sociales que intentan compensar lo que las personas no logran dominar y organizar en su interior. El ejemplo más indicativo es la activación de centros de emergencias psicológicas que pretenden solucionar accidentes o dramas personales, cuando en realidad las personas involucradas necesitan otras cosas, como por ejemplo: encontrar rápidamente una casa después de unas inundaciones. Este fenómeno atestigua la invasión de la sociedad que trata así de hacerse cargo de la vida subjetiva de las personas y de alistarlas en los seguros sociales. 5 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? El incremento de los suicidios (en los jóvenes y las personas ancianas), el aumento de las transgresiones a través del asalto a las personas, el deterioro y la destrucción de los lugares públicos, de los bienes y objetos para procurarse la impresión de existir erotizando la existencia, los discursos cínicos y asociales que circulan en los medios de comunicación dirigidos a los jóvenes, exaltando el carácter primario e impulsivo de las conductas, demuestran que no se sabe lo que hace la ley para asegurar el orden social. Y, finalmente, las separaciones golpean con una amplitud extraordinaria el universo conyugal y familiar. El divorcio, que aumenta constantemente, hace más débiles a las personas y favorece una alteración de la vida afectiva que no constituye ya un lugar de confianza y seguridad, tanto para los adultos como para los niños. En estas condiciones, muchos jóvenes no son estimulados para que trabajen en la unificación de su vida pulsional dado que la relación con el otro no aparece siempre como gratificante. Unos adultos no saben cómo tratar sus dificultades afectivas, los problemas de comunicación familiar, las etapas de la vida de una pareja, sino es rompiendo la relación ante la mínima dificultad. Hemos así entrado en una sociedad de la ruptura y de la separación. Basta un conflicto o un malentendido en la pareja para que cada uno piense que el otro ya no lo quiere y, por lo tanto, se separan. El divorcio, hecho cada vez más fácil por las leyes (que querían, sin embargo, limitarlo) se ha convertido de hecho en un recurso común. La ley, que crea la realidad social, ha acarreado en estos últimos años una justificación constante de este fenómeno que debilita a las personas y a la sociedad. Esta ruptura se ha vuelto un modelo para los jóvenes que ven a los adultos resolver sus problemas a través de la separación. Los jóvenes llegan a dudar de ellos mismos, a devaluar el compromiso y la estabilidad relacional, cuando en realidad aspirar a ello. La misma sociedad desvaloriza el compromiso y la estabilidad en el momento en que legitima las parejas de hecho, que no tienen el mismo valor que la pareja formada y comprometida en el matrimonio entre hombre y mujer. La sociedad crea las condiciones depresivas porque desestabiliza a las personas, las cuales no tienen ya confianza en sí mismas. Y podemos preguntarnos si ellas saben por qué viven, trabajan y se aman. 4. Una implosión psíquica Cuando la sociedad no tiene suficientemente en cuenta los valores de la vida, crea en las personas incertidumbre y miedo. Éstas se vuelcan sobre sí mismas con la esperanza de hallar dentro de su propia interioridad psíquica aquello que la sociedad no les proporciona. Este repliegue sobre sí es, sin lugar a dudas, el reflejo de este despojo que la filosofía individualista ha sacado del liberalismo. De esa manera la persona es reenviada a su subjetividad y, al no encontrar ahí lo que busca, corre el riesgo de perder la propia unidad en el momento en que canaliza su búsqueda sobre aspectos parciales de sí misma. En efecto, vivimos en una sociedad dividida que propone puntos de referencias de los más contradictorios y que favorece, por otro lado, el surgir de personalidades fragmentadas y que tienen una fuerte dificultad para encontrar una unidad psicológica y moral. A falta de recursos culturales, morales y religiosos, las personalidades contemporáneas se vacían interiormente. Los niños y adolescentes viven a flor de piel, son excitables y presentan serias dificultades para concentrarse. Se quedan a menudo en una psicología sensorial y batallan para acceder a una psicología racional. La 6 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? mayoría de las personas, tanto jóvenes como adultos, desarrollan una psicología imaginaria y frágil, que está más del lado de sus percepciones narcisista que del descubrimiento de la realidad. El más pequeño accidente los hiere y hunde, manifestando así la falta de resistencia ante las dificultades de la vida. Estas personalidades se organizan a veces alrededor de un self falso, y se les hace difícil poseerse a sí mismas. Viven en las apariencias y fuera de su vida interior. Las modas de la sociedad actual no ayudan a las personas a elaborar los conflictos psíquicos que se producen entre las exigencias de la vida interior y las necesidades de la realidad. El proceso de interiorización es pobre y la vida interior queda sin cultivar cuando la persona, amarrada a su narcisismo y autosuficiencia, no logra integrar las riquezas culturales, religiosas y morales. Descuida estos recursos pensando que no los necesita. Cuentan sólo las apariencias, la imagen que se quiere proyectar de sí a través de modificaciones del cuerpo y con el deseo de ser reconocido por los demás. El sueño exagerado de algunos jóvenes de aparecer en alguna transmisión televisiva, que les deja creer que van a ser famosos, manifiesta su deseo de ser valorados precisamente cuando viven una profunda incertidumbre personal. Quieren ser vistos y notados corporalmente. El cuerpo se ha vuelto el soporte de la identidad de la persona que, no logrando aceptarse, se inventa un cuerpo imaginario. La representación del cuerpo en el mundo actual se ha fragmentado y desestructurado. La costumbre de llevar ropa muy amplia y asimétrica es el síntoma de un cuerpo sin límites. Esta moda es asimismo expresión de un rechazo del cuerpo real que se quiere transformar a través del tatuaje, el piercing, la escarificación y la automutilación, como una manera para callar las propias angustias y encontrar nuevos límites. Algunos individuos expresan de esa forma su miedo a aceptar e integrar el propio cuerpo real dado que no logran elaborar todas sus tensiones internas provocadas por su vida pulsional. Intentan huir actuando sobre su propio cuerpo mientras que su vida interior queda en la confusión de identidad. Tienen de su cuerpo una visión más tribal que personal. No alcanzan a asumir la propia singularidad: tienen una concepción depresiva del cuerpo. El cuerpo es también reducido a la piel desde el momento en que la moda actual lo descubre para mostrar partes completamente desnudas. Sin embargo, este fenómeno llega aún más lejos: so pretexto de una falsa espontaneidad y liberación de sí, la exhibición de la desnudez se ha vuelto una dominante. Cada vez más artistas se exhiben desnudos en las revistas cuando en realidad no tienen nada que decir. Es cierto que cuando no se sabe ya qué pensar, que decir o cómo elaborar una idea, se muestra el propio cuerpo. La sociedad consumista explota esta visión del cuerpo psicótico. Las imágenes mediáticas, a través de la publicidad y de la televisión, toman poder sobre los espíritus y, año con año, producen programas que incitan a las personas a volverse corporal y sexualmente impulsivas. Esta erotización de las representaciones sociales crea un clima de excitación sexual y empuja a la acción hacia el cuerpo, que acaba cambiando la concepción de la relación con el otro. La voluntad de imponerse y de apropiarse del otro es una de las características de la detención del poder, con el fin de aprovechar de él más que ser expresión de una exigencia relacional que quiere conocerlo, comprenderlo, apreciarlo y hacer proyectos. La sexualidad es separada así del sentido del amor para convertirse en una actividad lúdica y ante todo narcisista, pero a la vez depresiva, como lo atestiguan las solicitudes de consultas de parte de jóvenes y adultos que quieren liberarse de una sexualidad imaginaria, fundada sobre el placer solitario, que no permite un encuentro real con la 7 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? persona amada. Descubren que han sido engañados por aquellos modelos sociales que habían abrazado. En ese contexto, y paradójicamente, las agresiones sexuales y las violaciones son consideras inaceptables, cuando todos los programas incitan a actuar de manera impulsiva. Hay, por lo tanto, una fractura entre las representaciones sociales del cuerpo y de la sexualidad, y lo que se hace en la práctica donde, por el contrario, las personas buscan comportamientos más sanos y auténticos. Estos comportamientos que acabamos de describir, procuran anular, suprimir o huir de todo lo que sucede en la vida interior, en lugar de trabajarlo a través de distintas actividades: la reflexión sobre sí mismo, la lectura, la búsqueda religiosa y moral, etc. 5. La angustia de vivir En las crisis existenciales, la angustia es a menudo el primer padecimiento en experimentarse. La angustia de vivir, de saber si lo que se está haciendo tiene un valor, se expresa en estas dudas: “¿Para qué tantos esfuerzos?”, “¿para que sirve lo que se hace cada día?”, “¿para qué existo?”. El vértigo de la angustia invade e inhibe la mayor parte de las funciones psíquicas. Quejándose de la vida la persona se queja de sí misma, sobre todo porque percibe que pierde el sentido de su existencia. La angustia de vivir es un rasgo peculiar de la psicología humana que la literatura clínica de la vida psíquica ha sabido identificar. La psicoanalista Melanie Klein fue la primera que trató de determinar las raíces de esta angustia en el surgir del psiquismo del niño. La experiencia clínica y la elaboración teórica fueron confirmando los resultados de su investigación. Ella pudo así demostrar que, desde temprana edad, el niño está movido por pulsiones agresivas que le sirven para imponerse en la vida, tomar alimentos, con el fin de responder a sus necesidades y asirse a la presencia de otro como a un sostén. Los primeros aspectos de su personalidad se manifiestan rápidamente en el modo en que se organiza a través de sus sensaciones, pese a la actitud positiva de sus padres. El niño pasa por períodos depresivos, no tanto en sentido clínico, sino porque le cuesta trabajo renunciar a ciertos objetos, por ejemplo el seno de la madre, para acceder a nuevos objetos. Vive también momentos en que piensa ser perseguido porque teme sufrir represalias, por parte de las personas que ama, a causa del mal que él cree provocar con sus pulsiones agresivas. Volvemos a encontrar esta actitud en la terapia de adolescentes o adultos que experimentan inconscientemente un fuerte sentido de culpabilidad en proporción a su incapacidad para subsanar el mal del que se sienten responsables en razón de su agresividad interior. A menudo procuran cambiar los papeles y proyectan su tormento fuera de sí acusando al terapista de querer dañarlos. Experimentan quejas que los remontan a las frustraciones primitivas que quedan activas. Se sienten perseguidos y agredidos. La angustia de la persecución se ha vuelto una constante en la tentativa de huir de un sentido de culpabilidad personal, culpabilidad evidentemente imaginaria. El sentimiento amoroso desaparece y el otro se convierte en un objeto malo: no puede ya ser amado. Es preciso, pues, acusarlo y considerarlo culpable de todo, de esa forma las pulsiones agresivas parecen ser justificadas. Se trata de una manera para reforzar la angustia persecutoria y de escabullirse de la culpabilidad y desesperación. Es interesante observar esta primera actividad de la psique preocupada por trabajar las pulsiones agresivas y la culpabilidad. En el mejor de los casos, se reorganizan en el amor hacia el otro y en una elaboración más madura de sus pulsiones. Sin embargo, pueden también 8 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? mantener un conflicto permanente en aquel que cultivará reproches constantes contra sus padres y la vida. La angustia, así como el enfado de vivir, no son ajenos a una angustia primordial vivida por el Yo del sujeto y que viene de la amenaza de la aniquilación originada por sus pulsiones agresivas. Éstas son de tal manera fuertes que representan un peligro percibido por el niño. Es suficiente observar a los niños pequeños en los kinders que, si no son controlados por los adultos, se dejan llevar por su violencia contra sí mismos o los compañeros. Si un bebé tuviera a su disposición una bomba atómica para conseguir de inmediato su biberón, no demoraría en activarla. Afortunadamente el niño desarrollará maniobras defensivas para protegerse y desviar hacia el exterior esta agresividad pensando, por ejemplo, que la amenaza viene desde fuera, lo cual le permitirá dirigir su energía psíquica hacia sus padres y la realidad. El amor de los suyos lo tranquilizará, lo protegerá y le pondrá límites para decirle así que la vida es posible y propiciarle a la vez los medios para trazar su camino. Conclusión Cualquiera que sea el tipo de depresión, siempre tiene consecuencias psicológicas y espirituales. En otra conferencia veremos las consecuencias espirituales. Por mientras, podemos hacer la hipótesis que la vida psíquica del deprimido está marcada por la angustia de la aniquilación, es decir, de ser privado de sus capacidades, de no poder existir ni para los demás, ni para un ideal. Encontramos aquí no sólo una experiencia temprana de la existencia, sino también una realidad inherente a la condición humana y que se resume en el “mal de vivir”, la melancolía y la depresión. Ya los antiguos habían constatado e investigado este fenómeno. Sin lugar a dudas, los primeros monjes de la era cristiana vivieron esta prueba en su vida ascética. Se le conocía como acedia, que significa el dolor de estar en el mundo y que tiene como consecuencia el desinterés hacia la vida. Sin embargo, la acedia está relacionada con la vida espiritual y se produce dentro de un deseo de Dios y de una relación creativa. La depresión es una manera de sentirse desposeído de sí mismo y sin amparo. Existe en el mundo moderno una relación entre acedia y depresión. La sensación de agotamiento y de pérdida de sentido son descritos como unos de los componentes de la depresión. Si la depresión es una enfermedad que se debe curar, su comprensión no puede ser reducida a una simple dificultad personal, sobre todo cuando este sufrimiento es ampliamente compartido. No se soluciona únicamente a partir de la medicina, sino también de las condiciones sociales desde el momento en que los puntos de referencias se enturbian y las exigencias de la vida espiritual no son gratificadas por la palabra de Dios. Es por eso que la depresión no puede ser interpretada como la fatiga de ser uno mismo, porque las personalidades modernas deberían desentenderse de los valores trascendentales e inventar la propia vida por sí solos, apoyándose únicamente sobre sus intereses subjetivos. La depresión, y especialmente la depresión existencial, remite a una realidad más profunda que empieza desde los comienzos de la humanidad y que se manifiesta a través de un rechazo y una falta de consentimiento ante la vida. La tristeza no es sólo el humor central de la depresión en el sentido que la persona se siente triste por algo, sino que se siente triste a causa de sí, de su incertidumbre interior y de la falta de realización. El recurso a la droga de las jóvenes generaciones enmascara esta problemática cuando 9 Tony Anatrella ¿Una sociedad depresiva? tratan de calmarse interiormente con el cannabis, estimularse con la cocaína o ser eficiente con el éxtasis. Luchan contra una depresión existencial que proviene, por una parte, del rechazo de aceptar y entrar en la vida. El hombre de hoy, como el de ayer, está luchando con el mismo interrogante: ¿cómo aprender a amar con el fin de realizar su humanidad y descubrir el sentido de su existencia? Padre Tony Anatrella Psicoanalista y especialista en psiquiatría social (Paris) Consultor del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud y del Pontificio Consejo para la Familia. 10